SEGUNDA PARTE
Historia cultural y modernidad
La virgen de Guadalupe
y la formación del canon popular
Carlos Monsiváis
i^a Guadalupana es la primera imagen femenina de enorme pode
río. La preceden filiaciones devotas; creo que así me lo enseñaron
mis padres: dogmas, percepciones transfiguradas, creencias, con
suelos, iluminaciones, orgullos nacionalistas, chauvinismos. A un
pueblo sumergido en el aprendizaje lingüístico, una imagen vene
rada y étnica le traduce en el acto las complejidades de la ideología.
Cristo tuvo madre para tener quien lo llorara, afirma un indito en el
siglo XVII. Luego de la Morenita, el desbordamiento del barroco y
el churrigueresco, la miríada de santos, ritos y vírgenes, dan como
resultado la alfabetización devocional.
La Guadalupana y la cultura popular
La primera idea de Nación se nutre del lema de la Guadalupana.
No se hizo igual con ninguna otra nación. Y desde el sigloXVII con
duce a la primera vivencia estética de los mexicanos mucho más fuer
te que la imagen del mundo. Sí, la señora, la patroncita no es sólo
la madre de Dios, paridora de Dios, también es hermosa y a causa
de su belleza se expande a lugares nada propicios a la sacralidad,
como prostíbulos, tabernas, mesones, cuarteles. La imagen organi
za los rudimentos estéticos de una población que, lo sepa o no, al
verla revalora hasta donde se puede los rasgos indígenas y también
CARLOS MONSIVAIS
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vislumbra la potencia de la desolación. La virgen se vuelve el pri
mer elemento del hogar, lleva bendiciones y uno de los atributos del
semblante pleno, del semblante plenamente agraciado, el poder de
beneficiar sus alrededores. De haber conocido a los místicos espa
ñoles, esto habría musitado a aquellos fieles:
no quieran despreciarme que su color
moreno en mí hallaste
ya bien puedes mirarme después que miraste
que gracia y hermosura en mí dejaste.
Por decirlo estrictamente, cultura popular es la selección comuni
taria de actos y temas, de hábitos internos y satisfactorios. En el vi
rreinato, esta cultura se va desprendiendo de fuentes obligadas: la
religión, de dónde venimos y hacia dónde vamos, el trabajo, qué co
memos mientras llegamos a la patria celestial, el relajo o relajamien
to, cómo participamos en algo, de las recompensas ultraterrenas y
las religiones indígenas ligadas a las cosmogonías, a formas de vida
comunitaria, asociaciones de los ritmos de la cosecha, a los hallaz
gos de la creatividad, a los ritos del cambio alucinógeno o de la fer
tilidad: a eso, la Corona Española y la Iglesia, de común acuerdo,
agregan un elemento a la formación del campo de cultura popular,
así sea a contracorriente: la censura.
Si bien las prohibiciones severísimas suprimen hasta donde es
posible actitudes, costumbres y modas, nunca logran suprimir las
tendencias profundas. Así, la Inquisición en el siglo XVIII prohibe
un baile, "el cuchumbé", por requerir el frotamiento del cuerpo y
prestarse a meneos y desvarios; así se cancela durante un tiempo el
teatro por convocar a las plebes libidinosas, así, un tanto inútilmente
se convoca al comportamiento decente durante el carnaval. En afán
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
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semejante, el Manual de buenas costumbres del siglo XIX, que dicta
mina sobre posturas decorosas durante el sueño. De esta manera se
combate al paganismo y se destruyen ídolos, mientras se alienta el
reemplazo de la diosa Tonantzin, nuestra madre, por la Guadalu
pana y, de manera previsible, con su furia persecutoria la censura
arguye lo perdurable: el frotamiento de cuerpos en el baile como ca-
listenia amatoria, coreografía del animal de dos espaldas, el uso del
teatro como el espacio del desahogo, la visión de lo carnavelesco
como el travestismo de la dicha.
No obstante el cúmulo de ordenanzas y el gran instrumento de
control, esa falta de conocimiento que obscurece la historia, ni en el
virreinato ni en el sigloXIX, casi hasta nuestros días, los gustos y las
pasiones del pueblo obtienen el interés de la cultura oficial, ámbi
tos donde el pueblo se considera un desprendimiento del pasado y
el antecedente imprescindible del porvenir de las naciones. Sin la
creencia en la intemporalidad de sus acciones, no existe el pueblo,
la división tajante de la vida en décadas es fetichismo de la sociedad
en que se vive. Según la élite, sólo la inclusión en su seno concede
forma prestigiosa y, por eso, dar el trato de cultura a lo generado
por la gleba, esa entidad informe, equivale a reconocerle cualquier
otro derecho, y lo segundo es más inconcebible que lo primero.
Batallas por la secularización
En el siglo XIX, aunque no se explica con precisión, el canon de lo
cultural, en el sentido más amplio, depende de la batalla en torno a
la secularización. Para los liberales no hay duda: ¿cómo enfrentar
los retos de la nación independiente si no se eliminan las ataduras
de un tradicionalismo feroz, enemigo a muerte del progreso? Secu
larizar es, entre otras cosas, permitir la convivencia de visiones de
CARLOS MONSIVAIS
mundo, y eso da lugar a enfrentamientos y saltos de la mentalidad.
Doy un ejemplo mínimo entre miles: en 1856, en la ciudad de Mé
xico, la circulación urbana requiere de la desaparición de edificios
que interrumpen la fluidez, entre ellos templos y conventos. El al
calde liberal decide echar abajo un convento que corta el desenvol
vimiento lógico para una gran avenida. Envía para la demolición a
una cuadrilla de trabajadores; desde las azoteas un grupo de cléri
gos, cruces en mano, amenaza con la excomunión a quien use sus
piquetes; los trabajadores retroceden aterrados; el gobernador man
da llamar a un orquestista para que hasta el amanecer toque "Los
cangrejos", una canción de sátira liberal, en medio de los conser
vadores; animados, los trabajadores emprenden la obra destructora.
Por supuesto, la secularización arrastra inicuamente con obras
de arte y edificios valiosísimos; pero lo que está en juego es el cri
terio que define la ubicación social de creencias y costumbres, y en
México, como en todas las partes, gana el proceso secular por su
jerarquía no muy distinta a la anterior, pero ya imbuida de diversi
dad. En uno y otro caso, se le niega el valor a la historia de la crea
ción anónima o comunitaria, que va desde prodigiosas muestras de
arte indígena hasta la arquitectura sin prestigio ni autor reconoci
do de pueblos y ciudades de las que tanto se nutrirán los arquitec
tos de prestigio. Todo eso se le atribuye a la tradición, obligación
social de cuyos logros específicos nadie debe vanagloriarse. Es im
pensable entonces el calificativo de artístico y, aún más, el carácter
de consideración aplicado al pueblo, a lo que con intención clásica
también se produce en el país.
En la segunda mitad del siglo XIX, y esto quizá sucede en toda
América Latina, de algún modo los coleccionistas son obispos, ha
cendados, conservadores de dinero, quienes aclaran a través de sus
adquisiciones el campo de lo que se llamará arte popular. Se crista-
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
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liza un avalúo social de lo valioso ante sus orígenes y, por lo común,
no se intenta reconocer a los artistas individuales talentos o técnicas
refinadas. ¿Para qué? Sus virtudes son de la nación o de la región,
según el criterio criollo que con lentitud y solidez establece sus res
pectivas técnicas; para que se asiente lo creado por manos popula
res se necesitan demasiadas analogías.
En el siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, a los
productos del pueblo, así sean en verdad excepcionales, sólo se los
reconoce por su humildad y su falta de pretensiones. Cito un ejem
plo paradigmático: la obra de José Guadalupe Posada, quien apare
ce casi por su cuenta en la cultura popular urbana de México. A la
capital, Posada llega en 1880. En tres décadas produce diez mil o
quince mil grabados; la cifra es incierta, pero se conocen apenas dos
mil. Su obra es un registro de las vertientes esenciales de la cultura
popular de la época; ha parido ceremonias religiosas, hechos crimi
nales, acontecimientos políticos, escándalos sociales (es el primero
en aceptar burlona y públicamente la existencia de homosexuales),
faunas campesinas y urbanas, hechos históricos, tipos sociales. En
un rasgo de euforia, casi se lo podría llamar retratista de toda la cul
tura popular. En sus grabados hay movimiento, humor, técnica, des
lumbramiento. Mientras vive nadie se percata de ello. A su muerte,
en 1913, sólo tres o cuatro personas acuden a su entierro.
En 1920, a la luz del terror nacionalista impulsado por la re
volución mexicana, dos pintores, entre ellos Diego Rivera, descu
bren a Posada; editan una selección de su obra y lanzan el mito a la
circulación. El primer resultado es la llamada de atención sobre un
aspecto de la obra de Posada: su obsesión por las calaveras que pro
ducen un mundo fúnebre donde todos los vivos son su propio es
queleto y todos los muertos reviven para no perderse la fiesta. Sin
duda, esa nostalgia de la muerte está muy presente en el arte pre-
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hispánico, especialmente entre aztecas, mayas y zapotecas. Y la pie
za teatral más conocida en México durante un siglo, y aún hoy, es
Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, y en los periódicos es usual el 2
de noviembre publicar calaveras, registros que acompañan a dibu
jos donde se muestra a los poderosos y a los famosos. Pero el des
cubrimiento de Posada trae consigo un cambio canónico e incluso
algo de mayor consideración: trae consigo un cambio en lo que se
consideraba la identidad del mexicano, y el gusto por la muerte pasa
de constante artística a esencia nacional. Escribe el poeta Carlos Pe-
llicer: "El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la
muerte y el amor por las flores". Al amparo de esta creencia el tu
rismo localiza en los panteones, cada 2 de noviembre, la prueba de
esta peculiaridad anímica del país, y una tradición se ve obligada al
despliegue con tal de no hacer quedar mal la leyenda.
Durante el siglo XIX no había tal creencia en el amor del mexi
cano por la muerte: se inicia en 1920 como una creencia de la alta
cultura aplicada a la cultura popular.
Revolución y canon de cultura popular
El mexicano no tiene el mínimo gusto a la muerte, pero es una idea
canónica de la cultura popular. En sí misma, la revolución mexica
na es un formidable acto canónico de la cultura popular: engendra
los corridos, modestos cantares de gesta, y produce un repertorio de
tipos populares; conduce a la flexibilidad simbólica de las claves
populares, lo que un conservador llamaría la aparición del subsuelo;
genera el surgimiento de las figuras formidables de Pancho Villa y
de Emiliano Zapata, en un ambiente de nacionalismo cultural que
se prodiga en los murales y en la narrativa; origina el mito de un so
lo movimiento revolucionario. También la revolución —si queremos
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
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darle nombre al conjunto de instituciones que surgen, intuiciones
y acciones de los caudillos y al pacto entre clases sociales— crea el
espacio para el desarrollo del arte popular. Esto se obtiene mediante
un método casi infalible: las exposiciones patrocinadas por el Es
tado, el libro donde se da cuenta de lo que vale la pena y de lo que
no. Por cuenta del gobierno se elige lo que será tradicional: cancio
nes, bailes, artesanías, incluso predilecciones gastronómicas. El na
cionalismo cultural selecciona lo que sienten los mexicanos y tiene
éxito en la empresa, conviviendo el suyo con el aporte de la Iglesia
católica, que se inicia inevitablemente con la Guadalupana.
Lo más perdurable resultan ser las imágenes. La exposición de
fotos que se llama archivo Casasola es todo un catálogo de propues
tas —algunas veces convincentes— de lo que se produce en el ima
ginario colectivo. Las fotos de la Casasola integran la evidencia
posible de una lectura: la soldadera le prepara comida al soldado,
los zapatistas desayunan en un restaurante exclusivo, los soldados
desde los bosques y los árboles pregonan la institución de la vio
lencia, Pancho Villa al galope acentúa la épica y soslaya la matanza,
y así sucesivamente... Esas fotos testimoniales fundamentan la nue
va etapa del canon cultural. En un contexto sin ningún punto en
común con la revolución, las palabras de Virginia Woolf, en 1925,
podrían aplicarse a ese momento:
Todas las relaciones humanas han cambiado; las que se dan
entre amos y siervos, maridos y mujeres, padres e hijos, y cuando
las relaciones humanas cambian, hay al mismo tiempo un cambio
en la religión, la política, la literatura.
Pongámonos de acuerdo y aceptemos que uno de esos cambios
ocurrió en 1910.
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Contemporaneidad e industria del espectáculo
Si la Revolución, las instituciones y la memoria colectiva deciden
parte del canon en materia popular cultural y urbana, lo que sigue
es dictaminado por la industria del espectáculo, por el cambio de
mentalidades en la gran ciudad y por el público que sustituye al pue
blo y va al cine, oye radio, goza el teatro frivolo, adora el chisme y
se le hace bonita la autodestrucción.
Desde los años treinta y hasta fines de los cincuenta, lo popu
lar es aquella interacción cultural posible ligada a los gastos, place
res y acuerdos que integran las identidades personales y colectivas.
En tiempos menos problematizados, que no menos problemáticos,
lo popular urbano es la apoteosis doble del relajo y la solemnidad,
de las juergas en el cabaret y los bailes de quince años, del área pro
letaria y la oratoria lírica, del tequila y de los rezos, del humor y del
melodrama de la flor de la maldad y la inocencia.
Este período de la cultura popular en el México urbano es el
más fértil y creativo del siglo, y es todavía hoy el espacio sacralizado
por excelencia en la perspectiva académica y en lo que toca a la me
moria colectiva, como lo prueban los incesantes ciclos de televisión
de Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río y
Cantinflas, ese gran productor de sinsentidos; como lo demuestra
la euforia por ese vínculo de la nacionalidad, la canción ranchera, y
el éxito sin tregua del bolero; como lo prueba también la asimila
ción del cine de Hollywood, la mexicanidad como la máscara que
hay detrás del rostro. De las versiones de Daniel Santos, en el caso
del bolero, a la destrucción de cualquier intimidad en las versiones
de Luis Miguel, visible y comprobable desde la mercantilización,
ya en sí mismo un componente básico de esta cultura. Las varian
tes de los comportamientos juveniles nunca se apartan de ese mol-
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
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de original, incluso en el arte de las subcuituras juveniles. Entre las
canciones urbanas de los años treinta y cincuenta, las más creativas
son las de Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, en las que se mani
fiesta un delirio chovinista, con su invención de atmósferas que fa
cilitan el tránsito del rancho a la capital. Entiendo que las culturas
populares son aquellas que las comunidades generan o perfeccio
nan o bien, por una propuesta ajena, asumen, seleccionan y vuel
ven suyas radicalmente. Dijo el pueblo: "Esta canción me gusta".
Y concluyó el pueblo: "Esta canción de seguro ya la cantaban mis
antepasados".
Un recuento para concluir: a principios de los años sesenta la
cultura popular es por antonomasia lo rural, las danzas, las ceremo
nias, las costumbres, los usos gastronómicos, las artes y las artesa
nías del llamado México profundo. U n nuevo énfasis se introduce en
el área de estudio de la cultura popular en Estados Unidos: la ma-
sificación de la oferta cultural y la urbanización salvaje y acelera
da; se redescubre el tejido desde los años treinta hasta los cincuenta
y se lanzan guías interpretativas como pirotecnias en fiestas patrias;
las metáforas también se contaminan del objeto de estudio.
La confusión terminológica es tan aguda que para muchos, en
identificación automática, cultura popular es aquella que se des
prende de la televisión. Según creo, no es posible confundir al ex
tremo la industria cultural y la cultura popular: la primera es una
oferta; la segunda es el método colectivo que asimila, elige, recrea,
inventa.
Como sea, en los noventa, pese a todo, la cultura popular no está
en su mejor momento y sufre el asedio de los lugares comunes y de
la masificación. Reconocida por el gobierno que la erige museo y
rescatada por la academia, se la menciona a profundidad entre elo
gios y denuestos, entre idas al pasado rural y viajes al ciberespacio;
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9 8
ubicua y casi imposible de definir, sujeta a lo demagógico y la pers
pectiva sentimental, la cultura popular es objeto delpaternalismo más
solícito. De acuerdo con la burocracia estatal, es preciso defenderla
de la modernización, es decir, de los gustos verdaderos de la mayo
ría de funcionarios. Por eso, promueven concursos de nacimientos,
de altares de muertos, y ya se habla de concursos de peregrinación,
para ver cuál es la más piadosa. Lo que fue costumbre y deslum
bramiento de lo bello se va transformando con rapidez en práctica
estética, mientras el repertorio de símbolos, objetos musicales, le
yendas y mitos casi sigue idéntico, y los agregados suelen venir de
voces poco recomendables: el corrido de gran aceptación es home
naje escasamente disimulado del narcotráfico y la única figura nue
va en el repertorio del humor popular es la del expresidente Salinas.
De otro lado, los mecanismos de los medios electrónicos tienen
un marcado tinte de caducidad: si algún ejercicio de la memoria re
sulta difícil es el relativo a los éxitos televisivos de hace cinco años.
En el siglo XVII, la herejía era perseguida con saña; en el XX, fina
mente presentada, a la herejía se la aplaude.
En 1942, una canción de título ominoso, "Como México no hay
dos", asegura el rastro de piedad blasfema y ahí la virgen María ju
ró que estaría mucho mejor y el compositor no se quedó contento
y añadió: "Mejor que con Dios dijo que estaría y no lo diría nomás
por hablar". Por lo demás, esta canción es propia de mariachis en
la basílica. También antes era evidente el campo de estudio de lo
popular; hoy tal parece como si lo popular resultase, en su costum
brismo singularizado y en las manías pretecnológicas, un capítulo
a punto de concluir en la era del internet y el diseño por computa
dora del inconsciente colectivo.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato:
sociedad e individuo desde un pasado cercano1
Margari ta Garrido
J—«os abogados de las Audiencias coloniales se preguntaban cómo
era posible que vecinos "libres de todos los colores" de un pueblo
muy pobre gastaran sus pocos reales en pleitos por injurias y agra
vios entre ellos. O cómo explicar que los casos de desacato a las au
toridades locales abrumaran los juzgados coloniales.
La inversión para defender su honor que hacía un hombre libre
que fuera injuriado o agraviado en el siglo XVIII, y los desacatos de
ayer y de hoy, parecen apuntar a una reafirmación incierta de su
dignidad humana. Son actos orientados a buscar el reconocimien
to que determina la entrada del individuo en una existencia espe
cíficamente humana". Pero de aquellos gestos nos separan más de
doscientos años.
Conocemos las inconveniencias de hacer extrapolaciones sim
ples cuando no sólo razones y creencias, sino formas y contextos,
separan las prácticas de ayer y de hoy, pero también sabemos de la
necesidad del diálogo del presente con el pasado, entre otras cosas
para "tomar plena conciencia de lo que otrora fue vivido espontá-
1 Las reflexiones expuestas en esta ponencia se apoyan en una investigación en curso sobre discursos y prácticas de los "libres de todos los colores" en la sociedad colonial de Nueva Granada.
- Tzvetan Lodorov, La vida en común (Madrid: Laurus, 1995), p. 117.
MARGARITA GARRIDO
1 0 0
nea y sobre todo inconscientemente"3. El entusiasmo liberal del si
glo XIX, la identificación con acepciones políticas del progreso, de la
libertad y de la ciudadanía ligadas a la aserción de no indianidad ni
estatus servil, nos hicieron pensar la sociedad colonial y sus repre
sentaciones como liquidadas. Hoy, paradójicamente, la aceleración
y las alteraciones ocurridas en el tejido social dejan cobrar visibili
dad a tradiciones resistentes y señas pertinaces de identidad.
Esta ponencia se propone poner en primer plano las formas de
búsqueda de reconocimiento en la sociedad colonial, en este terri
torio que hoy se ve como nacional. Sólo de paso, sugiere su gravi
tación en el presente.
En todas las sociedades, algunos individuos buscan reconoci
miento asimilándose, mostrando conformidad con el orden, pare
ciéndose a los demás. Otros lo buscan diferenciándose. El individuo
no sólo lo obtiene cuando recibe la aprobación de los demás, sino
también cuando es combatido o rechazado, con lo cual, al menos,
no es negado como persona. El reconocimiento toma distintas for
mas en las sociedades. En general, las sociedades tradicionales y je
rarquizadas fomentan el que los individuos aspiren a ocupar el lugar
que les ha sido asignado de antemano, y en ellas predomina el re
conocimiento por conformidad con el orden. En la sociedad de hoy,
en cambio, predomina el reconocimiento por el éxito, sea éste adqui
rido por conformidad con el orden o medrando por sus fisuras.
En la sociedad colonial neogranadina, no obstante ser una so
ciedad tradicional, encontramos rastros de procesos de búsqueda
de reconocimiento por trayectorias individuales exitosas que impli
caron o no marginamientos, desvíos o desafíos temporales al orden.
Entrevista a Philippe Aries por Michel Vivier, publicada en P Aries, El tiempo de la historia (Buenos Aires: Paidós, 1988), p. 280.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato 1 0 1
Queremos enfocar el hecho de que en esa sociedad, hombres
libres de todos los colores, muchos de ellos destituidos de pertenencias
étnicas claras por ser hijos de mezclas espurias, prohibidas y desca
lificadas, empeñaron sus vidas en una lucha por un honor y un re
conocimiento esquivos como libres y respetables. Sus trayectorias
vitales ofrecen momentos en que se representaron a sí mismos como
individuos autónomos, con dignidad como personas, con opinión
sobre lo que se considera bueno y sobre las autoridades. Buscaron
el reconocimiento por varias vías: la de conformidad con los otros,
que les valió aprobación; la de diferenciarse del orden, que les cos
tó el rechazo, o bien la de la violencia, para lograrlo por la fuerza.
Algunas de las características de esos procesos —desvinculación
de los ancestros y de los lugares sociales heredados, lucha por una
relativa autonomía— nos permiten decir que por algunos caminos
no centrales se estaba dando a fines del sigloXVIII una entrada pre
coz, muy riesgosa, periférica y quizás equívoca en la modernidad.
Aparentemente, las sociedades coloniales favorecieron la incuba
ción de estos procesos en virtud de una relativa relajación de las for
mas rígidas de las sociedades colonizadoras.
No obstante, los gestos a los que nos referiremos, ambiguos y
vacilantes, representaron para los individuos, en cierto sentido, in
tentos de ruptura con la alienación y, en otro, un cerramiento idio
ta a los otros. Y, en todos los casos, búsquedas de reconocimiento a
sí mismos por los otros. Muchas veces, esas búsquedas estuvieron
motivadas por sensaciones de ser rechazados, de no tener el lugar
que se cree merecer.
El valor que en forma general articulaba y daba sentido a las
formas de vivir y de relacionarse en la sociedad colonial era el honor.
Era un valor predominante en la red de significados construida y re
forzada en la convivencia, el intercambio y la competencia coüdia-
MARGARITA GARRIDO
I 0 2
nos. El honor era el valor que articulaba la forma de educar a los
hijos, saludar en la calle, tomar decisiones en grupo e intercambiar
en el mercado. El honor era la clave del reconocimiento.
La pertinencia de ponerlo hoy en primer plano se basa, como
dijimos, en la convicción de que los valores que han articulado una
determinada configuración social pueden sobrevivir a ella cobran
do formas, sentidos y usos independientes de la sociedad en que rei
naron, convirtiéndose, no obstando rupturas, en señas pertinaces
de la identidad.
Hombres y mujeres del período colonial compartíanel ideal del
honor. La noción dominante era la aportada por los conquistadores
originarios de una cultura donde el honor, definido en el siglo XIII
por el código castellano de las Partidas, era "la reputación que el
hombre ha adquirido por el rango que ocupa, por sus hazañas o por
el valor que él manifiesta". Y para el siglo XV ya era, como ha mos
trado Bennassar, la pasión de muchos españoles. Debe ser entendi
do como un valor socializado, de carácter público, que trasciende
al individuo4.
Aunque de origen caballeresco y aristocrático, el honor fue
apropiado por todos y llegó a entenderse como defensa de la vir
tud, tanto de los individuos como de los grupos. No obstante las
transformaciones sucesivas de la noción de honor en España, en los
distintos usos que de ella se hace a lo largo de los siglosXVII al XIX,
se ve cómo su sentido se fue independizando de cualquier moral y
4 Bartolomé Bennassar, Los españoles. Actitudes y mentalidad, desde elsigloXVl
hasta el siglo XIX (Madrid: Editorial Swam, 1985), pp. 193-194. Entre la am
plia literatura antropológica sobre el honor sobresalen las obras de Julián Pitt-
Rivers, Antropología del honor (Barcelona: Crítica, 1979) y E l concepto de honor en
la sociedad mediterránea (1968), junto con el estudio de J. WvKÚzny, Ilonour and
Shame (196S).
Honor, reconocimiento, libertad y desacato I 0 3
sus claves fueron más la vanidad, el prejuicio social y el orgullo. Al
honor se le asoció la limpieza de sangre de toda mala raza y la falta
de contacto con el trabajo manual ("mecánico o vil"). Y, si no se
puede poner como causa de toda la violencia, sí fue uno de los ge
neradores de ésta.
La apropiación más conocida en la sociedad colonial fue el
honor barroco por parte de las élites. Era un honor para los espa
ñoles y sus descendientes notables, generalmente entendido como
precedencia, prevalencia y superioridad, y estaba basado en ser lim
pios de sangre (ya no tanto de moro y judío como de indio y ne
gro); éste se expresaba en el distanciamiento del trabajo manual y,
aunque no siempre, en la lealtad al rey. Era muy común que se pen
sara que a la superioridad social en la que se basaba su honor co
rrespondía "naturalmente" una superioridad moral, es decir, que
la virtud -la bondad- venía en el mismo paquete. El reconocimien
to obtenido se manifestaba en palabras, gestos corteses, preceden
cias y privilegios.
