VIDA DE PABLO VI GARCÍA-SALVE, S.l.
OBRAS DEL MISMO AUTOR
YO ESTRENE MI JUVENTUD (Edit. El Mensajero).
VIA CRUCIS PARA JÓVENES (Edit. Hechos y Dichos).
LA JOVEN QUE DESPERTÓ MUJER (Edit. Studium).
CIPRÉS DE HOMBRE (Edit. Studium).
MURIÓ EN RUTA (Edit. Studium).
ASI PIENSA PABLO VI (Edit. Desclée de Brouwer).
FRANCISCO GARCÍA-SALVE, S. J.
VIDA DE PABLO VI
&
1964 Editorial EL MENSAJERO DEL CORAZÓN DE JESÚS
Apartado 73.—BILBAO
Imprimí potest: J. EMMANÜEL VÉLAZ, S. J.
Praep. Prov. Loiolae
Nihil obstat: JOSEPHUS VELASCO, S. J.
Censor Eccles.
Imprimatur: PAULUS, Episcopus Flaviobrigensis
Bilbai, 5 octobris 1964
Q Editorial "El Mensajero del Corazón de Jesús" B I L B A O
Depósito Legal: BI-1519-1964 Núm. Registro: 4876-1964
IMPRENTA ENCÜADERNACIONES BELGAS.—BILBAO
«Habéis dado a la Iglesia un hombre que posee todas las cualidades en grado eminente».
Pío XII
«De haber estado usted en el Conclave, el Papa seria usted».
Juan XXIII
A Seve y José Ramón, matrimonio feliz y padres ejemplares... de vuestro hermano.
COMO SI FUESE UN PROLOGO
"Para que sepáis también vosotros mi situación, qué es lo que hago, todo os lo hará saber el hermano querido y fiel ministro del Señor, a fin de que estéis al cabo de nuestras cosas y que conforte vuestros corazones".
SAN PABLO
...para decirte, sin retórica, que el primer fruto de esta vida de Pablo VI ha sido mi propia persuasión en la valía excepcional de este Papa. Algo ya vislumbraba cuando empecé a escribirla, pero al contacto con documentos, testimonios, realizaciones, anécdotas y, sobre todo, con sus ideas y criterios, me he persuadido.
...para animarte, sin peternalismo, a que leas con frecuencia esta vida del Papa, leerla en familia, a los jóvenes... leerla muchas veces, hacer que otros la lean, y que crezca en todos el amor grande que deben tener los cristianos al Vicario de Jesucristo.
...para agradecer, con gozo, la desinteresada y pronta cooperación de los PP. Enrique Larracoechea y José Ramón Arrizabalaga.
Termino de escribir estas líneas en el Palacio de los Borgias, la familia española sin duda más vinculada al Pontificado.
Gandía, 17 de setiembre de 1963.
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P R O L O G O a la segunda revisión
Demoras justificadas hicieron que esta Vida de Pablo VI, dispuesta ya para la imprenta, retrasase un año su salida. No fue un tiempo baldío. Múltiples anotaciones perfilaron el texto y se enriqueció con nuevos capítulos interesantes para poner al día la historia.
Es palmario que después de mi libro Así piensa Pablo VI (1) me bastarían muy pocas horas para salpicar esta vida con citas de sus discursos y apuntalar así muchas de mis opiniones; pero creo que esto sólo serviría para alagar a unos cuantos hipercríticas y para cansar a todos los lectores. No vale, por tanto, la pena (2) .
Además, las aglomeraciones son siempre peligrosas, hasta en literatura. La farragosa acumulación de datos
(1) Con un prólogo del Cardenal Bea. Editorial Desclée de Brouwer. Bilbao, 1964.
(2) Hago mías las palabras de Emil Ludwig: "Nosotros, los ilegítimos, que vivimos en la anticuada concepción de que escribir es un arte, del cual nadie sufre examen oficial, hemos advertido la coquetería de las anotaciones al pie, que cuelgan como un peso muerto y sólo dificultan la marcha de la lectura, descubriendo, por lo tanto, una impotencia en el constructor" Perdón por ésta mi segunda y última nota.
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llega por ahogar al biografiado. Procuré siempre que ni se deformase la figura de Pablo VI por un placer infantil de pintarlo todo en primer plano, ni perdiese brío la corriente vital por estancarla en demasía con pormenores nimios.
Quede así por ahora en espera de nuevas ediciones a las que habrá que añadir, sin duda, actuaciones importantes de Pablo VI.
Gracias a cuantos hicieron lo posible por retocar mi obra. Gracias incluso a los que hicieron lo imposible para que firmase estas líneas en plena Sierra Morena.
Córdoba, 13 de julio de 1964.
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PARTE PRIMERA:
Infancia y formación
I.—La encrucijada y el hombre
"Vaso de elección es éste para mí, destinado a llevar mi nombre delante de las naciones y los reyes y los hijos de Israel".
HECHOS DE tos APÓSTOLES
¿Quién es este hombre que aclamado de la multitud, sobre la silla gestatoria, bendice y sonríe?
Es alto, de mirada serena, majestuoso en las formas y sobrio de ademanes. Mirada fría, pero con un rescoldo entrañable de amor. Algo le arde dentro. Ascético y enjuto como aquel Pío XII siempre recordado, de palabra cálida, paternal y bueno como el Papa Juan a quien todos lloramos.
¿Quién es este hombre, que en el ápice de la gloria humana, sobre un mar de cabezas reverentes, pasa sencillo?
La figura de Juan Bautista Montini, Pablo VI, desde la histórica mañana del 21 de junio, es de una talla rele-
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vante. Es uno de esos hombres que sólo la gubia de un Berruguete o el escoplo de un Miguel Ángel, es capaz de esculpir. Es de esos hombres gigantes que pasan por la vida con una estela luminosa y limpia, destacando entre la vulgaridad mediocre de los hombres.
Pablo VI es, para nosotros los católicos, el Papa, «el dulce Cristo en la tierra». Como hombre y sobre todo como Papa, tiene su vida el atractivo entrañable de algo muy nuestro. Es la Cabeza visible de la Iglesia.
Urge, con urgencia de amor, conocer la historia del Papa.
Es necesario conocer para amar. A raíz de su elección, la prensa, radio y televisión, nos
dieron múltiples aspectos de su vida. Proliferaron aquí y allá, anécdotas simpáticas que ponen de relieve la grandeza de este hombre. Un año de pontificado orienta. Me bastará por eso recoger aquí, de un modo ordenado y sintónico, cuanto he leído disperso en muchas partes; presentar la figura del Papa en todo su relieve espiritual y humano.
Escribo con el placer de mostrar una gran figura. Estoy persuadido, y creo firmemente no equivocarme, que nos encontramos ante un hombre de una talla excepcional. Un hombre que ha de llenar el gran hueco dejado por los dos Papas que le precedieron. Un hombre que ha de saber llevar a la Iglesia, en un mundo difícil y torturado, por los caminos de la verdad, la justicia y la caridad.
Pablo VI un hombre enérgico y a la vez dulce; un hombre de avanzada, de vanguardia y a la vez prudente y cauteloso; un hombre intelectual, amante de la lectura y del estudio y, al mismo tiempo, activo, de ritmo enérgico y vital. Un hombre a quien su vida pública y privada han definido en una postura rectilínea y clara. Los ojos de muchos estaban puestos en Él. Hoy todo el mundo le contempla. Una pausa de expectación se abre interrogante ante su persona.
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Calmados ya los primeros fervores, pleamar de afecto masivo, es la hora de pulsar una vida sin el jadeo apresurado de quien bate un record contra reloj.
Con la serena perspectiva de un año de pontificado podemos acercarnos con objetividad a Pablo VI, sin que sean sólo esperanzas lo que apuntemos sino realidades.
Pablo VI, después de unos meses de toma de contacto que han sido un volver a recordar sus largos años en el Vaticano, ha empezado a realizar con plenitud un programa definido y concreto.
Se espera mucho de Él. Las circunstancias conciliares de la Iglesia, le sitúan en una encrucijada difícil, que sólo un pulso recio y firme, guiado por un cerebro clarividente, con el aliento de un corazón bueno, podrá solucionar.
En medio de esta encrucijada hay un hombre. Es el hombre de la esperanza porque ha demostrado una visión amplia de la Iglesia que es, sin duda, el gran tema de Montini. Ha sido el Espíritu renovador, el Cristo Redentor que hace nuevas todas las cosas, el que ha puesto al Cardenal Montini con el fuego de Pablo al frente de su Iglesia. Y es tal la fe de Pablo VI en la fuerza vital intrínseca de la Iglesia, en el valor esencial de su mensaje, que tiene como una obsesión el hacer que la Iglesia tome su propia iniciativa, personal, independiente y libre de influencias externas, que pueden dar, al menos, la impresión de que la Iglesia se defiende en retaguardia y sólo actúa a impulso de una urgencia que le crean los enemigos. No. La Iglesia en vanguardia «descubriendo en su propio seno su originalidad».
Estas son sus palabras; pronunciadas en la Catedral de Milán, son ahora una consigna.
—«Se habla hoy de unidad de la Iglesia, como de una necesidad constitucional. Pero creemos que no solamente hemos de preocuparnos de los que se encuentran fuera de la casa paterna, sino que necesitamos también, nosotros los católicos, que tenemos la suerte y la responsabilidad
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de habitar la casa paterna, alcanzar un sentido de unidad de la Iglesia más profundo, más vivo y más activo».
Sobre esta base de la unidad de la Iglesia bien firme, sin irenismos peligrosos, hemos de construirnos nuestra ruta propia y personal sin antis infecundos que sólo sirven para distraer nuestro caminar. Sigue el Cardenal manifestando una vez más una idea muchas veces repetida en sus escritos:
—«Si realmente queremos vivificar el mundo moderno, el cristianismo deberá no preocuparse de cambiar las ideas y los programas de los otros, ni dejarse someter por las formas extranjeras y adversas, sino descubrir en su propio seno, en su originalidad, en su vitalidad, los principios y energías que le permitan comprender y aconsejar al mundo moderno y acercarse a él, pero para renovarlo, salvarlo y rescatarlo».
Terminante y claro, sin dudas nefastas y peligrosas nebulosidades impropias de un hombre clarividente y lleno de fortaleza de Dios.
Las circunstancias de la Iglesia, empeñada en esta orientación, es interesante. Y como decía hace poco el arzobispo de Montreal: «La marcha de la Iglesia es irreversible. El Concilio no acabará porque la Iglesia permanecerá conciliar; los obispos se reunirán en Roma con frecuencia».
La pronta colaboración de todos, el encauzamiento de las más nobles iniciativas, han de dar a la Iglesia esa eficacia y esa actualidad que, en medio de esta crisis del mundo por el acoplamiento de estructuras, han profetizado los mejores.
«Estamos implicados en una obra magnífica y alegre... Si debemos sustraernos a los males presentes hace falta que ello sea, marchando hacia adelante... El mundo envejece; la Iglesia está siempre joven...» Estas palabras del Cardenal Ne-wmann son ratificadas cada día por el deseo
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de cuantos sienten el problema de la Iglesia y no se dejan ofuscar por un cerril integrismo que reduciría a la Iglesia «encarnada» a una pieza de museo.
Hoy parece evidente, pasada ya la perplejidad primera, que a la Iglesia teándrica, sólo le queda un rumbo legítimo: perpetuar su misterio encarnándose en el mundo. Y son muchos los que repiten con el Cardenal Suhard que «el pecado más grande de los cristianos del siglo XX, aquél que sus descendientes no les perdonarían, sería el de permitir que el mundo se haga y se unifique sin ellos, sin Dios —o contra El—; sería también el de quedar satisfechos para su apostolado con recetas y fórmulas. Y el mayor honor de nuestro tiempo pudiera ser el haber emprendido lo que otros llevarían a buen fin: un humanismo a gusto del mundo y de los designios de Dios. Con esta condición, y sólo con ella, podrá crecer la Iglesia, llegando a ser, en un porvenir inmediato, el centro espiritual del mundo».
Es algo incuestionable. Pablo VI tiene conciencia de estas directrices de vanguardia de la Iglesia y ha gustado repetir estos criterios que son patrimonio común de sus predecesores. A Pío XII le oyó decir, en el lejano 13 de mayo de 1942, estas palabras con las que claramente marcaba el camino: «Para un alma cristiana que valora la historia con el Espíritu de Cristo, no puede haber cuestión de vuelta al pasado, sino sólo del derecho de avanzar hacia el porvenir y de superarlo».
Frente a un mundo en crisis de crecimiento y unidad, insatisfecho, que revaloriza a la persona, mientras paradójicamente idolatra a la máquina; frente a este mundo torturado y materialista se levanta la Iglesia Madre y Maestra. Esta es la encrucijada.
Ciertamente hay una gran misión que realizar en estos instantes dentro de la Iglesia. Es Pablo VI el hombre del momento.
¿Quién es éste hombre? Avancemos paso a paso por su vida, para rastrear y
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compulsar la valía de Pablo VI. Ya sé, soy consciente —terriblemente consciente— de que la letra siempre nace muerta y traiciona.
Sé que la vida de un hombre nunca puede encerrarse en un libro. Queda fosilizada. Y los grandes hombres son más propensos al riesgo, porque una gran vida no puede encajonarse en unas cuartillas. Saldrá siempre mutilada. Habría que inventar una leyenda para comprender a ciertos hombres. Con todo, es preciso correr ese riesgo, vislumbrar, al menos desde lejos, la cumbre; con el atractivo fascinante que las cumbres ejercen sobre las almas. Toda biografía presenta un modelo, y cuando la biografía es de un hombre eximio, es además un impulso y un acicate en nuestras vidas vulgares.
No me interesa tanto el dato concreto y seco, cuanto el latido vital que pueda captarse en una escena, en una anécdota, en una frase dicha al desaire...
Por eso, a veces, sobre la base siempre real de un suceso, soñaré un ambiente y hasta unos diálogos que nos transmitan el calor de algo vivido. En definitiva, me importa sobre todo, la vida real de Paulo VI. Acercarme a este hombre de Dios, y sentir el pulso inmenso de su corazón, que late en el ámbito de toda la Iglesia.
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II.—El hogar Montini
"Mas cuando plugo a Dios, me reservó para si desde el seno de mi madre y me llamó para su gracia".
SAN PABLO
Concesio es un pueblo del Píamonte cercano a Brescia, todo ello al norte de Italia. Un pueblo pequeño, apacible y tranquilo, entre verdor de montañas y frescos riachuelos.
La alegría de sus viñedos y sus huertos se contagia en los vecinos. Las pocas casas que forman el municipio de Concesio se esparcen salpicadas sin más orden que la propia conveniencia de sus dueños. Y todo en un lento crecer natural. Nada es aquí sorprendente ni prefabricado. Lo súbito no es humano.
Concesio es un pueblo de amante artesanía y cada casa es el sueño fraguado de sus moradores.
El honrado matrimonio, Don Jorge y Doña Judit, venían desde Brescia a pasar sus temporadas de descanso a
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este rincón de paz. Un gran caserón de piedra, portalón amplio, con sus estrellas de cinco puntas y un balconcillo barroco donde pondría Doña Judit sus tiestos. Junto al balconcillo barroco, una ventana nos indica la habitación donde nació el Papa. Una tapia, que rodea en parte la casa, cerca la pequeña huerta que es a la vez jardín y sitio de recreo. En este pueblo idílico, a cuarenta millas de Sotto il Monte, donde nació el Papa Roncalli, había de nacer unos años después su sucesor Pablo VI.
El 26 de Setiembre de 1897 el pueblo de Concesio se llenó de rumores nocturnos. De boca en boca, corría la noticia:
—Doña Judit, ha tenido un niño. Eran las diez de la noche. Hora tardía de intimidad en
un pueblo. Los más cercanos a la familia Montini, visitan al ma
trimonio y acarician a aquel niño que duerme ya en su cunita.
El otoño en Concesio es plácido como un atardecer perpetuo. Para la familia Montini fue un otoño de alegría inmensa, porque un nuevo niño venía a alegrar su hogar. El pequeño Luis que ya andaba con pasos balbucientes, miraba con ojos grandes a su hermanito. Don Jorge acariciaba satisfecho sus destacados bigotes.
Cuatro días más tarde en la parroquia de San Antonio, fue bautizado aquel niño, a quien se le pusieron los nombres de Giovanni Battista Enrico Antonio María. Hoy, junto a la pila bautismal, una lápida recuerda su nombre.
Un niño es siempre un enigma limpio, un interrogante de sueños para los padres. Nadie pensó que tenían allí al futuro Papa Pablo VI.
Soñamos grandes cosas, pero nunca tanto. Fue en 1940 cuando el matrimonio Montini fue reci
bido en audiencia privada por Su Santidad Pío XII. Don Jorge y Doña Judit se trasladan a Roma con la emoción contenida ante la expectativa de poder hablar personal-
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mente con Su Santidad. Pasarían unos días en Roma junto a su hijo Bautista encumbrado ya al cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado.
Fue una audiencia memorable que emocionó intensamente al matrimonio.
Juan Bautista Montini introdujo a sus padres, ancianos ya, ante la presencia de Pío XII. Besaron respetuosos el anillo del Pontífice, y después de unas breves palabras de saludo, el Papa les dijo:
—«Habéis dado a la Iglesia un hombre que posee todas las cualidades en grado eminente».
Unas lágrimas rebasaron los ojos de Doña Judit y Don Jorge hubo de hacer un esfuerzo supremo para sofrenar su emoción. Quedaba muy lejos aquel otoño de 1897 en que el matrimonio hacía cabalas junto a la cuna del niño.
El matrimonio Montini tuvo tres años más tarde otro hijo, Francisco.
Para comprender mejor la vida de Pablo VI, nos interesa conocer, un poco al menos, la de sus progenitores. No hay duda que a ellos debe Juan Bautista el temple de su carácter y la piedad de su corazón. De su padre aprendió la rectitud y la fortaleza para luchar por la Iglesia. De su madre, sentimientos de mansedumbre, generosidad y caridad.
Don Jorge, abogado y diputado en el Parlamento, fue siempre un hombre batallador. Director del periódico católico de Brescia «II Cittadino di Brescia» fue una figura de primer plano en el laicado de aquel tiempo, que no perdonó nada con tal de servir a la Iglesia. Tomó parte activa en la política, inspirado en los ideales sociales de Don Luigi Sturzo, sacerdote sociólogo, uno de los fundadores del partido de la democracia cristiana.
Don Jorge luchó durante veinticinco años, desde las columnas de su periódico, por crear en sus electores una mentalidad social, moderna y justa.
Su amigo Rezzara decía de él:
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—«Por medio de su periódico, Montini penetra en el interior de las familias, se gana la estima, el respeto, la simpatía, la veneración. Porque todos saben que cuanto escribe para los demás, lo practica y observa antes en su casa».
Fue uno de los fundadores de la Banca San Paolo, y de dos editoriales católicas, La Scuola y La Morcelliana, hoy la más fuerte editorial católica de Italia.
A tanto llegó su prestigio como dirigente católico, y como luchador intrépido por la causa de la Iglesia, que el mismo Benedicto XV, le confió la dirección de uno de los cuatro sectores de la Acción Católica Italiana: «La Unión Electoral».
Este es el noble progenitor de Pablo VI. Junto a él se reunía lo más destacado del catolicismo lombardo, en interminables reuniones, donde se discutían los problemas candentes de la Italia de fines del siglo XIX. No olvidemos, como fecha de referencia, que en 1870 eran invadidos los estados del Papa. Don Jorge fue diputado del Parlamento hasta que vino Mussolini en 1924.
Un escritor ha dicho de él: «No se sabe qué le interesaba más a Don Jorge Montini, si los libros o los hombres».
Esta misma faceta de intelectual para la acción, ha de transmitirla como rica herencia a Juan Bautista, el segundo de sus hijos. Al contacto con su padre, Juan Bautista comprendió la importancia de una acción directa, pero basada en unas ideas, bien meditadas. Es preciso actuar, con criterios definidos, en una orientación concreta.
Sin duda el mejor elogio de Don Jorge habría de darlo su propio hijo la víspera de su Coronación solemne como Vicario de Cristo. Con la puntualidad de un hombre dueño del tiempo, a las once en punto de la mañana del 29 de Junio de 1963, habló Pablo VI a unos mil periodistas italianos y extranjeros. La sala Clementina ardía en curiosidad expectante. Cuando entró el Papa, los focos de la
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televisión hicieron brillar los frescos de la estancia, y una ovación cariñosa fue el saludo cordial de los periodistas. La ovación se repitió clamorosa, encendida de emoción hasta el cénit, cuando el Papa les habló de su padre, en estos términos:
—«Nuestro padre, Jorge Montini, a quien debemos, con la vida natural tan gran parte de nuestra vida espiritual, fue, entre otras cosas, periodista».
Y declinando el tono, con un suave ademán comprensivo, añade el Papa:
—«Periodista de otros tiempos, ya se entiende, pero durante largos años, director de un modesto y combativo diario de provincias».
La emoción del Papa se hace visible, y llega a conmover también a los oyentes, cuando en un tono cálido añade:
—«Pero, si nos refiriésemos a la conciencia de profesión de que estuvo animado, y a las virtudes morales que le adornaron, podríamos trazar el perfil de quien concibe la Prensa, como una espléndida y ardorosa misión al servicio de la verdad, de la democracia, del progreso: del bien público, en una palabra».
Ovación cerrada, inmensa, de unos periodistas, que ratifican así, las palabras del Papa.
Pablo VI, soslayando el recuerdo familiar con gesto diplomático, añade:
—«Hemos señalado esta circunstancia, no ya para alabar a aquél hombre dignísimo y tan querido por Nos, sino para decirles a ustedes, señores periodistas, qué predisposición a la simpatía, a la estimación y a la confianza, hay en nuestro ánimo por lo que ustedes son, y por lo que ustedes hacen. Nuestra educación familiar, diríamos, viene de ustedes, y esto, les hace a ustedes, en cierto modo, colegas míos».
Aquellos años de Concesio, años de infancia, están lejos, pero el Papa no olvida la influencia ejemplar de su padre.
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En una lápida-recuerdo, dedicada al padre de Montini en el nuevo centro de Acción Católica de Brescia se dice: «Fiel y generoso militante de la Iglesia, guió durante decenios a los católicos brescianos, llevándoles a magníficas conquistas en el campo civil cristiano».
Judit Alghisi era el complemento digno de tal hombre: Una mujer llena de ternura, pero al mismo tiempo fuerte y activa, apoyo afectivo de Don Jorge, que iluminó más de una vez los momentos oscuros y de perplejidad, patrimonio indispensable de todo hombre de acción, que lucha por una causa justa.
La mujer que alienta siempre al marido, guiada por un instinto de fidelidad y de comprensión, aun cuando ignore las causas del desaliento.
Doña Judit, menuda y femenina, fue también el complemento afectivo en la vida del niño. Piadosa y buena, orientó los primeros años a Juan Bautista. Presidenta de las mujeres de Acción Católica de Brescia, se destacaba por su piedad sencilla y por el afecto con que trataba a los humildes.
Pablo VI, no ha olvidado estos rasgos evangélicos de su madre, los imita en su vida y con razón ha merecido el título del «Cardenal de los obreros».
En definitiva: Dios no improvisa las cosas. El hombre excepcional que habría de ser Pablo VI, tiene una herencia familiar de hidalguía cristiana, que es la única que cuenta.
De los tres hijos de este matrimonio ejemplar, el primero, Luis, es hoy miembro del Senado de la República Italiana. A Juan Bautista todo el mundo le conoce por Pablo VI. El tercero, Francisco, es cirujano, y sigue en la ciudad nativa de Brescia.
Todos deben a sus padres, una orientación en la vida y un carácter de temple para seguirla.
«Juan Bautista, observa Silvio Negro, heredó de su padre el vigor del pensamiento, y el perfecto dominio de
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sí mismo; de su madre, la delicadeza y el sentido del humor».
En aquel ambiente familiar, se fue forjando el alma de Pablo VI, alma de una sensibilidad extremada ante el dolor humano y gallardamente rebelde ante la injusticia.
En uno de sus últimos discursos de Cardenal, con lenguaje claro y enérgico, la mirada perdida en el recuerdo sin duda de sus padres, se dirige así a los jóvenes que piensan en el matrimonio:
—«Quisiéramos que las familias cristianas tomen de nuevo conciencia de su gran dignidad, y de su noble misión; que se dediquen resueltamente a la profesión de las virtudes específicas que caracterizan a la sociedad doméstica».
El Cardenal hace una pausa, mira cercanamente a aquellos jóvenes, y con renovado impulso, va enumerando esas virtudes que él contempló durante años en sus padres:
—«Quisiéramos que encuentren en las limpias fuentes del amor cristiano, su fuerza y su felicidad. Que no teman el servir a las leyes de la vida, que les hace miembros de la perdurable obra creadora de Dios; que sepan adaptar honestamente las costumbres de sus casas, a las nuevas exigencias modernas; que comprendan la misión regeneradora que tienen en la vida civil, y sepan también, que en la Iglesia, pueden ocupar un puesto de admirable belleza».
Los jóvenes escuchan absortos, electrizados por aquel mensaje definido y de profunda raigambre ideológica. El Cardenal concluye con un aliento amplio de optimismo:
—«Esperamos un nuevo tipo de familia de las generaciones juveniles, a las que las tremendas experiencias de la historia presente, ha enseñado sin duda, que sólo un cristianismo auténtico y fuerte, posee la fórmula de la verdadera vida».
Sólo un hombre que ha vivido durante años en el seno de una familia ejemplar, puede hablar en este tono cálido
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y entusiasta a las nuevas juventudes que se preparan para fundar un hogar. En el corazón de Pablo VI, hay un altar filial, siempre encendido para sus padres, Don Jorge y Doña Judit.
En la alocución a los brescianos Pablo VI confiesa, exaltando «a su Madre, su buena, su querida madre... Y hay que preguntarse si es que hubiera llegado hasta aquí de no haber tenido estos principios, es decir, los tesoros inestimables de esta familia a la que amaba y estimaba con delirio, pero que ahora que el Papa es un poco más práctico en la vida, le parece realmente un tesoro incomparable que la Providencia le concedió gratuitamente aun antes de que se asomase a la escena de este mundo».
Juan Bautista es el renuevo pujante de unas raíces sanas. Enraizado.
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III.—Primeros años
"Hago gracias a Dios, a quien sirvo, siguiendo la tradición de mis progenitores".
SAN PABLO
Juan Bautista era un niño delicado, de salud endeble. Ya nada más nacer el médico recomendó un cambio de aires para el niño. Los padres, con el dolor que es de suponer, pero buscando ante todo el bien del niño, lo confiaron a un matrimonio campesino de plena confianza. Ponciano Peretti y Glorinda Zanotti fue el matrimonio elegido para cuidar al futuro Papa. Habitaban en una alquería de las cercanías de Nave, en las pendientes del Valgobbia. Rincón idílico de primitivo sabor campestre donde el niño Juan Bautista pasó catorce" meses, los primeros de su delicada vida.
Aquí, entre los patos y las gallinas de la granja, junto al fogón de gruesos troncos, en contacto directo con la naturaleza, dio los primeros pasos tambaleantes y balbuceó
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las primeras palabras. La hija de los Peretti, Margarita, hermana de leche del Papa, es la única superviviente de aquellos años. Poco antes de marchar a Roma para asistir al Cónclave que le haría Papa, el Cardenal Montini hizo una visita a su «hermana» Margarita, rodeada ahora de hijos y de nietos. Días después, Margarita lloraba y reía con una mezcla de pena y nostalgia alegre, al enterarse de la elección de Juan Bautista. Con un deje sencillo de mujer buena, decía a todo el mundo su pequeña pena:
—«Ahora que es Papa, ya no podrá venir a vernos». Porque siendo Cardenal le gustaba volver por aquellos
prados y aquellos montes, como en agradecimiento a unos meses que le salvaron la vida.
Después, todo es normal en su vida. Los días fluyen en la apacible tranquilidad de un hogar donde tiene dos hermanos más con quien poder jugar. Su temperamento nunca fue bullicioso en extremo. Amable y cordial, quizás un poco reconcentrado en cuanto cabe este gesto en un niño alegre y sano. Su amigo de infancia, Savoldi, cuenta sus juegos predilectos.
—A Juan Bautista le gustaba mucho jugar al «pingo». —¿Juego difícil? —Requiere habilidad. Por lo demás... Se coloca un
taco de madera en balanza sobre un soporte, y golpeándolo con un palo en uno de sus extremos, se le hace un saltar encajándolo en un sombrero colocado de antemano en el suelo.
—¿Otros juegos? —Los de todos. No fue un niño especial. Diversión predilecta de su pandilla era jugar a guar
dias y ladrones. Las circunstancias lo imponían, ya que cercana a la casa, en un montículo, había una gruta de unos diez metros de profundidad.
En esta cueva dio las primeras muestras de fría serenidad y de viril dominio del miedo. Nadie osaba entrar
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porque rondaba en su torno una leyenda de espíritus y maleficios.
Es el niño Juan Bautista, de ocho años, el que rompe el fetichismo y destierra para siempre la leyenda.
—Seguidme. Yo no tengo miedo a los malos espíritus. Al frente de un grupo que le sigue receloso, resque
braja el misterio. Pero el juego predilecto de su infancia fue escalar los
árboles en competición con otros amigos. Aunque él era el más pequeño, y quizá por esto, era tal su nervio y agilidad que ganaba casi siempre. Superaba lo inverosímil subiendo a la más frágil rama que se mecía con evidente riesgo. Aquéllo le gustaba. Ya en la sumidad gritaba como un acróbata de circo:
—He, mirad! Entre el fresco follaje tierno reía feliz este niño con
centrado y sereno. Las carreras ciclistas, apasionaron muchas horas de su
infancia. Sigue por la prensa sus etapas y alienta con sueños de adolescente a sus favoritos.
Otro amigo recuerda una pelea. Nos gustan estos datos que detectan al niño normal, sin prematuros privilegios que lo alejan de los hombres. Juan Bautista no era pendenciero. «Cuando le hacíamos algo se ponía serio y nos hablaba como rumiando represalias que nunca ocurrían. Una vez se pegó conmigo. Até yo un cazo a la cola de un gato. Al principio era divertido, pero luego el pobre animal parecía atemorizado. Juan Bautista, tendría seis o siete años, quiso que le quitara el cazo al gato. Yo no quise. Nos pegamos. Es la única vez que le vi perder los estribos».
Dejemos en duda esta exclusividad, porque no disminuyen en nada la bondad de un niño estas peleas desflecadas, y porque me gusta sobremanera una escena tan humana de dos niños en reyerta infantil. No llegaría la sangre al río.
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Montini era un niño normal, como todos. Sacarle de este encuadre es dar vía libre al mito del angelismo.
En Brescia pasaron los años de su juventud. Dejemos que sea el mismo Papa el que evoque a esta ciudad.
Después de un «saludo a los del humilde pueblo donde he nacido, Concesio, y a los de la otra localidad, que me sirvió de alegre descanso durante el verano, Verolavechia», hace una pausa. Se reconcentra un momento y con acento nuevo alaba cordialmente a esta ciudad provinciana de sus años mozos:
«Y luego, Brescia, ¡Brescia!, la ciudad que no solamente me acogió, sino que me dio también gran parte de su tradición civil, espiritual y humana, enseñándome, además lo que es vivir en este mundo, y ofreciéndome siempre un cuadro que creo influyó en las sucesivas experiencias. Comprendo que le debo intensa gratitud por los ejemplos de fortaleza viril, sinceridad, laboriosidad y bondad: verdadera armonía entre las virtudes humanas y las virtudes cristianas que siempre he recordado como ejemplo y bendición».
Las primeras letras las aprendió Montini en la escuela de párvulos «Colegio Ricci», regida por D. Ezequiel Ma-lizia, que aún recuerda algún estirón de orejas para control de algunas trastadas. Porque aunque de suyo era retraído y pacífico, no le faltaban sus momentos de extremado alborozo.
El colegio «Cesare Arici», dirigido por los jesuítas de Brescia, tiene el honor de haber sido el centro que formó la base intelectual del Papa. Aficionado al estudio, destacaron pronto sus cualidades de inteligencia y constancia. Pero la salud no le respondía. A causa de su rápido desarrollo, aquel niño espigado no podía frecuentar normalmente el colegio. Pasaba unos meses en el colegio y el resto estudiaba en casa por su cuenta bajo la dirección de un profesor particular, Don Arístides Di Viarigi, al que siempre conservó un cariño entrañable.
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Su facilidad para el estudio compensó y superó las dificultades consecuentes de su precaria salud. A pesar de presentarse a los exámenes como alumno libre, sus calificaciones le situaban siempre entre los mejores. En la fotocopia que he podido ver de las notas de Juan Bautista del segundo trimestre del segundo curso de bachiller, las calificaciones son extraordinarias. La víspera de su coronación como Papa, en una visita a la Iglesia de San Pablo, donde le esperaban los milaneses, se encontró entre ellos al anciano P. Pérsico, Jesuíta de 94 años, fue su profesor en el Colegio de Brescia. El Papa le llama paternalmente, le abraza y le invita a sentarse junto a él para charlar un rato y recordar aquellos años ya lejanos. El buen anciano recibe así el gozo mayor de su vida.
El P. Pérsico recuerda al pequeño Montini, alumno suyo de física y filosofía. Nos da de él esta reseña escueta, pero que encaja perfectamente con el Montini que hoy es Pablo VI: «Tenía sorprendentes dotes de escritor, una elocuencia concreta, en la que llamaba las cosas por su nombre, plenamente antirretórico. Yo no era su profesor de literatura, pero él me traía sus artículos para que los corrigiera y los pusiera en nuestro periodiquillo. Habría sido un gran periodista, y tenía un gran maestro en su padre».
Efectivamente, ya despuntaban sus cualidades de director nato, líder juvenil, con una fe casi religiosa en la letra impresa. En Brescia, perteneciendo a la asociación juvenil «A. Manzoni», ingresó en la redacción de un periódico estudiantil titulado «La Fionda» del que era asiduo colaborador. Sus artículos son claros. Tiene algo que decir y lo dice de un modo lacónico, voluntarioso, rectilíneo. Son artículos de un joven, pero que reflejan una madurez impropia de su edad. Amigo de las ideas y de los criterios, los lanza de un modo nervioso sin perderse en vaguedades ni fiorituras. Como lider juvenil, organiza un círculo de muchachos que llama pomposamente «Compañía de San
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Luis». Compañía efímera que dura tan sólo el breve tiempo que duró Montini como director y jefe.
Buscaba algo: Influir con sus ideas en una sociedad que él veía desvitalizarse paso a paso.
Pablo VI no olvida estas primeras enseñanzas recibidas de los jesuítas, ni la influencia que los Padres de la Compañía habrían de tener en su vida. Recién elegido Papa, el mensaje al P. General de la Compañía de Jesús, dice entre otras cosas:
—«Permítanos, además, expresarle nuestro agradecimiento personal por el bien que recibimos, a su tiempo, en nuestra formación en el Colegio Cesare Arici de Bres-cia, y en los cursos que seguimos en la Universidad Gregoriana, como también en los múltiples contactos con hombres de vida interior y de sólida cultura, pertenecientes a la Compañía».
Y haciendo tesis, estilo muy montiniano, de algo que él ha palpado en su vida, añade a continuación:
—«La vida espiritual y la solidez de cultura en todos los campos del saber, son, en efecto, puntos salientes y fundamentales del apostolado de los Jesuítas en todo el mundo».
Recuerdo memorable de sus primeros años, es el día 6 de junio de 1907. Con diez años, edad prematura si se considera la costumbre de la época, hacía Juan Bautista Montini, su primera comunión. En la vida de todos los niños, es este día una página brillante de fervor y devoción. Y hemos de suponer con fundamento, que para el niño Juan Bautista, ya más que entrado en el uso de razón, sería un día de íntima alegría y de sinceros propósitos ante Jesucristo. Unos días más tarde, el 21 de junio, como queriendo reafirmar de un modo total su entrega a Jesucristo, recibe la Confirmación. El Sacramento de los militantes fue para Montini un afianzamiento positivo y trascendental en su vida de influencia social como cristiano. Administrada por el obispo de Brescia Monseñor
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Giacomo Pellegrini, constituye el arranque oficial de la entrega de Montini al servicio de la defensa de la Iglesia
Vinieron los años de adolescencia y juventud que hemos de suponer similares al común de los adolescentes. Un nuevo brotar de las pasiones en contraste con un gran idealismo frente a la vida que empieza. Montini tuvo en estos años difíciles de todas las vidas, la ayuda eficaz y siempre recordada de la Virgen. Fue Congregante Mariano y este título «suscita en nuestro espíritu un noble recuerdo... lleno de afecto y religioso reconocimiento».
El joven Montini con su medalla sobre el pecho supo mantener el rumbo en esta edad de vaivenes. Ya en el Solio Pontificio, en su alocución a los Congregantes Marianos, queda prendido en el eco lejano, idealista y ardoroso de su juventud.
«¿Qué es lo que los hombres, y sobre todo, los jóvenes buscan en la vida? Buscan la belleza, la grandeza, la alegría, el amor. En María encuentran esta plenitud».
En 1916 da Juan Bautista su último examen. Algo así como un examen de reválida que pondrá cumbre a su bachillerato superior. Tiene 19 años. Notable rectitud de juicio, carácter equilibrado y voluntad indomable. El brillante examen le abría de manera simbólica las puertas de la juventud.
Hay que destacar ya en estos primeros años de su vida, dos predilecciones de consecuencias fecundas: Su amistad leal y su afición a la montaña.
Gustaba de la conversación sencilla con un grupo de amigos y era sumamente sensible a la ingratitud de los que un día creyó amigos. Más intelectual que afectivo, buscaba en la amistad el intercambio de ideas, la discusión de criterios, y en el fondo quizás, un instinto de magisterio que gusta de influir y transvasar en otros su propia ideología.
Amaba la montaña porque sí, porque tenía alma gran-
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de y gustaba de horizontes dilatados; porque el silencio de las cumbres le ayudaban a pensar sobre tantos problemas de su vida incipiente. Amaba a la montaña, el bosque, la pradera, porque encontraba con ellos una sintonía y salía enriquecido con su trato. De aquí le vienen a Pablo VI su rectitud, su claridad diáfana, la jubilosa seriedad interior..., como el hayedo umbroso... como el lago terso, y aquellos riscos altivos.
Por eso fue feliz, porque tuvo cumbres y bosques, porque tuvo amistad noble, y porque, con todo esto, su vida iba creciendo pujante, en plenitud, sin amputaciones nefastas, y porque potenciaba hasta el límite las cualidades más nobles de un hombre que nacía a la vida.
Yo le he visto, en esos sueños que tenemos los hombres, como un adolescente que escala con jadeo una cumbre y allí se sienta, codos sobre las rodillas, cabeza entre las manos, y reflexiona largamente sobre la vida y su vida.
Con el ritmo inspirado de un poeta moderno, Carlos Bousoño, mis sueños toman forma:
Yo he visto un puro adolescente claro en la tarde, frente pálida.
Amaba el mundo, las colinas las altas aves, la distancia,
la luz, el viento, las estrellas: frutos que al aire se doraban.
Yo lo vi a veces hondo y triste bajo la tarde serenada,
viendo el poniente que encendía una inasible paz lejana.
En el ocaso quizá el rostro puro de Dios se iluminara.
Tal vez el fondo del misterio Tal vez un sueño en luz alada.
Pero yo he visto su figura que al horizonte caminaba.
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Después el diálogo con el Padre, el Dios de las montañas brota espontáneo:
—Señor, es preciso renovar el mundo. Transformar esas vidas, dignificarlo todo.
