La museografía modernista como dispositivo de domesticación de las
vanguardias históricas
Isabel Tejeda Martín
Vanguardias Históricas/ Modernismo / MoMA / Museografía / Museificar
A partir de la segunda mitad del siglo XX, se normalizó una gramática
expográfica que, proveniente de las experimentaciones de las décadas
anteriores, homogenizó las manifestaciones artísticas contemporáneas
mediante la estandarización en las presentaciones.
La exposición se ha convertido en el último siglo en un paradigma de la
industria cultural contemporánea, en la articulación del discurso del museo,
como ha planteado Mieke Bal.1 Una disciplina dotada de sus propias reglas que
intenta contar el mundo, crear un relato. De hecho, a lo largo del siglo XX ha
funcionado como sustitutivo de las academias del siglo XVIII o de los salones
decimonónicos en la mostración de lo nuevo. El fenómeno de la re-exposición,
además, ha contribuido a la regulación que los museos operan sobre lo que
debe considerarse retrospectivamente como arte, funcionando como un
instrumento legitimador. Esta comunicación realiza un análisis crítico de las re-
exposiciones realizadas con obras de las vanguardias históricas.
La re-exposición ha sido una herramienta imprescindible en la museificación de
la cultura, concepto acuñado por Christine Bernier para explicar la conversión
del museo en una instancia ocupada en mapear la producción humana
extrayendo, aislando y recontextualizando referentes que apoyan su
construcción de la memoria.2 En la última década, sin embargo, se ha perdido
interés por las macro-historias, por intentar encerrar en una colección todos los
artefactos del mundo. Una nueva museografía, encabezada por la Tate Modern,
opta, para interpretar las colecciones de las vanguardias históricas, por la 1 BAL, Mieke, “The Discourse of the Museum”, en GREENBERG, Reesa, FERGUSON, Bruce W., NAIRNE, Sandy (ed.), Thinking about Exhibitions, Londres, Nueva York, Rutledge, 1996, p. 214. 2 BERNIER, Christine, L’art au musée. De l’œuvre à l’institution, París, L’Harmattan, 2002, p. 6.
multiplicidad de relatos, en ocasiones por las historias pequeñas que, de forma
trasversal, rompen con el antiguo monopolio de la historia con mayúsculas.
Construir y alimentar la memoria es la función fundamental del museo que éste
lleva a cabo por tres medios principales: la colección, la exposición y la
educación. La memoria se sustenta y materializa a través de fragmentos del
pasado, mediante sus restos -los artefactos-, sean éstos objeto de estudio de la
historia del arte o de la antropología. Estos restos, que se erigen como
metonimias de la historia, se conservan, interpretan y muestran. La exposición
es, ya de por sí, una traducción de la memoria, pero una traducción
espectacularizada, una traducción para ser vista. Coleccionar es también un
acto de interpretación. El museo, mediante las re-exposiciones, genera
discursos auto-referenciales, onanistas, en los que su objeto de estudio es él
mismo, sobre el que debe justificar, a través del relato, las decisiones por las
cuales unos determinados objetos están presentes en sus colecciones.
Recordemos que el relato museografía/colección creado para las vanguardias
históricas se apuntaló sobre el modelo de las adquisiciones del MoMA, en
paralelo a los proyectos expositivos que se realizaron en los años 30 y que
continuaron en las décadas siguientes.
