5 Minutos antes de Morir Josi Grinboju
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Para vos que tanto la quisiste
leer, y al final no la leíste
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5 Ahora que quedan solamente cinco minutos no
me parece poco. Hace media hora, cuando se
dictaminó mi destino mortal, todo me avasallaba. El
tiempo me comía las células una a una y me iba
dejando cada vez más flaco y transparente; el tiempo
me comía el tiempo y se me escabullía por entre los
dedos. Me encontraba a mí mismo diciendo “¡no, no
no!” en voz alta, casi gritando, como apelando a quien
maneja el reloj del universo. Perdía el tiempo
pensando en el tiempo.
Ahora quedan solamente cinco minutos y me
parece una eternidad. Tengo tiempo para todo. Se me
hace de chicle y cada segundo dura un siglo. Las
agujas del reloj enorme que tengo frente a mí se
mueven tan despacio que pienso que no lo hacen.
Hasta que un segundo obliga a la larga y fina aguja
roja del segundero a moverse, las telas de araña se
acumulan alrededor y parecen ser ellas las
responsables de la demora exagerada.
Hasta me doy el lujo de pensar en el reloj
mientras pasan los segundos delante de mí, desfilando
en su última pasada antes de morir en ese balde
infinito de tiempos pasados, luego de haber cruzado
ese finito y breve escenario para el que fueron creados
llamado presente.
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En cinco minutos podría caber una vida entera.
Nacimiento, infancia, adolescencia, juventud, adultez,
vejez, y por fin el descanso final. Podría dividir estos
últimos cinco minutos en tiempos proporcionales a los
que vive una persona de… digamos… unos ochenta
años, y vivir en cada porción, todo lo importante.
Seguro perdí mucho tiempo en lo que llevo vivido.
Mal utilicé muchas horas de mi vida, dormí de más,
me equivoqué, re hice cosas mil veces hasta que me
salieron bien… Si tuviese que rescatar lo
verdaderamente importante, quizás cupiese en cinco
escasos pero jugosos y vivenciales minutos. Seguro
que sí. Así que a no llorar. Cinco minutos me quedan y
puedo disfrutarlos a lo grande.
Entonces aparece ese avión. No. Antes aparecen
los pasajes sobre la mesa. Y un poco antes aparece la
escena de la llamada telefónica en la que me
comunicaban que había ganado el viaje a California.
Todo llega en el orden correcto, pero en el momento
de registrar su paso por mi cabeza una vez más,
mientras miro el enorme y blanco reloj analógico a
pilas, no alcanzo a registrar todo a la vez y es como si
hubiese visto primero el avión y luego los pasajes —el
de ida y el de vuelta— descansando sobre la mesa, al
lado de esa banana a medio comer. No. Pero eso vino
primero. Sin dudas. Sería imposible que hubiese
tomado el avión sin esa banana ni los pasajes.
La llamada telefónica que parecía una cargada
—pero que se confirmó como real cuando vino esa
limusina a buscarme al día siguiente para llevarme a la
entrega de premios— fue sucedida por un festejo
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moderado, por miedo a hacer el ridículo y hasta a estar
siendo filmado con una cámara oculta que se burlaría
de mí durante años. Y fue precedida por el e-mail que
mandé con la respuesta correcta a la empresa de tablas
de surf “Neotactics”. No me había costado más que
treinta minutos que de todas maneras tenía repletos de
ocio y sin planes de nada. Navegué por internet —y
ahora que lo pienso, el rubro acuático tenía mucho que
ver; la palabra navegar para conseguir la respuesta
calza perfectamente—; me comí mucha información
inútil y finalmente lo encontré. Lo habían pensado
bien. No era uno de esos concursos estúpidos en los
cuales esperan cuatro mil respuestas correctas para
efectuar entre ellas un sorteo que le dé el premio a
cualquier pelotudo con suerte. No. Habían pensado
una pregunta que googleando no se podía encontrar, y
los que se tomasen la molestia de bucear la respuesta
correcta —acá el término bucear pega mucho mejor
por la dificultad del hallazgo y lo profundo que hubo
que buscar—, supongamos unos doscientos, al menos
mereciesen un premio por su esfuerzo. Aunque en mi
caso fue de sólo treinta minutos. Treinta minutos que
me hicieron acreedor de un pasaje a California ida y
vuelta, y a la vez me obligaba a ser protagonista de un
evento festivo lleno de chicas enceradas en la cola y
con minúsculas bikinis que se sacarían fotos conmigo
—seguramente obligadas por contrato— y gente que
me felicitaría suponiendo que yo era feliz no tanto por
el pasaje sino por el derecho a utilizar, recibir, exigir y
disfrutar de los productos de una de las marcas más
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importantes del mundo en el tema del surf que hacía su
aparición por primera vez en Argentina.
Jamás se imaginaron que mi interés era tan nulo
como la posibilidad de que reclamase algún tipo de
producto para uso personal. Claro que aparecieron
amigos sugiriéndome que pidiese de todo para luego
venderlo al mejor postor y salir forrado. No era mala
idea pero me imaginaba que tontos no eran los de
Neotactics, si es que era de verdad la empresa número
uno en su rubro. Tan caídos del catre no podían ser.
Aunque hay que tener en cuenta que la mente criminal
que tenemos en Argentina (y especialmente en Buenos
Aires) no la tiene cualquiera. Quizás su inocencia los
iba a llevar a cuestionarse un segundo concurso en el
futuro.
En determinado momento le di una especie de
giro místico al asunto y pensé que era una señal del
destino para que tome un rumbo diferente en la vida.
Si me hacía acreedor de artículos de uso acuático y no
vivía cerca de ningún mar, era evidente que el destino
me estaba diciendo que me tenía que mudar a otro
lugar, acorde a la tabla de surf o lo que fuese que me
iban a regalar. Lo pensé seriamente. Llegué a
cuestionarme mi propia vida y el sentido de lo que
hacía día a día. Estuve a punto de empezar a moverme
por el asunto hasta que vino Fernando y me dijo lo que
valían las porquerías esas de Neotactics. Pensé en
tener ese fajo de dólares en la mano en lugar de un
snorkel, y mandé el proyecto-destino al mismísimo
demonio.
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El viaje parecía que iba en serio. Y lo cierto es
que había tenido que renovar el pasaporte. Se me había
vencido sin ningún sello que lo desvirgase. Ridículo.
Lo saqué comiéndome una cuadra y media de cola una
mañana de las vacaciones de invierno cinco años atrás
pensando que lo iba a necesitar para viajar a Brasil con
los chicos de la bailanta. Nadie se molestó en
comentarme que alcanzaba con la cédula de identidad
por tratarse de un país limítrofe. Me tiré el lance de
pedirles que me paguen la renovación, pero los
Neozelandeses de Neotactics fueron diplomáticos y
delicados al decirme que no disponían de efectivo para
los premios.
Y vuelvo a pensar en el avión. El fastidio de
tener que viajar con una estúpida tabla de surf que
valía tanto como el auto de mi hermano pero no tenía
siquiera una rueda. Tabla que podrían haberme
entregado en California para al menos evitarme el
viaje de ida. O inclusive, recién ahora lo pienso,
podrían habérmela entregado en Argentina, todo lindo,
dejarla en casa y que me prestasen una tabla de ellos
en California, qué tanto lío. Un engorro total fue viajar
con esa tabla. Dos taxis que llamé para ir a Ezeiza me
dejaron de a pie en la puerta de casa porque ni en pedo
empezaban a atarla en el portaequipajes. Menos mal
que Carchi me arrimó con la camioneta de la madre,
que ese día había terminado temprano el reparto de
esos floreros diabólicos que hace en cerámica. Y la
tabla de surf, para colmo, nunca tocaría el agua de las
costas Californianas. En ese momento no lo sabía.
Puteaba por la incomodidad de llevarla y por las pocas
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ganas que tenía de someterme a esa parte del premio
que me esperaba al otro lado de ese largo viaje: cuatro
clases en cuatro días con Marco Lonegan, el mejor
profesor de surf del mundo. Así sin vueltas. Y no era
muy cortés de mi parte después de todo lo que me
atendieron, que les dijese que el deporte de la tablita
sobre las olas no me interesaba mucho y que
solamente me entusiasmaba la idea de salir por
primera vez del país, y mucho más, gratis.
El viaje a California tuvo una escala que mi
escaso y sudamericano inglés no fue suficiente para
identificar. Ni siquiera sé si fue en Centroamérica o ya
en territorio yanqui o incluso mexicano. Ni idea. Las
dos veces que anunciaron el clásico “Welcome to…”
me pareció escuchar algo así como Dunster pero nada
más. Ni googleando en un cibercafé lo pude encontrar.
Y eso que googleando —a las pruebas me remito—
soy bueno.
Finalmente estaba en territorio norteamericano.
La gente me saludaba todo el tiempo a mi paso y por
un momento llegué a pensar que los de Neotactics eran
realmente más conocidos que las zapatillas Nike.
Luego me di cuenta de que el fenómeno de saludos a
desconocidos es una cuestión norteamericana
endémica. ¿Auiuduin? ¿auiuduin ser? A los primeros
dos les pregunté dos veces a cada uno “¿qué?” hasta
que me dijo —el segundo; el primero ni se detuvo—
que me estaba preguntando cómo estaba. Le pregunté
si me conocía de algún lado y no entendí un carajo lo
que me contestó. Y andá a saber si me entendió lo que
yo le dije, ahora que lo pienso. Después me fui dando
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cuenta solo de que era un cabeceo simpático. A mí me
parece fuera de lugar de una. Quizás se hacen los
amigotes para que no los afanes. No sé. No me cayó
bien esa falsa amistad. Si cuando quieren, al fin de
cuentas, los yanquis te cagan a bombazos, ¿no?
Entonces que no se hagan los buenitos y educados
porque a Irak no les dijeron “auiuduin” antes de
tirarles el arsenal encima.
Para hacerme sentir más agasajado se tomaron la
enorme molestia de irme a buscar con otra limusina. El
chofer (que era naturalmente negro), me estaba
esperando como en todas las películas que vi en mi
vida, portando un cartel hecho en computadora —nada
de marcador a mano, apurado— lleno de logotipos de
la empresa y dibujitos de boludeces. Claro…también
estaba mi nombre ahí en el medio: Gabriel Tapia.
Le hice un gesto y el chofer, ¡que hasta tenía una
gorra!, juro por mi madre que hizo una reverencia. No
se arrodilló, no exageremos, pero hizo una reverencia
como si estuviese por empezar un combate de artes
marciales. Obvio que con una sonrisa. Y me dirigió
con gestos hasta un interminable coche blanco. No
recuerdo bien ahora con todos estos nervios cómo se
las arregló para ir caminando todo el tiempo detrás de
mí y a la vez guiarme hasta la limusina, pero lo logró.
Yo miraba a ambos costados todo el tiempo para ver
las caras de las personas que nos veían pasar. Quería
ver si pensaban que era un tipo importante o algo así.
Un poco de vergüenza me daba, pero a la vez me decía
por dentro “disfrutalo, boludo; esta anécdota la vas a
contar mil quinientas veces cuando vuelvas”. Y no…
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parece que no la voy a contar nunca. No creo que
nadie vaya a enterarse de esa limusina, del negro que
me cortejaba ni de siquiera quién carajo fue el
responsable de que llegue a este punto, a un toque de
morir.
Me habían prometido que mi estadía no iba a
tener ningún gasto y lo cumplieron. En el tiempo que
duró, me pagaron todas las comidas. También todos
los tragos que quise en el hotel, el servicio de
lavandería que usé solamente para esa camisa que me
manché con kétchup, y ya no sé qué más. Yo con mi
mente de argentino me la pasaba pensando que en
cualquier momento me iban a cagar. Estaba esperando,
casi deseando, encontrar una falla en todo este
pseudosueño americano. Hubiese bastado que me
hagan pagar por la propina del botones del hotel para
que saltase diciendo “¡tramposos!” pero hasta de eso
se encargó el chofer de Neotactics.
Y en una sola cosa me cagaron. Técnicamente
no me cagaron porque en realidad nunca me
prometieron lo contrario. Pero me cagaron. Y vaya si
me cagaron. En el papel que firmé no decía nada sobre
eso; como siempre: el problema no es lo que está
escrito sino lo que no está escrito. A mí no se me cruzó
por la cabeza preguntarlo. Es más: yo estaba tan feliz
por haberme ganado el pasaje que ni se me había
ocurrido que me iban a pagar todo lo demás. Pero una
vez que me enteré de lo bien agasajado que iba a
terminar estando, no pude creer cuando de repente, dos
horas después de haber entrado a la pieza del hotel y
de haber abierto todos los frasquitos del baño y de
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haber probado la primera cerveza con marca
desconocida del frigobar, después de haberme duchado
y vestido la bata de toalla color beige más suave que
un conejito de granja, golpeó la puerta el chofer de la
limusina. Al abrir esperaba una hawaiana en bikini con
guirnaldas, como mínimo. A esa altura ya estaba para
el cachetazo. Sin embargo apareció el de la gorrita
(que la tenía prolijamente guardada debajo de la axila
izquierda, por respeto, intuyo) y me dijo —en un
inglés bastante flojo— que traía a alguien. ¿Alguien?
Pensé rápido y mal. Me imaginé en una fracción de
segundo que era uno de esos programas que te traen
sin avisarte a un amigo de la infancia para que pase las
vacaciones con vos o algo así. Después alcancé a
imaginarme que era una forma en clave de decirme
que me traían una loca para que se enfieste conmigo
non stop. Todo eso y creo que algo más llegué a
imaginarme (¡vaya si será veloz como la luz, o más, el
pensamiento humano!) hasta que apareció un negro
con boina violeta, con sombra de bigotes descuidados
y ojos blancos como la leche; una tabla de surf
asomaba por detrás en ese carrito de metal dorado que
usan en los hoteles para transportar el equipaje de los
huéspedes y eso ya me fue anunciando lo que se venía.
En esa mitad de fracción de segundo pensé que había
un error y que yo no había ganado y que tenía que
devolver la tabla, la bata, pagar la cerveza y hacer la
cama retirándome en silencio sin hacer escándalo,
como decía Homero Simpson.
El negro era el ganador del concurso de
Neotactics de República Dominicana. Y había
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contestado —luego me iba a enterar— una pregunta
mucho más fácil. En su país habían respondido
correctamente dos mil cuatrocientas personas. El
sorteo dijo a viva voz que Guarnel Hristo Bolivaris,
hijo de búlgaros y de senegaleses, se iba a California a
surfear. El sorteo dijo un montón de cosas más, al
igual que el mío, pero Guarnel no estaba sorprendido
en lo más mínimo de tener que compartir la habitación
conmigo. Parece que sus padres eran un poco
desconfiados e hicieron muchas más preguntas que yo.
Sabían que en el hotel iban a haber catorce
habitaciones con veintiocho ganadores reservadas para
Neotactics. Sabían que si había mujeres entre los
agraciados, dormirían entre ellas sin mezclar sexos en
las habitaciones —desde lo formal, porque luego
habría un par de traspasos no tan formales por las
noches—. Sabían que su hijo iba a dormir con el
representante de Argentina. Lo único que les faltaba
saber era cuanto calzaba, porque hasta mi nombre
habían averiguado. A tal punto que Guarnel había
traído una cadenita con una medallita con mis iniciales
hecha en un tipo de metal que no se oxidaba. Bueno…
a decir verdad no se oxidó hasta ahora. Y si en los
cuatro minutos y pico que quedan no se oxida,
entonces no me iré a la tumba con la sensación de
haber sido engañado.
Qué fea situación. Si hubiese sabido de entrada
lo de la habitación compartida no me habría fastidiado
en absoluto. Pero ya me había hecho la idea de tener la
suite para mí sólo. Ahora me viene a la mente el
verano que me fui sin un mango a San Clemente y
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compartí la habitación del hotel —si a ese sucucho se
lo puede llamar hotel— con otros dos vagos. Gracias a
que uno de ellos trabajaba de noche y llegaba para
dormir a las nueve de la mañana podíamos tener un
poco de lugar. Ni me quiero imaginar el cruel sorteo
que hubiésemos tenido que hacer de haber necesitado
tres lugares para dormir a la vez, siendo que había una
matrimonial y una simple al lado. Ninguno habría
aceptado dormir con otro en la cama grande y
seguramente habríamos preferido, los tres, dormir en
el piso antes de pasar una experiencia de dudosa
hombría.
Y ahí estaba entrando a la habitación el buenazo
de Guarnel, intentando pegarme el abrazo de su vida, y
escabulléndome yo, que debajo de la bata estaba como
Dios me trajo al mundo. Esa sonrisa inocente y
honesta no me la voy a olvidar nunca. Ni siquiera en
este momento dejo de desperdiciar mis preciosos tres o
cuatro segundos en volver a dibujarla en “mis otros
dos ojos” (como llamaba a la imaginación cuando era
chico), porque esa impresión de tipo bueno, de barrio,
familiero y simpaticón me terminó hundiendo. En ese
momento se pasaron mil cosas por mi cabeza, desde
que podía ser un gordito buena onda hasta que me iba
a quemar el cerebro escuchando reggae en la
habitación. Ahora pienso que quizás hasta esa sonrisa
bonachona era parte de su plan maestro. Lo que no me
puedo imaginar era si el gordo pensó en todo lo que
podía salir mal. Todo lo que podía ocurrir si algo salía
mal, incluyendo que a mí me tengan acá, contando los
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minutos antes de morir. Me imaginé mil cosas apenas
lo vi, y todos los escenarios iban a ser erróneos.
