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ESTETICA (VIDA DE HOMBRES RICOS).COMEDIA.
El humanismo romántico.
La palabra estética tiene el sentido que le da Michel Foucault en su obra El Uso de los Placeres. Se
llama estética de la existencia a las técnicas de modelamiento de uno mismo con el fin de plasmar en la vida
personal un ideal de belleza. Ésta puede ser un ideal de santidad, de heroicidad, de sabiduría; sin
embargo,la enumeración genérica de los ideales es una tarea pobre, su amplitud es paralela a su escasa
densidad. Lo que indudablemente resulta más variado son las formas históricas en las que se suceden las
técnicas morales, los personajes y los escenarios para diseñar y configurar los ideales.
Estas técnicas son múltiples, varían de acuerdo con el material que transforman, y con la finalidad que
persiguen. Foucault al analizar estás técnicas en el mundo antiguo, las dividió en tres saberes: erótica,
dietética y economía. La relación con los otros, la relación con nuestro propio cuerpo y la relación con
nuestro patrimonio.
Estas técnicas conforman un arte, los griegos decían tecné al referirse a un modo de hacer. Artificio, oficio,
arte, el modo de hacer se explicita en reglas, ejercicios y entrenamientos para modelar lo que hemos
llamado carácter. La finalidad de belleza evoca un resplandor que sólo lo da la forma bien ajustada, el logro
de un instante de concordancia o de un encuentro sin restos. Un deseo de honra, de reputación, de gloria,
de armonía, de pureza, es lo que determina esta modalidad estética. Foucault lo llamó arte de vivir, un arte
en el que la vida misma es una preocupación estética, un material a modelar, una forma a diseñar.
Las técnicas morales son parte constitutiva de los procesos históricos. Podemos enumerar algunos: la
preocupación griega sobre el uso de los placeres, su buen uso de acuerdo al ideal de temperancia y
equilibrio, del gobierno de sí mismo para poder cumplir la función pública de ciudadano.
Una vez que que desaparece la Polis como espacio comunitario de la formación del ciudadano, y aparece la
Metrópolis de Roma y su mega-administración imperial, los filósofos estoicos elaboran el concepto de
cuidado de sí. Es una línea de fuerza de una filosofìa que - como decía Séneca - oscila sobre la filosa arista
que separa y une la incertidumbre de la vida o Fortuna, y el destino universal.
Tomemos el ejemplo del medioevo, en el que se construye una liturgia del amor que se llama "fin amour"
cuya eticidad resulta de un afán de pureza, gratuidad y ennoblecimiento del caballero amante y de
enaltecimiento de la dama cruel. En este caso el cuidado de sí es un caso enmarcado en el cuidado del
Otro.
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El cuidado de sí en el ideal del artista en el Renacimiento o el del administrador que ejerce la "masterizzia",
es decir, el arte de la buena gestión de las cosas y de sí mismo; podemos describir junto a Stephen
Greenblatt ( Renaissance Self-Fashioning ) todas las artes para confeccionar un rostro público, el "self
fashioning", en las cortes isabelinas, que nosotros vimos reconstruído en las cortesanías de la
socialburocracia del management en la lectura de Jackall.
El dandysmo como construcción de una excentricidad o una singularidad que despoja a la aristocracia
de sus valores tradicionales e inicia una aristocracia contracultural y resueltamente burlona e irreverente .
En suma, los caminos de la historia parecen bifurcarse para incitar a una búsqueda de estas técnicas
morales y situar a sus protagonistas.
Este recorrido corresponde a una convicción: la de que existe entre ética e historia una relación inconclusa
pero necesaria. Esta articulación puede pensarse de acuerdo a varias direcciones y sus correspondientes
puntos de partida. Desde un punto de vista antropológico que estudia las costumbres y la sociabilidad de
una determinada área cultural. A partir de una definición de la cultura como la de un sistema de valores y no
como un conjunto de obras. Estos valores incluyen lo deseable y permitido en una sociedad. Aquí el deseo
no es transgresivo sino funcional.
Esta perspectiva parte de un concepto de valor no sustantial en el que se trata de comprender el verbo
evaluar, su significado casi animal, mínimo, de preferir, encomiar, o repeler cierto tipo de conductas. Se
considera la infraestructura afectiva de las apreciaciones morales, algo así como una tonicidad pulsional a
la que nos remiten filósofos como Spinoza y Nietzsche. Se construye así un espacio en el que los puntos
de vista morales y psicológicos son tangenciales.
La articulación histórica de la ética incluye una aproximación a la cultura que diagrama la zona de lo
permisible, en la que circulan ideales, modos ejemplares y seductores de ser y aparentar, que sí tienen que
ver con las ideologías, en tanto sistemas valorativos que se inscriben en una estrategia de dominación,
pero que no tienen que ver con ellas si las pensamos como un envase doctrinario con la coherencia de una
concepción del mundo.
La creación de valores es pensable si la ubicamos en el único lugar en el que se transforman las
sociedades: en las instituciones, en tanto dispositivos materiales y regulados en los que se agrupan los seres
humanos. Las permanentes confrontaciones y tensiones que atraviesan el campo de la sociabilidad, son
los que dinamizan la percepción social, los umbrales y la orientación de las sensibilidades, y por lo tanto la
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evaluación de las conductas. En toda sociedad surgen modos atractivos de ser, y esto produce por lo
general fenómenos de moda, formas dominantes de prestigio social, nichos de liderazgo en el que se
abrigan un muestrario renovado de idolatrías. Así como el chivo emisario o el hereje constituyen una figura
funcional para que algunas comunidades adhieran sus partes y cimenten sus vínculos en el odio, también se
presentan seres majestuosos, ídolos de barro o celestiales, personalidades imponentes, que ni son dioses, ni
del todo hombres, sino hombres de la fortuna, seres especiales en los que el común de los mortales sueña
su sueño de gloria.
La estética de la existencia puede pensarse, entonces, como un concepto que traza un segmento entre los
valores y las subjetividades, ya sea en la descripción de sus técnicas, en la confección de un arte de vivir,
como en el enarbolamiento institucional de nuevas figuras de la emulación.
En el punto en que nos situamos nosotros ahora, la referencia a una estética de la existencia nos sirve para
enunciar una pregunta dirigida a nuestros tiempos, los tiempos del neoliberalismo o poscapitalismo, o como
quiera bautizarse este fin de milenio. Queremos saber si una estética de la existencia tal como la hemos
descripto hasta ahora, se difunde en la actualidad, o si al menos es concebible en los tiempos en que la
economía es el saber hegemónico, en el que no sólo funciona como una disciplina con su campo teórico-
práctico definido, sino como un sistema de valores cuyas coordenadas sirven para medir las conductas
humanas. En este sentido ya hemos hablado de economía cultural.
Nuestra respuesta es que sí, pero es una respuesta limitada. En esta parte nos circunscribiremos a un sólo
aspecto del problema. Es la estética de la existencia en tanto conformación cultural de vidas ejemplares y
difusión de nuevas formas de la emulación. Un costado de la subjetividad: la circulación de los ideales.
Una de las técnicas aplicadas de la estética de la existencia es la escritura. Foucault escribió un trabajo
llamado La escritura de sí, en el que describe cómo en la antiguedad llevar un diario personal en el que
se anotaba a la noche lo realizado en el día; escribir el balance cotidiano no sólo de lo actuado sino de lo
pensado; la práctica epistolar que puede tejer lazos de amistad entre pares como una relación guía-
discípulo característica de los intercambios con los consejeros de consciencia, todas estas prácticas
literarias son investigadas por Foucault como uno de los modos en que el individuo trabaja sobre sí mismo
y trata de modelarse según un ideal que lo haga mejor, más bello y glorioso.
La escritura como instrumento ético, como un ejercicio o ascésis para estudiarse a sí mismo, depurarse,
reflejarse y objetivarse y desde allí cincelarse, esculpirse, fortalecerse, es una de las expresiones en que
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puede llegar a perdurar las formas de la estética de la existencia. Y esto lo señalamos porque uno de los
modos para pensar la ética como estética de la existencia en la actualidad, es una determinada práctica
literaria, una escritura ya no dirigida a sí mismo, ni siquiera dirigida a alguna persona en especial, sino a
todo un público que constituyen los lectores y observadores de la vida de los hombres ricos.
En otro capítulo analizaremos los grupos y la literatura de autoayuda, que constituye uno de los modos
privilegiados de una escritura que se pretende terapéutica a la vez que literaria. Pero ahora
incursionaremos en este otro tipo de literatura, que también tiene cierta abundancia: me refiero a las historias
de vida de los hipermillonarios.
¿Cuál es el motivo por el que los hombres ricos de hoy entregan el relato de sus vidas? ¿Qué oscuro
atractivo tiene el dinero para medir la vida en triunfo, y el triunfo en ejemplo? Se puede decir que lo que
importa no es el dinero, que este se da por añadidura, que lo que sí interesa es que para hacer dinero hay
que hacer algo, y que este algo debe ser apreciado por nuestros semejantes. Que en la historia de la
modernidad hay seres especiales cuyos inventos han modificado la vida de los hombres.
Estos inventos, estas transformaciones, son terrenales, por supuesto, pero más que terrenales son
cotidianas. Los héroes cuyas vidas importan y se difunden hoy han modificado la vida terrenal de los
hombres. Si tomamos por ejemplo la vida de Ray Kroc, habrá muchos que no entenderán el motivo por el
cual escribir una autobiografía, trasmitir al mundo y a las futuras generaciones los avatares de una vida,
autorice la sublime tarea de escritura y de ejemplo existencial, por el hecho de haber inventado la
megacadena de Mc Donald´s.
Por supuesto que ser el propulsor de un negocio planetario no deja de tener su interés, y quizá grande,
como grande es la obra faraónica de instalar a cada tantos kilómetros el característico edificio color
amarillo mostaza y rojo salsa de tomate en todo el recorrido de la redondez del planeta; pero nunca dejará
de subsistir una duda sobre la legitimidad de considerar ejemplar una vida por vender millones de
hamburguesas.
¿ Qué sucede si cambiamos la frase de vendedor universal de hamburguesas, por el de ser aquel quien
cambió el hábito de comer de toda la humanidad, o de casi toda la humanidad? ¿Tendrá entonces más
atractivo, o una justificación más consistente, el hecho de ser el patrón del chessburguer? O, por lo
contrario, ¿acaso nunca dejarán de hacerse oir las voces anti-imperialistas que declaman que comer
hamburguesas desde Kiev hasta la localidad de Unquillo no muestra más que la fuerza del Imperio del
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Norte de arrasar con todas las culturas nativas y con sus, porque este es el caso, comidas autóctonas que
se ven diezmadas y sus chorizos, tamales, patés de foies, chiches kebabs, farofas, gambitas al ajillo,
melanzanes a la calabresa sepultadas por el aterrizaje espectacular del reino de la carne picada?; sí, la
misma carne que en la buena época de nuestra Argentina carnívora se compraba para que comieran los
gatos.
Estábamos acostumbrados a tener contacto con una espiritualidad diferente, la de Plutarco, por ejemplo, y
su Vida de los hombres ilustres, sus Demóstenes, Alcibíades, Cicerones, Demetrios, Brutos,
Pompeyos, Agesilaos, Julios Césares, y tantos que componen la galería ejemplar de la antiguedad. Ni
hablar de las vida de los santos cuyo martirio o santidad iluminaron los senderos góticos del medioevo. O la
vida de los artistas que Vasari nos entregó, y gracias a quien recorremos la vida de Giotto,Filippo Lippi,
Ucello, Masaccio, Botticelli, Mantegna, Leonardo, Miguel Angel y Tiziano. Y si ahora transitamos la
galería de este nuevo fin de milenio, ¿qué apellidos alinearemos para nuestra vida de hombres ejemplares,
en este mundo globalizado en el que la palabra mercado ha sustituido al Estado, a la Nación, a la clase
social, qué otra cosa puede alistarse sinó a los reyes del mercado? A Henry Ford, a Alfred Sloan, a
George Soros, a Akio Morita. a Lee Iacocca, a Ted Turner, y a todos los que nos envien para que
agreguemos a este nuevo desfile rutilante de estrellas.
Para muchos puede parecer una banalidad, pero creo que sucede todo lo contrario, es sumamente difícil
entender la diferencia moral entre un trozo de carne entre dos panes y un lienzo pigmentado, distancia
moral inexplicable aún cuando se diga emparedado y pintura. Es la localización de lo que hemos signado
como espiritualidad, es el mismo universo platónico el que está en discusión. ¿Hasta donde apesta la
materialidad? ¿ Por qué hemos privilegiado al artista sobre el cocinero? ¿ Por qué el invento
contemplativo es inconmensurable con el digestivo así como sus inventores o creadores ni siquiera tienen
vidas paralelas? ¿Qué privilegio tiene la irrepetible pintura original sobre las 120 mil millones de
hamburguesas que la especie humana ha consumido hasta la fecha?
Fijémonos en la relación entre cielo y tierra, entre espíritu y cuerpo, o, para ser más inmediatos, entre
cerebro y mano.
Una utopía de hombre sin manos.
Fue Marx y luego el marxismo-leninismo, quienes denunciaron uno de los pilotes sobre los que descansa la
explotación del hombre por el hombre. Es la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Uno de
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los efectos indeseados que ocultó el optimismo de la economía política naciente fue que junto a sus loas
sobre los beneficios de la división del trabajo que, según los economistas, fomentaba la cooperación y la
productividad de las comunidades, es que haya hombres que están destinados al trabajo honesto y
bruto, y otros al trabajo creativo y superior. Y esta superioridad está dada por una antiquísima imagen
de la civilización occidental, por la que el trabajo manual fue despreciado en un mundo agrícola con o
sin esclavos. El trabajo se llamó servil, y en el medioevo - ya lo vimos - el artesano obraba y no
trabajaba. Sólo en los tiempos modernos, los del nacimiento del capitalismo, el trabajo se convierte en
una entidad problemática y redimible.
Si bien es cierto que el trabajo es alienante en su característica parcial, fragmentaria, especializada y
excluyente, la utopía comunista anunciaba que el día en que el trabajo y el trabajador recuperen el
conocimiento y el control del proceso productivo, en el momento en que trabajo manual y trabajo
intelectual no remitan a una división que ni siquiera es de clases sino de castas, entonces el trabajo será
verdaderamente creativo.
Pero esta división se hizo más sofisticada desde principios del siglo XX. La innovación de Taylor, a pesar de
su propósito de mejorar tanto la productividad como la situación social del obrero, dió una versión más
desnuda e inapelable aún de la división entre trabajador manual y trabajador intelectual; al simplificar,
reducir y especializar hasta su última posibilidad el gesto del trabajador, lo despojó de sus últimos resabios
artesanales y lo sometió a la tiranía del tiempo y de la velocidad.
De todas maneras parece un abuso seguir a Taylor que adscribe la palabra intelectual a la esfera
productiva cuando se habla de vigilancia, supervisión, o mera administración. La división técnica del
trabajo diseña un sistema productivo atomizado en el que a cada tarea manual y directamente productiva
le adjudica tareas de organización y control a las que la palabra intelectual, si pretende apelar a una mayor
complejidad cerebral o un mayor potencial creativo, resulta exagerada.
El pensamiento marxista al no poder terminar con la división, la mitigó. La estiró. Inventó al trabajador
intelectual. De esta manera el marxismo pensaba darle alguna dignidad socialista a una capa de la sociedad
que sólo se integraría en el trabajador total en el momento de la realización de la utopía comunista. Esta
dignidad que pretendía sepultar en el olvido las macabras imágenes de los principios de la revolución
rusa, en las que se hacía arremangarse y estirar las manos a esos finos señores, que al no poder ocultar sus
lisas y cuidadas pieles, sus dedos limpios, y sus uñas redondeadas por instrumental burgués, sufrían la
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amputación salvaje que los dejaba con lo que ellos siempre habían privilegiado, con su solo cerebro,
acompañado esta vez por un par de muñones.¿ No era una ironía de la historia, que lo que los burgueses
siempre habían querido, lo obtuvieran ahora gracias a la revolución proletaria?
Hasta tal punto la palabra intelectual recibía una inflación de dignidad derivada de lo laboral, que llegó a
teñir con sus atributos la más sublime de las actividades, la actividad filosófica, aquella que finalmente
había identificado al fundador, a Marx.. Cuando la palabra trabajo se antepuso a la palabra teórico, o
cuando la palabra práctica también se antepuso a la teoría, entonces sí, la vieja tradición, aquella
inaugurada por Aristóteles, quien describió la teoría como contemplación del Bien, el Bien como el Motor
Inmóvil, y justificaba esta labor no laboriosa sino gozosa al filósofo, mientras esclavos y capataces se
ocupaban de la hacienda, esta tradición recibía su desmentida, su demistificación, haciendo de la teoría un
trabajo, una nueva labor que en términos de la dialéctica hegeliana, rescató la dignidad del esclavo. Se
llegó a la teoría como práctica y al intelectual como trabajador.
Retrocedamos un paso más, hasta Hegel. Las figuras del Amo y del Esclavo en la dialéctica hegeliana
remiten a la nueva dignidad del trabajo. El Amo que merece su lugar por haber vencido el miedo a la
muerte padece un tipo particular de sufrimiento: el ocio, el tiempo muerto, el tiempo vacío. El héroe que
venció al instinto de supervivencia que nos define en nuestra condición animal, quien no se aferró a la vida
ni lo detuvo el miedo a la nada, es derrotado por la nada del tiempo, por el discurrir llano de los ciclos
iguales entre sí. Ha sido derrotado por aquello mismo que Aristóteles situaba en la cumbre de la condición
humana, por la contemplación. El Amo contempla, y se aburre; no aparece el ansiado Bien para llenar
de goce el estado teorético, el vacío es minúsculo y no mayúsculo. La inutilidad del Victorioso. Por su
lado el esclavo ha obtenido su placer, él, que tiene la identidad del humillado, la del cobarde, la del
aferrado a la superviviencia y a la seguridad sobre todas las cosas Es la humillación del necesitado de
protección y del que necesita de la mirada del Amo para justificar su vida, a él le ha llegado su placer,
es el placer del esfuerzo, el del trabajo, y el del servicio.
Ha sido dignificado el servicio, el trabajar para el ocio del otro, el hacendoso ya no está solo, ni siquiera
tiene la única mirada del Amo; sus obras son las que reflejan un nuevo poder, el poder de hacer y de crear
bienes, el poder y el valor de la fecundidad. El esclavo es fecundo, fértil, productivo. La heroicidad
basada en el coraje es desplazada por el ideal matricial de producir.
Por eso cuando Marx extrae todas las consecuencias de esta nueva jerarquía, imagina una era en la que
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los esclavos serán libres, porque el Amo vive de ellos, come por ellos, se abriga con lo que le dan ellos.
Se ha invertido la dirección de las dependencias. El Amo fascinaba por su arrojo, el esclavo se vuelve
necesario por su constancia. El esclavo ha recuperado su dignidad haciéndose necesario para la vida y
sólo falta que los esclavos ocupan el sitial vacío. El Amo es descartable, superfluo.
Cuando ya no haya escasez de bienes, en el momento en que la economía muera, y las necesidades estén
satisfechas, el trabajo no será ni servil, ni útil, ni siquiera productivo, se convertirá en actividad, es decir
labor gratuita, labor en el placer de la creación, en el juego y la inocencia. Los hombres serán libres,
recuperarán aquellos trozos de su ser de los que han sido despojados, y la esencia humana podrá ser
nombrada con el gran nombre que nos legó la filosofía del siglo XIX: totalidad. El fin del trabajo es la
manifestación histórica del Hombre Total.
El hombre total es el esclavo convertido en artista, o filósofo.
Mientras tanto la historia prosigue, y si hay historia es porque no se ha cumplido la utopía. Del ocio del
Amo que nos lega la antigüedad, hasta el sueño del juego del liberto en su nuevo paraíso de la abundancia,
la dimensión que va del arquetipo a la utopía, parece alejarse de nuestra preocupación. ¿Pero cuál es ésta
finalmente?
Comenzamos con la estética de la existencia, luego con el interrogante sobre los fundamentos en los que
puede sostenerse que la imagen del hombre rico sea la efigie a emular en la eticidad del neoliberalismo, y
de ahí llegamos al punto de la división del trabajo intelectual y trabajo manual, y lo hemos hecho
porque el emulable hombre rico no tiene espiritualidad a la vista. Está condenado de acuerdo al humanismo
romántico por su grosera materialidad.
Quiero decir que entender una estética de la existencia en una escritura difundida en la forma de
historias de vida de hombres ricos, choca contra la tradición humanista. Es por esta tradición que hemos
valorado a la cultura, a la espiritualidad creativa, a la dimensión artística, y al artista, al compromiso
político del escritor, es decir al intelectual; hemos creído que el arte y la filosofía en sus variadas formas nos
daban una nueva dimensión del hombre y un obsequio a la humanidad que legitimaba una imagen. El
artista mártir, el artista generoso, el filósofo ocupado y preocupado por el sentido y la marcha de la
historia, el novelista consciente del drama de sus semejantes, el poeta sumergido en el dolor de su alma,
¿cuántas son las figuras que podemos enumerar desde esta tradición tanto romántica como humanista?
Vimos como Robert Reich se divierte haciendo de los artistas una parte acotada del personal corporativo.
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Reich hace eco a una cultura para la que la enseñanza pública es una zona de pereza y de baja
productividad. Un profesor universitario es un cobarde que huye de la competencia. Para un versado del
tercer milenio como Reich, la espiritualidad es el atributo que una casta se dió a sí misma para distinguirse del
resto de los mortales.
No importa que el humanista sea crítico o de vanguardia o materialista dialéctico,ya citamos a Schumpeter,
para quien la crítica es hija del resentimiento burgués que no se anula, por el contrario, con la adulación al
proletario.
El humanismo romántico fue quizás una de las ideologías dominantes de la estética de la existencia de la
modernidad, y su encarnación, el Individuo, se vistió con todos los ropajes de una historia que escucha su
fin.
La importancia del potencial creativo.
Volvemos a las hamburguesas. Preguntamos si el señor Ray Krok tiene todo el derecho a mostrarse como
un ejemplo para la humanidad y decirnos que la vida está llena de oportunidades, que sólo hay que estar
atento y tener ganas, muchas ganas de progresar.
Una aclaración la merece la palabra oportunidad que consideramos más importante que la palabra
progreso para entender uno de los motores subjetivos del capitalismo. Progreso, ya sabemos, es un ideal
del positivismo del siglo pasado; pero oportunidad es la clave de toda una percepción de la sociedad,
definida como un espacio de oportunidades.
Ser oportuno es llegar a tiempo, estar en el momento justo en el lugar indicado. Requiere sensiblidad e
imaginación. Hay sociedades inspiradas en sentimientos débiles como el temor, y sus consecuencias de
retaguardia como la necesidad de seguridad, protección y conformidad. Esta fue una de las razones del
fracaso de los Estados socialistas, que no lograron compensar con incentivos morales la mentalidad
resignada y conservadora de una vida social y económica regulada por un Estado benefactor y protector.
Las sociedades basadas en el sistema de competencia de todos contra todos, puede parecerle a muchos
una guerra civil disfrazada sin otra consigna que la de vencer o morir. Pero es ésta una visión demasiado
apocalíptica del problema. Una visión melancólica. El sistema que abre un espacio de competencia entre
sus miembros, puede mostrarse también como un sistema dinámico en el que nadie puede quedar dormido
porque pierde terreno. Nos mantiene alertas. En un sistema así gana justamente aquel que ve una
oportunidad en donde otros no ven nada, sólo un gesto cotidiano sin significado. O en donde otros
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perciben un problema, una amenaza o un peligro, hay quienes perciben un espacio de creación, una
oportunidad para desarrollar un potencial. Coraje para pensar, rapidez para actuar y frialdad para
decidir.
La tradición del humanismo romántico que siempre nos hizo apreciar los valores de la espiritualidad
encarnados en un individuo especial - el creador, el artista, el buceador de esencias - es una herencia
de la cultura europea. Claro, se dirá, vaya novedad, ya se sabe que no es un legado africano. No me
refiero a eso sino a otra cosa, a los efectos de la emergencia de otra cultura, la norteamericana, en la
civilización occidental. Esta aparición tiñe de novedad al siglo XIX, y determina al XX.
Es instructivo seguir a Sarmiento en sus Viajes para percibir como a mediados del siglo pasado, un
viajero ilustrado como nuestro genial escritor, admira la guaranguería yanqui frente a la distinguida nobleza
europea, y anuncia su triunfo secular que modificaría valores y paisajes del futuro. Pero a nosotros no había
de modificarnos, por lo menos durante mucho tiempo, tanto como duró la impronta de los valores de la
cultura europea en nuestra elites, recién ahora desplazadas por el americanismo guarango de la década
menemista.
Las elites culturales argentinas se repartieron la herencia europea según la procedencia de su estirpe social y
según sus ideales. Por un lado Inglaterra y por el otro Francia, con frecuencia asociada a una Rusia
decimonónica que le aportaba sus artistas malditos. De Alemania hemos celebrado poco, pero no
olvidemos el legado austríaco que desembarcó a sus divinos psicoanalistas . Por un lado una elegancia
inglesa traducida en pacatería, y por el otro una política francesa traducida en desesperación, protesta
social y angustia existencial.
En un libro escrito por Victoria Ocampo en el que nos cuenta su decisión de traer en 1924 a nuestras
tierras al insigne autor de Gitangali, Rabindranath Tagore, se nos ofrece un candoroso y conmovedor
relato de nuestra modo de homenajear y de hacernos acreedores del legado europeo, aunque nos llegue vía
un premio Nóbel hindú. Se describe la estadía del poeta en nuestro país. Si el poeta decía river, Victoria lo
instalaba en una mansión con vistas al Río de la Plata, su magnífica casona de San Isidro; si sugería algún
deseo de música moderna y occidental, le traía a Juan José Castro y una orquesta de cámara con
nuestros mejores músicos para que le alegraran los oídos sin siquiera moverse de su dormitorio; si una de
las mucamas recogía el manto del poeta y veía sus zurcidos, Victoria rápidamente mandaba a comprar a
nuestros mejores negocios una tela de lana inglesa que hacía coser a una modista francesa; si el poeta
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tenía calor lo llevaba a Chapadmalal a la estancia de los Martinez de Hoz, para que desde una amplia sala
tuviera a su disposición el silencio de nuestras pampas para inspirarlo con algún poema; si decidía volver
a la India, le pagaba dos camarotes en la primera clase del Julius Cesare, uno para dormir y otro para
escribir; si el poeta le había elogiado un sillón de la residencia, Victoria se lo despachaba al barco, y si no
entraba en el camarote, ordenaba al mayordomo del barco que lo entrara sacando las puertas y se lo ubicara
según merecimientos; y, finalmente, si encontraba al gran maestro en París, deprimido por alguna crisis de
notoriedad mal resuelta, o de una soledad acompañada por algunas acuarelas de aficionado, Victoria
removía cielo y tierra, contactaba a todos sus conocidos parisinos, y le organizaba una muestra con
vernissage completo y discurso de la condesa de Nouailles.
