ESBOZO DE FUNDAMENTACIÓN DESDE LA ÉTICA CONVERGENTE
Ricardo Maliandi
Los presupuestos básicos de una fundamentación ético-convergente son los que
siguen:
1) Las fundamentaciones metafísicas y empiristas (o científicas) de la ética fueron
suficientemente refutadas por Kant. No se trata de reincidir en ese modo de entender
el problema de la fundamentación, pero la ética convergente retoma, como lo
hicieron antes la ética material de los valores y la ética del discurso apeliana, un
gran aporte de Kant, a saber, el reconocimiento del carácter a priori de los
principios éticos. Se rechaza, sin embargo, el rigorismo kantiano, postura que está
más bien referida a la aplicación que a la fundamentación propiamente dicha.
2) La ética convergente se declara deudora de la ética del discurso en la admisión de
que los principios pueden hallarse mediante reflexión pragmático-trascendental.1
1 La fundamentación pragmático–trascendental viene siendo expuesta por Apel desde hace más de tres décadas, sobre todo a partir de Apel (1973). Ha sido objeto, por cierto, de muy numerosas controversias, de las que se recogen los argumentos y contraargumentos principales en Apel (1998). Apel denomina pragmática trascendental del lenguaje a su programa de “transformación de la filosofía” (o, más específicamente, de transformación semiótica de la filosofía trascendental). El término “pragmática” debe ser entendido aquí como referido a aquella parte de la semiótica (o teoría de los signos) que estudia la acción comunicativa, es decir, la relación que los signos lingüísticos tienen indefectiblemente con sus usuarios e intérpretes. “Trascendental”, a su vez, conserva parcialmente el sentido kantiano de pregunta por las “condiciones de posibilidad”, aunque ya no de la experiencia, sino de la argumentación. De ese modo, se trata de una filosofía que establece una mediación entre la Filosofía trascendental kantiana y lo que se conoce como “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea, del que fueron protagonistas, por un lado, filósofos como Peirce o Wittgenstein, pero, por otro, también como Heidegger o Gadamer. Según Apel, tanto Descartes como Kant y, en definitiva, la filosofía que, moviéndose aún en el “paradigma de la coenciencia”, llega incluso hasta Husserl, resulta insuficiente para asegurar la objetividad que precisamente esos pensadores buscaban. Aquel paradigma debe reemplazarse por el “paradigma del lenguaje”. El “paradigma de la conciencia” (inaugurado por la evidencia cartesiana del cogito) conduce inevitablemente al “solipsismo metodológico”, es decir, al encierro del sujeto en sí mismo. Si el pensador se atiene exclusivamente a evidencias de conciencia, pierde de vista lo que realmente interesa, a saber, la intersubjetividad. Y en cambio el “paradigma del lenguaje” representa la adopción de una perspectiva en la que lo intersubjetivo está asegurado desde el comienzo. El “yo pienso” cartesiano es substituido por el “nosotros argumentamos”. Se abandona la concepción monológica de la razón y se reconoce en ésta, como lo indicara Habermas, el carácter esencialmente dialógico. En el uso y la interpretación de los signos lingüísticos está necesariamente presupuesta la realidad del interlocutor, o, más precisamente, de una “comunidad ilimitada de comunicación”. Presupuestos como éste son los que pueden descubrirse por medio de la “reflexión pragmático-trascendental”. La fundamentación ética, entonces, tiene que consistir en el descubrimiento (o la explicitación, o la reconstrucción) de un principio ético-normativo.
1
Comparte asimismo el apriorismo de esa ética, aunque difiere de ella en el modo de
concebir la conflictividad.
3) La concepción de la conflictividad del ethos acerca la ética convergente a la ética
material de los valores, especialmente en la versión de Nicolai Hartmann. La
discrepancia con esta última, sin embargo, se marca en lo referente al criterio de
fundamentación, que ella había manejado desde el intuicionismo. Esto fue,
posiblemente, una de las principales causas que provocaron la bancarrota de esa
ética en la segunda mitad del siglo XX.
4) Como principal consecuencia de los puntos anteriores se destaca el propósito de
poner a prueba una especie de fundamentación que procura la convergencia entre la
metodología pragmático-trascendental y la admisión de una conflictividad a priori
en todos los fenómenos morales. Si “fundamentar” equivale a mostrar principios, y
si ésta operación constituye una característica de la racionalidad, es necesario, a la
vez, partir de una teoría de la razón que reconozca en ésta dos tendencias opuestas, o
conflictivamente enfrentadas, y sin embargo, factibles de conciliación o
convergencia.
A partir de esos puntos básicos se puede ahora entender también que nuestro
planteamiento representa asimismo una convergencia entre el problema de la
fundamentación a priori y el de la conflictividad. Sin adoptar el intuicionismo de la
ética material de los valores, se concede a ésta la necesidad de tener en cuenta la
estructura invitablemente conflictiva del ethos. La postura apriorista que comparten la
ética material de los valores y la ética del discurso implica asumir por de pronto el
universalismo contra la unilateralidad de la “diferencia” adoptada sobre todo por las así
llamadas concepciones “posmodernas”. Sin embargo, también se rechaza el
universalismo unilateral, y se deja lugar a la individualización o diferenciación. La
razón es ahora defendida, pero se la considera como una facultad bidimensional, es
decir, escindida en dos instancias: una que enfatiza la función de fundamentación y otra
que ejerce la función de la crítica. La razón, en sentido pleno, representa una
convergencia entre ambas dimensiones y en tal medida una conciliación de sus
funciones respectivas. A ello se agrega –reconociendo ahí un aporte esencial de la ética
2
del discurso– el reconocimiento de la dialogicidad de la razón (Cf. Maliandi, R, 1997:
passim).
