AN XON EL ZOMBI
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Cachitos de mi vida
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© Ediciones DIQUESÍ© de la autora: Cecilia Alonso
Ilustraciones: Cristina de Cos-EstradaEdición: María J. GómezDiseño: Estelle Talavera
[email protected]: 978-84-945196-7-3
Depósito Legal: M-14508-2018© Todos los derechos reservados
1ª Edición: Madrid 2018Impreso en España por Estiló Estugraf S.L.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de
grabación o fotocopia, sin permiso previo del editor.
A los niños que fueronmis padres
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UNONueva ciudad, nueva vida
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Mi vida dio un giro radical cuando me convertí en
zombi. Hasta entonces había sido una maravilla:
colegio, consola y fútbol. Creo que por esa razón la
transformación fue una experiencia tan traumática.
Y eso que papá, mamá y Amaia ya la habían pasado,
y, cuando comenzó lo del babeo, mamá ya estaba
prevenida.
—Nicolás, trae las correas, que el niño se nos trans-
forma. ¡Qué ilusión!
A mí me hizo muy poca gracia, francamente. Sig-
nificaba dejar atrás a mis amigos, mi habitación, mi
parque… Porque además de lo del babeo, que no es
para dar saltos de alegría, estaban esperando a que yo
me transformase para mudarnos de Parla a Alcoben-
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das. Un sitio nuevo, donde nadie nos conociera y no
se pudiese apreciar lo que habíamos cambiado en los
últimos meses.
Primero fue mi hermana. Como tenía trece años,
mi madre atribuyó lo de los ojos rojos a que se había
enamorado de algún cantante con tupé, uno de esos
de los pósteres de su habitación. Hasta que le dio
por mordernos en cuanto nos veía por el pasillo. Eso
nos descolocó un poco. Llamaron a un psiquiatra,
que descartó cualquier cosa que se pudiese curar con
pastillas y salió corriendo más rápido que un coche de
fórmula uno. Luego, a mi hermana comenzó a caérsele
la piel a cachos. Ahí nos dimos cuenta de que no estaba
enamorada, sino que había algo más.
Todavía no entendíamos bien qué le estaba pasando
a Amaia cuando mi madre empezó a transformarse. De
la noche a la mañana comenzó a tener los mismos sín-
tomas. Después llegó el turno de mi padre. Para cuan-
do me tocó a mí, ya sabíamos cómo iba todo: primero
se te ponían los ojos rojos, luego babeabas y mordías a
todo el que pillabas y, ya, por último, volvías a ser casi
normal. Eso en el trascurso de unos días. Tras el pro-
ceso, cuando parecía que todo había acabado, te dabas
cuenta de que, en realidad, todo había empezado. Se
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iniciaba ante ti una nueva vida como muerto viviente.
Amanecías con la piel lisa como una manzana de las
verdes, pero a medida que iba avanzando el día co-
menzabas a pudrirte y a oler a pollo revenido. Y a eso
de las siete de la tarde apestabas ya a queso de cabra-
les y se te iban cayendo las partes del cuerpo a trozos.
Lo llamábamos “la hora de los cachos”. Te rascabas la
frente y se te caía la ceja; te sonabas la nariz y te que-
dabas con ella en la mano; levantabas el mando de la
tele para cambiar de canal y se te desplomaba el brazo.
Es un poco molesto, sinceramente, estar todo el rato
recogiendo el dichoso cacharro y tener que tragarte
todos los anuncios.
Por la noche no dormíamos, pero durante unas ho-
ras entrábamos en una especie de letargo y nos íbamos
regenerando: nos volvían a salir las cejas, los brazos y
lo que hubiésemos perdido a lo largo del día. Dábamos
un poco de grima, lo reconozco, ahí tirados, con los
ojos sin cerrar, en blanco. Antes de transformarme me
pasaba las noches sin dormir porque me daba miedo
que al resto de la familia le pasase algo mientras “dor-
mía”, pero nunca sucedía nada. En cuanto se desper-
taban, se les ponían los ojos en su sitio y volvían a estar
sanos, frescos y con piel de melocotón y albaricoque.
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Así que, un poco antes de que yo me transformase,
mis padres tomaron la decisión (entre ellos, claro) de
mudarnos.