Así se refleja en cierto modo nuestra relación con la cultura europea. Pero, además de esta constatación
histórica, la pregunta que queda, y que nunca dejó de hacerse Victoria es ¿por qué no dejaba de quejarse
Rabindranath, por qué siempre parecía molesto o disconforme, y por qué en sus cartas a Romain Rolland
decía que no entendía a los argentinos?
Lo que el poeta hindú sí entendía, y así lo expresaba en sus comunicaciones, era la actitud de dispendio sin
medida, la sensación de verse rodeado de gente que parecía haber encontrado un tesoro hacía pocas
horas, ni entendía a esa gente que se comportaba como si nunca hubieran visto a nadie que no perteneciera
al círculo en el que nació, y sobre todo, a unos habitantes de un país que daban la imagen de no tener otra
cultura que la que deparaba el lujo de los muebles ingleses.
¿De qué se quejó el gran swami de la poesía en la estancia de Chapadmalal, para frustración de
Victoria, segura de que la educación que los Martinez de Hoz habían recibido en Londres, facilitaría las
cosas?. Pero no. ¿ Qué esperaba el poeta?, escribe Victoria, que lo llevara a una casa de estilo colonial,
con esos muebles que se ven en los cuadros de Figari, de caoba, algarrobo, que ni el lustre de los años le
dan alguna dignidad, y con un salón con las paredes tapizadas por recuerdos comechingones? El poeta era
injusto e impaciente. No nos conocía, no sabe que somos un pueblo joven que ya no vive de lo que carnea
en las pampas, sino que asimila lo mejor de Europa, como corresponde a una estirpe que va construyendo
sus raíces teñidas de recuerdos de otras tierras y de lo imprevisible de su nuevo sitio.
Es indudable que la herencia isabelina no es la mejor manera para que una elite tenga un especial interés
por la epopeya de las hamburguesas. Nuestras elites han cambiado. Ni el alboroto de matronas culturales
que se desviven por celebridades, ni plateas subyugadas por tenores lacanianos, nada de esta tradición
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queda en pié cuando arriban a nuestros aeropuertos los gurúes del management, los ilustres patricios que
administran la hacienda de los maravillosos sandwicheros.
Qué rica la papa!.
Recién ahora comenzaremos con nuestras estampas. El modo de encararlo sigue a la tradición. Sin el talento
de Plutarco ni de Vasari, ni el de Diógenes Laercio, nuestro propósito es el mismo. Se trata de retratar, dar
una imagen de un personaje ejemplar. Pero debe ser nítida y simple, no embadurnada con comentarios ni
apreciaciones subjetivas. Interesa presentar al personaje en sus actos y en las principales contingencias de su
vida. Tan solo mostrar. En un personaje ejemplar los actos hablan por sí solos. Su vida misma se sabe hacer
lección.
En esta serie de los héroes de la modernidad millonaria, deslizaremos a dos intrusos. Me refiero a Vito
Dumas y Ladislao Biro. Un navegante y un inventor. No son héroes del dinero, sino héroes metafóricos. Nos
servirán para darnos la imagen de la aventura y el riesgo por un lado, por el lado del mar; y para
desplegarnos el rostro de un inventor de una imaginación tan inalcanzable que llegó a inventarse a sí mismo.
Como ya lo hemos anticipado, comenzaremos con la vida de Ray Kroc, el inventor de la hamburguesa
planetaria. Nos deslizaremos del artista al cocinero. La hamburguesa es al mundo de hoy lo que el Ford con
bigote fue al de ayer. Son los mismos especialistas los que lo dicen. George Ritzer( La McDonalización de
la sociedad) hace derivar al modelo macdonald de las teorías weberianas de la racionalización. Ubica en el
imperio gastronómico las nuevas modalidades de gestión que nos hacen pasar del sistema tayloriano, a una
nueva cadena de montaje en la que el gesto mecánico se acompaña con una sonrisa( A.R. Hochschild, The
managed heart).
La revolución gastronómica que inició Ray Kroc cambió el estilo de vida de la sociedad norteamericana, y
de ahí el del mundo. Es sin duda curioso el poder que puede tener un Big Mac - que en la traducción
española de Ritzer, no es más que un bocadillo en cuyo interior, y formando pisos, hay dos hamburguesas,
dos lonchas de queso, así como rodajas de tomate, lechuga, cebolla, pepinillos, etc,- que este bocadillo
cambie el mundo.
Es claro que no es el fetiche empanado lo que cuenta, sino lo que connota en materia de rapidez,
previsibilidad, eficiencia, espíritu lúdico, enriquecimiento imaginario - el payaso Ronald McDonald compite
en celebridad infantil según las últimas encuestas con Santa Claus - en la vida de las personas.
McDonald es el jefe de una dinastía de los que los especialistas llaman sus hijos clónicos como Burger King,
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Wendy’s, Hardee’s, Arby’s, Big-Boy, Dairy Queen, TCBY, Kentuky Fried Chiken, Popeye’s taco Bell,
Pizza Hut, y decenas de otros.
Esta dinastía regentea a una de las industrias más importantes del siglo que termina y del que viene, la
megaindustria de la dietética. Su sede reside en el centro del Imperio, de ahí parten los téntaculos dietéticos
desde un mundo en el que la obesidad es un tema mayor, y los combates por una salud mejor se multiplican
ante el extraordinario poder hegemónico de un menú de macarrones con queso, pan de molde esponjoso,
margarinas vegetales, malteadas, mantequillas de cacahuate, buñuelos congelados y gelatinas.
No creo que la epopeya de Ray Kroc necesite de más justificaciones, es necesario proseguir con el
programa anunciado y dejar que las cosas hablen por sí solas.
Aunque parezca mentira, el gran problema de Ray Kroc no fue el de universalizar la hamburguesa sino el
de lograr la papa frita perfecta. Porque en eso residía principalmente la habilidad de Mauricio y Ricardo
Mc Donald en su pequeño comedero de San Bernardino en medio de la nada y al borde de una ruta.
Mauricio y Ricardo, Mac y Dick, tenían una clientela sumamente fiel que desde el 15 de abril de 1937
hacía cola y fila para comer las delicias que gustaban preparar en aquel rincón perdido del mundo.
Ray tenía 52 años cuando conoció a los hermanos Mc Donald admirado por el empleo que les daban a
unas ocho batidoras, aparato que Ray corretaba hacía años. Sus 52 años tampoco venían inmaculados
después de su diabetes, su artritis, su tiroides y su intervenida vesícula. Se había dedicado toda una vida a
vender para otros los productos del arte de la comida rápida, desde los vasos de papel que ofreció a lo
largo y ancho de los EE.UU, hasta estas mezcladoras, batidoras, para preparar los mejores milk shakes de
los que se tenga noticia. No conforme con su destino de vendedor, durante una época de su vida, debió
mejorar sus ingresos tocando el piano, vocación que lo acompañó durante años, a la noche, entre hoteles y
bares, mientras ocupaba su taburete de la orquesta de jazz. Pero un día, avispado por lo que intuía que
sería un buen porvenir, decidió ser vendedor, dedicar todas sus fuerzas a vender; como él mismo dice:
dedicaría cada onza de mis energías a la venta. Y ya que hemos mencionado la palabra onza, muy usada
por Kroc cuando nos cuenta su vida, vale la pena evocar la importancia que tuvo para Ray ser testigo de
una profunda mutación en el preparado del milk shake. Durante su vida de vendedor de vasos de papel,
Ray siempre estuvo atento a lo que ponían en ellos. El modo tradicional de hacer milk shakes consistía en
vertir ocho onzas de leche en una cocktelera de metal, agregar dos bochas de helado, aromatizador, y
luego mezclar, en las mezcladoras(multimixers) que él mismo llegó a vender. Ray tuvo la suerte de conocer a
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Ralp Sullivan que inventó la fórmula que tuvo un resonado éxito en la venta de los shakes. Este alquimista de
los lácteos ponía leche, estabilizador, azúcar, esencia de vainilla, maicena, y le daba luego un golpe de frío.
Este preparado le daba una especie de leche helada. Luego vertía cuatro onzas de leche en un recipiente
de metal, cuatro cubos de hielo y terminaba el brebaje al modo tradicional. Esta receta permitía
conseguir una bebida más fría y más espesa. Ver como emergía de las profundidades del multimixer que
él mismo vendía, esta bebida suprema, lo hacía sentir - como nos señala con alegría - igual a Charles
Lindbergh y al Almirante Perry.
Todo héroe esconde la llave de su secreto en su infancia. Las señales que tocan su frente y lo eligen
entre los hombres para cumplir con la gracia que el destino depositó en él, rodean su cuna. Fue
merodeando el drugstore de su tío Earl Edmund, que Ray percibió por primera vez la importancia humana,
contagiosa y seductora de la sonrisa. Que sería de la hamburguesa sin la sonrisa! Fue al lado de su tío
Earl que Ray pudo ver a los clientes entrando para tomar una taza de café y retirarse con un sundae.
Decía que el gran problema de Ray fue llegar a hacer las mismas papas fritas que los hermanos Mc Donald
despachaban en San Bernardino. Ray fue el primero en darse cuenta de que la gente tenía una concepción
sumamente equivocada de las papas fritas. Se las concibe como un simple pasatiempo mientras se espera
la hamburguesa o para llenar el vacío entre dos milk shakes. Pero la papa frita ni es un pasatiempo ni es
un consorte de embutidos o rellenos. Quiero decir que la papa frita - para usar un lenguaje hegeliano - es
algo en sí y no sólo para otro. Ray por eso nos dice que las papas fritas son un objeto sacrosanto y su
preparación un ritual.
Este ritual se llevaba a cabo en el templo de San Bernardino, en el que se expedían las mejores
hamburguesas por 15 centavos de dólar, un edificio rojo, amarillo y blanco, frente al bungalow del otro
lado de la ruta, en el que vivían los Mac Donald junto a sus familias. Las papas fritas se cortaban todas
exactamente igual, su forma tenía la lisura de un marmol cincelado por Bernini; su textura no dejaba poros ni
cráteres, ni menos - horror de los tubérculos - agujeros negros, caries putrefactas. Las papas fritas
recién peladas tenían una blancura virginal, mientras la cáscara se depositaban con cuidado como si fueran
prepucios de príncipe.
Previamente, las papas recien compradas eran llevadas a un gran cuarto, algo así como un granero, en el
que se ubicaban en estantes cubiertos por un alambre entretejido que las protegían de los roedores y
otros habitantes del lugar. La puerta del cuarto quedaba semiabierta, detalle nimio, que sólo más tarde
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revelaría toda su importancia. Una vez que les llegaba el turno y las trasladaban a la mesa sacrificial, limpia
como altar azteca, una vez despojadas de su manto color tierra, y filetedas con la exactitud de un
Euclides, se las volcaba en un aceite virgen, recién exudado de la semilla, en el que el crepitar de la piel
anunciaba la metamorfósis de la papa.
Cuando Ray vió todo esto, tuvo una iluminación. El espejismo se le hizo tan real que no pudo evitar un
grito de asombro. Un enjambre de carreteras con estaciones de servicio, interminables filas de coches
frente a sonrisas de mostrador, mantos púrpura, ocres y amarillos que se expandían en el cielo y luego se
hacían pomos con pico o sobrecitos herméticos inundaban su vista. Habló de inmediato con Mauricio y
Ricardo y les contó su visión. Los hermanos Mc Donald no lo entendían, no sabían a qué se refería, ellos
no buscaban un socio, ni tampoco abrir otro comedero, ni nada. Estaban muy bien así. A las tardes,
cuando caía el sol, volvían a sus casas en donde sus mujeres los esperaban con una limonada, y se
sentaban en la hamaca del porche, mientras veían teñirse de rojo las laderas de la meseta que cerraba el
horizonte. No querían nada más de la vida. Ray daba vueltas como trompo. Sentía escapar a su sueño,
veía como las hamburguesas se achicharraban, las malteadas se cortaban y las papas fritas morían en el
aceite rancio de sartenes oxidadas. No sabía como sacudir a los hermanos, hacerles entender que la
papa frita que ellos hacían, que el modo en que las servían con la carne picada, no tenía menos valor que
la manzana de Newton. Hasta que al fin tuvo una genial idea, aquello que llenaría de contenido a su
iluminación, la idea que podía dejarles a los hermanos vivir su vida tranquila y al mismo tiempo
concretar su sueño. Él haría lo mismo que habían hecho ellos, pero como Jesús multiplicaría los panes por
millones, y los Mc Donald no se moverían de San Bernardino ni perderían un solo atardecer sentados en
el porche. Su mente albergó una sola palabra, una idea: franquicia. Tendría la franquicia de las
hamburguesas y sus papas para todo el universo.
Preparó todas sus baterías, dispuso terrenos, levantó andamios, pintó los muros con los colores de la
bandera de los tres condimentos de nuestro siglo - los que reemplazaron a las especias que centenares de
aventureros nos trajeron de oriente - la mayonesa, el ketchup y la mostaza, contrató las mejores sonrisas,
y se dispuso a inaugurar su primer establecimiento en las cercanías de Chicago. Con gran alarde hizo
todas las pruebas del caso, sus cocineros tarareaban marchas triunfales en sus paraísos de higiene, y Ray
sacudía su papa entrecerrando los ojos antes de llevársela a la boca para deleitarse con su obra. Y la
escupió. La papa no estaba buena.
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Habló con los hermanos Mc Donald, le repitieron la receta de mil maneras distintas pero siempre con las
mismas palabras; los cocineros se partían la cabeza sin entender lo que sucedía; Ray le pidió a su esposa
Ethel que lo ayudara en el negocio, que no lo dejara solo, sentía angustia. Pero Ethel reaccionó como
siempre lo había hecho, con indiferencia, descreída de esa agitación permanente de su marido que durante
más de treinta años la ensordecía con su euforia por vasos de papel, batidoras, malteadas y ahora carne
picada y papas. Ray dice que sentía un distanciamiento creciente con su mujer, y el día que le rogó que
se uniera a él en la cadena que quería montar, y ella cerró la puerta de su dormitorio para retirarse a
descansar, supo que su matrimonio se terminaba.
Ray no tuvo más remedio que consultar a la asociación Papa y Cebolla de Chicago. Y nada. Se metió en su
coche, apretó el acelerador y no paró hasta San Bernardino. Allí tuvo un encuentro cumbre con los
hermanos. Se encerraron largas horas, sabían que si las papas salían paposas, todo el sueño moriría allí
mismo. Salieron los tres de la casa y se dirigieron al comedero. Miraron distraídamente, entraron al granero
en el que descansaban las papas, y Ray lo vió, vió el viento del desierto metiéndose por la puerta
entreabierta revolviéndole el pelo. Vió como los pequeños remolinos del atardecer acariciaban la piel de las
papas y las erizaban. Las papas recibían ese frío primigenio del dios Eolo, y los zumos inorgánicos
penetraban todos los rincones del tubérculo. Ahí estaba el secreto. Un frío ancestral era lo que le faltaba a
la papa de Chicago, y su recreación meditada y puntillosa, le daría su sabor de origen.
Como dice su apologista Paul D. Paganucci, en la introducción a la autobiografía de Ray Kroc: Ray
revolucionó el modo de comer en el mundo. Gracias a él hoy se es menos tolerante con el servicio lento,
los precios excesivos, las papas fritas pastosas y las faltas de higiene. Ray contagió su vena creativa,
congregó a los mejores hombres, como el por todos conocidos Jim Delligatti, quien en Pittsburg, ciudad
difícil, inventó el Big Mc, como otros compañeros inventaron el Filet O Fish o el huevo Mc Muffin.
Ray fue un ser humano, demasiado humano, conoció el fracaso y tuvo el coraje de extraer lecciones. Fue
cuando debió retirar de su menú el Hulaburger, aquella tostada que tenía dos lonjas de queso y una rodaja
de ananá a la parrilla. Fue un desastre, la gente luego de comer iba a los baños.
Ray fue un hombre solidario, le dió su apoyo incondicional al coronel Harland Sanders, el fundador del
Kentuky Fried Chicken cuando sus sucesores, a quienes había vendido la compañía en 1964, sin respetar la
principal cláusula del contrato, arruinaron la salsa.
Ray murió a los 81 años de edad en enero de 1984, después de decir la frase que lo inmortalizó: " Work
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is the meet in the hamburguer of life"; y diez meses antes de que su empresa vendiera su hamburguesa
número 50 mil millones. Los japoneses la llaman Makudonaldo.
Akio y Yoshiko.
Esta es la historia de un japonés que no supo ser samurai. Hasta podría llamárselo cobarde, atributo que
en los recuerdos de Akio Morita parece dulce. La cobardía en términos japoneses no es muy diferente a
los que los tratados de las virtudes occidentales han llamado prudencia; pero en medio de un clima de
guerra total mientras se grita un viva la muerte en nombre de Hirohito, es una melodía traidora. Esto es lo
que sucedió cuando Morita a fines del 45 usó un permiso transitorio para volver a su casa y le dijo al
batallón que comandaba que si había orden de suicidio colectivo, no contaran ni con su regreso ni con el
gesto. Que el ambiente kamikaze - palabra que significa Viento Divino con la que bautizaban a los
aviones cargados de explosivos - ejerciera toda su presión patriótica, no incidió en el joven Morita
quien nunca había sido un exagerado patriota.
Desde chico se había hecho familiar de palabras extranjeras, no muchas por supuesto, pero sí significativas
ya que evocaban lugares de un exotismo lejano. Un Morita se había hecho presente en la gran exposición
del París de 1899, presentando los productos tradicionales de la casa Morita, salsa de soja y saké.
También su tío se había paseado por París en un flamante Renault. Así que palabras extranjeras como
Place de la Concorde, Montmartre, y hasta, un vocablo extraño en la lista, Coney Island, habitaron su
infancia. Este cosmopolitismo combinado con una educación refinada en la que se destacaba el amor por lo
bello ejemplificado en admirables colecciones de antiguas artesanías entre las que sobresalían valiosos
pergaminos y pequeñas esculturas de jade, nos hablan de un ambiente de dulzura aristocrática. Quien
haya alguna vez entrado en una de aquellas casas señoriales de Kyoto, puede intuir el silencio que tan
bien saben cultivar los japoneses; esos artificios que arman para dejar escuchar el temblor de las hojas o
el caer del agua; los vacíos que se extienden entre dos aristas sin volumen; las pasos livianos, los gestos o
demasiado lentos o rápidos como la luz; ese saber de contrastes.
Morita de niño escuchó de boca de su padre la frase oracular: si hay quien gusta de la música, entonces
necesitará un buen sonido. Y este sonido entró a la casa de los Morita con la adquisición de una máquina
Victor por el precio de 600 yenes. El primer disco que escuchó en su fonógrafo fue El Bolero de Ravel.
Cuando alguien más entre sus antepasados dijo que un buen aparato de reproducción de sonidos, es
para un cantante de ópera, lo que un espejo para una bailarina de ballet, Akio ya estaba en el cruce de
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caminos que anuncia todo destino ejemplar.
Esta dulce vida por supuesto fue interrumpida por la guerra, y por la destrucción de las ciudades, incluso
la de Nagoya, la de Akio Morita. Después de los bombardeos su ciudad quedó destruída, pero menos
que otras. El 32% de las casas de Nagoya quedaron destechadas, la mitad de sus establecimientos
industriales en desuso. Pero este desastre no tenía los alcances de lo que había sucedido en Yokohama en
la que el 79% de la gente quedó sin hogar, o en Kobe en donde fue el 58% y en Tokyo el 46% sin
vivienda.
Morita trabajó en los departamentos de ciencia de la Universidad. Allí junto a otros comenzaron los
primeros intentos para fabricar un grabador de cinta. El invento fue usado por taquígrafos en los salones
de los tribunales de justicia. De ahí el camino nos lleva al transitor, la radio a transitores que invadió las
plazas de Buenos Aires los domingos y que permiteron a los novios cumplir con una doble satisfacción,
la de sacar a pasear a sus novias sin dejar de escuchar el partido. Pocas veces se pudo ver escenas
más sublimes, de un erotismo sin par, como el de los bancos de plaza en los que las novias casi tiradas
encima de su hombre, les sostenían vaya a saber qué - seguramente no eran las pilas - mientras el
hombre tenía la Spika pegada a la oreja. La Spika, maravillosa palabra que refleja el modo en que los
japoneses se hacen dueños de un idioma. Cuando se sube a un taxi en Japón y se está apurado se le pide al
chofer que conduzca spido; ya vimos en que constan las delicias de los makudonaldos, y ahora tratamos
de entender algo de lo que spika nuestro héroe Morita.
Él también estaba en este negocio de los transitores, para reemplazar al lobo del bosque, la horrible,
voluminosa y caliente además de poco confiable válvula al vacío. Lo pequeño no es acaso hermoso?
Akio nos recuerda que la reducción a la escala pequeña siempre atrajo a los japoneses. Cajas que
fueron inventadas para meterse en otras cajas, abanicos que se pliegan, estampas que se doblan sobre
sí mismas. Lo que no agrega Akio es la reducción de piés femeninos.
Para un hombre como Morita haber inundado con su tecnología los mercados de occidente, es una
especial satisfacción. Nos recuerda que Japón sólo era conocido en el mundo como un bazar de
baratijas. Sombrillas de papel, quimonos, juguetes, todo tipo de chucherías para relleno de cotillón.
El desembarcar en los EE.UU con sus reproductores de videocinta, sus cintas magnetovideofónicas de
ocho milímetros, sus sistemas televisivos que competían con otros que empleaban tres disparadores
cilíndricos eléctricos separados, que situados en la parte posterior del tubo de rayos catódicos emitían la
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imagen de televisión en una serie de haces electrónicos rojo, verde y azul, a los que unas lentes
enfocaban sobre máscaras de sombra, desembarcar con todo su arsenal hasta la aparición de los
microchips, fue un sueño hecho realidad. Tan sólo debía encontrar la puerta por la que los EE.UU se le
abrirían de par en par.
El exacto lugar de la penetración para un japonés hijo del tiro al blanco con arco, no era una dificultad
insalvable. Para esta labor se sirvió de un doble hallazgo. El primero fue el que exigió el nombre de la
marca con la que quería conquistar los EE.UU. La marca de origen le presentaba algunas dificultades,
su nombre completo era Tokyo Tsushin Kabuishi Kaisha, y consideró que no era una buena idea
colocársela a su producto. Había que evitar problemas de pronunciación, comprensión, y sobre todo de
tiempo. Así que comenzaron a tirar nombres hasta que se llegó a Sonus, y de ahí el camino se hizo cada vez
más estrecho hasta el glorioso Sony.
El otro hallazgo fue, sin duda, haberse casado con Yoshiko. Fue con ella que llegó a Nueva York en 1962.
Yoshiko le facilitaba las cosas. Había entre los dos una fluida comunicación facilitada por una sensiblidad
común. Ambos pertenecían a familias cultas del Japón que además, habían asimilado algunas
costumbres occidentales, como lo había hecho, por ejemplo, el suegro de Akio. Akio pugnaba por
conquistar el mercado de los EE.UU con sus productos japoneses, en franca competencia con la industria
local, tarea no sencilla ya que tenía el obstáculo de la desconfianza hacia un país identificado con la guerra
por un lado y con los productos de papelería por el otro. Las historias de la ópera madame Butterfly o
de la película Sayonara intentaban desde Hollywood abrir aunque fuera un poco los nuevos lazos
comerciales que a ambos países en definiva convenían. Mientras Akio Morita imponía su Sony cada vez
más chiquito y cada vez más barato, Yoshiko organizaba una intensa vida social. Morita lo reconoce y lo
evoca así en su autobiografía: mi esposa también se volvió muy diestra en el arte de recibir invitados,
organizando cenas y cócteles con la sola ayuda de una asistente japonesa, una doméstica...en el
departamento recibíamos a más de 400 personas, y Yoshiko adquirió tanta práctica en este menester
que cuando regresamos al Japón escribió un libro llamado Mis ideas sobre las recepciones que se
hacen en casa..
La inteligencia de Yoshiko reside en saber combinar distinción con practicidad. Sus consejos son fáciles de
asimilar y sus resultados se notan con rapidez. Lograr que más de 400 invitados se sientan agasajados,
halagados, cómodos, respetados, considerados, en buena y adecuada compañía, con un culto moderado
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pero no aburrido del placer degustativo, con la dosis justa de bebida para aflojar un poco los controles
de la censura social pero al mismo tiempo sin perder la compostura, y todo esto sin que se note ni la
organización ni a la organizadora en su rol directivo, no es menos labor que la afinación instrumental y la
armonía grupal que debe lograrse en el armado de una orquesta sinfónica. Y no debemos olvidar que
los anfitriones son japoneses, en un mundo de los negocios en los que los invitados no sólo son los
dueños del país, de los bazares y de las compañías publicitarias, sino que no pueden evitar de recordar a
algún pariente caído en la guerra contra el Japón, tener aunque fuere un mínima evocación de Pearl
Harbour, o la extraña comezón que compele a la risa al sentir que se va a un parque de diversiones en
donde se espera la aparición de todos los seres del exotismo oriental.
Pero los Morita, como todos los japoneses, sabían mirar y asimilar rápido el medio ambiente.
Manteniendo rasgos del ceremonial japonés, supieron ceder en algunas etiquetas como la de saludar
tantas veces como el otro devuelve el saludo, agacharse y bajar la cabeza, sonreir sin parar, dejar a las
mujeres esconderse en algún rincón, y alzar la voz mientras el sake fluye en la garganta de los hijos de la
casta samurai. Esta fue una de las innovaciones que Morita debió asimilar, la de que los norteamericanos se
acompañan de sus mujeres en las reuniones sociales, las hacen partícipes de sus reuniones con colegas.
También tuvo que asimilar, pero esta es otra cuestión, el que cada comerciante o industrial del país del
norte, tiene a su abogado como don Quijote a su Sancho.
En su libro Yoshiko advierte a las mujeres que no usen kimono en el momento equivocado. Y es esta una
advertencia fácil de entender si está dirigida a las mujeres japonesas que en su misma situación, reciben
invitados en Nueva York y no quieren ser centro de la curiosidad infantil. Pero no, es ésta una advertencia
para las mujeres japonesas en su lugar de origen y que se despachan con toda la seda sobre sus cuerpos
en situaciones inadecuadas para tal desfile. Mejor dejemos discurrir sus propias palabras: una fiesta se da
para que aquellos que fueron invitados puedan entretenerse por igual durante la comida y cuando
conversan entre sí. Cuando todo el mundo lleva la misma clase de ropa, la armonía se
perfecciona; si hay una sola persona que lleva una ropa que se destaque por su esplendor, eso
determina que cada uno de los presentes se sienta incómodo y que toda la fiesta carezca de calidez.
