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VI. EL ABISMO EN LAS ALTURAS: ANÁLISIS Y COMENTARIOS SOBRE “EL COLOR FUERA DEL ESPACIO”
VI.1. Resumen de la trama
“El color fuera del espacio”1 fue escrito hacia 1927, y nos presenta la historia de un ingeniero
que, inspeccionando la zona boscosa de Arkham2 para levantar los planos de una futura presa, se
topa con una zona totalmente devastada y cubierta por un extraño polvo grisáceo “que parecía
que jamás hubiese barrido el viento” (“El color surgido del espacio” 54). Ante esa visión no
puede evitar una indefinible sensación de opresión y amenaza cuyo origen no consigue precisar,
excepto que parece tener una profunda relación con el pozo abandonado que, al parecer, es uno
de los pocos vestigios de presencia humana junto con los restos de una chimenea y un cobertizo.
El ingeniero advierte unos extraños juegos luminosos en el brocal del pozo y, acuciado por el
cada vez más intenso temor, se aleja rápidamente del lugar.
Incapaz de apartar el episodio de su mente, decide investigar al respecto de ese lugar con la
gente de Arkham, la cual se muestra especialmente renuente a hablar del tema. Su único éxito
consiste en descubrir que a dicho lugar se le denomina el “erial maldito”, y que su existencia se
debe a ciertos “días extraños” acontecidos hacia junio de 1882. El ingeniero continúa sus
investigaciones hasta llegar a la cabaña del anciano Ammi Pierce, uno de los pocos testigos
sobrevivientes de aquel periodo, y que muestra una profunda afectación anímica producto de
tales experiencias. Tal estado se evidencia cuando Ammi demuestra “un gran alivio” (56) al
enterarse de la inminente construcción de la presa, aun cuando existe el riesgo de que su propia
cabaña quede sumergida.
1 En el transcurso de este capítulo, se aclararán las razones por las que utilizo una traducción literal del título original inglés de la obra (“The Colour Out of Space”), y no la que consta en la edición española citada en la bibliografía (“El color surgido del espacio”). 2 Ficticia ciudad ubicada en Massachusetts y creada expresamente por Lovecraft para fungir como escenario de varios de sus relatos.
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El anciano refiere al ingeniero que, en resumidas cuentas, las consecuencias de los “días
extraños” fueron la aniquilación, en circunstancias totalmente indescriptibles, de la familia
Gardner, a la sazón los dueños de la finca cuyos restos ha observado el ingeniero en la zona
donde se extiende el “erial maldito”.
Los hechos dieron inicio con la caída de un extraño meteorito junto al pozo de los Gardner.
Ammi acudió al lugar en compañía de tres profesores de la Universidad de Miskatonic.3 Nahum
Gardner, patriarca de la familia, es el primero en advertir un elemento particularmente inusual en
el objeto: se ha encogido aun cuando su superficie pareciera ser de piedra.
Asimismo, no se ha enfriado pese a haber transcurrido ya un día desde su aterrizaje y, también
de acuerdo con Nahum, durante la noche había despedido un intenso resplandor. Los profesores
quedan perplejos al notar la blandura de su superficie y deciden llevar una muestra para analizarla
en el laboratorio de la universidad. La muestra, dicho sea de paso, debe ser llevada en un cubo, ya
que sigue sin enfriarse y no hay forma de llevarla en un material más blando.
Al día siguiente, los científicos retornan presurosos a las montañas, no sin antes detenerse en
casa de Ammi Pierce para referirle, a grandes rasgos, los hallazgos del análisis: en general, las
reacciones que había mostrado el fragmento al ser expuesto a diversos químicos y solventes había
sido totalmente inusitada pero, por encima de todo ello, se encontraba el descubrimiento de una
emisión luminosa cuyo color era totalmente ajeno al espectro cromático. No fue posible realizar
mayores indagaciones puesto que, en el transcurso de la noche, la muestra y la probeta en que
ésta se había depositado se habían disuelto sin dejar residuos.
Los científicos y Ammi se encaminan posteriormente a casa de Nahum, sólo para ver
incrementado su asombro al comprobar que la piedra efectivamente se ha encogido y, cumplidos
3 La principal institución educativa de Arkham, por ende, también ficticia, aunque inspirada en la Universidad de Brown, en Providence.
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ya dos días desde el aterrizaje, sigue estando caliente. En esta ocasión los académicos deciden ir
más lejos y, a golpe de martillo, logran penetrar la superficie del meteorito hasta llegar a su
núcleo: un curioso glóbulo coloreado exactamente igual que las franjas observadas en la primera
muestra y que, al ser golpeado, estalla sin desprender ninguna sustancia ni dejar tampoco rastros.
Cada vez más perplejos, los científicos deciden tomar una nueva y más grande muestra para
realizar un análisis más profundo. Pero este esfuerzo resulta tan inútil como el anterior, ya que el
comportamiento de la nueva muestra ante las pruebas de laboratorio expone los mismos e
incomprensibles patrones de su antecesora. Para empeorar las cosas, esa misma noche cae una
fuerte tormenta sobre la granja de Nahum y, a la mañana siguiente, el meteorito ha desaparecido.
Desesperados, los científicos no pueden hacer nada sino conformarse con insistir sobre la,
también del mismo modo que su antecesora, cada vez más reducida muestra, hasta que al cabo de
una semana ésta finalmente desaparece sin que se haya obtenido ninguna conclusión.
Nahum Gardner, por su parte, pronto deja de otorgarle interés al incidente y retoma el curso de
sus cotidianas labores. Sin embargo, antes de que termine el verano empiezan a ocurrir hechos
inusitados: la cosecha de ese año resulta particularmente abundante y de proporciones
inconcebibles. El inicial regocijo, por desgracia, rápidamente se ve sustituido por la decepción,
pues pese a su aspecto resulta totalmente incomible. Éste es el primer acontecimiento que hace
concluir a Nahum que el meteorito ha traído una influencia dañina a sus campos.
Con el paso de los meses, los comarcanos pronto advierten un extraño cambio en la conducta
de los Gardner: se vuelven taciturnos y retraídos, y parecen querer evitar el contacto social. El
propio Nahum decide revelar el motivo a Ammi Pierce: su familia ha descubierto unas extrañas
huellas en la nieve. Aunque eran fácilmente reconocibles como de los mamíferos naturales a la
región, había ciertas anomalías difícilmente descriptibles que llamaban la atención. Una noche
Ammi tiene la ocasión de comprobar una de estas anomalías cuando, pasando frente a la granja
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de los Gardner, observa a un conejo dar un salto descomunalmente grande. Asimismo, los perros
de la granja han experimentado cambios drásticos de conducta, particularmente durante las
mañanas, en que se les encuentra sumamente asustados.
En febrero, los hijos de una familia vecina, los McGregor, atrapan una marmota que también
muestra signos de intrigantes anomalías anatómicas. Sin embargo, lo más inquietante se
encuentra en las facciones del animal, que tenían “una expresión que jamás hasta entonces habían
visto en una marmota” (64). A tal grado los asusta el hecho, que prefieren deshacerse de ella.
A partir de entonces, la incidencia de acontecimientos extraños en torno a la granja de los
Gardner se vuelve cada vez más frecuente. Con todo, lo más reiterativo resulta el terror que
parece dominar a los caballos que pasan cerca. Asimismo, se observa que la nieve se funde con
mayor rapidez que en otras zonas. En marzo, uno de los comarcanos descubre que, al otro lado
del camino que pasa frente a la granja, han brotado unas repugnantes coles que, más allá del
hedor (ante el que, por cierto, su caballo se había aterrorizado) tenían una forma totalmente
aberrante y, por encima de todo, un color imposible de definir.
Los científicos acuden por última vez a la granja convocados por el temor de los vecinos. Sin
embargo, y en aras de ocultar su incapacidad para explicar un fenómeno a todas luces fuera de su
comprensión, concluyen escuetamente que algún mineral ha contaminado las raíces, produciendo
tan extraños efectos en las coles, pero que el tiempo habrá de corregirlos. Tras de ello, los
profesores se marchan para no volver a involucrarse en el asunto. Sólo uno de ellos, aunque hasta
después de las últimas y nefastas consecuencias de estas anomalías, admite que el color de
aquellas coles no era otro que el que habían visto en las franjas luminosas del meteorito.
La serie de fenómenos extraños continúa multiplicándose con el paso del tiempo: los árboles
reverdecen prematuramente en la granja y sus alrededores, pero el descubrimiento más
espeluznante lo hace Thaddeus Gardner, segundo hijo de Nahum, quien revela que ha visto cómo
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las ramas se balancean durante la noche sin que haya una sola ráfaga de viento. Más adelante
brotan las saxífragas y, aunque no exactamente igual al de las coles, también están coloreadas por
tonos sumamente extraños.
Para abril los comarcanos empiezan a evitar utilizar el camino que pasa junto a la granja de los
Gardner hasta que, en poco tiempo, terminan por abandonarlo. La vegetación circundante ha
adoptado formas y, sobre todo, colores totalmente antinaturales que generan profundas e
inexplicables sensaciones de repelencia en los campesinos.
