DESARROLLO RURAL Y SEGURIDAD ALIMENTARIA
Fernando Collantes
El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Desarrollo rural y seguridad alimentaria” del Máster Iberoamericano de Cooperación Internacional y Desarrollo de la Universidad de Cantabria, curso 2013/14. Si desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte previamente con el autor: <[email protected]>
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Capítulo 1
EUROPA
La pobreza rural y la inseguridad alimentaria son dos de los problemas más
básicos que afectan a las poblaciones del mundo pobre. Se trata de dos problemas
relacionados, cuya solución se produce con frecuencia de manera simultánea. Cualquier
estrategia de desarrollo rural cuenta entre sus elementos principales un aumento de la
producción agraria que serviría de base a la consecución paralela de seguridad
alimentaria tanto en el campo como en la ciudad. La seguridad alimentaria, por su parte,
parecería un tanto más independiente del progreso rural: lo parecería porque, en
ausencia de producción local, la seguridad alimentaria parecería alcanzable a través de
las importaciones de alimentos. Pero, como mostraría el alza global de precios de los
alimentos de 2008-09 (que golpeó con especial dureza a los países pobres importadores
de comida), esto es un espejismo: aunque las importaciones pueden contribuir al
objetivo de la seguridad alimentaria, dicho objetivo depende esencialmente de la oferta
doméstica de alimentos y, por lo tanto, de la capacidad de progreso de los agricultores
del país. En suma, el desarrollo rural y la seguridad alimentaria suelen ir de la mano,
sobre todo si adoptamos una perspectiva temporal suficientemente amplia.
Para comprender los problemas del mundo pobre en materia de pobreza rural e
inseguridad alimentaria, debemos estudiar (no podría ser de otro modo) las principales
regiones del mundo pobre: América Latina, Asia y África. Pero también es útil
comenzar el recorrido por Europa: no por la Europa opulenta del presente, una Europa
cuyos agricultores tienen niveles de vida muy superiores a los de los agricultores del
mundo pobre, una Europa cuyos problemas alimentarios (como, por ejemplo, la
obesidad) tienen más que ver con la abundancia que con la escasez. Pero sí por la
Europa del pasado: una Europa que, hasta llegado el siglo XX, también sufrió los
problemas gemelos de la pobreza rural y la inseguridad alimentaria; una Europa que,
por diferentes vías según los países, logró sacudirse estos problemas y que, por ello,
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ofrece un marco en el que situar las mucho menos exitosas experiencias del mundo
pobre.
Este capítulo trata acerca de la experiencia europea de lucha contra la pobreza
rural y la inseguridad alimentaria. Consta de cuatro apartados. El primero describe la
situación europea hacia 1750 y muestra que ambos problemas eran por entonces de una
enorme gravedad, comparable a la que se vive en el mundo pobre en el tiempo presente.
El segundo apartado presenta la llamada “transición nutricional” que acabó con el
problema de la inseguridad alimentaria, mientras que los apartados tercero y cuarto
muestran dos vías diferentes por las que los países europeos lograron terminar con la
pobreza rural.
EUROPA EN TORNO A 1750
La sociedad europea era abrumadoramente agraria y rural aún hacia mediados
del siglo XVIII. La mayor parte de la población trabajaba en el sector primario debido,
en primer lugar, al hecho de que la mayor parte de la demanda de los consumidores era
una demanda de alimentos, por lo que, de manera paralela, la mayor parte de la mano de
obra tendía a ser absorbida por el sector que producía dichos alimentos. En segundo
lugar, dadas estas condiciones de demanda, era difícil que el sector agrario pudiera
liberar mano de obra para otros sectores porque operaba con un nivel tecnológico muy
bajo. La mayor parte de procesos productivos agrarios eran muy intensivos en mano de
obra, por lo que no era factible que los agricultores pudieran producir un gran excedente
capaz de sostener un gran volumen de población no agraria. Finalmente, y en tercer
lugar, la ausencia de procesos modernos de industrialización también contribuía a
mantener a la mayor parte de la mano de obra en el campo, dado que no se desataban
grandes fuerzas de atracción desde las ciudades. Por todo ello, la mayor parte de la
población activa europea era población agraria. Dado que la agricultura se desarrollaba
primordialmente en zonas rurales, la mayor parte de la población residía de este modo
en pueblos de pequeñas dimensiones. Tan sólo en contadas regiones de la geografía
europea (en la mitad sur de Inglaterra, en la pequeña república de Holanda) había
comenzado a producirse una cierta (y modesta) modernización; en la mayor parte de
Europa, sin embargo, la sociedad era aún hacia 1750 abrumadoramente agraria y rural.
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La alimentación de las poblaciones europeas era muy deficiente. Las ingestas de
alimentos eran escasas. También eran con frecuencia irregulares: la mayor parte de la
población comía más unos días (meses, estaciones) que otros. En consecuencia, la
mayor parte de la población ingería una cantidad de calorías peligrosamente próxima al
mínimo de subsistencia vital, más si cabe si tenemos en cuenta que estaba empleada en
trabajos que requerían un esfuerzo físico considerable. De cuando en cuando
sobrevenían “crisis de subsistencias”, manifestación antigua de lo que hoy llamamos
inseguridad alimentaria. Ya fuera por problemas climatológicos que conducían a malas
cosechas, ya fuera por las prácticas especulativas de los intermediarios comerciales, de
cuando en cuando los precios de los alimentos básicos crecían más allá de lo que unos
menguados presupuestos familiares podían afrontar. El resultado eran motines, protestas
populares, de vez en cuando políticas públicas encaminadas a corregir las situaciones
más extremas; pero, sobre todo, el resultado era una población con un estado nutritivo
deficiente. Una población que, cuando se sucedían epidemias de enfermedades
comunes, corría un riesgo que hoy nos parecería implausible de fallecer a causa de, por
ejemplo, una gripe.
Se trataba de una dieta no sólo precaria, sino también monótona. Los cereales,
presentes de una u otra manera en prácticamente todas las comidas, eran los reyes de
esta dieta. Otros productos de origen vegetal, como las legumbres o las patatas (estas
últimas un producto traído de América y originalmente, antes de que el crecimiento
demográfico del siglo XVIII forzara a muchos a cambiar de opinión, considerado
impropio para el consumo humano), completaban esta dieta involuntariamente
vegetariana. Involuntariamente vegetariana porque las carnes eran excesivamente caras
para la mayor parte de la población. En las mesas de la aristocracia y el clero (los
estamentos privilegiados de la sociedad europea tradicional), así como la de los grandes
empresarios del comercio (embrión de lo que luego sería la triunfante burguesía liberal
del siglo XIX), no faltaba la carne, convertida en símbolo de estatus. Pero utilizar la
carne de los animales como alimento era, como nos recuerdan los ecologistas del
presente, poco eficiente: la cantidad de tierra que era necesario reservar para la
alimentación de una vaca, de un cordero, podía producir una mayor cantidad de comida
si era empleada en el cultivo de plantas nutritivas para el ser humano. Así que la mayor
parte de la población no podía pagar los precios de la carne, al menos no de manera
regular. Es verdad que esto quizá era más cierto hacia mediados del siglo XVIIII o
incluso a mediados del siglo XIX de lo que lo había sido un siglo, dos siglos atrás,
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cuando la población europea era menos numerosa y la presión sobre la tierra no tan
acuciante. Pero, en cualquier caso, la mayor parte de europeos venían a ser
mayoritariamente vegetarianos por motivos económicos. En consecuencia, no sólo
ingerían pocas calorías, sino que también ingerían pocas proteínas. Y buena parte de las
proteínas que ingerían provenían de vegetales, lo cual las convertía (en las condiciones
de la época) en proteínas de inferior calidad a las de las proteínas animales ampliamente
consumidas por las clases altas. Otra carencia de las dietas de 1750 era la deficiencia
generalizada en la ingesta de calcio, un mineral cuya presencia en el organismo humano
depende del consumo de unos productos lácteos que en la mayor parte de regiones
también eran excesivamente caros.
En suma, un ejemplo de libro de lo que hoy llamamos inseguridad alimentaria:
incapacidad de la sociedad para garantizar a sus miembros el abastecimiento regular de
una dieta que pueda considerarse suficiente y saludable.
Por su parte, el problema de la pobreza rural alcanzaba también dimensiones que
nada tenían que envidiar (y que, de hecho, en no pocos aspectos superaban) a las del
mundo en vías de desarrollo del presente. La mayor parte de los campesinos se
empleaban afanosamente en una variedad de faenas agrarias y ganaderas, e incluso de
vez en cuando en modestas tareas manufactureras o comerciales. Pero, aún así, sufrían
para obtener los ingresos y bienes necesarios para garantizar la reproducción económica
de la unidad familiar. Esto era así fundamentalmente por dos causas. Primero, porque
todo su esfuerzo se desarrollaba en el marco de unas estructuras sociales tremendamente
jerarquizadas. En la (mayor parte de la) Europa previa a la revolución francesa persistía
un “antiguo régimen” cuyas raíces se hundían en el feudalismo medieval y que
establecía una diferenciación profunda (y casi inamovible) entre una estrecha minoría
de propietarios de la tierra (nobleza, clero) y una amplísima mayoría de campesinos en
precario. Las reglas de la sociedad establecían diversos mecanismos a través de los
cuales la mayor parte de los frutos del esfuerzo campesino terminaban canalizándose
hacia las clases altas; el pago de una considerable renta de la tierra por parte de los
campesinos arrendatarios, o el pago del diezmo (una especie de impuesto paraestatal
vinculado a la cosecha anual) a la Iglesia, eran quizá los dos mecanismos más
importantes. En estas condiciones, la mayor parte del crecimiento agrario que pudiera
tener lugar era absorbido por la nobleza y el clero, manteniendo a los campesinos en
niveles de vida que, si bien podían ascender lentamente a lo largo del tiempo,
difícilmente permitían a aquellos alejarse de lo que hoy llamamos línea de pobreza.
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Pero la mala distribución de la tierra y el ingreso agrario no era la única razón
por la que la mayor parte de los campesinos eran pobres. En realidad, si pudiéramos
viajar en el tiempo hacia 1750 e imponer una redistribución forzosa de todas las
propiedades, de tal modo que todas las personas tuvieran exactamente la misma
cantidad de tierra, nos encontraríamos con que los beneficiarios de esta medida serían
tan numerosos que, en realidad, la mayor parte de ellos recibiría parcelas tan pequeñas
que aún continuaría por debajo (o en el entorno) de la línea de la pobreza. No: en
realidad la tarta de la economía preindustrial no era tan grande como para que podamos
culpar a la desigualdad (al antiguo régimen) de (todos) los problemas de la gente
humilde. Hay otro problema fundamental: la falta de crecimiento, o la gran lentitud del
mismo.
La agricultura europea crecía con enorme lentitud porque el nivel tecnológico de
las explotaciones era bajo. En la época previa a las innovaciones que darían lugar a la
agricultura industrializada, los agricultores debían apoyarse en fuentes de energía
orgánicas. No era imposible progresar bajo este régimen tecnológico, como prueba el
caso de los numerosos agricultores del norte de Europa que, siguiendo el método de
ensayo y error, fueron encontrando formas más eficientes de utilizar sus factores
productivos. Pero, incluso en estos casos, el progreso agrario era lento. Y, en la mayor
parte del continente, dicho progreso era mínimo. La productividad de los agricultores,
es decir, el cociente entre la producción y la mano de obra utilizada para dar lugar a
dicha producción, apenas crecía. Lo mismo ocurre con el rendimiento de la tierra, es
decir, el cociente entre la producción y la superficie utilizada, muy afectado por la
necesidad que estos agricultores orgánicos tenían de dejar cada cierto tiempo una parte
de sus campos en barbecho, con objeto de que recuperaran la fertilidad natural. Y no era
sencillo conseguir progresos: esta agricultura orgánica se apoyaba sobre un delicado
equilibrio entre diferentes usos del suelo (cultivos para la alimentación humana, cultivos
para alimentar al ganado, superficies de pasto para el ganado, superficies forestales para
el aprovisionamiento de madera); usos del suelo cuya interdependencia dificultaba la
expansión indefinida de una determinada producción a expensas de las demás. Por todo
ello, el crecimiento de la agricultura europea era verdaderamente lento antes de 1750 y,
en consecuencia, la existencia de grandes bolsas de pobreza y marginalidad rural era
prácticamente inevitable.
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LA TRANSICIÓN NUTRICIONAL
Entre mediados del siglo XIX y aproximadamente la década de 1970, se
desplegó por toda Europa una transición nutricional que acabó con los problemas
tradicionales de inseguridad alimentaria. Esta transición constó de dos etapas: la
primera, de aumento y regularización de la ingestas; y la segunda, de aumento en la
variedad de la dieta. Mientras que la primera fase acabó con la precariedad de las dietas,
la segunda acabó con su monotonía y, muy especialmente, con algunas de las carencias
que arrastraba desde un punto de vista nutricional.
La primera fase de la transición nutricional tuvo como protagonistas a alimentos
aparentemente no muy distintos de los que constituían la dieta tradicional: productos de
origen vegetal, como las patatas, las legumbres o, muy especialmente, diversos tipos de
cereales. La industrialización europea elevó las rentas de la inmensa mayoría de la
población, y los consumidores destinaron una parte sustancial de esos incrementos de
renta a satisfacer de manera más holgada sus necesidades alimenticias. Se consumía
más y se consumía de manera menos fluctuante a lo largo del año. También incluso
pasaron a consumirse mejores productos, o al menos productos que los consumidores
tenían motivos para considerar mejores. Así, por ejemplo, fue fraguándose una
sustitución en el crucial ámbito de los cereales: el consumo de panes y pastas derivadas
de cereales considerados inferiores (como la cebada o la avena) disminuyó rápidamente,
creciendo en su lugar el consumo de productos derivados del trigo. El pan negro,
tradicionalmente vital para las clases populares debido a su menor coste, fue sustituido
por el pan blanco, percibido como un símbolo de estatus.
Desde comienzos del siglo XX comenzó a perfilarse la segunda fase de esta
transición nutricional. Cada vez más europeos destinaron sus incrementos de renta a
comprar alimentos que hasta entonces no habían estado presentes en su dieta (o lo
habían estado en escasa medida). Destacaron aquí en particular los alimentos derivados
de la ganadería, como las carnes y la leche. En el primer caso, un alimento cuyo precio
había resultado hasta entonces un impedimento para el consumo de las clases populares,
pero que ahora, conforme aumentaban las rentas disponibles, comenzaba a ser objeto de
consumo regular también fuera del ámbito de las clases altas. En el segundo caso, el de
la leche, un producto que los nuevos descubrimientos científicos de finales del siglo
XIX y comienzos del XX revalorizaron, al sugerir que el consumo de leche (hasta
entonces un alimento un tanto impopular por los más que habituales fraudes en su
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distribución, los frecuentes problemas de salud causados por su consumo en mal estado
y la percepción social de que se trataba fundamentalmente de un producto medicinal
más que de un alimento de consumo cotidiano) tenía efectos benéficos sobre la salud.
La leche también era relativamente cara, pero el incremento de las rentas fue haciendo
posible que más y más personas pudieran acceder al consumo de la misma. Otros
productos que contribuyeron a aumentar la variedad y la calidad nutricional de las dietas
fueron las frutas y las hortalizas. En todos los casos (carne, leche, frutas, hortalizas), el
discurso médico de la época enfatizaba las virtudes de estos alimentos: se impuso una
nueva visión de la nutrición que, yendo más allá de la energía ingerida por el
organismo (medible a través de las calorías), valoraba también otros elementos, como
por ejemplo las proteínas (y, dentro de estas, las de calidad especialmente elevada
contenidas en las carnes), las vitaminas (como las aportadas por frutas y hortalizas) o
minerales como el calcio (cuya ingesta, tanto entonces como hoy, depende muy
estrechamente de productos lácteos).
La base de la transición nutricional fue, fundamentalmente, la producción
doméstica de alimentos por parte de cada uno de los países europeos. Las importaciones
de comida sí desempeñaron un papel importante en Gran Bretaña, cuyo vasto imperio
abasteció de diversos productos tropicales o semi-tropicales a los consumidores locales
(entre ellos, productos que posteriormente se considerarían tan fuertemente arraigados
en la cultura británica como el té) y cuya política librecambista hizo posible la entrada
de grandes cantidades de cereales o carne congelada procedente de América y Oceanía
(así como derivados lácteos de Escandinavia). En la mayor parte del continente, sin
embargo, los gobiernos optaron desde fines del siglo XIX por políticas proteccionistas
encaminadas a garantizar el sustento de los agricultores del país. Ante la creciente
amenaza representada por las importaciones baratas de productos de clima templado
procedentes de América, Oceanía o las llanuras rusas, y dado el alto peso que la
población agraria aún tenía sobre el conjunto de la población nacional (una diferencia
crucial con respecto al caso británico), los gobiernos optaron por un proteccionismo
agrario que garantizara la cohesión social.
Las diferencias con lo que viven en el tiempo presente los países pobres son, por
lo tanto, muchas. La transición nutricional y el cambio agrario europeos tuvieron lugar
en un momento de la historia durante el cual la ideología liberal triunfante durante
buena parte del siglo XIX estaba comenzando a perder su hegemonía, viéndose
reemplazada por visiones más reguladas y organizadas del sistema capitalista. El viraje
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hacia el proteccionismo agrario fue parte de ese cambio de paradigma en los marcos de
pensamiento, que contrasta con el predominio (de nuevo) de la ideología liberal en el
tiempo presente y con la creciente presión generada a favor de la liberalización de los
mercados agrarios y el desmantelamiento de barreras proteccionistas. Otro contraste
importante es el hecho de que la competencia interpuesta por las importaciones baratas
procedentes de América u Oceanía era una competencia limpia, en el sentido de que la
ventaja de las importaciones se basaba en su menor coste de producción (resultado, a su
vez, de la mayor abundancia de tierra y la mejor organización social de la agricultura en
los territorios de ultramar). En los países pobres del tiempo presente, en cambio, la
competencia interpuesta por los países ricos en los mercados agrarios es menos limpia,
porque se apoya en mayor medida en el apoyo público que los gobiernos conceden a sus
agricultores, cuando no abiertamente en subvenciones a la exportación que hacen que
los productos europeos puedan venderse en el mundo pobre a precios inferiores a su
coste real de producción.
No todos los países europeos consiguieron seguridad alimentaria con igual
rapidez. La transición nutricional fue temprana en los países noroccidentales del
continente, como el Reino Unido, Francia o Alemania, pero comenzó de manera más
tardía y avanzó de manera más lenta en los países de la periferia meridional, como Italia
o España. En los países mediterráneos, el nivel general de desarrollo económico era
menor: también la industrialización había comenzado de manera más tardía y avanzaba
de manera más lenta, con lo que el nivel medio de renta era relativamente bajo y, en
consecuencia, las dietas tardaban un mayor tiempo en transformarse, en especial en lo
que se refiere a la introducción de alimentos relativamente caros como la carne y la
leche. Además, es probable que en la Europa mediterránea también fuera mayor la
desigualdad en la distribución de la renta, con lo que las clases populares tardaron
décadas en acceder a los hábitos alimenticios propios de las clases altas. Finalmente,
también debemos tener en cuenta que, dado que las transiciones nutricionales de los
países dependieron estrechamente de la oferta doméstica de alimentos, el hecho de que
la agricultura mediterránea fuera sustancialmente menos productiva que la de Europa
noroccidental también condicionó el ritmo de la transición. En esa menor productividad
influían la organización social de la agricultura o el grado de urbanización alcanzado
por los países, pero también la climatología: sobre todo en condiciones orgánicas (que
en muchas partes de Europa prevalecieron hasta bien entrado el siglo XX), la aridez
suponía un obstáculo para el progreso de los agricultores mediterráneos. Esto
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contribuye a explicar por qué productos como la leche o la carne de vaca, cuya
producción en condiciones orgánicas requiere elevados grados de humedad (con objeto
de alimentar adecuadamente a los animales con pastos naturales), se abrieron paso con
lentitud en las mesas de los consumidores de la Europa mediterránea.
Pese a estas diferencias entre países y regiones, sí puede establecerse que,
durante las décadas finales del siglo XIX e iniciales del XX fue cristalizando la primera
fase de la transición nutricional por todas partes, mientras que fue sobre todo a partir de
comenzado el siglo XX cuando fue avanzando la segunda fase. Situaciones históricas
puntuales, en particular las guerras (ya fueran las guerras mundiales o guerras civiles en
países concretos) y sus frecuentemente duras posguerras, amenazaron el avance de la
transición nutricional, reviviendo el fantasma del hambre y la inseguridad alimentaria
entre parte de la población. Con todo, una vez superada la Segunda Guerra Mundial, el
cuarto de siglo posterior a 1945 presenció la conformación de un régimen alimentario
de consumo de masas en el marco del cual se difundió definitivamente entre todas las
clases sociales la dieta “moderna”: abundante, regular y con un importante peso para los
alimentos de origen animal. Quedaron definitivamente atrás los tiempos de la
inseguridad alimentaria, al menos en su versión tradicional. (Otro tema sería la posterior
generación de episodios de inseguridad derivados de los excesos de un sistema
alimentario altamente industrializado, como por ejemplo el escándalo de las “vacas
locas” a comienzos del siglo XXI.)
CAMBIO AGRARIO Y DESARROLLO RURAL EN LA EUROPA
NOROCCIDENTAL
En los países europeos de desarrollo más temprano y profundo, el final de la
pobreza rural fue, por lo general, la consecuencia de tres cambios: el progreso de la
agricultura, la consolidación de la agricultura familiar y la aparición de oportunidades
de empleo rural fuera de la agricultura.
El progreso de la agricultura fue a su vez el resultado de tres fases diferenciadas
de innovación tecnológica. La primera, que comenzó en el siglo XVII y se extendió
hasta aproximadamente 1870, presenció el perfeccionamiento de los métodos de
producción tradicionales, de base orgánica. Especialmente en Inglaterra y Holanda, los
agricultores fueron capaces de poner en marcha un círculo virtuoso: reducción de la
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superficie destinada a barbecho, aumento del cultivo de plantas forrajeras y aumento de
la cabaña ganadera. Las plantas forrajeras eran clave, porque contribuían a restablecer la
fertilidad del suelo (reduciendo la necesidad del barbecho) y simultáneamente servían
para alimentar a la cabaña ganadera, fundamental a su vez no sólo para aumentar la
producción ganadera en sí misma sino también por la función de fertilizantes naturales
que cumplían los excrementos de los animales. El resultado fue lo que los historiadores,
no sin exageración, han llamado una “revolución agrícola”. Exageración, porque en
realidad las tasas de crecimiento del PIB agrario fueron bajas en comparación con lo
que sería habitual más adelante. Exageración comprensible, sin embargo, porque este
fue probablemente el momento de mayor dinamismo de la agricultura orgánica europea,
y contribuyó a crear una divergencia entre las economías europeas noroccidentales y,
por ejemplo, unas economías meridionales en las que, por diferentes motivos, los
agricultores no fueron capaces de poner en marcha este tipo de círculo virtuoso.
La segunda fase del progreso agrario, entre 1870 y 1945, fue una fase de
transición desde la agricultura orgánica hacia la agricultura inorgánica. El cambio
tecnológico propio de esta fase no consistió tanto en perfeccionar los métodos
tradicionales como en desarrollar métodos nuevos. Hacia finales del siglo XIX, los
agricultores comenzaron a mecanizar algunas de sus tareas con la ayuda de trilladoras y
cosechadoras, más adelante seguidas por tractores. También comenzaron a utilizar
regularmente fertilizantes químicos con objeto de acelerar el proceso de restauración de
la fertilidad en sus suelos. Hay que aclarar que el uso de estos nuevos medios de
producción, si bien fue difundiéndose conforme avanzaba el periodo, no estaba ni
mucho menos generalizado. También habría que aclarar que, si bien hacia el final del
periodo, los tractores comenzaban a utilizar fuentes de energía inorgánicas, las
máquinas de los inicios del periodo aún eran tiradas por animales. En cualquiera de los
casos, la introducción de estas innovaciones de origen industrial, combinadas con otras
innovaciones de carácter biológico (como la selección de mejores semillas y mejores
razas ganaderas), hizo posible una aceleración del crecimiento agrario en Europa
noroccidental.