No hay como el uniforme, siempre dijeron los pedagogos japoneses.
Sabemos como comen los japoneses, con palillos. Cuando Yoshiko organizó sus primeras reuniones
tenía la clara sensación del terror que amenazaba a sus futuros invitados, de los maliciosos comentarios
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que se escucharían en los vestidores de sus huéspedes. `Espero que no nos hagan comer con esos palillos
imposibles porque no voy a probar bocado'. Consciente de esta dificultad, Yoshiko, apenas estaban todos
los invitados reunidos en el salón, abría de inmediato las puertas del comedor para que se viera la mesa
tendida con cubiertos de plata. En fin, todo un éxito. Yoshiko se hizo querer, después de todo los
japoneses parecen distintos pero son tan amables y que si se los conoce un poco ni se nota la diferencia.
Por eso Akio dice con orgullo: a mi esposa la llamaban Yoshi; y sabemos que el uso de apócopes,
apodos o diminutivos es la contraseña de la aceptación afectiva de los norteamericanos.
Esta es la simple historia de los Morita, sencilla y bella como un paisaje de Kyoto. Morita luchó en
occidente sin olvidar a su oriente. Si por necesidad debía pasar una parte de su vida en aviones, nunca
olvidaba de llevar su paquetito de sushi y su botellita de saké. Y todo su agradecimiento a los
norteamericanos no le impide pasarles alguna que otra cortés factura. Digo cortés, porque como el mismo
Morita lo explica, la cortesía es tan inevitable para un japonés, como el don poético para un griego de la
antiguedad, al menos según Heidegger. La cortesía, nos dice Morita, está en la misma estructura del
lenguaje de los japoneses. Critica con cierta sorna a los norteamericanos por haber implementado una
cultura de la desconfianza que es lo único que justifica el aparato jurídico que sostienen. Los estudios de
abogados se hacen la millonada con juicios que inventan con la más mínima excusa. Mientras en Japón se
agradece que uno de los hijos de la familia se dedique a la ingeniería, en los EE.UU se aplaude si ingresa en
la carrera de derecho. Lo que sucede es que en Japón hay confianza, en los EE.UU se le ha metido a la
gente en la cabeza que la única persona en la que se puede confiar es en el abogado, un buscapleitos que
además esquilma a su defendido. No solamente es la confianza en sus semejantes el diferencial entre
japoneses y norteamericanos, también lo es el interés por el prójimo. Morita dice que mientras las
corporaciones norteamericanas sólo persiguen las ganancias, ,las japonesas tienen como prioridad el crear
empleo y mejorar el nivel de vida. El capitalismo competitivo de los japoneses no excluye una fuerte
cohesión social, debido a que se perciben a sí mismos como una gran familia.
No sólo esto, sino que los japoneses tampoco confunden eficacia con lujo y exhibición. Nunca se verá en
el Japón esas oficinas con alfombras mullidas. magníficos bidones de agua( que por lo visto
impresionaron a Akio, quizá imaginó un producto similar con saké), óleos en las paredes y ventanales al
paraíso. Este hombre que supo reconocer que parte de los adelantos sociales del Japón, el empleo vitalicio,
la integración empresaria, la devoción laboral, es el resultado de la ocupación norteamericana y de su
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política liberal para empezar, y represora para terminar, nos habla de uno de sus últimos logros. Uno que
tiene que ver con el ocio, mal aprovechado por quienes salen de su trabajo con la mano ya extendida para
que un barman le deposite un martini. Cuando se encuentra, como en el Japón, satisfacción en el trabajo,
no hay desesperación por las horas del ocio. El trabajo, la fidelidad con la Compañía, crean una sensación
de agradabilidad que no necesita de un consumo frenético, dinero en abundancia y ocios prolongados. Se
está siempre bien cerca del área productiva. Por eso Akio Morita creó el Sony Club, magnífico centro
recreativo para sus empleados, con todo el confort de un ambiente discreto, para disfrutar en buena
compañía profesional que sabe como dispensar su mundo de caricias, con tragos a disposición, y con la
seguridad - nos recuerda Akio Morita - de que los gerentes si se aflojan un poco al menos soltarán la
lengua en casa y no divulgarán indiscreciones o secretos comerciales en barsuchos poco confiables.
La venganza de Mr.Pizza
Lo más interesante de las palabras de Lee Iacocca es que son una expresión de resentimiento. Su interés
reside en que su resentimiento se vuelve auténtico y vigoroso porque es manifiesto. Y cuando el
resentimiento - que es un sentimiento débil como ya lo dijeron Spinoza y Nietzsche - es vigoroso es
porque fue transformado en bronca. Iacocca tiene un enemigo, se llama Henry Ford, el tercero, quien lo
echó como sarnoso de una tienda. La página 1 de su autobiografía se manifiesta sin miramientos: ¿por qué
Henry Ford me despidió? Por qué Mary y las niñas tenián que pasar por aquel calvario?... Ellas
fueron las víctimas inocentes del despota cuyo nombre figuraba en la fachada del edificio..
Su autobiografía tiene un sentido vengativo, es la puesta en palabras de una venganza que ya había tenido
su lado práctico; la proclama enigmática de su revancha reza así: qué es lo que me llevó al éxito? Cómo
me las arreglé para darle un giro completo a la Chrysler?(después de haber sido echado de la Ford).
Ford hizo sufrir a mis niñas, dice; sensación terrible, dolor agudo, impotencia cerrada, instinto asesino.
Tirado a la calle después de 32 años de servicio. El que fuera presidente de la Ford dejaba una oficina
tamaño suite de hotel, cuarto de baño y sala de reposo. Servicio de camareros con chaqueta blanca las 24
horas del día. Tirado a la calle es un decir, la crueldad es sutil, no es frontal. Un buen día, concretando al
mejor modo de Kafka el rumor ambiguo que en los corrillos de la alta gerencia de la compañía
señalaba que había problemas con el presidente, Iacocca encontró su cochera ocupada, y su oficina
cerrada. Un empleado de menor jerarquía le dijo con timidez que habían cambiado su lugar de trabajo.
Se dejó llevar como vaca al matadero hacia uno de los establecimientos periféricos del edificio cuadrado
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de la Ford; lo hicieron entrar y bajar escaleras hasta un escritorio desnudo y una computadora apagada.
La ventana daba a la nada de una pared sucia. Eso era todo, las explicaciones que las buscara con una
astróloga.
Mis manos enpezaron a temblar, el mundo se abría bajo mis piés. Bebía de más. Podía volver a su casa
y disfrutar de sus ahorros que le permitían pasarse el resto de sus días jugando al golf desde sus aún
florecientes 54 años. Pero entró a la Chrysler, para alivio de todos, ya que como hoy nos dice: hoy soy
un hombre que goza de una gran reputación...y ahora, sin más, paso a relatarles mi vida.
Los héroes de hoy casi siempre comienzan por su padre. Con frecuencia, aunque no siempre, ya lo veremos
en el extraño caso de Ted Turner, este recordatorio del padre es una primera y obligada manifestación
de alguna gratitud. Niccola Iaccoca había llegado a América(del norte) en 1902, pobre, solo y
asustado cuando contaba doce años. Esto respecto del padre, en lo que se refiere a la madre -
hablamos de una familia italiana - nos importa su cocina. Comida favorita del pequeño Lido(su nombre
antes de su reconversión): sopa de pollo con albóndigas. Tenemos derecho a preguntar albondigas de qué,
imaginamos que de pollo también, porque vaca con pollo en un mismo caldo... ravioles rellenos con queso
fresco. Ya está, sabemos como es la madre. Sigamos con el padre. Era un aficionado a las motos. Pero un
día se cayó, se golpeó duro. Lido aprendió la lección, nunca quiso subirse ni siquiera a una bicicleta. Eso
sí, usó en su niñez el triciclo, pero nunca se subió a un dos ruedas. Y su ser obsecado le deparó un
destino, porque gracias a su resistencia a montarse en un dos ruedas la fortuna le dispuso una vida sobre
una carrocería de cuatro ruedas. Su padre, a los dieciséis años, lo dejó conducir su ford...lo que me
convirtió en el único muchacho de Allentown que pasó directamente del triciclo a un ford..
Lido comenzó a trabajar desde chico. Su sueño era poner lo que llama un establecimiento de comidas, y
mucho antes, así nos dice, de que se le ocurriera a Ray Kroc. Ahora sabemos que a Ray no le fue fácil y
así como a Lido lo echaron a los 54 con una vida de millonario garantizada, a Ray, a la misma edad,
todavía la suerte nada bueno le había regalado.
Lido a los diez años fue changador de carritos en un supermercado. Durante la adolescencia trabajaba los
fines de semana. A los quince, un hijo de un amigo del padre, Edward Charles, lo convenció de que buscara
una oportunidad en el negocio de automóviles. Estos inicios son parte de la época de la depresión. La crisis
del 29 decidió a muchos a tomar en cuenta el valor del dinero, lo veremos cuando nos encontremos con
Warren Buffet. Dice Iacocca: los años de la recesión económica me convirtieron en un
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materialista. Cuando me licencié en la universidad, mi postura era: no me vengáis con filosofías. A
los 25 pretendo ganar diez mil dólares por año, y después quiero ser millonario. No me interesaba
presumir de tener un título universitario; prefería ir tras el dinero. De esta época le viene una
especie de pulsión ahorrativa, bastante común por lo demás en todos quienes sufrieron privaciones, o los
que trasmiten la deuda de privaciones heredadas o ajenas. En su casa jamás se tiraba la comida;
siempre incitó a sus hijas a codearse( en el sentido material de la expresión, dada la importancia del
codo en la lucha frente a los canastos) con otras personas en las rebajas; siempre inculcó que los créditos
son traicioneros. Por la tradición recibida desde su casa paterna, jamás se le autorizó a sacar una tarjeta
de crédito.
Muchas cosas aprendió de su padre y que trasmitió a su vez. Recordadas palabras de su padre son:¿ por
qué caminar si uno puede correr? Ideas como éstas fueron importantes, pero las ideas vienen expresadas en
sonidos, y a veces el modo de pronunciarlos crea dificultades de integración. A esto se le llama el
problema de la italianidad de Iacocca. Desde joven en su escolaridad, Iacocca se interesó por el lenguaje.
Tenía facilidad para la escritura, y se volcó con esmero al enriquecimiento de su vocabulario. Para
esto, entre otras cosas, usaba el material que le proporcionaba el Reader´s Digest. Era diestro en
redacción, lo que bastante tuvo que ver con sus primeros grandes éxitos en la industria del automóvil.
Una fiebre reumática lo deja sin deportes y lo confina al ajedrez, al bridge, y, poco más tarde, al póker.
De este último juego extrajo enseñanzas que luego le sirvieron en sus interminables negociaciones con los
sindicatos. De sus años de colegio recuerda su afición por la trompeta, que deja por lo que llama su
vocación política, gracias a la cual fue nombrado presidente del centro de estudiantes. Por eso nunca dejó
de reconocer que la aptitud para relacionarse lo es casi todo en la vida. La otra lección que guardó desde
esa época es la de la importancia de la concentración, que para él es lo mismo que aprovechar el tiempo lo
máximo que se pueda.
Finalmente sus deseos de entrar a la Ford se vieron cumplidos. Tuvo su entrevista y no le fue difícil darse
cuenta de cual era su camino. Aquella visión inolvidable de la aparición en el salón de ventas del Lincoln
Continental, la carrocería, el olor a piel curtida de los asientos, la energía que recorrió su cuerpo cuando
agarró el volante, el instante de encuentro consigo mismo en una rápida mirada al espejo retrovisor, todo
esto fue un momento oracular. Supo que iba a pasar el resto de su vida en la Ford.
Fue destinado a la inmensa fábrica de River Rouge para luego pasar de la sección armado a la de ventas.
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Es importante señalar que la sección de ventas fue para más de uno de los que serían los futuros magnates
de las corporaciones, el trampolín a la fama y a la riqueza. En aquellos años no existía lo que podemos
llamar una ciencia del marketing, aunque el capitalismo americano siempre fabricó junto a sus productos
imágenes para atraer consumidores. Reclames como se decía antes, carteles y atracciones audaces e
inesperadas ya tenían su tradición. Pero aún faltaba ajustar la bisagra entre la venta y una publicidad que en
lugar de configurar su estrategia hacia el deseo puro, debía insertarse en la oferta misma del producto,
ser más práctica.
Cuando Iacocca pasó a las ventas, supo que debía construirse un personaje. Comenzó por darle toda su
importancia y a relacionarse con los gerentes de las concesionarias, de quienes, finalmente, dependía la
Ford. Conoció a un tal Charlie que era del sur, fue una persona importante en su vida. Un hombre cordial
y vivaz, muy corpulento y de imponente apariencia, con una agradable sonrisa. Lo que se llama un gran
motivador, el tipo de individuo por el que uno se lanza al asalto de un reducto aunque se le vaya la vida en
el empeño. El fue quien le hizo entender que hablaba demasiado rápido para las costumbres sureñas, que
debía rebajar un cambio la palanca, y manejarse más en tercera. Y supo hacerle entender que tenía un
nombre un poco estrafalario(Iacocca) y que su Lido transformado en Lee iba a caer muy bien ya que el
sonido Lee siempre traía reminiscencias heroicas en oídos sureños. Sus primeros éxitos se debieron a su
imaginación. Siguiendo la lista de los que hacía poco tiempo habían comprado su ford, los llamaba por
teléfono para preguntarles que habían opinado sus vecinos y amigos del coche recién comprado. Estimó
que esta pregunta apuntaba a varias direcciones, que despertaba en el cliente el enraizado deseo de
agradar y evitaba la sospecha de que la llamada era un abrir el paraguas por si el auto tenía alguna falla.
Este y otros hallazgos le permitieron a Lee elaborar su primer libro: Selección y adiestramiento de
vendedores de camiones.
Su perspicacia para lograr mensajes de inmediata comprensión, fácil retención e implementación eficaz,
apareció con el plan 56x56. El modelo 56 a pagar en 56 cuotas. Hasta el momento en que Robert Mc
Namara en el año 1959 sacó el Falcon, Lee creyó que los éxitos de la Ford dependerían de sus
proyectos.
Su ascenso en la escala jerárquica de la Ford, hasta llegar a la misma presidencia, le hicieron reflexionar
sobre los secretos del éxito. Lo que llama el sentido de la oportunidad le parece clave, el timing correcto.
Por supuesto que a esto hay que agregarle lo que llama agallas que en el original inglés imagino que es
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guts, palabra frecuente en la televisión norteamericana y que se usa más en las películas como Secretaria
ejecutiva que en A la hora señalada . Es buena para el ambiente empresarial. El timing es necesario en
un mundo en el que nada está quieto. A la competencia generalizada en el mercado mundial se le ha dado
esta imagen de permanente movilidad vital. Iacocca la asocia a lo que le sucede cuando practica uno de
sus pasatiempos favoritos: la caza de patos silvestres. En medio de los campos y de las lagunas, se siente
en bruto lo que es el movimiento incesante y el cambio inesperado de situaciones. Son realidades palpables
e irremisibles. Se apunta al lomo de un pato, se lo centra en la mira, pero por supuesto que el animal no se
detiene, prosigue su trayectoria. Para acertar el tiro no hay más remedio que mover la escopeta y ser tan
rápido como el ser alado. Iacocca aporta así esta arcaica imagen del cazador de patos que mejora la
imaginería actual del neocapitalismo tan fijado que está en los deportes náuticos, especialmente el surf(ya
hablaremos de la Vito Dumas y de Ted Turner, el campeón de yachting).
Este movimiento constante exigió el aprendizaje de variadas artes por parte de Lee, como el curso de
oratoria que hizo en el Instituto Dale Carnegie. Aprendió a hablar improvisando sobre la marcha, a inducir
a la concurrencia a hacer algo que a él le interesaba que hicieran, a saber cómo tratar a la gente; tantas
cosas bellas y no sólo útiles, tan hermosas como el Mustang.
La vida era hermosa, cazar patos, las hijas saludables, la esposa fiel, el golf, la oficina, qué digo, ese
camarote de lujo en una enorme joya náutica que se hacía llamar trabajo. Todos los días a Lee y a sus
afortunados colegas, a los boys, un avión les traía de Gran Bretaña leguado fresco de Dover, todos los días
que querían comer lenguado, claro. Se servían las frutas más exquisitas al margen de la época del año, por
supuesto, no comerían mandarinas en otoño. Bombones y chocolates refinados, flores exóticas...en fin
todo lo imaginable y más. Se podía pedir en el comedor lo que se quisiera, desde ostras Rockefeller -
especialidad que no tengo la dicha de conocer, a pesar de su extraño nombre que imagino que no deriva
del hecho de sacarlas de napas petroleras del Báltico sino del modo en que las presenta, como es de
público conocimiento, la esposa de David, el del Chase - hasta faisán asado.
La vida color de rosa se fue ensombreciendo. Hasta ponerse negra. Por culpa y obra de Henry Ford III.
Un hombre que despedió a un excelente colaborador, porque era mucho más que un empleado, al leal
Bunkie, no por haber estropeado al Mustang ni por errores estratégicos, sino por haber entrado a su
despacho sin llamar. Un hombre que se sentía con el poder de tener el derecho de vida y muerte sobre las
personas. Que despedía y arruinaba a ser humano con un simple movimiento de cabeza. Un hombre que
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heredó la empresa de su abuelo en la posguerra, y que nunca supo lo que es construir, que nunca pudo
despojarse de la mancha kármica del heredero. Un ser encantado con las superficialidades. Doble como la
cobra, frontal como Jano. Despedía a un empleado porque se le ocurría que era marica, y se le ocurría que
lo era porque usaba los pantalones demasiado ajustados.
En la página 174 de su Autobiografía de un triunfador, Iacocca nos dice que Henry fue siempre un
vividor, alguien que nunca se tuvo que esforzar por conseguir nada. Jamás sudó lo que ganaba, pero le
gustaba darse la gran vida. Vino, música melódica y mujeres. Se hacía trasladar a cargo de la empresa
Don Perignon y Chateau Laffite en avión. Ni siquiera su afición por las mujeres era clara. Lee cree que
despreciaba a las mujeres, a todas, casi, salvo a su madre. Como todo adinerado de tercera generación
pretendía ser un hombre a la europea, pero después de tragarse la tercera botella se le caía la máscara.
Despotricaba contra los negros, aunque, por supuesto, en los consejos de administración y en las
asambleas de accionistas, se aclaraba la garganta antes de pedir protección social para los trabajadores
negros. En el fondo los odiaba a muerte. Además de racista era un hipócrita. La bilis de Lee llega a su
máxima densidad química: me fui dando cuenta que estaba trabajando para un hijo de puta.
¿Pero cuál fue el motivo por el que Lee Iacocca no se dió cuenta de sus verdaderos sentimientos, hasta tal
punto que fue el mismo Ford el que se deshizo de él y le hizo sufrir la más cruel de las humillaciones? Lee
recuerda a nuestro legado religioso y la religiosidad medieval que sostuvo bien en alto para que los
hombres jamás se olvidaran, la lista de los pecados capitales y venales. Para Lee, y sabía por qué lo
decía, la codicia es el más tracionero de los pecados que esclavizan nuestra alma, no le cabe otra
explicación a su insistente pregunta: ¿cómo permití que otro hombre se hiciera dueño de mi destino y lo
manejara según su placer? Acepta que no sólo la codicia lo apresó, 32 años de servicio cuentan más
todavía cuando se es padre de tan maravillosas criaturas como el Mustang, el Mark III y el Ford Fiesta.
Pero Ford lo echó, y Lee sintió que había dejado de existir. Murió en vida, tuvo el destino griego,
aggiornado por la posmodernidad: el destierro. Hoy el antiguo destierro o la cristiana excomulgación es
el despido, de territorial y celestial se hizo social y laboral. Es la muerte en vida, así lo sintió Lee y así se lo
hicieron sentir. El mundo que lo solicitó tanto y durante tanto tiempo, con la misma claridad lo evitó. Dice
Lee: hay que ser dichoso para morir con cinco de amigos de verdad.
Lee no se siente cómodo en la búsqueda de las razones por las que se dejó humillar, reflexiona si no
fueron ciertas deudas las que lo presionaron como las hipotecas que debía saldar, o la familia que cuidar.
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De todos modos, una vez en la calle, el llamado de una empresa competidora de Ford, no sólo más
pequeña sino en tremendas dificultades financieras y al borde de la quiebra, lo salvó del naufragio personal y
le dió la oportunidad de mostrar su destreza en el salvataje de un naufragio corporativo. Y una vez que lo
logró pudo volver a presentarse en sociedad con altura. Como en aquella fiesta de elegantes, en el que
mientras tomaba una copa entre amigos con su esposa Mary, vió entrar a Henry Ford con su mujer. No
se habían visto desde que Ford le comunicó que se había dado cuenta después de tres décadas de verlo
todos los días que realmente no se llevaban bien. Así que mejor era no verlo más. Y se dió el gusto hasta
que se toparon en la reunión. Iacocca, ducho en piscología de masas y de elites, y sabedor de la caza
de patos, del arte de la improvisación social, y de estrategias y micropoderes, calibró la situación que
se presentaba y que ponía en funcionamiento todo el arsenal que el escritor polaco, Witoldo
Gombrowicz, el magnífico, llamaba los variados modos en que intentamos salvar la facha. ¿Qué caminos
se le presentaban a Ford para salvar la facha? Lo primero que se le ocurrió a Lee fue una solución infantil,
descabellada e imposible de realizar: levantarse y darle una patada. Dejemos que nos hable Lee:
nuestras miradas se cruzaron. Yo saludé con un breve movimiento de cabeza y me dije que Henry
tenía tres salidas. La primera, saludar con la cabeza y decir hola, para perderse después en el nutrido
grupo de los comensales.Esto hubiera sido mantenerse firme sin ceder un ápice. La segunda
alternativa era acercarse e intercambiar unas palabras de compromiso. Podíamos estrecharnos la
mano e incluso echarme el brazo a la espalda. Esta reacción hubiese significado lo pasado pasado
está. La tercera posibilidad era salir huyendo como alma que se lleva el diablo, y eso fue lo que
hizo. Se agarró del brazo de su esposa Kathy y se largó a toda prisa.
La vida de Iacocca tomó un derrotero conocido. Remontó la pendiente de la Chrysler, sus directivas
salvaron a la empresa. Usó su imagen para las campañas publicitarias de la compañía. Esto le trajo
notoriedad, una fama mediática que lo hizo codiciable para los buscadores de candidatos presidenciables.
Por supuesto que no lo fue; es un sueño frecuente de los hombres de éxito en los negocios, no de los más
poderosos, los que prefieren una imagen discreta ya que tienen verdadero poder, sino de sus adláteres, el
pasar a la historia de un modo tradicional, o sea como presidente. Su vida tuvo sus dolores, como la
muerte de su esposa Mary, que falleció con el corazón exhausto, y en un momento doblemente triste
ya que no pudo llegar con vida para ver como su marido lograba que la Chrysler devolviera el préstamo
federal.
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Lee volvió a casarse, esta vez con una joven de 36 años bonita, buena cocinera y gran crucigramista. Se
llamaba Peggy Johnson. Sabía que el amor para un hombre de su edad no era volar entre nubes al son del
aleteo de campanitas. Pero tampoco supuso que iba a durar tan poco. Ya le había sido difícil llevar a buen
término el tema de las capitulaciones matrimoniales, aquel rubro con el que la gente rica debe negociar con
su futura mujer los términos financieros de una eventual separación. Superado este obstáculo, se le
presentó la dificultad del habitat, ya que no pudiéndose mover de Detroit, no lograba que su cónyuge
abandonara la sofisticada Nueva York por la ferrosa y vulgar Detroit. Las cuentas telefónicas superaban los
gastos apropiados. Además Peggy no se sentía cómoda con la fama de su cónyuge. En suma se divorció. Y
ahora nos deja Lee mientras hasta hace muy poco tiempo aún se lo escuchaba despotricar contra la
invasión japonesa, contra los especuladores de Wall Street, a favor de la recuperación de la grandeza
nacional, contra la desmedida ambición de jóvenes que quieren ser billonarios aquí y ahora, contra lo
que finalmente descubre como los tres enemigos de su América - hoy se siente más que satisfecho con el
desenlace de fin de siglo - que eran hasta pocos años el Kremlin, Japón y la Opep, Iacocca que en el final
de su segundo libro sobre su vida Hablando claro, dice en la página 243; hoy hay algo que sí entendió, y
más aún cuando vió realizada su campaña por la remodelación y la inauguración magnífica, con la
presencia del presidente Reagan, de la Estatua de la Libertad en Ellis Island, vió lo que su padre también
había visto, que un tal Lido, un señor Pizza, podía ser amigo de presidentes.
Un verdadero artista.
¿Por qué no dirigirse ahora al fundador de la dinastía, al primer Henry Ford, al que nació el 30 de julio de
1863 en Dearborn, Michigan? Este pequeño ser desde que se topó con lo que llama una máquina
locomóvil, a 123 kilómetros de Detroit, desde entonces todo su ser quedó concentrado en construir una
máquina automóvil. Años de taller, pruebas sin fin, trabajos paralelos en compañías de electricidad, hasta
que construyó su gasolinera con la que salía por las calles de Detroit ante la consternación de sus vecinos
y los centenares de curiosos que lo rodeaban y miraban como se mira a una especie desconocida de loco.
Cada vez que salía con ese inesperado y bramante sulky exsangüe, lo dejaba atado con una cadena a
un poste de alumbrado. Dice Ford: gocé del privilegio de ser el único chofer legalmente autorizado de
norteamérica.
Seguir las huellas de Henry Ford es encontrarse con alguien totalmente fascinado por su actividad. Nació
para lo que hizo e hizo lo que desde siempre quiso. Así como vimos que su nieto padeció las heridas de la
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herencia, y las acusaciones y los desprecios de los que lo miraban como un nene con baby doll que jamás
debió sudar ni luchar por obtener sus goces, Henry el grande nunca le debió nada a nadie. Dió, dió tanto
como lo puede hacer lo que él mismo llama un verdadero artista.