Un silencio denso. Todo escucha estático, y junto a la petición el deseo:
—Dame una vida enérgica y noble. Una vida en tensión por una causa grande.
Pero son sueños... que solo Pablo VI puede saber si fueron realidad.
Realidad es, que en este año de 1916, Dios le habla, y como antaño en el Evangelio le dice:
—«Ven y sigúeme».
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IV.—Juventud
"Que no nos dio Dios un espíritu de timidez, sino de fortaleza, y de caridad, y de templanza".
SAN PABLO
19 años y una respuesta absoluta a la llamada de Jesús: «Dejadas sus barcas, le siguieron».
¿Qué dejó el joven Juan Bautista? Lo dejó todo porque cuando se tienen 19 años, una inteligencia privilegiada y una estirpe noble, se tiene todo el mundo.
Con esta decisión empieza Montini su juventud. Aquel verano lo pasó en parte en Verolavechia, y hay
una escena que merece destacarse por su lozana simpatía. Conversaba Montini con un grupo de amigos, entre
los que se encontraba el hoy arcipreste de Farsengo, Don Luis Benassi. Hablaban y reían con bullicio ajenos a toda conversación trascendente, cuando la abuela de Don Luis, locuaz y desenvuelta, ya con 92 años, dijo volviéndose al grupo:
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—«¿No lo sabéis?» Atienden todos espectantes. —Mi Gigi (nombre familiar de su nieto), quiere estu
diar sacerdote. Todos han quedado serios, y miran al interpelado que
se ruboriza un poco. La anciana continúa: —Pero, ¿qué hacer? Nosotros no podemos. Juan Bautista interviene: —«Abuela Margarita, siempre hay que contar con la
Providencia». Después el grupo vuelve a sus comentarios y sus risas,
y Montini aprovecha un momento para decir, en un aparte, a Luis:
—Prepárate cuanto antes, que marcharás pronto a Brescía.
Y con sordina en la voz y un brillo de entusiasmo en la mirada, añade:
—También yo quiero estudiar para Sacerdote, pero no lo digas a nadie.
Don Luis Benassi fue así el primer confidente de la vocación de Montini.
Añade el Sacerdote con cierto orgullo: —Pude entrar en el Seminario antes aún que el actual
Pontífice. En su familia la decisión del joven Juan Bautista no
sorprendió, ni se le opuso dificultad mayor para que ingresase en el Seminario. Había con todo una dificultad innata: Su débil complexión física.
La vida en el Seminario es dura, y requiere una disciplina y un control, unos horarios que hubieran puesto en peligro la vida de Montini. Y lo que en principio parecía una dificultad, se convirtió al fin, gracias a la comprensión de un hombre, en una ventaja. El Obispo de Brescia, Monseñor Jacinto Gaggia, se avino a permitir que el joven Montini hiciese sus cursos como alumno externo. Fue así
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como se salvó una vocación que tanta influencia ha tenido y tendrá en la Iglesia. Nunca los grandes hombres han sido legalistas, hipercríticos de la letra muerta; y la vida nos demuestra a cada paso los ubérrimos frutos que dan las excepciones, cuando nacen de una comprensión humana, tangible del hecho concreto. No se pueden legalizar las almas...
Algo digno de apuntarse. En la vida de Pío XII hay un momento paralelo a éste de Pablo VI.
El joven Eugenio Pacelli, convaleciente aún de una incipiente tuberculosis, debería abandonar el seminario por orden facultativa. Interviene el Papa, León XIII, directamente y se permite que siga como externo. Único externo, por excepción, en los cuatro siglos de vida del seminario Capránica. Un dato más para ejemplo de avestruces que ocultan la cabeza bajo el ala de la costumbre por temor a sentar precedentes. ¡Benditos precedentes!
El joven seminarista Montini vivía en el mundo. El contacto directo con la sociedad, le dio un sentido realista de la vida, que jamás ha perdido; y la falta de disciplina y control externo, le hicieron un autodidacta ávido de formación. Desde estos años arranca su afán por el estudio, su insatisfecho deseo de lectura, su coraje y tensión para todo lo que sea labor intelectual.
Apasionado por los libros. Siempre le gustó leer, y yo pienso que ese amor al bosque y a la montaña que hemos destacado en su infancia, era también amor a la lectura que llenaría muchas horas de esos silencios campestres.
Todo esto, le colocó en un eminente pedestal intelectual, y sus exámenes en el Seminario fueron siempre eminentes. Como otro Pío XII siempre ocupó los primeros puestos.
Pero lo más importante en este periodo de su vida fue su formación espiritual. Montini era inteligente y por eso comprendió desde el primer momento que importaba sobre todo ser eminente en la santidad. Era un alma dispuesta
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para grandes ascensiones, pero además la providencia le deparó un hombre que impulsó de un modo eficaz los deseos fervientes del joven seminarista. Monseñor Moisés Tovini fue su profesor de Teología Dogmática, y sobre esto fue su orientador y director espiritual. Monseñor Tovini, cuyo proceso de beatificación está introducido, era un alma profundamente humilde y entregada a los designios de Dios. Montini con su trato depuró más y más ese instinto de lo sobrenatural, y conformó su vida según los criterios del Evangelio.
Sería inmensamente interesante sorprender un diario espiritual de este joven que en la plenitud de su energía física e intelectual se entrega sin reserva por el camino de la santidad. Alma generosa que comprendió la importancia de dejar hacer a Dios en su vida.
Cinco años escasos de formación sacerdotal le capacitaron a Juan Bautista Montini para subir las gradas del altar. Fueron cuatro años que sin duda estarán en la memoria del Papa entre los más felices de su vida. Años de formación intelectual y sobre todo espiritual que hicieron de Juan Bautista Montini, un nuevo sacerdote de Jesucristo.
Solamente los seis últimos meses, llegó a vestir el traje talar. Hasta entonces fue siempre, el elegante y aristocrático joven Juan Bautista.
Con el recuerdo de estos años en el corazón, dijo siendo Cardenal:
—El seminarista no es un desertor, un secuestrado, un solitario, un tipo raro. El seminarista es un campeón.
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V.—Sacerdote
"Reaviva la gracia que está en ti por la imposición de mis manos".
SAN PABLO
«Todas las personas que han conocido íntimamente a Monseñor Montini, escribe Georges Huber, están de acuerdo en una cosa: Es ante todo un sacerdote».
La Catedral de Brescia lucía sus mejores galas. Luces y flores desbordaban el altar. Una pleamar de afecto contenido llenaba el templo en las personas de familiares y amigos. Un día inolvidable en la memoria de los hombres. Eterno para los designios de Dios. Día 29 de mayo de 1920.
Juan Bautista Montini era ordenado sacerdote. Cuando el Obispo Monseñor Gaggia en nombre de Dios le transfería el sacerdocio eterno, aquel joven alto, pálido, de andar pausado y mirada tersa, sintió un escalofrío inmenso tan sólo comparable a aquel momento en que años después en la Capilla Sixtina oía las palabras del Cardenal Tisserant: «¿Aceptas la elección?».
Su vida siempre en ascensión, comprendió en aquel 29 de mayo que todo en él, se había transformado. Había sido un paso gigante hacia la Santidad porque había sido un paso audaz hacia Dios.
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Sus padres y hermanos siguieron con emoción y con lágrimas las solemnes ceremonias de la ordenación, y cuando después besaron sus manos ungidas, también comprendieron que todo en él, se había transformado. Desde este momento Montini es Sacerdote. Sacerdote para siempre y siempre Sacerdote. Jamás olvidará los grandes deberes que nacen de esta sublime dignidad. En medio de sus ocupaciones de curia, entre sus especulaciones intelectuales, en su vida de diplomático y de hombre de negocios de la Iglesia, siempre hay un margen amplio y cálido para su ministerio sacerdotal.
Su misa diaria será como la misa de un neosacerdote perpetuo que tiembla por primera vez al tener a Dios entre sus manos, y sus confesiones irán siempre cargadas de una cordialidad paterna muy ajena al frío maquinismo. Intermedio entre Dios y los hombres no olvidará nunca su posición en cruz, para que sus brazos extendidos sean viaducto de las gracias del cielo. Sacerdote para siempre, y siempre Sacerdote. Y su madre besa sus manos y comprende que su hijo ha pasado ya la frontera. Lejano de los hombres estará más cercano a sus miserias. Desde la otra ladera podrá alargar la mano sin mancharse y sacar de ese fango...
¿Quién le dijo a Montini que acertaba? ¿Quién le enseñó a Montini que ese era el camino para redimir al mundo? Al mundo no le bastan las frías teorías abstractas, las huecas especulaciones sin contenido espiritual... La Iglesia es ante todo, la Iglesia de los misterios, de los sacramentos... La Iglesia de la gracia y del Espíritu Santo.
Montini fue un privilegiado del espíritu, y por eso comprendió que antes que nada era Sacerdote.
Días después celebra su Primera Misa. Hay una serie de detalles curiosos que conviene destacar, porque son clave para comprender la rica personalidad compleja de Pablo VI.
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Escogió para celebrar su Primera Misa, el Santuario de Nuestra Señora de las Gracias. Era la prueba patente de su filial devoción a la Virgen. Devoción que siempre le ha acompañado y por eso pudo declarar en su primer mensaje: «Que a Ella confía desde sus inicios todo su Pontificado».
La Virgen Nuestra Señora, fue la madrina de su sacerdocio nuevo. A sus pies celebraba su Primera Misa, y esa actitud de plegaria mañana ha sido constante en Pablo VI.
Cuando, Cardenal Arzobispo de Milán, pasó la Virgen peregrina, Nuestra Señora de Fátima, por aquella ciudad, pronunció una alocución vibrante, que encendió el fervor de la multitud.
Con laconismo oratorio y como un grito emocionado de su corazón, tuvo esta plegaria que es la mejor demostración de su ferviente amor mañano.
El Cardenal Montini se dirige a la Virgen como un niño y dice:
—«No, no nos bastamos a nosotros mismos. Tenemos una inmensa necesidad de Vos. No os alejéis de nosotros sin haber derramado sobre todos vuestro socorro...».
Y como en los años de su limpia juventud invoca a la Virgen:
—«Oh María, haced puras nuestras almas, nuestras personas, nuestras palabras, nuestras vidas, nuestros trabajos. Que vuestra dulce imagen nos acompañe y nos proteja siempre».
Con emoción contenida, como un grito clamoroso de la multitud de la que El es, su intérprete, sigue así...
—«Y ahora, llegado el momento de que nos dejes, te rogamos, como los peregrinos de Emaús... ¡Quédate con nosotros!»
El fervor es como una nube que carga ya el ambiente. En muchos ojos hay lágrimas y la Virgen peregrina toma relieve en todas las miradas. Abre sus brazos el Cardenal, y con alusión concreta a dificultades presentes, añade:
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—«¡Quédate con nosotros porque tenemos miedo de la noche del error, de las contiendas, de las luchas sociales! ¡Quédate con nosotros! Sabemos que si te tenemos a Ti, tenemos a Cristo, y, con Cristo, la esperanza de la vida».
El frenesí de la multitud es incontenible. Agita los pañuelos y da vítores a la Virgen. Está patente a todos el amor de su Cardenal a Nuestra Señora... por eso este detalle de su Primera Misa... en el Santuario de Nuestra Señora de las Gracias.
Otro perfil materno digno de anotarse. Doña Judit, alma femenina y sensible, ha encontrado una relación profunda entre su boda y la Primera Misa de su hijo; por eso se afanó durante meses para que la casulla de su hijo fuese hecha con su traje de novia. Lo intuyen las madres... aquellos tules blancos de un matrimonio santo, se transformaron en la casulla del hijo sacerdote.
Familiares y amigos estuvieron presentes en esta Primera Misa y en ese momento siempre solemne en que el nuevo sacerdote da la Sagrada Comunión a sus padres. Pero sea el mismo Cardenal Montini el que nos diga, en bellísimas líneas, qué es el sacerdote. Y vale la pena dejarlas aquí transcritas para que sirvan de meditación a los llamados a este santo ministerio y de orientación y guía a todos los católicos.
«El Sacerdocio es un servicio social: Es para los demás. Es el órgano del Cuerpo Místico que ha recibido el encargo de distribuirles la gracia y la doctrina. Es una guía salvadora.
Sacerdocio y egoísmo son términos antitéticos. Sacerdocio y caridad son sinónimos. Los apelativos del sacerdote son interminables: Após
tol, Misionero, Padre, Pastor, Maestro, Hermano, Siervo y Víctima».
La palabra autorÍ2ada del Cardenal Montini nos va a decir ahora, en términos precisos, cuál es la misión del sacerdote:
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—«La más atrayente y difícil empresa: Formar a los demás, darles un modo de pensar, de orar, de obrar y de sentir: Esta es la misión del sacerdote. Por eso ha de poseer una capacidad extrema de distinguirse y de confundirse, de influenciar y de esperar con paciencia, de hablar y de escuchar».
Después añade unas frases que parecen una autodefi-—«Es luz, es sal. Elemento activo, operante; penetra
nición: en las almas, con infinita reverencia para liberarlas, para aliviarlas de sus pesos, para compaginarlas en la unidad de Cristo. Es un artista, un obrero especializado, un médico indispensable, introducido en las sutiles y profundas fenomenologías del espíritu: hombre de estudio, hombre de palabra, de gusto, hombre de tacto, de sensibilidad, de finura, de fuerza...»
Antes de ser palabra ha sido vida en el Cardenal Montini este fragmento que acabo de transcribir. El es este hombre, de estudio, palabra, gusto, tacto, sensibilidad, finura, fuerza... El es el sacerdote ejemplar que ha comprendido que una misión le fue impuesta un día solemne: Ser Sacerdote para siempre.
Es difícil ser sacerdote. Requiere estar en vilo, el alma tensa, montando esa guardia infinita a la llamada de Dios. El Cardenal Montini lo comprende y añade:
—«El Sacerdote es todo esto en la sencillez de la verdad, en la humildad del amor, sin ficciones artificiales, sin timideces viles. Con un único temor en todo caso: El de ser o aparecer interesado, el de recibir sin dar, el de mandar sin servir... El hombre ya no es él; es un instrumento, es un órgano. La Iglesia lo posee. El Sacerdote es el hombre de la Iglesia; es su ministro; él guarda y distribuye su doctrina; descubre los tesoros de su gracia y los derrama sobre las almas. Entona la alabanza para que el pueblo se una en coro...»
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Y termina dando estas ideas sobre el arte del Sacerdote:
—«El arte de profesar las doctrinas más elevadas y más universales, y de saber, en virtud de esas mismas doctrinas, inclinarse sobre cada uno de los sufrimientos humanos, sobre el pobre, el huérfano, el culpable v el desesperado, es aún ahora estimado como el arte más propio para dar a la humanidad de los tiempos nuevos, un sentido auténtico de vida, de nobleza, de esperanza: Es el arte del sacerdocio».
La cita ha sido larga pero inmensamente interesante. Importa sobre todo recalcar esta faceta sacerdotal en la vida de Pablo VI. Si esto no entendemos no habremos entendido lo más fundamental de su persona.
Pablo VI es ante todo Sacerdote. Cuantos se han acercado a su persona lo han comprendido al instante.
La «Voz del Pueblo» semanario de Brescia, bosquejaba así al nuevo Cardenal de Milán:
«Es sobre todo Sacerdote, hombre de Dios, un hombre de profunda piedad, de alta espiritualidad, de un ascetismo austero y viril. Un hombre que aún en medio de los asuntos diplomáticos y políticos, no ha apagado nunca la llama del celo apostólico. Gran alma sacerdotal, digna de subir a la sede de San Ambrosio y de San Carlos Borromeo, y de suceder al Cardenal Schuster, el Cardenal de la oración, y al Cardenal Ferrari, el Cardenal de la juventud».
La vida de Juan Bautista Montini a sus 22 años, el 29 de mayo de 1920, sufrió un cambio sustancial: Sacerdote para siempre. Por eso entre los primeros actos de su Pontificado, está la alocución y la audiencia al clero romano.
En su fotografía de misacantano, sobre un rostro que no ha perdido aún los rasgos del adolescente, se abren unos ojos claros y grandes, de mirada segura. Los labios comprimidos le dan un aire voluntarioso y seguro. Ya sabe c' camino.
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VI.—Formación integral
"Corred de tal modo que alcancéis el premio. Y todo el que toma parte en el certamen de todo se abstiene y ellos, al fin, lo hacen por obtener una corona que se marchita: mas nosotros, una que no se marchita. Yo, pues así corro..."
SAN PABLO
Para un joven como Juan Bautista Montini, Sacerdote a los 22 años, el apostolado directo intensamente ejercido desde el primer momento, es una tentación. El fervor a presión pide entregarse a las almas. Pero una reflexión pausada y un consejo prudente y hasta, si es preciso, un mandato drástico del que puede hacerlo, es el modo de evitar esa tentación.
Esto le pasó a Montini. Su Obispo tenía planes muy concretos sobre él. Conocía sus grandes cualidades y no estaba dispuesto a que un elemento de tal categoría se malgastase en pocos años por lanzarse a un apostolado de resultados más aparentes que reales.
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Todo apóstol ha de controlar su apostolado, según unas normas de razón. En nuestro caso el Obispo decidió que pasado el verano Montini emprendiese el camino de Roma para perfeccionar sus estudios. Tenía ya el doctorado en Derecho Canónico con una tesis doctoral presentada y defendida en la Facultad Pontificia de Milán. En Roma le esperaban otros doctorados.
Ya muy concluido el verano, el sacerdote Don Bautista, como todos le llamaban, preparó sus maletas y emprendió el camino de Roma.
Llega a Roma este joven barbilampiño. Uno más de los muchos que vistorean la urbe. Delgado, pálido, nervioso por la novedad. El alma remansada asomándose a los ojos muy abiertos y un fuerte bataneo en el corazón.
¿Qué pensamientos, qué ideales afloran en su espíritu? ¿Qué blancas mariposas sueña su fantasía de joven? Porque no nos figuremos a un Montini con la plúmbea sensatez de un jubilado. El empieza su vida. El sabe que ha dado un paso importante. Lo presiente. Años después, ya Papa, dirá hablando a los estudiantes eclesiásticos de Roma:
«En Roma todo hace escuela: la letra y el espíritu. Cómo se piensa, cómo se estudia, cómo se habla, cómo se siente, cómo se actúa, cómo se sufre, cómo se ora, cómo se sirve, cmo se ama. En Roma todos los momentos de la vida tienen una irradiación».
Deseoso de formación y sabedor de sus fuerzas de inteligencia y constancia, se matriculó simultáneamente en la Universidad Gregoriana para cursar estudios de Filosofía, y en la Universidad Civil de Roma en la facultad de letras en la rama de Filología clásica. Fue un curso ardoroso. Alumno del Colegio Lombardo, situado entonces en la Vía del Mascherone, aquel sacerdote espigado, de andares rápidos, intenso siempre, iba y venía de unas clases a otras. Estudiaba mucho. ¿Quién podrá contabilizar sus horas de estudio? Su cuarto ordenado, limpio, bloques y bloques de
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libros en los estantes, era su refugio. Sobre la mesa un crucifijo y decorando sobriamente las paredes unas pinturas de la Virgen, algún Cristo devoto... y unas fotos familiares. Aquí, en el estudio intenso, labró la primera piedra de su pedestal. Horas de trabajo que preparan horas de triunfo y le prestan realidad y consistencia.
Fue un año escaso que dio por resultado unos exámenes brillantes.
Vacaciones en casa y de nuevo a Roma para un nuevo curso que suponía normal, pero...
Ya muchos se habían fijado en él. Es de esos hombres que llaman la atención por donde pasan: Su rectitud, su espíritu de trabajo, su cordialidad sin estridencias, su vida ordenada... Todo hacían de Don Bautista, el hombre destacado del que se esperan grandes cosas. Un día Monseñor José Pizzardo, entonces sustituto de la Secretaría de Estado, mandó llamar a Don Bautista. Le sorprendió algún tanto esta llamada a nuestro joven sacerdote; y más cuando oyó de labios del eminente purpurado este consejo que fue casi un mandato:
—Don Bautista, ¿por qué no se orienta hacia la Academia de Diplomáticos Pontificios?
Quedó sorprendido el joven sacerdote y un interrogante se habría en su mirada. Monseñor Pizzardo, añadió en tono afirmativo:
—Le bastaría ampliar sus estudios canónicos. Vaya a la Academia.
Montini ha comprendido que una nueva orientación se ha impuesto en su vida. Como él mismo ha contado tuvo aún un intento de suave forcegeo. Fue un amago de defensa:
—Pensaba yo dedicarme a estudios de carácter espe culativo...
Monseñor Pizzardo cortó rápido: —Sí, hombre, sí. Aquí lo encontrará todo. —Pero...
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Pizzardo detiene en germen la objeción. Experto de la vida, con muchas horas de vuelo, como el viejo pescador de Hemingway no se aferra y suelta un poco el sedal, pero no suelta la pieza:
—Aquí tenemos muchas cosas. Mire, ha sido creado cardenal monseñor Galli, gran latinista. En él encontrará usted un excelente maestro.
«Pero luego no se habló más de estudios literarios y mi camino se orientó hacia trabajos jurídicos y diplomáticos».
En estos estudios invirtió Don Bautista dos años de su vida en la Academia Pontificia de Nobles Eclesiásticos, instituto destinado a la preparación de los diplomáticos de la Santa Sede.
Montini recordará años después aquel día «en que atravesé el umbral de la Academia con gran inquietud, vacilante, perplejo». No hay oratoria en estos tres epítetos. El viraje había sido muy brusco. Los sueños puramente pastorales de Montini parecían esfumarse ante la concreta realidad de una vida orientada hacia la diplomacia.
La caricatura de una falsa diplomacia, burguesía de archivo y papeleo, hipocresía del gesto y la palabra, creó, con fuerza fantasmal, en la mente del joven sacerdote la inquietud, la vacilación y la perplejidad.
Aquí empezó Montini a reflexionar sobre el auténtico sentido de la diplomacia en la Iglesia, hasta lograr decantar esta definición de la diplomacia:
—«Es el arte de crear y conservar el orden internacional, es decir, la paz. El arte de instaurar relaciones humanas, razonables, jurídicas, entre los pueblos... no por el camino de la fuerza, sino por medio de una clara y responsable reglamentación».
A esto ya valía la pena dedicar una vida. Pizzardo fue para Montini el orientador de su vida y
el que siempre le apoyó en un espíritu legítimo de promover a los mejores. Unos años después, ya Papa, no tendrá
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reparo en reconocerlo y proclamarlo en la visita a la catedral de Albano:
«El, personalmente, fue quien desvió el camino de mi vida, encaminado a mi diócesis de origen; él me dijo: permanece en Roma, contribuyendo así a madurar el destino de mis pobres años en la tierra e influyendo en la realización del encuentro que estamos ahora celebrando».
El Papa le manifestó su inmenso agradecimiento. Todos los católicos hemos de agradecer al Cardenal Pizzardo que haya hecho posible la presencia de Pablo VI en el papado. Si es un deber derribar el pedestal de los ineptos, lo es en mayor grado apoyar a los hombres eminentes que con su vida y actuación pueden influir benéficamente. Esta fue la noble actuación de Pizzardo.
Pero la formación completa del hombre exige un complejo de cualidades, además de la intelectualidad. No basta trabajar con ideas en el silencio de un archivo o bajo la lámpara de un despacho. Es preciso saber llevar esas ideas a la vida, vincular la inteligencia a la acción. En este sentido, el año 1923, exactamente en el mes de mayo, la formación integral de Montini da un viraje fundamental: Es enviado a Varsovia como agregado a la Nunciatura Apostólica. Esta nueva orientación, fue obra también de Monseñor Pizzardo, deseoso de potenciar las cualidades todas de este joven. Aquí empieza su vida de diplomático, de actividad social y política, al servicio de la Iglesia. En Varsovia está a las órdenes del Nuncio Apostólico Monseñor Aquiles Ratti, que años después sería el Papa Pío XI. Sus grandes cualidades intelectuales y morales, junto con un carácter reservado, prudente, austero... hicieron de Don Bautista un gran diplomático. Desde este momento, su estrella no dejará de ascender, iluminando cada vez más y mayores horizontes.
Unos meses tan sólo en Varsovia, porque la salud de Montini se resiente, y de nuevo a Roma, siempre bajo el patrocinio orientador de Monseñor Pizzardo.
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De nuevo en la Academia, los estudios del año escolar 1923-1924. Ya en octubre de 1924 entra Montini a prestar sus servicios de un modo permanente en la Secretaria de Estado. Era el primer paso oficial en el Vaticano.
El año 1924 fue para Montini un año complejo, pero un año de síntesis. Nombrado consiliario del Círculo Universitario Católico Romano, en trato con altos personajes de la Curia Vaticana, todavía sacaba tiempo para dedicar muchas horas al estudio y a la lectura.
Durante estos años, con una constancia ejemplar en el estudio, ha conseguido doctorarse en Filosofía y Teología. El tiempo fue el enemigo número uno de Montini. Tenía demasiadas cosas que hacer, podría hacerlas si el tiempo no fuese inexorable. Ya Pontífice tiene una evocación a estos años:
«El recuerdo de los breves años, durante los cuales, Nos, primeramente como discípulo, y como profesor después frecuentamos el Apolinar del que surgió esta Universidad Lateranense, que aunque no nos tienta de vanidad, nos evoca con imágenes tranquilas y reposadas ese empeño de nuestra humilde vida... el estudio y las clases. Por prevalecer otros deberes no pudimos realizar nuestro programa... pero las primeras e inocentes ilusiones no se olvidan y motivan por ello ahora su nostálgico recuerdo».
Hemos hablado repetidas veces de su delicada salud. Podemos añadir como subrayando un dato revelador. Cuando fue llamado a Brescia para ser tallado con su quinta del 97, Bautista daba la talla y la sobrepasaba, pero su salud era tan delicada, que fue rechazado para el servicio militar. Sin embargo, por el deseo de hacer bien y alternar con la juventud universitaria, de la que era consiliario, empezó a participar en sus fiestas y competiciones deportivas, en sus reuniones siempre agitadas, y aún en las grotescas carnavaladas de fin de curso. El resultado fue un robustecimiento progresivo y considerable en su salud, que
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le permitirá desarrollar desde ahora jornadas de veinte horas sin demostrar fatiga.
Su estilo, tanto oratorio como literario, adquirió este año ya un sesgo definitivo. Sus charlas y sus artículos a la juventud universitaria, imprimieron en su estilo un cuño muy personal. Nada de hojarasca y perifollo. Sobre una base recia de ideología, el armazón escueto, moderno y breve, de unas ideas lógicamente ensambladas.
Hizo propio el consejo que, en versos tallados, dio Unamuno:
«Mira que es largo el camino y corto, muy corto, el tiempo; parar en cada posada no podemos. Dinos en pocas palabras, y sin dejar el sendero, lo que más decir se pueda denso, denso».
En cierta ocasión, siendo ya sustituto de la Secretaría de Estado al servicio de Pío XII, se presentó un joven escritor de L'Osservatore Romano. Traía un artículo sobre la caridad del Pontífice reinante, que Montini debía revisar. Coge las cuartillas y va leyendo pacientemente aquel inmenso ensartado de frases huecas y tópicos manidos. Con suavidad en el tono, pero no sin cierta ironía, le dijo al repórter:
—Lo encuentro un poco largo ¿no cree? El periodista con voz demudada: —Sí, sí, un poco largo, Monseñor... —A Pío XII le gusta la concisión. Y ya, roto el primer hielo, añade Montini en un tono
amistoso: —Demasiada «barca de Pedro» y demasiado «pescador
de almas». La gente tiene demasiada prisa y necesita encontrar pronto la sustancia de lo que se le dice. El meollo que se capte sin esfuerzo.
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Y pacientemente, rehace el artículo que, amputado aquí y allá, ocupó tan sólo media columna.
Este estilo directo, sincero, ágil, que es el estilo de Pablo VI, lo aprendió, en estos años, al contacto con la juventud.
En resumen: fueron años duros de apostolado y de estudio. Años difíciles de actuación y de silencio; pero fueron, sin duda, años decisivos para la formación integral de Pablo VI. Un hombre que por temperamento hubiera sido un intelectual puro, frío, alejado de la vida, las circunstancias le hicieron tomar contacto con la realidad, y produjeron como resultado ese maridaje perfecto que hoy admiramos en Pablo VI: Intelectual para la acción.
Hay, por esta fecha, un suceso revelador en la vida de Montini. Un pequeño suceso profundo como un drama de Shakespeare, con el leve chirriar de dos engranes potentes que no encajan.
Montini pide colaboración para su obra con los jóvenes a Giuseppe de Luca. De Luca es un joven sacerdote de egregia capacidad intelectual absorto en soledades fecundas. De Luca rehuye amablemente la colaboración y Montini, el intelectual puro que algunos han soñado, le escribe esta carta meditable que transcribo. No es preciso mirar con lupa. Está explícita y formulada reciamente esa lucha interna que todo hombre de cierta altura ha sentido. La lucha entre la ideología y la acción, entre el frío cientifismo y la pastoral viva.
Tiene la carta el resuello sincero, libre de ironías, de un alma abierta y oreada como la meseta castellana. Las palabras son exactas, sin eufemismos blandos.
Dice así la carta:
«Querido De Luca: Adiós entonces y con inmensa amargura. Valoro
y envidio tu tarea, y sólo me apena que apartándola de la nuestra, pobre y mezquina por su estilo y por
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quienes la realizamos, nos dejes efectivamente pobres y mezquinos.
Lo que me duele es tu abandono consciente, no los reproches a la acción considerada de menor categoría y desproporcionada con los ideales.
Vosotros juzgáis la acción como guerra de guerrillas, no sabéis descubrir el grito de socorro a que responde. Si mañana nuestra voluntad se pierde en frivolidades, y la milicia católica cae en un epílogo ridículo, no será toda la culpa de los pobres sargentos que desearon y no recibieron auxilio de los cerebros potentes.
Quizá nos urge una excesiva prisa, lo cual es peligroso. Pero estamos presionados por la caridad y nuestras deficiencias encontrarán un atenuante en nuestro favor.
Cuidad vosotros que vuestra exquisitez no enfríe el amor, ni elimine el sacrificio, ni fraccione el Cuerpo de Cristo. Tú escoge los libros, yo quisiera escoger las almas.
Cuando necesite acertar con la manera más eficaz de ayudar a las almas, me refugiaré con el pensamiento y con alguna visita en tu magnífico y provechoso recogimiento. Allí te oiré hablar a los lejanos y aprenderé a hablar a los cercanos.
Si me compadeces un poco, permaneceré siempre amigo tuyo en el común deseo de amar a Cristo en todas las cosas».
Juan Bautista Montini
Una carta como esta, basta para definir a un hombre. Montini es un intelectual para la acción. Un hombre eficaz. Porque es evidente que no basta la mera intelectualidad, ni mucho menos el activismo puro. Es fácil para los inteligentes hacer sus vidas infecundas, por dedicarse a un juego especulativo, que les resulta cómodo; tan fácil como
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a los hombres de acción el engañarse, pensando que el fruto está en proporción a la energía invertida en las obras. De estos dos escollos se libró el joven Montini, gracias, según creo, a la orientación de Monseñor Pizzardo que consciente de su valía le hizo alternar reflexión y acción.
m
Vil.—Apóstol de los universitarios
"A los jóvenes exhórtalos a que estén sobre sí, en todo, manteniéndote a ti mismo dechado de buenas obras: integridad incorruptible en la doctrina, gravedad, palabra sana, intachable".
SAN PABLO
Su actuación entre la juventud bien merece que le dediquemos un capítulo aparte. El mismo ha dicho algo sorprendente:
—«Los jóvenes me han ayudado a no convertirme en un oficinista apergaminado y frío».
El cargo de consiliario nacional de los estudiantes, era un cargo difícil. Exigía mucho tacto, valor, y un celo sacerdotal a toda prueba.
El gobierno fascista veía con malos ojos los movimientos católicos, aun cuando limitasen su actividad a obras religiosas. Aquel Monseñor Montini, llegó a ser una figura popular en los medios estudiantiles. Aquel joven sacerdote alto, de mirada profunda, que con un lenguaje desgarrado
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y viril les hablaba de la fidelidad a Cristo, como nunca habían oído hablar. Comprendía a los jóvenes y sabía entusiasmarles.
En su torno, polarizaban los mejores. Tenía una ideología que transmitirles y lo hacía. No comprendió nunca el apostolado juvenil como una imposición, ni mucho menos como una servidumbre a un «cura» que se soporta con el aliciente de un lucro personal y humano. El quería y buscaba a los mejores. Y a esos jóvenes snobistas que hablan de libertad y viven esclavizados, que conciben el apostolado como un juego infantil sin riesgo, que sueñan en manifestaciones y congresos, rebosantes de aplausos pero vacíos en realidades... A esos jóvenes que actúan con las almas con poses prefabricados y tópicos de juventud superficial, les dirá Juan Bautista Montini:
—«¿No queréis venir obligados...? Pues venid libremente. ¿No queréis ser confundidos con la otra gente...? Pues venid por vuestra cuenta. ¿No queréis adquirir compromisos convencionales y retóricos? Pues dad a vuestra fe una profunda sinceridad personal».
Esto escribía siendo Arzobispo de Milán, pero es el mismo estilo que usaba en estos años romanos. Estilo directo. Lucha de frente, sin paliativos. Y el joven que se llama sincero, si además lo es, responde a esta llamada con una entrega incondicional al apostolado por la Iglesia. Juan Bautista Montini ha sido siempre y lo seguirá siendo, un entusiasta de la juventud. El sabe que en ellos está el porvenir del mundo. Son los jóvenes inteligentes, enérgicos y audaces, los únicos capaces de transformar este caos, y de dar un nuevo ritmo a esta sociedad que espiritualmen-te languidece.
En su formación dedicó muchas horas. Conferencias, círculos de estudio, encuestas, retiros, trato personal... Y siempre con una idea fija de iluminado: capacitarles para actuar en la sociedad, al servicio de la Iglesia.
Los mejores estaban con él. Hoy son muchos los hom-
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bres de influencia que deben a Pablo VI el arranque inicial por este camino luminoso y enérgico.
En 1925 es nombrado Consiliario Nacional de la Federación de Universitarios Católicos Italianos (F. U. C. I.) . Al mismo tiempo se nombraba a Higinio Righetti como presidente. Mano a mano, con instinto de colaboración, llevaron la F. U. C. I. en estos años de efervescente política italiana.
Nadie más capacitado para este cargo que Montini. Sus ideas tomaron consistencia al choque con la realidad y se enraizaron en una actividad que no admite cavileos.
Era ponerle en la cumbre, para que fuese luz y guía de una juventud que necesita orientación porque viene con impulso. De este año es este párrafo magnífico, índice y resumen de los pensamientos de este hombre:
—«Creemos en la mística universitaria, porque queremos tener una ascética universitaria. Nosotros creemos esto, porque en nuestro trabajo empeñamos una conciencia al servicio de la causa, la gran causa de la verdad que está espiritual y socialmente encarnada en la Iglesia».
Este fragmento de un artículo aparecido en la nueva revista universitaria «Studium», fueron la consigna de Montini, su autor. Consigna que realizó con paciencia inagotable. Porque el gran peligro de los que trabajan con la juventud, es el desaliento. Hace falta ser un gran optimista y sobre todo un gran hombre de espíritu, para resistir a la tentación de abandonarlo todo, al contemplar la inconstancia frecuente en estas edades.
Aunque, por su formación personal, gustaba de la selección, pero no cayó en la fácil tentación de cultivar, con ambiente de invernadero, a un grupo muy reducido de selectos. El selecto necesita el contacto con la masa y hasta el roce de los vulgares, cuando está orientado, le depura. Montini los metió, él al frente, en la propia universidad laicista y anticlerical. Ellos tendrían que ser el fermento del Evangelio. En la iglesia de San Ivo, organizó unas misas
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dominicales de renovado cuño litúrgico. En ella predicaba a los jóvenes universitarios con brevedad y nervio.
Su modo de actuar era muy sencillo. No basaba en trucos fáciles su apostolado. Era Sacerdote, mensajero de Dios, inmensamente serio por temperamento. Esto no le impedía «hacerse todo a todos para ganarlos a todos». Compartía sus alegrías y sus diversiones. Siempre serio, no pretendía camuflarse bajo las apariencias de unas carcajadas. Era uno de ellos y se presentaba al natural. Pronto los jóvenes comprendían que aquel sacerdote era un hombre sin doblez, sincero y rectilíneo, dispuesto a sacrificarlo todo por orientar sus vidas.
Hay una fotografía del nuevo Papa, que sin palabras es un slogan de juventud. Ya Cardenal, con sus amplios capisayos, presenció en el Estadio de Milán, una dura competición ciclista. Después pensó que era correcto y que no descendía de su dignidad al saludar cordialmente a tantos jóvenes allí concentrados. Y vemos al actual Papa sobre un coche descubierto, de pie, el brazo en alto como un campeón deportivo, que dio vuelta al Estadio saludando a sus hijos. Pero lo más curioso del caso, y esta es la foto de referencia, es que ha sustituido su birrete cardenalicio, con una típica gorra de ciclista. Así disfrazado, está más cerca de todos, como un hincha más del deporte ciclista.
Por cierto que sí le sigue gustando el ciclismo, y las pocas veces que ve televisión, lo hace para contemplar a los más afamados ases del pedal.
No sé cómo llamarán algunos a esta foto y a estas aficiones. Me sospecho que habrá para todos los gustos. Para mí queda aquí como una prueba más, tangible y gráfica de un humanismo sano que sintoniza sin estridencias con nuestro siglo XX.
—«Si hay algo que pueda llenar de gozo el corazón del Papa y de los obispos, es un pobre cura que rota y sin botones la sotana reúne en torno suyo grupos de jóvenes
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que juegan con él, estudian con él, piensan en la vida, le quieren y le creen».
Organizó con sus estudiantes toda una gran batalla de caridad: Enseñanza de catecismo a los niños, bautismos, regulación de matrimonios, ayuda material por medio de las Conferencias de San Vicente de Paúl, asistencia a los sin trabajo... Les imbuía una mística, y les daba un campo de acción donde pudiesen contrastarla y robustecerla.
Ayudó muy especialmente a uno de los barrios más pobres de Roma, el llamado Porta Metronia. Concentró allí todos sus esfuerzos, movilizó a sus estudiantes... hasta conseguir que se destruyeran las miserables chabolas en que vivían tantas familias y fuesen reemplazadas por un barrio de limpios y funcionales edificios que ahora se llama el barrio Appio Metronio.
Con el régimen fascista tuvo encuentros bruscos que hicieron saltar chispas. En agosto de 1926 organizó Mon-tini una Convención Nacional de estudiantes en Macerata. Ya desde el primer momento las molestias de los carabineros fascistas se hicieron sentir impidiendo la normal espan-sión de los FUCINOS. La chispa saltó. Discurría felizmente la asamblea cuando irrumpen en la sala unos legionarios de Mussolini dispuestos a perturbar la sesión. Los primeros intentos de concordia fracasan ante la obstinada mala fe de los legionarios. Sigue un pequeño tumulto, gritos de «abajo los estudiantes católicos», «fuera de Macerata»... hasta que se llega a las manos. Los legionarios actúan con sus porras ante la impasible presencia de la policía local.
El joven Montini no se amilana. Jamás soporta la injusticia. Con sus 29 años, sacerdote y responsable, actúa con energía en unos años históricos de temor y riesgo. Acude en persona a denunciar los hechos ante el jefe local de la policía. Era como gritar a una roca.
—Recuerde que usted es el responsable de no evitar esta violencia.
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Lo ha dicho Montini con nervio, vivos los ojos, la frente tensa.