Pero fue sobre todo en una tercera fase, después de 1945, cuando se produjo la
gran ruptura. Lo que hasta entonces habían sido innovaciones relativamente dispersas,
aún no demasiado generalizadas, pasaron a constituir un bloque tecnológico: un
conjunto de innovaciones cuyos procesos de difusión eran dependientes entre sí. Tras la
Segunda Guerra Mundial, los campos europeos se llenaron de maquinaria agraria
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ahorradora de mano de obra (con el tractor como gran icono tecnológico) y los más
diversos productos químicos (los ya conocidos, si bien ahora más sofisticados,
fertilizantes químicos, pero también productos encaminados a luchar contra las plagas y
mejorar la seguridad de los cultivos). A ello se unieron innovaciones biológicas en el
plano de las semillas y las razas ganaderas, cuyos rendimientos alcanzaron niveles hasta
entonces insospechados. La gran empresa industrial fue decisiva en la introducción de
este nuevo bloque tecnológico en la agricultura europea, ya que suya era la producción
de estos nuevos inputs. No fue menor tampoco el papel del Estado a través de
inversiones en I+D encaminadas a mejorar la compatibilidad entre estas diferentes
innovaciones y la aplicabilidad de las mismas por parte de agricultores (a través, por
ejemplo, de servicios de “extensión agraria” que buscaban hacer de puente entre las
nuevas tecnologías y la situación concreta de cada comarca o región). La incorporación
del nuevo bloque tecnológico permitió un crecimiento acelerado del sector agrario: un
crecimiento de tal magnitud que (aquí sí) cabría hablar de una revolución agrícola.
Estas tres oleadas de cambio tecnológico, con su consiguiente aumento de la
producción y la productividad agrarias, no habrían sido suficientes para terminar con la
pobreza rural en caso de que los beneficios del crecimiento económico hubieran estado
muy desigualmente distribuidos, de tal suerte que la innovación hubiera beneficiado a
una estrecha elite rural manteniendo a la mayor parte de campesinos en niveles de vida
próximos a la subsistencia. Sin embargo, desde finales del siglo XIX fue
consolidándose en la mayor parte de la Europa noroccidental un modelo familiar de
agricultura. La realidad se encargó de desmentir a quienes opinaban que la introducción
de maquinaria y otras tecnologías supondría la destrucción de las pequeñas
explotaciones a manos de grandes empresas agrarias creadas a imagen y semejanza de
las grandes empresas industriales. En la mayor parte de países (con Inglaterra como
principal excepción), la destrucción del Antiguo Régimen abrió la puerta a profundos
cambios en la organización social de la agricultura. En Francia o Suecia, por ejemplo,
las revoluciones y reformas liberales de los siglos XVIII y XIX favorecieron la
sustitución de la organización tradicional, muy jerarquizada en torno a la oposición
estamental entre señores y campesinos, por una organización en la que predominaban
las pequeñas propiedades campesinas. Incluso allí donde el cambio político no fue tan
favorable a los pequeños campesinos, el simple avance de la industrialización desató
fuerzas de mercado tendentes a reducir la polarización dentro de las sociedades rurales.
Allí, la industrialización creaba alternativas de empleo para las poblaciones rurales más
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desfavorecidas, mejorando así su capacidad de negociación frente a las elites que
controlaban la mayor parte de la tierra. A su vez, estas elites encontraban gracias a la
industrialización nuevos ámbitos de inversión más allá de la sociedad rural. En
consecuencia, cada vez más familias campesinas fueron subiendo peldaños por una
especie de escalera agraria, primero arrendando algunas hectáreas a precios razonables y
más adelante accediendo a la propiedad de pequeñas fincas.
Es cierto que los cambios tecnológicos, sobre todo tras 1945, tenían un cierto
componente de economías de escala, de tal modo que los agricultores muy pequeños sí
se vieron en apuros: si compraban las nuevas tecnologías, se endeudaban; si no, tenían
problemas para competir con aquellos productores a mayor escala que sí habían
comprado dichas tecnologías. También es cierto que, de nuevo sobre todo a partir de
1945, la actividad de los agricultores pasó a estar crecientemente subordinada a las
estrategias de grandes empresas de la industria alimentaria y la distribución comercial;
empresas que, por su tamaño, ejercían poder de mercado sobre los agricultores
familiares, capturando vía precios buena parte de las ganancias de productividad
derivadas de la introducción de nuevas tecnologías agrarias. En otras palabras, es cierto
que la renta de los agricultores creció con mayor lentitud que su productividad. Con
todo, había atenuantes. El umbral a partir del cual las nuevas tecnologías pasaban a ser
rentables no era muy alto: buena parte de los agricultores familiares lo superaban de
inicio, y muchos otros pasaron a superarlo conforme agricultores muy pequeños
abandonaban el negocio y ponían sus tierras en el mercado. Además, a partir de 1962 la
Política Agraria Común creó una especie de Estado del bienestar agrario en la
Comunidad Económica Europea, concediendo un generoso apoyo financiero a los
agricultores (primero, de manera indirecta a través de manipulaciones de precios a favor
de aquellos; más adelante, a partir de la década de 1990, a través de pagos directos o
subsidios). Por todo ello, el crecimiento agrario hecho posible por la innovación
tecnológica no sólo benefició a las elites agrarias e industriales, sino que también se
filtró hacia abajo a una amplia capa de agricultores familiares que, si bien nunca dejaron
de tener niveles de vida inferiores a los de los trabajadores urbanos, sí progresaron con
claridad a lo largo del tiempo. Los agricultores europeos no dejaron de correr un riesgo
considerable de ser pobres en términos relativos (es decir, encontrarse en los tramos de
menor nivel de renta dentro de sus respectivos países), pero sí dejaron de ser pobres en
términos absolutos (es decir, ganar menos del equivalente a uno o dos dólares al día).
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Por si ello fuera poco, a lo largo de los siglos XIX y XX hubo otro elemento que
favoreció el final de la pobreza rural: la aparición de alternativas de empleo fuera de la
agricultura pero dentro del espacio rural. Esto ocurrió de manera especialmente clara en
aquel país en el que en menor medida se había consolidado una agricultura de tipo
familiar y en el que, en consecuencia, mayor habría podido ser el riesgo de que el
crecimiento agrario no redujera las tasas de pobreza rural: Inglaterra. Allí, ya desde el
siglo XVIII, el empleo rural no agrario venía creciendo con rapidez, de tal modo que,
hacia comienzos del siglo XX, ya prácticamente la mitad de la población activa de las
zonas rurales trabajaba en actividades no agrarias. Esta diversificación de la economía
rural más allá de las actividades agrarias había sido resultado en buena medida, de lo
que hoy llamamos desarrollo rural endógeno. El progreso agrario, al aumentar la renta
de los agricultores, aumentó la demanda de bienes y servicios que, como herramientas
para la agricultura, servicios comerciales y de transporte o prendas de vestir, en muchos
casos se fabricaban en el propio medio rural.
Es cierto que, hacia finales del siglo XIX, la geografía económica de la
industrialización cambió, y la industria moderna, cada vez a mayor escala, tendió a
concentrarse cada vez más en ciudades, llevando a la quiebra a algunos de estos
empresarios rurales. Con todo, a lo largo del siglo XX, en Inglaterra y ya por toda
Europa occidental fueron desarrollándose nuevas iniciativas de inversión rural no
agraria. La abundancia de materias primas o fuentes de energía en determinados
espacios rurales los hacía propicios para la recepción de inversiones industriales.
También la proximidad a focos urbanos relativamente congestionados podía ser un
factor de crecimiento industrial en áreas rurales próximas. Finalmente, sobre todo tras
1945, la formación de una sociedad de consumo de masas en Europa occidental impulsó
la demanda de turismo y, por tanto, grandes flujos de capital urbano hacia zonas rurales
preparadas para satisfacer dicha demanda (en especial, zonas de montaña en las que
pudieran construirse estaciones de esquí).
En suma, hubo alternativas de empleo fuera de la agricultura para la población
rural. Esto permitió a muchas familias campesinas poner en práctica estrategias de
pluriactividad, manteniendo un pie en la fábrica y otro (aún) en la explotación agraria.
También permitió a muchas más desligarse de la actividad agraria y centrar su esfuerzo
laboral en actividades que, como las industriales y de servicios, ofrecían niveles de
ingreso claramente superiores. En no pocos casos, participar en estas nuevas actividades
no agrarias ofrecía un vía directa y sencilla de salir de la pobreza; más directa y más
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sencilla, en muchos casos, que aguardar a que el progreso agrario se filtrara hacia abajo
y terminara beneficiando a los agricultores modestos.
Algo similar ocurría con la emigración agraria hacia las ciudades. La emigración
estacional de poblaciones agrarias hacia las ciudades, con objeto de integrarse
temporalmente en los mercados laborales urbanos, ya era habitual en la Europa
preindustrial, pero con el desarrollo de la industrialización fueron intensificándose las
migraciones definitivas. En las ciudades era posible acceder a empleos con mayores
salarios y mejores condiciones laborales, así como a toda una gama de infraestructuras,
equipamientos y servicios. Por ello, ya desde finales del siglo XIX las zonas rurales de
Europa noroccidental comenzaron a perder población. La despoblación rural, si bien
resultó traumática para no pocas comunidades, contribuyó al final de la pobreza rural en
Europa noroccidental porque la emigración de las poblaciones rurales desfavorecidas y
su adecuada inserción en ciudades ya suponía automáticamente una reducción de las
tasas de pobreza rural (y nacional).
La despoblación rural alcanzó grandes proporciones en Francia, donde se
desarrolló durante un largo periodo comprendido entre finales del siglo XIX y finales
del siglo XX. Pero, en países como Reino Unido y Alemania, tras unas décadas iniciales
de despoblación rural a finales del siglo XIX y durante el periodo de entreguerras
(respectivamente), pronto comenzó a surgir un contrapeso: la llegada a los entornos
rurales de poblaciones urbanas de clase media que comenzarían a convertir a numerosos
pueblos en auténticas zonas residenciales. En otras palabras, aunque la despoblación
contribuyó al final de la pobreza rural en Europa noroccidental, su protagonismo fue en
muchos casos menor que el de otros factores como el progreso agrario, la consolidación
de la agricultura familiar y la aparición de alternativas de empleo rural fuera de la
agricultura.
EL FINAL DE LA POBREZA RURAL EN LA EUROPA DEL SUR: UN
CAMINO MÁS SOMBRÍO
Ninguno de los tres factores comentados en el caso anterior estuvo ausente en el
caso de la Europa del sur. Los casos de España, Italia o Portugal se parecen más a los de
los otros países europeos occidentales que, por ejemplo, a los de América Latina, Asia o
África. También en la Europa del sur, en efecto, el final de la pobreza rural fue
15
consecuencia del progreso agrario hecho posible por sucesivas oleadas de cambio
tecnológico, de la distribución social de los beneficios derivados de dicho progreso y de
la formación de una economía rural cada vez menos dependiente de la agricultura.
Hubo, sin embargo, algunas diferencias derivadas del atraso económico del sur de
Europa, y estas diferencias perfilan lo que serían diferencias mucho más marcadas entre
Europa (en su conjunto) y el mundo en vías de desarrollo.
Así, también en la Europa del sur hubo progreso agrario basado en la
incorporación de innovaciones. Los agricultores tradicionales, hasta el siglo XIX
inclusive, no dejaban de ensayar nuevas formas de combinar más eficientemente sus
escasos recursos. Más adelante, durante las primeras décadas del siglo XX, comenzaron
a incorporar medios de producción industriales (maquinaria, fertilizantes químicos) y
lograron aumentos en su productividad gracias a la especialización en cultivos
intensivos (como la viña, el olivar o los frutales), a la selección de razas ganaderas
(mediante la importación de razas extranjeras de mayor rendimiento que las autóctonas)
y a la transformación de numerosas hectáreas en áreas de regadío (con rendimientos
sustancialmente superiores a los del secano tradicional). Y, sobre todo, tras la Segunda
Guerra Mundial, los agricultores del sur de Europa incorporaron con rapidez el nuevo
bloque tecnológico basado en la energía inorgánica, los tractores y los productos
químicos, al tiempo que continuaban implantando innovaciones biológicas (en materia
de semillas y razas ganaderas) y transformando hectáreas de secano en hectáreas de
regadío. Como en Europa noroccidental, el Estado desempeñó un papel importante en
esta modernización tecnológica, facilitando la compra de inputs por parte de los
agricultores (a través de créditos blandos, es decir, de subsidios implícitos) y creando
redes de investigación y extensión agrarias que hicieran posible una adecuada
implantación de las nuevas tecnologías a las condiciones climatológicas y edafológicas
del sur de Europa.
El progreso agrario hecho posible por la absorción de innovaciones tecnológicas
no benefició exclusivamente a las elites terratenientes, sino que se filtró a todos los
grupos de la sociedad rural. En varias regiones de la Península Ibérica e Italia, las
reformas liberales terminaron haciendo posible la consolidación de una agricultura
familiar, conforme la industrialización y las alternativas por ella creadas mejoraban la
posición negociadora de los campesinos, favoreciendo su acceso al arrendamiento de
tierra y, eventualmente, a la compra de la misma. Aunque el importante desembolso
requerido por la modernización tecnológica y el poder de mercado ejercido por la
16
industria y la distribución alimentarias impedían que estos agricultores retuvieran para
sí todas sus ganancias de productividad, el aumento obtenido en sus rentas fue claro.
Incluso en las regiones en las que las reformas liberales terminaron conduciendo a la
formación de sociedades rurales latifundistas, en las que el acceso a la propiedad de la
tierra (y, con él, el modelo de agricultura familiar a pequeña o mediana escala) estaba
menos generalizado, también fue claro el aumento en los salarios de los jornaleros
agrícolas. Ello ocurrió sobre todo a partir de la década de 1950, cuando se aceleró la
industrialización del sur de Europa y la consiguiente aceleración de las migraciones
campo-ciudad volvió escasa la mano de obra rural, obligando a los terratenientes a
pagar mayores salarios (o, en otras palabras, impidiendo a los terratenientes mantener
bajos los salarios agrarios mientras la productividad agraria crecía).
Y, en tercer lugar, también en el sur de Europa fue formándose una economía
rural más diversificada, menos dependiente de la agricultura. También en el sur de
Europa fueron surgiendo alternativas de empleo rural en la industria, la construcción, el
comercio, la administración pública o el turismo. Para finales del siglo XX, una gran
mayoría de la población activa rural estaba ocupada ya en sectores diferentes del
agrario, y en ellos obtenía ingresos superiores a los de los agricultores. El acceso a un
empleo no agrario era, así, una vía más directa para salir de la pobreza rural que la
propia modernización agraria.
Ahora bien, en ninguno de estos tres aspectos (crecimiento agrario, distribución
del ingreso agrario, diversificación rural) resultó la senda tomada por la Europa del sur
tan exitosa como la de la Europa noroccidental. Para empezar, el crecimiento agrario
fue más lento. La primera oleada de cambio tecnológico, el perfeccionamiento de los
métodos de producción tradicionales, tuvo resultados mucho más modestos que en la
Europa del norte. La aridez del clima mediterráneo impedía importar el círculo virtuoso
desarrollado por los agricultores ingleses y holandeses entre los siglos XVII y XIX.
Además, el atraso económico de la Europa del sur hacía que la renta de las poblaciones
urbanas no creciera de manera rápida y, en consecuencia, su demanda de alimentos no
creciera y se diversificara con rapidez suficiente para estimular una mayor
especialización de los campesinos en cultivos y producciones ganaderas de alto
rendimiento. Así, a comienzos del siglo XX, los agricultores del sur de Europa eran
mucho menos productivos que los del norte.
La modernización tecnológica del siglo XX sirvió a los agricultores del sur de
Europa para experimentar un progreso indudable, pero no para converger de manera
17
sustancial con sus homólogos del norte. Para empezar, la propia modernización,
condicionada por el atraso en la industrialización y la urbanización de Europa del sur
(que, por ejemplo, hacían que la mano de obra disponible para faenas agrarias fuera
relativamente abundante, desincentivando la adopción de tecnologías ahorradoras de
mano de obra) fue más lenta. Y, tras 1950, cuando se aceleró el proceso de
incorporación de innovaciones tecnológicas, la productividad de los agricultores del sur
de Europa continuó lastrada por el reducido tamaño medio de las explotaciones, que
reflejaba la presencia de una proporción considerable de explotaciones excesivamente
pequeñas.
Por su parte, aunque también en la Europa del sur se consolidó (hablando en
términos generales) un modelo de agricultura familiar, en las regiones más meridionales
de los distintos países las reformas liberales del siglo XIX abrieron la puerta a la
formación de sociedades rurales latifundistas. Una estrecha capa de terratenientes se
hizo con grandes superficies de tierra, mientras se formaba una masa de proletarios
agrarios dependientes del trabajo asalariado para su sustento. Esto hizo que, sin
perjuicio de que los jornaleros terminaran beneficiándose del crecimiento agrario, la
distribución social de los beneficios de dicho crecimiento fuera mucho más desigual que
allí donde se habían formado sociedades rurales campesinas, basadas en la agricultura
familiar a pequeña y mediana escala. De hecho, los jornaleros agrarios del sur de
España, por ejemplo, eran el grupo ocupacional con mayor riesgo de encontrarse por
debajo de la línea de pobreza. En realidad, hasta bien entrado el siglo XX no lograron
estos jornaleros colocarse por encima de dicha línea, y aún a finales de siglo sufrían las
tasas de pobreza relativa (es decir, ingresos inferiores a la mitad de la media del país)
más elevadas.
Finalmente, tampoco la diversificación de la economía rural fue en el sur de
Europa tan profunda como en el norte. Para cuando la agricultura del sur de Europa
comenzó a crecer de manera sostenida y apreciable, se había cerrado ya la ventana de
oportunidad para el tipo de desarrollo rural endógeno que se había producido en
Inglaterra durante el siglo XIX. De hecho, durante el siglo XX la agricultura del sur de
Europa crecería con mayor rapidez que la inglesa del siglo XIX, pero ya no se
generarían encadenamientos tan significativos con el sector rural no agrario. La
geografía económica de la industrialización había pasado a depender en mucha mayor
medida que antes de las economías de escala y las economías externas. Esto iba en
detrimento de las posibilidades de diversificación de las economías rurales,
18
caracterizadas por un mercado local estrecho (dada la baja densidad de población y el
predominio de niveles de renta relativamente bajos) y la ausencia en la mayor parte de
casos de una tradición empresarial moderna en los sectores industriales y de servicios.
En consecuencia, buena parte del crecimiento agrario se encadenó con el progreso de
empresas no agrarias localizadas en las ciudades. Hay que apreciar también que este
crecimiento agrario era, sobre todo tras 1950, muy ahorrador de mano de obra, por lo
que, combinado con la rápida industrialización vivida a partir de entonces por los países
del sur de Europa, generaba una gran bolsa de población agraria susceptible de emigrar
a las ciudades en caso de no generarse suficiente empleo rural no agrario en sus pueblos.
Y esto es exactamente lo que ocurrió: en el sur de Europa, con España a la
cabeza, se vivió un proceso de despoblación que en algunos casos adquirió tintes
extremos, vaciando pueblos y comarcas enteras, trastocando sus estructuras
demográficas de manera difícil de revertir (dado el gran protagonismo de las
poblaciones jóvenes en el éxodo rural, con el consiguiente envejecimiento de lo que
quedaba de las sociedades rurales) y en no pocos casos creando una atmósfera de
desánimo y desarticulación local que tardaría muchos años en desaparecer. Unas pocas
zonas rurales fueron capaces de diversificar sus economías, generalmente como
consecuencia de la presencia de recursos naturales estratégicos (energía hidroeléctrica y
carbón para la industria, nieve para el turismo de esquí) o como consecuencia del
desbordamiento espacial del crecimiento empresarial en grandes aglomeraciones (como
ocurría en los entornos rurales de Madrid, Barcelona, Milán o Turín). Aquí la creación
de alternativas fuera de la agricultura, resultado más de la incorporación del espacio
rural a estrategias de inversión urbanas que de un desarrollo rural endógeno, fue
suficiente para evitar la despoblación; pero, en la mayor parte de zonas rurales, la
diversificación de la economía rural fue más débil y, en consecuencia, la emigración
hacia las ciudades desempeñó un papel más acentuado como mecanismo de mitigación
de la pobreza rural.
Es cierto que esta masiva emigración campo-ciudad no tuvo los efectos sociales
desestructurantes que tras la Segunda Guerra Mundial sí tuvo en buena parte del mundo
en vías de desarrollo. La transición demográfica del sur de Europa no tendría los tintes
explosivos de la del Tercer Mundo. Los emigrantes rurales se integraron de manera
saludable en sus ciudades de destino, satisfaciendo sus expectativas laborales y
personales. Las ciudades fueron capaces de acoger a estos emigrantes sin que se
generaran grandes bolsas de exclusión o marginalidad. Sin embargo, esta forma de
19
mitigar la pobreza rural resultaba un tanto más indirecta: más que una mejora en las
condiciones de vida de las comunidades rurales, la mejora provenía del abandono de
dichas comunidades y la correcta inserción de los emigrantes rurales en ciudades que
concentraban la mayor parte del progreso económico.
En suma: crecimiento agrario, difusión social de dicho crecimiento y
diversificación de la economía rural; por lo tanto, una vía europea de acabar con la
pobreza rural. Pero, en comparación con la Europa noroccidental, un crecimiento
agrario más lento, una mayor desigualdad en la distribución de los frutos de dicho
crecimiento y un sector rural no agrario más débil; una pobreza rural que persiste
durante mayor tiempo y que, cuando desaparece, lo hace en un grado considerable
gracias a la transformación de la población rural pobre en población urbana no pobre.
Características todas ellas que, amplificadas y potenciadas, caracterizarán las
experiencias de América Latina, África y la mayor parte de Asia.
BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA BAIROCH, P. (1999): L’agriculture des pays développés: 1800 à nos jours. París, Economica. COLLANTES, F. y PINILLA, V. (2011): Peaceful surrender: the depopulation of rural Spain during the
twentieth century. Newcastle-upon-Tyne, Cambridge Scholars Publishing. CUSSÓ, X. (2010): "Transición nutricional y globalización de la dieta en España en los siglos XIX y XX.
Un análisis comparado con el caso francés", en G. Chastagnaret, J. C. Daumas, A. Escudero y O. Raveux (eds.), Los niveles de vida en España y Francia (siglos XVIII-XX), Alicante, Universidad de Alicante, pp. 105-127.
FEDERICO, G. (2005): Feeding the world: an economic history of agriculture, 1800-2000. Princeton, Princeton University Press.
GRIGG, D. (1992): The transformation of agriculture in the West. Oxford, Blackwell. LAINS, P. y PINILLA, V. (eds.) (2009): Agriculture and economic development in Europe since 1870.
Londres y Nueva York, Routledge. MALASSIS, L. (1997): Les trois âges de l’alimentaire: essai sur une histoire sociale de l’alimentation et
de l’agriculture. París, Cujas. MONTANARI, M. (1993): El hambre y la abundancia: historia y cultura de la alimentación en Europa.
Barcelona, Crítica. SMIL, V. (2000): Feeding the world: a challenge for the twenty-first century. Cambridge, MIT Press. WRIGLEY, E. A. (2004): Poverty, progress and population. Cambridge, Cambridge University Press.
20
Capítulo 2
AMÉRICA LATINA
Hoy día América Latina presenta los mejores resultados del mundo pobre en
materia de desarrollo rural y seguridad alimentaria. La proporción de latinoamericanos
por debajo de la línea de pobreza extrema es inferior al 10 por ciento, frente a más del
30 por ciento en Asia y más del 60 por ciento en el África subsahariana. La proporción
de latinoamericanos malnutridos es también inferior al 10 por ciento, mientras asciende
por encima del 20 por ciento en el África subsahariana. Otros indicadores de calidad de
la dieta, como la ingesta de proteínas o la variedad de alimentos consumidos, también
sitúan a América Latina por delante de los otras regiones del mundo pobre. En todos
estos aspectos, sin embargo, América Latina no consigue igualar el éxito europeo en
cuanto a eliminación de la pobreza rural y la inseguridad alimentaria. Y varios países
latinoamericanos, sobre todo fuera del Cono Sur, se encuentran en una situación no tan
diferente de la del resto del mundo pobre.
¿Cuáles han sido las causas por las que América Latina no ha sido capaz de
igualar el éxito europeo? Para responder nos centraremos en el periodo posterior a 1850,
durante el cual la región vivió diversas fases de crecimiento económico y diversos
intentos políticos de impulsar el desarrollo. El capítulo consta de cinco apartados. El
primero explica por qué el modelo agroexportador puesto en marcha durante la segunda
mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX fue una oportunidad perdida
para el aumento del nivel de vida de la mayor parte de la población rural. El segundo
analiza las luces y sombras de los diversos tipos de reforma agraria que se pusieron en
práctica en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El tercero argumenta
que la década de 1980, marcada por la implantación de la agenda neoliberal del
consenso de Washington, fue una década perdida para el desarrollo rural y la seguridad
alimentaria. Finalmente, los apartados cuarto y quinto comentan el tiempo presente,
describiendo sucesivamente el régimen agroalimentario globalizado que emergió a
21
partir de la década de 1990 y algunas de las alternativas (y complementos) al mismo que
han ido tomando forma en las últimas dos décadas.