Seguir las huellas de su autobiografía es por supuesto observar la pasión que un hombre puede tener por
los cigüeñales. Es amor de carrocería, calentura de bielas. Es difícil para un humanista apreciar las
virtudes del ferrovanadio. Deber ser lo mismo que siente un hombre de pensamiento metalúrgico cuando le
llega un maravilloso texto de filosofía. Pero además de esta pasíon, en Ford hay un pensamiento y una
concepción del mundo que fue dominante en una buena parte de nuestro siglo. Su doble legado consiste en
una enorme corporación y en una tradición moral que aún insiste en los tiempos del neocapitalismo.
Las palabras de Ford están dirigidas a las juventudes y a los que llama los comerciantes. Se anuncia por un
epígrafe: adulterar productos es obrar contra la dignidad humana.
Ford sitúa un punto crucial.¿ Qué es amar a la industria? ¿Qué tipo de hombre puede ser aquel que se
siente en el Paraíso cuando se pasa todo el día de todos los días en un galpón ferroso? No es por lo
general un obrero, ya sabemos, las condiciones de trabajo no le son paradisíacas, pero me refiero a un
hombre que decide invertir su mente y corazón en la construcción industrial, en la obra de arte industrial,
ser un creador de naturalezas industriales.
Dice Ford que el mundo de las máquinas no es un mundo frío, ni es un universo erguido para acabar con las
praderas ni está hecho para pervertir la inocencia bucólica. Ni contra los pájaros ni contra las flores o
árboles. Sólo un necio candor puede sostener que el hombre que suelda metales y goza del paraíso
ferroso, no tiene sensiblidad poética ni comprensión por la belleza natural. No es como quiere
suponerse: gozar la naturaleza no es algo gratis, no nos es regalado, es un premio. Ya no vivimos en un
mundo campesino que nos regala lo natural porque vivimos en él, natural que no era siempre bucólico sino
hostil, terco, imprevisible y cruel. Tampoco se trata de una contemplación que sólo se le ofrece a los ricos, a
los paseantes o a los elegidos que se sientan inspirados por ella para componer coplas o dibujar flores.
Mientras el hombre no penetre mejor en el componente mecánico de la vida, no tendrá tiempo para
dedicarlo al goce de verse rodeado por la naturaleza en todo su esplendor. El dinero no es un fetiche que
simbolice que la riqueza vale por sí misma. Energía, máquinas, dinero y toda clase de bienes, son útiles
mientras nos proporcionen la libertad de vivir. Si nos preocupan las razones del comercio, si inquirimos
sobre el por qué del negociar, toda teoría que sobre esto trate, debe tomar en cuenta que la única
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finalidad del trabajo organizado con fines de lucro no es el lucro, sino los fines para los que éste sirve:
convertir al mundo en un teatro más agradable para vivir.
Ford relaciona esta agradabilidad con la libertad. Por libertad entiende el derecho de dedicar al
trabajo un tiempo determinado, y de conseguir como recompensa un modo de vivir adecuado y de poder
establecer a nuestro antojo las pequeñeces personales de la vida. El conjunto de tales pequeñeces como
muchos otros factores forman el gran concepto idealista de la libertad. Los fenómenos secundarios de la
libertad son los que precisamente nos hacen soportable la vida diaria.
Ford es un moralista; su moral deriva de la vertiente luterana, de su extensión pragmática enriquecida por
Benjamin Franklin. El hombre se salva por su servicio a los otros hombres y así purifica su conciencia.
No se salva ni adulando a Dios, ni pidiéndole perdón, ni esperándo su absolución. La felicidad sobre la
tierra es el reino de la equidad y de la templanza. Es el trabajo lo que define la virtud del obrar humano, lo
que templa su voluntad y nutre su generosidad. Los negocios son una de las manifestaciones del trabajo
humano, no así la especulación, que no es sino una de las formas disimuladas del robo. Ford odia a los
banqueros, a los chupadores de sangre empresaria. Juegan con las necesidades de los hombres, no las
satisfacen como los industriales, sino que gozan con ellas, transformando las heridas en llagas.
El principio económico fundamental es el trabajo. El trabajo es el elemento humano que sabe explotar las
épocas fructíferas de la tierra. Y el principio fundamental de la moral es el derecho del hombre de reclamar
el fruto de su trabajo. El derecho es igual para todos, pero todos no son iguales. Hay talentosos y
mediocres. Nada es igual, ni los ford son todos idénticos. Parecen iguales, pero sin duda que se distinguen
por su andar. No hay dos clases de coche completamente idénticos. Ni tampoco hombres. Hay quienes,
como es el caso de Ford y como él mismo lo reconoce, le tienen horror a la repetición. Ford dice que
por nada del mundo podría hacer las mismas cosas cada día; en cambio, hay otros, y Ford se atreve a
pensar que así es para la mayoría de los hombres, para quienes la repetición no tiene nada de repulsivo.
Para ciertos temperamentos la obligación de pensar es una verdadera tortura.
Ser un creador,ésa es la cuestión. ¿Pero qué quiere decir esto sino una arrogancia ridícula, un gesto de
soberbia que sólo se sostiene por su propia impostación? Ford arremete contra el privilegio estético. Dice
que hay quienes sostienen que una voluntad creadora sólo puede existir en el campo espiritual. Se habla
entonces de artistas creadores en música, pintura y en las otras bellas artes. Por lo visto, hay una
insistencia en limitar las artes y las funciones creadoras a los productos que pueden colgarse de la pared
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en una galería o para ser escuchados en salas de concierto, o bien a lo que por costumbre se manifiesta en
donde se reune gente ociosa y descontenta. Hay que ver como se regocijan en admirarse mutuamente.
Pero cuando un hombre desea ver abierto ante sí el ancho campo de la vida para realizar una obra de
creación, deberá colocarse allí en donde se le aparecerán leyes más poderosas que las del sonido,las del
color y las de la línea. ¿Qué pasará cuando deba medir sus fuerzas frente a reyes de la personalidad?
Nosotros, los norteamericanos, nos dice el rey Ford, necesitamos artistas en el más amplio sentido del
término. Grandes maestros en métodos industriales. Es necesario encontrar hombres, nos dice este
nuevo Diógenes de la industria del automóvil, que sepan transformar a la gran masa política y social,
industrial y moral, en una colectividad sana y bien formada. Así habla Ford, él es un lider, por eso habla
como tal. ¿Qué diferencia existe entre sus palabras y las de los grandes transformadores políticos de la
primera parte de nuestro siglo? Todos aquellos, hijos de Fausto y Prometeo, que querían reformar la
sociedad, mejorar al hombre o crear uno nuevo, restaurar valores y fundar civilizaciones. Ford es un
industrial misionero. Nuestra generación, dice Ford, tiene la íntima convicción de que la honradez aplicada
a la industria, permite la existencia de la justicia y del sentimiento humanitario. Esto es lo que nos permitirá
recibir con alegría los bienes de este mundo. ¿Qué pueden entender de todo esto los expertos de salón?
Decíamos que los obreros no son precisamente ellos los amantes de la felicidad industrial. Su situación es
lastimosa. ¿Pero entonces cómo hizo Ford para conciliar su prédica en favor de una moral del trabajo y
las condiciones sociales de los trabajadores? Hizo lo que su estilo de ser ya parece indicarnos. No se guía
por el maniqueísmo moral ni por su brújula: el sentimiento de culpa. Ford tenía problemas prácticos, y
debía resolverlos. En 1914, la Ford empleaba 14 mil obreros. Debía encontrar un modo de asegurar la
estabilidad de su personal, por la compañía transitaban 55 mil empleados por año. La inestabilidad era
enorme. Nadie se quedaba por más de unos meses. Ni eso. Ni en la Ford ni en otras compañías. Había
que encontrar métodos para atraer la mano de obra y estimularla para quedarse. Un año después sólo hubo
que contratar 6500, la rotación había disminuído en un 80%. La taylorización, aquel monstruo del que ya
hablamos, fue lo que le permitió retener a la gente. Pagó 5 Dólares por 8 horas de trabajo, era el
mejor sueldo que se pagaba en los EE.UU. Y no aumentó sus costos gracias a los estudios científicos
que había legado el hombre del cronómetro, que fue el gran especialista en estudiar el movimiemto físico de
los obreros. Calculó que ahorrando diez pasos a 12 mil obreros cada día, se conseguía una energía de
movimientos de 80 km. El fin del paseo es el nacimiento del trabajo productivo. El fin del gesto superfluo.
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Ser máquina.
Pero Ford era progresista. El progresismo no es una conducta filantrópica. La tradición que elaboró la idea
de progreso nos viene del positivismo. No es específicamente distribucionista ni insiste en continuos
llamados a la equidad y a la solidaridad. Cree en que la ciencia puede ser aplicada al mejoramiento del
hombre y acercarlo a sus ideales de felicidad. Lograr un trabajo totalmente mecánico era, en este sentido, un
paso hacia la meta. Ford adoraba a la máquina y respetaba al hombre. Humanismo y maquinismo en él se
daban la mano, como tantas otras cosas. Humanismo maquinista. En su empresa todos tendrían una
oportunidad. Ni tullidos, ni inválidos, ni ciegos, serían rechazados, porque todo hombre puede desarrollar
un potencial productivo y serle útil a sus semejantes. En todo individuo hay algo bueno. Ford decía: para
nosotros es aceptable por igual un hijo de Harvard que un oriundo de Sing Sing. Todo trabajador
puede ser un forjador de su porvenir. No se trata de curriculum, siempre se empieza desde abajo. Las
investiduras son ridículas.
Pero una empresa comercial no es una máquina. Es un consorcio de trabajo. No es necesario que lo que
sucede en uno de los departamentos, o en una de las secciones, se sepa en otras. Ford tiene poco interés
en algunas voces en ésa época incipientes, sobre la necesidad de mejorar las condiciones psíquicas de la
vida laboral, buscando nuevas formas de desarrollo de la personalidad para paliar los males de la
automatización. Dice que no es necesario que los hombres se quieran para que trabajen en común. Por el
contrario, un exceso de camaradería es inconveniente ya que desplaza lo que debe ser lealtad hacia la
honestidad de la labor bien cumplida a encubrimientos y camarillas. Trabajar es una cosa y divertirse es
otra.
Ford dice que no le gusta el término organización, es petulante. El hombre quiere trabajar y ser útil, y
ser recompensado; sólo una imaginería perversa cree que todo el mundo quiere llegar a alguna cumbre.
Lo que mueve al hombre no es el afán de gloria, ni hay que incentivarlo en esa dirección. Un hombre
juicioso no puede menos que estar atento a su trabajo. Durante el día sólo piensa en él, durante la noche
sueña con él.
Honradez aplicada, religión del trabajo, humanismo maquínico. ¿ Cuál es la idea motriz de la industria?, nos
pregunta Ford haciendo de la palabra idea motriz un símbolo de la poesía de oficios. Bill Gates nos hubiera
preguntado por el software que deseamos para nuestra vida. Ford contesta que lo cierto e indiscutible es
que no es ganar dinero. La idea motriz de la industria es la del servicio encaminado para aplicar una idea
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útil y fomentarla incesantemente hasta hacerla provechosa para toda la humanidad. A esta concepción del
mundo no puede corresponderle cualquier producto. Lo que se fabrica debe tener todas las cualidades de
la filosofía que lo ampara. Ford crearía un producto único y eterno. Inmortal como la Gioconda, pero
además útil. Un modelo único y universal. No había que seguir el modo de hacer de los fabricantes de
bicicletas que cada año lanzan al mercado un nuevo modelo. Un industrial no es una mujer que cada vez
que sale se prueba otro sombrero. Sólo las muejeres feas cambien su disfraz permanentemente, nos dice
Ford. No hay que buscar lo nuevo sino lo mejor. El respeto al consumidor obliga a satisfacer al cliente una
vez para siempre sin inducirle a gastar cada vez más dinero. Un verdadero coche jamás pierde su valor.
Un ford tendría la duración de los buenos y viejos relojes. Para Ford no hay acrobatismo ni propaganda
capaz de abirle el paso a un artículo de modo duradero. Los negocios no son un juego de azar y la moral
siempre se impone.
Un modelo único y universal, un producto perfecto, sin fisuras, con la consistencia del granito y la
completud de la esfera. Todo esto para la grandeza del hombre que gracias al automóvil descubrirá un
aspecto más de su potencia de obrar, como decía Spinoza. Ford prefiere las metáforas de su mundo.
Dice que la vida no es una estancia sino un viaje. Se dice seducido por el darwinismo porque una
concepción de la vida como lucha por la supervivencia va contra la tendencia al enmohecimiento. A este
viaje continuo que es la vida, ahora se le agrega la vivencia de la velocidad. Ser los dueños absolutos de
la velocidad. Todo se esfuma a nuestro alrededor. Un nuevo placer, y un nuevo servicio, ya que el
automóvil dejará de ser lo que se pretendía de él en su nacimiento, un lujo deportivo, una gracia para
los ociosos adinerados o los amantes de los records. El automóvil será un instrumento de la vida cotidiana,
un híbrido que combina belleza y utilidad.
Las tablas de la ley de Ford nos llegan como cántico antiguo. Fue una época en que el capitalismo no
necesitaba de factores exógenos para justificarse. Todo el ideal estaba en su dinámica. Nietzsche hablaba
de los talleres en los que se fabricaban los valores, y agregaba que están allí abajo. Ése es el lugar de
Ford, en los galpones en los que junto a cada coche, en la cinta de montaje se refuerza una moral. Dice
Ford que en nuestra tarea diaria hay algo sublime, muy sublime. El trabajo no sólo es la piedra angular del
mundo sino la base de nuestro propio respeto. La fábrica que proporciona trabajo a millares de hombres,
no es menos sagrada que el hogar. La fábrica es la que otorga y conserva los altos valores encarnados en
un hogar.
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El hombre es como los pájaros, son nuestros inmejorables compañeros. No como los patos de Iacocca
que sólo ejercita su ductilidad para los negocios. Para Ford no hay que atraparlos sino sólo verlos.
Anhelamos su compañía y admiramos su belleza, y su sociabilidad. Pero también necesitamos su presencia
por razones estrictamente económicas; ellos son los que destruyen los insectos nocivos. Ford también
era un pájaro. Se sentía creador, libre, y ansiaba destruir insectos nocivos, a los judíos. Ford odiaba a los
judíos, le repelía lo que define como orientalismo obsceno.¿ Cómo ser el pájaro de los hebreos de América
del Norte?, se preguntaba el rey Ford. A su tabla de la ley le faltaba la exacta enunciación de un último
mandamiento, algo que americanizara para siempre a los judíos para que no siguieran judeizando a los
norteamericanos. Tuvo su respuesta, pero tuvo la mala suerte de que la solución final - aunque no fuera la
que él hubiera imaginado, si recordamos su valores ilustrados, los que pregonan que en cada hombre
siempre hay algo bueno - se diera del otro lado del Atlántico. Pobre pájaro, parece que esta vez se lo
comió el bicho.
El navegante solitario ( Primer momento metafórico).
La imagen del empresario se compone de varios fragmentos. Uno de ellos es el que acabamos de
describir, aquel en el que domina el aspecto moralizante. La idea de trabajo como purificadora del espíritu
es uno de las pivots de esta moral. Pero no es el único. La idea de utilidad es otro, una utilidad entendida
como servicio al otro, y ya no como beneficio personal. Un sentido altruista de la utilidad es el que está en
la base del pragmatismo norteamericano.
El trabajo no se entiende en el sentido bíblico tradicional, como castigo, sino en su renovado sentido
evangélico, como posibilidad de mejorar nuestra vida en la tierra, como lazo que nos une con nuestros
semejantes en una tarea común, y como antídoto contra los vicios y contra el egoísmo de los placeres
fáciles. Es en estos últimos que Ford parecía situar al arte y a los artistas, herencia romántica que hace
de la belleza una creación de un grupo de elegidos que tiene un contacto preferencial con no se sabe qué
misterios.
Este encono con los creadores no es distinto que del que tenía Schumpeter contra los pensadores o
intelectuales. Tanto Schumpeter como Ford se burlan de los eternos descontentos, que pretenden situarse
por encima del vulgo, que siempre están al tanto de las verdaderas razones de lo que sucede o que ejercen
una heroicidad lírica para encanto de púberes y damas aburridas. Hay un animosidad hacia los artistas
desde una virilidad despechada, la del trabajador, el servidor del vulgo, aquel que entiende la creación
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como la transformación de la vida. Pero vida entendida como bienestar, y bienestar como posibilidad de
ser dueño de su tiempo.
Para los economistas como Schumpeter o von Mises, o para los señores de la corporación como Ford, la
libertad y la felicidad es una cuestión de recursos. Y su pensamiento se dirige hacia una universalización de
los mismos. Abundancia de productos, de consumidores, de disfrute, de cotidianeidad variada.
Para el pensamiento económico el valor es tiempo, y el tiempo energía dispuesta en esfuerzo. La libertad
es tiempo, el tiempo hay que ganarlo. Desprecian a la ideología espontánea de los artistas, la del don, o
talento, aún cuando desde el Parnaso reconozcan que el don es una responsabilidad, y que la
responsabilidad exige dedicación.
Entre pensamiento económico y el artístico puede haber este tipo de confrontaciones, aún en épocas de
comercialización planetaria del arte, aunque la idea de un arte oficio exista desde el Renacimiento o
desde Flaubert, o más allá de todas las combinaciones actuales entre arte y tecnología. A pesar de todas las
integraciones que el mercado del arte organiza entre dinero y artistas, entre talento y promoción de talentos,
entre singularidad subordinada a las masificaciones de una demanda global, el pensamiento artístico no deja
de ser oblicuo a la cotidianeidad valorada, porque no puede ser del todo funcional; el económico sí lo es,
es la cumbre de la funcionalidad en tanto su espacio de constitución es el mercado.
Pero no sólo la moral y disciplina están en la base de la imagen del empresario y de las lecciones que nos
dan en sus vidas de ricos. Siempre hubo una leyenda aventurera, una audacia sin garantías. Junto a los
ideales de la razonabilidad hay una epopeya de locura. La imagen del self made man - ya que
hablábamos de arte - es paralela a la del artista original, el que nada le debe a nadie, el parricida o el
bastardo. Es el hombre solo que atraviesa un universo desconocido. De estas imágenes arquetípicas, la del
navegante es una de las más seductoras, de ahí que nos embarquemos con Vito Dumas.
Su barco Lehg tenía 1307 piés cuadrados, 42 piés sobre cubierta, 20,6 en línea de flotación; 7,06 en la
manga, 5,3 de calado. Era un velero de 8 metros de la clase internacional. La altura de su camarote, o
camareta como dice Dumas, era de 1,55m. Con este velero atravesó el Atlántico, desde un puerto de
Francia hasta el puerto de Buenos Aires, solo. Dumas, además, para nuestra fortuna, escribía. Su diario
de a bordo, es una obra de arte de la prosa. Sus dibujos, que ilustran su libro, tienen la fuerza de la
tempestad, uno de los fenómenos que más le gustaba retratar. A veces, hace pensar en T.E.Lawrence, el
de Arabia, o en Willliam Hudson, el de la Pampa. No son escritores, son soldados, transhumantes,
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pastores, navegantes que, además, escriben. Y en estos casos, con intensidad y belleza.
Hay que conocer terminología marina para ubicarse con precisión en los detalles de las travesías de
Dumas. Palabras que designan objetos poco habituales en la tierra pero no en el mar como tormentín,
foque, sotavento, escota, cruceta; viene bien haber navegado para percatarse de los apuros que se
corren cuando se nos rompe la abrasadera de la botavara de mesana. Habría que saber qué es la eslora, la
trinquetilla, o que significa dejar las velas de gavias al pairo.
Pero a pesar de nuestra ignorancia en materia de navegación, no es difícil entender lo que Dumas nos
cuenta, su cuerpo y su alma más el velero, son una sola cosa. Un gran cuerpo solitario. El cuerpo glorioso
del que nos hablaba Gilles Deleuze en sus libros.
Hay muchos tipos de soledades, desde las que resultan de los abandonos, hasta las construídas. Dumas se
inventó una soledad, no sólo una ambición de gloria sino una empresa de conquista del mar para ser el
primero que cruza solo el Atlántico sur y luego la misma proeza pero dando la vuelta al mundo. En este
continuador de Magallanes, hay un ética, algo que va más allá de la moral, porque tiene que ver con la
constitución de una singularidad, de una libertad propia, de un poder sobre sí. Para esto Dumas se impuso
a sí mismo la intemperie y su cuerpo a la nada oceánica.
En la tierra, en condiciones favorables, cuando se tiene auxilio cerca, el hombre decae porque sabe que
otros habrán de ayudarlo. Cuando está solo, cuando sabe positivamente que se encuentra ligado a sus
únicos recursos, se agiganta y lucha. Dumas nos describe repetidas veces las vivencias de este
agigantamiento, que roza los estados de locura. Hay momentos en que en medio de la nada del océano,
después de más de 72 horas de ayuno, con ráfagas de viento de una potencia infernal, con su bote
rebotando contra olas enormes, atado al timón, desnudo, así es, desnudo, Vito Dumas llega a ver a
seres monstruosos que lo acechan, recibe las mismas visitas que los alucinados del desierto, y llega a
desmayarse y despertar tirado en el piso, a veces herido, en un alba ya calma, con el mar sosegado, y una
gaviota en la cubierta, su primera compañía despúes de dos semanas, como le pasó una vez.
¿Qué lleva a un hombre a buscar estas experiencias, como a otros escalar el Himalaya, atravesar el Polo o
internarse en los abismos? Ya no se trata de El Dorado, ni de cualquier otra excusa con la que los
hombres han intentado paliar el sentido de las aventuras a veces no menos locas de los navegantes del
siglo XVI y XVII. Es un acto gratuito, es una acto por la gloria, quizás, o también puede ser una especie de
culebra con la que algunos hombres nacen, no todos, que los incita, los obliga, a despojarse de una piel tras
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otra, y sentir el tacto de la desnudez eléctrica de la muerte. Una vía que lleva a lo que Hegel denominaba la
experiencia del Amo.
Dumas tenía noches en las que se apretaba la cabeza con un trapo para no escuchar lo que llama el rumor
macabro del mar que rompía contra los acantilados.
De la tierra Dumas llevaba sus alimentos para sus larguísimas travesías. Cuando se lanzó a cruzar el Atlántico
Sur a comienzos de la década del 30, anota: 200 botellas de agua mineral, botellas de cerveza, cognac,
cajón de azúcar, manteca salada, nafta, kerosene, 50 kilos de galleta, 6 kilos de papa, 6 cajones de
dulce guayaba, 6 docenas de huevos, limones, luces de bengala, chocolate, cigarrillos, nueces, dátiles,
aceitunas, leche condensada, dos cachos de plátano. Una tempestad a poco de salir, puede arruinarle la
mitad de sus reservas. Sus travesías en la absoluta soledad pueden llegar a los 45 días. Tiene momentos de
agotamiento y escasez de recursos, en los que llega a divisar tierra a pocas millas, y decide proseguir su
viaje por una cuestión de tiempo y de otra cosa. Allí hay vida, nos dice al observar una no tan lejana costa.
Por entre el caserío se eleva una columna de humo. Esto le habla de calor de hogar, de alimentos, de
tibieza afectiva, pero no puedo ir a tierra, repite. Construye así su propia disciplina contra la molicie.
Cuando se siente en el exacto centro de su deseo, en el momento de la reconcilación consigo mismo,
canta. Es el momento del triunfo, de la exhuberancia del optimismo y, nos dice: hasta vuelvo la vista a
popa con la vana ilusión de divisar la silueta de algún amigo, de los que quedaron en tierra. El hombre que
se encuentra consigo mismo busca a un amigo.
Así fueron sus momentos luego de la travesía por el Atlántico Sur, la travesía más larga que hombre solo
jamás haya realizado, y bordeando la costa brasileña, entona canciones cariocas y sueñas con sorbetes de
coco. Puede dormir, ya no se despertará de una atroz pesadilla en medio del agua, no sabiendo los límites
de la vigilia y el sueño, porque entre alucinaciones y sueños, va perdiendo el mínimo ancla, esta vez el de su
mente, que lo ata a la separadora razón.
Las interminables jornadas de soledad están ocupadas por nuevas compañías, son los recuerdos. Por eso
nos dice que la soledad rara vez es absoluta. Por lo general uno está consigo mismo como si se tratara de
un compañero. Le habla a ese yo interno, escarba en el pasado a la búsqueda de escenas olvidadas, se
trata a uno mismo como si fuera otro...Y así voy rumbo para casa nos dice cuando ya está atravesando
el Río de la Plata, y le cuesta admitir que lo que recuerda le pertenece. Su escala en Montevideo había
sido apoteótica, una muchedumbre lo aclamaba en el puerto. Es la gloria, es lo que posiblemente, así la
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define, entibiará su ancianidad por ese recuerdo. Que la gloria no sólo sea, como decían los antiguos -
imagen que siempre perdurará igual a sí misma - el labrado de un signo en la memoria de la posteridad
y que sea común a los hombres, sino, como nos dice Dumas, la construcción de un recuerdo personal, un
espejo que nos acompañará los momentos del repliegue, nos da de la gloria una satisfacción recurrente. De
los otros hacia nosotros, y del pasado a un subjuntivo. La gloria es el futuro, pero el nuestro como
pasado, el instante de la rememoración, y el deseo que esperemos cumplido, que no haya al darnos
vuelta ni vacío ni desazón, ni traición ni cobardía, ni vergüenza. Sino una historia nuestra, reconfortante,
una ancianidad menos cruel, entibiada. Chateaubriand sentía esto mismo cuando veía un libro con su
nombre de autor en una biblioteca.
Indudablemente hay algo en la tierra que a Dumas le gusta. Esto en nada disminuye su ánsia de intemperie,
pero le pone palabras a su malestar. Una vez que se detuvo en un remotísimo lugar, la isla Graciosa,
percibe los rostros toscos de sus habitantes, igual que sus manos, pero sus almas son simples,
hermosamente puras. Las tempestades y la intemperie acribillaron las caras de los isleños, pero nada ha
llegado a amargar sus interiores, a quebrar ese fondo honrado, a torcer una línea de vida inalterable. Dumas
dice que uno piensa en la civilización de casas altas y comprende que es mejor que se eleven las almas y no
los edificios. Dumas hace eco y continua la tradición de los solitarios que desde los alucinados de la
anacoresis que esperaban las lluvias de fuego, hasta la aislada cabaña de Thoreau, sentencian la
decadencia de la Babilonia terrestre.
