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La pesadilla del interior: Sobre “Inland Empire” (2006) de
David Lynch
Aarón Rodríguez Serrano Publicado en la Revista Shangri-La Textos Aparte
(ISSN:1999-2769) ; Nº 7 ; Septiembre-Diciembre 2008 ; pags. 296-305
“El espejo está roto, pero... ¿qué muestran sus fragmentos?”
(Ingmar Bergman)
01. EJE DE COORDENADAS PARA UNA POSIBLE LECTURA
En la oscuridad, rompiendo la oscuridad, desde el corazón de la nada,
surge un haz de luz. Es el primer paso para el pacto tácito (un pacto
mefistofélico, como veremos a continuación) que se establece entre el autor
del texto fílmico (y no nos cabe la menor duda de que Inland Empire es el
testimonio vivo y puro de un autor) y el receptor que, asentado en la butaca,
se prepara para construir el significado. ¿Construir? Por supuesto, pero
también, y más importante aún, para construír(-se) en torno al juego de la
ficción, la representación, el placer. En ocasiones, incluso, algo muy parecido
al goce.
David Lynch conoce de sobra el sentimiento del que parte el acto
cinematográfico. Sabe de la fascinación por la imagen “en sí misma”, pero
también de la consciente búsqueda de la verdad que cada espectador
realiza en torno al texto. Incluso en los films más escandalosamente vacíos de
experiencia late una pequeña llama de saber que es, después de todo, lo que
el espectador ha ido allí a buscar. De lo contrario no se explicaría por qué
aceptamos como válido el engaño de saber, al menos en el noventa y nueve
por ciento de las producciones, casi todo lo que va a ocurrir en pantalla.
Lo sabemos, precisamente, porque hemos accedido ya a ese mismo
saber (el héroe, el relato iniciático o la irremediable comedia romántica de
turno) en incontables ocasiones. Conocemos a los personajes porque hemos
aprendido a ver cine gracias al reencuentro con los mismos arquetipos, las
mismas miradas, la misma socarronería, violencia o narcisismo. Sin embargo,
volvemos puntualmente al cinematógrafo porque aceptamos la experiencia
vivida, la recuperamos, la hacemos nuestra.
Luego, por cierto, Inland Empire y gran parte de la obra de David Lynch.
Luego se enciende un haz de luz en la pantalla, la oscuridad de la sala
también se rompe y, como consecuencia, somos invitados a contemplar el
rótulo que nombra lo que vemos, lo que vamos a ver:
A la cámara le cuesta contemplar el haz de luz: se desenfoca, vuelve,
un par de veces incluso. Es la propia naturaleza del texto la que debe ser
fijada, o quizá, el despertar en mitad de esa terrible oscuridad con la única luz
del proyector para saber dónde, cómo, de qué estamos hablando. Inland
Empire son las dos primeras palabras mágicas (y no cabe duda de que Lynch,
quizá en esta cinta más que nunca, va a intentar ser un mago de la
representación) en las que se encuentra trazado el itinerario propuesto.
Inland Empire, además de ser un barrio situado al Este de Los Ángeles en
el que nació Ben Harper (el marido de Laura Dern, protagonista de la cinta)
puede ser también leído de manera literal, In-land Empire. El imperio de lo que
está dentro, dentro de un territorio determinado (1). Como bien señaló Quim
Casas en su estudio monográfico sobre el director:
El término Inland acepta estos matices en su traducción al
castellano: interior, del interior, hacia el interior, tierra adentro.
Cualquiera nos sirve, aunque creo que el más acertado sería el
tercero. La película se dirige hacia el interior de la conciencia
de Nikki y saca a la luz, con las peculiares texturas que ofrece
la filmación en video digital (...) emociones e intuiciones que se
hacen sorprendente realidad fílmica (CASAS, 2007, 361).
Pero si esta interpretación no fuera lo suficientemente convincente,
bastaría con pensar que la anterior cinta del director se llamaba precisamente
Mulholland Drive (2001), una de las calles principales de Los Ángeles,
generalmente asociada al star system norteamericano y a su particular modo
de vida.