El término técnico “convergencia” se usa entonces en dos sentidos principales: 1) como
mediación entre la ética de Nicolai Hartmann y la de Karl-Otto Apel, es decir, como
acercamiento y compenetración de la idea de que los conflictos son inevitables y la de
que, no obstante, la ética es pasible de fundamentación apriorística, y 2) como exigencia
de maximizar la armonía entre principios diversos, correspondientes a los dos lados de
la razón. La conexión de ambos sentidos se manifiesta en el concepto de un “a priori de
la conflictividad”, presupuesto básico de la ética convergente.
La fundamentación consiste, según la mencionada y ya tradicional manera de
entenderla, en mostrar principios. Ello tiene particular interés en la relación de la ética
normativa con la ética aplicada, donde a menudo polemizan concepciones
“principialistas” y “no principialistas”. La ética convergente adopta una postura
principialista. Pero hay que aclarar también que los principialismos pueden consistir en
el reconocimiento de un solo principio (monoprincipialismo) o de varios
(pluriprinipialismo), y es este último el caso de la ética convergente, ya que de lo que se
trata, en última instancia, es precisamente de una convergencia entre principios.
Hartmann había advertido con especial claridad que los verdaderos problemas éticos no
se dan sólo en la oposición entre lo bueno y lo malo sino sobre todo entre lo bueno y lo
bueno, o entre lo malo y lo malo. Esto equivale a decir que no basta con mostrar un
principio: la dificultad surge del hecho de que hay más de uno, y de que la observancia
de uno puede obstaculizar o impedir la de otro.
Pero ¿cuántos principios se puede mostrar? Si se sostiene que son infinitos, o
innumerables, la postura principialista no tendrá cómo diferenciarse de cualquier
relativismo. La ética convergente, como se dijo, es un pluriprincipialismo, pero
considera que los principios no pueden ser, en definitiva, más de cuatro. Se tiene que
tratar de principios realmente básicos, a los que puedan reducirse todos los demás que
eventualmente se hagan valer en los distintos ámbitos del ethos. Si la razón es, como
quería Kant, la “facultad que proporciona principios a priori”,2 y si hemos convenido
que hay dos dimensiones de la razón, podremos reconocer que hay al menos dos
principios, uno correspondiente a cada dimensión. Podríamos decir. por ejemplo, que
concurren algo así como una exigencia de fundamentación y otra exigencia de crítica.
En el ámbito de la praxis esto significa que la razón reclama, por un lado, saber por qué
2 Kant,I. KrV: A 11, B 24
3
una determinada norma particular debe cumplirse, o por qué un juicio valorativo
pretende validez, y, por otro, cuestionar precisamente ese saber: ella admite sus propios
límites. “Crítica” es, etimológicamente –del verbo griego –, y asimismo en la
acepción kantiana del vocablo, “separación”. Se trata de la distinción entre lo que razón
puede y lo que no puede.3 Tanto la función fundamentadora como la función crítica son
estrictamente racionales, y lo son a su vez en el uso teórico y en el práctico. Si falta
cualquiera de ellas, lo cual de hecho ocurre a menudo, la razón opera a medias, esto es,
unilateralmente. Los denostadores de la razón, los que se quejan del “logocentrosmo”, o
de los abusos o las iniquidades de la Ilustración, tienen, paradójicamente, razón en
hacerlo, pues la razón ha conducido muchas veces a desastres e injusticias. Pero lo ha
hecho precisamente por operar en una sola de sus dimensiones. Eso es lo que no
quieren, o no pueden o, en todo caso no suelen ver aquellos denostadores. No advierten
que no atacan a la razón como tal, sino a sus improcedencias arbitrarias. Y es que lo
arbitrario se da de suyo, las más de las veces, cuando se usa un solo lado de la razón. Se
puede ser arbitrario, en efecto, de dos modos distintos: por falta de fundamentos o por
falta de crítica. También es posible, por cierto, la arbitrariedad doble, la irracionalidad
total; pero algo así no puede ser deseable ni siquiera para los irracionalistas más
recalcitrantes. Los irracionalistas teóricos que atacan la razón operan siempre con
alguna dosis de racionalidad. La asunción de lo irracional es algo distinto, y suele
desembocar en monstruosidades como el nazismo.
