Vientos de otoño - Fundacion Nuestros Hijos · Vientos de otoño Testimonios de ocho madres Ximena...
Transcript of Vientos de otoño - Fundacion Nuestros Hijos · Vientos de otoño Testimonios de ocho madres Ximena...
Vientos de otoñoTestimonios de ocho madres
Ximena García B.
© Ximena García
Inscripción en el Registro de Propiedad Intelectual NºISBN:
Fotografía: Francisco PeredaDiseño: Sandra Gaete
Edición, diseño y producción general:
Ocho Libros EditoresProvidencia 2608 / of. 63Providencia, SantiagoTeléfonos: (56-2) 3351767 / [email protected]
Primera edición de xxxxx ejemplares impresa en los talleres de Editora e Imprenta Maval Ltda., en xxxx de 2009.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema, sin la expresa autorización del autor y la editorial.
www.fnh.cl / fono: 5560664
Vientos de otoñoTestimonios de ocho madres
Ximena García B.
Prólogo 7
Tiempos de transformación 9
Marcela Zubieta 11
Claudia Peñaloza 19
Bernardita Olguín 25
Yury Marín 33
Gina Parra 39
Claudia Flores 47
Alicia Lira 53
Adriana Espinoza 59
Índice
7
Marcela, Claudia, Bernardita, Yury, Gina, Claudia, Alicia y Adriana son las mujeres, las madres que nunca soñaron que el
viento del otoño podría anunciarles un dolor infinito. Tampoco que
el silencio de las hojas al caer sería el presagio de una enfermedad que
cambiaría de un momento a otro sus vidas y las de sus hijos, que les
desnudaría el alma para rehacerse y volver a empezar envueltas en la
esperanza, en la fe, en la fuerza y en el amor, sobre todo en el amor.
Ximena García
PRÓLoGo
9
Patricia May
Las experiencias límite de la vida, cuando tomamos
conciencia de nuestra fragilidad, cuando todo lo
que creíamos seguro y estable se desarma, cuando el
dolor nos vuelca, cuando un hijo se enferma y se abre la
posibilidad del dolor y la muerte, podrían ser entendidas
como un juego cruel del destino, como un azote sin
sentido.
Sin embargo, desde otra mirada, los tiempos de
sufrimiento son tiempos de depuración, de dejar atrás
todo lo que está de más para conectarse sin máscaras con
los que amamos, apoyarse, alegrarse por los pequeños
detalles que antes no veíamos, como un rayo de sol
colándose por la ventana, una brisa moviendo las hojas de
un árbol o una sonrisa de nuestro hijo/a.
El dolor puede ser un gran purificador al arrasar
con nuestras certezas, acomodaciones, ambiciones,
soberbia, dureza y dejarnos simples, abiertos, sensibles,
comprensivos, dispuestos a dar y ayudar. Saca a la luz
nuestra fuerza y nos permite darnos cuenta de la potencia
interior, cuán sólidos y firmes podemos llegar a ser, con
qué serenidad y persistencia podemos acompañar y dar
apoyo.
Muchas veces la enfermedad de nuestros hijos se
convierte en nuestro Maestro o Maestra y quizás algún
día le agradezcamos todo lo que aprendimos, toda la
sabiduría que nos dejó la experiencia, todo el amor, la
fuerza y el servicio que desplegamos. Además, nos da la
oportunidad de replantearnos, de formular esas preguntas
que en la prisa de la vida cotidiana nunca hacemos. ¿Qué
es verdaderamente significativo? ¿Qué es lo que realmente
importa? ¿Hacia dónde quiero dirigir mi vida? ¿A qué
dirigir mis esfuerzos? ¿Cuál es mi sentido de vivir?
Los tiempos de dolor son instancias de profunda
transformación, como las historias narradas en este libro,
que van desde la desesperanza y la amargura al levantarse
por amor, a entender que la felicidad es una opción
por la que nos jugamos todos los días al enfocar cada
experiencia como una oportunidad de evolucionar, de
colaborar y dar lo mejor de nosotros, al valorar, agradecer
y disfrutar los regalos que la vida nos entrega cada día.
tiemPos de tRansfoRmaciÓn
10
11
Una mañana del mes de julio, cuando recién empezaba el invierno,
me reuní con Marcela en su casa. Me esperaba sentada en el
comedor, leyendo algo que había escrito hacía mucho tiempo sobre
una emoción que nace en ella desde lo más profundo, a partir del
recuerdo de Claudita, que la abraza siempre de la forma más delicada y
amorosa en que una hija podría hacerlo.
Nuestra conversación recorrió momentos entrañables de su vida y
su familia; y algunos recuerdos de infancia marcados por el paisaje de
campo y mar de la zona de Arauco, en la Región del Biobío: “Fue una
niñez muy entretenida, lo pasaba muy bien en la escuela adonde iba, un
año me eligieron reina y yo estaba feliz”.
Más tarde, se trasladaron a Santiago. Allí finalizó sus estudios escolares y
profesionales, estos últimos en la Universidad de Chile, donde se graduó
en la Escuela de Medicina y, más importante, donde conoció al que sería
su marido, Dino Besomi, quien también se graduó en la misma escuela.
Marcela expresa: “Cualquier persona que elija ser médico y tenga amor al
prójimo, tiene oportunidades para servir”.
maRceLa ZUBietaClaudia
12
13
Su primera experiencia laboral fue como general de
zona en Santa Cruz, en la Sexta Región. Fue como un re-
greso a sus recuerdos campestres de infancia. En este lugar,
vivieron 3 años y nacieron sus dos hijos mayores, Dino y
Marcela.
De regreso en Santiago y con la familia instalada, ella
continuó con sus estudios para obtener la especialidad en
pediatría, mientras que su marido se preparaba para ob-
tenerla en obstetricia. Pasaron varios años de trabajo, de
esfuerzo y, por supuesto, también de momentos felices, en
que se daban espacios para estar juntos, viajar o, simple-
mente, sentarse a oír las melodías arrancadas del piano que
Dino tocaba —y toca hasta el día de hoy— con la maestría
de un gran músico.
Con el tiempo, el grupo familiar también creció. Mar-
cela recuerda: “La familia lo pedía, querían una guagua, así
es que en noviembre del año 1987 nació la Claudita. Fue
una alegría inmensa, una niñita preciosa, siempre dispues-
ta a sonreír. Fue una etapa muy feliz, aunque el día a día
seguía cargado de exigencias. Recuerdo como si fuera hoy
los comentarios cariñosos que me hacían las personas que
me rodeaban, quienes celebraban la energía que yo ponía
en todo, y la verdad es que yo sentía que era una mujer
afortunada.
A raíz de estos comentarios siempre positivos, les co-
menté a dos amigas cercanas que yo sentía que algo me
iba a pasar, lo podía intuir, porque todo lo que me rodeaba
estaba bien: me sentía querida, no existía nada anormal,
todo lo contrario, parecía ser demasiado. Y, ante esto, lo
único que podía hacer era pedirle a Dios que nunca le fuera
a pasar algo a mis hijos; a mí, lo que fuera, pero a ellos no”.
Estos pensamientos, de vez en cuando, volvían a apa-
recer; pero, era solo eso. La vida continuaba y Marcela em-
prendía el viaje todos los días desde su casa hacia la zona
sur de Santiago, al Hospital Público de Niños Exequiel Gon-
zález Cortés.
Corrían los últimos años de la década de los ochenta, y
los recursos en ese hospital eran muy escasos, en especial,
en el área de oncología. Las posibilidades de recuperación
de los niños enfermos eran bajas: los procedimientos se di-
ficultaban debido a la insuficiencia de insumos médicos y,
si a esto se le sumaba la inexistencia de recursos económi-
cos que afectaba a los padres de estos niños, la realidad no
daba lugar a la esperanza.
Este escenario diario en que se sumergía Marcela era
devastador y a ella le producía un rechazo enorme. Cuando
debía pasar a hacer las visitas por la sala común donde se
encontraban los niños afectados por algún tipo de cáncer,
lo hacía lo más rápido posible. Sin embargo, hubo una niña,
de nombre María, que pasó mucho tiempo en el hospital y
que, por distintos motivos y en distintos lugares, se acerca-
ba a Marcela; y, cada vez que esto ocurría, ella sentía pesar
e impotencia.
Estos sentimientos se hicieron más fuertes y desgarra-
dores que nunca un día de otoño en que Marcela se estre-
meció de dolor: a su hija de 1 año y cuatro meses se le ha-
bía diagnosticado un tumor cerebral. Ella recuerda: “Hacía
unos meses que yo notaba en ella un abombamiento de
la fontanela, esto sucedía en algunas circunstancias, y me
hacía pensar que algo malo se venía. Este tumor apareció
en los exámenes que le hicimos debido a que sufrió una
hipertensión endocraneana. Cuando supe que existía este
tumor, lo primero que pensé fue que era benigno, pero no
lo era. El paso siguiente fue hospitalizarla en el Instituto de
14
Neurocirugía, donde la operaron. ¡Qué terrible es entregar
a tu hija para que la operen, con la incertidumbre de no
saber cómo va a salir de la operación! Al sexto día de es-
tar ahí, nos dieron el diagnóstico final: era un carcinoma
plexo coroideo, un tumor maligno cerebral poco frecuente,
el peor diagnóstico que podríamos haber recibido, ya que
tampoco existía experiencia en cuanto al tratamiento aquí
en Chile”.