Si lo pensamos detenidamente, Lynch siempre ha estado obsesionado
por el lugar y el momento en el que ocurren las cosas. La suya es una
construcción espacial que desciende constantemente hacia el interior, incluso
allí donde lo cinematográfico no podría penetrar: El club Silencio, la famosa
habitación roja de Twin Peaks, la cárcel desde la que el torturado Fred de
Carretera perdida (Lost Highway; 1997) construye un universo utópico,
imposible. Podríamos pensar la filmografía del director como una gran
exploración del prólogo que abre Terciopelo azul (Blue velvet; 1986): de la
amplitud del cielo azul (el espacio sin límites, un espacio infranqueable donde
se sugiere lo imaginario) hacia el nido subterráneo en el que los insectos
parlotean dementemente, un espacio para el ruido y el miedo en el que se
impone el contacto con lo real.
Una ruta de descenso hacia el interior, podríamos pensar. Pero hilemos
todavía más fino y acotemos lo que la palabra interior (y el prefijo In-land así
nos lo sugiere) podría significar en la obra de Lynch. El espacio interior (aquello
que la cámara no puede mostrar pero que sin embargo puede ser generado,
re-presentado y por lo tanto sugerido desde la tramoya de la ficción
lyncheana) es el espacio en el que anidan los deseos, el tánatos, un espacio
que se parecería demasiado a la noción general de inconsciente de no ser
porque en el interior de Lynch, precisamente, el lenguaje pierde toda validez y
nada puede ser articulado con coherencia.
La incompatibilidad entre el interior lyncheano y el lenguaje se hace
totalmente patente en Inland Empire en tanto los personajes no aciertan a
usarlo para poder definir su yo, su realidad espacial y temporal. Durante toda
la obra el personaje de Nikki Grace/Susan Blue se encuentra preguntando a los
demás por su propia posición en el mapa diegético, esto es, por el hipotético
lugar que ocuparía en el tiempo y el espacio. Si el propio Lynch se limitó a
definir su película como “La historia de una mujer en apuros”, nosotros
podríamos afirmar que, de todos los problemas que Nikki/Susan tiene en la
cinta, el más categórico de todos es el referente a su propia identidad.
02. YO/NARRACIÓN
Ya hemos visto que la película comienza nombrándose a sí misma (Yo,
en cuanto proyección de luz en mitad de la oscuridad, pero también Yo,
Inland Empire), y poco después, en el mismo blanco y negro, contemplamos
una serie de imágenes completamente desmigajadas (un antiguo gramófono,
una pareja que se detiene frente a la puerta de un hotel porque no tiene la
llave…) hasta que podemos delimitar claramente el primer espacio en el que
Lynch nos ofrece su primera intromisión en la ruptura del sentido.
En la habitación del hotel, una pareja (a priori, una prostituta y un
cliente) mantienen una salvaje conversación en la que se confunde la
violencia física y la posesión sexual. Sin embargo, los rostros de ambos están
extrañamente difuminados:
Lo primero que deberíamos plantearnos (nuestro ansia de clasificar y
ordenar la narración así nos lo impone) es quién está tomando parte en la
acción. Sin embargo, Lynch se niega a ofrecer cualquier tipo de respuesta, nos
lleva a una violencia creada in media res y allí nos mantiene. Sin embargo,
resulta todavía más inquietante que no podamos leer parte de la imagen, que
se nos niegue la contemplación de los rostros. Los cuerpos (muy especialmente
el cuerpo de la mujer) quedan súbitamente desmaterializados, destruídos,
convertidos en títeres de un deseo inquietante. Y no es precisamente porque
sea un recurso audiovisual ajeno a nosotros (estamos acostumbrados a ver
cómo la televisión difumina digitalmente los rostros en los telediarios), sino por
las extrañas connotaciones que nos otorga: ¿Por qué tanto la víctima de la
violencia sexual (la prostituta, aquella que se ofrece a la humillación verbal y
visual al ofrecerse a la mirada perversa y el lenguaje perverso del Otro) como
el propio verdugo tienen la cara cubierta? ¿Acaso no resulta inquietante esa
subversión, esa igualdad dentro del encuadre? Y lo que es más, la intromisión
de un código generalmente asociado a la televisión y a la información en
mitad de una ficción, ¿no la hace mucho más cercana, y por eso mismo,
convierte su descontextualización en algo inquietante?