Es al menos verosímil –y valga como conjetura– que el hombre, en su proceso
evolutivo, haya descubierto en momentos distintos cada una de las dimensiones
racionales. Quizá hubo (quizá haya todavía, en cada uno de nosotros, si es cierto que la
ontogenia reproduce la filogenia), al menos dos “marchas” de la razón. 4 Se trataría, en
tal caso, de los caminos que condujeron a algo más elevado, más sutil que la mera razón
instrumental, y que, acaso por influencia de Max Weber, también fue negado por
pensadores de gran relieve, como Horkheimer o Adorno. Es cierto –y casi no sería
pensable dudarlo– que lo “instrumental” instaura y organiza el corpus grueso de la
racionalidad. Nuestros antepasados ancestrales se hicierion “racionales” cuando
aprendieron a construir utensilios, es decir, cuando se percataron de que, en la relación
entre medios y fines, hay estrategias más adecuadas que otras. Pero ser racional, en 3 Por cierto, hubo pensadores muy importantes, como Hegel, o los neokantianos, que negaron esa distinción. Pero lo hicieron en el marco de concepciones muy específicas acerca del desarrollo universal de la razón, o bien acerca de la autosuficiencia de las formas del conocimiento. Son maneras de pensar siempre ligadas a variantes del idealismo. 4 Exposiciones más extensas de esa imagen pueden verse en Maliandi, R., 1993: 70 ss., y 1997: 21 ss.
4
sentido estricto, implica también algo más: por de pronto, la curiosidad retrospectiva
que se revela en la pregunta “por qué”. En la noción de “causa” emerge una brizna que
crece en el terreno instrumental pero que se levanta por encima de él. Entonces
comienza una primera “marcha” (expresión que en este caso procede del vocabulario
automovilístico), consistente en demandar, inquirir y explorar fundamentos. Sin
embargo, en esa primera marcha se permanece aún en el contorno inaugural: el
“terreno” en que en que se crece, o sobre el cual se “marcha”, es el mismo: la relación
causa-efecto no resulta importuna allí donde impera la de medio-fin. El ejercicio
consciente de la función crítica estrena por el contrario un cabal cambio de marcha de la
razón. Se trata ahora de una función reflexiva, de una actitud en la que la razón se
vuelve sobre sí misma, anexa la duda acerca de sus propias posibilidades y llega, como
dijimos, a admitir sus peculiares límites. La crítica procede cuestionando, dudando,
desconfiando.Si la fundamentación se manifiesta como el esfuerzo por dotar de solidez
a lo fundamentado, la crítica opera, por de pronto, en la dirección opuesta: es el esfuerzo
por echar abajo lo criticado, mostrando la endeblez de los pretendidos cimientos.
Se puede y se suele creer con frecuencia que la crítica convierte en superflua a la
fundamentación. Pero esto es un peligroso error, conducente al escepticismo, otra
manera de unilateralidad. También ha sido y sigue siendo frecuente en la historia de la
filosofía el error inverso, consistente en regresar a la primera marcha, huyendo en cierto
modo del abismo que se ha percibido en la segunda. En otros términos: para evitar el
escepticismo, o la desconfianza en la razón, se recae en el dogmatismo o el
“fundamentalismo”. No obstante, la convergencia entre las dos dimensiones,entre la
fundamentación y la crítica, aunque siempre difícil, no es imposible. En su posibilidad
se basa precisamente la ética convergente. Ésta propone, en resumen, la búsqueda del
mayor equilibrio racional posible, lo cual impica una “tercera marcha”. En el uso
práctico de la razón, las distintas marchas equivalen a otras tantas actitudes frente a la
conflictividad apriorística intrínseca de la racionalidad. La primera marcha,
fundamentadora, impugna todo lo conflictivo, que se percibe como contrario a la razón,
de modo similar a como, en la razón teórica, se impugna lo contradictorio. La
dimensión “F” en lo práctico aporta la percepción de que es necesario minimizar los
conflictos. La segunda, crítica (“K”), funciona como un darse cuenta de que los
conflictos son inevitables. La tercera afronta la ardua y nunca del todo lograda tarea de
combinar y hacer compatibles ambos hallazgos y, por tanto, ambas labores racionales.
Se hace entonces factible la comprensión de que, aunque haya conflictos concretos
5
evitables o solubles, necesariamente hay también en cada situación un plexo conflictivo,
constituido por nexos conflictivos particulares interrelacionados. En síntesis: es tan
válido el intento de minimizar los conflictos como el reconocimiento de su
inevitabilidad. La ética convergente se despliega como recomendación de mantenerse,
en lo posible, en la tercera marcha dela razón.
Las dificultades propias de esta última derivan, en gran parte, de la complejidad
conflictiva del ethos, determinada no sólo por el entrecruzamiento de sus dos
dimensiones, sino también porque en cada una de ellas se juegan dos tipos de conflictos:
los sincrónicos (por oposición entre lo universal y lo singular) y los diacrónicos (por
oposición entre la conservación y la realización). En tal sentido, la ética convergente
adopta un doble punto de vista, consciente de que todos los conflictos éticos presentan,
con independencia de sus contenidos particulares, formas de oposición sincrónica o
diacrónica, o de ambas a la vez. Hay que entender el ethos como un sistema dinámico,
en el que las oposiciones tienen lugar entre tendencias, o exigencias, o preferencias, etc.
Donde se tiende a lo universal, se choca (y “conflicto” significa etimológicamente
“choque”) con lo que tiende a lo individual, o al reconocimiento de la diferencia, o de
lo que es único e irrepetible. Cuando se exige lo uno parece excluirse lo otro. La
colisión, en este caso, es del tipo sincrónico porque lo es entre instancias que se
enfrentan siempre, con independencia de los procesos temporales. En la conflictividad
diacrónica, en cambio, es relevante el papel del tiempo. Aquí se trata de la oposición
entre el cambio y la permanencia. Podría pensarse, por un lado, que lo temporal es el
cambio, mientras que la permanencia es la resistencia al tiempo; pero, por otro –y al
margen de que en eso consiste en buena parte la oposición– es menester advertir que las
instancias en conflicto diacrónico aluden respectivamente a un antes y un después. Lo
que tiende a que lo cronológicamente posterior sea igual a lo anterior choca con lo que
tiende a que esos momentos sean distintos. Además lo que permanece no es, en sentido
estricto, “intemporal”. Es, como diría Bergson, un modo de “duración”.