Y agrega: “El día que me enteré que la Claudita tenía
cáncer, antes de la operación, me rebelé. Qué dolor, qué
sensación más terrible…, el mundo sigue y uno quisiera
que se detenga. Ese día, fui a buscar a mis hijos al colegio
y, cuando llegué ahí, me fui a la capilla y le grité y recordé
a Dios que le había pedido tantas veces que no tocara
a mis niños. Ésa fue la única y última vez que me rebelé;
después, conversé con un sacerdote y comulgué. Gra-
cias a Dios, recibimos el apoyo incondicional de nuestra
familia, de nuestros amigos y también de personas ge-
nerosas que no conocíamos y que estaban viviendo la
misma situación. Se produjo algo maravilloso, que es la
solidaridad”.
Como en Chile no existían posibilidades de curación, de
inmediato, el padre de Claudita se contactó con los hospi-
tales especializados en cáncer más importantes del mundo.
El St. Jude Children´s Research Hospital, en Memphis, Es-
tados Unidos, les ofreció la oportunidad de un protocolo
experimental.
El tiempo estaba en contra y había que partir lo antes
posible. Marcela se encontraba con su hija recién operada
y, de un momento a otro, el mundo se desarmaba: “Íbamos
a hacer lo que estuviera en nuestras manos por nuestra hija
y, para que así fuera, teníamos que partir. Esto significaba
separarnos de nuestros demás hijos por un tiempo y de-
jarlos en la casa de mi hermana Ximena. Era tanta nuestra
urgencia, que todas aquellas cosas por las que habíamos
luchado por tener en la vida en ese momento eran un es-
torbo, la vida nos daba un giro radical. En esa misma fe-
cha, estábamos haciendo los trámites para irnos a estudiar
a Barcelona, España; Dino, una subespecialidad en salud
pública; y yo, una subespecialidad en infectología. Afortu-
nadamente, la beca que había obtenido mi marido, pudo
ser trasladada a la Universidad Estatal de Memphis, hacia
donde nos dirigíamos”.
Para Marcela, este viaje significaba una esperanza de
vida; y en sus brazos llevaba a su hija envuelta en amor
infinito. Así, se inició este andar tantas veces doloroso. Al
llegar al St. Jude Children´s Research Hospital, ellos fueron
recibidos por el equipo médico y, en especial, por una mu-
jer, Mercedes Moffit, voluntaria social, que con el correr
del tiempo se transformó en una amiga del alma: “Ese día
fue especial, ella nos acogió como nadie, yo le entregué a
la Claudita, me senté en uno de los sillones de la sala de
espera y, literalmente, no supe más de mi vida, estaba ago-
tada, no había conciliado el sueño en mucho tiempo. Al
despertar, me enteré de los resultados de los exámenes que
le habían hecho a mi hija durante el día: confirmaban una
metástasis en la columna y diagnosticaban una posibilidad
de sobrevida de un 30 por ciento”.
Había que iniciar el tratamiento. La familia debía reto-
mar la rutina, lo que significaba buscar un lugar donde vivir
y un colegio para Dino y Marcelita, que pronto se unieron
a ellos. Dino padre debía cumplir con las obligaciones re-
lacionadas con la beca de estudios; y Marcela, ser madre y
dueña de casa las 24 horas del día.
15
16
17
Es indiscutible que la ayuda y el amor generoso de mu-
chas personas que abrazaron a esta familia fue determinan-
te durante los 2 años que duró el tratamiento. El protocolo
indicado por los médicos fue intensivo: en un momento
dado se concentraron 84 radioterapias en dos meses, fue
una etapa muy complicada. A pesar de estas dificultades,
Claudita pasó la mayor parte del tiempo en su casa, lo que
les permitió hacer vida de hogar y también salir a pasear
por los parques y lagunas donde nadaban los patos que a
ella, simplemente, le fascinaban.
Durante estos 2 años, ella sufrió dos recaídas. La última,
y por la cual se abandonó el tratamiento curativo, derivó
en un deterioro neurológico y en el uso de morfina para
evitar el dolor.
El regreso a Chile era inminente. Marcela y Dino pre-
pararon el equipaje con la misma premura con la que lo
habían hecho cuando este camino recién se iniciaba, con la
diferencia de que en esta oportunidad la vida de su hija no
estaba en sus manos.
Bajo el cielo de Santiago, se vivía el otoño una vez más.
Las hojas de los árboles se caían con el viento, presagiando
otro ciclo en la vida de Claudita, que vivía un coma profundo.
Durante un mes, Marcela no se separó del lado de su hija: “Me
bastaba estar acostada junto a ella, era un amor tan grande
que, cada vez que yo sentía que se podía morir, rezaba y le
pedía a Dios que no se la llevara, no era capaz de entregársela,
y la Claudita seguía viviendo. Hasta que un día, por primera
vez, vi en ella un gesto de dolor. Verla sufrir era lo único que
yo no podía hacer. En ese momento, sentí que se tenía que ir.
Tomé a mi hija en brazos y le pedí a mis hermanas y amigas,
que me acompañaban, que rezáramos. Apenas empezamos,
ella se murió; yo la entregué y Dios estaba ahí”.
Su alma se fue inundada de amor, a un lugar sin tiempo
ni espacio. Aquí, en la tierra, ella fue, vivió y amó, y seguirá
haciéndolo en la memoria de sus padres, hermanos y tan-
tos otros que alguna vez caminaron a su lado.
Aquel día en que Marcela despidió a su hija, sintió que
ese dolor tan profundo debía tener un sentido, que Claudi-
ta le abría un camino y ella estaba ahí para tomarlo en sus
manos y estrechar todas las manos del mundo que quisie-
ran ayudar a los niños con cáncer. Ésa había sido la misión
de su hija y, al final del día, con los últimos rayos de luz, ya
existía una fundación para los niños con cáncer, para María,
para nuestros hijos.
18
19
nuestro encuentro fue en una plaza de barrio en la comuna de San
Miguel, nos sentamos en una banca de madera pintada de verde
bajo la sombra de árboles grandes y frondosos.
Claudia, con una mirada valiente, se hizo cargo de reencontrarse con
su vida desde que era una joven de 16 años y vivía en Rengo, cuando
decidió abandonar sus estudios para contraer matrimonio, con las
ilusiones de una niña que por sobre todas las cosas deseaba ser madre.
De eso han pasado 20 años y han nacido cuatro hijos: Alexis, de 17;
Javiera, de 12; Víctor, de 7 y Daniel, de 1 año.
De esa joven que decidió tomar la vida de frente aún están la fuerza y la
fe, que han sido sus compañeras de viaje. Este recorrido, que la memoria
mantiene intacto, se detuvo una tarde de verano de 2006, de mucho
calor y cansancio. Estaban limpiando un refrigerador que habían recibido
de regalo y Víctor, que en ese entonces tenía 4 años, le pidió a su mamá
que no trabajaran más y salieran a tomar helados. La familia completa
celebró esta idea. Al regreso, continuaron con la tarea pendiente; todos
ayudaron, excepto Víctor que se fue a la cama, cansado y con sueño.
cLaUdia PeñaLoZaVíctor
20
A media noche, como nunca, despertó con dificultades
para respirar y él mismo le pidió a su madre que lo llevara al
hospital. Claudia salió con él en brazos y corrió hasta llegar.
Ése fue el comienzo del tramo que los llevaría de un hospi-
tal a otro, y también a la urgencia de Claudia por bautizar
a su hijo, que se encontraba por primera vez en la Unidad
de Tratamientos Intensivos del Hospital de Rancagua. En
ese momento, todas las súplicas por la salud de Víctor se
dirigieron hacia Dios.
Mientras acompañaba a su hijo, recibió el consejo de los
médicos tratantes: debía viajar a Santiago para que le hicie-
ran más exámenes y descartaran una posible leucemia. Al
enterarse, sintió que por primera vez perdía el control. Dejó
por un momento a Víctor y salió hacia el pasillo a llorar sin
consuelo. Su relación más directa con la enfermedad era
sinónimo de muerte. Víctor también lloraba porque había
entendido que debía viajar a otro hospital y tenía terror
de estar solo. Apenas su madre entró se abrazaron y ella le
prometió que siempre estaría a su lado.
Claudia recuerda como si fuera hoy y con lágrimas en
los ojos el día en que se despidió de su familia para viajar
a Santiago: “Fue una camioneta blanca de doble cabina la
que nos trasladó desde Rancagua a Santiago. En esa opor-
tunidad, nos acompañó el padre de mi hijo; fue la última
vez que anduvimos juntos, porque nunca más conté con su
apoyo, todo lo contrario. Cuando llegamos al Hospital Exe-
quiel González Cortés, a Víctor lo internaron de inmediato
en la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos), él venía con
21
una infección grave. El doctor me habló sobre el tratamien-
to y sobre los exámenes que le harían, y también me dijo
que yo debía quedarme por unos días en Santiago”.
Y agrega: “Lo primero que pensé fue: ‘qué hago, no ten-
go donde quedarme’. Gracias a Dios, la asistente social me
explicó que existía una casa de acogida del hospital para
las madres que venían de provincia. Ese día todo pasó muy
rápido; me despedí del padre de mi hijo y con la asistente
social, que gracias a Dios seguía a mi lado, nos pusimos a
caminar hacia la casa. Un par de cuadras antes de llegar,
ella se despidió y me dijo que siguiera sola, que alguien me
iba a estar esperando. La casa se veía a lo lejos; nunca me
voy a olvidar de ese día, de la angustia que sentí mientras
caminaba. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba
respirar, me sentía tan sola, no sabía qué iba a pasar con
Víctor y tampoco con mis otros dos hijos. Siempre habían
sido muy apegados a mí y yo nunca me había alejado de
ellos. Tenía miedo de dejarlos solos, mucho miedo de la re-
lación que tendrían con el padre, que más de una vez había
sido muy agresiva, sentía el corazón apretado”.
