Yves Bonnefoy - La Obstinacion de Chestov

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La obstinación de Chestov I He aquí reeditado, reunido, lo esencial de la obra de Chestov, en la admirable traducción de Boris de Schloezer. Y quién sabe si hojeando al azar estas páginas abstractas pero tan ardientes acaso un joven lector no vaya a dejarse retener, a responder a ese gran llamado, a intentar aventurarse en el país que éste designa, a riesgo de envejecer en seguida con la pesadumbre íntima del horizonte percibido. Pero a pesar de todo ésa habrá sido la única manera de leer a Chestov sin serle infiel. Porque no se dispuso de él cuando uno se ha complacido en reubicarlo dentro de un momento de la historia: está demasiado claro que, forzado en el tiempo, no desea más que deshacer su trama. Asimismo, su calidad “literaria” es tan poco esencial como evidentemente magnífica: no es allí donde agotado fue a resguardarse para dormir. En verdad, el autor del Poder de las llaves es de los muy raros que no tienen ni han tenido morada: salvo, y como por encima de él, siempre inaccesible, en los desprendimientos deuna pendiente abrupta. Su habla no es sino el flanco de un Sinaí de dolores, de indignaciones, de incomprensión radical de la conducta de los otros hombres que un hombre solo, obstinado, se esfuerza en vano por escalar. ¿Y por qué tan enloquecidamente? Para devolverle a Dios su ley, con la que piensa o quiere creer que la humanidad no tiene nada que ver. Para salvar a Dios de la ley. Y es cierto que Chestov, dentro de sus límites de hombre que quiere socavar tantas cosas, es como el anti-Moisés, que al bajar de la montaña sagrada hubiera sentido que la palabra de Dios se endurecía en la tablas, se volvía todo lo contrario de la potencia prometida; de allí que, de vuelta en el nivel de la humanidad desdichada, hubiera mirado con menos

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Yves Bonnefoy escribe un brillante ensayo sobre el filósofo ruso Chestov

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La obstinación de Chestov

I

He aquí reeditado, reunido, lo esencial de la obra de Chestov, en la admirable traducción de Boris de Schloezer. Y quién sabe si hojeando al azar estas páginas abstractas pero tan ardientes acaso un joven lector no vaya a dejarse retener, a responder a ese gran llamado, a intentar aventurarse en el país que éste designa, a riesgo de envejecer en seguida con la pesadumbre íntima del horizonte percibido. Pero a pesar de todo ésa habrá sido la única manera de leer a Chestov sin serle infiel. Porque no se dispuso de él cuando uno se ha complacido en reubicarlo dentro de un momento de la historia: está demasiado claro que, forzado en el tiempo, no desea más que deshacer su trama. Asimismo, su calidad “literaria” es tan poco esencial como evidentemente magnífica: no es allí donde agotado fue a resguardarse para dormir. En verdad, el autor del Poder de las llaves es de los muy raros que no tienen ni han tenido morada: salvo, y como por encima de él, siempre inaccesible, en los desprendimientos deuna pendiente abrupta. Su habla no es sino el flanco de un Sinaí de dolores, de indignaciones, de incomprensión radical de la conducta de los otros hombres que un hombre solo, obstinado, se esfuerza en vano por escalar. ¿Y por qué tan enloquecidamente? Para devolverle a Dios su ley, con la que piensa o quiere creer que la humanidad no tiene nada que ver. Para salvar a Dios de la ley.

Y es cierto que Chestov, dentro de sus límites de hombre que quiere socavar tantas cosas, es como el anti-Moisés, que al bajar de la montaña sagrada hubiera sentido que la palabra de Dios se endurecía en la tablas, se volvía todo lo contrario de la potencia prometida; de allí que, de vuelta en el nivel de la humanidad desdichada, hubiera mirado con menos odio que el conductor de Israel los extravíos de su pueblo. La adoración de los ídolos es también para Chestov una ilusión, un estancamiento. Pero al movimiento de terror, de deseo, de oscura y brutal pasión que se vierte en ese camino, debía ciertamente tomarlo mucho menos mal que a muchas otras de nuestras conductas, digamos el pensamiento lógico o la voluntad de sabiduría…El comienzo de la reflexión de Chestov, o en todo caso la ocasión de los panfletos donde se expresa, no es la ignorancia o la inconsecuencia o como suele decirse la “locura” de los hombres. Por el contrario, es todo lo que pasa por la grandeza moral o la profundidad espiritual: el conocimiento de las leyes del ser, la obediencia a esas leyes.