Al principio, cuando nos dijeron que nos íbamos a
cambiar de casa, lo pasé fatal. Pero todavía no me había
transformado. Tengo que reconocer que los primeros
días fueron fantásticos. Papá y yo nos pasábamos el día
“echándonos una mano” y haciendo contorsionismo;
es decir, poniéndonos las extremidades donde nos
apetecía. Era muy divertido. A veces jugábamos a Mr.
Potato. En realidad, eran todo ventajas. Menos tiempo
sin dormir equivale a más tiempo con la consola. No
se me ocurrió pensar cómo iba a afectarme el tema
con mis amigos hasta el día que dejaron de llamarme
para bajar al parque. Después me enteré por uno de
ellos que les daba vergüenza ir conmigo porque olía un
poco a carne pasada. Hasta a Santi le daba vergüenza,
y eso que sus zapatillas de deporte olían a coliflor con
bechamel y huevo podrido.
A Amaia, mi hermana, le daba igual lo de mar-
charse a Alcobendas. Estaba enfurruñada desde la
mutación. Poco después de transformarse, le había
pasado un poco lo que a mí y había dejado de salir
con sus amigas. Y llevaba muy mal lo del olor a ca-
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brales. Estaba muy rara. Quiero decir, más que de
costumbre.
Aun así, me resistía a lo de mudarnos a una ciudad
nueva. Entendía por qué lo querían hacer mis padres:
en otra ciudad nadie notaría lo que habíamos cambia-
do porque no nos habían conocido antes. Sin embar-
go, abandonar mi cuarto, la casa donde había crecido,
mi colegio… Era muy duro. También dejaba atrás a mi
abuela, por ejemplo, a la que adoraba. Siempre traía
en el bolso cromos para mí o revistas para mi hermana.
Además, pese a las quejas de mi madre, se ponía el de-
lantal y nos preparaba a Amaia y a mí croquetas o tor-
tilla de patatas o bizcochos. Nunca, nunca, nunca, la
había visto cocinar brócoli. Así de guay era mi abuela.
Aunque estaba bastante bien de salud ya era muy
mayor, y a mi madre le daba miedo que algún día se nos
cayese un trozo de cuerpo delante de ella y le diese un
ataque al corazón. Al final no nos quedó más remedio
que irnos. Nuestros vecinos empezaban a hablar.
Habíamos cometido ciertas imprudencias. Bueno, yo
no, pero mi padre, cuando todavía no controlábamos
lo de “la hora de los cachos”, se bajaba a ver el fútbol al
bar y se olvidaba de lo de la piel. Y no veas, salía del bar
y parecía una alcachofa de ducha boca arriba; vamos,
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que le salía todo lo que había tomado por los agujeros
que se le habían formado en la piel. Y, pues eso, que la
gente de Parla comenzó a murmurar.
Y luego estaba lo del perro. Resulta que el perro de la
vecina, cada vez que nos veía, se lanzaba hacia nosotros
e intentaba mordernos. Y se pasaba toda la noche
ladrando. Después nos dimos cuenta de que a todos los
perros les sucedía lo mismo. No acabo de entender si el
olor a coliflor les gusta, y por eso quieren mordernos,
o lo odian, y por eso quieren mordernos. El caso es
que desde entonces no puedo ni ver a los perros.
Total, que mi madre buscó un piso en Alcobendas.
Al otro lado del mundo, donde nadie nos conociese.
Nos mudamos a finales de agosto. En septiembre
comenzábamos en el cole nuevo, por lo que mi madre
pensó que convendría instalarnos en la nueva casa dos
semanas antes, para ir acostumbrándonos.
No me acuerdo mucho de la mudanza. Solo que la
hacíamos por la mañana. Como podréis imaginar, re-
sulta un poco difícil cargar con una bolsa cuando se
te caen los brazos a cada momento. Me permitieron
quedarme con la habitación más amplia, para com-
pensarme, digo yo, por haber dejado todo atrás. Pen-
saba en mis amigos, pero si me entraba nostalgia me
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obligaba a recordar que habían sido unos viles traido-
res y que me habían apartado solo por oler un poqui-
llo mal, casi nada.
Recuerdo haber mirado por la ventana la primera
noche que pasamos en el piso nuevo. Solo se veía un
descampado triste y solitario, como yo, con un cartel
en el que ponía: “Alcobendas, un sol de ciudad”.