Al día siguiente y los que le sucedieron, llegó temprano
al hospital para estar al lado de su hijo. Y así, pasaron 10 días,
hasta que hubo finalmente un diagnóstico: mielo displasia
—cuando la médula ósea no funciona bien—, lo que les per-
mitió a Víctor y a ella volver a su casa y regresar cada 15 días;
por supuesto que con todos los cuidados pertinentes.
Un mes más tarde, ambos estaban de regreso para con-
tinuar con unos exámenes pendientes, con la diferencia de
22
23
que éstos arrojaron otro diagnóstico, distinto y definitivo:
leucemia linfoblástica aguda, de bajo riesgo. Claudia, al en-
terarse, sintió una pena difícil de describir, pero se resignó
con un pensamiento que toma como propio ante las situa-
ciones muy complejas: “Dios nunca manda una mochila
más pesada de lo que uno pueda cargar”.
Desde ese momento, su estadía en Santiago era inde-
finida; por lo tanto, se fue vivir a la casa de acogida de la
Fundación Nuestros Hijos, donde hizo grandes amistades,
donde se sintió contenida en su dolor, donde también co-
menzó a sonreír y a entender que sí había esperanzas de
vida para los niños con cáncer.
La situación representaba un peso indefinible para el
resto de su familia, ella sintió que abandonaba a sus hijos
mayores, sobre todo a Alexis, que era un adolescente y la
necesitaba de manera especial. Él resintió esta situación
más que nadie, tanto así que abandonó sus estudios. Hasta
el día de hoy, Claudia carga con esta culpa que no es suya,
que simplemente es parte de esa mochila que ella mencio-
na con tanta naturalidad.
Víctor estuvo bajo un tratamiento activo durante 10
meses, muy difícil de sobrellevar, sobre todo durante la úl-
tima quimioterapia, que le generó complicaciones graves.
Fueron los momentos en que Claudia agradeció cada pe-
queño anuncio de recuperación.
Ha pasado el tiempo y hoy es indiscutible que su hijo
salió adelante, en sus propias palabras Claudia expresa:
“Gracias a Dios, a los doctores, a las enfermeras, a las auxi-
liares, a la asistente social del hospital, a la fundación por
toda su ayuda y porque nos dieron un hogar, sentí que te-
nía una familia, también un apoyo incondicional de otras
mamás que estaban pasando por lo mismo”.
Por todo lo anterior, y mucho más, durante el verano
de 2007, Víctor se fue a ‘mantención’, lo que significó, en
este caso, continuar con los controles médicos cada tres
meses.
Desde el primer día en que ellos llegaron en esa camio-
neta blanca de doble cabina, hasta el día en que los médi-
cos consideraron que se iniciaba el periodo de la ‘manten-
ción’, fueron varios los acontecimientos familiares que se
sucedieron. Entre ellos, el distanciamiento definitivo de los
padres de Víctor y la paternidad inesperada de Alexis a los
16 años. Claudia, a esas alturas, había decidido quedarse
a vivir en Santiago con sus hijos para estar siempre cerca
del hospital; ella, con todas sus fuerzas, decidió iniciar una
nueva vida.
Lo que nunca se imaginó es que un día en el consulto-
rio, mientras esperaba que llamaran a Víctor para un con-
trol médico, se sentaría a su lado el hombre que la acom-
paña hasta el día de hoy, que en los momentos más difíciles
la abraza fuerte y, aún más importante, la respeta como la
gran mujer que es. Una mujer firme y generosa en el amor
hacia sus hijos, y trabajadora como nadie.
Claudia, una vez a la semana, para que no les falte lo
esencial, emprende el rumbo en su triciclo hacia la feria Lo
Valledor apenas sale el sol. Ahí, se abastece de aromas y
colores que por arte de magia transforma en los alimentos
que ofrece cada día, con una gran sonrisa, bajo la sombra
de un árbol justo frente al hospital.
Bajo la sombra de otros árboles, los de una plaza cerca-
na, pude imaginar esta historia suspendida y eterna, por-
que si bien es única, los grandes dolores y alegrías serán
de quienes crucen los senderos de todas y cada una de las
plazas del mundo.
24
25
Lo Miranda es el pueblo donde Bernardita y su familia viven desde
hace muchos años, y donde ella salía al alba a trabajar. Un día
de septiembre, se detuvo bajo la luna que aún brillaba en el cielo y
en silencio repasó su vida entera; lo único que le brotó del alma fue
pedirle a Dios ser feliz, haría cualquier cosa para poder serlo.
Un día después de esa petición tan sentida, Karen, su hija de 10 años, se
sintió muy decaída. Bernardita y su marido, Alberto, decidieron consultar
a un médico y en primer lugar fueron al hospital de Lo Miranda. No
hubo una respuesta clara y, como ella seguía con malestares y desánimo,
decidieron trasladarla al hospital de Doñihue.
La salud de la niña se deterioraba y la preocupación de sus padres
aumentaba; por lo tanto, siguieron la sugerencia de los médicos y la
llevaron al hospital de Rancagua, donde fue hospitalizada y se le hicieron
los exámenes de rigor. Bernardita, que no había podido acompañarla y
se sentía cada día más angustiada, decidió dejar su trabajo y viajar junto
a su marido para visitar a Karen, que había pasado la noche en una sala
común, sola por primera vez. Al llegar, se encontraron con ella y con los
médicos, quienes tenían un diagnóstico que había que corroborar en un
centro especializado.
BeRnaRdita oLGUÍnKaren
26
El resultado inicial fue inesperado y devastador:
una probable leucemia. Sin embargo, había que se-
guir con el procedimiento estipulado en estos casos:
trasladarse a Santiago, al Hospital Exequiel González
Cortés, donde llegaron el 29 de septiembre de 2008.
Alberto y Bernardita recibieron pronto el diagnóstico
definitivo: leucemia mieloide, de alto riesgo; un re-
sultado incomprensible para ellos, que ansiaban de
todo corazón que fuera una equivocación. Fue el ini-
cio de un camino desconocido, doloroso y de gran-
des cambios, sin vuelta atrás.
Ese mismo día, Alberto se despidió de su mujer y
de su hija para regresar a Lo Miranda y decirles a sus
hijos que la mamá no regresaría por un tiempo por-
que debía cuidar a Karen. Para Bernardita no había
nada más duro que dejar de ver a sus demás hijos,
sobre todo, cuando estos deben separarse también
entre sí: Karina, de 12 años y Benjamín, de 5, tuvieron
que mudarse a Coltauco, un pueblo cercano a Lo Mi-
randa, para vivir con la tía Emiliana, hermana de Ber-
nardita; Pablo, de 14 años, se quedó con su padre.
En Santiago, en el pabellón de oncología del hos-
pital, donde regularmente hay 12 niños en las piezas
pintadas de celeste, con ventanas que juegan a no exis-
tir para que ellos puedan ver todo lo que sucede alre-
dedor y se sientan acompañados, Karen fue muy bien
acogida y querida por los que pronto serían sus amigos
y por todas las personas que trabajan ahí. Lo mismo
sucedió con las profesoras encargadas de la escuela in-
trahospitalaria perteneciente a la fundación, que estu-
vieron pendientes de sus estudios y que le ayudaron a
sentir que los días pasaban algo más rápido.
27
Uno de esos días en que Karen resolvía algunos
ejercicios matemáticos y yo la ayudaba con unos di-
bujos, me comentó que ella ya sabía qué le pasaba:
“Hablé con mi mamá y lo que pasa es que tengo un
bichito en la sangre, pero con el tratamiento el bi-
chito se va a morir y yo me voy a sanar. Mi mamá
también me dijo que mi enfermedad se llama cáncer
y que en este hospital hay muchos niños enfermos;
vamos a estar un tiempo aquí y después vamos a vol-
ver a mi casa”.
El camino no parecía tan difícil, hasta que llegó
el noveno día después de la segunda dosis del trata-
miento. Bernardita estaba con su hija en la casa de
acogida cuando la niña se empezó a sentir mal. Se
fueron al hospital de inmediato, Karen en su silla de
ruedas y Bernardita abrazando firme esa silla donde
se le iba su vida entera. Al llegar, Karen fue examina-
da e ingresada de inmediato a la UCI debido a una
descompensación, lo que significa que toda la parte
hemodinámica no funcionaba en forma normal: la
presión arterial, el pulso y la saturación de oxígeno.
A esto se sumaron también otros problemas que la
mantuvieron varios días grave y conectada a los apa-
ratos que la ayudaron a vivir en esos momentos en
que su salud se hacía crítica.
Los dos primeros días fueron para Karen de mucho
dolor y pena, tanto así que, al segundo día, le dijo a su
mamá que estaba muy cansada y que no quería nada
más. Bernardita nunca pensó ver a su hija sin ganas de
seguir viviendo. Fue tanta su impresión y su tristeza
que salió a llorar al pasillo de la UCI, un pasillo largo y
expuesto, que al final se abre a un gran espacio común
28
donde las camas parecieran ser demasiado grandes para los
niños que se enredan entre sábanas blancas y las máquinas
que los mantienen con vida. Más tarde, Bernardita regresó
al lado de su hija y le preguntó si seguía pensando lo mismo;
ella le dijo que no, que seguirían juntas adelante. Desde ese
momento, Bernardita se propuso celebrar el día ganado.
Sagradamente, a las 7:30 de la tarde Bernardita se despe-
día de Karen y juntas le pedían a Dios que las ayudara. La
niña la esperaba hasta el día siguiente, siempre con la segu-
ridad de su compañía, porque sabía que su mamá pasaba la
noche sentada a unos pasos, detrás de las puertas de acceso
a la UCI. Bernardita me comentó: “Hubiera dado cualquier
cosa por quedarme con ella, pero no se podía, mientras es-
peraba que pasara la noche mi cabeza no podía más con
tantos pensamientos que iban y venían, no paraban. Y no
podía evitar pensar en la muerte, estaba al lado mío, se aso-
maba como un mal pensamiento. ¿Por qué a la Karen?”.
