LA FIGURA DEL ÁNGEL EN ‘UN CURA CASADO’
DE JULES BARBEY D’AUREVILLY Mª Luisa Guerrero Alonso (UCM)
La figura del ángel en ‘Un cura casado’ de Jules Barbey d’Aurevilly ..................2
Bibliografía ...........................................................................................................17
Debate posterior ...................................................................................................18
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LA FIGURA DEL ÁNGEL EN ‘UN CURA CASADO’
DE JULES BARBEY D’AUREVILLY
Mª Luisa Guerrero Alonso (UCM)
A la hora de abordar la producción literaria de Jules Barbey
d’Aurevilly, resulta inevitable asociar ésta con el concepto de satanismo,
relación que ya sus contemporáneos fomentaron; de este modo, en vida del
autor algún crítico escribió que “el señor d’Aurevilly piensa como el señor
de Maistre y escribe como el señor marqués de Sade”, revelando esta
opinión el desfase, por un lado, entre las declaraciones teóricas de Jules
Barbey d’Aurevilly, en las que se afiliaba al legitimismo ultracatólico y, por
otro, su práctica narrativa, que configuraba un universo donde la acción del
mal no conoce redención ni perdón, de tal modo que el primero triunfaba
plenamente en la realidad humana.
A pesar de los continuos esfuerzos de nuestro autor por justificarse y
defender sus obras de los ataques de la jerarquía eclesiástica y del grueso de
la sociedad de su tiempo, Barbey d’Aurevilly era para sus coetáneos un
seguidor destacado de una literatura que se deleitaba aventurándose por los
caminos de las perversidades humanas en las que, además, veían reflejada la
acción del diablo en la Historia. Lo anterior, unido a la creación de
personajes e intrigas estrechamente relacionados con prácticas satánicas y la
elección de títulos como La hechizada o Las diabólicas, llevaron a la opinión
pública de su tiempo, y así ha seguido ocurriendo hasta hace poco, a
singularizar a nuestro autor por su satanismo haciendo de él un rasgo para
“marcarlo” especialmente y, en cierto modo, aislarlo dentro del panorama
de la literatura francesa del siglo XIX.
No obstante, la presente intervención quiere completar la imagen del
autor normando como “escritor satánico”, pues tiene la voluntad de
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introducir la importancia que en su universo tienen las figuras angélicas. De
este modo, desde su primer trabajo, la novela corta Léa (1832), hasta uno de
sus últimos relatos, Una historia sin nombre (1882), las narraciones de Barbey
d’Aurevilly pivotan sobre el enfrentamiento entre figuras diabólicas y
angélicas, que no son más que concreciones humanas de los dos principios
en perpetuo enfrentamiento, el Bien y el Mal, para él, Dios y el Diablo, los
cuales, en la ideología de este autor, escriben con su conflicto el guión de la
historia humana:
El Catolicismo es la ciencia del Bien y del Mal. Sondea las tripas y los
corazones, dos cloacas, llenas, como todas las cloacas, de un fósforo inflamable;
mira en el alma (Prólogo a la edición de Una antigua amante, escrito en 1865).
Los comentarios precedentes exigen por tanto matizar esa etiqueta
de “satánico” con la que se ha hecho convivir al autor objeto de esta
exposición. En el mismo grado que “satánico”, Barbey d’Aurevilly sería
“angélico” pues, como ya he expuesto, sus figuras e intrigas “diabólicas”
necesitaban de un contrapunto de extrema bondad y adhesión a la ley de
Dios, comportamientos estos seguidos por las presencias angélicas que
transitan por las ficciones aurevillianas.
Ahora bien, la particularidad del relato que he escogido, Un cura
casado (1865), es que en él ese combate entre el diablo y el ángel tiene un
desarrollo y una profundidad que sobrepasan lo que en otros textos es a
veces un planteamiento maniqueo sin más; en efecto, en el personaje del
sacerdote apóstata Jean Gourgue, apodado Sombreval –‘Valleoscuro’– , el
lector está lejos de encontrar una de esas figuras tópicas de sacerdotes
libidinosos cuyo pecado consiste en la trasgresión sexual y que aportan uno
de los pilares de la novela gótica, manifestación literaria, no se olvide,
omnipresente en la literatura europea del siglo XIX.
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Jean Sombreval encarna la voluntad de romper la comunicación con
Dios, propiciada por su condición sacerdotal, y sustituir esa relación
sobrenatural por dos objetos de adoración: primero la ciencia y luego el
amor sin límites que tiene por su hija, Calixte, a la que quiere salvar de una
muerte segura debido a una extraña enfermedad nerviosa que la muchacha
padece. Y este segundo objetivo renueva en nuestro autor la figura del cura
apóstata, dotándole de una complejidad emocional que se trasmite a la
percepción lectora: por amor a su hija, Sombreval se consagra a curarla con
su ciencia y posteriormente a simular una vuelta a la religión, lo que él
piensa que podía conseguir acabar con el terrible mal de la joven, de origen
sobrenatural, como los narradores del texto exponen en varios momentos.
A la caracterización satánica que asume Sombreval, siguiendo los
tópicos del código byroniano, se añade un comportamiento donde destaca
una inmensa ternura paterna, con gestos y palabras que hablan del
desmedido amor que profesa a su hija; de este modo, la caracterización
satánica resulta matizada por la atractiva paradoja de un padre cuyo amor
acaba en suicidio.