Puede hablarse así de dos estructuras conflictivas: la sincrónica y la diacrónica.
Llamaremos entonces conflictos intraestructurales a los que tienen lugar entre las
exigencias de universalidad e individualidad o entre las de conservación y realización, e
interestructurales a aquellos en que se enfrentan elementos de estructuras distintas, sea
dentro de una misma dimensión racional, o entre las dos dimensiones. La toma de
conciencia de las estructuras conflictivas generales tiene una larga historia, imposible de
resumir aquí. Ya estuvo en el pensamiento mítico y en los inicios del pensamiento
6
filosófico.5 Los intentos de explicaciones cosmogónicas aludieron desde siempre a
oposiciones y choques. El famoso fragmento de Anaximandro alude a que todas las
cosas que surgen deben pagar, con su disolución, la culpa de su existir. Es una idea
metafísica y moral a la vez, en la que se reconoce el fondo conflictivo de la realidad
cosmológica y de la humana. Según lo retransmite Aristóteles, Anaximandro ve el
origen de todo en lo indeterminado (el άπειρον, ápeiron): las determinaciones
concretas tienen lugar como “separaciones” a través de luchas y choques. La idea de
una unidad originaria que se degrada en lo múltiple, y de lo eterno que se degrada en lo
transitorio, está ya en Anaximandro y aparece con variantes en la historia de la
filosofía.6 Lo de “degradación” marca un prejuicio que ha suscitado reacciones y
consecuentes intentos a favor de lo múltiple y lo transitorio –o, lo que vendría a ser lo
mismo, del lado crítico de la racionalidad–, pero lo que aquí nos interesa es que se
advierte, desde aquellos lejanos comienzos de la filosofía, las oposiciones que estamos
denominando sincrónica y diacrónica. Los filósofos se han inclinado a acentuar alguno
de los lados, y de ahí que la contraposición de sistemas metafísicos manifieste también
esa conflictividad. Así ocurre ya en el pensamiento oriental: Confucio resalta lo social,
en tanto que Lao-Tsé lo individual y diferente.7 La mayoría de los filósofos griegos hace
prevalecer la razón fundamentadora sobre la crítica. Parménides, “descubridor de la
razón”, según Hegel, descubre también la dimensión crítica, pero comete el ya
5 Un esbozo de esa historia puede verse en Maliandi, R., 1998: 9-34.6 Si prescindimos de las múltiples manifestaciones que esto alcanzó ya entre los presocráticos posteriores a Anaximandro (Parménides, Heráclito, Anaxágoras, Empédocles y otros), la forma originaria más explícita se encuentra probablemente en Platón, y de modo más específico en el Sofista (251 d sigs. y 254 d sigs.), donde se alude a los cinco “géneros supremos” : el primero es el “ser (o ente mismo: on autó), pero los otros cuatro prefiguran claramente, en sus mutuas interrelaciones, lo que aquí venimos denominando estructura sincrónica y estructura diacrónica: ésta última está pensada como oposición entre la quietud (stasis) y el movimiento (kínesis), en tanto que la sincrónica contrapone a lo “mismo”(tautón) con lo “otro”(tháteron). Aristóteles traslada la cuestión a la de las “categorías”, de interés lógico y ontológico, pero que configuran ya un cuadro más extenso y complicado. Sin embargo, creo que la doble contraposición, sincrónica y diacrónica, aparece en el Estagirita como doctrina de las “causas”: la contraposición material-formal puede considerarse sincrónica, en tanto que la contraposición eficiente-final parece corresponderse con la diacrónica. En general, el pensamiento griego entendió también la diferencia entre el mundo sensible y el mundo “ideal” (y las respectivas formas de aprehensión de los mismos) desde aquellas dos perspectivas. La interpretación eleática del mundo sensible como “ilusorio” fue un intento de reducir la realidad, en lo sincrónico, a la unidad, y, en lo diacrónico, a la permanencia. También la habitual distinción entre dóxa y epistéme entendía esos conceptos de manera dual: la mera “opinión” estaba referida a lo particular y al cambio; la “ciencia” era el conocimiento de lo universal y permanente 7 Desde luego, la complejidad de ese concepto no acaba ahí. El Tao se presenta como escindido a su vez en el “yin” (principio pasivo) y el “yang” (principio activo), contraposición que expresa, por su parte, la conflictividad diacrónica. La relación entre ambos principios es una forma de polaridad que reúne la oposición y la complementariedad. No creo que sería muy arbitrario suponer que esa conjunción es al menos uno de los motivos de las famosas paradojas en que abunda el Tao-Teh-King.