El morocho tenía menos pinta de surfer que yo.
Portaba una panza importante y unas piernas que
habían corrido por última vez hace ya bastante. Me
imaginé que, como yo, venía de paseo y nada más. Y
me dije que en estos casos siempre pasa lo mismo: uno
toma distancia del otro que tiene al lado, por no
parecer intrusivo, por no clavarse conociendo a
alguien que a la postre resulta ser un plomazo, o no
poder sacárselo de encima si pinta algo mejor (como
podría ser una de esas minitas en shortcito de jean y
bikini en la parte de arriba que se la pasan patinando
en todas las series y películas yanquis filmadas en
California). Pero al final resulta que los últimos dos
días uno se rinde y empieza a hablar, pega buena onda
y se termina lamentando no haber empezado a hablar
antes con él. Entonces tomé aire profundamente, lo
miré con mi mejor buena voluntad, y le dije te ayudo,
sacándole de las manos una valija roja y negra a
cuadros escoceses, que parecía haber estado fabricada
con unas bermudas en desuso. Cuando me dijo gracias
me di cuenta de que no era poca cosa que hablase
castellano. Podrían haberme puesto en la habitación
con un austríaco y ahí te quiero ver. Guarnel hablaba
con un tono centroamericano tipo Gloria Estefan y de
cada diez palabras había una que no entendía. Chopos,
Recoso, Palate. Por el contexto entendía la idea, pero a
veces me resultaba extraño que si sacaba esas palabras
de la oración, no parecía faltar nada. Entonces, ¿para
qué las decía? ¿serán como el “tipo que…” argentino?
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¿como el “nada” que aparece en toda frase sin querer
aportar a lo que uno dice? Con todo, la comunicación
era fácil y entretenida. El me preguntaba de vez en
cuando qué quería decir alguna de las palabras que yo
usaba, como kilombo, bardo, o el uso de “es un
pancho”, que utilicé refiriéndome a un viejo amigo en
una anécdota que le conté. Ahí me di cuenta de cuan
rico, o cuando diversificado se encuentra el castellano.
El mundo podrá estar globalizado y todos saben a la
vez quien es el coreano de Gangam Style, pero hay
cosas que escapan a la globalización y cada país,
aunque sea vecino, tiene su propio diccionario. Y ni
hablar del “vos” en lugar del “tú”, cosa distintiva
perteneciente únicamente a los argentinos entre todos
los países de habla hispana. Guarnel no podía
explicarse cómo alguien se había sentado a conjugar el
“vos” de manera diferente al “tú” en todos los tiempos
verbales existentes. Tú tienes; Vos tenés. Tú cuentas;
Vos contás. ¿Quién fue el loco que inventó eso y
decidió que no alcanza con cambiar la palabra Tú por
Vos sino que también se conjuga diferente? Una
demencia gramatical, un proyecto faraónico que al
final terminó definiendo como delirio de grandeza de
los argentinos.
A diferencia de lo que hice yo con mi ropa
(expandirla por todos los cajones y estantes del placard
de la pieza, Guarnel no sacó nada de la valija. Lo
atribuí a su timidez. O a que se dio cuenta de que yo
había copado todo al no saber que iba a venir alguien
más. Y en definitiva mejor que fue así. Ya bastante
tenía con compartir la habitación como para tener que
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ver sus enormes calzoncillos. Y digo enormes por la
suposición del tamaño, de acuerdo al contorno. Peor
hubiese sido equivocarme y descubrir que usaba slips
tipo tanga. Un horror. En ese momento me pregunté si
un amor verdadero y pasional, humano y
desprejuiciado podría emparejar a un tipo tan gordo
con una mujer exageradamente flaca. Uno por la calle
ve a veces ese tipo de parejas desparejas y piensa mal:
seguro que el chabón está podrido en plata, o que ella
quedó embarazada, o algo así. Remotamente uno se
imagina un amor rompedor de prejuicios. Entonces
surge la triste limitación de pensar que un gordo así
encuentre pareja únicamente en bares para gordos, o
en negocios de ropa talles XXXL y similares. Me digo
que soy un hijo de puta al pensarlo pero en definitiva,
todos más o menos hacen lo mismo. Los bolivianos en
argentina se casan entre ellos. Los ricos se casan entre
ellos. Buscan “pareja” y la palabra lo dice todo:
alguien parecido, de la misma onda, con el que puedan
compartir el mismo tipo de experiencias sin
horrorizarse del otro. Me imaginé a Guarnel cagándose
de risa con una gorda novia al reconocer mutuamente
que no se pueden ver el órgano sexual sin ayuda de un
espejo. Qué se yo. Cada uno con su mambo.
Qué extraña es la mente humana. Todo lo que leí
en libros o vi en películas sobre gente que va a morir,
jamás fue tan estrafalario como lo que me pasa a mí.
Menos de cinco minutos me quedan y yo pensando en
los posibles calzones que usaba el negro que tenía en
la pieza. Qué desperdicio de tiempo. ¿O esto querrá
decir eso que ya estoy listo? ¿O que ya estoy muerto?
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Miro el reloj que sigue avanzando
descaradamente como si no le importase de mí. Como
mostrándome que muchos antes dejaron este mundo
delante suyo y que yo soy uno más que no va a
recordar cuando el sol salga mañana. Gira el
segundero en el sentido de las agujas del reloj, como
no podía ser de otra manera. Claro que si por alguna
misteriosa razón, fuese a dar vueltas en el sentido
inverso, entonces ya no me quedarían cinco minutos
de vida sino seis, siete, ocho… Mal no vendría. Me
imagino que sería extraña la sensación de saber cuánto
me quedaría por vivir, aun en ese caso. Porque el que
sabe que le quedan cinco minutos, lo puede pensar,
elaborar. Pero los seres humanos en general no tienen
tanta precisión en la información que manejan sobre su
muerte. Los ancianos de 80 años saben que no les
quedan más que 20. Y no saben mucho más. No saben
si son 21 ó 19. Saben más o menos, estadísticamente,
lo que les queda. Los jóvenes de 20 saben que, de no
mediar algún exceso o tragedia, que normalmente se
da en un porcentaje relativamente bajo de la población,
no se van a morir en los próximos 10 años; y por eso
pueden planificar proyectos a ese plazo o más (en ese
caso ya empezando a tomar ciertos riesgos, porque
nunca se sabe nada sobre las sorpresas de la vida). Mi
pensamiento se enfoca en otra dimensión; mi caso es
otro: si el reloj de repente empieza a girar en el sentido
opuesto (ya lo puedo ver, lo imagino, es como si
estuviese pasando de verdad), y yo ya dispongo de la
información de mis últimos 5 minutos. Entonces
dentro de un año sabré que me quedan un año y 5
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minutos. Y en dos años, dispondré de dos años y 5
minutos. Sensación extraña de ir acumulando vida por
vivir a medida que el tiempo pasa. Concretamente, eso
implicaría convertirse en inmortal, ya que cada
segundo te asegura un segundo más de vida. Y en vez
de convertirse cada día en más viejo, esto es… estar
cada día más cerca de la muerte, estaría alejándome de
ella a cada instante más y más, lo que me convertiría
en más y más joven a cada segundo, pero con la
inexorable prueba física de ver a mi cuerpo dar signos
de envejecimiento. Llegado el momento de pasar la
barrera de los 100 años, y sabiendo que me quedan…
digamos unos 140 años más hasta mi muerte (no
quiero perder tiempo haciendo la cuenta ahora) sería
interesante ver qué hace el cuerpo humano con todas
esas causas de muerte natural que suelen aquejar a las
personas alrededor de esa edad avanzada. Habría una
fuerte contradicción entre lo que la naturaleza propone
y lo que la ley del reloj ha decidido para esa persona.
Una lucha de titanes entre el orden mundial y un reloj
rebelde y revolucionario. Increíble lo que se puede
lograr simplemente con invertir el sentido de las
agujas del reloj.
Luego de estar sentado en la cama en silencio
durante más o menos un cuarto de hora en el que
Guarnel parecía estar esperando instrucciones de la
empresa organizadora, o que alguien le diga que podía
hablar o darse una ducha o bajar a la pileta, el gordote
se movió. Hasta ese momento estaba como paralizado
mirando la alfombra de la habitación. En un momento
pensé ¿qué clase de país será República Dominicana
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que nunca vio una alfombra? Después traté de
justificarlo diciéndome que quizás ahí hace un calor
terrible todo el año como en Puerto Rico (eso sí lo
sabía con seguridad por un primo de Julián, que vivió
allá cinco años y jamás se puso un pullover). El gordo
apenas pestañeaba. Y yo me preguntaba si era tímido,
tenía vergüenza, o si se estaba aguantando las ganas de
cagar; es que la verdad parecía no querer moverse
mucho como cuando uno sabe que si lo hace, se caga
encima. Finalmente se movió, ¡perdiste! me dio ganas
de gritarle, como si se tratase del juego quién pestañea
primero. Se incorporó, abrió su valija y se cambió la
remera. En ese momento no entendí el motivo: no se
había duchado, no se había siquiera lavado las axilas
ni puesto desodorante. Nada. Simplemente se puso una
remera con cuello, llena de rombos enormes, al mejor
estilo golfista, pero no. Es decir… la descripción que
acabo de pensar, da justo el perfil de chomba que usan
los golfistas. Pero esta que tenía el dominicano era
horrible. Los rombos estaban, sí, pero eran de un
marrón oscuro con bordes negros y amarillos, todo
muy denso, caluroso a los ojos que lo miran, triste. Ver
a Guarnel en cueros fue una de esas cosas que preferís
no ver, y mucho menos llevarte de recuerdo en la
retina al otro mundo cuando estás por morir. Sin
embargo, lo corrosivo de dicha imagen me deja,
todavía, una clara fotografía mental del aspecto fofo,
andrógino, desagradable y nada envidiable del
dominicano. Hoy sé por qué se puso esa remera limpia
sobre su cuerpo sucio y transpirado del viaje. Hoy sé
que fue parte de su plan, y que con esa remera y las
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bajas probabilidades de que alguien pudiese tener la
misma, Guarnel tenía que aparecer y ser reconocido en
su lugar de encuentro. Esos rombos eran la clave. El
comienzo de lo que finalmente me iba a llevar hasta
acá. Hasta estos últimos cinco minutos. Cuatro, ahora.
4 No sé por qué me puse a pensar en todo esto que
es tan reciente. Podría pensar en mi infancia, en cosas
lindas que viví a lo largo de mi vida, en el potrero, en
Picho —mi mascota–. Tantas cosas que quizás me
dejen un gusto rico en el paladar de la mente antes de
que deje de funcionar para siempre. Uno no sabe a
dónde va a parar, y quizás estos pensamientos sean
definitivos a la hora de catalogar a los muertos.
Imaginate lo que sería un depósito de recién llegados
en el más allá. Quizás los catalogan por la causa de la
muerte: los que murieron de un balazo por acá, los que
murieron de viejos por allá, los suicidios por este
rincón, los que murieron de causa desconocida en ese
salón, los que murieron por sobredosis más para ese
costado, los que murieron de pena ahí cerca de los que
murieron de problemas del corazón. Y tal vez a los que
tuvieron pensamientos agradables al momento de
morir los coloquen en el jardín, o en la piscina; como
para mantener el buen clima que trajeron del mundo
anterior. Si sigo pensando en las razones o
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acontecimientos que desembocaron en mi pronta
muerte seguro me van a poner en un rincón de
depresivos y llorones eternos, escuchando música tipo
Radiohead o algo así.
Lo que no queda claro es quienes son los que
trabajan en ese post-mundo. ¿Son gente que decidió
morir voluntariamente para ir a ayudar como si fuese
una ONG? ¿Son muertos comunes a los que agarraron
de prepo y les dijeron vení a laburar un poco? ¿Son
acaso algunos muertos del montón que se ofrecen a
trabajar para ver si los reviven por portarse bien cual
cárcel y su libertad condicional? O a lo mejor son
vivos. Es decir… nacieron en ese post-mundo paralelo
y trabajan con los que van llegando. Esa es su función
en la vida (en esa vida), hasta que se mueren y pasan a
otro post-mundo diferente, en el que también
catalogan a los que llegan en salones y rincones, y
también están los que nacieron allí y que cuando
mueran irán a un cuarto post-mundo y así
sucesivamente.
Lo que sabemos seguro es que todo el engendro
este no es circular; porque a este mundo, que imagino
—con ese ego enorme que tenemos los humanos—,
que es el primero de la línea, no llegan muertos de
otros mundos para ser ordenados. Acá llegan todos
vivos y se van por la puerta de atrás. Este es el primer
mundo, como quien dice. Y las muertes empiezan acá,
con su triste decepción.
Sí… decepción. Tristeza y desolación. Porque
nadie muere gloriosamente. Ya no. Se terminaron los
héroes que morían peleando por su patria. No existen
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más aquellos que gritan “la vida por…”. Hoy los que
van a las guerras son vapuleados por un mundo que se
la da de pacifista y los critica, minimiza, avergüenza y
jamás reivindica. Un mundo que pone a los grandes
Generales como San Martín en lugares incómodos de
acusaciones asesinas e inhumanas. No sé… a lo mejor
algún deportista que murió en un choque de fórmula
uno quizás se podría decir que murió gloriosamente.
Todas las muertes al final son desprolijas, indeseadas o
injustas. Hasta faltas de estética e incómodas. Injustas
como mucho. Pero gloriosas, casi nunca.
Podría detenerme en Picho. Me gustó esa idea.
Quizás reencarne en perro y pensar en él me lleve
mejor preparado para un eventual examen de ingreso.
El Picho fue mi única mascota. Fue un perro tan fiel
que en ciertos momentos no se sabía quién era mascota
de quien. Hacíamos todo juntos. Desde mis cinco hasta
mis 8 años y medio, Picho pasó de grado, comió
golosinas, fue al cine, jugó al fútbol —de arquero—,
salió a pasear con la barra de la cuadra. Todo hizo
conmigo. Hasta recuerdo un día que vinieron Marcelo
y Barril (el gordo, se entiende) a buscarlo al Picho para
jugar en la vereda, y cuando fui a sumarme me
miraron con cara de que no tenían planeado que jugase
con ellos también. Era un amigo más de la barra. Tenía
un pelo duro, nada suavecito. Un perro bien macho.
No de esos peluches que los acariciás y parecen recién
sacados de la ducha con shampúes de princesa. Era
marrón con tres patas negras y una blanca, todas
revestidas hasta la altura de lo que sería una media.
Todas iguales de alto. Y a pesar de ser un perro
24
rústico, era una preciosura, un tierno, un bombón de
animalito que no había quien no se agachase a
acariciarlo cuando andaba suelto por el barrio. Yo
sabía que un día se iba a morir (me lo habían explicado
tantas veces y tan bien, para que no sufriese, que casi
se podría decir que todos los días pensaba que podía
ser el último). A lo mejor fue justamente por eso que
disfruté cada día como irrepetible, como un premio,
como un regalo del cielo. Otro día más que el Picho no
se murió como me avisaron. Hasta que un día se murió
de verdad. Parece que comió algo que estaba mal por
ahí. Nunca supimos con seguridad. El Picho, que
jamás se había perdido ni alejado por su cuenta más
que una cuadra de casa o de mi presencia, desapareció
una tarde y tardó 24 horas en volver. Yo no había
llegado a preocuparme mucho todavía. Lo busqué por
todos lados y cuando llegué a casa a eso de las nueve
de la noche, estaba ahí en la vereda, como si nada. No
saltó al verme ni hizo ninguna demostración de afecto.
Me imaginé que no la había pasado bien y que quería
descansar. Lo visualicé en mi mente caminando toda la
ciudad desesperado buscando el rumbo perdido. Era
lógico que estuviese fundido. A la mañana siguiente,
un domingo de sol, el Picho no se levantó de su
camita. Ahí quedó prolongando el sueño de esa noche
para siempre. Yo me inventé que comió comida en
mal estado por ahí, o quizá un vidrio. No estaba
enfermo ni tenía señales de haber sido atropellado.
Caminaba normal y si bien no lo vi saltar esa última
noche, todo indicaba que por ese lado no venía la cosa.
Y se murió nomás. Yo lo miré a las nueve de la
25
mañana cuando me levanté, y enseguida supe que si
hasta esa hora no me había venido a despertar como
todos los días —alrededor de las 7 era su hora
habitual— significaba que ya no vendría más. Y así
fue. Lo enterramos en el barrio. De allí, nunca supe
hacia donde fue su alma. Quizás ahora nos
reencontremos. Es lo único que me calma al saber lo
poco que me queda por vivir y me mitiga el miedo de
lo que vendrá; la esperanza de juntarme con el Picho y
hacer una dupla imbatible en la próxima vida de
nuevo.