ECONOMÍA AGROEXPORTADORA Y PERSISTENCIA DE LA POBREZA
RURAL (1850-1945)
Durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, las
economías latinoamericanas se orientaron hacia la exportación de productos agrarios a
los mercados de los países desarrollados de Europa y Estados Unidos. Se daban para
ello condiciones propicias, como la abundancia de tierra (dadas las bajas densidades de
población), el crecimiento de la demanda europea y estadounidense de productos
agrarios (dados sus crecientes niveles de renta y especialización industrial) y unos
costes de transporte marítimo cada vez más bajos (dadas innovaciones tecnológicas
como el barco de vapor). Dadas estas condiciones, las exportaciones de productos
agrarios crecieron por todas partes en América Latina durante la segunda mitad del siglo
XIX y los primeros años del XX: productos tropicales, como el café, el caucho, el
cacao, los plátanos o el azúcar, que se exportaban desde América central y el Caribe; y
productos de clima templado, como cereales, carne y lana, que se exportaban desde el
Cono Sur. Estas exportaciones primarias se destinaban en su mayor parte a Gran
Bretaña (inicialmente el comprador más importante), Estados Unidos (el más
importante ya a la altura de 1913), Francia y Alemania.
La opción por el modelo agroexportador no fue, probablemente, una decisión
equivocada de los gobiernos latinoamericanos. De hecho, los dominios británicos de
Canadá, Australia o Nueva Zelanda también se orientaron hacia las exportaciones de
productos agrarios, haciendo de ellas el punto de partida de un exitoso proceso de
desarrollo económico. De especial interés para nuestro tema es el caso de Australia y
Nueva Zelanda, que, pese a no avanzar gran cosa en su proceso de industrialización y
permanecer en buena medida como economías agrarias, a la altura de la Primera Guerra
Mundial disfrutaban de los mayores niveles medios de renta per cápita del mundo y no
se enfrentaban ya a problemas en materia de pobreza rural. En América Latina, en
cambio, el modelo agroexportador tuvo mucho menos éxito, no sólo de cara a impulsar
el desarrollo económico general, sino también a la hora de mitigar la pobreza rural. ¿A
qué se debió la diferencia? Básicamente a tres factores: en primer lugar, el crecimiento
22
experimentado por las exportaciones agrarias fue relativamente lento o, cuando menos,
inferior al potencial; segundo, las estructuras sociales con que se organizaba la
agricultura condujeron a una distribución muy desigual del ingreso agrario,
obstaculizando la filtración del crecimiento agroexportador hacia abajo en la escala
social; y, tercero, la agricultura doméstica (la que no estaba orientada hacia la
exportación, sino hacia el abastecimiento alimentario de la población local) tuvo
resultados mediocres. Estudiaremos sucesivamente estos tres factores.
El crecimiento experimentado por la agricultura latinoamericana durante la
segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX fue importante, pero inferior al de las
agriculturas de otras regiones agroexportadoras de características similares como
Norteamérica y Oceanía. Por ello, cabe argumentar que se trató de un crecimiento
inferior al potencial. Las exportaciones de productos agrarios crecieron, pero, sobre un
total de 21 países, tan sólo dos (Argentina y Cuba), lograron un crecimiento exportador
no muy alejado del de Norteamérica y Oceanía. En la mayor parte de países, el ritmo
agroexportador quedó bastante por detrás como consecuencia de una menor
incorporación de innovaciones tecnológicas y una excesiva concentración en uno o dos
productos de exportación.
La agricultura latinoamericana no experimentó, en términos generales, un
proceso de modernización tecnológica comparable al de Norteamérica y Oceanía. En
Norteamérica, en particular, la escasez relativa de mano de obra hizo que los salarios
agrarios fueran bastante elevados y, en respuesta a ello, los agricultores se interesaron
por adoptar innovaciones ahorradoras de mano de obra que, como las segadoras,
cosechadoras y trilladoras, incrementaron grandemente la capacidad productiva de las
explotaciones. Sin embargo, en América Latina la escasez relativa de mano de obra no
generó estos efectos: los salarios agrarios eran relativamente bajos y mostraron una
escasa tendencia al crecimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Para
comprender esta paradoja, hay que comprender la organización social de la agricultura
latinoamericana. Las estructuras agrarias latinoamericanas no experimentaron grandes
transformaciones a raíz de la independencia. Al deshacerse del estatus colonial, los
nuevos gobiernos latinoamericanos se encontraron con un mayor margen de maniobra
para organizar su comercio exterior y para recibir inversiones extranjeras, pero no
hicieron gran cosa por alterar la organización de la agricultura. La mayor parte de la
tierra continuó concentrada en las grandes haciendas propiedad de una reducida elite de
terratenientes, mientras que la mayor parte de la población agraria estaba compuesta por
23
campesinos pobres que trabajaban como jornaleros en las haciendas y buscaban
completar sus ingresos con pequeñas explotaciones familiares y el desempeño de
modestas actividades complementarias (como el transporte terrestre). Esta desigual
distribución de la propiedad de la tierra, al privar de oportunidades de ascenso social a
buena parte de la población, permitió a los terratenientes disponer de abundante mano
de obra y remunerarla con salarios bajos. Diversas regulaciones laborales contribuyeron
también a ello, como por ejemplo aquellas que fijaron salarios agrarios máximos en
niveles inferiores a los de equilibrio. Esto, además de impedir un mayor desarrollo
humano de buena parte de la población campesina, actuó en contra de la modernización
tecnológica de la agricultura latinoamericana: los terratenientes latinoamericanos tenían
menos incentivos que los propietarios norteamericanos para introducir innovaciones
ahorradoras de mano de obra.
La otra razón por la que las exportaciones agrarias latinoamericanas no crecieron
con mayor rapidez fue el hecho de que la mayor parte de países contaba con una base
exportadora muy poco diversificada. A la altura de 1913, en la mayor parte de países, el
principal producto de exportación representaba más del 50 por ciento de las
exportaciones totales. Si bien algún país aislado logró diversificar su base exportadora
(como Argentina, con su trigo, centeno, cebada, maíz, carne, lana, cuero…), la mayor
parte de países dependían excesivamente de uno o dos productos de exportación. La
incapacidad mostrada por la mayor parte de países para diversificar su base exportadora
limitaba el potencial de crecimiento de sus exportaciones. Una de las explicaciones que
manejan los especialistas para explicar este escaso grado de diversificación exportadora
tiene que ver con las características del sistema financiero latinoamericano. El sistema
financiero estaba relativamente poco desarrollado, y tenía escasa capacidad para
transferir recursos hacia actividades empresariales innovadoras y arriesgadas, entre ellas
el intento de probar suerte con nuevos productos de exportación.
Aunque la lentitud del cambio tecnológico y la dependencia excesiva de uno o
dos productos impidieron un crecimiento más rápido de las exportaciones
latinoamericanas, tampoco está claro que más exportaciones agrarias hubieran
conducido automáticamente a menor pobreza rural. Como se ha comentado
anteriormente, las estructuras sociales de la agricultura estaban muy jerarquizadas y, en
consecuencia, la mayor parte del crecimiento agroexportador era absorbido por una
estrecha elite de grandes terratenientes, así como por un grupo también pequeño de
comerciantes de importación-exportación. En contraste, la mayor parte de la mano de
24
obra que trabajaba en las haciendas orientadas hacia la agroexportación trabajaba a
cambio de salarios muy bajos. En estas condiciones, el crecimiento agroexportador
apenas se filtraba hacia abajo en la escala social y las tasas de pobreza rural se
mantenían elevadas.
Hasta ahora hemos estudiado los motivos por los cuales la agroexportación
apenas mitigó la pobreza rural: el crecimiento agroexportador fue inferior al potencial y,
además, no se filtraba hacia abajo. Pero, además, se daba el problema de que, fuera del
sector agroexportador, los resultados de la agricultura doméstica (la agricultura
orientada hacia el abastecimiento alimentario de la población local) fueron mediocres.
En realidad, la agricultura doméstica era incluso más determinante para los niveles de
vida rurales, ya que absorbía un volumen mucho mayor de mano de obra. Los
mediocres resultados de esta agricultura doméstica condenaron a la mayor parte de la
población rural a trabajar en un sector cuyos niveles de productividad eran muy bajos.
En dos países decisivos por su tamaño, Brasil y México, a comienzos del siglo XX un
60 por ciento de la población activa estaba empleada en la agricultura doméstica, pero
apenas era capaz de aportar un 25 por ciento del PIB. En otras palabras, la
productividad de los agricultores domésticos era inferior a la mitad de la productividad
media de la economía. Los agricultores domésticos estaban así abocados a percibir unos
muy bajos niveles de ingreso, permaneciendo en su mayor parte por debajo de la línea
de pobreza.
Uno de los problemas de la agricultura doméstica era que se beneficiaba en
escasa medida de las innovaciones tecnológicas y organizativas que paralelamente
pudieran estar implantándose en la agricultura de exportación. En la mayor parte de
países, la agricultura de exportación y la agricultura doméstica producían mercancías
muy diferentes entre sí y, por tanto, las innovaciones tecnológicas vinculadas a las
producciones para la exportación eran de escasa utilidad para las producciones
orientadas al consumo doméstico. El Cono Sur fue una excepción, ya que su agricultura
de exportación consistía en productos de clima templado que, como los cereales o la
carne, también constituían la base de la dieta de la población local. En este caso, sí
podían darse procesos espontáneos de difusión tecnológica desde la agricultura de
exportación hacia la agricultura doméstica. (Por ejemplo, mejoras técnicas en la cría del
ganado podían repercutir sobre todo el sector ganadero, con independencia de que su
producción estuviera destinada a la exportación o al consumo interno.) Fuera del Cono
Sur, sin embargo, la agricultura de exportación consistía en productos tropicales que no
25
tenían demasiado que ver con los granos básicos que se producían para la alimentación
de la población local.
Otro problema de la agricultura doméstica fue la precariedad del sistema de
transportes. En una región con tan bajas densidades de población, y en la que el capital
era un factor relativamente escaso, los costes del transporte interno se mantuvieron
elevados. Las inversiones en infraestructuras de transporte se orientaron sobre todo al
funcionamiento de la economía agroexportadora (puertos y ferrocarriles que conectaran
las zonas de agricultura exportadora con dichos puertos), más que a la articulación
interna del territorio latinoamericano. En consecuencia, el crecimiento del sector
exportador generó pocos encadenamientos de consumo sobre la agricultura doméstica.
En casos excepcionales, como el de las regiones mineras de Chile, el aumento de
ingresos de la población vinculada al sector exportador (la minería) estimuló la
transformación de la agricultura doméstica. Pero, en la mayor parte de América Latina,
los agricultores orientados hacia el mercado interior estaban demasiado mal
comunicados con las ciudades portuarias (el foco en que se concentraban los beneficios
de las actividades exportadoras) como para que el aumento de la demanda urbana
indujera transformaciones positivas en sus prácticas agrarias.
Dada la ausencia de difusión tecnológica y dados los elevados costes de
transporte, los resultados de la agricultura doméstica continuaron dependiendo en buena
medida de la inercia. Y se trataba de una inercia poco favorable: la concentración de la
propiedad de la tierra y la formación de sociedades agrarias muy desequilibradas no
sólo retardaban el desarrollo humano de buena parte de la población, sino que también
desincentivaban la adopción de innovaciones tecnológicas por parte de la elite
terrateniente. Se trataba de un marco institucional que distorsionaba el mercado laboral
agrario (al establecer salarios máximos inferiores a los salarios de equilibrio de
mercado) en lugar de dejarlo funcionar en libertad. Un marco institucional que
aseguraba los intereses de una elite a costa de retardar el desarrollo económico a largo
plazo del conjunto de la sociedad.
LA ERA DE LAS REFORMAS AGRARIAS (1945-1980)
Tras el colapso del modelo agroexportador durante el periodo de entreguerras
(especialmente, a raíz de la Gran Depresión iniciada en 1929), las economías
26
latinoamericanas se reorientaron hacia dentro. Lo que en principio fue un cambio de
rumbo forzado por circunstancias externas desfavorables, se convirtió, en las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en un auténtico cambio de paradigma en
materia de política económica con el paso a una estrategia de industrialización por
sustitución de importaciones (ISI). Aunque el cambio de paradigma centró el énfasis en
la industria, también afectó a la agricultura y al medio rural. Lo hizo sobre todo a través
de la puesta en marcha, por primera vez en la historia latinoamericana (con la excepción
de México), de programas para la reforma de las estructuras agrarias. Podemos así
hablar del periodo 1945-1980 como la era de las reformas agrarias.
Los gobiernos latinoamericanos y sus asesores encontraron al menos cuatro
buenos motivos para impulsar reformas agrarias. En primer lugar, una reforma agraria
que mejorara la capacidad de acceso a la tierra de las poblaciones campesinas
(reduciendo, por tanto, el elevadísimo grado de concentración de la propiedad de la
tierra heredado del periodo agroexportador) serviría para reducir la desigualdad y, por
esa vía, fortalecer la cohesión social. En segundo lugar, la reforma agraria podía
contribuir a la ISI: una población campesina más próspera podía convertirse en
demandante de productos industriales fabricados por las empresas nacionales,
ensanchando así el tamaño de ese mercado interior hacia el que ahora se orientaba la
política económica. Tercero, en un momento en el que los gobiernos buscaban afirmar
su autonomía con respecto a las tradicionales elites terratenientes y comerciales, una
reforma agraria serviría para fortalecer el aparato estatal, al requerir la obtención de
grandes cantidades de información encaminadas a mejorar la toma de decisiones
públicas. (Cualquier programa de redistribución de tierras, por ejemplo, necesitaba
partir de un catastro o un registro de tierras razonablemente fiable y sistemático.) Y, en
cuarto y último lugar, Estados Unidos, en el marco de la guerra fría, era abiertamente
favorable a la puesta en marcha de reformas agrarias que condujeran a la consolidación
de pequeños agricultores familiares y, de ese modo, alejaran el fantasma de una
revolución comunista en países que, como los latinoamericanos, reunían condiciones de
atraso económico y desigualdad social que los convertían en candidatos potenciales a tal
revolución. (Tanta era la importancia concedida por la administración estadounidense a
este tema que llegó a condicionar su financiación y cooperación con el desarrollo
latinoamericano a que los países beneficiarios efectivamente presentaran algún tipo de
propuesta de reforma agraria.)
27
Algunos incluso añadían un quinto motivo: dado que comenzaba a demostrarse
que las explotaciones pequeñas mostraban rendimientos de la tierra superiores a los
latifundios (haciendo un uso más intensivo del espacio), una reforma agraria que
favoreciera la consolidación de una agricultura campesina a pequeña escala conduciría a
un aprovechamiento más eficiente de los recursos naturales de los países. (Un
contraargumento, sin embargo, era que la productividad del trabajo era, en cambio,
claramente superior en la agricultura latifundista.)
Pero, ¿en qué consistían exactamente las reformas agrarias de las que tanto
comenzó a hablarse y que, en parte, comenzaron también a ser aplicadas? La reforma
agraria tenía en realidad dos variantes. Por un lado, la reforma agraria podía consistir en
la expropiación de latifundios, generalmente aquellos cuyos propietarios pudieran ser
objetivamente acusados de estar manteniendo tierras infrautilizadas. Estas amplias
extensiones de tierra serían posteriormente redistribuidas hacia campesinos en precario
o jornaleros sin tierra. Una segunda variante de la reforma agraria consistía en favorecer
el acceso de los campesinos a otra reserva de tierra infrautilizada: las tierras públicas
pertenecientes a ayuntamientos o comunidades locales. Estas tierras, generalmente
también infraexplotadas como consecuencia de las regulaciones que pesaban sobre su
gestión, podían pasar a convertirse en propiedad privada de campesinos que hasta
entonces, en el mejor de los casos, no habrían pasado de ser usufructuarios parciales y
restringidos de las mismas.
A su vez, cada una de estas dos variantes, una vez puesta en práctica, podía
desdoblarse en dos posibles subvariantes. La expropiación de latifundios podía llevarse
a cabo mediante abierta confiscación por parte del Estado, o bien podía llevar aparejada
la concesión de algún tipo de indemnización a los terratenientes afectados. (A su vez,
esta indemnización podía o no aproximarse al valor de mercado de los terrenos. Si la
indemnización era muy inferior al valor de mercado, la operación tenía un cierto tinte
confiscatorio.) Y la privatización de tierras públicas podía ser el resultado de un simple
reparto de tierras entre los campesinos, o bien de algún tipo de subasta o de sistema de
venta por parte del Estado. (También aquí el precio de venta pública de los terrenos
podía o no aproximarse al valor de mercado. Si el precio era muy inferior al de
mercado, el resultado era una especie de subvención implícita que no hacía la operación
tan diferente de un reparto.)
Casi todos los gobiernos latinoamericanos pusieron en marcha algún tipo de
reforma agraria basada en algún tipo de combinación de estas diversas variantes. El
28
resultado, sin embargo, no fue una gran transformación en las estructuras agrarias.
Hacia el final del periodo, en torno a 1980, la distribución de la tierra latinoamericana
continuaba siendo la más desigual del mundo. En absoluto se había generalizado el
modelo de agricultura familiar a pequeña y mediana escala que venía difundiéndose por
Europa desde fines del siglo XIX. La mayor parte de reformas agrarias fueron reformas
sobre el papel: programas genéricos cuya plasmación real fue mucho más modesta que
sus declaraciones teóricas. Salvo en México (donde ya desde comienzos del siglo XX
venía gestándose una reforma de cierta entidad) y Bolivia (a partir de la década de
1950), las reformas agrarias apenas afectaron a una pequeña parte de la superficie de los
países y apenas beneficiaron a una pequeña parte de la población campesina y jornalera.
(Sintomáticamente, en los países que ocuparían los lugares tercero y cuarto en el
ranking, Perú y Chile, la proporción de familias campesinas beneficiadas por la reforma
fue ya inferior al 25 por ciento.)
Este resultado reflejaba que, si bien las elites terratenientes habían perdido cierto
peso sobre las decisiones del Estado (en comparación con lo que había sido habitual
durante el periodo agroexportador), continuaban manteniendo un gran margen de
influencia. Incluso durante una era histórica marcada por la ISI, y la consiguiente
formación de alianzas entre el Estado y nuevos grupos emergentes (como las burguesías
industriales nacionales o la clase obrera urbana), el poder social y político de los
terratenientes fue suficiente para impedir redistribuciones masivas de tierra y cambios
sustanciales en la organización de las sociedades rurales. Por otra parte, no todas las
poblaciones campesinas estaban igualmente entusiasmadas en torno a la redistribución
de tierras. Los jornaleros sin tierra apoyaban el proyecto, pero muchos pequeños y
medianos campesinos estaban en contra. Estos pequeños y medianos campesinos
contrarios a la reforma habían logrado, tras años (y en ocasiones, tras generaciones) de
esfuerzo, una posición ligeramente superior dentro de la jerarquía rural: sin ser
agricultores acomodados, tampoco eran jornaleros desposeídos. Poseían una pequeña
parcela, accedían a algunas hectáreas más vía arrendamiento, combinaban diferentes
fuentes de ingreso: tenían la sensación de estar ascendiendo por una especie de
“escalera agraria” gracias a sus propios méritos y no veían con buenos ojos un ascenso
automático de los jornaleros a ese nivel. En suma, las reformas agrarias no llegaron más
lejos porque los terratenientes mantenían mucho poder político, pero también porque
quienes no eran terratenientes estaban lejos de constituir un frente unido a favor de la
reforma.
29
¿Cuánto mejor habría sido que estas reformas agrarias hubieran tenido un mayor
alcance? Un seguimiento de las experiencias de redistribución de la tierra que
efectivamente sí tuvieron lugar no mueve al optimismo. En muchas regiones
latinoamericanas, el tradicional predominio del latifundio se traducía en ausencia de
conocimientos por parte de los campesinos acerca de cómo hacer funcionar un sistema
agrario a pequeña escala e intensivo en mano de obra. Faltaban los conocimientos
técnicos, y faltaban también conocimientos acerca del funcionamiento de los mercados,
de los intermediarios, de las industrias procesadores de alimentos… Además, muchas de
las nuevas explotaciones creadas al calor de las reformas agrarias se vieron pronto
envueltas en graves problemas financieros. Los nuevos agricultores familiares
contrajeron grandes deudas con objeto de adquirir medios de producción modernos
(máquinas y productos químicos) que les permitieran ser competitivos frente a
agricultores de mayor dimensión, pero en muchos casos fueron incapaces de obtener
unos beneficios suficientes para devolver los préstamos y, en consecuencia, perdieron
las tierras que la reforma agraria había puesto en sus manos. Hacia el final del periodo,
una parte no despreciable de la tierra redistribuida había regresado a los grandes
propietarios como consecuencia de las dificultades atravesadas por los pequeños
productores.
La era de las reformas agrarias se cerró con gran pesimismo en torno a 1980.
Para entonces, existía la sensación generalizada de que las reformas no habían llegado
lejos y de que ni siquiera sus modestas realizaciones habían tenido los efectos deseados.
Teniendo en cuenta que se había tratado de medidas tremendamente polémicas dentro
de cada una de las sociedades afectadas (al cuestionar el status quo agrario vigente
durante más de un siglo), las reformas agrarias comenzaron a ser vistas por los
gobernantes y analistas como proyectos cuyos resultados no terminaban de compensar
las complicaciones políticas asociadas. Además, hacia 1980 la propia estrategia de ISI
en que se habían inscrito las reformas agrarias había comenzado a volverse inviable
como consecuencia de los desequilibrios macroeconómicos acumulados durante el
cuarto de siglo previo. Las reformas agrarias desaparecerían así de la agenda política del
desarrollo rural a lo largo de la década de 1980.
A pesar de que las reformas agrarias que redistribuían tierra fueron la medida
estrella de este periodo, muchos gobiernos desarrollaron paralelamente programas de
fomento de la agricultura que, no sin cierta confusión, también se aprestaron a calificar
como reformas agrarias: reformas no tanto sociales como técnicas, consistentes en
30
favorecer la modernización de las prácticas agrarias. Recordemos que las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial se formó un bloque tecnológico compuesto
por maquinaria agraria, productos químicos y el uso de combustibles fósiles; bloque
tecnológico que permitió grandes crecimientos en las agriculturas europeas.
En el mundo en vías de desarrollo, este bloque tecnológico se vio compuesto por
un elemento adicional de gran importancia: las variedades de alto rendimiento. Este
elemento no fue promocionado por los gobiernos latinoamericanos tanto como por
Estados Unidos. En el contexto de la Guerra Fría, el gobierno estadounidense y
fundaciones privadas estadounidenses financiaron ambiciosos programas de
investigación agronómica en el Tercer Mundo encaminados a desarrollar sobre el
terreno semillas de cultivos básicos que produjeran rendimientos superiores a los de la
agricultura tradicional. (La motivación subyacente era, una vez más, combatir el atraso
agrario para impedir el posible avance de ideas comunistas.) Se trataba de lo que con el
tiempo se denominaría la “revolución verde”, y México, de la mano de experimentos
para mejorar los rendimientos de las semillas de maíz, se convertiría en el primer campo
de desarrollo de la misma.
Y, allí donde no alcanzaba la mano estadounidense, la mano soviética actuaba en
una dirección similar. El triunfo de la revolución castrista y la posterior alineación de
Cuba con el bloque comunista favorecieron una modernización de la agricultura cubana
en clave soviética. El régimen castrista no alteró significativamente las estructuras
agrarias: más bien tendió a reemplazar las grandes haciendas tradicionales por grandes
granjas estatales, dejando escaso margen para el desarrollo de una agricultura campesina
a pequeña escala. Más que una reforma redistributiva, lo que puso en práctica fue una
reforma técnica. La Unión Soviética, más que dispuesta a financiar a su único aliado
americano, exportó a Cuba maquinaria y productos químicos a precios inferiores a los
de mercado, impulsando así la adopción del nuevo bloque tecnológico por parte de las
granjas estatales cubanas.
Los efectos de estos importantes cambios tecnológicos experimentados por la
agricultura latinoamericana fueron diversos. En el plano productivo, fue produciéndose
una mejora indudable de la productividad agraria y, sobre todo, de los rendimientos de
la tierra (una variable más directamente beneficiada por la introducción de variedades
de alto rendimiento). En el plano social, sin embargo, la introducción del nuevo bloque
tecnológico pudo exacerbar las diferencias entre agricultores grandes y agricultores
pequeños. La disponibilidad de capital (para invertir en nuevas tecnologías) y el tamaño
31
de la explotación (para hacer rentable la adquisición de dichas tecnologías) se volvieron
variables cruciales. De hecho, este es uno de los motivos por los cuales muchas de las
pequeñas explotaciones creadas por las reformas agrarias se vieron rápidamente
envueltas en problemas de viabilidad financiera. Finalmente, en el plano ambiental
investigaciones retrospectivas han revelado que, al igual que estaba ocurriendo en
Europa occidental o en la Unión Soviética, el nuevo bloque tecnológico erosionaba los
suelos, contaminaba las aguas y generaba una gran huella ecológica como consecuencia
de su uso intensivo de combustibles fósiles.