Mayo es el mes en que se da constancia de anomalías en los insectos, que también han sufrido
alteraciones en su anatomía y exhiben hábitos nocturnos por demás inusuales. Para colmo de
males, los Gardner no pueden sino reconocer que lo dicho por Thaddeus no era producto de la
imaginación: los árboles circundantes, en efecto, se mueven por sí solos durante las noches. Por
otra parte, cierta noche un representante de molinos de viento de Bolton, totalmente ajeno al lugar
y a los acontecimientos recientes, pasa junto a la granja y observa que la vegetación resplandece
con tonos extraños. Pero lo peor no es eso, sino que observa “un fragmento suelto” (69) de esa
luminosidad introduciéndose en un establo.
Poco después empieza a gestarse un nuevo cambio en la vegetación: su verdor está adquiriendo
una tonalidad grisácea y se vuelve quebradiza. Para entonces es prácticamente Ammi la única
persona que mantiene contacto con los Gardner. En junio, la alarma se extiende entre los vecinos
cuando se enteran de la súbita locura de la señora Gardner: la mujer grita que observa cosas que
se mueven en el aire y escucha sonidos que atormentan sus oídos, pero no le es posible definir ni
describir a unos u otros. En su delirio únicamente pronunciaba “verbos y pronombres” (69).
Nahum, en principio, prefiere dejar a su mujer deambular libremente en su desenfreno mientras
no lastime a otros o a sí misma, pero cuando empieza a sufrir alteraciones realmente aberrantes
en el rostro y a hacer visajes indefinibles, decide encerrarla en la buhardilla. Para el mes
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siguiente, la locura de la señora Gardner parece trivial ante una nueva alteración: también ella ha
empezado a emitir una extraña luminiscencia. Al mismo tiempo que esto transcurre, los cuatro
caballos de la familia, de una noche a la mañana siguiente, sufren un brusco ataque de locura y
huyen de la granja. Cuando son hallados están totalmente frenéticos y no queda otra alternativa
que sacrificarlos. Nahum pide prestado otro a Ammi, pero resulta inútil ya que se resiste
ferozmente a aproximarse al pajar.
Entre tanto, la vegetación continúa volviéndose grisácea y quebradiza hasta que, en
septiembre, está casi totalmente desintegrada y convertida en una extraña capa de polvo que
cubre toda la zona de la granja. Por si eso fuera poco, Ammi descubre, en una de sus cada vez
más esporádicas visitas, que el agua del pozo también ha sido misteriosamente contaminada,
adoptando un sabor sumamente desagradable. Sin embargo, Nahum ni siquiera se da cuenta de
cuando le aconseja cavar uno nuevo. Tanto él como su familia parecen haber llegado a un estado
de insuperable resignación, como si el círculo de destrucción que los rodea fuera ya parte de su
propio e inminente destino.
El mismo mes, Thaddeus se convierte en la siguiente víctima de la locura, tras de decir que ha
visto unos colores moverse dentro del pozo. Movido igualmente por su sentido de resignación,
Nahum termina por encerrarlo en una habitación enfrente de la de su madre. Al mismo tiempo, la
mortandad empieza a afectar al ganado, que previamente ha sufrido también anomalías en su
anatomía. Al mes siguiente, Thaddeus muere en circunstancias que, de acuerdo con el propio
Nahum, “más valía no entrar a detallar” (73), aunque menciona que no pudo tratarse de un
homicidio, puesto que la puerta y las ventanas de la habitación se encontraban cerradas e intactas.
A partir de entonces los acontecimientos se precipitan de modo implacable: Merwin Gardner,
el hijo menor, desaparece una noche en que se dirige a sacar agua del pozo. Nahum menciona que
sólo alcanzó a escuchar un grito en el corral, pero cuando acudió a investigar no encontró a
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Merwin, ni a su cubo ni al farol con el que se alumbraba el camino. Sin embargo, al despuntar el
día encontró un amasijo de metal fundido junto al pozo, que recordaba vagamente los dos
utensilios que portaba su desaparecido hijo. Fuera del desconsuelo, ni Nahum ni Ammi pueden
pensar en alguna alternativa.
Tras algo más de dos semanas sin saber de los Gardner, Ammi, con un gran esfuerzo de
voluntad, decide visitar la granja. Lo que encuentra es desgarrador: Nahum es una ruina de sí
mismo, tendido en un sofá y dependiendo totalmente de Zenas, su hijo mayor. Pero eso no es
todo, puesto que apenas unos momentos después de la llegada de Ammi, Nahum le pregunta si el
fuego que recién ha encendido le ayuda a calentarse, pero la chimenea está apagada. La locura ha
alcanzado también al otrora dedicado patriarca de los Gardner. Zenas no está mucho mejor,
puesto que apenas parece algo más que un autómata, que sigue mecánicamente las indicaciones
de su impotente padre.
Viendo que Nahum es ahora de poca ayuda para atar cabos, Ammi decide investigar por su
cuenta y sube a la buhardilla, con la intención de saber el estado en que se encuentra la señora
Gardner. Pero lo que sale a su encuentro en la oscurecida habitación supera con creces los peores
pronósticos que Ammi podría aguardar: una nube de un color extraño pasa flotando junto a él y,
tendido en un rincón, descubre un bulto informe y grisáceo que se desintegra poco a poco pero
que, para el máximo espanto de Ammi, se mueve.
El visitante simplemente abandona la habitación y cierra la puerta con llave, incapaz tanto de
gritar como de salir huyendo despavorido. En su mente sólo queda la necesidad de sacar a Nahum
de ahí y llevarlo a donde puedan asistirle. Sin embargo, cuando se dispone a bajar la escalera
escucha un ruido apagado, como de algo que se arrastra, al mismo tiempo que una extraña
luminosidad empieza a observarse en el armazón de la casa. Afuera, el caballo de Ammi no
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refrena sus instintos y emprende una frenética huida. Sólo unos segundos después se escucha un
chapoteo líquido proveniente del pozo.
Ammi escucha a continuación un chirrido en el piso inferior, por lo que toma un madero para
defenderse en cualquier caso y desciende las escaleras. El nuevo encuentro es ya demasiado para
su resistencia: Nahum se ha convertido también en una hedionda masa grisácea que se desmorona
en pedazos. En sus últimos desvaríos sólo alcanza a decir que el color es el culpable, que “chupa
la vida de todo” (80), ha contaminado el suelo y las plantas y se ha llevado finalmente a Zenas
quien, de hecho, había salido a buscar leña poco después de la llegada de Ammi y no había
regresado.
Ése es el fin del último de los Gardner, quien a continuación se desploma en el suelo. Ammi lo
cubre con un mantel y abandona la casa. Mientras emprende el camino de vuelta a casa, descubre
que el brocal del pozo se halla intacto. Había supuesto que el chapoteo escuchado poco después
de la huida del caballo había sido producido por una de las ruedas del carruaje, que se había
zafado y, tras golpear en el pozo, había desprendido una piedra. Pero ahora no puede, pese a no
saber cómo lo ha concluido, sino estar convencido de que “algo” se ha sumergido en el pozo tras
atacar a Nahum.
Ammi decide acudir a Arkham para dar aviso a las autoridades. Tres agentes, un médico, un
forense y un veterinario acuden junto con él a la granja para dar constancia de los hechos. El
impacto que produce el observar los monstruosos bultos grisáceos no es menor en los mismos
policías que el sufrido anteriormente por Ammi. Se recogen muestras del extraño polvo que,
posteriormente, será analizado en un espectroscopio, produciendo las mismas franjas de colores
indefinibles observadas en el meteorito más de un año atrás.
Los agentes deciden investigar a continuación el pozo: los esqueletos, gravemente dañados, de
Merwin y Zenas, así como de otros animales pequeños, son los hallazgos producidos tras vaciar
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el repugnante líquido que se encuentra allá abajo. Uno de los policías desciende posteriormente,
sujeto a una cuerda, para tratar de remover el fango, pero se lleva la intrigante sorpresa de que, al
sumergir un largo madero, éste no toca ningún obstáculo.
Minutos después, en el interior de la casa, los hombres no consiguen hallar solución a su
perplejidad. Ninguna teoría sirve para comprender los inusitados y desastrosos acontecimientos
que han tenido lugar recientemente. Mientras continúan discutiendo, un extraño resplandor
empieza a emerger del pozo. La noche ha caído por entonces, así que hay cabida para dudas
acerca de que una desconocida fuente luminosa ha comenzado a manifestarse. El terror es mayor
para Ammi, quien al punto reconoce el infame color de la luz: el mismo que ha observado en el
meteorito.
Los caballos en que ha llegado el grupo se ponen frenéticos y tratan de huir. El conductor
intenta salir de la casa para averiguar qué sucede, pero Ammi lo detiene justo a tiempo,
advirtiéndole que “pasa algo que ni siquiera podemos intuir” (85). Los otros se quedan totalmente
estupefactos e impotentes, mientras el resplandor del pozo continúa en aumento. Poco después, el
terror es ya una realidad al confirmar cómo, sin haber una sola brisa afuera, las ramas de los
árboles empiezan a moverse y retorcerse por sí solas, a la vez que se observan en ellas diminutos
puntos iridiscentes con el ya tan familiar color.