Si hubo un lenguaje que se identificó a la perfección con la avalancha de
desmaterializaciones, ambientes, ready-mades y objets trouvés de algunas de
las rebeldes y provocadoras vanguardias artísticas europeas de las primeras
décadas del siglo XX, éste fue el de la exposición temporal. Como lenguaje
relacional, era un instrumento idóneo para unas vanguardias que se distinguían
de otros lenguajes y períodos artísticos por sus manifestaciones colectivas y su
desapego del objeto de arte como mercancía. Como formato, permitía
prescindir del estudio, del atelier, como jaula aurática y solitaria en la que
engendrar nuevas obras de arte, propiciando que gran parte de éstas,
fundamentalmente las más instalativas, se produjeran directamente en el
espacio expositivo. En este sentido, se generaban imágenes u objetos que, una
vez terminada la representación expositiva, podían desaparecer para siempre.3
Para las obras perecederas, la exposición temporal, también medio efímero por
definición, constituía el formato perfecto. Por otro lado, muchos de estos
autores de las vanguardias optaban por propuestas escenográficas que
otorgaban un papel activo al público, abonando el terreno a algunas de las
tendencias anti-objetuales de las neo-vanguardias.4
De hecho, en las vanguardias históricas la exposición temporal se utilizó como
laboratorio de ideas, un medio decisivo a la vez que influyente que llegó a teñir
con su sentido específico algunas de las obras de arte que acogía. No sólo la
obra de arte hacía exposición, sino que la exposición, a su vez, hacía obra de
arte. Algunas de las más importantes obras de las vanguardias históricas, de
hecho, están unidas indisolublemente a la exposición para la que fueron
creadas. Perdiendo de vista ese contexto se pierde también gran parte de su
carga semántica. Aunque ello es inevitable, lo que sí resulta hasta cierto punto
eludible es que en la re-exposición se acaben traicionando aquellos discursos
originales. Y no ha sido ésta una circunstancia exclusiva de la obra de autores
que preconizaban una lectura nihilista o irónica del arte contemporáneo –como
pudiera ser el caso de Marcel Duchamp y su urinario, Fountain (1917)-, sino
que también persiste en obras bien avenidas con la tradición artística del objeto
como el Guernica de Picasso (1937), encargado como medio de propaganda de
la II República Española en plena Guerra Civil para ilustrar el conflicto bélico en
la Exposición Universal de París.5 Otras obras de arte fueron, de hecho,
exposiciones, y se servían de sus estrategias, ritos y lenguajes para 3 Los ready-made de Duchamp tirados a la basura por su hermana Suzanne cuando limpiaba la antigua casa parisina del artista, o las obras Cadeau u Obra de arte indestructible de Man Ray –en este caso destruida por un grupo de anarquistas-, desaparecieron en su momento y se volvieron a reconstruir años más tarde. 4 Por ejemplo, los artistas que militaban en fluxus prescindían de cualquier convención, ya fuera espacial –la sala tal y como se había entendido desde el siglo XVIII- o el formato expositivo y se optaba por el happening y la performance. Estas nuevas formas de hacer arte, no precisaban de un espacio con unas condiciones específicas de exposición, sino que se podía utilizar desde un teatro hasta la calle. 5 Vid. TEJEDA MARTIN, Isabel, “Guernica de Pablo Picasso. Del pabellón parisino de 1937 a su articulación como obra maestra del arte contemporáneo internacional”, en Actas del Congreso Internacional “PATRIMONIO, GUERRA CIVIL Y POSGUERRA”, Madrid, Museo del Prado, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Universidad Complutense de Madrid, 2010.
conformarse como alternativa a las disciplinas tradicionales o a la idea de obra
con valor de cambio, transportable y tendente a la contemplación. Fueron
piezas que desaparecieron al desmontarse, si bien un caso como el Gabinete de
los Abstractos de Lissitzky se construyó en un entorno institucional y era
museificable de partida: su destrucción se debió, en realidad, a la anti-
modernidad radical del nazismo. En una línea distinta, las exposiciones
surrealistas –fundamentalmente en los casos de las muestras de 1938 y 1942-
se conformaban como una mise en scène que velaba las obras expuestas, unas
obras que en el proyecto de 1938, incluso corrían ciertos riesgos en su
conservación.6
1. Pabellón de España, Exposición Universal de París, 1937. Fotografía de la planta baja desde el patio interior en el momento del montaje. En primer término se aprecia Fuente de mercurio de Alexander Calder. Al fondo está Guernica. La celosía cerraba la puerta de entrada al pabellón desde la avenida principal del recinto ferial. Fotografía cedida por el MNCARS.