Pero reconstruyamos de inmediato el silogismo con que se armó Chestov para devastar la razón, para desacreditar la buena conciencia moral: lo que llamamos real, dice, la evidencia de los hechos, la necesidad que expresan, la lógica que los refleja, todo eso no es más que detestable coacción ya que nuestros males derivan de ello – pero entonces, ¿cómo podemos aceptarlo? El comienzo, para él, es el asombro, como en los griegos, pero

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esta vez ante el ser humano que esa “realidad” intimida. Y ese asombro va a hacerse tanto más grande cuanto que Chestov descubre en seguida que hay hombres, que sólo por eso estimamos más, para transformar en felicidad el sentimiento de lo irremediable. Conocer lo que es, acceder a su ley más general, de conformarse a ella su virtud y de permanecer de acuerdo con la virtud; aunque sea en los peores suplicios, hacer su felicidad – ese movimiento del espíritu es lo que Chestov llama el estoicismo y no vacila en denunciarlo de una punta a la otra de la historia de la filosofía, de la teología, de la ética, como de hecho su única, aunque a menudo secreta, motivación. “Estoicos” fueron Spinoza, Kant, Hegel y Husserl, por supuesto. Pero también Kierkegaard, también Nietzsche, que son sin embargo los espíritus en la filosofía de Occidente de los que Chestov se siente más cerca. Con una extravagante alegría taciturna, no dejará de subrayar, en Atenas y Jerusalén, que Nietzsche, el orgulloso que desprecia al hombre-esclavo, el testigo de la voluntad, el asesino de la ley, termina en el amor fati. Y Kierkegaard, cuando disimuló su “secreto”, ¿qué hizo si no intimidarse también ante la ley? La vergüenza es hija del conocimiento, que nos obliga a considerar que algunas cosas son importantes y otras no. Y Kierkegaard igualmente llega rápido a esa” sumisión infinita” que Chestov no quiere distinguir de la beatitud intelectualista de Spinoza o del amor fati nietzscheano.

El “estoicismo” está por todas partes, tan universal como la ley, y supremo valor para la conciencia común, pero para Chestov supremo escándalo: “¿Cómo, exclama, nuestras hijas son deshonradas, nuestros hijos masacrados y nosotros conoceremos la beatitud?” Esta pregunta es incluso su leitmotiv, y aunque sea dicha con sequedad a pesar de su vehemencia, presentimos que disimula una experiencia muy dolorosa, un foco de pasión pura bajo el discurso tan árido.

II

Pero no habrá que imaginar por eso que este acusador de la vida moral haya sido también una especie de moralista que por dolor se rehusaría, como Vigny por ejemplo, a darle su aval a Dios – o a la ciega Necesidad – y predicaría la revuelta. Porque un rasgo singular se agrega a ese rechazo de las evidencias del ser, y cambia de arribaabajo su naturaleza y su sentido. Chestov estima en efecto que podemos anular el acontecimiento detestable en su esencia de acontecimiento. ¿Cómo, nos dice aproximadamente, Sócrates ha muerto, y además injustamente, y soportamos que eso siga así? Y más radicalmente todavía, aunque es evidentemente la misma exigencia. ¿Cómo es que dos y dos son cuatro y lo toleramos? Es innegable que no considera la resignación solamente como una falta moral, sino también como un error, el peor error, o tal vez incluso en único, que sería fatal propiamente dicho: porque había una alternativa.