Sobre esta acepción, los historiadores han señalado la existen
cia de voluminosos expedientes sobre precedencia en actos de go
bierno o religiosos, sobre juicios seguidos a quien no se quitó el
sombrero o no llamó don a quien así se titulaba. Frank Safford se
ñaló la manera en que, ya en el siglo XIX, esta acepción del honor
heredado o conferido, unida al desprecio del trabajo manual, cons
tituyó un obstáculo ideológico contra el cual luchó un sector de la
élite que había adoptado el ideal de lo práctico5.
Pero el hecho de que la noción de honor fuera un valor central
del discurso dominante, no significa que fuera exclusivo de los
' Frank Safford, Fl ideal de lo práctico (Bogotá: Universidad Nacional y El Áncora Editores, 1989).
MARGARITA GARRIDO
IO4
notables, ni ésos los únicos sentidos posibles. Al contrario, sobre los
sentidos del honor se dieron apropiaciones, negociaciones, distor
siones y creaciones diversas. En la sociedad colonial esas apropia
ciones privilegiaron acepciones diferentes por etnias, por regiones
y aun por género. Nos interesan aquí las apropiaciones de loslibres
de todos los colores, que eran más de la mitad de la población de la
Audiencia de Santa Fe a fines del siglo XVIII y, fácil es creerlo,
ancestros de la mayoría de la población colombiana de hoy.
El honor llegó a ser un valor articulador de prácticas casi con
tradictorias o al menos lindantes. Honor-precedencia y honor-ser
vicio en casa honrada; honor-limpieza de sangre y honor de "pasar
por blanco"; honor-virginidad y honor-hombría; honor-no traba
jo manual y honor de "pobre pero honrado"; honor-vasallaje y ho
nor de "a mí no me manda nadie".
Algunos libres de todos los colores apostaron a copiar, a asimilar
se, blanquearse y lograr por esa vía un reconocimiento social, el
reconocimiento por el otro, pareciéndose a él. También se dio el re
chazo a los modelos propuestos. O la producción de modelos híbridos
y de usos alternativos. Hay una tensión entre afirmarse uno mismo
para cambiar la visión que el otro tiene de uno (convertirse en el otro)
o resistir y aun afirmarse como el otro de su otro. Se trata de pro
cesos de alienación y de esfuerzos de ruptura con la alienación.
Vamos a señalar algunos aspectos significativos. En los regis
tros de procesos judiciales de la sociedad colonial es posible encon
trar un sinnúmero de casos en los que hombres libres de diversos
colores defienden un honor que no tiene que ver con posiciones
jerárquicas y blancuras heredadas, de las que carecen, sino con dos
elementos claves: uno, la manera de vivir —la virtud y la decencia—
y la consideración que por ello merece de la comunidad; dos, y de
manera particular, la libertad.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato 105
I
La virtud en general coincidía con un código de buen vecino y pa
rroquiano: honrado, trabajador, de buen trato con todos, respetuoso
y acatador de las autoridades, buen padre, buen esposo, buen hijo
y buen hermano, cumplidor con deudas y diezmos, y del precepto
anual de confesarse y comulgar. A los libres de todos los colores, llevar
una vida honrada y meritoria les daba cierto honor, les granjeaba
cierto reconocimiento por conformidad con el orden. Pero su logro
estaba muy expuesto a la descalificación de los demás. Las tachas de
mestizaje y de ilegitimidad lo exponían a injurias y a desconocimien
tos de su ser como persona, al frecuente ajamiento de su honra. El
extrañamiento se sufría en especial por razones étnicas, a menudo
unidas a la tacha de ilegitimidad6. Podemos decir que el mestizo,
por serlo, podía experimentar las dos formas de desconocimiento,
la indiferencia y el rechazo. Al llevar una vida adecuada al lugar
social que se le había asignado y conforme al orden, buscaba no sólo
la aprobación sino también, y ante todo, el reconocimiento mismo de
su existencia . Cabe afirmar que muchas de sus prácticas estaban re
gidas por aquello que la psicología política actual denomimmeeanis-
mo deformación de creencias y gustos como resultado del deseo de concordar
con las creencias y los gustos de los demás .
Era muy posible que la madre o el padre quisiera que sus hijos
no se parecieran a ellos sino a su otro, al blanco, el que los denigra-
6 Jaime Jaramillo Uribe, "Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII", tn Ensayos sobre historia social colombiana (Bogotá: Universidad Nacional, 1972). Pablo Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Ariel, 1997).
1 Lzvetan Lodorov, op. cit.,p. 123. ' Jon Elster, Psicología política (Barcelona: Gedisa, 1995), p. 15.
MARGARITA GARRIDO
106
ba. El camino de la imitación era el más directo, pero aún muy poco
seguro. Se buscaba afirmación en la negación de su ser más íntimo.
Así, la construcción de la imagen propia se hacía en la imitación del
otro. En la copia. La imitación de quienes tenían reconocimiento era
el camino más común de obtenerlo para sí. Tal camino en algunos
casos culminaba con una cédula de blancura o con un más frecuente
"pasar por blanco" entre sus vecinos. Pero no era fácil. A poco, el
que buscaba su reconocimiento se veía afrentado por injurias, como
"perro" o "chorizo", que aludían a su baja calidad o a ser de carnes
mezcladas y que con ello lo descalificaban como persona.
En el otro extremo estaba el rechazo total al discurso de buen
vasallo y buen parroquiano. Se trataba de aquellos que decidían —o
llegaban a- convertirse en desvinculados, arrochelados o picaros (es
decir, medradores, en el sentido muy hispánico del teatro barroco
del siglo de oro). Los casos más ostensibles son los de aquellos que
migraban solos hacia los montes, a abrir labranzas, a vivir sin los
controles simbolizados por el tañido de las campanas: se identifi
caban con el otro de su otro: el mezclado taimador, astuto y descon-
fiable. Ellos preferían el rechazo de los otros y no su indiferencia.
Es más difícil ver los gestos que no son de imitación ni franca
rebeldía, es decir, aquellos orientados a la producción de formas cul
turales de asimilación-resistencia. Ejemplos de ello son formas de
desvinculación y de revinculación diversas, como el empeño de sa
car un pueblo adelante, por parte de pobladores residentes o de los
recién llegados en una migración rural-rural, de un sitio a una pa
rroquia. En menos casos, la desvinculación estaba marcada por su
migración rural-urbana, hacia villas y ciudades donde una crecien
te confusión demográfica permitía una mayor libertad y abría la po
sibilidad de establecer revinculaciones en barrios, en mercados y en
variados oficios.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato i 07
Una de las grandes diferencias (rupturas) entre el honor de los
notables y el de los plebeyos es que éstos lo defendían en muchos
casos como patrimonio individual, acaso sólo hasta su familia más
cercana, en especial la mujer. Ello se debe, en parte, a que sus tra
yectorias hacia el reconocimiento implicaban una diferenciación de
sus ancestros. No encontramos casos de defensa del honor al esta
mento, puesto que éste era indefinido para los libres de todos los
colores. Los notables, en cambio, sí alegaban las injurias o desaca
tos como ofensas, no sólo al público, por lo que se clamaba por su
vindicta, sino también al estamento, al grupo social del que se sen
tían miembros y representantes. En lugar de defender el honor a su
estamento, entre los mestizos, mulatos y libres de diversos colores
encontramos la defensa del honor del vecindario en general, del si
tio al que se pertenece, es decir, adonde se han revinculado. La/wr-
tenencia local, el sentido de ser vecino de tal parte, se convirtió en un
elemento clave de la identidad. Podía ser el elemento definidor de
la identidad para tantos cuyas condiciones étnicas de no blancos,
no indios o no esclavos les ofrecían diferenciaciones pero no perte
nencias. El principio de la jerarquización de las poblaciones en un
orden, más allá de determinar jurisdicción y gobierno, tenía que ver
con la calidad de los vecinos, con lo que se llamaba su decencia. Los
habitantes de cada población derivaban su posición y su estatus, al
menos parcialmente, de su pertenencia a ella. Para blancos pobres,
mestizos y castas residentes de un lugar su pertenencia a éste fue
paulatinamente tomada como base de su identidad. Y a la inversa,
la decencia y decoro de sus gentes mejoraba la imagen del lugar9.
9 Margarita Garrido, Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Remo de Granada, 1770-1815 (Bogotá: Banco de la República, 199.3), pp. 190-228.
MARGARITA GARRIDO
I 08
En virtud del sentimiento de pertenencia local, el individuo se
ve como parte de un grupo con quien comparte precisamente eso,
su origen poco claro y sus experiencias comunes; el grupo le per
mite identificarse con sus paisanos y diferenciarse de los de otros
vecindarios. Pueblos vecinos rivalizaban por su decencia y lustre
como hoy lo hacen los barrios.
Otra forma de gozar de honor y cierto reconocimiento era la
vinculación a una unidad patriarcal. Aunque se estuviera en los más
bajos peldaños de esa unidad jerárquica encabezada por un hom
bre mayor y poderoso, se compartía la creencia de que lo bueno para
uno de sus miembros lo era para el grupo. La experiencia de estos
hombres era la de que su acceso a la vida social se había dado por
el favor de ese hombre mayor y poderoso. Había allí un reconoci
miento logrado por el sentirse necesario a otro, necesario para dar
reconocimiento a otro1". Una identificación con el que manda, que
llegaba a constituirse en una identidad vicaria, en una forma de ser
en el otro.
No podemos decir que la mayoría de personas libres de todos los
colores, los que en su conjunto formaban más de la mitad de la po
blación a fines del siglo XVIII, asumían con conciencia la tarea de
hacerse un nombre, una identidad, un patrimonio simbólico. Pue
de tratarse más bien de deseos inconscientes que en algunos casos
dejaron huellas en los registros documentales. Aunque hoy podrían
ser vistos como self made men, no podemos olvidar que se hacían a
sí mismos en un mundo donde el ascenso social no era bien visto.
El solo nombre de "libres de todos los colores", como fueron agru
pados en los enlistamientos militares, además de denotar la creciente
dificultad de clasificar a los individuos entre las distintas definicio-
10 Lzvetan Todorov, op. cit.,p. 126.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato 109
nes de castas, señala una exclusión-inclusión. Se suponía que quie
nes eran "de colores" no deberían ser libres, si al menos alguno de
sus ancestros no lo había sido.
En algunos lugares, la frontera entre resistencia a los modelos
culturales hispánicos y producción de adaptaciones a ellos es difí
cil de trazar. El obispo de Cartagena, tras un periplo de visitas a los
pueblos de su diócesis durante un año, escribió largamente sobre
la "universal relajación de las costumbres"11. Sus críticas apunta
ban a la falta de catequización y cumplimiento de preceptos ecle
siásticos y a la general práctica de bailes impúdicos.
No obstante, las personas que vivían así no se sentían fuera de
la economía del honor. Por ejemplo, a fines del siglo XVIII, Benito
Blanco, negro liberto que vivía en las montañas de Quiliten, cerca
de Tolú, se quejó del "agravio de la pricion y descrédito en mis arre
glados procedimientos" de que había sido víctima por lo que él lla
mo su "ynfelis constitución de Negro Bozal Libertino", y pidió que
se le restituyera su honor. El expresó vehementemente su noción
de persona con derecho a la libertad, al libre desplazamiento, a la
propiedad y a hacer transacciones y a que no se le violentara física
mente ni se le hiciera chantaje por ser negro libre12.
Podemos decir que, en algunos casos significativos, hombres y
mujeres libres de todos los colores decidieron invocar el honor y deja
ron huellas del uso que hicieron de ese lenguaje, de susregistros per
sonales. No hay que perder de vista que el honor era el elemento
1 ' Véase el "Informe del obispo de Cartagena sobre el estado de la religión y la iglesia en los pueblos de la Costa, 1781", editado por Gustavo Bell Lemus en Cartagena de Indias: de la Colonia a la República (Bogotá: Fundación Simón y LolaGuberek, 1991), pp. 152-161.
Archivo General de la Nación, sección Colonia, título Juicios Criminales, tomo 107, folios 853-854.
MARGARITA GARRIDO
I 10
clave del trasfondo moral públicamente disponible, del cual, en
principio, se los excluía.
Hay aquí una característica genuina de la sociedad colonial.
Charles Taylor muestra cómo en el siglo XVII el pensamiento filo
sófico había puesto de cabeza la valoración según la cual las preocu
paciones del honor jerárquico y del cultivo del espíritu y la política
eran superiores a las preocupaciones de la vida corriente -trabajo
y familia—. O, dicho de otro modo, la afirmación de la vida corriente
fue la base para la crítica de la ética del honor y la gloria1 . Pero en
las colonias, según lo que venimos rastreando, este proceso fue dis
tinto: consistió en la invocación del honor por parte de quienes no
contaban con él como privilegio, y se le dio el significado de las vir
tudes de la vida corriente —la honestidad y la decencia ante todo—,
alcanzables por todos. De este modo, una noción que la corriente
principal de pensamiento europeo estaba dejando de lado fue adop
tada en la sociedad colonial, con un significado y una eficacia que
la sobrepasaban14.
El honor practicado como una manera de vivir con virtud y
decencia fue, pues, uno de los caminos para afirmarse y lograr re
conocimiento. Encerraba mucho de copiar al otro y de negar en uno
lo que constituía tacha étnica. No se puede mirar sólo como tratar
13 Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (Barcelona: Paidós, 1996), pp. 227-234.
14 Sobre el papel central de la idea de favor en las relaciones de la sociedad brasileña del siglo XIX, véase Roberto Schwarz,Ao Vencedoras Batatas (Sao Paulo: Dos Cidades, 1981), pp. 13-23. Schwarz dedica un excelente capítulo a las "ideas fuera de lugar", impuestas o adaptadas de Europa, las cuales, una vez sometidas a la influencia del lugar, tomaban un rumbo particular, generalmente marcado por ambigüedades, ilusiones e impropiedades, y suscitaban también resistencias a ellas.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato 1 1 1
de ser lo que no se era, pues se trataba de ganar un reconocimiento
como persona, que de hecho se era, el cual le era negado. Se trata
ba, de alguna manera, de combatir la descalificación existencial de que
eran objeto'5 y lograr confirmación de su valor.
II
La otra dimensión del honor de la que nos ocupamos, quizás la me
nos considerada hasta ahora, es su entendimiento en función de la
libertad. El ideal de la propia honra adquiría una dimensión más en
el terreno de la relación autoridad-obediencia. La relación de la per
sona con la autoridad era definitiva en su reconocimiento. La hon
ra de alguien no sólo se exhibía en el trato recibido de los demás,
sino, y especialmente, por el trato recibido de las autoridades.
En la sociedad colonial, como sabemos, los discursos del orden
proclamaban dos majestades: dios y el rey. América fue incluida des
de la conquista en la cristiandad y en los dominios de la corona de
Castilla. Los requerimientos obligaron a los indios a asumir ese or
den doble en el que eran rebaño de almas y vasallos tributarios de
una monarquía. Mejor por la razón que por la fuerza, pero sin alter
nativa.
Paradójicamente, la misma aventura que trajo a los indios la
tristeza y la desolación de que hablaron sus cantos, fue, para suce
sivas oleadas de castellanos, andaluces, leoneses y extremeños, para
judíos y moros conversos y para gentes de muchos reinos, momento
inaugural de su ser libre. La utopía de ser alguien estaba absoluta-
' Roland Lamg, Fl yo dividido (México: Fondo de Cultura Económica, 1964).
MARGARITA GARRIDO
1 1 2
mente intrincada con la de ser libre. No ser hombre de otro hombre.
Ser uno. Ser libre. Ser.
Una de las constantes del esquema de conquista fueron las su
cesivas rebeldías. Cortés se separó de Diego de Velásquez; Pedro
de Alvarado, de Cortés. Belalcázar y Aguirre se rebelaron contra
Pizarro. Y en cada pequeña historia de conquista se encuentran su
cesivas rebeliones que fueron subdividiendo territorios o, en algu
nos casos, suplantando autoridades. El reconocimiento al rey y a
dios desde América era más fácil porque estaban más lejos. Podía
dárseles reconocimiento sin que ello implicara algo más que actos
formales y devotos. Muy pronto apareció la famosa fórmula de "se
obedece pero no se cumple", la cual fue legalizada sobre la convic
ción de que en América existían condiciones diferentes. Se trataba
de un gesto tan respetuoso y socorrido como aquel que hacemos al
escribir "no aplica" ante algo que se nos requiere en un formulario
y no tiene que ver con nosotros. En cambio, la obediencia a las au
toridades cercanas era menos fácil de escamotear. Los archivos de
la Audiencia de Santa Fe están llenos de casos de desacato indivi
dual, y no son pocos los casos de impugnación colectiva.
En el imaginario colonial se produjo una asociación entre ho
nor y libertad. No olvidemos que se trata de una sociedad donde la
libertad y la honra son bienes escasos, esquivos, amenazados, y por
ello muy preciados. Desde el sigloXVI encontramos una valoración
especial del ser libre. Las huestes de Rodrigo de Bastidas lo desa
catan después de la fundación de Santa Marta, al grito de: "Viva el
emperador y la libertad; que no hemos de morir aquí como escla
vos en poder de ese mal viejo".
Para los libres de todos los colores, siendo la mayoría de la pobla
ción en el siglo XVIII en Nueva Granada, su diferenciación básica
de los de abajo era la de ser reconocidos por los demás como hom-
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
" 3
bres libres, es decir, como no indios y no esclavos. Ello se traducía
eventualmente como no tener que obedecer incondicionalmente.
Por eso, para muchos, obedecer algunas órdenes era sinónimo de
ser indio, de no ser libre. Y desacatarlas era propio de libres.
Un sentido de obediencia no incondicional parece ser una marca
persistente. Aun en el sigloXIX se encuentran numerosas quejas de
hacendados que no consiguen peones para sus labranzas. La gen
te, decían, prefería vivir mal y ser libre16. Algunos casos de desacato
se resolvían en su jurisdicción provincial y otros llegaban a la Real
Audiencia. Los procesos judiciales pueden ser leídos como una
abigarrada construcción de identidades y alteridades por parte de
las distintas personas, en una dialéctica de desafío y réplica.
En la mayoría de los casos, tanto individuales como colectivos,
los desacatadores alegaron que la autoridad que desacataban o im
pugnaban no tenía legítimamente el poder o había cometido abu
sos de diversa índole. No se trataba de desobediencia porque la
orden "no aplicaba", sino de desobediencia justificada por las fa
llas en quien mandaba o en lo que mandaba.
Así, con la misma frecuencia que las autoridades desacatadas
se quejaron del no reconocimiento a su cargo e investidura, los desa
catadores, por su parte, alegaron que las autoridades no les habían
16 Malcolm Deas, Aspectos polémicos de la historia colombiana del siglo XIX. Memoria de un seminario (Bogotá.: Fondo Cultural Cafetero, 1983), p. 149. Edgar Vásquez, economista e investigador de la Universidad del Valle, ha señalado que muchos individuos dedicados a pequeños negocios informales, o a lo que hoy se denomina "rebusque", han expresado que prefieren defender su libertad y vivir los avalares de su gestión individual antes que aceptar la sujeción a un patrón o a una empresa. No por ello podemos decir que el rechazo a ser mandado conduzca directamente a un espíritu de tipo empresarial, cuya difícil entrada en nuestras prácticas ha sido señalada por historiadores.
MARGARITA GARRIDO
I I 4
dado el trato que se merecían. El lenguaje usado, tanto por los de
sacatadores como por ias autoridades desacatadas en defensa de sus
respectivas prácticas, era el delbonor. El sentido del honor regía, en
buena parte, las relaciones con las autoridades. Había pues un cir
cuito que podríamos llamar economía del honor y la obediencia, cuyo
fluido era altamente explosivo.
De acuerdo con Pierre Bourdieu, el sentido del honor es enten
dido en las sociedades tradicionales como capital simbólico, acumu
lado por años, salvaguardado e invertible, y constituye el motor de
"la dialéctica del desafío y la réplica, del don y del contra-don"17.
No sólo lo que se dice o se hace sino, y sobre todo, la manera como
se dice o se hace, los gestos que lo acompañan y las nociones del or
den a las que responden, tienen que ver con el sentido del honor de
cada individuo. Estos son signos que pueden ser reconocidos y va
lorados por los demás.
Era en el intercambio cotidiano de desafío y réplica que se ob
tenía el reconocimiento al honor, se recibía la mirada del otro con su
valoración implícita. Cuando las palabras y los gestos de uno al tra
tar al otro dejaban ver que no tenía la adecuada visión del indivi
duo al que se dirigía y de su posición relativa, había una ofensa al
honor. En la sociedad colonial la operación simbólica más impor
tante de lo público cotidiano era la del reconocimiento que se daban
unos vecinos a otros18. Cualquier elemento que significara que el
gobernado no tenía clara la visión de su propia posición ni la de su
gobernante o —al contrario- que el gobernante desconociera estas
Pierre Bourdieu, El sentido práctico (Madrid: Taurus, 1991), p. 175. 18 Margarita Garrido, "La vida cotidiana y pública en las ciudades colo
niales", en Beatriz Castro (ed.), Historia de la vida cotidiana en Colombia (Bogotá: Norma, 1996), pp. 131-158.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
visiones de sí y del otro, podía significar un desafío inadecuado y
dar la ocasión para un desconocimiento de su autoridad. Esta dia
léctica en la sociedad colonial de la que nos ocupamos estaba cons
tituida por movimientos milimétricos y sus participantes se hallaban
imbuidos de una alta sensibilidad. Por parte del gobernado, desde
una tenue falta de deferencia hasta una injuria a la persona o al car
go; por parte del gobernante, desde un tono de mando inapropiado
hasta abusos y maltratos o castigos sin los procedimientos preesta
blecidos, pasando por la reconvención inoportuna y pública a un su
jeto que pasaba por ser de distinción. Las ofensas más dolorosas
eran aquellas en las que de alguna manera se cuestionaba al inter
locutor su condición de hombre o mujer libre.
El liberto, mestizo, mulato o zambo, era un sujeto colonial que
tenía la particularidad de haber accedido a la condición de libre en
la misma sociedad en que algunos de sus antecesores no lo habían
sido. Ser libre era su necesidad más apremiante. Cuando lo conse
guía, le urgía lograr continuamente reconocimiento como tal.
No obstante, el ser libre en términos de no tributar, de no ser
esclavo, no le garantizaba la autonomía en términos de ser autor de
su destino. La necesidad de ser reconocido podía inspirarle tanto
conductas muy sumisas (simuladas o asumidas) o conductas de
desafío. No había claridad para él ni para el conjunto sobre cuáles
eran las reglas o normas por las que se debía regir. La imagen que
tenía de sí mismo y el reconocimiento que recibía (o no) de ella
parecía ser la clave de su obediencia o desobediencia.
El libre se veía abocado hasta cierto punto a definir su propia
normatividad en muchos campos de la vida (formas de vida mate
rial y actitudes hacia los demás) y ello podía implicarle una discon
tinuidad con lo acostumbrado por algunos de sus ancestros. Podía
significar una ruptura en la continuidad de su trayectoria vital, con
MARGARITA GARRIDO
l i ó
una parte de su herencia, e implicar una compleja construcción de
modos alternos, un tanto inciertos, ya que tampoco se le daban po
sibilidades amplias para asumir los de los de arriba. Lo suyo podía
ser visto como copia, como simulación, y encontrar por ello más ba
rreras. Sus creencias podían entrar en conflicto con sus actos. Aca
so, sin sentirse culpable, sintiera vergüenza.
Los libres tenían ante el rey y los gobernantes una posición in
dividual, menos mediada que la de los indios, quienes eran miem
bros de una comunidad y mandados por su cacique (y eventualmente
por un encomendero). Los libres contaban con un campo para la in
dividualidad del que carecían los esclavos, para quienes muchos
aspectos de su vida, y ésta misma, dependían de su amo. Aun más,
los libres estaban menos atados que los notables a obligaciones es
tamentales. El libre estaba sujeto a los gobernantes locales y pro
vinciales y al rey, pero podía llegar a definir y pensar de forma más
individual su obediencia o su inobediencia, pensar más individual
mente sobre su señor y sobre él mismo. No obstante, luchaba con
tra una imagen negativa que pesaba sobre los de su condición.
Quizás valga, para aclarar, citar a Paul Veyne:
En el sentido que aquí se conviene, pues, un individuo no
es una bestia de rebaño; es, por el contrario, un ser que confiere
valor a la imagen que tiene sobre sí mismo. El interés por esta ima
gen puede incitarlo a desobedecer, a rebelarse, pero también, e
incluso con más frecuencia, a obedecer todavía más; entendida
en este sentido, la noción de individuo no se opone en absoluto a
la de sociedad o de Estado. Se puede decir entonces que este indivi
duo es herido en el corazón por el poder público cuando se desvirtúa su
imagen de sien la relación que tiene consigo mismo al obedecer al Esta
do o ala sociedad. [...] Cuando un individuo es alcanzado en la idea
Honor, reconocimiento, l ibertad y desacato
117
que tiene de sí mismo, se puede afirmar que su relación con el poder
público es la misma que tendría con otro individuo que lo hubiese hu
millado o, por el contrario, afirmado en su orgullo19'.
En el corazón y en el imaginario de aquellos sujetos coloniales
que no eran indios de comunidades ni esclavos, sino libres de todos
los crúores, estaban inseparablemente unidos el honor y la libertad.
Eran las claves de su identidad. El uno aludía a la utopía de mil
cabezas de ser alguien, el otro a la de no tener señor, o no ser de un
encomendero, ni de cacique, ni de un cura. Algunas réplicas a las
autoridades frecuentemente registradas por los documentos sugie
ren esta relación de identidad-libertad-desobediencia. El dicho tan
común en aquella época de "Cura mande indio" aludía a la identi
ficación de no indio con libre y, por tanto, desobligado. Otra forma
de replicar a un trato indebido por parte de la autoridad era "yo no
soy cimarrón", que nos sugiere el rechazo a que se le atribuya al
individuo un pasado de esclavitud. Fue también común la queja por
ser tratado como "hombre vil".