El tratamiento trasgresor que Jules Barbey d’Aurevilly aplica a la
figura satánica de Sombreval se extiende a la figura angélica de su hija,
Calixto.
Y ello porque Calixte resulta algo más que una figura cuya
morfología y actuación en la dinámica textual sobrepasan los caracteres
canónicos del prototipo angélico para derivar hacia otro prototipo que tiene
un especial protagonismo en el imaginario aurevilliano: el redentor crístico.
En la figura de nuestra protagonista el ángel transita hacia el redentor, el
serafín necesariamente se convierte en Jesucristo al revestirse el primero de
una función de expiación y sacrificio existencial.
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Después de exponer a grandes rasgos las líneas fundamentales de mi
exposición, pasaré a la ilustración textual de las mismas, concretada en dos
momentos:
-En el primero, realizaré una visión panorámica y caracterizadora de
lo que he llamado “figuras intercesoras”, entre la esfera sobrenatural y la
humana, presentes en todas las civilizaciones y visiones antropológicas que
aquéllas desarrollan.
-En el segundo, me centraré en Un cura casado, para, como antes
adelanté, ver cómo la narración realiza la deriva de la figura del ángel a la
del redentor crístico en el personaje de Calixte Sombreval.
El breve recorrido por las distintas concreciones del arquetipo del
mensajero entre lo trascendente y lo humano que tiene en la figura del ángel
su representación más extendida, empieza, como casi toda operación de
rastreo, en Mesopotamia, en cuyas diversas regiones se adoraba a distintos
dioses, aunque algunos eran comunes, los cuales, a su vez, surgían como
emanaciones de un “deus otiosum”, de un ser supremo que, por su
sublimidad, resultaba sólo accesible a los hombres a través de unos espíritus
intermediarios; hacia el 3000 a.C. aparecieron en la zona mesopotámica las
primeras iconografías de genios alados que asumían distintas formas, desde
la antropomórfica, los karibú, que serán las protoformas de los querubines,
hasta las morfologías animales: el águila, el toro, el león, todas ellas
representaciones que serán introducidas en el libro bíblico del profeta
Ezequiel; en el primer capítulo, ante el mismo profeta se manifiesta la
divinidad rodeada de estos seres que se describen como seres refulgentes y
aladas, a la vez que sus rostros reproducen las figuras del hombre, del león,
del buey y del águila (Ezequiel 1,4-12). Dichos espíritus alados se
presentaban como mensajeros benéficos cuya misión era
fundamentalmente comunicadora: llevaban a los dioses los homenajes que
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los hombres les dedicaban y comunicaban a estos últimos los favores
divinos. Sin aún adoptar la morfología angélica tradicional, ya unían a esta
misión trasvasadora la de protección de los hombres, ayudados por su
invisibilidad cuando intervenían en la existencia de éstos. Junto a ellos, las
poblaciones mesopotámicas también creyeron en espíritus alados malignos
que perturbaban la existencia humana provocando enfermedades,
inspirando malas acciones y molestando a los hombres en su vida cotidiana.
La segunda figura mediadora viene representada por uno de los
dioses olímpicos más famosos y singulares, el dios Hermes, romanizado en
Mercurio. Hijo de Zeus y de la pléyade Maya, numerosas leyendas le
atribuyen ya desde pequeño una intensa actividad intelectual, una aguda
astucia y un fuerte encanto social. Sus funciones derivadas de estos
caracteres coincidirán casi una por una con las que el judaísmo y el
cristianismo atribuyeron a los ángeles; entre ellas citaremos su papel
comunicador entre el cielo y la tierra, su cercanía a los hombres –el
dramaturgo Aristófanes le definió como “el dios más amigo de los
hombres”–; a través de él la presencia divina se inserta cotidianamente en el
mundo. Su bonhomía le hace próximo a los hombres a quienes sirve de
guía y escolta hacia el Hades. También con él se asocia la prosperidad y la
fortuna y en función de esto es patrón de mercaderes y ladrones. Se
caracteriza por el movimiento continuo tanto espacialmente, pensemos que
lleva unas sandalias con alas que le ayudan en su continuo desplazamiento,
como sustancialmente, pues su caduceo le permite trasmutar sustancias,
poder que luego heredarán los alquimistas.
Pues bien, toda esta herencia tan densa de figuras comunicadoras,
móviles, trasmutadoras, llegará al pueblo judío. Durante su exilio en
Babilonia en el siglo VI a.C. los hebreos descubrieron estas figuras
mensajeras y se sintieron especialmente atraídos por ellas, fijándose
especialmente en los Caribú, quizás por su forma antropológica, que les
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hacía más cercanos a nuestra condición humana; los judíos potenciaron en
estas figuras el papel de mensajeros al servicio de un único dios, el
verdadero, a diferencia de la pluralidad babilónica y helena. Los dos
testimonios textuales que dan carta de naturaleza a estas figuras son el libro
de Ezequiel, del que ya he hablado y que en varios capítulos introduce
apariciones angélicas, ya sea benéficas (capítulo 8, capítulo 10), ya maléficas,
como es la clara alusión a Satán del capítulo 28. Junto a este documento, el
libro de Enoch, hoy ausente del canon bíblico ortodoxo e incluido en la
lista de libros apócrifos, nos ofrece la primera clasificación de los ángeles en
las escalas de arcángeles, querubines y serafines. Por su parte, en el Nuevo
Testamento las alusiones a figuras angélicas recorren los evangelios y los
textos finales del mismo.