Hasta aquí hemos repasado las reformas agrarias (redistributivas) y la revolución
verde como agendas políticas explícitas para el desarrollo rural. Sin embargo, nuestra
visión del periodo quedaría incompleta si no tuviéramos también en cuenta la agenda
implícita en el resto de políticas económicas puestas en práctica durante estos años. La
ISI, tal y como se aplicó en América Latina en las décadas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, contenía importantes sesgos implícitos en contra de la agricultura y en
contra del medio rural. A través de exenciones fiscales, subvenciones y manipulaciones
selectivas de los precios y los tipos de cambio, los gobiernos latinoamericanos crearon
una estructura de precios relativos favorable a la industria, considerado como el sector
estratégico. Implícitamente, esto suponía la utilización del resto de sectores (y, en
particular, la agricultura) como sumidero del que extraer recursos para el desarrollo
industrial. En otras palabras, las agriculturas latinoamericanas quizá podrían haber
crecido más rápidamente en caso de haberse dado políticas económicas neutrales que
trataran a todos los sectores por igual. Esto quizá podría haber creado algo más de
margen para la mejora de los niveles de vida rurales, si bien es una incógnita en qué
medida ese crecimiento agrario adicional se habría filtrado hacia abajo en la escala
social.
Extraer recursos de la agricultura para promocionar la industrialización ha sido,
de todos modos, práctica habitual en otras economías atrasadas, y no siempre con malos
resultados. En América Latina, sin embargo, el sesgo anti-agrario de la política
económica se combinó con un sesgo anti-rural. La regulación del mercado laboral era
más ventajosa para los trabajadores urbanos que para los trabajadores agrarios. Y el
importante salto que durante estos años dio el Estado en la provisión de bienes públicos
(educación, sanidad, infraestructuras) se concentró en las principales ciudades de los
países. En consecuencia, se intensificó la penalización rural en los niveles de vida. Esto,
combinado con una transición demográfica explosiva (con crecimientos de la población
32
muy superiores a los que en su momento había tenido Europa) y las escasas alternativas
rurales de empleo no agrario, favoreció la formación de grandes corrientes migratorias
desde las áreas rurales hacia las ciudades; migraciones con frecuencia descontroladas y
abocadas a alimentar la formación de grandes bolsas de marginalidad y pobreza en las
ciudades. (Y, aún así, la población rural creció con rapidez como consecuencia de la
gran caída experimentada en la tasa de mortalidad.)
La era de la ISI y las reformas agrarias fue así una nueva ocasión perdida para
acabar con la pobreza rural. Buena parte de los ingredientes de la receta europea
estuvieron ausentes: la productividad agraria creció con lentitud, las estructuras sociales
de la agricultura se vieron escasamente reformadas en sentido equitativo, y las
economías rurales continuaron siendo ampliamente dependientes de la agricultura. Aún
así, durante este periodo aumentó el grado de implicación política en el desarrollo rural
y hubo ligeras reducciones en las tasas de pobreza rural. Dos aspectos que diferenciarían
a estas décadas de la de 1980, marcada por las recetas neoliberales del consenso de
Washington tras el colapso de los procesos de ISI.
EL CONSENSO DE WASHINGTON Y LA DÉCADA PERDIDA DEL
DESARROLLO RURAL (1980-1990)
La inviabilidad de la estrategia de ISI desembocó en la gestación de un nuevo
paradigma de política económica: el consenso de Washington, que proponía un regreso
a la ortodoxia del mercado libre con objeto de corregir las numerosas distorsiones
acumuladas en las estructuras económicas latinoamericanas después de décadas de
intervencionismo estatal. Las dificultades macroeconómicas movieron a casi todos los
gobiernos latinoamericanos (excepción hecha, claro está, de una Cuba que se movía en
una órbita diferente) a adoptar alguna versión de este paquete de reformas diseñado en
su mayor parte por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Los puntos
clave en el cambio de paradigma probablemente se encontraban en las políticas
industrial y comercial, pero la agricultura y el desarrollo rural también tenían su
importancia.
La agenda política sobre desarrollo rural se transformó con rapidez. La agenda
del consenso de Washington apostaba por reducir la pobreza rural a través de una
aceleración del crecimiento agrario. Amordazado por décadas de sesgos en su contra, el
33
sector agrario podía crecer con mayor rapidez y, de hecho (argumentaban los partidarios
del cambio), la ventaja comparativa de América Latina se encontraba más en la
producción agraria que en unas producciones industriales que, pese a todo el apoyo
estatal recibido durante un cuarto de siglo, apenas habían sido capaces de superar los
estrechos confines de sus respectivos mercados internos y se habían demostrado
escasamente competitivas en el mercado internacional. Llegaba el momento de impulsar
una liberalización tanto en el plano interno como en el plano externo. En el plano
interno, desmontar los sesgos anti-agrarios de la ISI y permitir que los precios
regresaran a sus niveles naturales, lo cual estimularía la inversión y el crecimiento
agrarios. En el plano externo, retirar las barreras arancelarias, los sesgos cambiarios
contrarios a la agroexportación y los obstáculos a la inversión por parte de empresas
multinacionales. De estas últimas se esperaba, además, una sustancial labor de difusión
de las innovaciones tecnológicas que podían permitir una elevación rápida de la
productividad. En pocas palabras, el tradicional modelo agroexportador, pero con un
énfasis mayor del que podía darse en el siglo XIX en el cambio tecnológico y la
inversión directa extranjera como potenciadores del crecimiento agrario.
Lo institucional pasó entonces a un segundo plano. Las reformas agrarias
redistributivas, crecientemente caracterizadas como medidas que generaban tensión
social y desgaste político sin ofrecer a cambio resultados evidentes, desaparecieron de la
agenda. En su lugar, la agenda neoliberal contenía tres formas alternativas de luchar
contra la pobreza rural. Primero, el Estado debería emprender un proceso de
regularización de derechos de propiedad consuetudinarios, es decir, favorecer la
inscripción registral como propiedad privada de terrenos sobre los cuales los pequeños
campesinos podían tener desde largo tiempo atrás derechos de uso que nadie ponía en
cuestión pero que no estaban recogidos en ningún documento y que, por tanto, no
podían servir como garantía hipotecaria en caso de que los pequeños agricultores
quisieran invertir en la modernización tecnológica de sus explotaciones. Segundo, el
Estado debería promover la seguridad de los campesinos arrendatarios, es decir,
incentivar la firma de contratos de arrendamiento a largo plazo, de tal modo que, una
vez desaparecido el riesgo de desalojo (y sustitución por otro arrendatario) a corto
plazo, los pequeños agricultores pudieran acometer una estrategia tecnológica y
comercial más ambiciosa. Y, tercero, el Estado podría favorecer el acceso de los
jornaleros a la propiedad de la tierra a través de reformas agrarias conducidas por el
mercado. Frente a la idea tradicional de la reforma agraria como un proceso conducido
34
unilateralmente por el Estado, esta nueva concepción de la reforma agraria se basaba en
la idea de que en teoría existía un amplio margen para que terratenientes y jornaleros se
pusieran de acuerdo para realizar operaciones de compraventa de tierra a un precio que
fuera al mismo tiempo remunerador para los primeros y asumible para los segundos. La
razón por la cual no se realizaban muchas de estas operaciones no era tanto el deseo de
los terratenientes de acaparar la tierra como los elevados costes de información,
negociación y transacción. El Estado podía intervenir para reducir dichos costes,
ofreciendo información fiable sobre las variables relevantes (características de las
parcelas, precios habituales de compraventa de parcelas similares…) en torno a las
cuales se estructuraría la negociación. De este modo, se favorecería el acceso de los
jornaleros a la tierra sin dañar los intereses de los terratenientes, evitando la tensión
social y política propia de las reformas agrarias conducidas por el Estado.
La década de 1980 se saldó con un balance muy pobre en términos de desarrollo
rural, en parte por los efectos distributivos del consenso de Washington, en parte por la
persistencia de algunos de los sesgos heredados del periodo anterior. Fue una década
perdida en la lucha contra la pobreza rural: la proporción de población rural por debajo
de las líneas de pobreza (tanto la línea convencional de pobreza como la línea de
pobreza extrema) aumentó, rompiéndose así la tendencia hacia la reducción que, a pesar
de todos los pesares, había venido abriéndose paso durante el cuarto de siglo previo. La
razón principal de este cambio de tendencia fue el aumento de la desigualdad agraria.
Las explotaciones grandes se encontraban mucho mejor preparadas que las
explotaciones pequeñas para aprovechar los beneficios derivados de la agroexportación
y la revolución verde. La percepción liberal de que la agricultura latinoamericana venía
creciendo por debajo de su potencial era correcta, pero la filtración hacia abajo de esas
ganancias de crecimiento era otra cuestión. En cierta forma, la década de 1980
presenció una reedición de los problemas distributivos propios del modelo
agroexportador clásico de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX. La
fuerte concentración en la propiedad de la tierra, apenas transformada por tímidos
experimentos con alternativas a la reforma agraria conducida por el Estado, hacía que la
mayor parte de beneficios del crecimiento agrario no contribuyeran a reducir la pobreza
rural.
Al igual que en la época clásica del modelo agroexportador, en la década de
1980 los problemas se localizaban no sólo en la agricultura orientada al mercado
internacional, sino también en la agricultura doméstica. En México, por ejemplo, la
35
producción alimentaria por persona cayó a lo largo de estos años, tensionando la
seguridad alimentaria. Esto reflejaba el fuerte crecimiento demográfico rural (derivado a
su vez de la persistencia de una transición demográfica explosiva), pero también los
problemas productivos de una agricultura doméstica que, por sus propias características,
se mantenía en buena medida al margen de los avances tecnológicos y organizativos que
pudieran implantarse en el distante mundo de la agricultura para la exportación.
Un último problema fue la persistencia de una considerable penalización rural en
la provisión de bienes públicos. Estos fueron años de retroceso en la intervención del
Estado, acosado por una gravísima crisis de deuda. La provisión de bienes y servicios
públicos progresó de manera mucho más lenta que en el pasado, y en algunos sentidos
se estancó y se contrajo. Allí donde fue necesario algún tipo de reestructuración, las
zonas rurales salieron perdiendo. Y, de manera más general, persistió la importante
brecha entre campo y ciudad en cuanto al acceso a infraestructuras, servicios y
equipamientos. En las duras condiciones fiscales propias del periodo, resultaba
impensable una acción territorialmente compensatoria a gran escala.
En suma, si la década de 1980 fue una década perdida para el desarrollo
económico de América Latina, también lo fue para la lucha contra la pobreza rural.
GLOBALIZACIÓN, DESARROLLO RURAL Y SEGURIDAD ALIMENTARIA
EN EL TIEMPO PRESENTE
En el tiempo presente, marcado por la globalización que ha seguido al
hundimiento del bloque soviético y el final de la Guerra Fría a finales de la década de
1980 y comienzos de la de 1990, el modelo agrario latinoamericano presenta tres rasgos
característicos: crecimiento de las exportaciones agrarias, crecimiento de las
importaciones de inputs industriales y alimentos básicos, y recepción de inversión
directa extranjera.
El crecimiento de las exportaciones agrarias ha dado la razón a quienes
aseguraban que la ventaja comparativa latinoamericana se encontraba en la agricultura y
no en la industria. En los últimos veinte años las exportaciones agrarias
latinoamericanas han crecido con gran rapidez y, a diferencia de lo que había sido el
caso en épocas anteriores, han alcanzado un considerable grado de diversificación. Las
exportaciones tradicionales, con mercados ya relativamente saturados y que no podían
36
permitir crecimientos ya mucho más rápidos, han ido dejando paso a nuevas
exportaciones que encuentran una demanda más expansiva y, por tanto, tienen por
delante un mayor recorrido de crecimiento. En el paradigmático caso de Costa Rica, por
ejemplo, las exportaciones tradicionales eran café, plátanos o azúcar, y en los últimos
años han ido viéndose acompañadas por un volumen creciente de nuevas exportaciones
como piña, melón y naranja.
Junto a este renovado perfil exportador, los sistemas agroalimentarios de
América Latina también han reforzado su inserción global de la mano de un
considerable crecimiento de las importaciones. Importaciones, en primer lugar, de
inputs industriales fundamentales para la modernización tecnológica y el aumento de la
productividad. Importaciones también, en segundo lugar, de alimentos básicos. Este
constituye uno de los puntos más conflictivos del nuevo modelo agroalimentario que ha
ido tomando forma en los últimos veinte años. El alto precio que los agricultores
obtienen por sus exportaciones, en especial por las exportaciones no tradicionales,
incentiva el abandono de los cultivos que sustentan la dieta. El éxito de la nueva
agricultura exportadora permite financiar el abandono de la agricultura doméstica
tradicional.
La razón por la que esto, en principio un proceso de especialización según
ventajas comparativas del que se desprenden ganancias de productividad con respecto a
la situación previa, es polémico es porque aumenta la vulnerabilidad alimentaria de las
poblaciones desfavorecidas. Confiar en el suministro barato de comida procedente del
exterior puede tener sentido económico en el corto plazo, pero vuelve la seguridad
alimentaria dependiente de procesos globales de formación de precios que escapan al
control de los gobiernos latinoamericanos. Cuando en 2007-09 se dispararon los precios
globales de los alimentos, en los países que en mayor medida habían pasado a depender
de las importaciones de comida, las clases bajas (con escasa capacidad para hacer frente
al encarecimiento de su dieta) vieron deteriorado su estatus nutritivo y debieron realizar
dolorosos ajustes en sus dietas. A raíz de ello, incluso países tradicionalmente muy
seguros de los beneficios de la globalización alimentaria, como Costa Rica, pusieron en
marcha algunas políticas para intentar estimular la producción doméstica de alimentos y
evitar que la subida de precios globales continuara golpeando a las poblaciones
desfavorecidas.
Este episodio reflejaba una tensión más fundamental dentro del modelo
agroalimentario latinoamericano en el tiempo presente: la tensión entre las grandes
37
empresas (con frecuencia, multinacionales) que lideran el crecimiento agroexportador,
por un lado, y los agricultores familiares, por el otro. A lo largo de los últimos veinte
años América Latina ha recibido un considerable flujo de inversión directa extranjera,
tanto en el sector agrario propiamente dicho como en sectores asociados. De este modo,
las multinacionales han desempeñado un papel clave en la expansión de la superficie
agroexportadora, así como en la modernización de los circuitos comerciales y la
absorción por parte de los agricultores de innovaciones tecnológicas incorporadas a los
medios de producción de origen industrial. Esto ha sido positivo para el crecimiento del
sector agrario, pero ha generado una fuerte presión sobre los agricultores familiares
tradicionalmente orientados hacia los cultivos domésticos. En no pocos casos, estos
últimos han terminado ocupando una posición cada vez marginal dentro del sistema
alimentario.
¿Reedición, por tanto, del viejo problema de concentración en unas pocas manos
de los beneficios del crecimiento exportador? ¿Ausencia, de nuevo, de filtración hacia
abajo de dicho crecimiento? En parte sí, pero con al menos cuatro atenuantes con
respecto a la era clásica de la agroexportación: el desarrollo de la llamada “agricultura
contractual”, la expansión del empleo rural no agrario, las remesas de los emigrantes en
el extranjero y la culminación del doble proceso de transición demográfica y
urbanización en América Latina.
Una proporción de los agricultores familiares ha podido engancharse al
crecimiento agroexportador a través del establecimiento de vínculos contractuales
estables con las grandes empresas. A cambio de perder autonomía empresarial y
convertirse en una pieza cuidadosamente encajada en el engranaje de pedidos de las
grandes empresas, estos agricultores han podido aumentar sus ingresos. En el
representativo caso de Costa Rica, se estima que aproximadamente una cuarta parte de
los agricultores familiares han terminado participando en este tipo de agricultura
contractual. Se trata de una fórmula que, si bien parte de la premisa de un modelo
productivo muy jerarquizado (indiscutiblemente liderado por los grandes) y de hecho
contribuye a reforzar tal modelo, al menos ofrece una vía para la filtración hacia abajo
del crecimiento económico resultante.
Otro importante atenuante en términos de pobreza rural ha sido la reciente
expansión del empleo rural no agrario. Hasta aproximadamente 1980, el peso de la
agricultura en la economía rural latinoamericana había sido abrumador: tal y como
había ocurrido en Europa hasta algunas décadas antes, la mayor parte de la población
38
activa se empleaba en la agricultura y la gama de oportunidades rurales de empleo
existentes fuera de la agricultura era muy limitada. A lo largo de las últimas décadas, sin
embargo, se ha producido un crecimiento considerable del empleo rural no agrario. El
progreso de la agricultura ha estimulado el crecimiento de algunas actividades
vinculadas a ella, como el comercio y la reparación de maquinaria o la transformación
industrial de los productos agrarios en alimentos listos para el consumo. El aumento de
la renta rural también ha generado encadenamientos sobre el comercio minorista (tanto
de los bienes de consumo tradicionales, como cada vez más de automóviles o
combustible). Del mismo modo, también se han orientado hacia la satisfacción de la
demanda local nuevos empleos en servicios públicos como la educación, la sanidad o la
construcción y reparación de infraestructuras. Finalmente, la demanda urbana ha
estimulado el desarrollo del turismo y la construcción en zonas rurales.
Es cierto que el avance de estas nuevas actividades ha sido selectivo, y no ha
afectado a todas las áreas por igual. Las zonas rurales con atractivos naturales
acentuados han suscitado mayores efectos de demanda urbana que el resto de zonas
rurales. Las zonas con poblamiento a mayor escala han tendido a registrar mayores
encadenamientos relacionados con la demanda local que las zonas caracterizadas por
una dispersión extrema. Significativamente, en el México de comienzos de siglo, el
peso del empleo rural no agrario estaba en torno al 25 por ciento en los municipios de
menos de 2.500 habitantes, pero ascendía por encima del 50 por ciento en los
municipios con poblaciones entre 2.500 y 10.000 habitantes. También había diferencias
internacionales de cierta magnitud: mientras que el empleo rural no agrario se
aproximaba al 50 por ciento del empleo rural total en México o Colombia, en Brasil no
llegaba al 25 por ciento. Pero, más allá de estas diferencias, el hecho es que, para el
conjunto de América Latina, uno de cada tres trabajadores rurales estaba ya empleado
fuera de la agricultura. Un dato muy inferior aún al de Europa occidental, donde los
sectores no agrarios generan en torno al 85-90 por ciento del empleo rural, pero que sí
muestra el inicio de un proceso de diversificación ocupacional de grandes
consecuencias sociales.
En efecto, la existencia de alternativas de empleo rural fuera de la agricultura
permite mejorar la posición negociadora de quienes permanecen vinculados a la
agricultura y, sobre todo, impulsar la salida de la pobreza rural para muchas de las
familias afectadas. El ingreso percibido por una agricultor medio es en América Latina
apenas un 60 por ciento del ingreso percibido por el trabajador medio: en estas
39
condiciones, abandonar la agricultura para ingresar en una actividad no agraria mejor
retribuida tiene efectos claros sobre las tasas de pobreza. En el importante caso del
México rural, donde el empleo no agrario ha venido creciendo con fuerza, se constata
que la reducción de las tasas de pobreza es mayor entre los hogares cuya ocupación
principal es no agraria que entre los hogares primordialmente campesinos.
En el mismo sentido ha funcionado un tercer atenuante de los problemas
distributivos asociados al nuevo modelo agroexportador: la recepción de remesas
enviadas por emigrantes en el extranjero. A lo largo del tiempo presente, la intensidad y
complejidad de las redes migratorias latinoamericanas se han multiplicado. Junto a la
tradicional (pero ahora mucho más transitada) ruta hacia Estados Unidos, se dispararon,
sobre todo hasta el cambio de coyuntura económica iniciado en 2008, las migraciones
hacia la Unión Europea. En algunos países muy afectados por este éxodo, como México
y Ecuador, el efecto económico de las remesas enviadas por los emigrados a los
familiares residentes en sus zonas rurales de origen ha sido extraordinario, suponiendo
una inyección financiera de gran valor. En función de las circunstancias de cada familia,
esta inyección ha podido servir para una variedad de propósitos, desde apuntalar una
mejor subsistencia (a través, por ejemplo, de un mayor gasto en alimentación) hasta
financiar la modernización tecnológica o comercial de la explotación agraria familiar.
Pero, en cualquiera de los casos, ha permitido que el nivel de vida rural creciera más
allá de las posibilidades productivas de las familias, y que lo hiciera de manera
socialmente generalizada. (Por motivos obvios, los beneficios derivados de la
emigración se canalizaban a lo largo y ancho del tejido social en mayor medida que los
beneficios derivados de la agroexportación.)
Un cuarto y último atenuante de los problemas de pobreza rural ha sido el
paulatino cierre de los procesos de transición demográfica y urbanización. Durante las
décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la transición demográfica había
alcanzado un carácter explosivo, pero ahora la tasa de natalidad ha comenzado a
disminuir de manera sensible, acercándose en mayor medida a la tasa de mortalidad y
generando, por lo tanto, una variación natural menos abultada. En consecuencia, la
presión demográfica sobre la tierra y, en general, sobre la capacidad productiva de la
economía rural ha tendido a reducirse. Del mismo modo, la sociedad latinoamericana
alcanza hoy un nivel de urbanización similar al europeo, con aproximadamente un 80
por ciento de la población residiendo ya en ciudades. Es cierto que algunos países, sobre
todo en América central, son aún sociedades en vías de urbanización, pero esto son ya
40
excepciones. Los tres países con mayor volumen de población rural en términos
absolutos (México, Brasil y Colombia) son hoy países urbanizados, con sólo un 15-25
por ciento de la población residente en zonas rurales.
Aunque esto lógicamente no mitiga la pobreza rural per se, sí es el reflejo de una
sociedad que ofrece a las poblaciones rurales una gama más amplia de alternativas de lo
que era el caso cuando los niveles de urbanización eran bajos. En términos generales,
esas alternativas, en cualquiera de sus formas (oportunidades de empleo no agrario
dentro y fuera de la comunidad rural, remesas de emigrantes), son fundamentales para la
población rural desfavorecida como instrumento directo para salir de la pobreza, pero
también indirectamente como elemento que mejora su posición negociadora dentro del
muy jerarquizado modelo productivo agrario.
Esto, y no sólo el crecimiento agrario, es importante para explicar por qué la
puesta en marcha a partir de finales del siglo XX de una nueva versión del modelo
agroexportador ha ido acompañada de un descenso de la pobreza rural en América
Latina. En algunos países, además, la adopción de algunas políticas alternativas o
complementarias a las habituales ha podido contribuir igualmente a reducir la pobreza
rural. Ese es el tema del último apartado de este capítulo.
ESTADO Y AGRICULTURA EN EL TIEMPO PRESENTE
Probablemente, la principal línea seguida por el Estado en el plano
agroalimentario durante el tiempo presente ha sido crear condiciones favorables para la
reedición del modelo agroexportador: eliminar los sesgos contrarios a la exportación de
productos agrarios heredados de la época de la ISI, eliminar restricciones a la entrada de
inversión directa extranjera, retirar barreras arancelarias a la importación de inputs
agrarios y, como complemento de todo lo anterior, retirar barreras arancelarias a la
importación de alimentos que puedan producirse de manera más barata en el extranjero.
Estas medidas reflejan un deseo de los gobiernos de recoger las ganancias de
productividad que se derivan de hacer más eficiente la asignación de recursos.
Este movimiento hacia la liberalización ha ido acompañado de dos contrapesos:
la persistencia de políticas de apoyo a los agricultores y los cambios institucionales
encaminados a favorecer la posición de los más desfavorecidos. En cuanto a la primera
cuestión, la mayor parte de gobiernos ha mantenido algún tipo de mecanismo de
41
protección a sus agricultores. Inicialmente se trataba de aranceles y otras barreras al
comercio, pero, conforme las negociaciones internacionales sobre liberalización
comercial fueron incluyendo a la agricultura entre sus objetivos, algunos países han ido
ensayando una transición hacia mecanismos más directos de apoyo a sus agricultores a
través de la concesión de subsidios y complementos de renta. Las políticas de corte
institucional, por su parte, han ido desarrollando, con diferentes grados de ímpetu según
los países y los casos, propuestas como la reforma agraria conducida por el mercado, la
regularización de los derechos de propiedad y la apuesta por arrendamientos estables.
Estos dos contrapesos a la liberalización no han estado exentos de críticas. Los
subsidios a la producción agraria han sido criticados por su regresividad social. Como
ya ocurre también por ejemplo con los subsidios agrarios concedidos por la Unión
Europea en el marco de su Política Agraria Común, la mayor parte de los subsidios son
capturados por grandes terratenientes, mientras que los pequeños y medianos
agricultores se benefician en menor medida. De este modo, los subsidios agrarios dejan
inalterada (o incluso reproducen) la gran disparidad social existente en el interior de las
sociedades rurales latinoamericanas. También se ha sugerido que estos subsidios han
inflado la rentabilidad de la agricultura a gran escala, con efectos medioambientales
negativos al ser esta la que hace un uso más intensivo de productos químicos y la que
con mayor frecuencia se encuentra en situación de monocultivo.