Al formarse las milicias en el siglo XVIII, algunos pardos y
mulatos, "salidos de la oscuridad de lo negro", como quedó escrito
en ios registros, fueron nombrados capitanes. Esta inclusión en las
milicias y el consiguiente fuero les dio a muchos un refuerzo en su
seguridad como personas. Sin embargo, la autoridad de los capita
nes pardos fue difícilmente reconocida por los blancos. Similares
dificultades afrontaron un sinnúmero de alcaldes plebeyos. Ellos
fueron vistos como si hubieran subvertido la economía formal del
19 Paul Veyne, "El individuo herido en el corazón por el poder público", en
Paul Veyne et al., Sobre el individuo. Contribuciones al Coloquio de Royaumont, 1985
(Barcelona: Paidós, 1990), pp. 9-10. El subrayado es mío.
MARGARITA GARRIDO
118
honor con una economía informal del honor apócrifa, falsa. En la eco
nomía formal del honor, a la prevalencia correspondían la virtud y
el mérito y, por tanto, no sólo el monopolio de la disposición sobre
recursos y sobre gran número de gente, sino también la superiori
dad moral. En la economía informal del honor, la sola virtud, a pe
sar de ser mezclado, podía llevar al reconocimiento de la comunidad
y a un cargo. En términos de psicología política, se puede ver como
un mecanismo por el cual los deseos se adaptan a los medios con que se
cuenta para satisfacerlos . Llegar a un cargo era un reconocimiento
mayor, más amplio, y otorgaba una relativa participación en la ca
pacidad de disposición sobre personas y unos recursos escasos aun
que relativamente significativos. Pero entonces solía ocurrir que el
funcionario hacía de su oficina un reino, más o menos pasajero, en
que cobraba a sus semejantes sus propias carencias. Era entonces
cuando su intento de ruptura con la alienación se transformaba en
un cerramiento al otro, en una enfermedad de querer ser por enci
ma de los otros, en un caso particular de inseguridad.
Estos fueron recorridos tempranos. Búsquedas retorcidas y tor
mentosas de identidad, nociones muy irritables de honor y libertad
que dependían de la mirada del otro, la temían y la espiaban, inse
guridades profundas del ser, rasgos que se convirtieron en una pa
tología de la identidad y gravitan de diversas maneras en nuestra
memoria. Pero también invención creativa de solidaridades —como
la del vecindario, o la de la pertenencia a una unidad patriarcal-,
que permitían definir el estatus en términos que, si bien no carecían
de connotaciones sociales y étnicas, las relativizaban. Y formas de
revancha que no dejaban de tener una aspecto positivo de control
de los excesos de los notables.
20 Jon Flster, op. cit.,p. 15.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato 119
En el siglo XIX se dieron grandes cambios en lo psicosocial. La
visiones de sí mismos como independientes, nacionales de una na
ción, ciudadanos de estados confederados, miembros de un parti
do, se articularon a las pertenencias locales, familiares y patriarcales.
Los mapas de lealtades tuvieron que reorganizarse. La Indepen
dencia y las guerras unieron el ideal del honor al de la gloria obte
nida en batalla. A mediados de siglo arribó el ideal del progreso con
su versión pública de convertir a todos en ciudadanos y su versión
privada de "estudie mijo para que sea alguien". Éstos fueron nue
vos caminos para el reconocimiento... Para ser alguien... Para el
honor... Pero las diferencias entre ricos y pobres, entre élite y pue
blo, entre lo rural y lo urbano se ahondaron. Los consumos cultu
rales los diferenciaron notablemente.
I I I
En el siglo XX, el éxito es la clave del reconocimiento entre los indi
viduos. El ideal del éxito se vuelve el valor articulador de prácticas
diversas. La capacidad adquisitiva se convierte en una medida del
valor del individuo. La afirmación de la dignidad humana pasa aho
ra por lo que se tiene; el consumo es el indicador del éxito y por ende
del lugar de la persona. Pero el honor sigue apareciendo como una
idea fuera de tiempo, circula de diversas formas, y su sentido varía
de acuerdo con clases, regiones y entornos culturales.
La red de significados en la que el honor en varias acepciones
y usos circula, aunque ya no en un lugar central, está marcada por
una colonización cultural de doble vía. Si bien, como se ha dicho
por los comunicadores, lo popular urbano ha colonizado el campo
a través de los medios, no debemos olvidar que la gran inmigración
MARGARITA GARRIDO
1 2 0
del campo a la ciudad trasladó pautas culturales que cobraron nue
vos sentidos al articularse al pueblo, al barrio, a la comuna. Coloni
zación y migración mezclaron tiempos y sentidos.
Sentidos y usos del honor parecen gravitar en algunas prácti
cas y discursos. Los compromisos con el logro de condiciones de
dignidad para la vida de parte de líderes populares y movimientos
sociales nos hablan de sentidos profundos de virtud y bien público,
de solidaridades para reafirmar la dignidad humana. Nuevas devo
ciones religiosas y nacionalistas nos hacen pensar en las acendradas
pertenencias de personas sin motivos personales de orgullo a enti
dades y fuerzas que las trasciendan y vayan más allá de sus vidas.
Sentidos del honor como virtud y decencia pueden dar lugar a fun-
damentalismos intolerantes o a declaraciones que encierran contra
dicciones tan fuertes como: "Soy narco pero decente"21.
Un sentido peculiar del honor de grupo acompaña las lealtades
a unidades patriarcales con diversos usos políticos y económicos,
incluso en la esfera de la economía ilegal. La unidad de organiza
ción patriarcal podría explicar el funcionamiento de algunas asocia
ciones basadas en las lealtades personales incondicionales, donde las
personas están no solamente endeudadas por favores, sino tan inte
gradas que viven virtualmente la posición de su jefe. Testaferratos
que ni en la cárcel declinan sus lealtades a quien parecería que les
dio el ser o declaraciones públicas de lealtad sin cálculo alguno.
Por otra parte, sentidos del honor-libertad que inspiran valero
sas resistencias al abuso o al maltrato. El honor-libertad entendido
como inobediencia, expresado tanto en la común respuesta domés
tica de "a mí no me manda nadie", como en la tendencia demasia-
21 Citado por Alvaro Tirado Mejía, "La violencia en Colombia", en revista Historia y Sociedad, N" 2 (Bogotá: Universidad Nacional, 1995), pp. 115-128.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato i 2 i
do dicha a no seguir las reglas, pensar que son para otros, preten
der siempre la excepción. Al extremo, ese sentido honor-gloria y li
bertad tan asociable a la insurgencia crónica. Y el honor dicho como
respeto que trae el poder logrado por la violencia: el honor de los
grupos fuera de la ley. Y todas las violencias que en alguna forma
son respuestas, sobre todo juveniles, a la descalificación existencial
o al rechazo. El desconocimiento abierto o soslayado de las autori
dades locales por su calidad étnica no ha dejado de presentarse,
aunque comúnmente se acepte que en nuestra sociedad la política
no ha sido esfera exclusiva de los notables.
La idea del honor tiene ahora, fuera de su tiempo, aún más usos
contradictorios en discursos y en prácticas. El honor de no ser in
dio o no ser negro según las regiones, el honor de serlo en otras, el
honor de ser bueno o de los buenos, el de no serlo, el de estudiar
para ser alguien y el de medrar por fuera de las instituciones, el de
cumplir compromisos como un caballero y el de burlar la autori
dad. En algunas culturas regionales ser pobre es deshonra. En casi
todas, ciertos consumos se hacen para obtener reconocimiento. Y
por supuesto, el honor sigue ocupando, como lo ha mostrado Vir
ginia Gutiérrez de Pineda, un lugar central en discursos y prácti
cas de la familia patriarcal22.
En nuestra sociedad conviven, desde hace mucho tiempo, for
mas de reconocimiento propias de una sociedad tradicional, basa
das en la conformidad con el orden, con formas de reconocimiento
propias de sociedades modernas, que premian la trayectoria indi
vidual. Por supuesto, las formas no son las mismas.
Virginia Gutiérrez de Pineda y Patricia Vila de Pineda, Honor, sociedad. El caso de Santander (Bogotá: Universidad Nacional, 1992).
¿La corona hace al emperador?
La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán
Ute Seydel
Iturbide y la independencia...
¡Mexicanos! Habéis ganado ya padres y padrastros, yo os
doy Independencia, pero os dejo sin madre... ¡patria!
Magu, "La nación y sus símbolos"1
Introducción
L>a novela de Rosa Beltrán se presta a numerosas lecturas; por ejem
plo, una lectura centrada en el uso de la ironía, de la parodia y del
pastiche, o bien una lectura enfocada en la mirada femenina desde
la cual se crea un metarrelato historiográfico con especial interés en
el papel del sujeto femenino en los acontecimientos históricos. Para
el marco del presente congreso, cuyo objeto son las teorías cultura
les y comunicacionales latinoamericanas, opté por una lectura que
aprecia la inserción de la novela en los discursos de la nación y de la
identidad. Por ello son pertinentes algunas consideraciones previas
con respecto a la legitimación del poder, aludida en la novela. Asi
mismo, es oportuno analizar la aportación de la novela fundacional
' Magu, "La nación y sus símbolos", en Enrique Florescano (coová.),Mitos mexicanos (México: Santillana, 1996), pp. 99-108.
iLa corona hace al emperador? 123
decimonónica a la imaginación de la nación para revelar posterior
mente la actitud contestataria del texto de Rosa Beltrán frente a este
subgénero novelístico y a la historiografía oficial.
El discurso de la nación y la identidad
Antes de abarcar el discurso de la nación y la identidad en el con
texto latinoamericano y especialmente en el mexicano, resumiré al
gunos aspectos explorados por Benedict Anderson con respecto al
nacionalismo como fenómeno universal. Según él, cada nación se
imagina de una manera particular. El sistema simbólico y la articu
lación de significados difiere entre una y otra nación. Cada una de
ellas tiene la necesidad de inventar narraciones ejemplares y de ima
ginarse como entidad limitada, soberana y libre, basándose en re
cuerdos y olvidos comunes". Supone la fidelidad y disposición de
sus ciudadanos de sacrificarse para la comunidad, lo que a su vez
exige ciudadanos libres. Señala asimismo que el nacionalismo se
asemeja más a las categorías de religión y parentesco que a las ideo
logías políticas como el fascismo, el socialismo o el liberalismo. Por
un lado, esto se hace patente cuando los individuos que luchaban
por el bien de la nación se convierten en héroes y objetos de vene
ración; por el otro, se plasma en la analogía propuesta entre familia
y nación, así como entre padre y jefe de gobierno. La fe en la na
ción sustituye, en cierto modo, a nivel mundial la fe religiosa, como
consecuencia del proceso de secularización de las sociedades. Por
- Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1997), pp. 23-25.
' Ibid., p. 23.
UTE SEYDEL
I 2 4
consiguiente, Jean Franco afirma que la nación es el lugar de una
inmortalidad secular4. Así, son comparables la inmortalidad de los
héroes, lograda por medio del culto a ellos, así como mediante las
fiestas cívicas conmemorativas, las rotondas de los soldados anó
nimos, los monumentos, etc., y la inmortalidad religiosa alcanzada
por creyentes y santos por medio de ritos religiosos y hagiografías5.
El afán por crear las distintas naciones en el continente ameri
cano surgió cuando las antes colonias se independizaron, es decir,
en el momento en que las antiguas unidades administrativas traza
das por las potencias coloniales respectivas se convirtieron en uni
dades independientes6. Con el fin de deslindarse de ellas y acceder
al poder político y económico, e impidiendo que otros sectores de
la población se adelantaran, los criollos determinaron el territorio,
la lengua hegemónica, la forma de gobierno, así como la religión
oficial de los estados independientes. De tal modo definieron las ba
ses de las naciones nacientes y lograron crear estados-naciones an
tes que varios de los estados europeos'.
La diferencia entre los movimientos nacionalistas europeos y los
latinoamericanos consiste en que en Europa fueron impulsados por
sectores amplios de la población que demandaron al mismo tiem
po la libertad de prensa, la libre expresión y el derecho de reunión,
es decir, se desarrollaban simultáneamente con los movimientos
4 Jean Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", en Aram Veeser (ed.), The New Historicism (New York/London; Routledge, 1989), pp. 204-212.
5 B. Anderson, ibid,p. 27. 6 B. Anderson, ibid.,p. 84. ' Ejemplos de estados nacionales tardíos son Italia y Alemania. Fue ape
nas en 1866 cuando este último logra configurarse como tal, al no incluir finalmente el territorio de la actual Austria en el proyecto de la nación alemana: B. Anderson, ibid., p. 80.
¿La corona hace al emperador? 125
democráticos; en cambio, en América Latina fueron los miembros
de la clase criolla quienes articulaban el interés por crear naciones,
con el fin de conservar sus privilegios.
Los mestizos y los indígenas mexicanos que iniciaron las luchas
en favor de la independencia (en alianza con el clero bajo), al con
sumarse ésta, se vieron obligados a adaptarse al proyecto nacional
diseñado por los criollos y a experimentar el desprecio de aquéllos
por razones raciales. Se convirtieron, de cierto modo, en el objeto
de la política civilizadora y educadora de la nueva clase gobernan
te que pretendía el blanqueamiento simbólico, la modernización y
la homogeneización de la sociedad a través de la educación8, ya que
sentía la necesidad de fomentar un sentimiento de unión entre los
miembros de las diversas etnias. Jean Franco hace hincapié en el vín
culo entre el proyecto pedagógico de los criollos y la necesidad de
legitimar la creación del estado nacional mexicano en el territorio
que fuera anteriormente la Nueva España: "La majestad de la na
ción se legitima por medio del discurso pedagógico"9.
Tanto para México como para las demás naciones latinoame
ricanas parece acertada la afirmación de Ernest Gellner respecto a
que las naciones se inventaban donde no existían10. El estado-na
ción mexicano independiente reunía en su territorio diversas etnias
y comunidades lingüísticas. Con el fin de afirmarse como nación se
diseñó la bandera mexicana, se creó el himno nacional y surgieron
Jean Franco, Las conspiradoras (México: El Colegio de México, 1994), p. 113.
9 J. Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", ibid, p. 207. La traducción es de Guillermo Diez.
10 Ernest Gellner, Thought and Change (London: Weidenfels & Nicholson, 1964), p. 169.
UTE SEYDEL
I 2 0
los mitos fundacionales, tales como el de Quetzalcóatl, el de la Vir
gen de Guadalupe y el de la Malinche.
En el México independiente los criollos asumieron los cargos
políticos claves que durante el virreinato fueron ocupados por los
españoles. El virreinato basaba su sistema centralista en un control
de los habitantes a través del poder militar y religioso. Este se ejer
cía por medio de mecanismos que incluían no sólo la confesión sino
también la inquisición. Las milicias criollas originadas en las gue
rras de Independencia se convirtieron en el nuevo control militar.
La educación secular centralizada empezó a sustituir a la religiosa
y, así, al control de la iglesia sobre los individuos. Los criollos afir
maban la legitimidad de su reivindicación del poder definiéndose
como herederos de los españoles. Por consiguiente, denominaron
entre ellos a Agustín de Iturbide como primer jefe de gobierno, sin
consultar a la mayor parte de la población. Además, para continuar
con un sistema monárquico, optaron por un Imperio, suponiendo
que éste, por su "aprobación divina", representaba una legitima
ción mayor que otra forma de gobierno.
Ea novela decimonónica como ficción fundacional y nacional
En la empresa de imaginar la nación estuvieron implicados los
medios impresos y, de modo especial, la novela1', género literario
" Doris Sommers, "Irresistible Romance; Lhe Foundational Fictions of Latin America", en Homi K. Bhabha (ed.), Nation and Narration (London: Rout-ledge, 1990), pp. 71-98, en especial p. 75.
Jean Franco afirma al respecto lo siguiente: "El vínculo entre la formación nacional y la novela no fue fortuito. De manera conveniente, \2.intelligentsia se apropiaría de la novela durante el siglo XX y obtendría soluciones imaginarias de los problemas inmanejables de la heterogeneidad social, la desigualdad social, la so-
¿La corona hace al emperador? 127
cuyo surgimiento coincidió con el inicio de los movimientos inde-
pendentistas. En el caso mexicano, se publicó la novela El periquillo
Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi12, en 1816, seis años
después de iniciarse las guerras de independencia y cinco años an
tes de que se consumara ésta. Las novelas publicadas tras esta fecha
proyectan, según Doris Sommers, historias ideales para así contri
buir a la formación del estado moderno: "Se pueden presentar —y
se presentarán— aquí demostraciones acerca de la coincidencia en
tre la fundación de las naciones modernas y la proyección de sus his
torias idealizadas por medio de la novela"''.
A continuación, resumiré cómo la novela decimonónica cum
plía con el propósito de imaginar la comunidad nacional.
En primer lugar, realiza una delimitación entre España y el fu
turo México en el nivel ideológico: critica el oscurantismo español
y desarrolla modelos de un México moderno, civilizado e ilustrado,
afirmando, de este modo, lo propio ante lo ajeno. En segundo lu
gar, explora la analogía establecida por la clase gobernante entre na
ción y familia, así como entre jefe de gobierno y padre de familia,
contrastando matrimonios ideales, castos y virtuosos, con parejas
frivolas, dionisíacas y desordenadas, llevadas por sentimientos ne
gativos. Se aventura a mostrar la convivencia armónica entre las dis-
ciedad urbana versus la sociedad rural". J. Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", ibid., p. 204. La traducción es de Guillermo Diez,
Véase también Leslie Fiedler, Love and Death in the American Novel (New York: Stein & Day, 1966); Simón During, "Literature-Nationalism's other? A Case for Revisión", en Homi K. Bhabha (ed.),ibid., pp. 138-153; Benedict Anderson, ibid.
12 José Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo Sarniento (México; Ale-xandro Valdés, 1816).
D. Sommers, ibid., p. 73.
UTE SEYDEL
128
tintas razas y los grupos sociales, así como a dar ejemplos de rela
ciones amorosas entre los diferentes sectores de la sociedad que an
teriormente se encontraban en conflictos bélicos. Además, la novela
del siglo XIX trata de colaborar en la empresa de echar un puente
entre la población rural y la urbana, entre los diversos grupos so
ciales y étnicos, a través de discursos pedagógicos y éticos. Estos
se dirigen en especial a las mujeres, como educadoras de los futu
ros ciudadanos y patriotas. La novela del siglo pasado presenta asi
mismo un cuadro de las costumbres, condiciones de vida y formas
de vestir de los dispares sectores de la sociedad. Por último, los per
sonajes ficticios proponen y discuten a lo largo de la novela los di
ferentes modelos de formación del estado-nación.
La corte de los ilusos como contradiscurso fundacional y nacional
Con la perspectiva de los años noventa del siglo XX, la novela de
Rosa Beltrán replantea de manera lúdica el problema de la cons
trucción y la invención de un estado-nación en el territorio de la an
tigua Nueva España. Se acerca con un tono irónico a un momento
clave en la historia de México: la transición de la colonia a Estado
independiente. Fue entonces cuando se decidió la forma de gobier
no y cuáles sectores de la población tendrían acceso al poder eco
nómico y político del país; al mismo tiempo se determinó el idioma
hegemónico. Lo difícil de la empresa de fundar una nación, sin que
fuera resultado ni de un desarrollo paulatino impulsado por gran
des sectores de la población ni de las condiciones socioeconómicas
del país, se pone de relieve desde el comienzo de la novela.
El texto de la escritora mexicana principia con un cuadro de la
ciudad de México bajo la mirada de madame Henriette, la costu
rera imperial: una ciudad enlodada, llena de charcos y con calles an-
¿La corona hace al emperador? 129
gostas "que se tuercen"14. En opinión de la francesa, es la capital
poco confiable de un país de caníbales. Luego de esta caracteriza
ción poco favorable del país anfitrión, se describen los preparati
vos para la ceremonia de coronación.
La élite política, por falta de formación y entrenamiento para la
tarea de gobernar al país, recurre a la imitación de modelos ajenos.
Para legitimarse, procede a copiar el imperio de Napoleón, un "ver
dadero imperio" (p. 14), como lo llamaría madame Henriette. La
élite busca afirmar su poder a través de la yuxtaposición y la acu
mulación de símbolos: la corona "con tres diademas y un remate
que emulaba el mundo y la cruz" (p. 46), el anillo, el águila impe
rial, el cetro y el manto imperial de terciopelo.
Irónicamente, a pesar de la minuciosa preparación de cada uno
de estos detalles que deberían de lucir en la ceremonia de corona
ción, tanto en la prueba del uniforme imperial como en el transcurso
y al final del evento solemne se acumulan los presagios del fracaso
que sufriría el imperio iturbidista. A continuación enumeraré algu
nos de estos presagios.
Al probar el uniforme confeccionado por Henriette, éste ame
naza con reventar si Iturbide no mantiene el vientre sumido, y la
costurera le advierte que no debería de inflar tanto el pecho (p. 15),
haciendo alusión a la soberbia del Dragón de Fierro, que al fin le
cuesta la vida15.
14 Rosa Beltrán, La corte de los ilusos (México: Planeta/Joaquín Mortiz, 1995), p. 9. A continuación, las citas tomadas de la novela de Rosa Beltrán se indicarán únicamente por medio de los números de las respectivas páginas.
15 Al confeccionar la mortaja, Henriette sentencia que la muerte de Iturbide se debe úfoisgras (p. 257), metáfora de la soberbia y la ambición desmesurada del emperador.
OTE SEYDEL
I 3 0
La ceremonia misma está colmada de incongruencias y de in
terpretaciones falsas de ciertas señas, de manera que la unción y la
bendición de la emperatriz se da casi accidentalmente. Los solda
dos interrumpen las canciones en alabanza al emperador, pidiendo
su sueldo, hecho que anticipa la futura desobediencia de los mili
tares ante las órdenes de Iturbide y la posterior conspiración en su
contra. Otro indicio de la fragilidad del imperio se da al terminar la
ceremonia. En ese momento advierte el obispo que la corona queda
ladeada en la cabeza del emperador y corre el riesgo de caerse (p.
55). Al salir de la iglesia, Ana María regresa a pie rumbo a pala
cio, mientras que su esposo cambia la ruta prevista del regreso para
pasar cabalgando por debajo del balcón de La Güera Rodríguez,
su amante. La pareja imperial, que según la concepción moral de
entonces debería comportarse de manera ejemplar, no actúa confor
me a las expectativas. Paradójicamente, el pueblo comenta con sor
na sólo "los malos pasos" (p. 56) de la emperatriz, refiriéndose al
traspié que dio, mientras que los malos pasos en lo moral, efectua
dos por su esposo infiel, apenas estrenado en su papel de padre de
la patria, no se critican.
Por todos los incidentes arriba mencionados, la ceremonia de
coronación no cumple con las exigencias mínimas de protocolo. Se
parece más bien a una obra de teatro que se estrena antes de haber
se ensayado lo suficiente, a una mascarada o bien a una "fiesta de
disfraces" (p. 16), donde Nicolasa, la hermana demente del empe
rador, desempeña el papel de "reina de carnaval" (p. 46). Los de
sajustes en el transcurso de la coronación indican a la vez que tanto
Iturbide como el Congreso carecen de experiencia para resolver los
problemas políticos, económicos y sociales del país. Su proyecto
imperial es un simulacro que maneja insignias y símbolos carentes
de significado. Rosa Beltrán revela por medio de la novela que es
¿La corona hace al emperador? 131
imposible inventar una nación basándose en la copia o imitación de
formas y modelos ajenos. Muestra, al mismo tiempo, la soberbia
de los gobernantes que pensaban que basta con manejar insignias
imperiales, con vestirse de acuerdo con los modelos monárquicos
europeos, para implantar un imperio. El resultado es un imperio
de "pacotilla" y de "huehuenche", que no tiene nada en común con
la fundación seria de un estado mexicano independiente.
Otra caracterización del imperio iturbidista la sugiere la con
traportada de la novela. Allí aparece la tabla de un juego llamado
"lotería imperial". Si la lotería es un juego de suerte y azar, pode
mos deducir que el imperio era un juego del mismo tipo. La corte
de Iturbide jugaba a que México era un país poderoso y lleno de ri
quezas, mientras que trescientos años de colonia habían sustraído
la mayor parte de las riquezas nacionales. Los miembros de la cor
te jugaban a ser soberanos, a llevar una vida de familia imperial en
el palacio, a sentirse responsables por el bien de la nación, mien
tras que se revela que cada uno de ellos estaba atrapado en su pro
pia verdad y realidad, impedido para ver la realidad del país. Esta
falta de seriedad se aprecia sobre todo en el comportamiento de
Iturbide. Su manera de actuar contrasta con los títulos "Altísimo"
y "Serenísimo" que utilizan sus seguidores para dirigirse a él. Ade
más, de acuerdo con el comentario de la costurera francesa frente
al cadáver de Iturbide, cuando éste se cansó de jugar, simplemente
abandonó el juego (p. 257), sin preocuparse más por sus hijos ni
por su pueblo. Con esta sentencia se alude al hecho de que el em
perador regresa del exilio a su patria sólo para ser ejecutado pocos
días después.
Si Iturbide engañó al pueblo con la implantación de un impe
rio que sólo aparentaba serlo, y si de esta manera daba "al pueblo
atole con el dedo" (p. 17), él mismo caerá víctima de otro engaño.
UTE SEYDEL
1 3 2
Estando en Inglaterra, recibe cartas que le prometen salvoconducto
al regresar a México, mientras que en realidad los militares ya te
nían ideado un plan para capturarlo y ejecutarlo en el momento en
que regresara a su país.
La costurera Henriette, por su función de empleada de la fami
lia Iturbide, es un personaje descentrado. Pese a ello, por el hecho
de provenir de una cultura de centro, se siente lo bastante legitima
da para recriminar al futuro emperador y comentar los aconteci
mientos. En apariencia sí está en favor de que el imperio mexicano
posterior a la Independencia se vea en la tradición autóctona y az
teca, proponiendo para la coronación unas túnicas con aplicacio
nes plumarias. En el fondo, sin embargo, su propuesta no se debe a
una admiración por lo autóctono sino al deseo de definir la cultura
mexicana como algo que no puede emparejarse con las grandes cul
turas europeas y mucho menos con la francesa, que, a sus ojos, es la
más grande, por haber vivido la Revolución Francesa:
Cuando se anunció que el Imperio era un hecho, Ana Ma
ría, la mujer del Dragón, dijo que había llegado el momento de
improvisar los trajes que iban a usarse en la coronación. La idea
parecía un escándalo a quien había seguido muy de cerca la his
toria de Bonaparte, su compatriota, pero una modista francesa no
se contrata para oírla externar sus opiniones de políticas. Por tan
to, puso manos a la obra y comenzó diseños de unas túnicas azte
cas con aplicaciones plumarias que habrían de usarse sobre batas
de algodón teñido con cochinilla [p. 11].