Del pozo, en ese momento, la luz empieza a brotar en borbotones, mientras que unos
cobertizos y unos panales también empiezan a brillar. El terror ya ha dominado a tal extremo a
los caballos, que consiguen romper el arbusto al que se hallan atados y emprenden la estampida.
El policía que había descendido al pozo no puede sino confesar que, mientras removía el fango,
había sentido “‘que algo había allí al acecho’” (88), algo que no podía definir, pero que había
sentido como una presencia incuestionable.
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El pánico empieza a gestarse en el grupo cuando advierten, en ese momento, que la propia casa
empieza también a brillar. Ammi los hace salir por la puerta de atrás y, sin atreverse a voltear,
emprenden el escape sin detenerse hasta que han alcanzado una elevada cuesta. Una vez llegados
ahí, contemplan de nuevo la granja: se ha convertido en un demencial kaleidoscopio de tonos
inclasificables.
En ese momento, un objeto informe sale disparado del pozo en vertical trayectoria, atravesando
las nubes mediante un agujero circular “sorprendentemente regular” (90) y desapareciendo en el
infinito. Al mismo tiempo, en la granja empiezan a escucharse crujidos y chasquidos de madera,
mientras que la abominable mezcolanza de colores se vuelve más intensa. El grupo huye de ahí
sin esperar a ver lo que habrá de seguir, rodeados por una ventisca cuyo origen no pueden
determinar.
Sin embargo, Ammi ha visto algo que los demás no: un fragmento de esa extraña luminosidad,
justo después de que el extraño objeto saliera disparado hacia el cielo, se sumerge de nuevo en las
profundidades.
Así termina Ammi, muchos años después, su relación de los “días extraños”. El ingeniero,
recordando los extraños juegos luminosos que observara en el pozo al toparse con el “erial
maldito”, no puede sino comprender por qué Ammi siente tan profundo alivio ante la inminente
construcción de la presa. Él mismo desearía sentir lo mismo, pero una leve aunque constante
inquietud continúa turbándolo internamente. Intuye que de poco habrán de servir las toneladas de
agua para detener a esa “cosa” que, de acuerdo con lo dicho por Ammi, sigue habitando en el
fondo del pozo. Una parte de ella retornó a las inabarcables abismalidades de donde había venido,
pero no sin dejar algo de sí detrás. No puede el ingeniero dudar de ello, especialmente sabiendo
que el “erial maldito” se está extendiendo una pulgada por año.
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Aunque más sutiles, extraños acontecimientos continúan siendo observables en las
inmediaciones del lugar: árboles que parecen moverse solos sin que haya viento, anomalías
anatómicas en la fauna de la región y extraños accesos de locura que, eventualmente, provocaron
el despoblamiento humano.
Después de ello, el ingeniero renuncia a su trabajo y se niega a tener cualquier otro contacto
con los infames bosques de Arkham. A pesar de ello, no puede dejar de pensar en que Ammi,
eventualmente, sea víctima de la misma extraña y grisácea suerte que acabó, por medios nunca
esclarecidos, con toda la vida de una región de Massachusetts.
VI.2. Las fuentes del miedo
A diferencia de “El sabueso”, en “El color fuera del espacio” se advierte un manejo mucho más
complejo y sutil del suspenso, de tal manera que los acontecimientos por venir se vuelvan
sumamente difíciles de vislumbrar o de interpretar. En otras palabras, el lenguaje mismo se
caracteriza por remitir constantemente a lo incierto, a lo indeterminado.
La descripción topográfica con que se abre el relato constituye una alegoría de lo desconocido.
De acuerdo con Jason Eckhardt (94), es asimismo una advertencia ante los peligros de la
desolación:
Al oeste de Arkham las montañas se alzan bravías y por entre medio de ellas se
abren valles con frondosos bosques jamás talados por el hacha. En aquellos parajes
pueden verse sombríos y angostos barrancos en que los árboles adoptan increíbles
formas y por donde corren gráciles arroyuelos a los que jamás han llegado los
destellos del sol. (51)
De este modo se sugiere, tal y como se estipula en el horror cósmico, la existencia de esencias
distintas a las de nuestra cotidianidad y, especialmente, distintas a las de nuestros esquemas y
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concepciones sobre la realidad. De esta manera, se busca incitar a la reflexión acerca de las
limitaciones del entendimiento humano: cómo pueden existir tantas e innumerables instancias en
este, que es nuestro propio universo, sin que apenas podamos hacernos una idea de su realidad.
Las figuras del hacha y de los rayos del sol contribuyen a reforzar esta imagen: ambas son
metáforas del entendimiento. Concretamente, el hacha representa su acción penetrante, es decir,
cómo atraviesa los misterios circundantes. La luz del sol no es otra que la luz de la razón que, del
mismo modo que el hacha, se considera la fuente que ilumina el sentido de las cosas. Todo ello,
desde luego, considerado bajo un intenso halo de suposición, nunca como certidumbre.
Más adelante se menciona que esta región evoca sensaciones de inquietud y temor.
Sensaciones no procedentes de “algo que se pueda ver, oír o tocar, sino por lo que se palpa en el
ambiente” (52). Más allá de complementar la noción de esferas del universo inaprensibles para
nuestra comprensión, se sugiere algo mucho más siniestro, en el sentido freudiano: la posibilidad
de que nuestra propia percepción esté dotada de alguna misteriosa capacidad para entrar en
contacto con lo desconocido. Dicho de otra manera, la posibilidad de que haya esferas
desconocidas en nosotros mismos. Así pues, nuestra naturaleza está muy lejos de estar totalmente
explicada, siendo entonces concebible que algunas arcaicas nociones sobre su potencial, que se
creían “superadas”, podrían ser realidades. El narrador, hábilmente, insistirá con harta frecuencia
sobre estas cuestiones en alturas medulares de la historia, intentando con ello que el lector las
tenga presentes cuando se entera de alguna situación anormal.
Del primer personaje que tenemos cuenta, incluso antes que del propio narrador (el ingeniero),
es del anciano Ammi Pierce, quien “ya hace años que no anda del todo bien de la cabeza” (52).
Lo que más adelante sabremos gracias a él nos remite de nuevo al concepto de marginalidad
característico del personaje que se enfrenta con lo fantástico y lo desconocido. No hay ya nadie
que pueda constatar la realidad de su testimonio. De esta manera, el fantasma de la locura
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pareciera definirse como una posible, aunque no definitiva, explicación para los fenómenos que
ha presenciado. Sin embargo, aun cuando se tratara de locura, esta situación guarda su grado de
complejidad: ¿es que Ammi ha inventado su historia por causa de la locura? O, lo que es más
inquietante, ¿ha sufrido afectaciones en su mente por causa de lo que ha visto?
La segunda opción se perfila como la más viable. Se trata de la locura en el sentido que asume
en la obra de Lovecraft en general, es decir, como una especie de estado dionisiaco. La naturaleza
humana, tras de haber entrado en contacto con lo desconocido, ya no puede sostenerse o
reintegrarse a la cotidianidad en que se desenvolvía antes de tal experiencia. De esta manera, sólo
quedan como alternativas la aniquilación, como lo hemos visto en “El sabueso”, o la asimilación
a este nuevo estado de existencia por medio de una percepción sumamente agudizada y vasta,
que en nuestro corto entendimiento sólo podemos definir como “locura”. Lo único que podríamos
considerar definitivo acerca del estado mental de Ammi es, retomando a Eckhardt, los peligros de
la soledad y el aislamiento, mejor ejemplificado todavía por el destino de los Gardner.
Pocas líneas después encontramos la eventual reacción de la mente humana cuando los
destellos de lo desconocido asoman ante su percepción:
Para cuando llegue esa fecha los secretos de aquellos extraños días habrán pasado
a ser todo uno con los secretos que ocultan las profundidades, todo uno con las
secretas leyendas del antiguo océano y con los misterios aún por develar de la
primitiva tierra. (52)
El terror en pleno hace aquí su aparición. Lo siniestro ronda en este último pasaje sin que llegue
a consumarse por completo, sino que se manifiesta como amenaza. La presa no es sino la
alegoría de la represión. Es la forma que, en este caso, asume la “mascarada” descrita por
Cavallaro: los intentos desesperados de la mente humana para disfrazar o manipular los
conceptos sobre la realidad, de manera que otorguen esa ilusoria sensación de seguridad, ese
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““optimismo bobalicón”” que permita alejar del pensamiento las nociones de pequeñez e
insignificancia de nuestra propia especie ante la vastedad del universo.
Lo deseable sería que la presa fuera capaz de eliminar la espeluznante realidad que encierran
esas montañas, pero no pasa de ser, como se ha dicho, una simple máscara: una imagen falaz con
la que la sensibilidad humana busca convencerse de la inexistencia de esas esencias indefinibles.
Aunque la presa impediría que los humanos perciban el “erial maldito”, éste no deja por ello de
ser real, ya que su existencia es independiente de la voluntad y los temores de aquéllos.