A la hora de hablar de la morfología y funciones de estas figuras, es
preciso decir que las representaciones más extendidas los asocian con
manifestaciones luminosas radiantes cuya vestimenta de lino blanco es la
más extendida, tal y como aparecen en el Libro de Ezequiel; sus voces
emiten un cántico de alabanza continuo con el que celebran la Creación, de
la que han sido testigos y cuyas maravillas difunden. En este sentido,
orientan a quienes sienten su presencia hacia la alabanza universal de tal
modo, que su mente y corazón pasan a conectarse con el poder de la
creación invisible que los ángeles constituyen y a vivir una vida nueva:
Quienes experimentan la presencia de un ángel sufren un cambio, pues
pasan a formar parte de él. Adquieren su sabiduría y se integran en la unidad que
es la Fuente de la vida. El conocimiento que les proporcionan los ángeles no se
puede diferenciar del amor y la unidad (Barker, 2003: 20).
El hecho de haber formado parte los ángeles de la creación invisible
y haber asistido como testigos a la creación visible, que es la que describe
minuciosamente el Génesis, les confiere un estado de conocimiento
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sobrehumano por el que ven la unidad de las cosas, sin las divisiones que
caracterizan el conocimiento del estado visible. El conocimiento angélico
proporciona la visión de la Creación material como unidad, así como la del
Tiempo como globalidad simultánea y no como una realidad sucesiva; por
eso los ángeles han sido dotados de una visión profética que supone un
dominio sobre el tiempo de tipo sucesivo.
Por otro lado, la asociación del ángel con la morfología luminosa
traduce su conexión con Dios, luz suprema en la que están los ángeles. Su
participación en Dios fundamenta su función conectora entre el mundo
inmanente de la experiencia cotidiana y la Fuente de toda Vida, esto es,
Dios:
Por medio de los ángeles podemos lograr una cierta percepción del Ser
Supremo, y por su mediación obtenemos un conocimiento completo de la
creación. Nos revelan todo lo que la mente humana es incapaz de conocer por
sus propios medios. Y nos guían en los diversos modos del razonamiento
humano ( Barker: 10).
Junto a esta misión reveladora y comunicadora , el ángel tiene como
misión privilegiada la protección del ser privilegiado de la Creación, el
hombre; tal es la encomienda especial de los ángeles custodios. A ello se
añade cómo se han involucrado en el plan que la Providencia ha preparado
para los hombres, así como su especial contento ante el rescate de un alma
descarriada, lo que ilustran las palabras de Jesús en el evangelio de S. Lucas:
“Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador
que se arrepiente” (15:10).
Tras este largo paréntesis, a mi juicio necesario en cuanto que resulta
imprescindible tener claros los rasgos morfológicos y funcionales del ángel
para ver cómo los asume y singulariza el texto aurevilliano, pasaré a ilustrar
el proceso por el que el escritor normando somete a metamorfosis la figura
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del ángel convirtiéndola en la de Cristo, con las consecuencias ideológicas
que de ello se derivan y que en parte pueden argumentar la condena que el
texto sufrió en su momento por parte de la jerarquía eclesiástica.
El lector de Un cura casado no ha de esforzarse mucho para asociar a
Calixte Sombreval con la figura del ángel, tanto por sus rasgos físicos como
por su actuación a lo largo del relato; la luminosidad e hiperbólica blancura
centellean y deslumbran a los demás en cualquier espacio donde la joven se
presenta:
Calixte era menos una mujer que una visión –“una visión, decía Jeanne
Roussel, que casi consiguió que pudiera verla, a fuerza de hablarme de ella, como
Dios quería, en sus planes, que ese malvado de Sombreval la tuviera siempre
ante sus ojos”. Se diría que era el Ángel del sufrimiento andando por la tierra del
Señor y andando con su belleza de ángel fulgurante y virginal, la cual no podía
ser profanada por el dolor por muy cruel que éste fuera. […] Poseía la belleza
cristiana, la doble poesía, la doble virtud de la Inocencia y la Expiación… La
palidez de la cólera de Néel no era más que rosas lavadas por las lluvias en
comparación con la palidez sobrenatural de Calixte. Como un recipiente de
marfil humano, demasiado puro para resistir ante las rudas embestidas de la vida,
su rostro, más que pálido, quedaba sencillamente enmarcado por unos cabellos
de un rubio oro claro, recogidos hacia arriba y que dejaban al descubierto sus
doloridas sienes (Barbey d’Aurevilly, 2005: 154)1.
La cita anterior presenta a una Calixte de exacerbado angelismo,
destinada al cielo, tal y como irá demostrando a lo largo de la narración con
su incapacidad de generar una actuación integradora con el ámbito terrestre,
como será, entre otras, su negativa a responder a las proposiciones
sentimentales de su único amigo, el joven noble Néel de Nehou. Frente a
otras ficciones de tradición angélica en la que el conflicto central surge
cuando el ángel es conquistado por lo terrenal y quiere permanecer en esta
1 Las citas que ofrezco de Un cura casado pertenecen a la edición de la colección Clásicos universales de la Editorial Cátedra, publicada en 2005, de cuya edición y traducción yo misma soy autora.