El oficial fascista, pasmado ante tanta valentía, le pregunta:
—¿Tú quién eres para protestar? —Mi nombre es Montini, director espiritual de este
grupo. Mientras la policía actúa intentando calmar algo la
refriega. Montini gestiona un tren especial que les traslade a Asís donde poder terminar la Convención en relativa paz, espoleados todos en su fervor por el choque.
Y sigue luchando Montini, sin amargura, consciente de que el apostolado si es evangélico ha de suscitar contradicción incluso de los compañeros de sacerdocio que no vieron bien, por ejemplo, que se juntasen en el congreso chicos y chicas.
Fueron años duros de tirantez entre la Iglesia y el gobierno. Mussolini, subrecticiamente, minaba el terreno a todas las organizaciones católicas y en especial las de estudiantes.
Aunque el 11 de febrero de 1929 se firman los Pactos de Letrán y esto supone para Mussolini un aumento de prestigio dentro y fuera de Italia, pero el resquemor del Duce sigue latente y al fin se manifiesta en una ley del 2 de junio de 1931 por la que el gobierno disuelve las organizaciones juveniles. Era el último zarpazo del león in-auieto ante la formación católica de la juventud. Días duros de perplejidad y heroísmo... hasta que el Papa Pío XI se pone personalmente al frente de los que luchan contra la arbitrariedad injusta. El 29 de junio, pocos días después como se ve, firma Pío XI la encíclica «Non abbiano bisog-no» que es un testimonio de valentía y claridad de criterios. Mussolini retrocede y se aviene a un pacto de teórica libertad, oero que en la práctica es un viscoso zancadilleo.
Montini durante estos años mordió muchas veces el freno ante la imposibilidad física de hacer triunfar la ver-
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dad y la justicia. La tiranía del gobierno se imponía con farsa solapada. Se caza mejor al león que a la ladina anguila que se escurre o se esconde.
Cuando el régimen fascista disolvió la Federación de Estudiantes Católicos, Monseñor Montini siguió trabajando incansable con más ardor si cabe, con sus jóvenes. Los reunía en cualquier sitio, una iglesia apartada, unas catacumbas, su mismo despacho, donde fuera. Lo importante era el contacto personal, mantener encendida la antorcha y más en unos tiempos de confusionismo y ante la perspectiva de un futuro difícil.
Evocando estos encuentros clandestinos, un estudiante escribe prendido en el recuerdo:
—«Nosotros sentíamos que nuestro capellán estaba con nosotros. Sentíamos que una amistad fraterna nos unía a todos; una amistad fraguada en las horas de alegría y en las horas de pruebas».
Y el mismo estudiante, repitiendo sin duda frases mil veces oídas de labios del capellán, escribe estas líneas que retratan, en aguafuerte llamativo, la mentalidad de Pablo VI:
—«Su preocupación era dar al pensamiento cristiano en Italia, una enunciación moderna, un aparato cultural nuevo, una difusión más amplia, una aplicación coherente y renovadora... El pensamiento católico podría, en perfecta ortodoxia, ser comprendido, reelaborado, modernamente vivido».
Aquí aparece el Papa en toda su talla espiritual y humana.
Un hombre que sabe captar lo mejor de la juventud intelectual, no es un vulgar. Un hombre que tiene estas ideas renovadoras, tan audazmente expuestas, no es un pedestre repetidor esclavo de la memoria. Es un hombre que tiene una ideología y un mensaje que transmitir.
«Hablaba a los jóvenes —escribe el P. Bevtlacqua—-con una fe alimentada en el tesoro del Evangelio y de la
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liturgia, y semejante fe en lo Divino se manifestó siempre a través de la totalidad de lo humano... Porque Don Bautista auna el espíritu creador del hombre bajo todos los aspectos: arte, pensamiento, cultura, ciencia, técnica. Todo lo trataba con los jóvenes, acompañándoles en la novedad de cada una de sus jornadas, con inmutable frescura y fantasía».
Otro ha dicho: —Plasma las ideas con un lenguaje incisivo y nítido. Me gusta el testimonio. Porque los hay que peroran
vacíos de ideas o las tienen tan confusas que jamás sabrán, ni ellos mismos, lo que quieren decir... ¡cuánto menos el auditorio! Estos son los que se alarman cuando oyen una verdad dicha con dramatismo. Son los nebulosos que más que pensar sueñan y en lugar de criterios lo que tienen son afectividades.
Sería interminable si quisiese transmitir la opinión unánime, entusiasta y ferviente de cuantos han conocido de cerca el apostolado con los jóvenes de Juan Bautista Montini.
Baste el testimonio de su compañero íntimo, Monseñor Pignedoli:
—«El gran prestigio que obtenía entre los jóvenes, tanto en la exposición de los problemas espirituales, como sobre todo, en la seguridad al resolverlos, le venía de la visión completa y segura que El poseía del cristianismo... Antes que en sus conclusiones exteriores, lo valoraba en la formación interior de la conciencia».
¡Qué años aquéllos tan felices aun en medio de la lucha! Años que fueron perfilando la personalidad destacada de Monseñor Montini, años decisivos que dieron tensión y flexibilidad a toda su vida.
De aquellos años surgió pujante el que ahora admiramos y amamos, Pablo VI. La juventud sigue siendo, también ahora ya Papa, su auditorio predilecto. En su presencia se enardece y toma su voz un cálido acento de
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simpatía, entusiasmo y nervio recio. Su oratoria, sin artificio, toma la resonancia de su corazón esperanzado.
«Quien dice juventud dice vigor, sinceridad, alegría, conquista del futuro».
«Jóvenes, ninguna edad como la vuestra es tan buena para los grandes ideales, para los generosos heroísmos, para las exigencias del pensamiento y de la acción. Vosotros, jóvenes, podéis regenerar en vosotros mismos el mundo donde habéis sido llamados a vivir por la Providencia, y a vosotros os toca, en primer lugar, consagraros a la salvación de una sociedad que tiene precisamente necesidad de espíritus fuertes y decididos».
Y enardecido les invita a lo más grande: «Jóvenes, poned vuestros esfuerzos y vuestro honor en mirar siempre más alto, siempre más lejos. Más alto que la vida fácil de las ciudades modernas, más alto que los intereses o placeres materiales en los que tantas almas se envilecen y se hunden. Más lejos que los estrechos cálculos del egoísmo individual, que las mezquinas rivalidades de razas, lenguas, naciones...»
El Papa mira a la juventud con inmensa esperanza y sería imposible querer traer aquí sus palabras más flamígeras a la juventud. Lo son todas. Lo ha dicho sin ambages: «Habréis adivinado que la visita de la juventud nos encuentra siempre dispuestos para el recibimiento más cordial. De buena gana estaríamos siempre rodeados por la juventud». No es hipérbole. Los que conocen a Pablo VI lo han dicho:
—Disfruta tratando con la juventud. —Es un alma joven y goza con los jóvenes. «A ella nos ligan los recuerdos mejores de nuestra vida
y de nuestro ministerio». Y da la razón: «La Iglesia ama a la juventud como un
viejo árbol ama a la primavera. Por eso a vosotros, queridos párrocos y sacerdotes, la recomendación que más
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llevamos en el corazón, de prodigar tada la asistencia a la juventud».
Y allí donde la realidad no llega, llega el deseo: —¡Cómo desearía extender mis brazos, hablar a los
corazones de tanta multitud de jóvenes que quizás está buscando cómo destacarse de una manera fuerte, nueva, magnánima!
La juventud comprende sus palabras y le da la mejor respuesta: seguirle con fe ciega. Esta aureola de juventudes que han seguido siempre a Montini en su apostolado es el mejor aval de su gran prestigio.
Un hombre que sabe ganarse a la juventud, que sabe ser guía de intelectuales, es un hombre que hace esperar grandes cosas para la Iglesia.
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PARTE SEGUNDA:
Al servicio de la Iglesia
VIII—Colaborador de Pío XII
"Doy gracias al que me dio fuerzas, a Cristo Jesús, Señor nuestro, porque me consideró digno de su confianza, poniéndome en el ministerio".
SAN PABLO
Este capítulo, necesariamente incompleto, pretende recoger, en resumen, los años en que el joven Montini, ya plenamente formado, colabora con Pío XII.
Soy consciente de que harían falta unos cientos de páginas para pergeñar unos años intensos de trabajo en un cargo de tanta importancia. Pero creo también que, si es interesante para el historiador, no lo es tanto para conseguir esa aproximación vital que pretendemos.
Cuando llegó Montini de Varsovia, prosigue sus estudios en la Academia Eclesiástica y se licencia en 1924, en Derecho civil, en el Instituto jurídico de San Apolinar.
En octubre de 1924 entra al servicio de la Secretaría de Estado.
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Con rapidez asombrosa, en abril de 1925, asciende a minutante a las órdenes directas del Cardenal Pacelli, entonces Secretario de Estado. Es el primer escalón. Su progreso gradual, al principio lento, hacia la cumbre.
Es en diciembre de 1937, cuando empieza ya para Montini, de un modo definitivo la subida al Solio Pontificio. El Papa Pío XII le nombra sustituto de la Secretaría de Estado. No olvidemos que Pío XII había regentado antes de ser Papa, el cargo de Secretario de Estado, a cuyas órdenes venía trabajando Montini juntamente con otro hombre insigne, Monseñor Domingo Tardini. El recién nombrado Papa, conocedor de la valía de estos dos hombres, les nombra sustitutos de la Secretaría de Estado, sus colaboradores inmediatos, y mucho más indispensable desde 1944 en que muere el Cardenal Magliono, Secretario del Papa. En 1952 nombra definitivamente tanto a Tardini como a Montini, Pro-secretarios.
Fueron años de trabajo oscuro y difícil en un período histórico terrible para la humanidad. Años de guerras mundiales que terminaron siempre en venganza y en odios entre naciones, y traían consigo la secuela inevitable de hambre, destierros, campos de concentración... Europa fue un infierno, y en mitad de ese fuego, la figura limpia del Papa Pío XII, el Papa del gesto amplio, brazos en cruz, «Pastor Angélico», estaba sostenida por la colaboración inmediata de un hombre ejemplar que hoy le sustituye en el Papado. Diecisiete años al servicio del Pontífice, le hicieron a Montini un experto en los asuntos del Vaticano; la mejor escuela para su actual Pontificado.
Tenemos la oportunidad de oir al mismo Montini, ya Pablo VI, el mejor panegírico de Pío XII.
Con motivo de la inauguración del monumento a Pío XII tuvo el Papa este recuerdo cargado de vivencias personales. No habla de memoria, es algo que él mismo ha palpado:
—«A Nos más que a nadie nos agrada haber tenido
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la fortuna y el honor de prestarle, durante largos años, en un diálogo íntimo y diario, nuestros humildes, pero fidelísimos servicios; a Nos que gozamos de sus confidencias, de su confianza, de su mucha afabilidad».
Y con el tajo absoluto de un testigo que afirma lo que vio, sin eufemismos huecos, prosigue Pablo VI:
—«Nos que fuimos testigo maravillado de su absoluta entrega al oficio apostólico, que meditaba y comprendía con conciencia continua;
—testigo de la dulzura de su espíritu, aunque firme, complejo y muchas veces casi satisfecho de su solitaria reflexión;
—testigo de su descriptible piedad religiosa, en verdad no muy inclinada a las manifestaciones externas del culto, más bien amiga de las íntimas efusiones y de la personal observancia;
—testigo también del incomparable vigor de su ingenio, del poder excepcional de su memoria, de la maravillosa sensibilidad de su espíritu, de su fenomenal capacidad de trabajo a pesar de la debilidad de su físico y de su delicada salud;
—testigo de su rara capacidad en advertir y cuidar de las cosas pequeñas relacionadas con la perfección sustancial y formal de su trabajo, juntamente con la simultánea y siempre vigilante atención por las grandes cosas, en que estaba empeñada su actividad---»
Junto a este hombre eximio de «intrépido sentido de la responsabilidad» se fue acuñando la figura de Montini. Por eso ahora puede decir: —«Será un consuelo seguir sus doctrinas y su ejemplo».
En esos años fue un prisionero del Vaticano. Vivía como un Párroco de pueblo, en el reducido espacio de unos metros cuadrados, aunque la antecámara de sus habitaciones estuviera pintada por Rafael.
Una habitación del tercer piso, con vista de escorzo a la Plaza de San Pedro. Un despacho precedido de una sala
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tapizada de rojo para las visitas. Una antecámara de espera, siempre atestada de gente, y un continuo entrar y salir de ujieres que le llaman: «Su Excelencia».
A los importunos había que despedirles con el recado: —«Su Excelencia le da las gracias por su visita, pero
no puede recibirle». Con las otras visitas, las importantes, Montini se mos
traba de una sinceridad sin ambages. El mismo dijo: —«Las reticencias no convienen a un sacerdote». Su labor de diplomático era una labor difícil y des
agradable en momentos tan críticos como los de la segunda gran guerra. Pero Montini no es un hombre que escurre el bulto ante la dificultad. Como los grandes temperamentos la lucha le enardece y la contradicción le estimula. Es esto precisamente, su valentía y sinceridad en afrontar los problemas, lo que le hace ganar mayor respeto y estima.
«Podría decirse —escribió Silvio Negro— que la diplomacia de Monseñor Montini fue la no diplomacia; él hablaba abiertamente, con la limpia mirada fija en su interlocutor; oía, anotaba en su mente, respondía sin reticencias, pero con aquel sentido de la medida natural que su caridad sacerdotal le inspiraba. Conocía así a los hombres y a las cosas, y a estas últimas más por el juicio de los hombres que por las simples apariencias».
Muchos rastreaban en los asuntos del Vaticano la huella oculta del prosecretario Montini. Oculta, pero eficaz en su silencio. Tal es el caso que nos cuenta su sobrino y que puede servir como muestra de otros muchos:
«Creo que nunca ha sido revelado, hasta ahora, que mi tío usó sus dotes magnéticas de persuasión para salvar a Pío XII de la deportación a Alemania. Hitler, reciamente encolerizado ante la oposición del Vaticano, decidió llevar al Papa a un lugar secreto de Alemania donde le sería imposible influir efectivamente en su pontificado. Mi tío, informado de esto, llamó inmediatamente al Barón
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Ernst von Weizsácker, embajador alemán ante la Santa Sede. Sólo los dos hombres saben lo que pasó en esta tensa y cordial entrevista, pero Hitler abandonó su pl a n
de raptar a Pío XII. Ha sido Monseñor Antonio Travia entonces secretario de mi tío, el que me ha informado y ¿á testimonio de este suceso».
Sucedía esto en los primeros meses de 1944. Bormann había planificado detalladamente la «operación Pontífice» como se llamaba en términos oficiales, y el peligro fue tan inminente que el 9 de febrero de 1944 reunía Pío XII a todos los cardenales en la Capilla Sixtina.
—Jamás consentiré, ni con amenazas ni con alagos, que me saquen de Roma. Si lo hacen, será en todo caso contra mi voluntad.
La locura engreída de Hitler no conocía límites. Bastaría este plan para demostrarlo. Gracias a Dios fue un intento más que no pasó de la cabeza caliente de Hitler.
En nombre del cuerpo diplomático, Wladimir d'Or-messon, exembajador de Francia en la Santa Sede, elogiaba públicamente al prosecretario del Papa:
—«Tanto en la guerra como en la postguerra, Monseñor Montini no cesó, en cuanto estaba de su parte, de hacer lo humanamente posible por suavizar las discordias. Y en las obras que realizó, que fueron innumerables, se hizo no sólo respetar, sino amar. Cuantos tuvieron que tratar con él, han sabido apreciar aquella fina comprensión, aquella intuición, aquella penetración, aquella exquisita delicadeza de sentimientos, aquella altura de miras que lo caracterizaron».
Y añade a continuación este aserto rotundo que es el gran panegírico del sacerdote diplomático Montini:
—«Y es, que siempre se ha sentido vibrar, detrás de la personalidad del hombre de Estado, su gran alma evangélica».
Comprensión, es la gran cualidad que hizo de Montini el gran diplomático.
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La comprensión no es fácil; exige en principio una gran inteligencia, y un gran corazón. Jamás podrá ser comprensivo un hombre que carece de alguna de estas dos cualidades. Y siempre, la comprensión de un hombre está en proporción directa de su inteligencia y de su afectividad.
Considero fundamental, en Pablo VI, esta cualidad humana que le hará asequible a todos los hombres de buena voluntad, sin dejar por ello de ser intransigente con la mentira, la injusticia y el odio.
Pablo VI demuestra, ya desde ahora, poseer en grado eximio, esta cualidad de la comprensión. Acercarse a los hombres y a los problemas, consciente de su complejidad, y deseoso de una solución auténtica, aunque sea difícil y complicada, antes que el simplismo ignorante, del que busca tan sólo librarse de un problema en lugar de solucionarlo.
Inteligencia que le hace vislumbrar, al menos, la complejidad del hombre, y lo enmarañado de los caminos de Dios.
Corazón grande, que le hace entregarse a los hermanos con el deseo de ayudarlos aun a costa de su propia vida.
Comprensión en definitiva, que es una posición de sinceridad, fundamental en el hombre grande, que desdeña con asco las apariencias huecas.
Un detalle emocionado que es como una florecilla franciscana en medio de unos años aparentemente áridos en la vida de Montini.
Era la Nochebuena de un invierno romano. Noche de intimidad y de familia. Aquel día 24 los afanes del Vaticano fueron como de ordinario. Mientras Montini despachaba los asuntos, respondía las cartas, o trataba con algún Cardenal dé la Curia, su pensamiento estaba lejano.
Alguien le notó distraído y como ausente. La verdad era que Montini pensaba en la soledad de un antiguo amigo suyo, sacerdote que había abandonado hacía poco
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su sotana y su fe. Y la inmensa comprensión de Montini, aquel acercamiento cálido a los hombres concretos, estaban madurando en su mente una idea que él creyó siempre evangélica, aunque algunos tachasen de extravagante.
La idea ha madurado. Coge el teléfono y llama a su amigo.
—Esta noche cenaré contigo. —¿...? —Sí, ya puedes preparar lo que sea, cenamos juntos. Y con la emoción contenida y un gesto nervioso, cuel
ga el auricular. Sigue un momento como petrificado, absorto-•• Después, de nuevo a los negocios de Curia hasta que llegue la hora de juntarse con su amigo. Tembló Montini al colgar el auricular; tembló aquel hombre, que trataba impasible asuntos trascendentales.-. Y era que había estado en contacto con un alma.
Al otro lado del auricular, ¿qué? No lo sabemos; pero sin duda que una emoción no contenida, rebasaría a aquel hombre que se decía sin fe.
Pasaron la Navidad juntos. Noche deliciosa cargada de recuerdos de unos años felices en el seminario de Brescia.
Cuando algún integrista se admiró de este gesto, Montini dijo como disculpándose:
—«Yo pensé que él iba a pasar muy solo esta noche, y a pesar de su crisis de fe, no dejaba de ser mi hermano».
Pablo VI ha de comprender, estoy cierto, la soledad de tantos hombres que sin fe, sin esperanza, van mendigando un poco de amor.
Su vida en estos años fue de un control y orden absoluto. Dueño de sí, de su mundo y de su tiempo, aunque metido en mil ocupaciones, nunca le faltó tiempo para lo necesario. Madrugaba mucho. Los vendedores callejeros, los obreros, las mujeres de la limpieza, veían pasar puntualmente a un sacerdote alto, serio, recogido, de paso enérgico... Un sacerdote sencillo que hablaba con ellos con cariño y simpatía.
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A las seis y media de la mañana, Montini estaba ya en la capilla de Julio II, rezando el breviario. Seguía la meditación y la Santa Misa. Desayunaba una taza de café con leche. Y en seguida el trabajo, que solía comenzar a las nueve y se prolongaba hasta las dos, a veces hasta las cuatro, sin interrupción ninguna. Había días en que se pasaba hasta catorce horas en la Secretaría de Estado. En estos casos mandaba traer un bocadillo del bar de abajo, y no se movía de su despacho hasta muy entrada la noche. Dominaba el cansancio y nunca perdía el control ni en los días de mayor fatiga.
Quienes le trataron hablan admirados de la paciencia imperturbable con que Monseñor Montini trataba con sus colaboradores y visitantes. Poseía un perfecto dominio de sí mismo. No recuerdan haberle visto jamás, impacientarse o precipitarse, salvo un día, un solo día: El 10 de junio de 1940, día en que Italia entraba en guerra- ••
Entrar en pormenores sobre la guerra sería intentar aquí lo imposible. Son unos años tan densos en acontecimientos que requieren muchos siglos para el recuerdo. (Cuando los hombres se mataban a miles y había cámaras de gas en Europa. ¿Qué fiebre les entró a los hombres?)
Baste para ambientar unas notas telegráficas tomadas en campaña:
10 de julio de 1943, bombardeo de Roma. 13 de agosto, nuevo bombardeo. Verano duro de angustia. Cae al fin Mussolini. Badoglio se encarga del gobierno. Italia se rinde. Es el 8 de septiembre. Los alemanes ocupan la ciudad. Invierno de terror acosados por los SS. Redadas de judíos y patriotas. Febrero, bombardeo de Castelgandolfo. Mueren 500
refugiados. Mayo, llegan las fuerzas norteamericanas.
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5 de junio de 1944. ¡Roma la inmortal, vuelve a ser ciudad libre!
El Papa, Pío XII, bendice al pueblo. Su figura, como de alabastro, irradia la paz.
Entre líneas queda el comentario. Cada detalle tiene su dolor y su sangre propia. ¡Cómo salpica el rojo! Aquí están incluidas las penas íntimas del Papa, sus insomnios cargados de zozobra, sus paseos solitarios, cartas y audiencias secretas, largas oraciones-•• Pío XII habló como nadie de la paz en un mundo caótico de guerras. Junto a él, Montini, concentrado, trabajador y silencioso.
Aunque Montini no era un hombre de guerra, la del 14 la vivió muy joven aún, pero a la sombra de Pío XII le tocaron vivir momentos trágicos que supo afrontar con serenidad imperturbable.
Aquel mediodía famoso del bombardeo de Roma, 10 de julio de 1943, en que Pío XII salió por las calles a consolar y a convivir con sus queridos hijos horas de prueba. Junto a Pío XII había un sencillo sacerdote de ojos claros, que miraba con pena y aliviaba el dolor de la aterrada población.
A las primeras explosiones, Pío XII se había conturbado. Sus ojos se arrasaron en lágrimas, y tan sólo sabía repetir:
—¡Han bombardeado Roma! Así una y muchas veces, como queriendo persuadirse
de algo increíble. Después se dirigió a su mesa, tomó el teléfono y llamó
a Montini: —¿Cuánto dinero hay en el banco del Vaticano? —Unos dos millones de liras, Santidad. —¡Sáquelo inmediatamente y llévelo al primer coche
que encuentre en el patio de San Dámaso, donde nos reuniremos!
Y sin escolta alguna, subieron al coche negro del Papa. Y es que Montini, jamás perdió un corazón paternal
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de sacerdote, y nunca lograron los papeles de la Curia, hacerle un burócrata. Su escritorio era siempre un amontonamiento de cartas. No menos de cincuenta firmaba cada día con pulido rasgo. Eran su cruz y no obstante lo tomaba a broma.
Solía decir: —«Todo el día me toca jugar a cartas». Y señalaba la montaña de documentos, todos impor
tantes, todos urgentes, que se acumulaban sobre su mesa. Y no sólo a cartas, sino que tenía que jugar también constantemente con el teléfono que repicaba a cada momento. En aquellos años de sustituto a las inmediatas órdenes de un Papa como Pío XII, puntual, preciso, infatigable en el trabajo, el ahora Pablo VI, aprendió a vivir sereno, en medio de inmensas preocupaciones y responsabilidades. Uno de los tres teléfonos que tenía sobre su mesa estaba conectado directamente con el Santo Padre.
Quiero dejar constancia de un rasgo revelador y sintomático que puede perfilar, a su modo, las figuras tanto de Montini como de Pío XII.
Durante los quince años que Montini sirvió a Pío XII nunca se sentó mientras despachaba las casi diarias y siempre largas audiencias que mantenía con su superior. Al comienzo de su trabajo Pío XII le solía indicar que se sentase, pero Montini le suplicaba que, como un favor personal, le permitiese estar de pie en la presencia del Papa.
De estas audiencias que solían durar una y hasta dos horas, salía Monseñor Montini bastante cansado. Pálido, flaccido el rostro... llevaba bajo el brazo un rimero de documentos sobre los que tendría que trabajar. A veces, cuenta su secretario Monseñor Antonio Travia, «salía visiblemente perturbado porque quizás él no estaba de acuerdo con las decisiones tomadas por Pío XII ese día. Sin embargo, Montini haría todo lo posible por seguir fielmente sus indicaciones».
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Tanto era su respeto hacia el Papa que incluso se levantaba de su silla cuando sonaba el teléfono del Papa y recibía estas comunicaciones siempre de pie. Quería así subrayar Montini que su cargo no era meramente burocrático sino preferentemente religioso.
Es curioso anotar aquí el paralelo antagonista que establece Silvio Negro, el mejor de los periodistas del mundo Vaticano actual, entre los dos prosecretarios, Monseñor Tardini y Monseñor Montini.
Difícilmente se podrían encontrar dos hombres más distintos trabajando juntos. No sólo en lo físico, sino sobre todo en su modo de ser y pensar.
Fuerte y desgarbado Monseñor Tardini, con una selva de pelo enmarañado, resaltaba más aún sobre la débil y aristocrática esbeltez de Montini, casi calvo. Pero transcribamos ya la impronta de Silvio Negro:
—«Monseñor Montini sabía recibir con una cordial sonrisa al pelma que se presenta en su antecámara; Monseñor Tardini lo recibía con gestos malhumorados. Si la generosidad de Montini se colocaba en seguida en el terreno de la comprensión y de la confianza, la de Tardini corría a colocarse en el plano de la valoración realista de las cosas, y del amargo disentir. Uno era módico de palabras y de estudiadísima conversación. El otro era, descuidado, populachero, famoso en toda Roma por sus salidas».
Alden Hatch y Seamus Walshe hicieron también el contraluz en estos términos:
«Los miembros más benévolos de la Corte Pontificia consideraban a Tardini un diamante en bruto. Es un gallito de pelea chato y fogoso. Sus modales parecen rudos, casi violentos, y sin embargo es sensible y cariñoso. Su única distracción consiste en visitar una casita para huérfanos, denominada Villa Nazareth, situada a unos cuatro kilómetros de Roma, en la que pasa la mayor parte de su tiempo libre e invierte casi todo su dinero.
Monseñor Giovanni Battista Montini, es muy opuesto
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en carácter y aspecto físico a Tardini. Hombre alto y delgado, moreno y de ojos negros, es un tremendo trabajador. Por su interés en las cuestiones sociales se convirtió en el experto de relaciones laborales de la Santa Sede, siendo el Prelado que más ha hecho para apartar a los obreros italianos de la falsa senda del comunismo».
Debo añadir para colofón de estos bocetos, que tanto Tardini como Montini, coincidían en su apasionado amor a la Iglesia, y en su entrega inigualable al trabajo.
A pesar de tantas ocupaciones, a pesar del largo trabajo del día, Montini no descuidaba su formación intelectual porque era un convencido de que es preciso cultivar la inteligencia y estar al tanto de las nuevas corrientes ideológicas, para ampliar las bases de un fecundo apostolado. De estos años arranca su costumbre de trasnochar absorto en el estudio y la lectura. Leía y leía. Había gastado su pequeña herencia familiar en libros y obras de caridad, y hasta vendió su automóvil.
Maritain, el discutido Maritain, encuentra en Montini un entusiasta admirador y discípulo. Se conocieron personalmente cuando Maritain ocupó el cargo de embajador de Francia ante la Santa Sede. Pero ya de mucho antes conocía Montini las ideas renovadoras y vanguardistas del filósofo católico. Tanto se compenetró de sus ideas que fue Montini el primer traductor de sus obras al italiano haciendo así más asequible el pensamiento de este filósofo tan polemizado.
Montini tiene una cultura inmensa. Con un fino sentido crítico, detecta en seguida los mejores libros, los artículos más destacados de las revistas, y su lamento es siempre el mismo:
—No hay tiempo para tanto como hay que leer. En el silencio de la noche cuando todo se concentra
y descansa, Monseñor Montini se entrega a su placer predilecto: la lectura. Pasaría días enteros sin dormir, si no fuese consciente de que necesita algún descanso. Dicen
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que se ha acostumbrado a dormir tan sólo cuatro horas. Aquel niño débil que casi no se tenía de pie, se había convertido en un hombre de hierro... porque era un hombre de Dios.
Es por esta fecha cuando publica unos pequeños libros, recopilación de sus charlas a los jóvenes. «El Camino de Cristo», «Introducción al estudio de Cristo», «Conciencia Universitaria» son algunos títulos de esta etapa de juventud. Traduce también «La Religión Personal» de Grandmaison. Le gusta el apostolado de la pluma, es hijo de periodistas y diríamos que lo lleva en la sangre, pero sobre todo sabe del gran fruto que hace un libro aunque sea un opúsculo juvenil de esos que los hombres maduros fracasados miran con desdén.
Parece leyenda, si añado a todo esto otras actividades que fueron realidad. A partir del año 1931, fue Profesor de Historia de la Diplomacia, en la Academia de Nobles Eclesiásticos. Cuando alguien le aconsejó dejar esta onerosa ocupación, él respondió:
—«Es interesante ser profesor, porque te obliga a estudiar».
Pasados unos años, en un anuario conmemorativo de la Pontificia Academia Eclesiástica, encuentro este autógrafo emocionado de Monseñor Montini. En su último párrafo dice:
—«••• tengo especialmente presentes en mi alma y me vienen ahora de nuevo a mi memoria, aquellos años hermosos e intensos de estudio y de reflexión, guiados sobre todo por la luz de un pensamiento: la Iglesia».
La Iglesia fue siempre para Montini el impulso motor que mantenía en vilo tantos esfuerzos, tantas continuas abnegaciones, por ser instrumento apto para su servicio. Servir a la Iglesia sigue siendo el destino de Pablo VI.
Y sigue la leyenda que es realidad histórica: Su labor en la Secretaría de Estado no le impide ejercer una misión pastoral, y con frecuencia celebra en una parroquia de
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Roma, confiesa, hace obras de caridad-•• en una palabra, sigue siendo antes que nada sacerdote. Una anécdota final, que nos ponga de relieve la sencillez siempre evangélica de Montini. Anécdota que corrió por toda Roma a las pocas horas de haber sucedido.
Montini pasea por la estación Términi en espera de cierta personalidad. Como de costumbre oculta su fajín rojo bajo la negra dulleta. Cualquiera diría que es un cura de pueblo que vino a la capital. El tren no llega. Monseñor Montini se ha recorrido varias veces el andén sin perder su paciencia. En esto ve venir a una viejecilla que apenas si puede con sus pesadas maletas. Jadea nerviosa la pobre mujer, y al llegar junto aquel curica, le dice:
—¿Puede ayudarme, Padre? Montini, con naturalidad: —No faltaba más. Y cogió las maletas, andén arriba. Fue entonces cuando un joven sacerdote que conocía
al sustituto de la Secretaría de Estado, corrió hacia él con pasmo:
—Pero--- ¡Excelencia! Y creyendo que era suyo el equipaje, intentó ayudarle. —No te preocupes, dice Montini siguiendo a buen
paso con las maletas, hay que evitar a toda costa que pierda el tren esta buena señora.
Y sin poses fotogénicas de publicidad barata, acompaña a la viejecilla a su departamento de tercera.
Es un dato, un detalle que resulta hasta simbólico para este Pablo VI que ha sido llamado con razón el Cardenal de los obreros.
Todo esto y mucho más que no cabe en esta historia, componen los años de Juan Bautista Montini, como colaborador de Pío XII.
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iX.—Arzobispo de Milán
"Porque el sello de mi apostolado, vosotros sois en el Señor".
SAN PABLO
Un buen día a fines de agosto de 1954, estando el Papa en Castelgandolfo, Montini salió de su audiencia con el Santo Padre con un rostro más serio que de ordinario. Pío XII le acababa de manifestar su deseo, de que sucediera al difunto Cardenal Schuster en la diócesis de Milán.
Muerto el Cardenal Schuster, la prensa milanesa y a la cabeza de ella «El Corriere della Sera», con el deseo de influir creando un ambiente, lanza en seguida el nombre de Montini como probable sucesor. Grandes titulares, reseñas y fotos. La opinión pública se forma y el pueblo le espera y le desea. Pío XII. quizás sanamente influenciado por la prensa, hace que este deseo sea realidad.
Un nuevo viraje en la historia de Montini. El hombre de experiencia diplomática, necesitaba también la experiencia Pastoral para que un día pudiese ser el supremo Pastor y Maestro.
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La prensa italiana, amiga siempre del escándalo, se lanzó sobre la noticia e intentó escudriñar lo que había detrás de ese designio. Para unos, Pío XII había perdido la confianza en su Secretario. Para otros, ciertos elementos de la Curia, habían exigido este nombramiento a Pío XII. Y no faltaron algunos que apuntaron que con ello el Papa quería preparar a su futuro sucesor.
Es inevitable la conjetura como también el que haya siempre un grupo que se alegre con su partida. Montini, hombre definido, apoyaba lo que podríamos decir el ala izquierda vaticana frente a una serie de conservadores a ultranza que promulgaba, entre otras cosas, el ataque violento al comunismo. ¿Fue quizás esta la razón fontal?
Sea lo que fuese, la realidad objetiva es que Monseñor Montini fue consagrado Arzobispo el 12 de diciembre en la Basílica de San Pedro. Por enfermedad de Pío XII, le confirió la consagración el Cardenal Tisserant, decano del Colegio Cardenalicio, asistido por el obispo de Brescia y el obispo auxiliar de Milán. Estaban presentes quince Cardenales y 52 obispos. Quiso el Papa demostrarle su afecto entrañable, dirigiendo la palabra a cerca de 20.000 personas que se habían congregado en el templo, y a muchos miles más que oían la retransmisión a través de Radio Vaticano.
«Es un consuelo para el Padre, dijo Pío XII, que no ha podido imponerle las manos con la invocación del Espíritu Santo, confortar en este momento con la bendición a su fiel colaborador, convertido hoy en su hermano dentro del orden Episcopal».
Y al darle la bendición, añadía unas palabras enigmáticas que se prestaron a múltiples interpretaciones:
—«Os doy mi bendición, recordando los largos servicios de Monseñor Montini y, con fe y esperanza en el futuro del nuevo Pastor».
En la carta de nombramiento dirigida al nuevo Arzobispo, se manifiesta aún más paternal y explícito:
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—«Tú, querido hijo, nos has parecido la persona más indicada, pues el trabajo cotidiano nos ha descubierto tu inteligencia, tu fuerza de ánimo, y la sincera piedad que unes al celo por la salvación de las almas. En los largos años que te hemos tenido al lado en el trabajo, no sólo has merecido bien de la Sede Apostólica, sino que has reunido tantas experiencias de hombres y de cosas, que nos pareces la persona más preparada para asumir el gobierno espiritual de la metrópoli».
El 4 de enero de 1955, Juan Bautista Montini abandonaba su querida Roma. Los periódicos de aquellos días reprodujeron una frase, que unos ponían en boca del Papa, y otros atribuían al Arzobispo:
—«Al separarme de él, me he sentido como huérfano».
En cualquiera de los dos casos, la realidad era siempre verdadera.
Juan Bautista Montini hizo su entrada en el territorio de su Arzobispado en la tarde lluviosa del 4 de enero de 1955. Tuvo un gesto que conmovió a todos. Cuando el coche atravesó el puente que separa la Lombardía de la región Emiliana, mandó parar, y rápido, antes de que nadie se percatase, descendió del coche, se arrodilló sin temor sobre el barro e inclinándose reverente besó el suelo. Su rostro se manchó de barro. Fue un gesto emotivo, nacido del corazón de un Padre que viene dispuesto a entregarse por completo. Pasó el día 5 de retiro en Rho. Montini entró en Milán el 6 de enero. El nuevo Arzobispo recorrió las calles de la ciudad acompañado del alcalde, en automóvil descubierto que iba rodeado por un escuadrón de caballería, al que seguían los automóviles que ocupaban un Ministro del gobierno italiano, el Presidente del Senado, el Nuncio de Su Santidad en Italia, los Obispos de las siete ciudades más importantes cercanas a Milán, los alcaldes de Roma y otras ciudades, y hasta trece prelados de la Secretaría de Estado del Vaticano. Apoteosis
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de un hombre que entre la lluvia pertinaz sonríe y da bendiciones a la multitud fervorosa que se arrodilla y aplaude a su nuevo Arzobispo. En su alocución de aquel día pronunció estas palabras:
—«Rezad, rezad como yo rezo, para que el estrépito de las máquinas sea como una música, y el humo de las chimeneas se convierta en incienso, como un himno de alabanza al Señor».
Días más tarde, añadiría: «Tenemos que aspirar a la creación de una sociedad nueva, de un mundo mejor. Vosotros, que tenéis la impresión de la injusticia entre los hombres, debéis sentir la Iglesia como amiga vuestra, como intérprete de vuestros intereses, como vuestra madre. Tiene que llegar el día en que el trabajo humano cante la prosperidad, la paz, la alegría de la sociedad humana».
El pueblo milanés comprendió en seguida que tenía un gran Arzobispo. Montini, con fervor renovado, pensó que era mucho y era urgente el trabajo que le esperaba.
Ya en su Palacio Arzobispal, sin permitirse un momento de reposo, con la intensidad de siempre, cumplía su primer deber de hijo fiel de Pío XII. Le escribió una carta de la que entresaco estos párrafos:
«No me es posible decir cuáles son mis sentimientos en el instante de mi separación física de esa morada bendita. Pero venciendo el torbellino de recuerdos, de pensamientos y de propósitos---»
Montini se detiene un momento, se le agolpan a la máquina un conglomerado de sentimientos y recuerdos, que es preciso clasificar y ordenar. Duda un momento perplejo. Su vista se desparrama por el amplio despacho con la novedad de lo desconocido. Se reconcentra de nuevo, y prosigue:
«• • • siento la incoercible necesidad de expresar a Vuestra Santidad la más viva y filial gratitud por los beneficios, cuya cantidad misma no me es permitido contar, y cuya
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grandeza no puedo medir. Beneficios que he recibido de la paternal, generosa, siempre nueva y siempre afable bondad de Vuestra Santidad».
Está cansado. La tensión del día y el conjunto de emociones han agudizado sus ojeras y amortiguado el brillo de sus ojos. Está cansado y piensa. Ante sí la vasta Diócesis de Milán con múltiples y difíciles problemas que no se escapan a su perspicacia. Es preciso actuar y hay que hacerlo con orden siguiendo un plan preconcebido y bien estudiado.
Importante es, para empezar, rodearse de colaboradores capaces. Los jefes mediocres prefieren mantener en su torno la dormida presencia de unos vulgares que adulen sus actuaciones y no eclipsen sus parpadeos de luciérnaga.
Cuando Montini llegó a Milán, Monseñor Domingo Bernareggi es obispo auxiliar. Pero, aunque lleno de experiencia, es ya anciano. Tiene casi los ochenta. Montini conserva a Bernareggi en su categoría, pero en atención a su edad le releva de las pesadas cargas de un auxiliar.
Montini nombra dos nuevos obispos auxiliares; el milanés José Schiavini, de 42 años, al que consagra en la primavera del 55 y a Sergio Pignedoli que con 45 años estaba ya de nuncio en Venezuela. Pignedoli permanece sólo cinco años y cuando marcha, Montini nombra dos nuevos: Juan Colombo y Luis Oldani.