7
mencionado error de atemorizarse ante ella y la abandona, inaugurando un tipo de
actitud que cabe denominar “regreso eleático” ( Cf.Maliandi, R., 1993: 114 ss. 203 ss).,
porque será también repetido por sus discípulos y luego por muy diversos pensadores a
lo largo de la historia. Reaparece cada vez que, en lo sincrónico, se da prioridad a lo
universal ( Nicolai Hartmann ve ahí un “prejuicio racionalista”)8, y en lo diacrónico, a
lo permanente sobre lo cambiante. Pero tampoco la actitud opuesta, consistente en
priorizar lo individual o lo cambiante, logra un adecuado reconocimiento de la
conflictividad. Empédocles y Heráclito anticiparon formas de asunción de la
conflictividad básica, pero posiblemente fue Platón, quien, en su intento de conciliar las
ideas de Parménides y Heráclito, y pese a subordinar el mundo sensible al inteligible,
presentó la primera percepción neta de la doble estructura conflictiva. Esta puede
advertirse asimismo en la determinación platónica de los “géneros supremos del ser”:
quietud, movimiento, mismidad, otredad –las dos primeras en oposición diacrónica, las
dos últimas en oposición sincrónica– (cf. Sofista, 247 e. 251 d ss. y 254 d).
Si se toma en cuenta lo hasta aquí expuesto acerca de las dos dimensiones de la razón
y las dos estructuras conflictivas, resulta fácil entender que los principios son cuatro. En
ética convergente se los denomina “principios cardinales”. Son los principios de
universalización, individualización, conservación y realización. Los dos primeros
configuran la estructura sincrónica y los dos últimos la diacrónica. A su vez, el primero
y el tercero son propios de la dimensión fundamentadora, mientras que el segundo y el
cuarto lo son de la dimensión crítica. En la concepción ética que estamos exponiendo,
estos cuatro principios rigen, directa o indirectamente, las decisiones humanas de
cualificación moral. Pueden ser fundamentados por medio de reflexión pragmático-
trascendental, como, según se vio, acontece con el principio (metanorma) de la ética del
discurso. Están supuestos ante todo en las argumentaciones que se esgrimen en el marco
de los discursos prácticos. Quienes participan en éstos presuponen (en el elemento
performativo de sus argumentaciones), implícitamente, el doble eje conflictivo entre
principios, precisamente como condición de posibilidad del discurso mismo, ya que el a
priori de la conflictividad es condicióon de posibilidad de los conflictos concretos,
empíricos, que se procura resolver por medio del discurso. El reconocimiento de ese a
priori equivale a un reconocimiento de los principios, puesto que lo reconocido no es
sino la oposición conflictiva entre éstos. Además, cada vez que alguien defiende
8 Desde la perspectiva de la ética convergente, sin embargo, cabría hablar, más que de “prejuicio racionalista”, de una visión unilateral de la racionalidad.
8
argumentativamente sus propios intereses, o los intereses de algún “afectado” por las
posibles consecuencias de una acción que se trata de implementar mediante el acuerdo,
tiene que presuponer la validez de al menos alguno o algunos de los principios
cardinales. En un discurso práctico se discuten determinados conflictos concretos, y no
expresamente conflictos de principios. Pero los argumentos a favor de cualquiera de las
salidas posibles presuponen los principios que estamos considerando. Paralelamente a
las discusiones sobre intereses hay una discusión, al menos tácita, acerca de princpios.
Se hace valer la exigencia de universalidad, por ejemplo, como igualdad de derechos; o
de individualidad, por ejemplo, la singularidad de una situación; o de conservación, por
ejemplo, la adopción de medidas de precaución, o, en fin, de realización, por ejemplo, la
necesidad de modificar algo que se ha vuelto obsoleto. Al menos una parte considerable
de la complejidad del ethos deriva de la coexistencia de las cuatro exigencias básicas.
Kant negó explícitamente la posibilidad de los conflictos entre deberes, pero muchos
filósofos posteriores afirmaron e incluso enfatizaron esa posibilidad. Nicolai Hartmann
la convirtió en cuestión central de la ética.
Admitir la indeterminación que se deriva de la coexistencia de cuatro principios éticos
requiere, a su vez, reconocer que las exigencias éticas se expresan en imperativos
adversativos: algo así como “Haz X, pero ten cuidado de no contravenir Y”. El “pero” ,
expreso o tácito, marca el a priori de la conflictividad.. Por no advertirlo, cometió
también Kant, con su rigorismo, el “regreso eleático”. El imperativo categórico no es
incorrecto, pero es insuficiente porque cubre un solo lado de algo que es, por así decir,
cuadrangular. Hartmann propuso lo que llamó una “inversión” de ese imperativo, un
imperativo que mantiene la exigencia de universalidad pero le añade la de
individualidad (Cf. Hartmann, N., 1962: 522 – 526). Para la ética convergente esto es
correcto, pero también insuficiente, porque sólo da cuenta de la conflictividad
sincrónica. Sin embargo, en forma separada, Hartmann tuvo asimismo una comprensión
miuy clara de la oposición diacrónica, que expuso incluso en lo que llamó “antinomia
ética fundamental”. La interpretó como la oposición entre la “altura” y la “fuerza” de
los valores, en el sentido de que los valores superiores son los “más débiles”, mientras
los más fuertes (y fundantes de los superiores) son jerárquicamente “inferiores” (cf.