El verdadero lugar de la razón queda prontamente definido cuando el narrador admite: “pensé
que el mal de que hablaban debía ser algo que las abuelitas venían contando en voz baja desde
hacía siglos a los niños” (53). En este comentario se trasluce que, antes de conocer la historia en
profundidad, el narrador es una persona que, de acuerdo con las nociones freudianas, es un ser
“maduro”: ha dejado atrás nociones mágicas o animistas y se guía por la lógica y el raciocinio, de
tal manera que, al enterarse por primera vez acerca del “erial maldito”, supone que se tratará de
alguna vieja leyenda saturada de imaginería y sustentada en temas arquetípicos y abstractos. Sin
embargo, cuando más adelante (55) se entera de que la historia no tiene más que unas pocas
décadas de haber ocurrido, su visión cambia radicalmente.
Hay evidencias que constatan, en una época de predominio científico y reacia a creer en
fantasías, un acontecimiento que ha alterado profundamente los, aparentemente, inamovibles
conceptos sobre la realidad que la ciencia misma había definido. Una vez más revolotea la idea
de lo siniestro: el propio narrador ha sentido, mediante los extraños juegos luminosos en el pozo,
alarmantemente cercana la posibilidad de que algunas nociones que, para esas alturas,
consideraba como fantasías, pudieran tener alguna base en la realidad.
Uno de los primeros elementos en que se vislumbra la idea de lo fantástico sería el extraño
polvo grisáceo que cubre el “erial maldito”. En un principio considera la posibilidad de que se
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traten de los vestigios de un antiguo incendio. Sin embargo, le llama la atención el hecho de que
no crezca absolutamente nada en toda su superficie. La capa de polvo es extrañamente uniforme,
como si “jamás [la] hubiese barrido el viento” (54). De haber sido realmente el producto de un
incendio, ¿por qué estaba ubicada en un área tan claramente definida? ¿Por qué no había, aunque
aislados, algunos brotes de nueva vegetación, considerando que la ceniza suele favorecer la
fertilidad de las plantas? Pero lo más intrigante de todo: ¿por qué parece estar adherida al suelo,
contrariamente a las propiedades naturales de la ceniza, que le permiten elevarse con harta
facilidad en el aire?
La cotidianidad, la rutina, las “leyes” de la naturaleza parecen haber suspendido aquí su curso.
Un elemento repentinamente ha irrumpido e incidido mediante fenómenos que, supuestamente,
deberían ser “imposibles”. En otras palabras, la sensación de seguridad derivada de nuestra
pretendida “explicación” sobre el curso fenomenológico del universo empieza a resquebrajarse.
En un principio, esta sensación tal vez no pase de simple sorpresa, pero posteriormente se
descubrirán motivos suficientes para que se convierta en miedo.
Todo lo visto hasta el momento es una acumulación de circunstancias para definir el escenario
en que la historia habrá de desarrollarse a continuación. En otras palabras, no hemos llegado
todavía a los hechos, sino que el narrador hábilmente ha presentado, en un principio, las
consecuencias de éstos para crear una atmósfera de suspenso, que motive al lector a proseguir la
lectura para conocer los motivos que han dado, como resultado, las situaciones descritas.
Poco más adelante encontramos una especie de anticipación de la conclusión: “una extraña
aprensión acerca de los inmensos y etéreos vacíos se había apoderado de mi alma” (55). Para
David E. Schultz, a través de este comentario “Lovecraft nos ubica […] en el mundo que
conocemos, el moderno siglo XX –un mundo de ciencia y conocimiento y no de mitos– para
después pintar en torno nuestro un mundo que creemos conocer pero que en realidad es
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totalmente desconocido” (207).4 Asimismo, Stefan Dziemianowicz complementa esta instancia
citando a Donald Burleson: “El horror no es en realidad una inexpresable realidad externa, sino
las reacciones emocionales del protagonista ante los destellos que percibe de dicha realidad, así
como su comprensión de sus pasmosas implicaciones para la especie humana” (178).5 Lo anterior
da pie a retomar la correlación funcional entre los fenómenos prodigiosos y los protagonistas
testigos que menciono en el capítulo III. Esto es: para que el fenómeno adquiera proporciones
fantásticas o terroríficas, es necesaria una percepción humana que le otorgue dichas cualidades.
El fenómeno, en sí mismo, no posee ninguna denominación. Simplemente ocurre.
En definitiva, el pasaje aquí abordado es una manera sucinta de expresar la atmósfera de horror
cósmico que el autor desea transmitir: el protagonista ha presenciado una fugaz y sutil
manifestación de una indefinible (¿o incluso algunas?) fuerza proveniente del exterior, lo que ha
provocado que sus otrora inamovibles y racionalistas convicciones queden reducidas a simples
ilusiones, o sea, interpretaciones pero no la realidad en sí. Recurriendo de nuevo a Schultz,
podemos llegar a las últimas implicaciones de esta situación: “los humanos no son la corona de la
creación sino desamparados juguetes o aun peor –criaturas sin ningún significado, cualquiera que
éste sea (207).6 Considerando lo anterior, no debe extrañarnos que el narrador termine por
convencerse de la inutilidad que, eventualmente, tendrá la presa para contener el horror que se
encuentra en los bosques: “Pero ni siquiera entonces creo que me atreveré a visitar aquella
4 “Lovecraft plants us squarely in the world that we know, the modern, twentieth century –a world of science and knowledge, not myth– and then paints around us a world we seem to know but which we know not at all”. Ésta y todas las traducciones subsecuentes, salvo indicación contraria, son mías. 5 “The horror is not really some unspeakable external reality, but rather the protagonist’s emotional reactions to his glimpses of that reality, and his realization of the awesome implications for mankind”. 6 “humans are not the crown of creation but helpless pawns or worse –creatures of no significance whatsoever”.
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comarca de noche, al menos cuando brillan las siniestras estrellas. Y por nada del mundo beberé
el agua del municipio de Arkham” (“El color” 57).
Algunas situaciones que refuerzan el creciente temor en el ingeniero son, además de la ya
mencionada proximidad cronológica de los acontecimientos, constatar la seriedad y la precisión
del testimonio de Ammi Pierce a pesar de su propia afectación mental: “El anciano era mucho
más inteligente y educado de lo que me indujo a pensar en un principio” (56). Esto nos lleva a
concluir que la misma gente considerada (frecuentemente por ellos o ellas mismos) como
“racionalista” o “educada” no difiere mucho de la gente supersticiosa a la que tanto critica. En
otras palabras, esta actitud no es sino una conducta prejuiciosa y parcial del exterior, de tal
manera que se emiten conclusiones apresuradas sobre éste sin tener toda la evidencia necesaria
para ello. En última instancia, este tipo de personas terminan siendo, irónicamente, enemigos de
lo que dicen defender, puesto que estas actitudes prejuiciosas van completamente en contra de los
preceptos racionales y científicos. En el caso que nos ocupa, el ingeniero había dado por hecho
que Ammi sería un individuo escandaloso y sin sentido crítico, proclive a creencias fantasiosas,
cuando ni siquiera lo conocía.
Sin embargo, en cuanto descubre que sus prejuicios eran equivocados, el ingeniero termina por
desear con más desesperación que así hubiese sido. Lo que Ammi le cuenta, reforzado por la
existencia de evidencias que lo comprueban, no hace sino dejar al descubierto las verdaderas
razones para el temor al que, en un principio, el ingeniero no encontraba justificación pero
tampoco podía negar. En sí, el hecho que podemos reconocer como principal refuerzo tanto para
el terror del ingeniero como para la afectación mental de Ammi lo constituye el carácter
amenazante de los fenómenos que éste ha presenciado: “su consecuencia [fue] la desaparición o
muerte de toda una familia” (55). También nos ilustra esto acerca del compulsivo hermetismo de
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los comarcanos, quienes se niegan rotundamente a dar pormenores acerca de los “días extraños”.
Ammi es, de hecho, “la única persona que […] se atreve a hablar de aquellos […] días” (52).
Esta situación viene a remitirnos de nuevo al tema del “conocimiento prohibido” en dos de sus
posibles vertientes: la del neófito que va tras de él sin medir las consecuencias y la del
experimentado que, por haberlo alcanzado, ha sufrido una pérdida irreparable. El primer caso se
encarna en el ingeniero: los comarcanos rehúsan darle mayores datos sobre los “días extraños” y,
además, le advierten no escuchar las historias de Ammi; todo ello, sin embargo, redunda en el
efecto contrario. Cuanto más resistencia encuentra el ingeniero, con más ahínco se esfuerza por
descubrir la verdad.
Ammi representa el segundo caso, pero de una forma alternativa, bastante infrecuente, para los
personajes que se enfrentan con lo desconocido: Ammi ni siquiera buscó deliberadamente este
conocimiento, sino que las circunstancias externas se coordinaron de tal manera, que él se vio
forzado a entrar en contacto con estas fuerzas exteriores sin que pudiera evitarlo. La noción de
“anti-mitología” con la que Schultz describe el sentido de la obra de Lovecraft en el capítulo II
nos ayuda a comprender esta situación: Ammi es el reverso del arquetípico Doctor Fausto. Es un
infortunado personaje que, sin saber el modo ni los motivos, se ve alcanzado por el conocimiento
proscrito sin haber siquiera pensado en su búsqueda; y sin embargo, ¿acaso esto último no
coincide también con el no menos arquetípico concepto del destino? Aun cuando Ammi no se
compare con un Fausto, sí podríamos verlo estrechamente cercano con los infortunios de un
Edipo, quien tampoco buscó experimentar voluntariamente los sufrimientos que padeció, pero
éstos llegaron por su propia cuenta, y sin que él pudiera entender el porqué.