Juventud y energía en su torno. Hombres de personalidad propia capaces de responsabilizarse y resolver por su cuenta. Hombres de los que Montini se servirá como instrumentos que colaboran con sumisión inteligente, pero sin servilismos paralizantes.
Quiero añadir un detalle que, aunque parezca insignificante, es revelador del temperamento dinámico, enérgico y eficaz de Juan Bautista Montini.
Cayó en la cuenta, de que el Palacio Arzobispal cargado de muebles y antigüedades, no era el ambiente propicio para una organización moderna y un impulso nuevo,
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como el que pretendía dar a su Diócesis. Con suavidad en la forma, pero rectilíneo en la idea, mandó vender a buen precio todas aquellas antigüedades, amplios sillones, relojes filigranados, y con el precio de la venta pudo muy bien y aún le sobró dinero, adquirir muebles confortables y modernos, prácticos para el trabajo, que dieron un ritmo de agilidad y de eficiencia al Palacio Arzobispal.
Fuera muebles y armatostes de la más venerable antigüedad, preciosos desde el punto de vista de un anticua-riado, pero poco cómodos y nada funcionales. Hizo mandar al museo sus viejas poltronas y armarios, y se presentó personalmente en una casa de muebles para encargar si Uones de tipo sueco con brazos de metal y mesitas de teca.
Es un detalle, repito, pero detalles sintomáticos que delatan la concepción y los criterios de una persona.
En consonancia con este ambiente estaba su vida intensa de trabajo.
Este fue el horario de jornada del nuevo Arzobispo: A las seis treinte de la mañana Monseñor Montini se encontraba ya en su capilla, donde celebraba la misa, y a continuación ayudaba la de su secretario. La oración de la mañana se cerraba con la recitación pausada, casi salmodiada, de la primera parte del breviario (Maitines y Laudes, y Prima).
Después del desayuno, durante el cual repasaba todos los periódicos de Milán, a las 9,30 daban comienzo las audiencias que se alargaban hasta la una y más de la tarde. La comida, muy frugal, la hacía junto con los dos secretarios. Luego un breve descanso, una visita a la capilla para el rezo de las Horas y de las Vísperas y Completas, y ya a las 4, se sentaba a la mesa de trabajo hasta la hora de la cena.
En su despacho recibía a los oficiales de la Curia y a sus inmediatos colaboradores. Después del rosario, por espacio de dos horas, el Arzobispo se ocupaba con su secretario en el despacho de la correspondencia, y final-
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mente quedaba solo en su estudio, trabajando hasta altas horas de la noche. No era raro el caso de que a las dos y aún a las tres de la madrugada, su ventana estuviese aún iluminada.
Este era el tiempo que dedicaba a la redacción de los discursos, al estudio, a la lectura de aquellos autores que inspiraban y orientaban su actuación apostólica.
Sus autores predilectos han sido siempre los Padres de la Iglesia, así como los grandes escritores del siglo XIX, sin olvidar a los modernos teólogos y a los literatos de última hora. Las citas de Guardini o de Rahner, de Lubac, Congar--- se mezclan con las de San Ambrosio, San León Magno y también con la de Papini y Bernanos.
Un hombre de gran cultura que visitó al Arzobispo, deja escrita esta impresión de sorpresa:
—«Resulta natural que un alto prelado, os cite el Dante y Santo Tomás; pero ciertamente, os cae inesperado verle manejar con idéntica naturalidad, frases de Thomas Mann, Bergson y Schlegel».
Montini es un hombre que enraizado en la tradición sabe servirse de lo actual, para fructificar en su siglo. Su Obispo, Monseñor Pignedoli, lo ha dicho en frase escueta:
—«Monseñor Montini es un hombre que se encuentra a gusto en nuestro siglo».
Antonio Pomelli, el chófer del Arzobispo, ha dicho este testimonio cordial, que tiene el valor de un testigo ocular:
—«Ciertamente, yo conocía las costumbres del Arzobispo, y le he servido la mesa. Comía poco: Una sopa o un plato de arroz, un poco de carne, y vaso y medio de vino. Las monjas no preparaban pastel, sino cuando el Arzobispo recibía visitas. Apenas Jduerme, fuera de cuatro horas. En su dormitorio tenía una mesita. A la mañana, cuando le hacía el cuarto, siempre encontra seis o siete cartas que había escrito».
Todos saben en Milán que su Arzobispo es un apa-
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sionado de las lecturas. Para los libros todas las horas le parecen breves. El hermano director de las ediciones Paulinas de la plaza del Duomo, que tenía el encargo de procurar los libros al Arzobispo, recibía todos los meses del secretario particular, un discreto catálogo de volúmenes que reflejaban lo mejor de toda la producción católica reciente.
Montini se ponía al corriente de todo, y estaba como suele decirse, al día. Sobre su escritorio quedaron, cuando se fue al Cónclave, casi sin abrir dos obras recíentísimas de apologética.
Solía decir muchas veces: —¡Cuántos libros se escriben ahora! Y añadía a continuación con un gesto de nostalgia: —Se necesitaría disponer de mucho tiempo y una vida
muy larga para leerlos todos. Basta verle tomar los libros, acariciarlos con los ojos,
revisarlos con mirada de experto, para comprender que a Montini le apasionan los libros.
Espíritu culto, ama la música. Muchas veces mientras revisa la correspondencia, escucha un disco de música sinfónica, Beethoven sobre todo, Bach y Chopín. Su alma delicada, descansa y se eleva depurándose un poco del duro bregar.
Cuentan los milaneses, que el Cardenal Montini ama el trabajo ordenado y metódico. No conoce la prisa. Una vez planteado un problema, le gusta resolverlo a fondo. Por eso sus audiencias no eran nunca breves. Luchaba contra el mero empirismo.
Quiero transcribir aquí, un fragmento que indica muy bien el criterio de Montini en este sentido:
—«Nuestro error ordinario —que el Señor nos perdonará, porque tenemos poco tiempo, pocas fuerzas, poco talento, pero es objetivamente un error— es el empirismo; el hacer las cosas de cualquier manera. Equivocadamente se dice a veces: «Hagamos esto a la apostólica».
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Como si los apóstoles tuviesen costumbre de hacer las cosas a la buena de Dios, al buen tuntún. El arte del apostolado, es como el arte del pescador; es decir, el arte de adaptar los medios a los fines particulares. Por eso, conviene ser siempre eminentemente experimentales, es necesario saber presentar siempre las mismas verdades, los mismos fines, pero con una manera de presentación, de lenguaje, de formas diversas, o al menos con una intensidad en tono diferente».
En las audiencias, el Arzobispo está sentado en un pequeño saloncito, sobre un sillón más bien sólido que bello. Su apartamento es muy austero, y fuera de la innovación del aire acondicionado, innovación que creyó indispensable para una mayor eficiencia en el trabajo, el conjunto es el mismo de los tiempos del Cardenal Schuster.
Consecuente con sus principios, el Arzobispo habla y su palabra fluye copiosa, ordenada, meditada, a veces un poco vacilante, y siempre con el timbre de la más exquisita cortesía. Jamás acosa, siempre invita. Para Juan Bautista Montini no hay problemas pequeños ni pequeños interlocutores.
Su vida y su persona están muy altos. Tiene ya un prestigio universal sin duda bien merecido. Un hálito de popularidad y de simpatía le rodean siempre. Pero Montini es inteligente y sabe que no debe causar a nadie impresión de vértigo.
Solían decir en Milán: —«Nuestro Arzobispo habla estupendamente, y pa
rece que quiere hacernos a todos sabios». En medio de esta vida intensa de trabajo, el Arzobispo
conserva un corazón esponjado y tierno. ¡Nada de empirismos!
Encho Biási, nos ha transmitido el siguiente testimonio de un sacerdote:
—«Parecía un personaje cerrado, difícil, frío. En rea-
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lidad, sabe como pocos tomar parte en la vida y en los sentimientos de los demás».
Esta escena lo confirma: El Secretario del Arzobispo, Don Maqui, tenía enfer
ma su madre. Una noche, pasadas las doce, el sacerdote volvió al Palacio Arzobispal, y se encontró con que el Arzobispo le estaba esperando.
—Pero, Excelencia-•• —dijo entrecortado el secretario. Y Montini, conmovido de verdad ante aquella desgra
cia de su ayudante, le manifestó con sencillez: —Créame, no podía irme a dormir, sin saber cómo
iba su madre. Cierra esta escena, la frase lapidaria, profunda por po
pular, de Antonio Pomelli, el ya citado chófer: —«Tiene un corazón de oro». Sencillo, asequible a todos, los milaneses apreciaban
el alto honor de tenerlo como guía y maestro y en sus relaciones con el Arzobispo había una punta de timidez, no obstante la seguridad de una acogida simpática por parte de Montini.
El mundo va evolucionando y va siendo consciente cada vez más, del valor incalculable de la persona humana. En nuestro siglo de máquinas electrónicas, satélites dirigidos, y vuelos espaciales... En nuestro siglo de la velocidad y del ruido, en la reflexión de los hombres va quedando un residuo, un poso interesante: Vamos comprendiendo el inmenso valor de la persona humana. Son las almas más egregias las que más se percatan de este valor de la persona, y las que en su actuación la demuestran mayor respeto.
Un grito brota de la humanidad: ¡Respeto a la persona!
Montini, privilegiado de la inteligencia y del corazón, tuvo siempre un respeto sagrado, idolátrico casi, al hombre. En su trato con los hombres más sencillos, con los de más ínfima condición social, demostró siempre que
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valoraba más que las apariencias externas, el intrínseco valor de la persona. Por eso su palabra es respetuosa, educada; jamás avasalla ni se impone por la fuerza, ni esgrime la apodíctica consecuencia de un silogismo, para encajonar una vida. Hay un arte de convencer, que no tiene más lógica que la del corazón. Con frase de Camus: «hacer sufrir es el único modo de equivocarse».
Les ama a todos con la misma intensidad que un padre. El agudo Chesterton en la Vida de San Francisco de
Asís, tiene este fragmento que cuadra perfectamente a Pablo VI y que puede perfilar más esta idea:
«Lo que distingue a ese demócrata muy auténtico de un simple demagogo es que nunca engañó ni se engañó por la sugestión de las masas. Para él un hombre era siempre un hombre, y no desaparecía en la espesa multitud, como no desaparecía en el desierto. Honraba a todos los hombres; esto es: no sólo los amaba sino que, además, los respetaba... Desde el Papa al mendigo, nunca existió un hombre que mirase aquellos ojos ardientes sin tener la certeza de que se interesaba realmente por él, por su propia vida interior; que era estimado y considerado seriamente y no como añadido a los restos de una especie de programa social o a los nombres de algún documento burocrático».
Esta sugestión de las masas es el peligro de los hombres encumbrados. Mirar sin ver, sonreír a todos y a nadie... no interesarse en verdad por nada, sino dejarse acunar por el fetichismo de la multitud. Pablo VI, lo hemos visto repetidas veces, ama el dato concreto, al individuo, sin que deje por eso de fundir su corazón entre el pueblo.
—«Sólo un corazón que ama es capaz de comprender; un corazón que no ama tiende siempre a juzgar fríamente».
Con todo esto, Juan Bautista Montini, Arzobispo de Milán, capta el corazón de sus hijos, y se gana el prestigio del mundo.
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Encendido en la emoción, recién elegido Papa, tiene un recuerdo sincero para Milán que es el mejor compendio de estos años:
«Milán con su extensa área diocesana donde viven cerca de cuatro millones de almas: de hijos, por tanto. Milán, a la que esperaba consagrar hasta el último, todos los días de mi vida, y a la cual he tratado de dar lo que he podido, siempre con la pena en el corazón de darle bastante menos de cuanto ella merecía y necesitaba. Puedo, sin embargo, decir con sencillez, con todas las medidas de las fuerzas de mi corazón: queridos milaneses, yo os he querido mucho». (El público rompe en fervientes aclamaciones de entusiasmo al Papa.)
Sigue el Papa hablando y tienen sus palabras un recuerdo para sus principales actividades de hace unas horas: ¡Cuántos recuerdos preciosos acompañados de profunda ternura! Las parroquias que han recibido mis visitas pastorales; el Seminario que me ha abierto las puertas, el corazón, las diversas actividades; la Universidad católica; el querido Capítulo... el rito Ambrosiano...
Durante los ocho años de Arzobispo de Milán, Monseñor Montini, no descansó un momento. Infatigable, hombre duro y exigente consigo mismo, su ejemplo obligaba a sus colaboradores a un ritmo de trabajo muy sobre el corriente.
Un día, Don Macchi, uno de sus secretarios, le dijo que trabajaba demasiado.
Montini le responde con una sonrisa: —«Trabajar es lo único que puedo hacer, aparte de
la oración». Después, pensativo, añade algo que es una autodefi-
nición: —«Yo soy un obrero de Dios». En verdad, era un obrero excepcional. Sus hijos pre
dilectos, los obreros, solían decir de su Arzobispo, que él sólo se hacía los tres turnos; la luz de su ventana seguía
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encendida en la noche, y cuando los obreros marchaban a su trabajo, aún de amanecida, Montini ya estaba en pie.
Ocho años en Milán con esta intensidad de vida, y una orientación concreta, suponen una transformación considerable. Pero vale la pena dedicar un capítulo aparte, para presentar los afanes del Arzobispo.
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X.—Afanes del Arzobispo
"Fuera de otras cosas, las atenciones de cada día me asaltan, la ansiosa solicitud por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece, que yo no desfallezca? ¿Quién padece escándalo, que yo no me abrase?"
SAN PABLO
Milán es una diócesis gigante. Abarca un territorio de cinco mil kilómetros cuadrados, con 3.500.000 habitantes, 925 parroquias, 3.800 sacerdotes y religiosos, y 12.000 religiosas. Esto así, con la fría elocuencia de los números, no requiere ponderación. Y al frente de todo, un hombre, en el sentido absoluto de la palabra.
Si a esos números se añade un conjunto de circunstancias sociológicas, entre las que merece destacar que se trata de un núcleo industrial-•• se vislumbrará, al menos, la labor que el Arzobispo le toca realizar.
Todo esto y mucho más sabía Montini, aquel día de Reyes de 1955. Pero es un hombre intrépido que ama la
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responsabilidad, porque nunca ha padecido complejos de inferioridad, ni ha sido tan orgulloso como para temer el fracaso.
Era preciso poner manos a la obra. Después de muchas horas, las primeras de su arzobispado, en concretar un plan de actuación, empieza su avance ordenado.
El primer paso, el más urgente, había que ser miope para no comprenderlo, era la cuestión social. Más de 200.000 personas llegan a Milán cada año en busca de trabajo. Esto crea un problema obrero, de magnitudes ingentes. Como en toda zona de gran inmigración, Milán es un complejo abarrotado de familias que han llegado de Sicilia, o del sur de la península. La Iglesia, tiene aquí la gran misión de absorber e incorporar a su vida parroquial, ese oleaje continuo de desarraigados. La escasez de vivienda, con la promiscuidad, fuente de degradación moral que esto lleva consigo; el chabolismo, consecuencia inmediata de la escasez de viviendas; la escasez de parroquias para aquellos grandes núcleos, barriadas de nueva construc-ción--- y sobre todo esto, como algo básicamente viciado, la injusticia social que se ceba siempre sobre los más necesitados.
Desde el primer momento, Montini se manifestó como un Arzobispo social, y su obsesión fue, tantos hombres de buena voluntad alejados de la Iglesia.
Son suyas estas palabras, expresión de un gran sentimiento:
—«Cuántas veces pasando por la ciudad, absorta y dominada por su incesante y apresurado trabajo, hemos pensado con ansia en el corazón, la manera de hacer llegar una palabra amiga, a toda la gente que vemos tan extrañada y alejada del tesoro vital de nuestra verdad, y al mismo tiempo, tan unida a nosotros por vínculos de civil simpatía y de cristiana hermandad».
Montini, pensando en alta voz, les manifiesta lo que ha sentido muchas veces, cuando sin protocolos, se ha me-
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tido por las calles y barrios de Milán, su ciudad tan amada: —«Cuántas veces mirando las casas viejas y nuevas de
la inmensa ciudad; colmenas humanas, a las cuales no llegan nuestros pasos, nos hemos preguntado si sería posible y cómo podríamos hacerlas alguna vez, penetrables al soplo del espíritu vivificador del Evangelio».
Es el peso inmenso de una responsabilidad, la congoja de un hombre santo, que pasa junto a los hombres y los ve tan alejados de la verdad, y querría seguir con cada uno el camino de la vida, para irles explicando, cordial-mente, amigablemente la Verdad. Todo esto lo ha soñado el Arzobispo al cruzarse en la calle con tantos hombres afanosos de la vida, a los que es preciso también redimir.
Por eso Montini, con un acento de humildad profunda, añade:
—«Cuántas veces nuestra misma dignidad episcopal, que hace de todos estos ciudadanos otros tantos hijos, ha pesado sobre nosotros como una tremenda responsabilidad, por su limitada capacidad de acercarnos a ellos, instruirles, consolarles, bendecirles. El engranaje de la sociedad cristiana, nos parece a veces tan poco consistente, tan escasamente penetrado de fe y de gracia, que la ciudad, más bien que suscitar en nosotros sentimientos de admiración por su creciente grandeza, despierta en nuestro ánimo sentimientos de temor por su incierta salvación».
Al fondo, desde su ventana abierta a la ciudad, el vaho pastoso de una fiebre industrial, en la que agonizan muchos hombres materializados. El ruido asincrónico, dispar, chirriante, de sirenas, grúas y motores. El Arzobispo lleva todo esto en sus venas, y hace algo más que llamar a los alejados: Sale en su busca.
Al principio causaba admiración, y resultaba noticia periodística, que se destacaba en grandes titulares: «Nuestro Arzobispo ha visitado tal o cual factoría». Después la fuerza de la costumbre, y el reiterado ejemplo del Arz-
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obispo, hicieron que pasasen casi desapercibidas sus visitas a los obreros.
Llegaba a una fábrica, y buscaba el contacto directo, inmediato con los obreros. Quería hablar con ellos. Necesitaba persuadirles sin palabras, que la Iglesia estaba muy cerca de sus necesidades, y que comprendía sus problemas. Paso a paso fue haciéndose un ambiente de cordialidad, y eran muchos los obreros que aunque alejados de la Iglesia, consideraban al Arzobispo como a su verdadero amigo.
Hubo sus horas difíciles en este contacto con los obreros. Tal fue el caso de su visita a una empresa de la Biccoca. Nada más franquear el Arzobispo las puertas de la gran nave industrial, se oyó un silbido general que se incrementaba por momentos. El Arzobispo dudó un momento, un segundo de perplejidad entre aquellos silbidos agudos e hirientes. Se sobrepuso al estupor de la primera sorpresa, y siguió avanzando con dignidad, al aire un poco absorto y reconcentrado, pero seguro de sí mismo y de su posición, entre aquellos sus hijos.
Al llegar junto a los obreros de la primera fila, con sencillez de Padre y afabilidad de amigo, les extendió la mano. Timidez, miradas de soslayo y un ir y venir de colores..., pero al fin el obrero aludido, le extendió la mano. ¿Qué podía haber hecho? ¿No era un hombre que venía con mansedumbre y llaneza, en son de paz?
Esto bastó para que aquellos silbidos se cambiasen al momento en unos aplausos, que recibió el Arzobispo sereno, también como lejano. Después hubo un cambio de impresiones entre todos, donde triunfó la bondad del Arzobispo, que supo ganarse aquellos corazones.
Un testigo presencial, escribe: —«Yo he visto con mis propios ojos al Arzobispo,
arrodillado junto a un pobre o un enfermo. Esta escena era frecuente».
Es una idea muy encarnada en él: Los pobres de la Iglesia, y la Iglesia de los pobres.
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El mismo ha dicho: —«Jesús, cuando vino a este mundo, manifestó una
predilección especial por ciertas categorías de hombres: Los pobres, los enfermos, los perseguidos».
Un Prelado refiere, que, cada viernes de cuaresma, el Arzobispo Montini, recorría los barrios y suburbios de Milán, vestido de negro. Iba a visitar a los sin techo y a los emigrantes del sur. Entraba en sus chabolas y en sus pobres talleres, les consolaba, aliviaba sus miserias y les socorría con múltiples limosnas.
Al llegar a la Sede de Milán, traía la aureola de uno de los mejores diplomáticos de la Iglesia. Muchos pensaron que se convertiría en el Arzobispo de los industriales y de los grupos adinerados. La aristocracia milanesa, se preparaba para la gran recepción que esperaban del nuevo Arzobispo en la Sede Arzobispal, al día siguiente de su entrada. Hasta se había llegado a recoger fondos para la fiesta.
La decepción de muchos fue enorme. El nuevo Pastor ordenó, que los fondos recogidos para su recibimiento, se distribuyeran entre los pobres; y en lugar de la soñada recepción en el Palacio Arzobispal, organizó por su cuenta una visita personal a los diversos hospitales de la ciudad. Este fue su primer día milanés. El segundo decidió pasarlo con los obreros de Sexto San Giovanni.
Su compañero de Roma, Monseñor DelPAccua, con certeza de vaticinio, había dicho:
—«Estoy seguro de que será el obispo de los obreros». Todo esto molestaba al partido comunista, que procu
raba por todos los medios, legales o ilegales, desacreditar al Arzobispo. Labor difícil, cuando se trata de desacreditar a un hombre de grandes cualidades y mínimos defectos. Entonces acudieron a un procedimiento extremo. En el primer aniversario de la llegada de Montini a su archi-diócesis, una bomba explotó en su despacho. El error de unos minutos, y sobre todo la providencia de Dios que
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velaba sobre nuestro Pablo VI, libró al Arzobispo de una muerte segura.
Todo esto explica, que años después arrastrados por el entusiasmo, un grupo de obreros le gritasen, en medio de su discurso:
—«¡Viva el Cardenal de izquierdas!» Montini se detuvo en su discurso. Les miró friamente,
pero sin odio, y para evitar peligrosas tergiversaciones, puntualizó:
—«Cardenal de los obreros, sí; Cardenal de izquierdas, no».
Con un aplauso agradecieron su valentía, y los vivas se repitieron largamente:
—«Viva el Cardenal de los obreros». Todo esto lo conseguía la presencia electrizante, ejem
plar siempre, de Juan Bautista Montini. Hombre de prestigio indiscutible, que poseía además el don de la auténtica elocuencia, persuadir y arrastrar.
«Cuando habla Monseñor Montini, escribió Renzo de Sanctis, invita siempre a nuestros espíritus a dialogar, y nos va llevando, poco a poco, al contacto con lo invisible. A través de sus palabras el misterio se nos acerca, y hace presa en nuestras almas. Con él se tienen siempre experiencias espirituales, que no quedan encerradas en nosotros, sino que pasan a ser pasión viva y acción».
Su palabra encendida, su actuación directa y sin temores nefastos, y sobre todo, la calidad de su persona como hombre de Dios, fueron los grandes instrumentos que acercaron a muchos descarriados al seno de la Iglesia.
El sentido innato de justicia que poseyó desde su infancia Juan Bautista Montini, le impulsaron en más de una ocasión a gritar el «Non licet» (no es lícito) que gritaba antaño Juan Bautista en Maqueronte. Entonces como ahora, esto suponía un riesgo que Juan Bautista Montini no eludió, y del que fue víctima muchas veces.
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No olvidemos nunca, que las enemistades y los odios, sólo están ausentes de las vidas estériles.
Pero no hemos de pensar con todo esto, que su labor no fue universal, o que descuidó el apostolado ideológico y cultural. Dio un impulso a la prensa diocesana que culminó en una revista «Diócesis de Milán» de orientación segura e indiscutible cuño montiniano. El auge de las diversas obras culturales, fragua al fin en la fundación de la Academia de San Carlos, siempre bajo la égida inteligente del Arzobispo, que sabe impulsar las obras sin ab-sorverlas. Sabe ser un auténtico jefe que delega y da responsabilidades a sus subalternos.
Las cenas, reuniones de trabajo, charlas directivas, discusiones, suelen celebrarse en su biblioteca privada. Es un enorme salón atestado de libros, con ese orden discreto, no matemático, de las bibliotecas que se usan. Apilados aquí y allá, sobre el mismo suelo, montones de libros que servían de trabajo y consulta inmediata al afán constante de Montini. En un ángulo, el aparato de televisión y un tocadiscos. Era un centro de trabajo, núcleo de irradiación de ideas y actividades, lugar de reunión de los hombres más prestigiosos de Milán, si querían colaborar activamente en el trabajo común por la Iglesia.
Aquí escribe Montini sus discursos y sus cartas pastorales que se recopilan después en libros para satisfacer el deseo de muchos. En un tomo se reúnen sus escritos sobre la Iglesia, libro de profundidad y visión histórica indiscutible.
Son sus horas nocturnas las más fecundas en producción literaria. Su estilo es personal, siempre en punta con las últimas corrientes y hábil para la cita de actualidad teológica o meramente literaria.
La construcción de templos, fue uno de los empeños más decididos del Arzobispo. En sus frecuentes visitas por la diócesis, principalmente por los arrabales de la ciudad de Milán, comprobó con dolor la carencia de templos, y
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temperamento eficaz, se lanzó resueltamente a la construcción de iglesias.
En una diócesis que en algunos años ha alcanzado topes máximos de inmigración de hasta 300.000 unidades, y en períodos más tranquilos acoge un flujo migratorio de cerca 150.000 personas al año, procedentes de todas las partes de Italia, sugirió el Arzobispo Montini angustiosos y reiterados llamamientos:
—«Debemos proponer a vuestra consideración, el grave y urgente problema de las nuevas iglesias para la ciudad de Milán y para los nuevos barrios que van surgiendo por doquier... El problema se plantea en términos cuantitativos enormes: Se necesitan decenas y decenas de iglesias; se necesitan muchos nuevos sacerdotes para atenderlas; se necesita dinero sin fin para construirlas y amueblarlas».
Y poniendo el dedo en la llaga, sin pretender neciamente quitar a nadie su propia responsabilidad, añade:
—«El problema se plantea en términos de responsabilidad: ¿Cómo puede suceder que nazcan nuevos poblados, unas veces hermosos y ordenados, otras miserables y tristes, a los márgenes de la ciudad, sin que se haya previsto un lugar para el espíritu, para la oración, para la educación cristiana de tanta gente?»
La visión del Arzobispo es amplia, y abarca el problema en toda su grandiosidad. Se trata de instaurar un orden religioso y social, que sea digno del hombre como ciudadano y como hijo de Dios. Con su acento inconfundible dice:
—«El problema se plantea en términos Pastorales impresionantes: Centenares de miles de personas, están faltas de asistencia religiosa; un número incalculable de niños, está a la espera de escuelas, oratorios y centros de formación. Se podría plantear el problema en términos históricos: si todo esto no queda resuelto pronto, de manera positiva, la tradición moral y civil del pueblo italiano,
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está amenazada de interrupción, de deformación y desvita-lización. Grande y urgente problema al cual nuestros predecesores han dedicado el entusiasmo propio de su celo, pero problema terrible que se ha hecho ahora más acuciante y grave que nunca. Este problema toma proporciones que comprometen a una responsabilidad colectiva; queremos decir, que es un problema de salud pública».
Milán respondió con su tradicional generosidad a la llamada calurosa y diáfana de su Arzobispo.
No quería iglesias hermosas, adornadas, exuberantes, que muchas veces parecen un insulto a la miseria circundante; las quería sencillas, capaces, sin desdeñar las nuevas corrientes arquitectónicas. Y sobre todo quería muchas. Magnífico ejemplo de cordura y austeridad a tono con los criterios evangélicos, frente a criterios mundanos de barroca grandeza y de lujo innecesario. Y lo peor es que se disfrazan estos criterios con capas de misticismo. Compró 17 apartamientos en modernos edificios, para instalar capillas domésticas, para llevar la capilla al rascacielos.
Su grito de angustia, era: —«Las grandes ciudades se descristianizan. Hay que
luchar contra ello». Milán le parecía triste; tantos miles de hombres apri
sionados entre el asfalto, el trabajo, la fatiga. Tantas almas marchitas, sin ilusión ni nada que pueda besarse. Sin un remanso de paz cercano donde poder hablar con el Padre. Y con el coraje de un gran luchador, dio la batalla de la construcción, y fue en «crecendo» milagroso el número de iglesias que cada año construía. Las veinte últimas iglesias, tenían un carácter de símbolo, en recuerdo cada una de ellas de los veinte Concilios Ecuménicos. Todo el mundo las conoce por: «Las veinte iglesias de los Concilios».
Es preciso actuar con energía. Vende tierras propiedad del arzobispado.
Un consejero le dice que aguarde para vender el terreno a mejor precio, y Montini le responde:
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—«Yo cultivo almas, y no cereales. No puedo es perar».
Organiza colectas, tómbolas, hace lo imposible por recaudar dinero. El mismo, en un rasgo de generosidad, entrega su anillo Pastoral. Si todo esto no basta, adquiere empréstitos y deudas de importancia. A un prudente banquero que le advierte admirado:
—¿No serán muchas deudas, Excelencia? El Arzobispo le responde tajante: —«Cuando las necesidades son tan urgentes, casi es
un derecho el que tenemos, de adquirir grandes deudas. Se trata de salvar almas».
Todo esto tuvo como resultado, la fundación de una comisión para la construcción de iglesias, en la que estaba al frente el Arzobispo. Así podría ir todo al ritmo que exigía la necesidad apremiante, y el celo de Montini.
Hablando de los templos decía: —«Ningún género de edificios tiene como éstos, un
origen tan popular, tan colectivo y verdaderamente social. Ningún otro, está más abierto a la gente, a toda la gente de nuestros nuevos suburbios. Por eso, no son estos edificios solamente monumentos decorativos en las perspectivas, con frecuencia monótonas y deprimentes, de las urbanizaciones actuales. Son verdaderas casas del pueblo, porque están ideados y realizados para su consolación, para su concordia, para alimento de su fe y para estímulo de su bondad».
Muchas iglesias funcionales, muchas, para recibir a tantos hombres funcionales y pragmáticos.
La razón más profunda es, con palabras de Montini, que «estos edificios nacen de una espiritualidad no anquilosada en tradiciones antiguas, sino viva y operante, ávida de hallar en la religión su complemento para la cultura y para los sentimientos de nuestro pueblo».
Era el alma del Arzobispo la que daba aliento a estas nuevas iglesias desde el día de su bendición. Llenas inme-
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diatamente de fieles, han transformado zonas enteras de suburbios, llevándolas a Dios. Una selección providencial de sacerdotes aptos, sencillos y animosos, pobres y totalmente entregados a su obra, ha realizado el milagro. El Arzobispo estuvo siempre con ellos, con su ayuda espiritual y material, con sus frecuentes conversaciones, con sus visitas a las diversas iglesias. Cada año iba a celebrar la misa de Navidad a una de esas iglesias, y muchos domingos de invierno acudía también para tomar contacto directo con los fieles.
Pasma contemplar la intensidad de esta vida, siempre en ebullición bajo un aspecto sereno y firme. Como los grandes astros constantes en sus órbitas sin jamás detenerse.
Hay un acontecimiento, de relieve destacado. La Gran Misión de Milán. Han pasado dos años desde que el Arzobispo vela por un pueblo. El acontecimiento de la Misión, es un reactivo de espiritualidad fuerte, que logra avivar la llama, despertar los rescoldos, y encender nuevos fuegos. Tres Cardenales, tres relevantes personalidades de la Iglesia actual (Montini, Siri y Lercaro); treinta arzobispos y obispos, y mil trescientos sacerdotes que durante tres semanas consecutivas, predican la palabra de Dios.
Antes de la Misión, habló el Arzobispo a los sacerdotes, y les da unas consignas de actuación, que son una renovación total, de la oratoria sagrada.
Partiendo de un dato concreto, existencial, se remonta a la teoría. Dijo así:
—«Algunos fieles se han venido a lamentar a mi presencia, con estas palabras: «En nuestra vida nunca hemos escuchado un sermón sobre Dios Padre». Porque nosotros nos hemos acordado de todos los santos, de todas las virtudes, de todas las devociones, de todas las novenas y fiestas, pero nunca nos hemos acordado de acudir a este núcleo central, quizás...»
La voz del Arzobispo, se suaviza y tiembla, mira con
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amor a sus oyentes, pero con valentía humilde concluye: —«... quizás porque nosotros mismos no tenemos un
amor de Dios tan fuerte, dentro, como el que deberíamos tener».
Son consignas para la reflexión, que dieron un matiz moderno, más teológico, más bíblico, a los predicadores de la Gran Misión.
Sembradores de eternidad, que esparcen la semilla, el Verbo fecundo, pródigamente. Toda la ciudad despierta. Las iglesias no bastan para reunir a los diversos grupos y se emplean salas, teatros, almacenes..., todo lugar es apto para oír al Espíritu que «sopla donde quiere». El Arzobispo habló innumerables veces, siempre con el acento encendido de un vidente, y la persuasión de un santo.
Como él mismo dijo, «la receptividad religiosa de Milán, es todavía muy aceptable... Milán es buena, inteligente, generosa, susceptible de progresos espirituales».
Se tuvo especial empeño en atraer a los apartados, hacer llegar hasta ellos la palabra de Dios. Todos los profesionales tuvieron su adecuado predicador, según sus diversas características, y había conferencias para abogados, magistrados, camareros, médicos, taxistas, empresarios, estudiantes, industriales, guardias de tráfico, artistas, carteros...
Fue una gran oportunidad para todos los hombres de bien, que quisieron acercarse a la Iglesia. Fue una experiencia Pastoral de primera calidad, y fue, sobre todo, una prueba más, de que Juan Bautista Montini estaba muy cerca de todos. Que su gran prestigio era merecido y resistía la prueba dura de una misión tan compleja, que se enfrenta sin pánico con todos los problemas de la Diócesis a la vez. Montini no defraudó. Es de esos hombres tan gigantes y equilibrados que adquieren proporción y hermosura, aunque se les vea de cerca.
Habló Montini durante la Gran Misión, en numerosas fábricas, y tengo numerosos datos para afirmar, que siem-
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pre lo hizo con la valentía de un hombre que no teme a la verdad.
Planteaba el diálogo en términos de tremenda franqueza. En cierta ocasión les dijo a los obreros, comunistas muchos:
—«¿Por qué decir que la religión es el opio del pueblo?»
Todos callan. El Arzobispo prosigue: —«Es la luz, la esperanza, la fuerza... ¿Qué otra cosa
podéis esperar aquí, entre cemento y máquinas? ¿De manera que os molesta el sonido de las campanas de la iglesia, y no os molesta el silbido de la sirena de la fábrica?»
Con inmensa pena, concluye: —«Sí que es una bonita sustitución». Los obreros, que al principio le miraron con recelo,
ante tal franqueza, no sólo no le rechazan, sino que acaban por reclamarle.
En la Navidad del 60, cuando se celebraba una huelga de obreros de la electricidad, afirmó con valentía:
—«Hay muchas gentes que sufren, que no tienen pan, ni casa, ni seguridades sociales, porque hay muchos hipócritas y esquilmadores que se aprovechan de ellos».
Esto se llama en cristiano, la virtud de la fortaleza. Así, con este lenguaje, pasó en tensión aquellos días,
hablando en las fábricas, en las iglesias, en los teatros, en donde hubiese un grupo de buena voluntad que desease oirle. Aquí su corazón de Padre, tomó magnitudes ingentes y se hizo un corazón universal.
Algo fundamental de su arzobispado fue su contacto con el clero. Le estimulaba con el cariño y la presencia. Visitó todas las parroquias de la Diócesis, casi un millar. Habló con cada uno de ellos, escuchó sus confidencias, y supo poner un bálsamo de alivio a muchas penas.
A su querido clero y a los fieles consagrados al apostolado seglar, solía decirles:
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—«No busquéis éxitos inmediatos, ni quién os dé las gracias, ni quién comente: ¡Qué bien ha salido todo! Dejad los resultados en las manos de Dios. Sed tan solo sembradores, y tened una sola preocupación, la de arrojar siempre semilla viva y auténtica».
Con esto, aliviaba la angustia de algunos espíritus descorazonados ante lo aparentemente infecundo de su acción. Con estas consignas, criterio auténtico, trabaja Montini y quiere que trabajen sus colaboradores. Sembrar semilla viva, esparcir la verdad.
Cuando años después, recién coronado Papa, en su mensaje primero, se dirija a los curas que trabajan en la soledad, a muchos se les llenarán los ojos de lágrimas y podrán decir:
—Este Papa nos comprende. Era en este ajetreo de las visitas, cuando el chófer del
Arzobispo estaba obligado a grandes velocidades. Al Arzobispo le gusta correr por las modernas autopistas que irradian de Milán. A 120 se encontraba a las mil maravillas; al aflojar la velocidad, su Eminencia preguntaba:
—«Antonio, ¿te has dormido?» Para los que gusten de la velocidad, este anécdota les
hará exclamar: —«A esto se llama ser un hombre moderno». A los curas de pueblo, aislados en las montañas, les
regalaba un automóvil y un teléfono. Así no es raro que le menudeasen las visitas. El Arzobispo era generoso, y usaba el rápido procedimiento de firmarles un cheque. Fue el primer Arzobispo que firmó un cheque con su nombre.
Montini no es tímido. Consciente de su valía, aunque la oculta con religiosa humildad, pero, tiene una confianza grande en sí mismo, fundamentada sobre una confianza en Dios.
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Cuentan que cuando Pío XII le comunicó la noticia del nombramiento a la diócesis lombarda, dijo al Papa:
—«Estad persuadido, Padre Santo, de que estaré a la altura de la misión».
El Papa, le respondió dándole un fuerte abrazo. El tiempo ha confirmado estos buenos auspicios.
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XI.—El Cardenal
"Habiendo encontrado algunos hermanos, nos rogaron que nos quedásemos con ellos siete días. Y con esto nos dirigimos a Roma. Los hermanos... vinieron a nuestro encuentro y en viéndolos, Pablo, haciendo gracias a Dios, cobró ánimo".
HECHOS DE LOS APÓSTOLES
Con visión retrospectiva, es preciso completar el hilo de la historia.
En Octubre de 1958, moría Su Santidad Pío XII. Personalmente Montini, sintió la muerte del Papa, porque sus muchos años de trato y de colaboración, le habían dado una idea completa de la grandeza espiritual y humana de Pío XII.
En Milán, la noticia de la muerte de Pío XII, llevó consigo el acíbar especial de ver que su Arzobispo, papable siempre, no podría tomar parte en el Cónclave. Siempre
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se había esperado como inminente, que Pío XII convocase un tercer consistorio para conferir el cardenalato a Juan Bautista Montini. Era indiscutible su prestigio, y para todos era evidente que tarde o temprano tendría que llegar el nombramiento. A Montini se le calificó por la prensa de estos días, como «El gran ausente del Cónclave».
Montini había visitado en su agonía al Papa Pacelli, y manifestó en público y en privado, la gran pena que le causaba esta separación definitiva, y el alto concepto que tenía del Papa difunto.
Pero en la Iglesia, organismo vivo, no es eterno el luto. Pasados unos días, en la tarde del 28 de Octubre, al undécimo escrutinio del Cónclave, salió elegido Papa un hombre bueno: Ángel José Roncalli. Un hombre que pasará a la historia con prestigio estelar por ser eso, bueno, integralmente bueno; sin superlativos burbujeantes impropios de su sencillez. El Cardenal Roncalli, patriarca de Venecia, era desde hace mucho, amigo queridísimo del Arzobispo de Milán. A los pocos meses, con una de esas intuiciones, corazonadas del Papa Juan, convocaba un consistorio. La leyenda ha formado aquí, tejiendo elementos reales aunque dispersos, una escena simpática con olor de florecilla franciscana.