Poco después, se delimita el primer paso hacia el In-land, hacia el
territorio del interior, la primera puerta por la que debemos descender. La
prostituta, al marcharse el cliente en lo que parece una brusca elipsis que se
remarca cambiando el blanco y negro por el color, contempla el televisor de
la habitación. No es sorprendente que, precisamente lo que esté
contemplando, sea la propia película Inland Empire. Quedamos, por lo tanto,
hermanados en tanto espectadores con la espectadora polaca. Hemos
recibido nuestro primer lugar como público en el interior de la enunciación:
junto a esa mujer, recién forzada, una mujer que ha escapado del vacío de la
identidad (la mancha sobre su rostro) para encontrar la claridad en la
representación.
Desde esta perspectiva, la estrategia de Lynch es arriesgada. No sólo ha
puesto en cuadro la propia naturaleza del film, sino que además nos ha
invitado a mirar desde uno de los personajes, junto a uno de los personajes.
Nos confronta con la idea de que miramos algo que alguien ya ha mirado
antes, y lo que es más, se plantea por los sentimientos que pueden surgir entre
aquel que mira y aquello que es mirado. Y, como ya sabemos desde el
psicoanálisis lacaniano, toda mirada tiene algo de posesión, de fagocitación,
de ocupar por la fuerza el lugar donde el Otro ya ha estado y hacernos
partícipes de su deseo, de su miedo, de su ansia. De la misma manera que
Michael Haneke comenzaba su inquietante Caché (2005) (con la que la obra
de David Lynch guarda más de un parecido [2]) obligándonos a mirar las
cintas en las que se encierra la catástrofe de los protagonistas, Lynch nos invita
ahora a mirar desde la mirada de la víctima, de la prostituta, de aquella que
se ha desnudado para nosotros que miramos con deseo en la primera
secuencia y a la que ahora acompañaremos en su viaje por el interior.
Posición confusa, ya que como señaló González Requena:
Tal es pues el juego al que la mirada se entrega en el registro
de lo imaginario: ser amado, amar, devorar: un ojo a veces
amante enternecido y otras devorador, destructor: tales son las
pasiones de la mirada que caracterizan la economía de lo
imaginario (GONZÁLEZ REQUENA, 1999, 64).
03. LA HISTERIA EN LA CULTURA DE MASAS
Uno de los rasgos fundamentales en la obra de David Lynch ha sido,
curiosamente, su constante voluntad de introducir sus productos anómalos (en
el mejor sentido del término) en los canales habituales para la difusión de
productos audiovisuales. No sólo nos referimos al impacto brutal que la serie
Twin Peaks supuso para una audiencia habituada a los códigos narrativos de
la pequeña pantalla, sino a detalles mucho más cotidianos como su presencia
en internet o la extraña sensación que provocaba ver una edición en dvd de
Mulholland drive de venta en los kioskos en el interior de una colección “al
uso”. Quizá sea por esta razón por la que en Inland Empire se remite una y otra
vez a la “otra cara” de las representaciones cinematográfica y televisiva.
Lynch ahonda en ambos sistemas (hacia su interior de nuevo, hacia las
cucarachas en el jardín) para poner en cuadro lo histérico que encierran, la
gran bufonada onírica que se encuentra en muchos de ellos.
La idea de que tanto Mulholland drive como Inland Empire giren en
torno a las fallas existenciales que tienen lugar en la “ciudad de los sueños” (las
aspirantes a actrices frustradas, los mendigos que dormitan junto a los nombres
de las estrellas, los inquietantes hombres de los estudios y su particular tráfico
de influencias…) no sólo nos hace pensar sobre el enorme precio que se cobra
el espejismo de las alfombras rojas, sino también sobre el innegable cimiento
de sufrimiento que sustenta el star system. Sin embargo, Lynch se decide a
llegar mucho más lejos y, al manipular los códigos de la representación nos
ofrece una auténtica puesta en cuadro de lo que podríamos llamar los
“elementos delirantes de la cultura de masas”.