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¿Cómo hay que entender esto? Y bien, dice en esencia Chestov, si tal acontecimiento fue horrible, sepamos ver en ese error sólo la prueba de que no pertenece verdaderamente a lo real. Si, que haya tenido lugar es el hecho, nadie parece pensar en impugnar su evidencia. Pero hay en nosotros otra evidencia, la de los bienes que buscamos, de los males que detestamos, de los afectos que nos constituyen, y a través de esos juicios espontáneos, esa naturaleza constante, se revela otra necesidad, la de la imagen divina que somos y la de nuestra gloria virtual que es fundada por la promesa de Dios. Ahora bien, si hay así dos necesidades, pero una que significa y la otra que no hace más que aniquilar la primera, ¿hay que considerar natural que la deseable y la verdadera se asfixie debajo de la mala, y no hay que dejarse invadir por el sentimiento de una posible liberación? Talvez nuestra impotencia no se deba más que a la parálisis de nuestra voluntad. Y si en lugar de resignarnos a la condena de Sócrates y así transformarla en verdad eterna, clamamos nuestro horror y nuestro rechazo, entonces ese gran “¡no!” del hombre podrá ser como el grito agudo que termina con las pesadillas – con Sócrates libre y vivo a nuestro despertar. Sí, afirma Chestov, uno puede despertarse de un acontecimiento demasiado horrible. Las pesadas cadenas que llevamos de finitud y de muerte han sido hechas por el hombre. Dudó de Dios, que le había asegurado la libertad y la gloria, y por lo tanto se ha como amputado en seguida de sí mismo – pero recíprocamente basta con que tenga confianza de nuevo para que el horror se disipe.

Y para Chestov es evidente que esos “horrores”de la existencia del hombre no son de hecho sino los golpes que Dios le da, no para que sufra, sino para que se despierte. Aunque con una exaltación conmovedora, nos ruega que nos despertemos y que querramos. El camino es simple, sino fácil, bastará con no darse vuelta, como incluso el valiente Orfeo tuvo la desgracia de hacerlo: “pensar sin mirar para atrás”, crear la lógica del pensamiento que no se de vuelta, la filosofía, los filósofos, ¿comprenderán alguna vez que en eso consiste la tarea esencial del hombre?” – Aquí la gran referencia es Job, por supuesto, y sobre todo porque antes de que Dios lo agobiara fue un observante de la Ley, es decir, para Chestov, de ninguna manera un hombre de fe sino un impío. Job dormía. Y Dios al golpearlo solo quiso sacarlo del sueño. Así el Ángel de la muertetendría pares de ojos sobre sus alas, que a veces les deja a algunos que ha rozado sin llevárselos y que desde ese momento saben ver. En cuanto a Job, “¿no empezó también, subraya Chestov en el Toro de falaris, el capítulo central de Atenas y Jerusalén, con “Dios me lo había dado, Dios me lo quitó, bendito sea su nombre…”? Pero Job se recobra rápidamente y reclama lo que se le debe, y Dios es liberado, lo divino circula. “¡Que se realice la promesa: nada hay imposible para ustedes!”, escribe entonces Chestov. Y además: “quien tiene la fe del tamaño de un grano de mostaza podrá mover montañas. Nada es imposible para él.”

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¡Nada imposible! Sócrates no condenado. Tal vez, a pesar de la claridad de sus palabras, haya que insistir sobre el sentido y el alcance de estas frases. Lo que Chestov desea en verdad es el milagro – pero no solamente el milagro y no solamente debido a eso el desplazamiento de montañas. Porque hacer que estas se agiten no contradice más que a las leyes naturales y nada más que por un instante, lo que confirma esas leyes al igual que las viola. Y por otra parte, nadie podrá inferir de ese acontecimiento, por extraordinario que sea, que las montañas no estaban antes allí de donde el viento de la voluntad las tomó. De modo semejante, si Jesús resucitó a Lázaro, resulta que Lázaro resucitado sigue siendo aquél que anteriormente estaba muerto. Y Job, el gran ejemplo, no deja entrever nada distinto. Tantos hijos e hijas como antes de la prueba, pero no los mismos, y por lo tanto la muerte de los primeros no ha sido borrada, no reaparecieron intactos, como si Job se despertara de un sueño. Lo vemos: el desastre ha sido “reparado”, pero elacontecimiento del desastre no fue abolido. Aunque el pasado ya no existe sino en la memoria, parece que su realidad fuera en sí más inexpugnable que la de las leyes de hierro de la necesidad natural, y pocos espíritus han imaginado que lo que tuvo lugar, piedra angular de la conciencia, pueda súbitamente no haber sido.