En la misma tarde del 28 de Octubre, terminados los ritos de la Capilla Sixtina, salía Roncalli ya Papa y se dirigió a sus habitaciones acompañado de su secretario particular.
Monseñor Capo villa, un poco azarado, preguntó al nuevo Papa con cierto nerviosismo:
—¿Qué hay que hacer ahora? Roncalli, tranquilo y sonriente, dijo a su secretario: —No te preocupes ni te turbes. Somos sacerdotes; va
mos, pues, a rezar las vísperas del Breviario. Terminado el rezo del oficio, Juan XXIII se volvió al
fiel Monseñor y con tono de mucha paz le indicó:
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—Ahora, puesto que somos también hombres, vamos a cenar.
Más tarde, cuando ambos regresaron de nuevo al despacho, el Padre Santo dijo a Capovilla:
—Adesso facciamo il Papa. Era como decir: ahora empezaré a actuar como Pontí
fice. Y se acercó a la mesa, cogió la pluma y sobre un pliego en blanco escribió:
«Lista de nuevos cardenales: Juan Bautista Montini...» (1) .
Es historia limpia una carta autógrafa de Juan XXIII escrita momentos antes de su coronación, 4 de noviembre. Su primera carta privada siendo Papa. Por ser breve y densa de contenido merece transcribirse en su integridad:
Ciudad del Vaticano, 4 de noviembre de 1958.
Carísimo monseñor:
Estoy a punto de bajar a San Pedro para la gran ceremonia. Pienso en San Carlos, en su sucesor y en los milaneses, clero y pueblo, todos juntos. He mandado reservar en el programa del gran rito un pequeño hueco para la brevísima homilía, porque sentía la necesidad de recordar a San Carlos, cuyo nombre he hecho añadir con la invocación latina: «Sánete Carole, tu illum adiuva».
Después anunciaré el Consistorio, en el que figuran los nombres de monseñor Montini y de monseñor Tardini. Pero esto, dentro de la semana.
Querido señor arzobispo: siga rezando y haga rezar por mí. Puesto que en todo lo que acaba de
(1) Así cuenta esta anécdota, popular ya, Cipriano Calderón, a pesar de constarle las pequeñas variantes de la realidad. Pero es que la leyenda nos hace vislumbrar mejor que la historia escueta, la verdad humana de un suceso.
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ocurrirme no hay nada, absolutamente nada mío, ofrezco el «Suscipe Domine universam meam liberta-tem», y el resto de esta oración, y quedo perfectamente tranquilo frente a cualquier acontecimiento.
Oboedientia et pax. Le bendice, su afectísimo
Joannes P. P. XXIII
A su excelencia reverendísima monseñor Juan Bautista Montini, arzobispo de Milán.
Efectivamente, el 15 de diciembre de 1958, y el primero de la lista, como una señal inequívoca de amistad y de estima indiscutible, era nombrado, Juan Bautista Montini, Cardenal de la Iglesia.
Montini, no rehusó esta vez el cardenalato. Hombre de altura, ávido de responsabilidades, no rehusa cargar con un grave deber, cuando comprende que ha de ser en servicio de la Iglesia.
Conviene recordar aquí, una página de la historia que es un enigma de la Providencia. Cuando en 1953 reunía Pío XII un Consistorio para la creación de Cardenales, nadie dudaba que a la cabeza irían los nombres de Monseñor Montini y Tardini. Pero no fue así. Ambos «dando prueba de insigne virtud», habían renunciado, con el fin según parece de hacer más internacional la lista de elegidos y que no tuviesen que quedar sin Cardenal, dos naciones que no tenían ninguno.
Pío XII ante el silencio sobrecogedor de los Cardenales, dijo estas palabras:
—«Era nuestra intención incluir en el Sacro Colegio a los dos selectísimos Prelados que presiden, cada cual en la propia sección, las oficinas de la Secretaría de Estado. Sus nombres figuraban los primeros en la lista de Cardenales, preparada por Nos mismo».
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Aumenta la expectación en todos, mientras sigue el Papa con voz diáfana:
—«Sin embargo, ambos, dando insignes pruebas de virtud, nos han pedido con tal insistencia poder ser dispensados de tan alta dignidad, que hemos creído oportuno acceder a sus reiteradas súplicas y deseos».
Fue entonces, cuando un amigo de la infancia le susurró esta frase ya de todos conocida:
—Vaya, por renunciar a la púrpura, Vuestra Excelencia ha perdido el autobús que podría llevarle bien lejos en su carrera.
Montini se contuvo un momento. Después con una sonrisa incipiente a flor de labios, añadió:
—«Puede ser que haya perdido el autobús, pero tal vez he montado en la tartana que me lleve al paraíso».
Era la Providencia que escribía recto, con renglones al parecer torcidos. Cuando más parecía alejarse del pontificado, era cuando en realidad más se acercaba, ya que su experiencia Pastoral en la Diócesis de Milán, han de ser trascendentales para completar en su plenitud a este hombre de Dios que hoy rige a la Iglesia.
Lo he dicho y conviene repetirlo. Montini no es el hombre tímido, de nefastos complejos, ignorante de su valía. Es el hombre humilde, que con la confianza puesta en Dios, sabe ser audaz hasta el límite de la osadía.
No teme el riesgo y este es un dato más de su valía humana.
Dice Montini: —«El riesgo forma parte del arte pastoral. Es necesa
rio admitir los ensayos con amplitud de miras, acompañarlos, apoyarlos, hasta que una experiencia suficiente los recomiende o los declare ineptos».
Mi parábola de los patos, para glosar esta idea monti-niana, dice así:
Sobre la rama más alta de un esbelto roble, estaba, allá en el Paraíso, el primer nido de patos. Había en él dos
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crías de amplio pico voraz. Sus padres cuidaban a la nueva pareja con mimo de primogénitos. Iban y venían al roble con vuelo altivo y llenaban el buche de sus hijos. Eran felices.
Pero llegó el día, siempre temeroso, del primer vuelo. Era preciso abandonar el nido seguro y confortante. El pato padre empujó con su pico al pichón que aleteaba o bre el brocal del nido. Cayó al vacío y se estrelló contra el suelo.
Consternación y espanto desde el alto roble en el cua-cua de los patos parpadeantes.
La prudente resolución fue bajar de rama en rama hasta el suelo.
Dijo el pato padre: —Jamás anidaremos en la altura. La madre pata corroboró: —¿Para qué volar si es tan seguro ir a ras de tierra? El pato niño les miró muy perplejo... pero dicen que
los patos de ahora jamás piensan que podrían ascender como las águilas.
Sigue la historia. El cardenalato colocaba a Montini en la cumbre, luz
puesta en alto, «para que vean sus buenas obras y alaben al Padre Celestial que está en los cielos».
No es lícito esconder la luz, guardarla bajo el celemín. Es un pecado de cobardía de más perniciosas consecuencias, cuanto mayor es la valía de un hombre. Es urgente demostrar que humildad, sencillez auténtica y evangélica, no es timidez, ni mucho menos la apoltronada comodidad del inactivo.
Hombre clarividente, dueño de sí y jamás agobiado por el tiempo. Un dato: mantiene una amplia correspondencia personal con familiares y amigos.
Escribe de una forma tan limpia y disciplinada, casi nunca tachando, que refleja la límpida precisión de su
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mente. Concreto y rectilíneo en su decir emula el arte pe riodístico de su padre.
Un periodista le rogó escribiese un artículo para el diario católico «L'Italia» que Montini había impulsado.
—¿Largo? —pregunta el Cardenal. —Unos tres folios, Eminencia. —Espere unos minutos. Tomó tres pliegos y la máquina de escribir que antes
había pertenecido a Pío XII. Comenzó a teclear y escribió sin interrupción hasta que el artículo estaba terminado. Los tres pliegos estaban listos para la imprenta.
Comprensible la anécdota para una mente disciplinada que sabe lo que quiere decir y poda de ideas parásitas el tronco principal. Incomprensible, casi un milagro físico, para esos bohemios de la pluma a los que arrastra su propia verborrea.
El Cardenal Montini es un hombre que ha tomado la vida profundamente en serio; un hombre superior, desprendido de las pequeneces con que calientan su vida los vulgares. Un hombre esencial, que no necesita de las apariencias, ni mucho menos del truco publicitario de una simpatía aparente, que no va con su carácter. Fundamentalmente amable, cortés y delicado, pone su simpatía en el respeto a la persona, en la comprensión hacia los hombres, y a sus mínimos problemas; porque es consciente, que ninguna cosa es pequeña para el hombre, si ocupa el centro de su conciencia, y que, los problemas se agrandan en proporción inversa a la valía del hombre.
Cuatro años y medio de Cardenal, siempre al tanto de las corrientes eclesiásticas, en trato personal y frecuente con el Papa Juan XXIII, eran el pórtico definitivo para entrar en la Basílica de San Pedro, sobre la silla gestatoria y con la triple corona.
Los milaneses orgullosos con el prestigio de su Pastor, le secundaron siempre en todas sus iniciativas, y el Cardenal Arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini, tiene en
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su haber esta experiencia Pastoral de una gran diócesis que le preparó a las inmediatas para ser el Pastor universal.
El Cardenal Montini siente las modernas tendencias del turismo. Cree en su alto valor formativo fruto de experiencia, abertura y contraste. Unos meses después de ser nombrado Cardenal visita New York, Chicago, Boston, Philadelphia, Washington y Baltímore. Contacto rápido, sintético y global, más o menos a ciudad por día. Le impresionan favorablemente Estados Unidos y adopta en su archidiócesis con fines apostólicos muchos de sus métodos eficaces.
—«El sacerdote no se acerca al mundo para quedarse en el mundo, sino para emprender, con las armas que allí ha encontrado, el camino del retorno».
El Cardenal Montini, que es sin duda un gran renovador, siguió con gozo el nuevo giro de abertura que daba la Iglesia, e impulsó, en cuanto pudo, estas corrientes universalistas del nuevo Pontificado.
Esta fue su palabra valiente en estos instantes: —«¿Queréis decirme qué vale una tradición que no
mira adelante y se nutre de recuerdos? Esa tradición se apaga, muere. La tradición cristiana debe mirar adelante siempre. Porque sólo una tradición que desafía al futuro y se crece con las dificultades, es una tradición viva y operante».
Nada se sabe oficialmente de su personal intervención en las encíclicas de Juan XXIII; pero son muchos los que hablan de una clara intervención, y de indiscutibles fragmentos montinianos, en estos documentos pontificios. Concretamente, se le atribuye parte considerable en la encíclica «Pacem in terris».
Es el hombre de consejo, bien informado, brazo derecho del Papa. Hombre de libros, cuando partió de Roma para Milán, alguien contó noventa cajones grandes llenos de libros, y el autorizado testimonio de Congar, afirma:
—«El Cardenal Montini, hoy Pablo VI, es hombre de
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una inteligencia extraordinaria, de un gran poder de presencia y de gran capacidad de trabajo. Notablemente bien informado de todo, en una entrevista con él en 1946, nos pudimos dar cuenta de que seguía atentamente «Soepi», el boletín semanal que publica el Consejo Ecuménico en Ginebra».
Su colaboración con Juan XXIII es indiscutible, pero, quedará siempre en el incógnito, dada la prudente reserva de Montini para estas innecesarias curiosidades.
Como Cardenal tomará parte en el Concilio, y como Cardenal entrará en el Cónclave, para salir convertido en Papa.
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XII.—La Iglesia en estado de Concilio
"¿No sabéis que poca levadura fermenta toda la masa? Expurgad la vieja levadura, para que seáis una masa nueva, así como sois ázimos".
SAN PABLO
En el pontificado de Juan XXIII hay un acontecimiento de resonancia mundial: el Concilio. Es sin duda la obra magna de este pontificado. La Iglesia toda, en estado de Concilio, ha tomado conciencia de su misión frente al mundo moderno en el que está injertado. No bastaba un espíritu de defensa frente a los nuevos peligros y a las modernas herejías. Era urgente, y a esto vino el Concilio, tomar un rumbo definido y adelantarse a los tiempos con una renovación interna de la Iglesia, que floreciese al exterior en una renovación de estructuras.
Renovación desde dentro. Apertura a un mundo que se aleja de Dios, y al que es preciso salir al encuentro.
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Juan XXIII, con la sencillez de un hombre integralmente bueno, dio este paso por una especial iluminación del Espíritu Santo. El 25 de enero de 1959, que nada de extraordinario tenía, es la fecha clave de la nueva historia de la Iglesia. Juan XXIII hablando a los Cardenales romanos, sin que preceda rumor ninguno, con la sorpresa de lo grande y de lo inesperado, les dice:
«Con un poco de temblor de emoción, pero al mismo tiempo con una humilde resolución en nuestra determina ción, pronunciamos ante vosotros lo que nos proponemos: un Concilio Ecuménico para la Iglesia Universal».
El asombro dejó materialmente sin palabra a los Cardenales. Cuando el Papa les invita a que le manifestasen sus opiniones y sugerencias sobre esta idea, todos callan.
Juan XXIII dos años más tarde, recordando aquella memorable jornada al Arzobispo de Chambéry, Monseñor Bazelaire, le decía:
—«Cuando quise conocer la opinión de mi Secretario de Estado, Monseñor Tardini... me miró con ojos así de grandes».
Y el Papa subrayó con el gesto sus palabras. Fue inspiración de Dios y cuando se cuenta cómo sur
gió la idea parece inverosímil. Repito aquí palabras de Juan XXIII.
Nació con el deseo de dar una respuesta a los problemas actuales del mundo: «Hablábamos de las graves angustias y agitaciones en que está hundido el mundo actual. Nos constatábamos, entre otras cosas, que se proclama querer la paz y la concordia, cuando con frecuencia esto acaba en un recrudecerse los conflictos.
—¿Qué hará la Iglesia? ¿Va a ser la nave mística de Cristo juguete de las olas y dejarse ir a la deriva? ¿No se espera más bien de ella, no sólo una nueva orientación sino también, la luz de un gran ejemplo? ¿Cuál podría ser esta luz?», luz?»
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Era una conversación particular con el Secretario de Estado, similar en el tono a tantas otras.
«Nuestro interlocutor escuchaba en una actitud de respetuosa atención. De repente, una gran idea surgió en Nos e iluminó nuestra alma. Nos la acogimos con una indecible confianza en el divino Maestro, y una palabra subió a nuestros labios, solemne, imperativa. Nuestra voz la expresó por primera vez: ¡un Concilio!».
La Iglesia tomó conciencia del Concilio y en todos los extractos de la sociedad, cada uno según su alcance, ha resonado la voz del Papa, y ha germinado el impulso de la Iglesia.
Es el mismo Pablo VI el que, de una forma o de otra y varias veces de un modo directo y explícito ha calificado al Concilio de «improvisado», indicando con ello que fue un brote del corazón grande de Juan XXIII que, «con intrépido ardor y ánimo confiado» emprendió el Concilio. Es lo que diríamos una corazonada de santo, una divina inspiración.
Como Pablo VI dice: «la misma curia romana dejó traslucir su estupor y aprensión sobre una convocatoria conciliar, inesperada e improvisada, y sobre la gravedad de los problemas que debía despertar».
Pero añade poco después el único criterio recto que guió la conducta de los mejores:
«Pero, fuera como fuera el origen de la idea del Concilio, es el Papa quien lo convocó, es el Vicario de Cristo; es el Sucesor de San Pedro... No cabe por tanto el menor titubeo ante los supremos deseos del Pontífice... jamás la disparidad de juicio o de actitud con relación al juicio y al sentir del Papa».
El Cardenal Montini, fue uno de los más afectados personalmente por esta decisión trascendental de Juan XXIII. El había repetido muchas veces, con una audacia que algunos tacharon de imprudencia, que la Iglesia tenía un deber urgente, de salir al encuentro del mundo, y que
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la Iglesia tenía también que pedir perdón de alguna^ culpas.
En el prólogo al libro de Monseñor Veuillot, «Notre Sacerdoce» en la ya lejana fecha de 1954, escribía:
—«La misión de la Iglesia es anunciar el mensaje divino a este mundo, alejado de Dios, pero con auténticos valores. Es necesario que la Iglesia salga a su encuentro».
Y en otra ocasión, con profunda sinceridad, decía: —«Me siento en la obligación de pedir perdón a tantos
espíritus irritados, y a tantos incrédulos, que están lejos de Dios o de Cristo, y que son hostiles a la Iglesia, porque nosotros, hombres de Iglesia, no les hemos presentado dignamente el ideal que nos define y no hemos sabido merecer su estima y su confianza.
En lugar de ser transportadores de la verdad y de la fe, y espejos de las virtudes cristianas, quizá yo he sido para ellos una pantalla opaca, y un obstáculo molesto.' ¡Culpa mía!».
Haciendo suya la voz de la Iglesia, continúa el Carde nal Montini:
—«Sí, yo deberé considerar humilde y seriamente, esta responsabilidad, y no me asustaré de pedir indulgencia a los hombres de mi tiempo, si yo no sé darles la imagen viviente de la realidad de la Iglesia, ni el tesoro de verdad del que ella me ha hecho maestro, o la experiencia de sus virtudes y gracia, de la que me ha hecho ministro».
Y ya sin eufemismos, con todo el nervio de su alma puesta en cada palabra, concluye:
—«Sí, la Iglesia es la primera en reconocer y condenar sus propios fallos. Nunca ha pretendido ser perfecta en este mundo. Ella se echa a sí misma en cara sus propios defectos, y se predica a sí misma, penitencia. Ella reconoce la fragilidad de sus miembros y se empuja a sí misma a una continua reforma».
Por eso el Cardenal Montini, se alegra inmensamente por el Concilio. Prepara sus maletas, y con la alegría de un
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colegial que marchara de vacaciones, emprende el camino hacia su querida Roma, dispuesto a trabajar por el Concilio. De los 3.000 obispos procedentes de todas partes del mundo que llegan a la Ciudad Eterna, sólo uno tuvo el honor de ser huésped del Papa. El Cardenal Montini fue el único Cardenal no romano invitado por Juan XXIII a alojarse en el Vaticano durante el Concilio. Se le dio habitación en un edificio nuevo, un poco alejado de la inmensa basílica, cerca de los bastiones, en la parte que mira al barrio del Torroinfale...
Muchos fueron los que saludaron al Cardenal con el gesto amplio de un antiguo conocido y con la simpatía con que se recibe a un amigo. Juan Bautista Montini volvía a recordar aquellos años de juventud que pasaron en la intensidad del trabajo y del estudio.
Juan XXIII nunca ocultó sus preferencias por el Arzobispo de Milán, al que tenía como un consejero y un amigo. En el discurso de apertura del Concilio, muchos vieron la influencia de Montini, y se comentaba con cierta malicia, que había sido un discurso «ultramontini».
En el tiempo que duró el Concilio, el Cardenal Montini, envió cada semana, la «carta de Concilio» al periódico católico de Milán «Italia». Era el modo mejor de comunicarse con sus hijos, y de tener al corriente a su diócesis, de la marcha del Concilio. Era a la vez un medio moderno, que nunca olvidó Montini, de esparcir la verdad del Evangelio a todos los hombres. Desde las páginas de «Italia», podemos seguir hoy día, los altos pensamientos de Montini y los criterios conciliares que le animan.
Durante la primera sesión conciliar el Cardenal Montini tuvo un papel importante pero discreto. No es amigo del fárrago, ni de especulaciones abstractas... Sus dos intervenciones fueron, prácticas, ideológicas y eminentemente Pastorales. Su intervención del 5 de diciembre, causó admiración en la asamblea. Expresó en primer lugar su acuerdo con una proposición hecha la víspera por el Cardenal
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Suenens: «Una Iglesia que revive hasta el extremo sus estructuras internas, con el fin de llegar eficazmente a los hombres y sus problemas, y entablar un verdadero diálogo con ellos».
Pero el Cardenal Montini, aporta una nota propia, que consiste en una insistencia muy viva sobre la relación de dependencia, que en todo esto tiene la Iglesia, con relación a Cristo y a su voluntad.
Sean las palabras autorizadas de Ivés Congar, O. P., las que nos den una visión de conjunto del Cardenal Montini, en su faceta conciliar.
Escribía en «Le Monde» el 23 de junio de 1963: —«Fue Monseñor Montini, quien en mayo de 1946
nos dijo: «La Iglesia también recita el Confíteor...». Se trata de que la Iglesia, el Concilio, afronten lealmente las tareas de su vocación de servir al Evangelio de Jesucristo en este mundo que hemos descrito. Para ello tiene la Iglesia que adaptar esas estructuras...; más que la creación de nuevas estructuras, se trata de que la Iglesia, pase del juri-dismo a lo Pastoral y al evangelismo. En su discurso del 5 de diciembre de 1962, el Cardenal Montini había criticado un cierto estilo jurídico del texto sobre la Iglesia propuesto al Concilio. ¡Oh, si la Iglesia jugase pura y simplemente la carta del evangelio!».
Ya el 2 de diciembre, había admirado a muchos su carta diocesana a los milaneses. Era una carta en la que hacía un profundo análisis de la marcha del Concilio. Se elogiaban los muchísimos aciertos conseguidos, pero se ponía el dedo en la llaga en algunos de los más importantes defectos: Se pedía prácticamente la creación de una comisión coordinadora que organizase los esquemas, y los ajustase al contenido del discurso inaugural del Santo Padre. Esta carta fue discutida. Para algunos fue desagradable...
«Queda por delante, decía, un gigantesco y valiosísimo material. Pero heterogéneo y de valor desigual. Se hubiera deseado una valiente obra de corrección y valoración. Falte
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en la preparación una autoridad que hubiese actuado, no sólo desde fuera y en forma puramente disciplinada, sino que del ingente material, en un trabajo lógico y armónico, hubiese levantado una estructura ideológica arquitectónica, capaz de polarizar el conjunto».
Queda patente aquí la personalidad de Montini acostumbrado siempre a una lógica depuración de las ideas, según un orden pre-establecido de valores. El Cardenal Montini, en el que siempre hay algo de tensión, hombre de autoridad y de prestigio, de criterios definidos, pensador audaz, enemigo de la nebulosa y del confusionismo, apunta a continuación la raíz de este defecto:
—«El respeto a la libertad y a la espontaneidad, a las que el Concilio debe su origen, ha oscurecido el punto central del programa del Vaticano II, aún cuando las palabras del Papa en el período de preparación y en sus discursos del 11 de setiembre y 11 de octubre, lo habían destacado claramente».
En el Concilio, la figura de Montini, aunque procuró permanecer en la sombra, por consejo según algunos de Juan XXIII, pero fue siempre relevante. Sus breves actuaciones fueron definidas, por un Obispo conciliar, como «las más profundas y claras de las oídas en el Concilio». A su iniciativa se debe la creación de una oficina de prensa para el Concilio, y fue el Cardenal Montini el designado para celebrar el solemne pontifical, en el aniversario de la elección de Juan XXIII, que fue una de las más importantes fiestas del Concilio.
Juan Bautista Montini, lo hemos visto en el transcurso de su historia, era el hombre preparado para un acontecimiento como el Concilio, que compagina perfectamente con sus personales aspiraciones y criterios.
Renovar a la Iglesia desde dentro, ha sido la idea motriz que ha mantenido en ascua la incansable actividad del Cardenal Montini.
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XIII.—El llanto del mundo
"La caridad sin fingimientos... gozarse con los que gozan, llorar con los que lloran... mantened la paz con todos los hombres... No te dejes vencer por el mal, antes vence al mal a fuerza de bien".
SAN PABLO
El epígrafe de este capítulo no tiene hipérbole alguna. Por primera vez quizás en la historia, podemos escribir con verdad, que todo el mundo llora a un hombre.
Cuando el mundo se hizo consciente de la gravedad del estado de salud de Juan XXIII, creció una angustia universal que entristeció a todos. Era la noticia, la triste noticia de los días, que encabezaba la prensa mundial, y ocupaba los diarios radiofónicos de todas las emisoras. Eran miles las personas que se congregaban en la Plaza de San Pedro, ávidos por conocer el estado del Santo Padre. Estaban allí, sobre todo, porque el cariño busca la proximidad, y sueña siempre, inútilmente, poder aliviar y reforzar esas horas.
La vida de Juan XXIII, se extinguía lentamente, y
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pensábamos los hombres prolongarla con la presencia, l o do el mundo llora al Papa.
La alcoba del Papa Roncalli ocupa la última «stanza» que hizo construir San Pío X en 1907, para él y sus sucesores. Dos ventanas sobre la Plaza de San Pedro, en el último piso del palacio apostólico. Las paredes están adornadas con el gusto sencillo, familiar y cariñoso del Papa Juan. En torno de la cama, las fotografías de su familia campesina, y sobre el reclinatorio una reproducción de la virgen de Czestochowa, la famosa patrona negra de Polonia, que tanta devoción inspiraba también a Pío XII. El Papa Juan se encuentra en el lecho con la cabeza apoyada en tres almohadas. Tiene la cara pálida.
Han precedido unos días de vaivén en la enfermedad. Flujo y reflujo de noticias tristes y alegres, que hacían renacer a ratos la esperanza. Pero el 31 de mayo, ya la cristiandad adquiere evidencia de la próxima muerte de s'1
Pastor. De todo el mundo llegan mensajes al Vaticano. Todo el mundo quiere estar presente en la agonía del Papa. A las 14,20 de este último día de mayo, la gravedad es suma. Ya todas las emisoras están pendientes de radio Vaticana, que va dando noticias sobre el estado del Papa.
El Pontífice parece sufrir mucho. Parece tener un aspecto del que sólo le quedan pocos minutos de vida. Los Cardenales de Curia y otros prelados, juntamente con los médicos y otras personas que le atienden, rodean al Papa. Hacia las once de la noche llega al aeropuerto de Roma un avión, en el que viajaban los hemanos del Papa y el Cardenal Montini. Se les conduce en seguida al Vaticano a la habitación del Papa, que aún puede reconocer a los que tanto ama su corazón. Momentos después entra en agonía. Es una agonía lenta, que hace llorar al mundo. Una agonía rodeada de silencio y oraciones, y en el fondo siempre un adarme de esperanza. La cámara de oxígeno ayuda a intervalos a la respiración angustiosa y agónica del Papa
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Las noticias se susurran con voz delicada, como si se temiese despertar a un niño que duerme.
Primeras horas de la mañana del 1 de junio. La agonía del Papa sigue en un «crescendo» lento, y una enorme multitud se agolpa en la Plaza de San Pedro, los vehículos bloquean materialmente las calles vecinas, y toda la prensa, titula: Juan XXIII muere. El diario comunista «L'Unitá» añade: «Un gran Papa, una gran personalidad de la historia contemporánea en trance de desaparecer».
De pronto, como un milagro, rebrota en todos la esperanza. A las tres y media de la mañana, la respiración del Papa se hace más serena, y recobra el conocimiento. Allí cerca está el Cardenal Montini. Sereno, con el rescoldo de su emoción concentrada, sigue de cerca la agonía del Papa bueno.
La prensa de aquel día, destaca estas declaraciones del Cardenal Montini:
—«El Papa se encontraba ya inconsciente cuando le pude ver. Sus ojos estaban cerrados, sus labios abiertos. Respiraba normalmente con la cabeza apoyada sobre la almohada, como una persona desfallecida».
Después añade algo, que es el detalle delicado del que habría de ser su sucesor:
—«Yo oré ante nuestro muy venerado Papa. Después me aproximé y besé su mano».
Prosigue, contando los momentos de lucidez: —«A todos nos dijo palabras llenas de bondad, para
Roma, de la que recordó que era el Obispo, para el Concilio y para la paz del mundo».
Montini tiene que desplazarse a Milán donde preside la vigilia de Pentecostés por el Papa. El estadio Vigorelli concentra a los hombres y jóvenes católicos de Milán. Espectáculo grandioso de fe y piedad. Son casi cuarenta mil voces que rezan y cantan.
Y en el silencio de la noche, la voz de Montini tiene un enérgico vigor inusitado:
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—El Papa muere... Su muerte nos obliga, os obliga a vosotros jóvenes, a recoger su testamento, su herencia, su último mensaje solemne, el de la paz. No ha habido en nuestro tiempo palabra de hombre alguno, ni maestro, ni jefe, ni profeta, ni Pontífice, que haya sonado con tono tan animoso hacia toda la Humanidad.
En la noche incendiada de Pentecostés, presente en todos la agonía del Papa, las palabras de su arzobispo adquieren relieve. Sigue Montini con un mensaje radicalista y claro:
—La paz no es un regalo que cómodamente se goza, la paz se construye, se crea; no es fruto de apatías, de inercia, de pereza, de hipocresía... La paz se funda sobre la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
Rezan después por el Papa. Todo el mundo reza por el Papa.
Mientras en el Vaticano sigue la agonía de Juan XXIII. De nuevo su gravedad aumenta, y ya definitivamente
se pierde toda esperanza. Horas estacionarias lentas, lucha de una naturaleza fuerte contra la muerte que avanza inexorable. Se consuela suavemente al Papa, que repite con frecuencia:
—«Jesús, Jesús. Yo soy la resurrección y la vida». Y con devoción filial del niño que mira a los ojos de
la Virgen, repitió también muchas veces: —«Mater mea, fiducia mea». «¡Madre mía, esperanza
mía!». Ve llorar a los presentes, y en medio de su agonía,
tiene unas palabras de dulzura para ellos. Les dice: —«No lloréis, Pentecostés es un día de alegría». Entre los dedos de sus manos aprieta el crucifijo. Parecía aliviado, tranquilo y deseoso de reconfortar a
los presentes, les dijo: —«He podido seguir paso a paso mi muerte... y ahora
me encamino dulcemente hacia el fin». El sobrino del Papa, testigo ocular, añade:
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—«Nos dábamos cuenta de que estaba inundado cié felicidad».
Son las 7 de la tarde del lunes de Pentecostés. Desde hace algún rato el Papa ya no habla. Comprendemos que sufre. La fiebre aumenta y el profesor Valdoni, dice:
—«Juan XXIII, está en las manos de Dios. Clínicamente ha muerto ya».
Día 3 de junio de 1963. A las siete y cuarenta y nuevc de la tarde, Su Santidad Juan XXIII, ha fallecido.
Sube de la plaza el canto de la multitud, que oye la misa en el altar de San Pedro. Rodeado de sus hijos ha muerto el Padre de la humanidad. Ahora sí, ya puede llorar la humanidad, abiertamente.
Que se oigan aquí, en este instante preciso, con sintonía de voces, el testimonio de los hombres más diversos:
Sekú Turé, presidente de Guinea: —«El luto por Juan XXIII no será exclusivo de los
católicos, alcanzará a todas las religiones». Menchi, patriarca del Líbano: —«Gracias a Juan XXIII la paz está más cerca del
mundo». Lübke, presidente alemán: —«Juan XXIII ha sido jefe y conductor cuando más
arreciaba la tormenta». Hailé Selassié, emperador de Etiopía: —«Nadie nos dijo mejor que Juan XXIII que todos
somos hijos de Dios». Dibelius, obispo protestante de Berlín: —«La paz se nos marcha con Juan XXIII porque él
era el hombre de la paz». Kennedy, presidente de los Estados Unidos: —«Juan XXIII ha enriquecido la herencia espiritual
de la humanidad». U Thant, secretario general de las Naciones Unidas: —«Juan XXIII personificaba las aspiraciones de la
humanidad en este mundo inseguro».
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Nnamdi Azikiwe, presidente de Nigeria: —«Es sorprendente el afecto de Juan XXIII hacia los
pueblos africanos». Y con éstos: Yamevgo, Norodom Sihanuk, Radha-
krishnan... etc. Así los grandes. El pueblo también dijo. Aunque no sabe construir pe
ríodos, esculpe sus frases lapidarias. El pueblo dijo: —«Hombres así no deberían morir nunca». El Papa Bueno había muerto. Momentos después el Camarlengo cumple el rito de
llamar tres veces por su nombre y apellidos al Pontífice. Antes incluía el rito un martillo de plata para golpear en la frente del cadáver. El cardenal Pacelli, camarlengo de Pío XI, abolió con su actuación cordial este detalle. Dejó el martillo, se acercó al difunto y le dio un beso en la frente. Ya no se habló más del martillo de plata.
Hoy ha resonado la llamada de Aloisi Massella, como antaño, cuando le llamaba solemne el maestro en la escuela de su pueblo:
—Ángel José Roncalli Mazzola. Pero hoy ya no hay respuesta. El camarlengo espera unos momentos y vuelto hacia
los asistentes, exclama: —«El Papa está, verdaderamente, muerto». Se arrodilla e inicia, coreado por todos los presentes,
el Salmo: «De Profundis clamavi ad te, Domine...» A partir de ese instante, la Iglesia está oficialmente
huérfana. Ha muerto el Papa, dando al mundo una lección ejem
plar, haciendo realidad lo que él había dicho: —«Espero y acogeré con alegría a mi hermana, la
muerte, en cualquier forma en que el Señor, se digne enviármela».
El epígrafe de este capítulo, no tiene hipérbole alguna.
Por primera vez en la historia, todo el mundo llora a m hombre. De manera más gráfica, quiero concluir con las palabras de los Pastores Charles Westphal y Georges Ca salis:
—«Por primera vez en la historia lloran los protestan tes a un Papa».
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XIV.—Camino del Conclave
"Y yo me presenté ante vosotros con sensación de impotencia, y con miedo, y con mucho temblor... para que vuestra fe no estribe en sabiduría de hombres, sino en la fuerza de Dios".
SAN PABLO
El conclave debe comenzar a los quince días después de la muerte del Sumo Pontífice. Es el tiempo prudencial para ir preparando las salas del Vaticano, y para que vayan llegando los Cardenales a Roma. Esta vez, será el conclave más numeroso de la historia de la Iglesia, ya que reunirá a ochenta de los ochenta y dos Cardenales. El arzobispo de Quito, Carlos María de la Torre, con sus noventa años no ha podido acudir. El arzobispo de Budapest, José Minds-zenty seguirá encerrado en la legación norteamericana. Este «cardenal de acero», como se le llama, está demostrando al mundo que es mejor morir por una convicción que asesinar por defenderla».
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Van llegando los Cardenales. Todos deberán estar dentro del Vaticano, el miércoles
19, para dar comienzo a las votaciones el día 20. Cada Cardenal podrá introducir un solo secretario a no ser que por estar enfermo se le concedan dos.
El lunes por la mañana, fueron muchos los periodistas que se dirigieron al aeropuerto de Fiumicino, para esperar al Cardenal Montini, que todos tienen como el gran papable. Había que sorprender su llegada. Captar esas fotos que después serían tan cotizadas en la prensa. Fotografías históricas... Pero fueron defraudados por la sorpresa... Montini se había adelantado, presentándose el domingo por la noche cuando nadie le esperaba. El Cardenal Montini, sabía lo que toda la prensa coreaba, y por eso procuraba pasar desapercibido, evitando todos los encuentros con fotógrafos y periodistas.
Montini llegó a Roma con el mismo pulso alterado que antaño cuando estudiante, aunque por razones muy distintas. Entonces, con 22 años, no sabía lo que Roma significaría en su vida. Hoy sí, es consciente de que está al borde del papado.
Buscando la clandestinidad se hospeda en un convento de monjas a las afueras de Roma y como también aquí llegan las visitas, huye siempre que puede a Castelgandolfo. Aquí pasea en soledad por los jardines.
Ha tenido algunas visitas de cardenales y en concreto el cardenal Spellman le visita en Castelgandolfo. El ambiente popular sigue in crescendo a favor de Montini, y los rumores no cejan de inventar o al menos ampliar frases y anécdotas.
A Montini le gusta jugar claro y rechaza por instinto ser mascarón de proa, aunque la nave la forman ahora cardenales de la Iglesia. Se dice que ha diferido muchas audiencias de personajes ilustres e influyentes «para después del conclave».
Se habla del deseo de varios cardenales de elegir a uno
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que no fuese italiano. Hoy este rumor está confirmado por las declaraciones del cardenal Francisco Koening:
—Algunos cardenales italianos me dijeron antes del conclave que ellos verían con gusto esta vez la elección de un Papa no italiano. Sin embargo yo creo que los tiempos no están aún maduros. Los electores se han esforzado en buscar el hombre más apto. La nacionalidad, a mi juicio, no importa.
El miércoles 19 se tiene la misa «por la elección del Pontífice», para que el Señor conceda «a la Iglesia Romana, un Pontífice grato a Ti por el celo con que se ocupe de nosotros». Celebra la misa el carnedal Tisserant.
Al final de la misa hay un sermón de ritual que pronuncia el secretario de breves monseñor Amleto Tondini. Sucede lo increíble. Tondini, en un latín sonoro, después de unas diplomáticas incensadas a Juan XXIII, pone en duda muchas cosas de su pontificado. Ataca claramente su línea renovadora y se pregunta si estamos preparados para seguir el Concilio. Inusitado sermón cargado de reticencias sobre la actuación abierta a todos del Papa Juan.
El sermón no estaba improvisado. Se les repartió primeramente a los cardenales un ejemplar impreso. Se asegura que fue leído por los cardenales Ottaviani, Cerejeira y Tisserant a los que competía aprobarlo. También se dice que Tisserant no compartía la misma opinión, pero se limitó a decir:
—Tiempo habrá de opinar cuando estemos en el conclave.
Un sermón de ritual se convirtió en un núcleo perturbador que conmovió primero Roma y después el mundo entero. Todos estaban indignados con Tondini.
En este ambiente comenzó el conclave. A las cinco de la tarde se cerraba toda comunicación con el exterior y empezaban los cardenales a buscar, oficialmente, un sucesor a Juan XXIII.
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Montini y Lercaro, eran los dos nombres que más se barajaban, pero siempre Montini en primer término.
Ya en octubre de 1958, en el anterior conclave, se habló de Montini como «papable» aunque no era cardenal. Y que estos rumores tenían bastante consistencia lo demuestra el dato objetivo, aunque mínimo, de que ya entonces los operadores de la televisión y del cine-documental, tomaron amplios reportajes de la casa natal de Montini y del Colegio de Brescia. Hoy es público que algunos cardenales desearon elegir Papa a Monseñor Montini.
El prestigio de Montini ha crecido en estos años y aparece como el hombre indiscutible.
En la mañana del jueves 20 de junio, después de la misa rezada por el Cardenal decano en la capilla Sixtina, comienzan las votaciones. Debo anticipar aquí, que todo en el conclave tiene un secreto absoluto, por eso todas las cabalas y suposiciones, tendrán a lo sumo una objetividad aproximativa.
Realidad controlable fue que las dos fumatas del día 20, fueron fumatas negras, ante la decepción del numeroso público que en la Plaza de San Pedro esperaba acontecimientos. Se había dicho, se había escrito, se había repetido hasta la saciedad, que si Montini salía Papa, sería al primer escrutinio. De lo contrario, divididas las opiniones, ya no era probable que saliese, y en este caso se buscaría un Papa de transición.
Ocupaba el Cardenal Montini, una de las celdas acondicionadas en los desvanes sobre las habitaciones del Papa. Celda número 72, pequeña y no muy cómoda. A la mañana siguiente, un nuevo escrutinio, que da resultado afirmativo. El Cardenal Montini ha conseguido, al menos, los dos ter cios necesarios para ser elegido Papa.
Sobre estos hechos se rumorean suposiciones, y éntrelas que parecen más plausibles merece destacarse la que: opina que en el segundo escrutinio se repartían los votos casi por igual entre el Cardenal Montini y el Cardenal Siri
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A esta afirmación se añade, siempre en alas de rumores, que el Cardenal Siri manifestó, con santa libertad de espíritu, que no seguiría las fundamentales directrices de Juan XXIII; y se concluye afirmando que esto hizo que los votos confluyesen en el Cardenal Montini.