La novela ironiza tanto la soberbia de los europeos frente a una
cultura periférica como la actitud de la clase gobernante en las cul
turas periféricas, que en lugar de mostrarse orgullosa de su pasado
¿La corona hace al emperador?
133
se orienta por copias de culturas europeas. Tiene los ojos puestos en
lo ajeno y anhela ser lo otro, ya que lo considera superior a lo pro
pio, sintiéndose exiliada de las culturas del centro. Se critica de esta
manera la actitud sumisa de los integrantes de este grupo social ante
los europeos:
La insolencia del tono bastó para que la modista francesa
fuera contratada de inmediato. La mujer de don Joaquín aceptó
al instante, convencida de que la altanería y el acento francés eran
síntoma inequívoco de superioridad y experiencia [p. 9].
Conclusión
La novela de la narradora mexicana se inscribe en un discurso ini
ciado por las novelas del boom, el cual se caracteriza por su actitud
contestataria respecto al discurso nacional anterior y posterior a la
Revolución Mexicana. Las narraciones mexicanas delboom colabo
ran en la tarea de destejer la construcción de la nación y de mostrar
sus errores. En textos como El luto humano, de José Revueltas, Los
recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y'Pedro Páramo, de Juan Rul-
fo, se tematiza la desaparición y la muerte de comunidades imagi
narias, tomando pueblos aislados como metáforas de los sucesos a
nivel nacional. Ponen en ridículo los supuestos positivistas que par
tían de la idea de que el mundo se podía hacer y cambiar de acuer
do con ciertas reglas y de que los hombres, por sus conocimientos,
podían remediar todos los males y desperfectos. Al respecto, afir
ma Doris Sommers:
Aunque eran eclécticos, los positivistas tendían a favorecer la
analogía como discurso hegemónico para predecir y dirigir el ere-
UTE SEYDEL
•34
cimiento social. Ellos se convirtieron en los médicos que diagnos
ticaban las enfermedades sociales y prescribían los remedios. Con
esta autoridad, ellos escribieron o proyectaron lo que Foucault lla
maría "macrohistoria". Uno de los resultados fue que la historia
nacional se leía a menudo en Latinoamérica como si fuese la ine
vitable trama del desarrollo orgánico16.
Los narradores del boom revelaron el riesgo de la aplicación de
leyes naturales al contexto social, donde la política basada en el po
sitivismo produjo sólo simulacros. Relacionando el comentario de
Sommers con la trama de La corte de los ilusos, podemos concluir que
es imposible construir un imperio de la misma forma que se elabo
ra un guiso. Para esto último es suficiente mezclar los ingredientes
sugeridos en el recetario; en la construcción de una nación, por el
contrario, no basta con poner "manos a la obra"17: hace falta un pro
grama político coherente.
Es patente señalar que Rosa Beltrán parodia en La corte de los
ilusos el discurso pedagógico decimonónico mostrando que los mis
mos criollos no se atenían a las reglas de los manuales de conducta,
de los cuales aparecen fragmentos en algunos de los paratextos que
anteceden los distintos capítulos de la novela. El matrimonio impe
rial no representa una pareja ideal. Por el contrario, el emperador,
el "varón de Dios", falla como padre de familia, siempre ausente,
16 D. Sommers, ibid., p. 72. La traducción es mía. 1' Las oraciones que introducen el primer y el último capítulo de la novela
de Rosa Beltrán retoman el discurso positivista con las palabras: "Para hacer las cosas no hay más que hacerlas" (p. 9) y "Para hacer las cosas no hay más que poner manos a la obra" (p. 255). A la vez, se parodia el discurso positivista ya que en la novela forma parte de la idiosincrasia de una costurera y no de un filósofo o gobernante.
¿La corona hace al emperador? r35
así como en su papel de padre de la nación. Solamente deja al país
una numerosa prole, sin tener interés en la educación de sus hijos.
También Ana María falla como educadora, ya que asume una acti
tud de víctima y niña indefensa. Se muestra nerviosa, desamparada
y quejumbrosa ante todo lo que se le exige. Incapaz de resolver los
problemas de la vida diaria, su único refugio es la fe. Ninguno de
los otros integrantes de la corte es ejemplar, ya que Rafaela conspi
ra contra su primo y Nicolasa, loca y cleptómana, anhela un matri
monio con Santa Anna, a pesar de su traición a Iturbide, el hermano
de ella.
La novela se caracteriza por cierta arbitrariedad. Los dichos y
refranes que figuran como paratextos se contradicen con el conte
nido del capítulo siguiente, así que el lector no obtiene un mensaje
claro del narrador/narradora. No se pretende representar una au
toridad moral o narrativa, ya que ninguno de los sueños, ilusio
nes, verdades y realidades de los personajes parece superior a los
de los demás. Todos corren el peligro de ser engañados. Se cuestio
na de tal forma el concepto de héroe nacional, así como el deseo de
los hombres por el poder. Contrario a los supuestos del siglo XIX,
el texto de Rosa Beltrán revela que no existen los héroes. Ta novela
propone otra relación con el pasado. Le interesa el lado humano y
privado de los políticos y de sus familiares, arrojando luz también
sobre el papel de las mujeres, excluidas de la historiografía oficial.
Por último, es importante señalar que la escritora mexicana no
está interesada en la reconstrucción del pasado como fin en sí, sino
lf< La falta de autoridad y la resistencia a externar una verdad histórica se halla presente en numerosas novelas contemporáneas, comoLúmperica, de Díamela Eltit; Maldito amor, de Rosario Ferré; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, etc.
UTE SEYDEL
I 3 6
en ofrecer una lectura del pasado en términos del presente, ya que
siguen existiendo los problemas del pasado, como el desvío de los
caudales, los problemas de autonomía nacional, la diversidad racial
y las masas no representadas en los gobiernos, la identificación de
los intereses de la nación con aquellos de los grupos políticos en el
poder19. No se ha logrado incluir a gran parte de la población en los
programas educativos. El proyecto de homogeneización nacional
falló. La resistencia de los distintos grupos indígenas obliga hoy en
día al gobierno central a cuestionar ese proyecto y empezar a nego
ciar conceptos de autonomía que respeten la dignidad de los pue
blos indígenas, lo cual deja en entredicho los conceptos de nación
y nacionalismo existentes.
De esta manera, la novela se inscribe en la tradición de la narrativa de Augusto Roa Bastos (Yo, el Supremo) y Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca). Cf. Jean Franco, "Lhe Nation as Imaginad Community",/tó/, p. 208.
La urbanidad de Carreño
o la cuadratura del bien'
Gabriel Restrepo y Santiago Restrepo
El ilusorio encanto de la discreción
La nostalgia de los horizontes cerrados, amenazantes y, a la
vez, aseguradores, sigue todavía arraigada en nosotros como in
dividuos y como sociedad.
Gianni Vattimo, En torno a la postmodernidad
-La tarea que se abre ante el diagnóstico de Vattimo es clara: hay
que desenraizar tales nociones a lo largo del proceso histórico para
comprender sus motivaciones, manifestaciones específicas y efec
tos presentes.
Los manuales de urbanidad, en cuanto codificaciones del com
portamiento, constituyen parte esencial de lo que Elias (1994) lla
ma el proceso de civilización, y, en cualquier caso, de la genealogía de
Occidente. Fruto de dos tradiciones, una que predica universali
dad y transparencia, la de Erasmo, y otra elitista, con Della Casa y
Castiglioni (Elias, 1994: 121; Revel, 1989), los manuales adquirie-
1 Los autores agradecen en especial a Carlos Rincón, Jesús Martín Barbero, Fabio López de la Roche y Luz Gabriela Arango, organizadores del Seminario, y a la Universidad Nacional por el patrocinio de la investigación que se han propuesto realizar en un término de tres años.
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
138
ron desde entonces las más diversas formas, hasta conciliar en al
gunos casos dicha divulgación universal con el reconocimiento de
la distinción social (Revel, 1989).
Sin embargo, la sola predicación de una urbanidad, así sea con
pretensión universalista, supone la supresión de ciertas conductas.
El mismo Erasmo ya decía en su libro de 1530 De civilitate morum
puerilum: "Aunque el comportamiento externo procede de un ánimo
bien compuesto, suele suceder que a causa de la falta de instrucción
lamentemos la ausencia completa de esta gracia en hombres cultos
y honrados" (Elias, 1994: 101). Con esto se nos dice que hombres
poseedores de virtud moral pueden carecer de modales que sean
merecedores de aprecio. Erasmo supone así que la moral es previa
a las apariencias. Error común que olvida que la inculcación de los
valores se da gracias a las formas de comportamiento (Sponville,
1993), que también son el primer paso, bien sea vacío, de acuerdo
humano de intercambio de signos (Lucchesi-Belzane, 1993). Igual
mente, nos dice que, a pesar de ser cultos y honrados; debemos aco
gernos a unas normas diferentes de las que tenemos, que nos serán
dictadas por una autoridad superior.
El estudio del Manual de urbanidad de Carreño, de gran éxito
en Latinoamérica por mucho tiempo, pretende dar indicios del mo
do en que se manejan tales tendencias y descubrir, además, los tra
tos un tanto más sutiles que se proponen del individuo y la cultura.
Por ejemplo, dicho Manual, injerto de las dos tradiciones mencio
nadas, anuncia que la "urbanidad es una emanación de los deberes
morales" (Carreño, 1966: 33) y, a su vez, del orden divino (Carre
ño, 1966: 5, 11). La urbanidad se convierte en el referente univer
sal, pero terreno, de lo que es correcto. El hombre busca a toda costa
amoldarse a ella (Carreño, 1966: 42), pero luego, en sociedad, debe
tenerse "especial cuidado en estudiar siempre el carácter, los senti-
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien l 39
mientes, las inclinaciones y aun las debilidades y caprichos de los
círculos que frecuentamos, a fin de que podamos conocer de un mo
do inequívoco los medios que tenemos que emplear para que los de
más estén siempre satisfechos de nosotros" (Carreño, 1966: 42). De
igual forma, deben aplicarse rigurosamente modales preestableci
dos a espacios o situaciones donde la persona se encuentre, sean la
mesa, el baile, etc.
Así, el individuo debe, en primer lugar, luchar en su interior por
conciliar las normas absolutas con relación a espacios particulares.
Es el individuo quien sufre las modificaciones, abandonándose a sí
mismo, para adecuar la moral divina a los círculos sociales. También,
según Elias (1994), el sujeto termina en una lucha interna entre los
placenteros llamados del instinto y las prohibiciones que socialmen
te se le han inculcado, la cual es más desconcertante en cuanto que,
gracias a la autocoacción, no se la aprehende conscientemente. El
lenguaje de gestos, cuyas unidades, como en todo lenguaje, se tor
nan significativas en un contexto, se ve una y otra vez forzado a lo
que le impone la urbanidad, limitándose así la expresividad simbó
lica del individuo. Además, la exclusión o el rechazo de alguien por
sus modales, como refiere Revel de Dandin, personaje de Moliere,
"implica una destrucción del hombre íntimo (...) que termina no cre
yendo ya lo que ve, no sabiendo ya lo que dice, ni quién es" (Revel,
1989:200).
En cuanto a la cultura, como se ha dicho, se la considera como
única y, por lo tanto, con el derecho de discriminar, si no de elimi
nar, a las demás. Pero, además, la urbanidad entraña una noción de
cultura que impone su significado totalitario en su propio ámbito.
Se concibe como una emanación unidireccional de sentido.
El reconocimiento, en la práctica, de nuevas nociones de indivi
dualidad y cultura, que la teoría postmoderna ha elaborado, se abre
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
I 4 0
paso para comprender y sobre todo alentar una distensión de los
modelos de convivencia. Siguiendo a Nietzsche, cuando el orden
moral superior se viene abajo, el individuo debe abandonar lo que
éste le mandaba, reconociendo su identidad plural, flexible (Welsch,
1997: 43-47), pero asumiéndola responsablemente, de manera que
aleje las contradicciones a que estaba sujeto previamente. De igual
modo, al hablar de cultura debe hacerse énfasis no sólo en la plura
lidad, sino en su cualidad de ser ella misma diversa, en la medida
en que su sentido se construye continuamente desde los distintos es
pacios de interacción, sin dictarlo solamente ella.
Una alegre continuidad quiere remplazar aquellas discreciones.
Por ello, volviendo a Vattimo, "vivir en este mundo múltiple signifi
ca hacer experiencia de la libertad entendida como oscilación conti
nua entre pertenencia y desasimiento" (Vattimo, 1994).
De una urbanidad monofónica a una polifónica
Sólo la educación impone obligaciones a la voluntad. Estas
obligaciones son las que llamamos hábitos.
Simón Rodríguez
Hasta hace poco, el estudio de las urbanidades, y en general el de
la vida privada o semipública, pertenecía a lo que Umberto Eco
llamó géneros menores (1973), para significar un descuido de la crí
tica frente a temas de importancia social. Tal diferencia es en este
caso bien aguda, pues los tropos de las urbanidades han sido una
especie de lugar común en América Latina.
No sería de extrañar que la nueva sensibilidad frente a géneros
menores se haya debido a una nueva valoración del "género" o de la
' de la especie, es decir, a una nueva visión sobre los otros,
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien 141
los antes excluidos del discurso: las mujeres, los niños y los pobres,
aquellos quienes desde la Política de Aristóteles eran ponderados
como mera naturaleza susceptible de la doma por quienes eran de
positarios del saber miliciano y armado de lapolis.
Como sea, baste indicar que después del Catecismo de Astete,
que data de 1599 y que es acaso el mayor éxito editorial de Améri
ca Latina, con más de 600 ediciones (Ocampo, 1988), seguiría
quizás en orden de importancia editorial el Manual de urbanidad y
buenas maneras, de Manuel Antonio Carreño, publicado por prime
ra vez en 1853 por entregas. En Colombia hay más de 40 edicio
nes. En México otras tantas, amén de que su influencia fue notoria:
"Así, la estricta codificación de maneras y de pensamientos, elMa-
nual de Carreño, que se consulta crédulamente por cerca de seten
ta años: 1860-1930 aproximadamente" (Monsiváis, 1991, p. IX) .
Y queda por saber qué tanto se publicó el Manual en otros países.
Pero que era y es conocido en toda América Latina se deduce
por algunos datos. En Perú hay un grupo punk que se denomina
No Queremos a Carreño. En Chile, cuando alguien ha cometido
una falta de urbanidad, por benigna metonimia se dice que "se le
cayó el Carreño". Se trata de dos países en los cuales la aristocracia
tuvo notable peso histórico, pero otro tanto debió ocurrir en Boli
via o en Argentina, en Uruguay o en Paraguay.
La influencia del Manual de urbanidad'no es sólo decimonónica.
Aún sigue operando como una especie de control remoto en Co
lombia, no obstante lo caduco y risible de muchas normas. Basten
dos ejemplos. Primero, la discusión sobre la convivencia urbana,
liderada por un alcalde inspirado en teorías habermasianas y cons-
tructivistas de la educación, partió en muchos aspectos delManual
de Carreño. Segundo, no hace mucho, cuando una sala de la Corte
Constitucional quiso cerrar el debate sobre la inviolabilidad de la
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
I 4 2
correspondencia, en un juicio provocado por la intrusión de una cá
mara voyeurista que descifró un mensaje del abogado del presiden
te en el debate que ocurría en el Congreso, no halló mejor fórmula
que citar el canon de la urbanidad.
Pese a toda la nostalgia que mucha gente siente por dicho texto
(o témpora, o mores), incluso pese a la aversión por él, pocos saben
cuándo y quién lo escribió. Es el caso de auténticos fantasmas.
Para descifrar y conjurar tales esfinges, los investigadores de
ben partir de un análisis de su propia ambigüedad frente al autor y
al tema objeto de su indagación: un auténtico vértigo en el que, por
ende, hay tanto de atracción como de repulsión. ¿Por qué?
Entre las muchas funciones que cumple un tratado de urbani
dad, dos son para el caso relevantes y explican los motivos de sim
patía y de antipatía: la primera, morigerar la violencia, cobra sentido
cuando la escritura del Manual se sitúa en la perspectiva histórica
de América Latina: suavizar las costumbres debió ser heroico, dada
la remora más miliciana que militar, propia de la fundación de es
tados aún aleatorios.
Allí hay una dimensión cuasi religiosa de Carreño. No sólo por
que se trataba de religar lo disyunto por la guerra, sino porque ade
más era necesario oponer a lo negligente algo religente, si se permite
la expresión^: el sumo escrúpulo en la vida diaria constituye una es
fera de liturgia civil, que por lo demás se entiende bien cuando se
" El investigador colombiano Fernando Urbina ha indicado en comunicación personal que la acepción común de religión, religare, volver a unir, acaso no sea tan apropiada como otra, cuya fuente cree ver en Cicerón, que oponereligens, cuidado, a negligens, negligencia. Quizá se pueda conciliar lo anterior diciendo que la primera dimensión alude al mito y la segunda al rito, con lo cual sería permisible indicar que la religión es aquello que intenta en su mito logos volver a unir lo distinto, lo cual hace con el especial cuidado del rito.
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
143
toma en cuenta que Carreño pertenecía a la generación romántica,
desilusionada ya del proyecto bolivariano y escéptica respecto a una
existencia social asaltada por caudillos.
La convergencia en mentalidades con Domingo Faustino Sar
miento, Andrés Bello, José María Samper y otros es clara: aspira
ban a crear un orden civil fundamentado en la lengua, el derecho,
la religión, las bellas artes y el estudio de ciertos rasgos propios de
las nacionalidades. Querían una vida en calma y burguesa, no ase
diada por los sables, en que el amor romántico y la conversación de
sala y de sobremesa pudiesen discurrir apacibles. Quizás deba con
cederse que esta función discriminadora, latente en la urbanidad
(trato civil delicado contra barbaridad propia de milicias), fuese la
causa de que en Colombia se hayan apropiado tanto dicho modelo.
Allí cobran valor excepcional los datos de la genealogía de los
Carreño. El padre de Manuel Antonio fue teniente organista de la
catedral durante casi medio siglo y luego maestro de capilla, una ca
pilla especial, puesto que albergó en tertulias a don Simón Rodrí
guez, a Bello y al niño Bolívar, y allí fue donde se compuso con letra
del segundo la primera canción patriótica: "Caraqueños, otra épo
ca comienza".
Esta fascinante alianza de música, religión y patriotismo, se re
frenda cuando se sabe que Manuel Antonio compuso piezas para
piano y llevó a Nueva York a su hija, la luego célebre y cosmopoli
ta Teresita Carreño, para formarla como virtuosa de su Urbanidad
y como... virtuosa del piano (Pérez, 1988).
La sorpresa por esta doble urdimbre alcanza notas máximas
cuando una lectura de la célebre Paideia de Jaeger (1992: 163) re
vela que el concepto de armonía, de tan cardinal importancia en la
medicina, la astronomía y la política, fue una metáfora acarreada a
estos ámbitos por la música de los ritos órficos y pitagóricos.
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
I 4 4
Borges hizo suya una célebre expresión en la. Historia del tango:
"Si me dejan escribir las canciones de un pueblo, no importa quién
haga las leyes" (1974: 164). Una urbanidad tramada en una clave
musical explicaría por qué el tratado de Carreño se impuso sobre
muchísimos otros, y demostraría el peso de lo estético en las men
talidades o los imaginarios de América Latina, algo que el histo
riador Rafael María Baralt había advertido ya hacia 1841 cuando
afirmaba que la música "es afición y embeleso irresistible del vene
zolano" (1939: 453).
La segunda función delManual suscita antipatía: propone un sis
tema de clasificación, por tanto, de discriminación, que sustituía la
limpieza de sangre y los signos epidérmicos de discriminación ét
nica de la pirámide de castas, ya muy parda, por un comportamiento
que se pensaba universal, pero que era, por supuesto, eurocentrista.
Este giro taxonómico tiene por supuesto dimensiones progre
sistas, que la misma genealogía de los Carreño ilustra, puesto que
el iniciante de ella, el padre de Manuel Antonio, fue hijo expósito,
es decir, lo que de modo eufemístico se llamaba hijo natural.
También habrá que insistir en que, aunque escrita, la urbani
dad diseña un escenario que es ante todo guía para el ojo (la pose,
el traje, el modo), casi un guión cinematográfico, lo cual se aviene a
formas de socialización orales y visuales, puesto que las escrituras
(en su acepción notarial y bíblica) fueron un instrumento de expro
piación y de mando eclesiástico y civil, pero no medio privilegiado
de informar al pueblo sobre elsocius, algo que era enseñado o, me
jor, mostrado por la semántica de la arquitectura, los paramentos,
los caballos, los ritos, las fiestas, las comidas, los trajes y los modos.
En el fondo, la urbanidad trasluce una mirada estrábica, es
decir, bizca (versada o vuelta, según la etimología). El que puede
ser considerado como síndrome del estrabismo ha sido captado en Co-
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
M5
lombia por un excelente pintor, Camargo, quien quizás lo haya to
mado del célebre pasaje de la "Carta de Jamaica", de Bolívar: "No
somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legíti
mos propietarios del país y los usurpadores españoles". U n ojo mira
con envidia al europeo y otro con celo y recelo al de abajo, en una
reedición de la dialéctica del amo y del esclavo.
La clasificación forma una cuadratura del círculo de perfección,
el círculo escatológico y salvífico de los incluidos, mediante una
perfecta metáfora polisémica delbien, que aún hoy se rastrea en su
socioetimología cuando en retóricas de lugar común, expresadas en
momentos de riesgo, aparece la inevitable mención de... ¡los hom
bres de bien! En una democracia censataria, como la decimonónica,
sólo podían ser hombres públicos quienes poseyeran bien econó
mico... o pudieran adquirirlo por la educación. Al bien económico
y al bien político se añadían el bien social... buenos amigos, bien
casados... y los bienes culturales: bien hablar, bien vestir, bien apa
recer o lucir, es decir, todo aquello que corresponde al estilo de vida.
Si por la primera función la violencia había sido domesticada,
por la segunda reaparece bajo la forma de unzmirada cruel (Muñoz,
1994: 28), aquella que distingue entre cultos e incultos, civilizados
y bárbaros, educados y no educados. Tal mirada desde la altura...
acaso palacio, balcón, caballo u hombro... no es menos mágica que
la magia que el logos implícito condena, pues trasmuta una selección
social en una natural y empobrece cuando niega lo plausible de otra
cultura.
Este sustrato de la Urbanidad se ha proyectado, pese a todo men
tar democrático, como una sombra en el inconsciente colectivo o
en los imaginarios de larga duración, con mengua de la virtualidad
del proyecto democrático, y deja ver que las sociedades patricias o
señoriales no han finiquitado, pese a todo.
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
146
Aquí la investigación tiende con picardía el ojo a los reversos de
las urbanidades, para indagar en las inimaginables formas de resis
tencia, las insuficiencias de todo orden fundado en un mando arbi
trario. Gratísimo festín intelectual puede esperarse de entrever tras
el cosmos, el caos; tras el orden normativo, la anomia; tras la regla,
su excepción; tras la solemnidad, la risa.
Apenas tenues celosías mentales separarán, por ejemplo, la con
tradanza y el fandango; el baile suelto y el baile amarrado; la so
lemnidad de las fiestas patrias y el carnaval; el ritual burocrático y
el relajo; la dicción académica y el lenguaje de Cantinflas; la for
malidad del niño y las travesuras del Chavo del Ocho.
¿Habría que decir que el pueblo hahibridado con inimaginable
sazón la mimesis de la mimesis de sus distintos amos con su propia
inventiva? ¿Acaso cabría pensar que el mayor demiurgo de su relati
va emancipación ha sido la revolución telemática? ¿Que el pueblo ha
sido sabio en su paciencia porque ha ejercido una contraseducción
más efectiva que la seducción un tanto oficiosa y no pocas veces sá
dica que se ofrece desde aquella pirámide dentro de la pirámide que
compone la cuadratura del bien?
En cualquier caso, una secreta astucia del ser latinoamericano in
dicaría que su salvación, si es que hay algún mesianismo sin Mesías,
se cifraría en una clave estética: acaso una nueva urbanidad deba am
pliar los tonos y reconciliar la clave bien temperada con no pocas di
sonancias y hallar en éstas la escala a la polifonía que se intuye. Así
lo señala también otra dimensión esencial de los latinoamericanos,
a veces tan menospreciada: la religiosa. Con gran sentido ecuméni
co, se ha inventado aquí una teología libertaria que podrá aliarse a
otras de distintas vertientes: piénsese en Levinas, por ejemplo, con
su "hallar la teofanía en el rostro del otro" (1987), o en la misma
teología negativa que produce tanta fascinación a la teoría decons-
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
•47
tructiva, o en las religiosidades orientales o, por fin, en las mismas
religiosidades de las comunidades indígenas que en su eclosión re
velan sendas posibles hacia una hospitalidad cosmopolita y, quizás,
simpática y parasimpática. Acaso para ello se requiera más que un
ascenso, un descenso a los infiernos, como el que cumplió Orfeo.