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esfera, mezclarse con lo humano, participar de esta condición, renegando
así de su naturaleza primera, Calixte Sombreval, por el contrario, cumple
escrupulosamente con su condición de criatura del cielo y para el cielo,
portadora de un mensaje para los humanos; y es precisamente en esta
función profética con la que Barbey d’Aurevilly enriquece a su personaje,
donde se instala la heterodoxia del texto aurevilliano.
En la narración de Un cura casado, Calixte Sombreval trasmite de
manera singular, especialmente a su padre, y luego a todos los que la
conocen, un mensaje de carácter trascendente, pues no sólo se servirá de
sus palabras para hablar de la voluntad divina, sino que su mismo físico
evidencia esa voluntad sobrenatural a través de su enfermedad nerviosa,
cuyo origen la ciencia no ha podido determinar y cuyo recordatorio es la
marca cutánea en forma de cruz roja que aparece en su frente y que ella
misma se encarga de ocultar con un extraña banda roja. Las voces
narradoras que confluyen en el texto subrayan cómo dicha marca no hace
más que recordarle a Sombreval su pecado de apostasía y la necesidad de
convertirse a través de la persona de su hija, la cual es consciente de cómo
Dios la ha marcado y elegido para tal mediación, tal y como le declara a
Néel de Nehou: “Estoy marcada para la muerte y para rescatar el alma de
mi padre. ¡Usted lo sabe de sobra!”.
Sin embargo, el mensaje indeleble que lleva Calixte no fructificará a
favor de la voluntad divina, al contrario, originará la perversión de la
misma, puesto que el mismo Sombreval decide simular una conversión al
catolicismo y pedir su reingreso en las funciones sacerdotales, con lo cual, a
la postre, se repite el acto de apostasía primero, esta vez encubierto y unido
al sacrilegio. Cuando Calixte conozca a través de su padre espiritual,
Méautis, este simulacro, desesperará y pondrá en duda el mensaje que ella
misma estaba encargada de trasmitir; respecto a esto último, es preciso
apuntar que en los capítulos finales del relato se potencia la capacidad
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profética de la joven, atributo propiamente angélico, no se olvide. Su
conocimiento del tiempo futuro se centra en anunciar a quienes la rodean
en su lecho de muerte, con su terrible grito ¡Estamos condenados!, que tanto su
padre como ella no encontrarán la salvación, con lo que la joven niega la
confianza que tenía en lograr la conversión de su padre ayudándose de sus
insistentes plegarias y acatando su terrible enfermedad. Su grito apunta a lo
estéril de la expiación que ha protagonizado a lo largo de su vida y produce
un cortocircuito en el principio teológico que Barbey d’Aurevilly quería
encarnar en la joven: el de la Comunión de los Santos y la Reversibilidad de
los méritos del justo. Ambos dogmas defienden que el hombre santo puede
salvar con su sacrificio el abismo instaurado por el pecado original y
subsanado por la Redención crística. En este contexto, el que un creyente
asuma las faltas ajenas supone un deseo de revivir la interacción entre Dios
y los hombres y reafirmar la acción humana como camino de progreso
hacia la trascendencia; por eso, para la teología cristiana, el sufrimiento del
justo es regenerador, ya que su expiación vuelve a comunicar al hombre
con la realidad divina. Éste es el aspecto que la conclusión de la novela
pone en entredicho y, además, en boca del que ha sido agente de expiación,
la propia Calixte Sombreval; su grito sume en las tinieblas su vivencia
espiritual y esboza la posible ineficacia de sus súplicas ante su creador,
aspecto que recoge argumentos dados por su mismo padre a lo largo de la
novela. La Iglesia contemporánea de la novela vio el carácter problemático
de las preguntas que quedaban en el aire textual de la misma: ¿Acaso el
ángel mediador había fracasado como agente trasmisor? ¿Acaso Dios
rechaza perdonar? Muy probablemente esto es lo que hacía problemático el
texto para la jerarquía católica, más que su posible satanismo, que a esas
alturas del siglo se había convertido en un tópico literario asumido y al que
el público estaba acostumbrado.
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Pero, si problemática es la función profética de Calixte como
mediadora ante Dios, también su físico lo es, o mejor dicho, su morfología
angélica presenta más aristas de lo que parece. Su rostro angelical y la visión
del mismo resultan turbados por la presencia de esa extraña cinta escarlata
que pretende ocultar una cruz, esa extraña señal de nacimiento que el texto,
recordemos, presenta sin dudar como la venganza divina a la apostasía de
Sombreval. Ahora bien, en esa cinta y en esa cruz ocultada se inscribe la
morfología que completa –y hace problemática– la del ángel: hablamos de
la morfología crística que hace que en la joven se unan dos arquetipos, el
del mensajero y el del redentor, que completa y se erige como figura de
llegada de la del enviado divino a la existencia humana:
Demasiado ancha para considerarla un adorno, aquella cinta escarlata
que le ceñía la cabeza de un blanco tan mate y bajaba muy cerca de las cejas,
figuraba perfectamente la corona sangrante de una frente mártir. Se diría que era
un círculo de sangre coagulada –derramada allí en sublimes torturas– y se podría
pensar en las Medusas cristianas. De cuya frente abierta mana realmente sangre
bajo las espinas de la coronación mística, como la que hemos visto derramarse
en estos últimos años de las desgarradas frentes de las estigmatizadas del Tirol
(Barbey d’Aurevilly: 155).