Hartmann, N., 1962: 609 ss. También Maliandi, R., 1982). En esa antinomia puede
verse la principal diferencia entre las concepciones axiológicas de Hartmann y Scheler.
Éste había atribuido a los valores superiores el carácter de fundantes de los inferiores,
de modo que según él sólo hay una “legalidad preferencial” (la de la altura). Hartmann
9
denunció ahí un grave error, y propuso en cambio la mencionada antinomia, que implica
una doble legalidad preferencial y, por tanto, pone de relieve la conflictividad radical
del ethos. En esa concepción no se niega la exigencia de realizar los valores
“superiores”, pero ahora se advierte que junto a ella hay otra: la de no lesionar los
“inferiores”. Hartmann lo ilustra con la imagen de Jano, el dios bifronte (Cf. Hartmann,
N., 1962: 609). Lo moral también tiene una tendencia prospectiva y otra retrospectiva.
Es lo que en la vida corriente suele advertirse como la contraposición entre lo “urgente”
y lo “importante”. En ética convergente corresponde a la conflictiuvidad diacrónica: la
exigencia de conservación se opone a la de realización, pero ambas son exigencias
morales auténticas. Para Hartmann es el modo de relación entre la “vida” y el
“espíritu”. Así como el ser orgánico “funda” al espiritual (en el sentido de que le sirve
de base imprescindible), así también los valores vitales “fundan” a los espirituales.
Aquellos necesitan protección o conservación; éstos, realización.
En la ética convergente se enfatiza la oposición entre conservación y realización, más
que la cuestión de la “fuerza” y la “altura”, porque se advierte, por ejemplo, que
también los valores altos, una vez realizados, exigen conservación. Se adopta, en
cambio, la expresión “antinomia ética fundamental”, pero abarcando no sólo la
estructura diacrónica, sino también la sincrónica. La gran complejidad del ethos se
explica, precisamente, porque hay en él una esencial antinomia doble, o dos antinomias
entrecruzadas. Son cuatro exigencias básicas, enfrentadas en el sentido de que el
cumplimiento de unas puede impedir el de otras. Corresponde a la oposición entre la
fundamentación y la crítica, por un lado, y a la que hay entre lo sincrónico y lo
diacrónico, por el otro. Se puede presentar gráficamente en el siguiente diagrama:
F U C
S D
10
I R K Vértices Lados U = Principio de universalización F = Dimensión de fundamentación I = Principio de individualización K = Dimensión de crítica C = Principio de conservación S = Estructura sincrónica R = Principio de realización D = Estructura diacrónica
La gran visión que tuvo Hartmann del carácter conflictivo del ethos no le alcanzó para
darse cuenta de que ahí, precisamente, tiene que haber un criterio de fundamentación.
Un atisbo de ello, sin embargo, se revela en su idea de que es necesaria una “síntesis”
entre la “altura” y la “fuerza” de los valores.9 No es una idea intuicionista, sino una
auténtica apelación a lo racional, que hubiera podido desarrollarse en relación con los
fundamentos y la crítica a la vez, mostrando cómo la razón se conduce frente a la
conflictividad del ethos. La ética convergente constituye un intento rescatar y desplegar
aportes hartmannianos como ése, vinculados con la convicción –compartida por Kant y
por Scheler– de la necesidad de una fundamentación a priori, pero también con la de la
referida conflictividad. La ética convergente complementa esa conjunción con el
importante giro lingüístico y pragmático ofrecido por la ética del discurso. No es un
fácil recurso ecléctico, sino una transformación de ambas éticas, ya que se introduce una
teoría sobre la bidimensionalidad de la razón como base de la “antinomia ética
fundamental”, la que, a su vez, se amplía al enfrentamiento entre cuatro principios.
El ethos es complejo, no sólo por la conflictividad apriorística entre principios, sino
también porque los principios mismos son intrínsecamente complejos. En cada uno de
los principios sincrónicos, por de pronto, se reúnen perspectivas distintas: la del agente,
la del paciente (destinatario) y la de la situación en que tiene lugar el acto. Puede
hablarse de una “flexión” ética, por analogía con la declinación gramatical, que
establece “casos” según la función sintáctica. Habría así un nominativo ético, un dativo
ético10 y un ablativo ético. En el principio de universalización, ésta puede estar pensada 9 Cf. Hartmann, N., (1962) : 610 ss. La idea de “síntesis axiológica”aparece asimismo en otras partes de la obra, como, por ejemplo, en la interpretación de la mesótes aristotélica (cf. ibid., pp. 568 ss.). La “síntesis”, en general –y acaso por influencia de la dialéctica– es en Hartmann el gran desideratum que sirve de complemento a la conflictividad.10 La expresión “dativo ético” (dativus ethicus) tiene un uso y un sentido preferentemente gramaticales, aludiendo a fórmulas, no siempre correctas, en las que se emplea el dativo de un pronombre personal de manera pleonástica, como “él se bebió todo el vino”, “te me vas de aquí”, “tu hijo se te está portando bien”, etc. Pero tiene también una particular importancia en la ética, donde adquiere un sentido distinto, que alude a la(s) persona(s) destinataria(s) del acto moral. También puede expresarse con un dativo
11
en nominativo si alude al hecho de que un deber rige para todos, o en dativo si se refiere
a que todas las personas deben ser tratadas del mismo modo, o en ablativo si indica que
no importa cuál sea la situación. En el principio de individualización, ésta puede
significar, en nominativo, que cada uno tiene deberes absolutamente propios, o, en
dativo, que distintas personas merecen tratos distintos, o, en ablativo, que siempre hay
que tener en cuenta la situación.