Pero Dumas vuelve a tierra y se compra un campo. Trabaja la tierra. Es 1942. No es hombre de dinero. Los
gastos para su travesía siempre constituyeron toda una epopeya. Duró unos años este intento de
sedentarización. La guitanería naútica no lo deja descansar, es un navegante. A Colón, nos dice, lo
acuciaba una incógnita, a mí el peligro. Estudia la ruta imposible. Cruzar el océano hasta Sudáfrica, y de
ahí seguir hasta Chile y luego bordear hasta el Plata. Su despegue no es fácil. Había sembrado semillas
de cereales altivos, se había hecho de amigos, de un perro llamado Aramis, de un árbol, de un caballo,
de la bueña compañía de sus peones, tenía familia. Pero se da una misión, se inscribe a sí mismo en una
epopeya mostrativa. En plena guerra mundial se siente adjudicatario de mostrar que no todo está perdido,
que aún quedan soñadores, románticos, visionarios, que la juventud de América lo necesita. Se despide
y no mira para atrás. Carga nuevamente su arca de Noé con 6 latas de cacao, 20 de kilos de harina de
lenteja, arvejas, garbanzos, arroz...10 kilos de yerba, latas de aceite y 80 kilos de cornes beef, 40 kilos
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de manteca salada, chocolate en barras y chocolatines, 15 latas de leche condensada, 70 kilos de papas,
5 kilos de azúcar, latas de frutas confitadas, 10 frascos de mermelada, cigarrillos, tabaco para pipa. Pocos
días después de salir una tempestad lo deja casi sin víveres. La turbulencia y las masas de aire negro lo
dejan sin resto físico, ya ni puede sostener el timón, tiene heridas infectadas y su brazo purulento tiene el
grosor del mastil, alucina por la fiebre, desnudo. Y se deja llevar por lo que llama el destino. Laxitud,
conformidad, esperar que lo que deba suceder, suceda. Se le ocurría que iba siendo otra vez un niño. Tenía
una sensación de gratitud, de respeto hacia la muerte. En medio del desastre, había encontrado al
marino que era. Un nuevo momento de reconciliación, un cuerpo glorioso, un vertiente distinta de la
gloria como memoria, es una gloria estado, un cuerpo célibe, como - nuevamente - nos decía Gilles
Deleuze en el Antiedipo. Fortalecido en la conformidad está dispuesto a enfrentar la incógnita del futuro.
De repente la calma. La reconstitución del barco diezmado. De sí mismo. Nuevamente la vista recomienza
a buscar apoyo en algo, algún barco lejano, acostumbrada que está la vista terrestre a chocar en la
ciudad, a cada instante, pero allí nada se ve, tan solo la masa ondulante que se funde con el cielo en el
infinito. Es el momento de la oración, Dumas nos cuenta que ora en su camarote, ha inventado la religión.
Un inventor polimorfo.(Segundo momento metafórico).
Un marino es muchas personas, Vito Dumas nos dice que es cocinero, enfermero, médico de sí
mismo...¿Y qué nos dice ahora la extraña palabra inventor? Los jefes de industria se han considerado a sí
mismos como inventores, experimentadores que tuvieron la iluminación de crear algo nunca visto. A esto
le han agregado una pericia comercial, ya sea haciéndose cargo de la comercialización, o encontrando
socios financieros que los acompañaran en sus invenciones.
¿Pero qué sucede cuando un inventor también se inventa a sí mismo? O, mejor dicho, cuando se inventa a
sí mismo para los otros? Se convierte en un mitómano, alguien que no por eso miente, está más allá de la
mentira, está en la fábula, es un fabulador. Y un fabulador es algo parecido a un sonámbulo, no se
aconseja despertarlo, en realidad, da miedo despertarlo.
Los mitómanos y los sonámbulos imponen un extraño respeto. Les tememos a las consecuencias que
pueden desencadenarse si les interrumpimos el ensueño. Un sonámbulo puede tener una imprevisible crisis,
un mitómano puede reaccionar anonadado: ¿de qué le estamos hablando cuando intentamos devolverlos a
la realidad, a la verdad y a la vigilia? No nos escucha bien, no acusa recibo de lo que le decimos, no nos
entiende. Que no podemos creerle, bueno, es cosa nuestra. Nos evita empleando cápsulas fóbicas contra
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la verdad; una verdad que percibe como una muestra de malestar; seguramente hemos dormido mal y
conviene hablarnos otro día. Se va, siempre se nos va.
Pero nuestro temor en realidad no se debe a estas temidas consecuencias racionales, es algo irracional;
algo del orden del terror, un orden trasmundano podría tragarnos. Despertar a un ser transhumante podría
despedirnos hacia aquella misma realidad. No queremos estar presentes en el momento en que se
desnuda una verdad, no resulta una demistificación alegre. Despellejar a un ser frágil, desabrigar a un
desamparado, no es una tarea generosa, es una expresión de nuestra intolerancia, de nuestra irritabilidad,
de la insoportable levedad del ser. Reformar a un mitómano es una necedad. Demistificar a un mitómano
es algo obsceno.
Ladislao Biro también dice recorrer una miríada de oficios. Ha inventado muchas cosas, y tantas hubiera
podido inventar. La diferencia, una entre otras, entre un inventor puro y otro empresarial, es que el inventor
de productos comerciales cuya difusión transformó el espacio terrestre, se entrega a una profunda afición,
a una experiencia unívoca. Ya fuera la afición automovilística de Ford, o la larga vida al lado del negocio
de comidas rápidas de Kroc, nos muestran una constancia en un sólo quehacer. El inventor por su lado
tiene la vocación de inventar. No descansa en sus experimentos, lo primero que inventa son problemas,
posibilidades en todo. Puede mirar una llave de luz, un engranaje o una palanca de cambios, un sistema
eléctrico para ascensores, un niño escribiendo en su pupitre, un semiconductor de partículas beta, todo es
incitante, el campo de acción es infinito para proponerse desafíos e intentar milagros.
Ladislao Biro, o Lazlo Biro para pronunciarlo en húngaro, o Lazzi o Lozzi, para escribir el apodo
correspondiente ( la a en húngaro se pronuncia como una o, y la o como una a, con lo que hay que
combinar ambas), tuvo una desgracia que tambien fue una dicha. Inventó algo que lo hizo tan famoso,
especialmente en la Argentina, que el resto de su vida y de su obra inventada, ni siquiera se recuerda.
Inventó la birome, nombre que bautizó en el mundo de la Argentina un artículo, mucho más que una marca.
Birome es el nombre de un ser inanimado. Del mismo modo en que un escritor de ciencia ficción como
el sr. Gillette quedó identificado con una hoja de afeitar.
Biro nos dice en los comienzos de su autobiografía Una revolución silenciosa: me siento un accesorio
de la birome. Esa situación siempre me ha dolido.
Cuando Biro en su juventud húngara editaba el periódico Elore, que quiere decir Hacia Adelante, y
estaba a cargo del funcionamiento de las rotativas, ya soñaba con una rotativa con la forma de una
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lapicera. Ver jugar a la bolita en las calles de su ciudad, ver como una bolita húmeda trazaba un sendero
sobre la tierra hasta chocar contra el gran bolón, reforzó su idea preliminar. El problema residía en la
tinta, que debía adherirse a una superficie de acero pulido, y que sin resecarse en el depósito de la lapicera,
se adhiriera con rapidez al papel. Sus experimentos se sucedían, y un encuentro tuvo para él carácter
premonitorio, aún cuando en aquel momento jamás sospechara que su destino seguiría en el otro lado del
mundo. Estando en el balneario Rogacska Slotin, le presentaron al general Agustín P. Justo a quien le
comentó su inquietud vital: ¿ cómo construir un bolígrafo y ajustarlo a una tinta que nunca era la misma?
Este dilema debe haberlo parecido extraño al general, un enigma que se parecía a los apotegmas de
Heráclito, aquel que nunca se bañaba dos veces en el mismo río, y lo invitó a conocer a la Argentina, una
tierra de milagros que necesitaba de jóvenes intrépidos como el ambicioso Ladislao.
La vida de Biro está llena de peripecias. En 1918, junto a otros jóvenes húngaros, participó de una asonada
en la que tuvo un rol protagónico, que se llamó La Revolución de las Rosas de Otoño, que hizo imprimir
por primera vez su nombre en los libros de historia. En 1920 estuvo interesado en los fenómeno de la
hipnosis, rutina para la que era particularmente dotado. Tanta fuerza de convicción tenian sus poderes, que
tuvo un ligero percance que por suerte no pasó a mayores. Hizo dormir a una muchacha de 16 años, y
comprobó la rigidez de sus brazos. Pero en lugar de pedirle `haz que tu corazón palpite más lentamente', le
ordenó: haz que tu corazón NO palpite tan de prisa. Al llegar a la palabra no y terminar la palabra
palpite, la mujer cayó desmayada sin pulsaciones.
Biro nos dice que si mira retrospectivamente su vida, se da cuenta que siempre le han disgustado las
ocupaciones fijas y rutinarias; puede verse indistintamente como estudiante de medicina, grafólogo,
investigador en biología, empleado de seguros, despachante de aduana, pintor, periodista, crítico de
arte, escultor, corredor de automóviles...
Este último oficio de la lista incompleta de los que ejerció, es particularmente aleccionador. A los 22 años,
con dinero y tiempo libre, dice que era capaz de cualquier inconsciencia. Decidió comprarse un auto de
carrera, sin haber manejado jamás. Un actor amigo, Svetislav Petrovics, era dueño de un auto de carrera
Bugatti de doce cilindros, único en Hungría. El auto estaba inscripto en el circuito de las sierras de Syab.
Qué podía hacer con ese monstruo, cuyo manejo ignoraba por completo, y que para colmo iba a
correr según anunciaban todos los periódicos en la próxima competencia de Syab?.
El problema era que Biro no sabía manejar y que la carrera iba a tener lugar en unos días. Por supuesto que
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no suspendió su participación. Contrató un hombre que manejaba un taxi con el cual tomó algunas clases.
Biro reconoce que le resultaba particularmente dificil la comprensión motora del embrague; cada vez que
pifiaba, recibía un fuerte pisotón de su chofer y maestro. Lo consideró un sistema doloroso pero muy
eficaz; Biro ganó la carrera, aunque usted no lo crea.
Y esto no es todo, Biro nos dice que en los periódicos de la época - la revista Auto, por ejemplo - se
elogiaban sus inauditas condiciones y se ponderaba sobre todo su audacia en las curvas.
Pero no contento con esta proeza, Biro aprovechó su experiencia automovilística para interiorizarse y
meditar sobre el funcionamiento de los coches, hasta que, en la década del 30, inventó nada menos que el
cambio automático, que vendió a la General Motors en 200 dólares. Satisfecho con esta operación, tuvo
un tiempo en el que se dedicó a pintar. Afición que perduró; en algunas de sus pinturas se aprecia un
tema zooerótico, cisnes sobre mujeres desnudas o cosas parecidas. Pinté y vendí gran número de cuadros
nos dice Biro, y agrega en la página 76 de su autobiografía: Si soy capaz de hipnotizar, correr carreras
de automóviles, realizar trámites aduaneros - oficio que aquí no hemos detallado - , inventar,
pintar, esculpir y ser marido, por qué no editar revistas?. Lo que evidentemente también realizó.
Esta vida feliz, o al menos plena, se vió interrumpida por la guerra, y también por el antisemitismo. Da
toda la sensación de que Biro era judío, aunque no parece tan claro en su autobiografía, en la que nos
habla de su esposa e hija con antepasados judíos, y de su temor de que lo apresaran como no ario. Por lo
que su judaísmo proviene de una deducción, que para los nazis era lo mismo que toda una definición. Y
que lo obligó a emigrar, primero a París, y después de algunos avatares, pasando por España a Portugal, a
la Argentina. Aquí vivió el resto de su vida, y fue en nuestro país que inventó el objeto que lo inmortalizó:
la birome.
Hay dos palabras que Biro destaca de sus impresiones de las Argentina, una es mañana. Adverbio
temporal usado con frecuencia en nuestro país, en especial lo escuchaba cuando se trataba de ponerse de
acuerdo sobre algún cometido a realizar, ya fuera trabajar o pagar. La otra es yapa, hermoso vocablo
que por supuesto jamás había escuchado, referente a un gesto que tampoco nunca había visto. Este dar
de más que antes era generalizado en nuestro país, ahora menos, y que Biro recibía con la frase: ¿lo
quiere con yapa? de un mozo de bar, sonaba en sus oídos como música angelical para quien venía de la
guerra y de la escasez.
Biro inventó muchas cosas, el perfumero a bolilla - era un especialista en sistemas retráctiles -, el
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termómetro registador portátil, la cerradura a prueba de ladrones, y un invento especial: una boquilla con
filtro, luego llamado y comercializada con la marca Filtox, y que el General Perón apreció en grado
sumo y que le encargó más de una vez. Biro dejó el asunto de las boquillas, como los otros inventos, se
desvinculó de la fabricación de las biromes, nos dice: mi reacción puede parecer desconcertante, pero
mi interés central ha sido siempre el desafío que me propone un problema, y que una vez resuelto
pierde para mi todo atractivo. Esta es una de las facetas por las que Biro se diferencia de los
empresarios que aunque inventan tienen la capacidad de la organización, admninistración y comercialización
de los productos. Parece ser que un mínimo requisito de pulsión burocratizante es necesaria para progresar
en la vida capitalista. Biro agrega: es muy difícil que un inventor sea a la vez un buen empresario.
Para dirigir una industria se requiere una persona que se ocupe, infatigablemente de todos los
aspectos, porque el buen funcionamiento depende del ensamblamiento armónico(...).Un empresario
debe ser duro e insensible...imaginativo y previsor, pero siempre debe actuar sobre una base real
que no comprometa nunca el futuro de su establecimiento. En contraste, el inventor ha de poseer
una enorme fantasía, ser excelente observador...tener coraje, tenacidad. Biro acentúa además una de
las peculiaridades que por lo general tienen los inventores, son seres para quienes las fallas en las
experimentaciones son absolutamente funcionales, no conocen la palabra fracaso. En consecuencia nada
más natural para un inventor que tolerar las fallas y los errores ajenos; tan acostumbrado a
aceptar los propios como constructivos. Esto en un establecimiento industrial lo lleva al descalabro.
La inquieta vida de Biro lo llevó a trabajar e investigar en un amplio muestrario de temas y proyectos, que
lo condujo hasta la misma comisión nacional de energía atómica, en la que trabajaba en un plan para lograr
energía, de aquella que explota, a un costo mucho menor. No lo logró porque lo sorprendió la muerte,
antes de que se desmantelara el mismo centro. Biro nos recuerda a Benvenutto Cellini, autor de otra
celebrada autobio grafía, en la que nos cuenta su vida de genial orfebre y de aventurero capaz de
enfrentarse a batallones completos de truhanes y de enamorar a las más bellas mujeres. Biro no se quedó
atrás, aunque él, hombre sin duda discreto, prefiere no hablar de sus numerosas relaciones con mujeres
más jóvenes, porque nos dice en la página 103 de su libro que se da cuenta de que aún viven, están
casadas y con hijos. Discresión respetuosa hacia otras familias.
El hombre que tuvo a su familia.
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Hemos terminado con las metáforas. Las aventuras náuticas y el don de la invención, han sido dos imágenes
apreciadas por los cultores de la nueva era empresarial. Por eso hemos buscado dos ejemplos depurados.
Un navegante sin empresa y un inventor autónomo. Navegar por mares desconocidos, alejarse de los
refugios protegidos, buscar el riesgio y la intemperie, son parte del management poético. Lo mismo que el
don demiúrgico de la invencion. Respecto del don recién mencionado, vimos como, a veces, hace
metástasis y trasvasa los límites de su objeto. Ya no se sabe si el inventor no ha sido a su vez inventado.
Por eso hemos hablado de la extraña pasión de la mitomanía. Pero el don de la fabulación no sólo implica
una sujeción a una patología incurable, sino que es al mismo tiempo un arte de la imaginación. El mitómano
o fabulador hace al menos el esfuerzo de entreternos con historias fantásticas, ya sea para seducirnos, o
para seducirse a sí mismo. Con lo que pincharle el globo es un acto de sadismo, de resentimiento.
Otra cosa muy distinta sucede con el calculador, que en este caso es el que cuenta una historia de la que
es principal protagonista para seducirnos, quizás para seducirse a sí mismo también, pero que no está sujeto
a ninguna patología, todo lo contrario, es dueño de la máxima cordura. La palabra patología sólo indica en
aquel caso, el del mitómano, una vocación al fracaso.
El mitómano es un perdedor, su reino de la fantasía no le permite grandes conquistas, sólo ventajas
esporádicas en las primeras escaramuzas, para luego volverlo a su extraño autismo. Se sabe que miente,
pero se lo escucha igual por las razones misteriosas que aventuramos antes. Por un extremo pudor.
Pero cuando la fabulación es un instrumento de cálculo, esto significa que está al servicio de un logro, de
la construcción de una imagen al servicio de algo exterior. Es una mitomanía centrípeta o exógena que
responde a ciertos intereses; la otra endógena y centrífuga sólo responde al inacabable placer de gustar. Es
una diferencia entre una mitomanía histérica, que nunca logra su objeto, y una fabulación de marketing.
Esta última es la que creo común en más de una vida de ricos, en las autobiografías de ciertos
triunfadores, y en ésta que encontré: Macri por Macri, escrita por Franco Macri.
Nadie puede decir, o está en condiciones de afirmar, que la vida de Macri no merezca un libro, una
apología, o un elogio. El elogio es una antigua figura retórica que usaban los sofistas y los maestros de
retórica de la antigua Grecia, como en el caso de Gorgias, que ponían a prueba su maestría en la
composición de argumentos y de razonamientos didácticos, justificando y encomiando conductas de
personajes condenados por la opinión pública. En el caso de Macri, decidió hacer el elogio él mismo
de sí mismo a sí mismo, en un libro en cuya tapa su apellido consta tres veces. Pero no es un problema
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de vanidad, o al menos sólo de vanidad.
El ser humano es complicado, no es fácil desentrañar la consistencia de su autenticidad. Jean Paul Sartre
siempre se interesó por estos problemas de sinceridad y autenticidad en los hombres serios. La seriedad es
una imagen temible, madura. Sartre desentrañó su anatomía encarnada en la respetabilidad burguesa. La
ecuación le dió lo que definió como mala fe. Un mundo de la comedia en donde los actores se toman en
serio. La seriedad consiste en aceptar la realidad, tener la lucidez de aceptar sus límites. Este realismo
es la infraestructura de las conductas de mala fe. Nos damos la coartada de lo real.
Sin duda Macri no es un santo, ni un personaje de Edmundo D' Amicis. Aunque, su autobiografía, parece
un capítulo del llorado libro Corazón. Este pequeño niño italiano es tan puro como Garrone, como el
pequeño escritor florentino, como el hijo del carbonero, y todos los personajes de la inconmensurable
bondad de ese maravilloso texto. Preguntarnos sobre el motivo que llevó a Macri a difundir su vida, es
un misterio, misterio raro, al cuadrado. Porque justamente Macri comienza su libro diciendo que nos
entrega ésta su vida, ya que no hablar del pasado es crear misterios inexistentes. Pero este develamiento de
su misterio es otro misterio.
En realidad el pasado de Macri había sido recientemente escarbado por el periodista Luis Majul en su
libro sobre los dueños de la Argentina. La palabra escarbado refleja la probable sensación que debió haber
tenido Macri, ante una investigación que no le permite volar como los ángeles. Se sintió escarbado por una
exposición de su vida en la que cuentan más sus relaciones con los sucesivos ocupantes del Estado, con
asuntos de negocios que entre el Banco de Italia y mantenga limpia a Buenos Aires trazan una compleja
red que es algo más sombría que su voluntad de construir, hacer, edificar, dar trabajo, y arriesgarse todo el
tiempo.
Pero cuando se dice mala fe, nos remitimos a un sentimiento semiconsciente. Es un problema la
semiconsciencia. Si fuera inconsciente, no sería un sentimiento, sino un deseo que actúa disfrazado, como
lo indicaron Sófocles y Freud. El género literario que le corresponde al deseo inconsciente es la tragedia. Si
fuera del todo consciente, la mala fe - que es el modo con que habitualmente se la interpreta - sería una
forma del cinismo. Macri mentiría a sabiendas, seguiría el apotegma de Oscar Wilde: el cínico es el que
sabe el precio de todas las cosas y el valor de ninguna; y montaría su estrategia.
Sin embargo, estimo que Macri se siente alguien sumamente especial, una especie de líder, una figura
emblemática, al menos para sus nietos. No olvidemos que el propósito explícito del libro es que quede
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como testamento de vida para sus nietos, que sepan en la posteridad quien fue su abuelo. Alguien mucho
más importante que sus padres, por supuesto.
De todos modos, aparentemente los nietos somos muchos, al menos así lo consideró la editorial Emecé,
quien le publicó el libro.
A la mala fe le corresponde, así lo afirmaba Sartre, la comedia, en tanto género semiconsciente.
Distinguíamos la mitomanía histérica como irreversible, porque está al borde del inconsciente. Un
mitómano es un cuasiloco, por eso da miedo. El calculador ejerce una fabulación moral, es un
mitómano de la bondad. El histérico es un mitómano esteta, imagina y trasmite escenas de alto humor
perverso, de una grandielocuencia física. El fabulador moral es una persona de buenas intenciones, se
sabe bueno en un mundo malo. Un bueno en un mundo malo, es un bueno acediado, si debe ejercer la
maldad es en defensa propia. El fabulador sólo es malicioso, vil y corrupto, en defensa propia.
Pero confesar públicamente las tramoyas, los entuertos, los trapitos, es darle de mamar a los malos del
malvado mundo. Es regalarse en balde. No hace falta echarse leña, para eso están los otros. Además, la
maldad en defensa propia, no se confiesa, es un boomerang. Siempre hay seres como Sartre que inventan
una teoría filosófica para demostrar nuestra impostura, para acusarnos de mala fe y para mostrar que no hay
otro mundo que el que inventamos a nuestra imagen y semejanza.
Macri es del sur de Italia, de una clase acomodada. Por supuesto que nos habla de su padre, quien
siempre preparaba un gran almuerzo para el santo de los pobres. Esta fue una lección ya que, mucho
después, en la Argentina: cuando con mi hermano Antonio trabajábamos en las obras, llamábamos la
atención por nuestro don para tratar a todos por igual, sin importar su jerarquía o poderío. Voy a
seleccionar los principales aspectos de su vida. Tenía un compañero de banco que se llamba Gori, que se
copiaba. Le gustaba escuchar radionovelas. Llegó a escribir algunas cositas que su hermana Pía aún
conserva. Su padre le aconsejaba leer a Platón y a Marx, pero él prefería Flash Gordon. De la guerra
conserva el hábito de apagar las luces al retirarse de cada uno de los cuartos de su casa ( imaginamos que
no deja a nadie adentro). Otro hábito de posguerra es darse una ducha caliente para tener la sensación del
lujo. Siempre fue muy cabeza dura. Y muy enamoradizo. Nos dice: de repente el sexo se convirtió en
una fuente de placer y también de problemas que, aunque entonces, aún lo ignoraba, me iba a
acompañar el resto de mi vida. Su primer romance fue a los 5 años. De adolescente conoció a una mujer
mayor, de 22 o 23 años. La señorita le pidió cambiar la lampara del techo. Ella subió a la mesa con su
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camisón. Fingió tambalearse y le pidió que la agarrara fuerte. Sigue Macri: un revoltijo de ropa, cuerpos,
boca, manos, se fue transformando en una mecha ardiente que se consumió en una explosión de
placer y sorpresa. Su pericia en metáforas en nada tiene que envidiarle a Bocaccio. Otro amor que
recuerda es el que tuvo por la reina de San Justo, provincia de Buenos Aires.
En una pelea le rompieron el tímpano. A su hijo Mauricio le gustaba el futbol. Adolescente, le pidió al padre
construir una cancha en la quinta de fin de semana. La esposa de su padre, Cristina, se oponía. Franco tuvo
problemas por este motivo con ella. El problema era dificil de resolver. Por suerte hoy encontraron una
solución satisfactoria gracias a la adquisición de un conocido club de la ribera. Su otro hijo, Gianfranco,
siempre prefirió la vida simple, cerca de la naturaleza. Fue a vivir a Bariloche, cerca de los venados y de las
frutillas. Pero, después de un tiempo desistió de su proyecto naturalista, al menos tal como lo había
concebido. Por eso volvió a Buenos Aires y construyó el Buenos Aires Golf Club, morada en la que aún
hoy tiene su refugio para gozar de esta particular naturaleza con hoyos.
Franco Macri entiende las razones del fracaso de su primer matrimonio. Su esposa era una mujer formal
a quien le reconoce la dificultad en convivir con él, un hombre demasiado audaz, poco respetuoso de
las formalidades sociales. Macri considera que en el fondo, siempre fue un albañil. El mandato de su
padre nos dice que fue: construir, construir, construir, tres veces construir. ¿Qué? Construir una vida,
construir una ciudad, construir un país. A esto último es a lo que aparentemente se dedica ahora.
Termina su libro, en la página 291, nos dice: mi proyecto de vida ha crecido quizá más allá de mis
esperanzas. En la generosa tierra Argentina, he logrado éxitos y he podido recrear el sueño
abandonado en Italia y largamente acariciado: tener una familia.
El rey de los búfalos.
La navegación no es sólo una metáfora frecuente en los asuntos económicos, sino una realidad en la vida
de algunos `tycoons'. Dicen las crónicas de la vida social que Robert Edward Turner III saltó a la fama
cuando el 2 de diciembre de 1991 contraje enlace con Jane Seymour Fonda Plemiannikov Hayden. Parece
que es una costumbre en algunas culturas el mantener un listado de ex maridos junto al apellido de
soltera de la cónyuge. Durante la boda se propuso un brindis en el que las copas de champagne tintinearon
junto a las dos de los novios que contenían agua mineral. Una promesa de abstinencia se hacía
publicitar en el `toast' del selecto grupo de invitados. Los flashes y los comentarios no daban abasto. Tal
como rezaban los titulares, era la unión del hombre del año y la mujer de la hora, para conformar la
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pareja del siglo! El hombre que redefinió al mundo de las noticias de una crónica de algo que había
sucedido en una visión de lo que estaba sucediendo, juntaba su destino con la ex militante del pacifismo.
Glamour para los héroes y heroínas del American Folk. Envidia de los jet set regionales.