Observemos, por ejemplo, el espacio en el que Lynch posiciona a su
particular familia de conejos (3), lugar privilegiado de la cultura de masas:
Lo que el director propone es, con toda contundencia, una muestra de
lo absurdo que se encierra en los códigos representativos de las sit-com
populares. La acción sucede en un ambiente (in-)cómodamente familiar: un
salón en el que dos figuras aparentemente femeninas (¿madre e hija?) reciben
a una figura masculina. Sin embargo, lo que fluye bajo el texto es
absolutamente inquietante: la frontalidad de los personajes, la ausencia de
movimientos en escena o la presencia estática de la cámara que se niega
tozudamente a cambiar de encuadre (¿contemplamos un teatro? ¿una casa
de muñecas?), y por supuesto, los chirriantes efectos sonoros que, parodiando
a las comedias televisivas clásicas, añaden risas, aplausos y silbidos a una
ausencia total de acontecimientos.
La representación se ha convertido en algo inquietante, algo
claramente histérico. Sus elementos clásicos han sido desplazados y, al
hacerlo, han dejado al descubierto la delirante realidad que trataban
desesperadamente de esconder. Fracasa el lenguaje televisivo, pero fracasa
también el lenguaje oral al resultar del todo ininteligibles las frases que los
conejos pronuncian: Algún día lo descubriré, ¿Cuándo lo contarás? ¿Quién iba
a decirlo? ¿Qué hora es? (en este momento el público estalla en sonoras
carcajadas) y Tengo un secreto.
Lynch, por cierto, rompe la ilusión de la propia sit-com al mostrarnos lo
que podríamos considerar el contraplano de la habitación de los conejos: la
propia habitación del hotel en la que la prostituta llora al contemplar la ficción
televisiva. En apenas tres minutos se produce un vaciado total de cualquier
significación lógica a raíz de los constantes choques que el director realiza
entre distintas realidades:
La cultura de masas como portadora de soledad, lo absurdo del
discurso particular de las sit-coms puesto en cuadro como irónico contraplano
de la espectadora que, con su mirada, sostiene el relato y permite que
avancemos en el interior de Inland Empire hasta la siguiente caja, el siguiente
tramo de lo que ya se nos presenta como un laberinto narrativo.
Sin embargo, Lynch está dispuesto a llegar todavía más lejos y durante
el resto de la cinta irá poniendo en duda a raíz de su descontextualización
otros iconos de lo popular. Así, por ejemplo, la escena en la que somos
invitados a contemplar a las prostitutas bailando mecánicamente The
locomotion de Little Eva, hit de los años cincuenta que representa los valores
clásicos del American Way of life y que supone un avance brutal sobre las
primeras inmersiones del director gracias a la música de artistas como Roy
Orbison (la inolvidable secuencia del Candy colored clown de Terciopelo azul
[4]). Así también la re-creación de un hipotético programa televisivo en el que
Nikki es invitada para hablar de su vida profesional e intenta ser manipulada
por una presentadora sin escrúpulos. La idea de Lynch es participar del
discurso massmediatico desde su corazón mismo (Hollywood) para poder
llevarnos hasta la falla de sentido brutal que se esconde en el corazón de las
representaciones.
Frente a esto, el viaje de Nikki/Susan propone un retorno consciente al
verdadero relato mítico, al inicio mismo de la narrativa que se dispara frente al
¿Quién soy yo? que late en el oficio de representar. Como señaló José Luis
Pardo:
Quien aspira a tener destino, a enhebrarse en la trama
principal del relato que cuenta la historia de modo que se
asegure el paso al “haber” de la misma (...) tiene que apostar
por una finalidad más alta (más alta que la moralidad y la
felicidad), aspirar a la satisfacción de sí mismo (...) y
condenarse a un ejercicio mágico de “adivinación del
porvenir” en toda clase de prácticas supersticiosas (PARDO,
2007, 153-154).