Al mismo tiempo que Karen luchaba por recuperarse, sus
hermanos dentro de su soledad acompañada se esforzaban
por ser buenos estudiantes. Por esos días, Karina ganó el ter-
cer lugar en el campeonato regional de ajedrez y le envió la
medalla a su hermana en un gran gesto de amor que coinci-
dió con su recuperación y traslado al primer piso del hospital,
al pabellón de oncología, donde sus amigos la esperaban.
La recuperación tomó su curso y con el tiempo se fue-
ron cumpliendo nuevos desafíos que, por momentos, diez-
maban su salud pero que, al pasar de los días, daban paso
a nuevas energías que se transformaban en la felicidad de
volver a casa por un par de días, para luego regresar al hos-
pital o a la casa de acogida y continuar con tratamientos de
radioterapia que parecían eternos.
En todo este transitar, su madre fue su compañía, su
amor, su seguridad, su amiga y confidente. Y en los mo-
mentos en que Bernardita se cuestionaba el porqué debían
pasar por tantas penurias, el porqué del sufrimiento de su
hija y la familia entera, no podía evitar llorar. Sentía que el
desconsuelo la sobrepasaba y ahí era su hija, Karen, la que
le decía que todo iba a estar bien, que no pensara más, e
inventaba juegos para que ella se alegrara.
Es indudable que Bernardita ha salido fortalecida de este
camino que en un comienzo se veía tan incierto, cuando la
vida giraba en torno a los controles de plaquetas, glóbulos
rojos, glóbulos blancos y tantas cosas más que determina-
ban cada acción a seguir.
La vida le ha cambiado y en relación con esto me co-
menta: “Un día en la mañana estaba sola en la casa de aco-
gida, prendí el televisor y escuché que la palabra felicidad
es una decisión. Pienso que no fue una casualidad, yo te-
nía que estar ahí para oírlo, me quedó dando vueltas en
la cabeza y qué cierto es, Dios quería que yo lo escuchara.
Me han pasado muchas cosas que me han hecho sufrir a
lo largo de la vida y siempre las vi con tristeza, en forma
muy negativa. Siento que de alguna manera quería seguir
sufriendo. Ya basta, ahora pienso distinto, he tenido tiem-
po para reflexionar, para conversar y para leer; estoy segura
de que la enfermedad de mi hija no es un castigo y siento
que también se han dado cosas buenas. Con Alberto, mi
marido, nos hemos unido a pesar de las circunstancias tan
críticas que hemos vivido, él ha sido un gran padre para mis
hijos y cuando voy a mi casa por unos días con la Karen me
siento bienvenida y no dejo de pensar que cuando se quie-
re, se puede estar bien. Por algún motivo y a pesar del dolor
de mi hija, que también es mío, esto de la enfermedad ha
provocado cambios positivos”.
29
30
31
Se está acercando la fecha en que ellas regresarán a su
casa en Lo Miranda y solo volverán cada cierto tiempo a
Santiago para continuar con un tratamiento ambulatorio
de quimioterapia, y están felices. Karen cuenta los días
para estar con sus hermanos y su papá. A pesar de que se
han sentido muy cómodas en la casa de acogida y de que
Bernardita está muy agradecida de todas las personas que
han atendido a su hija, su mente ya está puesta en su casa,
que está remodelada, más grande y con más dormitorios,
gracias al trabajo constante de Alberto y de Pablo, que ha
trabajado a la par con él.
Desde el día en que Bernardita, bajo la luna, pidió ser
feliz han pasado una infinidad de otras lunas. Y esta familia
ha vivido bajo ellas tristezas desgarradoras, cuando la vida
de su hija parecía irse entre las manos que la sostenían a
diario. Y también las alegrías más grandes cuando esta hija
volvía a sonreír.
Por ahora, la decisión está tomada, Bernardita seguirá
impulsando a su familia a disfrutar de los instantes de feli-
cidad, a reconocerlos a través de lo más simple que la vida
les pueda ofrecer: estar juntos. Y, para celebrarlo, aceptará
una invitación de su marido que a ella la ilusionaba porque
había sido soñada por mucho tiempo y quedó suspendida
un día de septiembre: bailar, sí, salir a bailar.
32
33
en un edificio de departamentos en la comuna de La Cisterna, en
Santiago, vive Yury junto a sus hijos Nicolás, de 2 años, y Leíto
de 9 meses; también junto al padre de ellos, Leonardo. Por ahora,
Yury está dedicada completamente a sus niños ya que el trabajo que
desempeñaba en una fábrica textil quedó suspendido en el otoño de
2008, cuando Nicolás cumplía 1 año de vida y recién daba sus primeros
pasos.
Solo unos días después de celebrar su cumpleaños, Yury se dio cuenta
de que Nicolás tenía una masa en el abdomen. Fue tal la preocupación
de ella y Leonardo que de inmediato acudieron a un centro médico; solo
bastaron unos días para que se enteraran de que el diagnóstico era un
neuroblastoma, es decir, un tumor del sistema nervioso central, y que, en
este caso, había compromiso de la zona abdominal.
El niño fue derivado al Hospital Exequiel González Cortés, donde quedó
hospitalizado y se confirmó el diagnóstico. Los padres de Nicolás recién
entendieron el estado de gravedad de su hijo cuando los médicos les
explicaron que las expectativas de vida a raíz de este cáncer eran muy
escasas.
YURY maRÍnNicolás
34
Yury emocionada, me dice: “Fue tremendo para mí,
para Leo también, cuando le oí decir a una de las docto-
ras que el Nico prácticamente no tenía posibilidades de
vida, fue horroroso, se me vino todo encima, el dolor es
tan grande que no lo puedo explicar. Yo en ese momento
estaba esperando al Leíto, tenía cuatro meses de emba-
razo. Más de una vez me he preguntado por qué le pasó
esto al Nico, y a mí. Me han dicho que por algo suceden
las cosas, a lo mejor más adelante lo voy a entender, por
ahora no lo sé. Ese mismo día también nos explicaron
que el tratamiento iba a empezar con una serie de ocho
quimioterapias, y si todo salía de acuerdo a lo esperado
se haría un trasplante de médula ósea; dependiendo de
los resultados de éste, al final del tratamiento se harían 28
sesiones de radioterapia. Después de escuchar esto, que
en ese momento era tan difícil de aceptar y entender, de-
cidimos hacer todo lo necesario para salir adelante, como
fuera”.
Desde el momento en que Yury se enfrentó a la enfer-
medad de su hijo, la vida le cambió en forma radical. Por
mucho tiempo vivió las 24 horas del día junto a Nicolás en
el hospital, cuidándolo, consolándolo y, sobre todo, entre-
teniéndolo con los autos de juguete, de todos los colores y
tamaños, que han estado siempre sobre su cama.
A medida que las quimioterapias y el tiempo avanzaron,
también las horas se hicieron más complicadas. Ella co-
menta: “Al inicio, los efectos de la quimioterapia no son tan
notorios, pero con el tiempo empiezan los cambios físicos,
más molestias, más dolor. Lo angustiante es que un niño
de 1 año no sabe hablar; la edad que tenía el Nico cuando
empezamos con el tratamiento… Entonces no puedo dejar
de pensar, por ejemplo, que los dolores a veces podrían ser
más fuertes de lo que yo me imagino, y solo pensar en eso,
no me deja dormir”.
Y no cabe duda de que, aunque los dolores son contro-
lados, Nicolás sí ha sentido molestias que son inevitables,
como las que sintió tras las dos intervenciones quirúrgicas
que le realizaron para extirparle el tumor; la primera de
éstas, cuando aún recibía su tratamiento de quimiotera-
pia y, la segunda, en el momento en que este tratamiento
terminó.
Felizmente, estos dolores han estado acompañados de
algunas alegrías; la más grande de todas llegó con los pri-
meros rayos de sol del mes de octubre, y fue el nacimiento
de Leíto, el hermano de Nicolás. Ha sido la felicidad de toda
la familia y, también, la gran demostración de solidaridad
que existe entre ellos, en especial, de parte de una prima,
Patricia. Ella ha cuidado a este niño como un hijo más en los
momentos en que Yury no ha podido hacerse cargo de él,
que en realidad han sido muchos más que los deseados.
Uno de éstos, fue durante el largo proceso de trasplante
de médula ósea, que se realizó después de haber terminado
con las quimioterapias. Esta intervención se efectuó en el
Hospital Calvo Mackenna, el 30 de marzo de 2009. Yury re-
cuerda: “Antes del trasplante, estuvimos tres semanas hos-
pitalizados, la preparación para el trasplante es de muchos
exámenes y cuidados. En realidad, él era el hospitalizado,
pero yo de alguna manera también, porque la mamá tie-
ne que estar siempre ahí, lo que está muy bien porque yo
nunca lo habría dejado solo. Después del día en que se hizo
el trasplante, estuvimos 15 días más en el hospital y nos
dieron el alta. Gracias a Dios todo salió muy bien, he rezado
mucho por mi hijo y sé que también lo han hecho nuestros
amigos que se han unido en cadenas de oración”.
35
36
37
Son muchas las personas que de alguna u otra forma
han apoyado a esta familia, y a propósito de esto Yury me
dice: “La Fundación Nuestros Hijos ha sido una ayuda im-
portante. Desde que llegamos al hospital, ellos se han pre-
ocupado del Nico, nos han apoyado de distintas maneras
y han estado siempre pendientes de nuestras necesidades,
hemos sentido el cariño y la buena voluntad”.
