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DEDUCE ACCION DE AMPARO E INCONSTITUCIONALIDAD
Señor Juez Federal:
FERNANDO EZEQUIEL SOLANAS, Diputado de la
Nación, con domicilio en la calle Riobamba 25, piso 12, oficina 1217, Teléfono
41277317, y constituyéndolo legalmente en el estudio de mi letrado
patrocinante, Dr. NICOLÁS SOMMA, calle Tucumán 1581, Piso 3°, oficina 6,
ante V.S. me presento y como mejor proceda en derecho digo
I.- OBJETO. Que vengo a iniciar la presente acción de
amparo contra el Poder Ejecutivo Nacional, en la persona de la Presidenta de
la Nación, Dra. CRISTINA FERNÁNDEZ DE KIRCHNER, con domicilio en la
calle Balcarce 50 de esta Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a los efectos de
que se declaré la inconstitucionalidad del Decreto 929 del 15 de julio de 2013,
en atención a la circunstancias de hecho y razones de derecho que a
continuación se exponen. La presentación se efectúa en los términos del
artículo 43 de la Constitución Nacional, que faculta la posibilidad de obtener la
inconstitucionalidad de una norma por la vía de amparo
II.- LEGITIMACION ACTIVA- LOS INTERESES
COLECTIVOS.
La “Convención Americana sobre Derechos
Humanos “(Pacto de San José de Costa Rica) prevé la aplicación del amparo a
los países signatarios del mismo, en su artículo 24. Dicha disposición establece
que toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier
recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes que los ampare
contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la
Constitución, la ley o la Convención, aún cuando tal violación sea cometida por
personas que actúen en ejercicio de sus funciones judiciales.
En la República Argentina hasta el año 1957, la
Corte Suprema de Justicia de la Nación, sostenía en reiterada y uniforme
jurisprudencia, que el Habeas Corpus, que protegía la libertad física y
ambulatoria de una persona, no era aplicable cuando se trataba de los
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restantes derechos constitucionales. La tutela de esos derechos quedaba
librada a los procedimientos ordinarios, administrativos o judiciales.
Esa doctrina judicial sufrió una modificación radical
a raíz de las sentencias de la C.S.J.N. en los casos “Angel Siri” del 27 de
diciembre de 1957 (Fallos,239:459) y “Samuel Kot SRL.” Del 5 de septiembre
de 1958 (Fallos, 231:295) Como lo recuerda Morello (El Amparo-Régimen
Procesal, Librería Editorial Platense, 5ª Ed. Plata….) la Corte ya había
insinuado una nueva posición, en la causa “Casa de la Cultura Argentina”,
(Fallos 239:382) al variar sus fundamentos frente a resolver un recurso
extraordinario. Esa creación pretoriana del “amparo de derechos
constitucionales que no fuesen la libertad física” llenó un vacío muy importante,
teniendo en cuenta que “los derechos no valen sino lo que valen sus garantías”
(H.L. Hart, The concept of. Law, Claredon Press, Oxford, 1975, pág. 176)
Asimismo obró de guía a numerosos casos judiciales que sucedieron con
posterioridad, y dio los argumentos necesarios sobre los cuales se basaron
tanto la ley 16.986, dictada por el gobierno de facto en 1966, como la creación
legislativa del amparo en muchas provincias. Algunas de ellas le dieron rango
constitucional.
Finalmente la Constitución Nacional sancionada en
1994, en su nuevo artículo 43 establece que toda persona puede interponer
acción expedita y rápida de amparo, siempre que no exista otro medio judicial
más idóneo, contra todo acto u omisión de autoridades públicas que en forma
actual o inminente, lesione, restrinja, altere o amenace con arbitrariedad o
ilegalidad manifiesta, derechos y garantías reconocidos por la misma.
En el encuadre jurídico de la ley 16.986, -aún
vigente-, tres son las condiciones para que proceda el amparo: 1º) Violación o
amenaza, por acto u omisión de autoridad pública, en forma actual o inminente,
de un derecho o garantía explícita o implícitamente reconocido por la
Constitución Nacional; 2º) Arbitrariedad o ilegalidad manifiesta del acto lesivo;
3º) Inexistencia de otro remedio legal o posibilidad y la cierta posibilidad de
inferir un daño grave e irreparable si se desviara la reclamación a los
procedimientos comunes, sean judiciales o administrativos.
El art. 43 de la Constitución introdujo
modificaciones: 1º) Conforme el orden de prelación de las normas, resultante
de las modificaciones introducidas al art. 75, inc. 22 y 24 de la C.N., los
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derechos “reconocidos por esta Constitución, un tratado o una ley” deben ser
protegidos. Conforme la C.S.J.N. esa protección se conforma por medio de un
tramite excepcional y sumarísimo (Fallos, 241:71); 2º) La inexistencia de otros
remedios solo queda limitada a los judiciales. 3º) Amplía la protección a los
“derechos de incidencia colectiva” y como consecuencia de esto último,
también se amplían los límites de la legitimación para accionar
Como lo señala Morello (ob. cit., Pág. 20), la
doctrina es unánime en cuanto interpreta que todo tipo de manifestación
estatal, sean actos, hechos, acciones, decisiones, órdenes, negocios jurídicos
u omisiones, con capacidad para afectar los derechos de los particulares
quedan comprendidos en el precepto y, por tanto son susceptibles de excitar el
control jurisdiccional (conf. Sagüés, Néstor Pedro, Ley de Amparo, Pág.73,
Lazzarini, José Luis, El Juicio de Amparo, 2º Ed. Pág. 157; Rivas, Adolfo
Armando, El Amparo, Bs. As. Ed. La Rocca. Pág. 119; Salgado Alí Joaquín,
Juicio de Amparo y Acción de Inconstitucionalidad, Astrea, pág. 20)
Por su parte la “lesión” resulta un concepto amplio
y abarcador, que comprende el daño o perjuicio de cualquier índole y por lo
tanto incluye la “restricción” (reducción, disminución o limitación) y la
“alteración” (cambio o modificación) de un derecho constitucional o de una ley.
La normativa constitucional que establece la
viabilidad de la acción de amparo, habla de la lesión o la amenaza a garantías
reconocidas por la propia Constitución, y en su caso a normas establecidas en
una ley que sean desnaturalizadas por un acto de autoridad pública. En el
presente caso la afectación que se invoca y que luego analizaremos en detalle,
tiene que ver con la explotación de nuestras riquezas hidrocarburíferas; que se
ha visto vulnerada por una decisión claramente inconstitucional, que agravia a
nuestra condición de ciudadanos, que día a día somos despojados de bienes
que pertenecen a toda la comunidad desde el mismo momento de nuestra
independencia. Y ese despojo es realizado por empresas transnacionales, que
se benefician con la extracción de todos los recursos de nuestro suelo sin las
contraprestaciones propias de un contrato bilateral justo que beneficie a las
partes por igual.
La acción intentada implica defender los derechos
de todos los ciudadanos, ya que como lo señala Quiroga Lavié “…el sujeto
individual se integra a la sociedad defendiendo sus intereses personales, pero
al mismo tiempo consolida la solidaridad social al extender su acción de tutela
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a todos aquellos que se encuentran en posiciones equivalentes…” (Humberto
Quiroga Lavié, El Amparo Colectivo, Ed. Rubinzal Culzoni, Bs. As. 1998, Pág.
127). Respecto a esos derechos colectivos, la doctrina alemana ha
considerado como una nueva categoría a los “derechos reaccionales”, que son
aquellos donde el individuo puede reaccionar mediante acciones judiciales
concretas contra actos del poder administrador que considere lesivos, no solo
al interés particular o de la comunidad, sino al interés de la Nación. En el VII
Congreso de Derecho Procesal celebrado en Wurzburg, República Federal de
Alemania, se planteó con mucha claridad la defensa de los intereses difusos y
colectivos, a través de acciones que impidieran que tales intereses se vieran
afectados.
Que si bien la Corte Suprema de Justicia rechazó
en 1994 la posibilidad de otorgar legitimación activa, a los titulares de un
interés simple (vago e impreciso); en el presente caso, el interés que legitima
ésta acción es muy concreto, ya que tiene consecuencias de carácter
patrimonial y también porque afectan el ordenamiento legal en su conjunto.
Además por medio de este recurso pretendemos que se decrete la
inconstitucionalidad del Decreto 929, por medio de la cual se autoriza la
posibilidad de entregar la explotación de recursos hidrocarburíferas a capitales
extranjeros, por un plazo verdaderamente insólito, y violando expresamente la
Ley 17.319. Como lo resolvieran nuestros tribunales “Cualquier ciudadano
tiene legitimación tendiente a declarar la inconstitucionalidad (de una norma) al
invocarse violación de derechos de rango constitucional e incidencia colectiva”
(Cámara Federal en lo Contencioso Administrativo, Sala IV”Gil Domínguez,
Andrés c/Multicanal” LL. 2000-E-514)
Gordillo estima que el propio afectado puede
actuar en doble carácter, defendiendo tanto su propio derecho subjetivo como
el derecho de incidencia colectiva” (Agustín Gordillo, Tratado de Derecho
Administrativo, Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 1997, Tº
II-22) y autores como Bidart Campos, Quiroga Lavié, Rojas y Enderle, también
coinciden con ese criterio, insistiendo en la amplia interpretación que debe
tener el artículo 43 de la Constitución Nacional en cuanto a conceder
legitimación a una persona o a una Asociación destinada a la recuperación y
defensa de intereses que indudablemente son de incidencia colectiva. Por otra
parte a través de este recurso, no se trata solamente de obtener la tutela de
intereses subjetivos, sino de ejercer la defensa de los intereses legítimos de los
ciudadanos que no pueden seguir tolerando que la violación de la ley se haya
convertido en una norma del poder administrador, afectando gravemente los
recursos del Estado.
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Sagüés establece el concepto de afectado como el
de toda aquella persona que sea tutelar de un derecho subjetivo, de un interés
legítimo o aún de un interés difuso. Morello dice que se trata de toda persona
perjudicada por una acción u omisión que afecte un derecho de incidencia
colectiva aún de modo indirecto o reflejo. Ekmekdjian se inclina por la tesis de
Morello y sostiene que “La posición de Morello es más progresista, ya que la
posición contraria para nada habría cambiado el derecho procesal del amparo.
El propio Morello afirma con gran realismo, que “no le hagamos perder al
amparo vivacidad y sus matices…¿Porqué replegarlo a un rincón y vaciarlo de
contenido y de efectividad?...Finalmente frente a las arbitrariedades modernas
el amparo necesita con la menor represión, la mayor comprensión posible. Está
organizado –desde la Constitución- en la nueva línea de control social en
curso, que contribuye a racionalizar el modo de gestión y también de
legitimación de los comportamientos” (Miguel A. Ekmekdjian, Tratado de
Derecho Constitucional, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1997, To IV, Pág. 68-69)
Desde que la Corte Suprema, en los conocidos
casos “Siri” y “Kot” a los que hiciéramos referencia, creara pretorianamente la
posibilidad de solicitar el amparo judicial ante la violación o afectación de
derechos consagrados por la Constitución, la jurisprudencia anduvo transitando
firmemente un camino que prometía un efectivo resguardo tutelar. A partir de
la puesta en vigencia de la Constitución de 1994, se definió la posibilidad real
de acceder a esa vía aún en el caso de afectación de los derechos de
incidencia colectiva en general, que usualmente se denominan en la doctrina
“intereses difusos”. Es así, que más allá de las divergencias doctrinarias sobre
matices de este recurso, no queda duda alguna que cualquier derecho o
cualquier pretensión apoyada en la ley o en los principios generales del
derecho, que sea materia de agravio por la autoridad puede ser tutelada por la
vía del amparo.
Por cierto que tal posibilidad no supone el intento
de utilizar a esta acción para obtener el reconocimiento de cualquier pretensión
subjetiva, sino que pese a la amplitud con la que hoy la consideran los
tratadistas, su procedencia solo será viable si la ilegalidad del acto atacado
aparece de modo claro y expreso, careciendo del respaldo normativo adecuado
que pueda justificarlo. Además la admisibilidad establecida por el citado art. 43
de la C.N. solo será posible, siempre que no exista otro medio más idóneo
Respecto a este último extremo, es necesario
efectuar algunas precisiones que son extensivas a lo que señaláramos en los
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párrafos anteriores y que están relacionadas con esa legitimatio ad causam de
la que hablaba Couture, y que es en sentido riguroso la condición jurídica que
se tiene para defender el derecho afectado. Esa condición como señala
Morello, es uno de los requisitos que deben acreditarse durante el transcurso
del proceso, con el objeto de obtener el pronunciamiento judicial que se
necesita para hacer cesar la violación del derecho afectado.
En el presente caso se trata nada más y nada
menos que un Decreto, el 929, que viola expresamente normas de la Ley de
Hidrocarburos, y que además de tener el preciso objetivo de asociar a YPF con
la empresa Chevron para la explotación intensiva de los recursos existentes en
las Provincias de Neuquén y Rio Negro, precisamente en el lugar llamado Vaca
Muerta, permite a cualquier empresa petrolera asociada, contar con beneficios
especiales, entre los que se cuentan prorrogas contractuales, que exceden los
plazos que se establecieran en anteriores contratos.
Esto que decimos, no es una expresión subjetiva de
disconformidad con la política económica implementada a partir de 1989 y que
continúa hasta hoy con algunas modificaciones, sino la evidencia más clara de
la disminución de los recursos del Estado que ya no cuenta más con la renta
petrolera, ni dispone de la facultad de controlar la política hidrocarburífera tal
como fuera diseñada hasta 1989. También es necesario remarcar que esa
afectación, no puede ser restringida por cuestiones meramente formales o por
la mayor o menor relevancia que se le quiera otorgar a la legitimación que
invoco, ya que como lo explica Morello “…ante la urgencia en considerar la
situación del afectado pierde relevancia jurídica, si quien entabla una acción de
amparo se encuentra investido de la calidad de titular de un derecho subjetivo,
o al menos de un interés legítimo para reparar, en que ostentando como
justificación un simple interés de hecho –producto de uno de los conflictos de
nuestra singular coyuntura convivencial- el derecho viene obligado a tutelar…El
reclamo se soporta sin más en la condición de ser humano, aunque pueda
ramificarse además en otras connotaciones que también de modo singular o
concurrentemente tienen un basamento bien preciso: el de ser ciudadano,
contribuyente, político, colegiado, etc. (A.M. Morello, ob. cit.) Esa condición
natural de ser humano, unida a la de contribuyente y ciudadano fue invocada
por un particular a quien el 5 de septiembre de 1983 el Juzgado en lo Civil,
Comercial y Minas de Mendoza le reconoció el carácter de parte legitimada
para la acción (In re “Gianella Horacio vs. Provincia de Mendoza” J.A. 18-IV-
1984)
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La legitimación para este proceso está dada por
nuestro carácter no solo de ciudadano, que se ve afectado por disposiciones
violatorias de la ley expresa, sino encargadas de aprobar todas aquellas
disposiciones relacionadas con los recursos energéticos. Ello determina que
desde el punto de vista del derecho subjetivo y del interés legítimo estén
cumplidos los recaudos necesarios para la procedencia de la acción, máxime si
se tiene en cuenta que en la situación planteada con los hidrocarburos existe
una confluencia de circunstancias relacionadas estrechamente, que no pueden
fragmentarse en realidades separadas y serán materia del pertinente desarrollo
más adelante.
En lo que respecta al interés simple que también
puede invocarse, si bien el mismo consiste en el derecho que tiene todo
ciudadano en que la ley sea cumplida, en el presente caso tal interés como los
otros a los que hiciera referencia se subsumen en la categoría definible de los
intereses de incidencia colectiva, que es una adecuación más exacta para
todos aquellos que nos encontramos afectados por la política energética.
Si como lo señala acertadamente Morello, que ha
estudiado en profundidad todo lo concerniente al amparo, y a sus posibles
manifestaciones, la doctrina actual ha dejado de lado ciertos formalismos
procesales y caracterizaciones anacrónicas, esta nueva concepción de la tutela
jurisdiccional permite que haya un amplio segmento de protección de que
sustento a las acciones de esta clase. De esa manera se permite receptar con
singular amplitud, planteos que otrora fueran rechazados debido al empleo de
criterios tradicionales que perdieron totalmente vigencia.
Un criterio judicial prudente –es un principio sabio
el que dice que es preferible un litigante equivocado a una justicia prohibitiva y
menospreciadora- conduce a reconocer legitimación activa a los particulares
alcanzados por el concepto de interés legítimo que dada su amplitud y
generalidad, está constituido por la repercusión que en su persona y/o en su
patrimonio pueden tener las decisiones o los actos impugnados como lesivos.
El nuevo art. 43 de la C.N. vino a coronar la evolución operada en el punto,
ampliando la legitimación a límites igualmente difíciles de precisar, pero –sin
dudas- menos estrechos que los establecidos hasta su sanción (Bartolomé
Fiorini, Acción de Amparo- Graves limitaciones e incongruencias que la
desnaturalizan, cit. Por Morello, ob.cit, pág. 106)
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En el caso que sometemos a consideración del
Tribunal, se da una confluencia específica del derecho subjetivo, el interés
legítimo y los intereses de incidencia colectiva que confieren suficiente
legitimidad para accionar en reclamo de justicia, y evitar así daños personales
y colectivos de imposible reparación ulterior.
Cassagne ha pensado que “mientras el derecho
subjetivo aparece como un poder jurídico en garantía de un bien o interés que
le proporciona al titular una utilidad directa o indirecta, el interés legítimo
representa para el administrado una garantía de legalidad… Pero el interés
legítimo con ser una categoría capaz de satisfacer de modo mediato los
intereses individuales o sociales de carácter sustancial, no deja de ser un
verdadero poder jurídico que permite exigir la garantía de la legalidad
instrumental en sede administrativa y que tiene adosado un poder de
impugnación o reacción, tanto en sede administrativa como en la judicial” (Juan
Carlos Cassagne, Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, 4º ed. Bs. As.
1994, Tº II, Pág.96) y García de Enterría sostiene que “resulta completamente
equívoco pretender que no hay derecho subjetivo por la razón dogmática de
que la norma que ha de juzgar la validez del acto es una norma destinada a
servir solo al interés general. Todas las normas objetivas y no solo las
administrativas están basadas en el interés general” (Eduardo García de
Enterría, Tomás Fernández, Curso de Derecho Administrativo, Madrid, 1977,
Tº II, pág. 45)
Es decir que desde un estricto planteamiento
jurídico, no se puede negar el derecho subjetivo, el interés legítimo y la defensa
de los derechos de incidencia colectiva, en cuanto los mismos están
claramente afectados por el Decreto impugnado, y también porque no se puede
aceptar que sea quebrantado el ordenamiento jurídico de la Nación, máxime
cuando ese quebrantamiento importa una afectación directa a los intereses de
todos los ciudadanos, por la razones que ya expusiera y que la doctrina
considera como “derechos irrenunciables e intocables por parte del estado, ya
que se estiman como derivados de la naturaleza propia de todos los hombres
y, por tanto anteriores y superiores a las disposiciones de los diversos
derechos políticos” (Paolo Biscaretti di Ruffia, Introducción al Derecho
Constitucional Comparado, Fondo de Cultura Económica, 1991, pág. 118)
La Corte Interamericana de Derechos humanos ha
dicho que no basta con que el recurso ante la justicia esté previsto por la
Constitución o la ley, o que sea formalmente admisible, sino que se requiere
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que sea realmente idóneo para establecer si se ha incurrido en una violación a
los derechos humanos y proveer lo necesario para remediarla. No pueden
considerarse efectivos aquellos recursos que por las condiciones generales del
país o incluso por las circunstancias particulares de un caso dado, resulten
ilusorios. Ello puede ocurrir por ejemplo cuando su inutilidad haya quedado
demostrada por la practica, porque el Poder Judicial carezca de la
independencia necesaria para decidir con imparcialidad o porque falten los
medios para ejecutar sus decisiones, por cualquier otra situación que configure
un cuadro de denegación de justicia como sucede cuando se incurre en retardo
injustificado de decisión, o por cualquier causa, no se permita al presunto
lesionado el acceso al recurso judicial. (C.I.D.H., Garantías Judiciales en
Estados de Emergencia, opinión consultiva OC 9/87 del 6 de octubre de 1987,
Serie A, Nº 9)
Sin duda la protección de los derechos de
incidencia colectiva, plantea una cuestión relevante del derecho procesal en lo
que hace a su defensa jurisdiccional, en cumplimiento de lo dispuesto en el art.
43 de la C:N. Según el mejor criterio, el citado artículo, legitima para interponer
la acción amparista requiriendo la protección de los derechos mencionados en
el párrafo anterior, a los particulares afectados o damnificados, -usuarios o
consumidores- al defensor del pueblo y a las asociaciones cuyo objeto
propenda a los fines perseguidos por la acción (cf. CSJN. Caso “Asociación de
Grandes Usuarios de Energía Eléctrica c/Provincia de Buenos Aires”, abril 22
de 1997)
Se afirmó en el Congreso Internacional sobre
“Derechos y Garantías en el siglo XXI”, -AABA-: “Cuando el art. 43, segundo
párrafo alude al “afectado” “consideramos, -siguiendo la línea doctrinaria del Dr.
Germán Bidart Campos- como tal a “toda persona afectada” lo que significa
que no se trata de la persona lesionada en un derecho subjetivo –como lo es
en el caso del párrafo primero de la norma constitucional- sino que podríamos
decir, que se ha extendido la protección a la porción subjetiva en los derechos
de incidencia colectiva… la mayor participación de la población en los asuntos
jurídicos, el reconocimiento de nuestra ley fundamental a una tercera
generación de derechos y el lugar privilegiado que ocupan los tratados
internacionales de derechos humanos en nuestra ordenamiento jurídico,
conlleva necesariamente como modo de garantizar efectivamente los derechos,
al reconocimiento en sede judicial de otra categoría de legitimados…el perjuicio
puede estar latente más allá de aquel que se vio vulnerado en un derecho
subjetivo, para la defensa de los derechos de la colectividad…” (Posición de la
Dra. Fabiana Haydeé Schafrik, quien cita en apoyo de su tesis a Bidart
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Campos, Rodolfo Barra, Carlos Colautti y fallos de la Cámara Federal en lo
Contencioso Administrativo y de la Corte Suprema de Justicia)
Con referencia a lo que vengo afirmando y citando,
es sumamente interesante la opinión de la jurista, Dra. Angelina F. de la Rúa
referida tanto a la Constitución Nacional, en su nuevo artículo 43, como en la
recepción que la Constitución de la Provincia de Córdoba hace de los
“intereses difusos” y su protección. “…Frente al derecho subjetivo privado,
aparecen nuevas categorías de derechos subjetivos públicos “los intereses
difusos” que se caracterizan porque no pertenecen a una persona determinada,
sino que corresponden a un sector de personas que conviven en un ambiente o
situación común. Los procesos referidos a intereses difusos se caracterizan
porque se procura la protección de un derecho subjetivo colectivo que no
pertenece exclusivamente a nadie, pero son muchos los interesados. Dentro de
estos intereses difusos se encuentran aquellos derechos que se relacionan con
la defensa de valores trascendentes de un grupo como son la preservación del
medio ambiente o la ecología, la calidad de vida, la defensa de los
consumidores y el derecho a no ser discriminado. Frente a esta nueva
categoría de derechos subjetivos, las estructuras e instituciones clásicas del
derecho procesal resultan inadecuadas por lo que se requiere un cambio
significativo en la estructura procesal. Desde un punto de vista subjetivo, estos
intereses se caracterizan por la falta de precisión en cuanto al sujeto
perteneciente al grupo pero es indivisible; es decir, que la satisfacción del
interés respecto de uno de ellos importa la de todos “
Ese derecho de todos los que integran la
comunidad argentina, se encuentra amenazado por la posible explotación de
yacimientos a través de sistemas no convencionales, que afectarán el medio
ambiente, violando así la Constitución. De allí que entienda estar
suficientemente legitimado para accionar en defensa de esos derechos
conculcados.
Sé que el acceso a la jurisdicción para que se
reconozca la pertinencia de esta acción de amparo, presenta una
consideración muy peculiar, ya que se trata de un planteo que reconoce pocos
antecedentes de otros similares en el Poder Judicial; pero ello en modo alguno
puede constituir un obstáculo para obtener el reconocimiento de nuestra
pretensión impugnativa, y mucho menos para rechazar el amparo, mediante el
dictado de una resolución que provenga de consideraciones estrictamente
formales y rígidas, ya que como se ha señalado con acierto “Tal vez sea la
legitimación uno de los institutos más sensibles al fenómeno de la socialización
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del proceso. No es difícil constatar que cuando se destapa el tema del llamado
“acceso a la justicia” y se intenta develar sus variables económicas, son los
planteamientos dogmáticos de la legitimación los que no pocas veces se
destacan por su mayor resistencia a facilitar respuestas operativas…Que entre
nosotros haya adquirido ya cierta familiaridad el concepto de intereses difusos
demuestra que aquellos posicionamientos dogmáticos no son invencibles y
como tantas veces ha ocurrido con otras cuestiones, la dimensión social de la
justicia obligará a adoptar una actitud renovadora” ( Luis Muñoz Sabaté El
Problema de la legitimación en los pequeños asuntos en Revista Jurídica de
Catalunya- Barcelona, 1990, Nº 2, pág 502).
Existen también distintos pronunciamientos que
clarifican con precisión la cuestión de los intereses difusos. Así, la Sala 3ª. de
la Cámara Federal de la Plata determinó que “son intereses difusos los que
pertenecen idénticamente a una pluralidad de sujetos, en cuanto integrantes de
grupos, clases o categorías de personas, ligadas en virtud de la pretensión de
goce, por parte de cada una de ellas, de una misma prerrogativa. De tal forma
que la satisfacción del fragmento o porción de interés que atañe a cada
individuo, se extiende por naturaleza a todos; del mismo modo que la lesión a
cada uno afecta, simultánea y globalmente, a los integrantes del conjunto
comunitario” (J.A. 1988-III-pág.96-116) y el Juzgado Contencioso
Administrativo Federal Nº 2 sostuvo que “En la sociedad de consumo post
industrial y las concentraciones urbanas de crecimiento vertiginoso, la tutela de
los denominados “intereses difusos” ocupa la instancia de las “cuestiones
principales”; es que las circunstancias de los individuos pierden importancia
con respecto a los grupos y/o colectividad en si. Por lo tanto, y más allá de que
se acepte o no esta denominación, lo importante de la cuestión es que se trata
de defender intereses que no son de una sola persona o de varias, sino de
todos o de un grupo que convive en un medio determinado y cuya suerte tiende
a ser común, sea que atañe a la degradación del medio, a su destrucción o,
como sucede en el caso, cuestiones relativas al gobierno mismo del conjunto o
comunidad” (E.D, Tº 149, 1992, págs. 432). También la Cámara Civil expresó
que “En el campo de los intereses difusos, es evidente que no es sólo la cosa
pública la que aparece directamente dañada sino que es el conjunto de los
habitantes de una manera personal y directa la víctima respecto de la cual el
derecho objetivo tiene necesariamente que acordar un esquema de protección,
dando legitimación para obrar al grupo o individuo que alegue su
representación sin necesidad de norma específica al respecto…La legitimación
activa de los particulares para la defensa de los intereses difusos no está
huérfana de fundamento constitucional; por el contrario, encuentra respaldo en
el art. 14 de nuestra Carta Magna, en tanto consagra el derecho de peticionar a
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las autoridades, y también el art. 33, en cuanto reconoce los derechos no
enumerados que nacen del principio de la soberanía del pueblo..” (CNCiv. Sala
I, J.A., Bs.As. Nº 5871, 9-3-94, ,pág. 14/24)
LA LESION INMINENTE
Si bien entendemos que resultan inobjetables las
razones que hacen a nuestra legitimación y al objeto del amparo, es necesario
precisar el porqué de la vía elegida, que tiene que ver con la facultad que
confiere el art. 43 para solicitar por vía de amparo la inconstitucionalidad de
una norma, pero fundamentalmente con las razones de urgencia, ante el daño
inminente que supone una política de hidrocarburos originada en un decreto
dictado de apuro para justificar una inminente contratación. Decimos daño
inminente y lo vamos a justificar, ya que es el requisito constitucional para la
viabilidad de la acción.
El art. 43 citado no especifica fecha alguna ni
plazo específico y a ello correspondería atenerse, ya que la ley no es ni puede
ser superior a la norma constitucional, y por otra parte la Constitución Nacional
es posterior a la ley de amparo. Por otra parte, las garantías constitucionales
que hacen a la defensa de los intereses básicos de los ciudadanos no pueden
estar encerradas en límites formales de tiempo o restricciones que hagan
inviable la tutela jurisdiccional.
Es cierto que existe un fallo plenario de la
Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal (Bertoni, Alba Hilda y otro
c/PEN ley 25.561 s/amparo ley 16.986, del 27-8-2002 donde se determinó que
“las cuestiones relacionadas con el cómputo del plazo para la articulación del
recurso de amparo previsto en la ley 16.986 deben ser analizadas en cada
caso particular, atendiendo a las defensas planteadas” que no indica plazo
alguno sino que remite a las circunstancias particulares de cada causa, pero
entendemos, que esa limitación de tiempo no es compatible con la nueva
norma del art. 43 de la CN, ni con lo determinado en los tratados
internacionales incorporados a la C.N. por medio del art. 75, inc. 22, como el
artículo 18 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del
Hombre, el artículo 8 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el
artículo 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San
José de Costa Rica), o la parte II, artículo 2, apartado 3 del Pacto Internacional
de los Derechos Civiles y Políticos, que hoy son fuente indudable de nuestro
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Derecho positivo. En tales disposiciones no existen términos determinados
para la deducción del amparo. Es decir que en esta cuestión de los plazos que
hacen a la viabilidad de la acción hay un criterio limitado al plazo de quince
días desde que se tuvo conocimiento del acto lesivo, que ha sido morigerado
en cuanto a sus alcances por el plenario citado, y hay otro criterio que indica
que ese plazo ya no existe debido a que el art. 43 de la CN, no establece plazo
alguno, debiendo ceder la ley 16.986 ante la norma constitucional. Este es el
criterio de Rojas (Jorge A. Rojas, La Emergencia y El Proceso, Ed. Rubinzal-
Culzoni, Buenos Aires, 2003), y de Bidart Campos (Germán J. Bidart Campos,
Manual de la Constitución Reformada, Ediar, Buenos Aires, 1997) Éste último,
es categórico en cuanto sostiene la inexistencia de plazo alguno dado lo
establecido en el art. 43 del nuevo texto constitucional y creemos que es el
enfoque correcto ya que nadie puede dudar de la preeminencia de esta norma
sobre una vieja ley y sobre cualquier plenario dictado para adecuar esa ley.