Aún mayores críticas han recibido las medidas institucionales encaminadas a
mejorar la posición de los desfavorecidos. Es un hecho que estas medidas apenas han
conseguido alterar las estructuras sociales de la agricultura: hoy día, en ninguna región
del mundo (incluidas algunas que, como Asia o África, muestran superiores tasas de
pobreza rural) es la desigualdad en la distribución de la propiedad de la tierra tan alta
como en América Latina. Esto ha hecho que, en los últimos años, se hayan
multiplicado las voces de quienes reclaman una segunda generación de reformas
agrarias, con objeto de reducir de manera más sustancial el grado de desigualdad entre
clases sociales en el medio rural. El punto clave de estas reformas consistiría en
reintroducir en la agenda la redistribución de la propiedad de la tierra (el fin de las
reformas agrarias clásicas), pero en el marco de un programa más amplio de promoción
de la agricultura campesina que mejore el acceso de los pequeños agricultores no sólo a
la tierra, sino también al capital, a la tecnología y a los mercados.
Hasta ahora, el país que más ha avanzado en este tipo de reforma agraria de
segunda generación ha sido Brasil. Brasil llegó al tiempo presente con un muy elevado
42
grado de concentración de la propiedad de la tierra, dado que las estructuras agrarias
tradicionales apenas fueron cuestionadas (ni siquiera para el estándar latinoamericano)
durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La oposición a las
estructuras tradicionales fue tomando la forma de un nuevo movimiento social, el
Movimiento de los Sin Tierra, cuyas primeras acciones consistieron en la ocupación por
parte de familias campesinas de fincas sin explotar pertenecientes a grandes
terratenientes. La creciente conflictividad social generada por estas ocupaciones
(incluyendo una respuesta a menudo más que contundente de los terratenientes) movió
al Estado a impulsar una reforma agraria que mejorara el acceso a la tierra de las
poblaciones rurales más pobres. Esta reforma agraria de segunda generación comenzó a
mediados de la década de 1990 y se intensificó a lo largo de la década siguiente. En el
marco de la misma, el Estado ha promocionado la creación de comunidades de
asentamiento de campesinos mediante la subvención de las correspondientes compras
de tierra, es decir, permitiendo que los campesinos compraran tierra aportando una
cantidad de dinero inferior a su valor real de mercado. También ha aportado
financiación para la modernización tecnológica y la inserción comercial de esta
agricultura a pequeña escala, así como para la provisión de servicios básicos de
educación, enseñanza e infraestructuras para estas comunidades de asentamiento. En
otras palabras, no sólo ha favorecido el acceso de los campesinos a la tierra (la
preocupación de las reformas agrarias de primera generación), sino que ha buscado
crear condiciones para la viabilidad de la resultante agricultura a pequeña escala y de la
comunidad rural en su conjunto. A cambio de esta concepción ampliada de la reforma
agraria, sin embargo, sucesivos gobiernos y sus seguidores han debido aceptar el
elevado coste de estas actuaciones y el modo en que tal coste condiciona el ritmo de
asentamiento de campesinos (y, por tanto, la propia magnitud de la transformación
social operada).
Las reformas agrarias de segunda generación pueden ser un complemento
sustancial del modelo de política agraria señalado al principio de este apartado: un
contrapeso de carácter social que atenúe los efectos perniciosos que la apuesta por la
liberalización y la globalización puede tener cuando parte de estructuras agrarias
excesivamente desequilibradas. Otro modelo diferente, un modelo en realidad
alternativo, es el seguido por la agricultura cubana, cuyo interés radica no tanto en que
se enmarque en un régimen declaradamente anti-capitalista, sino en lo que esta
43
experiencia puede enseñar (en términos más amplios) en cuanto a fortalecimiento de la
agricultura a pequeña escala y consecución de seguridad alimentaria.
Tras el colapso soviético, la agricultura cubana también colapsó. Se cortó el
flujo de importaciones baratas de inputs industriales y combustible con que venía
modernizándose el sector. Se cortaron las exportaciones de azúcar que la Unión
Soviética venía comprando a precios superiores a los de mercado. Se cortaron buena
parte de las importaciones de alimentos básicos que hacían posible la fuerte
especialización azucarera de la agricultura cubana. Hacia comienzos de la década de
1990, el modelo agroalimentario que venía poniéndose en práctica desde poco después
de haber triunfado la revolución se había vuelto súbitamente inviable. Cuba vivió en
consecuencia un grave episodio de inseguridad alimentaria, con los niveles medios de
ingesta calórica experimentando una espectacular caída y amplios segmentos de la
sociedad encontrando grandes dificultades para asegurar una dieta suficiente y
saludable.
En casi cualquier otro país, una solución habría podido consistir en recurrir en
mayor medida a importaciones de alimentos para garantizar la seguridad alimentaria, así
como buscar nuevos socios comerciales que pudieran proporcionar los inputs
industriales necesarios para reactivar el modelo agrario vigente. Sin embargo, el
bloqueo comercial impuesto por Estados Unidos limitaba seriamente la plausibilidad de
esta opción. La respuesta cubana ha consistido entonces en sustituir la agricultura de
rasgos soviéticos y fuertemente orientada hacia el exterior por una agricultura a pequeña
escala orientada hacia la satisfacción de la demanda interna.
El nuevo modelo ha establecido como objetivo la consecución de mayor
seguridad alimentaria a través de la sustitución de importaciones por producción
nacional. Para ello, ha promovido un profundo cambio en la organización social de la
agricultura. Las grandes granjas estatales fueron transformadas en cooperativas que
disfrutaban de mayor libertad empresarial, así como de la posibilidad de retener para sí
una parte de los beneficios del crecimiento agrario por ellas generado. Paralelamente, el
Estado comenzó a repartir tierras en usufructo a familias campesinas, con objeto de que
estas pudieran desarrollar una agricultura a pequeña escala de acuerdo con los criterios
y estrategias que consideraran más convenientes. Esta última vía de transformación de
las estructuras agrarias no ha hecho sino intensificarse en los últimos años, conduciendo
a una considerable reducción del tamaño medio de las explotaciones. Podría tratarse de
44
uno de los casos de más profunda transformación de las estructuras agrarias en la
historia latinoamericana, al menos en un periodo tan corto.
Esta destrucción del latifundismo de Estado ha requerido, además, dos
transformaciones paralelas con objeto de hacer viables y rentables las nuevas estructuras
agrarias encarnadas en cooperativas y agricultores familiares: la sustitución de la base
tecnológica extranjera por conocimiento local y la liberalización (parcial) de los
mercados agrarios.
La base tecnológica de origen extranjero, clave en el crecimiento agrario durante
los años soviéticos, ha sido reemplazada por inputs locales. El Estado, apoyado en una
cualificada administración de investigación agronómica, ha estimulado una
recuperación de conocimientos campesinos tradicionales; conocimientos cuya principal
característica es su vinculación a suelos y cultivos concretos y que, por ello, aportan un
valor añadido específico. Comoquiera que, además, estos conocimientos tradicionales se
gestaron en una época en que la agricultura era aún un sector de base orgánica, se trata
de un paradigma tecnológico más sostenible que el importado de la Unión Soviética o el
que actualmente muchos países importan de Estados Unidos o la Unión Europea. Para
los partidarios de sustituir el actual modelo de agricultura por prácticas agroecológicas
basadas en el conocimiento campesino, la experiencia cubana durante el tiempo
presente es un referente de primer orden.
La liberalización interna, por su parte, consiste en desmontar los férreos
mecanismos a través de los cuales el Estado venía regulando el funcionamiento de los
distintos segmentos de la cadena agroalimentaria. A lo largo de las últimas dos décadas
se han producido pequeñas reformas que, sin suponer (ni mucho menos) una retirada
total de los mecanismos de intervención, sí han tendido a flexibilizarlos y suavizarlos.
Las cooperativas agrarias siguen teniendo que entregar una parte de su producción al
Estado al precio que este fije, pero ahora cuentan con la posibilidad de extraer un
beneficio claro a través de la venta de los excedentes productivos que puedan obtener
una vez transferida la correspondiente cuota al Estado. El sector público sigue
controlando la comercialización y distribución de los alimentos, pero en los últimos
años se ha producido una transición hacia formas de control más descentralizadas, en
particular a través de un protagonismo creciente para las delegaciones locales de la
administración agroalimentaria. El objetivo general de estas reformas liberalizadoras ha
sido crear mayor espacio para la economía de mercado con objeto de aumentar la
viabilidad y rentabilidad de las nuevas cooperativas y los nuevos agricultores familiares.
45
Todo lo cual constituye, no cabe duda, un modelo agroalimentario alternativo al
que viene imponiéndose en el resto de América Latina, caracterizado por el crecimiento
de las importaciones de alimentos, la inversión directa extranjera, la introducción de
inputs vía importaciones y el considerable grado de inercia concedido a las estructuras
agrarias tradicionales. Otra cuestión es hasta qué punto el éxito de la alternativa cubana
consiste hasta ahora en recoger las ganancias de eficiencia derivadas de desmontar una
ineficiente agricultura de estilo soviético; ganancias que, por su propia naturaleza, sólo
pueden recogerse en una ocasión.
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47
Capítulo 3
ASIA
A lo largo del último cuarto de siglo, Asia ha experimentado una rápida
reducción en sus tasas de pobreza rural y una igualmente rápida mejoría en la dieta de la
población. Ahora bien, la situación de partida era tan negativa que, pese a ello, aún hoy
más de un 30 por ciento de la población rural asiática está por debajo de la línea de
pobreza extrema (menos de 1,25 dólares al día) y más de un 60 por ciento no supera
unos ingresos diarios de 2 dólares. Esto está en parte relacionado con sistemas agrarios
en los que la productividad de la mano de obra es bajísima. La ingesta calórica del
asiático medio, por su parte, ha crecido hasta situarse en un nivel que ya no permite
hablar de hambre generalizado, pero aún casi un 15 por ciento de la población está
malnutrida. A ello aún hay que añadir el hecho de que se trata aún de una dieta un tanto
desequilibrada, con escasa ingesta de proteínas y un peso aún muy importante de los
cereales, tubérculos y legumbres en la satisfacción de las necesidades básicas.
El progreso de las últimas décadas aún no llega a borrar las huellas de un pasado
marcado por la pobreza rural extrema y la inseguridad alimentaria generalizada. En este
capítulo estudiamos esa evolución que nos conduce al presente. El primer apartado se
dedica a presentar de manera breve la situación a la altura de la Segunda Guerra
Mundial, cuando tan sólo Japón había logrado éxitos claros en materia de desarrollo
rural y seguridad alimentaria. Los apartados segundo y tercero muestran cómo en las
décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el sudeste asiático siguió la senda
japonesa, mientras que la India y (aún más) China continuaron con graves problemas.
Finalmente, el apartado cuarto explica cómo, a lo largo del tiempo presente (los últimos
treinta años, aproximadamente), tanto China como la India han logrado al fin poner en
marcha procesos de reducción de la pobreza rural y fortalecimiento de la seguridad
alimentaria, si bien estos procesos han estado lejos de acabar rápidamente con los
problemas.
48
LA SITUACIÓN ANTES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Hacia mediados del siglo XX, la inmensa mayoría de la población rural asiática
era extremadamente pobre y la inmensa mayoría de la población total se enfrentaba al
problema de la inseguridad alimentaria. La única excepción se daba en Japón. Allí, a lo
largo del siglo XIX y la primera mitad del XX se produjeron cambios rurales y
alimentarios que recuerdan a los que simultáneamente estaban teniendo lugar en
Europa.
La reducción de la pobreza rural en Japón fue posible gracias al solapamiento de
dos sendas diferenciadas de transformación económica, la primera fundamental durante
la mayor parte del siglo XIX y la segunda tomando el relevo sobre todo a partir de
finales de dicho siglo. La primera transformación rural consistió en lo que llamaríamos
desarrollo rural endógeno: la generación de un círculo virtuoso entre las diversas ramas
de la economía rural. La agricultura tradicional japonesa no era muy productiva. Dada
la condición insular y el relieve accidentado del archipiélago japonés, la tierra era un
factor productivo escaso y, en respuesta a ello, se desarrollaron sistemas productivos
tremendamente intensivos en mano de obra que, a través de la realización de numerosas
tareas manuales por parte de los agricultores y sus familias, permitían elevar los
rendimientos por hectárea. Por su propia naturaleza, sin embargo, se trataba de sistemas
en las que la productividad de la mano de obra (factor generosamente utilizado con
objeto de extraer la mayor cantidad posible de producción de la escasa tierra) era baja.
Sin embargo, dentro de este planteamiento, los agricultores japoneses fueron capaces de
encontrar métodos de perfeccionamiento de las formas de cultivo tradicionales,
elevando los rendimientos de su agricultura orgánica a través, por ejemplo, de
innovaciones biológicas como la sustitución de semillas de bajo rendimiento por
semillas de alto (para la época) rendimiento. A su vez, este progreso agrario generó
estímulos para el desarrollo de actividades no agrarias en el espacio rural, al estilo de lo
que venía ocurriendo por ejemplo en la economía rural inglesa. Paralelamente, parte del
progreso económico de Japón durante estos años se canalizó hacia el medio rural, como
cuando, en la era previa a la fábrica, empresarios urbanos incorporaban a campesinos
pluriactivos a redes de producción manufacturera dispersa.
El resultado fue una importante diversificación de la economía rural, con la
consiguiente mejoría en los niveles de bienestar de la población. Significativamente, ya
durante la parte final del periodo Tokugawa (es decir, antes de que la restauración Meiji
49
de 1868 supusiera el punto de partida del desarrollo económico moderno del país) las
estaturas de la población rural estaban aumentando, lo cual reflejaba fundamentalmente
la mejora en las dietas de los campesinos. Esta senda de cambio rural, basada en la
combinación de modestos progresos agrarios y cierta diversificación sectorial de la
economía rural, continuó de hecho siendo predominante durante las primeras décadas de
la industrialización japonesa, hasta los años finales del siglo XIX.
A partir de ese momento ganó mayor protagonismo una segunda senda de
cambio rural, de consecuencias complementarias. Esta senda consistió en la
consolidación de un modelo de agricultura familiar a pequeña escala dotado de una
considerable capacidad de expansión productiva. El desarrollo de la industrialización,
especialmente a partir de finales del siglo XIX, fue restando margen a las posibilidades
de diversificación de la economía rural, cuya dependencia de la agricultura
probablemente se intensificó. Además, la política estatal de fomento de la
industrialización condujo a una transferencia implícita de recursos desde la agricultura
(donde la presión fiscal era alta) hacia la industria (donde se fijó una presión fiscal más
baja). Estos problemas fueron, sin embargo, compensados por la formación de una
moderna agricultura familiar, que permitió un sustancial aumento en los niveles de vida
de la mayor parte de la población rural.
La formación de la moderna agricultura familiar tuvo dos componentes. En
primer lugar, el fin del antiguo régimen japonés en 1868 supuso el desmantelamiento de
las estructuras agrarias tradicionales y su sustitución por un marco capitalista. No
supuso, sin embargo, el desmantelamiento de la producción familiar a pequeña escala
que, desde largo tiempo atrás, constituía la espina dorsal de la agricultura japonesa. Los
campesinos arrendatarios obtuvieron una mayor seguridad en sus tenencias, y con el
tiempo fueron capaces de convertirse en pequeños propietarios. Esto hacía posible que,
fuera cual fuera su nivel, el crecimiento agrario que iba obteniéndose a partir de finales
del siglo XIX (con unas posibilidades tecnológicas mayores que las del pasado) no se
distribuyera de manera muy desigual y, por lo tanto, realizara una contribución
sustancial a la reducción de las tasas de pobreza.
Pero, en segundo lugar, era necesario que ese crecimiento agrario efectivamente
tuviera lugar. A partir de finales del siglo XIX, las posibilidades tecnológicas crecieron,
al estar disponibles diversos inputs industriales. Los agricultores japoneses hicieron un
uso selectivo, adaptado a sus circunstancias, de estas nuevas tecnologías. Las
tecnologías más ahorradoras de mano de obra, como las cosechadoras o los tractores
50
que tanto éxito tenían en Estados Unidos, resultaron mucho menos interesantes para los
campesinos japoneses que las tecnologías que permitían aumentar los rendimientos de
la tierra. Japón no era Estados Unidos: en Japón, no era la mano de obra, sino la tierra,
el factor productivo escaso cuyo rendimiento debía potenciarse al máximo. Los
fertilizantes químicos tuvieron así un peso creciente en el progreso agrario japonés.
Simultáneamente, sin embargo, los campesinos se apoyaron en una amplia gama de
innovaciones biológicas relacionadas con la gradual mejora de las semillas;
innovaciones que tenían el mismo efecto: aumentar el rendimiento de la tierra.
El cooperativismo fue un apoyo importante para estos pequeños campesinos. Las
cooperativas agrarias se convirtieron en centros para la compra colectiva de inputs y, en
ocasiones, para la venta de los productos, permitiendo a los campesinos obtener unos
precios más ventajosos de lo que habría sido el caso si cada uno de ellos hubiera
acudido a los mercados de manera individual. El cooperativismo hizo posible
aprovechar las ventajas de la producción a pequeña escala (elevados rendimientos de la
tierra, difusión social de los beneficios del crecimiento agrario) sin por ello incurrir en
sus inconvenientes más habituales (escaso poder de mercado frente a grandes empresas
distribuidoras de inputs o compradoras de materias primas agrarias).
El Estado no fue neutral en la formación de este modelo de moderna agricultura
familiar. Es cierto que, en términos fiscales, extrajo recursos de la agricultura para
transferirlos a la industria, pero a cambio realizó un importante volumen de gasto
público en las zonas rurales. El Estado fomentó con diversas medidas la modernización
tecnológica de las explotaciones (sin presionar a los campesinos, sin embargo, para que
adoptaran tecnologías que ellos consideraran que no se adaptaban bien a las
circunstancias japonesas), financió la transformación de la agricultura de secano en
agricultura de regadío (de nuevo, un cambio orientado a aumentar los rendimientos de la
tierra) y, consciente de los problemas potenciales de la agricultura a pequeña escala,
impulsó activamente el cooperativismo. Y, llegado el momento, protegió a los
agricultores de la competencia extranjera con objeto de asegurar la rentabilidad de sus
explotaciones. La prioridad del Estado era la industrialización, pero parecía consciente
de los peligros del sesgo anti-agrario: parecía consciente de que era necesario
compatibilizar las políticas de fomento industrial con políticas encaminadas a garantizar
el desarrollo rural y, por esa vía, asegurar la cohesión social de un país en vías de
modernización.
51
En estas condiciones, la consecución de seguridad alimentaria se basó en la
producción agroalimentaria nacional. Fue una transición nutricional diferente a la
europea, porque diferentes eran las producciones agrarias y el propio medio físico. Aún
así, también en el caso japonés podemos apreciar dos fases diferenciadas similares a las
europeas. Una primera fase, ya claramente en marcha a finales del siglo XIX y
comienzos del XX, durante la cual los consumidores destinaron una parte de sus
aumentos de renta a aumentar y mejorar su dieta tradicional. Si en Europa tuvo lugar
una sustitución de los productos elaborados con cereales considerados inferiores (como
la cebada o la avena) por productos elaborados con trigo, en Japón se produjo una
sustitución del consumo de variedades de arroz consideradas inferiores por variedades
consideradas superiores. Como en Europa, las variedades inferiores se caracterizaban
por un color más oscuro, mientras el arroz blanco se convertía en un pilar a partir de
entonces indispensable de la dieta japonesa. (Hasta tal punto era importante esta
diferenciación entre variedades de arroz que, cuando el gobierno japonés decidió utilizar
sus posesiones coloniales en Corea como campo de abastecimiento de arroz para las
poblaciones domésticas, el descontento de los consumidores ante la imposibilidad de
consumir arroz blanco japonés a precios razonables –ante la alternativa de consumir una
variedad coreana de arroz– condujo a protestas populares de gran magnitud.) Más
adelante, en una segunda etapa, la dieta tradicional fue viéndose sustituida por una dieta
más diversificada, en la que ganaron un gran protagonismo productos como el miso, la
soja, las hortalizas y el pescado. Productos todos ellos que, siendo en ocasiones muy
diferentes de sus equivalentes europeos (los lácteos, por ejemplo, tan importantes para
la transición nutricional europea, no tuvieron apenas peso en Japón porque la inmensa
mayoría de la población era intolerante a la lactosa por motivos genéticos), tenían en
común con estos que suponían un aumento de la variedad y un apuntalamiento de
aquellas virtudes dietéticas que, como la ingesta de proteínas y vitaminas, iban más allá
de la simple ingesta de calorías. Desde este punto de vista, aunque la transición
nutricional japonesa fue inevitablemente muy diferente a la europea, efectivamente fue
una transición nutricional.
El éxito de Japón en su lucha contra la pobreza rural y la inseguridad alimentaria
fue un caso aislado dentro del panorama de la Asia anterior a la Segunda Guerra
Mundial. Los otros dos grandes países asiáticos, India y China, fracasaron gravemente
en ambos aspectos.
52
En la India, el colonialismo británico impulsó el crecimiento agrario durante
algunas décadas, pero ello no redujo las tasas de pobreza rural. Durante la segunda
mitad del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, los esfuerzos británicos por
convertir a la India en una colonia agroexportadora tuvieron un éxito razonable. La
expansión de las exportaciones agrarias hizo posible un crecimiento económico que, sin
alcanzar niveles acelerados, sí contrastó vivamente con el estancamiento secular que
arrastraba la India pre-británica. Sin embargo, los beneficios de este crecimiento se
distribuyeron de manera muy desigual. Las exportaciones eran el resultado de una
cadena de producción que incluía numerosos y heterogéneos eslabones con diferentes
grados de poder económico. El eslabón final de la cadena eran las elites empresariales
británicas encargadas de la exportación del producto, que explotaban su conocimiento
de los mercados internacionales y su acceso privilegiado a la burocracia británica que
gestionaba los asuntos públicos de la colonia. Las elites empresariales británicas
carecían, sin embargo, de la suficiente fuerza para asumir eslabones previos de la
cadena productiva: era una elite de empresarios indios la que conectaba a los
empresarios británicos con la economía rural. Los empresarios indios coordinaban el
resultado de las actividades agrarias desplegadas en las aldeas a través de sus relaciones
con el eslabón anterior de la cadena: las elites rurales que controlaban los mercados
locales entrelazados de tierra, capital y trabajo. (En realidad, la línea divisoria entre
estos dos grupos sociales podía ser muy tenue.) Finalmente, estas elites eran las que,
desde su posición privilegiada, movilizaban el trabajo campesino para producir
mercancías agrarias. Dado el poder de mercado con que operaban las elites rurales, los
campesinos tenían poca capacidad de retener para sí partes sustanciales del valor
añadido generado en el conjunto de la cadena productiva. Cada uno de los eslabones
posteriores de la cadena (las elites rurales, el empresario urbano coordinador, la elite
empresarial británica) estaba en mejor posición para absorber los beneficios derivados
de un crecimiento liderado por las exportaciones. En pocas palabras, el crecimiento
agroexportador apenas se filtraba hacia abajo.
Un problema adicional para el desarrollo rural indio era el hecho de que, más
allá de la agricultura exportadora, la mayor parte de la población continuaba empleada
en una agricultura doméstica de bajísima productividad. Las exportaciones coloniales
no podían generar efectos de difusión tecnológica (a diferencia de lo que ocurría en
Norteamérica u Oceanía, donde existía una mayor similitud entre los productos
exportados y los productos de la agricultura interna) y la mala distribución del
53
crecimiento impedía cambios en la estructura de la demanda que pudieran desencadenar
cambios paralelos en la asignación de recursos o la combinación de factores de la
agricultura interna. En estas condiciones, la atonía heredada del periodo pre-británico se
prolongó durante largo tiempo. La agricultura doméstica aún pudo experimentar durante
algunas décadas cierto crecimiento extensivo: un crecimiento basado en el aumento de
la tierra y la mano de obra más que en el aumento de los rendimientos de aquella o la
productividad de esta. Pero incluso este ciclo de crecimiento extensivo, que por
definición apenas podía elevar los niveles de vida, comenzó a agotarse a lo largo del
periodo de entreguerras, conforme una población cada vez más numerosa (al haberse
iniciado ya la transición demográfica) comenzaba a no encontrar tierra nueva de
suficiente calidad sobre la cual expandir los métodos de producción tradicionales. La
agricultura doméstica comenzó a entrar en rendimientos decrecientes, siendo incapaz de
mantener sus ya de por sí pobres resultados productivos.