Sin embargo, la voluntad no siempre es suficiente en
estos derroteros tan inciertos, cuando las posibilidades de
vida parecen escasas. Es necesario jugar el todo por el todo;
y esto es lo que se ha ido haciendo paso a paso. Sin duda
se ha logrado gracias al compromiso del equipo médico,
de la familia y, por supuesto, de la madre de Nicolás que
ha tomado la mano de su hijo con infinito amor, firmeza y
mucha valentía. Ella siempre ha estado presente y los resul-
tados médicos hasta ahora son muy alentadores.
Tanto así que Nicolás está retomando la vida, como lo
hacen los niños a los 2 años de edad. Después de mucho
tiempo ha vuelto a salir y a recorrer en su auto, que su
mamá dirige desde lejos a través de un control remoto, las
calles y la plaza de su barrio; juega con su hermano y con
los miles de juguetes que ha recibido por su gran simpatía,
virtud que ha regalado a muchos en todos los lugares don-
de ha estado.
Por ahora queda confiar y seguir adelante, también
quedan los sueños de Yury —quien recién ha cumplido 23
años—, que son trasladarse junto a su familia a una casa
propia en la comuna de Lo Espejo, en Las Turbinas, don-
de ella seguirá siendo la madre cariñosa y preocupada de
siempre, y compañera de Leonardo. Ella señala: “La alegría
más grande que yo podría tener es ver a mis dos hijos llegar
de la escuela, verle sus caritas de alegría y recibirlos con
muchos abrazos, poder ayudarlos con las tareas, esto sería
lo más lindo que me podría pasar en la vida”.
38
39
Ha pasado 1 año desde aquel martes 8 de julio de 2008 y, sin duda,
serán infinitos los días que tendrán que cruzar por el camino
de Gina para que ella pueda sentir el dolor de la muerte de su hijo
Pablo desde el lugar del corazón en donde la tristeza se asienta para
siempre y para que pueda transformarlo en un dolor silencioso, con
la certeza de que existe un término para todos y para todo en la vida,
en aceptación, para seguir presente en compañía de Pablo, su marido
—que siente la pérdida de su hijo tan fuerte como ella—, de Marcia
y Catalina, sus hijas, y de Damián, su nieto, quienes la quieren y la
contienen mientras ella vive intensamente el amor de su hijo a través
de lo que él abrazó en la vida.
Muchos años más aún han pasado desde que Gina era una niña y
soñaba con una familia e hijos, mientras jugaba y corría por los cerros
de Peñalolén, donde vivía con sus padres y hermanos. Pasó el tiempo, y
esos cerros quedaron atrás cuando conoció a Pablo y decidieron hacer
realidad los sueños de infancia. Hace 15 años, construyeron su hogar en
Calera de Tango, una casa tan celeste como el cielo, rodeada de árboles
frutales y también de las 11 gallinas que corretean alrededor y que fueron
una vez de Pablito, pero que ahora pasaron a ser un recuerdo más de los
que dejó este hijo tan querido y tan cuidado.
Gina PaRRa
Pablo
40
Fue en este lugar donde nos reunimos una mañana
soleada de invierno a conversar. Gina, con generosidad,
compartió sus vivencias marcadas por las emociones. Ella,
a pesar de sus dificultades físicas —una displasia que dege-
neró en artrosis y que le dificulta el caminar—, ha trabajado
sin tregua: como madre, entregando todo de sí; lo mismo
como dueña de casa y como temporera en la recolección
de frutas. Su marido ha trabajado a la par también en ta-
reas agrícolas y como jardinero de lunes a sábado, porque
el día domingo siempre tuvo un destino claro: la cancha de
fútbol. Él y Pablito salían temprano desde la casa vistiendo
orgullosos el uniforme del Club Deportivo Roto Chileno,
con el balón en la mano, dispuestos a ganar.
Gina recuerda: “Yo empecé a sospechar que algo andaba
mal cuando Pablito volvía de los partidos y se tendía sobre la
cama a descansar, se quedaba dormido en todas partes; in-
cluso, un día, se quedó dormido en el bus que lo traía desde
el colegio a la casa: hizo todo el recorrido hasta que llegó al
colegio de regreso y ahí recién se dieron cuenta de que no se
había bajado. También se resfriaba seguido y con fiebre. És-
tos fueron los primeros indicios de la enfermedad. Después,
siguieron los dolores abdominales; las visitas al consultorio
de Calera de Tango aumentaron y, cuando la situación no
dio para más, solicité una interconsulta al Hospital Exequiel
González Cortés. Como no fue posible conseguir una hora
de atención durante esa semana, me arriesgué y me fui a
la ‘buena de Dios’. Por suerte, lo atendieron, y no solo eso,
también le hicieron los exámenes. Esta historia empezó en la
primavera del año 2002, Pablito tenía 7 años.
Regresamos a nuestra casa sin saber cuál era el diag-
nóstico, debíamos volver el próximo lunes al hospital. Al
día siguiente, el sábado, recibí un llamado pidiéndome que
nos fuéramos de inmediato a Santiago, era urgente hospi-
talizar a Pablito. Fue un impacto tan grande que llamé a
mi marido, que estaba trabajando. Él se vino lo más rápido
que pudo en su bicicleta y partimos con nuestro hijo en
un bus. Dejamos encargadas a nuestras hijas con la señora
Ana, una amiga y vecina que nos ha apoyado siempre. En
ese momento, la Catita, mi hija menor, tenía 1 año”.
No pasaron muchos días para que Gina se enterara del
diagnóstico de su hijo: leucemia linfoblástica riesgo medio.
Ella relata ese momento: “Lo recuerdo como si fuera hoy.
Conversé con la doctora en uno de los pasillos del hospital.
Cuando le oí decir la palabra ‘leucemia’, no fui capaz de
retener nada sobre las explicaciones del tratamiento, sentí
que mi mente se bloqueaba. Nos despedimos y me quedé
sola, sintiendo una pena horrible, que no puedo describir.
Gracias a Dios, a unos pasos, había un matrimonio que ha-
bía escuchado nuestra conversación; ellos se acercaron y
me abrazaron sin conocerme, me consolaron y se los agra-
decí de corazón”.
El tratamiento de quimioterapia duró siete meses. Al
tercer mes, la Fundación Nuestros Hijos les proporcionó un
catéter, tan necesario en este tipo de tratamientos debido
a que el uso de este implemento significaba para Pablito
disminuir las inyecciones y mejorar su calidad de vida.
En la primera etapa del tratamiento, él permaneció hos-
pitalizado durante los días en que se le aplicaba la quimio-
terapia. Lamentablemente, por esa época, en el hospital
regía un reglamento que prohibía a las madres acompañar
a sus hijos durante la noche. A Gina le dolía en el alma
despedirse de él para regresar al día siguiente, sobre todo
cuando se sentía mal. Por fortuna, al pasar los años, esta
norma cambió.
41
42
43
La segunda etapa del tratamiento la vivieron sin ma-
yores alteraciones. Los dos viajaban a diario desde Calera
de Tango al hospital para recibir los medicamentos y para
que Pablito participara en la escuela intrahospitalaria. Al
regresar por las tardes a su casa, lo hacían optimistas, con
el mejor ánimo y, lo más importante, con la seguridad de
parte de Gina de que su hijo se mejoraría.
El mes de abril del año 2003 fue decidor: a Pablito le die-
ron el alta y se fue a mantención. El regreso definitivo a casa
fue celebrado por todas las personas que los acompañaron
en ese proceso. Él estaba feliz, volvía a jugar con sus compa-
ñeros de colegio y también a la cancha de fútbol de su club;
sin duda, lo mejor. El tiempo transcurrió rápido y, al llegar
la primavera de 2005, todo cambió: sin motivos aparentes,
empezó a sufrir intensos dolores de cabeza y no resistía los
ruidos de los compañeros en el colegio. Gina, una vez más,
intuía que algo andaba mal, había que regresar al hospital.
Incertidumbre, miedo, pena; todo se mezclaba, todo se
revivía. Los exámenes dieron como diagnóstico una recaí-
da combinada, medular y testicular: “Qué impotencia, qué
tristeza tan grande… empezar todo de nuevo. El mayor do-
lor era decírselo a mi hijo que tenía 11 años. Le expliqué lo
que estaba pasando, lo tomó muy mal, le daba combos a
la cama y lloraba sin consuelo, fue muy complicado. Yo le
repetía que la primera vez habíamos logrado salir adelante
y que lo haríamos nuevamente porque nosotros, su papá y
su mamá, íbamos a estar con él como siempre, que lo amá-
bamos, que era otra prueba de Dios. Justo, en ese momento
tan difícil y por esas cosas buenas de la vida, mi marido
conoció a una gran persona, Víctor Ramírez, quien, al en-
terarse de la enfermedad de Pablito, nos tendió la mano y
nunca más se separó de nuestro lado”.
Este tratamiento también se extendió alrededor de siete
meses, con la diferencia de que al protocolo de la quimiotera-
pia se le sumó la radioterapia. En esa oportunidad, Gina tam-
poco se fue a vivir a la casa de acogida de la fundación, a pesar
de haber tenido la oportunidad. Sentía la necesidad enorme
de ver a sus hijas y que ellas no se sintieran abandonadas.
“Cuando se terminó la quimioterapia, tuvimos que ir al
Instituto del Cáncer para las sesiones de radioterapia. Al lle-
gar, Pablito se bajaba corriendo del bus y entraba gritando
a la sala de espera, avisando que había llegado Pablo Plaza,
que estaba listo para que lo atendieran. El último día que
fuimos, nuestra visita ahí fue especial: el 21 de julio, antes
de tomar el bus que nos llevaba a Santiago, fui a dejar a mi
hija Marcia de 17 años al Hospital de San Bernardo a me-
dianoche. Ella estaba a punto de ser mamá, se habían cum-
plido los 9 meses de espera y de preocupaciones. Mi pena
era que no pude acompañarla cuando más me necesitaba.