Quizá para considerar este punto del plazo
deberíamos relacionarlo con la doctrina de la Corte en cuanto a las
formalidades rígidas del proceso, ya que el alto tribunal descalificó como
arbitrarias aquellas sentencias que se atuvieron rígidamente a cuestiones
formales, sin ir al aspecto esencial de las cuestiones debatidas, donde lo más
importante era la búsqueda de la verdad y no determinados aspectos
procesales, que aún reconociendo su vigencia no podían tener mayor entidad
que el fin último del proceso. En el caso del límite temporal al que hiciéramos
referencia, entendemos que además de su pérdida de vigencia, como señala
Bidart Campos, no puede restringir el acceso a la jurisdicción cuando se está
ante un hecho de indudable gravedad y de imposible reparación ulterior.
También para considerar este último aspecto de la caducidad del plazo, debe
tenerse en cuenta que cuando se dictó la ley, la acción de amparo solo se
viabilizaba a través de la doctrina de la Corte, ya que no había normas
específicas sobre la materia, y los contextos eran otros. Hoy la protección
constitucional es más amplia y está consagrada en tratados internacionales,
que según la doctrina de la Corte son de aplicación obligatoria para jueces y
tribunales, y en esos tratados no existe plazo limitativo alguno.
Empero, si a pesar de lo manifestado se insistiera
en considerar el plazo de quince días desde que se tuvo conocimiento del acto
que provoca la lesión materia del amparo, deben tenerse en cuenta los
alcances del plenario citado ut-supra, en cuanto establece -como ya dijéramos-
que a los efectos de computar el plazo del amparo, las cuestiones deben ser
“analizadas en cada caso particular, atendiendo a las defensas planteadas”.
Además lo que reviste de carácter sustancial al fundamento fáctico del recurso
14
es que nunca el país se encontró frente a una situación de inminente crisis
energética, y vaciamiento de los recursos hidrocarburíferos como en la
actualidad donde los más serios estudios sobre la materia demuestran
inequívocamente que desde hace dos años se importan algunos combustibles
líquidos, y las reservas, cada vez más exiguas, van camino del agotamiento,
calculándose de seguir el actual estado de cosas, que se agotarán en un plazo
no mayor a los nueve años, con lo que ello va a significar para la economía al
tener que destinar una gran parte de los recursos a una importación que de
haberse seguido otra política no hubiera sido necesaria. Es decir, que ha
existido una acción de continuidad del daño, que se ha ido agravando, hasta
alcanzar en estos momentos una dimensión que significa, la inminencia de una
crisis energética de proporciones que es necesario conjurar. Finalmente hay
que considerar que el Decreto tiene fecha 11 de julio, y la feria judicial impidió
iniciar la acción en las dos semanas posteriores a la suscripción del mismo, por
lo cual entendemos, que no puede haber impedimento legal alguno por el
transcurso del tiempo.
LAS RESERVAS. LA CRISIS
El problema de los recursos de hidrocarburos que
afecta ya gravemente a nuestro país, es simplemente el emergente de un
colapso generalizado que se empezó a detectar a través de los propios
informes de las compañías petroleras más importantes del mundo. Las
informaciones de que disponemos, muestran que lo que decimos, no son
simples manifestaciones de oportunismo político, sino lo que hemos receptado
de esos informes. Como ejemplo podemos citar que Conoco-Phillips, fusión de
Continental Oil y Phillips Petroleum, con sede en Houston anunció en el 2007
que sus reservas petroleras globales sumaban solo un 65% de todo el crudo
producido ese año; Chevron Texaco, la segunda empresa energética de los
EE.UU. informó de la existencia de un notable desequilibrio entre su producción
y la restitución de sus reservas. Royal Dutch Shell declaró en el 2004 que
había sobreestimado sus reservas de crudo y gas natural en un 20%,
habiendo bajado sus reservas en más de un 10%, lo que implica una pérdida
de neta de 5.300 millones de barriles de crudo.
Estos ejemplos demuestran que la voracidad
financiera de las empresas, donde lo único importante en Argentina fue extraer,
vender sin explorar nuevas fuentes, está creando complicaciones cada vez
mayores, con un horizonte a la vista altamente preocupante. Al respecto Mike
Rodgers que firmara un estudio publicado por PFC ENERGY de Washington
D.C. sostuvo que “En efecto, las existencias mundiales de crudo son todavía
muy dependientes de las posesiones de antaño, descubiertas durante los
tiempos de auge de la exploración” lo que revela la falta de exploración y de
15
búsqueda de nuevas reservas, y el Dr. Michael T. Klare, profesor del
Hampshire College, y autor de “RESOURCES WARS: THE NEW LANDSCAPE
OF GLOBAL CONFLICT” y “THE RACE FOR WHAT’S LEFT THE GLOBAL
SCRAMBLE FOR THE WORL’S LAST RESOURCES”, afirma en una de sus
obra como ocurrirá el aplastamiento energético y qué tan severo puede ser son
materia de un debate considerable. En gran medida, este debate gira en torno
al concepto de “clímax petrolero” o producción máxima sostenible diaria. En los
cincuenta un geólogo del petróleo, M. King Hubbert, publicó una serie de
ecuaciones que muestran que la extracción de cualquier pozo o reserva de
crudo seguirá una curva parabólica en el tiempo. La producción aumenta
rápidamente después de la perforación inicial y luego pierde fuerza conforme la
extracción alcanza su máximo, su “clímax” o “pico”, como se lo conoce por lo
común. Este se alcanza casi siempre cuando se ha extraído la mitad del monto
total del petróleo de dicha fuente, después de lo cual la producción cae a una
tasa de caída más y más pronunciada. En 1956 y usando esas ecuaciones,
Hubbert predijo que la producción de crudo convencional en Estados Unidos
tendría un pico o clímax a principios de los setenta. Su predicción provocó
mucha mofa en esa época, pero le dio gran renombre cuando en efecto la
extracción estadounidense llegó a su nivel pico en 1972. Debido a los
insuficientes datos que había entonces, Hubbert no pudo aplicar sus
ecuaciones a la producción estadounidense. Sin embargo, él predijo que la
producción global -al igual que la estadounidense- alcanzaría eventualmente
su nivel pico y después iniciaría su declive irreversible. Empero no pudo prever
la decisión antiambiental de la extracción no convencional que promete
asegurar una oferta creciente, pero que por aumento grave de los costos no
impedirá el futuro de un petróleo caro y menos concentrado entre los países.
Hoy son muchos los países donde se prohíben este gas y este petróleo no
convencionales para no destruir el ambiente y evitar las consecuencias
sísmicas que parecen inevitables
En el caso argentino la crisis hidrocarburífera llega
a extremos de gravedad que no pueden soslayarse y demuestra que todo el
proceso de desregulación y desnacionalización de los hidrocarburos, no fue el
producto de decisiones desacertadas de política económica, sino el resultado
de un plan deliberado para agotar nuestros recursos, sin las inversiones
básicas para restablecer el equilibrio necesario entre la explotación y las
reservas.
La explotación irracional de los recursos
energéticos nos ha llevado a una crisis, que ha significado importar
combustibles el año 2011 por valor de 9397 millones de dólares conforme lo
16
informara la Sra. Presidenta de la Nación y en el año 2012 las importaciones
alcanzaron los 12.000 millones de dólares, con la enorme transferencia de
recursos que ello significó para la economía nacional. Existen antecedentes
que anunciaban estas crecientes dificultades energéticas. Solo cabe recordar
que el 26 de marzo de 2004 la Secretaría de Energía dio a conocer la
Resolución 265 por medio de la cual se puso de manifiesto que la situación de
abastecimiento de gas al parque generador termoeléctrico se transformó en
complicada dado que el mismo “no está plenamente en condiciones de operar
física y financieramente sobre la base de combustibles líquidos”. Eso la llevó a
establecer un programa de racionalización energética, buscando la importación
de combustibles líquidos y gaseosos y estableciendo un plan para alentar la
reducción del consumo de gas y electricidad (Resolución 415) Estas
racionalizaciones determinadas por un comienzo de crisis, no reparaban que se
hablaba de reducciones al consumo, ignorando el hecho de que hay más de 11
millones de personas que carecen de provisión de gas por redes según el
Indec, aunque nuestros propios estudios llevan esa cifra a 15 millones de
personas. A partir de allí y no obstante las medidas restrictivas adoptadas, la
situación no ha variado sustancialmente, y es por eso que es necesario
importar gas en grandes cantidades.
En los inicios de la gestión del Presidente Kirchner,
solicitamos a las autoridades del sector, la realización de una auditoría integral
de reservas, de extracción y de inversiones que estuviera a cargo de técnicos
argentinos independientes, es decir no vinculados a las empresas privadas
actuantes, sin que nada se hiciera al respecto. Tal planteo lo hicimos para
saber con exactitud el nivel de reservas existentes, ya que no confiamos en los
datos que suministran las petroleras privadas.
En el actual estado en que se encuentra la
producción, el consumo y la exportación, los niveles de reservas de gas y
petróleo no llegan a los siete años, cuando a fines de la etapa estatal llegaban
a 36 y 16 años respectivamente. No obstante ello reiteramos que los datos no
nos merecen fe, por lo tanto cualquier decisión técnica, económica o política
que se adopte en el futuro sobre la base de los mismos, no es creíble, y tiene
grandes posibilidades de estar equivocada
La crisis energética que existe a nivel global, quedó
una vez más evidenciada, por un importante personaje del mundo petrolero, Alí
Moshiri, Presidente de la división para exploración de América Latina de
Chevron Texaco, quien el día 10 de agosto de 2006, en la conferencia
17
“Argentina: crecimiento y oportunidades de inversión” que organizó el
Consejo de las Américas, dijo “la inversión actual solo alcanza para
mantener la producción pero no para sumar nuevas exploraciones”, mostrando
un gráfico donde se señalaba el agotamiento total de las cuencas de gas y
petróleo para el año 2030, lo que fue ratificado por Gustavo Cañonero,
economista-jefe del Deutsche Bank quien dijo “ la Argentina se beneficiaba de
la coyuntura internacional que era muy favorable con las economías que
producen commodities. Hasta 2007 está todo controlado. Pero después hacen
falta fuertes inversiones. Estamos hablando de un mínimo de 5000 millones de
dólares en los próximos cuatro años y 10.000 si lo que se quiere es ampliar la
oferta actual” (La Nación, 11 de agosto de 2006) Esta palabra “commodities”
del banquero no es casual y muestra cual es el concepto que nos impusieron
sobre nuestro petróleo: una simple mercancía negociable. Lo que es un recurso
estratégico para las grandes potencias, que hasta prefirieron importarlo para
cuidar sus reservas, pasó a ser en la Argentina, nada más que un commoditie,
con lo que se lo despojó del valor inherente a un servicio público, y de tal
manera lo exportaron sin limitación
En los inicios de la gestión del Presidente Kirchner,
solicitamos a las autoridades del sector, la realización de una auditoría integral
de reservas, de extracción y de inversiones que estuviera a cargo de técnicos
argentinos independientes, es decir no vinculados a las empresas privadas
actuantes, sin que nada se hiciera al respecto. Tal planteo lo hicimos para
saber con exactitud el nivel de reservas existentes, ya que no confiamos en los
datos que suministran las petroleras privadas.
Siendo el conocimiento de las reservas de gas y
petróleo un dato insoslayable en la fijación de la política energética, y
considerando las decisiones adoptadas por el Poder Ejecutivo durante muchos
años, la conclusión natural es que la política del sector la fijaron las empresas
concesionarias de acuerdo a sus intereses, que no son precisamente los de la
Nación concedente. Ello ha perjudicado el futuro de la comunidad, al entregar
sus bienes estratégicos, limitándose el Estado a ejercer retenciones sobre lo
que exportan, como si ello fuera un considerable logro, y aportara recursos
importantes. No se tuvo en cuenta que tampoco existía el debido control sobre
lo que declaran las empresas, lo que no es algo nuevo en nuestro país, pero a
lo que debe ponérsele fin.
18
En resumen, que la urgencia del planteo que
efectuamos en este amparo está plenamente justificada ante la disminución de
las reservas, y al hecho de que se ha decidido la explotación de aquellas que
deben ser materia de una explotación no convencional, con los consiguientes
riesgos ambientales, como oportunamente lo mencionaremos.
Podríamos seguir acumulando multitud de citas
doctrinarias y jurisprudenciales, para apoyar la legitimidad de esta acción de
amparo e inconstitucionalidad, pero sería caer en una sobreabundancia que
nada agregaría a lo ya dicho, y entrar en un terreno de disquisiciones jurídicas
ajenas al sentido de esta presentación y más propias de un trabajo sobre la
materia. Creo que existen elementos de juicio – fácticos y jurídicos- que
determinan la razonabilidad de lo se que pide, que está indisolublemente
ligado al futuro de la Nación y de su pueblo, ya que como lo recordaba el
gobierno de la Provincia de Salta, en el memorial presentado a la Corte
Suprema de Justicia, en un litigio sostenido con la Standard Oil en 1928: “Se
trata de decidir, si la riqueza del subsuelo argentino pertenece al dominio de los
argentinos, o si por el contrario, ésta incalculable riqueza se ha de entregar al
monopolio y a los “trust” extranjeros para que agoten hasta el último
yacimiento, devolviéndonos luego la tierra estéril mientras el dividendo del
“trust” nos habrá sustraído todo el patrimonio argentino. Se trata de decidir, si
nuestro país se ha de trasnformar en el breve espacio de pocos años, en una
de las primeras potencialidades económica, sociales, financieras y culturales
de la Tierra, o si se prefiere dejar librados nuestros destinos a una servidumbre
económica que nos trabe el progreso y nos tenga sujetos al pasado feudal... Se
trata de saber si el porvenir de la Nación ha de ser ejercido por la voluntad libre
de los argentinos y con los resguardos de una ética austera e invariable, o si
tendremos dentro de nuestro suelo un Estado que extenderá su garra de acero,
derramando su oro de perversión e infiltrándose en la sociedad argentina con
su acción corruptora y disolvente”
Entendemos que si bien la cuestión que traemos a
conocimiento del tribunal, es de aquellas que eventualmente pueden constituir
un “leading case”, y de tal manera requieren un tratamiento prudente, ello no
significa en modo alguno que no deba existir una consideración amplia de todo
lo que aquí se pone en juego, que no es nada más y nada menos que la
defensa del orden jurídico y constitucional y de tal manera obtener una
sentencia ejemplar que determine la preservación de los bienes del todo el
pueblo, que no pueden ser malversados por un Estado cooptado al que solo se
le ha confiado la administración de los mismos, pero no su disponibilidad.
19
No se trata, mediante esta acción de enjuiciar la
corrección o los desaciertos de una política económica en particular, ya que
ello sería contrario a la naturaleza del recurso, sino que se trata de impedir la
convalidación de actos que afectan la estructura económica de la República al
privarla de sus recursos más específicos, y de lo que pareciera no se tiene la
debida conciencia, más allá de los slogans que se utilizan para criticar o apoyar
cualquier política. Si bien todas las cuestiones que determinan la afectación de
referencia comenzaron durante la década de los 90 y luego continuaron a
través de diversos instrumentos legales, después de un intento de cambiar
algo esta política, se sanciona este Decreto 929 que impugnamos mediante
esta acción, para evitar no solo la dilapidación de los recursos estratégicos,
anticipando un futuro energético de sombrías perspectivas en los próximos
años, sino que se experimenten técnicas que puedan afectar seriamente el
medio ambiente y a todas aquellas personas que viven en las zonas
susceptibles de esa explotación no convencional.
Sabemos que el amparo es un remedio
excepcional y que la declaración de inconstitucionalidad de una ley de la
Nación y de los decretos citados, entrañan una acción con graves
consecuencias de índole institucional. La Corte Suprema de Justicia ha
sostenido a través de diversos pronunciamientos que la declaración de
inconstitucionalidad de preceptos de jerarquía legal, constituye la más delicada
de las funciones susceptibles de encomendarse a un tribunal de justicia, que
debe ser considerado como la última ratio del orden jurídico (Fallos 260:153,
286:76, 288:325, 300: 241, 301:1062, 302:457 y 1149, 303:1708 y 324:920) y
esa inconstitucionalidad “no cabe formularla sino cuando un acabado examen
del precepto conduce a la convicción de que su aplicación cierta conculca el
derecho o la garantía constitucional invocados (CSJN. S 173, XXXVIII-
originario, Pcia. De San Luis c/Estado Nacional s/ Acción de Amparo”, del voto
de los ministros Belluscio, Maqueda y Boggiano) Es por ello, que si bien no se
nos escapa todo lo que se encuentra en juego en materia de la política de
hidrocarburos, las presiones existentes sobre el Poder Ejecutivo para continuar
en el mismo derrotero de sus predecesores, y los supuestos “derechos” que
podrían alegar las empresas que manejan todos esos recursos; entendemos
que por encima de toda esa configuración de apetencias crematísticas, están
los superiores intereses del Estado y éste no puede comprometer el patrimonio
de toda la comunidad argentina, alterar el orden jurídico y quebrantar la
legalidad para satisfacerlos. De tal manera y para evitar que se continúe con un
irregular manejo de esos recursos –que no son propiedad del Poder Ejecutivo-
la única opción que nos queda es promover esta acción que presenta aspectos
20
no convencionales en cuanto a la inusual gravedad de la situación planteada, y
al hecho cierto de que no existe otra vía legal que permita, con la urgencia que
el caso requiere, impedir que se sigan concretando actos de manifiesta
ilegalidad.
Antes de la reforma constitucional de 1994, una
acción de inconstitucionalidad, podía ser objeto de varios reparos sino existía
estrictamente un “caso judicial”. Con la reforma del Código de Procedimientos
en lo Civil y Comercial de la Nación en 1968, se estableció la posibilidad de
acceso a la jurisdicción a los efectos de obtener una sentencia meramente
declarativa a los efectos de poner fin a un estado de incertidumbre sobre
determinadas cuestiones, o donde la relación jurídica entre partes presentara
controversias que necesitaran definirse sin llegar a la necesidad de una acción
jurídicamente controversial. Empero ello no resultó suficiente respecto de la
posibilidad de plantear la inconstitucionalidad de una norma, debido a que la
Corte Suprema tenía desde siempre establecido, que si no había un
planteamiento concreto derivado de una acción litigiosa, o de la concreta
afectación de un derecho, no correspondía expedirse sobre la
inconstitucionalidad de una norma, ya que no era un tribunal de consulta ni
juzgaba casos abstractos. Este criterio comenzó a variar a partir del dictamen
del Procurador Marquardt (in re “Hidronor c/Pcia. de Neuquén”, LL. 154-515) y
se afirmó en “Lorenzo c/ Nación Argentina” y luego en “Gómez c/Pcia. de
Córdoba”, hasta la indicada reforma de 1994. Es por ello que hoy se admite sin
ambages que “La actual redacción del artículo 43 de la Constitución Nacional
ha removido el obstáculo que representaba el inciso d, del artículo 2 de la
ley.16.986 habilitando por la vía de la acción de amparo, la declaración de
inconstitucionalidad de la norma en que se funde el acto u omisión lesiva; ello
amen de señalar que, aún antes de la recepción constitucional de tal
posibilidad, la Corte Suprema de Justicia de la nación se había pronunciado a
favor de la misma, sobre la base de que esa restricción no podía ser entendida
de manera absoluta, pues equivaldría a destruir la esencia misma de la
institución del amparo, inspirada en el propósito de salvaguardar los derechos
sustanciales de las personas cuando no existen otros remedios eficaces al
efecto; máxime como sucede en el caso de la ilegitimidad de la norma
cuestionada es clara y evidente, lo que torna innecesaria la remisión de la
cuestión a otros procedimientos judiciales ordinarios ( Jorge Rojas, La
Emergencia y el Proceso, Ed. Rubinzal Culzoni, Bs. As. 2003, pág. 251) De tal
manera que no es discutible la procedencia de la acción de inconstitucionalidad
a través del amparo, porque así lo determina la Constitución Nacional, y ya lo
recoge con amplitud la jurisprudencia de nuestros tribunales.
21
Además de lo expuesto, debemos insistir en que la
inconstitucionalidad peticionada significa restaurar el orden jurídico y
constitucional, que se ha visto desconocido y quebrantado a través del dictado
de leyes producto de ocasionales conveniencias políticas que no responden al
debido funcionamiento del sistema republicano que nos rige. Y esto no es una
afirmación apresurada, producto de los esfuerzos para fortalecer la
fundamentación del amparo, sino una evidencia incontrastable que surge del
Decreto impugnado, en cuanto por medio del mismo se ha violado la Ley de
Hidrocarburos, y la propia Constitución Nacional.
III.- LOS HECHOS
Con el descubrimiento de petróleo en Comodoro
Rivadavia el 13 de diciembre de 1907, comenzó una larga lucha para asegurar
que esa riqueza fuera explotada en beneficio del país. El 3 de junio de 1922 el
presidente Irigoyen dictó un decreto creando la “Dirección General de
Yacimientos Petrolíferos Fiscales” y el 19 de octubre del mismo año el
presidente Marcelo T. de Alvear mediante un instrumento análogo designó
como Director General de la entidad al Coronel Enrique Mosconi, quien
desarrolló una fundamental labor para consolidar a la empresa como una de las
petroleras más importantes. Su labor permitió demostrar la mentada falacia que
era necesario contar con grandes capitales para desarrollar una industria
nacional, sin tener en cuenta que esos capitales habrían de obtenerse de los
beneficios producidos por la empresa. Es bien conocida la actuación de este
notable hombre público que se enfrentó a los trust petroleros, y desplazando a
las principales compañías, consiguió controlar todo el mercado interno del
petróleo.
Desde ese año 1922, hasta 1989, la industria
petrolera sufrió una gran variedad de alternativas que no es del caso comentar
aquí en homenaje a la brevedad, y que son suficientemente conocidas; pero a
pesar de ello, en ningún caso hubo duda alguna que los recursos
hidrocarburíferos eran propiedad inalienable e imprescriptible de la Nación. El
art. 40 de la Constitución de 1949 nacionalizó el subsuelo y terminó con las
concesiones, y aún cuando esa ley fue derogada por una disposición emanada
de un gobierno usurpador, nunca estuvo en peligro cierto la propiedad de los
recursos del subsuelo, pese a una serie de alternativas contractuales que
llevaron a la celebración de contratos con empresas extranjeras durante la
presidencia del Dr. Arturo Frondizi, los que fueron anulados por un decreto del
Presidente Arturo Illía.
22
Aunque no se tenían las ideas de Mosconi, y eran
otras las concepciones económicas vigentes, el gobierno presidido por el Gral.
Onganía, sancionó la ley 17.319 ( B.O. 30/6/67) en cuyo artículo 1º se
estableció que “Los yacimientos de hidrocarburos líquidos y gaseosos situados
en el territorio del República Argentina y en su plataforma continental
pertenecen al patrimonio imprescriptible e inalienable del Estado Nacional” y
en la exposición de motivos elevada con la firma del Ministro Adalbert Krieger
Vasena si bien se admite la intervención de empresas particulares para la
explotación de hidrocarburos, queda muy en claro que la misma estará
subordinada a la explotación que lleve a cabo YPF, indicando que “ La
intervención subsidiaria de las empresas particulares en modo alguno afectará
el papel fundamental que Y.P.F. y Gas del estado, seguirán desempeñando en
la política nacional de los hidrocarburos, ni menoscabará los poderes de que
dispone el estado para reglar la exploración, la explotación, el transporte, la
industrialización y la comercialización de esas sustancias, desde que tanto la
fijación de la política en la materia, como la conducción y el contralor de su
aplicación estarán totalmente a cargo del Poder Ejecutivo” agregando que la
actividad de las empresas particulares sería “tributaria del quehacer de las
empresas estatales, únicas titulares de los derechos mineros referidos a
yacimientos de hidrocarburos”. Es decir que ni remotamente se suponía que
YPF abandonara el papel rector que tenía en materia petrolera ni que el Estado
pudiera resignar sus potestades en materia de control sobre tales recursos.
Pigretti sostiene que la ley 17.319 es casi una copia literal de la ley española
del 26 de diciembre de 1958 sobre Régimen Jurídico de Investigación y
Explotación de los Hidrocarburos, es decir que no se trató de algo original de
ese gobierno, sino que se adoptó un texto legal que más allá de algunas
falencias, seguía asegurando la propiedad estatal de los recursos ( cif. Eduardo
A. Pigretti, El nuevo Régimen Legal de los Hidrocarburos Líquidos y Gaseosos,
ADLA. XXVIII-B 1967, págs. 1486 y sig.).A su vez, y determinando el carácter
que tenían los hidrocarburos, la Corte Suprema afirmó: “Que la ley
17.319 –cuyo art.1º fue declarado constitucionalmente válido por esta Corte en
la causa “Yacimientos Petrolíferos Fiscales c.Mendoza, Pcia. De y otro
s/nulidad de concesión minera” del 3 de mayo de 1979- confirió a los
yacimientos de hidrocarburos líquidos y gaseosos situados en la República y su
plataforma continental, el carácter de establecimiento de utilidad nacional –por
su calidad de complejo de obras y servicios-, en los términos del art. 67, inc. 27
de la Constitución Nacional, quedando sometidos a la legislación exclusiva de
la Nación y en las condiciones inherentes a la vital importancia que revisten
para la economía general del país y su defensa” (CSJN., 6-12-84, “B.J. Service
Argentina S.A. c. Provincia de Mendoza”, considerando 2º, La Ley 1985-B, 199)
y cuatro años después volvió a ratificar tales criterios al sostener “Que si bien la
23
utilidad nacional de los yacimientos de hidrocarburos puede derivarse
racionalmente de su propia naturaleza (doctrina de Fallos t.302, p. 1223) cabe
señalar que su incorporación entre los establecimientos amparados por el art.
67, inc. 27 de la Constitución es consecuencia de la interpretación de las
normas de la ley 17.319 y, por consiguiente, de la voluntad del legislador
nacional al que esta Corte ha reconocido, por principio, la atribución de
determinar la existencia del fin nacional así como la elección de los modos de
satisfacerlo (Fallos, t. 259, pág. 413, consid.. 8º)” (CSJN. 2/8/88, “Provincia de
Mendoza c. Estado Nacional, La Ley 1989- A, 447)
Durante la dictadura cívico-militar hubo algunos
intentos de privatizar a YPF, a través de proyectos propiciados por el ministro
de Economía de Galtieri, Dr. Roberto Alemann, y por los Dres. Juan Alemann y
Alberto Grimoldi, pero más allá del descomunal endeudamiento al que se
sometió a la empresa durante esa dictadura, que la llevó a tener que afrontar
obligaciones por casi 6.000 millones de dólares, YPF seguiría manteniendo el
control de la política petrolera. Sería con el advenimiento del presidente
Menem, donde se instrumentaría en proceso de liquidación de la petrolera
estatal, entregando el dominio de los recursos del subsuelo a empresas
extranjeras a través de los decretos desregulatorios 1055/89, 1212/89 y
1589/89 que se convirtieron en un verdadero “corpus” reglamentario para
terminar con el control del Estado sobre el sector; convirtiéndose tales normas
en los antecedentes inmediatos para proceder a convertir a YPF en una
sociedad anónima, despojándola de su carácter de sociedad del Estado, y
luego privatizarla hasta la entrega final a la petrolera Repsol.
A fines de 1989, cuando asumió el presidente
Menem la legislación vigente era:
Ley 17.319 de Hidrocarburos
Ley 21.778/78 de contratos de riesgo
Decreto 1.443/85 y decreto 623/87.
Es decir que existía una legislación, que a pesar de
sus falencias conservaba la autonomía de YPF en el sector y el control del
Estado sobre las operaciones. El gobierno menemista vendría a modificar todo
ese sistema a través de una arquitectura “legal” que se iría perfeccionando a
través de numerosas resoluciones y diversos actos administrativos para
terminar con propiedad estatal, desregulando el sistema. De tal manera y a
través de lo ocurrido de allí en adelante el país perdería su renta petrolera,
sería enajenada la empresa estatal, y las empresas extranjeras, pasarían a
24
ejercer el manejo total de los recursos hidrocarburíferos, sin control alguno por
parte del Estado.
Pero esta historia comienza mucho antes, y tiene
que ver con un plan minuciosamente preparado para quedarse con las
empresas públicas, a través del mecanismo de la deuda externa. En efecto, en
el mes de octubre de 1983 se reunieron en un “foro” Henry Kissinger, Alan
Greenspan, miembro del consejo directivo de Morgan Guaranty Trust, Helmut
Schmidt, Valery Giscard d’Estaign y otros prominentes personajes para tratar
distintos problemas internacionales, dedicando parte sustancial del encuentro a
tratar el “apremiante problema de los países en desarrollo”. Allí Greenspan
planteó la idea de que los países pagaran con acciones de sus empresas,
mientras Kissinger manifestó que la idea era acabar con ciertos conceptos de
soberanía que podían obstaculizar los planes. Además de decidir que no se
otorgarían más créditos bancarios a los países deudores, se comenzó a
planificar una adecuada estrategia para solucionar el problema de las deudas.
Fue así que David Rockefeller creó una Comisión de la Deuda
Latinoamericana, cuya dirección ejecutiva le fue confiada a Robert Hormats,
asistente de Kissinger en la casa bancaria Goldman Sachs and. Co.. Uno de
los miembros de esta comisión declaró al poco tiempo en Nueva York “Las
leyes de América Latina sobre inversión extranjera, tienen que cambiar, y eso
es un problema de soberanía nacional…La Comisión ha recogido las ideas de
la mayoría de las empresas multinacionales y los bancos de los Estados
Unidos y ahora se las estamos explicando a los gobiernos de América Latina.
Por ejemplo nos vamos a reunir en breve con funcionarios del Ministerio de
Hacienda de Argentina para decirles lo que los norteamericanos piensan sobre
nuevas inversiones…Tomemos el caso de Fabricaciones Militares, propiedad
del Ejército y que participa en la industria y la minería mucho más allá de las
necesidades militares. Les vamos a decir Tienen que suprimir todos los
subsidios de su economía, empezando por las empresas públicas. La verdad
es que de algún modo hay que introducir el concepto de quiebra al sector
público. Se tienen que cambiar las leyes estatales de Argentina, Brasil, México
y otros países. Primero, ningún subsidio estatal a empresas públicas como
Fabricaciones que no operan sobre bases comerciales, como cualquiera
compañía privada normal. Segundo, se les debe permitir declararse en quiebra
o, si necesitan más dinero, abrirlas a la inversión privada extranjera…Una vez
que se pueda llevar a una empresa del sector público en quiebra a los
tribunales, los acreedores pueden hacer lo que hizo el gobierno de los Estados
Unidos en el caso de la Chrysler o lo que hacen los bancos en Alemania
cuando una empresa deudora tiene dificultades. Se convierte parte de la deuda
en acciones y se la ayuda a resolver sus problemas…No hay sustituto para el
25
proceso de austeridad… Es completamente cierto que causa caos social, pero
las protestas de masas se pueden usar para promover cambios. Debido al
desempleo, habrá una tremenda presión pública sobre esos gobiernos para
que cambien sus leyes a fin de obtener nuevos créditos. Tenemos que usar la
austeridad y el caos social para quebrar las instituciones de esos países y
cambiar las leyes” (Cif. EIR, Resumen Ejecutivo, Vol. 1, Nº 8. 1 de octubre de
1983)
Durante la gestión menemista, con el consecuente
desguace del Estado Nacional, se consolidó la preeminencia de las petroleras
privadas, y la empresa emblemática que era YPF pasó también a ser
privatizada con las consecuencias por todos conocidas.