También podría hacer un resumen de las veces
que casi me morí y tratar de relacionarla con ésta, que
va a ser la definitiva. Ver si existe algún tipo de
conexión que me pudiese haber dado una pista. Algo
que si hubiese sido más piola podría haberme dado
herramientas teóricas para pegar el volantazo. No sé…
no mandar la respuesta al concurso, no viajar, no haber
salido esa noche con Guarnel. Todas las personas
tienen una o dos anécdotas para contar en las que se
salvaron por un pelito. Macetas que cayeron a medio
metro de sus cabezas, autos que casi los atropellaron,
caídas de bicicleta a suspiros de la rueda de un
bondi…
La más antigua que recuerdo fue en el trampolín
improvisado que inventamos con Hernán en la quinta
del tío Bernardo. Íbamos ahí dos o tres veces cada
verano a lo que se llamaba “ir a la pileta del tío”.
También solían decir “a la quinta del tío Bernardo” y
uno lo repetía con convicción; pero de grande, al
ponerse a pensar, no era más que una casa normal.
26
¿Qué es una quinta entonces? ¿una casa que queda en
la loma del culo? ¿Y si queda más cerca se llama una
cuarta? En fin… Para llegar a la quinta había que
viajar la eternidad que para mí eran una hora y
cuarenta y cinco minutos en auto. En colectivo fuimos
una sola vez, para ese fin de año que palmó el 147 del
viejo, y fue casi una road movie. Tomamos 3
colectivos de tres cifras mayores a 200 cada uno. Se
sabe que los colectivos que van del 1 al 199 llevan esa
numeración porque pisan al menos por una cuadra la
Capital. Los mayores de 200, no. Si tenés por ejemplo
el 242, sabés que podrá acercarse a Liniers, pero la
General Paz no la pasa ni en pedo. Es “de provincia”.
Ese viaje incluyó colectivos que no recuerdo —
obviamente— sus números, pero sonaban estrafalarios.
Cosas como 734, o 561. Colores raros y cartelitos del
tipo “Vía Avenida Tarasca” o “Por Puente Farlonga”.
Y el paisaje y los pasajeros iban cambiando a medida
que pasaban los kilómetros. Allí, en la quinta, el tío
tenía una especie de pileta. Era un estanque redondo
de agua. No tenía piso celeste ni andariveles (gracioso
sería pensar en andariveles concéntricos en el
estanque). El dicho “tranquilo como agua de estanque
no lo entendí jamás mientras visité la quinta del tío
Bernardo, porque el agua allí jamás se aquietaba. Nos
la pasábamos adentro todos los primos, y como no era
tan grande, el agua siempre estaba calentita, incluso
después de que el sol se hubiese ocultado. No había
bañeros que te sacasen del agua ni nadie que te grite
“¡no corras!” Y justamente por eso se permitió la
construcción improvisada del trampolín de la muerte.
27
Así lo había bautizado Hernán. Pusimos al lado de la
llamada pileta un tanque que alguna vez fue de nafta o
de aceite, del tipo que hoy en día usan de tambor en
esos espectáculos de percusión que te vuelven loco el
cerebro de tanto bum bum bum. Le agregamos arriba
unas maderas en forma de hache, clavadas entre sí con
lo que encontramos a mano. Creo que Fabricio, el
hermano mayor de Hernán, nos ayudó un poco. Y de
alguna manera, que casi desafiaba las leyes de la
física, logramos levantar un trampolín que medía más
que una vez y media nuestra altura. Nos subíamos
trepando, ayudándonos con un banquito, bien de tercer
mundo, y caminábamos lentamente por la tabla como
si fuese la de los barcos piratas desde la que te obligan
a saltar a los tiburones, y nos tirábamos al estanque.
Todo era muy frágil al principio. Pero como todo,
cuando uno le encuentra la vuelta, le pierde el miedo.
Pasados un par de intentos que nos dieron confianza,
al final ya corríamos sobre el tablón y pegábamos
grandes saltos mortales. Ahora que lo pienso, da risa
que se los llame mortales cuando en realidad nadie se
muere. Sin embargo yo estuve cerca. Me quise hacer el
canchero y tomé carrera un poco a lo bestia. Al ir para
atrás, me olvidé de que estaba en un trampolín hecho
por dos imberbes de doce años y la supervisión de uno
de quince con apenas una sombra de barba rala. Y me
caí de espaldas hacia el pasto sin posibilidades de
poner las manos para amortiguar el golpe. Lo que se
conoce claramente como irse a la mierda. Caí con la
nuca y el resto del cuerpo encima. Si alguien se
imagina esa imagen como yo me la estoy imaginando
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en este momento, la verdad es que asusta. Y no solo
eso, sino que es obvio que de ahí se va derecho al
cementerio, sin escalas. La famosa promesa de los
padres que se la pasan diciendo “no hagas tan cosa que
te vas a romper la cabeza”, llegó en ese día a su
momento cumbre. Obviamente no me morí. Tuve un
cuello inmovilizador durante treinta y cuatro días y
medio, y finalmente volví a la normalidad. Los
doctores dijeron más de una vez al lado mío que había
tenido mucha suerte. Al principio pensé que era
consecuencia de algún pedido especial de mi madre
para que me metiesen miedo y escarmentase. Luego
me di cuenta de que realmente la había sacado barata.
Y si los gatos tienen siete vidas, en ese momento me
dije que yo, por lo menos, tenía dos.
No iba ser la única vez en la que coquetease con
la huesuda, como le dice Ivan Noble. Otra fue a los 18.
Era la edad en la que me sentía invencible.
Especialmente si me tomaba dos o tres cervezas. Y eso
lo hacía habitualmente. Me juntaba con amigos a las
tres de la tarde y deambulaba por la ciudad sin hacer
nada y viendo como nos podíamos afanar alguna
bebida de los maxikioscos que tienen esas heladeras al
alcance de la mano. Por momentos a esos kioskeros
los considero idealistas; en un país en el que las
bicicleterías o jugueterías que quieren atraer a los
clientes ponen cosas en la vereda llenas de cadenas
anti-chorros que valen más que la mercadería en sí,
todavía existen dueños de negocios que quieren
creerse a sí mismos que viven en un país confiable
lleno de gente honesta y con valores respetables. En
29
lugar de poner el mostrador como trinchera
defendiendo las heladeras, las ponen al estilo
supermercado, pero con la excepción de no tener una
línea de cajeros que impiden la salida fácil y rápida.
Los boludos las ponen al costado del negocio, al lado
de la puerta. A veces casi ni hay que entrar para abrir
la puerta corrediza de vidrio y sacar algo. Alcanzaba
con que uno de los chicos me tapase haciendo de
cuenta que miraba las golosinas del mostrador para
que yo deslizase la mano y sacase lo primero que
tocase. Y así se pasaban las tardes. Vivía en una
especie de nube de alcohol y marihuana que me
atontaba. Parecía que era feliz. Esa sensación de
sonreír todo el tiempo aunque frente a tus ojos haya
dos chicos de la calle pidiendo plata o reviente a
derecha e izquierda. Todo parecía resbalarme y esa
tonta sonrisa atestiguaba una felicidad falsa creada por
la sangre adulterada que corría por mis venas. Y así
también nos metíamos en peleas. Peleas voluntarias.
Nos internábamos en calles peligrosas a propósito y
sin saber lo que hacíamos, provocábamos a gente
oscura que tenía sus estúpidos códigos de territorio.
Ustedes no van a pisar nuestra calle sin pagar el peaje,
nos decían. Nosotros pisamos lo que queremos, y si
queremos también te la escupimos. Y así empezaba la
gresca. Así nos cagábamos a trompadas con gente que
buscaba lo mismo pero con diferentes métodos y
escenarios.
Una noche por San Telmo pasamos por una calle
que tenía dueño. Y el Roli dijo que nos vayamos
porque había un recital de comparsas o algo así a unas
30
cuadras, pero yo me hice el machito. Me pegaron con
un fierro tan fuerte y punzante que no sabía si el
enorme dolor que sentía era interno por los golpes o
externo por los cortes que me habían hecho, y la
sangre que de tanto que brotaba y me mojaba ya me
daba frío en ese invierno crudo. Y el hospital y las
preguntas de si queríamos hacer la denuncia. Y saber
que si denunciábamos algo nos iban a terminar
metiendo presos a nosotros mismos. Y las excusas que
los polis no entendían de por qué un tipo que estaba
prácticamente agonizando no quería que sus agresores
pagasen por lo que le habían hecho. Y siempre caía un
cana más experimentado que decía dejalos que ellos
saben en qué se metieron. Cuando me contaron la
historia estuve seguro de que el hijo de ese policía
seguramente se metía en el mismo tipo de peleas
estúpidas a diario, quizás por ser joven y tener los
mismos instintos de invencibilidad o sólo por ser hijo
de un agente de la ley y creerse —saberse— impune a
todo lo que intentase tocarlo.
Y zafé de esa también. No me morí. Catorce
puntos de sutura divididos en tres lugares diferentes de
mi cuerpo y moretones en incontables miembros.
Aprendí una lección y algo cambió a partir de esa
noche. También algunos de mis amigos cambiaron.
Reemplacé un poco el vino con la computadora. La
marihuana con los libros. Me enderecé un toque aún
sin dejar del todo mis viejos compañeros de ruta. Me
dediqué a crecer y dejé algo de mi adolescencia detrás.
Nada me hizo imaginarme que toda esa cadena de
hechos era justamente la que me iba a terminar
31
depositando acá, en este lugar y en este momento, a
menos de cuatro minutos de mi propia muerte. Uno se
vuelve a cuestionar si las cosas pasan porque tienen
que pasar, y que no importa qué tanto te ates los
cordones si está escrito que te tenés que tropezar y
darte la cara contra el asfalto. Pensás que dejaste de
lado ciertas cosas para protegerte y terminaste en el
mismo callejón sin salida; entonces para qué
sacrificarte si al final es lo mismo. Quizás podría haber
seguido tomando y fumando como un desaforado y al
final habría tenido estos mismos últimos cuatro
minutos de mierda para reflexionar. Al menos tendría
alguien a quien echarle la culpa. Ahora tengo dos
opciones: calmar mi consciencia pensando que al
menos hice lo mejor que estaba en mis manos para
enderezar mi vida y que el destino lo quiso así, o si
no… cagarme en la puta madre de Dios y María
Santísima. Y de todas formas sigo en estos últimos 4
putos minutos.
Guarnel vuelve a posarse en mi memoria con su
aspecto tan inocente yendo a pasear por ahí, por las
avenidas llenas de palmeras —tal y como se ve en la
televisión—, de la eternamente veraniega California.
Y yo, quedándome en mi habitación sin animarme a
salir. El dominicano que llega a las dos horas, abre la
puerta y casi se desliza a lo Kramer, pero
transpiradísimo, y me dice que está buenísimo ahí
afuera. Usó otra palabra. No me acuerdo bien cual. Me
di cuenta del significado por la cara de contento que
traía pero en realidad no la registré. Si hubiese dicho
“está bien chévere” o “superguay” lo habría entendido
32
de una porque las series subtituladas en latino en
internet cada tanto meten unos latiguillos que son
claramente no-argentinos. El gordo usó otra. No sé, no
quiero perder lo que me queda de tiempo tratando de
acordarme. Sería el colmo. A veces me pasa que no
me puedo acordar de algo y me paso horas… ¡horas!
pensando en el nombre del personaje de la hermana de
Willis y Arnold en “Blanco y Negro”. Y me pasa,
claro, cuando no tengo una computadora cerca.
Cuando estoy en casa me siento bastante pelotudo
buscando en google y viendo que no solamente la
información está a un click de distancia sino que ya
hay por lo menos dos o tres como yo que ya
escribieron en algún foro de personas desesperadas
“ay, porfi, porfi, ¡no puedo dormir! ¡no me acuerdo
como se llamaba la hermana blanca de los dos negritos
de Blanco y Negro!”. Al menos los dos negritos no
eran una duda para mí. No acordarse de Arnold es
realmente tener muy mala memoria. Kimberley. Una
vez que asocié el nombre con el equipo de fútbol de
Mar del Plata, no me volví a olvidar jamás. Y ahora
que lo pienso, Guarnel tenía un aire a Arnold. ¿Será
por eso que en este momento me viene a la cabeza esa
serie? Guarnel no era tan simpaticón como Arnold,
hay que decirlo. Y así y todo me hizo reír un par de
veces con sus expresiones centroamericanas.
Al volver de la calle me dijo que había conocido
a otros más que estaban en el hotel por el concurso y
que habían salido a caminar un rato. Las chicas en
patines, bikinis en la parte de arriba y shortcitos abajo,
a las que solo les faltaban alas para ser ángeles, el sol
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eterno que acaricia, las ya mencionadas palmeras; todo
era cierto. Todo. Faltaba un policía persiguiendo a un
narcotraficante portorriqueño al grito de “¡a un lado!”
y estábamos en medio de una serie yanqui, sin más ni
menos.
Yo no sabía (ni sé todavía) qué tan diferente a
ese paisaje era el que habitualmente veía Guarnel en
República Dominicana. Quizás era la misma cosa.
Probablemente por eso el gordo no vino sacando rayos
láser por los ojos ni saltando agitado tratando de
contarme con el aliento entrecortado el paraíso que
había visto allá afuera. Seguro que Republica
Dominicana es lo mismo solo que con algunas mulatas
y puestitos de frutas tropicales exóticas a ambos lados
de la vereda. Algo me decía que así era. Nada que ver
con el monstruo de cemento que es Buenos Aires. Y
ahí estaba el Guarnel haciendo amistades. El encanto
latino parece que no es solamente argentino. Todas las
personas con las que me relacioné en mi estadía en
California me fueron presentadas o conectadas por
intermedio de mi compañero de habitación. Al volver
de su paseo me dijo que había quedado con una gente
para ir a conocer una playa (otra vez me olvido el
nombre) que —le habían dicho— era la más copada
(claro que no usó ese adjetivo) de toda la zona. Era
raro escucharlo hablar de repente tan entusiasmado. A
lo mejor era yo el que me hacía la película que
Guarnel esperaba levantarse una de las diosas del patín
en su salida, pero así lo fantaseaba yo. Así me lo
imaginaba, tratando de hacer historia para volver y
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contarle a sus amigos mientras comían coco recién
sacado de una palmera dominicana.
Sin embargo tengo que reconocer que me
sorprendió. Al día siguiente, fuimos bajando unas
escaleras blancas desde la puerta del hotel hasta la
zona donde empezaban las playas. Los escalones eran
tan blancos que el sol rebotaba en ellos y te dejaba
ciego. No se veía una mínima mancha en toda su
extensión (le calculo unos treinta escalones) que
alterase esa blancura de propaganda de polvo para
lavarropas. Los bajamos tratando de no tropezar y a
tientas caminamos rumbo a unas chozas que hacían las
veces de bar. Se veían otras estructuras pequeñas tipo
garitas en la playa. No tuve oportunidad de ver qué
había adentro. Quizás eran baños. No sé. Estaban
separadas entre sí unos cincuenta metros y formaban
una línea irregular como si las hubiesen puesto así
nomás sobre la arena. Estaba por supuesto el mar,
coronando todo el pulcro paisaje ahí al fondo. Un mar
que nunca toqué y que imaginé tibio. La gente entraba
sin cara de cagarse de frío. No había viento del tipo
Necochea que te hace tiritar. Las olas tenían una
espuma finita, chica. Eso me pareció raro porque las
olas, allá mar adentro, reventaban con todo. Se veían
barquitos de gente de plata, y también zonas para
surfistas. Al verlos recordé que al cabo de ese viaje, se
suponía que tenía que saber cuánto menos pararme en
la tabla y dominar una ola. Me daba muchas más ganas
meterme en el mar a hacer la plancha que estar
tratando de dominar lo indominable. Siempre pensé
que la gente que hace surf es rompe pelotas. Tratar de
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pararse en una tabla encima de una ola que no se
queda quieta, es como intentar andar en bicicleta con
una sola rueda. Es desafiar el estado normal de las
cosas. Caminar con las manos, no sé… al pedo total.
El mar está para disfrutarlo bañándose en él y no para
darse porrazos.
En esa famosa playa, dos de las cuatro personas
que se sentaron a tomar tragos con nosotros, eran
mujeres tan hermosas que yo no podía dar crédito a
mis ojos. Estaban sentadas en mi mesa y me hablaban.
¡Me hablaban a mí! ¿Era ese el famoso sueño
americano? Seguramente. Los nombres de esas dos me
los acuerdo. También me acuerdo del color y el diseño
de sus mallas, del color de pelo y de ojos de cada una
y casi podría hacer un identikit si tuviese a mano un
dibujante entrenado para escuchar mi descripción y
plasmarla en un papel. Lástima que no tuve la
oportunidad de hacerlo; habrían quedado geniales. Ni
siquiera me avivé de sacar una mísera foto. Mary y
Laurie. Mary me corregía todo el tiempo diciendo que
su nombre no era Mary (yo lo pronunciaba como si
fuese un María sin la a del final) sino Mery. Hablamos
un poco de por qué demonios en inglés no escribían la
letra que había que leer, como en castellano. Nunca me
entendió. O el que no entendió fui yo. Es que según
ella (que según dijo no es ella sino todos), la a no
suena como yo la digo, así, a; suena… bueno… esa es
la parte que no entendí porque hasta hoy —y ya no
creo disponer del tiempo para finalmente aprenderlo—
sigo sin escuchar la diferencia. No sé. Me metí en esa
discusión para decir algo interesante y salí como un
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tarado. Para cambiar de tema dije que Laurie, la otra,
que era la menos linda de las dos, si es que a alguna de
esas dos preciosas mujeres se les puede adjetivar como
menos linda, era el apellido del actor de la serie de TV
House en la vida real. No sabían quién era. ¡Increíble!.