Y es que Inland Empire supone un itinerario en la oscuridad de la
narrativa, un ejercicio de “adivinación del porvenir” en un mundo en el que no
hay porvenir posible. Y no lo hay, precisamente, porque se trata de un universo
en descomposición constante.
04. UN INTERIOR POSIBLE
Ángel Sala definió así Inland Empire:
Una crónica pesadillesca sobre la vulnerabilidad de la propia
identidad en los tiempos catódicos (...) una pesadilla
autorreferencial y absurda, conceptuada como un juego de
cajas chinas desarrollado en dimensiones paralelas mediante
el único hilo conductor del personaje de Laura Dern (SALA,
2006, 10-11).
El hilo conductor es, efectivamente Laura Dern (en tanto presencia
escénica capaz de pasearse por multiples personalidades distintas como si
cambiara de traje), pero el centro del relato es, sin duda, la prostituta que
contempla la imagen en la habitación del hotel. Hay una idea explicada
precisamente con total claridad en Inland empire y es la relación casi erótica
(de goce, decíamos al principio) que se establece entre el film y el
espectador, el que fagocita con la mirada y la película que se muestra
cobrando sentido precisamente en la mirada del otro.
En el final de la cinta (uno de los más hermosos de la filmografía de
Lynch) podemos observar cómo el viaje de esa dualidad Nikki/Susan accede
por fin a una serie de paradas (una sala de cine, un pasadizo oscuro, la propia
habitación de los conejos...) hasta desembocar en un último espacio: la
habitación de hotel. La narración, sin embargo, se empeña en negarnos
nuestro propio espacio como espectadores. Antes de contemplar el
verdadero encuentro entre Nikki/Susan y la prostituta, vemos a través del
propio televisor:
El abrazo entre las dos mujeres es el cierre final de la nueva cinta de
Moebius propuesta por Lynch, y es además, un purísimo reconocimiento sobre
la eficacia simbólica de los textos (Nikki/Susan como portadora de la
experiencia textual y la prostituta como espectadora), sobre su poder como
constructores de sentido en nuestras propias vidas, como asideros contra la
tragedia de la nada.
Ese es el verdadero saber de Inland Empire: el sabor de la
representación, la puesta en cuadro de todo lo que pudiera haber de
verdadero en el interior de la ficción. Es la ruptura de la pesadilla iniciada en
Carretera perdida y continuada en Mulholland Drive (donde lo que anidaba al
otro lado del espejo era una vida imposible, una vida que no podía ser vivida
sin ser fagocitado por la sombra, por el pánico). Ahora lo que Lynch nos ofrece
(de manera más críptica que nunca, pero precisamente por eso más
sugerente) es la idea de que en el espejo de las re-presentaciones se refugia
también el consuelo y la curación para las heridas a las que el tiempo nos va
sometiendo.
Las múltiples personalidades de Nikki/Susan (desde la frívola actriz que
recibe el goce del galán hollywoodiense hasta la terrible mujer que habla de
mutilaciones sexuales en una comisaría polaca) son las caras de un poliedro
cuya integridad reside precisamente en ser distintas facetas de una Gran
Representación (esa que comenzaba con el foco que rompía la oscuridad en
el inicio de la cinta) y que, como señalamos, tiene algo de Mefistofélico.
Nikki/Susan pierde su propia identidad, pero a cambio nos permite acceder a
una sabiduría, o mejor aún, a múltiples sabidurías que cruzan el pánico con la
belleza, lo siniestro con lo circense, lo prohibido con lo sagrado. Pero, ¿no es
eso acaso el verdadero objeto de la representación? ¿Acaso no acudimos por
esa razón a las salas? Y pensando todavía con más frialdad, ¿no es
precisamente eso lo que separa al cine en tanto arte de todos los errores de la
representación televisiva a la que Lynch pone al descubierto?
La prostituta polaca regresa a lo que parece su hogar (5) y sonríe a su
familia: lo puede hacer porque acaba de vivir en el texto recibido, porque no
es la misma, porque nadie puede ser el mismo después de haberse sometido a
la experiencia encerrada en un texto.