Todo ese plan, fue consensuado de alguna forma
con empresarios locales, que ya habían hecho grandes negocios con los
seguros de cambio en 1982, y persistían en seguir lucrando
desmesuradamente, aunque ello significara el empobrecimiento generalizado
de la población. Como apunta Ana Margheritis “La estrategia del gobierno
incluyó… el otorgamiento de incentivos materiales… de modo de promover la
emergencia de un nuevo grupo de beneficiarios de las reformas. En
consecuencia, durante 1990 el proceso de desregulación y privatización
avanzó significativamente, y el tipo de inserción económica lograda por unos
pocos holdings locales a través de las privatizaciones contribuyó a consolidar
su rol como actor político y económico. Los llamados “capitanes” de hecho se
convirtieron en el principal interlocutor del gobierno en el proceso de formación
de la política económica… En síntesis, las reformas económicas significaron un
muy buen negocio para los capitales locales y los acreedores externos. Los
grandes grupos económicos domésticos completaron y consolidaron el proceso
iniciado dos décadas atrás, de diversificación, integración e internacionalización
de sus actividades económicas. (Ana Margheritis, Ajuste y Reforma en la
Argentina (1989-1995), Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1999,
pág. 101).
Para posibilitar la puesta en marcha de una política
de desguace del Estado Nacional, se dictó la ley 23.696 de Reforma del
Estado, que habilitó todo el sistema de privatizaciones y abrió el camino para la
realización de sociedades mixtas en las áreas petroleras centrales. También se
dictó la ley 23.697 de Emergencia Económica, que determinó la suspensión de
los subsidios, la desafectación de los Fondos Energéticos, la fijación de precios
y las variables de pago de regalías petroleras. En referencia a este tema
26
puntual, se estableció que las regalías serían abonadas sobre la base del Valor
Boca de Pozo (VBP), que el mismo no sería del 80% del valor internacional del
petróleo y que esas regalías, que eran del 12%, podían reducirse hasta el 8%
del total producido. Dado el apuro con él que intentaba privatizar, se produjeron
notorias contradicciones entre las normas, ya que si bien la ley de emergencia
prohibía los subsidios, estos se otorgaron generosamente.
Pero además, para perfeccionar ese plan de
extranjerización de la economía se dictó la ley 24.156 de administración
financiera que daba amplias facultades al Ministerio de Economía de la Nación
para renegociar todo lo que tuviera que ver con la deuda externa, tanto en lo
relacionado con los acreedores privados, como con los organismos
multilaterales de crédito. Esta ley, y todo lo relacionado con el endeudamiento
estarían inescindiblemente relacionado con la política de hidrocarburos que se
llevaría a cabo en adelante.
Debemos decir que todo lo que se fue articulando
estuvo debidamente planificado, con un conjunto de Bancos y con la
participación del FMI. No se trató de una improvisación circunstancial, sino que
respondió a la necesidad de poner en practica un nuevo modelo de Estado,
que respondiera funcionalmente al sistema en el que debía insertarse el país,
cuya asignación geopolítica estaba dada por la llamada doctrina del “realismo
periférico” que suponía seguir las políticas neoliberales que se estaban
implementando, donde la libre empresa iba a sustituir definitivamente otras
concepciones del Estado, el que debía ser reducido a su mínima expresión.
Todo este proceso desregulador arrancaba de la
evolución de una serie de teorías económicas, que para uno de sus apologistas
ha hecho cimbrar los cimientos mismos de algunas instituciones clásicas del
derecho administrativo, y que pueden resumirse en lo que se ha dado en llamar
“nueva economía pública” (public choise). Esta nueva escuela ha cuestionado
la función intervencionista del Estado, realizando un análisis de las supuestas
falencias que tendría como regulador y aún como administrador, entendiendo
que toda acción del Estado enderezada al bien común no es más que una
simple teoría que los hechos se encargan de refutar a cada paso. La obra
clave donde se desarrollan estas teorías, “The Calculus of Consent, (University
of Michigan Press, An Arbor, 1962), fue publicada por los profesores James
M. Buchanan y Gordon Tullock, del Virginia Politecnic Institute, quienes
crearon el Center of Public Choise en 1969. Otros autores como Henri Lepage
(Demain le Capitalismo, Le livre de poche, Pluriel, 1978) y Dennis Mueller
27
(Public Choice II, Cambridge University Press, 1989) fueron desarrollando a
partir de allí una verdadera escuela destinada a demostrar la validez de estas
teorías que en síntesis demolían la concepción jurídica clásica del Estado,
atribuyéndole todo un conjunto de inequidades en su estructuración, mientras
se ponderaban las virtudes del mercado libre como la única posibilidad de una
maximización de posibilidades para el hombre común, quien era caracterizado
nada más que como “hombre económico” que solo persigue su interés
individual.
En nuestro país, todas estas teorías y aquellas que
fulminaban la capacidad del Estado como agente del bien común y promotor de
la riqueza nacional, fueron divulgadas por algunos institutos de investigación
como CEMA, FIEL, la FUNDACION MEDITERRANEA, que en diversas
ocasiones suministraron sus cuadros más importantes para dirigir la economía
del país. Como dice uno de sus apologistas refiriéndose a los trabajos
preparados por estas organizaciones: “estos trabajos ayudaron a dimensionar
la naturaleza de los graves problemas que había que enfrentar, proveyeron
datos empíricos y comparaciones internacionales, focalizaron el debate y le
dieron mayor profundidad a la discusión sobre políticas instrumentales” (Felipe
de la Balze, Reforma y Crecimiento en la Argentina, en “Reforma y
Convergencia” CARI y ADEBA, Buenos Aires, 1993, pág. 59)
Por supuesto no fueron trabajos desinteresados, ya
que esos institutos de investigación estaban financiados por empresas
privadas nacionales y extranjeras, para quienes resultaba prioritaria la
desregulación económica, como la forma más viable, para poder controlar las
mayores fuentes de recursos del país. Es importante señalar que precisamente
en el mismo año en que se promulgó la ley de reforma del Estado, la
Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL) publicó un
libro que se llamó Los costos del estado regulador (Fiel, Ed. Manantial, Buenos
Aires, 1989) en el que analizaba la imposibilidad de continuar con un Estado
como el existente, siendo necesario adoptar un conjunto de medidas
económicas que desregularan todos lo sectores, para acabar con ese enorme
Estado al que resultaba necesario achicar.
Tales concepciones no hubieran pasado de tener
un mero interés académico, o ser materia de reflexión para aquellos
interesados en el análisis de los aspectos burocráticos del Estado; sin embargo
se fueron afirmando en muchos países lo que determinó el concepto de que el
Estado-Nación se debilitara, pasando a configurar una nueva forma de Estado:
28
el posmoderno donde confluiría la globalización, con el liberalismo económico,
la fluidez mediática, el hiperconsumo de los sectores privilegiados. Así se
convirtió a la riqueza en el valor supremo en torno al cual debían girar todas las
políticas, pasando el Estado a convertirse en un disminuido administrador de lo
poco que le quedaba.
Uno de los propugnadores de esas condiciones
limitativas del Estado fue el Dr. Roberto Dromi, propulsor de la reforma del
Estado, para quien éste no debe intervenir sino “en subsidio… El Estado más
pequeño, con menos funciones, es más libre para actuar. Surge a partir del
traspaso a manos privadas de los cometidos prestacionales una nueva
administración, la subsidiaria o no estatal, que hereda esas funciones del
Estado servidor. (Roberto Dromi, El Derecho Público en la Hipermodernidad,
Hispania Libros y Facultad de Derecho Universidad Complutense, Buenos
Aires, 2005, pág.314) Dromi, como ministro del gabinete de Menem puso todo
su empeño para lograr esa disminución del Estado, haciendo realidad la falacia
propugnada durante la dictadura militar de que “achicar al estado es agrandar
la Nación”. Empero resulta de tal magnitud la indignidad del proyecto de
reforma, que el citado Dromi habla de los anteriores planes de reforma, que cita
como precedentes: “Prebisch (1955) de “reestablecimiento económico”:
Alsogaray (1958), de “austeridad y racionalización”; Krieger Vasena (1966), de
“abaratamiento del gastos público”; Gelbard (1973), de “contención del gasto
público”, Martínez de Hoz(1976), de “racionalización administrativa”, y
Sourrouille (1984), de “restricción del gasto público” que fueron puesto en
práctica por gobiernos que decidieron ejercer “siempre una lucha sin limites
contra el déficit fiscal, la inflación y el desmedido tamaño del Estado” (cif.
Roberto Dromi, Reforma del Estado y Privatizaciones. To. I, Legislación y
Jurisprudencia, Astrea, Buenos Aires, 1991, pág. 37).
Los precedentes de Dromi no podrían ser más
oportunos para poder analizar la filiación ideológica del proyecto que llevó a
cabo Menem, bajo la asistencia técnica de su ministro, que elaboró toda la
corrupta estructura que posibilitaría el desguace del Estado, y la sustracción
continuada de nuestros recursos para ser transferidos al exterior, como ha
quedado ampliamente demostrado en hechos que son de público
conocimiento. Además el ministro Dromi había confesado en el Congreso de la
Nación que el país “estaba de rodillas” ante los acreedores, y no existían otras
alternativas que la privatización total. Es decir que el proyecto de los banqueros
funcionaría a la perfección encontrando un Poder Ejecutivo, que atropellando
normas fundamentales de la Nación procedería a hacer el trabajo que se les
exigía desde los bancos acreedores.
29
Para llevar a la práctica, estas teorías –
perfectamente funcionales al poder de los capitales extranjeros- se utilizaron
diversos fundamentos: se habló de la esclerosis productiva, del bloqueo social,
de las rigideces regulatorias, de la distorsión en la asignación de los recursos,
de la ineficiencia administrativa, etc. etc., todo lo cual ocasionaba una especie
de caos operativo que aumentaba exponencialmente los gastos del Estado,
produciéndose déficit, que eran un constante factor de perturbación económica
y de inequidad social, al que debía ponérsele término. También se argumentó
sobre la necesidad de solucionar los graves problemas fiscales y amortizar el
pago de la deuda externa, ya que los títulos de la misma a podrían ser
utilizados como forma de pago por los activos públicos
Por eso es necesario decir que todo este
sistema de la emergencia y las disposiciones consecuentes que se
estructuraron serían el resultado de una política articulada de conformidad con
bancos extranjeros que eran acreedores de la Argentina, y contó con el pleno
apoyo del FMI y del Banco Mundial, que celebraron acuerdos con el gobierno
nacional, ante el compromiso de éste de poner en marcha el plan de
privatizaciones y transnacionalización de la economía. Tan es así que el día 19
de junio de 1992, Michel Camdessus, en nombre del Fondo Monetario
Internacional, enviaba una comunicación reservada a los bancos
internacionales donde les expresaba que en la Argentina “Entre 1989 y 1990 se
ha logrado un considerable progreso en cuanto a la liberalización y
privatización de la economía reduciendo los aranceles de exportación y los
impuestos a la importación… El gobierno de la Argentina desarrolló un
programa global a mediano plazo para 1992-1994 que está siendo apoyado por
el Fondo a través del acuerdo ampliado… Los objetivos: liberar a la economía
de las restricciones de décadas de regulación excesiva e intervención del
estado, reconstruir la viabilidad y regularizar la situación de la deuda externa…
La privatización de las empresas públicas y otros activos del estado están
siendo utilizados para mejorar la eficiencia, ampliar el alcance del sector
privado. Además las reglamentaciones anticompetitivas en áreas tales como
puertos, transportes y legislación laboral se están dejando sin efecto”
Un año antes de esas notas el FMI había otorgado al gobierno nacional un
crédito stand-by, y el Banco Mundial otorgado un crédito co-financiado con el
BID para poder financiar la reforma del Estado a que se había comprometido el
Dr. Menem. El préstamo del Banco Mundial tenía previsto en una primera etapa
la baja de 53.000 agentes públicos, y en una segunda 131.000 más. Los
fondos aportados por el Banco Mundial fueron de 325 millones de dólares, y la
suma aportada por el BID fue de 375 millones de dólares. También el banco le
30
dio otro crédito al gobierno para asistencia técnica, lo que en realidad era
financiar el trabajo de las consultoras propuestas y que fueron designadas para
el trabajo: Arthur Andersen, Mac-Kinsey y Egon Zehnder. Este tema del
despido de los agentes públicos, como símbolo de un Estado eficiente, fue otro
de los principales objetivos recomendados por el FMI para instrumentarse en
los planes de reformas estatales, como condición para la formalización de
acuerdos stand-by. Debe recordarse que en mayo de 1995, Michel
Camdessus, director del FMI felicitaba a las autoridades mexicanas por haber
“aceptado disminuir en un 10% el poder de compra de lo asalariados y
permitido que un millón de personas pierdan su ejemplo” Así fue que la tasa de
desempleo subió en la Argentina de manera alarmante y en 1995 era del
18,6%. En el caso de la privatización de YPF, esto se pudo ver muy claro, ya
que en la Memoria de la empresa publicada en 1993 se hacía constar que de
más de 50.000 empleados que tenía la empresa, habían quedado solamente
7.000.
También en este ligero repaso de la política petrolera,
debemos mencionar, el intenso lobby efectuado por las provincias petroleras
para la privatización de YPF, y en tal sentido el ex Presidente Kirchner fue el
que planteó con más énfasis la necesidad de privatizar YPF y terminar con su
nacionalización. Eso suponía además el obtener fondos por regalías petroleras,
a que las provincias se creían con derecho. Ese tema de las regalías se
originaba en una serie de precarias demandas presentadas por algunos
estados provinciales, reclamando el pago de regalías que no correspondían a
los porcentajes fijados por la ley 17.319. Era técnicamente imposible que la
demanda prosperara, porque los términos de la ley eran categóricos y así lo
entendió el Procurador del Tesoro, quien afirmó en un extenso dictamen, que
los pagos se habían efectuado conforme a derecho y que las provincias no
tenían nada que reclamar. Los expedientes no tuvieron un tramite preferencial
de ningún tipo y estaban virtualmente paralizados en el Alto Tribunal. Pero aún
con estas falencias sirvió como moneda de negociación utilizada por Menem y
el Dr. Kirchner para negociar un acuerdo, que luego suscribirían otros
mandatarios provinciales.
El día 30 de agosto de 1991, se firmó un acta
acuerdo entre Menem, Cavallo y el gobernador de Santa cruz, por la cual el
gobierno nacional reconoció una deuda de 480.061.020 millones de dólares por
esas supuestas regalías, pactándose que: “Las partes convienen que lo
estipulado… queda sujeto en su validez a …la sanción y promulgación del
proyecto de ley remitido por el Poder Ejecutivo al Congreso de la Nación con
fecha 21 de agosto de 1991…En el supuesto de no cumplirse (esa condición)
31
las partes expresan que este principio de acuerdo quedará sin valor y efecto
alguno, y no podrá ser invocado como antecedente de ninguna especie” Ese
proyecto de ley trataba de la privatización de YPF, y es por eso que el gobierno
nacional condicionaba el pago a Santa Cruz, a la aprobación de la ley. Son
conocidos los esfuerzos que hizo el Dr. Kirchner para convencer a legisladores
de aprobar el proyecto de ley, y las circunstancias en que fue enviado un
diputado por Santa Cruz, para impedir la eventual falta de quórum. El Dr. Oscar
Parrilli, actual Secretario General de la Presidencia, manifestó en 1991 como
diputado: “Esta ley servirá para darle oxígeno a nuestro gobierno y será un
apoyo explícito a nuestro compañero Presidente” (Menem)
Promulgada la ley, se firmó otro acuerdo entre los
Ministros Cavallo y Manzano y el Gobernador Kirchner y su Ministro Julio de
Vido, por el cual ante una nueva estimación de regalías se resolvió elevar la
suma que debía pagar el Estado Nacional a 630.100.000 dólares, lo que se
hizo efectivo, en bonos que el estado provincial negoció con un notable rédito
económico, depositando luego los fondos en el Credit Suisse, aunque el Dr.
Kirchner había declarado en la Cumbre Especial de las Américas, en Monterrey
(México) en enero de 2004, que los fondos los había depositado en el Banco
de la Reserva Federal.
Para terminar esta referencia, no debemos dejar de
señalar que David Mulford, fue el que manejó los fondos de los países
petroleros, canalizándolos a los bancos norteamericanos, que fueron el origen
de la descomunal deuda externa. Ese mismo Mulford, fue el que además de
intervenir en el proyecto privatizador de YPF, sería luego condecorado por el
gobierno argentino, y el que impusiera al país en el año 2001 un fraudulento
megacanje de títulos, que es materia de investigación por ante el Juzgado en lo
Criminal y Correccional Federal No 2 a cargo del Dr. Jorge Ballestero, habiendo
ordenado el Juez interviniente a pedido de la Fiscalía Federal se citara a
prestar declaración indagatoria a todos los que intervinieron en el fraude.
LA SITUACION DE LOS HIDROCARBUROS EN
1989.
32
Cuando se decidió poner en marcha toda la política
de desregulación, uno de los argumentos utilizados fue la ineficiencia de YPF
en la administración de la renta petrolera, la falta de actividad en la exploración
de yacimientos, la ausencia de inserción de país en los parámetros que se
manejaban en la economía petrolera internacional, y en el monopolio que
ejercía YPF en desmedro de empresas privadas. A esto debía sumarse la
insistencia en señalar el constante venteo del gas que arrojaba proporciones
considerables. Más allá de la utilización de una fraseología común a las teorías
ya señaladas del public choise, y aquellas otras que sacralizaban al mercado
como única fuente de progreso, la realidad petrolera era otra.
Existían reservas comprobadas recuperables de
petróleo que ascendían as 357 millones de metros cúbicos, que
relacionándolas con un consumo anual promedio de 26 millones de metros
cúbicos daban un horizonte aproximado de 13 años. Las reservas de gas
calculadas a 1990 llegaban a 680.000 millones de m3. que tomando el nivel de
consumo de ese año daban una perspectiva de 60 años.
El mejoramiento de la infraestructura de captación,
tratamiento y transporte logró que los volúmenes de gas venteado
disminuyeran del 19 al 12% del total producido. La incorporación del Gasoducto
Centro Oeste a la red troncal de Gas del Estado facilitó una mejor operación
del sistema en su conjunto. La ampliación de la capacidad del Gasoducto del
Norte hizo posible transportar cuatro millones más de metros cúbicos de gas.
Los ramales y redes de distribución fueron incrementados en un 50%. La
producción de los llamados gases ricos aumentó considerablemente. La
implementación del subprograma de sustitución de combustibles permitió
mostrar a fines del año 1989 con más de 50.000 vehículos convertidos para la
utilización del GNC, una cantidad importante de estaciones de servicio que lo
expendían, la fabricación de equipos de conversión y compresores por parte de
la industria nacional.. El dictado de la resolución de la Secretaría de Energía
(441/65) significó un reconocimiento a la importancia que posee el movimiento
cooperativo en la prestación de servicios públicos, otorgó a las cooperativas,
municipios y consorcios vecinales la oportunidad de participar en la
construcción y administración de las redes urbanas de gas, sin que se viera
afectada Gas del Estado en su desenvolvimiento y desarrollo y no
disminuyendo la potestad del Estado Nacional en cuanto hace a la fijación de
precios y tarifas y al correspondiente control de las operaciones.
33
La producción total de hidrocarburos a fines de
1989 se encontraba en constante aumento, habiéndose establecido en ese año
un record histórico de 51.028.000 m3. ( 26.702.000 de petróleo y 24.326.000
de gas equivalente en valor calórico al petróleo) La cantidad de pozos
perforados hasta esa fecha, se mantuvo con altibajos en un promedio del orden
los 800 anuales, solamente superado en América Latina por Brasil en los
últimos años y superior a los de México y Venezuela, y a países de la OPEP
como Arabia Saudita, Nigeria o Indonesia. Los aspectos negativos que podían
señalarse estaban dados por la actividad de recuperación secundaria que era
inferior en un 13% al promedio mundial. Esto no ocurría por la baja actividad de
la industria o por el no alineamiento con la economía petrolera mundial, sino
que la baja producción relativa de petróleo se debía a las características
geológicas del territorio que situaba a la producción de sus yacimientos en los 7
m3/pozo/día, mientras que en Venezuela es de 100/pozo/día y en Arabia
Saudita de 1000m3/pozo/día.
La capacidad instalada de refinación estaba en
condiciones de satisfacer las necesidades del país hasta el año 2010. Las
destilerías de YPF de La Plata y Luján de Cuyo se encontraban en un nivel
tecnológico de avanzada. La balanza comercial energética arroja resultados
positivos.
Las grandes obras de infraestructura realizadas
hasta 1989 correspondían en gran parte al área de los hidrocarburos,
destacándose entre las principales; el aumento de la capacidad de conversión
y procesamiento de las destilerías de La Plata, Luján de Cuyo y Campo Durán,
de propiedad de YPF, con una inversión cercana a los 1.000 millones de
dólares, la construcción por parte de Gas del Estado del gasoducto troncal
NEUBA II que demandó una inversión de 480 millones de dólares y la
ampliación de la capacidad de transporte del Gasoducto del Norte. YPF,
concretó el Oleoducto Puerto Hernández-Cerro Divisadero; la realización de las
plantas de tratamiento de gas venteado en la provincia de Mendoza; la
finalización y puesta en marcha de las plantas satélites del Polo Petroquímico
de Bahía Blanca, con aportes realizados que excedieron los 400 millones de
dólares y el avance del 95% de las obras correspondientes al Complejo de
Aprovechamiento de Olefinas de Petroquímica General Mosconi en el Polo de
Ensenada, con inversiones superiores a los 180 millones dólares
La relación creada entre las empresas estatales del
sector con la infraestructura científico-tecnológica de las universidades
34
nacionales, permitió que YPF, en su laboratorio de Florencio Varela,
desarrollara exitosamente el primer catalizador de origen nacional, dando así
un paso de importancia en la ruptura de la dependencia con el exterior en el
campo de los insumos críticos. Todo lo anteriormente mencionado en apretada
síntesis se logró por intermedio de la acción desarrollada por las sociedades
estatales mencionadas y, a pesar de la continua “sustracción” de ingresos
genuinos que el Ministerio de Economía realizaba sobre YPF. Esa apropiación
se originaba e un desmedido e ilegal avance tributario sobre la renta o ingresos
petroleros que impedía a la empresa estatal efectivizar el total recupero de sus
costos y la obtención de una razonable y legítima utilidad. En el caso de Gas
del Estado, la situación presentaba ciertas analogías, ya que por razones de
política internacional era obligada a adquirir a Bolivia grandes volúmenes de
gas natural que no necesitaba, a un precio varias veces superior a los costos
de YPF. En razón de esto esta empresa gasífera del Estado, debía cargar en
sus resultados empresarios con una pérdida anual aproximada de 250 millones
de dólares. Para dar una idea de la magnitud de toda esta situación, incluyendo
los prestamos internacionales que se obligó a tomar a YPF sin necesidad
durante la dictadura militar, debemos decir que el desvío de ingresos a que era
sometido el sector de las empresas del Estado, superaba anualmente los 2.500
millones de dólares, lo que demuestra lo falaz de la afirmación sobre las
perdidas multimillonarias de esas empresas. Solo se trató de afirmaciones sin
sustento para justificar la venta de las empresas del Estado y la desregulación
de todo el sector-
Fue así que a una explotación racional, se la
sustituyó por una concepción financiera del uso de los recursos, que determinó
una preocupante disminución de las reservas petrolíferas, debiendo tenerse en
cuenta que en los últimos años la mayor parte de la renta de esos recursos ha
dejó de pertenecer al Estado Nacional, para contribuir a engrosar el patrimonio
de una empresa extranjera como Repsol, y de otras empresas que llevaron
adelante la totalidad de las extracciones.
Después de lo ocurrido en el año 2001, y con la
asunción al poder del presidente Kirchner, se continuó concediéndole a Repsol
las mismas franquicias de siempre, sumando la participación accionaria del
grupo Ezkenazi, para lograr una suerte de gerenciamiento nacional, todo lo
cual fue anunciado escenográficamente como si eso contribuyera al
mejoramiento de la empresa. Repsol se siguió llevando las divisas que
conseguía, y exportando sin limitaciones los hidrocarburos, sin control de
ninguna especie, con la consecuente y dramática caída de reservas. Esa caída,
35
producto de la falta de inversión y exploración, no es algo nuevo, ya que estuvo
presente desde el comienzo de la desregulación. Después de privatizada YPF,
y cuando estaba en plena operatividad la política desregulatoria, comenzaron a
caer los niveles de reservas de hidrocarburos. En la memoria de la sociedad de
1993, se confirma esto, cuando se dice que “a partir de 1991, la Sociedad
comenzó un programa de transformación que incluyó la enajenación de
reservas y otros activos, de acuerdo con la política del Gobierno de fomentar la
competencia en la industria del petróleo y gas a través de la participación del
sector privado y en cumplimiento del programa estratégico de la Sociedad y su
rentabilidad. En gran medida como resultado de estas enajenaciones, las
reservas probadas de petróleo y gas de YPF cayeron de 4.100 millones de
barriles de petróleo (BPE-652 millones de m3) al 1º de enero de 1991 a 2.500
millones (397millones de m3) al 1º de enero de 1994, cayendo la producción de
petróleo de 127 millones de barriles (20 millones de m3) en 1991 a 109
millones (1,3 millones de m3) en 1993; y la producción de gas disminuyó de
619.000 millones de pies cúbicos (17.528 millones m3) en 1991 a 447.000 de
pies cúbicos (12.658 millones de m3) en 1993” (YPF, Memoria, pág. 22) Y así
se continuaría, al no haberse establecido compromisos de inversión y
exploración que permitieran revertir la caída de las reservas.
A la caída de las reservas se sumó la irracionalidad
de las exportaciones de hidrocarburos y es necesario señalar que las mismas
tienen íntima relación con el nivel actual de las mismas, especialmente con las
comprobadas. La ley 17.319 ordena mantener un adecuado nivel de reservas y
permite exportar sólo excedentes, que se produzcan cuando el mercado local
está autoabastecido. En el caso del petróleo, con un horizonte de reservas de
aproximadamente de siete años, lejos está de poderse afirmar que estamos
autoabastecidos. Con el gas natural, el autoabastecimiento está más lejano,
pues tenemos al 50% de la población sin poder acceder al mismo, y faltantes
de abastecimiento pronunciados, que han podido ser cubiertos con la
importación proveniente de otros países. En forma pública la Secretaría de
Energía ha reconocido que solamente se dedica a sumar los informes que le
elevan las concesionarias y permisionarias, avalados por los estudios de firmas
auditoras especializadas contratadas por ellas mismas, con lo cual la
independencia de criterio, sería por o menos dudosa, habida cuenta de los
manejos que realizan las empresas, para incrementar sus ganancias.
Con el dictado de la Ley 26741, por la cual el
Estado Nacional pasó a tener el 51% de las acciones de YPF, tomando
además el control de la empresa, se pudo suponer que comenzaba una gestión
distinta, con la clara intención de recomponer algo de lo que se había destruido
36
en los años anteriores. Pero todo no pasó de ser un proceso que se reveló
ficcional con el paso del tiempo, ya que los directivos de YPF, comenzaron a
reunirse con petroleras extranjeras para asociarlas en la explotación de los
recursos. Simultáneamente con ello, se tomó conocimiento de las intensas
gestiones que se estaban realizando para la explotación de los yacimientos de
Vaca Muerta en las provincias de Neuquén y Río Negro.
Las conversaciones se fueron difundiendo y poco
después se tomó conocimiento del claro interés de Chevron de explotar tales
yacimientos, y la posible inversión de alrededor de 1500 millones de dólares,
como una cifra inicial a través de la explotación no convencional de los
recursos allí existentes. Las conversaciones entre los directivos de YPF y de
Chevron se intensificaron, pero el embargo trabado sobre los bienes de la
petrolera norteamericana a pedido de las autoridades judiciales del Ecuador,
impidió la concreción inmediata como se pensaba.
El 4 de junio de 2013, la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, con la única disidencia del Ministro, Dr. Carlos Fayt, revocó la decisión
del Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil que, al confirmar la de primera
instancia, dispuso la ejecución de diversas medidas precautorias contra los
bienes de Chevron ordenadas por el presidente subrogante de la Corte
Provincial de Sucumbíos, República del Ecuador y cuyo cumplimiento fue
solicitado a los Tribunales argentinos en los términos de la Convención
Interamericana sobre el Cumplimiento de Medidas Cautelares (CIDIP-II). A
través de la decisión de nuestro máximo Tribunal, quedó expedito el camino
para acordar con la empresa extranjera. Fue así que el 11 de julio se dictó el
Decreto 929, que es materia de este recurso, lo que permitió que al día
siguiente de la publicación en el Boletín Oficial, el 15 de julio, se firmara el
acuerdo entre Yacimientos Petrolíferos Fiscales y Chevron Corporation, lo que
fue informado el mismo día a las autoridades oficiales y a la Bolsa de Comercio
de Buenos Aires, sin dar mayores detalles, aunque obviamente el Poder
Ejecutivo conocía en detalle los términos del acuerdo, ya que el Lic. Axel
Kicillof es directivo de YPF, es Secretario de Política Económica y Planificación
del Desarrollo del Ministerio de Economía de la Nación, y miembro de la
Comisión de Planificación y Coordinación Estratégica del Plan Nacional de
Inversiones Hidrocarburíferas. Los términos del acuerdo con Chevron no fueron
dados a publicidad, permaneciendo secretos. La información a la Bolsa de
Comercio solo consigna los términos generales de la operación que consistirían
en un acuerdo de explotación conjunta de hidrocarburos no convencionales en
la provincia de Neuquén, con un desembolso de Chevron de 1.240 millones
de dólares para una primera fase del trabajo que desarrolla unos 20 km2 (el
37
proyecto piloto) de los 395 km2 correspondientes al área afectada al proyecto,
ubicada en la mencionada provincia y que incluye las áreas Loma La Lata
Norte y Loma Campana, contemplando este primer proyecto la perforación de
100 pozos. Tras la firma del acuerdo se otorgará una nueva concesión sobre el
área afectada al proyecto por una plazo de 35 años, acordándose proceder a la
explotación conjunta de yacimientos en Neuquén y Mendoza.