La cinta de Calixte es presentada en varios momentos como corona
de espinas, tal y como evocaba el fragmento anterior, y en el momento de la
crisis nerviosa que le será mortal, el mismo cabello angélico se convierte en
corona de sufrimiento, agentes, por tanto, cinta y cabello, de martirio,
rememorando la pasión del Señor:
Después de una hora de estar postrada durante la que Calixte se mostró
como absorta, sus dolores nerviosos, que podían adormecerse, pero cuyo origen
seguía estando en ella, se despertaron como tigres dormidos y la devolvieron a la
intensa vida de las sensaciones. Cada cabello de la hermosa cabeza rubia se
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convirtió en una aguja de dolor. Profundos estremecimientos la sacudieron hasta
romper su frágil cuerpo (Barbey d’Aurevilly: 437).
Según el texto avanza, Calixte, en su aspecto doliente, va
asimilándose más a Cristo, en un proceso que recuerda el Via crucis; ella
misma en su discurso va a fundir las dos entidades, al compararse en sus
sufrimiento con Cristo, al que llama el ángel de los Olivos, el cual aceptó,
como ella, beber del cáliz que anunciaba su muerte por amor a los
hombres. Es curioso que siempre el personaje de la hija de Sombreval
funcione con esa doble entidad, la de ángel y la de redentor a través de la
conjunción del agente enviado para trasmitir el mensaje divino y del agente
enviado para sufrir, verdadera esencia de la figura de Cristo.
Esta asimilación crística encuentra su apogeo en las escenas de los
últimos momentos de Calixte en la Tierra, verdadera Pasión que se
convierte en el mismo momento de su proceso en Transfiguración y
Ascensión para acabar convirtiéndose la joven en Cristo dentro de lecho de
dolor, su Gólgota particular; sin embargo, Barbey d’Aurevilly hace una
recreación problemática de este episodio de la crucifixión, pues dota a la
agonía de la joven, a pesar de repetir la desolación de Cristo, de un
contenido heterodoxo a partir de las palabras finales que anulan el acto de
redención:
Al acercarle la hostia, en la cual quizás percibía como Santa Teresa, a
Jesucristo bajo la forma visible y sangrante de su pasión, ya no se veía en ella una
muchacha que iba a expirar, sino un ser humano que la santidad divinizaba.
El rostro de Calixte se hizo totalmente celeste. Sus hermosos ojos
engrandecidos emitieron un resplandor desconocido. Su cabello se iluminó
como una aureola. La cruz de su frente lanzó destellos, y su palidez, diáfana
como el éter, y como si su alma, desde dentro, la hubiera iluminado, transpiró un
ligero efluvio de oro… Su cuerpo entero fulguró… ¡qué prodigiosa visión […]
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Calixte, atraída por el divino imán de la Eucaristía, pareció alzarse
horizontalmente de su lecho, y, bajo la atracción del amor, acercarse a la
hostia… […]
Pero de pronto, como si hubiera tenido la intuición final, se deshizo en
llanto:
–¡No! –continuó hablando–. Mañana moriré. Cuando llegue, me habré
muerto… Me ama demasiado para encontrarme con vida –añadió con una
hondura católica que hizo que todos se estremecieran. Y concentrada en su
padre, sin separarse de él, exclamó:
–¡Estamos condenados! ( Barbey d’Aurevilly: 447-448).
Es habitual en la narrativa aurevilliana la introducción de
personajes antitéticos que desarrollan esa visión maniquea de la realidad que
caracteriza especialmente a este escritor. Ya hemos visto cómo, en un
principio, la pareja formada por Jean Sombreval y su hija así lo eran, con los
matices enriquecedores que el texto desarrollaba, que contribuían a
complicar lo que sería una oposición frontal entre ambos.
Esta pareja actancial no es la única que el lector encuentra; en efecto,
inmediatamente se le impone el dúo constituido por la prometida de Néel
de Nehou, Bernardine de Lieusaint y la propia Calixte Sombreval, que
encarnan los dos polos del imaginario femenino del autor. Para el objetivo
de nuestra exposición, señalaremos una nueva pareja en cuanto que ambos
componentes desarrollan la figura del ángel. Acerca de Calixte Sombreval
ya hemos escrito suficiente; ahora es el turno del otro “ángel” del universo
de Un cura casado, el padre espiritual de la hija de Sombreval, el padre
Méautis. Por su físico y su espiritualidad exacerbada desarrolla en las
páginas de la novela una relación gemelar con Calixte; en efecto, el padre
Méautis, en su extraordinaria pasión religiosa, es comparado con los
Querubines, “los Ángeles adoradores de Dios” y será su inmenso amor al
Creador lo que le lleve a denunciar ante Calixte la impostura sacrílega de
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Jean Sombreval, provocando la crisis mortal de la joven y la hecatombe en
la que se resuelve la narración:
No omitió nada. Lo dijo todo. [...] Y temiendo, más que volverse loco, el
ser cómplice por su silencio del sacrilegio que se estaba consumando, si
verdaderamente se consumaba, había pedido a Dios con tanta insistencia, en el
sacrificio de la misa, que le enviara un solo signo que lo sacara de aquella tortura,
que ese signo, Dios, conmovido por la miseria de su servidor, se lo había
enviado en los últimos tiempos –tres veces, y cada vez más claro– y que a partir
de entonces ¡se había propuesto contárselo todo!, ¡pasara lo que pasara! (Barbey
d’Aurevilly: 368).