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GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
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La cultura somática de la modernidad:
historia y antropología del cuerpo en Colombia
Zandra Pedraza Gómez
El saber del cuerpo
¿vjué provecho se saca al habilitar el sustrato material de la vida
humana como recurso para los estudios culturales? Haciendo a un
lado el hecho de que cualquier tema puede ser provisto de los atri
butos necesarios para ser fuente de elucubraciones, cabe cuestionar
las ventajas de sustraerse a los marcos disciplinarios tradicionales
para problematizar el cuerpo, tema que se precia de ser terreno privi
legiado para la transdisciplinariedad. El asunto amerita alguna aten
ción, dado el camino que suele tomar la apropiación y canonización
por parte de los saberes y las academias de asuntos más o menos no
vedosos que ofrecen perspectivas remozadas para las disciplinas hu
manas y sociales. Así, hay ya un esfuerzo notable por sistematizar
y producir una sociología del cuerpo (Falk, 1994; Turner, 1992; Fea-
therstonetía/., 1991; Frank, 1991; Lash, 1990; Berthelot, 1986),
encaminada a elaborar una teoría fundada en la proliferación de sín
tomas corporales que han trastocado el paisaje postindustrial en las
últimas cuatro décadas. Cimentada ante todo en las diversos estu
dios y propuestas de Foucault, la sociología anglosajona propugna
por un ordenamiento de los estudios somáticos siguiendo las hue
llas que los saberes trazan en el cuerpo. En esa taxonomía sobresa
len la sociología médica, con exponentes ya clásicos como Illich
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I 5 0
(1976), O'Neille (1985) y B. S. Turner (1992), y la sociología del
consumo, que sigue en buena parte la visión de Baudrillard (1970),
según la cual la condición de objeto de consumo del cuerpo surge
de su reducción a valor de uso y de cambio, y a la pérdida de todo
valor simbólico que lo convierte en mero signo intercambiable. Los
enfoques sobre sexualidad y reproducción insisten, al igual que la
sociología médica, en la acción represiva que el saber y el poder de
las ciencias médicas y la sexología ejercen sobre el cuerpo y, como
señala una rama especializada en esta área, sobre la definición de
géneros, más concretamente, sobre el ejercicio de constricción del
cuerpo femenino (Laqueur, 1986; O'Neille, 1985; Shorter, 1982).
Junto a las perspectivas médica, sexológica y económica, prospera
la tendencia comunicativa: allí repunta el cuerpo sensitivo, hablan
te y expresivo (Frank, 1991; Feher, 1989; Gay, 1984; Starobinski,
1983), y se pasa a considerar el cuerpo en el acto de sentir, expre
sarse y formular contenidos semánticos que trascienden el ejerci
cio del poder.
En principio nada hay que objetar a estas divisiones, siempre y
cuando se recuerde que sus propuestas e inquietudes más sobresa
lientes son en sí mismas producto de la historicidad del fenómeno
corporal en Occidente y, muy particularmente, en el mundo post
industrial. La incipiente sociología del cuerpo constata que la re
levancia temática del cuerpo proviene de ser éste o, para ser más
precisos, lo que se ha dado en llamar corporalidad o corporeidad, un
aspecto antropológico universal sustentado tanto en el carácter ex
céntrico de la condición humana (Plessner, 1981) como en su esta
do inacabado (Gehlen, 1940). Este fundamento resulta ventajoso
por cuanto alienta los esfuerzos por superar a través de estudios so
bre el cuerpo la clásica oposición epistemológica entre naturaleza y
cultura.
La cultura somática de la modernidad
' 5 1
La aceptación de que se trata de un fenómeno histórico ha es
timulado otros esfuerzos en los estudios sobre el cuerpo, cuya de
clinación de los metarrelatos ha sido enfatizada mediante estudios
minimalistas e interpretativos (Falk, 1994) que destacan el carác
ter empírico e histórico-antropológico de las concepciones sobre el
cuerpo. Se reconoce de ese modo que el actual interés por las expre
siones y los enfoques corporales proviene en buena medida de la agu
zada sensibilidad somática occidental, pero también que, fuera de
los fenómenos epicéntricos contemporáneos, las representaciones
del cuerpo se distancian de los afanes médicos, sexuales, disciplina
rios y consumentes. Así lo ilustran los estudios etnológicos, de histo
ria de las mentalidades y de la antropología histórica, en donde se
hace evidente que no toda condición corporal puede ni debe ser in
terpretada a la luz de los aparatos de poder y disciplinamiento, sino
también, tal la propuesta de Bourdieu (1977), bajo la perspectiva
de la práctica social en la que cabe escudriñar trayectorias, confor
mación de hábitos y órdenes sociales o, siguiendo a Mary Douglas
(1973), medios de expresión, categorías de experiencia social y for
mas de representación de diversa índole, o también desarrollos es
pecíficos de las aptitudes corporales, sean éstas físicas o sensoriales,
disponiendo de manera diferencial las experiencias y los recursos
interpretativos.
Así, pues, parece conveniente guardarse del prurito de formu
lar un saber del cuerpo, y dejar que sean las propias representacio
nes somáticas y las formas de construir el cuerpo las que brinden los
principios para la comprensión, el análisis y la conceptualización de
fenómenos somáticos allí donde no todas las dinámicas coinciden
con las epicéntricas. Resulta quizás más saludable referirse a pos
tulados bastante generales que puedan orientar múltiples procedi
mientos metodológicos.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
152
La comprensión antropológica del cuerpo varía según se lo per
ciba socialmente, lo que hace de él una construcción cultural que re
suelve de manera particular la paradoja de la excentricidad de la
condición humana. Dos formulaciones son básicas a este respecto:
—En tanto construcción social, el cuerpo guía la percepción que
se tiene de él como entidad física. La otra cara de la misma mone
da recuerda que la percepción física del cuerpo —sustentada en ca
tegorías sociales— manifiesta una concepción determinada de la
sociedad.
—Por su condición perceptible, es decir, porque posee lo que
Douglas denomina entidad física, el cuerpo produce una impresión
compuesta por el cuerpo físico y la forma que adquieren sus diver
sas manifestaciones. Se tiende a pensar que es un aspecto práctica
mente inmodificable de la persona que revela su ser profundo, su
"verdadera naturaleza", esencia que se contrasta de modo perma
nente con la percepción social tenida por la más adecuada. No obs
tante, esta naturalidad se consigue tras múltiples inversiones (recibe
una investidura y se invierte en él: Bourdieu, 1977) y a ellas nos re
feriremos a continuación, esbozando las pautas metodológicas que
han surgido al indagar sobre las imágenes corporales de la moder
nidad colombiana.
Representaciones somáticas: discursos e ideales
Precisamente, de la incuestionable excentricidad de la condición
humana que denuncia el cuerpo proviene la pregunta acerca de la
condición de éste y la forma de aprehenderla. Exceptuando los es
tudios etnológicos basados en la observación de prácticas somáti
cas, la casi totalidad de las investigaciones en este terreno se apoya
en representaciones del cuerpo, en su mayoría en textos y, en me-
La cultura somática de la modernidad 1 53
ñor número, en imágenes icónicas. Puesto que al recurrir a éstas no
se renuncia al uso de textos para ampliar y enriquecer el marco in
terpretativo, nos encontramos con que el análisis de discursos es la
forma privilegiada de acercamiento al cuerpo. Y ello no obstante el
hecho de que su entidad física y su carácter vivencial sean sus ras
gos apodícticos.
El estar abocados al uso y análisis de discursos supone que una
vez traspasado el límite de la experiencia individual sólo es posible
hablar del cuerpo. La vivencia del mismo no trasciende la intimi
dad individual, que algunas artes, como la danza, pueden transmi
tir pero que, a su turno, sólo pueden ser recompuestas, más allá del
plano individual, en el lenguaje. Incluso, el esfuerzo por transmi
tir las experiencias corporales y captarlas también como vivencias
está constreñido por códigos históricos y culturales que se nos re
velan infranqueables ante espectáculos cuyo sentido se nos escapa.
Tal es el caso de los bailes propios de culturas distantes, y de los que
sólo nos queda rescatar su carácter ritual, festivo o estético, por
ejemplo, pero que no podemos recrear corporalmente por falta de
los códigos cinéticos y la sensibilidad apropiados, los cuales, even-
tualmente, tendríamos que proceder a aprender.
Acercarse al cuerpo observando y registrando prácticas somáti
cas o técnicas corporales remite a su vez a formas de representación,
es decir, al intento de reconstruir mediante la mirada y el texto et
nográficos el sentido que las interprete con justicia. El recurso de
indagar por la percepción corporal de un individuo nos conduce re-
novadamente al discurso compuesto por las representaciones que
dotan de sentido la noción y percepción que él mismo elabora de su
cuerpo y expresa verbalmente, como ocurre en el vasto terreno de las
terapias corporales, la psicología y el psicoanálisis, ante todo pro
ductoras de discursos.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
• 5 4
Es probable que sea ésta la principal paradoja que interpone el
estudio del cuerpo, originada por la imposibilidad de hacerlo algo
menos propenso a la subjetividad e historicidad. Lo que se diga,
piense y sienta respecto del cuerpo parece irremediablemente ata
do a la representación elaborada sobre él, y de la cual él mismo es
producto. Desde este punto de vista, acercarse al cuerpo con ayu
da de representaciones ofrece la única perspectiva viable, pues los
acercamientos interesados en captar prácticas y hábitos en sus cua
lidades puramente físicas y sensibles, sin apelar a los componentes
discursivos que los constituyen, nos desvían con mayor fuerza ha
cia elucubraciones propias de las ciencias y disciplinas interpreta
tivas. Es igualmente sabido que plantear la posibilidad de conocer
el cuerpo como hecho biológico o físico es una pretensión infruc
tuosa y en sí misma un hecho histórico junto con todo cuanto las
ciencias somáticas nos relatan. Así, pues, formamos, percibimos,
entendemos y expresamos el cuerpo a través de discursos, la forma
de organización semántica más socorrida, a mitad de camino entre
las construcciones de la lógica y las de la ficción.
El acercamiento por el que optamos atiende con una mirada
histórico-antropológica a las particularidades del fenómeno de las
figuraciones corporales en los discursos de la modernidad colom
biana, que pueden distinguirse con alguna claridad desde la segun
da mitad del siglo XIX. Nuestro propósito es dilucidar cómo ha sido
entendido e imaginado el cuerpo, qué alcances y necesidades se le
han atribuido y cómo se concibe la posibilidad de crearlo o trans
formarlo, y con él al ser humano. En lo que sigue, abordaremos los
aspectos metodológicos de esta tarea señalando los diversos géne
ros analíticos intercalados en los discursos sobre el cuerpo, con al
gunos temas que definen la visión antropológica de la modernidad.
Sólo como esfuerzo incipiente cabe designar el propósito de men-
La cultura somática de la modernidad
i 55
cionar aquí la forma general de este conjunto de discursos sobre el
cuerpo imaginado, a saber, la relación entre el cuerpo físico y aquel
construido discursivamente, de cuyo entramado brotan los órde
nes simbólicos y sociales, y que parece ajustarse a la forma alegórica.
Lo que hemos encontrado al examinar la historia del cuerpo en
el último siglo es la coexistencia y el surgimiento de diversos dis
cursos somáticos. Unos caben bajo las designaciones de los saberes
científicos, como ocurre con la higiene, la nutrición, la medicina y
el deporte; otros corresponden a disciplinas que reclaman cierto gra
do de formalización, como la pedagogía y, dentro de ella, la educa
ción física. Otros discursos, finalmente, no reclaman ningún estatus
académico ni científico y han proliferado a la par con los anteriores,
a veces en simbiosis con ellos: así ocurre con los de la urbanidad, la
estética corporal, la caligenia y la sensibilidad.
El denominador común de dichos discursos, más allá de su in
terés por el cuerpo, es la pretensión de formar por su intermedio al
ser humano dentro de ideales concretos que vienen a dar contorno
a la concepción local de la modernidad y a la manera de realizarla.
Esta acotación es importante porque es precisamente este rasgo el
que los incita a traspasar los límites de su especialidad y ser muy
propensos a divagar sobre asuntos ajenos a su fuero, constituyen
do, más que saberes, discursos. De los discursos locales que se han
ocupado del cuerpo cabe destacar varios aspectos.
Como quedó dicho, se trata, en principio, de incluir el cuerpo
de modo directo y activo en la formación del individuo. Esto sig
nifica no solamente recurrir a su educación mediante prácticas bas
tante precisas, sino, sobre todo, confiar en conseguir a través de tales
ejercicios una transformación personal y nacional. Este poder atri
buido al cuerpo es uno de los componentes destacados de la ima
ginación moderna.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
La urbanidad marca con la mayor claridad los intentos por cons
truir un orden señorial republicano, su desvanecimiento y el paso
hacia una imaginación burguesa moderna en un ámbito discursivo
más vasto incluso que el de la salud. La civilidad contiene una vi
sión total del ser humano concebido en detalle, tanto en su consti
tución moral como en su apariencia física, en sus movimientos y su
comportamiento social, e intenta, a partir de éste, una valoración del
ser humano, las sociedades y la historia. El discurso de la civilidad
amalgama la vida individual y la social y preconiza una ética de su
funcionamiento cimentada en el poder de los hábitos que incorpo
ra en el individuo. La urbanidad es, sin duda, la primera gran ela
boración simbólica occidental en torno al comportamiento y al
lenguaje corporal, y su recepción en Latinoamérica fue prolija por
parte de letrados que, atentos a su minuciosa gramática corporal,
destacaron las aptitudes retóricas de la urbanidad hasta hacer de ella
una expresión virtuosa. A través de los recursos de que dispone la
urbanidad, se trató de rescatar y reforzar los vínculos con la tradi
ción hispánica y elaborar una visión histórica conjunta que garan
tizara la comunicación del mundo hispanohablante y favoreciera el
connubio de principios estéticos y morales (luchar contra lo vulgar,
lo extranjerizante, la amenaza de una burguesía naciente y el ascen
so social), al tiempo que se contrariaban los principios de una ver
dadera vida ciudadana. Siempre atenta a diseñar mecanismos de
distinción que conjuren las intenciones democratizantes, se desti
ñen con el nuevo siglo sus acciones sobre la intimidad y la subjeti
vidad como pilares morales que reposan en el control individual
sobre las pasiones, para dar vida a la forma exterior, el signo, la
conveniencia, la estilización de la vida. La cortesía moderna reco
noce una brecha infranqueable entre el cuerpo y el alma, y renuncia
a doblegar moralmente al primero para confiar en el discernimien-
La cultura somática de la modernidad
'57
to como principal instrumento de autoformación. De ello resulta
que cada individuo se hace por su comportamiento, no por su con
dición social, digno de un trato que denuncia el grado en que él
mismo se cultiva. Mientras que la urbanidad señorial se fundó en
virtudes cristianas para darle apariencia democrática a un sistema
de distinciones basado antaño en posesiones y títulos nobiliarios, en
su versión moderna perdió dicho fundamento moral y debilitó su fe
en la formación de hábitos para fortalecer componentes pragmáti
cos y utilitaristas enfilados más bien a metas cívico-comunicativas.
La higiene y la salud apuntan a las posibilidades del cuerpo como
ente biológico, en su superficie y en su fisiología. A medida que se
afianzan las ciencias médicas, la sociedad pierde su competencia co
lectiva para la producción de discursos somáticos coherentes y, jun
to al control, la traspasa a los especialistas. El énfasis de tal visión
recae sobre el habitus individual, las prácticas y los beneficios que
ellos reportan, abstracción hecha del entorno social: la sociedad que
imagina el discurso salubre es resultado de la suma de las conduc
tas individuales. El legado fundamental del discurso higiénico es
haber incorporado el cuerpo al desarrollo de una subjetividad mo
derna en que toda forma de progreso pasa necesariamente por la
crítica y transformación corporal. Su preocupación central es dis
minuir y neutralizar los riesgos, y la energía es su objetivo: liberarla,
multiplicarla, ordenarla e incorporarla a la producción y, al hacer
lo, crear el placer de la salud y el bienestar, sensaciones ambas que
las disciplinas aliadas enseñan a percibir y disfrutar. La visión an
tropológica de la higiene supone un individuo necesitado de culti
vo somático, cultivo que se lleva a cabo en un cuerpo liberado por el
discurso científico de toda carga representativa, y transformado en
pura materia biológica obediente a leyes fisiológicas para ser imbui
do del imperativo individual de la salud. A pesar de ser definitivo
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
1 58
para la concreción de un cuerpo moderno, el discurso nacional de la
salud ha hecho el menor aporte para que se constituya y afirme una
semántica somática que refuerce y enriquezca la tradición cultural
del cuerpo.
Mientras que la higiene se ocupó de organizar la actividad del
organismo, la cultura física se propuso la coordinación del movi
miento externo. Aun siendo vastago de la higiene, presenta un es
cenario rico en sentidos acumulados por el cuerpo moderno. De un
interés inicial por el fortalecimiento de los músculos —los cuales de
bían actuar a guisa de coraza contra las enfermedades, la debilidad
y la actitud melancólica, a la vez que adaptarse a la vida urbana—,
se pasó a desentrañar técnicas para generar, canalizar y emplear la
energía. Declinaron, pues, los deportes señoriales —equitación, pa
seos y baile— para dar aliento a la precisión, la velocidad y la segu
ridad de la calistenia, la gimnasia rítmica, los deportes y el atletismo,
nuevas modalidades que incidirían en el perfeccionamiento del ser
humano estimulando su energía vital, educando la inteligencia, con
trolando el tiempo y los nervios. La gimnasia, más apropiada para
trabajadores, mujeres y niños, debía ejercitar en los principios del
ritmo, la regularidad, la rutina y la precisión. A su turno, los depor
tes actúan sobre una energía móvil, la cual emana de las élites y de
be ser el motor del progreso. Su rendimiento también se traduce en
tiempo, pero no en la repetición ni en la unidimensionalidad, sino
en la eficacia, la agilidad, la osadía y la capacidad de acción.
A partir de los años cuarenta se suma la tensión, una forma re
concentrada de energía, patente en los movimientos intensos que
despilfarran vigor y conmueven el cuerpo. Así se afecta la percep
ción sensorial y se desemboca en el fortalecimiento de las sensacio
nes, tenidas por necesarias para alcanzar un verdadero equilibrio y
un estado integral. Los beneficios de la actividad corporal ya no se
La cultura somática de la modernidad
'59
traducen en orden y carácter; ahora son el placer, el uso del tiempo
libre y la salud, siempre en primer plano. La doma de las energías
físicas recalcó siempre el desarrollo integral orientado a la plenitud,
con lo que se pasa del cuidado higiénico a la atención pedagógica y,
finalmente, a la estética. El cuerpo pierde su esencia rebelde, con
denada a ser doblegada por el castigo y la soberanía espiritual, y se
convierte en un componente urgido de educación para el desempe
ño de su papel ontológico de complemento totalizador. Por último,
en lucha contra los elementos agonales y propiciando una redistri
bución de la energía dentro del cuerpo con miras a orientarla hacia
la mente y producir un efecto intenso en el interior de la persona,
se desarrollaron técnicas corporales que sensibilizan frente a la ver
dad que porta el cuerpo. Sólo así, restaurándole su sensibilidad y
su sabiduría innatas, y dándole posibilidades de expresión, puede
el cuerpo contemporáneo brindar equilibrio y sentido total a la exis
tencia humana.
Las discursos hiperestésicos reúnen variedades engañosamente
inconexas, como la pedagogía, las prácticas caligénicas y las sensi
tivas. Su parentesco proviene del hecho de ocupar una dimensión
distinta de la naturaleza sólida y física del cuerpo con prácticas que
trascienden lo material y administran y dotan de sentido las propie
dades emocionales que se originan en el cuerpo. Su objetivo es es
tablecer contacto inmediato entre las acciones corporales externas
y sus representaciones, sean éstas emociones, inteligencia, senti
mientos, ideas o pasiones, por medio de interpretaciones sensibles
de las percepciones sensoriales. Estas estesias son representaciones
organizadas a partir de sensaciones fisiológicas, pero su verdadero
alcance está contenido en sus dimensiones histórico-antropológi-
cas. Los discursos que se ocupan de ellas no buscan acallar pasio
nes; al contrario, se afanan por inflamarlas y perfilarlas, valorarlas
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I OO
y darles un sentido y, por cuanto el resultado han sido complejas
construcciones semánticas y sensibles, devienen hiperestesias.
El delirio por el saber a través de la educación de los sentidos,
que en la práctica dio al traste con la querella en contra del sensua
lismo, no perseguía en sus albores una intensidad exacerbada de las
sensaciones. En primera instancia, se quería controlar lo que obs
truyera el ascenso de la razón. En este empeño se le reconoció un
inmenso poder al cuerpo, y los esfuerzos se centraron en diseñar
estrategias para emplearlo y atajar sus inclinaciones, en vez de con
fiar en la soberanía moral. Fue así como, tal vez a pesar de las in
tenciones de los promotores de novedosos sistemas pedagógicos,
se coló la tendencia a ahondar en todas las posibilidades de explo
ración sensorial y a sustituir los juicios morales por aquellos de na
turaleza sinestésica. A la pedagogía le cabe entonces el interés por
determinar las capacidades de los sentidos externos y por asignar
les unos rasgos y posibilidades de percepción. Su campo de acción
se sitúa dentro del conocimiento; su cosecha se destina a alimentar
la razón y a dotar el pensamiento lógico de claridad y distinción, y
puesto que la depuración de los sentidos también serviría para apre
hender la verdad del entorno, sobrevino el furor por el conocimien
to objetivo.
El regodeo de los sentidos consintió otras avenencias: la infla
ción simbólica del cuerpo por parte de la higiene y la cultura física
alentó, acaso también a su pesar, el cultivo de la belleza física. Sin
ser una inclinación novedosa, mostró perfiles originales, conside
rando el desplazamiento de las cualidades estrictamente físicas al
primer plano y que se impuso una concertación distinta de los ras
gos propios de la belleza, su origen, su cuidado, sus atribuciones y
su ascendiente. La definición de la belleza se empapó de sensoria-
lidad, le dio otro sentido a las virtudes del alma, sumó a la percep-
La cultura somática de la modernidad 161
ción visual el tacto y el olfato, y evocó el gusto y el deleite que des
pierta la estética amasada sobre la superficie de la piel con el placer
causado por la armonía de colores y texturas, sonidos y aromas,
formas y consistencias.
Por último, la incesante agitación de los sentidos introdujo otra
forma de hiperestesia, más íntima y profunda, la sensitividad, que
sugiere la capacidad de sentir y el refinamiento de las percepciones
sensoriales. Esta inclinación se alimenta de sutilezas: una atmósfe
ra determinada, matices olfativos, caprichos del gusto, anhelo de
sensaciones intensas, instantes extáticos, minúsculas y casi imper
ceptibles conmociones, arrebatos y espasmos sensoriales a partir de
los cuales se elaboran estilos de vida que estetizan y estesian al indi
viduo y su entorno. Esta sensitividad se regocija exponiéndose a lo
que conmueve los sentidos internos y externos; en ella convergen
lo corporal y el mundo corporalmente perceptible con las interpre
taciones estésicas, la experiencia de sentir corporalmente la vida y la
certeza de que el bienestar consiste en buena parte en preparar y
perfeccionar la capacidad sensorial —en educar los sentidos— a fin
de captar mayor cantidad de estímulos, diferenciarlos en sus más
detalladas minucias, hacerlo con la mayor intensidad que nos sea
dado experimentar, la autocomplacencia en la sensitividad, la en
trega total a ese mundo interno... el cuerpo moderno se explaya a
gusto en estas dimensiones.
Al buscar correspondencias entre discursos e intenciones, po
dría afirmarse de los motivos de la urbanidad señorial, por ejem
plo, que conforman un discurso predominantemente represivo,
cuya finalidad sería inscribir en el cuerpo mecanismos de control
como los entiende Foucault en su visión panóptica, y sería también
propia del siglo XIX en Colombia, al menos en lo que hace a los in
tentos de la civilidad, tal como se los conoce desde iniciado el pro-
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I Ó 2
ceso de civilización occidental. Pero tanto éste como el discurso mé
dico, tan acusado de represión, cuando debería ser enjuiciado por
falta de imaginación y pobreza semántica, han sido grandes promo
tores de las hiperestesias y la aguda subjetividad modernas. Y lo
mismo vale decir de todas las modalidades de la cultura física, que
si bien han promovido el rendimiento, el cuerpo-máquina, la ciné
tica fabril, etc., hasta alcanzar la deshumanización de los deportes
de alto rendimiento, propician el autoconocimiento, el perfecciona
miento y la agudización sensoriales, al igual que el placer de sentir
el cuerpo y expresarse con él sin más normas que el propio deseo y
las capacidades particulares. Tal vez podría verse aquí, de manera
paradójica, un componente contestatario de primera línea en nues
tra sociedad: negarse a la pobreza sensorial y al desgreño estético
de nuestro entorno —al reducido estímulo sensitivo que hay en las
ciudades, a la imposibilidad práctica de vivir la individualidad en
medio del caos a que se someten los sentidos— puede hacer que la
acentuada hiperestesia a que nos han conducido los discursos so
máticos sirva para restaurar el lazo con las condiciones sociales que
desgastan nuestra refinada sensitividad, lazo roto por el intento de
hacer del cuerpo un mecanismo fisiológico capaz de comportamien
tos éticos.
Ahora bien, ¿cómo se relaciona el papel destacado que se asig
na al cuerpo con los ideales propios de la modernidad? Sobresale a
lo largo del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX la for
mación del ciudadano, objeto de las prácticas impulsadas por los dis
cursos somáticos. Ser ciudadano entraña un comportamiento ético
cuya práctica revela el ejercicio de virtudes católicas y señoriales, es
decir, cumplir un código gramatical que la urbanidad refleja a ca-
balidad y la higiene y la cultura física complementan con ejercicios
que satisfacen el deber de un cuerpo sano, y de velar por su capaci-
La cultura somática de la modernidad
163
dad productiva y sensitiva. Más adelante, el burgués desarrolla su
cuerpo conforme a una combinación de fórmulas estéticas, discipli
narias y de generación y flujo energético.
El ciudadano es el verdadero gestor de la nación y la nación
equivale a la civilización, esto es, a una historia anclada en la hispa
nidad y el catolicismo. La civilización imaginada durante el primer
período de la modernidad es la lucha por conjurar la barbarie: de
generación racial, abotagamiento de los sentidos, falta de claridad
en el entorno, cuerpos ineficaces, torpes, antiestéticos e inmunes a
la belleza. Los cuerpos mismos han de ser garantes de una forma
ción social respetuosa de las diferencias construidas y conservadas
gracias a órdenes que disponen usos del cuerpo y formas estéticas.