Continuando con la zaga instrumental, el gobierno
de la Provincia de Neuquén, emitió el decreto 1208, enviado para su
aprobación a la Legislatura provincial, para dar vía libre al acuerdo con
Chevron, sin acompañar como sería lógico el Acuerdo, ya que se ha
manifestado que es confidencial. Por medio de ese Decreto se puede conocer,
que la inversión total de Chevron será de 16.506.000.000 de dólares en una
concesión que terminará en el año 2048.
No vamos a analizar por no ser procedente en
esta acción las particularidades del acuerdo YPF-Chevron, pero si poner en
evidencia, que el Decreto que impugnamos, fue dictado con el específico fin de
instrumentar ese acuerdo, ya que los términos del mismo, son funcionales a la
operación que va a llevar adelante la petrolera norteamericana, que sin esta
norma, hubiera estado completamente limitada en su accionar, y en la
obtención de los beneficios. Decimos esto, además, porque la inversión que va
a realizar Chevron se destina fundamentalmente a la explotación de
hidrocarburos no convencionales y el texto del Decreto es muy claro en cuanto
señala en el Artículo 11 del Capítulo IV que “Entiéndese por “Explotación No
Convencional de Hidrocarburos” la extracción de hidrocarburos líquidos y/o
gaseosos mediante técnicas de estimulación no convencionales aplicadas en
yacimientos ubicados en formaciones geológicas de rocas enquisto o pizarra
(shale gas o shale oil) areniscas compactas (tight sands, tight gas, tight oil)
capas de carbón (coal bed methane) y/ o caracterizados en general, por la
presencia de rocas de baja permeabilidad.
IV.- FUNDAMENTOS DE DERECHO.
INCONSTITUCIONALIDAD DEL DECRETO 929
Dejando de lado las particularidades señaladas de
un Decreto destinado a favorecer a una empresa con exclusividad, vamos a los
aspectos claramente inconstitucionales del mismo
38
(Plazo de la concesión: 35 años)
El artículo 35 de la Ley de Hidrocarburos (17.319),
establece con toda claridad que “Las concesiones de explotación tendrán una
vigencia de veinticinco (25) años a contar desde la fecha de la resolución que
las otorgue, con más los adicionales que resulten de la aplicación del artículo
23. El Poder Ejecutivo podrá prorrogarlas hasta por diez (10) años, en las
condiciones que se establezcan al otorgarse la prórroga y siempre que el
concesionario haya dado buen cumplimiento a las obligaciones emergentes de
la concesión. La respectiva solicitud deberá presentarse con una antelación no
menor de seis (6) meses al vencimiento de la concesión. El sentido de la norma
es más que claro, ya que si no había buen cumplimiento de las obligaciones,
esa extensión de diez años no podía hacerse efectiva. Pero cabe remarcar
además, que el eventual pedido debe hacerse con seis meses de anticipación,
para poder así determinar si la las obligaciones habían sido cumplimentadas
satisfactoriamente. Ahora bien el Decreto 929, altera dicha disposición
contraviniéndola en forma expresa, al determinar en el artículo 14 que al plazo
de veinticinco años fijado en la Ley “se podrá adicionar en forma anticipada y
simultánea con la nueva concesión la extensión del plazo de DIEZ (10) años
previsto en la Ley”. Mediante esta norma, se imposibilita todo control del
cumplimiento de las obligaciones contractuales, por lo cual vendría a ser una
modificación encubierta del plazo legalmente fijado.
Al mencionar que el Decreto 929, fue hecho
expresamente para permitir la firma del contrato con la petrolera Chevron
Corporation, nos fundamos precisamente en el texto del mismo, y en el hecho
de que el contrato fue firmado al día siguiente de su publicación en el Boletín
Oficial.
La explotación de hidrocarburos no
convencionales, además de ser costosa requiere de tiempos largos para que la
explotación resulte redituable, ya que el llamado fracking tiene más corta
maduración (se agotan antes) De tal forma, al asegurarse un plazo contractual
de 35 años, Chevron y cualquier otra petrolera asociada pueden disponer a su
arbitrio de los recursos convencionales y no convencionales del país, sin que
exista la posibilidad de poder controlar el cumplimiento de las obligaciones
como lo señala el texto de la Ley, ya que el plazo que se adiciona es anticipado
y simultáneo.
(Sub-áreas y nuevas concesiones por 35 años automáticas= prórrogas
automáticas)
39
En el artículo 15 se permite que los titulares de una
“Concesión de Explotación no Convencional de Hidrocarburos, que a su vez
sean titulares de una concesión de explotación adyacente y preexistente a la
primera podrán solicitar la unificación de ambas áreas como una única
concesión de explotación no convencional. Esto supone, que quien tiene una
concesión preexistente, aunque no sea de explotación no convencional, por el
solo hecho de la adyacencia, prorroga automáticamente su concesión por el
nuevo plazo de 35 años, violando nuevamente las disposiciones de la Ley
17.319, ya que no se tiene en cuenta el cumplimiento de obligaciones
pactadas, ni se dispone el efectuar control alguno, sino que solo se trata de un
prórroga automática, en mérito a ser el mismo titular de la concesión y el hecho
de limitar con la misma. Es decir que a través de esta disposición nos
encontramos con prorrogas automáticas que la Ley de Hidrocarburos no
autoriza, y mucho menos, cuando por la simple adyacencia de un yacimiento a
otro se disponga de esa facultad. Cabe apuntar que este régimen contractual
no existe en ningún país del mundo, y solo un concepto laxo de los recursos
estratégicos, ha hecho que el gobierno nacional se haya decidido a
implementarlo.
(“terceros asociados”)
También corresponde hacer mención al hecho, de
que un tercero pueda ser incluido en el Régimen de Promoción de Inversión
para la Explotación de Hidrocarburos, ante la sola presentación de un proyecto
de inversión y al hecho de su asociación con los concesionarios que participen
del Régimen citado. Ello determina considerar la calidad del sujeto por el
monto que supuestamente esté dispuesto a invertir, y no a la solvencia,
capacidad técnica y otras calidades que resultan necesarias para realizar
cualquier explotación, como así también sus antecedentes y responsabilidad
operativa. Pareciera que en el afán desmesurado de captar a inversores, se
vuelve a desconocer la Ley de Hidrocarburos y solo interesa el dinero que se
pueda captar a través de esta norma que favorece a cualquier aventurero que
tenga conocimiento de la falta de controles rigurosos que existen sobre la
materia y el ningún otro requisito exigible como debería ser. Por otra parte
llama poderosamente la atención, que debido a acciones de blanqueo de
capitales autorizadas por el actual gobierno, y a la emisión de diversos títulos,
con los cuales se podrán legalizar fondos producto de actividades ilegales,
aquellos que han infringido la ley puedan ser considerados potencialmente
inversores para la explotación de los recursos.
Finalmente y en este análisis de normas que
contravienen el texto constitucional no podemos dejar de mencionar que el art
41 de la Constitución Nacional, establece que “Todos los habitantes gozan del
40
derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y
para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin
comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo.
El daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer,
según lo establezca la ley. Las autoridades proveerán a la protección de este
derecho, a la utilización racional de los recursos naturales, a la preservación
del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica, y a la información y
educación ambientales. Corresponde a la Nación dictar las normas que
contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias” Al
respecto los antecedentes de Chevron, no son los mejores para garantizar ese
derecho constitucional, ya que sus concesiones de explotación han ocasionado
diversos daños ambientales, muchos de ellos de imposible reparación, muertes
de seres humanos, y enfermedades diversas debido a la utilización de
sustancias contaminantes. En mérito a la brevedad procesal, acompaño el fallo
de los tribunales del Ecuador, donde se detalla con precisión el carácter
depredatorio de la petrolera norteamericana que afecto a pueblos de la
Amazonía, recibiendo una sentencia que la obliga a pagar una suma que ya
excede los 18.000 millones de dólares. También acompaño la sentencia del
Tribunal de Segunda Instancia que confirmara la sentencia.
Finalmente La Ley 17.319, es estricta en cuanto en
su artículo 79, inc. c establece que Son absolutamente nulos…los permisos y
concesiones adquiridos en modo distinto al previsto en esta ley. Esto determina
la nulidad de pleno derecho de todas las concesiones y privilegios concedidos
en violación a la norma. Y esta nulidad como hemos dicho se produce desde el
mismo comienzo en que el acto es realizado, por lo cual reviste el carácter de
nulidad insalvable, no solucionable por cualquier medida posterior. En nada
obsta a la nulidad que las concesiones y los privilegios puedan concederse por
medio del Decreto impugnado, debido a que hemos demostrado de manera
suficiente que tal decreto no puede modificar la Ley 17.319, contrariando su
espíritu. Además que debe tenerse en cuenta de la inferior jerarquía que tiene
el Decreto respecto de la Ley, ya que se trata de una norma subordinada. Al
respecto Bidart Campos es claro cuando indica que “El exceso reglamentario
transgresor de la ley que se reglamenta es siempre inconstitucional. Tal
infracción a la Constitución no admite distinción según la naturaleza federal o
común de la ley reglamentada…La facultad reglamentaria de que dispone el
poder ejecutivo respecto de las leyes no presta fundamento para a) modificar o
derogar leyes, ni siquiera so pretexto de necesidad y urgencia; b) ampliar
incriminaciones legales, o incluir en ellas conductas ajenas a la tipificación
legal, porque en tal supuesto queda violentado el principio de legalidad, c)
ampliar tributos establecidos en la ley, o incluir en ella ampliaciones que
41
resultan extrañas al hecho imponible que la ley determina claramente. (Germán
J. Bidart Campos, Manual de la Constitución Reformada, Ediar, Buenos Sirtes,
1997, Tº III, pág. 245). Es por ello que es más que palpable la
inconstitucionalidad de los decretos impugnados, en cuanto mediante su
articulación se ha modificado concretamente la ley en aspectos de la misma
que hacían al manejo del estado de las reservas y se ha alterado su espíritu,
sin perjuicio de todas las otras transgresiones que hemos señalado en cuanto a
la forma, oportunidad situación en que fueron dictados tales reglamentos.
LA DELEGACION DE FACULTADES
El Decreto cuestionado, forma parte de una
suerte de operatividad gubernamental, mediante la cual se toman decisiones
fundamentales que afectan al patrimonio público, obviando al Poder Legislativo.
Desde hace décadas, ha sido costumbre inveterada del Poder Ejecutivo,
manejar a su antojo las cuentas públicas y aún aquellos actos reservados a la
potestad del Congreso Nacional, limitándose en algunos casos a informar a
este mediante unas breves líneas sobre las medidas adoptadas. La disciplina
partidaria de los sectores mayoritarios fue siempre la llave para que nunca se
cuestionaran decisiones que infringían el texto constitucional, y las leyes que
protegían los recursos económicos de que disponía el país. Para efectuar ese
manejo, se recurrió al expediente de la firma de decretos, que bajo el pretexto
de reglamentar las leyes, las modificaron sustancialmente, alterando el espíritu
de las mismas. En los casos de los decretos desregulatorios de la actividad
petrolera, el fundamento fue la ley 23.696 de reforma del Estado, iniciándose a
partir de allí una pirámide normativa que arrancaría con el decreto 1055/89 que
sería fundamento del decreto 1212/89, y éste a su vez con aquél del decreto
1589/89 que permitió desregular totalmente el sector de los hidrocarburos,
preparando hábilmente todo el proceso que terminaría en la privatización de
YPF, y de Gas del Estado. Pero también mediante la ley 23.697 de emergencia
económica, se le dieron amplios poderes al Poder Ejecutivo para que los
utilizara en todo aquello que consideraba necesario modificar en la estructura
del Estado. El pretexto fue como lo indica el art. 1º de la citada norma
“…superar la situación de peligro colectivo creada por las graves circunstancias
económicas y sociales que la Nación padece” y esos fueron los puntapiés
iniciales para que arrancara una catarata de decretos simples, en algunos
casos, y en otros de necesidad y urgencia, que “transformaron” la estructura
económica del país en su perjuicio y no beneficiando a sus habitantes.
Continuando con esa inveterada costumbre, la Presidenta de la Nación,
soslayando una vez más al Congreso Nacional, emitió el Decreto 929 que
42
impugnamos, donde además de violarse en forma expresa la Ley de
Hidrocarburos, como lo hemos señalado más arriba, otorga una serie de
facilidades excepcionales a las empresas extractivas, que nada tienen que ver
con el discurso de supuesta soberanía hidrocarburífera con el que el gobierno
pretende convencer, que se está haciendo algo distinto a lo ocurrido con
anteriores gestiones. Es decir que se hace uso de supuestas facultades
delegadas, con carácter excepcional, porque siempre existe la excusa de la
necesidad de proceder con rapidez en cuestiones que afectan la economía
nacional, y en este caso, debido a los problemas derivados de una crisis
energética cada vez más grave, y que el palabrerío constante de las
autoridades no ha logrado solucionar.
Esa excepcionalidad que se ha utilizado como la
justificación del uso de las facultades delegadas, se convirtió en un hecho
habitual, sustituyendo los procedimientos constitucionales en la sanción de las
leyes, con decretos que crearon un cuerpo pretendidamente legal que sirvió
como fundamento para todo lo realizado en materia económica. En
condiciones normales de la vida democrática no existe justificación alguna para
que esa situación se haya hecho una costumbre que observaron todos los
gobiernos constitucionales desde 1984, sin que jamás los legisladores hubieran
efectuado algún planteo que pusiera en evidencia la inconstitucionalidad de
tales procedimientos, antes bien lo consintieron como actos regulares del poder
administrador.
El filósofo italiano Giorgio Agamben, en una
reciente obra que tituló “Estado de Excepción” estudió con minuciosidad este
tipo de fenómenos políticos, que consisten en convertir una situación
excepcional en una forma paradigmática de gobierno. Agamben nos habla de
la existencia de una guerra civil legal y de la existencia de una praxis política
que se basa en que ese “estado de excepción” permanente, crea una forma de
limbo legal en el que quedan suspendidas las normas y los derechos, y solo
tiene operatividad aquello que emana de la decisión autoritaria del poder
político. La gravedad de estas modalidades jurídicas estriba en que lejos de
considerarse un desvío o un defecto a modificar en las prácticas políticas se ha
constituido en un rasgo constitutivo de algunas democracias, para las cuales el
derecho debe estar subordinado a las decisiones gestionarias, que no admiten
limitación ni control. A veces se arguye que existe una suerte de control
legislativo, mediante las conocidas leyes de presupuesto, pero en realidad eso
también es una ficción ya que las decisiones fundamentales que hacen a
convenios o contratos que celebra el poder administrador, solo son informados
43
mediante unas pocas líneas de texto que se consignan en el mensaje de
elevación del presupuesto de cada año.
Esa costumbre, por medio de la cual se altera el
funcionamiento de la división de los poderes de Estado, invadiendo el Poder
Ejecutivo potestades que son privativas del Congreso, ha pretendido ser
justificada por la dirigencia política con una variada y singular superficialidad de
argumentos que consisten en la existencia de un sistema jurídico que no ve
inconveniente alguno en que se le otorgue al Poder Ejecutivo facultades que la
Constitución jamás le asignara, debido a la necesidad de proceder en
determinadas áreas de la administración con una celeridad y eficacia, que no
serían posibles si el parlamento discutiera las normas a aplicar.
Sobre esa inconstitucional delegación fáctica de
facultades, es oportuno efectuar algunas consideraciones, para aclarar cierto
enrarecimiento doctrinario destinado a justificar cualquier decisión del Poder
Ejecutivo, aún aquellas que afectan gravemente la economía nacional. Además
de las consideraciones oportunistas de los legisladores proclives en todo
momento a concederle a la Presidenta lo que éste pida, como lo hicieron
durante la década del 90 y lo continúan haciendo ahora, en una desafortunada
carrera de complacencias que pareciera no poder detenerse. Existen algunos
autores que se atrevieron a considerar legítima tal delegación a través de
especulaciones oportunistas, donde se dejaron de lado los preceptos
constitucionales para argumentar y construir una arquitectura jurídica que
resulte funcional a ese esquema operativo, que tiene como objetivo
fundamental ampliar ilimitadamente los poderes presidenciales. Esa
justificación doctrinaria de la excepcionalidad tal como ha sido planteada
carece de todo sustento normativo y utiliza una terminología incorrecta y
confusa para justificar dialécticamente el uso de potestades legislativas que
permitan al Poder Ejecutivo el dictado de decretos y la celebración de acuerdos
en cuestiones que son de competencia exclusiva de otro poder del Estado, y
que autorizan al Ministerio de Economía para el dictado de resoluciones que
afectan seriamente la economía nacional
Es bien sabido pero es preciso reiterarlo que la
validez o la vigencia de una norma, proviene de otra norma que regula a la
primera, y que esta a su vez proviene de otra superior. De manera análoga,
una sentencia judicial sólo encuentra la razón de su vigencia en la ley y ésta en
la Constitución, que es la norma fundamental jurídica positiva. En este
esquema conceptual y muy bruscamente explicado reside la estructura
44
jerárquica del orden jurídico que originariamente esbozó Hans Kelsen, en 1911
en su obra “El principal problema del Estado de Derecho” (Hauptprobleme der
Staatsrechtslehre), que completó Adolf Merkl en 1923, y que expuso no ya
como un ensayo, sino en su forma definitiva el mismo Kelsen en su magistral
“Teoría General del Estado” que publicó en 1925.
Esa especie de pirámide normativa determina que
las cláusulas constitucionales, en cuanto generadoras de preceptos legales, no
puedan estar limitadas en sus efectos, o reglamentadas por disposiciones que
restrinjan su ejercicio pleno, o por el dictado de leyes que puedan llegar a
desnaturalizarlas.
González Calderón sostuvo que la “delegación del
Poder Legislativo en el Presidente está en absoluto prohibida por el texto
expreso de nuestra Constitución…Semejante delegación importaría acordar a
ese funcionario “facultades extraordinarias” y actos de esa naturaleza llevan
consigo una nulidad insanable –art. 29 de la Constitución Nacional- y sujetan a
los que las formulen, consientan o firmen la responsabilidad y pena de infames
traidores a la patria” (Juan A. González Calderón, Derecho Constitucional
Argentino, J. Lajouane, Buenos Aires, 1931, Tº II, pág. 377)
Bidart Campos planteó que “los reglamentos de
necesidad y urgencia siempre son inconstitucionales en nuestro régimen,
porque la división de poderes que demarca la Constitución argentina (que es
suprema y rígida) no tolera, ni siquiera por razones de urgencia y necesidad
que el poder ejecutivo ejerza competencia del congreso. Para sostener que
puede hacerlo, habría que dar por cierto que nuestra constitución contiene una
norma habilitante implícita, y nos parece que ningún espacio y ningún principio
de la constitución permiten inducir que tal norma implícita tenga cabida en ella”
(Germán J. Bidart Campos, Tratado Elemental de Derecho Constitucional
Argentino, Ediar, Buenos Aires, 1992, Tº II, pág. 230
Esta indelegabilidad sostenida por estos
doctrinarios, no se ve enervada por el nuevo texto constitucional de 1994, ya
que si bien en el artículo 99 inciso 3 se establece que el Presidente de la
Nación “… podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia”, ese
dictado está subordinado a “cuando circunstancias excepcionales hicieran
imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la
sanción de las leyes” (art. citado) y al respecto es conocido el pronunciamiento
45
de la Corte Suprema de Justicia (in re “Peralta Luis y otro c/Estado Nacional”;
Fallos: 313:1513) en el que reconoció validez constitucional a un decreto del
Poder Ejecutivo supeditando su validez a dos circunstancias:
1) que, en definitiva, el Congreso Nacional, en ejercicio de
poderes constitucionales propios, no adopte disposiciones diferentes.
2) que medie una situación de grave riesgo social, frente a
la cual exista la necesidad de medidas súbitas, cuya eficacia no parece
concebible por medios distintos a los arbitrados.
Pero además la Corte entendió que “corresponde
al Poder Judicial el control de constitucionalidad sobre las condiciones bajo las
cuales se admite esa facultad excepcional, que constituyen las actuales
exigencias constitucionales para su ejercicio. Es atribución de este tribunal en
esta instancia evaluar el presupuesto fáctico que justificaría la adopción de
decretos de necesidad y urgencia” y que “la falta de sanción de una ley
especial que regule el trámite y los alcances de la intervención del Congreso
(art.99, inc. 3º, párrafo cuarto, in fine) no hace sino reforzar la responsabilidad
por el control de constitucionalidad que es inherente al Poder Judicial de la
Nación” También se estableció que para el que Poder Ejecutivo pueda ejercer
su prerrogativa es necesario la concurrencia de alguna de esta condiciones “ 1)
Que sea imposible dictar la ley mediante el trámite ordinario previsto por la
Constitución, vale decir, que las Cámaras del Congreso no puedan reunirse por
circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como ocurriría en el caso de
acciones bélicas o desastres naturales que impidiesen su reunión o el traslado
de los legisladores a la Capital Federal; 2) que la situación que requiere
solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada
inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el tramite
normal de las leyes” (CSJN. “Verrocchi, Ezio Daniel c/Poder Ejecutivo Nacional,
19/9/99, Carlos R. Baeza, Exégesis de la Constitución Argentina, Ed. Abaco de
R.D. Buenos Aires, 2000, TºII, pág. 349/50).
Por otra parte, no debe olvidarse, que el referido
artículo también establece en forma categórica que “El Poder Ejecutivo no
podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir
disposiciones de carácter legislativo”. Es decir que esa concesión para dictar
decretos de necesidad y urgencia no comporta una facultad discrecional de la
que puede hacerse uso en forma indiscriminada, sino que está sujeta a
46
limitaciones muy concretas y dentro de un estrechísimo margen operativo
referido a circunstancias extremadamente graves, que hagan imposible un
tratamiento convencional de acuerdo a las prescripciones constitucionales.
Esta disposición del art. 99, inciso 3 que comento,
se insertó en la Constitución para suplir esa especie de vacío legal en el que se
desenvolvía la delegación de facultades, que llegó a límites increíbles durante
la presidencia de Menem, pero aún con lo contradictorio de su redacción está
claro que esa delegación solo se permite en casos reales de urgencia, como
también lo señalara la jurisprudencia de la Corte. Pero ocurre que las leyes de
reforma del Estado (23.696) y emergencia económica Nº 23.697, dictadas
antes que esa norma constitucional, le otorgaron al Presidente de turno
facultades tan discrecionales, invocando la situación de “peligro colectivo”, que
éste puede hacer uso de ese poder para el dictado de decretos, que tampoco
pueden considerarse de necesidad y urgencia, sino simplemente
reglamentarios de la ley.
Debemos recordar que a través de esas leyes de
emergencia se modificó el régimen de inversiones extranjeras, se suspendió
indefinidamente el régimen de compre nacional, lo relacionado con el mercado
de capitales, el régimen de empleo, la legislación petrolera, que es la que
interesa en este caso y se autorizó al presidente a realizar sin limitaciones una
reforma integral del Estado. No se fijó ningún control parlamentario, y se
estableció la constitución de una comisión bicameral encargada de que se
cumplieran los fines de la ley 23.696 estableciéndose que el Poder Ejecutivo
Nacional debía dar cuenta al Congreso en cada oportunidad en las que
ejerciera la facultad conferida en el capítulo IX de la ley 23.697, es decir en
todo aquello referido al régimen presupuestario (art. 26), y de cada una de las
medidas adoptadas. Es decir una suma de facultades que exceden en mucho a
las de un poder administrador o ejecutor, y que fueron otorgadas en un
momento particularmente difícil, pero en modo alguno de peligro o de
catástrofe, que es cuando puede llegar a justificarse una eventual delegación
facultativa y siempre con las limitaciones del caso.
Si se cayera en el absurdo de suponer que
reactivar la economía, mejorar el empleo, y dictar algunas normas
administrativas son cuestiones de índole excepcional para los que cabe asignar
facultades especiales ¿cuál hubiera sido para los legisladores, el ejercicio
normal del Poder Ejecutivo? Lo cierto es que aquí se trató no del desempeño
convencional de la administración del Estado, sino de la puesta en práctica de
47
un sistema destinado a debilitarlo progresivamente para reducirlo al carácter de
un mero ente burocrático que solo se ocupara de lo más elemental, pero
trasfiriendo la totalidad del poder económico y de los recursos del país a grupos
y empresas transnacionales, cuyo único propósito era realizar pingües
negocios a costa del futuro del país. De allí esa enorme configuración de
facultades que permitieron, modificar sustancialmente la estructura del Estado,
con el propósito deliberado de liquidar lo más rápidamente posible a las
empresas públicas.
También debe recordarse que la emisión del
decreto cuestionado se dio en el marco a una práctica irregular al no estar
calificado el mismo. Es decir, de su lectura no se puede establecer si se trata
de una simple adecuación a la Ley o de un decreto de necesidad y urgencia,
en cuyo caso debería tener el respectivo fundamento, estableciéndose las
apremiantes necesidades de su dictado, omitiendo la competencia
congresional. Por todo ello Bidart Campos estima que es procedente habilitar
la vía del control judicial la que “ha de ser viable y plantear un caso concreto en
un doble aspecto: formal, por la omisión habida y por el fraude a la normativa
constitucional que encauza esos decretos, y también material, porque a raíz de
tal omisión la inconstitucionalidad puede fundarse en la lesión que al afectado
le puede producir el decreto” (Germán J. Bidart Campos, Manual de la
Constitución Reformada, Ediar, Buenos Aires, 1997, pág. 255)
Sabemos que desde todos los ámbitos del poder
institucional, y de la dirigencia política que apoya ese poder, se pretende
justificar de cualquier forma esa delegación de facultades, estimándose que el
Poder Legislativo tiene facultades para hacerla, aunque se olvidan
palmariamente, que la Constitución escrita nace de la historia, y no es un mero
instrumento legal utilizable caprichosamente de conformidad con las
necesidades del poder de turno. Nuestra Constitución es un instrumento rígido,
que además de establecer la competencia de cada poder del Estado,
determinó las limitaciones específicas de cada uno de ellos, y de tal manera al
señalar las competencias del Parlamento se quiso impedir que los legisladores
ejercieran una voluntad personal o contraria a los derechos básicos señalados
en la Carta Magna. Como con singular propiedad lo expresara el Chief Justice
Marshall “Los poderes de la legislatura están definidos y limitados. Y para que
estos límites no se confundan u olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué
objeto son limitados los poderes y a que efectos se establece que tal limitación
sea escrita si ella puede, en cualquier momento, ser dejada de lado por los
mismos que resultan sujetos pasivos de la limitación? Si tales límites no se
restringen a quienes están alcanzados por ellos y no hay diferencia entre actos
prohibidos y actos permitidos, la distinción entre gobierno ilimitado y gobierno
48
limitado queda abolida. Hay solo dos alternativas demasiado claras para ser
discutidas, o la Constitución es la ley suprema, inalterable por medios
ordinarios o se encuentra al mismo nivel que las leyes y de tal modo, como
cualquiera de ellas puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al
Congreso le plazca” (Marbury vs. Madison” Cranch 137,2, cif. Augusto Mario
Morello, La Deuda Publica Externa, Editorial Rubinzal Culzoni, Buenos Aires,
2002, pág. 115
Pero como no podemos personalizar en este
recurso contra Chevron, aunque las evidencias están a la vista, queremos
mencionar la peligrosidad del fracking o explotación no convencional de
hidrocarburos, que puede afectar el medio ambiente con consecuencias serias
para las poblaciones donde se encuentren las concesiones. Si bien hay
opiniones contrapuestas al respecto, y al hecho de que países como Francia
hayan prohibido este tipo de explotación, no es menos cierto, que a través de
un Decreto del Poder Ejecutivo se pretende canonizar este sistema, como si no
ofreciera ningún riesgo ambiental, debiendo mencionar que en el Decreto no se
habla en modo alguno de controles, de verificación de las extracciones, de los
sistemas operativos a emplearse. Solo hay autorización para hacerlo, con
consecuencias que en modo alguno se tienen en cuenta y que podrían ser de
extrema gravedad.
LA JUDICIALIZACIÓN DE LAS DECISIONES
POLÍTICAS.
Después de haber señalado la legalidad y
constitucionalidad de las normas que justifican este recurso, creo necesario
hacer referencia a un criterio muy extendido que sostiene cierta parte de la
dirigencia política, los legisladores del oficialismo, con notable énfasis los
integrantes del Poder Ejecutivo algunos interesados politólogos o analistas, una
variada gama de comunicadores sociales caracterizados por su supina
ignorancia en la materia y aún algunos cultores del derecho judicial; y es aquel
que sostiene la inviabilidad de que los actos del Poder Ejecutivo puedan ser
materia de revisión por el Poder Judicial. Se entiende en forma errónea que
tales actos no pueden ser materia de control alguno, debido a que son el
producto de facultades privativas y propias del poder que las ejerce. También
se ha llegado a sostener que las leyes dictadas por el Congreso de la nación, al
haber sido sancionadas por los representantes del pueblo, no pueden ser
objeto de revisión por el Poder Judicial. Al respecto los casos de la Ley de
49
Medios y las reformas al Consejo de la Magistratura, son claro ejemplo de tal
concepción
Desde muy antiguo se ha alegado que admitir el
control judicial de los actos emanados del poder político significaría una clara
violación de la división de los poderes, al permitir la ingerencia de uno de ellos
en el ámbito en el que se desenvuelve el otro poder; y en un sistema
marcadamente presidencialista como el nuestro ello significaría una inadmisible
intromisión, que de realizarse alteraría sustancialmente un esquema
constitucional que ha señalado competencias específicas en las que debe
desenvolverse cada uno de esos poderes. Ésta cuestión del control judicial de
los actos ejercidos por el poder administrador constituye un tema clásico de la
teoría del Derecho que ha sido largamente discutido. Algunos se han atrevido a
plantear que “Verdaderamente, ¿de qué trata el Derecho Administrativo si no
es del control de la discrecionalidad? (Bernard Schwartz, Administrative Law,
3ª. ed. Bostón 1991, pág. 652) y podríamos registrar una larga lista de trabajos
que se han enfocado a analizar con minuciosidad todas las cuestiones
atinentes a un tema fundamental, que nuestro Poder Judicial ha soslayado en
forma permanente, permaneciendo estático en conceptos ya abandonados
desde hace muchos años y que parten de la concepción soberana del poder
que tenían los regímenes absolutistas, donde las decisiones no admitían
control jurisdiccional alguno.