Mi nieto Damián nació a las seis de la mañana, justo a la
hora en que nosotros nos subimos al bus hacia el Instituto
del Cáncer por última vez”.
Regresaron a Calera de Tango felices: se iniciaba otro pe-
riodo de mantención, la familia había crecido, había llegado
un niño que llenaba de alegría y de esperanza el hogar. La
vida se retomaba una vez más. Con el viento de septiembre
elevaron volantines, jugaron fútbol, recogieron los huevos
del gallinero y, cuando el verano encendía los árboles de
colores, cosecharon la fruta; cada día era un festejo.
Pasó un año y el destino arrasaba por tercera vez con
las ilusiones de Gina y de Pablo. Pablito recibió una noticia
que recogía el alma de dolor: una recaída medular, no hubo
consuelo. Desde que se inició este tratamiento, las com-
plicaciones aumentaron, el camino se hizo cada vez más
44
45
difícil y doloroso. Gina nunca más se separó de él. Se tras-
ladó a vivir a la casa de acogida de la Fundación Nuestros
Hijos, donde la esperaban con cariño. Hasta el día de hoy,
la fundación ha sido para ella un apoyo incondicional. Los
lazos de amistad con las personas que la integran se han
consolidado a través de los años.
En enero de 2008, las posibilidades de sobrevida eran
mínimas, Gina lo único que pedía a Dios era que su hijo no
sufriera más. Desafortunadamente, las dificultades conti-
nuaban y no había límites para el dolor de Gina y Pablito.
En junio de ese mismo año, las esperanzas se desvane-
cieron, no quedaba nada más por hacer. Gina, con el dolor
más grande que ha sentido jamás, habló con su hijo: “Pa-
blito me preguntó si se iba a morir. Bastó mirarnos para
entender lo que venía. Mi respuesta fue que era el día más
triste de mi vida, que la vida sin él no tenía sentido. Nos
abrazamos y lloramos juntos”.
“Regresamos a nuestra casa y un día, al atardecer, nos
despedimos para siempre. Le tomé sus manos y le dije que
había llegado la hora de partir con Dios. Se lo entregué. Y,
mientras Pablito se iba, salió algo de mí, se llevaba mi pena,
mi angustia tan grande; él descansó y yo descansé, esto no
lo voy a olvidar jamás”.
Ha pasado un año, y otra vez llegó el invierno. Con la di-
ferencia de que durante éste ha salido el sol y Pablito puede
sentir fuerte en el corazón que Gina ha cumplido con lo
que él le pidió tantas veces: cuidar a la familia y vivir unidos
para siempre. Para ellos, cada amanecer significa vivir la au-
sencia del hijo y del hermano, todos los recuerdos están en
el aire, en cada rincón. Desde ese día de julio, todos los do-
mingos, la familia se apronta para llegar lo más temprano
posible al cementerio donde Pablito descansa. Es su día, lo
acompañan, lo visten de flores, cuentan historias, se emo-
cionan y también sonríen.
46
47
todos los años, en primavera, cientos de jóvenes desfilan al compás
de la música por las calles del pueblo de Santa Cruz y, todos los
años, Claudia y su hija Kiomara los esperan para verlos pasar.
La primavera de 2007 marcó la diferencia. Una vez más, ellas habían
quedado de acuerdo en reunirse: Kiomara, después de la escuela, y
Claudia, después de su trabajo en el Hogar de Cristo; pero Kiomara
no llegó. Claudia presintió que algo podría haber ocurrido y decidió
regresar a su casa. Al llegar, su hija la esperaba para decirle que ese día
había palpado en su pierna derecha, sobre la rodilla, una masa de 10
centímetros. Ésta, al parecer, se había mantenido oculta; o era de una
agresividad tal que había aparecido de un momento a otro. Claudia no
quiso esperar hasta el próximo día y se fueron de inmediato a un centro
médico a consultar de qué se trataba.
Desde esa tarde pasaron seis largos meses antes de que se enteraran
con exactitud cuál era la enfermedad. Durante ese periodo, esta masa
disminuía y aumentaba de tamaño; en ocasiones, era tanto lo que crecía
que Kiomara tenía dificultades para caminar.
cLaUdia fLoResKiomara
48
49
En marzo de 2008, después de muchas consultas médi-
cas y exámenes, fue en el Hospital de San Fernando donde
le dieron a Claudia un diagnóstico definitivo. Ese día, en
especial, decidió ir sola al hospital porque intuía que los
resultados podrían presentar problemas y no quería que
su hija se enterara. No se equivocó, las noticias fueron des-
alentadoras: la masa era un sarcoma y debían trasladarse a
un centro hospitalario que tuviera un área oncológica que,
en este caso, correspondía al Hospital Exequiel González
Cortés, en Santiago.
Al salir del hospital y con la angustia a cuestas, Claudia
optó por ir a un cyber-café. Necesitaba averiguar en for-
ma urgente a través de Internet el significado exacto de la
palabra sarcoma, que ella, por supuesto, conocía pero que
en ese momento no era capaz de aceptar. La información
corroboraba que era una “neoplasia maligna que se origina
en un tejido conjuntivo” y que ella resumió en la palabra
cáncer; también en temor, en un futuro incierto y en algo
que no le podía estar sucediendo a su hija de tan solo 13
años.
Salió del café y caminó hacia el terminal de buses para
regresar a Santa Cruz. Deseaba llegar lo antes posible para
correr hacia el cementerio y estar junto a la tumba de su
marido, Andrés. Necesitaba sentirse libre para llorar todo
lo que quisiera en su compañía, una compañía silenciosa y
siempre cercana.
Claudia, con emoción, me cuenta: “Pensé en los mo-
mentos duros que nos había tocado vivir, pero nada me
había producido más dolor que la enfermedad de mi hija.
La muerte de mi marido también fue dolorosa, pero el su-
frimiento por una hija es muy difícil de explicar. Con An-
drés fuimos felices. Cuando nos casamos, nos fuimos a vivir
a El Huique, una zona rural a pocos kilómetros de Santa
Cruz. Nuestra historia se interrumpió un día 8 de julio hace
10 años. Mi marido trabajaba en una empresa eléctrica y yo
en la posta rural; la Kio tenía 4 años y era muy regalona de
su padre. Ese día, en la mañana, Andrés salió en su bicicleta
para hacer una instalación eléctrica en la iglesia evangélica
que quedaba a un par de kilómetros de nuestra casa. Mien-
tras pedaleaba por el camino de ripio, pasó una camioneta
con exceso de velocidad y el chofer, que no iba bien, se
fue encima de él y arrastró la bicicleta varios metros. Con
el golpe, mi marido falleció inmediatamente. Lo tremen-
do fue que esta persona se arrancó y lo dejó botado. Fue
impactante, por decir lo menos; sentí una impotencia tre-
menda, mucha rabia, una pena muy difícil de superar, me
cuestioné todo: la religión, la vida. Él siempre sirvió a Dios
y murió solo, tenía apenas 29 años; no sé, sería el destino.
Nosotros nos conocíamos de toda la vida, por años viví
sumergida en esa tristeza, no me conformaba, pero por mi
hija y por la familia me di cuenta de que debía dar vuelta la
página y dejarlo en las manos de Dios”.
Al atardecer y de regreso en su casa, que comparte des-
de que enviudó con sus padres, Alejandro y Rosa, y con
César, un sobrino de 13 años, conversó con ellos sobre el
cáncer de su hija; a Kiomara solo le dijo que viajarían a San-
tiago para continuar con los exámenes.
Claudia recuerda: “El mismo día que llegamos al hospi-
tal en Santiago, Kiomara quedó hospitalizada y la opera-
ron al día siguiente para extirparle el sarcoma que, gracias a
Dios, estaba encapsulado, no había ramificación. Kiomara
se recuperó muy rápido y volvimos a Santa Cruz. A ella la
ha ayudado mucho su ánimo, que es alegre y optimista.
Pasaron varios días y la asistente social del hospital me
50
llamó por teléfono para decirme que el resultado de la
biopsia había mostrado que era un tumor neuroectodér-
mico primario, lo que significaba que tendríamos que re-
gresar a Santiago para quedarnos por un buen tiempo.
Estando ya en el hospital, el doctor nos explicó sobre
el tratamiento de la quimioterapia y la radioterapia. El pro-
tocolo consistía en 48 semanas, las quimios se planificarían
cada 3 semanas y, en la mitad de ese tratamiento, empeza-
rían las 31 sesiones seguidas de radioterapia, en simultáneo
con las quimios que quedaban. No son buenos recuerdos,
la radioterapia se hizo interminable, lo peor.
Durante la radioterapia, tuvimos que ir al Instituto del
Cáncer. El tío Luis —como nosotros le decimos a él— de
la Fundación Nuestros Hijos, nos llevó todos los días en el
furgón y regresábamos en metro. La Kio, siempre en su silla
de ruedas. Hubo días en que no se podía mover; la piel se
le quemó, no se podía poner ropa, la herida sangraba y,
a pesar de eso, tenía que seguir con el tratamiento. Otra
mamá que también llevaba a su hijo al instituto me ayuda-
ba con la silla de ruedas en el metro; yo estoy segura de que
Dios nos pone angelitos en el camino para que nos ayuden.
Volvíamos juntas a la casa de acogida que, gracias a Dios,
existe para nosotras”.
En esta casa, Kiomara también encontró buenos amigos
que, según sus palabras, “siempre llevará en el corazón”. Ha
sido el lugar donde la vida la enfrentó a grandes alegrías y
pérdidas: su primer y gran amigo, Pablo, que la recibió en
el momento en que ella necesitaba más que nunca de un
compañero de ruta y juegos, dejó la vida tempranamen-
te, cuando ella ni siquiera pensaba que los niños también
51
podían morir. Fue un golpe duro y muy difícil de entender.