Y sin embargo lo que quiere Chestov, lo que exige de Dios y de los demás hombres, lo que se asombra de que no exista, es en verdad esto y nada más: remodelar el pasado. Abramos Atenas y Jerusalén, de echo su libro más audaz, más consecuente: “Si a alguien se le hubiera ocurrido decirles a Spinoza, a Leibniz o a Kant que esa verdad –Sócrates fue encarcelado – no existe sino para un tiempo, y que tarde o temprano nos adueñaríamos del derecho de afirmar que nadie envenenó nunca a Sócrates, que esa verdad se encuentra como todas las verdades bajo el poder de un ser supremo en respuesta a nuestros clamores puede suprimirla…” Así comienza muy claramente Chestov y más adelante, y con qué soberbia: “Pedro no renegó, David cortó la cabeza de Goliat, pero no fue adúltero…” El principio de contradicción, cerrojo del destino, ha saltado. La lógica solo era una trampa de la que era preciso salir. Y Chestov considera explícitamente una vida de creación pura. Porque al recordar una vez más la promesa pérfida del Tentador (el introductor de la lógica en elser): “Ustedes serán como Dios al conocer el Bien y el Mal”, exclama de repente, de manera sorprendente: “pero Dios no conoce el bien y el mal. Dios no “conoce” nada, Dios “crea” todo”. El poder de Dios y del hombre que confía en Dios, es el de realizar a cada instante una plenitud, sin tratar de “conocer” lo que es el mal.”

III

A la evidencia, al saber, a todo lo que determina e incluso estructura al hombre, Chestovle opone pues la más radical libertad. Si lo divino pertenece a lo impensable, sea

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esto lo que fuere, pocos hombres han ido tan lejos en su dirección y con tanta energía, ya que Tertuliano había puesto de relieve sobre todo, en su afirmación de una verdad imposible, la dificultad de llegar a ella. Y para terminar de evocar los grandes aspectos de esta tentativa sorprendente, creo que hay que subrayar además su distancia con respecto a otros pensamientos – una distancia que es tanto más reveladora de valentía cuanto que Chestov no fue un iluminado, no fue lo que llamamos un visionario, sino ante todo, nutrido por Kant, por Husserl, un dialéctico, maestro de la razón que quería destruir, consciente de los poderes de ese real que él combate.

Y por ejemplo en teología Chestov casi no tiene otro vecino que Lutero, salvo que eligen lo opuesto uno del otro cuando está en juego lo esencial. Chestov seguramente leyó mucho al Reformador, en él encontró ánimos para rechazar la necesidad, la razón, lex et ratio, como dice Lutero en un pasaje que Chestov cita, bellua qua non occisa homo non potestvivere. La ley y la razón son la bestia que hay que matar para que sea posible vivir. Lutero concibe también que los males que Dios nos envía son para despertarnos del interés por este mundo. Pero de ahí no concluye que, aun despiertos, podamos matar a la bestia: quedarnos paralizados en su brazo funesto y no hay esperanza de liberación más que en la gracia de Dios. La libertad está más allá de este mundo del que no hay nada que salvar. –En oposición a Lutero, Chestov, más audaz en la esperanza, asume felizmente el papel de partidario de lo real. Combate sus “horrores” pero en nombre de sus alegrías. Sentimos en verdad, ya lo he indicado, que ha amado en este mundo y que como lo sugiere en otro lugar ha formado la intensidad de su esperanza con la de su sufrimiento y por lo tanto con la de su amor.

Y sin duda hay que aproximarlo ante todo a Dostoievski, no solamente por el anhelo que lo anima, sino también por la experiencia que fue su motivación. Es en Los hermanos Karamazov donde se formula la reflexión más cercana a la suya – y en boca de Iván: “No hablo de los adultos, le dice a su hermano Aliocha, “el hombre de Dios”, que lo escucha casi sin decir nada; ¡ésos comieron la manzana y que el diablo se los lleve a todos!... ¡pero los niños, los niños!...” Sabemos en qué niño está pensando, martirizado, que murió sin comprender (un ejemplo entre tanto otros). Es a partir de tales visiones, y para que el mundo no sea absurdo para ellos y su belleza una mentira, que algunos espíritus están como obligados a la idea de resurrección, aun cuando no tengan fe. Pero en ese pasaje famoso de la novela de Dostoievski (en el que Iván leerá el Gran Inquisidor, su “poema”) se muestra que para algunos otros incluso la misma resurrección no les parece suficiente para borrar el escándalo de un sufrimiento inútil, para lavar el mal acumulado en la historia. Su paradoja es que ese mal que el alma cristiana percibe no parece borrable mediante la esperanza cristiana, incluso si su idea del milagro fuera llevada hasta los límites de lo concebible. Admitamos por ejemplo, dice aproximadamente