Y yo que pensé que podría ser raro para ellos, que
viven ahí, que alguien de Sudamérica supiese de
House. Resultó al revés. Me miraron con cara de
ternero a punto de ser degollado, con ojos inexpresivos
que denotaban que por dentro se estaban imaginando
la televisión de Sudamérica como una caja con una
vela adentro. Ellas veían, según dijeron, solamente
canales de música y deportes, cuando daban partidos
de fútbol. Y ahí la pifié de nuevo, porque me
entusiasmé sacando al Diego de la manga. Apenas dije
“Maradona” me cayó la ficha de la eterna confusión
(¡otra más!) con los yanquis, que llaman fútbol a esa
cosa inentendible y bizarra que juegan con los cascos.
Como si fuese un Rugby para gente que tiene miedo
de lastimarse. Siempre vi así al fútbol americano. Es
como cuando ves a esos pibes dándose porrazos
andando en skate, y de repente aparece uno forrado en
rodilleras, muñequeras, coderas, cascos, barbijos y
demás. El clásico cagón. Si no te querés lastimar, ¿por
qué mejor no jugás a la WII, querido? Finalmente
después de varios temas truncos de comunicación,
logramos encontrar un par de oraciones coherentes
seguidas hablando en torno a la cerveza. Hablamos de
la cerveza rubia, la morocha y por un momento pensé
que era una metáfora y que estaba meando afuera del
tarro de nuevo. Pero no. Esta vez estaba en sintonía.
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Contamos un par de borracheras memorables. La mía,
por ejemplo, fue inventada. Si quería contar una de
verdad, iba a quedar muy mal parado. Digamos que
tomé la base de aquella noche en Quilmes con los
chicos y le cambié todo lo demás. No me podía poner
a explicar lo que era una bailanta, el mezcladito y todo
eso. Era demasiado bizarro para ellos. Acordamos que
la cerveza mexicana era muy buena. Había logrado un
punto en común. Parecía como que todos estábamos
buscando eso.
Había mucho movimiento en torno a la mesa en
la que estábamos sentados. Iban y venían otras
personas. Algunos no saludaban; sólo se sentaban y al
cabo de algunos minutos se iban. No pedían nada para
tomar, casi ni hablaban. Era raro. Yo estaba bastante
hipnotizado por las dos chicas así que no me detuve
mucho a pensar ni prestar atención. La mesa era bajita
y las sillas eran una especie de ele hecha con maderas
de cajón de frutas con almohadones encima, tanto en
la parte superior en la que se apoyan las espaldas como
en la inferior, para que no raspe las piernas y sea más
cómodo sentarse. Era difícil pararse una vez que uno
se sentaba porque tenían un ángulo —creo que se dice
obtuso— que te inclinaba hacia atrás. Como reclinado.
Yo ni al baño me atrevía a ir por miedo a que me
ocupasen el palco VIP que había logrado frente a las
dos diosas. La gente pasaba, se sentaba, se paraba, se
iba. Yo de ahí no me movía ni con orden judicial.
La música era en inglés y cada tanto en
castellano. Todo berreta; reggaetón, qué se yo qué era.
No conocía ni un tema. Y justo cuando reconocí un
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sampleo de un tema de Police mezclado con unas
minitas cantando pop barato, Guarnel se levantó de su
lugar y me dejó solo con las chicas y un rasta en
estado de zombie total. Mary y Laurie ni se percataron
de la ausencia del dominicano. Siguieron hablando
como cotorras y yo tratando de poner cara de
interesado sin que se me fuese demasiado la vista a la
entrepierna que, —como ya dije— a causa de la
inclinación de los sillones, quedaban apuntando
directamente a mis ojos.
Guarnel se acercó a la barra de la especie de
quincho que funcionaba como bar, y se sentó como si
fuese habitué. Hasta me pareció ver que hizo una seña
al barman que parecía la de “lo de siempre, jefe”. Me
acordé de una película que había visto antes del viaje
en la que un grupo de amigos iba de viaje a un
pueblito del orto en alguna provincia del interior, y
uno de los tres antes de que lo vean, habla con el mozo
de un barsucho y lo arregla; cuando entran los otros
dos, se sientan, el mozo se acerca y le piden, una coca,
una birra, y el que había entrado un toque antes, le dice
“Juan Carlos, a mí lo de siempre” y el mozo asiente y
le dice como no y se va. Los otros dos se quedaron
helados sin entender nada. Un segundo después el otro
no aguantó la risa y lanzó una carcajada que delató el
chiste a los otros dos, que se unieron a la risa del
primero.
Al lado de donde se sentó Guarnel en la barra
estaba sentado de antes un rubio esquelético. Eso es
todo lo que recuerdo. Y si algo me quedó de la
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descripción del rubio, es porque lo volví a ver más
adelante, lamentablemente.
A decir verdad… ya estoy como resignado. Es
cierto. Veo que me quedan menos de cuatro minutos y
voy pendulando entre imaginar si existe un más allá o
si existe un Dios que haga un milagro y me deje acá
entre los vivos, o si… bueno… un péndulo solo va
moviéndose entre dos posiciones: izquierda, derecha,
izquierda, derecha… y no debería haber otra posición.
De pronto me recorre un hilo de adrenalina por el
cuerpo y pienso si podría zafar de esta. Si de alguna
manera queda una mínima posibilidad de que yo pueda
hacer algo para que estos minutos que quedan no sean
los últimos. Si algo humanamente posible me va a
salvar. Algún desastre ecológico, alguna falla
tecnológica, algún fenómeno del más allá. Miro a los
costados, evalúo una y otra vez mi realidad a
velocidad astronómica y voy desechando todas las
posibilidades. No… No veo salida alguna y por eso
apelo a lo sobrenatural. Como aquella vez que juré que
iba a quedarme todo el fin de semana estudiando si me
lograba cogerme a la hermana del Pulga. Miles de
apuestas habría podido ganar porque nadie me daba
crédito. La mina no me miraba ni por error. Podía salir
en bolas pintado de violeta que Valeria no iba a
desviar la vista de lo que estuviese mirando. Sin
embargo me la garché. Sin ayuda del alcohol, sin
drogas y sin la intervención de nadie. No puedo
explicar por qué ni si fui un experimento para ella.
Valeria era más grande que yo. Siempre lo fue, claro.
Pero en esa época era aún más grande. Ya tenía ese
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aspecto de mujer que se interesa por otras cosas en la
vida. Esas que empiezan a pensar en serio qué es lo
que van a hacer en el futuro. Y con eso no me refiero a
qué carrera van a seguir —Valeria nunca quiso
estudiar nada y es al día de hoy que se las arregla para
vivir del aire— sino con quién van a casarse. Es
cuando las mujeres empiezan a dejar de reírse por
cualquier cosa y piensan dos veces antes de quedar con
sus amigas para verse en el shopping, porque piensan
que esa etapa “ya pasó”. El aspecto les empieza a
cambiar levemente. Ya no andan con una remera de
los Stones toda estirada a la que le cortaron las mangas
y convirtieron en musculosa. Ni siquiera para salir a
comprar el pan. No. Ya se pintan los ojos las 24 horas
del día, se arreglan, están siempre… imponentes. Esa
es la palabra. Ya no están simplemente fuertes sino
que dan un aspecto de WOW, a qué fiesta de
casamiento importante estás por ir. Esa es la sensación
que transmiten. Se empiezan a teñir el pelo de colores
más normales. Dejan el violeta y aparece el cobre. No
se les transparentan corpiños con lunares o rayitas. Es
más, empiezan a usar esos corpiños que cuestan más
caros que mis propios jeans. Se adivina quizás un
relieve de encaje detrás de una camisa de marca. De
repente sacan temas de conversación que tienen origen
en la tapa del diario y no en el programa de chimentos.
Se vuelven serias. Ocultan toda esa pasión juvenil que
hasta hace tan poco tenían. No se termina, pero la
ocultan. Quieren dar una imagen de mujer más difícil.
Y el radar encendido todo el día. Entonces, Valeria ya
tenía el pelo de su color natural. Ya no era la rubia
41
despampanante. Era aún más que eso: era una morocha
irresistible. Cuando la vi por primera vez con ese color
de pelo, no pude creer que alguna vez hubiese querido
cambiarse a rubio. ¿En qué mente cabe semejante
decisión pelotuda? Cambió ese aire de trolita fácil por
el de mujer fatal, morocha, impresionante, latina,
fogosa. Pero sin mostrarlo. Todo corría por cuenta de
la imaginación. Quizás lo que pasa es que junto con
ella nosotros también íbamos empezando a crecer y
llega ese momento que, oh casualidad, los hombres
empezamos a preferir mujeres así. Claro, todo es una
cuestión de estudio de mercado. Saben que las rubias
no son requeridas pasada determinada edad. En ese
período en el que hay que convencer, se vuelven
morochas, o pelirrojo oscuras. Ya habrá tiempo para
volver a los claritos o al rubio platinado cuando hayan
criado dos hijos y necesiten un cambio (léase: un
amante porque sus maridos ya no las miran más).
Valeria además me llevaba media cabeza. Eso también
le daba un porte imponente. Era alta, flaca, y con un
cuerpo que te hacía imaginar todo. Si no habías leído
muchos libros de fantasía en tu infancia y la
imaginación no era tu fuerte, o si no eras capaz de
imaginar un paisaje cuando alguien te lo describía a no
ser que te mostrase una foto, te puedo garantizar que
cuando la veías a Valeria, tu mente de repente
despabilaba a ese rincón que se llama imaginación y te
hacía plantar imágenes de Valeria debajo de las ropas.
Estaba muy fuerte. Hoy en día dirías que se hizo las
tetas, porque para lo flaca que era, parecían ser
demasiado grandes. Yo que conozco a la madre del
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Pulga puedo corroborar que eso viene de familia.
Mabel tiene un par de tetas que en el barrio les
pusieron nombre. Y de ahí las sacó Valeria. En cuanto
empezó a usar un poco de tacos, su andar estaba
marcado por el tac tac tac repicando en la vereda,
mientras que tu corazón se alineaba rítmicamente con
ese cortante sonido. Sus rasgos ahora eran delicados y
no ya guerreros. Estaba en plena metamorfosis camino
al más allá en su plan de vida. Era un fenómeno de
museo. Al Pulga le incomodaba cada vez que con los
chicos salía el tema y hablábamos de ella. No tenía
mucha opción porque sabía que su hermana era una
Diosa del Olimpo. Nos dejaba hablar y bajaba la vista
sin emitir opinión. Hasta hablábamos de lo difícil que
debía ser vivir con ella en la misma casa y verla
pasearse por el comedor a la noche yendo a buscar un
vaso de coca cola en remerita de dormir y sin nada
abajo. Pobre Pulga. Y ahí él intervenía y decía que la
cortemos. Y la cortábamos. Mejor para todos. Vaya
uno a saber qué había pasado por su mente aquella
noche que fuimos al cine los tres. Quizás había cortado
con su novio, quizás no. Quizás ir al cine con el Pulga
y conmigo la hizo recordar viejos tiempos juveniles en
los que la vida tenía otros parámetros. Tiempos en los
que uno experimenta lo que puede o lo que cree, hasta
que decide que ya tiene una forma de decidir cuándo sí
y cuándo no. Durante toda la noche Valeria
prácticamente no habló; su risa apenas se escuchó a
pesar de que la película era muy graciosa. Después de
no dirigirme la palabra ni una vez, como era habitual,
como si hubiese ido sola con su hermano al cine, de
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repente el Pulga pidió que lo acompañásemos a tomar
algo al Bar de Torque, un amigo que inauguraba un
antro que duró cuatro meses y aún es recordado por el
descontrol que se generaba cada noche. Valeria habló
y dijo una de las pocas palabras que eligió
cuidadosamente esa noche: no puedo. Tengo que
madrugar. El Pulga dijo que no podía fallarle al
Cartonero —así lo llamaban al Torque en el barrio—,
me pidió que lo deje ahí, y que la lleve a la casa a
Valeria. Que si quería, podía volver al bar, o dejar el
auto estacionado en la puerta de su casa, que él ya se
las arreglaría para volver. Y así lo hice. Estacioné
delante de la casa. Adelante no se percibía actividad
alguna. Aparentemente los padres del Pulga también
habían salido. La calle estaba desierta y yo vi algo en
la mirada de Valeria que me dio un coraje que hoy
desearía tener para al menos intentar escapar de acá.
Me la jugué. Pensé que si nunca me hablaba ni me
registraba, peor que eso no iba a poder estar nunca.
Apagué el motor y giré el torso hacia ella. Valeria no
se movió. Segunda señal. Se habría bajado si no
hubiese estado esperando algo. Entonces me acerqué y
la intenté besar. Dio vuelta la cara hacia la casa. No sé
si chequeando si había alguien o simplemente para
hacérmela difícil. Le di un beso corto en la mejilla y
me quedé ahí, a dos centímetros de su cara, esperando.
Valeria volvió su cara hacia mí. Y me besó. Me dijo
que entre el auto al garaje, que todo indicaba que sus
padres habían salido y las leyes de la casa decían que
el primero que llegaba, estacionaba en el garaje, y el
segundo en la calle. Lo hice temblando, casi. Recliné
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el asiento del acompañante y con él a Valeria. Y se la
mandé a guardar. Dos veces. Dos polvos inolvidables
con la mujer más hermosa que pude tocar en mi vida.
Algunos tienen que ver a una estatua transpirar, otros
ver dibujarse una cara de Jesús en un pañuelo
manchado con sangre, otros demandan algo más fuerte
como ver caminar a un paralítico. Para mí, la prueba
de algo sobrenatural que existe por encima de todos
nosotros, fueron esos dos polvos con Valeria; esos
gemidos de aprobación que la mina emitió como
dando cuenta de que no sólo eso estaba ocurriendo
sino que lo estaba haciendo bien. Hoy ya está siendo
hora de ver actuar otra vez esa fuerza suprema, ¿no? Si
hay un momento en la vida en la que tiene que hacerse
cargo, ponerse la 10, es ahora. Aunque quizás todos
tenemos una sola oportunidad de vivenciarlo: Moisés
con el maná que cayó del cielo, y yo con los polvos en
el auto del Pulga. Si hubiese sabido que me iba a ver
en esta… Y ahora que lo pienso, estudié al pedo todo
ese fin de semana. Esa promesa estuvo de más. Los
milagros no piden nada a cambio. Ocurren porque
ocurren. Porque son parte del plan maestro de alguien.
Porque uno sale en el bolillero enorme del bingo
humano que está ahí sobre las nubes del Olimpo y le
dan lo que en ése momento más está deseando. Y
nadie viene a negociar con vos diciéndote “mirá, fiera,
acá tengo un vale por dos polvos con Valeria la
hermana del Pulga, ¿qué estás dispuesto a dar a
cambio?”. No. Nada. Viene de arriba. Y no es
casualidad. Nunca un milagro ocurre en un lugar
equivocado. Supongamos que un milagro, para un pibe
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que perdió a su perro al ser atropellado por un camión,
es encontrarse un perro igualito pero igualito al suyo,
una semana después. El que puso ese perro ahí, sabe lo
que hace. De lo contrario, si pusiese ese mismo perro
en la casa de un tipo que odia los perros, no sería un
milagro sino un dolor de huevos. No creo que anden
apareciendo veinte perros al azar en el camino de
veinte personas diferentes para ver si a alguno le cabe
como milagro. No. Ese perro fue puesto en calidad de
milagro para que ese pibe vuelva a sonreír. Para que
vuelva a creer en algo. Para que todo lo que le queda
de vida tenga un nuevo sentido. Porque hace falta que
ese pibe haga algo especial en el futuro, y si está triste,
deprimido y abatido, no lo va a hacer. Yo ya tuve mi
milagro. Ya tuve mi hecho sobrenatural, inexplicable e
irrepetible. Valeria nunca más me volvió a dar pelota.
Ni para saludarme cuando yo llegaba a la casa del
Pulga para escuchar música. Nada. Volví a
convertirme en transparente. Y ahora que necesito un
milagro… me tengo que preguntar si cambiaría esa
noche en el Dodge 1500 naranja por zafar de esta
cuenta regresiva sin retorno. Y la respuesta es… la
respuesta es no. Esa es la verdad. Para qué me voy a
hacer el santito. Me temblaría el puso si tuviese que
firmar una renuncia a cambio de salvarme.
El sol se empezó a poner sin que me diese cuenta
y de repente me encontré con el increíble paisaje de un
sol en el horizonte playero. Ni siquiera me percaté,
mientras iba cayendo la tarde, que el sol en lugar de
alejarse del horizonte para perderse al atardecer entre
los edificios más cercanos a la playa, en este caso se
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iba a hundir directamente en el océano pacífico. Claro;
mapa mediante y recordando la regla mnemotécnica
que dice que el Sol sale por el Este y se pone por el
Oeste (que en mi mente se lee “de Japón a Morón”),
entendí rápidamente que las costas argentinas dan al
este, todas. Mar del Plata, Necochea y Miramar. Hasta
los chetos de Pinamar tienen el mismo sol saliendo
desde adentro del Atlántico y cegándolos a los que
llegan temprano a la playa, para luego ir situándose
arriba de sus cabezas. Luego del mediodía el sol les
empieza a pegar en la espalda a los que se meten en el
mar, y finalmente las casas más codiciadas, esas que
tienen balconcitos que dan a la playa, son las que
empiezan a recortar la sombra sobre la arena caliente,
hasta que ocultan al sol y dejan lugar al fresquito de la
noche. En California la cosa se invierte. Apunta al
Oeste. El sol se escapa del cielo del mapamundi
ahogándose en el océano como si se fuese a apagar,
para dar la vuelta por detrás y aparecer allá a la
derecha, donde vive Japón, y hacer saltar un día más
en el calendario mientras los Californianos viven su
noche, todavía del día anterior.