Por esta razón, el sacerdote actúa como intermediario del mensaje de
Dios para Calixte, con el fin de que la muchacha adquiera conocimiento del
horror espiritual que su padre está cometiendo. Meáutis se erige pues en
ángel exterminador que, como ocurría en el Génesis, expulsa a Calixte, a su
padre y a su enamorado Néel del pequeño paraíso en el que la falsa
conversión del segundo los había introducido. Esta vez, el ángel sí
comunica el mensaje de Dios, en oposición a lo que había ocurrido con
Calixte, cuya función mediadora no sólo no había tenido fortuna, sino que
se había vuelto contra ella misma.
Así pues, en las ficciones aurevillianas sólo hay espacio para el
aniquilamiento, progresivo o instantáneo, poco importa; en este proceso, la
función mediadora del ángel sólo es productiva cuando se trata de trasmitir
destrucción y muerte, nunca misericordia y redención. El rostro de Dios, en
el universo del autor normando, es irascible y su brazo, punitivo: el único
ángel que cumple con su misión comunicadora lo hace para anunciar la
terrible Justicia divina, como lo hizo el arcángel del Paraíso; frente a ello, el
lector no puede olvidar que la mistificación de Sombreval tiene su origen en
el supremo amor paterno y en el lógico deseo de salvar a su hija de la
muerte. Por ello, unas veces el texto mira hacia un Dios justiciero y otras
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hacia un Dios misericordioso y, en este movimiento de alternancia, revela
un autor obsesionado con la imagen de un Dios castigador de la rebeldía,
pero, a la vez, también atraído por la imagen de la posibilidad de que al final
actúe un Dios clemente: la intriga narrativa alimenta hasta el final el dilema,
sin resolverlo, en los juicios de unos narradores que, en otros momentos
textuales, han trasmitido sus opiniones sin paliativos.
Por ello, el lector cierra este libro con la pregunta de si
verdaderamente el Dios de Calixte ha podido condenar eternamente el
inmenso amor desplegado en este torturado mundo afectivo tanto por
parte del padre como de la hija. Enfrentarse a esta novela excluyendo su
dinámica de multiplicación de propuestas teológicas, de imágenes de Dios y
de funciones angélicas, no haría más que mutilar la complejidad e inquietud
de un texto que une la reflexión teológica con el ejercicio literario; por eso,
Un cura casado ha de leerse panorámicamente, abarcando sus contradicciones
y planteamientos, haciendo del querubín el Cristo ineficaz de un abismo
desolado, en el que sólo llega a algún puerto la acción del padre Méautis, el
particular ángel exterminador de esta novela.
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DEBATE POSTERIOR
Asunción López-Varela: Pero... ¿Barbey no era tradicionalista? María Luisa Guerrero: Sí, pero sus ficciones le salían heterodoxas. Es un caso de divorcio absoluto entre idea y ficción. Y la Iglesia lo supo ver. Él es jansenista y abraza las ideas reaccionarias por imposición. Comienza siendo liberal y tiene una conversión a partir de la lectura de Joseph de Maistre, que le impactó tanto, que le llevó a una conversión a machamartillo. Es el problema de los nuevos conversos, en cuya exageración hay algo siempre que chirría, porque en el fondo tienen otra visión de la realidad y se han puesto una especie de disfraz. De ahí ese conflicto entre ideología y ficción, entre visión de la realidad y discurso intelectual. Cuando no elabora un discurso intelectual, surge su verdadera visión de la realidad. Barbey tiene una auténtica obsesión por ser católico ortodoxo. María del Mar Mañas: Me ha llamado la atención esa referencia a “las medusas cristianas” que has mencionado antes. María Luisa Guerrero: Efectivamente, mientras las estigmatizadas remiten a un caso real, esa expresión es suya, y remite a ese imaginario tremendista de Barbey. La medusa en sí es bestial, las espinas de la corona se convierten en culebras. Todo lo que cae en Barbey se transforma en tremendismo. Asunción López-Varela: Encuentro que hay muchos paralelismos con La letra escarlata de Hawthorne, por la mancha roja. María Luisa Guerrero: Pero ¿qué origen tiene esa mancha? Asunción López-Varela: Es un castigo. María Luisa Guerrero: Entonces tiene una explicación racional, pero la cruz de Calixte es de origen metafísico. Es Cristo desde el principio. Además, los nombres son muy sintomáticos: Calixte es ‘la más hermosa’, pero también remite a cáliz, por lo que tenemos fusionados estos elementos desde el principio. Cristina Coriasso: Hay un momento en que se menciona la doble naturaleza de Calixte. María Luisa Guerrero: Sí, ésas son las primeras páginas, que sirven de preparatorio, en la hoja 2. Barbey tiene que introducir la violencia, tiene una visión de la realidad violentísima, por eso el ángel era insuficiente. Le servía
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por un lado porque comunicaba con la trascendencia, porque cree que nuestra vida sólo se entiende en comunicación con la trascendencia, benéfica y maléfica. Pero le es insuficiente. Tiene dos vías: o pervertir, o completar. El ángel le queda corto, y aquí en la página 2, dice: “Es ángel y santa: ángel por la pureza, y santa por el dolor”. Pero los santos tienen otros atributos. ¿Por qué el dolor? Porque es lo que le interesa. Y ese dolor es el intermedio que le lleva al santo entre los santos, y al ángel entre los olivos, que es Cristo. A su vez, Cristo se problematiza, por lo que estamos ante un texto absolutamente sin salida. María del Mar Mañas: Entonces hubiera sido mejor que la presentara como mártir. María Luisa Guerrero: Bueno, mártir ya es, por su enfermedad, que le produce tremendos dolores. Pilar Andrade: Encuentro una influencia muy fuerte