En los principios diacrónicos, a su vez, cada principio presenta variantes según los
tipos de vinculación entre acciones y omisiones, por un lado, y la dicotomía deonto-
axiológica, por otro. Franz Brentano (cf. 1934: passim) había establecido cuatro
axiomas, retomados por Max Scheler (cf. 1966: 47 ss.), quien los formula como sigue:
La existencia de un valor positivo es ella misma un valor positivo; la no existencia de un valor positivo es ella misma un valor negativo, la existencia de un valor negativo es ella misma un valor negativo; la no existencia de un valor negativo es ella misma un valor positivo
Resultan particularmente importantes en la “ética material de los valores” para mostrar
la referencialidad de los valores morales a los extramorales. En ética convergente,
poniendo énfasis en la mencionada dicotomía, se los reemplaza por “axiomas
deontoaxiológicos de los principios diacrónicos”, en los que también se hace presente el
carácter procesual de las exigencias diacrónicas:
1. Lo bueno, si existe, debe conservarse (Principio C) 2. Lo bueno, si no existe, debe realizarse (Principio R) 3. Lo malo, si existe, debe cambiarse (o destruirse) (Principio R) 4. Lo malo, si no existe, debe omitirse (o evitarse) (Principio C)
Con los cuales resulta que cada uno de los principios diacrónicos tiene al menos dos
formas distintas de presentarse. La exigencia de acción puede tener lugar frente a lo
axiológicamente positivo (axioma 2) y frente a lo axiológicamente negativo (axioma
3), y lo mismo ocurre con la exigencia de omisión (axiomas 1 y 4, respectivamente).
Alguien podría cumplir el principio R según el axioma 2, pero no según el 3, o
gramatical, pero que ya no coincide con lo que en gramática se llama “dativo ético” (o dativus ethicus) Ahora se trataría de frases como “él le robó la cartera” “yo te mentí”, etc. o a veces también con un acusativo gramatical, como “él la salvó”, “me estás ofendiendo”, etc. Hartmann se refirió de modo explícito, aunque escueto, al “dativus ethicus”, es decir, al hecho de que todo querer y todo hacer, ya desde la mera intención, vale “para alguien” (jemandem) (cf. Hartmann, N., 1962: 305). La referencia es muy concisa, pero encierra desarrollos potenciales que Hartmann posiblemente no sospechó.
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viceversa, y podría cumplir el principio C según el axioma 1, pero no según el 4, o
viceversa.
Ahora hay que considerar dos cosas: en primer lugar, que la conflictividad del ethos,
determinada por la presencia de principios que no pueden cumplirse simultáneamente,
hace que nunca se pueda contar con perfecciones: “lo mejor es enemigo de lo bueno”,
según el refrán popular; y, en un sentido más técnico, puede expresarse (rememorando
una célebre fórmula leibniziana) hablando de “incomposibilidad de los óptimos”. La
ética convergente busca convergencias entre principios, pero sobre la base de que ellas
se excluyen entre sus cumplimientos máximos (óptimos). Los cumplimientos, en
consecuencia, tienen que poder ser graduales.
La complejidad de los principios, tanto de los sincrónicos (determinada por la
“flexión ética”) como de los diacrónicos (determinada por la ambigüedad revelada en
los axiomas deontoaxiológicos) resulta el factor decisivo para las convergencias, ya que
ella explica cómo los cumplimientos pueden, efectivamente, ser graduales. La
indemnidad de los principios tiene prelación sobre sus cumplimientos plenos. No hay
una alternativa rigurosa (como pretende el rigorismo kantiano) entre cumplimiento y
transgresión, sino más bien grados diversos de cumplimiento. Como lo que interesa es
precisamente la convergencia entre los cuatro, la ética convergente postula un quinto
principio (o metaprincipio), al que denomina “principio de convergencia”, el cual no
exige una conducta determinada, sino la maximización del equilibrio entre los cuatro
principios. Este metaprincipio presupone el a priori de la conflictividad y constituye
así el punto de mediación entre la conflictividad y la fundamentación. Presupone
asimismo la bidimensionalidad de la razón y la consecuente circunstancia de que la
razón sólo funciona plenamente allí donde se conectan ambas dimensiones. La
convergencia que se exige entre los principios no es otra cosa, en el fondo, que la
exigencia de comportamiento plenamente racional, en lugar de quedarse en cualquiera
de las formas unidimensionales de la razón. La fundamentación ética, para la ética
convergente, consiste en la aplicación de la razón (con sus dos dimensiones) al ethos. La
impugnación de lo conflictivo no es contradictoria con la admisión del a priori de la
conflictividad. El mal moral es siempre transgresión de algún principio, pero esa
transgresión, a su vez, resulta explicable como una forma de uso unilateral de la razón.