El director del MoMA durante los años 30, Alfred Barr, consciente de que las
vanguardias históricas contemplaban entre sus manifestaciones lo inmaterial, lo
procesual, lo no transportable y lo efímero -aquello que, siguiendo a Hal Foster,
6 Marcel Duchamp, en la Exposición Internacional del Surrealismo (París, 1938) cubrió el techo con sacos de café; en First Papers of Surrealism, de 1942 (Nueva York) dispuso un kilómetro y medio de cordel colgado entre las obras de la exposición con la ayuda de André y Jacqueline Breton, Max Ernst, Alexander Calder y David Hare (Mile of String). Vid. TOMKINS, Calvin, Marcel Duchamp, Barcelona, Editorial Anagrama, 1999, p. 370.
podemos calificar como lo impresentable- descubrió que, hábilmente
presentado, el documento podía ser un buen aliado para sustituir al artefacto,
el ambiente o la performance originales. Los proyectos de Barr poseían en su
base un fuerte acento didáctico y proselitista y pretendían hacer inteligible para
el público el arte de vanguardia, pese a que este historiador ponía todos los
acentos en el discurso formal de las obras. En realidad, Barr no hacía sino
visibilizar su lectura crítica sobre el arte contemporáneo.7 En esta primera fase
de construcción de una gramática expográfica contemporánea, el cubo blanco
de origen germánico se asumió como fórmula higiénica y clarificadora del
espacio en que se asentaba la obra eliminando todos aquellos referentes o
elementos decorativos que pudieran contaminar o generar confusión. En este
periodo de laboratorio se llegó a experimentar con lecturas y construcciones
que, aunque acontextuales, planteaban parangones diacrónicos –el orden
cronológico en la articulación expositiva se asentaría como único posible en los
años 50-: la primera exposición institucional de dadá después de la
desaparición del movimiento, Fantastic Art. Dada and Surrealism, erigía
genealogías en autores y obras de la historia del arte comparando desde un
punto de vista formal, por ejemplo, Forme uniche nella continuità nello spazio
de Boccioni (1913) con la Victoria de Samotracia. El comisario de esta muestra
fue Alfred Barr y la organizó el MoMA en 1936.
Sin embargo, cuando en los años 40 el MoMA se convirtió en un modelo
museográfico internacional, y al amparo del modernismo vigente de finales de
la década, se adulteraron las tesis pedagógicas de Alfred Barr, siguiendo más
bien la alternativa de white cube que el historiador americano había
experimentado en 1939 en la muestra Art in Our Time. El museo abandonó
paulatinamente las experiencias diacrónicas para centrarse en la presentación
de sus propios fondos como valores que no precisaban de un contexto. Su
colección se iba a convertir en el canon a la vez que sus lagunas sufrieron un 7 STANISZEWSKI, Mary Anne, The Power of Display. A History of Exhibition Installations at the Museum of Modern Art, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 2001; GRUNENBERG, Christoph, “The Politics of Presentation. The Museum of Modern Art, New York” en POINTON, Marcia (ed.), Art Apart. Institutions and Ideology across England and North America, Manchester, University Press, 1994.
proceso de invisibilización. Por otra parte y, en gran medida gracias a la acción
del museo, el sistema del arte iba a demostrar su capacidad de integrar las
actividades y manifestaciones que se habían situado no sólo al margen del
museo, sino, incluso, contra él mismo y el mercado. Esto fue posible porque la
gramática expográfica modernista se instituyó como un paradigma a-contextual
y ajeno a las fórmulas y circunstancias de las exposiciones originales, sin hacer
distingos entre aquellos restos compatibles con el sistema y los que habían
pugnado por no ser museificables o que, simplemente, no encerraban dicha
posibilidad en su discurso. Con el MoMA como modelo, y con el modernismo
como discurso normativo que priorizaba la visión y la delectación de las obras
de arte por encima de cualquier otro tipo de experiencia, los museos se
convirtieron en santuarios de la modernidad y los conservadores en sus
sacerdotes evangelizadores.