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Iván Karamazov, la hipótesis de un periodo de expiación. ¿Pero por qué haría falta que la infancia inocente sea implicada en ello? Porque “si es cierto que los niños son solidarios con sus padres en todos los crímenes de los padres, en todo caso esa verdad no es de este mundo y yo no la comprendo. Algún farsante tal vez nos dirá que el niño estaba destinado a pecar cuando creciera; sin embargo éste no creció; y fue destrozado a los ocho años por los perros…” Y por lo tanto Iván Karamazov acusa a la idea misma, a la decepcionante esencia del Dios cristiano. En tanto que todavía estoy sobre la tierra, dice, tomo mis precauciones y me comprometo a no protestar: eres justo, ¡Señor!, en el día de la Resurrección y de la eterna armonía. Porque ese día no puede compensar el recuerdo de ciertas lágrimas.

Pero Iván se limita a eso, ahora dentro de la pasividad de una tentación nihilista donde reaparece el razonamiento de San Pablo: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos” Si los muertos solamente resucitan, podría haber dicho Iván, todo está permitido. Y Chestov seguramente debió pasar también por ese punto desolado de la reflexión humana, pero entonces decidió – con un “doble o nada” extraordinario de generosidad y de audacia – que había pues que obtener de Dios que desacreditara su propia imagen, puesto que no podemos comprenderla desde el punto de vista de la caridad. Si nada puede compensar esas lágrimas, y bien, ¡que no haya existido y que Dios pueda efectuarlo! Vemos que al hablar así Chestov ya está solo hacia adelante. ¿Quién permanece a su lado en la conciencia contemporánea – salvo Bataille para comprenderlo pero de ninguna manera para seguirlo – cuando llega a provocar, como en un segundo grado la “locura” paulina, a ese Dios absolutamente libre – a predicar ese Dios desconocido?

IV

Lo profesa, sin embargo, con una aspereza que no le teme a ningún adversario: y que seguramente impresiona. Lo conmovedor, sobre todo, son las páginas finales de sus grandes meditaciones, cuando las afirmaciones se suceden con cada vez más vehemencia sincera, en la transparencia del corazón. Otros tantos golpes de efecto, pero que no le deben nada a la habilidad ni al arte. Esos sermones que nunca han tenido templos ni fieles repercuten profundamente más allá de todo dogma e incluso - ¿puedo ser testigo de ello? – de toda fe. Pero si Chestov tiene bastante grandeza en él como para asumir sin extravagancia esa función desmesurada de despreciador de toda razón, de toda piedad y, por supuesto, de cualquier especie de iglesia, resulta que ese espacio donde su voz viril

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resuena no es el de las cimas móviles donde el liberador que él espera debería al menos aparecer. Presentimos en torno suyo paredes duras y cercanas, estamos siempre en los desfiladeros de la eterna lógica. Y ese hombre evidentemente libre, según los criterios de los demás, sin duda experimenta que aún está en prisión.

Aunque es cierto, como por definición – ya que si no los cielos se abrirían -, que Chestov no puede concebir que haya habido siquiera el grano de mostaza de verdadera fe que basta para mover las montañas y para unir a los hombres con Dios en el olvido del bien y del mal. Y tal es entonces la prueba terrible a la que tiene que plegarse: la fe “ordinaria” es espera y por lo tanto puede prosperar dentro de su denegación que es el mundo, pero aquella a la cual él se consagra, que tiende a la liberación inmediata, no puede quedarse en la espera sino registrando su fracaso, negándose como fe. ¿Será como dudar no sólo de sus propias fuerzas, sino también de lo bien fundado de la dirección en sí misma? Tal vez sea la palabra precisa, y en todo caso conviene tomar muy en cuenta ciertos signos, que Chestov tampoco piensa ocultar, y que se condensan en el seno de sus momentos más resueltos.