Ese planteo ha quedado desestimado por las
nuevas concepciones del Derecho Administrativo, que se fundan en el derecho
al control ciudadano de los actos del poder que los afecten, ya que una genuina
concepción de lo que es la organización del Estado determina que los
ciudadanos no sean súbditos sino mandantes del Poder Administrador y en
consecuencia este sea un servidor y no un Señor como lo planteaba la
concepción monárquica.
Para no extenderme en largas consideraciones
sobre el particular –aunque el tema lo amerita, dada la concepción que todavía
pareciera sigue vigente aquí- quiero citar la opinión de J. M. Woehrling quien
sostiene que “Desde hace aproximadamente 20 años se constata un profundo
movimiento de reforma en los sistemas de control jurisdiccional de la
Administración en prácticamente todos los países europeos. Se puede afirmar
que este movimiento se ha acentuado aún en el período último” y cita los
regímenes contencioso-administrativos de Suecia y Holanda, la
constitucionalización de de la jurisdicción contencioso-administrativa en Grecia,
50
Portugal, España, Alemania e Italia, agregando que “estas disposiciones
constitucionales, constituyen un verdadero mandato constitucional dado a los
Tribunales encargados del contencioso-administrativo y refuerzan la legitimidad
de sus intervenciones. Este cuadro constitucional juega, pues un papel directo
en la extensión y la intensificación del control jurisdiccional de la
administración” ( Le contrôle juridictionnel de l’Administration en Europe de
L’Ouest, en “Revue Europeénne de Droit Public, Londres 1995, vol. 6, Nº 2,
pág. 353 y siguientes). Esa corriente de control de la legalidad de los actos de
gobierno, es unánime en la mayor parte de los países europeos, y se funda en
los principios fundamentales que deben regir en una democracia. . No se trata
pues de la invasión de un poder sobre el otro como lo sostienen algunos
vulgares apologistas de las decisiones del Poder Ejecutivo, sino simplemente
de ese inexcusable control de establecer la legalidad de esos actos.
Resulta por demás evidente, que ante una violación
a las normas constitucionales que afecten los derechos de cualquier
ciudadano, éste no tiene otra alternativa que recurrir a la justicia con el objeto
de que se restablezcan sus derechos conculcados. Eso no significa intromisión
o injerencia, sino el correcto funcionamiento del orden establecido por la propia
Constitución. En nuestra doctrina, Bidart Campos ha sido el más enfático en
sostener que “El aspecto primordial de las cuestiones políticas radica entonces,
en que la exención de control judicial involucra exención del control de
constitucionalidad… En primer lugar estamos ciertos que la detracción del
control viola el derecho a la jurisdicción de los justiciables. No poder conseguir
por declinación del Tribunal el juzgamiento de una cuestión rotulada como
política, es tanto como decir que los ciudadanos carecen del derecho a la
jurisdicción, o sea de derecho a acudir a un órgano judicial para que se
resuelva una pretensión…. Cuando el Estado no puede ser llevado a los
tribunales estamos además fácticamente ante el hecho de la irresponsabilidad.
Es elemental que si el Estado no puede ser juzgado, el Estado no responde por
ese acto que conserva todos sus efectos, aunque sea infractorio de la
Constitución…La sumisión completa del estado al orden jurídico reclama que el
gobernante esté sujeto no solo a la vis directiva de la ley, sino a la vis coactiva
y compulsiva… Hay un argumento muy sólido que resulta favorable a la
judiciabilidad. Al organizar la administración de justicia, la Constitución
argentina confiere a la Corte y a los demás tribunales inferiores en su artículo
100 la competencia de decidir “todas” las causas que versan sobre puntos
regidos por la Constitución. Cuando se dice “todas” las causas es imposible
interpretar que haya “algunas” causas que escapen al juzgamiento. Dividir las
causas en judiciables y políticas (no judiciables) es fabricar una categoría de
causas en contra de lo que impone la misma Constitución” (Germán J. Bidart
51
Campos, La Interpretación y el Control Constitucional en la Jurisdicción
Constitucional, Ediar, Buenos Aires, 1987, pág. 161/162
Resulta indudable que esa categorización de
causas, no responde de ninguna forma al orden jurídico, sino a la invariable
pretensión del Poder Ejecutivo, sustentada durante décadas, de no aceptar
control judicial alguno, lo que puede resultar correcto cuando las decisiones
adoptadas no causen perjuicio a los ciudadanos y no alteren el orden
constitucional. Pero cuando esas decisiones, se traducen en una afectación de
las garantías constitucionales, cuando el Poder Ejecutivo impone normas que
contravienen la ley, no puede desconocerse la facultad que tiene el Poder
Judicial para revisarlas y dejarlas sin efecto, ya que esa es una de las misiones
que le ha conferido la Ley Fundamental. Suponer lo contrario, significaría
otorgar facultades omnímodas al Poder Administrador, no sujetas a control
alguno, lo que por supuesto no tiene nada que ver con el ordenamiento
republicano y democrático, y como afirmaría Kelsen “El destino de la
democracia moderna depende en una gran medida de una organización
sistemática de todas las instituciones de control. La democracia sin control no
puede durar. Si excluye esta autolimitación que representa el principio de
legalidad la democracia se disolverá a si misma” (Hans Kelsen La Democratie.
Sa nature. Sa valeur, Económica, Paris, 1988, pág. 72-73. Es traducción del
original publicado en Tübingen en 1929)
Estos conceptos son esenciales para definir algo
que la dirigencia política se ha encargado de enmarañar, y es el real concepto
de servicio que debe tener el poder administrador, que no resulta una entidad
con poderes ilimitados a cuyas decisiones deben someterse los ciudadanos
que son sujetos tributarios de esa administración. Muy por el contrario, el Poder
Ejecutivo gobierna y ejecuta los actos que el Poder Legislativo ha sancionado
como representante del pueblo. También está facultado para reglamentar las
leyes y adoptar todas aquellas medidas administrativas que hacen al buen
funcionamiento del Estado, pero ello en modo alguno significa el otorgamiento
de poderes extraordinarios o facultades especiales, ya que como la propia
Constitución señala en su Art. 29, tales facultades llevan consigo una nulidad
insanable y sujetarán a los que las formulen, consientan o firmen, a la
responsabilidad y pena de infame traidores a la patria. Esa concepción de
servicio parece haber sido olvidada hace décadas y es por eso que puede
verse que el ejercicio del Poder Ejecutivo ha devenido en una suerte de poder
supralegal que no sirve al pueblo sino se sirve de su voluntad a través de un
riguroso control de la actividad parlamentaria. García de Enterría ha señalado
con claridad algo que nuestra dirigencia política parece haber olvidado, o se
52
hace la distraída para no afrontar las responsabilidades que le competen, y es
el hecho de que “La Administración no es representante de la comunidad, sino
una organización puesta a su servicio, lo cual es en esencia distinto. Sus actos
no valen por eso como propios de la comunidad –que es lo característico de la
Ley, lo que presta a esta su superioridad e irresistibilidad- sino como propios de
una organización dependiente, necesitada de justificarse en cada caso en el
servicio de la comunidad a la que está ordenada” ( Eduardo García de Enterría
y Tomás R. Fernández, Curso de Derecho Administrativo, Ed. Civitas, 5º ed.
Madrid 1996, Tº I, pág. 30)
Este imperativo de servicio, supone por cierto, el
control de legalidad inherente a la condición que tiene, para evitar una
desnaturalización de sus derechos, mediante la instrumentación de
disposiciones que los restrinjan o los eliminen. Es una forma de resistir la
arbitrariedad del poder mediante la utilización de todos los recursos que la ley
otorga. Como con propiedad se ha dicho “El derecho de resistencia se
canaliza, pues, hacia la responsabilidad o dación de cuentas y ésta, a su vez,
finalmente, hacia una acción judicial que pide que se restituya al demandante
su situación arbitrariamente afectada por el agente que obra al margen o en
contradicción con la Ley” (E. García de Enterría, La Lengua de los derechos. La
Formación del Derecho Público Europeo tras la Revolución Francesa, Madrid,
Alianza, 1994, pág. 140.
Seguramente la forma peculiar con la que se
maneja la política en nuestro país, y la soberbia con la que se desempeñan los
cargos en los más altos estamentos del Estado, ha determinado que vivamos
en una democracia formal, sustancialmente alejada de los paradigmas
señalados por la teoría clásica. Afirmar apodícticamente que los que gobiernan
representan la voluntad del pueblo y que cuentan en su favor con una
legitimidad formal que los justifica formalmente ante los órganos de control, es
rendir tributo a una mística de la representación política que nada tiene que ver
con la realidad que puede observarse a diario. Pretender oponer, como alguna
vez se ha intentado, a las exigencias del control, en sus varias aplicaciones
(político, presupuestario, legal o jurídico, preventivo) la necesidad de un
desembarazo de los gobernantes para poder actuar con eficacia, resulta en la
situación actual de la democracia, a la que nos hemos referido una completa
ingenuidad. La famosa eficacia, si pretendiese hacerse a costa del Derecho y
como una alternativa al mismo, no es más que la fuente de la arbitrariedad,
como enseña la experiencia humana ya más vieja y hoy vívidamente renovada.
Es necesario, como ya observó Locke, confiar el gobierno a personas sobre las
que resulta inevitable desconfiar. Elegir gobernantes, como ya sabemos, no es
53
alienar de una vez por todas, y ni siquiera por un plazo temporal la facultad
completa de decisión, sino confiar a unos determinados equipos políticos la
gestión pública bajo el gobierno de la Ley, que sigue siendo la estructura de
hierro ineludible del gobierno democrático, y la observancia efectiva de esta
Ley no puede quedar a la sola discreción de los mandatarios del pueblo (E.
García de Enterría, Democracia, Justicia y Control de la Administración, Ed.
Civitas, Madrid, 1998, pág.114)
Es cierto que hay teorizadores que han sostenido
que el control jurídico de los actos políticos que se ejerce en un estado de
derecho, implica de hecho la ruptura del principio de división de poderes (Nuria
Garrido Cuenca, El Acto de Gobierno, Cedesc Editorial, Barcelona, 1998)
alimentando sus concepciones en peculiares interpretaciones de la democracia
y porqué no, en las teorías de Carl Schmitt; empero tales criterios no se siguen
en ningún país occidental, donde el control constitucional es un elemento
fundamental de las democracias. Esto es así porque en regímenes de tal
naturaleza hay una delegación temporal del poder que efectúa el pueblo en sus
representantes, la que está sujeta a las limitaciones de un ejercicio que no
puede ser discrecional sino acotado al mandato que le ha sido conferido. Como
gráficamente ha expresado un distinguido sociólogo español “Una democracia
propia de una sociedad civil (en su sentido amplio) no es aquella donde la vida
pública se reduce al momento de la representación política: aquel cuando la
sociedad entrega su voto, supuestamente, su capacidad de decisión sobre
asuntos públicos a una clase política, que a partir de ese momento, decidiría
por ella… Lo cierto es que, como se demuestra en la vida real de la mayor
parte de las sociedades civilizadas, las gentes libres se resisten a entregar su
capacidad política, acotan un espacio para sus propias decisiones poniendo
límites al Estado y cuando delegan su poder lo hacen bajo condiciones
estrictas, reservándose incluso entonces recursos y capacidades de
intervención. Más aún, como ciudadanos, y no súbditos, se definen como
interventores y participantes permanentes de la cosa pública, y consideran a la
clase política no como sus señores, sino como sus servidores. Ello significa,
por tanto, que definen a la democracia como un proceso de formación de
opinión, donde todos, políticos y ciudadanos, debaten continuamente la
naturaleza de los problemas políticos y sus soluciones. Cada decisión que
pueda tomarse, con el procedimiento que en cada caso corresponda, es
considerada como una decisión provisional, a ser reexaminada a la vista de sus
consecuencias y de los cambios de las circunstancias, incluidos los cambios en
los sentimientos colectivos y en cuál pueda ser, a cada momento, el estado de
la conciencia civilizada en la sociedad en cuestión” (Víctor Pérez Díaz, España
puesta a prueba 1976-1996, Alianza, Madrid, 1996, pág. 65)
54
Esta descripción de la sociedad democrática, es la
que debe regir en un estado de derecho y no esa ficción que ha caracterizado a
la democracia argentina, donde el poder administrador se ha apropiado de la
voluntad soberana del pueblo para decidir en todos los casos que era lo
necesario hacer en cada caso, desconociendo programas electorales,
abjurando de proyectos y renunciando a todos aquellos principios que habían
determinado su elección.
Aunque el control jurisdiccional de las potestades
del poder ejecutivo es un viejo tema de la teoría del derecho, que ha sido
nutrido por interesantes aportes durante diversas épocas, hoy es casi
inexistente la discusión, ya que no se admite que los actos del poder ejecutivo
revistan una categoría especial o posean un bill de indemnidad que los haga
poseedores de un “status” jurídico especial, que le permite estar exento del
control que pueda ejercer la magistratura judicial. En nuestro medio solo ciertos
dirigentes políticos, aferrados a inaceptables privilegios, pretenden sostener
esa suerte de inmunidad. La alegación más común que se efectúa, es que
admitir ese control jurisdiccional significaría constituir una especie de supra-
poder o dejar el poder real en manos de los jueces, lo que resultaría una
negación del sistema de la división de poderes. Esto, es naturalmente un
argumento falaz, ya que no se trata de que exista un poder que esté por
encima de los otros que componen el sistema, sino de algo mucho más simple
y elemental, y es el de pretender que las decisiones del Poder Ejecutivo, se
ajusten a la Constitución y a las leyes de la República.
Existe tal acostumbramiento en nuestro régimen
político a negar ese control como si se tratar de una injustificada intromisión en
áreas reservadas exclusivamente al poder político, que cuando se efectúa un
planteo limitativo al exceso de poder, surge inmediatamente el rechazo a
aceptar lo que no es sino un mecanismo que está claramente establecido por la
Constitución Nacional. Además de ello se trata de impedir que ese
decisionismo del Poder Ejecutivo lo convierta en una entidad autoritaria con
capacidades no solo administrativas, sino legislativas y aún judiciales al
determinar cuales de sus actos son susceptibles de un encuadramiento jurídico
y cuales no.
Uno de los argumentos generalmente utilizados,
respecto a la no-judicialización de las cuestiones políticas, es también de que
se trata de decisiones políticas, sin afectación constitucional, invocándose la
55
doctrina norteamericana que ha establecido una cuasi separación de
competencias al respecto. Sin embargo creemos que aquí también se cae en
una gran equivocación, por soslayar en definitiva, la naturaleza específica de la
acción y quien es el encargado de decidir la misma. Al respecto el Juez
Brennan sostuvo oportunamente que “El carácter no justiciable de una cuestión
política es esencialmente una función de la separación de poderes. Se origina
mucha confusión en la capacidad del rótulo de la cuestión política para
oscurecer la necesidad de una indagación casos por caso. Decidir si un asunto
ha sido destinado en cierta medida por la Constitución u otra rama del
gobierno, o si la acción de esa rama excede la autoridad que será dispensada
es en sí mismo un delicado ejercicio de interpretación constitucional, y es una
responsabilidad de esta Corte como interprete definitiva de la Constitución
(“Baker v. Carr”. U.S. 186, 198-a962).
En la doctrina norteamericana, que muchos utilizan
equivocadamente, está muy claro el hecho de la “revisión judicial” de aquellas
cuestiones que se susciten al amparo de la Constitución, tengan que ver con
una ley del Congreso, o un Tratado. Esto tiene viejos antecedentes y va mucho
más lejos que la propia Constitución; tiene que ver con el conocido dictamen
del Jurista Coke, Presidente de la Corte, que determinó “que cuando una ley
del Parlamento se opone al derecho común o a la razón…la ley común se
impondrá y despojara de validez a dicha norma”, y el Juez William Cushing,
que fuera uno de los primero juristas designados por Washington para integrar
la Suprema Corte, recomendó a un jurado de Massachussets, que ignorase
ciertas leyes del Parlamento por nulas e inoperantes. Hamilton plantearía
después en El Federalista, Nº 78 que “La interpretación de las leyes es dominio
apropiado y peculiar de los tribunales.
De hecho, una Constitución es y debe ser
considerada por los jueces como una ley fundamental. Por lo tanto a ellos les
corresponde dilucidar su sentido así como el significado de determinada ley
originada en el cuerpo legislativo, y en caso de diferencia irreconciliable entre
las dos, preferir la voluntad del pueblo declarada en la Constitución a la de la
legislatura expresada en la ley”. De allí han salido diversas doctrinas
destinadas a establecer esa cuasi separación, pero en ningún caso se ha
negado el derecho del Poder Judicial a revisar cualquier acto que afecte el
derecho constitucional de un ciudadano. Aquí de lo que se trata, es no de
justificar la existencia de un poder judicial por encima de los otros que integran
la estructura del Estado, sino simplemente de un control de constitucionalidad
que no ha sido ejercido, permitiendo una intolerable concentración de
56
facultades en el Poder Ejecutivo, que lo ha hecho si convertirse en un supra-
poder en desmedro de los otros dos.
Sería impropio que siguiera extendiéndome sobre
una doctrina ya aceptada en forma casi unánime, superadora del viejo
esquema conceptual de la no judicialidad de las decisiones políticas. No caben
dudas que los actos impropios, arbitrarios o ilegales deben ser materia de
juzgamiento, y el caso traído a consideración del Tribunal es precisamente uno
de esos actos, donde la discrecionalidad del Poder Ejecutivo ha ejercido todo
su poder para modificar la ley, desconocer la Constitución, y afectar de manera
sustancial el patrimonio público. Es precisamente en este punto donde le es
preciso intervenir al Poder Judicial, no para cuestionar decisiones políticas,
sino para defender el orden legal de la República, que sigue siendo avasallado
por una costumbre que se ha arraigado tenazmente y que es preciso erradicar
en forma definitiva, evitando que continúe un estado de cosas que es el
resultado de las actitudes irresponsables de los poderes públicos. En este
aspecto debemos remarcar, que no estamos cuestionando políticas públicas o
actos de administración del Estado que se hayan realizado observando las
prescripciones legales y la defensa de los derechos de los ciudadanos; o
planteando teorías opinables sobre como debería manejarse el sector
energético, ya que hacerlo quitaría legitimidad a éste recurso. El propósito que
nos anima tiene que ver con hechos de gravedad institucional que afectan al
Estado mismo, al ver como se subordina la Ley a un Decreto, se afecta el
patrimonio público, y no se tienen en cuenta la calidad del medio ambiente, que
con claridad preserva la Constitución.
Naturalmente que no estamos imputando a las
actuales autoridades la estructuración de una política energética que ha
perjudicado ostensiblemente al país, pero si debemos señalar la actual
responsabilidad del Poder Ejecutivo en continuar con esa política y no adoptar
decisiones que pudieran revertir radicalmente el sistema que rige actualmente.
Si bien el Congreso de la Nación ha renunciado a
utilizar facultades que son indelegables en muchas oportunidades, no le ha
otorgado potestades al Poder Ejecutivo para que a través de decretos
modifique una ley, y convierta a los recursos del Estado en una propiedad de
empresas privadas. Al estar particularmente afectados por esa situación, que
también afecta al pueblo en su totalidad, este recurso no significa la utilización
de una herramienta legal para cuestionar decisiones de correcta
administración, sino para impedir que el Poder Ejecutivo se arrogue facultades
57
que no tiene, y mucho menos que continúe comprometiendo bienes que son de
toda la comunidad.
LA URGENCIA DEL DECRETO ANTE LA
EMERGENCIA ENERGÉTICA
En este quebrantamiento del orden legal, al que se
le debe poner fin, no se ha reparado por parte del Congreso de la Nación, en
los claros límites impuestos desde siempre por la Constitución Nacional al
ejercicio de cada poder del Estado, y razones únicas de necesidad política, han
servido para fundamental toda clase de desvíos y desvaríos legales, para dar
apariencia de legitimidad a aquello que no la tiene. En todos los casos se
prefirió la vaguedad de los enunciados, antes que el rigor normativo, para así
dejar mano libre a cualquier disposición de la naturaleza que fuere; y siempre
se encontró como pretexto “la emergencia”, “la excepción”, “el peligro”, “la
crisis” que al prolongarse en el tiempo, dejaron de ser fenómenos meramente
accidentales para convertirse en estados permanentes y regulares de la vida
institucional. La emergencia derivaba del peligro colectivo y de una situación de
crisis que había que conjurar, y por eso era necesario que el poder
administrador contara con poderes extraordinarios que pudieron resolver tales
circunstancias críticas.
Durante los últimos años de nuestra vida política, la
mal llamada “emergencia” ha pasado a ser una estado habitual al que todos los
ciudadanos se han acostumbrado de una u otra manera, y ello supone que
cambie notablemente la valoración de su contenido, ya que si esa emergencia
se ha convertido en un modo de vida, ha dejado de ser tal. Podemos verlo
actualmente, donde las leyes de emergencia se siguen prorrogando, aunque la
situación administrativa y económica del Estado se desenvuelve por los carriles
convencionales. Pero admitamos la peregrina hipótesis de efectuar una
extensión pretoriana de lo consignado en el art.23 de la Constitución Nacional.
Para ello se debe definir qué es una situación de emergencia, cómo se
produce, cuales son sus consecuencias, y de que medios dispone el poder
administrador para conjurarla.
La corrupción, la inflación desbordada, la supuesta
incapacidad de las instituciones para resolver problemas que hacen al
funcionamiento normal del país; la pérdida de la autoridad presidencial, fueron,
entre otros argumentos, los que se usaron para justificar desde la ruptura de un
58
orden que se pretendía defender, hasta el reiterado uso de facultades
privativas de otros poderes del Estado para conjurar una serie de situaciones a
las que siempre se calificaba de emergencia.
Obviando lo ocurrido durante los gobiernos de facto
y especialmente lo que pasó durante la dictadura militar, cuya modalidad
delincuencial es suficientemente conocida; durante los gobiernos democráticos
y especialmente durante la década del 90 los decretos de necesidad y urgencia
y el uso de los superpoderes fueron características sustanciales de toda una
manera de concebir el ejercicio del gobierno, la expresión más palpable de la
irracionalidad institucional.
Barcesat al definir ese estado de cosas dice que
“…asistimos a una situación en la que la emergencia es más prolongada y
abarcativa que la normalidad institucional. Estamos en emergencia económica,
financiera, sanitaria, educativa, industrial, agropecuaria, etc. etc. Con gran
esfuerzo del saber jurídico puede, a lo sumo, determinarse cuándo es que se
inició cada una de estas emergencias; imposible, prácticamente, saber si ya se
concluyó con la emergencia, o si se volvió al régimen de normalidad, y cuál es
la normalidad, si subsisten ambas normativas y cual de ellas prevalece en la
resolución de los casos concretos. Los valores de certeza y seguridad jurídica,
derechos implícitos del art. 33 de la C.N. como reiteradamente lo ha
establecido la Corte Suprema de Justicia de la Nación, quedan vulnerados a
resultas de esta incertidumbre” (Eduardo S. Barcesat, El Concepto de
Emergencia en el Derecho. Aportes desde una Teoría Critica, en Emergencia
Económica y Teoría del Derecho, LL, agosto de 2003, pág. 23) y Ciuro Caldani
considera que “Los sucesos generalmente llamados “emergencias” se
producen por situaciones que surgen fuera del curso de los acontecimientos
que en principio se preveía, son de algún modo “imprevistos”. De manera
principal se trata de una excepción respecto de lo que se esperaba, aunque
suele incluirse además el carácter de situación indeseada, de aquello de lo que
se desea salir” (Ciuro Caldani, La Emergencia desde el Punto de Vista
Jusfilosófico, en Emergencia Económica y Teoría del Derecho, LL., agosto de
2003, pág. 51.) Es decir que la “emergencia” es algo que se sale de los
cánones de normalidad, produciendo situaciones no esperadas, a las que cabe
resolver perentoriamente, y por eso se hecha mano a remedios excepcionales.
Esa emergencia a la que hacemos referencia,
siempre ha sido fundada en el estado de necesidad que se plantea en un
momento determinado lo que obligaría al Poder Ejecutivo a disponer de
59
remedios excepcionales, para los cuales resulta necesario la adopción de
medidas urgentes, cuya demora podría ocasionar consecuencias irreparables.
Al definir ese estado de necesidad, Linares Quintana sostiene que “con relación
a la aplicación del estado de necesidad dentro del ámbito del derecho público,
existen dos criterios. La doctrina absoluta reconoce un evidente parentesco
ideológico con la equívoca razón de Estado, y conduce a un inadmisible
reconocimiento de ilimitadas atribuciones a los poderes públicos, que fijan una
clara posición anticonstitucionalista. Es la concepción maquiavelista de que el
fin justifica los medios: la salvación del estado justifica la supresión de la
libertad, dentro de la idea de que el individuo es un simple instrumento del
estado. El gobierno constitucional únicamente admite la doctrina relativa del
estado de necesidad que, en lugar de colocar al estado por encima del
derecho, subalternizándolo, procura encauzar justamente la actividad
gubernamental en las circunstancias difíciles y apuradas. Recurre para ello, a
lo sumo a un disloque provisional de competencias, con reserva siquiera
implícita de ratificación confirmatoria” (Segundo V. Linares Quintana, Derecho
Constitucional e Instituciones Políticas, Plus Ultra, Buenos Aires, 1981, Tº 2,
pág. 461) A su vez Legón con meridiana claridad ha expresado que “ 1º) todo
acto cumplido en virtud del estado de necesidad, pero en violación de la ley
constitucional es irregular, porque la necesidad no crea, ante el silencio de la
Constitución, una nueva competencia para nuevo tipo de actos regulares, 2º) el
gobierno que comete las irregularidades podrá ser excusado mediante la
ratificación producida por conducto constitucional…Para que la excusa sea
lógicamente admisible y la bonificación institucional proceda, deben reunirse
tres condiciones: peligro verdaderamente estatal, urgencia en el obrar,
imposibilidad del acceso a las vías regulares” (Faustino J. Legón, Tratado de
derecho polìtico general, Tº 2, Pág. 398)
Podría seguir enumerando una multitud de otras
opiniones y todas serían coincidentes con la inconstitucionalidad palmaria de la
delegación que se cuestiona, pero sería abundar más sobre lo mismo. Si me
permito recordar que lo que dijera Hamilton: “…Ningún acto legislativo contrario
a la Constitución puede ser válido. Negar esto equivaldría afirmar que el
mandatario es superior al mandante, que el servidor es más que su amo, que
los representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo y que los
hombres que obran en virtud de determinados poderes pueden hacer no sólo lo
que estos no permiten, sino incluso lo que prohíben. No es admisible suponer
que la Constitución haya podido tener la intención de facultar a los
representantes del pueblo para sustituir su voluntad” (Alexander Hamilton,
Madison y Jay. El Federalista, Fondo de Cultura Económica, México, 1957,
pág. 332)
60
En este caso hay coincidencia sobre otros textos
constitucionales que tienen limitaciones parecidas. Así en la Constitución
italiana de 1948 se estableció que el ejercicio de la función legislativa no puede
ser delegado en el gobierno, sino con determinados principios y criterios
directivos; solamente por tiempo limitado y para objetivos definidos. No existe
en ella la posibilidad de una delegación de carácter general.
La Constitución española no admite la delegación
en lo relacionado con los derechos fundamentales, y en aquellas materias de
carácter administrativo en la que se la admite existe una clara limitación al
establecer que “la delegación legislativa habrá de otorgarse al gobierno en
forma expresa, en materia concreta y con fijación de plazo para su ejercicio. No
podrá entenderse concebida de modo implícito o por tiempo indeterminado….”
(art.8º.2) este criterio restrictivo está en la base de lo que significa la autoridad
legislativa que es la que hace la ley respetando el texto constitucional en
cuanto fija la competencia de cada poder del estado, ya que admitir la
posibilidad de admitir competencias legislativas posibles significaría una
yuxtaposición inadmisible con la división de poderes propias de un sistema
republicano.
La doctrina francesa muestra ejemplos muy
contundentes que fortalecen el criterio aquí expresado; y solo en algunos casos
excepcionales se admitió la existencia de facultades sólo reglamentarias por
parte del Jefe del estado, pero de carácter inferior a la legislación específica
(cif. León Duguit, Traite de Droit Constitutionnel, Paris, 1924, Tº IV, pág. 748 y
sig.) Como prueba de tal criterio, Boggiano señalaba que “Ni aún con el
fortalecimiento el Jefe del Estado francés en la constitución gaullista de 1958,
se llegó a legitimar abiertamente la técnica delegativa. Incluso se mantuvo
entonces el principio teórico de la indelegabilidad propia de los poderes. En una
decisión del Consejo de Estado considerada de importancia capital, esa alta
jurisdicción anuló por exceso de poder una ordenanza del 1 de junio de 1962,
dictada en aplicación de una directiva dada en el art. 2 de la ley del 13 de abril
de 1962 (ley votada por vía de referéndum) que autorizaba al Presidente a
tomar por vía de ordenanzas o decretos todas las medidas legislativas o
reglamentarias relativas a la aplicación de las declaraciones gubernamentales
del 19-3-62 (acuerdos de Evian que pusieron fin a la guerra de Argelia). El
Consejo de Estado dijo que de los términos del texto legal resultaba que el
objeto de la norma no había sido habilitar al presidente a ejercer el poder
legislativo por sí mismo, sino solamente autorizarlo a usar excepcionalmente de
61
su poder reglamentario dentro del marco y los límites que le fueron permitidos”
(“19-10-62, Recueil des decisions du Conseil d´Etat, 1962. Del voto del Dr.
Antonio Boggiano en “Cocchia Jorge c/Estado Nacional y otro” CSJN. 1993-12-
02, LL 1994-B-643)
Uno de los aspectos fundamentales que tiene que
ver con la limitación a esta potestad reglamentaria está dado, porque esa
limitación no solo está marcada por la situación grave o conmocionante que
determina la necesidad que se adopten medidas urgentes, sin la cual los
decretos carecen de validez, sino por otras reglas de carácter sustancial y la
más importante sería el respeto a los principios generales del derecho y la
interdicción de la arbitrariedad en el acto. Debe entenderse que el poder
reglamentario deba estar subordinado a los principios generales del Derecho,
en tanto que éstos expresan los pensamientos jurídicos básicos de la
comunidad, las ideas sustanciales que articulan y animan un ordenamiento en
su conjunto. La Administración no puede contradecir esos principios; más bien,
en virtud de ellos, se justifica y actúa. Parece evidente, por ello, que en la
contradicción de un Reglamento con un principio general no debe ser éste el
que padezca; el Reglamento es una norma secundaria y subordinada por su
propia esencia, complementa a la Ley, pero no la suple, y una injusticia en su
seno multiplicará y amplificará sus efectos injustos en el tiempo, en la
extensión, en la intensidad, a través de la infinitud de actos aplicativos del
mismo, alcanzando, pues, un grado de injusticia incomparablemente superior al
que quepa esperar de la ilegalidad de un solo acto (cif. García de Enterría, E.
ob. cit. T1 II pág. 188).