Es también interesante detenernos en el énfasis que pone el ingeniero sobre las estrellas
mientras expresa el temor que le ha inspirado el inconmensurable océano cósmico. Si retornamos
a la cita de Burleson hecha por Dziemianowicz que incluimos líneas arriba, tendría sentido
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suponer que las estrellas constituyen una alegoría de los destellos que esa realidad externa e
indefinible que acecha más allá de nuestro entendimiento, provoca de repente en rincones no
menos tenebrosos de la propia mente humana. Es comprensible por qué el ingeniero siente tan
desesperada necesidad por alejarse de ellas.
El suspenso que caracteriza el largo prolegómeno del relato cambia de forma cuando la
focalización se centra en la experiencia de Ammi, aunque la voz continúa siendo la del ingeniero:
“Todo empezó –según me contó el viejo Ammi– con la caída del meteorito” (57). De esta manera
se anuncia, por fin, la enumeración de los acontecimientos que han devenido en las condiciones
tan desconcertantes de que se nos ha dado noticia. En otras palabras, con esta nueva variante del
suspenso se busca atraer la atención del lector para llevarlo al “conocimiento prohibido”: si
utilizamos los términos arquetípicos, se busca que el lector dé libre flujo a sus instintos fáusticos.
La misma caída del meteorito se reviste de circunstancias inusitadas: “Un buen día, hacia las
doce, se dejó ver en el cielo una nube blanca, y a renglón seguido se oyó una serie de estampidos
en el aire mientras una columna de humo ascendía del valle” (57). En principio tenemos una
especie de ruptura con respecto de las fórmulas que, en otras épocas, se utilizaban para la
aparición del fenómeno. Concretamente, con aquella que tiende a situar el momento de ésta a la
medianoche. En este caso, el meteorito cae a plena luz del día, ante la vista de testigos y sin
aparentes preocupaciones por ocultar su llegada.
Entrando de lleno en el primer acontecimiento inusitado, propiamente dicho, están los extraños
estampidos en el aire. Únicamente se observa una nube blanca en el cielo. ¿Qué podría generar
un estruendo en el cielo si no hay nubes de tormenta ni relámpagos? Es posible inferir que no hay
fuegos artificiales próximos a la zona. Mucho menos podemos hablar de aviones, ya que todavía
nos encontramos en las postrimerías del siglo XIX. Ante estas circunstancias no sería extraño
empezar a poner en cuestión nuestros conceptos “inamovibles” sobre las “únicas” fuentes
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capaces de provocar estampidos en el aire: en realidad, nosotros creemos que conocemos “todas”
esas fuentes.
Más adelante, cuando llegan los profesores de la Miskatonic a investigar, Nahum advierte que
el meteorito ha reducido su tamaño. Los meteoritos, al menos los que conocemos, están
compuestos por roca, y como los mismos científicos replican: “las piedras no encogen” (58).
Podríamos, en este primer momento, considerar que este efecto hubiese sido producto de un error
de observación por parte de Nahum. Sin embargo, y de lo cual hay evidencias palpables, ¿por qué
continúa caliente cuando ha transcurrido casi un día entero desde su llegada? Si de verdad se
tratara de un meteorito “normal”, el efecto de la fricción al entrar en contacto con la atmósfera
debería haberse ya diluido. Por otra parte, Nahum menciona que “había brillado tenuemente
durante la noche” (58). Aun cuando al meteorito le hubiera tomado más de lo normal para
enfriarse, ¿cómo es posible que despidiera brillo alguno después de haber tocado tierra? Tal cosa
puede verse mientras aún se hallan en el aire, pero una vez aterrizados, no hay motivo conocido
para que continúen destellando.
En resumen, tenemos por fin una evidencia (lo cual es lo más “escandaloso”, si retomamos el
término de Caillois) de que nuestros conocimientos sobre el universo están muy lejos de ser
definitivos. Pero por encima de todo, tenemos evidencia de que por muy profundos que creamos
nuestros conocimientos, éstos no tienen injerencia o control alguno sobre el curso
fenomenológico del universo: éste obedece a otras leyes; es entonces otra naturaleza, distinta de
la que suponemos, como lo menciona Flora Botton. No nos extrañemos al pensar que, cuando el
narrador describe a los científicos como “doctos universitarios” (58), en realidad estemos frente a
una ironía sobre la ignorancia que intenta enmascararse (como diría Cavallaro) como alta ciencia.
Otros incidentes confluirán para reforzar esto último, especialmente el hecho de que, cuando
los científicos recogen una muestra del meteorito, la superficie de éste resulta
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“extraordinariamente blanda” (58). ¿Qué clase de piedra, especialmente perteneciendo a este
cuerpo celeste en particular, posee una característica así? La misma muestra, evidentemente, se
encoge con el paso del tiempo y es necesario transportarla en un cubo de metal, ya que derrite
con prontitud asombrosa cualquier otra superficie.
Las pruebas de laboratorio no ayudan más a los científicos en su intento por no salir de sus
esquemas: las reacciones de la muestra ante otras sustancias resultan insuficientes para
determinar su parentesco con los elementos o materiales conocidos en la Tierra y, al menos, en
sus vecindades más próximas. Para colmo de las sorpresas, su calor permanece inalterable con el
paso del tiempo, pero por encima de todo ello está la revelación del espectroscopio: “[la muestra]
puso de manifiesto unas franjas luminosas de colores en nada parecidos a los del espectro
normal” (59). Más adelante se abunda acerca de este insólito descubrimiento: “resultaba casi
imposible de describir y sólo por analogía podía decirse de aquello que era un color” (61).
Éstos resultan muy pobres intentos para describir al verdadero protagonista de este relato. Los
apuntes de Peter Cannon pueden ser de ayuda para comprender su sentido: el color es un “salto
imaginativo” (84),7 ya que su existencia es “estrictamente imposible, [es] una contradicción más
que una extensión de la ley natural” (84).8 Cannon acierta, pero a la vez se equivoca al hacer esta
afirmación: le asiste la razón en cuanto al hecho (éste sí, incontrovertible) de que no es posible
inventar un color “nuevo”, distinto de los existentes o generables por el espectro cromático. En
otras palabras, las leyes de éste determinan la existencia de un número determinado de colores,
fuera del cual no es posible la aparición de una nueva variante. Así pues, dentro de esta ley
natural se entiende la imposibilidad de una existencia de tales características.
7 “imaginative leap”. 8 “is strictly impossible, a contradiction rather than an extension of natural law”.
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Sin embargo, he puesto intencionadamente el énfasis en la expresión “esta ley” porque, aunque
conozcamos sus alcances y limitaciones, no tenemos por el contrario constancia definitiva de que
sea la única ley que rige la generación y definición de los colores. El espectro cromático del que
habla Cannon es el espectro que conocemos, el que rige las diversas tonalidades en nuestro
entorno inmediato. Ello no obsta, por otro lado, la posible existencia de otro e incluso otros
espectros cromáticos cuyas leyes y características, por no estar todavía en contacto con nuestro
entendimiento, son imposibles de definir o delimitar. En resumen, nosotros no creamos las leyes:
únicamente interpretamos las manifestaciones de nuestro entorno. El conocimiento sólo se forma
en cuanto el exterior se hace presente ante nuestros sentidos. Antes que eso, somos incapaces de
inventar desde la nada. En otras palabras, no podemos “inventar” sin referentes que existen fuera
de nosotros mismos. Tomando esto en cuenta, es posible suponer la existencia de variantes para
esas contadas leyes que conocemos, siendo incluso posibles instancias aparentemente
contradictorias. Ello en razón de que, al ser independientes con respecto de nuestros juicios,
dichas leyes siguen un curso propio con el que no tenemos contacto.
El punto de esta cuestión es que, más que referirse a un color “desconocido”, el propósito de
Lovecraft es más bien presentar una alegoría de lo indefinido, de lo desconocido en sí. En otras
palabras, el hecho de que el color sea “imposible de describir” no alude en sí a la existencia de
tonalidades no registradas en el espectro cromático, sino a la imposibilidad de nombrar lo que
está fuera de nuestras esferas de conocimiento mientras nuestros sentidos no hagan contacto con
ellas. Es posible, reitero, intuir la existencia de realidades externas y, por qué no, regidas por
leyes diferentes a las que conocemos, pero es imposible definir sus esencias mientras dichas
realidades no se manifiesten frente a nosotros. Una vez más, sin referentes no hay esencias.
