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LA MIRADA DEL MIEDO
Ricardo Hernández Megías
Febrero de 2012
¿Podemos leer el miedo en la mirada de otro hombre, de otro
animal? ¿Qué o quién nos lleva a una situación límite donde desde lo más
profundo de nuestro ser y, quizás, de la manera más irracional, dejamos al
descubierto nuestra alma?
Estas preguntas me venían a la mente cuando mis ojos miraban
fijamente a los ojos de mi querido amigo F. en la solitaria habitación del
Hospital Gregorio Marañón, de Madrid, operado de corazón, mientras las
calles de Madrid eran barridas por el frío viento siberiano de este seco mes
de febrero.
F. es un hombre fuerte que en otras ocasiones ha pisado los
hospitales para enfrentarse a operaciones quirúrgicas mucho más graves
que la actual, y siempre ha salido victorioso de ellas. En más de una
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ocasión, incluso en contra de los criterios profesionales de los mismos
médicos. Es verdad que el destino lo tenemos marcado, pero no es menos
cierto que a este hipotético destino hay que ayudarlo con nuestro esfuerzo y
nuestro deseo de seguir viviendo. Que los médicos son necesarios en
muchos de los procesos curativos, es algo que a nadie se le escapa; pero
que es fundamental e imprescindible el estado de disposición emocional del
paciente y su contribución desde el deseo de curarse para ganar la batalla a
la enfermedad, nadie lo pone en duda.
Pero esta vez parece que todo va a ser distinto. Hemos hablado
mucho los dos compadres en el sosiego de la habitación aislada donde se
encuentra por haber cogido un virus, posiblemente contagioso, durante los
días previos a la operación, cuando los ánimos del paciente están a flor de
piel y es superior el deseo de exteriorizar sus íntimos sentimientos a un
amigo, que el propio y razonable deseo de la interiorización del miedo a la
imprevisible y durísima operación; frente a la incertidumbre ante un
mañana desconocido que no está en sus manos conquistarlo.
Tampoco yo estoy en las mejores condiciones para animarle, pues
conozco la gravedad de su situación. Eso es lo que voy pensando mientras
me acerco a esa “cárcel del dolor” en que para él se ha convertido el
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Hospital Universitario Gregorio Marañón. Conforme salgo del Metro, un
viento gélido hace que los viandantes se arrebujen en sus abrigos y
bufandas como medida de defensa. Ni siquiera el tibio sol de la mañana es
capaz de dar una ligera sensación de bienestar cuando subo las rampas del
Hospital en el que abundan, a estas horas de la mañana, las ambulancias
que traen y llevan a los enfermos de “larga duración” para su revisión
diaria. Incomprensiblemente, los aledaños de las puertas del Hospital están
muy concurridos de enfermeras y enfermos que se escapan para fumar un
cigarrillo. El máximo de este despropósito es ver algún que otro enfermo
arrastrando el soporte metálico de donde pende la botella de suero, en
ligeras ropas hospitalarias, con el consiguiente cigarrillo en la mano.
El gran salón de entrada del Hospital nos parece un aguafuerte
sacado de la Corte de los Milagros. Por él deambulan familiares habladores
comentando la última noticia del médico sobre sus deudos; enfermos que
salen de las consultas con alguna pierna escayolada o el brazo en
cabestrillo; enfermeras agobiadas por las prisas que serpentean por entre
los visitantes; un sacerdote que llega tarde a la misa en la cercana capilla,
etc. En la parte preparada para largas estancias, una familia gitana se ha
hecho fuerte y ocupa, con grandes voces fuera de tono, todas las sillas de la
zona, mientras los demás visitantes les miran entre curiosos y un poco
asustados; más escondidas a la vista, como queriendo pudorosamente
ocultar sus poco decorosas presencias, los enfermos imposibilitados
esperan en sus sillas de ruedas a que los conductores de las ambulancias los
devuelvan a sus casas. Todo es ruido y agitación en esta entrada a estas
horas de la mañana.
El Hospital Gregorio Marañón, aún siendo uno de los Centros
hospitalarios de más prestigio de España, es un viejo edificio de los años 60
que ha sido remodelado en varias ocasiones, pero que nunca ha conseguido
dejar atrás su aire vetusto. Sus numerosos y largos pasillos iluminados por
una matizada luz amarillenta te introducen en un mundo donde solamente
el dolor tiene prioridad. Los viejos ascensores, cuando llegan, vomitan una
muchedumbre heterodoxa que rápidamente se dispersa hacia la salida. Las
habitaciones, con sus puertas abiertas nos enseñan, sin ningún tipo de
pudor, a los enfermos en sus camas, en actitud doliente y, en muchos casos,
con los cuerpos semidesnudos, como queriendo indicarnos a los que nos
acercamos desde la calle que allí el boato y elegancia no tienen cabida.