No podemos dejar de advertir que a través del uso
de esas facultades delegadas, se legitima el exceso y la desviación del poder,
ya que si el poder del Estado existe como capacidad y energía para cumplir el
fin de la comunidad política, que es el bien común, el exceso de poder es una
muestra de irrazonabilidad atentatoria a la consecución de ese fin. Como lo
definiera Bidart Campos: “El exceso de poder se configura por la falta total de
competencia en el órgano emisor del acto. La competencia en el derecho
público equivale a la capacidad en el derecho privado. La competencia
pertenece al órgano (órgano-institución) y no al individuo que es titular o
portador del órgano. Asignada la competencia al órgano, y producida la
actividad fuera de esa competencia, el acto es inválido por tener un vicio o
defecto que trae aparejada su nulidad. No hace falta norma expresa en tal
sentido, porque la consecuencia surge del principio de que la competencia es
expresa. El exceso de poder como vicio nulificante del acto se relaciona con la
62
legitimidad del acto” (Bidart Campos G.J. La Interpretación y el Control…pág.
95)
Sagüés también analizó la posible legitimidad
constitucional de esa delegación, que fuera en algún momento sustentada por
Savigny y Boistel entre otros, aún con las limitaciones específicas de cada
caso, y no coincide en modo alguno con las opiniones relativistas, ya que
estima que esa costumbre no nace del pueblo, sino que es “elaborada por los
operadores de los órganos supremos del Estado…Fuera de esto, cabe
puntualizar que en cuanto al contenido mismo de la costumbre, esta será
legítima únicamente si crea una norma constitucional justa o si cumple con una
regla constitucional justa” (Néstor Pedro Sagüés, Teoría de la Constitución,
Astrea, Buenos Aires, 2001, pág. 323). En realidad, lo que puede observarse a
través de esa delegación de facultades es permitirle al Poder Ejecutivo, tomar
decisiones discrecionales, sin consultar al Parlamento, y luego -en algunos
casos muy específicos- informar al Congreso sobre las decisiones adoptadas;
para de esa manera obviar el debate público sobre decisiones que
comprometen aspectos fundamentales de la estructura del Estado. Si hay
decretos emitidos por delegación, todo permanece en un ámbito de reserva, y
luego se juzgan las consecuencias cuando todo ha sido decidido e
instrumentado. Si por el contrario el Congreso cumple con las obligaciones que
le señala la Constitución, existe debate, y eso supone que determinados actos
tomen estado público y se puedan efectuar los cuestionamientos del caso, más
allá de que la mayoría parlamentaria imponga su fuerza numérica y se apruebe
el proyecto discutido.
Por otra parte, cuando algo se ha convertido en un
hecho habitual no puede hablarse de emergencia alguna, y si de un estado de
irregularidad permanente, que por su propia naturaleza escapa a la
caracterización de situaciones de peligro o de una emergencia, ya que ésta
supone hechos o acontecimientos imprevisibles, sobre los que cabe adoptar
medidas que no admiten demora y no pueden ser sometidas a una larga
discusión legislativa. En todos los casos esa ficción de la emergencia ha
servido para nutrir al Poder Ejecutivo de facultades extraordinarias y gobernar
sin ningún control con los resultados que pueden observarse. En el caso de los
hidrocarburos, esto adquiere una particular relevancia, ya que permitió
transferir al exterior la principal fuente de recursos del estado, con el pretexto
de una ineficiencia funcional que no era cierta. Tampoco la emergencia crea
derechos y no está demás reiterar el fallo de la Corte Suprema de los Estados
Unidos, donde se determinó que “la emergencia no crea poder, no aumenta el
poder otorgado, ni suprime, ni disminuye las restricciones impuestas al poder
63
otorgado o reservado. La Constitución fue adoptada en un período de grave
emergencia. Sus otorgamientos de poder al gobierno federal y sus limitaciones
a los poderes de los estados fueron determinados a la luz de la emergencia y
no alterados por ésta” (Home Building & Loan Association vs. Blaisdell, 280 US,
398)
Al abuso de lo ocurrido en gobiernos anteriores, el
actual Poder Ejecutivo ha sumado una larga lista de Decretos decidiendo sobre
todo tipo de materias, por lo cual este Decreto 929, viene nuevamente a decidir
sobre cuestiones que hacen al dominio público, prescindiendo del Congreso
Nacional, especialmente en materia tan controvertida como es el procedimiento
de fracking.
Ya hemos hablado de la escala jerárquica de las
normas legales, y de la primacía de la Constitución sobre las leyes y los
decretos, y de ello surge inevitablemente la lógica subordinación existente
entre unas normas respecto de otras. Es así que las resoluciones y
disposiciones de ministerios y secretarías de Estado no pueden alterar el
sentido de los decretos y estos no pueden modificar las leyes bajo el pretexto
de proceder a su reglamentación y tampoco el espíritu de las mismas conforme
lo señala el art. 99 de la C.N. Además los decretos reglamentarios deben
observar una serie de límites materiales y formales, de cuyo respecto depende
su validez, los que no solo están referidos a la Constitución y a la ley sino a los
principios generales del derecho que no pueden ser desconocidos por la norma
y ateniéndonos también al carácter subalterno de la potestad reglamentaria.
Efectuando un pormenorizado análisis del decreto
impugnado, no nos encontramos en su redacción y en su sustancia con
aquello que la doctrina definiera “exceso reglamentario”, que se refiere al
decreto que transgrede la ley que pretende reglamentar; sino que en el
presente caso existe una modificación de la ley, alterando su espíritu y sus
decisiones específicas, con el invariable propósito de crear una suerte de
“sistema” de pseudo legalidad que permita la inversión extranjera irrestricta, en
explotaciones controvertidas, y con plazos carentes de toda razonabilidad,
excepto para las inversoras extranjeras, que no pueden prescindir de esa
extensión de tiempo, debido a las circunstancias que apuntáramos
anteriormente.
Desde antiguo se ha considerado que el Poder
Administrador, el soberano no tiene facultades irrestrictas para gobernar,
64
dictando normas que solo contemplen su exclusiva voluntad, y una prueba de
ello es recordar la Carta Magna inglesa, que fue una imposición de los súbditos
a la corona para limitar sus prerrogativas. Luego se acuñó una frase “due
process of law, que recogía aquella otra the law of. the land, o ley de la tierra.
De esta manera ante la violación por parte del gobernante de los derechos de
sus gobernados se podía acceder al debido proceso legal para impugnar tales
decisiones. Es decir que ni las decisiones del soberano, ni las decisiones
legislativas por si, tenían legitimidad, si no estaban fundadas en principios de
libertad y de justicia. También resulta oportuno recordar al respecto, que el
Doctor de Chuquisaca y líder de la revolución comunera –el primer grito de
independencia que se dio en América en 1732- José de Antequera y Castro,
había escrito “Los pueblos no abdican de su soberanía. El acto de delegar sus
formas externas y el ejercicio de la facultad de legislar residente en él por razón
de la naturaleza y suprema disposición de Dios no implica en manera alguna
que renuncie a ejercerla, cuando los procedimientos de los gobiernos le hieren,
y falseando su deber, lesionan los preceptos eternos de la razón absoluta que
está sobre todas las leyes y por consiguiente es superior a todas las
autoridades.” A su vez también podemos recordar la expresión del Ministro
Devanter de la Suprema Corte de los Estados Unidos, que al explicar el
significado del due process of law decía que ella requiere “que la acción del
estado, sea compatible con los principios fundamentales de la libertad y la
justicia que se hallan en la base de todas nuestra instituciones civiles y políticas
y que con frecuencia son designados como “la ley de la tierra” (Herbert vs.
Louisiana, 372 US 312, 1926).
Ello implica que las normas legales dictadas por el
Poder Legislativo y los reglamentos del poder administrador deben estar
enmarcadas en elementales principios de justicia, y donde los derechos de los
ciudadanos estén debidamente reconocidos. Como con acierto puntualiza
Rojas, “Linares señala con claridad meridiana, que existe un derecho de todo
ciudadano a exigir que las leyes sean razonables, esto es que exista un
equivalencia entre el hecho antecedente y consecuente, tendiendo en cuenta
las circunstancias sociales que motivaron el acto, los fines perseguidos, y los
medios que como prestación o sanción establece dicho acto. Por eso es
célebre la síntesis de este autor, en la exigencia de razonabilidad de todos los
actos estatales, y sirva como ejemplo, que de ese modo desde siempre ha
recogido el concepto nuestro más alto tribunal…Sucede que no todo lo legal
resulta constitucional, de ahí que si bien la Corte tiene entendido que la
declaración de inconstitucionalidad de una norma constituye la última ratio del
orden jurídico, por la gravedad institucional que trasunta la desición es
necesario el respeto a pautas mínimas de razonabilidad” ( Jorge A. Rojas, La
65
Emergencia y el Proceso, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 2003, pág. 83)
De allí que sea necesario que exista una armonía entre medios y fines y que
estos nunca sean contrarios a la CN. Por ello la Corte determinó que “las leyes
son susceptibles de cuestionamiento constitucional cuando resultan
irrazonables, o sea cuando los medios que arbitran no se adecuan a los fines
cuya realización procuran o cuando consagran una manifiesta iniquidad, y el
principio de razonabilidad debe cuidar especialmente que las normas legales
mantengan coherencia con las reglas constitucionales durante el lapso que
dure su vigencia en el tiempo, de suerte que su aplicación concreta no resulte
contradictoria con los establecido en la Ley Fundamental. (CSJN. Fallos
307:906; 307:862; 311: 2817 y otros)
Tal como se ha podido observar por la naturaleza
de la norma impugnada, la misma es inconstitucional, ya que fue dictada
contraviniendo no solo la Constitución Nacional sino las leyes de la República,
y ello supone la nulidad de la misma debido a que está afectando plenamente
la vigencia del orden jurídico. Esto es así ya que como lo señala García de
Enterría “…si la ilegalidad de un reglamento determinase una mera anulabilidad
de forma que sólo pudiese ser hecha valer a través de la impugnación dentro
de un plazo breve por la persona o personas inmediatamente afectadas por el
mismo, quedaría al arbitrio de éstas todo el sistema de producción normativa y
se habría una nueva causa de derogación de las leyes formales, la derogación
producida por un simple reglamento cuando transcurriesen los plazos de
impugnación sin formular ésta. Es evidente, con sólo enunciar esta gravísima
consecuencia, que esto no es así y que la vigencia de una ley no puede quedar
extinguida por ningún reglamento contrario a la misma, por mucho que sea el
aquietamiento de los interesados y el tiempo que transcurra sin que se
produzca reacción contra dicho reglamento. En todo el problema de los
reglamentos ilegales la cuestión es siempre la misma y sumamente simple: si
se diese eficacia a un reglamento que está en contradicción con una ley ello
supondría negar esa misma eficacia a una ley en pleno vigor, concretamente a
la ley infringida por dicho reglamento. Para evitar que esta consecuencia
extrema se produzca, para preservar a las leyes frente a las agresiones o
usurpaciones de sus competencias que puedan venirles por parte de los
reglamentos, es por lo que el ordenamiento jurídico establece para los
reglamentos ilegales la sanción máxima de nulidad radical, que los hace inicial
y perpetuamente ineficaces; -de pleno derecho- “ (García de Enterría. E. Ob.
cit. Tº I, pág. 208/209.
Además de lo expuesto, también es necesario tener
en cuenta el “principio de preferencia legal”, también llamado “paralelismo de
66
las competencias” que implica que las leyes no puedan ser derogadas –en todo
o en parte- sino por otras leyes, y cuando esto no ocurre, la ley conserva todo
su vigor y su vigencia, sin que los decretos –que las desnaturalizan- puedan
modificar el sentido operativo de las mismas y el propio espíritu de la ley.
Suponer lo contrario, significaría establecer una suerte de potestad legislativa
en el poder administrador, que en modo alguno se compadece con la división
de poderes establecida en la C.N. Y si bien, esta costumbre de legislar por
decreto se ha extendido, ello no supone admitir la validez de procedimientos
que solo parten de una extralimitación del poder, invadiendo facultades que le
son ajenas. Además, no se trata en el caso de una modificación formal, que
tenga que ver con cuestiones de interpretación, sino que a través del decreto
impugnado se alteró la sustancia de la misma, al modificar aspectos concretos
que tienen que ver con la disponibilidad de los recursos del Estado.
EL CONCEPTO DEL ESTADO
Uno de los elementos fundamentales para
proceder al desguace del Estado, a través de la liquidación de sus empresas y
entrega de todos sus recursos, ha sido el concepto de su ineficiencia, de ser
visceralmente un mal administrador, que sus funciones indelegables están
reducidas a la defensa, la educación, la seguridad, la salud, la justicia y
eventualmente la preservación del medio ambiente. Toda otra función, significa
una intromisión intolerable en aspectos reservados a la actividad privada. Son
los preceptos que provienen de un sistema que privilegia el manejo irrestricto
de la economía por los principios del libre mercado, lo que permite, como dice
un conocido autor, que haya “ganado consenso la idea de terminar con el
Estado que subsidia la economía y reducir a su mínima expresión posible el
estado productor de bienes y servicios” (Rosendo Fraga, La Reforma del
estado en sus funciones indelegables, en Reforma y Convergencia, Ensayos
sobre la Transformación de la Economía Argentina. CARI y ADEBA, Buenos
Aires, 1993, pág. 273). Ese Estado mínimo, objetivo largamente acariciado por
los dominadores del mercado es el que permite, que la economía esté al
servicio de los proyectos empresariales, y no para satisfacer las necesidades
fundamentales del hombre.
La idea privatista, permite que a través de la
enajenación de todos los recursos, el Estado deberá limitarse a ejercer la
función administrativa de un recaudador de impuestos, con los cuales hará
frente a esas funciones indelegables que señaláramos. Es decir que se abdica
67
de la función eminente que debe tener como promotor del bien común, para
ejercer un quantum de limitadas acciones, estrictamente ceñidas al ámbito
reducido del ordenamiento y promoción de actividades muy específicas, de las
que por supuesto debe estar ausente la planificación de políticas públicas que
hagan al desarrollo socio-económico de la Nación
Esta concepción es la que ha regido
sustancialmente durante la década del 90, por la cual el Estado ha perdido su
función eminente, y se encuentra ejerciendo un papel reducido, que limita
grandemente todas las posibilidades que tiene la Nación para alcanzar
objetivos que son básicos y que en algún momento de nuestra historia fueron
factor determinante de nuestro crecimiento y de nuestra consolidación como
República.
Lamentablemente, la desjerarquización del Estado,
ha sido factor fundamental, para situarlo en análoga condición a la de cualquier
entidad financiera transnacional, y es así que en los contratos celebrados con
el exterior, se ha impuesto ya como condición la renuncia a su inmunidad
soberana, se ha pactado que los contratos celebrados por el Estado, son actos
de derecho privado (iure gestiones) y no actos de derecho público (iure imperii)
y se lo ha convertido en el vulgar interlocutor de cualquier empresa
transnacional con la que negocia en igualdad de condiciones.
Para consolidar esta nueva concepción del Estado
se han acuñado definiciones como “soberanía restringida” o “limitación de la
soberanía” como consecuencia de la proliferación de distintas teorías, que
hablan de que las nuevas concepciones del Estado, admiten una nueva
caracterización, alejada del concepto clásico que habían marcado los
doctrinarios y tratadistas sobre esta cuestión. Por supuesto que toda esta
innovadora corriente impulsora de reducir al Estado a su mínima expresión,
tuvo su correspondencia en valorizar el rol de la empresa privada como único
motor de la expansión económica y la prosperidad de los individuos, y contó
con la colaboración eficiente de pseudo-juristas que estuvieron dispuestos a
convalidar esos nuevos supuestos desregulatorios y una concepción del
Estado que resultaba funcional a las nuevas políticas que se instrumentaban.
Así se justificaron las facultades indelegables, la renuncia a la soberanía, el
dictado de decretos de necesidad y urgencia, sin que existiera ni la una ni la
otra, se habló de una emergencia inexistente como pretexto para vender los
activos del Estado, se sometió a la Nación a jurisdicciones extrañas, se creó un
68
cuerpo de doctrina específica para justificar la enajenación del patrimonio
público
A través de una abrumadora tarea de
desinformación y el uso de gastados sofismas se instaló la idea de que
reformar al Estado resultaba una imperiosa necesidad, y el comienzo de tan
“noble” tarea debía comenzar por privarlo de sus recursos estratégicos, de
empresas altamente rentables que eran factor de desarrollo, “modernizando” su
estructura para hacerla más eficiente. El lenguaje crematístico sustituyó a las
nobles concepciones filosóficas sobre la naturaleza del Estado, y se lo
confundió a éste con una entidad que solo debía ser considerada en cuanto
sus parámetros de eficiencia, siempre y cuando esa eficiencia quedara acotada
a los aspectos previamente definidos por el sistema globalizador neoliberal.
Hubo igualdad de rangos a los efectos de cualquier trato y contratación, y se
llegó hasta aceptar durante la presidencia de Menem que los planes
económicos y financieros fueran diseñados en el exterior. No se trepidó en
vender todo lo que estuviera a mano, y en muchos casos el déficit de las
empresas públicas dejó de ser argumento, ya que también se vendieron
empresas que no eran deficitarias, y que aportaban una considerable renta a la
administración pública.
Esa disminución del Estado, debía efectuarse no
solo desde el marco teórico de concepciones hábilmente expuestas, sino desde
una realidad operativa que consistía a despojarlo de sus recursos. Obviamente
un Estado sin recursos, carecía de la fuerza suficiente para ejercer las
funciones eminentes del bien común, el de toda la sociedad, y para realizar esa
tarea los recursos fiscales siempre resultaban insuficientes por la magnitud de
la estructura social del país que debía ser atendida. A partir del año 2003, se
realizaron algunas acciones, profusamente difundidas, que mostraban una
posible recuperación del Estado, pero todo quedó en una simple ficción, porque
más allá de algunos cambios no sustanciales, la estructura económica de la
nación continuó parecidamente, y la voluntad presidencial siempre se impuso
para ordenarle al Poder Legislativo que sancionara leyes a su conveniencia.
Hubo algunos atisbos de cambios como la estatización de Aerolíneas
Argentinas y la expropiación del capital mayoritario de YPF, pero todo quedó
reducido a una pésima administración en el primer caso, sumado a la no
resolución de cuestiones judiciales que siguen pendientes. En el caso de la
empresa de petróleos, no se quiso recuperar la totalidad sino que fue un acto
soberano, donde se separó a una petrolera, para decidirse a hacer negocios
con otra, como resulta de público conocimiento, con el agravante que esa otra,
que ha recibido la bendición del Poder Ejecutivo, al extremo de que la
69
Presidenta de la Nación se reunió personalmente con su Presidente, olvidando
la labor depredatoria efectuada por esa petrolera en el hermano país del
Ecuador.
Como acertadamente se preguntaba Arturo
Sampay “¿Puede alguien dejar de ver que el voluntarismo es el venero del
desorden moderno que, mirado desde el ángulo de la ordenación política, se
llama liberalismo, y que visto por el lado de la organización económica recibe el
nombre de Capitalismo, pues el egoísmo que genera en los distintos sectores
sociales provoca las dimisiones que todos ellos hacen de sus deberes frente al
bien común? ¿Hay alguien que no vea que el voluntarismo es el germen del
totalitarismo, de ese falso orden que como novedad política ofrece en siglo en
su promedio, pretendiendo remediar aquél desorden mientras, es, en verdad,
una aguda anarquía social constreñida por un tremendo despotismo? (Arturo
Enrique Sampay Introducción a la Teoría del Estado, Bibliográfica Ameba,
Buenos Aires, 1961, pág. 17). Al voluntarismo menemista decidido a
privatizarlo todo y llevarse por delante el estado de derecho, siguió el
voluntarismo de los gobiernos que se sucedieron a partir del 2003, que de
distinta manera, pero muy eficazmente impusieron sus decisiones, avaladas
por una mayoría parlamentaria complaciente, y un núcleo cerrado de
colaboradores, que jamás se atrevieron a cuestionar las decisiones
presidenciales, aún si ellas estaban equivocadas.
EL DOMINIO PÚBLICO
Entendemos que la definición más exacta de lo que
significa el dominio público, está dada por aquella que sostiene que se trata del
conjunto de bienes de propiedad pública del Estado, lato sensu, afectados al
uso público, directo o indirecto de los habitantes y sometidos a un régimen
jurídico especial de derecho público y, por tanto, exorbitante del derecho
privado. En el caso de los hidrocarburos se da una especialísima situación, ya
que conforme lo establece el art. 2342, inc. 2 del Código Civil, serían bienes
privados del Estado, debido a que no están afectados al uso público, pero en la
protección dispensada por la ley estarían equiparados a lo que se denomina
dominio público. Creemos que esta característica del dominio público
tendríamos que asociarla con la de dominio eminente, ya que éste es el poder
supremo que ejerce el Estado sobre un territorio sobre la totalidad de los
bienes, sean estos públicos o privados del mismo, lo que por supuesto no
excluye esa confluencia que solo la daría el uso de los bienes.
70
Está claro que en el caso del dominio público se
trata de bienes que están afectados al uso público directa o indirectamente y en
esto hay casi unanimidad en la doctrina nacional y extranjera. Pero ocurre que
esa caracterización de imprescriptibilidad e inalienabilidad son, como decía
Marienhoff, “medios jurídicos a través de los cuales se tiende a hacer efectiva
la protección de los bienes dominiales a efectos de que ellos cumplan el “fin”
que produjo su afectación. Tal protección no sólo va dirigida contra hechos o
actos ilegítimos procedentes de los administrados o particulares, sino también
contra actos inconsultos provenientes de los propios funcionarios públicos”
(Miguel S. Marienhoff, Tratado del Dominio Publico, Tea, Buenos Aires, 1960,
pág. 231). En consonancia con ello, es que la ley 17.319 establecía que “Los
yacimientos de hidrocarburos líquidos y gaseosos situados en el territorio de la
República Argentina y en su plataforma continental pertenecen al patrimonio
inalienable e imprescriptible del Estado Nacional”. La inalienabilidad e
imprescriptibilidad significa que esos bienes están sustraídos al comercio
jurídico privado, siendo a todas luces indisponibles lo que determina que:
a) no puedan ser objeto de compraventa, ni de otros actos jurídicos que
impliquen la transferencia de la propiedad.
b) No pueden ser hipotecados, ni afectados por servidumbres de derecho
privado, usufructos u otros derechos reales.
c) No pueden ser objeto de reivindicaciones o acciones petitorias.
d) No pueden ser expropiados por la misma persona jurídica pública estatal
que tiene su propiedad
Si bien la doctrina ha hecho algunas distinciones
específicas sobre las características del dominio público y de los bienes
privados, hay consenso generalizado que en definitiva todos los bienes del
Estado pertenecen al dominio público, aunque algunos autores, suman otra
categoría más a las dos mencionadas y hablan de “patrimonio indisponible”
Empero esa definición que la ley de hidrocarburos da en su artículo primero,
constituye el carácter conceptual que se atribuye a tales bienes. Es claro que
solo compete a la Nación determinar cuales son los bienes públicos y privados
del Estado, y ello solo puede establecerse a través de una ley formal, no
mediante reglamentaciones u otros actos administrativos.
De conformidad con tales criterios, el Código Civil,
que es ley de la Nación, determinó el carácter público o privado de los bienes
del Estado, y la ley 17.319, aún cuando no modificó el concepto de bienes
71
privados de los hidrocarburos, hizo extensivo su resguardo al que tenían los
bienes de dominio público. El decreto cuestionado, al disponer la entrega de
concesiones por plazos contrarios a los fijados en la ley, crea una nueva
caracterización que es francamente infractora del orden jurídico vigente. Como
señala Marienhoff, “en nuestro ordenamiento jurídico, el carácter público o
privado de las cosas única y exclusivamente puede ser establecido por la
Nación, a través de una ley formal, dado que la pertinente atribución, le
incumbe al Congreso…El acto administrativo, en nuestro país jamás puede ser
fuente atributiva del carácter público o privado de una cosa…Solo la ley
nacional es el medio jurídico idóneo para establecer que cosas son públicas y
cuáles son privadas. ( ob. cit, pág. 125). Esa necesidad de protección fue
puntualizada por Barckhausen al determinar que “la importancia de las cosas
dominicales desde el punto de vista general y colectivo hace que su
conservación resulte muy preciada para que no se piense en protegerlas
efectivamente necesario, pues, que la ley, invisible, pero jamás ausente, supla
los defectos de la vigilancia con disposiciones preventivas y protectoras…Es el
despilfarro y la disipación del dominio público lo que debe impedirse o
dificultarse, mediante formalidades útiles y controles serios, adaptados a las
circunstancias particulares” (Barckhausen, H.,Etude sur la théorie générale du
domaine public, en Revue du droit public et de la science politique en France
et à l’etranger, Paris 1903, pág. 44) Esa ineludible protección de la ley estuvo
vigente desde las primeras disposiciones de Yrigoyen y Alvear y se continuó
hasta plasmarse en el art. 40 de la Constitución Nacional de 1949, y a pesar de
todas las contingencias posteriores continuó hasta 1989.
Esa asignación protectora, que siempre le otorgó la
ley a los hidrocarburos, reconocía su especificidad como recursos estratégicos
que no podían ser materia de una disponibilidad convencional, como
eventualmente podía hacerse con otros bienes de propiedad del Estado.
Existía el convencimiento de que su uso estaba reservado exclusivamente a la
Nación para disponer de su renta y no entregarla, como ocurrió al manejo
depredador de las empresas privadas fueran estas nacionales o extranjeras.
De allí que “esa inalienabilidad e imprescriptibilidad” de los hidrocarburos
estuviera presente en toda la legislación que rigió siempre sobre la materia, no
reconociendo ninguna excepción desde que se dictaron las primeras normas,
hasta 1989, cuando Menem firmó los decretos desregulatorios. Es decir que
durante ochenta y dos años, y a través de la existencia de gobiernos de muy
diverso signo ideológico, siempre hubo una coincidencia general de que los
hidrocarburos no podían ser entregados al dominio privado bajo ninguna
circunstancia, y aún cuando se efectuaron concesiones que fueron anuladas
por su posible ilegitimidad, el dominio de YPF siempre prevaleció. No solo era
72
una empresa de comprobada eficiencia sino un símbolo de la soberanía
nacional. Quizá la única excepción a esa política, sean los procedimientos para
endeudar a YPF, que utilizó la dictadura civico- militar, y que fueron
preparatorios de su posterior privatización.
Sobre las base de tales definiciones, resulta
evidente que los yacimientos de hidrocarburíferos están alcanzados por esta
categoría de dominio público y la disposición de los mismos se encuentra
absolutamente limitada por las normas que regulan estos recursos.
Pero además de esa consideración, existe un punto que es necesario
mencionar y que tiene que ver con la real titularidad de esos bienes, ya que nos
parece sustantivo ver como se dispone del patrimonio energético a través de
una política que bajo la aparente existencia de beneficios, entrega gran parte
de los recursos a una empresa extranjera. Esta cuestión no es menor ya que
implica mostrar como se dispone de bienes indisponibles, debiendo recordarse,
que el Estado solo los tiene en su mero carácter de administrador de los
mismos y no de su titular dominial, por lo cual antes de emitir un Decreto para
permitir concesiones sobre operaciones no convencionales, habría que haber
sometido al Parlamento una Ley para que se discutiera la oportunidad o no de
hacerlo
Siempre hubo largas discusiones doctrinarias sobre
quien ejercía la titularidad del dominio de los bienes públicos (en este caso los
privados equiparados a los públicos por su protección jurídica). Si el Estado o
el pueblo, optándose por sostener que el Estado siempre era el titular de esos
bienes. Esa interesada doctrina y jurisprudencia trató de imponerse, como una
de las tantas formas utilizadas por el poder de los grandes capitales para
consolidar su dominio. Si el dominio no pertenecía al pueblo sino al Estado,
éste tenía amplias facultades para disponer de él sin limitación alguna, y solo
ateniéndose a los mecanismos reglamentarios existentes en cada caso Aunque
el Estado era nada más que el representante de los intereses de la comunidad,
su potestad dominial lo hacía inmune a cualquier cuestionamiento legal, y ello
sirvió muchas veces como argumento para que se firmaran las ventas más
aberrantes de bienes que solo eran patrimonio de una comunidad. Las
concesiones efectuadas a principios del siglo veinte por los países árabes a
favor de las multinacionales del petróleo es un claro ejemplo de ello. En
nuestro país son celebres los permisos que otorgará en la década del 20 el
gobernador de la Provincia de Salta a la Standard Oil, que fueron anulados
posteriormente y que dieran lugar a largos pleitos que terminaron en la Corte
Suprema de Justicia. Sin embargo, la tesis contraria es la que resulta
apropiada para esa defensa del interés del pueblo, que siempre está
73
deslegitimado en sus derechos por la apropiación indebida de sus recursos a
través de las diversas manipulaciones que se hicieron en las últimas décadas
para negociar todo lo que fuera posible.
La tesis del dominio del pueblo era común entre los
romanos, sosteniendo Gayo que las cosas públicas eran aquellas
pertenecientes a la comunidad política y se referían al total de los bienes del
Estado, sin que hubiera distinción alguna entre cosas públicas o privadas,
como las que efectúa el Código Civil. Para Gayo, las cosas públicas eran
aquellas que no pertenecían a los hombres en particular, sino al conjunto de
ellos considerado como comunidad política: Solo las cosas pertenecientes a los
hombres individualmente considerados constituían las cosas privadas. (cif.
Raymond Saleilles, Le domaine public à Rome et son application en matière
artistique, Paris 1889, Págs. 5-6) Recogiendo esos preceptos, en el art. 330 del
Código Civil de Portugal se prescribe que “Son públicas las cosas naturales o
artificiales apropiadas o producidas por el Estado y corporaciones públicas y
mantenidas bajo su administración, de las cuales es lícito utilizar a todos
individual o colectivamente, con las restricciones impuestas por la ley o por los
reglamentos administrativos” y de tal manera se hace una indicación sobre la
naturaleza de tales bienes que resultan útiles, entre otros antecedentes, para
que no se crea, que nuestro criterio responde a algún delirio doctrinario o
jurisprudencial..
A su vez Ranelletti sostuvo que “Por consecuencia
el derecho del Estado sobre el dominio público es un derecho de soberanía, no
un derecho de propiedad; estas cosas a nadie pertenecen, porque son de
todos los integrantes que constituyen el Estado” Bielsa también sostuvo la tesis
de que el pueblo es el titular del dominio público, y en el prólogo que escribiera
a un libro de Marienhoff, indicó que “A nuestro juicio el fundamento de ese
derecho colectivo originario es el propio régimen del dominio público, anterior al
Estado mismo. Son los sostenedores de la doctrina contraria los que deben dar
fundamento jurídico a la modificación de ese régimen, o sea como nace la
atribución de un derecho de “propiedad” (lo que negamos) sobre esos bienes
respecto del Estado” (Rafael Bielsa, prólogo al libro Régimen y Legislación de
la Aguas Públicas y Privadas, Buenos Aires, 1939, págs. 11-12) y Linares
Quintana participó del mismo criterio.
