Cualquier psicólogo podría definir en una sola entrevista, la personalidad
de Aníbal Ros, como la de un obsesivo compulsivo.
Vivía solo en pleno centro de la ciudad, en un prolijo departamento de un
cuarto piso. Era lógico que un tipo como Aníbal fuese necesariamente
soltero. No existía mujer que pudiese soportar esa obsesión por la limpieza,
el orden, la rutina cotidiana cumplida como una ceremonia, donde los
horarios debían ser de una puntualidad de té a la inglesa, y donde cada cosa
estuviese en su lugar y solo en ese lugar.
Las camisas con sus cuellos perfectamente planchados, prolijamente
apiladas, no mas de cinco por cajón, y respetando las blancas por un lado,
las color por otro, las fantasía por otro. La ubicación de las prendas
obedecía un esquema que respetaba colores y tamaños, de tal modo, que
mirar dentro de alguno de los placares, era como asistir a la creación de un
diseño en series: mangas cortas claras, mangas largas claras, mangas cortas
oscuras, mangas largas oscuras, pantalones claros, pantalones oscuros,
pullovers en su bolsa original, dispuestos del mas claro al mas oscuro.
Zapatos perfectamente lustrados y zapatillas de un blanco impecable,
ocupaban distintos niveles de un botinero dispuesto en un lugar estratégico
de la habitación, de modo tal, que al momento de desvestirse, y previo
cepillado, cada par ocupaba el hueco que correspondía, ni más a la derecha
ni más a la izquierda.
Del mismo modo las alacenas de la cocina, mostraban un orden casi
matemático. Cada recipiente perfectamente etiquetado y con su nombre
mirando al frente, se alineaba de mayor a menor y en riguroso orden
alfabético: orégano, pimienta, sal, y así de seguido.
El baño ocupaba un lugar especial. Un permanente perfume a violetas,
echaba por tierra cualquier falsa suposición, que hubiese sido creado para
hacer esas horribles e indecentes necesidades fisiológicas. Tal vez, sería ese
el motivo por el cual sufría un estreñimiento crónico, que ningún
tratamiento médico, ni ninguna dieta en base a yogures de última
generación había podido solucionar. Un set de cepillos de dientes, uno para
cada día de la semana, perfectamente alineados, compartían su espacio con
pastas e hilos dentales. Dos toallas, una para las manos y otra para la cara
colgaban del amplio toallero hasta la marca de 20 centímetros, ni uno mas
ni uno menos.
Era un solitario, sabía que era poco apreciado por sus compañeros de
oficina, también era conciente de las burlas a sus espaldas, pero no le
preocupaba demasiado, nunca encontraría personas como mamá y la abuela
Yolanda. Ellas habían sido sus maestras, de ellas había aprendido a
desenvolverse solo, sin ayuda de ninguna de esas ¨chiruzas¨ que eran las
jovencitas de hoy.¡Cuanta razón tenía mamá!_¿A que casarte Ale?, …estás
tan bien solo tesoro! Éstas vienen solo por la platita, no saben ni lavar los
platos- le decía.
La única persona que se le había acercado era Tomás Ríos. De tanto en
tanto charlaban del tiempo y del fútbol del domingo. – ¿Nunca estuviste
con una mina che?- le dijo un día. - ¡Dios mio!, dejame que te mando una
que te va a dejar dado vuelta.
Y se la mandó nomás. Nunca en su vida había tenido una experiencia tan
decepcionante. La tal Nina, se movía como una víbora, y él odiaba los
animales. Se desnudó como si nada, ¿Se habría bañado?, talco en los pies
no se había puesto, de eso estaba seguro. Ella se dedicó a explorarlo, pero
él no pudo ni tocarla, - y si le contagiaba algo?
Se revolcó en la cama como perro con pulgas, arruinó sus hermosas
sábanas de hilo, regalo de la abuela Yolanda, y no solo eso, las AR del
monograma bordado a mano quedó ladeado hacia la izquierda. Lo único
que quedó dado vueltas fue su cama, que tuvo que cambiar y volver a
tender como Dios manda.