De manera paralela, también la agricultura del otro gran país asiático, China,
atravesó una grave crisis. La agricultura china tradicional había sido una agricultura
muy intensiva en la que grandes dosis de trabajo campesino se afanaban por extraer el
mayor rendimiento posible de la tierra. A ello contribuían inversiones públicas
sustanciales (para la época) orientadas hacia la transformación de superficies de secano
en superficies de regadío. El resultado era una agricultura de baja productividad, que
permitía mantener considerables densidades demográficas en algunas regiones pero que
mostraba escasa capacidad para elevar los niveles de vida de los campesinos. A lo largo
del siglo XIX, no se produjo, sin embargo, un perfeccionamiento de las prácticas de
cultivo tradicionales, ni tampoco una modernización de dichas prácticas. Más adelante,
tras la caída del Imperio a comienzos del siglo XX, China se vio sumida en una
profunda inestabilidad política y social que entorpeció el progreso económico, y
especialmente el progreso agrario, a lo largo de la mayor parte del periodo de
entreguerras.
Los graves problemas de las agriculturas india y china a lo largo del siglo XIX y
la primera parte del siglo XX no sólo condenaron a la pobreza extrema a la mayor parte
de la población rural, sino que también condujeron a las manifestaciones más extremas
de inseguridad alimentaria: las hambrunas. Las hambrunas eran, en parte, consecuencia
de los desastres climatológicos que, de cuando en cuando, llevaban los niveles
productivos de la agricultura aún por debajo de lo que ya venía siendo habitual. Estas
agriculturas orgánicas de baja productividad y escaso dinamismo generaban niveles
54
productivos que situaban a la mayor parte de la población tan cerca de la mera
subsistencia física que cualquier caída sustancial por debajo de sus producciones
habituales desataba efectos trágicos. Las hambrunas eran, también, consecuencia de
problemas de organización social. La acción pública contra las hambrunas era débil en
la India británica, cuyos dirigentes tenían otros objetivos entre sus prioridades; de
hecho, es significativo que las hambrunas no generaran una respuesta política inmediata
y que, en algunas regiones, se persistiera en un modelo de agricultura especializada que
incentivaba la compra de granos básicos llegados de otros lugares (cuyos precios
crecían desproporcionadamente como consecuencia de las estrategias de los
intermediarios para maximizar su beneficio). China, por su parte, contaba con una
tradición de acción pública contra las hambrunas basada en el mantenimiento de una red
de almacenes cuyo grano podía amortiguar los efectos más dramáticos de una mala
cosecha en un determinado año. Sin embargo, el funcionamiento de esta red tendió a
debilitarse a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, abriendo la puerta a que los
desastres climatológicos causaran hambrunas cuyas víctimas se contaban por millones.
EL ÉXITO DEL SUDESTE ASIÁTICO
A lo largo de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los países
del sudeste asiático no sólo lograron (como es bien conocido) salir del atraso poniendo
en marcha un exitoso proceso de industrialización. También fueron capaces de lograr
seguridad alimentaria y reducir sus niveles de pobreza rural, fortaleciendo la cohesión
social en unas décadas de acelerado cambio económico y social. En este sentido,
también en el plano rural y alimentario (y no sólo en el industrial) superaron con creces
los resultados de unos países latinoamericanos que inicialmente partían de una posición
mejor. ¿Cómo explicar este éxito?
Una diferencia crucial con respecto a América Latina fue la implantación de
reformas agrarias que consolidaron una agricultura familiar a pequeña escala. Con
objeto de favorecer un acceso poco costoso de los campesinos más pobres al
arrendamiento, la legislación pasó a fijar precios máximos para el alquiler de tierra. El
Estado también procedió a repartir entre los campesinos tierras públicas hasta entonces
infrautilizadas. Y, finalmente, también hubo expropiaciones de grandes propiedades a
cambio de pequeñas indemnizaciones (inferiores al valor de mercado de las tierras).
55
Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, los pequeños agricultores se habían
consolidado como la base productiva y social del sector agrario, tal y como décadas
antes había ocurrido en Japón.
¿Por qué se formó en el sudeste asiático una agricultura de pequeños productores
mientras que, en América Latina, la era de las reformas agrarias apenas fue capaz de
modificar la gran desigualdad existente en la distribución de la propiedad de la tierra?
Se ha comentado, y es cierto, que las circunstancias políticas favorecieron la
consolidación de una agricultura familiar en el sudeste asiático. En el plano interno, se
trataba de regímenes autoritarios que encontraron en las reformas agrarias un
mecanismo de legitimación social ante poblaciones carentes de derechos democráticos.
Y, en el plano externo, Estados Unidos era abiertamente partidario de las reformas
agrarias por los mismos motivos que en América Latina: aumentar la cohesión social y,
por esa vía, mantener en la órbita capitalista al sudeste asiático (una zona estratégica
situada en la frontera con el mundo comunista, como de hecho reflejaba la propia guerra
de Corea). En el caso concreto de Corea del Sur, además, el hecho de que, como
resultado de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ocupara lo que hasta entonces
era una colonia japonesa y planificara sus primeros pasos tras la guerra, probablemente
contribuyó a un planteamiento más expeditivo de las reformas.
Con todo, también en América Latina había Estados deseosos de aumentar su
legitimidad social (y que incluso tenían algún motivo más para perseguir reformas
agrarias, como por ejemplo aumentar su grado de control sobre el territorio) y una
continua insistencia por parte de Estados Unidos al respecto de la necesidad de reformas
agrarias. En realidad, la gran diferencia entre el sudeste asiático y América Latina
estribaba en que, ya antes de las reformas, en aquella región existían unas estructuras
agrarias menos desiguales. Había elites terratenientes, pero sus posesiones eran menos
extensas que las de los latifundistas latinoamericanos, y su poder político tampoco era
comparable. Además, la figura del jornalero carente de tierras era poco habitual, dado
que la mayor parte de familias campesinas podía acceder a la explotación de tierra, ya
fuera en propiedad o (más frecuentemente) en arrendamiento. El precio alcanzado por
esos alquileres de tierra era un elemento distributivo de primer orden y, como tal, sus
movimientos generaron importantes conflictos sociales (y de ahí que una de las
primeras medidas de reforma agraria tras la guerra consistiera en establecer un techo a
los alquileres rústicos), pero el nivel de desigualdad era claramente inferior al de las
muy polarizadas sociedades rurales latinoamericanas. Por ello, las reformas agrarias
56
posteriores a 1945 estaban planteadas a favor de la corriente: no necesitaban provocar
una transformación radical de las estructuras agrarias, sino simplemente una mejora de
las condiciones (ya de partida no muy desfavorables) en que los campesinos accedían a
la tierra. La expropiación de latifundios a cambio de indemnizaciones inferiores al valor
de mercado de la tierra también era una medida menos inviable desde el punto de vista
político porque el peso de la elite terrateniente era mucho menor que en América Latina
y, además, el Estado disponía, por su carácter autoritario, de un mayor grado de
autonomía con respecto a los grupos sociales. En pocas palabras, la historia jugaba a
favor del sudeste asiático: la tradición de una agricultura intensiva en mano de obra que
buscaba extraer el mayor rendimiento posible de la tierra, propia de tantas otras
sociedades asiáticas (y tan ajena a la realidad latinoamericana de bajas densidades de
población y tierra abundante), favoreció la consolidación de una agricultura familiar.
Pero no fue sólo la reforma de las estructuras agrarias: también fueron medidas
de política agraria encaminadas a dotar de viabilidad económica al modelo de
agricultura familiar recién consolidado. El Estado financió la modernización tecnológica
de las explotaciones agrarias; modernización que, como en el caso japonés, se basaría
en la adaptación de aquellas innovaciones que mayor relevancia pudieran tener para la
mejora de los resultados agrarios en el contexto específico del sudeste asiático (más que
en una adopción indiscriminada de innovaciones que pudieran haber funcionado en
contextos agrarios diferentes, incluso aunque estos fueran contextos progresivos y
ejemplares). Los campesinos desempeñaron un papel clave en este proceso de selección
y aclimatación de innovaciones: en el fondo, la agricultura intensiva en mano de obra
era una realidad desde largo tiempo atrás y, por tanto, existía ya una bien establecida
cultura de búsqueda de pequeñas innovaciones biológicas. (En América Latina, en
cambio, la menor tradición de agricultura a pequeña escala también condicionó la
muchas veces errática trayectoria de las explotaciones campesinas resultantes de las
reformas agrarias.)
El Estado también buscó potenciar la inserción comercial de las explotaciones
familiares a través de la construcción de un importante volumen de infraestructuras
rurales. Estas servían para mejorar la conexión entre los campesinos y una población
urbana que, a resultas del exitoso proceso de industrialización, estaba aumentando en
número y en poder económico, generando así estímulos y oportunidades para la
especialización y el crecimiento agrarios.
57
La creación de condiciones favorables para el desarrollo de la agricultura a
pequeña escala se completó con el proteccionismo agrario. El proteccionismo condujo a
una reducción de las importaciones alimentarias, de tal modo que, como en la mayor
parte de países actualmente desarrollados, la consecución de la seguridad alimentaria
fue estrechamente ligada al crecimiento de la producción agraria nacional. En términos
económicos, el proteccionismo suponía una transferencia de rentas del conjunto de la
sociedad hacia los agricultores. No era una transferencia directa (subsidios), pero
aumentaba la renta de los agricultores a través de los inflados precios a los que (a
resultas de los obstáculos establecidos a la entrada de productos extranjeros) estos
podían vender sus productos.
El resultado de todo ello fue la consolidación de una agricultura familiar
dinámica, dotada de una apreciable capacidad de crecimiento y capaz de abastecer
holgadamente a unas poblaciones urbanas cada vez más numerosas. Esto contribuyó a
mejorar la cohesión social de los países y a evitar los problemas de dualismo que por
entonces vivían tantas economías pobres que, obsesionadas por acelerar su
industrialización, descuidaban la mejora de las condiciones de vida rurales. Un último
elemento que contribuyó a apuntalar este éxito fue, especialmente en Taiwán, el
crecimiento del empleo rural no agrario. Una parte de la industrialización por
sustitución de importaciones, y la posterior industrialización orientada a la exportación,
se localizó en zonas rurales, donde los costes laborales eran aún más bajos que en las
ciudades. Como ya había sido el caso en Europa (o comenzaría a serlo más adelante en
América Latina), estas nuevas oportunidades de empleo en el espacio rural permitieron
a las familias acceder a mayores ingresos, ya fuera compatibilizando el trabajo en un
taller industrial con la labor en la explotación agraria familiar, ya fuera especializándose
exclusivamente en el empleo manufacturero. Los salarios industriales cobrados por
estas poblaciones rurales eran bajísimos para el estándar de los países que
posteriormente compraban los productos (Estados Unidos, la Unión Europea), pero,
antes de realizar un juicio de valor sobre ello, no convendría perder de vista que los
ingresos obtenidos en las actividades agrarias dejadas atrás eran aún menores.
58
LOS PROBLEMAS DE CHINA E INDIA, 1947/9-1980
Las historias china e india entraron en un punto de inflexión decisivo poco
después de la Segunda Guerra Mundial: cuando en 1949 triunfó en China la revolución
comunista liderada por Mao Zedong y cuando en 1947 se formaron dos Estados
independientes (India y Pakistán) en el territorio de la antigua India británica. ¿Qué
supusieron estos puntos de inflexión para el desarrollo rural y la seguridad alimentaria?
El comunismo trajo grandes cambios a la China rural y, del mismo modo que el
Japón Meiji había adoptado selectivamente las tecnologías y formas de organización
occidentales que mejor se adaptaban a sus circunstancias, también la China de Mao
adoptaría selectivamente algunos de los elementos de la estrategia agraria soviética.
Comunismo, sí: abolición de la propiedad privada de la tierra y formación de unidades
colectivas de gestión de la misma. Copia mimética del comunismo de Stalin, no: Stalin
había apostado en su momento (a finales de la década de 1920) por una estrategia de
crecimiento acelerado que incluía una masiva transferencia de recursos desde la
agricultura hacia la industria, a través de la fijación de precios artificialmente bajos para
la venta de productos agrarios a un Estado con poder de monopolio por parte de las
granjas estatales y cooperativas que forzosamente realizaban la práctica totalidad de la
producción agraria. Mao rechazó el fuerte sesgo anti-agrario contenido en la
planificación económica de Stalin y buscó crear un comunismo agrario mejor adaptado
al contexto chino a través de la formación de comunas que, además de gestionar los más
diversos aspectos de la vida rural, desarrollaran lo que hoy llamaríamos una estrategia
de desarrollo multisectorial. En el marco de esta, las familias campesinas serían
pluriactivas y, además de trabajar en las explotaciones agrarias con objeto de producir la
comida necesaria para la comunidad, también trabajarían a tiempo parcial en pequeñas
plantas industriales localizadas en el propio medio rural.
Sobre el papel, una estrategia más integrada, más equilibrada, de desarrollo que
la elegida por Stalin: frente al modelo de industrialización urbana acelerada y extracción
de recursos de la agricultura, un modelo de fomento de la comunidad rural y
desconcentración industrial. En la realidad, sin embargo, la China de Mao logró
resultados sustancialmente peores que la Unión Soviética de Stalin, no sólo en cuanto a
desarrollo económico en general, sino también en cuanto a reducción de la pobreza rural
y consecución de seguridad alimentaria. La estrategia de desarrollo rural multisectorial
tropezó con problemas de eficiencia y problemas de incentivos. Muchos de los
59
establecimientos industriales rurales eran de dimensiones excesivamente pequeñas para
aprovechar adecuadamente la maquinaria necesaria (caso, por ejemplo, de la
siderurgia), con lo que la asignación de recursos de la economía rural era poco eficiente:
muchas economías rurales habrían estado mejor si hubieran dedicado esos esfuerzos
industriales al trabajo en sectores en los que las economías de escala no fueran
importantes o, directamente, a la mejora de la productividad agraria. En la propia
agricultura, además, el marco institucional comunista restaba incentivos al
comportamiento emprendedor y a la laboriosidad. Las comunidades debían cumplir una
cuota productiva, pero apenas se beneficiarían del hipotético hecho de superarla. Y,
dentro de las propias comunidades, se revelaron problemas muy graves de movilización
de la mano de obra: la laboriosidad de los campesinos chinos tradicionales,
acostumbrados a que sus niveles de consumo dependieran estrechamente de su
desempeño como agricultores familiares, se vio ahora desincentivada por un sistema
igualitarista de distribución de la renta (y de la comida) que no tenía suficientemente en
cuenta las diferencias de esfuerzo laboral entre unos y otros campesinos.
El resultado fue no sólo la perpetuación de la pobreza rural, sino también,
cuando estos problemas estructurales se combinaron con problemas climatológicos de
carácter coyuntural, gravísimos episodios de hambrunas como consecuencia de la caída
de la producción agraria de las comunidades. Durante la etapa del Gran Salto Adelante
(a finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960), se vivió la que podría ser la
más devastadora hambruna de la historia, con quizá más de 30 millones de muertos.
Tampoco en la India condujeron los trascendentales cambios políticos a una gran
corrección de los problemas rurales. La nueva India independiente apostó por una
industrialización conducida por el Estado, el cual no dudó en utilizar al sector agrario
como sumidero del que extraer recursos con los que acelerar el ritmo de la
industrialización. (En realidad, en este punto algunos de los ministros de la nueva India
eran más estalinistas, en el sentido de promover un crecimiento desequilibrado, que el
comunista Mao.) Como ocurrió paralelamente en América Latina durante este mismo
periodo, se forjó un indudable sesgo anti-agrario y anti-rural.
Es cierto que, durante este periodo, la agricultura india comenzó a beneficiarse
de la introducción de las tecnologías de la llamada “revolución verde”. Junto a México,
la India fue el gran escenario de este proyecto liderado por Estados Unidos para
impulsar el crecimiento agrario en el (por entonces llamado) Tercer Mundo a través del
fomento de investigaciones agronómicas que elevaran los resultados de la agricultura
60
tradicional. Y, en efecto, la introducción de semillas de alto rendimiento en diversas
regiones de la India condujo a un punto de inflexión en la evolución de los rendimientos
de la tierra: tras la crisis del periodo de entreguerras, estos volvieron a crecer.
Este crecimiento agrario creaba algo de margen para la mitigación de la pobreza
rural, pero, al no ir acompañado de cambios paralelos en la organización interna de la
sociedad rural, tuvo resultados modestos. El periodo colonial había legado una
estructura agraria muy desigual, en la que una reducida elite de terratenientes
concentraba la mayor parte de la tierra, un importante grupo de agricultores familiares
trabajaba explotaciones pequeñas (en arrendamiento o en propiedad) y un no menos
importante grupo de poblaciones rurales eran jornaleros sin acceso a la tierra. Esta
estructura no fue atacada por los nuevos gobiernos independientes: no se produjo una
reforma agraria generalizada, a nivel del conjunto del país, como las de los países del
sudeste asiático o (con todas sus limitaciones) América Latina. Las elites terratenientes
eran importantes dentro del movimiento nacionalista indio. El Partido del Congreso, la
fuerza política que lideró la transición india hacia la independencia y ha gobernado
durante la mayor parte de años desde entonces, era un conglomerado de intereses
variopintos (y muchas veces contrapuestos), y entre ellos se contaban los de las elites
terratenientes, que lograron impedir cambios sustanciales en la organización de la
sociedad rural (por ejemplo, algún plan del gobierno para establecer tamaños máximos
de explotación). A ello también contribuyó la propia estructura territorial de la India
independiente: al tratarse de un Estado descentralizado cuyos gobiernos regionales
tenían competencias en materias agrarias, era muy sencillo para las elites terratenientes
de cada región acceder a los representantes políticos y transmitirles sus intereses.
Dada la ausencia de reforma agraria, el crecimiento agrario, como ya había
ocurrido durante la época del colonialismo agroexportador, se distribuyó con gran
desigualdad entre grupos sociales. De hecho, hay algunos indicios de que la
desigualdad, muy sensible a los efectos económicos del cambio demográfico, tendió a
aumentar dentro de las comunidades rurales. Durante estas décadas, la población india
creció con mayor rapidez que nunca antes (o nunca después) en la historia: la transición
demográfica ya iniciada durante el periodo de entreguerras se volvía explosiva, con la
tasa de mortalidad cayendo mucho más que la tasa de natalidad y, por tanto,
generándose un gran volumen de crecimiento poblacional. La consiguiente presión
demográfica aumentó la demanda de tierras por parte de campesinos deseosos de
arrendar pequeñas parcelas, lo cual permitió a los terratenientes elevar sustancialmente
61
el precio de los alquileres. Mientras tanto, esa misma presión demográfica volvió muy
abundante la mano de obra e impidió que los salarios agrícolas pudieran crecer a un
ritmo comparable. Por ello, la distancia entre las elites terratenientes, por un lado, y los
campesinos pequeños y jornaleros sin tierra, por el otro, se ensanchó a lo largo de este
periodo. Algunos estudios sugieren que incluso la intervención pública pudo, a través de
programas de desarrollo rural gestionados por las comunidades locales, exacerbar la
desigualdad rural, dado que con frecuencia las elites locales desempeñaron un papel de
liderazgo en la definición de las prioridades de dichos programas y se contaron entre los
principales beneficiarios de los mismos.
Con todo, hubo una diferencia sustancial entre la frustrante experiencia india tras
1947 y la frustrante experiencia china tras 1949: las hambrunas, una constante de la vida
india incluso en los años inmediatamente anteriores a la independencia, desaparecieron
después de 1947. Los especialistas señalan que esto no es casualidad y apuntan al
importante papel de la democracia en la consecución de seguridad alimentaria. En
efecto, la agricultura india progresó de manera modesta durante este periodo y los
beneficios de dicho progreso se distribuyeron desigualmente, con lo que las condiciones
habrían sido en principio propicias para que algún contratiempo climatológico
provocara hambrunas. Sin embargo, el carácter democrático del sistema político indio
forzaba a los sucesivos gobiernos a actuar enérgicamente para impedir estas hambrunas
a través de, llegado el caso, medidas directas de distribución de alimentos. El caso de la
India posterior a 1947 ha servido así para que los estudiosos del tema aprecien cómo las
principales hambrunas en la historia de la humanidad han tenido lugar bajo sistemas
políticos no democráticos, desde la Europa del Antiguo Régimen hasta la China de
Mao. La independencia y la democracia no resolvieron los problemas económicos de la
India rural, pero al menos sí acabaron con las hambrunas con que los gobernantes
coloniales se habían acostumbrado a convivir.
EL TIEMPO PRESENTE
El sector agrario y las zonas rurales se vieron fuertemente influidos por el giro
registrado en la política económica de la China comunista a partir de 1978. En su caso,
el movimiento general hacia la liberalización de la actividad económica (movimiento
del que partió el ascenso de China como economía emergente en el tiempo presente) se
62
tradujo en dos medidas concretas: la flexibilización de las relaciones económicas entre
el Estado y los campesinos, y el fomento de las pequeñas explotaciones privadas.
El Estado no desmanteló sus principales mecanismos de control sobre el sector
agrario, pero sí hizo un uso más moderado de los mismos. Los campesinos continuaron
obligados a vender una parte de su producción al Estado, pero ahora este pasó a
recompensarlos con precios superiores, en lugar de penalizarlos con precios bajos que
suponían una transferencia implícita de recursos hacia los otros sectores de la economía.
Además, la propia magnitud de las cuotas productivas que los campesinos debían
vender al Estado a precios fijados por este disminuyó, de tal modo que los campesinos
dispusieron de mayores excedentes para su comercialización privada. Paralelamente, el
Estado, sin dejar de continuar siendo el único propietario de la tierra, sí comenzó a
reconocer la propiedad privada del resto de medios de producción utilizados por los
campesinos. Incluso comenzó a ofrecer la posibilidad a las familias campesinas de
firmar contratos individualizados en los que se establecían cuotas y precios que podían
diferir de los de otras explotaciones que estuvieran en circunstancias diferentes.
Todo ello iba en la dirección de aumentar el grado de eficiencia asignativa del
sector agrario, reduciendo la interferencia del Estado y aumentando el margen de
maniobra para las pequeñas explotaciones campesinas. Probablemente, este doble
proceso de liberalización y privatización fue el principal motor del importante
crecimiento agrario registrado por China a partir de finales de la década de 1970. Al
tratarse de un crecimiento apoyado sobre una estructura agraria dominada por la
pequeña explotación familiar, su contribución a la reducción de las tasas de pobreza
rural fue considerable.
El crecimiento agrario también fue, por otro lado, indispensable para la
consecución de mayores niveles de seguridad alimentaria dentro del país. De hecho, en
la China posterior a 1978 no se han producido hambrunas. ¿Supone esto una refutación
de la teoría según la cual es la democracia lo que evita hambrunas? En parte sí, porque
muestra cómo una dictadura fue perfectamente capaz de ir aumentando las capacidades
productivas de su sector agrario y, por esa vía, ir reduciendo el riesgo de inseguridad
alimentaria de la población. En parte, sin embargo, lo que el caso chino nos muestra es
que el factor democracia puede decantar la balanza de un lado o de otro (existencia o no
de hambrunas) en aquellos casos en los cuales las capacidades productivas del sector
agrario están aún poco desarrolladas.
63
El crecimiento agrario basado en explotaciones pequeñas no fue, con todo, el
único proceso que contribuyó a reducir la pobreza rural en China. Como había ocurrido
previamente en Europa, también la aparición de alternativas de empleo rural fuera de la
agricultura fue importante para impulsar el aumento de ingresos de la población rural. Si
bien con importantes diferencias entre regiones, en la China rural fueron proliferando
todo tipo de iniciativas manufactureras, desde cooperativas hasta empresas públicas,
pasando por empresas privadas. Estas energías manufactureras fueron despertadas por
un marco institucional que, con objeto de favorecer la cohesión social y territorial del
país en un momento de grandes transformaciones (y, por tanto, de grandes tensiones a
duras penas contenidas por el carácter autoritario del régimen político vigente), buscó
explícitamente el fomento del empleo rural no agrario a través de la concesión de
facilidades fiscales y crediticias para las empresas en cuestión, así como a través de la
garantía de un importante margen de autonomía empresarial.
De ningún modo puede, sin embargo, considerarse cerrado el capítulo de la
pobreza rural en China. El crecimiento agrario, la consolidación de un modelo de
agricultura campesina a pequeña escala y la expansión del empleo rural no agrario han
hecho mucho por mejorar las condiciones de vida de la población rural a lo largo del
tiempo presente, pero aún tienen un importante recorrido histórico por cubrir.
En la India del tiempo presente, por su parte, el cambio de rumbo de la política
económica ha tendido a integrar a las zonas rurales del país en el proceso de
globalización. Atendiendo a las señales de precios enviadas por los mercados globales,
las exportaciones agrarias han vuelto a crecer. Como ya ocurriera durante las décadas
previas a la Primera Guerra Mundial bajo dominio británico, el estímulo de la demanda
extranjera ha permitido un renacimiento del crecimiento agrario. Además, y a diferencia
de lo que ocurrió en la época colonial, también la agricultura doméstica ha
experimentado un progreso notable: la introducción de semillas de alto rendimiento,
combinada con la incorporación de inputs químicos y la transformación de superficies
de secano en superficies de regadío, ha permitido una elevación histórica de los
rendimientos de la tierra. Estas dos fuentes de crecimiento, la especialización
agroexportadora (el movimiento hacia una asignación más eficiente de los recursos) y la
revolución verde (la innovación tecnológica), han permitido a la agricultura india
obtener mejores resultados que en cualquier momento previo.