Eso voy pensando mientras me acerco, por entre un deambular de
enfermos en sus diarios paseos por los pasillos, enfermeras diligentes y
familiares que más que acompañar, estorban y molestan tanto a enfermos
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como a enfermeras. ¡Cuántos familiares hacen pasillo en los hospitales
españoles sin nada que hacer más que esa costumbre nuestra de dejarnos
ver, sin percatarnos que mejor estaría el enfermo con más tranquilidad en
su habitación y sin el agobio de tanta muchedumbre!
La habitación de mi amigo F. está al final del pasillo, por lo que he
tenido que hacer un largo recorrido observado por los ojos expectantes y
curiosos de los enfermos. Tiene colgado en la puerta un cartel amarillo
señalando su preventivo aislamiento. Cuando entro en su habitación, veo
por primera vez desde su grave operación a mi amigo que me mira con ojos
muy lejanos, con esfuerzo, como sin ganas. Pero precisamente ésa es la
mirada del miedo que a mí me sobrecoge en él. Ese dejar hacer que el
tiempo resuelva el dilema sin que podamos hacer nada para dominarlo. Ha
perdido muchos kilos y su rostro es un boceto de un personaje del Greco
pintado con brochazos descoloridos, mientras que sus ojos, ayer brillantes,
altivos, desafiantes frente a la cercana operación, hoy se encuentran
apagados, hundidos en profundas ojeras por cuyas celosías me miran, no sé
si un poco agradecidos o un mucho denunciadores. Tampoco la ropa
hospitalaria ayudan a mejorar su figura: las tallas de los pantalones suelen
ser comunes y al pobre amigo le sobra ropa por doquier dándole una
imagen de desamparo que me llega hasta lo más profundo del alma.
Está sentado en un sillón y sus muñecas le atan por medio de tubos a
todo tipo de botellas y frascos que cuelgan del soporte metálico. Su camisa
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abierta nos señala el amplio tajo quirúrgico que le han hecho en el pecho
para llegar a su corazón. Es el momento de que su esposa vuelva a su casa a
descansar mientras yo me quedo a solas con él en su “sillón del dolor”.
Será por varias horas y, dentro de su debilidad, tendremos tiempo de hablar
de muchas cosas. No voy a caer en la estupidez de hablarle de falsos y
engañosos consuelos instantáneos; él, como yo, como todos, sabemos que
la operación ha sido un éxito pero que los problemas que arrastra
anteriormente, a los que –incomprensiblemente– se le han añadido una
gripe A, cogida en el mismo hospital, le van a cobrar un alto grado de
sufrimiento. Claro, que desde fuera se ven los problemas de muy diferente
manera y el enfermo, por mucho que sepa y se le diga, siempre verá o
sentirá su dolor con el comprensible miedo hacia aquello que no domina y
sí sufre.
Y sentado frente a mi amigo, mirando su cara y escrutando sus ojos
me enfrento nuevamente con el miedo: con el suyo, que esta vez también es
el mío. Ese miedo irracional del hombre frente a su debilidad en la
enfermedad que le deja paralizado y sin defensas. Y recapacitando sobre
esta indefensión de mi amigo F., hago memoria de mi propia vida, de mi
fortaleza física, de mis enormes ganas de vivir, y doy gracias a Dios por
esos muchos detalles a los que, normalmente y día a día, no le damos
importancia. Tiene que ser la enfermedad o la falta de un familiar querido
lo que, nuevamente, nos haga valorar lo que a diario disfrutamos y en
muchos casos derrochamos sin darle su verdadero valor.
Y sentado en mi silla, acompañando el duermevela en que se ha
sumido mi amigo, hago promesas de futuro que sé de antemano que no voy
a cumplir. Pero así somos los hombres y así debemos de reconocernos si no
queremos engañarnos.