de fuentes románticas, y también se transmite la idea del sufrimiento como el principal vehículo para la santidad. María Luisa Guerrero: Sí, pero con un final positivo, dice la ortodoxia católica. Y es también el dogma de la Comunión de los Santos, que también encarna Calixte, como dice Barbey en su correspondencia. Comenta que a él le salen muy bien los malvados, y se planteaba la dificultad de querer encarnar en Calixte el dogma de la Comunión de los Santos, que dice que el sufrimiento de los justos redime. Pero en su obra ni la oración ni el sufrimiento de los justos redimen. Así que realmente le salió mal su proyecto racional. Carmen Gómez: El narrador va recogiendo testimonios de otros personajes, se hace eco de lo que cuentan otros personajes... Esto supone una fe en la palabra. ¿Qué papel tiene el escritor aquí: es el ángel transmisor? María Luisa Guerrero: El escritor... ¿te refieres al primer narrador? Carmen Gómez: Barbey decía yo. María Luisa Guerrero: Yo me he situado en el plano de la ficción. Carmen Gómez: Hay varios niveles. María Luisa Guerrero: Sí, ahí voy. El narrador primero, alter ego de Barbey, asiste a una velada, donde conoce a una dama con un medallón con la imagen de Calixte, y le fascina esa belleza medusea. Y otro de los asistentes comienza a contar la historia, al modo de Maupassant, mediante narraciones
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encuadradas. A este relato se suman los de otros personajes testigos, hay una cadena transmisora. Carmen Gómez: Es una narración propia de los Evangelios. María Luisa Guerrero: Sí, sí, sería una estructura narrativa evangélica, de cadena de testimonios, que se recogen por tradición hasta que alguien decide ponerlos por escrito. Asunción López-Varela: Esta estructura es también típica del realismo, pero suelo leerla como una desautorización del autor. Me pregunto hasta qué punto es consciente de que está yendo en contra del autor, a pesar de lo que diga. María Luisa Guerrero: Barbey no era tonto, y tenía que salvarse de la condena. Y se defendía diciendo que había incluido una figura completamente intachable, pero frente a eso sitúa el “estamos condenados”, la pérdida de fe de uno de los personajes en el momento de la consagración... La novela es más amplia de lo que presento aquí, porque me he centrado en Calixte, pero es curioso: mientras que Calixte, que debería traer la redención, termina siendo un redentor impotente, el otro ángel, representado por el padre Méautis, el exterminador, sí que trasmite el mensaje de Dios, pero destruyendo. Asunción López-Varela: Calixte realmente no puede salvar, por la única razón del pecado original. María Luisa Guerrero: Ahí tienes razón, porque para estos antimodernos, todo se entiende en función del pecado original. Todos los episodios históricos negativos, como la Revolución Francesa, auténtica bestia negra, es una repetición del pecado original, y una ruptura del hombre con Dios, representada en el Antiguo Régimen en la figura del rey absoluto. En el momento en que se le corta la cabeza, aparece la era humana, la era inmanente, la de la desconexión, y no hay vuelta atrás. Todo lo leen a la luz del pecado original, y a partir de ahí todo será acción maldita, tras acción maldita, tras acción maldita. Carmen Gómez: El hundimiento en el estanque es algo positivo. María Luisa Guerrero: Me interesa mucho lo que dices, porque ese estanque es fétido, estancado, lleno de fango. Las descripciones del estanque son absolutamente siniestras. De bautismo, nada, es el lugar ideal para suicidarse y repetir el pecado original hasta la saciedad.
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María del Mar Mañas: ¿Cómo no se da cuenta del divorcio entre su pensamiento y su obra, en el momento en que escribe “Estamos condenados”? A lo mejor se podría haber defendido como Flaubert alegando que eran sus personajes quienes lo decían, y no él. María Luisa Guerrero: El caso es que presenta una serie de figuras con una fama mitológica positiva, como el ángel y Cristo, redentores y comunicadores claros, pero las hace problemáticas, y niega la ortodoxia. María del Mar Mañas: El heredero en España de Barbey sería Valle-Inclán. María Luisa Guerrero: Totalmente. María del Mar Mañas: Pero no sé si Valle-Inclán llegaba a esta disociación. María Luisa Guerrero: Claro, yo creo que Valle no llegaba a ese extremismo ni a esa necesidad de demostrar que era católico. Pilar Andrade: Hay en Barbey esa idea de apego al terruño... María Luisa Guerrero: Es que Barbey era normando, pero Valle-Inclán era gallego. Y son paralelismos tremendos. José Manuel Losada: Valle decía: “Dice mi amigo Barbey...”. Pilar Andrade: Barbey dice que es católico, pero porque es tradicional, no porque crea en el dogma católico. María Luisa Guerrero: Él decía que sí creía. Es un caso de nuevo converso, y tiene que pregonar a los cuatros vientos aquello a lo que se ha convertido, pero siempre aparecerá un fondo problemático. Es verdad que Valle y Barbey pueden tratar el fanatismo religioso, pero lo que para Barbey es tema de tragedia, para Valle-Inclán es un ejercicio óptico desapasionado. Ahí habría una gran diferencia. José Manuel Losada: Quisiera hacer una pequeña reflexión. Has hablado al principio de Enoch... María Luisa Guerrero: Sí, lo que he dicho es que en la tradición hebrea los dos grandes libros que canonizan la jerarquía y la morfología angélica son el de Ezequiel y el de Enoch, aunque este último fue sacado de la Biblia en el Concilio de Laodicea y ahora figura entre los apócrifos. José Manuel Losada: Decíamos esta mañana que siempre que hay una relación entre cielo y tierra es catastrófica. María Luisa Guerrero: Barbey lo afirmaría.