Los primeros días los pasé encerrado en el piso nue-
vo, oscuro y fresco. Mi madre lo había elegido por-
que creía que nos podía ayudar a retrasar “la hora de
los cachos”. Al principio nos portamos muy bien. Yo
saqué mis libros, mis juegos y juguetes de cuando era
pequeño de las cajas y bolsas y los coloqué y recoloqué
hasta que estuvieron a mi gusto. Después vi Transformers
tres veces. Molesté un poco a Amaia y, ya, por último,
mamá me echó a la calle. Le estaba empezando a poner
nerviosa que jugase con el balón dentro de casa. Era
un miércoles a mediodía, así que comencé a dar vuel-
tas por el barrio, para conocerlo un poco. Había una
frutería, una farmacia y, por suerte, a menos de dos
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calles de mi casa, una tienda de cómics. No todo estaba
perdido. Después del paseo me senté en el banco de un
parque grande, que tenía una zona para niños peque-
ños y estaba enmarcado por unos árboles altos y fron-
dosos. Allí, en aquel banco, la ciudad quedaba lejos;
como si me encontrara en medio del campo.
Llevaba un rato dibujando mi nombre en la arena
con el pie cuando apareció un grupo de cuatro chicos
de mi edad. Uno sujetaba un balón. Se quedaron
mirándome pasmados. Al principio pensé que podían
percibir mi olor desde allí, pero enseguida me di
cuenta de que les estorbaba. Querían ese banco para
utilizarlo de portería y no sabían cómo decirme que
me fuese. Me levanté decidido a marcharme cuando
uno de ellos, alto, espigado y un pelín encorvado hacia
delante, como un saltamontes de pie, me dijo:
—Necesitamos un portero. ¿Te apuntas?
Yo odio ser portero, pero cuando eres el último en
llegar es lo que toca.
—De acuerdo, ¿con quién voy?
Aquella tarde regresé a casa contento. Les conté a mis
padres que había hecho nuevos amigos y se alegraron
bastante. Además, iban al colegio en el que nos habíamos
matriculado Amaia y yo. Uno de esos con uniforme y
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del que sales ya para ir a la universidad. Mis padres me
dijeron que podía bajar al parque siempre que quisiese.
Solo hicieron hincapié en que tenía que volver a casa
como muy tarde a las seis, antes de que empezase a
descomponerme, o nos descubrirían.
Fui a la habitación de Amaia a contárselo, pero en
cuanto se lo dije me cerró la puerta en las narices. No
sabía si enfadarme con ella por lo de los portazos en la
cara, pero es que en el fondo la entendía. Le daba mie-
do que le volviese a pasar lo de las babas delante de la
gente. A mí me ocurría lo mismo. Vamos, que si disi-
mulaba no era solo por miedo a que nos descubriesen.
Aunque lo de Amaia iba un poquito más allá: se pasaba
las horas muertas en el baño, mirándose en el espejo
y controlando con un reloj cómo tenía el cutis a cada
rato. Un día fui a lavarme los dientes y me la encontré
allí metida. Estaba un poco triste.
—¿Quién me va a querer así?
“Yo te quiero”, iba a decirle, pero temí un portazo y
que me dejase sin pasta de dientes, así que me marché a
mi habitación pensando en sus palabras.
En aquel momento todo parecía indicar que yo, por
lo menos, volvería a tener amigos. Bajé al parque la
tarde siguiente, y la de después. El chico alto se llamaba
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Rober. Era bastante majo, aunque un poco tontón. A
veces hacía bromas que parecían de niño pequeño, como
fingir que se sacaba mocos y me los tiraba. Muy payaso,
de verdad, pero era el que mejor me caía del grupo.
A los pocos días de jugar al fútbol con ellos, el resto
de los chicos empezó a quejarse de que en aquel par-
que olía como a cloaca. Yo, como podrás imaginar,
mientras lo decían me quedé mirando fijamente uno
de los árboles, como si la cosa no fuese conmigo. Ro-
ber, en cambio, no dijo nada, ni se quejó en ningún
momento. Creo que es un poco corto de olfato; como
si fuese sordo o ciego, pero de nariz. Vamos, que le
puedes poner un huevo podrido bajo las napias y a él le
seguirá pareciendo que huele a flores silvestres. Pasa-
ron unos cuantos días más, los chicos dejaron de venir
uno a uno, y el único que seguía bajando a darle al ba-
lón conmigo era Rober.