Según esto el Cardenal Montini obtuvo ya la mayoría necesaria en la tercera votación. Y parece ser que rogó a los Cardenales un lapso de tiempo para pensarlo e incluso se dice, que fue entonces cuando les habló claramente, sobre la línea de conducta que pensaba seguir, y por eso se sometía a una nueva elección de los Cardenales. El viernes a las 9, después de oir misa, los cardenales proceden a una nueva votación.
El Cardenal Cento ha declarado: —Mientras en el último escrutinio el cardenal arzobis
po de Milán oía que su nombre se repetía sucesivamente... él tenía su mirada escondida entre las manos, experimentando sin duda alguna ese tumulto íntimo de sentimientos, que no puede dejar de abrumar a quien siente gravitar sobre sus espaldas el más formidable peso que pueda jamás ser impuesto a creatura humana.
Y se dice que de los 80 votos obtuvo 79. Ese voto único y discrepante, era el suyo propio que otorgó, según parece, al Cardenal Tisserant. Pero sólo la autorización del Papa, puede dar acceso a las papeletas de votación, que por primera vez, y por disposición del Papa Juan XXIÍI, no se han quemado, sino que se archivaron en el Vaticano.
Después de esta votación afirmativa, el Cardenal Tisserant cumpliendo el requisito, pregunta:
—«¿Aceptas?» Montini responde: —«En nombre de Dios, acepto». —«¿Cómo quieres ser llamado?» —«Pablo VI».
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Los baldaquinos de los restantes Cardenales, caen; sólo el de Montini queda izado.
Inmediatamente pasa el Cardenal Montini, andares rápidos y enérgicos, actitud decidida, a la sacristía, para revestirse de Papa. De las tres sotanas que están preparadas, según las diversas estaturas, la más larga sienta perfectamente al esbelto Montini. La faja blanca, muceta roja, estola roja bordada en oro, zapatillas de terciopelo rojo, y solideo blanco. Vuelve Montini a su trono y sentado, recibe la primera adoración de los Cardenales.
Mientras van pasando uno por uno aquellos 79 venerables Cardenales, el Papa Pablo VI, con el aire un poco absorto y pensativo, va tomando conciencia de su cargo supremo en la cristiandad.
Al salir del conclave, el Cardenal Koening dijo: —Se ha procurado encontrar el hombre mejor y creo
que lo hemos logrado. El Cardenal Cento añade: —Los más diversos sectores de la cristiandad conside
raban, desde hacía tiempo, al Cardenal Montini como el hombre de la hora, tanto por las riquezas de sus dotes personales, como por las numerosas y variadas experiencias de su vida eclesial.
El Cardenal Tisserant afirma: —La mayoría se daba cuenta de que se imponía la
elección de este nombre. Y el Cardenal Ottaviani, que pasa como el gran con
servador, sale feliz del conclave, pletórico de gozo, repitiendo:
—¡Qué magnífico es el Papa! ¡Qué magnífico! Se dice que tuvo una larga perorata, no interrumpida
esta vez por el presidente, ponderando las cualidades del Cardenal Montini.
Muchos se han preguntado si el Cardenal Montini deseaba ser Papa, en los días que precedieron a su elección. Los más cercanos saben la tragedia que pasaba aquellos
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días cuando en periódicos y en revistas, y aun sus mismos compañeros Cardenales, le aseguraban que sería Papa.
Días después, diría: —«Sólo un loco podría, hablando humanamente, de
sear ser Papa». Pero nada de esto quiere decir, que al Cardenal Mon
tini le asustase el papado. Un hombre entregado al servicio de la Iglesia desde su juventud, consciente de su valía, no podía rehusar el puesto de «siervo de los siervos de Dios». Juan Bautista Montini, es ya el Papa Pablo VI.
Hemos seguido en esta historia, la estela luminosa de su ascensión, en una vida intensa de formación y trabajo. Nos parece hasta natural que una vida tan egregia, desemboque en tan alta dignidad. Los que le conocían bien, ya esperaban esto. El mismo Papa Roncalli lo predijo y lo deseaba.
En 1956 se celebraba en Pompeya una fiesta mariana. Allí se encontraron entre otros muchos obispos y Cardenales, el entonces Cardenal Roncalli, y el Arzobispo de Milán, Montini. Cuando los organizadores les colocan en los bancos de la capilla, Monseñor Roncalli se muestra un poco impaciente. Mira atrás y adelante, inquieto, porque han puesto muy atrás al Arzobispo Montini. Se empeña e insiste en que le coloquen adelante, en los primeros puestos, junto a él. Los organizadores le advierten que él es Cardenal, mientras que Montini era tan sólo Arzobispo.
Monseñor Roncalli, contesta con una persuasión absoluta:
—«El Arzobispo se merece esas y más atenciones. Un día, ya lo veréis, llegará a Papa».
Anécdota simpática de Juan XXIII, que nos indica además el gran cariño que tenía a Montini. Todos saben además, que al entregarle el birrete cardenalicio, le había dicho:
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—«De haber estado usted en el conclave, el Papa ahora sería usted».
Pablo VI viene a llenar el hueco que han dejado dos grandes Papas, a los que sirvió y amó muy de cerca: Pío XII y Juan XXIII.
Será una sucesión difícil. Esta es la expresión que se repite invariablemente después de la muerte de cada Papa, y de un modo principal después de la muerte de Pío XII y Juan XXIII. Pero el advenimiento a la cátedra de Pedro del Cardenal Montini, demuestra admirablemente que en las arcas de Dios, hay todavía bastante riqueza para continuar asombrando al mundo. Pablo VI es el Papa de la gran esperanza. Todos han visto en él, el ferviente continuador de las mejores orientaciones de Juan XXIII.
Un gran teólogo protestante, observador en el Concilio, había comentado días antes del conclave.
—«Este conclave, debe buscar un Papa con carisma». El Espíritu Santo, espíritu vivificador de la Iglesia,
nos ha dado un Papa carismático, con una santidad visible, enraizada en una formación humana inmejorable.
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PARTE TERCERA:
La luz sobre el monte
XV.—Tenemos Papa
"Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por voluntad de Dios".
SAN PABLO
Hoy, festividad del Sagrado Corazón de Jesús y de San Luis Gonzaga, 21 de junio de 1963, a las 11,19 de la mañana, comenzó a salir humo blanco de la chimenea de la capilla Sixtina. Después.-.
El inmenso clamor que se eleva de la muchedumbre concentrada en la plaza de San Pedro, se mantuvo durante los diez minutos que duró la «fumata» blanca. Agitar de sombreros y regocijo de todos en una inmensa alegría. De unas 10.000 personas que había a las diez de la mañana, se pasó rápidamente a las 100.000. La gran plaza parecía quedar pequeña, porque el público continuaba acudiendo sin cesar. Las tropas italianas forman en la plaza de San Pedro, para rendir homenaje al nuevo Pontífice. Igualmente la guardia palatina con la bandera pon-
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tificia al frente. A las 12,10 de la mañana, el Cardenal Alfredo Ottaviani, como decano de los Cardenales diáconos, anuncia:
—«Os anuncio la gran noticia. Tenemos Papa: El eminentísimo Sr. Cardenal Juan Bautista---»
La multitud no le deja concluir. Todo el mundo ha comprendido al momento que la gran esperanza se ha hecho realidad; y todos corean el gran nombre, juntamente con el Cardenal Ottaviani.
—«¡Montini!» De nuevo los vítores, los aplausos, al nuevo Papa.
Agitar de pañuelos que es un frenesí. La emoción sube incontenible y se desborda por los ojos. Es el fervor de la humanidad que aclama al nuevo Papa. Es la fe, de unos hombres, que comprende que Cristo sigue guiando a su Iglesia.
Hay un detalle emocionante, símbolo a la vez de un pontificado que empieza en diálogo sincero, con un mundo de nuevas estructuras. Las sirenas de todas las fábricas de Roma, suenan en estrépito discordante, expresando de un modo nuevo, la alegría del orbe católico, ante el Papa de los obreros. Campanas de Roma y del mundo entero, estrépito de sirenas, y clamor de multitudes, todo confluye hacia la persona de Pablo VI.
Cuando Pablo VI apareció por primera vez en el balcón principal de la Basílica de San Pedro, la ovación no admite amplificaciones. Se suceden los gritos de «¡Via il Papa!»
Con voz clara y firme, la figura noble, esbelta y reflexiva de Pablo VI, impartió su primera bendición apostólica a la urbe de Roma y al orbe entero. Y sus brazos siguieron abiertos durante largo rato, en saludo cordial a un pueblo incondicional, y a un mundo entero, que espera mucho de su persona. Después se retiró a su celda del conclave, conservando siempre una serena tranquilidad. En su escudo de Cardenal, y ahora de Papa, hay un lema
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que es una consigna: «In nomine Domini» (En el nombre del Señor).
Tenemos Papa. El corazón de los cristianos que hace unos días lloraba, hoy aplaude y grita al Papa, porque siempre será cierto lo que aquella madre decía a su niño, un poco desconcertado ante este súbito cambio de tristeza en alegría:
—«Hijo, el Papa nunca muere». Ya está de nuevo Montini, prisionero del Vaticano,
y aunque los que le conocen bien afirman que será un Papa viajero, sus muchas ocupaciones le impedirán más que nunca, visitar a sus familiares y amigos. Ahora se debe a todo el mundo.
El Cardenal Tisserant se expresa así, en su conferencia de París:
—«Los sondeos de los dos escrutinios de la primera mañana del conclave podían poner de relieve algunos nombres; pero había uno sobre el que se sabía que se iba a concentrar más que sobre ningún otro la atención de los electores. Era el deí Cardenal Arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini».
«Después de la muerte de Pío XII, numerosos miembros del conclave, en el cual fue elegido Juan XXIII, manifestaron ya su disgusto por el hecho de que el exsustituto y ex-prosecretario de Estado no estuviera a la sazón revestido de la sagrada púrpura. Ahora los ocho años transcurridos al frente de la archidiócesis de Milán le conferían indiscutiblemente nuevos títulos para la elección».
«Así no hay que extrañarse de que los romanos, al atardecer del primer día del conclave, dijesen que no comprendían por qué la elección no se había realizado ya. Tal vez no todos le deseaban; pero la mayoría se daba cuenta de que se imponía la elección de ese hombre».
Tisserant guarda el secreto del conclave, pero nos da unos datos importantes para reafirmar nuestras sospechas.
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Montini era al entrar el gran papable; sólo él parecía no darse cuenta.
Cuando el chófer le acompañó al aeropuerto camino del conclave, al observar que el Cardenal llevaba una maleta muy ligera, le dijo:
—Buen viaje, Eminencia, y vuelva. Montini respondió sonriendo: —«Sí, volveré, volveré». Dios ha cambiado de nuevo su rumbo. Pablo VI se mostró desde el primer momento, como
un hombre de gran autodominio, que sabe conservar la cabeza serena aun en los momentos más trascendentales.
Baste esta anécdota curiosa, para demostrarlo. Aquel día 21 de la elección del Papa, en el Palacio
Arzobispal de Milán fue de locura. Luis Salas, uno de los secretarios del Cardenal, hasta había olvidado que era su santo. A las nueve de la noche suena el teléfono, y al descolgar el auricular, le sorprenden:
—Conferencia desde Roma. —¿Cómo? Y más explícita la voz, concreta: —Conferencia desde el Vaticano. Don Luis tiembla, traga saliva y no ha tenido tiempo
ni para pensar, cuando oye que la voz inconfundible de Montini, le dice:
—«Soy yo, el Papa, y te llamo para felicitarte». Don Luis no encuentra palabras, ni acierta a balbucir
un sencillo gracias. —Pero--—«¿O creías que me había olvidado que hoy es San
Luis?» Nunca olvidará el secretario esta delicadeza del Papa. Pablo VI, seguirá siendo el mismo. No es preciso que
cambie, porque al elegirle los Cardenales, han ratificado con sus votos la confianza unánime que todos tienen en él.
Días antes de su elección, eji un magnífico panegírico,
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oración fúnebre en la Catedral de Milán, había dicho el Cardenal Montini:
—«Juan XXIII ha marcado ciertas trayectorias en nuestro camino, que será necesario no sólo recordar, sino seguir.•• ¿Podremos abandonar el camino tan magistral-mente trazado, aun para el futuro, por el Papa Juan?»
Las dificultades le saldrán al camino. Pero él está preparado. Está dispuesto a luchar «en el nombre del Señor» las batallas de Dios.
Ya los comunistas italianos, a las pocas horas de su elección, comenzaban su política de intimidación y chantaje. Escriben textualmente:
—«Si Pablo VI pone los pies en las mismas huellas de Juan XXIII, tendrá nuestro aplauso; pero si se desvía de ellas, nuestros ataques tendrán la dureza proverbial en nosotros».
Quieren con la amenaza amortiguar el empuje de Pablo VI, que viene dispuesto a enrumbar a la Iglesia por derroteros nuevos, siempre con bondad, pero también con fortaleza.
Como ha dicho él mismo en su primer mensaje a la humanidad, en un tono de súplica y a la vez de confianza:
—«Dios nos dará... la fuerza vigilante y serena, el celo infatigable por su gloria, la preocupación misionera, para la difusión universal, clara, dulce, del Evan
gelio». Pablo VI, consecuente con su vida, y ajeno a toda
imitación servil, será un Papa personal, que orientado por sus criterios y esclavo sólo de su conciencia, obrará con rectitud, bajo la mirada de Dios.
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XVI.—La triple corona
"Se me presentó esta noche un ángel de Dios, de quien soy, a quien además adoro, diciendo: No temas, Pablo, Dios te ha hecho gracia de todos los que navegan contigo".
SAH PABLO
Es algo tan cercano, que todos nos sentimos protagonistas. Aún llegan los ecos de aquellas horas de exaltación alegre.
Hoy se ha cumplido de un modo espectacular, la consigna que Pablo VI había dado siendo Cardenal Arzobispo de Milán:
—«Salid de las iglesias a buscar a quienes no puedan venir a ellas».
Sin precedentes en la historia moderna de las coronaciones, esta tarde del 30 de junio, Pablo VI ha recibido la tiara, no en la Basílica, sino en la Plaza de San Pedro.
No hay templo capaz de contener al medio millón de
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fieles de todo el mundo, que asistieron a la coronación, y sobre todo, que era un símbolo de su acercamiento a los hombres, este hacer templo de todo el mundo, poniendo el altar en la Plaza de San Pedro.
El día ha sido caluroso, pero hacia las seis de la tarde, cuando va a comenzar la magna ceremonia, la sombra se extiende lentamente sobre la explanada, y una brisa refresca la atmósfera romana.
En las tribunas se sitúan miembros de las 96 delegaciones. En otra de las tribunas especiales, figuran los dos hermanos del nuevo Pontífice con los componentes de sus familias. Ocupan lugares destacados, los reyes, presidentes y jefes de estado, los estados mayores de la diplomacia, y el mundo oficial de las naciones que rinden homenaje a la más augusta jerarquía del universo.
Está presente el mundo creyente y el increyente, el próximo y el alejado de la Iglesia, el fervoroso de la ciencia y el frivolo mundo de las vanidades. Todos están cerca. La radio y la televisión hacen presente el acontecimiento a millones de hogares en todas las latitudes. Es un inmenso e impresionante plebiscito, como un espontáneo referendum de adhesión, de veneración o de simpatía a la persona del Papa. Presente sobre todo el pueblo fiel, el incondicional y convencido, son su plegaria emocionada, y su júbilo incontenible, con su sonrisa admirativa y sus lágrimas de amor.
Eran las seis menos cuarto de la tarde, cuando se hizo un silencio impresionante sobre la gran explanada. Un instante. Después, el mar humano que llena la plaza, inicia un espontáneo y unánime:
—«¡El Papa, el Papa!» Más de 2.000 personas figuran en el cortejo que pre
cede al Santo Padre. A las seis en punto, las trompetas de plata de la guar
dia noble de Su Santidad, anuncian a los fieles la presencia del Sumo Pontífice. Y empieza lo inenarrable.
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Un mar que rompe con rumor de multitudes. Un oleaje infinito de pañuelos, gritos, vítores y aplausos. Todas las miradas confluyen en un punto, Pablo VI. Ese hombre, a primera vista frío, posee un corazón ardiente, que le ha empujado incluso a alzarse sobre la silla gestatoria, y de pie, cimbreante, paternal en el gesto, ha pasado saludando, bendiciendo... Dándose a todos, para ganarles a todos para Cristo.
Mientras la silla gestatoria sigue su lento navegar, y se aplaude y se llora de alegría, se repite, por tres veces, una ceremonia ritual impresionante. Se detiene el cortejo, se concentra un momento el Padre Santo. Avanza hacia él el ceremoniario sosteniendo una larga varilla dorada, en cuyo extremo prende un poco de estopa.
Con una voz, que es como un grito de reconvención y de sarcasmo, y que resonó sobre el rumor de la multitud con un dejo amargo de ultratumba, dice pausadamente:
—«Pater Sánete: Sic transit gloria mundi». (Padre Santo, así pasa la gloria del mundo.)
La estopa se extingue, y sus cenizas se dispersan a la vista del Papa.
Es terrible este momento. Rebota en el auditorio la voz amarga, destemplada, y hasta irónica del pregonero, y de nuevo sigue el clamor que se había amortiguado un poco.
Pablo VI, en la apoteosis de su gloria, recuerda con humildad cristiana la pequenez de la vida, lo vano de los honores que, como flor de heno, se marchitan pronto. Con sabor calderoniano... «este aplauso que recibe —prestado, en el aire escribe— y en cenizas le convierte la muerte».
Llega al fin la silla gestatoria al altar. Los prelados revisten al Papa con los ornamentos sagrados, y comienza la Santa Misa, de cara a los fieles.
Terminado el «introito», dio comienzo el solemne acto de la obediencia de los Cardenales, arzobispos, obispos, abades y superiores de órdenes religiosas. Antes del credo,
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el Papa habló —nuevo Pentecostés de un hombre extraordinario— en nueve idiomas. Fue su diálogo con el mundo moderno. Con un deseo paterno de unidad, se dirigió a todos:
—«Nos dirigimos también a aquellos que sin pertenecer a la Iglesia Católica, están unidos a nosotros por el lazo poderoso de la fe y el amor al Señor, y marcados por el sello del único bautismo».
Pablo VI, en este momento en que el mundo entero sigue sus palabras, tiene un mensaje de optimismo también para los alejados:
—«Pero más allá de las fronteras del cristianismo, hay otro diálogo en el cual la Iglesia está empeñada hoy: el diálogo con el mundo moderno».
Y explica la razón en que se basa su optimismo en este empeño:
«En un examen superficial, el hombre de hoy puede aparecer, como cada vez más extraño a todo lo que representa orden religioso y espiritual, consciente de los progresos de la ciencia y de la técnica, embriagado por los éxitos espectaculares, en unos dominios inexplorados hasta ahora, parece haber divinizado su propio poderío y querer prescindir de Dios».
Pablo VI apunta el gran peligro de nuestra humanidad: El engreimiento, la supervaloración de su potencia, el endiosamiento. Pero conocedor de los hombres, ha auscultado el corazón insatisfecho de la humanidad, y dice desde su cátedra de maestro, lo que sentimos todos cada día con gravedad más alarmante:
—«Pero tras este grandioso escenario es fácil descubrir las voces profundas de este mundo moderno, que también está movido por el espíritu y la gracia. Y pide este mundo moderno, no sólo progreso humano y técnico, sino también justicia y paz. Una paz que no sea sólo una precaria suspensión de hostilidades entre las naciones o entre las clases sociales, sino que permita el entendimiento y la
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colaboración entre los hombres y los pueblos, en una atmósfera de mutua confianza. En servicio de esta causa, el mundo moderno se muestra capaz de practicar en grado asombroso, virtudes de fuerza y valor, espíritu de empresa, entrega y sacrificio».
En colofón valiente, el Sumo Pontífice completa su pensamiento en estos términos:
—«Lo decimos sin ninguna vacilación: Todo esto es nuestro. Y como prueba, sólo citaremos la inmensa ovación que se ha elevado de todas partes, ante la voz de un Papa que invitaba a los hombres a organizar la sociedad, en la fraternidad y en la paz, Nos escucharemos estas voces profundas del mundo».
La cita ha sido larga, pero inmensamente interesante. Todo el discurso del Papa, cargado de recia fuerza ideológica, fue la prueba de la valía de un hombre que conoce los problemas del mundo, y está dispuesto a trabajar por solucionarlos. Sus palabras enérgicas, en un tono absoluto y persuasivo, son las palabras que han brotado en el silencio de la reflexión, y al contacto personal y comprensivo de nuestro mundo moderno. Pablo VI, es el Papa de hoy, de nuestro siglo. Sus mensajes llevan toda la fuerza de su vida.
Cuando le vimos cruzar de un lado a otro, altar y trono, ágil y rápido, sin vacilación ninguna, ratificamos nuestra creencia en un Papa, que sabe bien su propio camino.
Terminada la solemne Misa, el Cardenal Ottaviani, en su calidad de protodiácono, tomó en sus manos la triple corona, tiara pontificia, y se acercó al trono. Su Santidad permanece con los ojos cerrados en aptitud orante.
Coloca el Cardenal la tiara sobre la cabeza del Pontífice, mientras resuenan sobre el silencio del gran templo las siguientes palabras:
—«Recibe esta tiara, adornada con tres coronas, y de esta forma conoce que eres Padre de príncipes y reyes,
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guía del mundo, Vicario de Jesucristo nuestro salvador, a quien es debido honor y gloria sin fin».
Eran exactamente las ocho y media de la noche. La penumbra tenue ya de atardecida, concentraba en un ambiente religioso a la multitud. La voz del Papa se oye perfectamente, cuando pronuncia la fórmula de la bendición «Urbi et orbe». Después, de nuevo el mar que se desata con clamor de marejada--, y el Padre Santo que vuelve al Vaticano para ser allí guía del mundo, Vicario de Jesucristo.
No entra en el Vaticano para aislarse; entra allí para emprender una labor mundial de acercamiento a todos los hombres.
En una de sus primeras audiencias a una peregrinación nigeriana, los primeros recibidos por Pablo VI, les ha dicho:
—«Con admiración y gozo, saludamos el despertar de África a la madurez civil, y, en consecuencia, a la libertad, a la independencia y al progreso».
No hace un año aún, que el entonces Cardenal Mon-tini visitaba África del Sur, Nigeria y Ghana. Manifestó su profunda impresión por la fe que revelaban las inscripciones que encontró en su trayecto.
Muy cerca de Ibadán (Nigeria), encontró una inscripción que decía:
—«Un solo Dios basta para formar la mayoría; Dios es el rey más grande; dad gracia a Dios en este día».
Entusiasmado el Cardenal, dijo a su secretario: —«Anote todo esto, anótelo». Pablo VI es un Papa avanzado. Un Papa de vanguar
dia y a la vez un Papa de gran prudencia, no sólo como virtud, sino como herencia de años romanos de práctica diplomática. Tan prudente, que se cuenta que Juan XXIII, teniéndole muy cerca durante el Concilio, le embromaba buscándole parecido con Hamlet, el dubitativo personaje de Shakespeare.
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Es siempre el Papa humano, que recordará sin duda, el último asunto importante que solucionó en Milán.
Efectivamente, la postrer comisión que encomendó el Cardenal a su chófer, antes de partir para el Cónclave, fue que se informase del precio de un asno. Se trataba de una viejo montañés que había perdido el suyo y escribió al Cardenal en demanda de ayuda. Montini, que tiene tiempo para todo lo importante, decidió ayudarle. Una vez conocido el precio, el Cardenal firmó de su mano un cheque.
Pablo VI es el hombre de Dios, que en estos momentos trascendentales para la historia de la Iglesia, en que nuevos rumbos, sin duda muy audaces, parecen presagiarse y desearse, sabrá estar a la altura de su misión, siempre al servicio de la Iglesia. «In nomine Domini».
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XVII.—El Concilio de nuevo en marcha
"Ya sea el mundo, ya la vida, ya la muerte, ya las cosas presentes, ya las venideras, todo es vuestro; mas vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios".
SAN PABLO
Con la muerte de Juan XXIII, quedó suspendido automáticamente el Concilio Ecuménico Vaticano II. El mundo entero se preguntaba, muchos con inquietud, algunos hasta con angustia, si el nuevo Papa querría continuar el Concilio.
Al conocerse el nombre de Montini como Pablo VI, crecieron las esperanzas y se dio casi por supuesto. La conjetura se convirtió en certeza, y la fe y esperanza en evidencia, cuando Pablo VI, en su primer discurso afirmó rotundamente:
—«La parte más importante de nuestro Pontificado, será ocupada por la continuación del segundo Concilio
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Ecuménico Vaticano. Esta será la obra principal a la que queremos consagrar todas las energías que el Señor nos ha dado».
Daba respuesta así Pablo VI al interrogante del mundo y a la pregunta que él mismo hace unos días tan sólo, se había formulado:
—«¿Podríamos nosotros abandonar, caminos tan ma-gistralmente trazados, aun para el porvenir, por el Papa Juan XXIII?».
De un modo ya oficial, con el rescripto «ex audientía», fecha 27 de junio de 1963, y firmado por Su Eminencia el Cardenal Amleto Giovanni Cicognani, Secretario de Estado de Su Santidad, se anuncia que el Padre Santo, Pablo VI, ha ordenado la reanudación de los trabajos de la segunda fase del Concilio Vaticano II, para el 29 de septiembre, en el XVII domingo después de Pentecostés y festividad del Arcángel San Miguel.
Una vez más se pone de manifiesto el interés que siempre demostró Pablo VI por el Concilio, y la energía capaz y eficiente de su persona. Sin demoras inútiles, pone en marcha de nuevo esta magna asamblea de la Iglesia, de tan ubérrimos frutos.
Y recogiendo la herencia de su predecesor, en la homilía de su Coronación concretó Pablo VI los fines que persigue el Concilio. Con su laconismo y precisión característico, dijo:
—«Reanudaremos, como ya hemos anunciado, el Concilio Ecuménico. Y pedimos a Dios que este magno acontecimiento confirme la fe en la Iglesia, vitalice sus energías morales, la fortalezca y la adapte mejor a las exigencias de nuestro tiempo. Y así se ofrezca a los hermanos cristianos, separados de su perfecta unidad, de una manera que haga posible su reintegración en el Cuerpo Místico de la única Iglesia católica en la verdad y la caridad, fácil y jubilosamente».
Sigue el Concilio, y sigue, con la doble vertiente ecu-
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menista que tuvo con Juan XXIII: Ecumenismo interior por la purificación de un catolicismo y la acomodación a unas formas más actuales. Ecumenismo exterior, que es un salir de la Iglesia así renovada al encuentro de los hermanos separados. Sin olvidar nunca a ese mundo moderno despreocupado, ajeno a las corrientes del espíritu, que busca sin saberlo la verdad. Con ese mundo debe la Iglesia entablar un diálogo. Es un empeño del supremo Pastor Pablo VI.
Mente iluminada, abierta a las grandes preocupaciones de esta difícil circunstancia mundial. Basta oir sus palabras, anteriores a su elección, para condensar cuanto pudiera decirse sobre la personalidad moderna del nuevo Pontífice. Sus palabras le definen, al pretender exponer cuál debe ser la posición de la Iglesia ante el mundo:
—«Se trata de limpiar y rejuvenecer el vestido exterior de la religión; se trata de darle posibilidad de circulación por los caminos del lenguaje, de la cultura y del arte de nuestro tiempo-•• No pensará sólo en sí misma, sino en toda la humanidad».
Con su estilo personal, siempre eficiente, no se limita a apuntar un deseo, sino que añade el modo concreto de conseguirlo:
—«Por ello se esforzará en ser madre y hermana de los hombres. Tratará de ser pobre, simple, humilde y amable en su lenguaje y en su porte. Tratará de hacerse comprender y de que todos la entiendan, hablándoles en el fácil lenguaje cotidiano. Se esforzará en ponerse al día, despojándose, si es necesario, de algún viejo manto real que hubiera quedado sobre sus espaldas, para vestirse del modo sencillo que reclama el gesto de hoy».
Magnífico lenguaje para unos tiempos nuevos. Y en un paralelismo absoluto, sólo con distancia de siglos, repite como San Pablo un himno a la caridad, acomodado a nuestro tiempo:
—«No olvidemos que la postura fundamental del cató-
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lico que quiere convertir al mundo, es la de amar. Este es el eje de todo apostolado: Saber amar. Yo quisiera que de este precepto cristiano, hiciéramos propósito y programa».
Sigue una enumeración sincera, sin retórica vacía, repleta de un sentimiento universal, que puede ser lección magnífica para los estrechos de corazón, para los raquíticos de espíritu, para los microcéfalos que dividen y subdividen y solo saben hablar de fronteras. Rompamos, con la caridad, todas las fronteras. Es lo que viene a decir Pablo VI, cuando exclama:
—«Amaremos al prójimo, y amaremos a los alejados. Amaremos a nuestra patria y a las de los demás. Amaremos a nuestros amigos y a nuestros enemigos. Amaremos a los católicos y a los cismáticos, a los protestantes, a los anglicanos, a los indiferentes, a los musulmanes, a los paganos, a los ateos. Amaremos a todas las clases sociales, pero sobre todo, a aquellas que más necesitan de nuestra asistencia, nuestra ayuda y protección. Amaremos a los niños y a los viejos, a los pobres y a los enfermos... A quien merece ser amado y a quien no lo merece... Amaremos a nuestro tiempo, a nuestra civilización, a nuestra técnica, nuestro arte, nuestro deporte, nuestro mundo. Amaremos esforzándonos por comprender, por compadecer, por estimar, por servir, por soportar. Amaremos con el corazón de Cristo: Venid a mí todos. Amaremos con la profundidad de Dios: Así amó Dios al mundo».
Pablo VI es un reformador, un luchador, en la línea de Juan XXIII, pero en otro estilo. Frente al Papa Ron-calli, jovial y espontáneo siempre, el Papa Montini, absorto y frío, pero de una alta espiritualidad, siempre aspirando a grandes cosas. Frente al Papa que trata a sus oponentes con paciente espera, y con una confianza sonriente, su sucesor es el hombre intelectual, que pausado y firme avanza decidido.
Con palabras de Ivés Congar:
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—«Es un hombre que produce una profunda impresión de espiritualidad y de santidad. Pero es muy probable que no tenga exactamente —por faltarle para ello ese admirable rostro de viejo campesino, santificado por el ejercicio diario de la voluntad de Dios— los mismos gestos, las mismas palabras inspiradoras de confianza y bondad. A Juan XXIII le gustaba decir, que cada uno tiene que ser, antes que nada, uno mismo. Pablo VI será, él mismo».
En la segunda fase del Concilio Vaticano II, nombra el Papa delegados o moderadores para dirigir los trabajos conciliares a cuatro eminentísimos cardenales: Gregorio Pablo Agagianian, Santiago Lercaro, Julio Doepfner y León J. Suenens. Hombres de gran personalidad con su presencia en cargo tan responsable demuestran, de un modo indirecto, pero evidente, la valía de Pablo VI; entre otras cosas porque no teme ser eclipsado por luces cercanas ni rehuye el diálogo con hombres de ideas personales que no son propensos al amén continuo en las cosas opinables y dentro de la caridad de la Iglesia.
Siguiendo esta misma línea de santa libertad dentro del amplio campo de lo discutible, Pablo VI ha manifestado explícitamente su deseo de no prejuzgar con sus opiniones personales los puntos que debe tratar el Concilio. Le ha gustado al Papa y lo recalca, esa sana independencia en expresar cada cual sus criterios.
—Nos parece muy digno de destacarse los méritos que caracterizan este Concilio y que servirán de ejemplo a la Historia; así hoy la Santa Iglesia en el momento más alto y significativo de su actividad: intensa y espontáneamente.
Sigue diciendo el Papa: —Ni disminuye esta complacencia en nada el hecho
de la variedad, de la multiplicidad y aun de la diversidad de pareceres; ello es una prueba de la profundidad de los temas, del interés con que han sido examinados y de la libertad con que se han discutido.
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Dos aspectos muy montinianos que van tomando auge en el Concilio son, el tema del laicado y, el repetidas veces llamado, «diálogo con el mundo». Dos temas del corazón de Pablo VI. Ideas eficaces fraguadas ya con la participación de los seglares en la asamblea conciliar. Este diálogo de buena voluntad con el mundo entero adquiere su máxima importancia, dentro de la Iglesia, con la creación de un Secretariado especial para los no cristianos. Es un «signo de aquella universal solicitud que nos hace interesarnos también por los problemas y necesidades espirituales de todos los hombres, con los cuales continuaremos con serenidad los amigables coloquios previstos y como medio para llegar a aquel leal y respetuoso diálogo con cuantos «creen aún en Dios y lo adoran».
Mtmedlof, periodista del «Literaturnaia Gazela» de Moscú, interpreta torcidamente este diálogo como algo impuesto por la presión de las masas. Y la prensa comunista, en sus escasos comentarios al Vaticano II, ha procurado desfigurar los resultados o interpretarlos según su conveniencia. El comunismo está dolido por ciertas manifestaciones valientes del Papa y, sobre todo, por la petición hecha a la Secretaría del Concilio al final de la Segunda Sesión, firmada por más de doscientos Padres Conciliares. En ella se pide que se redacte y discuta un esquema especial de tipo anticomunista o dedicado, al menos, a analizar la situación de la Iglesia en los países comunistas.
El New York Times se hace eco de este impacto y comenta entre otras cosas:
—«Pablo VI se muestra más crítico que su predecesor para los gobiernos de más allá del telón de acero y menos caritativo para los comunistas».
Son muchos e importantes los resultados obtenidos, pero aún queda mucho camino por andar. Estamos en marcha hacia la tercera sesión del Concilio. El Papa ha establecido, según nota hecha pública por el Secretario de
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Estado, Amleto Juan Cardenal Cicognani, el 3 de julio de 1964, que el Concilio en su tercera sesión comenzará el 14 de setiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Como ha dicho el mismo Pablo VI en fecha reciente, «es importante y ardua la tarea que aguarda a la tercera sesión del Concilio; se examinarán los numerosos esquemas. Todos deseamos que la contribución de un esfuerzo amoroso y común, consiga darles las formulaciones más claras y adecuadas, poniendo a punto las instituciones de la Iglesia cara a un apostolado y un ministerio cada vez más extensos y eficaces».
Por esto todo, en unión del Papa, «esperamos ansiosos e impacientes por recoger el soplo dignificador del Espíritu que guía a la Iglesia hacia una luz de verdad y un fervor de caridad cada vez más intenso».
Se me ha de perdonar este mosaico de citas pontificias, pero no era lícito improvisar ni dejar correr la fantasía en un tema tan delicado y trascendente. Y menos teniendo a mano la palabra más autorizada sobre el tema.
Dos fichas más que nos indiquen lo que es y lo que pretende el Concilio, pondrán el colofón a este capítulo. Nótese de paso la esquemática lucidez de Pablo VI en un punto difícil que se presta a pedantes ambigüedades so capa de querer evitar simplismos infantiles. Resulta que los grandes son simples como los pequeños
El Papa dice: —El Concilio es una llamada a todas las reservas
interiores de la Iglesia para que desarrolle sus energías espirituales, para volver a la genuinidad de sus raíces, a la fecundidad de su genio peculiar.
Señala así sus fines: —Los fines principales del Concilio (que por razones
de brevedad y de mejor inteligencia, reduciremos a cuatro puntos), son:
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El conocimiento, o si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia,
su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cris
tianos, y el coloquio de la Iglesia con el mundo contem
poráneo. Son temas muy queridos por Pablo VI y que ocupan
ideas centrales en su primera encíclica «Ecclesiam Suam». No es este el sitio de comentar las ideas de Ecclesiam
Suam, pero quiero transcribir unos breves párrafos que sean índice de su valía. Escrita personalmente por el Papa, con mimada elaboración, se nota en ella, a pesar del vuelo corto que le impone la proximidad del Concilio, la mente luminosa de un hombre. Hay una abertura decidida a la plenitud, a la renovación y al diálogo. Fruto del Concilio será, como afirma repetidamente Pablo VI, dar concreción a los derroteros que aquí se apuntan.
DICE PABLO VI:
«Pensamos que es deber de la Iglesia hoy, ahondar en la conciencia que debe tener de sí, en el tesoro de verdad de que es heredera y guardiana y en la misión que debe ejercer en el mundo. Aun antes de proponerse el estudio de ninguna otra cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que ha de adoptar frente al mundo que la rodea, la Iglesia debe reflexionar en este momento sobre sí misma, para confirmarse en el conocimiento de los planes que Dios tiene sobre ella, para hallar más luz, nueva energía y mayor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para encontrar los medios aptos para que sus contacto con la humanidad sean cercanos, operantes y benéficos a la cual ella misma pertenece, aun distinguiéndose por caracteres propios e inconfundibles».
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«Nos acudía, además, el deseo de que la Iglesia de Dios sea cual Cristo la quiere. Perfecta en la concepción ideal, del divino Redentor, la Iglesia debe tender a la perfección en su expresión real, en su existencia terrena. Este es el gran problema moral que domina la vida entera de la Iglesia, el que muestra su eficacia, el que la estimula, la acusa, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de arrepentimiento y de esperanza, de esfuerzo y de confianza, de responsabilidades y de méritos. Es un problema inherente a la realidad teológica de la que depende la vida humana».
«Si verdaderamente la Iglesia tiene conciencia de lo que el Señor quiere que sea, surgirá de ella una singular plenitud y una necesidad de efusión, con el claro convencimiento de una misión que la trasciende y de un anuncio que debe difundir. Es el deber de la Evangelización, el mandato misionero, el ministerio apostólico. No basta una actitud de fiel conservación: El deber congénito al patrimonio recibido de Cristo, es la difusión, es el anuncio. Nosotros damos a este impulso interior de caridad, que tiende a hacerse don exterior, el nombre, hoy ya común, de diálogo. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra, mensaje, coloquio».
«Esta forma de relación manifiesta, por parte del que la entabla, un propósito de corrección, de estima de simpatía y de bondad; excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil».
«El coloquio es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes:
»La claridad ante todo: el diálogo supone y exije la inteligibilidad, es un intercambio de pensamiento; es una
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invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre. Bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana; y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a revisar todas las formas de nuestro lenguaje para ver si es comprensible, si es popular, si es escogido».
«Ot$o carácter es la afabilidad. El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni uña iposición. Por eso es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso».
«La confianza, tanto es el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor. La cual promuebe la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus en una mutua adhesión a un bien que excluye todo fin egoísta».
«Finalmente el diálogo exige la prudencia pedagógica que tiene muy en cuenta las condiciones sicológicas y morales del que escucha; si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil. El que se esfuerza por conocer la sensibilidad del oyente y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible».
«Esto planteo un gran problema, el de la conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, con una determinada cultura y con una determinada situación social».
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«¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en las que desarrolla su misión? Desde fuera no se salva el mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta que se haga una misma cosa hasta cierto punto, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin interponer ningún privilegio o la barreda de un lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas sobre todo de los más humildes, si queremos ser oídos y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar oir la voz, más aún el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y secundarlo cuando lo merece. Hace falta hacerse hermano de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres, maestros. El clima del diálogo es la amistad; más aún, el servicio. Debemos recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto de Cristo».
«Sabemos que hay algunos que abiertamente alardean de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de conducta política, en la ingenua, pero fatal convicción de liberar al hombre de viejos y falsos conceptos de la vida y del mundo para darles en su lugar, según dicen, una concepción científica y conforme con las exigencias del progremo moderno».