No se puede escapar a la conflictividad, pero se puede minimizarla, buscando el mayor
equilibrio entre los principios. Por cierto, también hay que tener en cuenta que todo
equilibrio es inestable y transitorio, pero lo importante es que no es imposible, y que la
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razón funciona justamente como convergencia de sus propias dimensiones. La ética
convergente, como la ética del discurso, es la toma de conciencia de que un principio no
es siempre aplicable, pero ve en este hecho una manifestación del a priori de la
conflictividad. La relación entre la bidimensionalidad de la razón y la ética convergente
puede apreciarse en el siguiente diagrama:
U
U
C
CMAP
I
I
R
R
El eje horizontal o abscisa F representa la dimensión de la razón correspondiente al
ejercicio de la función fundamentadora. El eje vertical, u ordenada K, representa a su
vez la dimensión en que se ejerce la función crítica. El entrecruzamiento de ambas
coordenadas distingue en cada dimensión una parte positiva y otra negativa (La K es
positiva hacia la derecha y la F lo es hacia arriba). Se advierte así que sólo en el sector
1 se encuentran las dos partes positivas, y, por tanto, sólo allí hay razón en sentido
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pleno, razón bidimensional. Allí están asimismo los cuatro principios postulados por la
ét6ica convergente: el de universalidad (U) y el de conservación ©, que son propios de
la dimensión F, y los de individualización (I) y realización (R), que lo son de K. En el
sector 2 sólo es positiva la dimensión F y en el 4 sólo lo es la K. Tanto en 2 como en 4,
por tanto, la racionalidad es unidimensional. En el 2 sólo se advierte el conflicto entre
los principios U y C, mientras que los principios I y R no se comprenden, o más bien se
malentienden como simples negaciones respectivas de U y C. Así ocurre en
perspectivas universalistas y “conservadoras”. En el 4, por su parte, sólo se perciben los
principios I y R (y, en todo caso, el conflicto estructural entre ellos), pero se ignora o se
tergiversa el sentido de los principios U y C. Es lo propio de posturas tales como la de
Simmel en su afirmación de la “ley individual” o también la de la ética de la situación,
etc. En el sector 3, finalmente, faltan ambas dimensiones positivas, por lo que está allí
simbolizada la total irracionalidad, es decir, la incomprensión de todo principio. En los
sectores 2 y 4 subsiste siempre alguna forma de principialismo, más o menos expreso o
implícito (o críptico, como ocurre en el situacionismo), mientras que en 3 se está
plenamente en el ámbito de lo arbitrario. Difícilmente se puede estar en ese sector, a
menos que se haya perdido el juicio. Las posturas extremas de unilateralidad F
(dogmatismo, fundamentalismo, etc.) y las de unilateralidad K (relativismo,
escepticismo, nihilismo) pueden aún ser defendidas con argumentos, si bien éstos
incurren inevitablemente en formas de autocontradicción u otras falacias. En la 3 se
pierde toda capacidad de argumentar y sólo resta la apelación a la violencia.
Por supuesto, la racionalidad como tal es mucho más compleja que lo presentado en el
diagrama, pero éste permite entender, de modo somero, lo aludido con el mencionado
carácter bidimensional, y el sentido en que esas dimensiones, aunque opuestas, son
también complementarias. Con la línea de puntos gruesos en el sector 1 se simboliza
tanto la escisión como el equilibrio entre las dos dimensiones. Las flechas de líneas
continuas marcan las oposiciones interestructurales, es decir, entre la estructura
sincrónica (U / I) y la diacrónica (C / R). Las flechas de líneas de puntos finos indican
las oposiciones interdimensionales que se dan dentro de cada estructura., es decir, entre
U e I y entre C y R. Si se admite que la convergencia máxima (interdimensional e
interestructural) se da en el equilibrio representado por la línea de puntos gruesa, y que
tal equilibrio constituye a su vez una exigencia de “maximización de la armonía entre
los principios” (MAP) o principio de convergencia, se comprenderá la propuesta
principal de la ética convergente. Fundamentar significa, de acuerdo a la acepción más
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tradicional, mostrar principios, pero, si éstos presentan entre sí tensiones conflictivas, se
hace necesario –aun dentro del procedimiento de fundamentación– un segundo paso,
consistente en mostrar también la necesidad y la posibilidad de la convergencia entre
ellos, que implica por su parte una renuncia a los cumplimientos óptimos de cada uno
por separado. Sólo una renuncia semejante posibilita una optimización de la
convergencia. La ética convergente constituye, en suma, un alegato a favor de esta
última.
Bibliografía citada
APEL, Karl–Otto (1973) , Transformation der Philosophie, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 2 tomos
–– (1998), Auseinendersetzungen in Erprobung des transzendental-pragmatischen Ansatzes, Frankfurt a.M., Suhrkamp.
BRENTANO, Franz (1934) Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis, Leipzig, Felix Meiner
HARTMANN, Nicolai (1962) Ethik, Berlin/N.York, W. de Gr uyter (4e. Aufl.)
KANT, Immanuel (KrV) Kritik der reinen Vernunft, Akad. Ausgabe
MALIANDI, Ricardo (1993) Dejar la posmodernidad. La ética frente al irracionalismo actual, Buenos Aires, Almagesto.
–– (1997) Volver a la razón, Buenos Aires, Biblos
–– (1998), La ética cuestionada. Prolegómenos para una ética convergente, Buenos Aires, Almagesto
PLATÓN (1970) El Sofista, ed. bilingüe. trad., pról. y notas de A.Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos
SCHELER, Max (1966), Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Berna, Francke, 5ª ed.
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