05. NOCONCLUSIONES
No podemos cerrar la lectura de Inland Empire ni queremos proponer
este pequeño análisis sino como una sugerencia, una posibilidad, una
pequeña sutura entre ideas que nuestra propia experiencia como
espectadores nos susurró al hilo de lo vivido. Tenemos la firme convicción de
que, como con tantas otras propuestas artísticas, no hemos aprehendido casi
nada del inmenso océano de significados propuesto por Lynch. Sabemos, sin
embargo, que el análisis textual en este caso es una misión fallida de
antemano, un fracaso interpretativo, y sin embargo, durante los próximos años
no nos cabe la menor duda de que abundarán los estudios sobre esta cinta.
Pensar Inland empire al margen de su naturaleza digital, al margen de la
propia rúbrica lyncheana (y de su tiranía), al margen de modas y esnobismos
puede resultar el primer paso para pensar un nuevo cine, o en todo caso, para
pensar unos nuevos espectadores dentro del cine.
NOTAS
(1): Esta interpretación literal de Inland Empire ha llegado a sus últimas
consecuencias en la distribución de la cinta en algunos países
latinoamericanos, donde fue estrenada bajo el título “El imperio”.
(2): La idea de la imagen casera registrada en video como amenaza para la
integridad física y mental de los personajes aparece constantemente tanto en
la obra de Haneke como en la de Lynch. Recordemos, por ejemplo, al joven
asesino de Benny´s video (1992) y su monstruosa relación con las cámaras
caseras, o también a las cintas que iban llegando al pequeño hogar de
Carretera perdida sin que pudiéramos encontrar una lógica aparente a su
mensaje.
(3): En Inland Empire es posible encontrar rastros de varias propuestas que el
director había venido desarrollando desde la grabación de Mulholland drive
mediante su página web personal (www.davidlynch.com), especialmente con
la miniserie surrealista Rabbits (2002) y el cortometraje The darkened room
(2002). Curiosamente, son elementos que Lynch utiliza como “añadidos” a la(s)
historia(s) principal(es) de Nikki/Susan que cumplen perfectamente con su
cometido de potenciadores de la experiencia textual.
(4): El uso de The locomotion pertenece a uno de esos momentos “típicamente
lyncheanos” donde el interior alcanza su máximo exponente como pesadilla.
Los cuerpos de las mujeres son absolutamente desprovistos de cualquier carga
simbólica para ser retratados como materia sobre la pantalla, carne que se
mueve de manera mecánica y que bajo ningún concepto puede ser
susceptible de convocar nuestro deseo. Por añadidura, la absoluta
descontextualización de la escena hace imposible que el espectador ejerza
una reflexión causal sobre lo contemplado, siendo simplemente sometido a los
estímulos de la música y del movimiento sin posibilidad de ejercer una reflexión
sobre ellos.
(5): Resulta coherente, por otra parte, que cuando Nikki es fagocitada por la
película polaca maldita, pase a vivir como una humilde mujer en esa casa y
esa familia que al final parece pertenecer a la prostituta. Podría tratarse de la
carga de subjetividad que cada espectador aplica a los textos y que fomenta
análisis y opiniones completamente dispares de una misma obra. Se entronca,
a su vez, con una posible trasferencia onírica (nos soñamos a nosotros mismos
en la pantalla) y nos permite reflexionar sobre la medida en el que el texto nos
necesita para ser pensado, para ser vivido.
BIBLIOGRAFÍA
AAVV, Universo Lynch, Calamar Ediciones, Madrid, 2006
CASAS, Quim, David Lynch, Cátedra, Madrid, 2007
GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, El discurso televisivo: espectáculo de la
posmodernidad, Cátedra, Madrid, 1999
PARDO, José Luis, Esto no es música, Introducción al malestar en la cultura de
masas, Círculo de Lectores, Madrid, 2007.
SALA, Ángel, Envoltorio en plástico (a modo de introducción), pags. 7-14 en
AAVV, 2006
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