«Es éste el fenómeno más grave de nuestro tiempo. Al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas, introduce en la vida humana, no una fórmula que todo lo resuelve, sino un dogma ciego que la degrada y la entristece y destruye en su misma raíz todo sistema social que sobre ese concepto pretende fundarse. No es una liberación, sino un drama que intenta sofocar la luz de Dios vivo. Por eso, mirando al interés supremo de la verdad, resistiremos con todas nuestras fuerzas a esta ava-
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salladora negación, por el sagrado compromiso adquirido con la confesión fidelísima de Cristo y de su Evangelio, por el amor apasionado e irrenunciable al destino de la humanidad, y con la esperanza invencible de que el hombre moderno sabrá encontrar todavía en la concepción religiosa que le ofrece el catolicismo, su vocación a una civilización que no muere, sino que siempre progresa hacia la perfección natural y sobrenatural del espíritu humano, al que la gracia de Dios capacita para el goce honesto y pacífico de los bienes temporales, abriéndolo a la esperanza de los bienes eternos».
«Esto nos obliga, como ha obligado a nuestros Predecesores —y con ellos a cuantos estiman los valores religiosos— a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia; sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos y especialmente el comunismo ateo. Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresión de hechos. Nuestra reprobación es en realidad un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces».
«La hipótesis de un diálogo se hace sumamente difícil, por no decir imposible, en tales condiciones, a pesar de que en nuestro ánimo no existe hoy todavía ninguna exclusión preconcebida hacia las personas que profesan dichos sistemas y se adhieren a esos regímenes. Para quien ama la verdad, la discusión es siempre posible. Pero obstáculos de índole moral acrecientan enormemente las dificultades, por la falta de suficiente libertad de juicio y de acción y por el abuso dialéctico de la palabra, no precisamente encaminada hacía la búsqueda y la expresión de la verdad objetiva, sino puesta al servicio de fines utilitarios preconcebidos».
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«Esta es la razón por la que en vez de diálogo hay silencio. La Iglesia del Silencio, por ejemplo, calla, hablando únicamente con su sufrimiento, al que acompaña el sufrimiento de una sociedad oprimida y envilecida, donde los derechos del espíritu quedan atropellados por los que disponen de su suerte. Y aunque nuestra conversación se abriera en tal estado de cosas, ¿cómo sería posible un diálogo? No sería sino «una voz que grita en el desierto» (Me. 1, 3). El silencio, el grito, la paciencia y siempre el amor, son en tal caso el testimonio que aún hoy puede dar la Iglesia y que ni siquiera la muerte puede ahogar».
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XVIII.—Peregrino del mundo
"Después... subi o Jerusalén. Subí conforme a una revelación".
SAN PABLO
Pablo VI es el primer Papa peregrino. Alguien vaticinó el mismo día de su elección que Montini saldría del Vaticano. Ama los contactos personales, el conocimiento tangible de las cosas, y por eso viaja.
La noticia de su viaje a Palestina se recibió con inmensa alegría en el mundo entero. Se especuló ampliamente sobre sus fines diplomáticos y unionistas, y por eso el Papa tuvo que insistir repetidas veces que iría a Palestina como peregrino piadoso, para rezar.
El sábado 4 de Enero de 1964 empezaba a hacerse realidad el viaje del Papa. A las siete y veintitrés minutos de la mañana, sale el Papa en vehículo abierto hacia el aeropuerto de Fiumicino. Avanzar lento por las calles de Roma saludando a los que le vitorean desde las aceras.
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Al paso por la cárcel «Regina Coeli» le aclama un grupo de presos. Se les ha permitido abandonar sus celdas para ver al Papa. Y el Papa tiene un gesto de deferencia cordial, manda parar el coche, y puesto de pie les saluda y les bendice.
Sigue el coche en su avance lento y llega con retraso al aeropuerto. La mañana es fría, pero la multitud aclama entusiasmada y vitorea al Papa. Miles de italianos quieren despedir al Papa en su viaje a Palestina. El presidente Segni acude a saludar a Su Santidad. Se extrechan las manos. El Papa tiene un aire aristocrático y juvenil, con su abrigo blanco y una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Saluda también al Jefe del Gobierno Aldo Moro, a los presidentes del Senado y Cámara de Diputados, viceprimer ministro, Pietro Nenni, y otros miembros del gobierno.
Gritos de júbilo de la multitud. El Papa se dirige a la tribuna oficial rodeado de los altos dignatarios y, dato curioso, ante la ausencia casi absoluta de hábitos talares.
Breve discurso del Presidente Segni, breve respuesta del Papa y ya el cuatrirreactor de «Alitalia», pone en marcha sus motores.
Ultimo saludo del Papa desde la escalerilla, gritos apoteósicos de todos los presentes, y alegría inmensa del mundo entero, que sigue por televisión el peregrinaje del Papa.
La foto en la escalerilla, con avión de fondo, es obligada. Estamos tan hartos de ver a las altas personalidades del mundo e incluso a pequeñas luciérnagas de la pantalla, en este adiós de dominio y plenitud. Hoy es el Papa. Por primera vez en la historia..., y muchos pensamos que no será la última.
El reactor ha sido acomodado para este viaje. Tapizado en verde y gris, ha quedado un asiento a la altura de la tercera ventanilla, enfrente, en tres sillones, irán los tres Cardenales colaboradores que efectuarán el viaje con el Papa: Amleto Cicognani, secretario de Estado; Gustavo
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Testa, secretario de la Congregación Oriental, y el Cardenal Eugenio Tisserant, decano del Sacro Colegio Cardenalicio y gran conocedor de los Lugares Santos que el Papa va a visitar.
El resto del séquito Pontificio, en total unas treinta personas, se distribuye por la parte del aparato reservada para la clase turística, que no ha sufrido ninguna modificación.
Para mayor garantía se había preparado un avión de reserva. Pero no hizo falta, el despegue fue limpio y espectacular. Lento, majestuoso, fue alzándose hacia el cielo, y todos los ojos le siguieron, como en una nueva ascensión..., hasta que una nube le ocultó en el horizonte. El avión despegaba a las ocho y cincuenta y seis minutos de la mañana.
Durante el viaje Pablo VI rezó el breviario con visible serenidad y gozo.
Cuando sobrevolaban sobre los diversos países que comprendía la ruta, fue enviando mensaje de salutación, cariño y esperanza: al rey Pablo de Grecia; al arzobispo Makarios, presidente de Chipre; al presidente de la república Árabe Siria, Mohamed Hamin Hafez; y a Fuad Che-nab, presidente del Líbano.
Toma tierra en Ammán a las doce y quince. Viento helado. La legión árabe presenta armas y suena el himno Vaticano. El joven rey de Jordania Hussein, con el dominio pleno de su gran personalidad, da la bienvenida a Pablo VI. Una escuadrilla de las Reales Fuerzas Aéreas de Jordania, que ha escoltado el avión del Papa, atruenan ahora el ambiente. Veintiún cañonazos saludan al Papa. Una nueva multitud vitorea también al Papa. Unos niños le ofrecen un simbólico ramo de olivo y centenares de palomas revolotean asustadas.
Todo esto que digo en horizontal, es preciso ponerlo en vertical en un mismo instante y en un solo punto, y entonces podremos vislumbrar al menos, lo indescriptible
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del rumor, de la alegría que rebasa el aeropuerto de Ammán.
Saludo del rey Hussein en el salón del aeropuerto, y palabras del Papa:
—Es un humilde peregrinar a los lugares santificados por el Nacimiento, la Pasión y la Muerte de Jesucristo.
Pasado el mediodía, la caravana Pontificia, que la componen unos treinta automóviles, emprende el recorrido de los cien kilómetros, que unen Ammán de Jerusalén. Palmas y vítores durante el traj^ecto. La carretera desciende por los montes de Moah. El Papa ve a su izquierda el monte Nebo, donde Moisés murió después de haber contemplado la tierra prometida.
Llegan al Jordán y se detienen donde la tradición dice, que Juan Bautista bautizó a Jesús. Ora el Papa brevemente. Levanta sus brazos y bendice a la multitud. Luego continúa acercándose al río con el semblante sumido en un piadoso recogimiento. Su actitud conmueve y se hace un silencio impresionante, sólo armonizado por el ronroneo de un helicóptero que conduce al rey Hussein. Oración en común y lágrimas de piedad en muchos ojos.
De nuevo en marcha. Al fondo el oasis de Jericó que destaca por contraste con los montes de la tentación de agrestes cimas.
Betania, un nombre de intimidad, de recuerdos lejanos donde Jesús descansaba entre amigos. A diez kilómetros Jerusalén.
Bordean el valle de Cedrón y el Huerto de los Olivos, llega por fin a la puerta de Damasco. Pancartas en árabe, en francés, en italiano. Turbantes, gorros, tocas de religiosas y tejas de curas. Unas veinte mil personas, que cada una en su lengua vitorea al Papa con delirio de locura. La legión árabe, logra mantener el orden por unos momentos, pero después..., nadie sabe lo que allí pasó. La multitud es ciega como oleaje embravecido. Hubo unos instantes en que rota la cadena de protección, peligró seria-
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mente la vida del Papa. Pablo VI , pálido, perplejo y un poco temeroso, era zarandeado por aquel oleaje. Se reacció enseguida y los Caballeros de Malta y los Caballeros del Santo Sepulcro actúan con energía y hacen posible que el Papa recorra las estaciones del Vía Crucis. Vía Crucis de devoción, de piedad. El Papa oraba como lejano al clamor de los que le rodeaban. Sobre las cuatro y media llega a la Basílica del Santo Sepulcro, donde celebra la santa misa. Una hora después salía hacia su residencia de la Delegación Apostólica en Jordania, sobre el Monte de los Olivos. Recibe aquí a dos de los Patriarcas ortodoxos de Jerusalén, Patriarca griego Benedictos y Patriarca armenio Yeguishe Derderian. Se comenta que el Patriarca Benedictos no estuvo muy correcto, y parecía contrario a la entrevista que había de tener el Papa con Atenágoras.
Ya de atardecida, hacia las diez de la noche, se traslada el Papa al Huerto de Getsemaní. Hora santa llena de paz. El Gobierno Jordano reforzó la guardia y consiguió que fuesen momentos de intimidad y de silencio.
Sumiso, arrodillado, besa el Papa la ropa que según la tradición, recibió la sangre de Cristo en su agonía del huerto.
En un sencillo cuarto de la Delegación Apostólica, pasó la noche el Papa. Y al romper el alba del domingo cinco de enero, salía hacia Galilea atravesando la Samaría. Son las ocho y media, cuando pasa al territorio israelí por Tanak. Este paso está cerrado desde 1948, y ha sido preciso barrer las barreras antitanques, que impedían todo tráfico. El sol tibio que transfigura unas nubes desflecadas, no logran suavizar el rigor del frío mañanero.
En Meggido, unos kilómetros más adelante, saludan al Papa el Presidente del Estado de Israel, señor Zalman Shazar, el primer ministro señor Eshkol y miembros del gabinete, que han esperado más de una hora la llegada del Papa.
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Banderas azul y blanco con la estrella de David, la perseguida estrella, ondean por todas partes.
El Presidente Shazar ha dicho: —Con un profundo respeto y con la plena conciencia
de la importancia histórica de un acontecimiento sin precedentes...
El recuerdo sangrante no podía faltar: —La hecatombe de los hijos de mi pueblo en nuestra
generación, ha sido una grave advertencia, que revela a qué abismos de crueldad son capaces de llegar los hombres, como consecuencia de los odios seculares y raciales, sino se levanta a tiempo un viento vivificante capaz de barrer esto para siempre.
Su Santidad Pablo VI, dice: —Venimos como peregrinos, venimos para rezar.
Nuestra humilde súplica se eleva a Dios por todos los hombres, creyentes y no creyentes; e incluimos voluntariamente a los hijos del «Pueblo de la Alianza».
Termina el Papa con el saludo hebreo: —¡Shalom! ¡Shalom! La multitud lo repite como si fuera el eco de una gran
montaña. En ruta a Nazareth. La aldeíta pequeña de la Virgen,
es hoy una ciudad de 35.000 habitantes. Casi la mitad son católicos. Se repite la apoteosis del recibimiento, y el Papa llega por fin a la Iglesia de la Anunciación. En la pequeña capilla celebra la misa, y pronuncia la sentida homilía que es una joya de devoción sólo comparable al mismo Evangelio en el que está inspirada.
—En Nazareth, nuestro primer pensamiento, irá dirigido a la Santísima Virgen.
Manifiesta después el deseo más grande de su alma: —¡Oh, cómo desearíamos convertirnos en niño y
acudir a esta humilde y sublime escuela de Nazareth! ¡Cerca de María, comenzar de nuevo a adquirir la ver-
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dadera ciencia de la vida y la sabiduría suprema de las verdades divinas!
Saca el Papa tres lecciones: —Primeramente una lección de silencio. ¡Oh, silencio
de Nazareth! ¡Enséñanos el recogimiento, la interioridad, la disposición para escuchar las buenas inspiraciones...
—Una lección de vida familiar: Que Nazareth nos enseñe lo que es la familia en su comunión de amor.
—Una lección de trabajo: Nazareth, casa del Hijo del carpintero, es aquí donde querríamos comprender y celebrar la ley dura y redentora del trabajo humano; restablecer aquí la conciencia y la nobleza del trabajo.
Toda la homilía es digna de meditarse. Baste aquí, con todo, añadir a lo dicho las bienaventuranzas que promulgó el Papa en Nazareth.
Un acto de fe para empezar: —Creemos, Señor, en tu palabra y trataremos de se
guirla y vivirla. Sobre esta base las bienaventuranzas: —Bienaventurados seremos si, pobres de espíritu, sa
bemos liberarnos de la errónea confianza en las riquezas materiales y colocar primeramente nuestros deseos en los bienes espirituales y religiosos, y si tenemos respeto y amor por los pobres que son hermanos e imágenes vivientes de Cristo.
—Bienaventurados seremos si, dotados de la benignidad de los fuertes, sabemos renunciar a la funesta fuerza del odio y de la venganza, y sabemos preferir al temor que inspiran las armas, la generosidad del perdón, la alianza en la libertad y el trabajo y la conquista por la bondad y por la paz.
—Bienaventurados seremos si, no hacemos del egoísmo la directriz de nuestra vida, ni tomamos el placer como su finalidad, sino que, por el contrario, sabemos descubrir en la templanza una fuente de energía; en el dolor, un instru-
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mentó de redención; en el sacrificio, la sublimación de la grandeza.
—Bienaventurados seremos si, preferimos ser oprimidos antes que ser opresores y si sentimos siempre hambre de justicia en constante progreso.
—Bienaventurados seremos sí, por el reino de Dios, sabemos en todo momento perdonar y luchar, mandar y servir, sufrir y amar. Si cumplimos todo ésto, no nos perderemos para toda la eternidad.
La jornada de Nazareth ha sido intensa y emotiva. Cuando el Papa abandona el pueblecito de la Virgen, es ya, pasado el mediodía. Pasando por Cana, hacia Tiberia-des, ciudad junto al lago.
Estas horas del lago, son las más apacibles y tranquilas del Papa, en su estancia en Palestina. La policía había cortado el paso de los accesos a la extrecha carretera que bordea el lago. Pablo VI, va sereno, feliz, con una sonrisa a flor de labios y los ojos muy abiertos, ávidos por retener aquel paisaje tan santo. Breve detención en la capilla que conmemora el milagro de los peces y los panes. Luego en la pequeña iglesia del Primado de Pedro, el Papa, reza unos diez minutos. Cuando sale está más exultante que nunca. Se le ve feliz..., tiene el abierto horizonte del lago a sus pies, que riza sus ondas al viento.
El Papa dice despacio, como en un sueño increíble: —Tiberiades, Tiberiades. Y lo mira largamente. Complaciente con los fotógrafos,
avanza hasta la misma orilla, se sube a una roca bañada de espuma, bendice las aguas..., y hasta mete las manos en el lago, y juega con el agua como un niño en día de playa. Toda la prensa ha reproducido estos detalles humanos de un Papa gozoso, junto al lago de Jesús, el lago de los grandes milagros, y sobre todo de la Gran Promesa.
Aún sigue meciéndose en las olas el eco lejano e infalible, de una pregunta:
—Simón, hijo de Juan ¿Me amas más que éstos?
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Por esto Pablo VI, está gozoso como nunca. Bordeando de nuevo el lago, llegan a Cafarnaún. Des
pués en marcha hacia el monte Tabor. A 774 metros de altura, es un fantástico mirador, que domina un vasto panorama. Cuando bajaba del Tabor, atardecía. Siempre son éstas, horas de suavidad reflexiva. Se matizan los colores, los contrastes se borran, y todo es armonía. El Papa, tuvo unos momentos de contemplación, que fue preciso acortar, porque urgía llegar pronto a Jerusalén.
Urgía sí, porque éste era el sitio y la hora de trascendencia histórica para el ecumenismo: El encuentro con Atenágoras.
A las nueve y media de la noche, llegaba Atenágoras a la Delegación Apostólica, sobre el Monte de los Olivos.
El Patriarca Atenágoras es el hombre clave para el ecumenismo. De gran espíritu y corazón inmenso, se ha ganado el cariño de todos los cristianos.
En un sencillo salón de la Delegación Apostólica, está Pablo VI, que se levanta a la entrada de Atenágoras. El encuentro, es un abrazo y un beso, según costumbre oriental y litúrgica. Después conferencian durante 45 minutos.
Ha sido, sin duda, el suceso más importante de la historia de la Iglesia, desde hace muchos siglos. Por eso Pablo VI, ya en Roma, con una emoción palpable, dirá casi a gritos de alegría, hablando al pueblo desde su ventana:
—He tenido la gran fortuna, después de siglos, después de siglos...
Pablo VI devolvió la visita al Patriarca Atenágoras, en el Palacio Patriarcal Ortodoxo. Y por tercera vez se encontrarán casualmente, en el Monte de los Olivos. La frontera se ha abierto. Ahora ya en los encuentros, hay una cordialidad de hermanos que se han comprendido.
El lunes 6 de enero, muy de mañana, entraba el Papa
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en Belén. Celebra en la reducida gruta de la Natividad, y después de la misa, habla a los presentes en francés.
Sin saber cómo, hay una anécdota, que surge en el apretado horario del Papa.
Matías Nahhas, es un viejo enfermo, paralítico, árabe cristiano refugiado en Palestina. Vive en un barrio pobre, dentro de los muros de la antigua ciudad de Jerusalén. El ha oído el revuelo y los comentarios, él sabe que el Papa está muy cerca, y hasta muchos le han contado que le han visto. El siente como nunca su parálisis, y como en un sueño, dice a su hermana su deseo:
—¡Si pudiese ver al Papa! ¡Si yo pudiese!---El Papa se ha enterado no sé cómo, y sin protocolo,
con la única escolta de los que le siguen siempre, llega ágil hasta la casa del paralítico Matías.
El enfermo llora de emoción. También el Papa llora, y se abrazan repetidas veces. El Papa, le dice palabras buenas de padre, le consuela, y le regala para recuerdo, un rosario.
En Palestina, todos han visto al Papa..., hasta el anciano paralítico Matías.
Hacia las tres, llega al aeropuerto de Ammán, porque ha llegado ya el momento de volver al Vaticano. En el aeropuerto, le despide el rey Hussein, que ha estado presente en todas partes con su helicóptero, y ha demostrado su valía, en los mil detalles de organización, protección y deferencia hacia el Papa.
En Roma, un recibimiento superior al que se tributaba a los antiguos Césares, cuando volvían vencedores a la Urbe. Y el Papa, lentamente, de pie en el coche descubierto, va bendiciendo a derecha e izquierda a una multitud innumerable que jalona el largo recorrido. Las autoridades y el pueblo, y el mundo entero, saluda al Papa.
El Papa termina este capítulo brillante de su historia, bendiciendo desde la ventana de su despacho, a la Urbe y al Orbe.
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Durante días, sigue en el espíritu del Papa el regusto de estas horas pasadas en el país de Jesús. Se refugia en el recuerdo:
—El equipo del magnífico «DC 8», que resonando con el palpitar potente de sus perfectos mecanismos, surcó los cielos llevándonos a Tierra Santa... No se surca el cielo sin guardar en el corazón su encanto, su fascinación y su nostalgia.
¡Es algo tan fantástico lo sucedido! —Parece repetirse la fábula de aquel que se duerme
en un sitio y en un momento de la narración, se despierta cien años después, y cree encontrar el mundo que le rodea como lo había dejado cuando se quedó dormido, pero ve que todo ha cambiado, y no conoce a nadie ni nadie le conoce.
—Esta ha sido una de las impresiones de nuestro despertar en la tierra de Jesús, de la que el Papa, estaba ausente hace más de diecinueve siglos.
—Habiéndonos despertado en un mundo incomprensible, y siendo forasteros y desconocidos, éramos allá del todo conocidos, y no sólo como el Papa de Roma, sino precisamente como Sucedor de Simón, hijo de Jonás, el pescador de Bethsaida, hermano de Andrés, llamado Pedro por el Mesías Jesús. Se diría que Pedro, hacía poco que había partido de allí, y que era esperado en su pais para hacerle una fiesta por su celebridad adquirida..., y para colmo de estupor, el recibimiento que se le dispensó casi improvisado, no fue organizado solamente por los hermanos en la fe de Pedro, sino también por los hermanos separados de él hacía siglos, y más aún: por los musulmanes, hebreos, gentiles, deseosos de aclamar su inesperado pero grato y natural retorno.
El resumen, punto final de este viaje, puede ser el que manifestó Pablo VI en su discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, el 25 de enero de 1964.
—Este viaje, ante todo religioso, ha tenido una reper-
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cusión inesperada entre las autoridades temporales y en la opinión pública; ha adquirido en este aspecto, dimensiones mundiales...
Y se pregunta Pablo VI: —¿No hay en este homenaje espontáneo rendido al
Jefe de la Iglesia Católica, la señal alentadora de un deseo, de una esperanza, de una aspiración de los hombres de nuestro tiempo hacia los valores morales y espirituales que ven representados en la persona del Papa?
—Es todo el ideal de dignidad, de paz, de fraternidad, al que el mundo moderno es tan sensible, lo que era reconocido y afirmado en nuestra humilde persona.
¿Y el Papa, qué siente?: —En cuanto a Nos —lo decimos con sencillez de co
razón— nos parecía sentir que nuestra paternidad se extendía hasta las dimensiones de este mundo en espera.
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XIX.—Luz verde al ecumenismo
"Os ruego, hermanos, que seáis solícitos de conservar la unidad del espíritu con la atadura de la paz.
Un solo Señor, una sola esperanza, un solo bautismo".
SAN PABLO
Pablo VI, ha dado un impulso gigante a la causa de la unidad. Herencia recibida de su predecesor en el Pontificado, Juan XXIII, sigue en sus manos, como un asunto de primordial importancia.
Es el mismo Pablo VI, el que recuerda, en su discurso al Patriarca Atenágoras, el deseo del Papa Juan:
—Las palabras de Cristo, «que ellos sean una misma cosa, volviendo repetidamente a sus labios de moribundo, no permiten dudar, de que ésta fue una de sus intenciones más queridas, por la cual ofreció a Dios, una larga agonía y su preciosa vida».
El deseo eficaz de la unidad, se hizo patente en Pablo VI, ya desde el primer momento, cuando embargado
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por la emoción, voz temblorosa, pero idea valiente, pidió perdón públicamente por nuestras culpas en la dolorosa separación de los cristianos. Una vez más, la humildad es el punto de arranque para las grandes obras.
De nuevo en Jerusalén, las palabras del Papa, son valientes y humildes:
—«En este momento hemos de tomar conciencia, en medio de un sincero dolor, de todos nuestros pecados, tomemos conciencia de los pecados de nuestros padres, de los de la historia pasada, de los de nuestra época, de los del mundo en el cual vivimos».
Pablo VI, es un hombre responsable, le duele la separación, pero está lejos de pronunciar las palabras inconscientes del primer fatricida: ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?
Baste enumerar, con la elocuencia de las cifras, los tres grupos más importantes de los hermanos separados.
Ortodoxos, 185 millones, entre bizantinos, que representan la mayoría, y nestorianos y monofisitas, en número notablemente inferior.
Los Protestantes, son 160 millones, cifra global de los dos grandes bloques, luteranos y reformados.
Los anglicanos, que consideramos por separado por sus peculiaridades, que ascienden a unos 35 millones aproximadamente.
Estas cifras alarmantes, nos dan idea de la gravedad del problema. Gravedad que se agudiza por la complejidad de su solución.
Los hombres conscientes, y en primera línea Pablo VI, han evitado siempre el ingenuo optimismo, que puede ser a la larga y ante los lentos resultados, el que mate la esperanza. Es preciso, fe y realismo. Fe para creer que el deseo de Jesús, voluntad explícita de Dios, llegará a ser algún día realidad. Realismo para saber que esto será a largo plazo.
Es incuestionable, que el ambiente unionista se ha
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incrementado considerablemente en los últimos tiempos, y esto, en todos los cristianos. Es Karl Barth, uno de los mejores teólogos Protestantes, el que nos habla de «un nuevo clima entre Roma y el protestantismo». «Se ha producido —dice— una nueva posibilidad de debate fraternal, por aquellas cosas que pueden ser lazo entre Roma y nosotros».
También la Iglesia anglicana tiene su ambiente. La célebre visita del arzobispo anglicano de Canterbury, Dr. Geoffrey Francis Fisher, a Juan XXIII, en diciembre de 1960, tuvo una extraordinaria resonancia. Lo que oficialmente no era más que una «visita de cortesía», adquirió un claro significado unionista, por las declaraciones del Dr. Fisher a su llegada a Londres. El reciente nombramiento de Bernard Pawley, canónigo anglicano, como representante oficial de la Iglesia anglicana ante el Secretariado para la unión, que preside el Cardenal Bea, es un nuevo dato revelador. La línea unionista del Doctor Fisher, ha sido seguida por su sucesor Doctor Ramsey.
Datos significativos de esta mutua aproximación de todos a la unidad, pueden ser:
—La presencia de observadores católicos en el movimiento del Consejo Ecuménico de las Iglesias, en que participan numerosas Iglesias Protestantes y algunas Ortodoxas. Presencia que hace tan sólo unos años, se consideraba hasta imposible, por algún teólogo ignorante.
—La existencia del significativo Octavario de la unión, que desde 1898 mantenía el ascua del ecumenismo. En él participan toda clase de confesiones.
—Frecuentes encuentros interconfesionales, que desde el coloquio francés de Taizé, en setiembre de 1960, entre obispos católicos y Pastores protestantes, toman auge e importancia.
—Las visitas al Vaticano de los pastores de la comunidad de Taizé, Roger Schütz y Max Thürian.
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—El movimiento luterano danés «Reformado», de tendencia manifiestamente catolizante.
—El movimiento denominado «Sammlung» (Lack-mann, Admussen, Bauman-..), que reconoce la constitución de la Iglesia jerárquica, bajo el Obispo de Roma, y tiene como norma el ideal de la unidad.
—El deseo manifestado en el Congreso Ecuménico de las Iglesias celebrado en Nueva Delhi (1961), con asistencia de más de 160 confesiones: «la unidad de la Iglesia se hace manifiesta cuando todos los bautizados en Jesucristo, al que confiesan por su Señor y Salvador, son conducidos por el Espíritu Santo, a formar una comunidad total, profesan la misma fe apostólica, predican el mismo Evangelio, participan del mismo pan, se unen en una oración común...». El programa de unidad, pregonado en Nueva Delhi, no se identifica todavía con el católico, pero los católicos ven con satisfacción, cómo se insiste en la unidad visible, por de pronto, y cómo se remarcan elementos aptos para unir. Es el consejo de Juan XXIII, de insistir en lo que une más, que en aquello que divide.
—Últimamente el teólogo ecumenista, subprior de Taizé, Max Thürian, ha sacado un libro revelador: Maña, madre del Señor, figura de la Iglesia.
Ciertamente, protestantes y anglicanos, se orientan hacia la Iglesia católica, con un alto sentido de cristianismo y de fraternidad ecumenista.
Pero entre todos, son los ortodoxos, los más próximos a la Iglesia Católica.
Con ser grandes, no son tantas las discrepancias que nos separan de los ortodoxos, como del resto de los cristianos.
Con la Iglesia Ortodoxa, la cabeza de puente está dispuesta. Ha sido fruto de la iniciativa de dos hombres, guiados por un amor grande a Jesucristo: Atenágoras I, Patriarca de Constantinopla, y Pablo VI, Pontífice Romano.
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Pablo VI, en su viaje a Palestina, tuvo tres encuentros importantes con el Patriarca griego Ortodoxo, con el Patriarca armenio Ortodoxo, y con el Patriarca de Constantinopla, representante más cualificado de las Iglesias Ortodoxas.
Pablo VI, dijo entre otras cosas a su beatitud Benedictos, Patriarca ortodoxo de Jerusalén:
—Es nuestro voto más ansioso, que la caridad reine más entre todos, una caridad verdadera, una caridad sin tensiones, aquella que era el signo por el cual se reconocían en la antigua Iglesia los discípulos de Cristo: «¡Mirad cómo se aman!»
Con gesto agradecido, concluyó: —Sabemos cuál ha sido la parte personal de Vuestra
Beatitud en este cambio de clima, conocemos los esfuerzos hechos de una parte y de otra, para eliminar los puntos de fricción, por lo que expresamos nuestra profunda alegría y toda nuestra gratitud.
El Patriarca Benedictos, en un griego académico, dijo: —Esta será una etapa, que será para el bien de las
Iglesias Santas, desarrollando sus relaciones mutuas, y procurando el cumplimiento de la oración que el Señor elevó a su Padre Celestial: «que todos sean uno».
A su Beatitud Yeguishe Derderian, dijo Pablo VI: —Nuestro encuentro adquiere un significado particu
lar, por los lazos de amistad que han surgido entre Nos y la Iglesia armenia, a través de los observadores delegados que han asistido al Concilio.
Con acento esperanzado añade: —Una aspiración fluye cada vez más sobre los corazo
nes de los cristianos. Es el deseo de realizar cuanto el Apóstol de las naciones nos aconsejaba: Olvidad el pasado y mirad al futuro, lo que tenemos delante, con los ojos fijos en Jesús, autor y consumador de nuestra fe.
El Patriarca armenio, por su parte, dijo: —Es la primera vez que se nos ofrece la hermosa
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ocasión de acoger la graciosa visita del Príncipe de los príncipes del gran mundo cristiano del oeste, en la persona de Vuestra Santidad. Nos, consideramos vuestra visita como un gran honor, hecho, no solamente a nuestro patriarcado, sino a la Iglesia armenia, apostólica entera, y al pueblo armenio. Vuestra peregrinación, que no tiene precedentes, pone un nuevo rayo de luz y un nuevo color en los explendores de esta ciudad cristiana, que está santificada y glorificada por la preciosa sangre de Nuestro Señor, y que se convirtió así, en fuente de inspiraciones de las virtudes cristianas, de fraternidad y de sacrificio, en el espíritu de unidad y de amor.
Pero entre todos los encuentros, es sin duda el mantenido con el patriarca Atenágoras, el de mayor importancia. El noble anciano, con sus 77 años de edad, ha demostrado una abertura y una comprensión ejemplares. En el aeropuerto de Yezilkov, en Estambul momentos antes de subir al avión que le habría de conducir a Jerusalén, manifestó a los periodistas:
—Siempre he soñado en entrevistarme con el Papa. Con palabras llenas de caridad, había dicho este paladín
de la unidad: —Estoy dispuesto a reunirme con Pablo VI, para abra
zarle fraternalmente. Ambos dejaremos las discusiones para los teólogos.
Es un hombre de gran esperanza, destacada santidad y corazón inmenso. Por eso afirma:
—El hielo se ha desvanecido ya entre nuestras dos Iglesias, y el día esperado será un gran día para la cristiandad y toda la humanidad.
Ya en 1959, había dado una esperanzadora respuesta a Juan XXIII, por su mensaje de año nuevo:
—Saludamos con alegría toda llamada sincera a la paz, sin importarnos de donde venga, y particularmente cuando esta llamada proceda de un antiguo centro cristiano, como es la antigua Roma. Auguramos que la Iglesia de Roma se
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vuelva fraternalmente hacia el oriente. Lo auguramos y lo esperamos, de parte de Su Santidad.
Y en 1960, más explícito: —Esta separación se prolonga contra la voluntad de
Cristo, y causa un nuevo obstáculo a la causa por la cual Cristo se ha sacrificado. Es urgente que las Iglesias encuentren la unidad.
Atenágoras I, es el gran hombre de la unidad. La tenacidad y agudeza de su carácter juntamente con su afable actitud profundamente humana, ha logrado vencer múltiples obstáculos.
Y al fin, el encuentro, se realizó. El abrazo de hermandad en Jerusalén, abre una nueva ruta, inmensamente esperanzadora. Con palabras del Padre Kinsley, especialista vaticano en cuestiones orientales, podemos decir que «el ecumenismo ha progresado más en esta semana, que en los cinco siglos anteriores».
Bástenos dejar aquí el testimonio de unos cuantos fragmentos de los discursos de Pablo VI y Atenágoras.
Palabras del Papa Pablo VI: —Grande es nuestra emoción, profundo nuestro gozo,
en esta hora verdaderamente histórica, en que después de siglos de espera, las Iglesias católica y ortodoxa, se hacen nuevamente presentes, en la persona de sus representantes más aptos.
—Era conveniente, y la Providencia lo ha permitido, que en este lugar, en este centro siempre sagrado y bend.-to, nosotros, peregrinos de Roma y Constantinopla, pudiéramos encontrarnos y unirnos en una oración común.
—Ciertamente los caminos que por una parte y por otra conducen a la unión, pueden ser largos y llenos de dificultades, pero los dos caminos convergen el uno hacia el otro, y llegan a la fuente del Evangelio.
—De todos modos, ésta es una manifestación elocuente de la profunda voluntad que, gracias a Dios, inspira siempre y cada vez más a todos los cristianos dignos de este
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nombre: la voluntad de trabajar con el fin de superar las divisiones y abatir las barreras; la voluntad de avanzar resueltamente por los caminos que conducen a la reconciliación.
—Las divergencias de orden doctrinal, litúrgico y disciplinar, deberán ser examinadas a su tiempo y lugar, con espíritu de fidelidad a la verdad, y de comprensión en la caridad fraterna, ingeniosa en hallar nuevas formas de manifestarse; una caridad que sacando las enseñanzas del pasado, está dispuesta a perdonar; propensa a querer con más gusto en el bien que en el mal; cuidadosa, sobre todo, de conformarse con el divino Maestro, de dejarse atraer y transformar por El.
Palabras del Patriarca Atenágoras I: —Este encuentro nos procura una gran alegría, y es
esta gran alegría la que quiero subrayar en este momento. —Consideramos esta entrevista, como un aconteci
miento de la más alta importancia, en la historia y en la vida de la Iglesia, entrevista que ha podido tener lugar gracias a la ayuda de Dios.
—Deseamos sinceramente, que las buenas intenciones que han sido constatadas, de parte de uno y otro, en los últimos tiempos, y que encuentran confirmación en esta reunión, nos lleven a una comunión mutua y a una más grande sumisión a la voluntad de Dios, en la prosecución de la enseñanza de los siglos pasados, y de acuerdo con las necesidades de los tiempos modernos.
—El mundo cristiano ha vencido la noche negra de la separación, los ojos de los cristianos están fatigados de haberse sumergido en esta noche.
—Este encuentro puede ser la aurora luminosa y bendita, a la luz de la cual, las generaciones futuras, participarán con el mismo fervor, en la sangre y en el cuerpo de Cristo, y serán esclarecidas por la caridad y la paz, y en la unidad de nuestro único Señor y Salvador.
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Cartas posteriores a la entrevista, siguen dando testimonio de la fraterna hermandad y deseo de unidad, entre Pablo VI y Atenágoras I. Se hace realidad el augurio del Patriarca Atenágoras:
—Mi encuentro con el jefe de la Iglesia Católica, el Papa Pablo VI, abre un nuevo período en la historia del cristianismo.
Entre las voces discordantes, siguen sonando la del Primado de Grecia, arzobispo Chrisóstomos, que envió una carta al Patriarca Atenágoras «desaprobando» el entonces planeado encuentro con el Sumo Pontífice, y califica a la línea seguida «como desastrosa para los intereses de la Iglesia ortodoxa». Prohibió a dos metropolitanos griegos —obispos de Salónica y de Epiro— que acompañasen al Patriarca Atenágoras, en su visita a Tierra Santa.
Pero nadie podrá frenar la nave ecumenista, impulsada por el viento del espíritu.
Pablo VI no busca la unión en el confusionismo. Busca una unidad católica. Como él mismo ha dicho:
—La unidad no es católica, más que respetando plenamente la diversidad legítima de cada uno. Y a su vez, la diversidad no es católica, más que en la medida en que respeta la unidad, sirva a la caridad o contribuya a la edificación del Pueblo Santo de Dios.
—El criterio es claro y definido. Dentro de él, sólo caben los auténticos movimientos ecumenistas, que tan lejos están del cómodo irenismo.
El Concilio Vaticano II, que no es Concilio de unión ayudará sin embargo notablemente a esta unión, renovando desde dentro a la Iglesia Católica. Como ha dicho Bern hard Haering «precisamente porque el Concilio tiene bien presente la unidad, aunque no sea un Concilio de unidad, quiere ser un Concilio de la renovación».
Y el mismo autor, desglosa las deficiencias que ha habido en la Iglesia, y por las cuales el Papa ha pedido repetidas veces perdón. Por su interés merece transcribí":x\
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—Es cierto que la Iglesia Católica ha conservado la verdad revelada, limpia de cualquier error formal, al menos en lo que se refiere a dogmas formulados. Pero, ¿no nos hemos aturdido mutuamente y muchas veces con verdades abstractas? Piénsese tan sólo en las increíbles calumnias contra los mejores de nuestros exégetas, proferidas por fanáticos que no se tomaron la molestia de ocuparse detenidamente de estudios bíblicos, y que a pesar de eso se permitieron juzgar. Recuérdese las disputas entre las escuelas teológicas, por ejemplo en las cuestiones respecto de la gracia suficiente y de la ciencia divina. Recuérdese también la infeliz controversia sobre los ritos, cuando esgrimiendo aparentes argumentos dogmáticos, se quería imponer formas occidentales al mundo asiático.
Y termina con este interrogante doloroso: —¿No hemos presentado la verdad católica a los her
manos seperados, a veces más en la forma de una roca, que en la forma de un pan bien preparado?
Es el gran convertido Newman, el que nos da una frase para la reflexión, para que orientemos nuestra actitud hacia horizontes ecuménicos:
—Me sentía muy solo y sufría, no ya por la frialdad de que era objeto, sino por la ignorancia, la cortedad de miras, la suficiencia de no pocos que, sin embargo, no estaban faltos ni de fe, ni de virtud, ni de bondad.
El camino de la unidad, ha de ser, el camino de la caridad.
El Patriarca católico de Antioquía y de todo el oriente, Pablo-Pedro Meouchi, ha escrito unas bellas palabras, que merecen ser el colofón de este capítulo:
—El camino hacia la Unidad, comienza hoy, mañana y siempre, a partir de tres principios:
Una abnegación y una humildad muy grandes. El cristiano no medirá nunca la doctrina de la Iglesia, con la medida de su ingenio. Un rechazar totalmente el individualismo. No verá
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más a la Iglesia, según la imagen do su nm ¡<>nu lismo. Un despojarse de la presunción. No mirará unís ii la Iglesia, a la luz de su propio orgullo.
Estos son sus últimos consejos: —Caminar por el camino de la Unidad, es hacerse- <lis
ponible a la gracia de Cristo, cueste lo que cueste. Los cristianos no avanzarán nunca en el camino de la unidad si no cobran plena conciencia de sus valores sagrados, y de la necesidad de no mirar a sus intereses individuales.