Tenemos entonces bases para considerar que, en este relato, el interés de Lovecraft es
enfatizar, una vez más, las limitaciones del entendimiento humano. Un pasaje que viene a
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complementar esta extensa alegoría se encuentra en el hecho de que los disolventes no pueden
atravesar la superficie de la muestra (60). Así, el entendimiento no puede atravesar la barrera de
la ignorancia, hasta que las propias esencias externas se manifiesten por medios igualmente
indefinibles e impredecibles ante los sentidos.
Complementemos así lo dicho por Cannon: nosotros no podemos concebir un color nuevo
porque las leyes que conocemos sobre cromatismo ya nos han mostrado todas sus alternativas,
pero esto no significa que no existan otras leyes sobre cromatismo. Por lo tanto, hasta que tales
leyes no estén al alcance de nuestra percepción, podemos considerar la posibilidad de su
existencia, pero un color derivado de ellas siempre será “indefinible”, “indescriptible”, es decir,
un color fuera del espacio. Queden así aclarados los motivos por los que decidí referirme al texto
de Lovecraft empleando la traducción literal de su original en inglés: “The Colour Out of Space”.
Podemos abundar aún más en la cuestión del color y su indeterminación mediante los apuntes
de Donald R. Burleson. Figurar un color que no pertenece al espectro es:
sugerir la subversión del sistema [del espectro cromático] y, alegóricamente,
subversión de todos los sistemas en general. Lo que tiene lugar aquí es la ruina del
pensamiento categórico, la desintegración de cualquier sistema que reclame
dominio definitivo, catalogaciones exhaustivas, soluciones totales, resultados
inmutables, “lecturas” predeterminadas de la realidad (Lovecraft: disturbing the
universe 107)9
Esto nos permite comprender la reacción de pasmo de los científicos ante los descubrimientos
que hacen con la muestra: “cosas […] que los hombres de ciencia gustan de decir cuando,
atónitos, se enfrentan a lo desconocido” (“El color” 59). El enfrentamiento con instancias para las 9 “to suggest subversion of the system and, allegorically, subversion of systems generally. What is at work here is the undoing of categorical thinking, the unraveling of any system claiming final mastery, exhaustive cataloging, total solution, immutable results, settled “reading” of reality”.
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que sus esquemas no encuentran todavía explicación, no deja lugar más que, en este caso, a una
suerte de terror intelectual, producto del resquebrajamiento de la concepción que de sí mismos
tienen, o sea, de pretendidos omniscientes. Por ello, no es extraño que, en un primer momento,
repliquen tontamente que las piedras no encogen cuando la evidencia demuestra lo contrario. El
concepto del “fracaso de la razón” de Dani Cavallaro está aquí grabado a fuego.
Remitiéndonos a las etimologías (Lovecraft: disturbing… 108), Burleson señala que el sentido
de “color” alude a “ocultar”, mientras que el de “espectro” lo hace con “ver”. En resumidas
cuentas, el color viene a constituir una revelación: la manifestación de una instancia que,
paradójicamente, resulta indescriptible mediante los esquemas (espectro) que, en nuestro
“optimismo bobalicón”, consideramos los “definitivos” sobre la realidad.
Burleson incluso sugiere otra acepción del color como la nada: “espacio, silencio, ausencia,
ese no-ser que habilita al ser e instiga a la escritura en el sentido más amplio y primordial”
(109).10 Esto eventualmente nos lleva a deducir la pobreza intrínseca del lenguaje para expresar
las esencias, ello en razón de que, siendo el primero una (de las pocas) creación humana, su
eficacia es insuficiente para remitir a las segundas que, por el contrario, han sido generadas por
fuerzas distintas a la voluntad humana.
Si retomamos los puntos centrales de las teorías lingüísticas, recordaremos que el lenguaje es
una convención, no algo inherente al entorno. Es una herramienta para compensar nuestro
distanciamiento, nuestra extrañeza con respecto de los objetos exteriores. Nuestra forma de
describir y aproximarnos a las cosas es la que creemos ser la esencia de los objetos, pero nunca
alcanzamos la certidumbre definitiva al respecto. Como lo hemos ya visto, no existe un
10 “spacing, silence, absence, that nonbeing that enables being and instigates writing in the broadest and most primordial sense”.
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conocimiento absoluto. El cuento, de esta manera, rompe con la noción de interrelación a priori
entre significante y significado (Lovecraft: disturbing… 111).
Eventualmente, los mismos científicos terminan por reconocer su impotencia y limitaciones
para poder definir la esencia del meteorito. En esta admisión encontramos una forma sucinta y
desoladora de la conclusión que hemos venido discutiendo: “No era algo de esta tierra, sino un
objeto de los grandes espacios exteriores y, en consecuencia, se hallaba dotado de propiedades
exteriores y obedecía a leyes exteriores” (“El color” 61). Si continuamos considerando la pobreza
del lenguaje, entonces cabe cuestionarnos a qué se refiere esta “exterioridad”: no es lo que está
fuera del mundo, sino de nuestro mundo, o sea, de nuestras interpretaciones y creencias; es lo
indefinible y lo innominable. En sintonía con lo anterior, no es de extrañar que Robert H. Waugh
considere al color como una posible alegoría de Nyarlathotep, el dios primordial del Caos
Reptante (243 nota 44).11
Podemos dejar así esta primera manifestación de lo desconocido, para abordar las que, en
principio de forma sutil y, hacia el final, de forma arrolladora e implacable, terminarán por
destruir completamente no sólo una familia y su hogar, sino un amplio espectro de esquemas
supuestamente inamovibles.
En principio está la sorpresiva abundancia de la que los campos de cultivo de Nahum parecen
hacer gala a las pocas semanas de la caída del meteorito: “La fruta era de un tamaño fenomenal y
tenía un inusitado lustre, y era tal la abundancia que hubo de encargar más barriles para poder
envasar la futura cosecha” (“El color” 63). Aunque la situación no es precisamente esperable, no
resulta del todo insólita en razón de que ya ha ocurrido una alteración de la rutina “natural” en la
granja poco antes. En otras palabras, aquí es la ignorancia en torno a los caracteres del meteorito
lo que abre un vasto abanico de posibles consecuencias; sin embargo, en razón de esta misma 11 También invención de Lovecraft.
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ignorancia no es posible precisar cuáles serán. De nuevo, es necesario el contacto con la
manifestación para conformar los referentes.
Por otra parte, esta primera impresión sobre lo que, en apariencia, podía considerarse algún
efecto colateral de la caída del meteorito no adquiere tintes terroríficos en razón de resultar,
también aparentemente, beneficiosa: la fruta es numerosa y se observa altamente saludable.
Podría decirse que la caída del meteorito debería ser motivo de regocijo ya que, aunque no se
pueda de momento explicar los medios por los cuales lo logra, está ayudando a asegurar la
sobrevivencia humana.
Pero esta suposición prontamente se convierte en una certidumbre cuya naturaleza ha dado un
giro en ángulo llano: “de todo aquel lujuriante espectáculo que se ofrecía a la vista ni un solo
ápice iba a poder comerse. Por entre el fino aroma de las peras y manzanas se había deslizado un
inopinado y desagradable amargor, hasta el punto de que el menor bocado dejaba una duradera
sensación de náusea” (63). No es necesario especular, ya que líneas más adelante se confirman
las sospechas: “Nahum vio […] cómo toda la recolección de aquel año estaba perdida.
Relacionando los hechos mentalmente, culpó de todo al meteorito que, según él, había
emponzoñado el suelo” (63). Peter Cannon describe este pasaje como “una especie de parodia del
Jardín del Edén” (85):12 la abundancia, lejos de favorecer el bienestar, se vuelve destructiva.
Aquí tenemos a la incertidumbre que puede adoptar dos posibles formas: en primer lugar, la ya
mencionada acerca de los medios o procesos por los cuales el meteorito ha creado, ahora sí, una
amenaza para la subsistencia. Pero por otra parte, también podríamos llevar la duda sobre la
misma intervención del meteorito: ¿cómo saber si realmente estas alteraciones en las frutas se
deben a alguna acción desconocida del meteorito, o si simplemente se trata de la coincidencia de
dos manifestaciones inexplicables completamente independientes? En otras palabras, ¿cómo 12 “a kind of travesty of the Garden of Eden”.
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saber que fue el meteorito el que realmente contaminó el suelo? Una vez más, el obstáculo para
superar estas interrogantes es el mismo entendimiento. Es precisamente por sus cortos alcances,
que no hay formas de explicar la situación, ni mucho menos de contenerla o revertirla.
Frente a estas circunstancias, el horizonte que se vislumbra para la familia Gardner no puede
ser benévolo: “parecían haberse vuelto taciturnos […]. Los motivos de aquella reserva o
melancolía eran desconocidos, aunque todos los Gardner admitieron una que otra vez no
encontrarse bien de salud y experimentar un cierto desasosiego” (“El color” 63). No puede
esperarse una reacción distinta ante lo desconocido: el desamparo, la soledad en medio de la cual
se ven obligados a enfrentar estos inexplicables acontecimientos deja profundamente lacerados
sus estados de ánimo.