Debemos comenzar por el padre, pero esta vez la historia no es la ejemplar, al fin un poco de suspenso. El
padre de Ted, Ed Turner, le pegaba con una percha. Pasaba de la euforia a la más negra de las
depresiones. Era un hombre rico especializado en la publicidad callejera. Desde las publicidades de
autopistas hasta todo tipo de pasacalles. Tenía un criado llamado Jim Brown que fue quien se encargó del
cuidado de Ted, además de quien le enseñó a navegar. Sus compañeros de la escuela lo admiraban
porque hacía lo que pensaba sin importarle lo que pensaran los demás. Siempre que se proponía
algo...etc. Se recuerda la anécdota de la sorpresa que se llevaron sus compañeros de equipo cuando en
el vestuario quedaron estupefactos ante una erección que sobrellevaba Ted. Dedicaba parte de su tiempo
a leer la vida de grandes figuras como Nelson y Horacio. Conjugaba así al mismo tiempo su afición por
las letras clásicas y por la navegación. A propósito de esto, al inscribirse en la universidad para una
licenciatura en griego clásico, su padre le escribió una carta de la que vale la pena extraer algunos
párrafos:
Estoy consternado, incluso horrorizado, al enterarme de que te inscribiste en lenguas clásicas.
Supongo que soy un hombre anticuado que aún cree que la finalidad de la educación es el de hacer
posible que cada uno pueda desarrollar una comunidad de intereses con sus semejantes. Aprender a
conocerlos, de cómo convivir con ellos. Para llegar a esto, por supuesto que debe saber qué es lo qué
motiva sus conductas, y qué puede orientarlos para que logren lo que pretenden, en sus objetivos
como en sus deseos.
" Soy un hombre práctico, y no hay modo con el que pueda comprender cuál es la razón por la que
quieres hablar en griego? Con quien te comunicarás en griego? No entiendo qué te lleva a
estudiar la influencia de los clásicos en la literatura inglesa. No te es necesario conocer cómo se
fabrica un revolver para usarlo. Todos estos asuntos podrán hacerte compartir intereses con un
reducido grupo de soñadores de la irrealidad y un selecto grupo de profesores de universidad. Que
Dios no lo permita!
" Me imagino que todo el mundo desea ser alguna especie de snob, y supongo que te apreciarás a ti
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mismo siendo una persona distinguida y diferente del común, convirtiéndote en un snob clásico.
No me cabe ninguna duda de que este tipo de información inútil te separará de los vulgares
mortales. Si te dejo suficiente dinero, podrás retirarte a una torre de marfil y contemplar el resto de
tus días la influencia de los jeroglíficos de los hombres de la prehistoria en la escritura de William
Faulkner. De todos modos, es cierto que antiguos y modernos hablamos un mismo lenguaje - de
putas, puteadas, hechos y palabras fuertes.
" En verdad, no importa lo que yo piense. Lo único que importa es lo que tu deseas hacer con tu
vida. Sólo quisiera ver cómo tus aburridos profesores y las torres de marfil, hacen de tí el tipo de
hombre del que los dos podamos estar orgullosos. Estoy seguro de que ambos estaremos
confortados y deleitados cuando te presente a algún buen amigo mío y le diga: `Este es mi hijo.
Habla griego antiguo'.
Pero había sido su padre quien le había inculcado la afición por la lectura para convertirlo en un miembro
de la pesada de los libros( un heavy reader). Su padre le prometió que si no bebía hasta los 21 años iba
a tener una recompensa de 5000 dólares, lo que no parece un premio exagerado. Ted comenzó a
trabajar en la próspera empresa de su padre. Se casó con una señorita recatada y hacendosa, a la que casi
nunca veía. Trabajaba quince horas por día seis días y medio por semana. Le había prometido a su madre
que después de terminar sus estudios sería millonario. Siempre le gustaba tener las camisas planchadas. Se
hizo socio del Rotary y jugaba al póker. Tenía ambiciones que chocaban con el temperanento de su padre.
Lo comenzó a criticar, tenía proyectos que a su padre le parecían entre descabellados e irresponsables.
Acusaba a su padre de cobarde y conformista. Ted decía: mi mismo padre siempre dijo que nunca había
que proponerse metas que se pudieran cumplir en el trayecto de una vida. Porque nada queda después. Por
eso Ted sostenía que su padre había fracasado - a pesar del éxito en sus negocios - porque había
dispuesto sus metas en un nivel demasiado bajo. Un 5 de marzo de 1963, su padre Ed se sentía
recuperado de una depresión que hacía semanas que lo acorralaba. Las continuas discusiones co su hijo
Ted lo agotaban, aún más el desprecio que se veía en sus ojos. Pero aquel día Ed recuperó su buen
humor y tomó un suculento desayuno, pero no leyó el diario. Luego fue al baño y se disparó un tiro en la sien
con un revolver calibre 38.
Ted Turner ya dueño de la compañía comenzó a pensar en nuevos emprendimientos, de los carteles a la
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radio, de la radio a la televisión por cable, y de ésta a su último invento, un canal de noticias. Instaló sus
oficinas en el sur, y debió luchar contra los prejuicios que tienen los sureños contra los arribistas del
norte. Turner recuerda que en los primeros tiempos, se creía que él era un smart ass y un show off, un
banana, un pedante, y no lo que debía ser, un nice guy, un buen chico.
Sus admiradores dicen que Ted nunca dudó en arriesgarlo todo, su dinero, su matrimonio, su compañía,
su barco, su propia vida, estaba dispuesto a jugarlo todo en una tirada de dados con la dama Fortuna. La
vida es un juego solía decir. Soy un luchador, repetía, jamás podría ser un diletante viviendo de la grasa de
la tierra.
Turner era un navegante deportivo, un famoso yahtman que con su velero de doce metros venció en las
principales travesías. Un triunfador en el agua y en la tierra, luego también lo sería del éter. La Turner
Advertizing le proveía suficiente dinero para que pudiera navegar la mayor parte del tiempo. Un año sus
acciones duplicaron su valor cuando su tiempo de oficina ni siquiera había llegado a doce días en doce
meses. De la Turner Advertizing que aún evocaba el antiguo mercado de la compañía, formó la Turner
Communications Company. Sus premios en las competencias de veleros lo hicieron estimado entre los
aficionados y entre los otros competidores, entre éstos no faltaban los miembros de la realeza europea,
Harold de Noruega, King Olaf, el rey Juan Carlos, Constantino de Grecia. Se recuerda el brindis que en
una fiesta de entrega de premios, lo obligó a improvisar unas palabras, dijo: seguramente hay muchos reyes
en este salón. Pero en el lugar del que yo provengo, cada hombre es un rey. Lo aplaudieron, lo
felicitaron, y lo adoraron. Fue un niño mimado de la fraternidad internacional del yacht.
Fue nombrado el hombre más sexy del año por la revista Play Girl; también obtuvo el título del hombre más
honesto, de ser uno de los 25 hombres más interesantes del año, etc.
A pesar de provenir de la clase media alta, tenía un contacto visceral con los little guys of this world( la
masa de los pequeños hombres). Turner toda su vida quiso distinguirse de la multitud y al mismo tiempo
sumergirse en ella. Nuevamente la insistente metáfora náutica. Detestaba los artificios y no obtenía placer
con los small talks(conversaciones de ascensor). Invirtió en televisión de cable de negocios y deportes.
Este centro televisivo estaba en Atlanta, y por él pasaban dibujos animados, Lassie, Los Picapiedras,
Mr. Ed. Fue en esta época que compró un equipo de beisbol. Fue el primer propietario de un equipo que
recibió una extraordinaria ovación de un estadio lleno, el Fulton County.
Le llegaron las primeras ideas para crear un cable de noticias. Contrató a unos adalides de la
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televisión no comercial, unos talentosos renegados ocultos en la televisión independiente, Schonfeld,
Reinhardt, Kavanan, y los enganchó en su proyecto. Dedicó todo su fervor al lanzamiento de un cable
total de noticias. Se propuso una día de lanzamiento, la promocionó y publicitó pero no llegaba en fecha. El
ambiente se convirtió en un dispositivo frenético. Contrataron a grupos de periodistas novatos, jóvenes
cronistas, estudiantes de periodismo, y esta bella juventud trabajaba día y noche. Durante 15 o 16 horas
por día las oficinas de la CNN se convirtían en un News Kibbutz. Luego el contingente se dirigía al motel
en donde seguían trabajando, tomando, acoplando, y, fundamentalmente, jalando. Se llamaban los veejays(
los video journalists). Uno de los colaboradores de Turner, Kavanan, lo resumía así: debes maximizar la
perfomance de tu gente y mantener bien alto su metabolismo.
Finalmente, el día D llegó y la CNN salió al aire con las primeras palabras de David Walker que dijo:
Buenas noches. Yo soy David Walker. Y de Louis Hart que dijo: Y yo soy Louis Hart, y ahora las
noticias.
Las cámaras fueron de inmediato a Jerusalén, luego a los Angeles. Se pasó el primer corte publicitario que
se interrumpió. Se había programado interrumpir la publicidad para mostrar que lo más importante del canal
son las noticias y no cualquier avisador por más importante que fuera. Hay que mostrar que no nos
agachamos ante ningún avisador.
Con Jane Fonda lo unía un pasado común, en lo que respecta a las relaciones familiares. Los dos habían
perdido uno de los padres por suicidio. Ted tiene un coeficiente intelectual de 128, ella de 132. Jane es la
que lo impulsa a desarrollar facetas de su personalidad que mejorarán tanto a su espíritu como a su
imagen. Por este motivo lo llevó a interesarse por el problema de los búfalos. Había una inquietud cada
vez mayor sobre la extinción de un animal que es algo así como el tucán en el Paraguay o el peludo en
nuestras tierras. Es un animal nacional, el búfalo es animal norteamericano, emparentado con la cultura
de los indios, es música sacra. Ted compra un rancho, el Flying D, de miles de hectáreas con miles de
búfalos. Inicia una campaña para prestigiar al búfalo, rescatar su nobleza y estimular su reproducción.
Más búfalos en más tierras para búfalos. En una de sus campañas Ted compara búfalo y vaca, y arremete
contra la vaca. El búfalo es más resistente, come menos y aguanta más. Nos da buena carne, menos gastos
en pastura, una buena piel, y se cansa menos. Las reservas indígenas reciben la noticia de que hay un
salvador de búfalos, el amigo del indio. Se levantan los ánimos, Jane impulsa esta veta que si bien no es
la de Vietnam, no merece menos mística. Tal un Robert Redford de los caballos o un Kostner de los
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lobos, Ted turner se ve convertido por aclamación en algo así como un señor de los búfalos. Un grupo de
indios resuelve identificarlo con lo que llaman un medecine man, un brujo con poderes, anunciador de
nuevos y felices tiempos. Dicen que Turner puede ver el futuro, que ve lo que está por suceder. Se lo
nombra Wovoka, nombre que lo titula de aquí para siempre oráculo bufalesco. Y ahora, hay más noticias.
La bacteria asesina.
Howard Hughes es el hombre más misterioso del siglo XX. Ya vimos como es frecuente que una vida de
ricos, este género de actualidad que continua una antiquísima tradición, sea al mismo tiempo una especie
de vida de santos. En realidad no son santos, son exitosos. Un exitoso no es necesariamente bueno, además
es bueno. Este además es lo que cambia las cosas. La bondad no es un atributo incluído, por ejemplo, en el
saber, al estilo de los hombres sabios de la antigüedad. El sabio de la antigüedad no era bueno, era justo.
Entre el Bien y la Verdad no había diferencia. Digamos que para el hombre de éxito, entre el Bien y el
Poder no hay gran diferencia. Por otro lado no hay saber sin poder, y viceversa. El hombre de
conocimiento del poscapitalismo debe tener éxito porque sinó no es conocimiento lo que tiene, tiene grasa
de la tierra, diletantismo y pedantismo, habla griego antiguo.
Por supuesto que el hombre de éxito tampoco es un santo, en el sentido del renunciante a lo propio y
entregado a los demás. La perversa psicología, es decir el psicoanálisis, ha sido un gran profanador de
tumbas, las de los santos también. Con el invento del concepto de narcisismo, tanto lo primarios como
los secundarios, ni los mártires se salvan; hasta lo generoso fue explicado como una de las formas de la
mezquindad, y las tradicionales virtudes como un derivado de vicios. Pero el hombre de éxito no es un
santo porque justamente, huelga decirlo, no cree en las virtudes del fracaso, nombre escolar con el que se
designa al sacrificio. El hombre del éxito se sacrifica para el éxito, para el poder, el santo para la
salvación. Cuestión de culturas.
Sólo hoy, gracias al derrumbe del Estado Benefactor, y a la aparición del Tercer Sector, el hombre de éxito
ha iniciado una nueva carrera hacia la filantropía. Ser un filántropo es un designio social estimable que se
propone a los hombres ricos. Filántropo, nueva especie del poscapitalismo, un sapiens del nuevo milenio.
Howard Hughes no era santo ni filántropo ni bueno ni pretendía serlo. Era un desesperado. Además de
ser en un momento el segundo hombre más rico de los EE.UU después de Paul Getty. A veces, su vida
y su personalidad, nos hacen imaginar una situación curiosa. Pensemos que Federico Nietzsche hereda
una enorme fortuna de su padre. ¿Qué haría con ella? Esta es la imagen que nos da Howard Hughes, es
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como si Nietzsche se hubiera sacado algún premio mayor. Veremos por qué.
El padre de Howard había hecho fortuna inventando una trepanadora de suelos útil para la perforación
de pozos petroleros. Era un señor muy respetable y ocupado, también con mujeres. Dice la palabra inglesa:
era un padre` womanizing´.Mientras él se dedicaba a eso, Howard y su madre vivían un furibundo idilio.
Como lo destacan Peter Harry Brown y Pat H. Broeske en su completísima biografía sobre Hughes:
practicaban un incesto emocional.
La decorosa vida transcurría en Houston. Desde chico a Howard le gustaban los juegos mecánicos.
Tenía una particularidad que compartía estrechamente con su madre: lo perseguían gérmenes imaginarios.
Entre el permanente espanto a contagiarse de algo, y su habilidad para conseguir lo que quería, Howard se
convirtió en un hipocondríaco talentoso. Pericia sorprendente, pero más frecuente de lo que se supone.
Son dos las pasiones de Howard, el cine y la aviación. Pero es una la locura de Howard: las mujeres.
Una vez le dijo a su gerente general, Dietrich: quiero ser el más grande jugador de golf del mundo, el más
apreciado director de cine de Hollywood del mundo, el más importante piloto del mundo, y el hombre más
rico del mundo. Después de esto, uno se pregunta,¿ qué es lo que falló? Porque salvo el golf, del que
carecemos de información acerca de la importancia de su handicap, el resto de sus deseos parecen haber
sido escuchados por la mismísima lámpara de Aladino. Se casó, para complacer a sus familiares, con una tal
Ella. Despúes de la boda, la volvió a ver un par de veces. Pero se olvidó durante muchos años de
divorciarse, hasta que ella inició el trámite. Le gustaba asistir a una especie de local nocturno atendido por
dobles de estrellas de cine. Tenía con cierta frecuencia lo que sus biógrafos llaman colapsos
emocionales. Decidió invertir dinero que extraía de la compañía heredada de su padre en el cine. Fue uno
de los productores, era muy joven, más importantes de los inicios del cine sonoro, los ` early talkies´.
Tenía una sordera progresiva que se hizo crónica. Se dice que por eso siempre prefirió estar cerca de sus
tremendos y ruidosos aviones, o de bramantes coches, porque obligaba a sus contertulios a elevar con
gran esfuerzo las voces. Howard, el hombre cercado por las bacterias, contrajo una sífilis progresiva. Se
llama sífilis terciaria.
Se propuso ser un émulo de Charles Lindbergh, de quien tenía celos; su cruce del Atlántico en 1927 le
dió envidia. Repitiría sus misma proezas y compraría la compañía aérea que Lindbergh había fundado: la
TWA. Hizo cruces inauditos, piloteó un avión y cruzó la Alemania hitleriana con la veda del comando nazi,
fue aclamado por la ciudad de Nueva York. Tuvo 14 accidentes de coche y de avión. Más de una vez lo
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sacaron moribundo de una cabina de pilotaje destruída; más de una vez su copiloto estaba muerto.
La FBI tiene 2059 páginas archivadas sobre la vida privada de Howard Hughes. Sus ventas de material
aeronáutico al Pentágono, sus laboratorios de alta tecnología de guerra que lo hacían uno de los
principales proveedores de las fuerzas armadas norteamericanas durante la segunda guerra mundial, no
eran compatibles con una vida tan acrobática, imprevisible, psicótica, oculta entre mujeres y
estupefacientes. Este hombre rodeado de microbios, debía soportar, además, a los servicios de seguridad.
En 1935 conoce a Katherine Hepburn. Los dos - dicen los cronistas - tenían un deseo salvaje de ser
famosos. Katherine que provenía de una familia próspera y refinada, era arrogante. Catalina la Grande.
Hughes tenía la costumbre de usar sus aviones como otros terrestres más modestos usan las confiterías.
Para comenzar un cortejo invitaba a tomar algo en su avión, por supuesto que volando. Sus camareros
tenían todo preparado, el champagne, los bocados, mientras sobrevolaban la costa de California, y
Howard oficiaba de cicerone señalando aspectos de interés que presentaba el planeta.
Conoció a Ginger Rogers con la que estableció lo que se llama un apasionado romance, con el agregado
que salía al mismo tiempo con su hermana, la hermosa Joan Fontaine. Dijeron los comentaristas ingleses
con estos precisos giros del idioma: que Howard la estaba `twotiming´. A este listado se le agregó Olivia de
Havilland. Por supuesto que este dispositivo amoroso no incluye las inmunerables `starlettes´ que
desfilaban por el estudio de Hughes, la RKO, que ocupaban otra parte de su tiempo.
Generalmente Hughes tenía tres mujeres estables que no se conocían entre sí, ni sospechaban infidelidades
tan programadas, y que exigían de Howard lo mejor de sus energías para administrar continuos
sobresaltos. La conoce a Ava Gardner, la tigresa. La agasaja con lo mejor y más caro. Le deposita en su
cuenta 250 mil dólares. Las joyas brillan. Ava le insiste en que puede volcar sobre su cabeza todo el botín
del tío Patilludo, que para ella no significa nada. Howard, como era habitual, la cela, la vigila, la persigue.
Llegó a tener un servicio de inteligencia privado para espiar a sus amantes. Se entera que el ex marido
de Ava, Mickey Rooney, la sigue visitando aunque con discresión. Una mañana Howard entra en el
departamento de Ava y le arma una escena de celos en la que la acusa de infedilidad. Ava estaba
consternada, ya que este bufón no se había dado cuenta que ella no tenía dueño. Howard desesperado
la zarandea, es decir que aún sin golpearla, le pone la mano encima. Ava sencillamente toma la botella de
champagne que estaba descansando en un balde, y se la estampó no se sabe donde mientras le gritaba:
bastardo!, no te pertenezco, no lo olvides! Howard perdió dos dientes y el conocimiento. Lo llevaron en
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una ambulancia al hospital.
Conoció a Jane Russell cuando ella tenía 19 años. Con Jane tuvo una amistad duradera. Fue la estrella de
la película que dirigió Hughes, este clásico del cine que se llama The Outlaw, conocida en nuestro medio
por El proscripto. Luego le haría firmar un contrato de veinte años de duración a mil dólares por semana
sin proponerle película alguna, pero con la promesa de que jamás filmaría para otro estudio.
Ya Hughes había filmado la película Los ángeles del infierno en la que la escena principal era una
bajada de aviones de guerra hasta casi el ras del piso, que le tomó nueve meses de filmación, un costo
sideral y algunos pilotos muertos. Pero era la escena de su vida, una estampa milagrosa. En esta su
segunda experiencia fílmica despedió a Howard Hawks, el director contratado, porque había fallado en
una escena en la que el cielo se veía sin nubes, nubes que para Hughes, hombre del aire, eran las
protagonistas de todo cielo, esta película, decía, nos presenta a la bella Jane Russell exponiendo lo que se
llama su cleavage . Se llama cleavage a la superficie que se forma por el apretujamiento de los senos en un
corpiño ajustado, de modo tal que la ladera de uno de ellos roza la ladera opuesta del otro seno. El valle
entre ambos es tan angosto que a todo ser humano normal le dan ganas de separar los senos para que
pase alguna caravana generalmente húmeda. Eso es lo que pasaba con Jane Russell y su cleavage en la
película, le daban ganas a la platea masculina y a los censores del Estado de separarle los senos a la actriz.
Como esto último no era posible, decidieron tapárselos.
La película tuvo cortes, pero el cleavage no sólo llegó a aparecer, sino que Hughes ha pasado a la historia
del cine por ser el primer director que filmó a una actriz en blusa sedosa casi translúcida sin corpiño. Pero
lo más curioso de todo es que la película que trata de la epopeya norteamericana sobre Patt Garret y Billy
the Kid, ni siquiera es imaginable en manos de Ed Wood, el famoso malogrador de celuloides. The
Outlaw es una película psicótica, en la que Hughes relata la epopeya fundacional como una historia entre
dos vaqueros homosexuales que se buscan y se miran ardientemente todo el tiempo, se celan y se
increpan por supuestas infidelidades mientras Jane no hace más que mirar esta pasión con su cleavage
olvidado. Con todo lo que debío esmerarse Hughes para convencer a la censura y al puritanismo de los
jueces, que hasta tuvo que contratar a un agrimensor de la universidad de Columbia que midió ante el
comité de censura los cleavages de los retratos de las más famosas actrices de Hollywood para demostrar
que el de Jane se ajustaba a las reglas del pundonor, tanto lío con estas medidas, que nadie se dió cuenta
que Howard Hughes acababa de ofrecer al público norteamericano el primer western gay de la historia del
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cine. Mientras tanto Howard ya era el cuarto hombre más rico de los EE.UU, y su cerebro se deterioraba
debido a un progresivo desorden químico.
Conoció a Joan Crawford quien dijo la famosa frase: Hughes podría cogerse un árbol. Howard ya tenía
más de cuarenta años cuando debía triangular entre Ava, Lana y Rita; ¿ hace falta agregar los apellidos?
Hughes empleaba una sabiduría de la vida que le hacía preferir a las recién divorciadas porque eran
húmedas como la cubierta de un barco(wet decks). Cortejaba a la bella y joven Linda Darnell a la que
llevaba a pasear en su avión entre champagne y tulipanes amarillos, y a la que le propuso matrimonio, no
fue la única, mientras tenía problemas con los detectives que le mandaba Orson Welles para recuperar a
su Rita Hayworth. Hughes tenía tiempo para festejar a la quinceañera Liz Taylor, a quien, como hacía
con otras, invitaba para las primeras salidas acompañada por sus padres. Y luego Janet Leigh. Se
entusiasmó con un guión cuyo título era toda una promesa: The pilot´s life. Después de comprarlo se dio
cuenta de su apresuramiento, no era la vida de un piloto sino la esposa de Pilato, Pilate´s wife. Entre
1950 y 1954, la CIA, que también lo tenía en la mira, compiló una lista de 100 mujeres en contacto
con Hughes, era la época en que había firmado un contrato con la CIA por 700 millones de dólares. Gina
Llolobrigida. Zizi Jeanmaire. Como Nietzsche, tenía repentinos ataques de una compasión compulsiva.
Salía a campo traviesa, y corría liebres, si llegaba a atrapar alguna, la tomaba entre sus manos y lloraba
lamentándose de su triste destino, presa de cazadores. Recordemos la historia del fatal abrazo de
Nietzsche, en una calle de Turín, al caballo aporreado por su dueño. Codeína y valium. Encierro en cuartos
de hotel, con cortinas negras en las ventanas. Se dice que tiene varios dobles. Compra casinos en las
Vegas, y tiene como socios administradores a conspicuos miembros de la secta de los mormones. Despide
al leal Dietrich, su lugarteniente en los negocios. Su aislamiento crece, pero siempre con tres mujeres que
esperan la alianza matrimonial. Susan Hayward que en aquella época era una pelirroja de 37 años, con voz
de fumadora y temple más que firme. Jean Peters la suave `brunette´de la Fuente del deseo, con la
que después de once años de noviazgo Hughes se casó, e Yvonne Schubert, adolescente ya
comprometida con él. Su neurosífilis avanza, tiene todos los síntomas: irritabilidad, dificultad de
concentración, deterioro en la memoria, delirios de grandeza, falta de higiene. El 31 de diciembre de 1956,
invitó a una cena íntima de año nuevo a las tres mujeres, en tres dependencias alejadas la una de la otra
de un inmenso y suntuoso hotel de su propiedad. Corrió de una cena a la otra, pero cuando con una de
sus novias se demoró más de la cuenta, una de las que esperaban con el plato frío y el champagne tibio,
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creo que fue Jean Peters, decidió no esperar más y recorrió el hostal hasta que lo encontró cenando
con otra señorita. Todos estos escándalos lo hundían a Howard que realmente amaba a las tres, pero
sobre todo no podía soportar que tuvieran a otro hombre. Lo que menos soportaba Howard era que sus
mujeres pudieran olvidarse de él, las quería a todas al mismo tiempo. No se sabe ni cómo ni cuando murió,
ni siquiera si fue asesinado. Un día se decretó su muerte. Ganaba 75 mil dólares por hora.
El orgullo de ser un especulador.
Los últimos héroes que nos ofrece el poscapitalismo son los especuladores, los inversionistas en acciones,
bonos, letras de tesorería y fondos de pensión. Son ellos los que diagraman el nuevo modelo de líder de
las finanzas. Su característica no es la de introducir en el mercado un nuevo producto. Está claro que en
la tríada de las actividades humanas que propone Robert Reich el especulador pertenece a los analistas
simbólicos, y que desde su punto de vista entre un empresario en el sentido clásico del término, de
automóviles por ejemplo, y un consultor o inversionista financiero, no existe una diferencia cualitativa.
Ambos son lo que define como intermediarios estratégicos que manipulan símbolos.
Además, hoy en día se considera que el empresario no es aquel que de acuerdo a la tradición, juntaba
un capital, y aplicaba un saber técnico para la creación de un producto. El arte del management se ha
apropiado hoy en día del manejo empresarial, así lo exige la dimensión actual de las corporaciones, su
campo de aplicación va desde lo que llaman recursos humanos a todo tipo de devaneo a partir del
marketing. Y como insiste Peter Drucker, el management es una profesión y la empresa es el cliente del
manager.
El hombre de negocios o inversionista hace eso, negocios, es decir ganancias, sobre la base de una
inversión que puede ser en artículos de consumo, estrategias publicitarias o capitalización financiera. Las
empresas en la actualidad tienen un permanente movimiento financiero, ya sea en créditos como en
inversiones, y los individuos en los países centrales ya tienen el 30% de sus ahorros en acciones, como es
el caso de los EE.UU. Ni hablar de los fondos de pensión que hoy constituyen la médula del sistema de
ahorro y de inversión, o los fondos de inversión que compiten con el sistema bancario en cuanto caudal de
inversión financiera internacional. Por eso el llamado especulador lejos está de la arquetípica imagen del
usurero, o del vampiro que usufructua el esfuerzo de los otros. Ya sea como actividad que lo obliga a la
búsqueda de oportunidades financieras y lo vincula a los analistas simbólicos, o como parte constitutiva e
indispensable del sistema económico finaciero actual, el manejo de los fondos circulantes no puede ser
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catalogado como antaño una actividad parasitaria.