Así sucede en Sabiduría y Revelación, a unos instantes del final. ¿Hay que citar todavía la voz más fuerte, la profética? “El “hecho”, el “dato”, lo “real” no nos dominan, no determinan nuestro destino, ni en el presente, ni en el futuro, ni en el pasado. Lo que ha sido no ha sido…” Pero he aquí que de inmediato una voz más humana agrega: “A la filosofía religiosa le corresponde desviarse del saber y en una tensión desmesurada de todas sus fuerzas superar mediante la fe el miedo engañoso a la voluntad del Creador que nada limita.” Así la fe que hace falta aparece a costa de un esfuerzo. ¿Pero no exige ese mismo esfuerzo la fe de la cual es condición necesaria? De hecho, Chestov frecuentemente tiende a distinguirse del testigo de la fe que vendría a inaugurar el curso natural de la plenitud. Escribe: “¿Hubo alguna vez sobre la tierra un hombre al que le fuera dado vencer la inercia y el silencio de este inmenso universo del que todos nosotros no somos más que los eslabones según la doctrina de los científicos?” Cita a Kierkegaard: “Creer contra la razón es un martirio”; y a quien hablaba de la valentía que hace falta para tener fe, le opone este comentario donde sin duda se revela su situación: “Por el contrario, si hace falta valentía es más bien para renunciar a la fe.”

Chestov debió alcanzar bastante temprano esta certidumbre, amargamente tan evidente como la libertad debería serlo: no era él quien experimentaría la alegría de la liberación. Socrático por su apelación a la experiencia directa, lo será también por el destino. Es tan prisionero como Lutero o como Kierkegaard. Y estemos seguros de que el centro, el verdadero nivel de realidad de su obra repetitiva, es esa misma duración donde se expresa, por polémica incesante, la necesidad de diferir para más adelante – más allá del trabajo de negación del pensamiento falso – el momento en que el pensamiento

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verdadero debería ser el único problema, la inmediata experiencia del escritor. Chestov ataca para darse tregua, acaso con la esperanza de que la denuncia del error pueda volverse súbitamente la puerta de una voluntad libre. Pero lo que debía disponer a salir del tiempo vuelve a caer en él. Esa guerra contra el tiempo se convierte en tiempo, transcurrido, perdido, que se amontona en la conciencia, se oscurece, se vuelve objeto (si, justamente, se vuelve “obra”), crece siguiendo a la nada como la forma interior de ese Fatum que Chestov ha denunciado desde afuera. Y no es finalmente el profeta en él, sino el hombre lleno de dudas y acaso también de remordimientos (“No tengo fe, le dice a Boris de Schloezer, pero sé que es una debilidad de mi parte”) el que interroga a los pocos espíritus que supone despertados por el ángel de la muerte.

Y no solamente a éstos, sino más humildemente aún a todos los demás, es decir, en primer lugar a su lector, que se siente cuestionado, a pesar de la confianza del tono, desde las primeras palabras de sus libros. Como dice en la Filosofía de la tragedia(y es una observación profunda): Dostoievski y Nietzsche no escriben para difundir sus convicciones entre los hombres ni para instruir a su prójimo: sino que ellos mismos buscan la luz… Se dirigen al lector como un testigo; quieren obtener de él el derecho de pensar a su propia manera, de esperar, de existir…” Por desgracia, ¿qué derecho podemos reconocerle, si no el de esperar? NI la razón ni la fe pueden darle un grano de mostaza de consentimiento. Para la primera, Sócrates es un hombre, por lo tanto mortal: y Sócrates seguirá muerto. E incluso para la mirada más profunda y más ávida de la otra, nada podrá hacer nunca que ese momento en que el niño sufriera sin comprender – insoportable agujero en la sustancia del ser – sea destruido en su “ser” mismo, done rondará siempre la sombra a otro principio.

Excepto que haya a pesar de todo también una sombra de prueba contra la evidencia del mal: y es precisamente que un hombre pueda frente a él ser presa de esa suprema arrogancia, ese espíritu de más justicia que no podemos atribuirle siquiera a Dios, ese tropismo que busca el Bien donde se esboza un segundo nivel del ser – franqueada la oscura fatalidad.