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José Manuel Losada: Esta unión siempre es una causa de conflicto en la literatura. De hecho, por lo que has estado diciendo, veo que esto vuelve a manifestarse aquí, en el sentido angélico. Evidentemente, hay una base maniquea. Hay dos principios: la materia (mal, tierra) y el espíritu (bien, cielo). Jansenio tomará luego esto, cuando habla de que lo que mata es la materia. Cuando Jansenio dice esto, se va a retractar, pero ya había dejada escrita su obra. Los jansenistas dicen que la redención es posible para los predestinados, para los marcados, mientras que es imposible para el resto. La Fedra de Racine, como jansenista, está predestinada para el infierno. El libro de Enoch es uno de los apócrifos y habla de la cohorte de los ángeles. Y estos ángeles cometen un pecado, que es lo que dividirá el mundo en dos, que es el pecado de caer en la sensualidad, de sentirse atraídos por las hijas de los hombres. Ésta es una lectura que hacen los traductores de la Biblia al griego en Alejandría. Pero lo importante de esto, me parece, es que los ángeles, que no tienen atributos materiales, se quedan prendados por seres que tienen atributos materiales. Esto encierra una contradicción, pero literariamente funciona perfectamente, y se entabla así la batalla entre los ángeles del bien y los ángeles del mal. Y esto es lo que da lugar a esta duplicidad presente en tu exposición, entre sensualismo y espiritualización. María Luisa Guerrero: Sí, pero curiosamente, el ángel negativo, que aparece en la figura de Jean Sombreval, genera un amor extraordinario por su hija. Y de hecho está dispuesto a cometer el terrible pecado de volver a ser cura por amor a su hija. Esto es un interrogante tremendo y estremecedor en el libro: ¿puede justificarse ese pecado a ojos de Dios, si es para salvar a un hijo? La visión de Barbey del ángel negativo tampoco es maniquea. José Manuel Losada: Sí, pero con las fuentes bíblicas, extrabíblicas, hebreas, apócrifas que has utilizado, la redención no cabía desde el momento en que Calixte tiene un cuerpo. María Luisa Guerrero: Sí, pero es un cuerpo etéreo, para el sufrimiento. Calixte lo dice: “Yo no voy a tener hijos”, no sólo porque es carmelita, sino porque consagra su cuerpo a la salvación de su padre, y va perdiendo su vida corporal a lo largo de la novela porque se va desangrando. José Manuel Losada: Sí, se desangra y va teniendo accesos de espiritualización, pero nunca será completa. Incluso Barbey está en la línea de
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quienes piensan que Cristo no se salva porque tiene un cuerpo. Y estamos en la dialéctica materia/espíritu. Para el jansenismo, el maniqueísmo, para el pensamiento apócrifo de los septuaginta, todo aquello que tiene materia está condenado al fracaso, a la no redención. Desde el momento en que Calixte tiene un cuerpo, y existe en un tiempo y un espacio, está abocada al fracaso. María Luisa Guerrero: Claro, el gran mensaje es que la existencia humana es un absurdo, es el nihilismo absoluto. Ser hombre es estar destinado a la destrucción, a destruir a los demás, a autodestruirse. Es el nihilismo absoluto. No hay salida, ni salvación, ni sentido en la vida. Y esto va en contra de la ortodoxia católica donde, a pesar del pecado original, el hombre es capaz de contribuir a la redención. José Manuel Losada: Y la materia es buena. María Luisa Guerrero: Y el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Estamos en las herejías que condenan la existencia humana. Lo tremendo es que se cargan la idea de la encarnación de Dios. José Manuel Losada: Como Calixte depende de un ángel caído, todo lo demás se tizna de esa caída. María Luisa Guerrero: De ahí la idea de la marca. Estoy muy de acuerdo contigo en la idea de que en Barbey el mero hecho de existir condena. Ser aquí y ahora condena, cuando el gran acto de Dios es hacerse hombre, encarnarse. Por eso no hay que extrañarse de que sus obras fueran condenadas una tras otra. José Manuel Losada: Pero él sí se extrañaba. María Luisa Guerrero: Él sí se extrañaba, a lo mejor con la boca chica. Pero al final de su vida, Las diabólicas, que fue condenada también, fue un auténtico éxito de librería, porque la sociedad ya estaba preparada. José Manuel Losada: Pues muchísimas gracias, Marisa.
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