Más aún, desde la década del 80, la hiperactividad creciente de las bolsas mundiales y la euforia que
producen los rendimientos de los valores, que a veces triplican las rentabilidades promedio de las empresas
y quintuplican los intereses bancarios, hacen de los conductores de este menester, verdaderas estrellas del
mundo económico. Pero, y no dejamos de repetirlo, el mundo económico ya no representa sólo una
dimensión numeraria de las sociedades actuales, sino una instancia cultural que transforma valores, crea
otros, e incorpora nuevas figuras de emulación y exclusión; no sorprende entonces que los especuladores,
encumbrados en el dinero, también brillen en el universo moral.
Toda una serie de metáforas circulan para dibujar el perfil de este nuevo personaje social, trazadas por
apologistas o trasmitidas por los mismos campeones de las finanzas. Hablaremos de tres de ellos,
Niederhoffer, Buffet, y, finalmente, George Soros. Dijimos campeones, no es casual. La metáfora
deportiva, lo vimos, se ha introducido en el universo empresario. Lo que aquí se agrega es que en el
universo financiero no se trata de ganancias, sino de los records que se consiguen. Por la competencia
misma en el sistema financiero y de su publicidad permanente, no basta ganar sino salir primero. Saber que
haber depositado en el fondo de inversión de Buffet 10 mil dólares en 1956, resultaría hoy en caso de no
haberlo movido 123 millones, a razón de una rentabilidad promedio de casi 30% anual; o que para las
inversiones en el fondo dirigido por Soros, la rentabilidad no ha sido menor; todo esto nos muestra un
espacio en que las comparaciones son permanentes y las perfomances continuamente exhibidas. Gana el
que gana más no el que gana mucho.Desde que Charles Merrill y Edmund Lynch aplicaron los métodos
de comercialización a los productos financieros y adoptaron los métodos de marketing de los grandes
almacenes, que hizo que Wall Street comenzara a ser accesible a todos y que los títulos y las acciones
circulen como productos de consumo, las bolsas de valores se han transformado en el gran mercado persa
de la actualidad.
Niederhoffer fue un directivo del fondo de inversión de Soros, a quien considera uno de los grandes
hombres de la humanidad. Luego se independizó y formó su propia entidad financiera. En su autobiografía
The education of a speculator, nos da consejos y una retrospectiva de sí que no deja de ser útil para
nuestros propósitos: el de describir como se construye una singularidad a partir del éxito en el mundo de los
negocios. Una estética de la existencia en la matriz de un valor plutocrático.Por ejemplo Niederhoffer dice
que siempre es recomendable enfatizar las pérdidas. Nada de solazarse con los éxitos. Nunca perder la
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humildad. La otra ventaja es que acentuando las pérdidas nos defendemos contra la envidia de los otros.
Niederhoffer no cree en los modelos ni en las recetas que dan los pedagogos bursátiles. No cree en la
prédica de los mercados eficientes, ni en el enarbolamiento de las trayectorias azarosas ni en la racionalidad
de las expectativas. Todas sus operaciones aparentemente refutan todos estos esquemas. Dice operar
sobre la base de anomalías estadísticas. Se interesa por los análisis de series temporales variadas, y por
la cuantificación de persistentes prejuicios o predisposiciones de orden psicológico.El único diario que lee
es el National Inquirer. No tiene televisión, no sigue las noticias, no habla con nadie los días en que los
negocios están que arden. No lee libros que tengan menos de cien años de antigüedad. Dice que no puede
enseñar a hacer dinero cacareando sobre métodos comerciales, pero se siente capaz de trasmitir un modo
de pensar que lleva a grandes éxitos.
Se considera un buen estudiante que ha tenido grandes maestros. Estos hombres preclaros no fueron
insignes académicos, sino ` averages Joes´, billonarios, tipos geniales, vagabundos, presidentes de bolsa,
apostadores, premios nóbeles de ciencia, expertos en estadísticas, una `mistress of the market´(¿ que será
eso?), y varios deportistas campeones del mundo.
Las especulaciones exitosas provienen de los acontecimientos ordinarios de la vida: el juego, la música, la
naturaleza, el vudú, los caballos y el sexo, todos ellos son también grandes maestros. Las técnicas de la
oportunidad, y de su prima, la estafa, son útiles en todos los campos. Pide que lo sigamos para ver como
las monótonas experiencias de la vida combinadas con la sabiduría de los inmortales, pueden enseñar el
arte de comprar barato y vender caro.Dice que no habla mientras trabaja(trade). Cuando trabaja de
noche, escucha música. Si está perdiendo en la bolsa y tiene la compactera rota, no la arregla, no se
permite gastos de placer hasta que no revierta la tendencia.
Es importante ser duro consigo mismo. En cinco mil días de operaciones considera que ninguna ha sido
satisfactoria. Cuando gana se reprocha no haber sido suficientemente agresivo; si pierde se acusa a sí
mismo de no haber permanecido afuera del mercado. Cada dólar perdido debe doler.
El universo de las raquetas ha sido un espejo privilegiado en donde mirarse y orientarse. Niederhoffer fue
campeón de squash de los EE.UU. Su modelo ha sido René Lacoste, El Cocodrilo. Su concentración era
tal, la entrega y el respeto que se daba a sí mismo y a su juego tenía tal fuerza, que fue famosa la jornada
en aquella final de Wimbledon - que el mismo Lacoste cuenta en su autobiografía - que con todo el
mundo de pié mirando hacia el mismo palco, y su adversario con la raqueta baja haciendo la
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reverencia, saludando la entrada de la Reina, escuchaban el soplido de una pelota de Lacoste que se
elevaba enfrascado en su juego para despedir un furibundo saque. Su padre, Artie, un hombre valiente,
sabio, justo, sincero, simple, generoso y pobre, fue también su maestro de ajedrez, su compañero y guía
en los paseos por Coney Island y al Feltsman´s Ocean Pavillon Hotel en donde se inventó el Frankfurter;
su padre siempre le decía que las pelotas dudosas son para el adversario.
Hay que darle el beneficio de la duda, porque, además, si por una o dos pelotas dudosas hemos perdido
un partido, es porque no hemos merecido ganarlo. Niederhoffer admiraba el tenis de Ken Rosewall por
su maravillosa economía de movimientos, un estilo contenido, grácil, aparentemente frío por el extremo de
su concentración, al mismo tiempo tan simple y transparente, como el del baile de Fred Astaire, que nos
da la sensación que se desplaza a un mílimetro sobre el nivel del piso encerado, o el de Michael Jordan o
Sam Spread en el golf, Gayle Sarpers del futbol americano o Sugar Ray Leonard en el box. Todos artistas
del deporte que se mueven sin esfuerzo, sin sudor, suaves como seda, flotando como mariposas.
Después de una charla con su padre sobre la economía de movimientos, éste le recomendaba los poemas
de Emily Dickinson, y le decía que la lectura de esos poemas lo iba a ayudar sobre cómo debía jugar al
squash y comprender lo que significa la economía de expresión. Capablanca, Lacoste, Soros, todos ellos
son sabios de los que jamás hay que dudar. Sabios, palabra antigua que le gusta repetir, porque
Niederhoffer, quien se dice descendiente de unos Niederhoffer de los tiempos medievales, unos
burgueses que hacían transacciones que los nobles desdeñaban hacer, y qu él mismo sigue haciendo como
operador de bancos, gobiernos y grandes especuladores, la palabra sabio lo remonta a los tiempos griegos
y a su sistema oracular, en los que se encuentra a sí mismo.
El oráculo de Delfos es para Niederhoffer un centro de predicciones, de respuestas y observaciones
que hoy definiríamos de marketing. Es cierto, además, que importantes estudiosos de la Grecia Antigua,
han mostrado que las respuestas oraculares estaban articuladas a la coyuntura política de Atenas, de un
modo tal que algunas veces se sospechaba sobre la honestidad de las predicciones y la limpieza del ritual.
La voz de Apolo parecía tener su precio. Para Niederhoffer la lección de Delfos es que las predicciones,
los oráculos y las profecías, son un negocio y deben ser evaluados con el mismo escepticismo. Delfos es
como la Reserva Federal.
La autobiografía de Niederhoffer discurre en un ambiente familiar, como si hablara entre viejos amigos
con los que intercambia viejos chismes del ambiente, con una envidiable seguridad sobre el interés que
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despiertan sus anécdotas y reflexiones. Recuerda a aquellas reuniones que Woody Allen nos muestra en su
Danny Rose, en donde viejos camaradas se cuentan viejos recuerdos que sólo aprecian los que son del
palo, como Niederhoffer descuenta, o poco le importa si sucede o no, que nosotros también lo seamos.
Nos enteramos de que Richard Whitney, el presidente del stock exchange en los finales de la década del
veinte, llevaba una vida de reyes. Era miembro de los mejores clubes, gastaba 1500 dólares de la época
para mantener bonita a su granja con su superintendente, los peones, los criados, los jockeys, los
jardineros, los cocheros, caballos, gallinas premiadas Hyshire, cerdos Bershire. Todo fascinante. Como
la historia de Paulie, el mendigo que merodeaba Wall Street y que nadie quería cruzárselo, porque era mufa.
Mufa se dice Hoodoo, y eso era Paulie, un ex comisionista de bolsa que alguna vez estuvo en la cumbre,
luego cayó, para terminar con el estigma que recuerda a M., el maldito de Fritz Lang, mendigando como
leproso en el mismo lugar de su maldición.Niederhoffer concluye - después de darnos otra clase de
picaresca sobre las relaciones entre una buena actividad sexual y las apuestas - que la especulación
como tantas actividades, es un arte-ciencia, que hemos heredado de la misma Roma, en la que palabra
speculare designaba al marino que en popa miraba el mar para encontrar las áreas de pesca. El viento y
las corrientes oceánicas son los amigos del especulador. Corrientes que son una clave del sistema
circulatorio de la tierra, cuya espumosa superficie se agita por los vientos, el elemento del dios Eolo, que
nos une a todos. Estudiar los vientos nos hace comprender que nadie puede dar una respuesta definitiva
sobre adonde se mueven los precios. Los precios varían como lo hace una bestia salvaje, otras veces
lo hace como un cordero, y otras como una trucha juguetona. Esta imagen es algo más poética y
refinada que la empleada por Burton Malkiel en su Random Walk Down Wall Street que dice que los
precios de las acciones están determinados por millones de decisiones individuales, y son tan
impredicibles que, exagerando apenas un poco, podría decirse que un chimpancé ciego arrojando
dardos contra la página de cotizaciones del Wall Street Journal, puede seleccionar una inversión que tenga
un desempeño con el mismo grado de eficiencia que el seleccionado por los expertos.
El niño de las chapitas .
Pocas veces se vió brillar un aura con el fulgor del que rodea la cabeza de Warren Buffet cuando llega
a Wall Street. Sus meetings anuales son como los de Elvis; sus aforismos son como los del Sermón de la
Montaña; sus visiones son como las de Nostradamus. No es mucho para un hombre que maneja un fondo
de inversión de 30 mil millones de dólares.Su biógrafo Roger Löwenstein dice que el genio de Buffet
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combina paciencia, disciplina y racionalidad. El mito de Buffet responde a una profunda necesidad
norteamericana de encontrar auténticos héroes en los esforzados advenedizos que se convierte en el
incorruptible hombre del oeste que penetra la jungla de los seres venales del este. Pero Löwenstein, en
pleno éxtasis apologista, dice que Buffet es la encarnación del ideal norteamericano frente a la tilinguería
principesca de los europeos, es el auténtico self made man del centro del país, como un Lincoln, un
Twain.
Como Jack Newfield escribió sobre Robert Kennedy, Buffet no es un héroe, sino una esperanza, no es un
mito sino un hombre.
Warren Buffet nació el 30 de agosto de 1930 en la ciudad de Omaha, un día que hacía 89 grados
Farenheit, con cinco semanas de adelanto y 6 libras de peso. Desde chico fue un ser prudente. Caminaba
sobre sus rodillas por temor a caer. Ese modo de arrastrarse era una inversión segura. Era muy gentil,
suave como puntilla de seda, y despertaba en las hermanas una ansiosa necesidad de protegerlo. Era un
ente biológico que por un incierto motivo no parecía equipado para luchar. Warren nació con la
depresión, y ya antes de los cinco años, conciente de lo que ésta significaba, decidió ser rico. Esta
resolución en la más temprana niñez, se manifestó en una vocación neopitagórica por los números. Warren
contaba todo el tiempo. Se lo veía recitar números. Una vez que resolvió que podía caminar, cuando
decidió ponerse de pié y darle descanso a sus rodillas lijadas, apretaba su nariz contra los vidrios
empañados de su ventana - que daba a una autopista - y memorizaba la patente de los números que
pasaban. Por un lazo asociativo psiconeuronal, Warren vinculó los números al dinero. A los cuatro, su tía
Alice, le regaló el primer monedero que se puso en el cinturón. Y a los cinco tuve su primer negocio. Instaló
un kioskito en la puerta de su casa en el que vendía la famosa goma de mascar(un gumstand). Una vez que
se hizo de sus primeras ganancias, a la misma edad, a los cinco, tuvo un arrebato marketinero. Decidió
vender limonadas, pero se fijó que el tránsito en la vereda de los Russell, era más denso, y cruzó en
frente. Este fue, como lo bautiza Löwenstein, su primer análisis de mercado, a la misma edad en que Mozart
componía sus primeras sonatas. A los 9 ya tiene bien desarrolladas sus facultades mercantiles. Con su amigo
Russ deciden dedicar parte de su tiempo a estudiar el movimiento de la gasolinera vecina, en la que una
máquina de expendio de gaseosas era objeto de su atención. Era costumbre de los clientes retirar las
botellas, destaparlas con el dispositivo inserto en la máquina, y tirar las chapitas en el piso. Russ y
Warren juntaban las chapitas, las llevaban a la casa, y las separaban por identidad de marca. Las de Crush,
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Coca Cola, las de cerveza, les hacían reflexionar sobre la tendencia del mercado y las variaciones
estacionales.
A los 10, el padre lo lleva al Omaha National Bank, en donde conoció al famoso especialista bursátil,
gran especulador del este, Jesse Livermore. Este señor llegaba a la ciudad, saludaba furtivamente,
garabateaba un papelito y se lo entregaba a un solícito dependiente, miraba para los costados y se iba.
Había pasado Jesse. La alegría de Warren no cabía dentro de sí, el señor Harris Upham, el agente de bolsa,
lo dejaba escribir las cotizaciones en la pizarra.
A los 11 años compró sus primeras acciones con un dinero de su hermana. Por supuesto que le dio
ganancias. Todo era perfecto, el mundo numérico le respondía con holgura. Si no fuera por la madre...En
realidad su madre era perfecta. Llamaba la atención su solicitud, el modo extremadamente gentil, hasta
en demasía, con el que atendía a su marido; eran días de muy buen clima y de sonrisa fácil, incluso para
los hijos a los que veía dedicarse a sus actividades sin inmiscuirse en ellas, y aprobándolos a una tierna
distancia. Pero, entonces, ¿what is the problem? ¿Qué sucedía cuando una mañana cualquiera se sentaban
los niños para desayunar y la madre los miraba primero con impaciencia, luego con irritación, para
terminar con un desmedido odio? ¿Por qué - si estaba todo bien - gritaba que ya no daba más, que no
era un trapo de despensa, que no había nacido para criada, y que de ahí en más se las iban a tener que
arreglar sin ella, pero que mientras ella estuviera todas las cosas iban a cambiar? ¿A cambiar qué y por
qué? ¿Cuál era el problema por el cual su madre atacaba a toda la familia con la furia del profeta? ¿Qué
extraño mecanismo se desencadenaba por el cual se pasaba sin solución de continuidad de la templanza
doméstica al cataclismo? ¿Acaso la agobiaban las exigencias de perfección que ella misma o vaya a saber
quien le imponían? Humillaba, degradaba, no paraba hasta que veía el dolor y la vergüenza marcada en
el cuerpo familiar.
Así fue que Warren desde su niñez decidió pasar la mayor parte de su vida y día en las casas de la
vecindad. La señora Russell recuerda que dejaba entrar a Warren junto a la leche y lo sacaba a la noche
con el gato. Alguna vez Peter, el hijo de Warren, sugirió que el éxito de su padre podía haberse debido a
su necesidad de irse de casa.
Warren iba al campo de golf que quedaba en las cercanías y juntaba las pelotas perdidas que vendía a 3
dólares cada una. Como, además, se juntaban los coches cerca de la casa de los Russell - se hacían
pequeños divertimentos comunitarios en los alrededores - , Warren una vez le reprochó con irritación a la
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señora Russell, Evelyn, si no tenía vergüenza de no pensar en algún modo de hacer dinero con todos
aquellos merodeadores alrededor suyo. Desaprovechar oportunidades, no ver en cada peatón cercano un
cliente posible, era descender en la escala biológica.
En esto Warren parecía terminante, su hermana Roberta no sabe a qué se debía su talento numérico,
pero no duda en aseverar que debía haber un componente genético.Su mismo padre, Howard, cuando se
casó con su esposa Leila en West Point en el año 1925, dejó una frase grabada en uno de esos escritos
que Leila quería dejar para sus nietos, que dice así: Howard me confesó que casándose conmigo había
hecho la mejor ganga de su vida.
A Warren le gustaba estar con su abuelo Ernest, un maestro instintivo que trabajaba en un libro del que le
dictaba algunas páginas, el título: Cómo administrar un negocio de artículos de pesca.
Warren se mudó adolescente a Nueva York; repartía periódicos y revistas de actualidad en los edificios
elegantes de los barrios residenciales, y arreglaba con los ascensoristas una comisión para que le avisaran
si alguno de los clientes se mudaba, porque ese era un modo corriente con el que lo dejaban con saldos sin
pagar.
En la universidad de Columbia, Warren conoció a su mentor, Benjamin Graham, que era un intelectual de
las finanzas. Para él Wall Street era una abstracción que le permitía elaborar estrategias y proponer
modos eficientes de inversión. Cartera concentrada a valores favorables mejor que carteras dispersas a
alto precio - lo que aparentemente evita pérdidas pero tampoco da ganancias -, diferenciar valor y precio
de un stock de acciones, está dentro de la herencia conceptual que le dejó Graham. Hombre sencillo,
austero y muy trabajador.
Los hijos de Warren no recuerdan expresiones de emoción en la mirada, el rostro o las manos de su
padre. Pero tenía su sensibilidad. Warren conquistó a su mujer Susan, seduciendo primeramente a su
suegro, un aficionado a la mandolina, como Warren lo es del ukelele. Las noches musicales entre
mandolinas y ukeleles son uno de los recuerdos gratos de Warren, que no es hombre de lujos, ni de
extravagancias.
No tiene colecciones de arte. Su única concesión la modernidad es un jet privado. Pero cuando lo usa
para los placeres mundanos, no saca gran provecho de sus posibilidades. Prefiere pasear por Omaha
cuando está en París, y cuando le vienen con trufas, extraña a sus hamburguesas.
Georges Soros. Un filósofo fracasado.
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Con la historia de Georges Soros terminamos nuestra vidas de hombres ricos. Esta epopeyas culminan de un
modo diferenciado. Hasta ahora hemos dejado que los hechos hablen por sí solos. La vida misma en su
contingencia enunció su singularidad. Pero nos encontramos con un rico que es a la vez filósofo, o aspirante
a serlo. Desde Séneca, cuya fortuna nunca tuvo parangón en la historia de la humanidad, que no se veía a un
potentado que dedicara parte de sus energías intelectuales a la elaboración de teorías filosóficas. Por eso
expondremos ideas, las de Soros, por un lado, y, por el otro, retomando algunas cuestiones, reflexionaremos
sobre lo que nos han dejado estas vidas. Presentaremos cuatro aspectos que declinaremos sucesivamente en
el recorrido del pensamiento de Soros, a la vez que interrogamos la estética en el arte de vivir de los
hipermillonarios.
1 - Nunca como hoy la economía cumplió un papel tan decisivo en el campo cultural. Quizás lo hizo en las
épocas de Marx. En la actualidad, la economía como práctica y como pensamiento marca con su
presencia a las nuevas ideologías. Las ideologías existen, subsisten e insisten; una de ellas es la nueva
ideología empresarial. Según su dictamen, el empresario ya no es el patrón ni el jefe, ni mucho menos el
vampiro chupador de sangre obrera. Se lo muestra como el guia de una comunidad de seres inteligentes e
inventivos que, a la manera de las orquestas sinfónicas - metáfora harto abusada para ilustrar la gestión
empresaria - ofrecen su particular habilidad para componer entre todos un proyecto común. El resultado es
un producto y el destinatario es el cliente, horizonte y prójimo de la empresa.
El empresario, conductor y maestro, no es un mero trabajador, sino un inversor que arriesga su capital para
ofrecer un servicio a una comunidad cada vez más exigente; y el mercado, por otra parte, es el espacio
democrático en el que el consumidor decide de qué modo hará uso de sus facultades para mejorar su vida
y modelar su bienestar. Por eso la empresa se presenta como una institución cultural y no sólo económica,
comunitaria y no sólo privada, y el empresario es el líder y el responsable no sólo material de este espacio
creador de valores. No debe sorprendernos, entonces, que los empresarios mayúsculos de hoy nos
trasmitan su devenir, nos hagan conocer su vida, su escalera al éxito, o que haya quienes se conviertan en sus
apólogos, escribas o divulgadores, como en otros momentos de la historia, circularon las glorias de los
sabios de la antiguedad o de los artistas del Renacimiento. No son los jefes militares el espejo en el que
se miran los empresarios modernos, sino los inventores, los navegantes, los artistas, los sabios, los
Leonardo, los Marco Aurelio y los Magallanes. Una de estas grandes figuras empresariales, una que
satisface casi todas estas aspiraciones, alguien que es gurú en la especulación bursátil y discreto aprendiz en
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otro tipo de especulaciones, es quien confiesa una punzante frustración: es un filósofo fracasado, porque no
es otro el modo en que se define a sí mismo Georges Soros.
La fantasía de Soros era, y es, la de ser conocido por ser el autor de una teoría que de cuenta del
funcionamiento de los mercados financieros como la teoría de la moneda y el empleo dió cuenta de los
años del derrumbe de 1929. Una teoría sobre la extrema volatilidad de las bolsas, de los mecanismos de
los mercados de divisas, de los cambios en las tasas de interés, del movimiento de las masas de dinero, de
los ciclos de auge y colapso, que tenga la misma brillantez que las teorías de Keynes para el desempleo
durante la gran depresión. A estas aspiraciones Soros las llama filosóficas porque no se reducen al ámbito
del dinero, conjugan series de variables en un amplio abanico del pensamiento y la vida.
Fue su encuentro con Karl Popper, del que fue alumno en Londres, apenas arribado de la Hungría de
posguerra, lo que constituyó para Soros una revelación. Esta iluminación nunca dejó de alumbrar su camino,
y sigue aún hoy constituyendo la base de sus elaboraciones. Popper fue su maestro, pero, por supuesto,
Soros nunca fue su discípulo, por el mero hecho de que Popper lo vió pasar como a centenares de
alumnos, y el día en que Soros, varios años después, le envió su tesis sobre la consciencia, Popper lo
animó a seguir estudiando, aunque no sabía que la Bolsa era la destinataria de aquellas inquietudes
epistemológicas.
Hay dos ideas de Popper sobre las que se apoya Soros: una tiene una serie de nombres largos como
falibilidad, contrastabilidad, refutabilidad, falsacionismo, todas palabras que se refieren a una misma
inquietud popperiana; la otra es la idea de sociedad abierta. Los dos polos a los que apunta Soros, son los
mismos que los de su maestro: la ciencia y la democracia. Por la vía de la falibilidad, Soros introduce la
idea de incertidumbre, y por la vía de la sociedad abierta, elabora su idea de libertad. La teoría que Soros
propone al mundo, la que teje y desteje sin cesar, se llama teoría de la reflexividad, y es una teoría que
vive a la manera de una sombra llamativamente contrastada con su vida. Cada vez que él se vuelve más
rico con la hipotética aplicación de su teoría, su teoría se vuelve cada vez más pobre. Es una teoría que
al presentarse y enunciarse, o es un océano de espuma, o es un oasis que se evapora. ¿Qué es lo que dice
esta teoría? Afirma que nuestro entendimiento es imperfecto porque existe una discrepancia irreductible
entre las opiniones y expectativas de los participantes y las situaciones de las que son protagonistas. Esta
discrepancia influye sobre el curso futuro de los acontecimientos, de modo tal que la historia es la
combinatoria de los errores, prejuicios y concepciones equivocadas que los hombres hacen de sí y de su
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entorno. La teoría de la reflexividad es el resultado del entrecruzamiento de dos funciones. Una es la función
cognitiva. Por ella los participantes le atribuyen un determinado valor a los acontecimientos futuros. Es un
modo en que se reconoce la realidad exterior y ésta se refleja en los participantes. Soros la llama la
conexión normal. La otra, la función participativa, muestra que la gente cuando toma decisiones no lo hace
sobre datos crudos de una realidad inmediata y transparente, sino sobre un circuito de interpretaciones y
expectativas que afectan la dinámica de lo real, lo deforman e introducen un elemento de
retroalimentación que transforma los efectos en causas. Es lo que Soros llama la conexión perversa.