A la semana de conocernos me invitó a su casa a
jugar a la consola. Ya llevábamos un buen rato en el
parque, debían de ser las cinco. En teoría tenía que
estar volviendo a casa, pero él me había hablado de
un videojuego en el que aparecía un monstruo que
daba la impresión de que se salía de la pantalla, de lo
brutales que eran los gráficos, y cedí a la tentación.
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Me olí un poco por encima y pensé que tampoco
me podía pudrir tanto en una hora, y le dije que sí.
Estuve pensando en avisar a mis padres, pero si les
llamaba me iban a decir que fuese corriendo a casa.
Puse el móvil en silencio y eché a andar con Rober.
Me contó que era hijo único y que sus padres le de-
jaban llevar a quien quisiera. Luego se puso a hacer el
ganso de nuevo y, para distraernos mientras avanzá-
bamos por las calles, se inventó un juego de los suyos,
muy tonto. Él decía una palabra y yo tenía que cam-
biarle todas las vocales por “o”.
—Pelota —decía él.
—Poloto —respondía yo.
—Tanto.
—Tonto.
—Bebo.
—Bobo.
Hubo un momento en que a Rober se le salieron los
mocos de la risa. A mí me había contagiado. Era una
tontería de juego, pero no podía parar de reírme.
Cuando llegamos a su casa, su madre salió a recibir-
nos. Era una señora alta y espigada, como Rober pero
con rulos. Me miró de arriba abajo y nos mandó qui-
tar los zapatos porque decía que acababa de fregar y los
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llevábamos con kilos de barro. Nos dio unas pantuflas
que hacían que, en lugar de caminar, patinases.
Rober se puso muy serio mientras me presentó a
su madre, y yo le imité, pero cuando entramos en su
cuarto seguimos jugando al juego de la “o” y riéndonos
como dos tontos. Él estaba tirado en la cama y yo,
mientras, daba vueltas por su cuarto. Tenía miles de
cosas: unos robots muy chulos que se desmontaban
enteros, una nave espacial enorme y varios juegos de
mesa, pero estaba todo tan colocado que me daba
miedo tocar nada.
Su madre entraba de vez en cuando y me preguntaba
cosas como dónde vivía o a qué colegio iba. Al prin-
cipio le respondíamos con todas las vocales de la frase
cambiadas a “o” como:
—Voy o or ol mosmo cologoo quo so hojo.
Hasta que la madre de Rober perdió la paciencia y le
dijo a su hijo que si no empezábamos a comportarnos
le iba a castigar toda la semana sin balón, cosa que no
nos podíamos permitir, porque el mío no era de re-
glamento y estaba un poco deshinchado. Así que nos
callamos, pero la madre de Rober siguió preguntándo-
me cosas, como que en qué trabajaba mi madre, que si
sacaba buenas notas, esto, lo otro…
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Con tanta pregunta me dio por pensar que sospe-
chaba algo, pero fui al baño un par de veces a ver si se
me había movido alguna extremidad. No, todo estaba
en su sitio, así que a saber por qué me interrogaba.
Estuvimos jugando un buen rato con la consola,
riéndonos sin parar. No recordaba la última vez que
había jugado con alguien. Cuando me quise dar cuenta
eran las ocho, ¡las ocho! Era extraño que todas las
partes de mi cuerpo siguiesen en su sitio.
Me iba a ir corriendo, pero la madre de Rober me
invitó a cenar. Le dije que mis padres me habían puesto
hora y que tenía que estar en casa a las nueve, pero la
estratagema me salió fatal, porque la buena señora, a
gritos, me dijo que en su casa se cenaba a las ocho en
punto, así que no había problema.
Total, que allí estaba yo, que ni comía ni bebía desde
la transformación, sentado frente a Rober mientras
su madre nos servía una sopa amarillenta de cocido y
continuaba preguntándome cosas:
—¿Y tu padre en qué trabaja?
—Es carnicero —le contestaba.
La madre de Rober se giró para buscar la sal de la
repisa y me dio sin querer con el codo en la cabeza
mientras yo removía los fideos. Y entonces se me
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cayó un ojo en el caldo. ¡Un ojo! Yo no sabía dónde
meterme.