Esta pérdida arrasó con el temor de la madre y la hija de
hablar sobre la posibilidad de la muerte, de conversar hasta
el cansancio sobre la enfermedad.
Sin duda, Kiomara se sintió agobiada ante algunas
dudas existenciales, en especial, respecto a Dios. Era tan
complicado comprender lo absurdo de un mundo donde
los niños sufrían lo indecible y donde se enfrentaban a la
muerte anticipada. En más de una oportunidad, le dijo a su
madre que no quería estar en ese lugar; Claudia le respon-
día que no era una opción, era lo que les había tocado vivir
y su obligación era quedarse hasta que le dieran el alta, tan
esperada por ambas.
Sin embargo, a medida que el tiempo avanzó, este an-
dar tan accidentado se fue cubriendo de esperanzas. La sa-
lud dio muestras claras de mejoría y, con esto, los sueños
de Claudia y Kiomara empezaron a tomar fuerzas: volver
a Santa Cruz y cobijarse nuevamente en los brazos de la
familia.
Claudia afirma: “Regreso con la certeza de que Kioma-
ra está bien, que se ha intentado hacer lo mejor posible.
Yo me voy a alejar de grandes amigas que he encontrado
aquí; pero me voy tranquila, fortalecida y, por sobre todas
las cosas, muy agradecida de todas las personas que nos
ayudaron en el hospital, en el policlínico, en la Fundación
Nuestros Hijos. Vamos a retomar nuestra vida. Kiomara,
que pronto cumplirá 15 años, regresará a estudiar, se en-
contrará con sus amigos y se preparará para entrar a la uni-
versidad a estudiar odontología. Yo regresaré a mi trabajo
en el Hogar de Cristo y la vida continuará”.
52
53
nos conocimos una mañana de noviembre, en la sala de espera
del consultorio de oncología del Hospital Exequiel González
Cortés. Una mañana más, donde los niños esperaban, junto a sus
madres, oír la voz del altoparlante anunciando su nombre para subir
al segundo piso y ser atendidos por su médico tratante; mientras las
enfermeras atendían en la sala de tratamientos ambulatorios a otros
niños, entre llantos y pocas sonrisas.
Eran muchas las voces que se oían en la sala de espera, pero se escuchaba
una especialmente alegre y fuerte que le contaba una historia a su hijo:
era Alicia Lira, madre de Jacob, de 10 años, que ese día viernes había
llegado desde Rengo a un control médico. Nos bastó un momento para
programar nuestro encuentro cuando ella regresara a Santiago para el
siguiente control médico de su hijo, esta vez en la casa de acogida de la
Fundación Nuestros Hijos.
El 10 de diciembre, Alicia me esperaba en su pieza para conversar con
la misma libertad con que ella se desenvuelve, la libertad de expresarse
desde el corazón.
aLicia LiRaJacob
54
Nos sentamos sobre las camas; ella, frente a una ven-
tana. En sus manos tenía muchas fotos que también con-
taban algo de la historia de Jacob, de ahora en adelante,
Jaquito.
En 2004, con 6 años de edad y en primer año básico de
una escuela de Malloa —donde vivían en ese momento—,
presentó los primeros síntomas, bronquitis y estados febri-
les, que en ningún caso eran, a sus ojos, el presagio de una
enfermedad grave.
Corría el mes de julio y el invierno se hacía sentir frío
y lluvioso. Todos los días, al regreso de la escuela, Jaquito
hacía sus tareas, jugaba y se bañaba antes de dormir, como
todos los niños del mundo; hasta que un día, mientras su
mamá lo secaba, descubrió en su cuello un pequeño bulto
que a simple vista no se notaba. En esa oportunidad, el
miedo se instaló fuerte y amargo en ella.
A la mañana siguiente, viajaron al Hospital de Rengo
para que su hijo fuera examinado, y desde allí fue derivado
al Hospital de Rancagua, con fecha de atención para tres
meses más adelante, el 7 de septiembre.
Alicia recuerda: “Fue una espera interminable, con la in-
certidumbre de no saber qué era lo que tenía. Jaquito cada
día se sentía más débil, lo teníamos acostado en una ha-
maca para que no sintiera tantos dolores; no se levantaba,
adelgazaba y aparecían pequeñas protuberancias que cre-
cían con los días. Lo alimentábamos solo con sopa, la fiebre
se la bajaba con paños tibios que le ponía en la guatita.
Yo hice todo lo que pude para aliviarlo, incluso una amiga
me llevó donde una médica, por decirlo así, que había en
el campo, y a penas lo vio me dijo que tenía cáncer y que
necesitaba urgente un tratamiento. Es mi hijo menor, yo
digo que él es mi hijo del dolor”.
55
El 7 de septiembre finalmente llegó. En el Hospital de
Rancagua le hicieron varios exámenes y el resultado de la
biopsia que diagnosticaba cáncer le fue entregado a Alicia a
fines de mes, junto con la autorización para ser trasladado
al Hospital Exequiel González Cortés, en Santiago.
“Ese día, no sé cómo salí del hospital, no me acuerdo,
llegué a Malloa y fui corriendo a la municipalidad para
hablar con el alcalde. Le pedí que nos facilitara la ambu-
lancia para trasladar a mi hijo a Santiago. Al día siguiente,
viajamos. A Jaquito lo tendimos sobre un saco de dormir
abierto que sostuvimos en el aire con Gilberto, mi marido,
durante todo el viaje. Sentíamos los brazos acalambrados,
no lo podíamos tocar porque bramaba de dolor”.
Llegaron a Santiago y en el hospital los estaban espe-
rando. Hacía mucho tiempo que no recibían a un niño en
ese estado. Tras los exámenes de rigor, el diagnóstico fue
leucemia linfoblástica aguda y las probabilidades de sobre-
vivencia eran muy bajas, había que empezar el tratamiento
de inmediato.
“Fue el primer lugar donde nos sentimos acogidos y
donde yo me entregué. Cuando el doctor me dio la noticia
de que mi hijo estaba con cáncer, lo único que pensé fue
56
que se moría. Para mí, cáncer era igual a muerte. En ese
momento no hay fe, solo dolor; yo sentía mucho dolor. Al
tercer día, mi marido me dijo que fuéramos a la capilla y
que se lo entregáramos a Dios. Yo estuve de acuerdo, fui-
mos y le dije a Dios: ‘Te lo entrego, pero no lo hagas sufrir
más’. Quise soltarlo pero iba saliendo de la capilla y volví
corriendo a decirle, en realidad a gritarle, que no se lo en-
tregaba, que a mi hijo no se lo entrego a nadie”.
Para una madre con un hijo enfermo la vida se detiene;
pero, pese a este dolor, la familia debe seguir avanzando. En
este caso, lamentablemente, parecía que el camino se detenía
en forma abrupta en ese momento: el marido estaba cesante;
el hijo mayor, interno en un centro de hehabilitación; una de
sus hijas estaba embarazada y sola; y no había un céntimo.
Todo este peso familiar, que Alicia arrastró por mucho
tiempo, se sintió más liviano el día en que salió de la casa
de acogida, llegó al hospital —al pabellón oncológico de
niños— y encontró a su hijo que la estaba esperando sen-
tado en la cama. Habían pasado 10 días desde su hospi-
talización. Fue el mejor regalo de la primavera que, a esas
alturas, ya mostraba todos sus colores.
Si bien eran pocos los días que habían pasado, el trata-
miento estaba haciendo efecto y para ella los resultados es-
taban a la vista. La imagen de Jaquito sentado, que hasta el
día de hoy su madre recuerda, fue una invitación a pensar y
entender que el cáncer no es sinónimo de muerte, aunque
éste porfiadamente insista en ensombrecer el camino.
Pasaron los meses y la recuperación traía de la mano
efectos colaterales como resultado de la quimioterapia.
Fue un periodo muy complicado, del que aún quedan re-
zagos que con el tiempo se harán más amables.
Hoy Alicia ve a su hijo bien y se ríe porque él está feliz.
Comenta: “El dolor lo hizo madurar. Salir de su casa, dejar a
sus hermanos y a los compañeros de la escuela, a sus ami-
gos con los que jugaba fútbol; lo hizo sufrir. Estoy segura de
que en la vida sabrá vencer los obstáculos. Pero yo, que soy
la mamá, siento que por dentro todavía tengo miedo, es un
miedo al miedo, a que mi hijo pueda recaer”.
Emociones, sustos, desvelos eternos, impotencia, rabias,
alegrías, penas profundas, incomprensión y tanto más, trans-
formaron a la madre de Jaquito. Dejando de lado todos los
problemas propios de la pobreza dura que quita el aliento,
dice con la voz segura y firme que la caracteriza: “Cuando yo
vivía en Malloa y salía a trabajar al campo envuelta en nylon
para no mojarme en el invierno y llevar el pan a la casa, pen-
saba poco en Dios. Hoy valoro más la vida y doy gracias a
Dios. Yo aprendí a conocer a Jesús en el hospital y en la casa
de acogida, para mí estos dos lugares significan amor”.
Y afirma: “Ahora siento alegría, por ejemplo, cuando ca-
mino por la calle hacia el hospital y me encuentro con una
de las tías de la fundación que grita desde lejos mi nombre y
el de mi hijo; siento una felicidad tan grande, me hace sentir
valiosa como persona. Otra cosa que aprendí es a mirar la
naturaleza, ahora veo los árboles y los encuentro lindos”.