Posteriormente, los fenómenos se acumularán de tal manera que la granja y su entorno, aunque
racionalmente pareciera imposible, se convertirán completamente en otro mundo, en algo ajeno
que derrumbará cualquier noción “inamovible” o “absoluta” de la realidad. En principio están las
extrañas huellas que Nahum encuentra en la nieve, huellas que reconoce como de animales
propios de la región, pero que no son normales: “no eran tan características de la anatomía y
hábitos de ardillas, conejos y zorros como debieran” (64). El propio Ammi Pierce comprueba una
de estas anomalías una noche en que pasa junto a la granja: “La luna brillaba y un conejo
atravesó corriendo el camino… pero los saltos de aquel conejo eran mucho más grandes de lo que
Ammi y su caballo pudieran esperar” (64).
Más adelante los perros de los Gardner empiezan a mostrar cambios drásticos en su conducta,
sin que pueda esclarecerse ningún motivo comprensible para ello: “parecían tan temerosos y
acobardados por las mañanas, hasta el punto de hacerse patente que casi habían perdido el hábito
de ladrar” (64). Algún motivo, en efecto, tiene que haber derivado en esta situación; un motivo
que, por otra parte, debe ser sumamente serio como para haber suprimido los instintos agresivos y
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defensivos de los animales. ¿Qué clase de manifestación sería capaz de provocar un miedo tan
extremado como para que simplemente se replieguen, como si desearan pasar desapercibidos?
¿Qué puede ser tan poderoso como para que los perros ni siquiera intenten plantarle frente, aun si
supieran de la imposibilidad de vencer?
Lo peor de estas cuestiones es su falta de respuesta, o sea, la incertidumbre: tenemos
únicamente el hecho, pero ninguna instancia que permita establecer relaciones causales. De un
modo más sucinto: tenemos el efecto, pero no tenemos ni evidencias ni medios para esclarecer las
causas. Una vez más, la indeterminación se impone por encima de cualquier intento de definición
o sistematización.
Más adelante nos enteramos del hallazgo de una marmota particularmente extraña:
los hijos de McGregor […] no lejos de la granja de Gardner cobraron una pieza de
rasgos extraordinariamente singulares. Las proporciones de su cuerpo parecían
alteradas de un modo extraño que resultaba imposible de describir, en tanto que su
cara tenía una expresión que jamás hasta entonces habían visto en una marmota.
Los chicos estaban realmente asustados y se desprendieron de la presa al instante.
(64)
Tenemos así otro grupo de testigos para confirmar que los extraños acontecimientos en torno a la
granja no son producto de delirios ni fantasías: son una realidad palpable. Asimismo, tenemos de
nueva cuenta la imposibilidad de determinar a través de qué procesos tiene lugar esta serie de
anomalías. El meteorito bien podría ser una explicación pero, como se ha mencionado líneas
arriba, ni siquiera es posible tener una certeza definitiva al respecto. Tan poco se conoce sobre él
que señalarlo como la causa es sólo posible mediante la intuición, pero no hay medios aún para
recabar evidencias fácticas que lo confirmen. La única certeza sigue siendo la incertidumbre.
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Para las lánguidas dudas que aún pudiera haber acerca de estas sorprendentes anormalidades,
la serie se sigue acumulando de modo incontenible: “el respingo de los caballos en las
proximidades de la casa de Nahum había acabado por volverse algo normal” (64). Los perros, de
esta manera, ya no son los únicos animales que muestran conductas incomprensibles. Cerca de
fines del invierno, se descubre que “la nieve se fundía más de prisa en las inmediaciones de la
casa de Nahum que en otros lugares” (65). En una misma zona geográfica, ¿qué podría causar
que en un punto tan reducido y específico, la nieve dure menos que en todo el resto del área?
Lo peor comienza con el descubrimiento que Stephen Rice hace al pasar junto a la granja a
principios de marzo:
pudo ver cómo brotaban del cieno, junto al bosque que había del otro lado de la
carretera, unas malolientes coles. Jamás había visto coles tan enormes y de tan
extraños colores y se veía imposibilitado de describirlas con palabras. Tenían
formas monstruosas y el caballo había resoplado ante el fétido olor que Stephen
decía no reconocer […] todos coincidieron en que semejantes plantas no debieran
crecer en un mundo saludable. (65)
De nuevo se comprueba la falta de conocimientos que permitan ubicar estas coles en nuestras
esferas familiares: Stephen Rice afirma que “no puede describir” los extraños colores que
presentan, ni tampoco “reconocer” el hedor que despiden. Pese a ello su caballo, sin capacidad
racional ni analítica, al primer contacto con ellas reacciona de manera repulsiva. La expresión
más clara de extrañeza ante estas plantas se encuentra en la aseveración de que “no deberían”
crecer en un mundo saludable. Aquí es donde se empieza a vislumbrar la perspectiva más
terrorífica del color: al hablar de un “mundo saludable”, ¿por parte de quién se está hablando?
¿Es por parte de las pretendidas “leyes naturales” que, para nuestra propia tranquilidad,
desearíamos que fueran las “absolutas” y “definitivas” para el mundo? ¿Realmente es porque
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algo está rompiendo con estas leyes “inamovibles”, o porque su alteración en realidad se intuye
como perniciosa para nuestra sobrevivencia? De esta manera, ¿no sería lo correcto suponer que al
hablar de un “mundo saludable” donde esas coles no deberían crecer, en realidad queremos decir
un mundo saludable para nosotros?
Quedando evidente, una vez más, que nuestros conceptos son sólo interpretaciones de lo que,
creemos, es la esencia de las leyes naturales, podemos remitirnos a las palabras del propio H. P.
Lovecraft para vislumbrar las implicaciones que esto tiene en la esfera estrictamente humana:
“las leyes e intereses y emociones comunes a la especie humana no tienen validez o significado
dentro de la vastedad del cosmos” (citado en Dziemianowicz 178). No puede haber panorama
más desolador ante esta situación: vemos reafirmado el hecho de que, pese a nuestra capacidad de
raciocinio, el universo transcurre de acuerdo con su propio curso y leyes.
Nosotros intentamos, apenas de modo torpe e impreciso, comprender este curso y estas leyes.
Sin embargo, cuando parece que hemos definido alguna de ellas, cometemos el craso error de
suponer que dicha ley es “absoluta e inamovible”. En otras palabras, al determinar el
funcionamiento de alguna ley la asumimos como creación nuestra, olvidando (lo cual va
totalmente en contra de la razón) que su propia existencia puede datar de mucho antes que la
nuestra. En definitiva, el hecho de saber cómo funciona una parte infinitesimal del universo, no
nos otorga necesariamente el control sobre ellas, ni siquiera en el plano teórico, porque nosotros
no las creamos.
Vemos así, de manera más clara, el talón de Aquiles de nuestro “optimismo bobalicón”, a
través del cual intentamos enmascarar nuestra propia insignificancia con atuendos de “gente
docta y educada”. El relato da cuenta de ello cuando los científicos de la Miskatonic,
prácticamente a regañadientes, realizan una última visita a la granja para investigar las coles. Su
impotencia es tan evidente que de poco vale intentar explicarla:
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Las verduras en cuestión eran ciertamente raras, pero también es cierto que esa
variedad de col tiene, por lo general, una forma y un color algo inusitados. Quizá
algún elemento mineral procedente de la piedra se había filtrado en el suelo, en
cuyo caso creían que los efectos desaparecerían pronto. En cuanto a las huellas y a
los asustadizos caballos… bueno, aquello no pasaba de las normales habladurías
locales que fenómenos como el aerolito debían suscitar sin duda en la comarca
[…] Así que durante aquellos extraños días los profesores se mantuvieron
desdeñosamente alejados del caso. (“El color” 65-66)
La sensación de miedo ante la inminencia de que sus dogmas racionalistas, que así revelan un
carácter no menos fanático que las mismas supersticiones a las que ellos desprecian, se vengan
abajo provoca en los científicos una reacción que, acaso, no sea muy distinta de la de los propios
caballos: prefieren huir a enfrentarse con lo desconocido. Pero, a diferencia de los animales,
huyen para alejarse de este “otro mundo” que amenaza con alterar su rutinaria, aunque ilusoria,
seguridad.
Esta actitud sólo revela su nula vocación y compromiso con la verdadera ciencia, es decir, con
la voluntad de obtener conocimientos mediante la observación y el razonamiento, así como con
su propósito: el de servir a la humanidad. Estos pseudo-científicos son una suerte de nuevos
inquisidores que buscan imponer una serie de ideas, acaso sustentadas en la razón, como si fueran
definitivas e inamovibles. Han perdido de vista la preeminencia de la observación como
fundamento del raciocinio, decantándose por imponer antiguas y fragmentarias fórmulas que, a
pesar de haberse deducido correctamente, no son válidas para todo el universo. Así pues, en aras
de salvaguardar esta nueva fe ante peligros que, en este caso, ni siquiera provienen de herejes
humanos y ante los cuales no valen hogueras ni tormentos, su alternativa no es otra que la de
huir, no sólo dejando en el desamparo a aquellos a quienes deberían proteger realmente, sino
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incluso despreciándolos de tal modo que ellos parezcan los ignorantes. No es gratuito el uso de
los puntos suspensivos y la expresión “bueno” en el pasaje: es la manifestación de la duda, el
momento traumático en que los universitarios descubren que han chocado con un muro de
ignorancia, pero se niegan a reconocerlo y alteran los hechos con la finalidad de que su imagen
de “sabios” permanezca inalterada, aunque con ello pongan multitud de vidas en el filo de la
navaja.