Es mucho más fácil imaginar al mundo plano,
como se ve en los mapas.
Y empezó a hacer un poco de frío. Guarnel
seguía charlando con el rubio esquelético aunque
parecía que se estaban despidiendo. El negro anotó
unas cosas en un papel, y después me distraje un
segundo cuando Mary se paró, y al voltear la vista otra
vez, el esquelético había desaparecido. Al juzgar por
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los hechos posteriores, es una habilidad adquirida por
ese muchacho.
Quise aproximarme a Guarnel pero no pude.
Primero no pude pararme por lo inclinado de los
sillones. Había tomado un poco y no estaba tan
equilibrado como para dar un buen impulso de piernas
y levantarme. Me elevé unos tres centímetros y volví a
caer, pesado, sobre el almohadón. Mary me vio y
sonrió una sonrisa perfecta, de propaganda. Luego me
tendió una mano y me sirvió de contrapeso para poder
ponerme de pie. El envión fue excesivo y sin
impedirlo demasiado terminé casi chocando mi cara
con la de ella. Creo que podría haberla besado y ahora
sé que puede que lo haya hecho a propósito, la linda
Mary. De lo cerca que quedamos me puse un poco
bizco y sus blancos dientes iluminaron el paisaje que
se tornaba ya sombrío. Al querer despegarme de ella
noté que no me soltaba la mano y me entusiasmé. Dijo
algo que no entendí. No me soltó la mano. Guarnel me
hizo un chau con la mano y se empezó a mover en
dirección al hotel. Y yo… no sabía qué hacer y
tampoco estaba seguro de saber volver solo. Mientras
Mary no me soltase, ni loco me iba a soltar yo. Esa
mano era un pedacito de cielo. Era un placer táctil al
que no iba a renunciar. Recuerdo que temí por mi
transpiración. Si me empiezan a transpirar las manos
me mato, me dije. Por suerte no ocurrió. Mary dio una
voltereta y al cabo de ella me tomó la otra mano, cosa
que me dio aire para respirar y la posibilidad de
secarme la primera mano en la malla, por las dudas.
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Siempre que veo la posibilidad cercana de besar
a una mujer me preparo. Pienso que el primer beso
puede ser el primero de una noche que no va a tener
segunda, o quizás el primero de miles más, quien sabe
hasta cuándo en la vida. No puedo dejar que ese beso
sea uno feo, seco, desprolijo, malo. Quizá justamente
de eso depende que haya muchos más. La primera
impresión, como se suele decir, es la que cuenta. Y no
es que tenga que planificar el beso, no. Lo que hago es
preocuparme por tener los labios húmedos en todo
momento. No es que ando sacando la lengua como una
víbora, sino que suelo meter los labios hacia adentro,
como si estuviese haciendo el clásico gesto de estar
pensando en algo y, a puertas cerradas, paso la lengua
invisible por los labios hasta dejarlos listos. Y así hasta
que el beso llega. Y así lo hice durante toda la
caminata que siguió con Mary, que inexplicablemente
me llevaba en silencio de la mano, sin consultarme,
hacia algún lugar. Yo estaba seguro de que le había
gustado. Algo de mi sudamericanismo la había
seducido. Caminábamos por la calle y yo esperaba
miradas atónitas de gente festejando mi conquista.
Esperaba que mirasen envidiando mi pareja (aunque
no lo fuese realmente). Esperaba pero no ocurría. Es
que allí las cosas no son tan lineales y normales, por
decirlo de alguna manera, como uno está
acostumbrado. Cualquiera puede ir con cualquiera y
no sabés a qué se debe. Ves una húngara
despampanante de la mano de un enano con pinta de
asesino; ves dos tipos musculosos en cuero llevando
abrazada a una mujer que podría ser su tía (pero a
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juzgar por donde le colocaban las manos los tipos, de
tía no tenía nada). Yo dentro de todo era un personaje
normal. En mi mente contrastaba mucho con una mina
como Mary, a quien hubiese denominado como fuera
de mi alcance en otras situaciones. Sin embargo, ahí
estaba, rumbo a un hotel que luego conocería, y rumbo
a una cama que albergaría una noche de sexo
inolvidable, y rumbo a un kilombo de la puta madre,
que me trajo hasta este momento, a sólo 3 minutos de
morir.
3 Tendría que ponerme a hacer un discurso,
interno al menos, de agradecimientos, creo. En vez de
despotricar contra Guarnel y todo lo que pasó, podría
dedicar los tres minutos que me quedan a repasar las
cosas buenas que le debo a la gente. A modo de
despedida, para que no piensen que soy una garrapata
desagradecida. Podría acordarme de los compañeros
de la secundaria en Lanús que me soplaban todo el
tiempo. Había caído en un colegio especial por una
trampa en el sistema. Alguien había metido la pata, yo
nunca supe bien cómo ni por qué, y le terminaron
debiendo un favor gordo a mis viejos. Entonces, a
cambio, pude estudiar en ese secundario
superarchiultraexclusivo, al que solamente llegaban no
solo ricachones, sino además bochos totales. ¿Te das
50
cuenta? Todo en uno. También bochos y también de
familia con guita. Qué injusta la repartija, ¿no? ¡Si con
ser bocho alcanza para llenarse de guita! Estos
hicieron dos veces la cola, je. Y por otro lado están los
de luces apagadas y sin acceso económico a ninguna
escuela de alto nivel que les encienda un poco el
cerebro moribundo. Y ahí se quedan entonces,
estancados en su propia realidad y con su exclusiva
incapacidad. A veces, claro, hay excepciones. Y yo fui
una de ellas. No daba pie con bola; estaba
desconcentrado, desinteresado, desacomodado entre
tanto geniecillo ricachón. Cuando mis viejos me
dijeron que iba a estudiar ahí, me quise matar de
entrada. Me imaginé en un mundo al que no
pertenecía, sin saber qué hacer, sin tener con quien
hablar o joder. Todo mal. Eso me imaginé al principio.
No es que al final haya sido muy diferente, pero algo
había en mí que a los demás alumnos de mi división
les daba entre compasión y simpatía. Nunca me
hicieron el vacío por no venir de una familia
acaudalada. No me marginaban por ser el más burro.
Al contrario, me estimulaban y me daban consejos de
cómo estudiar mejor. Quizás los reunieron un día a
todos menos a mí y les explicaron que ese mono
primitivo era un proyecto de estudios sociales y que la
idea era ver si un infradotado podía educarse de
acuerdo a estándares elevados si se le daba la
oportunidad. No sé… nunca tuve un amigo tan cercano
como para que me confesase ese secreto, si es que
existía; pero yo estoy convencido de que así fue.
Todos me daban consejos y yo me reía porque a veces
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no tenía ni remota idea de lo que estaban hablando.
Hacían ejercicios matemáticos para calcular —ese
caso me lo acuerdo patente— el volumen de cuerpos
geométricos cónicos. Usaban unas fórmulas que para
ellos eran como sumar 1+1. Me lo explicaban como si
me estuviesen mostrando un elefante en el zoológico:
ves, esta es la trompa, esas cuatro grandotas son las
patas, ves que son grandotas. Todo clarísimo, y yo los
escuchaba y asentía con la cabeza, de lástima. No
quería que pensasen que me explicaban mal. Quería
que supiesen que era yo el culpable del fracaso, el
zapallo hueco. Se esforzaron durante meses y
finalmente se rindieron. Pero no me abandonaron.
Decidieron que les era una compañía pintoresca como
para permitir que repitiese el año (y automáticamente
fuese expulsado del colegio, ya que en esa institución
con mayúsculas no existía repetir) y se pusieron en
campaña para que aprobase a toda costa. Me soplaban,
me pasaban papelitos y hasta me hacían los exámenes
ellos mismos. Había uno que se llamaba Sandro que
no tenía paciencia de soplar o pensaba que era
peligroso si lo pescaban, y lo que hacía era sentarse al
lado mío y en determinado momento me cambiaba la
hoja de un zarpazo y me hacía la prueba enterita
mientras yo miraba el techo como pensando con su
hoja delante. Le alcanzaba el tiempo para hacer su
tema y el mío, y aprobar holgadamente en ambos.
Tema 1 y tema 2. Hasta a veces me sacaba mejores
notas que él. Es decir… bueno… se entiende. La
verdad es que me sentía bien a pesar de saber que lo
hacían porque era el más burro. Ojo que si hubiese
52
estado en un colegio normal me habría ido bien. Eso es
seguro. No soy ningún boludo ni nunca fui mal
alumno. Tenía disciplina y era responsable. Traía los
elementos de trabajo, tenía los deberes al día, iba a la
biblioteca, todo. Pero bueno… si a un pibe de 14 años
le hacés estudiar cosas que deberían estudiar en la
facultad, no pretendas mucho milagro.
Nada que ver con los del barrio. Esos no eran
buena gente. Cada uno estaba en la suya y nos
mirábamos pasar sin dirigirnos la palabra aun sabiendo
cada uno quien era el otro: nombre, apellido, todo. Los
padres, por alguna razón, siempre hacen migas entre
los vecinos. Ya sea porque se corta la luz, salen a ver
qué onda y se ponen a hablar, o porque le preguntan
algo en el almacén de la otra cuadra y se saludan. Pero
nosotros, los pendejos, no nos dábamos bola. Cada uno
con sus amigos, en su mundo, mirando con desprecio
al otro. Y si somos objetivos, ahora que somos
grandes, seguro esos boludazos que ponían cara de
recios y se la pasaban sentados en el umbral, ahí en ese
escalón donde empezaba la casa chorizo en la que
vivían los que ponían cumbia los fines de semana,
seguro que eran unos pichis como yo. En ese entonces
se hacían los malitos. Qué idiotas éramos. Mi infancia
habría sido mucho más divertida si hubiese roto el
hielo con cada vecino. Nos habríamos cagado de risa.
Hoy me la paso leyendo historias o viendo películas de
amigos de toda la vida que vivían en la misma cuadra,
vecinos que fueron hermanos no oficiales que la vida
regala, de esos que están dispuestos a dar lo que sea
por vos, en las buenas y en las malas, y sin embargo
53
yo tuve a virtuales desconocidos agazapados ante
cualquier mínimo gesto para atacar. Al pedo total.
A esta altura, supongo, ya es seguro que mi
último polvo va a quedar en la historia como el de
Mary. Si me pongo a pensar, no está nada mal. Mary
le dijo no sé qué cosa al conserje del hotel, y creo
haber visto que le puso un billete. Supongo que para
que me deje pasar sin hacer preguntas, porque se sabe
que las visitas están prohibidas. Bah… se sabe pero
seguro que toda la ciudad es un gran prostíbulo lleno
de encargados de hoteles coimeros. Y este no fue la
excepción. El tipo, de unos bigotes de morsa gigante,
que a mí me daban calor de solo verlos, hizo una seña
con la cabeza como apuntando hacia el cielo, y si dijo
algo no me enteré porque los labios estaban ocultos
detrás de esa increíble cortina de pelo duro y curvado.
Mary me había soltado levemente para ir a
hablarle y yo aproveché otra vez para secarme la
transpiración de las manos. Le quise mirar el culo pero
se había puesto un pareo semitransparente de color
naranja clarito y blanco. La dificultad para verla
aumentaba la belleza de lo que se intuía. Claro.
Siempre la mente es capaz de mejorar la realidad por
medio de la fantasía. Aunque en este caso, la realidad,
que iba a descubrir unos minutos más tarde, no tuvo
nada que envidiarle a mi fantasía.
Vuelta a tomarse de la mano, cosa que no dejaba
de sorprenderme, porque si la mina solamente quería ir
a encamarse conmigo, tampoco era necesario que se
mostrase tan amistosamente en público como si
fuésemos novios o algo así. Quizás eran mis prejuicios
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o mi conservadora educación; a lo mejor de donde
venía ella andar de la mano era lo más normal. No sé
ni lo voy a saber a esta altura.
Y lo que era ese hotel… una cosa de locos. Los
ventanales eran más grandes que las paredes. Faltaba
que las piezas tuviesen medianeras de cristal para
poder ver qué hacen en la pieza vecina. Era
espectacular. La habitación de Mary estaba en el piso
dieciocho y desde ahí arriba, daba la sensación de estar
en el mismísimo cielo. Y más cuando Mary se despojó
de todo lo que tenía encima. Una diosa. La perfección
dentro de mis pupilas. Daba lástima tocarla con mis
manos mortales y herejes. Ella era una obra de arte y
yo iba a dejarla dos horas más tarde toda transpirada y
con el pelo revuelto. Iba a ensuciar esa perfecta foto de
la belleza femenina. Pedazo de bestia con patas que
soy. Pero cómo resistirse. Creo que lo hice en nombre
de todo el país. Dejé bien parada a toda la República
Argentina. Que no piensen que somos solamente
Maradonas o Messis. No señor. Los argentos también
sabemos ponerla. Y hacemos lo que hay que hacer
cuando una dama lo requiere. Y otra que dama. Flor de
perra fue en la cama. Es como dicen: “si parece una
tortuga, y tiene olor a tortuga… ¡entonces es una
tortuga!”. No podía ser de otra manera. Una mujer que
se mueve así, que tiene ese aspecto y que encara de esa
manera, no puede menos que ser una bestia en la
cama. Y me llevo ese recuerdo conmigo. No solo ese
recuerdo, lamentablemente. También me llevo el
kilombo en el que me terminé metiendo por ese
memorable polvo. Por lo mucho que lo disfruté,
55
debería haber desconfiado. Seguro que contaban con el
ego inflado sudaca. El pechito argentino que iba a
entrar como un caballo. A la mina no le importaba un
carajo acostarse conmigo. No manchaba su reputación.
Seguro que era cosa de todos los días. Me dijo que
para ella hacer el amor era tan común como compartir
una canasta de frutas con un amigo. Y ese postre
decidió compartirlo conmigo esa tarde. Pero no a
cambio de nada. No señor. La hizo bien. La hizo muy
bien. Actuó como una profesional. Me acarició, me
mimó. Me atendió y hasta me trajo un jugo de naranja
natural del frigobar cuando terminamos, porque vio
que tenía la boca seca. Me dio charla. Se interesó por
mi vida en Argentina. Me prometió que iba a viajar
algún día y que me iba a buscar para que le haga de
guía turística. Qué hija de remil puta. Se tomó su
tiempo. Si lo hubiese hecho en dos minutos, lo mismo
habría aceptado. Sin embargo se tomó todo el tiempo
del mundo. Dormimos una siesta, abrazados y todo,
nos volvimos a besar y a manosear cuando nos
despertamos, terminamos cogiendo de nuevo como si
hiciese meses que no nos toca en suerte, y recién
cuando me ponía la camisa para salir, cuando ya tenía
el pantalón y las alpargatas puestas, como si se hubiese
acordado al pasar, como si hubiese podido salir de esa
alucinante habitación sin que me dijese más que chau
guapo —que fue lo último que me había dicho hasta
ese momento—, me pidió un favor. El favor que, al
igual que toda la otra cadena de hechos que comienza
con ese puto concurso y con el fortuito hecho de
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compartir la habitación con Guarnel, determinó que en
este momento me queden… dos minutos de vida.
2 Hay mucho silencio. Hace como tres minutos
que no escucho ningún sonido. Y justo me viene a la
memoria el único sonido por el cual hice esfuerzos
increíbles para no escuchar en mi vida: la risa de
Diego Alejandro. Diego Alejandro era un flaco al que
nadie le decía Diego, ni Alejandro, ni Ale ni Dieguito.
Diego Alejandro siempre fue Diego Alejandro. No
conozco a nadie que ni siquiera por una vez lo haya
llamado de otra manera. La misma madre lo llamaba
Diego Alejandro aunque más no fuese para pedirle que
le levante la moneda de 10 que se le cayó al piso.
Diego Alejandro, ¿levantás esa moneda? Si jugábamos
al fútbol en la calle, por más urgente que fuese,
estando solo frente al arco con el arquero en la otra
punta y chances seguras de hacer el gol, por más
rápido que hubiese tenido que hacerse el pedido, se iba
a escuchar siempre “¡tocá Diego Alejandro! ¡tocala!”.