El peso procurado a los valores plásticos y el liderazgo que los lenguajes
abstractos fueron adquiriendo durante la primera mitad del siglo XX, iban a
crear un perfecto caldo de cultivo para la interpretación de los objetos artísticos
como objetos autónomos, ofreciendo una visión traducida y reduccionista de lo
que habían sido las primeras vanguardias. La autonomía del arte “liberó” a éste
de sus valores de uso cultural, político y social original, porque se buceaba a la
búsqueda de una esencia que creía encontrarse en la superficie, en la forma. La
potencia crítica que tuvieron algunos de los modelos expositivos de las
vanguardias quedó, de este modo, sin solución de continuidad en la siguiente
generación y no tuvo una proyección real hasta las neo-vanguardias de los años
60 y 70. Su irrupción supuso una recuperación de las manifestaciones
impresentables de las vanguardias como fórmula de legitimación, lo que
provocó que el sistema del arte, con las exposiciones a la cabeza, buscara
estrategias de visualidad para mostrar lo que ya no existía. Algunos centros
optaron por la recuperación del documento como sustituto, un documento que
empezó a ganar protagonismo e incluso aumentar de tamaño. De las pequeñas
fotografías que Barr había incluido del Merzbau de Schwitters en la citada
exposición Fantastic Art. Dada and Surrealism (MoMA, 1936), se pasó, en los
años 60, a la ampliación mural de obras perdidas como el Gabinete de los
Abstractos de Lissitzky. De ahí a la reconstrucción, durante esa década y las
siguientes, hubo sólo un paso.8
El trabajo de análisis sobre el que se asienta esta comunicación se basa en
piezas y exposiciones de las vanguardias relacionadas con las fórmulas que
generaron originalmente para ser conservadas, traducidas y consumidas (si es
que dicha idea de conservación estaba presente, claro); qué dispositivos
específicos, concretados en técnicas expográficas aparentemente banales y a-
significadas como la luz, el color, la vitrina, la altura de montaje, los recursos
textuales, etc., han sido y son utilizadas en cada caso y cómo ese uso se
traduce en un desplazamiento semántico. En este sentido, nuestras
conclusiones son que, una vez iniciado el proceso de museificación, ha
resultado muy complejo alterar y desmontar los estratos de significado que la
obra ha ido adquiriendo precisamente durante dicho proceso.9 La museificación
ha añadido y desplazado significados no sólo a través de las relaciones que el
museo establece con las obras, sino también a partir de sus mismos dispositivos
de presentación. Somos hijos e hijas de una “cultura de la exposición”, y con
ella hemos crecido. Prácticamente no hemos visto objetos artísticos fuera de un
contexto de exposición, lo que produce inercias y costumbres en las formas de
recepción y percepción de los mismos. Incluso las iglesias y catedrales
importantes exponen sus tesoros en museos aislados del espacio de oración,
sustrayendo sus obras fundamentales del contexto religioso y mostrándolas
museificadas, como obras de arte; de esta forma ofrecen una percepción
concentrada y sin distorsiones –estábamos pensando, por ejemplo, en la
presentación, encerrado en una vitrina de seguridad y lejos de su capilla
original, de La adoración del Cordero Místico de Hubert y Jan van Eyck en la
catedral de Gante, Bélgica-. El hábito reiterado en estas formas de percepción
provoca que, por un lado, no concibamos el objeto bajo otra condición que la
de presentable o expuesto, y que los dispositivos de exposición se conviertan
8 HELMS, Dietrich, “The 1920’s in Hannover”, en Art Journal, Vol. 22, n. 3, 1963, p. 143. 9 BERNIER, Christine, L’art au musée. De l’œuvre à l’institution, Op. Cit., p. 5.
en un elemento que no se percibe como añadido sino como parte de la misma
obra sin que podamos discernir dónde empieza y acaban unos y otra. Se
produce entonces una imposibilidad de percibir los límites entre el museo y el
objeto, llegando en los casos más graves a que las fórmulas de presentación
acaben ocultando y solapando el objeto mismo.