La gran visión de orden que invoca nuestra noción de moder
nidad es la de una disposición confiable de jerarquías, distribución
del tiempo y uso del espacio. Su fundamento está en el control ejer
cido sobre el cuerpo: orden de las pasiones, de la dieta, del dormir
y trabajar, de los objetos, del vestir y ejercitarse y de las relaciones,
hábitos todos inalterables y sólidos que impidan el trastorno en el
uso del tiempo, de los ámbitos, de las funciones y deberes de hom
bres y mujeres, niños y adultos, sirvientes y señores, subalternos y
superiores, gobernantes y gobernados.
Con orden, hay progreso, verdadero indicador del éxito en la
formación del ciudadano. El progreso es una dinámica, un movi
miento ordenado, racional y constante, cuyo móvil es lo inalcanza
ble: la perfección. Como categoría cuantificable, el progreso es más
salud, más longevidad, más trabajo, más rendimiento, más veloci
dad, mayores intensidad, luz, claridad, armonía cromática, ligere
za, amplitud y riqueza. Eso es, en pocas palabras, lo que llamamos
bienestar, "la actividad humana dirigida a la civilización" {Cromos,
218:4, 1920).
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I 64
Hay también los idealesestésieos. YXdeseo es sin duda un aliciente
muy caro a la imaginación moderna: encauzarlo sin sofocarlo es una
meta perseguida por el anhelo de ordenar la experiencia del cuerpo.
Controlar la sensualidad asegura la producción; definir la femini
dad asegura la masculinidad; constreñir a los jóvenes asegura la ju
ventud. El erotismo, las mujeres y los jóvenes son tema recurrente
de los discursos modernos: caligenia, pedagogía, medicina, psico
análisis o sexología.
La inmanencia que acusa el cuerpo moderno, la pérdida de tras
cendencia del alma, se ven recompensadas por la felicidad, motivo
último del cuerpo moderno. En forma de placer y autorrealización,
la felicidad a la que aspira la educación somática es de índole hiper-
estésica, y en buena medida reemplaza el objetivo del progreso. La
felicidad es la sensación de explorar la sensibilidad, vencer el tiem
po y encontrar la verdad. En esta empresa las experiencias hiperes-
tésicas resultan vitales: rompiendo las imposiciones de principios
formales sobre la experiencia del cuerpo para hacer que ésta gene
re el orden social, se hace del capital estésico una categoría antropo
lógica central.
El cuerpo en los discursos: recursos retóricos y semánticos
Así como estos discursos comparten los ideales de la modernidad,
lo hacen con los recursos a los que apelan; por ello se hace repetitivo
buscar una correspondencia entre discursos y recursos semánticos.
Por éstos entendemos los valores concretos, bien sea de tipo moral,
estético o estésico, que adquieren los significados incorporados me
diante prácticas somáticas y que actúan como principios de acción
y de interpretación. Sin buscar inventariar aquí sus nombres y con
tenidos, se pueden reconocer los más reiterativos, sin olvidar que
La cultura somática de la modernidad 165
están por explorar los valores semánticos de casi todo lo que atañe
a nuestro arsenal de recursos corporales.
El conjunto de recursos éticos gira alrededor de los principios
de hispanidad, catolicismo e higiene. Sencillez, rigor, franqueza, aus
teridad y dignidad son valores del comportamiento del caballero y
la dama españoles, que se combinan con las virtudes católicas mo
rales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— y las de los cuer
pos gloriosos: claridad, impasibilidad y sutileza. Finalmente, los
atributos de la higiene provienen del aseo y la disciplina, así como
de la aplicación de otras virtudes, como la contención y la tempe
rancia, o son reformulaciones de las virtudes retóricas y católicas.
Las virtudes de la estética, bien sea que se empleen para juzgar
el comportamiento, las maneras, el vestir o la conversación, proce
den de la retórica -decoro (decorum), claridad (perspicuitas), pureza
(puritas), adorno iprnatus)—, y nótese que al menos la pureza y la
claridad podrían alinearse igualmente al lado de la higiene. Sobre
el valor preciso que reciben estas cualidades, es imposible dar la úl
tima palabra: son, por excelencia, objeto de redefinición constante
y, con ello, herramientas predilectas para construir y sostener siste
mas de distinción que, en la práctica, se refieren a elegancia, buen
tono, discreción, armonía, sensibilidad, etc.
Tanto los ideales de progreso y de la nación como los de la fe
licidad o del orden estésico recurren a una serie de propiedades físi
cas y económicas que utilizan a menudo los discursos de la higiene,
la cultura física, la pedagogía y la sensitividad: fuerza, resistencia,
movimiento, producción, rendimiento, eficiencia, circulación, cons
tancia, velocidad, tenacidad, vigor e intensidad son designaciones
que miden el buen desempeño del ciudadano y el de la nación o la
ciudad, y permiten calificar y clasificar los matices hiperestésicos en
el cuerpo y las propiedades del carácter y de la racionalidad.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I 66
Desde otra perspectiva, también cabe considerar los recursos
empleados para imaginar el cuerpo en sus cualidades representati
vas. Pese a la aceptación generalizada de la naturaleza simbólica del
cuerpo, el intento de determinar la esencia de su simbología pare
ce infructuoso. El poder sintético de la figura del cuerpo es prácti
camente nulo. Sin la información pertinente se hace imposible
interpretar adecuadamente su imagen porque carece de valor sim
bólico. No bastan las apariencias del deportista, del dandy, de la
mujer elegante o de la prostituta si no tenemos a mano el soporte
de un discurso que enuncie su significado. Con todo y su concre
ción y materialidad, y su incontrovertible presencia, el sentido del
cuerpo no es evidente.
El trecho entre la existencia material del cuerpo y sus innúmeras
representaciones no puede salvarse más que discursivamente. Cada
faceta de la imagen que se nos presenta es trasunto de algo que está
por revelarse: más que una metáfora, es una alegoría. El discurso
que lo acompaña perennemente es imprescindible para descifrar el
sentido de lo que el cuerpo encarna: la alegoría tiene que ser ex-
plicitada de modo consciente. Como imagen, el cuerpo es sólo acer
tijo; el discurso que lo interpreta acumula significados reteniendo,
sin embargo, su imperfección y fragmentariedad; su superficie es
un palimpsesto infinito.
Por su calidad alegórica, el cuerpo acopia significaciones, to
das las cuales requieren actitudes y traducciones diferentes. Por otro
lado —y es éste uno de sus aspectos tanto seductores como descon
certantes—, permite la coexistencia de autoridades que rivalizan: es
un lugar privilegiado para la convivencia del conflicto. Quizás sea
ésta la única manera de acercarse a un discurso tan polivalente como
el del cuerpo moderno, sin guardar, dicho sea de antemano, ningu
na esperanza de conciliación. Su misma capacidad para ostentar con
La cultura somática de la modernidad 167
ironía la contradicción, la disyunción, la convalidación, la incon
gruencia y la superposición del acervo de discursos que lo jalonan
es de por sí bastante irritante. Allende cualquier designio de la ra
zón, el cuerpo acoge todas las disputas y los conflictos, las reafir-
maciones, los deseos y las negaciones. Puede, en cada una de sus
expresiones —figura, piel, conducta, funcionamiento, vestido, ren
dimiento, sensaciones, movimientos—, comunicar principios que se
contrarían o se validan mutuamente. El trabajo de representación
que se hace sobre el cuerpo sobrepone uno y otro significado a su
imagen, y su alegoría hace posible formular la quimera moderna de
la plenitud.
Eos órdenes que instaura el cuerpo
El resultado final de la labor de formar el cuerpo es de índole so
cial y se traduce en la configuración de órdenes que dan un perfil y
determinadas posibilidades de acción a la sociedad. Como corola
rio, transformar sus estructuras y dinámica es un cometido que pasa
necesariamente por la modificación tanto de hábitos corporales
como de su interpretación.
La concepción y el uso del tiempo están estrechamente norma
dos por los hábitos corporales. Ello no se limita a la división del día
o de la semana y a las actividades que corresponde adelantar, sino
también a la concepción de las edades, de las etapas que constitu
yen la vida y las características de la forma de vivirlas. El caso de la
evolución de la niñez y la juventud resulta bastante ilustrativo. La
niñez, de ser una etapa prácticamente vegetativa y dominada por
un espíritu casi salvaje, pasó a ser la más importante de la vida por
cuanto demanda el mayor número de atenciones y es la garantía de
una juventud y una madurez apropiadas. La juventud, por su par-
ZANDRA PEDRAZA GOMF.Z
168
te, de ser casi inexistente, ha ido prolongándose, postergando el
ingreso a la madurez y trastornando los valores y propósitos de la
vida adulta.
Por lo que se refiere al espacio, la concepción del cuerpo sirve
para demarcar ámbitos sociales que delinean los espacios de acción.
La noción de lo que es público o privado, familiar, íntimo o social,
político o laboral, formal o informal, está comprometida con com
portamientos, actitudes, modales y formas del arreglo personal,
cuyos códigos están contenidos en la semántica del cuerpo. Lo
mismo ocurre con la definición de géneros, que se aferra a cualida
des fisiológicas, anatómicas, caracteriológicas, hormonales o sen
sibles para fijar el comportamiento y las capacidades de hombres y
mujeres.
El último campo en el que las representaciones somáticas jue
gan un papel importante es en la definición de grupos. Podría es
tar uno tentado a designarlos como clases, pero es sabido que al paso
que avanza la modernidad se traslapan los grupos y su configura
ción está determinada por factores como la forma de consumo, la
subjetividad, el estilo de vida, el capital simbólico o las expectati
vas, más que por cuestiones estrictamente económicas. Y, aunque
no puede ignorarse la existencia de clases marcadamente distintas,
tampoco puede negarse que el acceso de gran parte de la población
a múltiples recursos desfigura la correspondencia entre clases y gru
pos. En las primeras décadas del siglo se reconoce un esfuerzo para
que la vida señorial cumpla con requisitos que la distinguen de una
vida burguesa y de otra propia de las clases medias u obreras, todas
en su conjunto claramente diferenciables de la vida rural y campe
sina, y cada una signada por rasgos éticos, estéticos yestésicos. Más
tarde, la ampliación del consumo y diversas prácticas corporales for
talecieron sensibilidades y formas de vida que obedecen más bien
La cultura somática de la modernidad 169
a percepciones estéticas yestésieas que dan contorno a formas de es
tilización.
Esta propuesta respecto a la conformación de sistemas de re
presentación social y organización simbólica, recuperados a través
de imágenes del cuerpo, no cabe en una visión económica, médica
o lingüística, no puede catalogarse simplemente como represiva, ni
es posible reconocer en cada faceta la acción del saber y del poder.
Por ello parece más apropiado ahondar en los recursos por medio
de los cuales se ha construido y se construye la experiencia del cuer
po en América Latina y la manera como de ella se derivan formas
de estructurar la sociedad, así como los alcances de su acción prác
tica y simbólica, antes de formular un andamiaje teórico capaz de
dar cuenta de esta multiplicidad discursiva.
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Fernando Ortiz y Alian Kardec:
transmigración y transculturación
Arcadio Díaz Quiñones
En cada momento presente de la vida hay un paso de enve
jecimiento y de renovación [...]. Renovarse que es morir y rena
cer para tornar a fallecer y a revivir. Cada instante vital es una
creación, una recreación. Es una cópula del pasado, de las poten
ciales supervivencias que el individuo trac encarnadas consigo,
y del presente, de las posibles circunstancias que el ambiente
aporta; de cuya contingente conjunción con la individualidad
nace el porvenir, que es la variación renovadora.
Fernando Ortiz, E l engaño de las razas
Las dos modas, la del psicoanálisis y la de las ciencias ocul
tas, tienen en común su oposición a la ideología y a la forma de
vida transmitida por "la sociedad burguesa de consumo", en otras
palabras, por el establishment [...]. Ellas expresan, cada una a su
manera, el anhelo del hombre moderno y su esperanza de una re
novación espiritual que, finalmente, le brindará una justificación
y un significado a su propia existencia.
Mircea Eliade,Lournal III: 1970-1978
r e rnando Or t i z (1881-1969) es hoy principalmente conocido por
el concepto de transculturación que se difundió a partir de la publi-
F'ernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
!?3
cación de su libro fundacional Contrapunteo cubano del tabaco y del
azúcar (1940; 1963)1. Uztransculturaciém ha llegado a constituirse en
un centro conceptual de los debates culturales y literarios contem
poráneos . Sin embargo, los comienzos intelectuales de Ortiz, tra-
dicionalmente tratados como una etapa positivista y lombrosiana
previa al Contrapunteo, merecen un estudio aparte para comprender
el desarrollo extraordinariamente rico de la categoría. Representan
una etapa formativa en la cual Ortiz explora categorías de análisis
que proceden de saberes diversos (criminología, derecho, etnogra
fía, ciencia y espiritismo) y de campos de acción muy variados.
Ortiz llegó a ser muy pronto una figura pública e intelectual de
gran influencia en Cuba, lugar que conservó hasta su muerte3.
Entre 1902 y 1906 hizo carrera consular en Italia y Francia; en 1906
fue nombrado abogado fiscal de la Audiencia de Ta Habana; de
1908 a 1916 fue catedrático de Derecho Público en la Universidad
de La Habana; y en 1915 ingresó al Partido Liberal, llegando a ser
parlamentario (1916-1926). Fue director de la prestigiosa Revista
Bimestre Cubana, desde 1907 hasta 1916. En todas esas prácticas, que
se dieron en el marco de la nueva República, fue el iniciador de un
modo de pensar la nación y las razas, la religiosidad y la política; y
por otro lado, de la aplicación de la criminología y la dactiloscopia
1 Agradezco al Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana que me permitió consultar su archivo sobre Fernando Ortiz. Mi honda gratitud a Cristian Roa de la Carrera y a Carlos Rincón por el diálogo sostenido sobre este tema y por sus muchas sugerencias críticas.
2 Para una discusión detallada y documentada de la recepción de Ortiz y de la genealogía de la transculturación, véase el reciente prólogo de Fernando Co~ ronil a la reimpresión de la traducción inglesa del Contrapunteo.
~ Para mayores datos, véase la Cronología de Fernando Ortiz, elaborada por Araceli García Carranza, Norma Suárez Suárez y Alberto Quesada Morales.
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
'74
en la reforma penal y el estudio de la delincuencia. En 1926 Ortiz
publicó su Código criminal cubano, proyecto que incluía un prólogo
de Enrico Fern (1856-1929).
Ortiz creció en Menorca, donde estudió su bachillerato (1892-
1895); regresó a Cuba y durante la guerra de Independencia (1895-
1898) comenzó la carrera de Derecho en La Habana y, una vez
concluida la guerra, regresó a Barcelona, donde obtuvo el grado de
Licenciado en Derecho (1 899-1900). Luego se trasladó a Madrid,
donde se doctoró en Derecho (1901), y de ahí a La Habana, don
de obtuvo el título de doctor en Derecho Civil en la Universidad de
La Habana (1902). Aparte de su carrera institucional, fue de gran
importancia para su consolidación en el espacio público su matri
monio con Esther Cabrera (1908), la hija del influyente intelectual
cubano Raimundo Cabrera (1852-1923)4. Ortiz había vuelto con
gran entusiasmo y energía a desarrollar nuevos saberes "científicos"
y a construirse un lugar de autoridad como intelectual público, en
el que se destacó por su mirada crítica sobre la cultura y la política
cubanas. (Cabe recordar que Ortiz sabía muy poco de Cuba como
vivencia personal y directa, pues se había formado en el exilio me
tropolitano). Esos ambiciosos propósitos pueden comprobarse des
de sus inicios, en Eos negros brujos (1906), uno de sus primeros
libros; en La reconquista de América: reflexiones sobre elpanhispanismo
(191 0) y en su colección de ensayos Entre cubanos: psicología tropical
(1913). En esos textos, Ortiz elaboró un discurso cultural y políti-
4 Cabrera, uno de los fundadores del Partido Liberal Autonomista de Cuba, es autor del libro Cuba y sus jueces (1887). Fundó en Nueva "ibrk la revista política, literaria y cultural Cuba y América (1897-1898; La Habana, 1899-1917), en la que Ortiz llegó a colaborar. Cabrera fue, además, miembro fundador de la Academia de la Historia de Cuba (1910).
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
'75
co que ofrecía un proyecto moderno de república en los años en que
Cuba emergía de la guerra contra España y de la ocupación norte
americana. Esa línea de inquietudes se refleja en su discurso progra
mático "La decadencia cubana" (1924), que leyó ante la Sociedad
Económica de Amigos del País.
En la biografía intelectual que ha quedado más o menos fijada
por los historiadores y la crítica, se suele presentar a Ortiz como pro
tagonista de una trayectoria unidimensional. Según esta interpre
tación, Ortiz, influido por Cesare Lombroso (1835-1909), habría
comenzado en la antropología criminal y los estudios de los sistemas
penales^. En el curso de sus investigaciones posteriores habría des-
5 Mientras ocupaba su puesto consular en Genova, entre 1902 y 1905, Ortiz fue discípulo de los criminalistas Cesare Lombroso y Enrico Ferri. Ortiz se inscribió con orgullo en la línea de herencia intelectual de Lombroso, como ya ha sido señalado por la crítica. Su primer gran tema fue precisamente la marginalidad, la "mala vida" y los fenómenos religiosos. Procuró delimitar un objeto científico, el "hampa afrocubana" o los "negros brujos", que contribuyó también al desarrollo de los estudios etnográficos y criminológicos en Cuba. Además, resulta muy significativo que fue en la revista de Lombroso, úArchivio di Psichia-tría, Neuropatologia, Antropología Crimínale e Medicina Légale, donde Ortiz publicó primero, en italiano, los artículos que forman el libro: "La criminalitá dei negri in Cuba", "Superstizione criminóse in Cuba" e "11 suicidio fra i negri". Después, su libro fue prologado por Lombroso. Lodo ello es parte de las relaciones intelectuales con los centros metropolitanos. Durante las últimas décadas del siglo XIX se dio una extraordinaria actividad en Europa dirigida a reformar los sistemas penales. El debate involucró a médicos, filósofos, juristas y abogados progresistas, quienes crearon las bases para una reforma penal sustentada en el saber criminológico. En ello tuvo una gran importancia el libro de Lombroso, Euomo delinquente (1876; 1878), fundamentado en el estudio de reclusos en las cárceles italianas, en el cual explicaba la criminalidad por la "regresión" hereditaria y también por ciertas enfermedades, como la epilepsia. Este libro generó un extenso debate en torno a las nociones de "atavismo", las determinaciones genéticas de la
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
I 76
cubierto la "transculturación" que le permitió construir un meta-
rrelato de la cultura nacional basado en la hibridación y la mezcla.
Este cambio de paradigma de la criminología a la transculturación
culminaría en Contrapunteo, cuya trama discursiva se acepta como
su modo de leer la historia y la cubanidad6.
El inconveniente de esta interpretación lineal es que ignora el
interés de Ortiz por las corrientes espiritualistas del siglo XIX.
Habría que explicar la continuidad de las perspectivas evolucionis
tas en Ortiz, su persistente afán por conciliar religión y ciencia y su
interés por las discontinuidades de espacio y tiempo en la formación
de la sociedad cubana. Los orígenes intelectuales de Ortiz inclu
yen tanto su compleja reformulación de las tradiciones nacionales
(Várela, Saco, Martí y otros), su apropiación de la criminología
"científica" y su interés en las nuevas formas periodísticas de rela
tos policiales, como su persistente atención al espiritismo. La com
pleja etnología racista del brasileño Raymundo Nina Rodríguez
(1862-1906) fue el modelo de análisis al que Ortiz pudo acceder
para interpretar el problema de la relación entre raza, nación y ciu
dadanía en América7. Sin embargo, ese modelo no era suficiente.
El espiritismo cientificista de Alian Kardec (Hippolyte León Deni-
zard Rivail; 1804-1869) le proporcionó herramientas interpreta
tivas para comprender la cuestión racial desde una teoría evolutiva
criminalidad y la "degeneración". Véase, entre otros, el libro de Robert Nye,Cn-me, Madness, 6í Politics.
6 Véase, por ejemplo, el trabajo de Jorge Ibarra, "La herencia científica de Fernando Ortiz", donde lee la transculturación como una superación dialéctica de sus concepciones anteriores. Lambién es relevante el trabajo del historiador Thomas Bremer, "The Constitution of Alterity".
Para el estudio de Raymundo Nina Rodríguez, véase el trabajo de Roberto Ventura, Estilo tropical.
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
•77
que articula el marco más amplio de la espiritualidad nacional, el
derecho y la religión. Esta teoría espiritualista es un aspecto funda
mental en los orígenes del concepto de transculturación. Por tanto,
reducir la trayectoria de Ortiz al paso de la criminología a latrans-
culturación impide ver las múltiples filiaciones, resonancias y entre-
cruzamientos que encontramos en sus textos.
En este ensayo me interesa replantear los comienzos de Ortiz,
con el propósito de abrir una perspectiva en la que las categorías
lombrosianas —positivistas y racionalistas— entren en diálogo con las
corrientes espiritualistas representadas por Kardec8. De hecho,
como veremos, hay una relación muy sutil entre la "transmigración"
de las almas y la categoría de "transculturación". Aunque la obra
de Kardec casi ha desaparecido de la discusión intelectual y de los
estudios sobre el autor del Contrapunteo, Ortiz, como otros intelec
tuales en Europa y América, se sintió muy atraído por la religión
letrada representada por E l libro de los espíritus de Kardec y por la
mediación posible entre la ciencia y la "religión popular".
8 En otro trabajo habría que estudiar los problemas más amplios de la recepción de Kardec en el campo intelectual de lengua española. Kardec fue profusamente traducido y publicado en España y América durante el sigloXIX, en gran medida gracias a la labor de la Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo. Aunque se trataba de lecturas populares, el espiritismo se extendió poderosamente en los círculos intelectuales de América. (Véase, por ejemplo, el libro de David Hess sobre el caso brasileño, Spirits and Scientists; para el caso cubano, véase, de Aníbal Arguelles e Ileana Hodge, Los llamados cultos sincréticos y el espiritismo). Del mismo modo, sería importante situar a Ortiz en el contexto de la guerra racial de 1912 en Cuba contra el Partido Independiente de Color, cuando los veteranos negros de la guerra de Independencia reclamaron su propio espacio político y fueron duramente reprimidos (el libro de Aliñe Helg, Our Rightful Share, incluye un estudio de las "fuentes" periodísticas de Los negros brujos en la etapa previa a esta guerra).
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
I 7 8
Ortiz no sólo fue lector de Kardec, sino que además dedicó par
te de su actividad intelectual al espiritismo. La filosofía penal de los es
piritistas, un trabajo que se originó a partir del discurso inaugural que
Ortiz presentó en la Facultad de Derecho de la Universidad de La
Habana en 1912, se publicó primero en la Revista Bimestre Cubana,
en 1914. Hay una edición de 1915 de La Habana (el mismo año
en que publica Eos negros esclavos y La identificación dactiloscópica: es
tudio de policiología y derecho público). El libro tuvo una difusión nota
ble. Hay otra edición española de 1924, en la Biblioteca Jurídica de
Autores Españoles y Extranjeros. Y luego hay una edición en Bue
nos Aires de la Editorial Víctor Hugo, en la serie Filosofía y Doc
trina. En 1919, Ortiz dio, a petición de la Sociedad Espiritista de
Cuba, una conferencia titulada "Las fases de la evolución religiosa".
En el Teatro Payret de La Habana, Ortiz expresaba su simpatía por
el espiritismo:
¡Espiritistas! Quien no participa de vuestra mística, serena
mente os dice: ¡sois fieles de una sublime fe!, ¡acaso seáis los que
con mayor pureza os aproximáis al ideal de marchar hacia Dios por
el amor y la ciencia! ["Las fases de la evolución religiosa", p. 16].
Ortiz nunca cesó de retomar lo que había escrito enEafilosofía
penal, de retrabajarlo, de modificarlo y de continuarlo. Es interesan
te constatar que todavía en los años cincuenta seguía escribiendo so
bre los espiritistas: "Una moderna secta espiritista de Cuba" y "Los
espirituales cordoneros del orilé" fueron trabajos publicados enBo-
hemia, y muy pertinentes para un estudio más detallado del tema.
Sin duda, Ortiz se definía a sí mismo a partir de la doble institu
ción de la ciencia moderna y de la nacionalidad republicana. Ya en
1903, el escritor Miguel de Carrión (1875-1929) afirmaba en la re-
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
'79
vista Azul y Rojo que el joven Or t iz era "el único de nuestros hom
bres de ciencia dotado de facultad creadora" y un "positivista con
vencido". A la vez, elogiaba la memoria doctoral que Ort iz publicó
en M a d r i d , titulada Base p a r a un estudio sobre la llamada reparación
civil (1901) . Carr ión también comentó el "valioso estudio sobre el
ñañiguismo en Cuba" que Ort iz luego hizo publicar en M a d r i d en
la Librer ía Fernando Fe, con el título Eos negros brujos:
Ningún trabajo más arduo que el de coleccionar los datos ne
cesarios para este libro, durante el cual le hemos seguido paso a
paso. El investigador tropezaba día tras día con la eterna dificul
tad que hace en nuestro país infructuoso el esfuerzo de los hom
bres de ciencia: nada existía hecho con anterioridad; era preciso
crearlo todo, ordenando los pocos datos incompletos y aislados que
llegaban á su noticia, y para colmo de males la fe del autor estre
llábase contra la apatía del mundo científico local y de las esferas
del gobierno, que se preocupaban poco con que un desocupado
escribiese monografías de ñañigos, cosa bien trivial por cierto al
lado de los grandes intereses de la política. [Miguel de Carrión,
"El doctor Ortiz Fernández", pp. 5-6].