Miré rápidamente a la madre de Rober, aunque la
veía algo borrosa. Menos mal que estaba de espaldas
a mí buscando algo en un cajón. Después me volví
para mirar a Rober, que me observaba con la boca
completamente abierta y los ojos como platos. Parecía
un besugo de los de la pescadería.
La madre de Rober se giró, pero yo me las arreglé
para quedarme de lado y que solo me viese la parte de
la cara que todavía tenía ojo. Entonces miró la sopa.
—Ha caído un ajo en tu sopa —me dijo señalando mi
ojo, que flotaba en la sopa, medio hundido, como si
fuese un iceberg.
—Es un ojo —dije yo avergonzado.
No sabía qué hacer, me habían descubierto. ¿Qué
harían conmigo?
—Ya basta de juegos, os he dicho ya que paréis con
el dichoso jueguecito de la “o”. Venga, quita el ajo si
quieres. Acabaos la cena que tengo que recoger antes
de que llegue tu padre y dejad de marearme, por favor,
que tengo mucho que hacer.
Y tras decir esto se marchó a toda prisa, con la sopera
en las manos.
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Rober no se había movido ni un milímetro. Seguía
con su cara de pez. No reaccionaba.
Yo saqué mi globo ocular de la sopa, lo enjuagué en
el vaso de agua y me lo volví a poner en el agujero.
—Lo siento mucho, Rober.
Él no respondió, y yo me fui a casa corriendo. No
podía arriesgarme a que se me cayese nada más.
Cuando llegué, mis padres y Amaia estaban sentados
en el salón. Parecían preocupados.
—¿Dónde has estado? —gritó mi padre, descom-
puesto—. Pensábamos que te había sucedido algo. Ya
nos imaginábamos que te habías derretido en el par-
que.
—No, papá. Estoy bien, pero creo que vamos a tener
que mudarnos de nuevo.
Les expliqué la situación, les pedí perdón. Comenté
que debíamos irnos a Francia o a Marruecos y que
podíamos mudarnos todas las veces que quisiésemos.
—¿Qué me decís de un sitio con playa? —pregunté
mirando a Amaia, para ponerla de mi parte.
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Pero ella, para variar, se fue del salón y se metió en
su habitación dando un portazo.
—Vamos a pensar las cosas con calma —dijo mamá—.
Lo mejor será esperar a ver qué pasa. De momento
estás castigado sin salir de casa hasta que comience el
colegio.
Después de lo que me había sucedido, aquello no era
un castigo, era una bendición.
Me fui a mi cuarto, me tiré en la cama y me pasé así
tres días seguidos. Estaba hecho polvo, no solo porque
había puesto en peligro a toda mi familia y tendríamos
que mudarnos otra vez, sino también porque había
perdido al único amigo que tenía en esa ciudad.
Transcurrieron los días y no pasó nada de nada. Ni
vino la policía, ni Rober, ni nadie curioseando.
Mi madre nos llevó al colegio el primer día del curso.
Estábamos más que nerviosos. Si los zombis sudasen,
habríamos sudado. Sé que Amaia, aunque se hacía la
dura, también estaba inquieta, porque en lugar de
ponerse borde se quedó conmigo en secretaría hasta
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que sonó la campana. Después, una señora muy amable
nos llevó a cada uno a su clase.
Al ser tan alto, fue al primero que vi al entrar. Me
miraba desde la última fila de clase mientras la profe-
sora me preguntaba mi nombre y lo apuntaba en un
papel. Mis compañeros me miraban con curiosidad.
Estaba seguro de que Rober les habría contado algo y
estuve a puntito de salir corriendo. La profesora me
mandó sentarme. El único sitio que quedaba libre era
al lado de Rober. Tragué saliva y me senté.
—Psss.
Rober intentaba que le mirase, pero yo seguía con la
vista al frente y hacía como que no le oía.
—Psss. Antxón, mírame.
Esto lo dijo tan alto, que no me quedó otra que girar
la cara hacia él. Me pasaba un papelito.
Lo abrí esperando cualquier cosa. Ponía:
No veas cómo me moló el truco del ojo. Me flipó. ¿Me enseñarás a hacerlo? Solo a mí, ¿vale? Que estos no se enteren.
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Le miré y le sonreí, y él empezó a poner caras de loco
y a imitar a la profesora.
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