Soros pone los fundamentos de lo que podríamos llamar una herméutica bursátil. Es un crítico de la teoría
económica clásica. La idea de un equilibrio que deriva de un mercado translúcido y simétrico, de una
competencia perfecta en la que el interés propio declinado colectivamente produce la asignación óptima
de los recursos, un mercado en el que los participantes tienen un perfecto conocimiento de los
mecanismos que rigen el sistema, en el que los deseos se expresan en el perfecto cruce de las curvas de la
oferta y la demanda - por lo que el precio es siempre justo -, todas estas derivadas de la economía
clásica constituyen para Soros una falacia. Haciendo caso de su maestro Popper que criticaba el dogma
positivista del círculo de Viena que dividía las aguas del conocimiento entre los enunciados científicos en
lenguaje lógico-matemático, por un lado, y por el otro el mundo del sin sentido, desde la superstición al
delirio metafísico de los filósofos, Soros tampoco cree que el mercado capitalista sea un encuentro de seres
racionales que fundan sus expectativas sobre un análisis objetivo de la realidad. La teoría de Soros se llama
reflexiva porque designa un espacio en el que sujeto y objeto se confunden, y porque señala que la
actividad mental de los participantes, y las decisiones que toman, introduce un elemento de incertidumbre
que desconcierta las esperanzas del cálculo racional. Las expectativas de los actores de un mercado
financiero se traducen en tendencias cuyas discrepantes curvas el analista y gestor de fondos de inversión
debe analizar. La especulación es causal e infraestructural; y la economía tiene la exactitud de la
metereología. Darle toda su importancia a la incertidumbre, al hecho de que los valores no son
independientes del acto de evaluación, es darle toda su importancia a los elementos perturbadores cuyos
efectos van mucho más allá del principio de Heisenberg. En los procesos históricos no es sólo la exactitud
del cálculo lo que está en juego, sino la misma naturaleza del objeto estudiado
.2 - Volvamos a hacer algunas preguntas. ¿Cuales son las enseñanzas que los hombres riquísimos de hoy
divulgan en la forma de libros? ¿Para qué necesita el riquísimo de hoy, la antigua forma del texto para hacer
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conocer a las nuevas generaciones su vida? ¿Qué se pretende trasmitir a la humanidad cuando el principal
logro que distingue, y la principal autoridad que sustenta, es el de haber acumulado enormes cantidades de
dinero?
Estas son las preguntas con las que iniciamos este capítulo sobre Estética, y que volvemos a enunciar
después de recorridas las vidas de algunos hombres ricos. También dijimos que no todo se reduce a la
riqueza medida en dinero, las virtudes que distinguen a un hipermillonario pueden ser otras; porque para
hacer dinero hay que haber inventado algo más. Ted Turner inventó la CNN; Ford, Alfred Sloan y Iacocca
fundan o administran los imperios del automóvil; John D. Rockefeller cambia el paisaje planetario
sacando oro negro de la tierra; Bill Gates revolucionó la informática, todos ellos hacen algo para
convertirlo en dinero. Pero Soros hace dinero con dinero, es lo que se llama, y él mismo llama,
especulación. Ironiza cuando dice que si otros pudieran hacer dinero con dinero, no harían otra cosa.
Nadie se toma el trabajo de inventar complicados dispositivos de producción y consumo que hay que
vender, cobrar, para volver a producir, vender y cobrar, con el riesgo de perderlo todo.
La suprema alquimia de los negocios, para Soros, es hacer dinero con dinero. De ahí también su
definición irónica: un inversor en bienes de capital materializado en valores de uso, es un especulador
fracasado.¿Cómo llegó Soros a la especulación bursátil, y qué camino transitó para llegar a ella a través
de la especulación filosófica? Esto es lo que nos gustaría saber y que no sabemos en realidad. Los
escritos de Soros, los reportajes que le hacen, aún los más autobiográficos, pretenden contar
acontecimientos dramáticos, pero carecen de dramaticidad. Esto que sucede con Soros, y que puede
repetirse con algunos textos de los triunfadores de hoy, en los que las vidas agitadas que se dice que
llevan, se expresan en las aguas más que calmas, casi estancas, de una escritura sin vuelo, sin alas, sin
imágenes, sin acentos, sin tensión, sin nada, nos señala que hacer dinero, con dinero, o con lo que sea, es
un arte no hecho a la medida de todos, la expresión por escrito de una reflexión que se pretende
existencial, también es un arte que no se ejerce con naturalidad.
Es así que la vida de Soros, su infancia, su adolescencia, su vida durante la guerra, se supone, por la sola
crónica de los hechos que se narran, que fue algo más que un paseo por un parque de diversiones. Pero no
suena mucho más que eso. Vivir durante la guerra en Hungría, ser judío, pertenecer a una familia
acomodada; disimular el propio judaísmo con cambio de apellidos y conductas; ayudar al padre en el
suponemos difícil trabajo de comunicar a las familias judías, comunicar y aparentemente disponer, la
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ejecución de sus bienes, y de los bienes de las personas deportadas para su cremación; estas cosas son
contadas por Soros con menos dramaticidad que sus relatos bursátiles. No digo porque no lo sienta o
por alguna anestesia que depara el tiempo trascurrido, simplemente escribir no es su oficio, ni el de sus
escribas.Y filosofar parece que tampoco, aunque esto es lo que aquí, e incluso en sus textos, está en
discusión.
El fracaso de su vocación filosófica es lo que distingue a Soros de otros millonarios que legan sus dichos a
la humanidad y que usan de otras metáforas o aficiones profesionales. Pero comencemos por el principio.
¿Para qué escribir? ¿Para enseñar? ¿Para hacerse de una reputación? ¿Para mejorar la imagen pública?
¿Para preparar una celebridad póstuma? ¿Vanagloria?
Mostrar una vida ejemplar siempre ha sido mostrar una singularidad. ¿Cuál es la singularidad trasmitida
por los libros de y sobre Franco Macri, Soros, Buffet, Niederhoffer, Iacocca, Morita, Rockefeller, Ford,
Turner? Ford habla de engranajes y no de dinero, por el contrario, desprecia a la gente que se ocupa sólo
de dinero, a los banqueros por ejemplo. Niederhoffer habla de records y héroes deportivos. Iacocca
resalta la movilidad social en su querida América que le permite a un Mister Pizza ser uno de los nombres
más prestigiosos de la sociedad. De Turner lo que más importa son sus competencias naúticas y su última
esposa. Soros habla de la epistemología bursátil y de la sociedad abierta. ¿Estas voces dispersas pueden
constituir por su sólo nombre propio lo que la tradición filosófica llama singularidad? ¿Una vida singular
de la que valga la pena hablar? Algo único e irrepetible que sin embargo no deja de marcar surcos en
el tiempo, y que a lo largo de la historia mereció la atención de Plutarco en su Vida de hombres ilustres,
de Vassari en su Vida de pintores , escultores y arquitectos, que mereció que Benvenutto Cellini nos
contara su vida, lo mismo Ladislao Viro, Vito Dumas, Paul Feyerabend o Jean Paul Sartre en Las
palabras.
No soy financista dice Soros; su ideal es ser pensador. Pero pensar, agrega, es también reconocer que en
nuestro mundo el dinero tiene demasiada importancia. De no ser reconocido como pensador, Soros
quisiera, al menos, ser reconocido como filántropo; alguien que emplea su dinero al servicio de un ideal:
la democracia según Popper. Por eso Soros se subdivide en dos identidades, es ciudadano y especulador.
Como especulador tiene el deber de ganar dinero, como ciudadano, el de restringir el poder del
mercado.
¿Qué es un especulador? Palabra fuerte que aún suena con desagrado en los oídos de la moral cívica.
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¿ Tendrá la palabra especulación la misma suerte que la palabra avaricia que transitó de la condena del
medioevo a su aceptación moderna a partir de su rebautismo en la noción de interés?
Un especulador es alguien que compra valores baratos y lo vende caros. Las virtudes del especulador
parecen diferentes a las atribuídas tradicionalmente a los empresarios. El empresario en su acepción
romántica es un inventor. Si no tiene talento para la invención nada puede emprender. Debe tener, además,
capacidad administrativa, convicción de mando, ideales jerárquicos, y valores de disciplina y
rendimiento.Las empresas de hoy ya no modelan su imagen según el prototipo militar que proviene de la
época de Bismark. No se trata del ordenamiento de grandes contingentes de hombres bajo la mirada del
immediato superior en la jerarquía. Participación, individualidad y comunicación, son las consignas de la
imagen empresarial de hoy.
Con la informatización es posible combinar el aislamiento con la máxima comunicación potenciada por el
multiplicador de velocidad. La especulación financiera también se compone de algunos de estos
ingredientes.El especulador le ofrece a su cliente ganar dinero, y ganar más que en cualquier otro ámbito.
No lo seduce con la sola seguridad, le agrega un mínimo riesgo y un mayor beneficio. La virtud que lo
acredita es su saber donde colocar el dinero, su conocimiento de los mercados. Su pericia difiere de
aquellas que aparecen en las metáforas imaginadas para el personaje empresarial clásico. No es el inventor
cuya curiosidad no tiene límites, ni el navegante solitario que descubre nuevos mundos, ni el artista que
tiene el don de la imginación creadora, ni el asceta sacrificado y constante, ni el pionero que deja el
reducto conocido y siembra en nuevas tierras. Cuando los especuladores como Soros, Niederhoffer,
Buffet, nos narran sus vidas, parece emerger la imagen de un campeón. Un hombre del record.
No es exactamente un jugador; ni un burrero, ni el loco por el poker que es capaz de jugarse la casa. Soros
ya lo dijo en una de sus reflexiones: nunca hay que jugarse el rancho. No es el jugador de Dostoievski que
sueña con el número ocho, que se le aparece en toda su tersura, como una sirena que no cesa de llamarlo,
un ocho cuyo contorno lo obsesiona, y su doble nudo que lo hechiza como mandala tibetano. Cuando el
especulador despliega sus sueños y sus émulos, aparece un desfile de figuras del deporte popular. Pitchers
y lanzadores de beisbol, estrellas del basket, del boxeo. Son dioses admirados que no se borran jamás de
la memoria popular. El especulador es un apostador que no sólo se propone obtener ganancias, sino
record de ganancias. Nada tiene que ver con el legendario Robert Owen - empresario utopista de principios
del siglo pasado - que garantizaba un 5% de beneficio sobre el capital a sus socios empresarios, y el
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resto lo invertía en el desarrollo humano de sus trabajadores y en los fundamentos de una nueva sociedad
equitativa.
Un recordman no tiene límites, el límite a superar es su propia marca. Las estrellas del deporte recuerdan a
los héroes olímpicos de los hemiciclos griegos. Un deportista luminoso no llega a ser lo que es sólo como
resultado de una gran preparación, una gran disciplina. Ha sido tocado por alguna Gracia. Hay un ángel,
algo fuera de lo ordinario, algo que sólo Maradona, Mohammad Alí, Michael Jordan, Pelé o Carl Lewis,
lo tienen, y que no parece depender sólo de lo humano. Un especulador también debe poseer cualidades
poco comunes, atributos que no se consiguen ni en las universidades, ni con la sola experiencia, ni con el
esfuerzo. Hay un no se qué intransmisible. Por eso no resulta extraño que los escritos de Soros, aún
aquellos que se pretenden didácticos, escondan tanto como muestran.
Soros está empeñado en mostrar que sus logros son totalmente fortuitos, que está tocado por la diosa
fortuna, que en realidad no hay métodos de trabajo ni de pensamiento, que eso sí, hay que tener el olfato, la
intuición, el oído, la visión justa para cazar a la presa. Lo animal y lo divino se conjugan para metaforizar
esta imagen más que humana del especulador.Pero ni aún esto alcanza. También se necesita una cualidad no
tan salvaje ni tan divina. Es la confianza en sí mismo, la seguridad, el temple. Saber lo que se quiere
.3- La filosofía liberal del maestro de Soros, Popper, abarca tanto al conocimiento como a la política.
Por el lado del conocimiento, en este caso el conocimiento paradigmático de la modernidad, Popper analizó
los mecanismos de los descubrimientos científicos y del progreso de las ciencias. Popper le da
preeminencia al error sobre la verdad; dicho con más precisión, define a la verdad sobre la posibilidad de
errar. A esto lo llama cualidad falsable, refutable, contrastable. Toda teoría que no pueda ser refutada no
es científica, es un dogma disfrazado con explicaciones supuestamente coherentes.
Un dogma es una doctrina que se sostiene en una autoridad, en un poder. Y como tal se impone, pero
en la actualidad los dogmas no se presentan con la claridad que lo hacían antes. Indudablemente la
filosofía de Santo Tomás no se manifestaba explícitamente arbitraria y despótica; por lo contrario se
esmeraba en presentar un sistema, una summa trasparente, en la que todas las nervaduras de su
logicidad fueran inapelables para la razón. Pero era una razón sustentada en la fe. Hoy, el dogma ya no
habla en nombre de un poder trascendente, la teología viene disfrazada. Los poderes adquieren el peso
conceptual que les da la categorización, por eso aparecen conceptos como modo de producción histórico,
inconsciente, plusvalía y represión original. Los dogmas de hoy tienen un aparato lexical de apariencia
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científica, pero un mecanismo de construcción teológico.
De más está decir que marxismo y freudismo, son los dos ejemplos elegidos por Popper para exhibir
la teología cientificista de la modernidad; dogmas cuyos embriones ya se encuentran en la tradición de la
filosofía occidental en Platón y Hegel. Esta cualidad de refutabilidad muestra que los conocimientos
científicos no tienen ni la objetividad ni la universalidad dadas de una buena vez para siempre.
Soros encuentra que en los mercados la objetividad de los análisis se basan también en presupuestos
facilistas y en una concepción cuasifetichista del conocimiento. El análisis clásico supone que los
valores de las acciones responden a una racionalidad transparente. El valor de la acción bursátil está
dado por el balance de la empresa, de sus costos, de sus inversiones, y de las posibilidades que tienen
los compradores racionales de adquirir esa acción, una vez comparadas sus necesidades o deseos, sus
prioridades, y su capacidad de compra.
Soros hace una crítica de la concepción racionalista del mercado semejante a la que había hecho Popper
para criticar al positivismo lógico de Viena. Se reinvindica por ambas partes la importancia del azar, del
sin sentido, de la subjetividad, de los mitos, de la leyendas, de la emulación, de los misterios ha tomar en
cuenta en todo paradigma de la especulación, tanto filosófica como financiera.En realidad no puede haber
para Soros una teoría de los mercados, a lo sumo puede llegar a establecerse una clínica, es decir una
visión global que tome como dato esencial la singularidad y la irrepetibilidad de los casos.
Hasta tal punto no funciona la impersonalidad objetiva en los mercados, que en la Bolsa hay una
permanente búsqueda para saber, que en realidad es adivinar, en qué valores invierten los gurúes de las
finanzas, de qué otros se despojan, porque la tendencia señalada por un supuesto experto prima sobre los
análisis objetivos.En los mercados se acostumbra adjudicar poderes especiales, casi milagrosos, a
determinados personajes que si no existieran se los inventaría. El mercado se presenta lógico, consistente
en su racionalidad, pero no lo hace más que para simular sus distorsiones.
Para Soros todo mercado está distorsionado, malformado, deformado. La agudeza del analista está en
anticiparse en el descubrimiento de estas deformaciones. conviene interrogar un fenómeno que
trasciende la prédica de Soros, pero que la incluye también. Nos referimos a este aspecto intuitivo y
desacralizador de una racionalidad dura, respecto al mundo de las finanzas. Esta idea de que los fenómenos
financieros en general, no pueden ser anticipados, que su lógica no es previsible, que el efecto mariposa les
es característico, que las variables que los atraviesan son innumerables; sostener que la subjetividad en
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estos casos es determinante, como dice Soros que fue decisivo que un día no saliera, como le era habitual
hacerlo, a almorzar, para descubrir una oportunidad con consecuencias de gran magnitud; todo este
abanico argumentativo, nos habla por un lado de una dimensión en el que el cálculo racional no es todo, que
la subjetividad es constitutiva, las expectativas determinantes, las sospechas, los temores y los climas de
euforia, estructurales.
Como decía Franz Kafka - un verdadero analista de otros aspectos de las grandes organizaciones - :
no importa la Ley, lo que importan son las interpretaciones. Por eso este aspecto está muy bien que sea
recordado. Pero tampoco creemos que los fenómenos financieros de este mundo globalizado, se reduzcan
a esta microsociabilidad imprevisible. El mismo Soros nos instruye cuando antes de cada movimiento
de inversión estudia la estrategia del gobierno norteamericano, las innovaciones tecnológicas incipientes,
la apertura de nuevos mercados, las tensiones entre ciertos países.
Los éxitos de Soros en sus inversiones en alimentos, en productos derivados del petróleo, en acciones de
compañías electrónicas, en la especulación contra la libra esterlina, todos estos éxitos financieros fueron
el fruto de su diagnóstico sobre la política de Carter, su análisis de la estrategia del Bundensbank de
Alemania, las debilidades de la economía inglesa, el atraso en la tecnología electrónica del aparato militar
norteamericano, etc. Pero lo que Soros nos dice es que sus predicciones acerca de la política de los
Estados, en general está errada, y, sin embargo sus diagnósticos sobre el comportamiento de los mercados
es acertado. A la pregunta de cómo se concilian los éxitos financieros con el fracaso en las predicciones,
Soros responde aludiendo nuevamente a los factores personales.
Pero este juego dialéctico trasciende a Soros. Todavía nos falta no digo una teoría, sino análisis teóricos
singulares sobre el modo en que se compone la política de los Estados nacionales con las crisis
financieras. Porque por lo general las explicaciones de las crisis siguen el modelo acumulativo. De repente
todo el mundo descubre que la deuda externa de un país - el recientemente convulsionado por la crisis - es
insostenible, que su moneda está sobrevaluada, su déficit fiscal intolerable, su corrupción escandalosa.
Digo de repente, porque poco tiempo antes los expertos desdeñaban estas dificultades en nombre de
virtudes mayúsculas que podían tener que ver con otros aspectos aplaudidos como una correcta política
de privatizaciones, una inflación sumamente moderada, un mercado laboral flexible, un ajuste salarial más
que necesario, y así en más. Estas inesperadas irrupciones que son las crisis, se analizan por anversos y
reversos de una lógica que siempre olvida su otra cara. Como ya se dice y repite, tanto se dice que se
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termina por creerlo, que ya no existen los Estados nacionales, que no hay más ideologías, que los intereses
están tan diseminados que ya no tienen polos dominantes, que no hay más imperialismo, que damos por
descontado que la crisis mejicana, por ejemplo, nada debe a posibles movimientos de intereses políticos
norteamericanos respecto a las condiciones de entrada de Méjico al NAFTA; que Chiapas, la huída del
antes gran Presidente, la muerte del candidato, la devaluación de la moneda, el abaratamiento del costo
mejicano, todo esto se supone nada tiene que ver con nada, porque las crisis son puramente financieras
y todo se basa en la confianza y desconfianza de los inversores, y del enigmático fenómeno llamado
credibilidad.
Lo mismo con la crisis del sudesteasiático, así de repente lo que se llama modelo a imitar, se convierte en el
leproso histórico porque antes nada se sabía de lo que ahora se sabe, en el maravilloso mundo en el que
se obtienen datos al instante parece que faltaban algunos. Tampoco se explicita la relación entre la nueva
política de privatizaciones del Presidente Cardozo en Brasil, y las presiones para la devaluación del real -
lo que abarataría el valor de los bienes a vender -.
Pero nosotros, los argentinos, ya no podemos ser tan ingenuos. El año 1989 no sólo fue de fracturas
mundiales imborrables en la memoria histórica, también fue de enormes cambios en nuestro país. No
necesitamos de una gran erudición para articular asaltos a supermercados con rebelión carapintada,
movilización sindical, resabios procesistas e hiperinflación. Tampoco debemos olvidar que hemos
bautizado el fenómeno como golpe de Estado financiero.
Como se dice que la política ya no existe, sólo quedan entonces la globalización financiera, las
subjetividades microbursátiles, y, por supuesto, la ética, ¡cómo nos vamos a olvidar de la ética!
Se insiste en señalar el modo en que un inasible poder financiero arrasa con la soberanía de los Estados,
pero poco se sabe del modo en que los Estados no sólo soberanos sino líderes, intervienen en la
dirección de los movimientos financieros.
Soros titula a uno de sus libros La alquimia de las finanzas. La palabra alquimia está para reforzar el
aspecto subjetivo de la dinámica financiera. La alquimia, esta ciencia medieval, le sirve a Soros para
efectuar la crítica central a su maestro Popper. Para Popper la ciencia es una, postula la unidad de la
ciencia. Para Soros hablar de ciencia social es utilizar una falsa metáfora. No puede haber ciencia de la
emotividad humana, ni puede haber saber exacto, repetitivo y predictivo de una conducta moldeada por
expectativas que interactuan. Digamos, hablando un idioma que Soros no usa, que no hay ciencia de la
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intersubjetividad. Lo que sí dice Soros con sus propias palabras es que el objetivo primordial de la
ciencia es la verdad, el de la alquimia es el éxito operativo. El éxito financiero, para Soros, es un asunto de
alquimia; depende de la capacidad de prever las expectativas prevalecientes y no los acontecimientos del
mundo real.
Con respecto a lo que Popper llama Sociedad Abierta, nombre con el que Soros bautizó a su fundación
filantrópica para la democracia en el mundo, con decenas de sucursales, es una sociedad que no se
construye sobre una verdad integral que dispone la vida de sus semejantes. Una sociedad es abierta
cuando el criterio de verdad no se enuncia con un símbolo sacro. Los criterios de verdad de una
sociedad abierta necesitan un ámbito en donde haya posibilidades de refutación, discusión y cambio. Una
sociedad así está obligada a crear el espacio en el que los ciudadanos puedan elegir su propio marco
cultural ya que no hay un destino metahistórico ni profético que los guie.
Soros, siguiendo a Popper, estima que en una sociedad democrática, la idea de justicia es antiplatónica.
Recordemos que, para Popper, el pensamiento totalitario comienza con Platón. En la república de Platón la
justicia se define por el sitio justo que nos corresponde, y esta justeza del lugar se sostiene en una geometría
trascendente. El espacio político de Platón es jerárquico, y su orden se sostiene en una doctrina del alma.
Para Popper y para Soros, una sociedad democrática permite el fuera de lugar, el desplazamiento de los
lugares de origen, la conquista de nuevos lugares, una dinámica tópica.
En una sociedad democrática se sube y se baja, y no hay destino sino competencia. Popper y Soros,
rechazan la concepción clasista de la sociedad, porque supone un orden estanco en el que las clases están
distribuídas para siempre. Por el contrario, la consistencia de las sociedades modernas es porosa. Sin
embargo, existe un problema para Soros. Toda sociedad necesita valores fuertes y estables; necesita
crencias comunes que susciten adhesión. Es muy dificil edificar creencias colectivas sobre cimientos
falsables. Es este, según Soros, uno de los mayores desafíos para occidente, que sólo parece apreciar las
virtudes de la sociedad abierta, cuando algún poder despótico la destruye.
4- Pero más allá de sus idas y vueltas de especulador agazapado, aún cuando dice adoptar la posición del
filósofo que intenta entender y, además, decir la verdad; más allá de esta imagen que nos da de un cazador
que vitupera contra la crueldad de los safaris mientras no suelta ni un segundo su rifle última generación, algo
creo que puede reconocérsele a Soros.
Es un magnate, líder entre los hipermillonarios, que no ha renunciado del todo a decir lo que ve. Y lo que ve
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no se reduce a lo que le conviene. Su codicia no lo ha cegado totalmente. Reconoce que al mundo de hoy lo
mueve el dinero, un dinero ya sin Dios, pero no se siente satisfecho en un mundo en el que lo único que
reluce es el oro. Advierte los mecanismos del poder en mundo globalizado; no se une al himno de los
personeros de hoy que ensalzan a la actualidad como vendedores a domicilio.
Soros nos dice que el sistema capitalista actual es un imperio, y que en él, como en todo imperio, los de
afuera son bárbaros ( The Crisis of Global Capitalism). Afirma que hay una sola realidad política que aún
constituye un freno al avance arrolador del capital: los Estados.
Estas tendencias imperialistas ya no son territoriales y que su sinuosoidad se debe a que carecen de una
estructura formal, de ahí si invisibilidad.
Una característica le es esencial: la libertad de movimientos de capitales. El centro del Imperio provee
capitales; la periferia los pide y usa. La imagen que trasmite es la de un gigantesco sistema circulatorio que
chupa capitales en el centro y los expulsa a la periferia. Los Estados soberanos son las válvulas. Mientras el
mercado financiero se expande, las válvulas se abren, pero si este proceso se revierte, y las válvulas no
ceden, el sistema se quiebra.
Soros nos dice que el crédito externo es una trampa de la que los países no pueden escapar fácilmente. Que
el sistema alienta a los prestamistas y que les garantiza una protección, con lo que el riesgo es el del deudor.
Hipoteca todo lo que tiene y lo que alguna vez imagina tener. Subraya que un flujo estable de capitales no
asegura una economía estable.
Sabe bien cómo se manejan las relaciones internacionales, y los modos en que se difunde la retórica de la
diplomacia. Por eso señala que la Banca Internacional y las corporaciones multinacionales a menudo se
sienten más cómodas en el trato con regímenes autocráticos. Que es lo mismo que decir que la corrupción le
es totalmente funcional al orden internacional.
Soros cree tanto en la libre competencia como en la transparencia de los mercados, es decir que no cree
nada de este tipo de mitologías vendidas por cortesanos periodísticos y gurúes de congresos. Nos habla de
monopolios, de cuatro auditorías que se reparten las calificaciones de riesgo, de dos pulpos informáticos.
Extiende los alcances del concepto de reflexividad para entender el maravilloso milagro de la naturaleza
financiera: la confianza. Nos dice, en síntesis, que la confianza que despierta para un financista un solicitante
de dinero depende de la cantidad de dinero que otros financistas estén dispuestos a prestarle.
Finalmente celebra el fin del modelo asiático, por sus vicios nepotistas - que, por supuesto, antes se
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llamaban virtudes confucianas -, pero reconoce también, que este fin no es precisamente un triunfo de los
ángeles. El derrumbe asiático ha provocado un enorme flujo de capitales de la periferia al centro, anmortiguó
ciertas tendencias inflacionarias, evitó el alza de la tasa de interés de la Reserva Federal, incrementó el valor
de las acciones, y abarató los productos importados.
Respecto de la deuda externa, sugiere la creación de un organismo asegurador que garantice los préstamos a
lso mercados emergentes y que no detenga los créditos, ya que provocan colapsos y una inestabilidad
imprevisible en los mercados.
Es por eso que creo que no deja de ser un mérito que un financista - que incluso llega a decir que los fondos
de inversión, como los que el maneja, tampoco constituyen un ente estable ya que sus perfomances al ser
relativas, es decir, medirse entre unos y otros, son plausibles de aventuras y desfalcos - tenga visión crítica
del mundo en que vive; tan acostumbrados que estamos al ambiente festivo y eufórico del personal
marketinero.
Soros se define a sí mismo como un analista de la inseguridad, alguien que lleva a cabo el ejercicio ascético
de su propia falibilidad, un buscador de defectos que se enorgullece de sus errores. Vivir con intensidad la
incertidumbre, es hacer del sentido de la inseguridad y de la sensación de peligro, un concentrador mental
y un excitante cerebral, y del dolor una señal para la acción. Son ideas de Soros, de un filósofo fracasado
que dice estar plenamente consciente de reunir todas las condiciones para satisfacer el estereotipo del
conspirador mundial, del sionista bolchevique, del judío plutócrata, pero que no es más que uno de los
tantos discípulos de Popper protegido por la fortuna.