CAPITULO IV
“Te haré aún un ruego –dice el xenos a Teeteto– no considerarme como un parricida.”
“Qué quieres decir” –pregunta entonces Teeteto– y el extranjero responde: “Que
deberemos necesariamente, para defendernos, poner en duda la tesis (logon) de nuestro
padre Parménides y, por fuerza, establecer que no ser es, en cierto aspecto, y que el ser, a
su vez de una manera, no es”.
Si el extranjero pide no ser tomado como un parricida, entonces es que sabe que lo es. En
verdad, su ser mismo de extranjero lo convierte en una amenaza disolvente al logos
paterno, al ser nacional. Pero no resulta el mismo ataque que realiza el vengativo, como
veíamos mas arriba. En efecto, el extranjero no ataca el ser del otro, su existencia, su
singularidad, sino todo lo contrario: ataca al padre del logos , aquello que lo mantiene
unido a la masa. Se transforma así en un testimonio de la falta en el Otro sin violencia, ya
que lo hace con su propia indefensión.
El extranjero no se define por su nacimiento o su nacionalidad, sino y fundamentalmente
porque habla otra lengua, y es eso lo que lo sitúa en la máxima indefensión. No es el Otro
Absoluto, el bárbaro, ya que ha sido adoptado como huésped y como tal tiene sus
derechos y sus deberes. La indefensión que él presenta nos remite a la propia, ya que
todos somos extranjeros al mismo tiempo de la lengua y, en particular, de la llamada
lengua materna. Todos somos extranjeros con relación a lo que no podemos captar de
nosotros mismos ni del otro, de allí que el odio es primero. La xenofobia resulta, en
última instancia, el odio de sí.
En el Seminario La transferencia, Lacan habla primero de disparidad y luego decide
sobre el término imparidad de la transferencia. Impar en inglés se dice odd y se refiere
tanto a impar como a extraño. En este sentido el extranjero es un par que resulta impar.
(Veremos como podemos relacionar esta cuestión con la objeción al universal el hombre
que realizan las mujeres.) No se trata de una disparidad, de algo que podría ordenarse por
vía de la jerarquía, del ideal, sino algo relativo a la imparidad que supone ya un problema
del orden de las dimensiones. Esta observación no es banal cuando los análisis se
sostienen en el supuesto prestigio del analista, cuando se sostienen por la función del
ideal promovida en cierto lazo social, entra la disparidad. La cuestión de la disparidad
puede sostener el campo de la transferencia, pero sólo en las coordenadas que presentan
la cuestión del ideal, mientras que la imparidad libera al analista de la impostura porque
se trata de algo relativo a la posición del analista, al deseo del analista y al análisis como
discurso, como lazo social.
Así, el término imparidad nos orienta más respecto de lo que está en juego en la
topología de la transferencia, que es la topología del sujeto. Supone ubicar las cuestiones
que entendemos en topología en un más allá de la Estética Trascendental que no se
reduce a las categorías de tiempo y de espacio –tiempo de la cronología y del espacio
euclidiano en sus tres dimensiones– sino que implica problemas cruciales en el
psicoanálisis.
Todos sabemos que la traza de Kant está en el decir de Freud, desde el comienzo, vía
Brentano; de manera tal que hablar de Kant es una manera de poder trabajar, de elaborar
la transferencia misma de Freud. Si tomamos el Proyecto nos encontraremos muchas
veces con la traza de Kant. En relación al llamado complejo del prójimo, Freud hace una
diferencia entre el pensamiento reproductivo y el juicio; según la cual el pensamiento
reproductivo tiene fines prácticos (está la Crítica de la razón práctica), mientras que el
juicio no los tiene.
El problema que Kant trabaja en la tercera crítica –Crítica del juicio– hace a la cuestión
del das Ding y a la división del complejo del prójimo, siendo que la pulsión del
semejante se puede dar por el orden de la identificación de lo que es especularizable por
esa vía, mientras que el prójimo que resta de la porción incomprensible del complejo
extiende todo el problema del goce. Por eso es que cuando Lacan dice que donde hay otro
hay goce, o que el otro con minúscula es la presencia del goce, se refiere a la división de
lo que es del orden de la identificación y de lo que no lo es. Este punto se relaciona con el
tema del extranjero (que, como decíamos, no lo es por nacimiento o nacionalidad sino
porque presenta algo inasimilable, una porción refractaria a la identificación) y con lo
imposible del amor.
Cuando nos adentramos en el Seminario sobre La transferencia, observamos que Lacan
plantea dos posiciones: la del erógenos y la del enastes, en el sentido del amado y del
amante. Tanto el eromenós como el erastés son posiciones, no se trata de la persona del
eromenós y de la persona del erastés, sino que alguien puede ubicarse respecto de alguna
de esas posiciones según el discurso que lo determine y el deseo que esté allí en juego. Es
muy importante considerar que la dialéctica erastés –el deseante– y eromenós –el
deseado– encuentra su punto de toque en la cuestión del saber. Ya que el erastés no sabe
lo que desea en el deseado y eromenós no sabe por qué es deseado, es decir, dos no-
saberes que no se recubren.
La posición inaugural de Sócrates, que Lacan homologa a la cuestión del amor en el
principio para el psicoanálisis, es el rechazo de Sócrates de la posición de ser amado por
Alcibíades –la posición del eromenós– lo que lo ubica en esa posición de erastés –de
amante– a pesar del amor que Sócrates tiene por él. Es muy importante situar las
coordenadas de El banquete y la situación de tensión que existe entre Sócrates y
Alcibíades al comienzo de esa escena. Se puede considerar a nivel del problema del
amor, lo que del amor se articula respecto de la identificación y lo que del amor resta de
la identificación. Entendido esto en el plano de la relación de objeto, el amor narcisista
supone un plano de la identificación donde las cosas se suceden en la dialéctica ser
amado ser amado. La dialéctica de la relación narcisista no es amar ser amado, sino ser
amado ser amado, porque el enamorado se ama en el otro.
El amor va a desarrollarse entonces en dos dimensiones en el plano de la identificación.
Es útil para orientarnos considerar el amor en el ámbito de la identificación y el amor en
el ámbito de lo que no es la identificación, en tanto este último se ubica en relación a la
falta como vacío. Es importante diferenciar –como lo ha hecho en muchas oportunidades
Pablo Román– el vacío de la falta de la falta del vacío. Román remarca que para los
existencialistas lo que lleva a recorrer en modo infinito una angustia para nada productiva
es el vacío de la falta como el vacío de la existencia. Justamente, para el psicoanálisis la
angustia se origina en la falta del vacío, en que la falta falte, por lo que resulta muy
importante en la práctica analítica la construcción del vacío como falta.
Existe, entonces, una separación del amor a nivel de la identificación y de esa otra
dimensión donde algo resta de la identificación y crea la función del enigma. Muchas
veces el analista puede encontrarse pensando: “Se identifica conmigo en lugar de
amarme”, ya que “el amarme” supondría el sostenimiento de la función de enigma donde
se sostiene la imparidad de la transferencia. Es una operación de rechazo de la posición
del eromenós a la posición de erastés, similar a la que hace Freud con Hilda Doolittle.
Hilda Doolittle relata en su libro Tributo a Freud (lo puso Gaby, es ese?) que estando en
sesión siente un golpe en el diván que hace que aparezca sentada y recuerda el golpe de
Freud en el diván que va acompañado de la frase: “Usted cree que yo soy demasiado
viejo para amarme”. Allí nuevamente el amarme desprende la cuestión del amor del
plano de la identificación y pone en juego esa función de enigma que resta a la
identificación en el plano mismo de la transferencia.
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