Presentación de la adoración del cordero místico de Hubert y Jan van Eyck en la catedral de Gante, en un espacio distinto para el que fue pintado. En este lugar, se
erige una copia a tamaño natural.10
Pintura del siglo XIX que muestra la disposición original del cuadro de los hermanos van Eyck en la catedral de Gante.11
10 Imagen en http://3.bp.blogspot.com/.../2tEHQuu-74k/s320/vaneyck. 1 de noviembre de 2010.
Un ejemplo bastante ilustrativo es la presentación espectacular de la Victoria de
Samotracia en el Musée du Louvre en París. A diferencia de lo que sucede con
la Gioconda de Leonardo Da Vinci o el Escriba sentado egipcio, en los cuales los
dispositivos de presentación se diferencian claramente del objeto (una
aparatosa vitrina de pared con fuertes medidas de seguridad en la primera y
una no menos contundente caja de cristal en el segundo), la teatral
escenificación de la Victoria en el remate de una de las escaleras más fastuosas
y transitadas del museo, y su elevación en un soporte realizado con retazos de
elementos arquitectónicos parece mostrar como ‘natural’ su presentación. Como
un majestuoso mascarón de proa, la Victoria de eleva sublime sobre los
mortales –con la presentación se subraya la idea de que es una figura clásica
con capacidad de vuelo-. Sin embargo, la exposición algo ingrávida supera aquí
la lectura histórica que relatan los libros de historia del arte, que la suelen
mostrar exclusivamente como escultura, aislada, sin contexto y sin la peana-
mascarón elevadora. El museo la presenta con unos componentes de
sublimidad de carácter idealista, fórmula con la que esta pieza se encuentra
inscrita en el imaginario colectivo.
La Victoria de Samotracia en el Musée du Louvre.
Fotografía de la autora
11 Pieter Frans de Noter y Felix Vigne, Albrecht Dürer voor het veelluik met de aanbidding van het Lam Gods door Hubert en Jan van Eyck (Alberto Durero delante del políptico de la Adoración del cordero místico de Hubert y Jan van Eyck), c. 1840, óleo sobre lienzo, 133 x 106,6 cm., Rijksmuseum.
Como planteó en su día Malraux, todos los artefactos del mundo tienen la
potencia de convertirse en memoria ante el apetito voraz que durante el último
siglo ha tenido el museo transformando incluso en obra de arte dispositivos
expográficos, así como los restos de manifestaciones creativas y rituales cuya
finalidad no era la contemplación, sino el culto o la utilidad dentro de la cadena
de producción humana.12 De las pinturas prehistóricas a las máscaras vudú, se
ha producido una estética universalista en la que todo tiene cabida. El problema
no es tanto que estas piezas entren a formar parte del discurso del museo, sino
cómo lo hacen y, sobre todo, cómo son conservadas y mostradas. Esto las re-
semantiza.
Desde los pantocrátor del Museu Nacional d’Art de Catalunya, arrancados de su
arquitectura románica pirenaica original, a los frescos de Masaccio del Musée du
Louvre, a los llamados mármoles Elgin del British Museum, hasta las Pinturas
negras de la Quinta del Sordo de Goya, casos flagrantes por su dependencia
física de la arquitectura debido a la técnica específica utilizada, la mayoría de
las obras que encontramos en los museos están descontextualizadas. Nicholas
Serota ha analizado cómo el museo puede vaciar de significado a la obra.13
Convierte la obra religiosa en mero objeto artístico que hay que contemplar,
analizar e interpretar como obra maestra dentro de la historia del arte ajena a
su función original. De forma análoga, la presentación de la serie Seagram de
Rothko –instalada en un espacio de silencio y más dramáticamente connotada
por la luz-, en la Tate Modern, o de Uno de Jackson Pollock en el MoMA, incitan
a una contemplación de carácter místico.14 Si bien en principio las obras menos
descontextualizadas son las contemporáneas, nacidas ya en un mundo con
12 MALRAUX, André, Le musée imaginaire, París, Gallimard, 1965. 13 Serota se refiere fundamentalmente a la comparación de la presentación neutra de obras renacentistas en la National Gallery y la connotada de obras contemporáneas de los expresionistas abstractos americanos en el MoMA. Vid. SEROTA, Nicholas, Experience or Interpretation. The Dilemma of Museums of Modern Art, Londres, Thames and Hudson, 1995. 14 Su lugar de origen acaba quedándose en exclusiva con esa función, de hecho son lugares sacralizados y esa condición del lugar era extensible al sentido de la obra religiosa, no sólo su iconografía. ¿Quién va a rezar al Prado?