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XX.—El Papa social
"Porque siendo yo libre, a todos me esclavicé para ganar a los más Y me hice con los judíos como judio..., con los que están bajo la ley, como quien está bajo la ley..., me hice con los débiles, débil; me he hecho todo a todos, para de todos modos salvar a algunos".
SAN PABLO
Ha quedado patente, a lo largo de esta biografía de Pablo VI, la predilección que siempre tuvo por los obreros. Numerosas veces hemos tocado este punto, pero era preciso volver sobre el tema, ya que, si alguna faceta es esencial en Pablo VI, es, sin duda, la faceta social.
Llamado Cardenal de los obreros, tiene bien merecido este título, por su interés real y su preocupación sincera por la clase trabajadora. Su primera visita al llegar a la diócesis de Milán, fue para el distrito de Sesto San Gio-vanni, llamado vulgarmente el «Stalingrado de Italia».
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Su primera Navidad en la diócesis, la pasó en el último «bidonville» de la capital lombarda, consolando a los padres de una niña. Había muerto abrasada en una caldera de agua hirviendo, al andar a tientas en la oscuridad de una chabola sin luz eléctrica. Con el consuelo espiritual, les llevó resuelto también el problema de la vivienda.
En un atardecer fabril de Milán se oye el persistente sonar de la sirena de una fábrica. Lamento mantenido, lúgubre, como el aullar de un perro que muriese lentamente con el sol. Había muerto un obrero de accidente de trabajo y sus compañeros instalaron la capilla ardiente en la misma fábrica. La sirena era el quejido sin llanto de unos hombres endurecidos en el dolor. Todos los obreros, de pie en torno del cadáver, sentían que algo propio había muerto. También las grandes máquinas, fantasmales en su quietud, montaban la guardia a un hombre triturado en sus engranajes. Un leve cuchicheo de comentarios era la sintonía del dolor compartido.
En esto un silencio como de ola fue avanzando desde la puerta. El arzobispo Montini estaba allí. Se le abre paso y llega hasta el cadáver.
Montini se arrodilla y reza. Algunos se arrodillan también, otros amagan una genuflexión y todos miran en silencio, mezcla de sorpresa y simpatía.
Cuando se pone de pie comenta el accidente con los más cercanos y todos se arraciman. Pasan unas horas, desciende la tensión inicial y Montini es ya uno más entre todos que hace vela a un hermano.
Al fin les dice: —Tengo que irme... Y con pena reitera pensativo: —Sí, he de irme. Se detiene un momento y de nuevo: —Me gustaría quedarme, estar con vosotros toda la
noche... pero tengo muchos papeles que estudiar y resolver...
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Se anima su mirada con una idea expontánea: —Mi pectoral. Quedará con vosotros y de alguna ma
nera como que estoy presente. Se quita la cruz pectoral y la coloca junto al cadáver.
Reza un instante y al salir entre aquellas filas de hombres vio algunos ojos arrasados en lágrimas.
No quiero con todo proliferar en estos ejemplos anecdóticos, que abundan en la vida de Pablo VI, porque no parezca que ponía la caridad en gestos propagandísticos y para que nadie piense que su preocupación social era un paternalismo más, sin visión profunda del problema.
Pablo VI, es ante todo un hombre de ideas, y comprende que el problema social, en el fondo, es un problema ideológico. Por eso, por las ideas es como principalmente pretende solucionar el problema. Así, ya desde sus años de prosecretario de Estado a la sombra de Pío XII, empezó a escribir sus cartas a las semanas sociales, dirigidas a Alemania, Inglaterra, España, Italia, Francia, Bélgica, Suiza, Canadá, Perú... etc. Y pienso que bastaría una seria recopilación de todas ellas, para tener un código social lleno de criterios sanos y de eficaces orientaciones concretas. Pablo VI, es indiscutiblemente el Papa social, que ha caído en la cuenta a gran escala, con visión universal, de la transcendencia del problema. No se limitó a solucionar casos aislados de injusticia social en el círculo reducido de sus amistades. Sabía que la lucha es universal y que es preciso plantearla en el corazón de la misma Iglesia. Y con espíritu sobrenatural, escribe esta magnífica paradoja, en su carta a la semana social de Inglaterra:
—«No dudéis ante la obra a que os invita la Iglesia. Es ésta una obra verdaderamente positiva y constructiva, basada en los sagrados derechos de la Ley natural y divina. Una obra realista también; porque la experiencia debería convencer a todos de que, la política orientada hacia las verdades eternas y las leyes de Dios, es la más real y la
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más concreta de las políticas. Los políticos realistas que piensan distintamente, no producen más que ruinas».
Con la verdad de su doctrina, y la rectitud de su carácter, se ganó en Milán a todas las clases sociales, admitiendo esas excepciones, siempre honrosas para un gran hombre.
También a Montini le censuraron en el doble sentido de esta palabra. Porque sus acciones fueron enjuiciadas duramente por algunos sectores... y porque sus discursos eran amputados antes de ir a la prensa.
He aquí para muestra, y como solaz de los audaces, un párrafo perturbador de lentas digestiones que mereció la gloria de ser marcado en rojo por unos «prudentes».
—«La religión no está aliada con el capitalismo opresor del pueblo. Los primeros en apartarse de la religión no fueron los obreros, sino los grandes jefes de empresa y los grandes capitalistas del siglo pasado que anhelaban establecer sin Dios, sin Jesucristo, el progreso, la civilización y la paz...»
Montini parece frágil y es fuerte; bajo el manto de una extrema mansedumbre, se revela con madera de luchador.
Un gran conocedor de su persona, textifica: —«Cuando uno se acerca a él, se recibe la impresión
de que ha nacido para ser jefe al estilo evangélico». Es sorprendente cómo se encuentra cómodo en el mun
do del trabajo, este hombre fino de aspecto y siempre aristocrático. Se encuentra como en su casa. Se diría que bulle en él la sangre de familia y el espíritu de su padre Jorge, que fue el alma de los católicos brescianos contra el socialismo anticlerical y la masonería, en las duras batallas de la anteguerra.
Su trato con los obreros nada tiene de demagógico, aunque los obreros le escuchen absortos, cuando dice palabras como éstas:
—«He venido a conoceros, a prometeros que os encomendaré al Señor. Yo ruego para que el estrépito de las
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máquinas, se convierta en música y en incienso el humo de las chimeneas».
Aún en los momentos más duros y más álgidos de polémica social, su palabra era fuerte y decisiva. Las más dramáticas coyunturas del mundo del trabajo, hallaban siempre atento y diligente al Arzobispo de Milán. Esto era lo que entusiasmaba a cuantos llevaban el problema social en la entraña: Saber que el Cardenal Montini, no era un cómodo contemporizador ajeno a su dura problemática; saber que su Cardenal, detectaba al momento la injusticia, y al momento también con la energía evangélica, la acusaba.
Sus coloquios y sus llamamientos, aunque exclusivamente sacerdotales, iban siempre al fondo de la cuestión, sin ambages ni circunloquios. El Cardenal, confiaba siempre a los seglares, exaltando la labor del laicado de la Iglesia, la realización de sus deseos e instrucciones Pastorales, y la prosecución de las más altas metas sociales, conformes con la doctrina social de la Iglesia. Fundó la oficina de Pastoral Social, inserta entre las diversas oficinas de la Curia arzobispal, de vida pujante y eficaz. Impulsó los pensionados-internados en favor de los obreros.
Es evidente, y no puedo resistir el deber de decirlo, que los internados si para algunos es necesario, es sobre todo para los obreros. Las familias rurales humildes no tendrán en la práctica otro medio de dar cultura a sus hijos que el internado. Sería el medio de evitar una injusticia social: la universidad privilegio de ricos. Esta es la mente de Pablo VI y me parece que es la única evangélica. Y estaba a punto de inaugurar una gran escuela de formación profesional, que él mismo había promovido.
Sus misas celebradas en ambientes de trabajo o con ocasión de las ferias de muestras, eran una patente experiencia religiosa, y un deseo hecho presencia, de querer rescatar y sublimar todo el mundo del trabajo, en el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo.
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Y todos estos afanes, estaban impregnados de un infinito humanismo. Nada forzado, nada tan poco ingenuo. El rostro acaso un poco tenso, la frente pensativa, pero la mirada siempre dulce, la palabra amiga y paternal, el gesto cordial y confortante.
La esperanza era la nota dominante de su conversación con los hombres del trabajo y de la industria. Una auténtica esperanza teologal, que supera toda prueba y toda maldad, y que no se inclina hacia ningún materialismo teórico o práctico.
Pablo VI, se ha acercado a la aridez del mundo del trabajo, ha comprendido la angustia de la incertidumbre, de la inseguridad económica y social, y ha sembrado a manos llenas palabras y gestos de confianza, de bondad, y de amor de Dios.
Ha palpado su miseria, se ha hundido con ellos en su mundo indigno de hombres y le ha brotado espontánea y auténtica la compasión. Porque como ha dicho Graham Greene: «si fuéramos al fondo de las cosas, ¿no tendríamos compasión incluso de las estrellas?» El peligro está en mirar las cosas desde fuera o peor aún, mirarlas desde uno mismo.
Siguiendo a grandes líneas el artículo de César Pagani, que publica «L'Osservatore Romano» a raíz de la coronación del Papa, quiero presentar un aspecto importante en la actuación social de Pablo VI. Su actuación como maestro, como Pastor y como sacerdote.
No siempre las palabras tienen que ser ideas; no siempre los discursos deberán ser magisterio. El verdadero maestro, tiene una capacidad de leal y responsable presencia ante la condición del hombre a quien habla, y ante la verdad trascendente que trata de enseñar. Para no ser un farsante, es preciso tomar contacto con el hombre y con la idea.
Pablo VI, hasta ahora Cardenal Montini, como verdadero maestro entreteje un diálogo siempre nuevo y afortu-
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nado, en lo íntimo de su espíritu. Allí capta vitalmente la esencia de dos realidades, que se afrontan, que se reclaman y que buscan una síntesis aún no realizada.
Está por un lado la exigencia existencial del amigo; por otro, la belleza esencial de la verdad. Y el maestro auténtico, capta estas dos realidades, las analiza, las enfrenta y del choque brotará la única verdad posible, que no será una verdad fría lógica, sino una realidad vital.
Entonces, el maestro dialoga, dentro de sí, pero en voz alta, delante de quien le pide una respuesta. Así resuelve, en sí mismo, pero sobre todo para el amigo, la tensión de dos mundos que deben encontrar una serena unidad.
Esta fue, hecha disquisición filosófica, la realidad del magisterio del Cardenal Montini, en el difícil problema social. Y cuando hablaba al empresario, al profesional, al obrero, al empleado, en una palabra, a todos los hombres de la sociedad industrial, entablaba con ellos este diálogo indispensable para el maestro, porque ahora y siempre, educar, es dialogar en la amistad.
Poco a poco, con esa ley de la vida, lenta pero continua, el hombre distraído en sus negocios, ensordecido por las máquinas, envenenado de pasiones y perjuicios, escucha, asimila y se transforma.
Cuenta César Pagani, que él mismo fue testigo personal de cómo gradualmente se iban debilitando los golpes de martillo, asestados pesada y polémicamente, en un vasto cobertizo de trabajo, donde el Cardenal inició su diálogo con un grupo de trabajadores. Los que no habían abandonado el trabajo como señal de protesta contra la presencia del Cardenal, sintieron sin embargo la fascinación de quien en medio de ellos, hablaba como uno de ellos, hablaba de sus cosas, y hablaba de Dios como si también fuese uno de ellos.
Pablo VI, lleva muy dentro la cuestión social, y sin gesto dramático, pero con su eficiencia peculiar, dará un impulso a la solución de este problema.
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En sus visitas a las fábricas, su palabra era sumisa, llena de realismo, de deseo, de esperanza y de bondad; amargadas preguntas, y pacíficas respuestas; apremiantes invitaciones y certezas definitivas. Así llega su enseñanza a todos. Solía decir a sus sacerdotes, que el diálogo entre el mundo del trabajo y el cristianismo debía emprenderse con mayor atención y eficiencia.
En cierta ocasión, les dijo: —«A este mundo de la industria, hay que aceptarlo,
comprenderlo y amarlo. Sus hombres están más que nunca, ansiosos de responder a los grandes interrogantes de la vida. Su actividad está sellada por la impronta de Dios. La hora del cristianismo, debe sonar sobre la sociedad industrial, para dar un valor auténtico a todos sus valores terrestres, para resolver positivamente todos sus problemas de supervivencia y convivencia».
Esta es la faceta social de Pablo VI. Acallarla o amortiguar su brillo, será desfigurar la personalidad del Papa.
Que sigue en esta misma línea, y no podía ser menos en un hombre que actúa por principios y no al impulso de propagandas, lo confirma en su primer discurso elegido ya Papa:
—«La continuación de los esfuerzos en la línea de las grandes encíclicas sociales de nuestros predecesores, para la consolidación de la justicia en la vida ciudadana, social e internacional... será una de nuestras preocupaciones».
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XXI.—El hombre de Dios
"Y obraba Dios, por las manos de Pablo, milagros no vulgares".
HECHOS DE LOS APÓSTOLES
Estamos tan saturados de propaganda y se abusa tanto en nuestro siglo de las ponderaciones, que cuando se escribe la vida de un gran hombre, y se intenta decir la verdad, toda realidad suena a tópico o a ditirambo adulador. Si alguna vez, ahora, al llamar a Pablo VI el hombre de Dios. Y sin embargo yo estoy persuadido y quizás también los que hayan leído hasta aquí su historia, que Pablo VI es un hombre de Dios.
Piadoso, de fe profunda que vive la intimidad con Dios y pasa por la vida siendo bueno. Su caridad indiscutible forjada en el sacrificio y en la renuncia. Un hombre que nunca se preocupó de su comodidad, de sus gustos o apetencias. Ha vivido para servir a la Iglesia con todas sus cualidades y grandes virtudes. Y nombrando las virtudes
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no tenemos la intención de recorrerlas todas siguiendo esa plantilla clásica en las vidas devotas. Nos interesó mucho más la pulsación concreta de la vida que el frío ritualismo numérico a base de afirmaciones apodícticas. Queda claro en la vida de Pablo VI la importancia destacada de algunas virtudes sobre un fondo relevante de santidad.
Cuando en un hombre así, de grandes cualidades, que pasa triunfando por la vida, nos encontramos con unos signos de santidad, casi no cabe sospecha de su inautenti-cidad. Porque si es fácil que el hombre pequeño, de pulso raquítico y el corazón estrecho, se enmascare y atrinchere detrás de unas apariencias de santidad aprendidas de memoria en las vidas de los santos y que busque ahí una compensación, inconsciente casi siempre, a sus fracasos humanos; es mucho más difícil que esto suceda en el hombre de gran personalidad que huye por instinto de sucedáneos para vivir de esencias medulares. Dicho de otro modo: La santidad que se engarza en el oro de ley de una gran personalidad adquiere casi evidencia de legítima; alegoría que, aunque cursi, me resulta exacta para resumir esta idea.
Pablo VI es, esencialmente, hombre integral, con todas las cualidades humanas que pueden ensalzar al hombre, y a la vez el santo, el espiritual, en el sentido noble y pleno de esta palabra. Se ha repetido, y también me suena a tópico, pero es la realidad, que Pablo VI compendia en sí, las más destacadas facetas de sus predecesores: La fortaleza de Pío XI, la sabiduría de Pío XII, y la bondad de Juan XXIII. Repito, que para mí, esto es indiscutible.
Estas tres cualidades de sus predecesores, las ha destacado el mismo Pablo VI, en su discurso inaugural:
—«Pío XI, con su fortaleza de alma indomable; Pío XII que ilustró a la Iglesia con luz de una enseñanza plena de sabiduría; Juan XXIII, finalmente, que dio al mundo entero el ejemplo de su bondad singular».
Tres grandes cualidades, que hacen de Pablo VI, el hombre de Dios. Puede pasarse que Pablo VI es tímido o
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al menos lo ha sido en su juventud. Su actuación siempre ponderada, su actitud un poco retraída, la seriedad de su porte... puede hacernos pensar que quizás sean brotes externos de un defecto interno: Timidez. No está lejos de lo posible, al menos en su primera infancia; aunque yo me inclino a pensar que es otra la fuente: Su tendencia a la reflexión y al estudio.
Que esta tendencia hacia lo intelectual exista, es indiscutible y que Pablo VI corrió el riesgo de haberse convertido en un especulador de archivo sin contacto con la vida, es algo incuestionable. Los testimonios de los que bien le han conocido son monocordes: «Un hombre ante todo intelectual».
Bajo esta perspectiva no creo pueda hablarse de timidez. Reflexivo, sí. Reconcentrado, mucho. Su vida intelectual le ha acostumbrado a mirar desde dentro; a contemplar la vida desde la barrera, con una impavidez no estoica, ni mucho menos estúpida, sino con una proyección intelectual de eternidad. Por inteligente sabe que los caminos de Dios son misteriosos... «y se alejan de los pensamientos de los hombres tanto como el cielo de la tierra». Por sobrenatural sabe que, con palabras de un epitafio oniense, «nada hay durable bajo la bóveda del cielo».
El trabajo silencioso con las ideas, le ha dado ese aire de timidez típico del hombre que confía más en la fuerza de las ideas que en la fuerza física; acostumbrado a trabajar con ideas, como todos los grandes intelectuales tiene ese aire un poco huido del que mira lejos y ve más allá de su sombra. Por eso no creo que sea tímido... aunque tampoco hemos de pensar que, tal como anda el mundo, serlo en algún grado, sea imperfección.
La revista francesa Informations Catholiques Internationale s, emitía este juicio que creemos bastante exacto:
—«El Cardenal Montini lee mucho. De espíritu más especulativo que práctico es considerado como uno de los doctores del episcopado contemporáneo».
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Al día siguiente de su elección al Solio Pontificio, Ivés Congar, O. P. haciendo un contraluz peligroso con Juan XXIII, decía:
—«Juan XXIII tenía no tanto un programa ideológico como un estilo, una manera de ser él mismo. Ningún otro podrá ser enteramente Juan XXIII, tener las corazonadas que él ha tenido al ritmo de su propia vida. El Cardenal Montini, hoy Pablo VI, es hombre de una inteligencia extraordinaria, de un gran poder de presencia y de gran capacidad de trabajo, notablemente bien informado de todo... Es un hombre que produce una profunda impresión de espiritualidad y santidad».
Testimonio valioso por venir de un hombre hondamente preocupado por la Iglesia y muy ajeno a un espíritu ingenuo de optimismo adulador.
Pablo VI no posee la espontaneidad de su predecesor Juan XXIII. Juan XXIII nunca habló de problemas; Pablo VI vive esta palabra que no falta en ninguna de sus primeras publicaciones. Juan XXIII irradiaba bondad, pero algunos o muchos de sus visitantes solían decir:
—«El entraba en seguida en conversación, hablaba hablaba, siempre benéfico y bondadoso, es verdad, pero no llegábamos a proponerle nuestro problema».
De Montini en cambio cuentan unánimemente todos los que le conocieron como sustituto en la Secretaría de Estado, que tenía el gran don de escuchar. Es verdad que él nunca tomaba partido, conforme a su posición de entonces como sustituto, pero escuchaba con increíble paciencia y benevolencia. Se adivinaba por sus preguntas que trataba de comprender honradamente a su interlocutor. El don de poder escuchar es, para toda genuina conversación, de una importancia fundamental. Pío XII no poseía este don y por eso decían muchos, sobre todo franceses, que la salida de la Curia de Montini había dejado un vacío muy doloroso en la Secretaría de Estado, pues tampoco Tardini, el colega de Montini, era hombre de paciencia para escuchar.
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Montini jamás ha caído en ese pertinaz aferramiento a las ideas propias que es el peligro de los hombres inteligentes, pues con palabras de Charles Moeller «si a veces percibimos los peligros del egoísmo, no siempre vemos las sutiles formas que puede revestir, por ejemplo el orgullo intelectual, la adhesión fanática a nuestras ideas personales».
Pablo VI sigue demostrando que conserva este privilegio de dialogar. Una de sus primeras actuaciones como Papa fue su audiencia a los párrocos de Roma. Con esta ocasión les dijo:
—«Demos gracias a Dios porque en Milán hemos podido mantener diálogo con los más eminentes representantes del mundo moderno: con los científicos, los artistas, los industriales, los economistas y los trabajadores que surgen grandiosamente, aunque muchas veces al mismo tiempo inseguros y medio a ciegas».
Esto indica una actitud fundamental del nuevo Papa. La inmediata toma de contacto con el Primado de España, Plá y Deniel, enfermo, el primer día de su elección, declara, lo mismo que sus viajes de los últimos años a diversos países de África, y de un modo eximio, su viaje a Tierra Santa, esta voluntad de diálogo que nos define a Pablo VI como hombre de visión.
No olvidemos que la misa de su Coronación en plena abertura fue una Misa dialogada con el mundo entero. Con Pablo VI se ha dado el hecho único de que el Papa se presentase desde su ventana, después del Ángelus, con el Cardenal belga Suenens, teniéndole la mano, como dando a entender su diálogo con el episcopado. Pequeñas señales que en las circunstancias actuales no dejan de tener su sentido. Tenemos fundamento para esperar de Pablo VI ese diálogo espiritual, auténticamente universal, con el episcopado de todo el mundo, con los seglares de la Iglesia, con los bautizados de la tierra y con todos los hombres de buena voluntad.
En Pablo VI, bajo una apariencia fría, seca, hierática,
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reservada, de donde resulta una impresión de algo mayes-tático, de firmeza y de fría cortesía, se encierra una auté-tica cordialidad llena de audacia e iniciativa.
En 1949 fue Montini el gran propulsor de una idea: Crear la edición francesa del «L'Osservatore Romano» con ocasión del Año Santo. Se estudió la cuestión con algunas personalidades de la vecina república. Refiere Monseñor Glorié recordando estas reuniones tenidas en el despacho del Sustituto de Estado:
—«Escuchamos de Monseñor Montini cuáles eran los fines que se proponían con esta edición francesa. No eran otros que asegurar, por una difusión creciente de cuanto publica L'Osservatore Romano, la mayor irradiación del pensamiento y de las actividades del Papa. Destacaba la importancia que daba a la prensa y a las diversas técnicas de difusión. Todos quedamos impresionados por su acogida verdaderamente cordial, bajo apariencias de reserva, por la precisión de su pensamiento expresado lentamente y subrayando por algunos ademanes y por una mirada penetrante que no se puede olvidar».
Otro recuerdo, éste de 1957, que matiza también la personalidad rica pero definida de Pablo VI.
Se celebraba el segundo Congreso Mundial para el Apostolado seglar. Tenía lugar en Roma en el mes de octubre. Monseñor Montini, entonces arzobispo de Milán había aceptado hablar precisamente de la misión de la Iglesia. Nunca rehusó Montini los temas difíciles ni los trató con la falsa prudencia de los cobardes. En la tarde del miércoles, 9 de octubre, en que tomó la palabra en la sala del Palacio Pío, había una gran expectación por el tema y por la persona.
Su actuación quedó como uno de los vértices del Congreso. Más que una conferencia, fue una especie de meditación sobre la Iglesia, expresada en tono contenido, pero vibrante, que impresionó profundamente a los oyentes. Refiriéndose al desenvolvimiento del apostolado laical, del
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que era testimonio elocuente este mismo congreso, Mon señor Montini declaró:
—«Es el soplo de Pentecostés el que brota de nuevo en el seno de la Iglesia y la embriaga. Dos voces, muy diferentes por cierto pero no obstante idénticas en su efecto, dan a este soplo su forma sensible: la voz distinta, reiterada, apremiante, de la autoridad de la Iglesia, que entre sus hijos pide voluntarios para el apostolado; y esa otra voz confusa, que gime, como envuelta en un misterio de esperanza y de angustia, la voz del mundo, la de nuestro mundo, que suplica (sin tener aún conciencia de ello, como un enfermo presa del delirio), que se vaya en su ayuda y socorro».
Pablo VI es también indiscutiblemente el hombre de la acción y de la energía. Esta faceta está suficientemente clara en el transcurso de su vida para que pueda ponerse en duda. Una acción basada en unos criterios definidos y claros.
Todos están admirados del dinamismo e impulso, del ferviente celo apostólico de Pablo VI. En el verano de 1963 celebró incluso alguna vez dos misas; una a la mañana y otra a la tarde en parroquias vecinas a Castelgandolfo, En ambas predicaba una homilía cordial y distribuía durante largo rato la comunión. Aquí encontraba su descanso, en el trato sencillo y llano con las almas. Es sacerdote.
En este sentido, un personaje que conoce bien al Papa afirmó a raíz de su nombramiento:
—«Hay un punto de contacto entre Montini y Ron-calli, además de su bondad y gentileza. Es su ansia de moverse, de salir, de viajar, que es como una necesidad incoercible. Verán ustedes cómo el Papa no estará mucho tiempo en el Vaticano. Si su predecesor ha subido al tren, este Pontífice subirá al avión. Podéis estar seguros. Lo conozco bien».
Hoy la realidad de su viaje a Palestina ha confirmado este feliz vaticinio. Su estilo de vida sigue siendo recio. Su
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avidez de responsabilidad mantiene tensa su ballesta y hoy, como antaño, puede repetir «soy un obrero de Dios». Se levanta a las seis de la mañana. Una breve oración en su reclinatorio y el aseo personal: afeitarse, vestirse... A las siete o algo antes empieza en la capilla privada la Santa Misa que le ayudan sus dos secretarios particulares Don Pascual Macchi y Don Bruno Bossi. Mientras da gracias oye la misa que dicen sus secretarios y hace oración. Por fin, los tres juntos, recitan los maitines y laudes del Oficio Divino.
A las ocho y media el desayuno que suele consistir en café muy cargado con leche, pan y a veces un poco de mermelada. Mientras desayuna ya empieza el trabajo con la lectura de periódicos en las más diversas lenguas y de tendencias muy dispares. Lectura inteligente que comentan con brevedad y hace que el Papa no sea un extraño en nuestro mundo. Me dan miedo los hombres tan apostólicos que no encuentran tiempo para algo tan importante como hojear la prensa y mantener un contacto cordial con el mundo concreto en que viven. Aman tan descarnadamente que jamás redimen.
Después de la lectura de prensa dan comienzo las audiencias. Primero recibe al Secretario de Estado Cardenal Amleto Cicognani y luego, generalmente a Monseñor Antonio Samoré y Monseñor Angelo Dell'Acqua.
Ha sido Pablo VI el que con un rasgo muy propio de su eficacia, sencillez y autodominio, abolió en seguida las tres genuflexiones que antes precedían a toda audiencia. Es más, cuando el que viene a hablar con él es un viejo amigo, se levanta, sale a su encuentro y le saluda cordial, sin protocolo.
Las audiencias suelen durar mucho. Hacia las dos o las tres queda libre el Papa para el almuerzo que es breve y frugal. Descansa luego por una hora o algo más, aunque a veces no duerme sino que dedica este rato a su gran pasión, la lectura. Se enfrasca insaciable en innumerables
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libros que le llegan de todo el mundo. Sobre las cinco toma café con los secretarios y es el tiempo dedicado a leer L'Osservatore con ojo crítico de periodista. Se fija en los más mínimos detalles y sigue de un modo personal y meticuloso su derrotero. Puntualiza, sugiere... En cierta ocasión que en lugar de poner Julio II pusieron Julio III , el Papa les transmitió esta nota aguda:
—Un artículo de L'Osservatore no debería permitirse errores acerca de los Papas.
Después, un breve paseo por los jardines del Vaticano... pero rara vez. A diferencia de Pío XII que infaliblemente paseaba solitario cada día, o de Juan XXIII que hacía su paseo charlando aquí y allá con todos los que encontraba, empleados, jardineros, monseñores... Pablo VI permanece casi siempre aferrado a su escritorio o si pasea un poco, siempre con un libro abierto en sus manos. El hábito de la lectura es ya típico desde su infancia y se hace algo instintivo en su madurez.
La cena suele ser a las ocho y media. Durante la cena y también de sobremesa el noticiario de la televisión. También le gusta en extremo la representación de su autor favorito Paul Claudel. Pablo VI dijo en cierta ocasión, y conviene anotarlo por si creo un interrogante al menos en ciertos absolutistas trasnochados:
—Se necesita conocer la televisión si queremos hacer buen uso de ella.
Después reza el rosario con su secretario y se vuelve al trabajo pero ya de una forma más íntima y relajada... Podrá ser muchas veces preparar la jornada del próximo día, revisar los discursos, responder algunas cartas personales... Como fondo a esta labor tranquila suele poner música clásica preferentemente de Bach, Vivaldi, Chopin o Beethoven.
A las once reza en la capilla la última parte del Breviario juntamente con sus secretarios. Terminado el rezo marchan los secretarios y queda el Papa un rato en soledad
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junto al sagrario. Son momentos de reflexión, un mirar para atrás y sopesar la larga jornada. Examen sincero de conciencia frente a Dios y un humilde pedir perdón. Es la postura esencial, sin mitos ni ropajes, del hombre frente a Dios... y un bajar la cabeza mientras el corazón habla sin discursos. Momentos de soledad esenciales en la vida de un hombre y más de un hombre que ha de vivir para todos. El Papa pide por sus hijos, por los hermanos separados, por todos... Es el diálogo del Papa con el mundo entero.
Sale cargado de silencios, llena el alma de paz profunda. La jornada del Papa aún no ha terminado. Soledad y silencio de la noche romana que estimula al trabajo. La luz de la lámpara, como de quirófano, que invita a la v'vi sección de problemas difíciles. En el alma del Papa van cristalizando decisiones trascendentales para la marcha de la Iglesia.
Quizás sean las dos de la mañana o más cuando uno de sus secretarios vendrá, tocará suavemente en la puerta y, al modo que su madre le solía decir de niño, desde el umbral mismo le reconvendrá:
—Sea bueno, Su Santidad, vaya a dormir. Termina la jornada llena de paz aunque cargada de
responsabilidades. Pero a estos hombres grandes sólo la injusticia, la mentira o el odio les perturba. La paz es su distintivo. Tienen tiempo para todo lo necesario y conveniente porque no malgastan sus energías ni su tiempo en apuntalar su amor propio con zancadilleos clandestinos. La paz les guía, y sobre la paz construyen su vida intensa. Sin esta paz esencial, no exenta de lucha, sería imposible aún fisiológicamente tal despliegue de energías en jornadas tan intensas.
He de terminar. Pero antes un vuelo a la esperanza... En el claustro gótico del monasterio de Oña (Burgos)
entre las muchas tumbas de gloriosos personajes, siempre
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aguerridos y valientes, está la de un obispo. La estatua yacente del obispo en alabastro transparente contrasta con la sencillez de su epitafio. Mientras que en los demás mausoleos unos exámetros latinos cantan la gloria impar del allí enterrado Superior a la de Héctor o Ulises, en la tumba del obispo no hay nada. Sólo el informado sabe que el epitafio, aunque breve y escondido, existe y supera a todos. Sobre el mismo alabastro y en un pequeño recuadro en las plantas de los pies, como si fuese la firma del escultor, estas palabras: «Operibus credite» (Creed a las obras). Esta frase es también, en nuestro caso, el mejor elogio final a Juan Bautista Montini: Creed a sus obras.
Llegó al Pontificado, son sus palabras, «con el empeño de seguir el sendero que Juan XXIII trazó, mirando hacia adelante, al menos en el futuro inmediato». Pero es un vidente del espíritu, ajeno al servilismo esclavizante, y por eso añade algo fundamental: «Dejando al piloto divino de la barca de Pedro, que a todos nos conduce, orientarla hacia riberas lejanas que nuestra mirada no puede descubrir si no es con el presagio y la esperanza».
La esperanza es ahora el viento que hincha la vela del pontificado. Las almas de ojos limpios vislumbran importantes sucesos en la Iglesia que hoy no teme la audacia sin riesgo de remar mar adentro.
Es el imperativo animoso de su Fundador: —Duc in altum. Aquí termina la historia de Pablo VI hasta el mo
mento. Un año de pontificado no es suficiente perspectiva para hacer un juicio apodíctico. Pero Montini no es un desconocido al que urge demostrar su valía con precoces actuaciones llamativas. Su vida al servicio de la Iglesia no son promesas y esperanzas. Son ya realidades que nos hace pensar grandes cosas para el futuro y nos hace, en el presente, tener un concepto elevado y grande de Pa-
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blo VI. Admiración, entusiasmo, respeto... y sobre todo amor al Vicario de Jesucristo.
Y cuando la voz del Espíritu clame: —Oremos por nuestro Pontífice Pablo. En todos los hombres de buena voluntad habrá una
respuesta unánime: —Que el Señor nos lo conserve.
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Fechas importantes en la vida de Pablo VI
26 de septiembre de 1897, nace en Concesio, municipio de Brescia.
30 de septiembre de 1897, es bautizado en la iglesia parroquial de Concesio.
6 de junio de 1907, recibe la primera comunión.
21 de junio de 1907, recibe la confirmación que le administra el obispo de Brescia, Monseñor Giacomo Pellegrini.
21 de noviembre de 1919, recibe el hábito eclesiástico y la sagrada tonsura de manos de Monseñor Sal-vetti.
29 de mayo de 1920, ordenado sacerdote en la catedral de Brescia de manos de Monseñor Gaggia.
10 de noviembre de 1920, su obispo Monseñor J. Gaggia le envía como alumno al Seminario Lombardo de Roma.
En 1921, Monseñor Pizzardo, Sustituto de la Secretaría de Estado, le persuade para que entre en la Academia Eclesiástica.
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6 de febrero de 1922, es elegido Papa Aquiles Ratti, con el nombre de Pío XI .
En mayo de 1923 es enviado como agregado a la Nunciatura Apostólica de Varsovia.
En otoño de 1923 vuelve de nuevo a Roma a la Academia Eclesiástica.
En octubre de 1924 entra de ayudante en la Secretaría de Estado.
En abril de 1925 asciende a minutante a las órdenes del Cardenal Pacelli.
En octubre de 1925 es nombrado Consiliario Central de la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana) , sucediendo a Monseñor Pini.
En septiembre de 1925 celebra la FUCI su XI I I Congreso Nacional en Bolonia.
Agosto de 1926, tormentoso Congreso Nacional de la FUCI en Macerata.
En 1927 funda la Editorial Studium y difunde la revista Studium, órgano de los doctores católicos.
En 1928 aparece el primer número de Alione Fucina.
11 de febrero de 1929, firma de los Pactos de Letrán.
2 de junio de 1931, el Gobierno fascista disuelve las organizaciones juveniles, también la FUCI.
29 de junio de 1931, Pío XI firma la encíclica Non ab-biamo bisogno.
24 de octubre de 1931, se encarga de la cátedra de Historia de la Diplomacia Pontificia de la Academia Eclesiástica.
17 de septiembre de 1937, es nombrado sustituto de la Secretaría de Estado.
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10 de febrero de 1939, muere Pío XI .
2 de marzo de 1939, es elegido Papa Eugenio Pacelli,
Pío XI I .
19 de julio de 1943, primer ataque aéreo a Roma.
13 de agosto de 1943, de nuevo es bombardeada Roma. 5 de noviembre de 1943, un avión desconocido arroja
cinco bombas sobre la Ciudad del Vaticano.
En 1943, muere don Jorge Montini. 4 de junio de 1944, liberación de Roma. Se declara a
Pío XII «defensor civitatis».
En 1944, muere doña Judit, madre de Montini.
22 de agosto de 1944, muere el Cardenal Maglione, Secretario de Estado, y gran parte del trabajo de la Secretaría recae sobre Montini.
En la Navidad de 1945, Pío XII nombra 32 nuevos Cardenales.
22 de septiembre de 1952, es nombrado Pro-Secretario de Estado para negocios eclesiásticos ordinarios.
12 de enero de 1953, Pío XII quiere elevarle, en el Consistorio de este día, a la púrpura cardenalicia junto con Monseñor Tardini, pero ambos, en un gesto de humildad declinan el nombramiento.
30 de agosto de 1954, muere el Cardenal Schuster, arzobispo de Milán.
1.° de noviembre de 1954, Pío XII nombra arzobispo de Milán a Montini.
3 de noviembre de 1954, víspera de la fiesta de San Carlos Borromeo, Monseñor José Ferretto, asesor de la Sagrada Congregación Consistorial, le entrega oficialmente el nombramiento de arzobispo de Milán.
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12 de diciembre de 1954, consagración episcopal en la Basílica de San Pedro de Roma, de manos del Cardenal Eugenio Tisserant, decano del Sacro Colegio Cardenalicio. Ceremonia retransmitida por radio-televisión.
6 de enero de 1955, entra solemnemente en Milán. 5 al 24 de noviembre de 1957, la gran Misión de Milán. 9 de octubre de 1958, muere Pío XII.
28 de octubre de 1958, Ángel Roncalli, Patriarca de Venecia, es elegido Papa con el nombre de Juan XXIII.
4 de noviembre de 1958, coronación de Juan XXIII.
15 de diciembre de 1958, Juan XXIII le nombra Cardenal.
25 de enero de 1959, Juan XXIII anuncia su intención de convocar un Concilio Ecuménico.
Junio de 1960, visita Norteamérica y algunas ciudades de Sudamérica.
19 de julio al 10 de agosto de 1962, realiza un viaje por el continente africano.
3 de junio de 1963, muere Juan XXIII.
19 de junio de 1963, empieza el Cónclave.
21 de junio de 1963, fiesta del Sagrado Corazón, el Cardenal Montini es elegido Papa.
14 de septiembre de 1963, Carta Pastoral convocando oficialmente la segunda sesión del Concilio Vaticano II, para el 29 de septiembre.
29 de septiembre de 1963, discurso de apertura de la segunda sesión del Vaticano II.
4 de noviembre de 1963, epístola apostólica Summi Dei Verbum sobre los seminarios.
4 de diciembre de 1963, en la clausura de la Segunda Sesión del Vaticano II, promulga solemnemente la constitución sobre la Sagrada Liturgia y el decreto sobre los Medios de Comunicación Social.
4 de enero de 1964, emprende el viaje a Palestina. Entrevista con el Patriarca griego ortodoxo, Benedictos y con el Patriarca armenio ortodoxo Ye-guishe Derderian.
5 de enero de 1964, encuentro con el Patriarca Atená-goras I.
25 de enero de 1964, mensaje a España en la clausura del Año Paulino.
25 de enero de 1964, «Motu proprio» sobre la Constitución Conciliar de la Santa Liturgia.
6 de agosto de 1964, fecha de su primera Carta Encíclica Ecclesiam Suam.
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Í N D I C E
Págs.
Como si fuese un prólogo 11
Prólogo a la segunda revisión 13
Parte primera: INFANCIA Y FORMACIÓN
I.—La encrucijada y el hombre 17
II.—El hogar Montini 23
III.—Primeros años 31
IV.—Juventud 41 V.—Sacerdocio 45
VI.—Formación integral 51
VIL—Apóstol de los universitarios 61
Parte segunda: AL SERVICIO DE LA IGLESIA
VIII.—Colaborador de Pío XII 73
IX.—Arzobispo de Milán 87
X.—Afanes del Arzobispo 101 XI.—El Cardenal 117
XII.—La Iglesia en estado de Concilio 127 XIII.—El llanto del mundo 135
XIV.—Camino del conclave 143
2.11
PAgs.
Parte tercera: LA LUZ SOBRE EL MONTE
XV.—Tenemos Papa 153
XVI.—La triple corona 159
XVII.—El Concilio de nuevo en marcha 167
XVIII.—Peregrino del mundo 181
XIX.—Luz verde al ecumenismo 193
XX.—El Papa social 205
XXL—El hombre de Dios 213
Fechas importantes en la vida de Pablo VI 225
232
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