Quien más desarrolló este concepto fue el propio
Marienhoff, quien de manera contundente expreso que “Sostener que el Estado
y no el pueblo es el sujeto de dominio de las cosas públicas, equivale a
74
sostener que el estado es dueño de si mismo, lo cual es un absurdo.
Evidentemente el estado es dueño de si mismo en el orden internacional…Un
Estado es un conjunto organizado de hombres que extiende su poder sobre un
territorio determinado y reconocido como unidad en el concierto internacional.
De ello surge que los elementos constitutivos esenciales del estado son dos de
carácter externo: el “pueblo” y el “territorio”, y uno interno, el poder ordenador:
el “imperium”. De manera que el concepto de Estado traduce la idea conjunta
de territorio y de pueblo; si falta uno de éstos no hay Estado… El dueño de los
bienes que integran el dominio público (que es parte del territorio) es el
“pueblo”, ya que el “territorio” de un Estado es la parte de la superficie terrestre
que, por diversos motivos de orden histórico, quedó en poder de un conjunto de
hombres (pueblo) unidos entre si por vínculos comunes: raza, lengua, religión,
etc. Por eso ha podido decirse que en la esencia del dominio público hay una
persistencia de la antigua propiedad colectiva…Por lo demás, el “pueblo” titular
del dominio público es el constituido por nativos, o equiparados legalmente a
éstos; los extranjeros quedaban excluidos, pues no formaban parte del
agregado originario. Pero si bien el “pueblo” es el titular del dominio público, el
no lo administra en forma directa, sino por medio de sus representantes, o sea
por medio de las autoridades constituidas” (ob. cit. págs 62/63). El Dr.
Marienhoff, además hace extensivo este criterio a los llamados bienes privados
del Estado pues el desdoblamiento de la personalidad de éste responde a
construcciones jurídicas posteriores a la organización originaria del estado,
época en la que ya habían ciertos bienes usados “directamente” por el pueblo y
otros usados “indirectamente” por el pueblo a través de las respectivas
autoridades públicas; pero en ambos casos se trataba de bienes del “pueblo”,
del “público” (ibidem, pág.65.)
La distinción entre dominio público y privado,
responde nada más que al distinto régimen jurídico de ambos, pero en modo
alguno significa una modificación sustancial en cuanto al uso de los mismos en
beneficio del pueblo que es el titular del dominio. Es decir que hay una
disponibilidad originaria, que el Estado administra y representa, y por ello el
Poder Ejecutivo es como anteriormente señaláramos un simple administrador
de bienes y no el propietario de los mismos que decide discrecionalmente
sobre su destino, como efectivamente se hace con los hidrocarburos. También
debe considerarse cuando analizamos este punto que ese régimen jurídico es
posterior a la formación del Estado, mientras que el dominio de los bienes
públicos es anterior a la formación de ese Estado devenido en administrador de
los bienes que se le han confiado. Como apunta también Marienhoff a quien
seguimos “Antes de la formación del Estado actual, no existía lo que hoy se
denomina dominio privado del Estado. La antigua propiedad colectiva –que
75
generalmente fue anterior a la individual- constituye un antecedente histórico
del dominio “público”, no del dominio privado del estado…El dominio público es
anterior a la formación del Estado actual. Era un conjunto de bienes poseído en
común por el grupo de individuos que después bajo el concepto de “pueblo”
integró el Estado. Pero hoy, merced a principios fundamentales establecidos y
aceptados al organizarse el Estado, ese grupo de individuos no puede disponer
por si, de esa masa de bienes…Si el Estado existe es porque existe el pueblo;
sin pueblo no hay Estado, de cuya existencia constituye un elemento esencial y
preexistente. Lo que existe no es ficción. Hay quienes aceptan la posibilidad de
que exista un Estado sin territorio, pero nadie concibe la existencia de un
Estado sin el correlativo pueblo” (ob. cit. págs.68-69) Y Papi graficó bien esta
cuestión al escribir que “El Estado es la forma de cooperación social que le
permite al pueblo ser propietario; no es una entidad conceptual, separada de
los integrantes de la comunidad y propietaria ella misma. Si bien la necesidad
de coexistir pudo producir el derecho, la ley, y constituir al pueblo –en cuanto
autoridad preeminente- en una fuerza de unidad estatal distinta de los
individuos que lo integran, aún ahora la realidad concreta de la organización
estatal reposa en cada uno de los individuos agrupados, en el pueblo, en la
colectividad, agregado de personas físicas, que es el sujeto esencial de la
propiedad pública” (Giuseppe Ugo Papi, Le vie acquee pubbliche, Milán, 1922,
pág. 125). De manera tal que resulta verdaderamente inequívoca esta
caracterización que hemos hecho de la propiedad de los bienes del Estado, y
ese derecho de propiedad es el que se pretende violar impunemente, aunque
se trate de un derecho natural e imprescriptible, que en el caso de la
comunidad adquiere una relevancia aún mayor, que el simple derecho de
propiedad particular.
A la obsesión privatizadora de la década del 90,
sostenida precisamente por los teóricos de las grandes corporaciones y los ya
conocidos “capitanes de la industria”, que en una cuasi asociación
constituyeron una estructura prebendaria para usufructuar de bienes que son
de toda la comunidad, sucedieron conceptos relativizadores, que insistieron
en la necesidad del aporte privado como algo sustancial para fortalecer la
estructura económica del país. Sin desconocer lo valioso que puede resultar el
aporte de capitales privados para el desarrollo económico, es necesario el
establecimiento de una legislación adecuada que permita el control respectivo
de la inversión, los objetivos prioritarios de la misma y una rentabilidad
adecuada, no como ocurre en el actual estado de cosas donde rige una ley de
inversiones extranjeras producto de la dictadura militar y que fuera empeorada
por disposiciones del parlamento menemista.
76
El concepto de interés público e interés privado, la
abismal diferencia entre ellos, y la necesidad de que el Estado como mandante
de la comunidad defienda y proteja los bienes de todos no es cuestión nueva, y
existen claros exponentes que han mostrado las falacias de los fundamentos
privatizadores. El general Manuel Belgrano escribía en 1806 sobre la diferencia
entre los intereses privados y los públicos, indicando que lo público jamás
podía estar subordinado al interés privado, ya que éste no tiene en la mira el
bienestar de la sociedad, sino solamente el espíritu de ganancia particular. Y
casi un siglo y medio después el Papa Pio XI en la encíclica Quadragesimo
Anno declaraba que “hay ciertos bienes respecto de los cuales se puede
sostener con razón que deben estar reservados a la colectividad, porque ellos
confieren un poder tal que no se puede, sin peligro para el bien común, dejarlos
en manos de personas privadas” (párrafo 123) En el preámbulo de la
Constitución francesa de 1946 se expresaba “Todo bien, toda empresa cuya
explotación tenga o adquiera los caracteres de un servicio público nacional o
de un monopolio de hecho debe pasar a ser propiedad de la colectividad”
Doctrinarios como Julliot de la Morandière, Rivero, Chenot, Fohigel, han
sostenido la legitimidad de la incorporación de empresas privadas al patrimonio
del estado por “razones de interés público” y en 1952, el Instituto de Derecho
Internacional adoptó sobre la base de una propuesta efectuada por el Profesor
Albert de la Pradelle una formula que decía que “La nacionalización es la
transferencia al estado, por medida legislativa y en interés público, de bienes o
derechos privados de una cierta categoría, para su explotación o control por el
Estado”. Es decir que los intereses públicos siempre han quedado privilegiados
por responder a esa eminente función del Estado como hacedor del bien
común, no admitiéndose que esos intereses públicos quedaran subordinados –
por una mal llamada libertad de mercado- a los pertenecientes a las empresas
privadas, cuyos fines crematísticos no tienen nada que ver con el interés de la
comunidad.
Sobre este punto de los intereses públicos,
queremos recordar la Resolución número 1803 votada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas el 3 de diciembre de 1962. En esa Resolución
en la que se indica el “derecho inalienable de todo Estado a disponer
libremente de sus riquezas y recursos naturales en conformidad con sus
intereses nacionales y en el respeto a la independencia económica de los
estados” se declara:
1º.- El derecho de los pueblos y de las naciones a la
soberanía permanente sobre sus riquezas y recursos naturales, debe ejercerse
en interés del desarrollo nacional y del bienestar del pueblo del respectivo
Estado.
77
2º.- La exploración, el desarrollo y la disposición de tales
recursos, así como la importación de capital extranjero para efectuarlos,
deberán conformarse a las reglas y condiciones que esos pueblos y esas
naciones libremente consideren necesarias o deseables para autorizar, limitar o
prohibir dichas actividades.
3º.- En los casos en que se otorgue la autorización, el
capital introducido y su incremento se regirán por ella, por la ley nacional
vigente y por el Derecho Internacional. Las utilidades que se obtengan deberán
ser compartidas en la proporción que se convenga libremente en cada caso,
entre los inversionistas y el Estado que recibe la inversión, cuidando de no
restringir por ningún motivo la soberanía del estado sobre sus riquezas y
recursos naturales.
4º.- La nacionalización, la expropiación o la requisición
deberán fundarse en razones o motivos de utilidad pública, de seguridad y de
interés nacional, los cuales se reconocen como superiores al mero interés
particular o privado, tanto nacional como extranjero.
5º.- El ejercicio libre y provechoso de la soberanía de los
pueblos y las naciones sobre sus recursos naturales debe fomentarse mediante
el mutuo respeto entre los Estados basado en su igualdad soberana.
7º.- La violación de los derechos soberanos de los pueblos
y naciones sobre sus riquezas y recursos naturales es contraria al espíritu y a
los principios de la cooperación internacional y la preservación de la paz.
8º.- Los acuerdos sobre inversiones extranjeras libremente
concertados por Estados soberanos o entre ellos, deberán cumplirse de buena
fe; los Estados y las organizaciones internacionales deberán respetar estricta y
escrupulosamente la soberanía de los pueblos y naciones sobre sus riquezas y
recursos naturales de conformidad con la Carta y los principios contenidos en
la presente resolución”
Si bien estas Resoluciones no son de acatamiento
obligatorio, integran el Derecho internacional, expresan un consenso entre
todas las naciones y no pueden ser ignoradas ya que como señala Novoa
Monreal “ estas declaraciones generales de la Asamblea General de las
Naciones Unidas, que procuran desarrollar los principios jurídicos en que se
apoya la Organización misma, aun cuando no puedan pretender la misma
eficacia vinculante de un tratado internacional, constituyen una forma de
reconocimiento o confirmación legal de principios, que revisten el carácter de
principios generales de derecho. Si bien ellas no tienen una fuerza creadora de
derecho, expresan con carácter recognoscitivo y declaratorio, bien sea de
normas consuetudinarias, bien sea de principios generales de derecho. Y en tal
78
sentido, fijan, aclaran y precisan tales normas y principios y se convierten en
elementos indicativos de derecho…En consecuencia la Asamblea general de
las Naciones Unidas, mediante su resolución 1803 y las precedentes que
aquella confirma y ratifica expresa el significado que la comunidad internacional
atribuye en el plano jurídico a los principios sobre recuperación de recursos
naturales, con lo que, de hecho, les asigna el valor de principios generales de
derecho que, cuanto tales obligan a los Estados” (Eduardo Novoa Monreal,
Nacionalización y Recuperación de Recursos Naturales ante la Ley
Internacional, Fondo de Cultura Económica, México, 1974, pág 124. Esta
resolución fue receptada en parte en el Pacto de Derecho Civiles y Políticos
firmado por los países miembros de las Naciones Unidas que en su art. 1,
inciso 2 establece que “todos los pueblos pueden disponer libremente de sus
riquezas y recursos naturales. En ningún caso podrá privarse a un pueblo de
sus propios medios de subsistencia”
Como vemos en las disposiciones anteriormente
transcriptas siempre aparece la palabra pueblo y no Estado, ya que aquel es
preexistente a éste y en consecuencia sus riquezas le pertenecen de manera
indubitable como creemos haberlo demostrado. Y el hecho de que el Estado
sea el que administre esos bienes, responde simplemente a una cuestión
elementalmente operativa señalada por la propia Constitución que establece
que el pueblo no delibera ni gobierna sino es por medio de sus representantes.
Pero esos representantes deben gobernar de acuerdo al mandato que se les
ha conferido, que en ningún caso supone la entrega de bienes públicos o la
malversación de aquellos que fueran confiados a la custodia del poder
administrador. En el caso que nos ocupa, resulta suficientemente claro que ese
mandato parece haberse desconocido, al disponerse de yacimientos para ser
entregados en explotación a una empresa extranjera, de pésimos
antecedentes.
LA LEY 23.696 DE REFORMA DEL ESTADO
En toda esta historia, cabe hacer una serie de
referencias puntuales a la Ley de Reforma del Estado, que si bien fue dictada
en el año 1989, para permitir la venta de los activos del Estado, sigue teniendo
vigencia al no haber sido derogada, y permite cierto margen de maniobra para
que el Poder Ejecutivo Nacional, eluda la competencia del Congreso al dictar
determinadas resoluciones y decidir sobre aspectos que hacen a la propiedad
pública.
79
San Isidoro de Sevilla escribía en el siglo VII,
que “La ley debe ser honesta, justa, posible, conforme con la naturaleza,
apropiada a las costumbres del país, conveniente al lugar y al tiempo,
necesaria, útil, claramente expresada, para que en su oscuridad no se oculte
ningún engaño, instituida no para fomentar un interés privado, sino para utilidad
común de los ciudadanos” (ETIMOLOGIAS V. 21) Esas palabras simples,
sencillas, contundentes son reveladoras de lo que debe ser la ley, perfilando un
carácter que debería ser común a todas las normas que rigen la vida de los
ciudadanos. Por supuesto que aunque esto pertenezca al campo de lo que
debe ser, nuestra historia no es un ejemplo de leyes honestas, justas,
apropiadas a las costumbres y dictadas en beneficio de los ciudadanos. Es
cierto que hay muchos ejemplos de esas leyes, pero la realidad nos muestra
que a la manía compulsiva de legislar sobre cualquier, cosa se suma la
indudable propensión a favorecer siempre los intereses privados en desmedro
del bien común, con lo que se altera uno de los principios fundamentales que
debe tener el Estado.
En los tiempos que corren, donde se suavizan los
términos para calificar las actitudes arbitrarias, como si existiera un temor
reverencial por los órganos del poder político, siempre se utiliza el calificativo
inconstitucional para referirse a las leyes que no se adecuen a los preceptos
establecidos por la Carta Magna, y allí se queda el concepto, si ir más allá,
como si un inexplicable quietismo determinara a los impugnadores a no
analizar la ley, no solo desde los aspectos constitucionales –una cuestión por
cierto fundamental-, sino considerar otros aspectos que están relaciones con
los principios fundamentales del derecho, que son habitualmente
desconocidos, y que pueden estar o no contemplados en el texto
constitucional. Los antiguos no hablaban con tantos eufemismos, como se
habla hoy, cuando tenían que nombrar algo que estaba en contradicción con
principios que ellos reputaban fundamentales, no tenían temor alguno en llamar
a las cosas por su nombre. Así se permitían hablar de leyes inmorales, inicuas,
perversas, injustas, lo que tenía que ver con el real objeto de la ley, que era
para Santo Tomás “hacer buenos a los hombres” Tal significación no se
reducía a establecer parámetros determinados para regular la vida civil, sino
que además había un concepto necesario de la ley como un elemento de
educación, todo lo cual está desarrollado admirablemente por Platón en el
Critón.
Pues bien esa idea primigenia de la ley fue
cambiando y alterando su sentido para convertirse en un mero instrumento
ordenatorio, burocrático, regulador, destinada a obtener fines cambiantes,
80
precarios y sujeto a las ideas del gobernante temporal. En la Argentina tales
mecanismos fueron una constante en muchas décadas, y un impulso legislativo
digno de mejor causa ha llevado a una superabundancia de normas, muchas
veces contrapuestas, que no han redundado en beneficiar a la comunidad, sino
oscurecer el panorama legal, nutriéndolo de conflictos jurídicos, y de
interpretaciones que podían servir para justificar cualquier atropello al bien
común. Así como Sartori hablaba de la manía del decretismo, también podría
hablarse de la manía del leismo –y disculpe V.S. este quizás abuso semántico-
pero no se puede calificar de otra manera esta manía por dictar cualquier tipo
de normas, aún las más disparatadas, irracionales y aún contradictorias que
han puesto en dificultades aún a los más experimentados juristas. Una prueba
de ello la tenemos al considerar que se utilizaron 44 años para dictar las cinco
mil primeras leyes (1862-1906) y en los últimos veinte años se dictaron más de
8.000 leyes, sin contar los numerosos decretos, resoluciones administrativas y
reglamentaciones diversas. Como acertadamente se ha señalado “La vieja
presunción de la racionalidad del legislador constituyó durante mucho tiempo
uno de los presupuestos fundamentales de las concepciones jurídicas clásicas.
Si el legislador es racional y también lo es el producto resultante de su
actividad parece que la interpretación y la aplicación del derecho no deberían
plantear grandes problemas. Sin embargo el mito de la racionalidad del
derecho ha desparecido de una manera definitiva e incluso podría afirmarse
que el punto de partida es la relativa irracionalidad de las disposiciones
jurídicas” (Manuel Segura Ortega, Argumentación Jurídica y racionalidad, cit.
por Débora O. Ranieri de Cechini en La Argumentación del Legislador, trabajo
que integra la obra “La Argumentación de los Operadores Jurídicos. Editorial de
la Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 2005, pág. 50)
Pero aún considerando esa enorme multiplicidad de
normas existentes en el derecho argentino, se ha podido establecer una
diferenciación entre todas ellas, al separarlas en a) leyes federales, b) de
derecho común u ordinario, y c) leyes locales. No vamos a establecer con
precisión el encuadre de cada ley porque escapa al objeto de esta
presentación; pero si debemos decir que el Decreto impugnado no se ajusta a
ninguna de las características que el Derecho Constitucional asigna a lo que
debe ser este tipo de disposiciones, ya que la totalidad de sus normas, con la
excepción de algunos pocos artículos tienen como único objetivo el disponer la
explotación de los bienes del Estado, sin intentar siquiera la menor justificación
para hacerlo. Quizá ese Decreto resulte paradigmático en cuanto a que no es
una norma honesta, no es justa, no fue dictada conforme a las necesidades del
país, no es conveniente ni necesaria; tampoco es útil ni sus términos expresan
81
claramente sus fines, y se hizo exclusivamente para favorecer el interés
privado de una petrolera transnacional.
En realidad sabemos que el interés privado
siempre se desarrolla en su propio beneficio, y está sideralmente alejado de lo
que es el interés de la comunidad. El interés privado siempre busca maximizar
las ganancias, utilizando todos los recursos legales y extra-legales que se
encuentran a su disposición, para la obtención de esos fines, lo que está en la
propia naturaleza de lo privado, de lo personal. Cuando el interés económico
privado influye en las decisiones del poder político, se está en presencia de un
acto que es la negación del sistema democrático, que reposa precisamente en
la separación del poder político del poder económico, como lo expusiera
Maurice Hauriou, para quien esta división impedía que se produjeran actos
atentatorios a la libertad, al patrimonio de los ciudadanos y que afectaran la
gobernabilidad del poder político. Esta influencia del poder económico se
evidencia más en el actual sistema de la globalización neoliberal, ya que como
lo destacara Duverger “En un régimen de capitalismo liberal, el poder político
carece casi por completo de existencia propia y es poco más que un reflejo del
poder económico; la división de los dos sólo adquiere realidad en los
regímenes mixtos” (Maurice Duverger, Tratado de Socología, Colecc. Dirigida
por Georges Gurvich, Buenos Aires, 1963, Tº II, pág. 11).
En nuestro país, el advenimiento al poder político
del Estado de un conjunto de funcionarios de notable mediocridad y
aventurerismo –con muy pocas excepciones-, determinó que se pusieran en
práctica los planes que hemos relatado en los puntos precedentes, donde lo
único que estuvo presente como factor de decisión fue el interés de grupos
financieros internacionales, que hicieron grandes negocios con el desguace del
Estado, contando también con la asistencia, colaboración y asociación -
minoritaria por cierto- en tales operaciones de los viejos y conocidos Holdings
nacionales, que siempre trabajaron en su propio interés usufructuando las
ventajas que obtenían de los poderes de turno, todo lo cual ha quedado
demostrado en la investigación que auditores del Banco Central llevaran a cabo
para establecer la legitimidad o no de la deuda privada transferida al Estado
Nacional.
Es por todo eso que la mal llamada “Ley de
Reforma del Estado” no fue sino un engendro injusto, depredador de los
intereses públicos, violatorio del orden jurídico, de la Constitución Nacional y
aún de los Pactos Internacionales suscriptos por la Nación y que han sido
82
incorporados a la Ley Fundamental a través del artículo 75, inc. 22. Estos
calificativos que usamos no responden a argumentaciones abogadiles que
justifiquen la razonabilidad de esta acción de amparo, sino están fundadas en
principios generales del derecho que han sido absolutamente desconocidos en
la normativa impugnada; en las normas a que hicimos referencia en los
párrafos anteriores y que fueron desconocidas con la sanción de la referida ley,
y a una doctrina defensiva de los intereses públicos que estuvo siempre
presente en la legislación argentina, con muy pocas excepciones, ya que aún
cuando se procedió a la sanción de leyes que podían eventualmente perjudicar
el patrimonio público, fueron siempre de aplicación restrictiva, y en otros casos
se procedió lisa y llanamente a su anulación. Debemos destacar, también, que
a través del articulado de la misma, se trató de encubrir el verdadero objetivo
para lo que fue dictada, que no era precisamente reformar al Estado, sino
proceder a despojarlo de sus bienes y de todos sus recursos, dejándolo en un
estado de indefensión económica, con las consecuencias que pueden
advertirse hoy a través de los índices de miseria, marginalidad, exclusión que
no solo son reflejados por las estadísticas, sino que son de la habitual
percepción de cualquier ciudadano que transite por cualquier lugar del país.
Vemos así que la ley de venta del Estado en su
artículo 1º se declara en estado de emergencia a todo lo que tenga que ver con
el sector público, ya sea la administración como las empresas del Estado y
aquellos organismos descentralizados, como así también la ejecución de los
contratos a cargo del sector público. Como consecuencia de esa emergencia
se faculta al Poder Ejecutivo a: intervenir a todos los entes, empresas y
sociedades (art. 2º); a transformar la tipicidad jurídica de todos los entes,
empresas y sociedades indicadas ( art. 6º); a privatizar total o parcialmente o a
liquidar empresas, sociedades, establecimientos o haciendas productivas,
pudiendo enajenar acciones que tengan de otras compañías (arts. 8 y 11);
transferir la titularidad, ejercicio de derechos societarios o administración de las
empresas, sociedades, establecimientos o haciendas productivas, pudiendo
disolver los entes jurídicos preexistentes (incisos 1 y 4, art. 15); negociar
retrocesiones, acordar la modificación de contratos y concesiones y efectuar
las enajenaciones aun cuando se refieran a bienes, activos o haciendas
productivas en litigio ( incisos 5 y 6, art. 15); otorgar permisos, licencias y
concesiones y acordar diferimientos en el cobro de créditos contra empresas
que se privaticen, estableciendo mecanismos por los cuales los acreedores del
Estado puedan capitalizar sus créditos (incisos 7, 9 y 10, art. 15); disponer que
el estado asuma el pasivo total de cualquier empresa a privatizarse (inciso 12,
del art. 15). También se faculta al Poder Ejecutivo a otorgar preferencias para
la adquisición de las empresas, sociedades o establecimientos (artículo 16) y a
83
realizar cualquier tipo de contratación de emergencia con un procedimiento
acotado y que se especifica en la ley (art. 46). También se suspenden las
ejecuciones de las sentencias y laudos arbitrales (art. 50). Se autoriza a
contratar con entes privados la prestación de servicios de administración
consultiva, de contralor o activa (art. 60
Debemos recordar que desde la presidencia de
Hipólito Yrigoyen, comenzó a gestarse en el país una concepción distinta de lo
que debía ser una comunidad, comenzando a hablarse en ese entonces de
solidaridad y equidad, tratando de que la economía quedara subordinada a
defender el interés público, aún cuando no se objetara el desarrollo de
capitales privados. Los bienes comunes y estratégicos como el petróleo fueron
puestos al servicio de los intereses de la Nación y la compleja problemática de
los servicios públicos fue encarada en sus ejes centrales por el Estado que
aplicó un cierto sentido regional. Ello es particularmente notable en la
ejecución, administración y evolución de las políticas desarrolladas por sus
organismos centralizados o autárquicos y sus empresas. A veces esta
característica regional fue implícita y obligada, atendiendo a la aparición de
necesidades inmediatas e impostergables, con el consiguiente desorden e
improvisación, lo que en algunos casos ocasionó que se manifestaran críticas
por el indebido funcionamiento de algunas áreas del Estado; pero resulta
imposible negar, que a pesar de todas las falencias que pudieran observarse
en ese modelo que se fue implementando, vastas regiones del país le deben su
desarrollo a esas políticas, como el caso concreto de la Patagonía donde no
había absolutamente nada, y cuando comenzó a desarrollar YPF su actividad,
el panorama fue cambiando aceleradamente.
Todo ese esquema cambió a partir de 1989, y las
leyes del menemismo apoyadas por la actual Presidenta de la Nación, fueron
un factor fundamental para que ello ocurriera, ya que a través de esas normas
se produjo una ruptura definitiva en el esquema económico del país –que había
sufrido numerosas contingencias anteriores- y por primeras vez los recursos
más importantes dejaron de pertenecer a la comunidad para ser regalados a
grupos financieros, que precisamente armaron ese esquema para beneficiarse.
Si bien –como ya dijéramos- no es posible desconocer las presiones que tuvo
que enfrentar el gobierno nacional que asumiera el poder en 1989, ello en
modo alguno puede justificar un accionar que no trajo solución alguna a los
graves males que aquejaban en ese entonces a la comunidad, sino que
precisamente vino a agravarlos.
84
Muchas veces la ratio legis ha sido utilizada como
el argumento utilizado por el legislador para justificar un bien jurídico más
valioso que otro bien, ponderando con una serie de razones la necesidad de
evitar males mayores a la sociedad. Pero en ningún caso es posible admitir ese
criterio respecto a los modos y circunstancias apresuradas en que fue dictada
esta ley, ni en ningún otro caso, ya que no es posible alterar la Ley
Fundamental por cuestiones de mero oportunismo político, o por las presiones
de grupos económicos que fueron circunstancialmente acreedores del Estado.
Aunque pudiera señalarse que las facultades
conferidas al Poder Ejecutivo en la Ley 23.696, si bien resultan facultades
extraordinarias por su amplitud, ellas no ponen en juego ni la vida, ni el honor ni
la fortuna de los argentinos, creemos que esa indicación sería producto de una
visión incorrecta y limitativa de los graves problemas ocasionados a la
estructura económica de la nación por la aplicación de tales facultades. Los
bienes públicos por su propia naturaleza son bienes intransferibles y tal
carácter no puede ser alterado por ninguna disposición legal, aún cuando la
misma fuera dictada por el Congreso Nacional. Al proceder éste en la forma
que lo hizo sancionando la norma impugnada, engendró una juridicidad contra
legem, una juridicidad espuria que no tiene antecedentes en el Derecho
argentino y que difícilmente pueda encontrarse en otras legislaciones, muy
especialmente en aquellas que consideran al petróleo como un recurso
estratégico, no susceptible de ser considerado un bien convencional
comercializable
Los intereses nacionales –y el petróleo es
representativo de esos intereses- no pueden estar expuestos a las decisiones
arbitrarias del poder político, ya que son claramente constitutivos de lo que es
la soberanía de un país, y mucho menos, que con el pretexto de una
emergencia económica no individualizada, esos intereses sean desconocidos,
al procederse a la concesión de los activos de la comunidad, otorgándose
poderes discrecionales al Presidente de la República para que proceda a su
arbitrio, sin ninguna limitación y desconociendo principios fundamentales de la
Constitución, cuyo fin primordial es promover el bienestar general y no el
enriquecimiento de los grupos empresarios nacionales y extranjeros.
Hacemos especial mención a lo que nos parece
una violación al texto constitucional, ya que él mismo estableció mecanismos
limitativos al ejercicio del Poder Ejecutivo, marcando sus competencias, entre
las cuales, no se encontraban precisamente las conferidas por la ley
85
impugnada. Al respecto Carl Friedrich ha señalado que el constitucionalismo
crea un sistema de limitaciones efectivas a la acción gubernamental,
significando que ese poder no pueda actual con total discrecionalidad sino
sometido a aquellas pautas que tienen como condición las de ser un mero
administrador de los bienes sometidos a su custodia y que le confiara la
sociedad toda. De allí que el eventual uso de una facultad extraordinaria solo
pueda admitirse en el caso de algún acontecimiento extraordinario o
imprevisible que ponga en peligro la institucionalidad del país, o que ocurra una
catástrofe, o una posible invasión. En el caso de la ley 23.696, no ocurrieron
ninguna de tales contingencias, y solo se trató de legislar para disponer con
total libertad y sin ninguna restricción reglamentaria de los bienes públicos,
convirtiéndose el Poder Ejecutivo en un simple ejecutor de políticas que fueran
diseñadas y propuestas por los acreedores externos, quienes de esa manera
consolidaron su influencia económica y pasaron a manejar una cuantiosa
riqueza que se les entregaba sin ninguna restricción.
Respecto a esta peligrosa influencia de los grupos
económicos sobre decisiones del poder político escribía Oyhanarte que esa
influencia era “fruto del grado de excesiva madurez y desorbitación que
confiere peligrosidad al sistema capitalista de los grandes centros. Nos
referimos a la manifestación que presenta al Estado de los países periféricos o
subdesarrollados, o mejor dicho, a sus gobernantes, como instrumentos o
vehículos de la dominación que ejercen aquellos centros, en alianza con
minorías nativas adueñadas del poder económico… El Constitucionalismo
democrático al que tiene derecho la Argentina de nuestro tiempo no puede
ignorar ese dato suministrado por una realidad acongojante. Debe partir de la
premisa de que cualesquiera hayan sido las previsiones de los liberales de
antaño, la libertad y el bienestar de los hombres son también desafiados y
vulnerados por la actividad depredatoria de los poderes de la economía que
suelen contar con el apoyo de los que gobiernan” (Julio Oyhanarte, La
Expropiación y los Bienes Públicos, Ed. Perrot, Buenos Aires, 1957, pág. 9)
Finalmente, y lo que resulta más grave, es que
además de afectar el patrimonio público, se pone en peligro el medio ambiente
a través de un sistema cuestionado en muchas partes del mundo, prohibido en
otras como en Francia, y que será usado por una petrolera que devastó
pueblos enteros en el Ecuador, tal como surge de la sentencia que en fotocopia
acompaño.