E n Los negros brujos, Or t i z proclamaba que la vida "salvaje" no
podía ser silenciada, sino que debía ser cuidadosamente atendida
—y reprimida—, precisamente porque el país tenía que ser discipli
nado, educado moralmente y afinado en su sensibilidad para las
normas éticas y políticas modernas . Por una parte, Ort iz se armaba
con las doctrinas de la escuela italiana de criminología y derecho
penal positivo; por otra, ya se puede percibir que el marco concep
tual del positivismo le resultaba insuficiente para interpretar la re
ligiosidad en la cultura cubana.
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
1 8 0
El subtítulo de Eos negros brujos, "Estudio de etnología crimi
nal", anunciaba ya su condena de la brujería. Ortiz escribía enfáti
camente:
El culto brujo es, en fin, socialmente negativo con relación
al mejoramiento de nuestra sociedad, porque dada la primitividad
que le es característica, totalmente amoral, contribuye a retener las
conciencias de los negros incultos en los bajos fondos de la bar
barie africana [p. 227].
Concluía que era "un obstáculo a la civilización, principalmente
de la población de color [...], por ser la expresión más bárbara del
sentimiento religioso desprovisto del elemento moral" (p. 229). Y,
en su conferencia "Las fases de la evolución religiosa" (1919), in
terpretó la brujería en el contexto de una "lucha religiosa" cubana
para llegar al estadio superior del espiritismo:
En Cuba tres corrientes religiosas luchan por la vida, cuan
do no por el predominio: el fetichismo africano, especialmente
lucumí; el cristianismo en sus varias derivaciones más o menos
puras, especialmente el catolicismo, y el filosofismo religioso con
temporáneo, especialmente el espiritismo. ["Las fases de la evo
lución religiosa", p. 68].
Ante la Sociedad Espiritista de Cuba reunida en el Teatro Pay-
ret de La Habana, Ortiz presentaba el espiritismo como una supe
ración del catolicismo y de la brujería: "El fetichismo es la religión
amoral, el catolicismo es Irreligión moral, el espiritismo es la moral
arreligiosa sin dogmas, ni ritos, ni ídolos ni sacerdotes" (p. 79). Así,
el espiritismo resultaría "un vigoroso estímulo en pro del mejora-
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 1 8 1
miento moral de la humanidad" (p. 65). Al mirar de manera retros
pectiva sus publicaciones, Ortiz estimaba que el honor que los es
piritistas le habían concedido se debía a su "obra acerca del hampa
afro-cubana" {Los negros brujos) y aLa filosofía penal (p. 66). Con esto
Ortiz sugería que su labor intelectual tenía una coherencia como
servicio público para la evolución religiosa cubana. Es importante
notar que Ortiz concibió su conferencia como un acto de servicio
a la "existencia republicana", acusando a "muchos de nuestros hom
bres públicos" de ^cobardía cívica" (p. 65).
En el pensamiento de Ortiz, la etnología racista del brasileño
Raymundo Nina Rodríguez, a quien cita frecuentemente, le per
mitía desarrollar una teoría racial de la nación: las razas se encon
traban en estados desiguales en la escala de la evolución cultural y,
por lo tanto, no podía esperarse que se adaptaran a los cánones eu
ropeos de ciudadanía. La "mala vida" era el resultado de la "pri
mitividad psíquica"9. Pero a Ortiz no le bastaba con determinar la
desigualdad racial cubana; más bien le preocupaban las posibilida
des de "progreso" o "retroceso" espiritual de la República. Para ello,
como veremos más adelante, recurrió a las categorías kardesianas
de la teoría evolucionista del alma.
9 Fa formación de Ortiz, por una parte, coincidió con el contexto del "descubrimiento" imperialista de África, el darwinismo social, la modernización de los sistemas de control y vigilancia, el desarrollo de la criminología como ciencia, y con la mezcla de esteticismo y violencia que caracterizó la apropiación del mundo "primitivo" en la modernidad. Para Lombroso, en el marco general del darwinismo, el concepto de atavismo postulaba una regresión a una condición primitiva. El término viene del latín: atavus, ancestro. Era un salto atrás. En el crimínale nato Lombroso hallaba ciertas cualidades físicas y sobre todo una falta de moral. Lombroso postulaba como solución, por un lado, la pena de muerte; por otro, la reforma que transformaría los factores ambientales en el criminal.
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
1 8 2
Había en Ortiz un temor a la "regresión" cultural e intelectual,
temor a los efectos que pudiera tener en la sociedad, temor al "con
tagio". La brujería y los brujos eran considerados por él adversa
rios políticos: "Pero la inferioridad del negro, la que le sujetaba al
mal vivir era debida a falta de civilización integral, pues tan primi
tiva era su moralidad como su intelectualidad". Por otra parte, Ortiz
hablaba desde el progreso: "Natural es que el progreso intelectual
traiga a Cuba, como al resto del mundo, la progresiva debilitación
de las supersticiones, infunda más fe en nosotros mismos y vaya bo
rrando la que se tiene en lo sobrenatural, pues, como ha dicho Bain,
el gran remedio contra el miedo es la ciencia" (p. 221). El saber "ci
vilizado" debe exterminar esas prácticas, penetrar en su jerga secre
ta para que no quede ningún espacio fuera del control del intelecto
blanco. La brujería puede liquidarse por medios tanto penales como
científicos, y los materiales deben ser confiscados en un museo: "La
campaña contra la brujería debe tener dos objetivos: uno inmedia
to, la destrucción de los focos infectivos; mediato el otro, la desin
fección del ambiente, para impedir que se mantenga y se reproduzca
el mal" (p. 235).
El "progreso" de los espíritus y la escala evolutiva de Kardec
se encontraban implícitos en la revisión que Ortiz hizo del concepto
de atavismo lombrosiano aplicado al caso cubano. Aunque no cite a
Kardec, su interpretación histórico-espiritualista del desplazamien
to del africano en el medio cubano incluye más que categorías sim
plemente criminológicas:
El brujo afro-cubano, desde el punto de vista criminológico,
es lo que Lombroso llamaría un delincuente nato, y este carácter
de congénito puede aplicarse a todos sus atrasos morales, además
de a su delincuencia. Pero el brujo nato no lo es por atavismo, en
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 183
el sentido riguroso de esta palabra, es decir, como un salto atrás
del individuo con relación al estado de progreso de la especie que
forma el medio social al cual aquél debe adaptarse; más bien pue
de decirse que al ser transportado de África a Cuba fue el medio
social el que para él saltó improvisadamente hacia adelante, de
jándolo con sus compatriotas en las profundidades de su salva
jismo, en los primeros escalones de la evolución de su psiquis. Por
esto, con mayor propiedad que por el atavismo, pueden definirse
los caracteres del brujo por la primitividadpsíquica; es un delin
cuente primitivo, como diría Penta. El brujo y sus adeptos son en
Cuba inmorales y delincuentes porque no han progresado; son sal
vajes traídos a un país civilizado. [Los negros brujos, pp. 230-231] .
Para Ortiz, el africano es esencialmente un delincuente, no tan
to en el sentido pentiano del delincuente primitivo que cita el pro
pio Ortiz, sino porque su espíritu se encontraba en otro lugar de la
escala evolutiva. Cuando afirma que el brujo y sus adeptos son "in
morales y delincuentes", no queda duda de que Ortiz está pensan
do el problema en los términos espiritualistas que luego desarrollará
en "Las fases de la evolución religiosa", y no únicamente crimino
lógicos.
Kardec garantizaba a Ortiz una jerarquía espiritual que supe
raba el marco del "criminal nato" para incluir la nación, la raza y el
"progreso". De hecho, su lectura de Kardec, a quien significativa
mente llamó "aquel interesante filósofo francés", fue muy tempra
na y coincidió con sus estudios de criminología. Resulta obvio que
los textos de Alian Kardec tuvieron un valor formativo para su pen
samiento, aunque se trataba de "lecturas religiosas" no legitimadas
en el medio universitario:
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
184
Hace ya unos cuatro lustros, cuando en las aulas de mi muy
querida universidad de La Habana cursaba los estudios de De
recho Penal y el programa del Prof. González Lanuza —enton
ces el más científico en los dominios españoles- me iniciaba en
las ideas del positivismo criminológico, simultaneaba esas lectu
ras escolares con obras muy ajenas a la universidad, que el acaso
ponía a mi alcance o que mi curiosidad investigadora buscaba con
fervor.
Entre estas últimas estaban las lecturas religiosas, que antes
como ahora me producen especial deleite y despiertan en mi áni
mo singular interés. Por aquel entonces conocí los libros fun
damentales del espiritismo, escritos por León Hipólito Denizart
Rivail, o sea Alian Kardec, como él gustó de llamarse, revivien
do el nombre con que, según él, fue conocido en el mundo cuan
do una encarnación anterior, en los tiempos druídicos.
Y quiso la simultaneidad de los estudios universitarios sobre
criminología con los accidentales estudios filosóficos sobre la doc
trina espiritista, que el entusiasmo que en mí despertaran las teo
rías lombrosianas y ferrianas sobre la criminalidad me llevase a
investigar especialmente cómo pensaba acerca de los mismos pro
blemas penales aquel interesante filósofo francés, que osaba pre
sentarse como un druida redivivo. ["La filosofía penal de los es
piritistas", en RBC, 9.1, p. 30] .
í'Se debe entender su interés como un entusiasmo facilitado por
los rasgos científicos del espiritismo? ¿Acaso es metodológicamente
aceptable su afirmación de que los "problemas penales" de la cri
minología y los dei espiritismo son "los mismos"? En la introduc
ción de La filosofía penal, Ortiz declaró enfáticamente: "Yo no soy
espiritista". Al mismo tiempo insistía en que el espiritismo compar-
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 185
tía con el "materialismo lombrosiano" premisas importantes. Es po
sible que Ortiz, al igual que otros intelectuales, sintiera la necesidad
de distanciarse de otros espiritistas quizá no tan letrados. En su co
rrespondencia a José M . Chacón, Ortiz aludía a "las sociedades
llamadas espiritistas de Cuba, más entretenidas con mediumnidades
más o menos serias o grotescas y con prácticas de curanderismo su
persticioso y parasitario" (Zenaida Gutiérrez, compiladora,Fernan
do Ortiz, pp. 35-36). Por otra parte, hay cierta ambigüedad en Ortiz
con respecto a Kardec. No se compromete públicamente del todo
con sus ideas, pero les da un lugar en el mundo intelectual y de la
ciencia:
Y a poco que mi mente tomó esa dirección hube de perca
tarme, no sin cierta sorpresa, que el materialismo lombrosiano y
el espiritualismo de Alian Kardec coincidían notablemente en no
pocos extremos, y que a unas mismas teorías criminológicas se po
dría ir partiendo de premisas materialistas y conducido por el po
sitivismo más franco, que arrancando de juicios espiritualistas y
llevado por el idealismo más sutil. ["La filosofía penal de los es
piritistas", en RBC, 9.1, pp. 30-31].
cQuería Ortiz legitimar el espiritismo por el positivismo? Ortiz
presenta a Kardec mediante el topos de la coincidentia oppositorum.
Como hará más tarde en el Contrapunteo con el tabaco y el azúcar,
su poética intenta armonizar formas de pensamiento opuestas: "Los
extremos se tocan, pudiera decirse, y ciertamente es así en nuestro
estudio" ("La filosofía penal", en RBC, 9.1, p. 33). Según indicaba
el propio Kardec, el espiritualismo y el materialismo tienen una veta
evolucionista en común, y la posibilidad de encontrar un comple
mento en el pasaje de una a otra permite a Ortiz estructurar su li-
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
l86
bro. La filosofía penal es, pues, un libro de traducción, de pasaje
entre doctrinas y de transmigración de la materia al espíritu.
La filosofía penal es también una obra didáctica: ofrece instruc
ción en la doctrina kardesiana. Ortiz asume el conocimiento del
positivismo en el lector, pero se siente obligado a ofrecer extensas
citas de Kardec. En sucesivos capítulos, analiza los siguientes aspec
tos del kardesismo; las bases ideológicas del espiritismo, las leyes
de la evolución de las almas, el delito, el determinismo y el libre al-
bedrío, los factores de la delincuencia y el atavismo de los crimina
les. En todos esos capítulos establece y celebra las analogías entre
Kardec y Lombroso.
Un aspecto central de la traducción que Ortiz hace de Kardec
es el capítulo dedicado a la "La escala de los espíritus", donde Ortiz
deriva una teoría de la élite. El evolucionismo espiritista, con su es
cala basada en el grado de progreso de los espíritus, hacía hincapié
en el paulatino despojo de las imperfecciones. Los espíritus "imper
fectos" -en los que la materia domina sobre el espíritu- son los pro
pensos al mal. Son dados a todos los vicios que engendran pasiones
viles y degradantes, tales como el sensualismo, la crueldad, la codi
cia y la sórdida avaricia. Cualquiera que sea el rango social que ocu
pan, son el azote de la humanidad. Para Ortiz, son el equivalente
de los delincuentes natos. Los espíritus superiores —en que el espíri
tu domina sobre la materia- se distinguen por su deseo de hacer el
bien. Esos espíritus puros reúnen la ciencia, la prudencia y la bon
dad. Su lenguaje es siempre elevado y sublime: son los más aptos
para la vida intelectual. Si por excepción se encarnan en la tierra es
para realizar una "misión de progreso", y nos ofrecen un modelo del
tipo de perfección a que puede aspirar la humanidad en este mun
do. La posibilidad del progreso por la purificación espiritual debe
haber resultado muy atractiva para Ortiz quien, en obras como su
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 187
Proyecto de Código Criminal Cubano, estaba ocupado en la formula
ción de campañas de "saneamiento nacional" (p. XII).
En el capítulo titulado "Fundamento de la responsabilidad",
Ortiz afirmaba que el criminal es un individuo en el cual ha encar
nado un espíritu "atrasado". Esto lo lleva a desarrollar de modo pa
ralelo las nociones de penalidad espiritual y social: al tiempo que hay
una responsabilidad espiritual, subjetiva, basada en la ley del pro
greso de los espíritus, también hay una responsabilidad humana,
objetiva, basada en la ley social. Ortiz agregaba que "La ley de con
servación impone a la sociedad -dentro y fuera de la filosofía espi
ritista— la necesidad de luchar por sí y por su integridad, y de esta
necesidad los espiritistas como los positivistas hacen derivar la ra
zón del castigo" (RBC, 9.4, p. 288). De este modo, Ortiz pudo apli
car un fundamento absoluto a la noción de penalidad: "El progreso
del hombre, es decir, el progreso del espíritu, he aquí la finalidad psi
cológica y subjetiva de la pena así en este mundo como en el univer
so infinito del progreso de los seres" (RBC, 9.4, p. 289). Sin duda,
Ortiz tenía en mente la necesidad de operar sobre un terreno sóli
do en la organización social de la nación.
En Eos negros brujos, el propio Ortiz reconocía que algunas de
sus proposiciones represivas podrían ser consideradas inquisitoria
les. Su posición frente al brujo y al africano, extremadamente pro
blemática, exigía los fundamentos teológicos de una filosofía penal.
Esa teología evolutiva le permitió vislumbrar un sentido humani
tario en la represión de las prácticas culturales dañinas para la Re
pública. Ortiz se sentía atraído por la fuerza moral de los principios
de Kardec: hay progreso, pero se encuentra amenazado por los mo
vimientos regresivos de la historia. La posibilidad de aplicar concep
tualizaciones científicas al orden moral aseguraba larenovatio de la
sociedad cubana. En La reconquista de América, escribe: "No hay
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
188
pueblos ni civilizaciones fatalmente superiores ó inferiores; hay sólo
adelantos ó atrasos, diferencias en la marcha integral de la humani
dad" (p. 26).
Volvamos a La filosofía penal. En los capítulos sobre la escala de
los espíritus y el libre albedrío, Ortiz se interesa en particular por
el papel de los espíritus "prudentes", quienes vienen a la tierra para
realizar una "misión de progreso". En ella coinciden dos proyectos
opuestos: construir un espacio para la élite ilustrada, con privilegios
de ciudadanía plena, y abrir la puerta del progreso a otros espíritus
"atrasados" que no tenían la capacidad de formular sus propios pro
yectos. La producción de ciudadanos para la República era posible,
aunque compleja, y tenía que estar basada en la ciencia de la crimi
nología, la vigilancia, la disciplina, y en la jerarquía de una espiritua
lidad evolucionista. La reconquista de América ofrece un comentario
particularmente iluminador: "Seamos los cubanos blancos, los que
constituimos el nervio de la nacionalidad, más cultos todavía para
poder mantener la vida republicana independiente de retrocesos his
panizantes o africanizantes" (p. 47).
¿Cómo se lograba larenovatio que permitía el ascenso de los es
píritus inferiores? Desde el punto de vista teológico, la noción del
libre albedrío contenía la posibilidad de superación espiritual. Pues
to que el espíritu no es esencialmente malo ni bueno, Ortiz encon
tró en la reencarnación postulada por Kardec una alternativa para
el determinismo biológico del atavismo:
Así como tenemos hombres buenos y malos desde la infan
cia, así también hay Espíritus buenos y malos desde el principio,
con la diferencia capital de que el niño tiene instintos completa
mente formados, al paso que el Espíritu, al ser formado, no es ni
bueno ni malo, sino que tiene todas las tendencias, y en virtud de
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 189
su libre albedrío toma una u otra dirección. ["La filosofía penal
de los espiritistas", en RBC, 9.2, p. 131].
De modo que la versión espiritista del atavismo consiste fun
damentalmente en un estancamiento del progreso espiritual en el
paso de una vida a otra. Mientras los espíritus superiores han con
tinuado progresando, los atávicos sólo representan una regresión en
relación con el estado de avance de los demás.
No caben los retrocesos en la construcción de la nación. El
pensamiento político de Ortiz no puede entenderse sin referencia
a Kardec y a la posibilidad de que todos se integren al progreso
espiritual. Esta noción de "progreso" se concibe de modo orgáni
co con la evolución biológica:
La filosofía espiritista arranca de la existencia de un Ser su
premo, Dios, creador de todas las cosas y de la existencia inmor
tal de los espíritus.
Pero el espiritismo se distingue de otros credos religiosos, por
que viene a ser una teoría evolucionista del alma, teoría ciertamen
te antigua, pero cuya revivencia moderna se debe al espiritismo
y a la teosofía. En efecto, los espíritus son creados imperfectos, y
su existencia se desenvuelve a lo largo de una serie infinita de
pruebas dolorosas que lo despiertan, le fortalecen sus facultades
y lo elevan hacia los estados superiores de la evolución psíquica,
de la misma manera que, según los biólogos materialistas —Sergi,
por ejemplo—, los seres que entran dentro del campo de su visua
lidad, desde la ameba a los grandes mamíferos, progresan y se
transforman y se hacen inteligentes por el dolor en la serie infi
nita de pruebas que supone el contacto constante con el medio
ambiente.
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
I 90
El fin del espíritu es progresar, ascender, elevarse siempre y
acercarse a Dios. En la historia natural de los espíritus no hay re
gresiones; puede haber estancamientos, situaciones de quietud
pero nunca de retroceso. ["La filosofía penal de los espiritistas",
en RBC, 9.1, p. 34].
Por otra parte, la armonización de lo material y lo espiritual se
traduce en la "teoría de la belleza" que Ortiz toma de Kardec. Este
explicaba las diferencias raciales estableciendo una correlación en
tre la belleza corporal y la escala evolutiva de los espíritus. Su esté
tica racial situaba al negro en un lugar próximo al de los animales.
Ortiz cita:
El negro puede ser bello para el negro, como lo es un gato
para otro, pero no es bello en el sentido absoluto; porque sus ras
gos bastos y sus labios gruesos acusan la materialidad de los ins
tintos; pueden muy bien expresar pasiones violentas; pero no
podrían acomodarse a los matices delicados del sentimiento y a
las modulaciones de un Espíritu distinguido. ["La filosofía pe
nal de los espiritistas", en RBC, 9.4, p. 261].
En la evolución del alma, el negro iría paulatinamente despren
diéndose de los rasgos físicos que lo caracterizan para aproximarse
al blanco. Así, en la apropiación que Ortiz hace del "credo reencar-
nacionista" se observa el germen del concepto de latransculturación.
En su ensayo "La cubanidad y los negros" (1939), en el cual ela
bora la teoría delajiaco como emblema de la nacionalidad, Ortiz in
terpreta "los abrazos amorosos" del mestizaje como "augúrales de
una paz universal de las sangres [...], de una posible, deseable y fu
tura desracialización de la humanidad" (p. 6).
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 191
Ya en la década de los años treinta, Ortiz negaba las jerarquías
raciales. Pero no había abandonado las nociones fundamentales kar-
desianas acerca del progreso espiritual, presentado aquí coraodesra-
cialización. Asimismo, reemplazaba la categoría de mestizaje con el
concepto de transmigración, enriqueciendo sus posibilidades inter
pretativas:
No creemos que haya habido factores humanos más trascen
dentes para la cubanidad que esas continuas, radicales y con
trastantes transmigraciones geográficas, económicas y sociales de
los pobladores; que esa perenne transitoriedad de los propósitos
y que esa vida siempre en desarraigo de la tierra habitada, siem
pre en desajuste con la sociedad sustentadora... [Las cursivas son
mías, p. 11]'".
La noción de transmigración como un desajuste espacial y tem
poral ya se encontraba perfilada en Los negros brujos y en La filosofía
penal, libros en los cuales Ortiz aplicaba la teoría espiritista de la
evolución de las almas. El artículo "La cubanidad", fundamental
en la formulación del concepto de transculturación, desarrollaba nue
vos modos de interpretar la cultura nacional aprovechando las
conceptualizaciones kardesianas del orden espiritual. En consonan
cia con la "regresión" espiritual enEa filosofía penal o el adelanto del
medio al africano en Los negros brujos, "La cubanidad" retiene la ca
tegoría de desplazamiento para explicar el lugar del negro en la cul
tura cubana. Vale la pena detenerse en el siguiente pasaje, donde
'" Este mismo párrafo aparece reutilizado en Contrapunteo como parte de la conceptualización del concepto de transculturación (p. 102).
ARCADIO DÍAZ QUIÑONES
I 9 2
Ortiz deja ver claramente el aspecto espiritualista de su formulación
de la transculturación:
Los negros trajeron con sus cuerpos sus espíritus [...] pero no sus
instituciones, ni su instrumentarlo [...]. No hubo otro elemento
humano en más profunda y continua transmigración de ambien
te, de cultura de clases y de conciencias. Pasaron de una cultura
a otra más potente, como los indios; pero éstos sufrieron en su tie
rra nativa, creyendo que al morir pasaban al lado invisible de su pro
pio mundo cubano; y los negros, con suerte más cruel, cruzaron el
mar en agonía y pensando que aún después de muertos tenían que re
pasarlo para revivir allá en África con sus padres perdidos... ["La cu
banidad", pp. 11-12).
La transculturación tiene un aspecto espiritualista que es inne
gable. A pesar de la ausencia de referencias explícitas en los últi
mos textos de Ortiz, el aporte filosófico de Kardec a su pensamiento
no puede continuar siendo ignorado. En Ortiz encontramos la
nacionalización, la historización y la antropologización de la teoría
kardesiana sobre la transmigración de las almas. Es larenovatio que
continuaba fascinando a Ortiz. Catransculturación se construyó fun
damentalmente con base en las categorías de transmigración, despla
zamiento, progreso espiritual y evolución. No puedo comentar aquí
el Contrapunteo, pero no será difícil para el lector descubrir el espe
sor del concepto de transculturación enriquecido por el referente
de Kardec. Para Ortiz, la historia de la humanidad es también una
historia de las almas en transmigración. La lección que Ortiz tomó
de Kardec resuena silenciosamente en sus textos fundadores de la
nacionalidad cubana: el espíritu es irreductible al cuerpo.
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
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La formación de la cultura política de la exclusión
en América Latina durante el siglo XIX
Gilberto Loaiza Cano
Introducción
"L/a América Latina está hecha a la vez de ciudadanos y de exclui
dos" b con esas palabras resumió el sociólogo francés Alain Tourai-
ne uno de los conflictos que se han vuelto inherentes a la historia
política de nuestra región. Es casi connatural que el hombre común
de América Latina viva sistemáticamente separado de los asuntos de
organización y dirección del Estado; por eso cualquier intento de
cuestionamiento práctico de esa situación suele entenderse, entre las
castas de la dirigencia política, como una puesta en peligro de ese
eufemismo llamado "orden democrático".
Me limitaré a escudriñar en algunos sucesos ideológicos y al
gunas conductas de las élites intelectuales del siglo pasado que hi
cieron parte del repertorio justificador de la preeminencia de unos
individuos sobre otros en las nacientes repúblicas liberadas del do
minio español. El intelectual que recibió la inmediata herencia de
la liberación de España fue uno de los agentes fundamentales, si no
el protagonista, de la administración y la legitimación de los privile
gios obtenidos por un grupo social específico. Muchos de los ejem
plos que ilustrarán esta preeminencia de una élite intelectual en la
1 Alain Toumnt, América Latina, política y sociedad (Madrid: Espasa-Calpe, 1989), p. 89.
La formación de la cultura política de la exclusión 197
propagación de unos hábitos que se volverán virtudes en las inci
pientes y frágiles democracias republicanas los tomé del itinerario
del intelectual liberal neogranadino Manuel Ancízar (1811-1882),
quien durante su etapa de formación vivió en Cuba y Venezuela an
tes de retornar a su país de origen, en 1846".
El intelectual decimonónico
Pedro Henríquez Ureña dejó estas frases definitorias y a la vez enal
tecedoras del papel cumplido por los intelectuales hispanoamerica
nos del sigloXIX: "De 1810a 1880 cada criollo distinguido es triple:
hombre de Estado, hombre de profesión, hombre de letras. Y a esos
hombre múltiples les debemos la mayor parte de nuestras cosas
mejores". Aunque la historia detallada de ese siglo nos suministre
variados matices, esta definición sintetiza la condición prominente
de los intelectuales en la mayoría de los países del continente. El pa
pel relevante de la intelectualidad civil chilena en la limitación de los
poderes temporales de la Iglesia católica y del ejército contrasta con
la subordinación o las concesiones de la débil y escasa élite intelec
tual venezolana a las ambiciones de los militares; por alguna razón
Andrés Bello prefirió la estable perspectiva de Chile a la convulsa
vida republicana de su país natal. Pero haciendo abstracción de las
particularidades, es posible aventurar una caracterización genérica
de ese hombre letrado criollo que detentó buena parte del poder es
piritual en el transcurso del siglo pasado.