museos, coleccionistas privados y dispuestas a priori para sus concretos
sistemas de presentación, esto no las libra del ocasional “mal uso” de
determinados recursos expositivos, absolutamente ajenos a algunas obras anti-
arte o anti-museo o, incluso, anti-exposición, descontextualizándolas e
inoculándoles otro sentido. Todo se convierte en historia del arte, en el sentido
más convencional del término, y todo se convierte en lo mismo tras el velo
protector del museo.
Los mármoles Elgin del Partenón en el British Museum de Londres. Fotografía de la
autora.
Las estrategias discursivas del museo, su gramática básica, tienden a una
homogenización debida a la estandarización en las presentaciones, en una
inercia que todo lo convierte en aurático, en presentable –opuesto a lo
impresentable e, incluso, a lo irrepresentable-. Tras esta mecánica, tras estos
protocolos de presentación, se esconde la cosificación de toda imagen, de todo
objeto, de toda idea, y su aislamiento de un contexto dado, ya sea histórico,
social o espacial, pautando y a la vez limitando la relación entre la obra y su
espectador/a y desvirtuando, con ello, sus cargas semánticas. Una tendencia en
el fondo nada difusa pero sí algo imperceptible por haberse convertido en la
norma de presentación preferente o, mejor dicho, única, lo que aboca a esa
relación señalada por Malraux entre museo y mausoleo y en la que también
cayeron numerosos artistas de las vanguardias y de las neo-vanguardias y el
propio Douglas Crimp en su famoso ensayo “On the Museum’s Ruins”.15 Esta
gramática expositiva se incardina directamente con el discurso de autores que,
como Clement Greenberg, defendieron la obra de arte como un ente autónomo
y se aplicó a obras que contradecían de forma militante las asunciones del
modernismo. Detrás de algunas de estas presentaciones no sólo hay malas
prácticas –probablemente en algunos casos ésta sea la razón última- sino una
estrategia que uniforma los distintos objetos que entran por las puertas del
museo o que alberga la exposición como medio de asimilación y, por qué no,
como fórmula para construir relatos didácticos de las que en su momento
fueron tendencias alternativas al arte institucional. Si se artistizan los objetos
con una peana o con una luz dramática, no es el museo el que se adecua a la
obra, sino la obra, en realidad una obra otra, la que se adecua al museo. El
museo, la re-exposición, alisa las diferencias, apaga las disidencias, rellena lo
que cree que falta y vacía lo que a su entender sobra.16
En este sentido, desde la práctica artística se ha experimentado durante las
últimas décadas a la búsqueda de distintas líneas de fuga que burlaran la
cosificación, los desplazamientos semánticos y las traiciones que sufren las
obras de arte contemporáneo al museificarse, al entrar en el discurso de la
historia a través de la re-exposición. Algunos autores de las neo-vanguardias
como Donald Judd han intentado blindar las condiciones expositivas de sus
obras siguiendo la estela del Atelier Brancusi mostrando de forma permanente
e inalterable sus esculturas.17 Otros han decidido cambiar el estatus de sus
15 CRIMP, Douglas, “Sobre las ruinas del museo”, en La Posmodernidad (FOSTER, Hal, ed.), Barcelona, Kairós, 1985. 16 Hemos publicado un ensayo en este sentido. TEJEDA MARTÍN, Isabel, El montaje expositivo como traducción. Fidelidades, traiciones y hallazgos en el arte contemporáneo desde los años 70, Madrid, Editorial Trama, Fundación Arte y Derecho, 2006. 17 Vid. JUDD, Donald, “On Installation” en Museums by artist (AA Bronson y Peggy Gale, ed.), Toronto, Art Metropole, 1983, pp. 195-200; artículo publicado originariamente en el catálogo de Documenta 7 (1977). El mismo Judd diseñó la presentación de sus piezas en su museo permanente en Marfa.
