EL JOVEN EPILÉPTICO
El caso del joven epiléptico, presentado por los sinópticos (cf. Mt. 17,14-20;
Mc. 9,14-29; Lc. 9,37-43a), sucede a continuación de la transfiguración de Jesús y
produce un alto impacto por el cambio de escena. Jesús se transfigura sobre la
montaña. El grupo íntimo formado por Pedro, Santiago y Juan escucha la
revelación:
Éste es mi Hijo amado, escúchenlo (Mc. 9,7).
Al descender de esta manifestación luminosa, vemos a la gente agolpada
alrededor un joven epiléptico, otro hijo único tal vez amado, por cierto no
escuchado. Desde hace mucho tiempo su padre sufre la situación, le resulta un
peso insoportable con el correlativo costo social, probablemente se pregunte por
qué Dios permitió esta desgracia o indague las posibles causas. En la antigüedad
la epilepsia recibía interpretaciones ambiguas, se la juzgaba como enfermedad
sagrada o posesión por un espíritu maligno.
Desesperado, el padre recurre a Jesús y pide la curación de su único hijo:
Maestro, por favor, haz algo por este hijo mío, que es el único que tengo (Lc. 8,38).
Señor, ten compasión de mi hijo que tiene ataques y está muy mal (Mt. 17,15).
El padre describe los ataques de epilepsia del hijo: convulsión, caída en el
piso, espuma por la boca, rigidez del cuerpo, pérdida de la conciencia. El autismo
aisla al hijo en la incomunicación, en la incapacidad de expresarse; los
movimientos violentos, las caídas en el fuego o el agua, son indicadores de
autoagresión y descontrol emocional.
Antes de llegar a Jesús, el padre había recurrido en vano a los maestros de
la ley en su calidad de profesionales, e inclusive a los mismos discípulos. Sin
embargo, las expectativas de recuperación se desvanecen progresivamente y
hasta la misma presencia de Jesús parece agravar el mal. Pero Jesús coloca al
padre en otra perspectiva y apela a su fe.
– Si puedes hacer algo, compadécete de nosotros y ayúdanos.
– ¿Qué es eso de si puedes? Todo es posible para el que tiene fe.
– ¡Creo, pero ayúdame a tener más fe! (Mc. 9,22ss).
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Jesús, en efecto, le pide al padre reestablecer la vinculación con el hijo ya
no desde la lamentación o la angustia, sino desde las posibilidades abiertas por la
actitud creyente y por la confianza en la mejoría del hijo. La fe del padre posibilita
que el hijo sea liberado del mal que lo retenía. Este cambio se describe con rasgos
pascuales: el joven, que aparenta estar muerto, se incorpora tomado de la mano
de Jesús.
...quedó como muerto, de forma que muchos creían que había muerto. Pero
Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y él se puso de pie (Mc. 9,26s).
Resulta espontáneo evocar el ícono oriental de la resurrección, que
representa a Jesús en su descenso a los infiernos levantando con la mano a Adán
postrado.
Jesús le muestra al padre cómo actuar con el hijo: se trata de reiniciar el
diálogo con ánimo comprensivo, a pesar de la falta de respuesta; extender la
mano que compadece y sostiene, no la mano amenazadora o indiferente. Los
discípulos quedan sorprendidos frente al hecho, se cuestionan, sobre todo, por
qué no lograron ningún cambio en el joven. Lo consideran una decepción o un
fracaso. En realidad, la situación negativa de éste supera la capacidad de los
discípulos: ellos no pueden hacer frente, están en desventaja. No comprenden el
caso e intentan ayudarlo desde afuera. Jesús, en cambio, propone otro camino de
acceso: ofrecer la mano salvadora desde la propia energía interior, no desde una
acción externa o ritualista.
–¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?
– Porque tienen poca fe; les aseguro que si tuvieran una fe del tamaño de un
grano de mostaza, dirían a esta montaña: Trasládate allá, y se trasladaría; nada
les sería imposible (Mt. 17,19-20).
– Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración (Mc. 9,29).
El relato evangélico está artísticamente narrado en la conocida pintura de
Rafael, titulada La Transfiguración. El cuadro presenta dos niveles contrapuestos:
la transfiguración de Jesús en el plano superior, y el caso del muchacho epiléptico
en el plano inferior. Admirable interpretación de la progresiva transformación, sólo
posible con un poco de fe.
2
Los padres y educadores somos invitados por el Padre a escuchar al hijo amado,
a cada joven. De pronto, nos encontramos ante el hijo atormentado por la
incomunicación. El silencio de este hijo grita, suplica ser escuchado. Cómo hacerlo
si nuestros oídos perdieron sensibilidad o si están acaparados por otros sonidos. A
la mudez del hijo corresponde la sordera del padre, complicidad de sordomudos
que distancia y crea abismos. Jesús, el Hijo amado por excelencia, se presenta
como mediador para restablecer los vínculos entre padres e hijos. Nos pregunta
sobre la medida de nuestra fe, porque la maduración de la persona requiere un
mínimo de confianza de los padres en las posibilidades de superación de los hijos
e, igualmente, un mínimo de confianza de los hijos en la potencialidad de sus
propios recursos. Tomar conciencia de ellos ayuda al crecimiento armónico de
nuestra personalidad.
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