El problema con este chico es que tenía la risa más
espantosa del universo y sus alrededores. Era casi una
tos. Un sonido feo, de máquina atascada, grave, con
parentesco a caño de desagüe. Una risa que irritaba y,
en vez de contagiar, les sacaba a todos las ganas de
reírse. Así como cuando uno se mira al espejo
57
mientras llora y el llanto desaparece como por arte de
magia, cada vez que Diego Alejandro se reía, los
demás tenían diversas versiones de malestar. Había un
chiste que nos encantaba y lo contaba siempre Edu de
Mabel (Mabel era la madre, y a Edu le decían así
porque en una época antes de que yo llegase al barrio,
había otro Edu, que era simplemente “Edu” y al hijo
de Mabel, menos importante, parece, le empezaron a
decir Edu de Mabel para diferenciarlo; durante años yo
pensé que Demabel era su apellido). El chiste era un
clásico del grupete, y esperábamos cualquier ocasión
de chistes en la que hubiese alguna persona nueva, o
de visita, primo o de paso, que no conociese el chiste,
para pedirlo. Siempre alguien se acordaba. Era ese de
la tortuga y el sacacorchos. Y siempre nos reíamos
como si fuese la primera vez. Como gritar el gol de
Maradona contra los ingleses. Siempre era
emocionante. Sin embargo si el hijo de puta de Diego
Alejandro estaba presente, lograba que todos
terminasen de reír al instante. Lo arruinaba siempre.
Su risa era un sonido vomitivo, si es que se puede
definir así.
Sufrimos su risa en el barrio durante mucho
tiempo hasta que cayó Sanchito con una idea genial.
Parece que había visto en la tele un programa de un
tipo al que había que hacer reír. El guacho se
aguantaba la risa de alguna manera porque le contaban
los chistes más increíblemente graciosos y ni se
mosqueaba. Quizás usaba la técnica de pellizcarse,
como hacía yo cuando entraba la directora en el
colegio primario y todos nos esforzábamos en
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hacernos reír los unos a los otros para ver a quién
cagaban a pedos. A mí me funcionaba esa técnica de la
auto-flagelación. Me quedaba la mano morada del
pellizcón que me propinaba, pero no me cagaron
nunca por burlarme de la gorda Martha. Sanchito dijo
que ese tipo serio de la tele lo inspiró con una idea
genial: había que lograr que Diego Alejandro no se
riese nunca más. Íbamos a evitar toda situación
hilarante, por más inocente que fuese, para no correr
riesgos siempre que la risa vomitiva estuviese cerca. Y
funcionó. Yo creo que no volví a escuchar nunca más
ese sonido asqueroso. Se daban situaciones que,
cuando las pienso, me dan risa de por sí. Estábamos
sentados en el cordón de la vereda, justo enfrente de la
casa de Fernanda, mirando el cielo sin hacer nada, y en
orden de derecha a izquierda, empezando por el que
estaba más cerca de la panadería, venían Sanchito,
Carucha, Fernanda, Diego Alejandro y yo. De la nada
Fernanda decía, che, saben que ayer vi en la tele… y
ahí nomás se callaba la boca y se inventaba una nota
en el noticiero de las nueve, que contaba de un avión
nuevo que tenía capacidad para cuatrocientos
pasajeros y no sé qué gansada. Recién después de
lograr que Diego Alejandro se fuese, la Ferchu contaba
que lo que había visto en la tele era un blooper
alucinante de un conductor de un noticiero que
empezó a estornudar en vivo y en directo y le colgó un
moco en el tercer estornudo. Nos meamos de la risa, y
creo que más nos reíamos pensando en lo que nos
habríamos perdido de haber estado al lado del
aguafiestas. Nos habría arruinado el momento y
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cortado la risa como la leche blanca te corta la acidez.
Otra vez estábamos en la puerta de la panadería
comiendo facturas de parados nomás; no me acuerdo
bien quienes estaban. Seguro estaba Carucha. Los
otros dos no me acuerdo bien. Y viene en bici, a la
velocidad de la luz, el hermano de Carucha porque de
lejos vio que estábamos con el clásico paquete de
papel madera que anunciaba vigilantes, bolas de fraile
y demás. Cuando el Caruchita (así lo llamábamos por
razones obvias) se dio cuenta de que tenía que
empezar a frenar si no quería estrolarse contra
nosotros, ya era medio tarde, y no le quedó otra que
tirar la bici de costado, como derrapando, e ir
cayéndose al carajo junto con ella en la vereda de
baldosas rasposas. Simultáneamente, y en cámara
lenta, como en las películas, viene saliendo de la
panadería Diego Alejandro con la bolsa del pan llena
de figacitas. Carucha se la vio venir, el accidente
estaba por ocurrir, y la carcajada vomitiva al caer.
Reaccionó rápido. Como un soldado de una unidad
especial del ejército. Giró sobre sus talones y
señalando hacia la dirección opuesta en la que venía
Caruchita lo hizo girar también a Diego Alejandro
moviéndolo como a un trompo por los hombros.
“¡Mirá ese Escort rojo! ¡Ese es el que te decía!” Diego
Alejandro no entendió y preguntó de qué estaba
hablando. Mientras tanto Caruchita se había hecho
pelota, se había raspado toda la pierna, y de haberlo
filmado habríamos ganado el premio del programa de
Tinelli. Fue espectacular. Nos tapamos la boca con
unas medialunas para no reírnos en voz alta. Y
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Caruchita, —hay que reconocerlo, estuvo muy bien—
se levantó como un rayo como si no le doliese nada, y
se paró con nosotros así de una. Mientras tanto,
Carucha le decía a Diego Alejandro que se había
confundido, que había hablado de ese Escort Rojo con
alerones deportivos con Sanchito y no con él. Recién
en ese momento Diego Alejandro pudo darse vuelta y
nos vio a todos. Incluido a Caruchita, que, si no me
equivoco, dejó escapar una lágrima de dolor por su ojo
derecho. Todo por no escucharlo reír. Hijo de puta el
Diego Alejandro. No lo dejamos reírse más.
Contábamos de mascotas que se nos murieron en el
pasado cuando estábamos cerca de él. Cosas por el
estilo. Ni en los cumpleaños nos reíamos a su
alrededor. Siempre haciéndonos los darks. Se debe
haber aburrido tanto con nosotros que seguro fue por
eso que se mudó a Quilmes. Y ahora, el muy turro
viene a violar este silencio pre-mortal con el recuerdo
apestoso de su risa. Si serás hijo de puta Diego
Alejandro. Uno podría pensar que te viniste a despedir
blandiendo tu risa a modo de venganza. Hijo de puta.
Lo lograste.
Y esta silla del demonio, más incómoda no podía
ser. Se supone que no debería ser así. Las miles de
películas que uno ve y al final no sirven de nada. Ni
última cena, ni última voluntad, ni el diablito y el
angelito parados en mis hombros decidiendo quién me
lleva y a dónde: si al cielo o al infierno. Todas
mentiras; puras patrañas. No sea cosa que me lleve una
buena sensación de este mundo, ¿no? ¿Qué les cuesta?
Me vas a venir a decir ahora que es parte del castigo.
61
Es como aquellos que los mandan a la cárcel por 101
años. Como si ese año extra fuese a marcar la
diferencia. Idiotas.
Mary me pidió ese favor con su infinita sonrisa y
algo de transpiración en el pecho, a pesar del fuerte
aire acondicionado; me podría haber pedido que le
haga una ensalada de tiburón vivo con mermelada de
coco y se la habría preparado. Yo estaba
completamente entregado en devolución por la
espléndida experiencia vivida en esa suite
Californiana. Mientras me explicaba lo que quería de
mí, yo me iba imaginando que eso obligaba a un nuevo
encuentro y ya practicaba en mi mente, a la velocidad
de la luz, todo lo que pensaba hacer con ella. Si este
viaje a California ya era lo más increíble, por lejos,
que me había pasado en la vida, Mary le estaba dando
ribetes de sobrenatural. Recuerdo que en ese momento,
mientras vagamente escuchaba lo que decía, pensé que
tenía que lograr sacarle una foto, aunque más no fuese,
en bikini. Mínimo. Y si era una de esas que se sacan
en la intimidad, con la sábana como único escudo,
tapando apenas lo que se debe ocultar, entonces ya iba
a tener como para que no desconfíen de mí. Tenía que
buscar la forma de salir en la foto de una manera
creíble. La gente sabe que con la computadora me doy
maña y que aún así podía ser un photoshop trucho.
Pensé en sacar la foto enfrente del espejo, como para
aparecer “sin querer” en la imagen, y con eso ya sería
lo suficientemente complicado como para trucar.
Pensé pensé y pensé. Pero no llegué a tanto.
62
Mary quería que la ayudase en algo. Tenía no sé
qué historia con un tipo que había sido su pareja, pero
habían terminado mal, entonces no quería cruzárselo.
Y necesitaba que vaya yo por ella a llevar una carta.
Yo pensé que era una boludez romántica, alguna carta
de despedida, algo así. Lo enfoqué para el lado del kía
porque… no sé por qué. Me la imaginé tratando de
suavizar las cosas porque seguramente preveía que se
lo iba a cruzar de nuevo y a lo mejor convenía que
todo quedase más pacífico entre ellos. Cualquier cosa
me imaginé, porque ni siquiera era una carta. Era un
sobre. Un sobre había dicho. Yo aluciné el resto. Mi
enorme favor, que lo decía con cara de nenita para
parecer más dulce era simplemente llevarle el sobre a
una persona llamada Ernestico. Era de cabeza un
cubano, ¿no? Podría haber sido de cualquier otro país
de centro América pero yo había decidido dentro mío
que era cubano, y guevarista al mango. El nombre lo
decía todo.
Me tenía que encontrar con él en la misma playa
en la que habíamos estado toda la tarde, pero bien
entrada la noche. A eso de las 2 de la mañana.
Desconocía los planes de Neotactics para esa noche o
si había algo organizado. No había estado en el hotel
desde entonces y reparé en que toda la organización
perfecta que hasta ese momento habían mostrado, se
caía un poco en el ranking porque no nos habían
avisado nada más. Nos depositaron en el hotel muy
gentilmente pero sin un celular en nuestro poder,
¿cómo iban a ubicarnos? No nos dijeron que nos
quedemos en el hotel ni tampoco que nos podíamos ir
63
a pasear. Y era obvio que nos íbamos a ir a pasear,
¿no? Quizás habían deslizado por debajo de la puerta
un cronograma de actividades para más tarde y me lo
estaba perdiendo. Quizás Marco Lonegan nos estuvo
esperando en la playa para la primer y tan cotizada
clase de surf. Qué desaire para el número uno si no
aparecíamos. Y qué boludo de mi parte de no haber
sospechado que el sobre de Mary no era lo que yo me
imaginaba al estar ya concertada la cita a tal hora y en
tal lugar con el supuesto ex-novio. Ahora todo me
parece mucho más obvio, pero en el momento lo vi
diferente.
Tenía algunas horas para volver a mi habitación,
comer algo —de repente me di cuenta del hambre
voraz que me atacaba—, bañarme y hasta descansar.
Si me lo encontraba a Guarnel hasta tendría tiempo de
contarle de mis hazañas y de mi penetración cultural al
gigante yanqui del norte.
Me lo encontré. Guarnel ya parecía estar más a
gusto en el hotel. El tímido dominicano que no se
movió por 15 minutos al llegar, ahora se paseaba en
bata por la habitación con una actitud de capo mafia
profesional. Estaba fumando un habano —que hizo
que me preguntase si los habanos buenos solamente
venían de Cuba o si era una cosa típica de todos los
países de Centroamérica— y me explicaba que con un
billete había logrado que el conserje del hotel
desconectara el detector de humo de la habitación para
que no cayesen los de seguridad llamados por la nube
espesa que producía el cigarro. Todo un cambio.
Ahora en la pieza el aire se volvía táctil. Abrí la puerta
64
del balcón para poder respirar un poco. Guarnel puso
cara. No me importó. Es más… creo que se debería
haber disculpado él mismo por no haberla abierto
antes. ¡No era su habitación solamente! Ese es el típico
error que cometo cuando quiero empezar con el pie
derecho una relación. Arranco simpático, poniendo lo
mejor de mí, dejando claro que hay buena onda.
Confiando en el otro, siendo generoso, compañero,
gamba. Todo. El problema es que cuando hay que
poner los puntos sobre las íes uno ya no puede cambiar
de onda y ponerse firme así nomás. No podía de
repente cambiar la cara y decirle “discúlpame, pero es
una falta de respeto y bla bla bla” después de haber
estado delirando juntos en la playa, cagándonos de
risa. Cuando uno pone distancia, entonces sí, pero si
de entrada rompés esa distancia con el objetivo de que
haya buena onda, cuando el otro se pasa de la raya,
cagaste. Así es que siempre que la gente la caga con
algo (porque siempre la cagan, ¡siempre!) me
arrepiento de haber dado luz verde a la buena onda tan
rápido y me juro y perjuro que la próxima vez voy a
tomar distancia y ser más cerrado, más observador y
menos revelador de mí mismo, cosa de no sorprender a
nadie si de buenas a primeras tengo que ir a quejarme
para que lo saquen de mi habitación por bardero e hijo
de puta.
Cuando le empecé a contar, arrancando por el
principio, Guarnel no pareció muy interesado. Creo
que no quiso que existiese esa conversación entre
nosotros. Me cambiaba de tema o me interrumpía
constantemente desanimándome a contar el resto.
65
Ahora entiendo que lo que quiso fue justamente tomar
distancia por si algo salía mal. Solamente ahora lo
entiendo, cuando ya es muy tarde y el gordo seguro
está atendiendo sus asuntos en algún lugar lejano, bien
apartado de las costas de California.
Las 2 de la mañana se me vinieron encima
cuando me desperté sobresaltado con el ruido de los
parlantes de un auto que pasó por la calle. No sé si lo
soñé o era efectivamente un tema de Jennifer López.
Miré el reloj y lo que iba a ser una siestita nocturna se
había transformado en cuatro horas largas de sueño
profundo. El aire en la habitación seguía espeso y
viciado por el cigarro cubano. La puerta al balcón
estaba nuevamente cerrada. La puta que lo parió,
recuerdo que dije refregándome los ojos. Desde esa
noche ya no recuerdo ningún otro sueño. Nadie sabe
explicar por qué algunos sueños los recordamos y
otras mañanas nos despertamos con la cabeza en
blanco. Tanta tecnología e invento al pedo y nadie
inventó un grabador de sueños. Podés irte de tu casa a
la mañana y volver a la noche para ver todos los
estúpidos programas de televisión que te perdiste
durante el día gracias a los avances de la industria del
entretenimiento, grabadores en discos rígidos del
tamaño de un paquete de cigarrillos, pantallas
interactivas y toda la parafernalia. Todo inútil. Los
sueños, con su enorme cantidad de información sobre
nuestro subconsciente, siguen ahí por los siglos de los
siglos, sin que se puedan ver ni oír, o al menos saber si
soñamos o no. Y esa noche, en esas cuatro horas, soñé
con mi propia muerte. Qué irónico. Soñé que robaba
66
un auto porque llegaba tarde a algún lado. Nunca supe
a dónde. Creo que en los sueños es muy común eso.
Uno siempre empieza contando “estaba en un lugar
que no se bien cuál era…”; “nos fuimos a una casa que
en el sueño no reconocí”; “estaba viendo un recital de
no sé qué banda”… No me explico por qué esos
detalles nunca los recordamos. Dicen que los sueños se
componen de cosas que vimos al pasar. Si era un
recital, probablemente era de una banda que uno vio
de refilón en MTV esa tarde, o de un cantante cuya
canción escuchamos en el colectivo. Y nada. Uno se
acuerda solamente determinada parte del sueño. No
importa cuán meticuloso seas en la vida real; por más
esfuerzos que hagas, no te vas a acordar. Es como
decía mi primo menor Maxi: tenemos dos pares de
orejas, un par escucha lo que pensamos y contestamos,
y el otro las cosas que van directo al cerebro sin que
nos demos cuenta. En mi sueño en el hotel, yo salía de
comprar algo en una estación de servicio en una
parada que había hecho el micro en el que viajaba
junto con otras personas, todas conocidas, pero que
tampoco recordaba; era solo la sensación de haber
estado con gente conocida por mí. Tipo excursión.
Todos íbamos a algún lado. Quién te dice que no era a
un recital. Ahora que lo pienso, sí… ¡creo que era un
recital! Algo así como uno de esos tours organizados
que comprás un paquete que incluye hotel por cuatro
días, la entrada a un recital, y pasaje de vuelta
incluyendo los traslados internos. Tipo chárter. No…
no sé si un recital o un partido de fútbol. No me puedo
acordar del todo. El asunto es que por culpa de algunos
67
integrantes del grupo, llevábamos retraso. Y encima
pedían parar para ir al baño. Sin poder evitarlo, y
puteando, decidí que iba a bajar igual del micro. Total,
yo no iba a retrasarlo más, y quedándome arriba
tampoco iba a acelerar el trámite. Un toque, bajar,
comprar algo para tomar, y volver a subir de un salto.
Al entrar al kiosco de la estación de servicio vi como
un tipo salía del auto —un Chevrolet compacto— y
mientras cargaba nafta, entraba al kiosko con sus dos
hijos a comprar cosas. Cuando el tipo estaba pagando
escuché que los dos pendejos le hacían una escena
porque preferían helado y no galletitas. El padre les
decía que si tenían hambre, helado no les iba a
comprar. Y seguía la discusión. Yo pagué con el
cambio justo y salí. No tuve tiempo de pensarlo y vi el
Chevrolet con el tanque ya lleno, esperando con el
motor en marcha. Eso lo recuerdo bien porque me
pregunté si eso no era peligroso. Jamás había visto a
alguien cargar nafta con el motor en marcha. Pienso
ahora —otro pensamiento totalmente al pedo— si la
nafta que se gasta al estar en marcha, se la cobran o
no; si se gasta a cuenta de lo que está cargando.