La definición de Henríquez Ureña alude a la condición ambi
valente del intelectual decimonónico: individuos que oscilaron en-
2 Esta ponencia se basa en mi ensayo inédito titulado "La formación intelectual de Manuel Ancízar (1811-1851)".
GILBERTO LOAIZA CANO
1 9 8
tre lo cultural y lo político en una época de indiferenciación en esas
dos esferas. Sintiéndose predestinados para cumplir tareas dirigen
tes en sociedades incipientes, los intelectuales hispanoamericanos
desplegaron un activismo en múltiples sentidos; desconocieron las
fronteras entre la vida privada y la vida pública, de tal manera que
se entregaron al cumplimiento de una "honrosa carrera" de servicios
a la patria. Esa alta autoestima contribuyó a orientarlos en un papel
pionero, fundacional, en muchos aspectos de la organización social;
de ahí que sea tan común en la documentación histórica de ese siglo
la abundancia relativa de archivos privados que conservan con es
crúpulo los nombramientos, reconocimientos y méritos acumula
dos en sus vidas públicas. Poseedores del privilegio demarcatorio
de la educación, se dedicaron a validarse ante el hombre ilustrado
europeo: pertenecer a una sociedad científica, literaria o artística de
Europa era una de las conquistas más apetecidas por los polígrafos
hispanoamericanos. Fueron también cosmopolitas, transnacionales,
con una difusa noción de patria; muchos sirvieron con más fideli
dad a los intereses supranacionales de la masonería que a sus comu
nidades de origen. Más que chilenos, venezolanos o neogranadinos
se sintieron ciudadanos americanos y así describieron parábolas de
hombres de mundo que contaron con la circunstancial amistad en
Europa de Michelet o Quinet o Lamartine. El éxodo, el destierro,
la diáspora, el retorno hicieron parte del intenso periplo del vene
zolano Bello radicado en Chile, del neogranadino Ancízar educado
en Cuba, del desterrado Francisco Bilbao interviniendo en la vida
política peruana, del argentino Sarmiento refugiado en Valparaíso.
El intelectual decimonónico fue el formador de los aparatos re
presentativos del poder estatal y el creador de determinadas ideas
de nación; se encargó de preparar las nuevas élites gobernantes y
crear instituciones para la instrucción básica de las masas; relativizó
La formación de la cultura política de la exclusión 2 0 1
En el mito fundador de la vida republicana encontraron buena
parte de la justificación del papel político preponderante que debería
corresponderle a una minoría blanca. Uno de los más conspicuos
exponentes de la justificación racial del papel dominante de un gru
po específico de individuos, consideraba al criollo como la "inteli
gencia de la revolución"; mientras que el indio, el negro, el mulato
y el mestizo habían sido simplemente "instrumentos militares". El
europeo americano, el español nacido en América, el hombre blanco
reunía los atributos de "legislador, administrador, tribuno popular
y caudillo al mismo tiempo"4. De tal modo que se apelaba a la di
ferenciación racial, se confería al europeo enraizado en América unos
rasgos sobresalientes y a los demás entes raciales se les adjudicaban
rasgos que servían para determinar su situación subordinada: "Es
él —refiriéndose al hombre criollo— quien guía la revolución y tiene
el depósito de la filosofía. Las demás razas o castas, en los primeros
tiempos, no hacen más que obedecer a la impulsión de los que tie
nen el prestigio de la inteligencia, de la audacia y aun de la superio
ridad de la raza blanca"5. De esa manera, un sector minoritario de
las sociedades hispanoamericanas tenía garantizado un porvenir di
rigente y a otros se les preparaba la exclusión política.
Ahora, ¿cómo a esta argumentación en favor de una supuesta
predestinación racial se le agregaba una predestinación estamental,
es decir, cómo se reivindicó para los intelectuales una situación de
privilegio? En algunos casos, como el venezolano, el influjo de los
4 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición socialde las repúblicas colombianas (París: Imprenta de E. Thunot, 1861), pp. 186-187. Sobre el pensamiento político excluyente de Samper, véase: Alfredo Gómez Mullen, "Las formas de la exclusión", en revista Gaceta (Bogotá: Colcultura, agosto de 1991).
GILBERTO LOAIZA CANO
202
jóvenes intelectuales en la organización de la república fue conse
cuencia inmediata del dramático descenso de población provoca
do por las muertes en la guerra de Independencia. En la primera
mitad del siglo XIX, fue notable en Venezuela la carencia de hom
bres preparados para las tareas civilizadoras que urgían en esos
años. Los pocos hombres ilustrados disponibles debían cumplir
faenas en todos los órdenes; un mismo grupo de personas dotadas
de las luces de la educación debía entregarse a cumplir funciones
económicas, políticas e intelectuales. Eran hombres jóvenes y refi
nados sin ningún nexo protagonice con las contiendas libertadoras,
provenían del excluyente y precario sistema educativo que preva
lecía hasta entonces; tan excluyente y precario, que se ha podido
afirmar que el hecho de ser intelectual en Venezuela, entre 1820 y
1850, significó pertenecer a un sector muy privilegiado "por lo es
caso de los recursos e instituciones educativas del país". La aspira
ción a un título universitario durante el siglo XIX en ese país no sólo
implicaba satisfacer las comprobaciones de legitimidad y pureza de
sangre; también había que pertenecer a una clase social suficiente
mente elevada que pudiese cumplir con la escrupulosa y puntual
entrega de 200 a 500 pesos. Esta situación dejó cifras reveladoras:
el 66% de los estudiantes universitarios de Caracas procedía de fa
milias de hacendados y altos funcionarios; el 23% provenía de la
clase media compuesta por profesionales y funcionarios municipa
les; apenas el 1,5% estaba compuesto por hijos de artesanos y em
pleados públicos menores .
El exclusivismo de la intelectualidad de Venezuela en la prime
ra mitad del siglo pasado se medía, entonces, por su escasez numé-
6 Elke Nieschulz de Stockhausen, "Los periodistas en el siglo XIX, una élite", en Anuario, N° 1 (Táchira: Universidad Católica, 1982), p. 239.
La formación de la cultura política de la exclusión 203
rica, por su refinamiento, por el cumplimiento de múltiples funcio
nes y por el carácter imprescindible en el juego de poder. Para el ré
gimen de José Antonio Páez fue vital contar con el vínculo de estos
jóvenes talentosos que suplían la ineficiencia dirigente de muchos
militares. Ante la carencia de un número adecuado de intelectuales,
eran muy bienvenidos los intelectuales inmigrantes y los casos ex
cepcionales de individuos que lograron encumbrarse culturalmente
con una formación autodidacta. Por eso fue muy frecuente durante
el predominio político del general Páez el retorno de aquellas fami
lias que habían huido de las luchas cruentas de la Independencia.
Así llegaron jóvenes brillantes educados en Europa, Estados Uni
dos o Cuba, como Santos Michelena o José María Vargas, activos
promotores de la reorganización económica, política y educativa de
Venezuela. Aunque su retorno inicialmente estuvo acompañado de
hostilidades y reproches, terminaron convertidos en seres indispen
sables para el manejo de delicados asuntos de Estado7.
Provistos de la convicción de los atributos acumulados y por el
carácter imprescindible y pionero en sociedades incipientes, estos
intelectuales se encargaban de reivindicar para sí un papel promi
nente. Fue el caso del neogranadino Manuel Ancízar (1811-1882),
educado y finalmente perseguido en Cuba por sus vínculos con la
masonería que conspiraba contra el régimen colonial de la isla. Los
jóvenes intelectuales que, como Ancízar, llegaban para contribuir
en los procesos de organización de las nacientes repúblicas tenían
clara su misión histórica; su gloria no era de la misma índole de los
' José María Vargas tuvo gran influencia en el régimen de Páez y fue durante el lapso de 1837 a 1839 presidente de Venezuela, en un agitado paréntesis civil del caudillismo militar. Santos Michelena fue, entre tanto, un hábil diplomático y por mucho tiempo ministro de Hacienda.
GILBERTO LOAIZA CANO
204
guerreros de la Independencia, sus batallas eran más silenciosas y
sus victorias menos visibles, pero quizás más perdurables. Estaban
basadas en la creación de un nuevo tipo de sociedad, según las con
vicciones de su liberalismo genérico, su voluntad racionalizadora,
su relativo escrúpulo científico. Los portadores de los mensajes ilus
trados eran el remplazo histórico de los hombres de espada, las nue
vas sociedades exigían hombres dotados de las luces de la educación
que desde el libro, el gabinete, la tribuna, el periódico, adelantarían
su misión civilizadora. Así solían enunciar las virtudes de un esta
mento imprescindible en la organización de las nuevas repúblicas:
La mano del tiempo nos ha traído otras necesidades tan im
periosas como las pasadas y otras labores de igual importancia
relativa, si bien de índole diversa por cuanto ellas no pueden ser
consumadas por esfuerzos físicos, sino intelectuales: a la pujan
za del brazo es menester sustituirla por la pujanza de la inteligen
cia, para corresponder al clamor de las exigencias actuales [...].
Si nuestros mayores hubieron de educarse para los campos de ba
talla, la nueva generación tiene que atesorar luces para los traba
jos de gabinete, so pena de encontrarse fuera del puesto que el
transcurso de los años le ha señalado inútil para sí misma y para
la patria8.
Durante su estadía en Venezuela, de 1840 a 1846, Ancízar con
tribuyó a la fundación de la Biblioteca Nacional y de la asociación
intelectual denominada Liceo Venezolano, regentó el Colegio Na
cional de Carabobo, fundó el periódico El Siglo, fundó y dirigió en
8 Manuel Ancízar, "El Liceo Venezolano", en El Siglo (Valencia: s. d., enero 28 de 1842).
La formación de la cultura política de la exclusión 205
Valencia un ateneo literario, fundó y dirigió una caja social de aho
rros. Es decir, fue un activo creador de institucionalidad cultural,
un organizador en diversos frentes de las élites dirigentes venezo
lanas. Estuvo a punto de fijar residencia definitiva en ese país has
ta que la Nueva Granada le encomendó una labor diplomática como
antesala de su llegada a colaborar en el gobierno del general Tomás
Cipriano de Mosquera.
La soberanía de la razón
La filosofía sensualista de Condillac y su continuación en Destutt
de Tracy conformaron, hasta el inicio de la década de 1830, el pen
samiento filosófico por antonomasia de los liberales hispanoameri
canos, el más nítido nexo con los ideales ilustrados de la Revolución
Francesa. Pero en la confusión ideológica de la primera mitad del si
glo XIX, florecieron otras opciones que entrañaron una ruptura con
la tradición filosófica de la Ilustración. Así se verificaron adhesio
nes hacia un representante del liberalismo moderado, coadjutor de
la Restauración en Francia y hegeliano bastante superficial, como fue
Víctor Cousin.
¿Qué implicaba adherirse a las tesis del filósofo francés? El año
1815 había marcado en Europa no sólo una reacción política viru
lenta contra los legados de la Revolución Francesa. En lo filosófi
co y en lo literario indicaba una ruptura con el materialismo de los
ilustrados y un retorno al misticismo que ambientó el nacimiento del
movimiento romántico. Los llamados ideólogos, como Destutt de Tra
cy y Pierre Cabanis, quedaron revaluados como los últimos repre
sentantes de la gloriosa tradición filosófica del siglo XVIII. Mientras
tanto, regresaba a Francia, procedente de Alemania, Víctor Cousin
(1792-1867). Al iniciar sus lecciones de 1818, en la Escuela Ñor-
GILBERTO LOAIZA CANO
20Ó
mal primero y luego en la Universidad de París, Cousin expuso los
fundamentos de un sistema de filosofía moral basado, dicen que
mediocremente, en las enseñanzas que había recibido de su amigo
Hegel y de Tenneman, un discípulo de Kant que era autor de una
Historia de la filosofía cuya traducción al francés fue confiada al pro
pio Cousin. Junto con Rover Collard, el introductor en Francia de
la escuela escocesa del sentido común, Víctor Cousin dominó el es
cenario académico del país durante la primera mitad del siglo. Más
claramente que aquél, se convirtió en el representante filosófico de
la monarquía constitucional de Luis Felipe, impartiendo su filoso
fía ecléctica y dirigiendo la instrucción pública francesa. Estuvo ín
timamente vinculado con sociedades secretas y, al lado de Guizot,
Thiers, Constant —los doctrinarios—, se encargó de justificar ideoló
gicamente la autoridad religiosa y política que se impuso durante
la Restauración. Además, era una generación de pensadores y polí
ticos, en Francia, muy cercana en actitudes y propósitos a los jóve
nes intelectuales hispanoamericanos, compartían el sentimiento de
cumplir una labor trascendente atribuida a la nueva aristocracia de
la inteligencia. Eran, según palabras del hábil ministro Frangois
Guizot, los hombres encargados de construir la nueva nación des
pués de la actividad demoledora de la Revolución9.
Seguir las tesis de Cousin, por tanto, podía implicar algo más
que adherirse a una doctrina filosófica; era tal vez acoger una teo
ría de la sociedad que sirvió de soporte a la Restauración en Fran
cia. Para 1830, ya se conocía en el nuevo continente su traducción
del Curso de historia de la filosofía moderna, cuya introducción anun-
9 Sobre esta generación de intelectuales en Francia, véase el estudio del sociólogo Pierre Rosanvallon tituladoLí moment Guizot (Rrís: Editions Gallimard, 1985).
La formación de la cultura política de la exclusión 207
ciaba el nacimiento de una nueva corriente filosófica, la del eclecti
cismo; más tarde se leyó su escrito De lo verdadero, de lo bello y del
bien, que, aunque publicado en 1838, contenía sus lecciones de 1818.
Y también se conocía y discutía con ardor su Examen crítico de la
filosofía de Loche, publicado en 1830, definitivo ajuste de cuentas con
las teorías sensualistas.
La querella antisensualista adquirió en Cuba relieve importan
te a fines de la década de 1830. Los hermanos Manuel y José Zaca
rías González del Valle, más el primero que el segundo, se habían
dedicado a la aclimatación de esa nueva corriente. En 1840 publica
ron, el primero, unos Rasgos históricos de la filosofía y, el otro, un con
junto de artículos sobre Psicolojía según la doctrina de Cousin. Entre
tanto, revistas como la Cartera cubana contenían los artículos de un
agudo Filolezes, seudónimo del influyente escritor cubano José de
la Luz y Caballero, quien se convirtió en el más tenaz contradictor
de las novedades del eclecticismo. Ésta fue la época de debates ideo
lógicos mejor conocida como lapolémica cubana, en la que se discu
tió intensamente acerca de los métodos de enseñanza de la filosofía
en la isla; se evaluó la filosofía de Condillac y se expuso abiertamente
la corriente de Cousin. La importancia de esta polémica en Cuba
reside en que diseminó el tema por el resto de América. Por aquella
misma época, 1840, Andrés Bello, en Chile, ya concebía suFilosofia
del entendimiento y traducía laRefutation de Teclectisme, escrita por Pie
rre Leroux, un discípulo inconforme de Cousin. Mientras tanto, en
Venezuela, se enfrentaban los profesores de filosofía Rafael Acevedo
y Fermín Toro, quien más tarde sería apoyado en su reivindicación
de las tesis de Cousin por el joven Manuel Ancízar.
Más allá de un debate sobre el sensualismo y sobre la imposi
ción de textos de enseñanza de la filosofía para las élites latinoame
ricanas, estaba en disputa una concepción de la sociedad que venía
GILBERTO LOAIZA CANO
2 0 8
filtrada en la obra del filósofo francés. Hubo en el siglo XIX una
eximia tradición de buscar en la lógica y en la psicología justifica
ciones para la actividad política. Por eso abundaron en América La
tina los libros de filosofía del entendimiento que protocolariamente
eran redactados con el fin de recrear una interpretación de un orden
social ideal; eran adaptación o traducciones de obras originalmente
inglesas o francesas, y el aporte intelectual del letrado criollo se re
ducía a un prólogo justificatorio de la intención y a reordenar el ma
terial original según énfasis deseados.
Examinando las Lecciones de psicolojía de Manuel Ancízar, pu
blicadas inicialmente en Caracas, en 1845, podemos comprender los
alcances de una corriente filosófica que argumentaba a favor de la
exclusión de la mayoría de los hombres de la actividad política y les
asignaba un papel destacado a aquellos iluminados por los benefi
cios de la razón. No sin antes advertir explícitamente en el prólogo
que su libro era una búsqueda de sustento filosófico a la actividad
política:
Ruego que no se juzgue este compendio de las teorías ecléc
ticas ciñéndose a lo que en él literalmente aparece, sino exami
nando la índole de los jérmenes que tienden a sembrar en la in-
telijencia de los jóvenes, i teniendo en cuenta la feliz aplicación
que de ellas puede hacerse a nuestro réjimen social10.
Después de exponer los atributos y las facultades del alma con
siderada en sí misma, Ancízar pasa a la parte más interesante, que
Manuel Ancízar, Lecciones de psicolojía (Bogotá: Imprenta del Neogra-nadino, 1851), pp. I-1I. De la edición caraqueña de 1845 se conservan algunos manuscritos en el archivo familiar.
La formación de la cultura política de la exclusión 209
es el estudio del alma en relación con el concepto de libertad, con
el hombre y la sociedad, con la naturaleza y, por último, con Dios.
Sin duda, cuando arriba al momento de analizar las relaciones del
alma con la sociedad, sus Lecciones expresan más claramente la po
sición que asume el autor acerca de las condiciones ideales de una
sociedad. Acepta que, por naturaleza, "todos los hombres traen un
mismo origen; todos se hallan dotados de alma inteligente, amante
y libre, servida por órganos semejantes de sensación, expresión y
locomoción"; pero, constituida la sociedad, esa natural igualdad se
desvanece y se imponen, como elementos diferenciadores entre los
hombres,
sus disposiciones individuales para la industria y las ciencias
estableciéndose un sistema ordenado, en el cual si bien todos los
asociados tienen deberes que llenar y derechos de que gozar, no
son iguales para todos ni enteramente comunes a la generalidad,
sino que muchos son peculiares al lugar social que los individuos
van ocupando según su capacidad y su mérito".
Así aparece formulado el principio de la "desigualdad perso
nal" que suplanta al de la igualdad absoluta tan caro en la tradición
rousseauniana. Para Ancízar, el ya lejano principio de la igualdad
absoluta destruía "el principio altamente social de las recompensas
señaladas para las grandes virtudes, negándose al propio tiempo la
capacidad que tienen los individuos de levantarse por esfuerzos de
su espíritu"12.
11 M. Ancízar,op. cit,pp. 302-303. 12 M. Ancízar, "Lecciones de moral", manuscritos conservados en el Ar
chivo Ancízar.
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Reclamaba, en consecuencia, la selección de los mejor capaci
tados para ingresar en el ejercicio activo de la política. Debía haber,
según él, una "división natural de los asociados" basada en "dife
rencias accidentales pero importantes de organización, grados di
versos de ilustración o de riquezas, i otras muchas circunstancias
individuales que tienden a diferenciar a los hombres".
Aquí tenemos un pensamiento altamente selectivo en que la ra
zón, la ciencia y la riqueza se conjugaban como factores primordia
les para definir quiénes podían desempeñar el papel de ciudadanos
activos. La teoría de la soberanía de la razón, la "teoría del siglo"
como la denomina el sociólogo Pierre Rosanvallon, desplazaba la
teoría de la soberanía del pueblo; de ese modo se imponía una idea
restringida y excluyente de la representatividad política.
La masonería y la asociación de voluntades
No se apeló sólo a la adaptación y difusión de ideologías para darle
legitimidad a la selección de los más ilustrados, capaces y ricos como
exclusivos ciudadanos activos. También se acudió a la creación y la
expansión de hábitos que devendrían, con la frecuencia y el tiempo,
"virtudes" señaladoras de las debidas distancias entre dominantes
y subordinados, entre aristocracia y plebe, entre hombres refinados
y los guaches de sombrero y ruana.
La masonería había sido antes y durante la gesta emancipadora
un núcleo inspirador de la subversión intelectual contra la opresión
hispánica. Luego de la independencia, fue adquiriendo los rasgos
de un tipo de sociabilidad de las élites altamente selectivo, cuyos es
trictos y simbólicos ritos de acceso, de iniciación y de ascenso fija
ban las fronteras de separación y de distinción con respecto al resto
de los individuos.
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Es bueno hacer precisiones para el singular caso de Cuba, don
de la masonería tuvo que debatirse entre organizar eventos conspi-
rativos contra la Corona o reunir y seleccionar la minoritaria élite
blanca de la isla. En Cuba, la masonería no tuvo una figuración uni
forme, puesto que hubo divisiones según los influjos externos: la
masonería de influencia francesa proveniente de los blancos que
huyeron de Haití; la masonería de raigambre española; la masone
ría de influencia norteamericana y más exactamente vinculada con
la Gran Logia Yorquina, a la que se deben los vehementes proyec
tos anexionistas que proliferaron en la isla. Desde la masonería se
alentó la formación de la Real Sociedad Patriótica de La Habana,
nicho del pensamiento liberal criollo que estuvo en constante polé
mica con los miembros de la Capitanía general. Temerosa de inci
tar una sublevación que produjera una rebelión de la mayoritaria
población negra, los criollos cubanos prefirieron conformarse con
buscar un papel dirigente en el desarrollo de actividades de educa
ción en ese país. Por eso no fue extraño que, con tal de fijar distan
cias con los negros, prohibieran el acceso de los pocos individuos
letrados de esa raza a la Real Sociedad Patriótica. Más evidente
mente racista fue la reglamentación de la Gran Logia Yorquina Cu
bana, la cual exigía no admitir ni negros, ni mujeres, ni pobres ni
minusválidos; apenas tenían cabida los blancos peninsulares y los
criollos ricos:
Para ser recibido masón no sólo son necesarios los requisitos
que se expresan en artículo primero (creer en el Gran Arquitec
to del Universo y no haber delinquido) sino que el individuo que
aspire a ello no debe ser pobre de solemnidad: ha de gozar de pú
blica buena reputación: debe tener veintiún años cumplidos por
lo menos: de nacimiento libre: sin falta de miembro alguno: sin
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deformidad de su figura; de organización perfecta en sus senti
dos: que no sea eunuco; ni se admitirán mujeres13.
Mientras tanto, en Venezuela, desde la masonería se prepara
ron sutiles y efectivas redes hegemónicas mediante ia fundación de
instituciones que reunían a la capa selecta de los escasos intelectuales
activos en ese país. La Logia América de Caracas, a partir de la
mitad del decenio de 1830, se encargó, parafraseando a Lerminier,
de derramar el saber sobre la cabeza del pueblo al preparar ambi
ciosos proyectos culturales. En asocio de intelectuales nacidos en
Venezuela y otros provenientes de Cuba, la Logia América creó la
publicación Liceo Venezolano, una versión quizás más modesta de la
influyente revista Bimestre Cubana, presidida por Manuel Ancízar.
Desde la instalación de la revista, el presidente se propuso la forma
ción de la biblioteca pública nacional14. Y fue a través de los víncu
los con la masonería caraqueña que Ancízar recibió del general Páez
la misión de "civilizar" la abandonada región de Valencia: inicial-
mente fue nombrado director del Colegio Nacional de Carabobo
y del Colegio Nacional de Abogados; luego fundó y dirigió el pe
riódico El Siglo, la Caja de Ahorros, el Ateneo Literario Carabobo
y la Sociedad Patriótica a la cual se afilió más tarde su amigo Agus
tín Codazzi.
En la Nueva Granada, con la presencia del mismo Ancízar, un
grupo connotado de intelectuales civiles se encargó de crear una
13 Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, Sala Cubana, Manuscritos Vidal Morales, T.V., N° 43.
14 Sobre el nacimiento del Liceo Venezolano y la consiguiente campaña en favor de la biblioteca nacional, véase tlCorreo de Caracas, desde octubre de 1840 hasta febrero de 1841.
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sociabilidad que distinguiera y diferenciara a aquellos hombres que
se autoconsideraban iguales entre los superiores. La Sociedad Pro
tectora del Teatro y la Sociedad Filarmónica surgieron de los miem
bros de la recién fundada Logia Estrella del Tequendama, en 1849.
Una revisión de sus reglamentos deja entrever el deseo de halagar
las "conductas intachables" y sancionar cuanto se consideraba se
ñales de mal gusto. Desde esas sociedades artísticas, sus directivos
—miembros a la vez de la logia mencionada— imponían a los artis
tas y al público las reglas del que cabía definir, en su momento, co
mo el buen gusto burgués. Se seleccionaban las piezas que podían
ejecutarse y eran vigilados los ensayos. Desde los precios de las en
tradas hasta la exigencia del por entonces novedosq/rac, había una
sutil o explícita exclusión de los demás. Así quedaban señalados de
terminados lugares e instituciones como los nichos de convivencia
exclusiva de aquellos que, según palabras del cronista Cordovez
Moure, detentaban una "honrosa posición social". Este grupo de
intelectuales civiles de raigambre liberal, que tuvo protagonismo a
mediados del siglo pasado en la Nueva Granada, tenía previsto im
poner modos de vida, convenciones, reglas, requisitos de ingreso,
estatutos, vigilancia de comportamientos, cuanto podía insinuar
distancia, exclusivismo, honra específica de ciertos individuos.
En definitiva, crear desde la masonería estas extensiones en la
orientación de la vida mundana producía una conveniente ilusión
de ubicuidad, lo que implicaba hacer a un lado a esos demás infe
riores, fatalmente condenados a ser la masa subordinada de la his
toria política de nuestros países.
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