La capacidad de este crecimiento agrario para reducir la pobreza rural ha sido,
sin embargo, más moderada: el avance ha sido menos que proporcional en relación al
64
crecimiento agrario. La persistencia de elevados niveles de desigualdad dentro de la
sociedad rural india ha hecho que buena parte de los beneficios derivados de la
agroexportación continúen concentrados en unas pocas manos, filtrándose en escasa
medida hacia abajo en la escala social. La revolución verde, pese a su indudable efecto
positivo sobre los niveles productivos, ha podido contribuir a acentuar la desigualdad
agraria, al requerir de los agricultores unos importantes volúmenes de inversión para
incorporar las innovaciones tecnológicas. Los agricultores grandes y medianos han
podido así beneficiarse en mucha mayor medida que los agricultores pequeños de la
revolución verde. También, probablemente, se beneficiaron en mayor medida de unas
políticas agrarias que buscaron acelerar la modernización tecnológica a través del
establecimiento de precios garantizados relativamente altos (con objeto de dar seguridad
a las inversiones agrarias) y subsidios para la compra de inputs. Los agricultores
grandes, al operar exclusivamente en los mercados de productos, salieron más
beneficiados que los agricultores pequeños, siempre a caballo entre el mercado de
productos y el mercado laboral como fuente complementaria de ingresos estacionales.
Tan sólo el abandono de la actividad agraria por parte de los campesinos más
pequeños (incapaces de alcanzar el umbral de dimensión necesario para resultar
competitivos) y su consiguiente emigración hacia las ciudades, o el fortalecimiento
empresarial de agricultores medianos (que ahora han podido especializarse
exclusivamente en el mercado de productos, abandonando la categoría de campesinos
pluriactivos que operan simultáneamente en el mercado de productos y el mercado
laboral), han hecho que la revolución verde no haya tenido un efecto aún más acusado
sobre los niveles de desigualdad rural y, por tanto, no haya tenido resultados tan malos
en lo que se refiere a reducción de la pobreza rural.
Si la mayor parte de regiones de la India nos cuenta una historia de cómo el
crecimiento agrario, cuando sus beneficios se distribuyen desigualmente, no reduce la
pobreza rural de manera rápida, algunas otras regiones nos muestran los peligros
inversos. El estado de Kerala, en particular, muestra el peligro de lo que algunos han
llamado “justicia social estática”. Gobernada por la izquierda durante décadas, Kerala se
dotó de diversas medidas encaminadas a mejorar la situación de la población
campesina. Se aprobaron, por ejemplo, leyes de salarios mínimos que aseguraban una
retribución relativamente elevada a los jornaleros. También se aprobaron regulaciones
que impedían a los propietarios introducir de manera unilateral innovaciones
tecnológicas que ahorraran mano de obra y, por tanto, pudieran generar desempleo entre
65
la población jornalera. Finalmente, a diferencia de lo que ocurrió en la mayor parte de la
India, una reforma agraria redistributiva favoreció el acceso a la tierra de numerosos
campesinos. El resultado de estas medidas pro-trabajo fue, sin embargo, un intenso
conflicto entre los sindicatos obreros y los propietarios agrarios, entre los cuales se
encontraban muchos de los campesinos convertidos en propietarios por la reforma
agraria. Los nuevos propietarios se quejaban de que las nuevas regulaciones pro-trabajo
contraían dramáticamente la rentabilidad de sus explotaciones y, ante un marco
institucional que no era receptivo a sus demandas, terminaron optando en muchos casos
por reducir la superficie cultivada y concentrarse sólo en aquellas parcelas y cultivos
que pudieran ofrecer una rentabilidad muy elevada. El resultado fue una reducción de la
superficie cultivada de granos básicos para la seguridad alimentaria de la región, como
el arroz.
Si, en la mayor parte de la India, la falta de justicia social impedía que el
crecimiento generara mayores reducciones de la pobreza rural, en Kerala era la falta de
crecimiento la que impedía que la justicia social generara mayores reducciones de la
pobreza rural. De igual modo que no puede darse por sentado que el crecimiento agrario
se filtrará hacia abajo, tampoco debe suponerse que una organización social más
equitativa tendrá mejores resultados si no va acompañada de crecimiento.
Una última incógnita en el futuro de la India rural estriba en la evolución del
empleo no agrario. Como en otras partes del mundo pobre, el tiempo presente ha
presenciado una considerable expansión de las oportunidades de empleo rurales fuera de
la agricultura. La entrada al país de grandes cantidades de inversión directa extranjera
no se ha limitado a las ciudades, sino que también ha ido entrando en zonas rurales. La
expansión de la infraestructura para el desarrollo de nuevas tecnologías de la
información y las comunicaciones, en particular, ha contribuido a crear nuevas
alternativas laborales para la población rural. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre
en otros lugares, en el caso de la India persisten importantes bolsas de empleo rural no
agrario de baja productividad. Esto ya era así en la India anterior al tiempo presente,
cuando las elites rurales contrataban a un número desproporcionado de sirvientes
domésticos y personales como forma de demostrar su estatus, o cuando numerosas
zonas rurales contaban con un enjambre de pequeños artesanos que utilizaban técnicas
tremendamente rudimentarias (pero que, precisamente por ello, terminaron viéndose
investidos de una cierta sanción cultural positiva en la emergente tradición nacionalista
india). Este legado continúa aún vivo en la India rural y hace que sea más arriesgado
66
que en otras partes generalizar acerca de los efectos progresivos del empleo rural no
agrario: aún más que en otros lugares, estos efectos dependerán mucho de la actividad
concreta de que se trate, de sus niveles de productividad y, por tanto, de los niveles de
ingreso que pueda ofrecer a las poblaciones rurales implicadas en la misma.
BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA BUSTELO, P. (1990): Economía política de los nuevos países industriales asiáticos. Madrid, Siglo XXI. FRANCKS, P. (2006): Rural economic development in Japan: from the nineteenth century to the Pacific
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University Press.
67
Capítulo 4
ÁFRICA
África, y en particular el África subsahariana, es la región menos desarrollada
del mundo, y también la que mayores problemas tiene en materia de pobreza rural e
inseguridad alimentaria. Los agricultores africanos son considerablemente menos
productivos que los asiáticos o los latinoamericanos, y los rendimientos de la tierra
también son inferiores. Además, como el grado de diversificación de la economía rural
es bajo, la mayor parte de la población depende de esta mediocre agricultura para su
sustento. En consecuencia, casi dos tercios de la población subsahariana se encuentra
por debajo de la línea de pobreza extrema fijada en 1,25 dólares por día. En realidad,
apenas un 10-15 por ciento escapa a la línea de pobreza de 2 dólares por día (frente a un
40 por ciento en Asia y un 80 por ciento en América Latina). Los indicadores
alimentarios, por su parte, nos muestran a una población con ingestas calóricas medias
sólo ligeramente superiores a las necesidades biológicas, con lo que, dada la existencia
de desigualdades entre clases sociales, en torno a una cuarta parte de la población
africana está malnutrida. Se trata, además, de una dieta monótona, en la que los
cereales, tubérculos y legumbres aportan más del 60 por ciento de la energía (frente a
sólo el 30 por ciento en el mundo rico) y los productos de origen animal tienen muy
escasa presencia. En parte por los problemas de la agricultura doméstica, en parte por
las estrategias comerciales de los países desarrollados, África ha terminado además
mostrando una dependencia acusada de las importaciones de granos básicos, lo cual, en
situaciones como el alza global de precios de 2007-08, ha revelado la gran
vulnerabilidad de este continente en el plano alimentario.
Las siguientes páginas ofrecen un esquema de cómo ha llegado África a este
punto. Ya antes del tiempo presente fueron fraguándose los problemas agroalimentarios
comentados más arriba, y a ello se dedican los dos primeros apartados: el primero, al
periodo colonial (entre finales del siglo XIX y aproximadamente 1960); y el segundo, a
las primeras décadas tras el acceso de los países a la independencia política. Finalmente,
68
el tercer apartado analiza los problemas del tiempo presente, durante el cual el progreso
agroalimentario de África ha sido mucho más modesto que el de las otras regiones del
mundo pobre, registrándose una escasa corrección de los problemas heredados del
pasado.
POBREZA RURAL E INSEGURIDAD ALIMENTARIA EN EL ÁFRICA
COLONIAL
No puede decirse que, en general, los europeos colonizaran sociedades con
economías florecientes, pero ello es especialmente cierto en aquellos casos en que la
colonización se produjo de manera tardía. Aunque las posiciones europeas en puertos
africanos, fundamentales como escala para el desarrollo de viajes hacia Asia, eran tan
antiguas como el propio colonialismo europeo, la penetración territorial dentro de
África fue mucho más tardía y, en realidad, formó parte ya de la carrera imperialista
desarrollada por las principales potencias europeas en las décadas previas a la Primera
Guerra Mundial. En parte por la ausencia de atractivos económicos claros, la mayor
parte de sociedades africanas se mantuvo al margen de control europeo directo hasta
finales del siglo XIX.
La agricultura, principal sector de la economía precolonial, ilustra bien lo
anterior. La agricultura africana tenía tres rasgos característicos: utilización de
tecnología rudimentaria, predominio de sistemas agropecuarios extensivos y amplia
difusión de derechos de propiedad comunitarios. Se trataba de una actividad marcada
por un bajísimo nivel tecnológico, que condicionaba los niveles de productividad
alcanzables por los agricultores. Además, como las densidades de población eran bajas,
predominaban sistemas agropastorales de carácter extensivo, es decir, que requerían
grandes cantidades de tierra para generar producciones modestas. Pasar a sistemas más
intensivos, como los europeos o asiático-orientales, era tremendamente costoso dada la
escasez relativa de mano de obra y, por tanto, en la mayor parte de casos persistían
sistemas extensivos que no requerían la aplicación de grandes dosis de trabajo. A su
vez, estos sistemas extensivos se apoyaban sobre una estructura de derechos de
propiedad en la que la comunidad tenía un gran peso. Como en otras sociedades
premodernas (incluida la Europa del antiguo régimen), sobre la tierra pesaba un
complejo conjunto de capas de derechos superpuestos, de tal modo que el propietario de
69
la tierra no podía disponer plenamente de la misma, debiendo respetar las regulaciones
que reconocían diversos derechos de uso por parte de otras personas. En el caso
africano, muchas superficies ni siquiera tenían un propietario individual, sino que eran
poseídas y gestionadas por las tribus y comunidades locales. Quizá con densidades de
población mayores, o con mayores incentivos mercantiles a la intensificación de las
prácticas agrarias, se habría desarrollado una mayor presión contra esta forma de
organización de la actividad agraria. Se trataba, sin embargo, de una forma bien
adaptada a la agricultura extensiva de baja productividad predominante en la mayor
parte del continente.
Consecuencias directas de este modelo agrario eran la pobreza rural y la
inseguridad alimentaria. Con productividades agrarias muy bajas y escaso crecimiento,
la inmensa mayoría de la población rural se veía abocada a muy bajos ingresos o, en los
casos en que la economía no se encontraba muy mercantilizada, a muy bajos niveles de
consumo. Y, todavía en mayor medida que en otras sociedades premodernas, la
población se encontraba expuesta a un gran riesgo de no poder disponer de manera
regular de una alimentación suficiente y equilibrada.
El colonialismo europeo no solucionó ninguno de estos dos problemas. Entre los
siglos XV y XIX, cuando la presencia europea en África se limitaba a unas pocas
ciudades portuarias, el colonialismo sirvió para intensificar el comercio de esclavos, una
lucrativa actividad económica que tenía tras de sí una larga historia en el continente.
Junto al riesgo de pobreza e inseguridad alimentaria, se intensificó el riesgo de perder la
autonomía personal y quedar reducido a la condición de esclavo. Pero, más allá de los
perversos efectos sociales generados por el tráfico de esclavos dentro de las propias
sociedades africanas, el colonialismo no reorganizaba aún la economía local. (Incluso
los propios traficantes europeos se abastecían de esclavos de manera indirecta, a través
de intermediarios africanos, con mayor frecuencia que de manera directa.)
La reorganización económica llegó en las décadas previas a la Primera Guerra
Mundial, cuando las potencias europeas pasaron a desarrollar un control directo sobre la
práctica totalidad del territorio africano y, sobre la base del mismo, comenzaron a crear
economías agroexportadoras. La lógica del colonialismo europeo en África no fue muy
diferente a, por ejemplo, la lógica del colonialismo británico en la India: realizar las
reformas institucionales e inversiones financieras necesarias para movilizar la tierra y la
mano de obra locales en sentido de aumentar la producción de alimentos y materias
primas con objeto de posteriormente exportar dicha producción a través de empresas
70
europeas que absorbían la mayor parte de los beneficios. Junto a este islote de
dinamismo, junto a la agricultura de exportación y los comerciantes de exportación,
convivía una porción mucho mayor de la economía: la agricultura doméstica, cuyos
niveles de productividad eran mucho más bajos y que apenas despertó el interés de las
metrópolis europeas.
Sobre estas bases, el colonialismo no podía conducir a una corrección
generalizada de los problemas de pobreza rural e inseguridad alimentaria. El
crecimiento de las exportaciones agrarias no fue especialmente rápido porque la
adaptación de las estructuras sociales al nuevo modelo productivo se demostró
compleja. Además, tras la Primera Guerra Mundial el entorno económico internacional
se volvió mucho menos propicio para ello, desatándose fuertes caídas de precios en
algunos de los productos de exportación porque la incorporación de cada vez más países
y colonias al modelo agroexportador estaba causando excesos de oferta (crisis de
sobreproducción). Mientras tanto, la agricultura doméstica continuaba en no poca
medida presa de la negativa inercia del pasado (baja productividad, extensividad) y, al
igual que en otras economías agroexportadoras, no podía beneficiarse en gran medida
de posibles procesos de difusión tecnológica emanados desde una agricultura
exportadora cuyas mercancías eran esencialmente diferentes. Por todo ello, la mayor
parte de la población rural continuó siendo muy pobre y la oferta alimentaria era muy
escasa, causando un problema estructural de malnutrición.
EL ÁFRICA INDEPENDIENTE DESCUIDA LA AGRICULTURA (1960-1980)
El acceso a la independencia significó un viraje sustancial en la política
económica de las antiguas colonias. Como en otras partes del mundo pobre en ese
momento, la industrialización se convirtió en la prioridad central de los nuevos Estados
africanos y, para atenderla, se optó por la puesta en marcha de una amplia batería de
políticas activas. Inversión pública, distorsiones favorables a los sectores estratégicos
(vía controles de precios, subvenciones, asimetrías fiscales y cambiarias) y una nueva
política comercial de orientación proteccionista se combinaron en diferentes
proporciones según los países para intentar romper con la inercia colonial y superar el
atraso.
71
El periodo se saldó, sin embargo, con un rotundo fracaso, no sólo industrial (a
resultas de la gran ineficiencia del nuevo modelo) sino también agroalimentario. Las
nuevas políticas económicas implicaban, como en otras partes del mundo pobre, un
sesgo anti-agrario. Las regulaciones fijaban precios agrarios inferiores a los que habrían
prevalecido en un mercado libre, imponiendo así una transferencia implícita de recursos
hacia la industria. El sistema fiscal presionaba con mayor dureza sobre el sector agrario
que sobre el estratégico sector industrial, y el gasto público de los Estados tendía a
concentrarse en la industria y las ciudades en detrimento de la agricultura y el medio
rural. Otras políticas públicas implicaban también un sesgo anti-rural. Las regulaciones
que mejoraban las condiciones laborales, por ejemplo, eran asimétricas y beneficiaban
en mayor medida a los trabajadores urbanos. O, también, la provisión pública de
educación, sanidad e infraestructuras estaba concentrada en las ciudades, mientras que
la vida en las aldeas y zonas rurales estaba expuesta a una fuerte penalización. En estas
condiciones, la mayor parte de la población rural, dependiente de una agricultura
doméstica ya de por sí de baja productividad y ahora (además) maltratada por la política
económica, continuó sumida en la pobreza.
Los problemas agrarios de África entre 1960 y 1980 también condujeron a un
agravamiento de la inseguridad alimentaria. Por entonces, la población africana pasó a
crecer con gran fuerza como consecuencia de la rápida caída de la mortalidad que siguió
a la cada vez mayor difusión de tecnologías sanitarias sencillas como los antibióticos y
las vacunas. Y, en el otro lado de la balanza, la producción agraria creció de manera
débil por los motivos que hemos visto anteriormente. En consecuencia, la producción
doméstica de alimentos tendió a ir disminuyendo en términos per cápita a lo largo de
estas dos décadas. Lo que hasta entonces había sido un problema latente que no
terminaba de corregirse se convirtió abiertamente en una crisis alimentaria que
empeoraba por momentos y recordaba los peores augurios vaticinados largo tiempo
atrás por el economista clásico Robert Malthus.
Una solución parcial al problema terminó siendo el recurso a las importaciones
de alimentos. Las políticas agrarias de Estados Unidos y (sobre todo) la Comunidad
Económica Europea estaban generando grandes excedentes productivos que planteaban
un problema cada vez mayor a los gestores públicos. Se convirtió entonces en práctica
habitual que estos excedentes terminaran siendo vertidos a los muy necesitados
mercados africanos. Tal era el problema financiero que los excedentes planteaban a la
C.E.E. que esta pasó a conceder subvenciones a todas aquellas empresas capaces de
72
exportarlos y, de ese modo, acabar con el problema. La C.E.E. comenzó así a efectuar
dumping sobre los mercados agrarios africanos, al colocar sus productos a precios
inferiores al coste de producción y planteando, por tanto, una competencia desleal a los
ya de por sí débiles agricultores domésticos africanos. Otra forma de verlo era, sin
embargo, argumentar que estas exportaciones abarataban la comida para unas
poblaciones africanas cuyo estado nutritivo estaba deteriorándose: de hecho, implicaban
un subsidio encubierto desde los contribuyentes europeos hacia los consumidores
africanos. Como caso extremo de ello, los excedentes productivos del mundo rico
también fueron en ocasiones donados en el marco de campañas humanitarias
encaminadas a mitigar las situaciones más trágicas de inseguridad alimentaria.
Esta dinámica tenía, sin embargo, sus riesgos para África, ya que, aunque
abarataba el acceso de la población a la comida, debilitaba los sistemas productivos
locales. Aunque contribuía a la seguridad alimentaria en el corto plazo, debilitaba la
soberanía alimentaria (la capacidad de los países para producir sus propios alimentos) y
aumentaba la vulnerabilidad en el medio y largo plazo. Ahora bien, para los gobiernos
africanos era un balón de oxígeno que podía dar continuidad a las políticas
industrialistas. Además, en los países que disponían de amplias reservas petrolíferas, la
brusca subida de precios del crudo que tuvo lugar a partir de 1973 (en el marco de un
aumento de la tensión geopolítica entre el mundo árabe, por un lado, y Estados Unidos e
Israel, por el otro) se convirtió en un inesperado aliado para la financiación de estas
importaciones de alimentos. A la altura de 1980, casi el 30 por ciento de los cereales
consumidos por los africanos se importaba del exterior (frente a una media en el entorno
del 15 por ciento en el resto del mundo). Y ni siquiera ello podía evitar que África fuera
ya la región con mayores problemas de malnutrición del mundo.
EL TIEMPO PRESENTE
A lo largo del tiempo presente sólo se han corregido de manera lenta e
incompleta los problemas estructurales de la agricultura africana. El nivel tecnológico
con el que operan la mayor parte de agricultores continúa siendo muy bajo, dado que la
adquisición de inputs modernos continúa siendo demasiado costosa. Ello se debe a la
pobreza de los agricultores, pero también al hecho de que pocos Estados disponen de un
programa sistemático de subvenciones a las compras de inputs o de desarrollo endógeno
73
de cambio tecnológico (como sí ocurrió en su momento en los países hoy
desarrollados).
Un problema adicional es la pobre dotación de bienes públicos que, como las
infraestructuras de transporte, influyen grandemente sobre la productividad de los
agricultores. A falta de una modernización tecnológica más decidida, los agricultores
africanos aún podrían aumentar su productividad si pudieran alcanzar mayores grados
de especialización en una gama reducida de productos y colocar dichas producciones en
los mercados urbanos donde se concentra buena parte de la demanda de los países. A
falta de crecimiento schumpeteriano, crecimiento smithiano: básicamente la vía de
progreso agrario vigente en Europa antes de finales del siglo XIX. Sin embargo, en
numerosos lugares faltan las infraestructuras viarias que permitan hacer rentable esta
estrategia de especialización. La débil provisión de infraestructuras se debe en parte a la
tradicional penalización rural, pero en parte también a la débil capacidad de gasto de
que disponen los Estados, y más después de que los elevados niveles de endeudamiento
público acumulados durante el periodo previo forzaran a los gobiernos a alinear sus
gastos con los pobres ingresos que sus poco desarrollados sistemas fiscales podían
ofrecer. Tan importante como el bajo nivel de inversión en la construcción de nuevas
infraestructuras es el bajo nivel de inversión en la reparación y el mantenimiento de las
ya existentes. Hasta fechas recientes, la programación de la ayuda oficial al desarrollo
que los países ricos enviaban a África reforzó este sesgo, al financiar la construcción de
infraestructuras de cuyo posterior mantenimiento nadie parecía ser responsable.
Junto a estos problemas agrarios, tampoco se ha producido en la economía rural
un proceso de diversificación sectorial que abriera nuevas vías para que la población
campesina abandonara la pobreza. Así como en América Latina y China el tiempo
presente ha presenciado una importante expansión de empleos rurales no agrarios con
niveles salariales relativamente altos (al menos en relación a los ingresos habituales de
los agricultores), en la mayor parte de África las economías rurales han continuado
dependiendo de manera muy acusada de los vaivenes de una actividad agraria de baja
productividad y escaso dinamismo. Las tasas de pobreza rural se mantienen, de este
modo, más elevadas que en cualquier otra parte del mundo.
Los avances en materia de seguridad alimentaria también han sido lentos. La
producción agraria por persona ha vuelto a crecer, pero lo hace de manera lenta: hoy es
apenas ligeramente superior a la de hace medio siglo. Dadas estas limitaciones de la
oferta doméstica, las importaciones de alimentos básicos continúan siendo
74
fundamentales para muchos países. Esto refleja un aprovechamiento eficiente de las
oportunidades ofrecidas por las redes globales de comercialización de alimentos, pero
también encierra una vulnerabilidad que el alza de precios de 2007-09 pondría al
descubierto.
Una combinación de factores conspiró para provocar este alza desmesurado de
los precios mundiales de los alimentos. El rápido crecimiento económico que
experimentaban las llamadas “economías emergentes” (en especial, China e India)
expandió la demanda de alimentos y, en la medida en que la oferta no siempre pudo
reajustarse de manera automática, el resultado fue una tensión al alza de los precios.
Además, el hecho de que los precios del petróleo estuvieran subiendo y, en general, el
interés geopolítico de los principales países occidentales (sobre todo, Estados Unidos)
en reducir su dependencia del petróleo como fuente de energía hicieron que proliferaran
los intentos de producir biocombustibles. Los cultivos destinados a biocombustible
pasaron entonces a competir con los cultivos tradicionales destinados a la alimentación
humana por el uso de las mejores tierras. Esta tensión entre usos alternativos del suelo
se transmitió, en clave alcista, a los precios de los alimentos. Y, finalmente, junto a
estos fenómenos de economía real, resultó decisiva la especulación financiera en torno a
los principales alimentos. Cuando los inversores percibieron que una doble tensión
(economías emergentes y biocombustible) presionaba al alza el precio de los alimentos,
encontraron incentivos para acaparar alimentos, ya fuera de manera física en el tiempo
presente o, con mayor incidencia, a través de operaciones financieras vinculadas al
futuro. Estas operaciones especulativas exacerbaron el movimiento al alza de los
precios, llevándolo mucho más allá de lo que se habría derivado del funcionamiento de
la economía real.
El alza de los precios de los alimentos resultó devastador para numerosas
poblaciones africanas, en especial porque, a resultas de los problemas de su agricultura
doméstica, muchos países habían terminado dependiendo de las importaciones. Muchos
de estos países, además, habían optado años atrás, en el marco del consenso de
Washington y los graves problemas de endeudamiento público, por desmontar las redes
públicas de almacenamiento de alimentos que contribuían a amortiguar la incidencia de
las fluctuaciones climatológicas o económicas. El estado nutritivo de la población se
deterioró porque los ingresos de las familias pasaron a poder comprar una menor
cantidad de comida. Esto, a su vez, desató una cadena de reacciones cortoplacistas con
objeto de paliar las penurias; por ejemplo, retirar a los niños de la escuela para
75
insertarlos en el mercado laboral y aumentar los ingresos de las familias, o vender una
parte del patrimonio familiar con objeto de financiar las cada vez más onerosas compras
de comida. Reacciones cortoplacistas que, además de reflejar la ausencia de alternativas,
podrían incidir sobre la propia capacidad de esas mismas familias para aumentar su
productividad y sus ingresos en el medio y largo plazo.