Esa tarde del 10 de diciembre, antes de despedirnos,
miramos todas las fotos de sus hijos: Alejandra, Samanta,
Gilberto y Jaquito, también de su nieta Fabiola, sus grandes
amores; y con éstas en las manos me comentó que había
decidido romper todas las que le recordaran la enfermedad
de su hijo, porque el dolor ya había desaparecido.
En paz consigo misma y como si le saliera del alma me
dijo: “El dolor aparece como el arco-iris, sin esperarlo, así es
el dolor; y un día desaparece sin que uno se dé cuenta, igual
que el arco-iris”.
57
58
59
en Santiago, a los pies de la cordillera, en la comuna de Puente Alto,
vive Adriana con sus hijos, Marisol, de 24 años; Abraham de 14;
y su nieto Javier de 5. Nos reunimos en su casa una tarde de verano.
Fue un encuentro con la familia y con los recuerdos que Adriana vivió
intensamente.
Sin preámbulos, se situó en el mes de enero del año 1992. En esa época
vivían en la casa de los padres de Adriana: Juan y Rosa. Marisol tenía 7
años, era una niña de pelo largo y ojos risueños que no se bajaba de su
bicicleta nueva, que había recibido para Navidad.
Adriana trabajaba como auxiliar de párvulos en el Hospital Barros Luco,
lo que ha seguido haciendo hasta el día de hoy. Desde que su hija nació,
todos los días tomaban juntas un bus que las llevaba hacia el hospital.
Adriana hacía su trabajo y Marisol, mientras tanto, se quedaba en la sala
cuna; ya mayor, en el jardín infantil.
adRiana esPinoZa
Marisol
60
Ese verano del año 1992, durante las vacaciones escolares,
la salud de Marisol decayó. La primera alerta fue un estado
febril. Adriana, preocupada por la salud de su hija, la llevó al
área de pediatría del Hospital Barros Luco, varios médicos la
evaluaron y, debido a que el diagnóstico fue grave, la deriva-
ron de inmediato al Hospital Exequiel González Cortés.
Al día siguiente, muy temprano, partieron las dos hacia
el hospital acompañadas de Juan, el cuñado de Adriana:
“Fuimos con Juan, él siempre nos apoyó, fue una gran ayu-
da para nosotras porque el padre de mi hija nunca ha esta-
do presente. Lo recuerdo como si fuera hoy, fue tremendo
llegar al consultorio del hospital y ver a los niños con las
muestras del cáncer en sus cabecitas, lo primero que pensé
fue: ¿qué estamos haciendo aquí? En esa época, el hospital
por dentro era muy triste, las consultas médicas se encon-
traban en un pasillo largo y oscuro, nada ayudaba a sentirse
mejor. Todavía recuerdo el llanto de los niños.
Sin mayores explicaciones, una auxiliar me pidió que de-
jara a mi hija en una sala porque le iban a hacer un examen,
a mí me dijeron que saliera. Después, me enteré de que
había sido una punción lumbar. De un momento a otro
el mundo se me vino abajo; cuando salió, nos abrazamos
fuerte y lloramos juntas”.
Para Adriana ese día en particular fue eterno, hubo mo-
mentos en que ella pensaba que todo iba a estar bien, lo
percibía con total claridad, pero al avanzar el día pensaba
61
todo lo contrario, y así pasaron ocho horas, hasta que la
llamaron para darle el resultado de los exámenes: leucemia
linfoblástica aguda.
“Fue como un golpe en la cabeza, horrible. En ese mi-
nuto hubiera querido salir corriendo, abrazar a mi hija y
meterla dentro de mí, desarmarla, para así evitarle todos
los dolores y sufrimientos que vendrían hacia adelante; me
parecía una pesadilla difícil de vivir y entender. Ese mismo
día, la doctora me explicó cómo sería el tratamiento, en
ese momento fue poco lo que entendí y no fui capaz de
hacer preguntas porque la conversación fue rápida y drásti-
ca. También me dijo que mi hija iba a quedar hospitalizada
de inmediato; la fiebre se debía a un paratifus, las defensas
las tenía muy bajas. Ésta fue la primera de muchas separa-
ciones, saqué fuerzas y la dejé en una sala aislada, tétrica
y oscura, tuve que dejarla en contra de toda mi voluntad.
Gracias a Dios, este lugar hoy en día está remodelado, no es
ni la sombra de lo que fue”.
62
Este dolor profundo, que tantas veces tuerce la vida
cuando uno menos se lo espera, abrió un camino espiritual,
de acuerdo a las palabras de Adriana: “Durante los 3 años
que duró el tratamiento me acerqué a Jesús y recibí res-
puestas que me estremecieron. Hubo días negros, uno tras
otro, pero siempre apareció el día en que abría las ventanas
y había un sol maravilloso, un día de esperanza”.
En más de una oportunidad, al sentir la debilidad de su
hija y el sufrimiento físico que aumentaba, ella le rogaba
a Jesús que se la llevara. Siempre sintió que debía soltarla,
dejarla libre; tenía la seguridad de que más allá de esta vida
existía otra y que, precisamente ahí, Marisol sería feliz.
Fue un periodo de reflexión y de oración, de una fe que
nace en ella desde muy dentro del corazón; 3 años de lucha
declarada contra el cáncer, 3 años en que se forjaron lazos
fuertes de amor y amistad con muchas personas. Adriana
recuerda: “Cuando nosotras llegamos al hospital, hacía 1
año que la Fundación Nuestros Hijos se había creado para
ayudar a los niños con cáncer, fue lo mejor que nos pudo
pasar. Todavía tenemos contacto con algunas voluntarias.
Yo llegaba al hospital y las veía a ellas cuidando a mi hija,
son lazos de amor tan grandes que fortalecen y alientan a
seguir adelante”.
A los 10 años Marisol se fue de alta y no regresaron a la
casa de los abuelos, sino que a su casa cerca de la cordillera.
Desde ese momento en adelante, sería el hogar de ella, su
madre y su hermano Abraham, que recién nacía celebran-
do la vida.
La familia hizo de sus días los mejores: Adriana retomó
su trabajo, Marisol volvió a la escuela, se reencontró con
sus amigos y, después de un tiempo, su pelo negro volvió
a volar al viento mientras recorría en bicicleta las calles de
su barrio. En tanto, Abraham se quedaba en la sala cuna del
Hospital Barros Luco.
Desde que regresaron del hospital pasaron 2 años, y un
día cualquiera Marisol empezó a sentir fuertes dolores de
cabeza. Con el correr del tiempo, éstos se hicieron tan in-
tensos que fue necesario acudir al hospital.
Adriana comenta: “A raíz de estos dolores, en el consul-
torio nos citaron un día jueves para hacerle una serie de
exámenes, me pidieron que regresara el próximo lunes para
enterarme de los resultados. Al día siguiente, el viernes, fue
tanta mi angustia, que no fui capaz de esperar todo el fin
de semana sin saber qué era lo que pasaba. A la hora de mi
colación me fui corriendo desde el Barros Luco al Exequiel
González Cortés, no sé cuántas cuadras son las que los se-
paran, pero cuando llegué apenas podía respirar, gracias a
Dios los resultados de los exámenes estaban listos.
Me explicaron que, lamentablemente, la Marisol tenía
una recaída medular tardía. Yo no lo podía creer, sentía
cómo me corrían las lágrimas, no podía ser verdad lo que
estaba escuchando. Había que empezar lo antes posible
con un tratamiento más severo; y, si éste no resultaba, ha-
bía que pensar en un trasplante de médula. Cómo le iba a
decir esto a mi hija, si ella ya había sufrido tanto”.
Se repitió la historia, con la diferencia de que ésta fue más
dura y se extendió por más tiempo. Por 4 años la vida de la
familia giró en torno al hospital. A pesar de miles de con-
tratiempos, Adriana se desvivió por atender a su hija, y las
pocas horas que restaban las dedicaba a su hijo menor, que
tampoco contó con su padre. Fueron años donde la fuerza
de esta madre no decayó jamás, acompañó a su hija cuando
la vida de ella parecía pender de un hilo tan frágil como su
cuerpo. Las dos lucharon tanto por ganarle a la enfermedad,
63
64
65
que llegó el día en que Marisol pudo salir del hospital de la
mano de su madre. Una vez más regresaron a la vida.
Con 16 años y gran parte de éstos entre paredes de hos-
pital, Marisol empezó lentamente a retomar lo que el diario
vivir le ofrecía: continuó con sus estudios y terminó la ense-
ñanza media. También hubo tiempo para el amor: a los 19
años se convirtió en madre cuando nació su hijo Javier.
Las experiencias de dolor vividas entre esas paredes
serán difíciles de olvidar, pero existen los sueños y el más
próximo será estudiar una profesión. Para lograrlo, regre-
sará una vez más al hospital para ser intervenida debido a
una hiperhidrosis que la ha aquejado desde la adolescencia;
será la última batalla ganada.
Hoy, Adriana está feliz; ellos siguen siendo una familia
unida. Como es costumbre, ella sale hacia su trabajo todas
las mañanas, tal como lo ha hecho hace 32 años, con la di-
ferencia de que actualmente es su nieto el que le toma la
mano para caminar juntos hacia el terminal de buses más
cercano y emprender el viaje hacia el jardín infantil del Hos-
pital Barros Luco, que ha acogido a cada uno de sus niños;
la primera fue Marisol cuando sus ojos recién aprendían a
sonreír.
aGRadecimientos
Agradezco a Verónica Terrazas, mi amiga, por su apoyo y compañía
desde el momento en que los vientos de otoño se hicieron
sentir.
A Patricia May, por sus palabras y generosidad.
A Jazmine Fernández, Romina Hernández, Magdalena Besomi y
Francisco Pereda.
A las madres y sus familias.
Y, por supuesto, a mi familia y a mis amigos que me han
acompañado en este camino.