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PARTE II
EL ADIÓS A UN BUEN AMIGO
(8 de mayo de 2012)
Definitivamente, no pudo ser. A las cuatro y media de la madrugada
del día 7 de mayo, cuando la primavera se adorna con mil colores en los
campos y los jardines de las ciudades se engalanan con el verde topacio de
sus enramadas; cuando el aire se perfuma y parece que la vida se acelera a
nuestro alrededor, en una triste habitación del hospital del pueblo de
Vallecas, la muerte, esa maldita e innombrable compañera que viaja
agazapada y engañosa junto a nosotros desde que nacemos, ha decidido
afilar su insaciable guadaña y segar la vida de mi amigo F. De nada le ha
valido su valiente y animosa lucha contra su más fuerte enemiga a la que
sin miedo miró a la cara frente a frente hasta el último momento. Todo
estaba contra él; señalando su destino; ese insondable e incompresible pozo
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sin fondo donde están escritas cada una de las etapas de nuestra indefensa y
frágil existencia.
F. murió como había vivido: sin una queja; sin una palabra de
desánimo; siendo leal a sus propósitos y defendiendo su inquebrantable
independencia moral. No quiso ni rezos, ni ceremonias que sobrepasaran la
intimidad de la familia, ni sepultura que le recordaran más allá de su propia
existencia. Quizás, porque él sabía muy bien que lo que realmente tenía
valor había que hacerlo en vida y ahí sí fue pródigo en su entrega. Yo, que
soy hombre de fe, aunque perdido en un mar de dudas, no lo comparto,
pero lo respeto y lo admiro por su indomable firmeza de criterios.
Sin embargo, desde esa admiración y desde ese respeto ante su
valentía –no del final, sino de toda su vida–, quisiera volver a rescatar
algunas preguntas que me hice ante la tumba de otro ser querido sobre la
vida y la muerte, en estos momentos de gran tristeza por la marcha del
querido amigo.
Cuando somos jóvenes y la vida se presenta ante nosotros como un
infinito camino cargado de esperanzas, de ilusiones, la palabra MUERTE
nos parece tan ajena, tan lejana (aunque conviva con nosotros sin que
lleguemos a saberlo), que no tiene cabida en nuestro vocabulario.
Nos creemos que el mundo nos pertenece solo a nosotros, que somos el
centro de nuestro personal universo. Los pronombres YO, MÍO, son el eje
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principal sobre los que giran nuestras vidas. La juventud es egocéntrica,
egoísta y todo lo que sucede a nuestro alrededor lo filtramos a través de ese
espejo narcisista, que en definitiva es el propio reflejo del desarrollo de
nuestra personalidad futura.
Pero pasan los años; pasa la vida. Pasamos sobre la vida y un día
cualquiera, sin saber el cómo ni el por qué, nos paramos ante ella y
miramos hacia atrás, hacia ese enorme abismo de lo que ya fue. Y
descubrimos las numerosas ausencias de aquellos que nos fueron
acompañando en nuestro aturdido trayecto, sin haberlos valorado en su
justo valor.
Faltan nuestros padres, esas profundas y firmes raíces sobre las que
creció, de manera más o menos insegura, el tronco de nuestra propia vida,
de las que nos hemos alimentado hasta su extenuación y de las que somos
injustos deudores; faltan los hermanos, los hijos, los queridos amigos que
en otros días fueron frondosas ramas de ese nuestro tronco y que tantas
veces dieron cobijo a nuestros sueños, a nuestras quimeras. Entre sus hojas
primaverales arropamos el nido de nuestros primeros amores, de nuestros
primeros embelesos, de nuestros absurdos sueños. Y cuando la fría
escarcha del invierno puso al descubierto nuestros fracasos, nuestras
inseguridades, nuestras penas, siempre encontrábamos el calor de una mano
amiga tendida que mitigara nuestro dolor.
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Tanta muerte a nuestro alrededor, ahora ya tan cercana, que nos
damos cuenta, por vez primera, que también nosotros somos ya muerte.
Pero ¿es la muerte el final que todo lo destruye y borra? Los que
poseen el divino don de la Fe, parece que esto lo tienen resuelto. Pero los
que caminamos sobre la eterna duda, los que buscamos ansiosamente una
luz que nos despeje el camino, dejamos aparcada, una y otra vez, la
solución al problema.
Yo creo, sinceramente, que no. Yo creo firmemente que LA
MUERTE ES EL OLVIDO. Que mientras haya quien nos mantenga en su
recuerdo, seguiremos vivos.
Y eso es lo que yo quisiera decirte y asegurarte, querido amigo, en
esta nota de recuerdo. El amor entre los tuyos; tu recuerdo entre los que te
quisimos; tu honradez y tu valor de hombre de bien entre los que te
tratamos día a día, te mantendrá por mucho tiempo vivo. Yo así lo creo.