Seguro que esa cuenta es fácil de hacer para mis
compañeros del secundario de Lanús; lástima que no
estaba Sandro ahí para preguntarle. Ni acá ahora
tampoco. Eché una mirada rápida al interior del kiosko
y vi a los dos nenes forcejeando con el padre una caja
de helados; miré alrededor y vi que no existían
empleados en la estación de servicio. Era autoservice
con tarjeta de crédito, como las modernas de ahora. No
lo pensé dos veces y me dije que con un auto iba a
68
llegar mucho más rápido a donde mierda fuese que
íbamos en ese micro. Los del grupo iban volviendo
lentamente y yo me zambullí en el Chevrolet previo
descuelgue del surtidor. Cerré la tapita del tanque de
nafta también. Eso me acuerdo. Y le di a la palanca de
cambio. Era automático y eso me frenó un toque.
Nunca había manejado uno así y casi fracaso en la
misión. Hubiese sido terrible que me atrapasen adentro
del auto. Busqué el embriague y no lo encontré,
obviamente; moví la palanca a D y el auto pegó el
tirón y empezó a moverse. Pisé el acelerador y todo
parecía estar en orden. El motor no hacía ruido de
pedir segunda ni nada raro. Y me fui. No me acordaba
si me pescaron, si los del micro me vieron o si se
atrasaron más aún buscándome al ver que no volvía.
Lo que finalmente recuerdo es que el auto quedaba
volcado en la ruta, con fuego por todos lados, y de mí
no había rastros. Me moría en ese auto robado. Es raro
de pensar que en el sueño uno mira con sus propios
ojos y yo recordaba la imagen del auto volcado a un
costado de la ruta, en llamas. Si lo estaba viendo
quizás era porque estaba afuera o había logrado salir.
Sin embargo la sensación al despertarme era que me
había muerto. A lo mejor es así cuando uno se muere,
y el cuerpo semitransparente con alitas que se va al
cielo mira la última escena despidiéndose del planeta
Tierra. No supe ni me acuerdo nada más. Eso era todo.
Me había choreado un auto, había volcado y se había
prendido fuego conmigo adentro. Me había muerto en
el sueño. Quizás mi subconsciente sí había detectado
que algo turbio se me venía encima con el asunto del
69
sobre que había que entregar y ese sueño era una señal.
Si hubiese estudiado psicología, quizá habría
entendido la indirecta. No había tiempo para eso. Me
vestí, saqué el sobre del cajón de la mesita de luz, y
me fui para la playa.
Cuando empecé a caminar me di cuenta
enseguida de dos cosas: el público y el clima de
trasnoche, eran completamente diferentes a lo que se
daba durante el día. Yo salí vestido igual que a la tarde
—error que solía cometer en los veranos de Mar del
Plata— y al instante sentí frío. Quise atribuírselo a que
al haber dormido una siesta rara, estaba destemplado.
No es normal despertarse a la una y media de la
mañana para empezar el día. Ahí afuera, la vestimenta
de la gente un poco más sabia que yo me confirmó que
simplemente, a la noche, refresca. Además, las chicas
en bikini patinando, de noche no aparecen. El
ambiente era pesado. Había tipos feos. Feos de cara.
De esos que si te los encontrás en Avenida La Plata al
1400, ahí cerca de la ex cancha de San Lorenzo, cruzás
de vereda por las dudas. Yo caminaba tranquilo pero
sin darme cuenta, iba acelerando el paso. A las dos
cuadras me percaté de una tensión irracional en mi
mano derecha. Tenía el sobre apretado con los dedos
como si fuesen tenazas. Como si se me fuese a caer.
Cuando sos chico y te mandan a comprar algo con un
billete de cien lo agarrás como si fuese el fin del
mundo perderlo. Y quizás lo es. Quizás este sobre
también lo era. O lo fue. O mejor dicho, no perderlo
fue el fin del mundo. O lo que parece que va a ser el
70
fin del mundo. El fin del mundo para mí. En un par de
minutos más.
Bajando a la playa para encontrar al famoso
Ernestico, apareció de la nada el rubio esquelético que
había estado charlando con Guarnel en el bar. Así
como desapareció abruptamente a la tarde, apareció
como salido de debajo de una baldosa. En ese contexto
de gente rara, dudé un instante si situarlo en el bando
de los que temo o los que me dan seguridad. Opté por
aliarme a él por razones de antigüedad, si es que unas
ráfagas de haberlo visto con Guarnel se consideran
conocer a alguien.
El rubio esquelético me dijo que estaba yendo en
la dirección equivocada. Al margen de no entender
cómo sabía a dónde me dirigía, el tipo tenía razón. Me
había confundido. La bajada a la playa se bifurcaba en
dos, una para cada lado, y yo me estaba yendo por la
que terminaba en un restaurante de frutos del mar. No
llegué a preguntarle cómo sabía cuál era mi destino,
que el rubio había desaparecido sin hacer ruido ni
dejar rastro. Me había dado vuelta para mostrarle el
bar al que supuestamente iba a ir, y al hacerlo me
encontré con que efectivamente había un restaurante
con techo de paja y un cartel con un cangrejo enorme
arriba con bordes de neón naranja titilando. Giré otra
vez en su dirección y ya no estaba. En ese momento no
lo pensé, pero ahora se me viene a la memoria The
Truman Show, cuando Jim Carrey se pone a
improvisar y le mandan a alguien salido de la nada a
corregir sus zapadas diarias para que haga lo que se
supone que tiene que hacer. El rubio esquelético fue
71
puesto por manos mágicas en ese cruce de escaleras
para evitar que me fuese al carajo. No parecía un error
tan grave, porque al llegar al restaurante me habría
dado cuenta de mi equivocación al instante. ¿Cuánto
me podría haber demorado? Aún así estaba llegando
temprano. Sin embargo, fui puntual. Llegué a las dos
menos un minuto al lugar del encuentro. Y ahí empezó
la fiesta.
1 Un minuto. Sesenta segundos. Un montón de
milisegundos que pasan tan rápido que no se pueden
contar. Contarlos sería una pérdida de tiempo porque
al final, ya sería justamente eso: el final. Mientras
pienso esto, se me van los preciosos últimos segundos
de lo que queda de mi vida.
Siempre que miraba televisión y mostraban un
reloj en cuenta regresiva que iba a detonar una bomba,
yo contaba para adentro cuando dejaban de enfocar al
reloj para ver si de verdad transcurrían los segundos
que decían ser. Y siempre mentían. Veía 27, 26, 25…
y de repente enfocaban al James Bond de turno que se
trataba de zafar de la soga que lo ataba a un gancho en
la pared húmeda de un sótano. 24, 23, 22… contaba
para adentro; 21, 20, 19… El héroe se estaba aflojando
la cuerda de la mano derecha. 18, 17, 16… y la cámara
volvía a enfocar el reloj de la bomba y se veía un 21
72
mentiroso. Tan brillante como mentiroso. Y uno decía
“loco, ¡no me jodás! Si vas a mentir, por lo menos
hacelo más habilidoso al tipo para que se saque las
sogas más rápido, pero no me mientas con el reloj,
¡porque es muy obvio!”.
Me pregunto si existirá en mi historia ese
teléfono salvador que suena, la puta madre, siempre 3
segundos antes de que bajen la palanca de la corriente
para la silla eléctrica. Nunca suena una hora antes
cuando el tipo está cenando su última comida. No. No
son tan eficientes. Tienen que hacerse la paja durante
todo el día y recién cuando están por freírle el cerebro
al condenado, ahí el juez va y dice “bueh, tá bien, lo
perdonamos al vago este”, y hace la maldita llamada.
Y no, no estaba llamando ningún juez. No por
mala onda, sino porque ningún juez sabía que yo
estaba atado a una silla de mimbre, prácticamente en
bolas, quemado con cigarrillos en todo el cuerpo, con
mechones de pelo arrancado y tres lastimaduras
todavía goteando sangre. Y aunque lo supiese, no por
estar sufriendo físicamente me habría salvado. Solo le
agregaría más dramatismo. Me puse a pensar de
verdad quién podía ser la persona que fuese a
salvarme, o que tuviese el poder de hacerlo. Si existía
la mínima chance de que alguien se diese cuenta de
que no aparecí más por el hotel, o que quizás ese
Marko Lonegan sea media pila de averiguar qué pasa,
y resulte ser un aventurero de película, musculoso y
superhéroe y viniese con su pandilla de surfers a
rescatarme de acá.
73
Me habían hecho mierda. Y si hubiese podido
vender a mi madre a cambio de parar el dolor, lo
habría hecho. Todos los que en las películas se bancan
una tortura son los mayores exponentes de la magia de
la televisión. Bullshit. Imposible no hacer lo que sea
necesario para parar el dolor. No hay entrenamiento
que valga. Ni hablar de las tremendas quemaduras de
los cigarrillos; hablemos de una trompada en la cara
lisa y llana: nadie puede levantarse como si nada de
una trompada machaza en la jeta. Nadie. El mundo se
da vueltas patas para arriba y ni siquiera podés pensar
en cómo te llamás. Se te borra el cerebro y tenés la
sensación de estar verdaderamente muerto. Todos esos
Bruce Willis que reciben una trompada en la quijada y
se dan el lujo de poner cara de “¿a mí me venís a
pegar, fiera?”, mienten de punta a punta. Después de
una piña así, lo mejor que te puede pasar es caerte de
cara al piso para evitar el gancho cruzado de vuelta
que te remate del todo. El dolor es algo insoportable.
Así como el cerebro instintivamente ordena sacar los
dedos de un cajón hacia afuera cuando se los agarra,
también intenta que pare el dolor cuando le presionan
un dedo con una pinza hasta hacerle saltar la uña. Lo
que sea. Confesando un crimen, implicando a un
inocente, delatando a un amigo. El dolor es el dueño
de nuestros actos, el tirano de nuestra conciencia, el
asesino de nuestros valores más fuertemente acuñados.
Puede convertirnos en lo que se le antoje. Lo que años
de libros de autoayuda, terapia, o drogas no pueden
conseguir en cuanto a cambiar la personalidad de
alguien, el dolor logra a su antojo convertirlo en
74
segundos. Sos capaz de hacer lo que sea con tal de que
pare.
Sin embargo, yo no pude parar el dolor. No supe
qué decir. No supe qué tenía que decir. No pude
imaginar que podría haber dicho aunque fuese mentira,
con tal de que parasen de golpearme y de hacerme
mierda. No tenía idea de lo que me hablaban. Era
ridículo ser inocente. Hubiese preferido ser culpable
de algo para al menos sentir que me merecía las
patadas en las costillas o las escupidas en la cara; la
humillación de ser orinado por tres tipos en la cabeza.
Invocar el nombre de Mary no sirvió de nada.
Quizás ni fuese su nombre verdadero, maldita diosa de
la belleza y del mal al mismo tiempo. Me había hecho
caer como un suicida en el océano con una piedra al
cuello. Me había mandado con la cantidad de plata
equivocada, alejada por mucho de la suma esperada.
Yo no sabía que llevaba dinero. No entendía cómo
había confiado en mí. Podría haberme escapado con
esos tres mil putos dólares. Me habría alcanzado con
eso para pasarla de maravillas. Y los tipos de bigotes
—porque todos tenían bigotes, como si fuesen
obligatorios— esperaban 30 mil. Intenté esbozar la
remota pero aún posible chance de que alguien hubiese
entendido mal el número de la plata a entregar, ya que
entre 3 y 30 hay poca cosa diferente. No me hicieron
caso. El encuentro en la playa fue tan breve que no
recuerdo cómo fui a parar tan velozmente al baúl de
ese Ford Crown Victoria.
Mirá si seré pelotudo que teniendo diez años —o
más— de series policiales encima, lo primero que me
75
puse a pensar, cuando cerraron el baúl, es cómo podía
ser que lo tuviesen tan vacío. Todos los baúles de los
autos se convierten tarde o temprano en una pieza más
de la casa. Todo lo que no entra en el placard, todo lo
que remotamente puede tener posibilidades de ser
usado en alguna plaza o picnic o playa, va a parar al
baúl un sábado a la mañana y jamás vuelve a la casa.
Ya sea porque da fiaca subirlo al departamento o
porque se llenó de arena o tierra, o simplemente
porque sabes que, cuando esos patines salieron del
lavadero, al instante otro bulto molesto les ocupó su
lugar y si subís algún día de nuevo con esos patines, te
los vas a tener que poner de sombrero. Y quedan ahí,
en el baúl, junto con las balizas, con el gato, con las
sillas de playa, con la pelota de fútbol (que hace meses
está desinflada y es al pedo tenerla ahí sin inflador a la
vista), con una campera que un día te llevaste por si
refrescaba y te pareció buena idea tenerla de repuesto
por si las moscas, con un vino que al final te olvidaste
y no te da para tirarlo pero a la vez no te animás a
tomarlo por el calor que debe haber sufrido ahí
adentro. En cambio, este baúl, estaba vacío. Enorme y
confortable. No tuve siquiera que acurrucarme. Podría
haber dormido una siesta de haber sido más largo el
viaje. Cuando terminé con mis pelotudas reflexiones
acerca de todo lo que podría haber habido en el baúl en
vez de pensar si había alguna forma de abrirlo desde
adentro, se me ocurrió que seguramente no era el
primero en entrar en ese “sexto asiento” del Ford.
Seguramente lo tenían desocupado porque todos los
martes y viernes secuestraban a alguien. No cabía
76
duda. Y claro… si tenían que pedir rescate, no podían
entregar al secuestrado en malas condiciones. No
podían machucarlo con herramientas o elementos
punzantes. Había que cuidar la mercadería de
intercambio.
Sentí que tenía que golpear el baúl para hacer
ruido, como había visto en muchas películas. Creo que
grité “¡Ayuda! ¡Ayuda!”. Pero me detuve enseguida.
Nunca había visto una película en la que a alguien
realmente lo hubiesen ayudado en esa situación. Lo
único que me habría salvado hubiese sido que la
policía los detuviese y los obligase a abrir el baúl. Ahí
yo aparecería en todo mi esplendor, gritando “help me,
help me”, como si fuese uno de los Beatles. Nada.
Cuando llegás a yanquilandia, te das cuenta de que la
TV es una gran mentira. Nada funciona. No tenés un
alambrecito para abrir el baúl, la iluminación tenue
que ves en los baúles no existe, no ves absolutamente
nada (maldito director que inventa luces inexistentes
para poder filmar) y tampoco tenés temple de acero.
Hay que decirlo. Lo único que pensás es en que te vas
a morir en breves instantes. Tenés miedo de hacer
cualquier cosa que empeore la situación. En vez de
pensar que podés hacer algo que te ayude, te paralizás
y decís “al menos todavía no me cortaron una oreja o
un dedo”. Y no haces nada. Simplemente nada.
Pasados unos minutos en los que tampoco llegué
a acalambrarme, llegamos a destino. Dos de los tres
con bigotes me sacaron sin pronunciar palabra. Otra
falla en el guión más: ¿por qué no tenían máscaras o
capuchas? ¿no tenían miedo que les viese la cara y los
77
reconociese en un eventual escape o liberación? ¿tan
arreglados con la ley estaban que no tenían siquiera
dudas? ¿acaso se iban a afeitar los bigotes y luego
jamás los reconocería? O estaban completamente
seguros de que me iban a matar. Puta madre, estaba
totalmente desconcertado. Aunque hasta ese momento
todavía conservaba cierta cuota de diversión; diversión
macabra, pero diversión al fin. No sé… creo que en
algún lugar todavía creía que era un sueño o algo así.
Dicen que para despertarse (bueno, a decir verdad no
lo dicen, también lo vi en la televisión) hay que
pellizcarse un brazo. No tuve necesidad. Apenas
bajado del baúl, me tiraron al piso como si fuese un
tronco, y me golpeé la cabeza muy feo. Me aturdió
tanto que supe que no era un sueño. Se me nubló la
vista y los sentidos se alteraron un poco. No conseguía
darme cuenta del dolor que sentía por el golpe. Encima
creo que las primeras dos patadas no las sentí. Más
bien parecieron empujones. Para cuando se me arregló
la visión, pude ver como uno de los del Ejército Bigote
se acercaba con un palo, blandiéndolo en mi dirección
con cara de asesino. Dice la TV: rodá sobre vos
mismo, el malo le pega al piso, con la mano de ese
costado le sacás el palo y se lo clavás en el estómago,
usándolo de palanca para levantarte en un mismo
movimiento, y rematarlo con una patada acompañada
de un grito karateca. Dice la realidad: el palo me lo
puso en el hombro, y nunca sabré si la clavícula, que
me sigue matando de dolor, me la rompió o no. Pero
que me la dio, me la dio. Recuerdo que antes de sentir
el dolor tuve impresión por el ruido que hizo contra mi
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hueso. Esos ruidos que en todas las caídas al piso que
tuviste en tu vida, todos los porrazos, cabezazos y
demás, jamás habías escuchado. Ruido que al ser
diferente te anuncia que te va a pasar inmediatamente
algo que hasta ahora jamás te había pasado. Que vas a
sentir un dolor nuevo, que supera a los demás, que
deja a los más terribles dolores como pequeñas nanas.