Y, si la subida de precios era una mala noticia para las poblaciones dependientes
de las importaciones, tampoco se convirtió (como podría haber sido el caso) en una
buena noticia para los pequeños productores de alimentos. Estos apenas pudieron
beneficiarse de los altos precios por tres motivos: primero, porque se veían perjudicados
por las ya comentadas dificultades de acceso a los mercados urbanos, resultando difícil
para ellos por tanto erigirse en sustitutos de la encarecida comida importada; segundo,
porque los agricultores más pequeños desarrollaban estrategias de minimización del
riesgo y tenían buenos motivos para no alterar bruscamente su estrategia productiva en
función de una coyuntura de raíz especulativa que en breve podía desaparecer; y, tercero
y último, porque paralelamente al alza de precios se intensificó el fenómeno del
acaparamiento de tierras, a través del cual grandes empresas agroalimentarias pasaron a
controlar grandes superficies africanas desde las cuales intentar beneficiarse de los altos
precios.
El acaparamiento de tierras fue realizado en parte por empresas multinacionales
occidentales, pero también, y en algunos países de manera aún más contundente, por
empresas chinas cuya estrategia se encontraba inserta dentro de una estrategia
geopolítica más amplia por parte del gobierno chino para aumentar su influencia en el
África subsahariana. Para algunos especialistas, el acaparamiento supone una especie de
nuevo colonialismo, diferente del antiguo en su forma pero similar en cuanto a la forja
de un modelo de crecimiento agrario cuyos beneficios se concentran
desproporcionadamente en manos de una elite empresarial extranjera.
BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA BAIROCH, P. (1997): Victoires et déboirs: historie économique et sociale du monde du XVIe siècle à nos
jours. París, Gallimard. CHANG, H.-J. (ed.) (2012): Public policy and agricultural development. Londres, Routledge. INTERNATIONAL FUND FOR AGRICULTURAL DEVELOPMENT (2011): Rural poverty report
2011. Roma, IFAD. PAARLBERG, R. (2010): “Attention whole food shoppers”, Foreign Policy, mayo-junio, pp. 85-95.
76
PIPITONE, U. (1994): La salida del atraso: un estudio histórico comparativo. México, Fondo de Cultura Económica.
77
Capítulo 5
EL PENSAMIENTO SOBRE DESARROLLO RURAL Y
SEGURIDAD ALIMENTARIA EN EL TIEMPO PRESENTE
Concluimos nuestro repaso a la evolución del desarrollo rural y la seguridad
alimentaria con una panorámica del mundo de las ideas. En el tiempo presente
confluyen tres paradigmas, en parte complementarios, en parte contradictorios,
diferenciados en cualquier caso, de pensamiento económico y social sobre estos temas.
Dedicamos un apartado a cada uno de estos tres paradigmas: en primer lugar, el post-
consenso de Washington, que utiliza el análisis económico como instrumento para
justificar políticas públicas activas (en contraste con el consenso de Washington, que lo
utilizaba como instrumento para recomendar la no intervención del Estado en la
economía); en segundo lugar, el paradigma de la soberanía alimentaria, que incide en la
necesidad de fomentar la agricultura a pequeña escala frente al creciente dominio de
grandes grupos empresariales de órbita global; y, en tercer y último lugar, el enfoque del
desarrollo rural territorial, que subraya el importante papel de elementos no agrarios
como la creación de empleo rural no agrario o el fortalecimiento institucional de las
comunidades locales.
EL POST-CONSENSO DE WASHINGTON
Los economistas neoliberales que crearon el consenso de Washington utilizaban
el análisis económico como argumento en contra de la intervención del Estado.
Escribiendo como lo hacían en la década de 1980, reaccionaban en contra de las
ineficiencias y distorsiones creadas en el mundo pobre por las estrategias de
industrialización impulsadas por el Estado. El análisis económico neoclásico podía
mostrar cómo una economía de libre mercado asignaba los recursos de manera más
78
eficiente, con la importante implicación para nuestro tema de que desaparecerían los
sesgos anti-agrarios y anti-rurales implícitos en las políticas económicas de tantos y
tantos países.
A lo largo de los últimos veinte años, sin embargo, ha ido emergiendo lo que
podríamos denominar el post-consenso de Washington, que, sin renegar de la idea
básica de que en principio la economía de libre mercado es superior al intervencionismo
estatal, sí encuentra numerosas excepciones a este principio general. Partiendo también
en muchos casos de análisis económico neoclásico, los economistas del post-consenso
subrayan que, en el sector agrario y en el medio rural, se dan con frecuencia fallos de
mercado cuya corrección corresponde al Estado. Las infraestructuras, de las que hemos
hablado en el caso africano, son un ejemplo: la economía de mercado devuelve
inversiones menos que óptimas en bienes de uso colectivo como este y, por lo tanto, se
requeriría inversión pública para compensar el fallo del mercado.
Junto a las infraestructuras, que beneficiarían por igual a todo tipo de
agricultores, los partidarios del post-consenso de Washington inciden en la existencia de
diversos fallos de mercado que afectan especialmente a las poblaciones más pobres. El
acceso al crédito es con frecuencia más oneroso para los pequeños campesinos, que
carecen de suficientes avales para obtener préstamos en el sistema financiero formal y
deben acudir a mercados informales de crédito en los que prestamistas personales
cargan tipos de interés mucho más elevados (en ocasiones, tipos abiertamente
usurarios). El libre mercado conduce así a que los campesinos obtengan menos crédito
(y en peores condiciones) de lo que sería socialmente óptimo, por lo que sería
justificable una intervención del Estado que ofreciera a los campesinos créditos públicos
a menor tipo de interés o subsidios que reembolsaran parte del coste de la operación.
Algo similar ocurriría con diversos servicios agrarios, como los seguros y el
almacenaje. Muchos pequeños campesinos son demasiado pobres para contratar seguros
que les cubran en caso de que problemas climatológicos o comerciales conduzcan en un
determinado momento a una merma sustancial de sus ingresos. Se trataría de un fallo de
mercado porque lo socialmente óptimo sería que los campesinos contrataran en mayor
medida estos productos financieros y lograran así reducir la volatilidad de sus ingresos
(y, en muchos casos, evitar las situaciones de repetidos movimientos por debajo y por
encima de la línea de pobreza). El Estado, en consecuencia, debería subvencionar los
seguros agrarios para así impulsar su suscripción por parte de los agricultores más
pequeños, con los consiguientes efectos positivos sobre la mitigación de la pobreza
79
rural. Los pequeños campesinos también son demasiado pobres para contratar los
costosos servicios privados de almacenamiento de cosechas, importantes para facilitar
su comercialización en los momentos de mayor rentabilidad, por lo que con frecuencia
se ven forzados a vender a precios más bajos de lo que habría podido ser el caso. El
Estado podría entonces subsidiar la contratación de estos servicios u ofrecer una
alternativa pública a bajo coste. Esto, además de corregir el fallo de mercado de
insuficiente inversión en almacenaje por parte de los agricultores más modestos, podría
contribuir a la seguridad alimentaria a través de la acumulación de reservas de
productos básicos que podrían ser sacadas al mercado en situaciones de escasez y alza
de precios.
Otros economistas han ido más allá y han propuesto que el Estado también
podría intervenir en el sector agrario y el medio rural con objeto de fomentar el acceso
de los campesinos a la propiedad de la tierra y alentar el proceso local de formación de
capital social, es decir, de una atmósfera favorable a la inversión agraria y el desarrollo
de las capacidades de los diversos grupos de la sociedad rural. También la tierra y el
capital social, en cierta forma, estarían reflejando, a través de distribuciones muy
desequilibradas de la superficie agraria y comunidades rurales escasamente
cohesionadas, un fallo del mercado que el Estado podría corregir.
En realidad, es difícil basar en criterios científicos la detección de los llamados
fallos de mercado, así como la de los óptimos sociales hacia los que supuestamente se
orientaría la acción estatal. El mercado no suele fallar en cuanto a asignar los recursos
eficientemente (es decir, conseguir que no sea posible mejorar a una persona sin
empeorar a otra), pero esa misma eficiencia asignativa puede generar resultados sociales
fallidos en otros campos. Son los juicios de valor de cada cual los que en último término
deciden qué es (o no es) un resultado social fallido.
En cualquier caso, entre los partidarios del post-consenso de Washington se
generaliza la idea de que la clave del desarrollo rural y la seguridad alimentaria reside
en el fomento de un crecimiento agrario pro-pobres: un crecimiento que, al mismo
tiempo que logra aumentos de la productividad, consigue que las poblaciones más
desfavorecidas participen en el proceso y se saquen a sí mismas de la pobreza. El Estado
cumpliría un papel facilitador del proceso, corrigiendo los obstáculos estructurales al
crecimiento agrario pro-pobres: mejorando la dotación de activos de las familias
campesinas y la dotación de bienes públicos de las comunidades rurales. Los
economistas más heterodoxos incluso argumentan que la labor del Estado iría más allá
80
de la mera corrección de problemas y podría consistir en la generación deliberada de
distorsiones que, pese a reducir el grado de eficiencia asignativa a corto plazo,
aumenten la probabilidad de lograr crecimiento agrario pro-pobres.
EL PARADIGMA DE LA SOBERANÍA ALIMENTARIA
El paradigma de la soberanía alimentaria se basa menos en el análisis económico
estándar que en enfoques alternativos como la sociología o la economía política.
Además, mientras que los economistas del post-consenso de Washington asumen una
posición de observadores neutrales que buscan hacer recomendaciones a los
gobernantes, los partidarios de la soberanía alimentaria toman partido a favor de los
pequeños campesinos en el marco de la nueva lucha de clases agroalimentaria generada
por la globalización del último cuarto de siglo. El paradigma de la soberanía alimentaria
tiene quizá un menor rigor académico, pero a cambio está más vinculado a los
movimientos sociales.
De hecho, estos movimientos han sido fundamentales en la propia concepción de
la idea de soberanía alimentaria, como muestra el caso de Vía Campesina. A lo largo de
los últimos años, la organización transnacional Vía Campesina se ha convertido en un
referente en la lucha por la soberanía alimentaria. Vía Campesina aglutina
organizaciones agrarias y rurales de la más diversa naturaleza y ubicación geográfica:
desde sindicatos agrarios clásicos (generalmente, de países ya desarrollados) hasta
grupos de defensa de los intereses indígenas, pasando por movimientos de jornaleros sin
tierras. Lo que une a estos colectivos tan dispares, y enfrentados muchas veces a
problemas bien diferentes entre sí, es la crítica al modelo agroalimentario vigente y el
deseo de promocionar algún tipo de alternativa.
Las críticas al modelo vigente son básicamente tres: el sistema no garantiza una
seguridad alimentaria basada en los recursos propios de los países y las comunidades
rurales, genera grandes desigualdades entre los distintos participantes en el sistema, y
conduce a deterioro ambiental. El modelo agroalimentario vigente, caracterizado por
una creciente globalización (vía flujos comerciales y de capital entre unos y otros
países), podría, en el mejor de los casos, conseguir seguridad alimentaria basada en las
importaciones de alimentos del exterior. Esta es, sin embargo, una falsa seguridad, dado
que vuelve a las poblaciones desfavorecidas vulnerables a las fluctuaciones de precios
81
que se producen en mercados globales cuyas fuerzas escapan por completo a su
capacidad de acción. El sistema alimentario actual, por otro lado, también es
desfavorable para los pequeños campesinos y jornaleros porque la mayor parte de los
beneficios son apropiados por grandes empresas transnacionales especializadas en la
transformación y distribución alimentarias o en la provisión de inputs agrarios (entre los
cuales, además, comienzan a contarse las semillas genéticamente modificadas, en lo que
los partidarios de este enfoque consideran una inaceptable –en términos éticos–
mercantilización de la vida). Dado que estas empresas operan en condiciones de
competencia imperfecta, pueden ejercer poder de mercado sobre los campesinos con
que tratan. Esta nueva fuente de desigualdad se une a la tradicional desigualdad
derivada de la concentración de la propiedad de la tierra en unas pocas manos.
Finalmente, el sistema alimentario actual también sería criticable por sus efectos
ambientales, al promover la especialización (y, por tanto, la reserva de amplias
superficies agrarias para monocultivo) y la intensificación en clave industrial de las
prácticas agrarias. Esto conduce, en el primer caso, a una pérdida de biodiversidad y a
un mayor riesgo de propagación de plagas y, en el segundo, a un deterioro de la calidad
de los suelos (por erosión y por mineralización), las aguas (por contaminación química)
y la atmósfera (por la contaminación atmosférica derivada del uso intensivo de
combustibles fósiles por parte de máquinas agrarias y de los medios de transporte
necesarios para llevar los inputs hasta las zonas rurales).
Los partidarios de la soberanía alimentaria proponen sustituir este modelo
agroalimentario por otro que promueva la agricultura doméstica, reduzca las
desigualdades entre los distintos actores del sistema alimentario y se apoye sobre
prácticas medioambientalmente sostenibles. Para promover la agricultura doméstica,
sería necesario frenar la liberalización de los mercados agrarios globales promovida por
la Organización Mundial de Comercio desde la década de 1990. Hasta aquel momento,
la agricultura se había mantenido excluida de las negociaciones internacionales sobre
desarmes arancelarios, en parte porque era un sector políticamente sensible para Estados
Unidos y la Comunidad Económica Europea (que a lo largo del siglo XX habían
consolidado una fuerte tradición de apoyo económico a sus agricultores). Para finales de
siglo, sin embargo, la presión de los grandes grupos empresariales en el sector
agroalimentario estaba comenzando a pesar más que la tradicional presión de las
organizaciones agrarias, y la agricultura pasó a integrarse de pleno en las negociaciones
comerciales internacionales. En buena parte del mundo pobre, además, la presión de la
82
deuda pública favoreció que, en el marco del consenso de Washington, los mercados
agrarios tendieran a abrirse en mayor medida hacia el exterior. Lo que los partidarios de
la soberanía alimentaria plantean es que la consecución de seguridad alimentaria vía
importaciones es una fuente de vulnerabilidad y que es necesario fomentar que los
países y comunidades rurales sean capaces de producir lo necesario para su
alimentación. La liberalización de los mercados agrarios dificulta esto, porque favorece
que los agricultores y empresas del mundo rico desplacen de sus propios mercados a los
agricultores del mundo pobre, menos competitivos. El mantenimiento o restauración de
barreras proteccionistas sería un instrumento para promover la producción local, reducir
la dependencia de los alimentos importados y, por el camino, reducir los niveles de
pobreza de los pequeños campesinos.
Este fomento de la producción local iría acompañado, además, de medidas para
reducir las desigualdades generadas por el sistema alimentario vigente. Debería
favorecerse el acceso de los campesinos a la tierra, así como la creación de condiciones
tecnológicas y comerciales adecuadas para el florecimiento de la agricultura a pequeña
escala (en la línea de lo que en un capítulo anterior hemos denominado reformas
agrarias de segunda generación). Junto a estas medidas para reducir la disparidad entre
terratenientes (por un lado) y pequeños campesinos y jornaleros (por el otro), también
sería necesario actuar sobre las disparidades entre agricultores y grandes empresas
agroalimentarias. Deberían promoverse los mercados locales y las empresas locales de
transformación y distribución alimentarias, así como las cooperativas agrarias y los
circuitos cortos de comercialización. Deberían, en cambio, ponerse trabas a la entrada
de grandes empresas multinacionales, así como estrictas regulaciones para impedir que
estas mercantilicen el patrimonio biológico de la humanidad.
La alternativa consistiría también en la adopción de prácticas agrarias
sostenibles de acuerdo con el emergente campo de conocimiento constituido por la
agroecología. La innovación tecnológica no sería el resultado de la incorporación de
inputs industriales costosos, controlados por unas pocas grandes empresas y cuyo uso
conduce a toda serie de problemas ambientales. La innovación llegaría como resultado
del perfeccionamiento de las prácticas campesinas tradicionales, caracterizadas por el
uso de inputs orgánicos, una gran eficiencia en la coordinación de distintos usos del
suelo y un encuadramiento institucional dentro de regulaciones comunitarias que
protegen al medio natural de la sobreexplotación. El Estado debería hacer lo posible por
preservar estas formas alternativas de gestión agraria, impidiendo por ejemplo el
83
acaparamiento de tierras o la privatización a gran escala de superficies forestales.
También debería implicarse, a través de inversiones públicas, en el desarrollo de
investigaciones agronómicas que, en lugar de adoptar el paradigma científico de los
países desarrollados, promovieran el cambio tecnológico sobre las bases del
conocimiento campesino local.
El paradigma de la soberanía alimentaria es un paradigma en construcción, muy
abierto aún a los vaivenes de las luchas sociales y políticas que lo vienen inspirando
desde un comienzo. Se percibe en su interior una tensión entre dos visiones un tanto
diferentes de lo que significa soberanía alimentaria: por un lado, quienes apuestan por
definirla en clave local, poniendo el énfasis en el empoderamiento campesino y el
fortalecimiento de las comunidades rurales; por el otro, quienes tienen una visión más
nacional, poniendo el énfasis en la conformación de mercados nacionales capaces de
garantizar la seguridad alimentaria de las diferentes regiones de los países. El futuro nos
dirá cómo evoluciona esta tensión. Quizá también irá poniendo sobre la mesa soluciones
a lo que hoy son problemas teóricos (pero de gran relevancia práctica) como cuál es la
estrategia más adecuada en caso de que no sea factible poner en marcha de manera
simultánea cambios en todos los ámbitos considerados.
EL DESARROLLO RURAL TERRITORIAL
El paradigma del desarrollo rural territorial no es incompatible con el post-
consenso de Washington o la soberanía alimentaria, pero, frente a ellos, incide en mayor
medida en todo aquello que, a la hora de luchar contra la pobreza rural, trasciende el
ámbito de la agricultura. El crecimiento agrario pro-pobres o la consolidación de
pequeños campesinos agroecológicos pueden ser importantes en la mitigación de la
pobreza rural, pero existen otros ámbitos de política pública que también deberían ser
tenidos en consideración.
En primer lugar, al nivel más económico de análisis, la agricultura no encierra
todas las claves para reducir la pobreza rural. Antes al contrario, diversas experiencias
históricas y presentes muestran que la creación de empleo rural no agrario, siempre que
sea un empleo de productividad relativamente elevada (no un residuo de las pautas de
empleo derivadas del modo de vida propio de las elites rurales tradicionales), ofrece a
buena parte de la población rural una vía más directa para salir de la pobreza. Los
84
partidarios del desarrollo rural territorial inciden en que el Estado debería crear
condiciones favorables para el desarrollo de actividades no agrarias en el medio rural,
entre ellas una adecuada dotación de infraestructuras (redes viarias, polígonos
industriales, acceso a electricidad y agua…).
Las políticas públicas también podrían mejorar la dotación que las familias
rurales tienen de activos clave para el desarrollo de actividades no agrarias. Sin
perjuicio de la importancia de los factores productivos tradicionales, como la tierra o el
capital, debería prestarse una atención creciente a aquellos activos que la experiencia
viene demostrando que son importantes en el mundo de la manufactura y los servicios
rurales, como por ejemplo el capital humano y el capital social. Estos dos nuevos tipos
de capital, de naturaleza inmaterial, pueden resultar cruciales para la puesta en marcha
de actividades emprendedoras como el establecimiento de un nuevo negocio, la
adopción de una nueva tecnología o el intento de conquistar un nuevo mercado.
Hasta aquí, sin embargo, no tendríamos mucho más que una especie de apéndice
al post-consenso de Washington. La razón por la que podemos hablar del desarrollo
rural territorial como un paradigma diferenciado consiste en que, además de reconocer
la importancia económica de las actividades no agrarias, reconoce la importancia social
del fortalecimiento de las comunidades rurales. Es decir, no sólo nos invita a considerar
la economía más allá de la agricultura, sino que también nos invita a considerar el
desarrollo rural más allá de la economía. Inspirándose en la experiencia europea con el
programa LEADER, los partidarios del desarrollo rural territorial proponen que las
comunidades locales se conviertan en protagonistas activas de las políticas públicas
encaminadas a favorecer su desarrollo. Frente a las tradicionales políticas
agroalimentarias que van de arriba abajo (desde los gobiernos hacia los agricultores), el
desarrollo rural territorial fomentaría una estrategia participativa de abajo hacia arriba.
La estrategia partiría de las propias comunidades rurales, que deberían definir cuáles
son sus prioridades. El Estado podría entonces financiar planes de inversión rural
basados en las prioridades expresadas por las comunidades y gestionados por estas
mismas.
Este enfoque participativo, ascendente, tendría dos ventajas. En primer lugar,
podría ser más eficaz que el tradicional enfoque descendente porque se enfrentaría a los
objetivos que las propias comunidades consideraran prioritarios para solucionar sus
problemas, en lugar de enfrentarse al riesgo de equivocarse desde arriba en la definición
de qué es (y no es) prioritario. Una amplia evidencia respalda, para el caso de la ayuda
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oficial al desarrollo, la idea de que los proyectos son tanto más eficaces cuanto mayor es
la implicación de la población local. Y, en segundo lugar, el enfoque participativo
serviría para fortalecer a las comunidades rurales, con frecuencia marcadas por
tensiones y segmentaciones entre grupos sociales heterogéneos, e impulsar la
generación dentro de ellas de capital social, es decir, de una atmósfera social más
cohesionada y más favorecedora de negociaciones, acuerdos y cooperación dentro de la
sociedad rural y su tejido empresarial.
Este último aspecto ha sido el principal logro de LEADER en las zonas rurales
de la Unión Europea, si bien algunos especialistas alertan de que copiar el método
LEADER miméticamente sería un error, siendo precisa una adaptación del mismo a las
especiales circunstancias del mundo pobre. Buscando a toda costa perpetuar la cultura
de la subvención agraria generada por la Política Agrícola Común, LEADER establece
como condición imprescindible que toda inyección de fondos públicos vaya
acompañada de inversión privada paralela; es decir, promueve una asociación público-
privada para el desarrollo rural. En el mundo pobre, en cambio, con la mayor parte de la
población rural padeciendo una pobre dotación de capital, parece razonable asumir un
mayor peso, en ocasiones quizá un protagonismo exclusivo, para la inversión pública.
Por otro lado, LEADER excluyó de sus programas de desarrollo al sector agrario,
obligando a las comunidades rurales a centrar sus proyectos de inversión en los otros
sectores. Esto tenía sentido en una Unión Europea cuyos agricultores recibían amplio
apoyo por otros medios y cuya economía había dejado de depender fuertemente ya de la
agricultura. En el mundo pobre, en cambio, los agricultores reciben menos apoyo y,
para muchas familias, no existen demasiadas alternativas laborales fuera de la
agricultura, por lo que parece razonable permitir que los programas de desarrollo rural
territorial incluyan las inversiones agrarias.
Además, desde un punto de vista más político, se sugiere permitir que sean las
instituciones públicas locales (y no grupos creados ad hoc por la sociedad civil) las que
definan y ejecuten los programas de desarrollo rural territorial. En la Unión Europa, con
una democracia local plenamente asentada, se consideró conveniente que, con objeto de
evitar la politización de los programas, estos fueran ejecutados por la sociedad civil, lo
cual despertó no pocos conflictos entre los grupos gestores de los programas y unos
ayuntamientos rurales que en ocasiones contaban con presupuestos inferiores. En buena
parte del mundo pobre, con una democracia local aún débil, los programas de desarrollo
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territorial parecen una buena oportunidad de fortalecer a los ayuntamientos e
instituciones locales.
Los críticos del desarrollo rural territorial han apuntado entre otros dos
problemas de este enfoque. El primero es que, en sociedades rurales tan desiguales
como las del mundo pobre, existe un peligro real de que las elites lideren la definición
de las prioridades de la comunidad y en la gestión de los programas, atrayendo la
inversión pública a aquellos proyectos que les resultan más interesantes a ellos (y quizá
no tanto a los miembros más pobres de la comunidad). Un segundo problema consiste
en que los programas de desarrollo rural territorial, al centrarse en el ámbito
comunitario, no pueden erigirse en sustitutos de acciones estatales a mayor escala.
Problemas estructurales clave, como la mala distribución de la tierra o la mala dotación
de infraestructuras entre comunidades y regiones distantes, son asuntos que, por su
propia naturaleza, pertenecen más al ámbito del Estado. Los programas de desarrollo
rural territorial, alertan los críticos, sólo actúan sobre algunas de las causas de la
pobreza rural.
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