trabajos adelantándose a las posibles traiciones que pueda obrar sobre ellas el
sistema, un sistema que convierte en pieza material, conservable y
coleccionable incluso los residuos de performances –Joan Jonas convirtió en
instalaciones los vestigios de sus acciones y happenings de los años 70-, o los
restos de una escenografía -Tadeusz Kantor hizo lo propio convirtiendo en
esculturas lo que no era sino atrezzo de sus obras de teatro-.18 En algunos
casos se han desarrollado estrategias anti-re-exposición de cariz militante: hay
artistas que han reivindicado la provisionalidad con la elección de materiales
perecederos para sus obras –pensemos, por ejemplo, en gran parte del arte
povera-; otros han optado por el proceso y la inmaterialidad como discurso; los
hay que han realizado intervenciones u obras site-specific, trabajos que
precisan de unas condiciones espacio-temporales tan especiales que resulta casi
imposible que vuelvan a repetir; en último lugar, es preciso citar actitudes de
resistencia activa a la re-exposición que se manifiestan en la propia estructura
discursiva de la obra –pensemos, por ejemplo, en proyectos como Ir y venir de
Isidoro Valcárcel Medina (Barcelona, Murcia, Granada, 2003)-.19
En las manos de los conservadores de museos y de los comisarios de
exposiciones existe una surtida variedad de fórmulas de reactivación para los
18 Joan Jonas ha construido una vasta instalación visual y sonora a partir de los trajes, objetos, dibujos y filmaciones de su performance Organic Honey’s Visual Telepathy; Organic Honey's Vertical Roll (1971-1994). Una instalación que se presenta siempre de la misma forma, como ha podido verse en las retrospectivas de Jonas en Nueva York (Queens Museum of Art, 2004) y en París (Jeu de Pomme, 2005). Vid. MIGNOT, Dorine (ed.), Joan Jonas. Works 1968-1994, Amsterdam, Stedelijk Museum Amsterdam, 1994. Por su parte, Kantor, adelantándose al previsible cambio de estatus que iba a sufrir su trabajo, montó un museo durante sus últimos años de vida realizando ligeras transformaciones en parte de sus objetos teatrales que adquirían, de esta manera, carácter escultórico. Vid. TEJEDA MARTÍN, Isabel y MUSIAL, Grzegorz, Tadeusz Kantor. La clase muerta, Murcia, CARM, 2003. 19 Ir y Venir consistía en tres grandes ficheros de madera suspendidos, cada uno de los cuales contenía entre 16.000 y 18.000 tarjetas. Valcárcel Medina variaba el contenido de los ficheros durante la itinerancia del proyecto en Barcelona (Fundació Tàpies), Murcia (Sala de Verónicas) y Granada (Palacio de los Condes de Gabia), por lo que en realidad se trataba de tres exposiciones distintas. DÍAZ CUYÁS, José, ENGUITA MAYO, Nuria, “Ir y venir”, en Ir y Venir, Barcelona, Murcia, Granada, Fundació Tàpies, Sala de Verónicas, Diputación de Granada, 2003. El propio Isidoro Valcárcel Medina subrayó, cada vez que tuvo oportunidad, que “el total de la obra, a causa de su proceso, sólo se disfruta contemplando sus tres manifestaciones, lo cual no impide que cada una de ellas sea absolutamente representativa de la obra en su integridad”. Al final del proyecto Valcárcel Medina se deshizo de las fichas regalando unas y enterrando el resto por lo que la re-exposición del proyecto es imposible.
objetos artísticos que puede perfectamente prevenir la traición del sentido
original de las piezas. Los dispositivos expográficos pueden ser, en este sentido,
aliados o rivales de la obra. La elección resulta compleja y depende en cada
caso concreto de una negociación que, si se nos pregunta, debe basarse
fundamentalmente en el conocimiento y en la re-contextualización de las obras
de arte por medio de medios documentales y textuales. No consideramos que
se deba optar ni por las presentaciones esencialistas del objeto ni por las
reconstrucciones ambientales, sino por un estudio en profundidad de su
contexto y sus condiciones expositivas originales que clarifiquen el diseño
expositivo más adecuado para cada caso.
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