Enseguida vinieron más patadas y más palazos. Todo
eso sin tratar de averiguar si me lo había pensado
mejor y quizás quería decirles dónde estaba el resto del
dinero. Parecía que no lo querían. Que estaban más
interesados en cagarme a palos, literalmente. O a esa
altura probablemente se había aclarado todo el
malentendido y tenían que matarme de todas maneras
para que no los delate por ser una banda de bigotes
asesinos. Para el caso daba igual: estaba siendo molido
a golpes. Mi respiración no existía mientras me
pegaban. Eso lo puedo asegurar porque de haber
tenido un poquitito de aire, lo habría usado para gritar.
O al menos para pedir por favor que paren. Tenía la
enorme necesidad de gritar. No alcanzaba a tener
tiempo de registrar la magnitud de un golpe que ya
llegaba el otro. Hasta recuerdo que lo pensé. Pensé
esto mismo que estoy pensando ahora, y dije que no
iba a poder explicar esta sensación increíble a nadie,
porque ese era el final de mi vida. Me iba a morir en
cualquier momento y no le iba a poder contar a nadie
lo que se siente tener que gritar, pero antes de poder
hacerlo, recibir otra vez una nueva orden del cerebro
que dice “dejá todo lo que estás haciendo y gritá” y lo
que estabas haciendo era intentando gritar, y ahí viene
79
otro y otro y otro, y el cerebro hace lo que puede con
semejante paliza, te dice que grites y vos, pobrecito, ya
no tenés respuesta de ningún tipo; ni al grito, ni al
dolor.
Pero no me iba a morir en cualquier momento.
No en cualquier momento. Iba a ser cuando ellos lo
decidiesen. Y ese momento está por ocurrir ahora.
Cuánto quedarán… ¿veinte segundos? ¿cuánto se
puede pensar en veinte segundos? ¿qué tanto uno
puede volverse creyente de alguna religión y esperar
por un verdadero milagro? Tendría que saber a qué
Dios rezarle. Cuál es la religión con menos requisitos
de entrada y pruebas de fe, que pueda ofrecer
resultados inmediatos. Juro que si empezasen con una
buena, yo me dedicaría la vida entera a ofrendarles mi
devoción. Tiene que haber alguna. Como en esas
promociones, que al suscribirte te regalan algo, así de
entrada nomás, y después vendrán los pagos, cuyo
fastidio será apaciguado por el hecho de haber recibido
una buena al principio, que te predispone mejor para
cualquier tipo de sacrificio que eso implique. Seguro
que los testigos de Jehová son los que piden poco de
entrada. Esos que andan tocando timbres y que no les
importa una mierda si sos un tipo creyente o no. Ellos
quieren que nada más les abras la puerta. Mirá si será
fácil. No es como los judíos que primero que nada, te
tenés que cortar la pistola. Ahí vas muerto. Si así
empiezan, imaginate la que habrá que transpirar para
recibir el pequeñísimo milagro de salvarte la vida de
una banda de traficantes asesinos y bigotudos.
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Quizás los milagros se dan en forma aleatoria y
en forma estadística se distribuyen aquí y allá, sin un
patrón específico. Hoy toca en Angola, mañana en
Nueva Zelandia, pasado en Berazategui. O quizás no
es así y hay ciertas ciudades, como Amaichá, ese
pueblito de Tucumán, en el que viven dos gatos locos
y día por medio sale en el diario que ahí ocurrió otro
milagro. Primero que la virgen lloró; después que el
intendente, que era lisiado con diploma, un buen día se
paró y empezó a caminar; un par de semanas después
el ciego del Bar “El Toldo” de repente vio la luz y
largó los Ray Ban oscuros. Todo eso en una
concentración de milagros inaudita, injusta y
segregacionista. O quizás el agua de esa zona viene de
un pozo con uranio y alucinan todos. La suerte quizás
quiera que por haberme movido de mi residencia
habitual, me pierda el milagro que geográficamente
me correspondía. Me imagino reclamando al 0-800-
MILAGROS, y escuchando como me dicen “Señor,
nosotros estuvimos en la puerta de su casa con Bar
Rafaeli en bikini y usted no nos abrió. Nosotros no nos
podemos quedar todo el día. Tenemos otros milagros
que atender. Imagínese si no hubiésemos llegado a
tiempo para darle el empate a Platense en ese partido
contra El Porvenir, jugando con 8 hombres”.
Yo lo intenté. Les juré que les iba a conseguir la
plata en menos de cinco horas. Intenté la desesperada.
Mentí. Tenía que ganar tiempo. Veía venir la muerte
en el próximo patadón. Era mentir o morir, y a mí me
enseñaron de chiquito que si algo te amenaza de
muerte, vale todo y las leyes no existen. Podés matar o
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hacer lo que sea para evitar que te maten, ¡lo que sea!
y después, con tiempo, les explicarás a las autoridades
la situación y seguramente al cabo de un par de firmas
protocolares en una docena de formularios, vas a poder
seguir con tu vida normalmente. A lo sumo una multa
si lo que hiciste es manejar a 200 kilómetros por hora
para alejarte de una pandilla de punks armados. Estos
no lo quisieron escuchar. Nada. Ni siquiera dudaron
como diciendo “pará, por ahí este boludo escondió la
plata y se arrepintió, dejémoslo hablar”. Era como si
todo el cuento de la guita robada fuese una excusa para
decir en voz alta mientras cumplían la misión de
matarme, que era lo único que les importaba y el
motivo real de la misión. Pero ¿quién podría querer
matarme? No tengo siquiera enemigos en Internet que,
en el peor de los casos, hubiesen podido averiguar
dónde estoy y mandado una pandilla de bigotes
asesinos a vengarse por un tuit ofensivo. Nada. Ni idea
tengo.
Y cuando estuve al borde de pedir que me
maten, que me sacrifiquen como a un caballo
lesionado en la espina dorsal sufriendo como una
madre polaca, justo en ese momento, entró la otra
belleza de la playa: Laurie.
Caminó entrando a la habitación —o garaje o lo
que sea que fuese ese lugar en el que estaba siendo
torturado— vestida como para una fiesta. Era muy raro
ver a alguien vestido así en ese lugar en el que la
prenda de vestir más elegante es una bermuda o un
pantalón de gimnasia Adidas. La mina estaba con un
vestido largo de noche con un tajo enorme en la pierna
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derecha, que cada vez que daba un paso te invitaba
instintivamente a alargar el cuello para espiar, ya que
llegaba bien arriba, hasta donde no se debería según
las normas internacionales de etiqueta. Rojo furioso.
Un solo color. Y el pelo, que a la tarde en la playa lo
tenía suelto, enredado, salvaje por la vida veraniega y
despeinado, estaba arreglado en forma de cucurucho
invertido sobre su cabeza, brillaba y ostentaba
prolijidad a todas luces. Laurie parecía estar camino a
un casamiento en Buenos Aires. Le faltaba una
carterita de esas que son apenas más grandes que una
billetera que las mujeres suelen llevar a los
casamientos en la mano. Uno se pregunta qué puede
entrar ahí, además de las llaves de la casa. Y enseguida
uno se responde que más que las llaves de la casa y el
auto, sumadas a una tarjeta de crédito y un celular, no
deberían llevar nada más las mujeres en sus carteras.
Sin embargo andan con esos enormes bolsos que
parecieran dejarlas listas para irse a vivir a otro país en
caso de necesitarlo y verse imposibilitadas de volver a
sus hogares. Simplemente dirían “OK, me compro el
pasaje y estoy lista”.
Así de maltrecho como estaba, deseando morir
en ese instante, aun así, recuerdo haber admirado a
Laurie con su apariencia de femme fatal. Es increíble
lo animales alzados que somos los hombres que ni
estando a punto de morir somos capaces de ignorar un
estímulo sexual. Creo que hasta llegué a decirme a mí
mismo “qué fuerte está la hija de puta” cuando debería
haber pensado que quizás su aparición era mi carta de
salvación, o que venía a aclarar el malentendido, o a
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traer la plata o algo, no sé, positivo. Sin embargo antes
de eso me hice tiempo de relamerme con sus piernas
expuestas, su vestido sensual y su pelo imponente.
Los zapatos de Laurie no se veían porque el
vestido caía sobre ellos tapándolos. Igualmente se
intuían —y también se oían— unos tacos seguramente
enormes. Eso lo confirmé justo cuando pensé que la
presencia femenina venía a calmar los ánimos de los
bigotudos y a decirles que la dejasen a ella, que
hablándome bien y dándome de tomar algo fresco,
todo se iba a arreglar. Laurie se acercó caminando y
me dio un tremendo pisotón en la mano con el taco. Lo
único que dijo fue “me di cuenta de que te gustó más
Mary que yo, grandísimo imbécil”. Y el taco se sintió
como un fierro al rojo vivo. Grité. Otro tipo de dolor.
La mano me ardía como si se estuviese prendiendo
fuego. Como si me la estuviesen agujereando con una
Bosch. El dolor subía hasta mi hombro paralizando
todo mi cuerpo. No podía aguantarlo. Traté de
concentrarme para ver si podía desarrollar un
superpoder que me permitiese desconectar la mano de
mi cuerpo con solo pensarlo. No funcionaba. O no
lograba concentrarme del intenso ataque que ocupaba
todos mis sentidos. Estaba traspasando un nuevo nivel
de conocimiento del dolor. Un lugar donde el grito de
desahogo ya no es una opción; un dolor que pertenece
a otro mundo, a otro estado post humano. El grito,
dicen, alivia el dolor en forma psicológica. Está claro
que cuando gritás no te duele menos un pisotón en un
colectivo. Tampoco les duelen menos las inyecciones
a los chicos cuando se ponen a berrear como presos
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torturados en Afganistán. Es por eso que cuando uno
crece se aguanta el instinto de gritar frente a las
enfermeras. El grito frente al dolor responde a un
efecto casi instintivo que hace que relajemos
determinados centros nerviosos que reciben una
sobredosis de estímulos. Cientos de miles de nervios
recargando al cerebro con la misma información pero
en miles de formas distintas de comunicarlo: me duele,
duele, dolor, ay, muerte, fuego, etc… Y el cerebro no
da abasto con tanta data repetida. No puede contestar a
todos con una respuesta que —de todas formas— sería
inútil, ya que no hay nada que el cerebro pueda hacer
para sacar ese clavo de la planta del pie. Entonces,
cual central telefónica sobrecargada al haberse avisado
en la televisión que los primeros cien espectadores en
llamar recibirían un viaje a Brasil con todo pago en un
hotel de cinco estrellas, el cerebro se ve desbordado y
empieza a tirar el manotazo de ahogado: da la orden de
gritar. Y uno grita. El alivio no es para el pie pisoteado
sino para el cerebro sobrecargado de información. Los
pedidos de socorro de la parte damnificada se
transforman en muchas instrucciones: algunas útiles
como dar la orden al pie de salirse de abajo del zapato
que lo aprisiona; todas las otras órdenes son
decorativas: gritar, largar al aire una puteada
exagerada del estilo “¡la connnnncha de tu hermana!”,
llevar los brazos a la pantorrilla atrapando la pierna
pisada como si fuese un torniquete lo que se intenta
hacer. Y finalmente el dolor va pasando. El alivio
llega, los mensajes al cerebro van cesando, la claridad
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vuelve y uno puede pedir explicaciones por el pisotón,
saltar un poquito en un pie, actuar más racionalmente.
Laurie dejó de pisarme la mano habiendo
aliviado su orgullo y su ego lastimado, y se dirigió a la
pandilla:
—Ya encontramos la plata. La tenía la hija de la
chingada de Mary. Ella y su pimpo nos querían estafar.
En ningún momento en la playa me había
parecido extraña su manera de hablar. Tenía un acento
raro, sí, pero el vocabulario era normal. Ahora hablaba
claramente como alguien de otro país, no tan familiar
como antes. “Chingada”, “pimpo”; ¿qué palabras de
mierda eran? ¿Era la nieta de la Chilindrina? ¿Acaso
estuvo disimulando cuando hablaba en español neutro,
como los doblajes de las películas? ¿O como en el
chiste del gangoso, era ahora cuando estaba fingiendo
para hablar con los bigotudos?
Así o así, empezó a caminar hacia la salida y su
corta estancia terminó con una frase que sacudió a
todos:
—Dejen de mirarme el culo, pedazo de
sobadores. Desháganse del imbécil este. Ya no lo
necesitamos.
Y ahí nomás me trajeron para acá. Como en las
películas más baratas de los ochenta. Me ataron a esta
silla y me pusieron frente a este reloj. Me advirtieron
que en cinco venían, que rezara para ver si iba al cielo
o al infierno, porque esa silla iba a ser mi última
estación en este mundo. Eso es lo que me dijeron y
recién ahora me doy cuenta de que no me ocupé de ese
asunto. No sé si voy a ir al cielo o al infierno y no
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tengo ya tiempo de ponerme a pensar qué es mejor o
qué me conviene más. Quizás sea más complicado de
lo que pensamos y sí existe una vida posterior, y hasta
se puede apelar en el cielo y te dejan volver. O en el
infierno realmente se la pasa bien. Con el tiempo uno
va descubriendo que tanto las novelas como las
películas no inventan nada. A medida que uno crece y
le van pasando cosas en la vida, parecidas a tal o cual
película; aparecen como obvias las inspiraciones que
tomaron los directores de cine que uno suponía genios
de las tramas y argumentos intrincados. No. Nada de
eso. Todo está ocurriendo a la vuelta de la esquina,
debajo de tus narices. Los escritores no tienen una
mente extraterrestre que imagina lo inexistente. No
son Dios que inventó una tortuga sin que antes
existiese algo similar. Los tipos que inventan
argumentos de películas tienen parientes o amigos o
ellos mismos que han tenido experiencias jodidas, y
que poniéndoles una música de fondo y un actor
conocido, las transforman en una forma de
manutención; en una película que recauda millones. La
gente dice “qué imaginación tuvo el director” cuando
en realidad lo único que hizo es descargarse contando
en voz alta su propia historia. Y el tema del cielo o el
infierno, tan recurrente y casi siempre de la misma
manera en todas las películas o libros, seguramente
viene de alguna referencia real, de alguien que tiene
conexiones allá arriba y batió la posta. Solamente a
algunos les consta, y esa data llegó a Hollywood para
quedarse, como un secreto bien guardado.
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No importa. Creo que no importa ya. Digamos
que creo en el destino y que nada que pueda hacer en
los segundos que me quedan puede cambiar el balance,
—si es que alguien lo está haciendo en este
momento— para decidir a dónde mandarme, o para
cambiar un destino predeterminado escrito hace ya
muchos años atrás, en el que no solo el resultado ya
era sabido sino también todo lo que hice en este viaje,
que definió en una manera aparentemente casual o
azarosa, que en este momento alguien venga a
liquidarme.
Puntuales, llegando los cinco minutos, entran
ahora dos tipos. Uno con una pistola con silenciador
(que siempre pensé que no existían, que era un invento
cinematográfico) y el otro con una bolsa gruesa de
nylon negra. Estaba seguro de que era para ponérmela
en la cabeza y que no viese el momento de la
ejecución. Quizás era la idea original. Pero algo
cambió. El de bigotes con la pistola, sin mirar atrás,
me la puso en la frente. Apretó como queriendo dejar
una marquita donde apuntar. Como si estuviese por
colgar un cuadro y con la punta del clavo hace una
pequeña “X” en la pared. Fijar el lugar. No llegó a
mirar para atrás para confirmar con su socio que había
llegado el momento porque sencillamente él sabía que
había llegado el momento. El otro, que había quedado
atrás, en un solo movimiento encapuchó al de la
pistola con la bolsa de nylon y lo cerró con un alambre
alrededor del cuello, creo yo para que no se pudiese
mover, ya que si era para sacarle el aire, con la bolsa
alcanzaba. Yo dejé de respirar. Pensé que ya estaba
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muerto y por eso no tenía necesidad de seguir
metiendo aire a los pulmones. Pero no. Era por el
asombro de lo que estaba viendo en ese momento.
Inesperado totalmente. Hollywoodense al fin. El de
atrás le pegó un planchazo en la parte de atrás de las
rodillas al de la pistola para evitar que siguiese
manoteando con el chumbo por el aire (ya no se podía
saber quién iba a recibir el balazo volador) y el
bigotudo armado cayó al piso. Un pisotón de su
compañero (o ex-compañero quizás debería decir) lo
obligó a soltar el revólver y ahí fue cuando escuché las
últimas dos palabras en ese recinto. “¡A volar!”. Quise
decirle que necesitaba que me desate primero porque
mis manos y piernas estaban fuertemente ligadas a la
silla con sogas dolorosas y gruesas. Al bajar la vista
hacia mis muñecas me sorprendí al verlas libres de
toda atadura. No entendía cómo el inesperado amigo
bigotudo había resuelto ese tema en medio de la
trifulca. Yo no había visto ninguna mano acercarse a
mí, pero era un hecho que nada me impedía separarme
de la silla en la cual había estado inmóvil por los
últimos 5 minutos. Entonces me paré y le hice caso.
Como todo lo que me fueron diciendo y acaté con tal
de que el dolor parase. Acaté una vez más y volé.
Corrí de ahí sin mirar atrás y ni siquiera a los costados.
Estaba seguro de que no iba a poder dar más de diez
pasos y un balazo me iba a frenar en seco, y al cabo de
unos segundos, algún otro bigotudo vendría a
confirmarlo: “is dead”. Pero no. Corrí. Y corrí. Y
corrí.
Y acá llegué. Al verdadero paraíso.
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