CONSIDERACIONES FINALES
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Señor Juez:
Hace varias décadas el general Enrique Mosconi
escribió que “Los grandes trust, particularmente la Standart Oil, de reputación
funesta en su propio país, ponen en práctica en todas partes los mismos
procedimientos para el acaparamiento y dominio de los yacimientos de
petróleo. El oro de que disponen, y la falta de principios morales que los
caracteriza, estimula las ambiciones malsanas, provoca la infidelidad y la
traición -producida por el soborno- de funcionarios de todo orden y categoría;
empleados subalternos de las reparticiones públicas que favorecen las
gestiones administrativas de las compañías; abogados, a veces prestigiosos,
del país en que operan, que las defienden, aún cuando contrarían los intereses
de la Nación; ministros plenipotenciarios en Washington que se transforman en
gerentes de filiales de la Standard Oil (o en abogados); políticos destacados
que ambicionan altas posiciones públicas convertidos en procuradores de las
poderosas organizaciones; magistrados que han juzgado en pleitos de las
compañías se hacen sus defensores y perciben gruesos emolumentos
(veremos señor juez que también sucede a la inversa); legisladores que se
complotan para favorecer a las compañías petrolíferas; gobernantes que,
súbitamente de enemigos acérrimos pasan a ser decididos defensores;
ministros de Estado que traicionan a su patria no cumpliendo su deber y
atentando contra el interés colectivo: son los inmorales y frecuentes episodios
que incesantemente llegan a conocimiento público en México, Estados Unidos
de Norte América, Colombia, ARGENTINA, etc. en torno de la desesperada
lucha que se libra en torno del extraordinario mineral (Gral. Enrique Mosconi,
prefacio de la obra El Petróleo del Norte Argentino, Imp. Y Libr. Velarde, Salta,
1928, pág. 9). No es casual, que Chevron heredera de la Standard Oil, sea la
que hoy ha puesto bajo la mira los yacimientos de Vaca Muerta, y aunque haya
dejado de lado anteriores formas de negociación, siempre tiene en mira su
objetivo fundamental que es lucrar a costa de lo que sea, aun cuando ello
signifique la pérdida de vidas humanas.
El diagnóstico del Gral. Mosconi, sobre el proceder
de ciertas clases gobernantes escrito en 1928, parece intemporal, ya que si
analizamos lo ocurrido a partir de 1989, no existe diferencia ninguna con la
caracterización que hace sobre los distintos integrantes de los tres poderes del
Estado, en cuanto a sus procederes sobre el petróleo argentino, durante la
década del 90. Al leer la definición de Mosconi, nos viene a la memoria la
87
denuncia presentada en el año 1982, por ante el Juzgado en lo Criminal y
Correccional Federal No. 3, a cargo en ese entonces del Dr. Pedro Narvaiz, por
el ex-presidente de la Nación Dr. Carlos Menem (causa 41.545), en la que
pedía el enjuiciamiento de los responsables del endeudamiento y vaciamiento
de YPF, incriminándolos por administración fraudulenta, balances falsos,
falsedad instrumental, sin perjuicio de otras figuras penales que pudieran
incriminarlos. Eso hizo quien luego sería el máximo responsable no solo de la
destrucción de la empresa, sino de la entrega total de los recursos
hidrocarburíferos, que pasarían al dominio de empresas extranjeras.
El fundamento de la desregulación del petróleo y
del gas, con una adecuada actualización fue calcado del que en su momento
esgrimieran las autoridades de la provincia de Salta cuando pretendieron
entregar las reservas de la provincia de Salta a la Standard Oil, en 1928. Los
mismos vulgares argumentos: ineficiencia, poca exploración, pozos inactivos,
burocracia, etc. Es como si en este tema hubiera habido una congelación de
espacio y tiempo y nada hubiera ocurrido de la década del 20 a 1989. Por
supuesto que las razones del Gobernador de Salta eran absolutamente falsas,
y el gobierno nacional anuló todas las disposiciones, impidiendo la entrega,
pero en 1989, una increíble confluencia de voluntades, que integró a los tres
poderes del Estado, concretó lo que no se imaginaba como posible, y a lo que
nadie se había atrevido a hacer: la entrega lisa y llana de los hidrocarburos al
dominio de compañías extranjeras. La falacia de lo argumentos, consistía en
repetir las viejas y gastadas tesis privatizadoras, pero encubriéndolas con una
torcida hermenéutica, que le daba apariencia de una modernidad inexistente.
Para eso contaron con los auxilios de novedosas formulaciones teóricas
originadas en Europa y Estados Unidos, receptadas en el país por instituciones
de investigación financiadas por empresas nacionales y extranjeras que
pretendían apropiarse de los recursos; también contaron con la disciplinada
complicidad de una vulgar dirigencia política encaramada en el parlamento -
que salvo honrosas excepciones- no hizo nada por evitar la entrega de bienes
que eran de todo el pueblo, y de los que ellos dispusieron, en una malversación
de la que serán responsables ante la historia. Como lo hemos recordado en los
párrafos anteriores en todo ese proceso tuvo principalísima actuación el ex
presidente Néstor Kirchner, apoyado por la actual Presidenta de la Nación, que
integraba el Poder Legislativo de la provincia de Santa Cruz. No resulta
extraño, entonces, que esas ideas, hábilmente camufladas, sigan guiando la
actuación del Poder Ejecutivo, que tiene un concepto muy superficial de lo que
es la soberanía nacional y los recursos estratégicos del Estado.
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Mientras todo eso ocurría y las consecuencias
actuales de esas políticas agravan día a día la disponibilidad de los
hidrocarburos, con el progresivo agotamiento de las reservas, se intentó
convencer a la ciudadanía que no se trataba de bienes estratégicos sino de
una simple mercancía que había que extraer hasta el agotamiento. Cuando se
procedió a la enajenación de los recursos, la pobreza fue creciendo de manera
indetenible, cercando a casi la mitad de la población, y aumentando los índices
de marginalidad a cifras sin precedentes, y resulta asombroso, por usar una
palabra leve, ver como los grupos que representan a los sectores más ricos,
continúan haciendo lobby para conservar sus privilegios y no hacerse cargo de
las responsabilidades que les competen.
Resulta indudable que nunca se puede subordinar
el interés general al interés particular, y eso es lo que se ha hecho en la
Argentina desde 1989, privilegiando a los sectores del poder económico que
han construido ya todo un sistema para defender las prerrogativas que les
fueron concedidas, contando además con la colaboración de ciertos
“doctrinarios” del derecho, para los cuales solo cuenta el interés económico, sin
que para nada importe el ciudadano, que es en definitiva el destinatario natural
de todos los bienes que la naturaleza le ha proveído. Al respecto nos parece
significativo recordar la definición que sobre el interés público y el accionar de
ciertos grupos, diera un personaje insospechado de “nacionalismo” o de
“estatismo”, el General Bartolomé Mitre, quien en oportunidad de impugnar la
venta del Puerto de Buenos Aires, que había sido decidida, con los mismos
argumentos sostenidos en 1989, cuando se comenzó el plan de venta de las
empresas públicas dijo:
“Aquí se quiere subordinar el interés general al
interés particular, haciéndolo a éste dueño de posiciones en que una vez
establecido costará desalojarlo; porque el interés privado aplicará toda su
energía, toda su inteligencia, no a ensanchar el círculo de la prosperidad
pública, sino a acrecentar sus ganancias y a perpetuarse en su posición. Todo
nos dice y nos enseña que una vez que el Estado ha enajenado el derecho de
explotar en nombre y el interés de la comunidad aquellas obras públicas
destinadas al bienestar general, el egoísmo particular se ha apoderado de
ellas, lo ha convertido en derecho y teorizado sobre él” (Bartolomé Mitre,
Arengas, Tomo I)
Durante todo el proceso que comenzara en 1989,
se defraudó al pueblo, que tenía puestas todas sus expectativas en que se
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avecinaba un cambio sustancial en las políticas económicas llevadas hasta ese
momento. Se hizo exactamente lo contrario de lo que se había prometido, y de
allí que el régimen perdió su legitimación, aunque mantuviera las formalidades
del poder que le había sido otorgado. Las invocaciones constantes a la
voluntad popular fueron solo frases retóricas que no tenían correspondencia
alguna con la realidad, ya que ese pueblo, al que se decía representar estuvo
siempre ausente de la mesa de los acuerdos y las negociaciones, y solo fue
invocado para legitimar un ejercicio del poder que solo perjudicó sus intereses,
contando con el inestimable apoyo de una clase empresarial de limitados
alcances, a la que solo le interesó negociar con el capital extranjero para
venderle todo lo que fuera posible, convirtiéndose en socios minoritarios, si eso
les dejaba una razonable rentabilidad. Los documentos que hemos analizado
provenientes de los centros de investigación del poder financiero, como los
provenientes de las mismas instituciones bancarias, muchos de los cuales
hemos citado en éstas páginas así lo demuestran.
Siempre recordamos las definiciones que diera
sobre YPF, un personaje también insospechable de populismo, el Dr. Antonio
de Tomaso, que fuera Ministro de Agricultura de la Nación en su último
discurso público, cuando refiriéndose a YPF, dijo: He aquí la empresa fiscal
que nos redime, ante propios y extraños, de muchas culpas en la gestión
oficial. He aquí una empresa en que todo fue necesario hacerlo lenta y
pacientemente, empezando por la formación del personal técnico que hoy tiene
en sus manos sus destinos. Nada había en Comodoro Rivadavia, en la época
del descubrimiento. Nada, sino un puerto natural con población insignificante.
Ni agua había en la cercanía de los pozos que se abrían. Hubo que crear los
elementos materiales uno a uno, y hubo que formar y disciplinar a los hombres.
Es un rasgo distintivo de la empresa petrolífera fiscal la disciplina y el ardiente
espíritu nacional que se han creado en su seno. Los jóvenes técnicos
argentinos que la dirigen y todo el personal de las diversas secciones han
llegado a comprender que Yacimientos Petrolíferos es del pueblo argentino y
que su progreso y la perfectibilidad de su organización interna es no sólo una
exigencia de toda administración pública digna de ese nombre, sino también
una cuestión de sentimiento nacional. A los que se complacen en repetir
todavía, que el estado tiene en todos los dominios industriales y comerciales,
sin excepción, una incapacidad orgánica, nosotros oponemos el ejemplo de
Yacimientos Petrolíferos Fiscales. Aún los más recalcitrantes doctrinarios del
individualismo capitalista y de la industria privada, han tenido que reconocer
que el hecho de esa industria fiscal, asentada ya sobre tan ancha base, es
trascendental, considerado en si mismo. Su crecimiento en extensión y
profundidad es inevitable, a través del tiempo. A diferencia de otras empresas o
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instituciones del Estado, Y.P.F. -que sufre todavía el acicate de la competencia
de las empresas privadas- no vive rezagado en el camino del
perfeccionamiento técnico: la planta de gas líquido que acaba de inaugurarse,
es la primera instalada en la América del Sur. Por otra parte a Y.P.F. no lo
anima e inspira el propósito único y ciego de ganancia. Lo guía,
fundamentalmente, un propósito de bien público, y gana, sin que las sumas se
registren en sus libros, todo lo que el pueblo argentino paga de menos por los
productos que consume, y que la industria privada no le brindaría seguramente
a los precios actuales, si el campo estuviera librado a su imperio absoluto”.
Muchas veces cuando se plantea esta cuestión
fundamental para nuestra soberanía de la defensa de los hidrocarburos, y la
necesidad de revertir toda la legislación dictada desde 1989 en adelante, los
economistas y los funcionarios del estado miran para otro lado porque nadie
quiere llegar al fondo de la cuestión y resulta más fácil aceptar los hechos
consumados, mientras en algunos casos se esgrimen las mismas gastadas
frases de siempre “no hay posibilidades” “se van a ir las inversiones” “hay que
dar seguridad jurídica”. Siempre pensamos que si en la Argentina hubiera
habido seguridad jurídica y se hubiera respetado el orden jurídico, no hubiera
sido posible el dictado de una legislación aberrante, que violó preceptos
fundamentales de la Constitución, y fue configurada por un grupo de sujetos
que medraron a la sombra del poder de turno.
El decir que todos los planes desregulatorios y
privatizadores fueron impuestos desde afuera suena como un verdadero
despropósito, en un país normal. Sin embargo es la expresión de la realidad
más cruda que puso en evidencia un modelo instrumentado por grupos
financieros, que se aprovecharon de la estructura funcional de un sistema
injusto que necesita de los mecanismos de apropiación de bienes públicos para
subsistir. Un sistema que permite que los países elegidos puedan ser en algún
momento proteccionistas y subsidiar una gran variedad de productos y a la
Argentina no se le permita hacerlo; un sistema que hace posible a algunos
países desarrollar proyectos bélicos sin limitación y que en la Argentina se
deba desmantelar cualquier emprendimiento, aún de carácter pacífico, un
sistema nutrido en definitiva por la vieja formula de los imperios: para ellos
todo, para nosotros lo que sobre. Ellos son los que deciden, nosotros debemos
obedecer.
Ante las graves consecuencias que hemos
planteado respecto de nuestras reservas de hidrocarburos, que muestran un
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panorama que ha dejado de ser preocupante para constituirse en una
verdadera amenaza a nuestro futuro económico, es que venimos a recurrir a
V.S., a los efectos de que se respeten nuestros derechos de ciudadanos, y de
todos aquellos que forman parte de la comunidad argentina, a quienes se ha
despojado de bienes que les pertenecían y se lo sigue haciendo, sin reparar en
el agravio que ello significa, ni las consecuencias que van a producirse. No se
trata de no explotar los recursos energéticos, sino hacerlo, mediante la
utilización de una empresa nacional, con recursos nacionales que existen, y
con el riguroso control del medio ambiente, y no recurrir como única salida a
una petrolera depredadora, heredera de la Standard Oil, que se llevará más de
la mitad de lo que obtenga, porque ese es su propósito, ya que sus
antecedentes no demuestran otra cosa.
En muchas oportunidades desde nuestra condición
de ciudadanos y ahora como Diputado de la Nación, hicimos presentaciones
ante organismos públicos e hicimos oír nuestra voz en todos los foros donde
nos fue posible hacerlo, reclamando una modificación de toda la política de
hidrocarburos. Durante esos años produjimos documentos donde
mostrábamos la ilegalidad que se nos había impuesto, y las consecuencias
irreparables que deberíamos enfrentar, ante el agotamiento de las reservas.
Fuimos recibidos por el ex Presidente Néstor Kirchner a quien le expusimos
nuestras inquietudes, planteando la necesidad de modificar sustancialmente la
política que se estaba llevando a cabo. Luego -y a requerimiento del
Presidente- vimos al ministro Julio de Vido, quien nos escuchó con atención,
sin darnos ninguna respuesta que nos hiciera suponer que se iba a analizar la
posibilidad de efectuar un cambio sustancial como el que pedíamos.
No es nuestra intención desconocer la posible
buena voluntad que haya tenido el presidente Kirchner, de atender el problema
que le planteáramos, pero vemos que pasó el tiempo y se continúan utilizando
los mismos métodos equivocados, y no salimos de un esquema que lleva ya
diecisiete años de aplicación. Es por eso, que en nuestra condición de
ciudadanos particularmente afectados no podemos seguir admitiendo que se
continúe adelante con la ruptura del orden jurídico, con la violación de las
normas constitucionales, con el permanente saqueo de nuestras riquezas, y se
consagre la ilegalidad como sistema.
Se ha producido en el país, un acostumbramiento
de tal magnitud a convivir con la arbitrariedad, que cuando las decisiones de
esa naturaleza parten del Congreso de la Nación, se pretende que alcancen
92
una jerarquía institucional que no tienen. Y de tal manera ha surgido esa
proliferación de normas “urgentes” o “de emergencia” que solo encuentran
fundamento en la voluntad del Poder Ejecutivo, dócilmente aceptada por los
legisladores, que pueden aprobar hoy lo que desconocerán mañana. Lo que
decimos no es una expresión subjetiva sobre la actividad parlamentaria, sino la
evidencia que surge de analizar muchas de las disposiciones convalidadas o
sancionadas por el Parlamento, para aumentar las prerrogativas
presidenciales, o de algunos funcionarios como el Jefe de Gabinete de
Ministros.
En lo que respecta a la emergencia, es tan torpe la
argumentación que se sigue utilizando, que pareciera que la Argentina vive en
emergencia permanente desde 1989, ya que todas las decisiones importantes
que nos han afectado de manera considerable, han sido dictadas con el
fundamento en esa emergencia. Así Menem procedió a la liquidación de gran
parte del `patrimonio de los argentinos, y luego de la crisis del 2001, con la
sanción de una nueva ley de emergencia, se continuó gobernando con
prorrogas sucesivas, aunque la situación general del país fuera distinta de
cuando tales normas fueron sancionadas. Por supuesto que ese esquema de
gobierno tiene fundamento en la necesidad del Poder Ejecutivo, de manejar
discrecionalmente los recursos del Estado, sustrayendo a la discusión pública,
decisiones que deberían ser materia de debate y no quedar circunscriptas a un
pequeño grupo de funcionarios que no fueron elegidos por nadie y que solo
tienen la confianza presidencial.
Debido a todo lo que hemos anteriormente
expuesto, es que creemos que resulta imprescindible para resguardar el orden
jurídico –que es garantía imprescindible para el armónico desenvolvimiento de
la sociedad- cuya ruptura hizo posible que se enajenaran bienes que eran del
pueblo argentino, impedir que se sigan extrayendo riquezas que son de todos,
y no patrimonio del poder político, y que el Poder Judicial ponga término a
tanta desmesura y resuelva conforme a lo que establece la Constitución
Nacional.
Tenemos conciencia de la enorme responsabilidad
que ponemos en manos del Tribunal a través de la acción que intentamos, pero
nos decidimos a hacerlo recordando las palabras de aquél celebre jurista que
fue Oliver Wendell Holmes cuando sostuvo que los jueces están inmersos en la
comunidad, son sensibles a sus vivencias y la sentencia, en definitiva, no
trasmite sino un plexo valorativo que le viene dado por ésta. Es por eso que
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V.S. tiene a través de esta acción, la decisión histórica de restaurar el orden
jurídico, al resolver una cuestión de trascendencia institucional que afecta a
toda la comunidad argentina.
Queremos que se restablezca un orden jurídico que
ha sido conculcado, en detrimento de nuestro pueblo, ya que no es admisible
que en una país que se respete se viole impunemente el estado de derecho, se
recurra a formalidades jurídicas antes que al derecho sustancial, que se
encubran los delitos mediante artilugios contables que nadie controla, y que
exista un esquema delincuencial articulado por empresas nacionales y
extranjeras que viven a expensas del patrimonio público y al que nadie se
atreve a enfrentar. Y digo delincuencial, porque no puede calificarse de otra
manera a un sistema que privilegia lo privado sobre lo público, dañando en
forma irreparable a la Nación a través de la sustracción continuada de todo su
patrimonio. La calificación no es excesiva y tiene que ver con una descripción
exacta de lo ocurrido en el país en los últimos treinta años y de alguna manera
es una reflexión originada en esa afirmación del célebre jurista italiana Césare
Carnelluti para quien “La única y verdadera medida de los delitos es el daño
hecho a la Nación”.
No es lo mismo el cuestionamiento a ciertas y
determinadas políticas económicas, fundadas en distintos criterios
metodológicos –lo que siempre entra en el terreno de lo opinable- que precisar
las responsabilidades que les caben a funcionarios que deliberadamente
trabajaron para perjudicar los intereses del país. Aquí no hubo conductas
“inocentes” ni “equivocadas”, sino la comisión de distintos delitos y el
deliberado propósito de dejar al Estado indefenso ante cualquier eventual
reclamo que se le quisiera hacer.
En la Argentina existe una nutrida “elite” de
funcionarios que durante años se alternaron en el manejo de la gestión pública
y en la fundamentación teórica de ciertas políticas públicas, observando una
rigurosa fidelidad a las pautas estructuradas desde el exterior. Esa
dependencia ideológica no fue en absoluto encubierta, sino que surgió con toda
evidencia de los resultados obtenidos a través de su paso por la administración
del Estado. En lo que respecta a los economistas “convencionales” que
defendieran el modelo privatizador de las empresas públicas, ellos siempre
enfatizaron la necesidad de aplicar el mismo, ya que responden a una
concepción ideológica absolutamente extranjerizante que ha dañado en forma
irreparable la estructura económica de la Nación. En estos momentos, se
94
encubren las acciones privatizadoras, con un discurso populista, que enfatiza el
diseño de un modelo de un país que no es nacional, y que negocia la entrega
de nuestra riquezas a empresas multinacionales y a monopolios de diversa
factura.
Ha llegado la hora de que la justicia haga oír su
voz, ausente durante años, y a través de la competencia que le acuerda la Ley
Fundamental, controle aquellos actos del poder político que han quebrantado el
ordenamiento jurídico, para restablecer ese orden, y de tal manera posibilitar
que nuestro pueblo vuelva a tener lo que le fue sustraído, y no continúe siendo
afectado por decisiones que condicionan inevitablemente su futuro. Será una
forma de restablecer una soberanía perdida a través de políticas vulgares, que
construyeron durante años un modelo de país tributario y sometido, sin
posibilidades de articular defensa alguna ante las exacciones constantes que
se le exigían, y donde además se lo obligaba a renunciar a su propia inmunidad
soberana, para poder ser sometido a juzgamiento en otros estados. Se
conservó la formalidad de un estado soberano, pero en la realidad de los
hechos, en la firma de los contratos, en el ejercicio del poder, esa soberanía
quedó reducida a una formula vacía de contenido, que los hechos objetivos
contradijeron a cada paso.
La ficción de un Estado soberano dio paso a la
realidad de un Estado claudicante y, en esas condiciones, resultó imposible
negociar de igual a igual con aquellos que decidían cual era la posición que
debía ocupar la Argentina en el mundo globalizado. Esa inferioridad fue
determinante de la lesión que afectó el patrimonio público, cuyo origen es la
desmesurada deuda que el país soporta, estando acertado el Dr. Moisset de
Espanes, cuando señalaba que “ Cuando el Estado debe contratar con
súbditos de otros países o con sociedades multinacionales, desaparece su
preeminencia y, en muchos casos, puede encontrarse en una situación de
verdadera situación de inferioridad, sea por inferioridad, sea por “necesidad”,
sea por inexperiencia” (Luis Moisset de Espanes, “La Lesión y el Derecho
Administrativo”, en Jurisprudencia Argentina, Buenos Aires, 1984, pp. 686-
687). En el caso argentino no hubo ni necesidad ni inexperiencia, pero si una
patente inferioridad, producto de ideas subalternas de cómo tenía que
insertarse el país en el mundo, llegándose a la enormidad de que cualquier
decisión que se adoptara debía estar previamente consensuada con los
organismos financieros internacionales, quienes diseñaron la política
económica de las últimas décadas.
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Podríamos decir que al privárselo de su soberanía
efectiva, se cuasi privatizó al Estado, el que perdió su jerarquía institucional,
para dedicarse a la realización de negocios rentables para las empresas
extranjeras, y aquellas nacionales relacionadas con aquellas. Se perdió de
vista ese concepto tan bien señalado por el Dr. Lozada, quien sostuviera que
“El Estado Nacional en virtud de su fin, el bien público o bien común, tiene un
rango superior al de cualquier otra persona en el ámbito de la sociedad
humana. Esa superioridad deriva de la índole de su finalidad, que está
constituida por el bien más alto, el bien Supremo, el que desplaza y subordina
a todos los otros bienes de la comunidad. El servicio del público, el servicio de
la totalidad de los ciudadanos al común de la población, no es equiparable,
pues, a ningún fin en particular por respetable que parezca, mucho menos a los
lucros privados de las sociedades comerciales” (Salvador María Lozada. La
Deuda Externa y el Desguace del Estado Nacional, Ediciones Jurídicas Cuyo,
Buenos Aires, 2001)
Mediante la estricta aplicación de la ley sustancial,
pretendemos que se acabe de una vez y para siempre con la realización de
actos originados en un sistema económico que afrenta la dignidad de la
República y modela el futuro de su pueblo al llevarlo a una condicionalidad de
objetivos que siempre se definen en el exterior, y que luego son impuestos sin
hesitación alguna, como las leyes y decretos que impugnamos.
El esquema privatizador se impuso mediante un
agresivo discurso que indicaba la carencia de alternativas viables fuera de las
que provenían del mismo, y resultaba la actualización de una vieja idea que
siempre se utilizó como excusa para justificar el empleo de políticas que
afectaron gravemente al país y que no respondían a ninguna evidencia
empírica. Esas viejas ideas ya habían sido denunciadas por un gran argentino
Alejandro Bunge, quien hace más de sesenta años planteó la necesidad de
“sustituir nuestra vieja política del intercambio por otra ajustada a nuestras
necesidades”, agregando que ese cambio “significaría conquistar la
independencia económica de la que carecemos” y que “Nosotros estamos en la
situación de un país de segundo orden, económicamente tributario de otras
potencias y no hay absolutamente ningún motivo orgánico para que
continuemos en esas condiciones… Estamos pues aún hoy al servicio de
aquella política exterior de las grandes potencias… Nuestra política económica
no ha sido ni es otra cosa que una dócil sumisión a la de otros países”
(Alejandro Bunge, Una Nueva Argentina, Ed. Guillermo Kraft, Buenos Aires,
1940, pp.234-235) Esas palabra adquieren hoy la misma actualidad de aquel
entonces, pero ahora la realidad de la Argentina es sustancialmente diferente y
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muestra cada día la evidencia de conflictos de consecuencias imprevisibles,
cuya magnitud no se advierte, o lo que es peor: se lo trata de desactivar
mediante soluciones improvisadas que sólo resuelven la coyuntura.
El afán desmedido de lucro ha dominado en forma
excluyente a los sectores más prósperos y la mayor parte de los beneficios de
cualquier emprendimiento productivo, y de aquellas empresas que otrora
fueran del Estado se envía al exterior, mientras por otro lado, mediante el
mecanismo de las constantes especulaciones financieras, se continúan
fugando capitales, en una escandalosa sustracción continuada de fondos que
resultan indispensables para desarrollar un economía equilibrada y próspera.
La inversiones prometidas nunca llegan, o lo hacen en cuentagotas, y el
ejemplo de las compañías petroleras es claro, en cuanto a que la falta de
inversiones, ha determinados los serios problemas energéticos que la
Argentina deberá afrontar en los próximos años.
Hemos tenido que extendernos demasiado en la
fundamentación de esta demanda, donde no solo mostramos la
inconstitucionalidad del Decreto 929, sino de toda una estructura que ha
favorecido su dictado, pero no teníamos otra alternativa, a los efectos de que el
Tribunal evalúe las posibles consecuencias de un acto del Poder Ejecutivo,
destinado únicamente a favorecer a una empresa, y a algunas asociadas que
surgirán, no para que la Argentina se autoabastezca, sino para extraer todo
aquello que sirva a los objetivos de las petroleras, incrementando sus
considerables ganancias, aunque eso signifique la afectación del patrimonio de
todos los argentinos. Pero además los riesgos ambientales, son de una enorme
magnitud, y no pueden ser soslayados habida cuenta, de los antecedentes que
hemos mencionado con anterioridad
El insigne Saleilles enseñaba, hace ya muchos
años, que la idea de justicia política es la estrella directriz que debe orientar la
interpretación y la valoración de las normas del derecho público, como la idea
de justicia conmutativa lo es para el derecho privado. Esa idea de la justicia,
que tenemos, es la que nos permite confiar en el acogimiento del amparo que
solicitamos, permitiéndonos la posibilidad de arribar a una solución justa a
través del derecho, y de la jurisprudencia que es el arte de practicar la justicia,
ya que como lo enfatizaba Sampay, los jueces tienen la obligación de
“promover el progreso de la justicia, por cuya plena efectuación clama la voz de
los pueblos, de nuestro pueblo, ya que la universalización de la conciencia de
la justicia, gracias a la difusión de la cultura que trajo la revolución científico-
técnica de nuestra época, es el hecho que caracteriza al mundo actual y lo
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distingue de todos los anteriores. Desde muy antiguo, respecto a su oficio, el
jurista tiene planteado el siguiente dilema: o ser quizás sin desearlo, el
defensor de los privilegios porque reduce su saber al arte de interpretar la
voluntad del poder, o ser, por sobre ese conocimiento metódicamente parcial
que lo obliga el ejercicio de su profesión, un factor impulsante de la justicia pero
para ser esto último es necesario que esté capacitado” (Arturo Sampay,
Constitución y Pueblo, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973, pág.87
V.- OFRECE PRUEBA.-
Que venimos a ofrecer como prueba que hace a
nuestro derecho la siguiente:
INSTRUMENTAL:
A) se tengan por tal las fotocopias de las
sentencias acompañadas, que fueran dictada
por el Tribunal de Primera Instancia y por la
Corte Provincial de Justicia de Sucumbíos,
en la República del Ecuador.
B) Te tenga por tal fotocopia del Decreto 929
del Poder Ejecutivo Nacional
INFORMATIVA. Se libre oficio:
A) al Sr. Gobernador de la provincia de
Neuquén a los efectos de que remita copia
del Decreto 1208/2013
VI.- DERECHO
Fundamos nuestro derecho a la presente
acción en lo prescripto por la Ley 16.986, y el artículo 43 de la Constitución de
la Nación.
Por lo anteriormente expuesto a V.S. solicitamos:
1.- Se me tenga por presentado, por parte y por
constituído el domicilio legal indicado.
2.- Se imprima a la presente acción de amparo e
inconstitucionalidad el trámite fijado por la ley 16.986.
3.- Se tenga presente la prueba ofrecida para su
oportunidad.
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4.- Se corra traslado de la presente demanda, por
el término y bajo apercibimiento de Ley.
5.- Oportunamente se haga lugar a la presente
acción decretándose la inconstitucionalidad del Decreto 929, del 11 de julio de
2013, con costas.
6.- Que sin perjuicio de las instancias legales a
que tenemos derecho en caso de un eventual rechazo a la acción intentada,
hacemos expresa reserva del caso federal, conforme las prescripciones del art.
14 de la ley 48, y su extensión pretoriana, llamada “doctrina de la arbitrariedad,
a los efectos de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación puede decidir
sobre nuestro planteo.
Proveer de Conformidad
SERÁ JUSTICIA
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