Cancionero impopular
Javier Velasco
El primer verano sin ella, lo pasé formando parte de un grupo de amigos al que arribé de la
nada, aun no sé bien ni cómo ni porqué, como en un sueño mal recordado, poblado de plazas, de
fernet y marihuana por doquier. Todos eran más amables, más simpáticos, más sociables y más
bellos que yo, y cuando el verano tocaba a su fin, supe que difícilmente volvería a verlos.
Y venía caminando por la alameda, desprovisto ya de amigos y mirando pasar a la multitud
de mujeres hermosas que como una tempestad se habían apoderado de la ciudad, y ahí mismo
comprendí todo.
“Necesito a alguien como yo
Igual de inofensivo y de taimado,
Lleno a la par de sueños y de frustraciones
Igualmente ninguneado que entusiasta”
Así empezó el cancionero impopular, que pasearía por los carretes y las redes sociales.
Venía inventado hacía años a un personaje que vivía la vida por mí, y que de hecho, se había
apoderado de todo lo que me rodeaba; era yo un tipo con mala suerte, maltratado por los
acontecimientos, obsesionado con la vejez y con la muerte, nostálgico de lo perdido y de lo que no
llegaba nunca; postrado, en definitiva, como los tiburones que se quedan quietos esperando
morir. La vida, sabía, se pasaba frente a mis ojos como se pasan los buses repletos en una
carretera perdida, sin detenerse ni un momento ante la súplica de los que esperan en la berma.
Pasaron por mis manos más enemigos que musas, más horrores que buenas nuevas, y palpitaba
en mi cabeza el deseo volátil de que me dejaran todos en paz, de que me tomaran todos en
brazos, de que me trataran como a un niño, de que me vieran como a un adulto, de que a nadie le
importara nada, de que todos se preocuparan por mí. En los momentos de descanso, cuando
nadie más podía verme, caían sobre mis hombros las imágenes del campo de batalla, lo fútil de las
expectativas, la cercanía del horror y de la pena. Me quedaba esperando, me quedaba
amenazando, me quedaba acurrucado, desnudo y a la expectativa, sabiéndome un romántico
frustrado desde la base de mis devastadas herramientas de ferretero, desde la raíz de mis miedos
más brutales. Entendí, tras incontables noches de contemplación y de angustia, sin poder dormir y
conversando con deidades ajenas y adornos de diseño, que nada aseguraba el resultado favorable
de este viaje dado a tumbos, a tropiezos, a traspiés, a cabezazos.
“La más bella de las flores de este reino
Su mirada de cristal en una foto detenida
Tan lejos como es posible estarlo
Tan ajena como las olas, el viento
y los pastizales salvajes que no conozco ni conoceré”
Escribía compulsivamente, arrastrado por una marea que entre nauseas me hablaba de
palacios y de cementerios, como una locura pobretona, indeseable y sin un ápice de la elegancia
de los sueños. Las pesadillas, con su ardor agridulce de látigos y de luciérnagas, me hacían
despertar sobresaltado, y me sentaban a escribir, o me ponían de cara al cielo, esperando que se
resolvieran las flores en sus pétalos y me bañaran las felicidades imaginadas, pastiches de
películas, canciones y libros releídos hasta el cansancio sideral. Escribía, en fin, para matar la
angustia, para matizar la espera, mientras las expectativas se endurecían en esperanzas ciegas a
toda razón, y la fragilidad del vuelo me daba señales de que el concreto esperaba por mí donde ya
no esperaba nadie. Abstraído de los otros, los hermosos, las buenas personas de grandes actos y
pocas palabras, de traiciones con sentido y de verdades limpias de toda mácula; abstraído de ellos,
y de los pobres, y de las plantas y de los ríos que crecían, las especies que desaparecían y el clima
tropical que se tomaba el globo entero. Ajeno. Ajeno como los callejones del centro, desnudos,
desiertos y resecos más allá de lo concebible, realizados en el instante en el que ya no queda nadie
para verlos, nadie para transitarlos, nadie para decorarlos con la mentira ornamental de los
humanos en sus ciudades que no son suyas, en sus obras que los sobrevivirán.
Escribía para hacer a un lado la muerte, para hacer a un lado las expectativas, para
empujar la realidad descarnada que se apoderaba de todo. Podría seguir, me decía, escribiendo
hasta que se acabara la electricidad que alimenta todo este infierno de ampolletas y de teclas y de
celulares, todo este pantano de colibríes, toda esta cúpula celeste de shows de variedades y
tragedias. Pero la verdad es que nadie puede hacer algo para siempre, porque el tiempo es la
medida del deterioro de las cosas, y la desaparición del universo se materializa en nuestro
cansancio, nuestra vejez y nuestra finalización como especie respirante y anhelante y consternada,
sumida en el despecho de la negación, del resultado catastrófico de las cosas que producimos y
que terminan volviéndose contra nosotros.
Soy un disco que nadie quiere escuchar, una fuente a la que nadie arroja sus monedas. Soy
el árbol desprovisto de nidos del que las hojas caen para no tocar el suelo, el abismo al que se
adentran las cosquillas que no producen risa y los orgasmos que se llevó la pena, la rabia, el
aburrimiento, el miedo o el absurdo intestinal de las fronteras de los cuerpos, ahí donde se separa
todo lo que valió la pena y todas las lágrimas que amedrentaron las sonrisas hasta hacerlas
desaparecer, esclavizadas por los siglos de los siglos, en el vasallaje de los acontecimientos
molidos y por moler. Nadie puede definirme, porque me encerré donde nadie puede verme,
porque me evaporé confinado en las murallas del terror más absoluto, en un sentido común que
no sirve para sobrellevar la realidad que nos mastica a los perdidos, a los descontextualizados y a
los prisioneros.
Podría, me dije, seguir para siempre, donde el siempre es la medida del desfallecimiento y
escribir equivale a respirar, a morir o a enamorarse.