No soportaba los animales, ni grandes, ni pequeños, nunca podría
comprender como la gente dedicaba su precioso tiempo a las mascotas. Los
perros eran tipos indecentes, se echaban en cualquier sitio, a lamer sus
partes pudendas, sin importarles quien estaba delante compartiendo ese
momento íntimo. Los gatos eran mas discretos, pero la sola presencia de
sus pelos en el ambiente le provocaban una crisis respiratoria. Por suerte el
Dr Rotemberg, le había indicado un paf, que le permitía superar la
emergencia.
Era sábado, una mañana soleada siempre invitaba a hacer tareas
postergadas por el mal tiempo, como limpiar los vidrios. Así que abrió la
ventana que daba al balcón y siguiendo las enseñanzas de mamá, (solo agua
jabonosa y papel de diarios), se dispuso a hacer rendir el día, después, una
película para la tarde, completaba el ambicioso programa del fin de
semana.
De pronto la vió, blanca, casi transparente, posada sobre la cara de afuera
del vidrio. Movía lentamente las alas, tres veces en dos segundos, alcanzó a
contar. Quedó petrificado, mudo de terror. El trapo con agua jabonosa le
chorreó las zapatillas blancas.
Empezó a retroceder lentamente, con la intención de cerrar la ventana, pero
falló. Ella levantó vuelo moviéndose aquí y allá en forma errática. Se ganó
dentro del living, desplazándose con una soltura que parecía la dueña de
casa. El seguía retrocediendo, intentaría llegar a la habitación, cerraría la
puerta y pediría auxilio. Se olvidó de la mesa ratona, trastabilló, cayó, el
vidrio se astilló al instante. Como si supiera, ella dirigió su vuelo hacia el
lugar del desastre. Lanzó un grito de terror, moriría de asco si ella apoyase
las peludas patas sobre su cara. Las alas blancas lo esquivaron y fueron a
posarse sobre el televisor. Desde allí lo observaba, con su fina trompa y sus
antenas moviéndose imperceptiblemente. Se había hecho un corte en la
mano, la sangre manchó el piso inmaculado, sintió náuseas, vomitó.
Empezó a llorar, -¿como sacaría esa horrible mancha del piso?- pensó en
medio de la confusión. Empezó a correr y ella lo siguió, entró en la cocina.
Envolvió la mano herida con un repasador, se dejó caer jadeante en un
rincón. - ¿Donde estaba?-, la había perdido de vista, tal vez decidió volver
y salir por donde había entrado. Se paró lentamente.
Estaba posada sobre las manzanas en almíbar que había preparado, libaba
tranquila del exquisito plato. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Nunca
más comería manzanas en almíbar, aunque fuera la receta preferida de
mamá. Se sintió asqueado. Atropelladamente emprendió la retirada de la
cocina.
Las verduras recién lavadas cayeron al suelo, las pisó desesperado por
lograr salir. La suerte estaba de su lado, tropezando una y otra vez llegó al
dormitorio. Giró para poder controlar la situación. No podía creerlo, ella
también había entrado e iba a su encuentro. No soportaría que lo tocara,
seguro tendría una crisis respiratoria, el paf había quedado en el baño.
Perdió el control y entró en pánico. Cayó de espaldas sobre la cama. Arañó
con fuerza el cubrecamas al crochet, (ya no podía recordar quien lo había
tejido, si mamá o Yolanda). Ella empezó a volar descaradamente en
círculos sobre su cabeza. Un dolor intenso le oprimió el pecho. El corazón
se detuvo. Quedó muerto sobre la cama, con los ojos abiertos, como
queriendo controlar desde el mas allá el rumbo de su vuelo. Ella se posó
un instante sobre su cabeza, aleteando suavemente limpió sus patas del
almíbar residual de las manzanas. Después, la mariposa alzó vuelo y escapó
feliz por la ventana.
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