Pero, como ya se ha visto, ninguna ley es absoluta, tampoco dentro de esta voluntad represora
dejan de aparecer fisuras. La vocación por el conocimiento real es más fuerte en uno de estos
profesores, quien se quita finalmente la máscara para revelar la verdad: “recordó que el extraño
color de aquellas coles guardaba un extraordinario parecido con las anómalas franjas luminosas
que se apreciaron en el fragmento del meteorito” (66). Por fin encontramos un, aunque mínimo,
elemento para asociar la serie de anomalías con la influencia del cuerpo caído del espacio.
Pero a pesar de ello, sigue siendo poco para contener sus cada vez más profundos efectos: el
hecho de que los árboles reverdezcan prematuramente no es ya tan extraño, ni terrorífico, como el
hecho de que se muevan por sí solos: “El segundo hijo de Nahum, Thaddeus […] juraba que se
balanceaban cuando no había viento” (66). Esta anormalidad supera, por mucho, la aparición de
alteraciones anatómicas en los animales o a un olor fétido en las coles. Se sabe de la existencia de
factores que, en conjunción, podrían provocar tales efectos aun proviniendo de tan peculiar
meteorito. Pero, ¿qué clase de influjo, fuerza, o simplemente motivo, a falta de un término más
preciso, puede provocar que los árboles se muevan por sí solos y sin la influencia del viento? Es
clara la intención de Lovecraft de saturar nuestra percepción con la espantosa certeza de la
incertidumbre introduciendo un hecho más que la confirma, siendo la amenaza latente el peor
complemento.
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El miedo hacia lo desconocido es ya una emoción manifiesta cuando los comarcanos deciden
evitar el camino que pasa junto a la granja de los Gardner:
Todo se debía a la extraña vegetación que florecía allí. Los árboles de la huerta
florecían con extraños colores, y por entre el suelo de piedra del corral y los
adyacentes pastos brotaban unas extrañas plantas que sólo un botánico podría
relacionar con la flora característica de la región. Ni un solo color normal podía
verse en toda la extensión que alcanzaba la vista […] por doquier se advertían
aquellos matices febriles y centelleantes, de una tonalidad enfermiza y primaria sin
cabida entre los colores conocidos de la tierra […] aquellos colores tenían una
tonalidad obsesiva que resultaba obsesiva y familiar. (67)
El cambio es ya demasiado evidente como para querer prolongar la mascarada, al menos entre los
vecinos. Ante semejante invasión de elementos extraños a su cotidianidad, y la incapacidad para
encontrar respuestas, no parece haber otra alternativa que dejar vía libre al instinto más primitivo
y alejarse tanto como sea posible de este foco de anormalidades, antes de que sus efectos
redunden finalmente en formas destructivas.
El intento de descripción del color que observamos en este pasaje parece ir más allá de la
cuestión de la tonalidad: se habla de esta última como “obsesiva” y “familiar”.
Independientemente de que se reconozca en ella al extraño color del meteorito, ¿no sería también
posible suponer que se refiere a un obsesivo recordatorio de la cada vez más familiar evidencia
de que existen esferas del universo a donde el ser humano no es capaz de llegar, o al menos de
intuir?
Tampoco debe sorprendernos el hecho de que la propia actitud de Nahum lo condene al
aislamiento por parte de los comarcanos: “Estaba preparado para cualquier nuevo mal que
pudiera acaecerle y se había acostumbrado a la idea de que tenía algo cerca suyo que estaba
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continuamente al acecho” (67). Esto es aun más terrorífico que las propias anomalías: Nahum se
está adaptando a la nueva cotidianidad pese a no poder explicar o comprender su origen. Más que
simple resignación, es asumir que las nuevas leyes no admiten discusión y no queda sino atenerse
a ellas. La resignación implicaría la nostalgia y la lamentación por lo que se ha perdido, y Nahum
prefiere concentrarse en el nuevo presente. Tal situación, mientras no se viva en carne propia, es
insoportable en la percepción de sus vecinos.
Más sucesos extraordinarios continúan aconteciendo en la granja: en principio, los insectos se
suman al grupo de seres vivos afectados por anomalías anatómicas y conductuales. Asimismo, la
familia Gardner confirma, esta vez sin duda alguna, el inexplicable movimiento autónomo de los
árboles durante las noches, aun cuando no hay viento. Pero por encima de todo sobresale lo que
presencia el representante de molinos de Boston que pasa una noche junto a la granja, ignorante
de lo que en ella sucede: “Una tenue, aunque perfectamente discernible luminosidad parecía
desprenderse de toda la vegetación –hierba, hojas y capullos en flor–, y en un momento dado un
fragmento suelto de aquella fosforescencia dio la impresión de introducirse furtivamente en el
establo que había junto a la cuadra” (69).
Cuando no parecería haber forma, aparece un fenómeno que resulta aun más inconcebible que
el movimiento de los árboles: toda la vegetación despide repentinamente una inexplicable
luminosidad y, por encima de ello, un “fragmento” de ese resplandor parece poseer voluntad
propia y moverse a su antojo; y sin embargo, ni siquiera se puede afirmar que ello haya ocurrido
con seguridad: el representante afirma que, si bien la luminosidad era indiscutible, le pareció
haber visto al fragmento internarse en el establo. La incertidumbre, en este caso, genera un
sentimiento de terror particularmente intenso: ¿desde cuándo un fragmento de luz es capaz de
separarse de la homogeneidad a que, supuestamente, pertenece por definición para después
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moverse por sí mismo? Ahora las mismas concepciones del comportamiento cromático, además
de su variedad, han empezado a ponerse en tela de juicio.
De esta manera concluye el preludio para dar paso al terror manifiesto: la vegetación se ha
vuelto grisácea y quebradiza y, para empeorar las cosas, la señora Gardner ha sido víctima de una
repentina locura. El fenómeno revela finalmente su potencial destructivo, es decir, se confirma su
carácter amenazante. La locura misma de la señora Gardner merece atención especial:
La pobre mujer andaba continuamente gritando las cosas que decía ver en el aire
pero no lograba describir. En su desvarío no pronunciaba ni un substantivo [sic],
sólo verbos y pronombres. Veía cómo las cosas se movían, cambiaban y
revoloteaban, y los oídos le zumbaban ante vibraciones que no podían llamarse
propiamente sonidos. Algo parecía desasirse… algo hacía que se fuera
consumiendo poco a poco… algo, totalmente desconocido, se adhería a ella. (69)
Los comentarios de Burleson pueden ayudarnos a comprender el sentido de esta descripción: es
un intento por “ubicar al color totalmente fuera del lenguaje […] un juego simbólico con
significantes y significados […] Los pronombres […] son significantes clásicos, siempre alejados
de sí mismos y dirigidos hacia otros significantes” (Lovecraft: disturbing… 108).13 Podemos
constatar una vez más cómo el lenguaje no es sino una herramienta con la que el ser humano
busca compensar su distanciamiento con respecto del entorno: el lenguaje no contiene las
esencias, sino nuestras interpretaciones sobre éstas. Así pues, en cuanto nos topamos con una
esencia totalmente desconocida, como en el caso de las “cosas” que ve la señora Gardner, para
las cuales no hay términos con que describirlas, la única forma de referirlas es mediante
pronombres, en tanto su vaguedad es signo de una existencia, pero no de la esencia. 13 “to place the color outside of language altogether […] a symbolic playing with signifiers and signifieds […] Pronouns […] are classic signifiers, pointing always away from themselves to other signifiers”.
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El color es tan sólo una de esas tantas “cosas” indefinidas y desconocidas que se manifiesta en
esta, ahora literalmente, enloquecida atmósfera: la señora Gardner también habla de
“vibraciones” que no podían denominarse sonidos. Sabemos entonces qué no son, pero seguimos
sin contar con elementos para determinar lo que sí son.
La esencia de la propia locura tampoco muestra límites definidos. No se sabe cómo ha ocurrido
ni si hay manera de revertirla. Nahum simplemente decide aprender a convivir con su mujer
trastornada hasta que, debido a una grotesca alteración que sufre en el rostro, elige encerrarla en
la buhardilla. Al mes siguiente “había dejado de hablar por completo y se arrastraba a cuatro, y
antes de que finalizara el mes Nahum advirtió con espanto que su mujer emitía una cierta
fosforescencia en la oscuridad, al igual que sucedía con la vegetación que les rodeaba” (“El
color” 70). Por lo menos un elemento permite ahora establecer ciertas relaciones causales: la
señora Gardner fosforece en la oscuridad, de un modo semejante a como hemos ya visto que lo
hace la vegetación en la granja. Fosforece con un tono semejante al del meteorito, pero no se sabe
cómo es que ha sucedido.
De este modo, la amenaza despliega su poder destructivo a su antojo sin que se pueda al menos
idear algún modo de resistencia: casi paralelamente al caso de la señor Gardner, los caballos
también han sufrido un acceso repentino de locura y han tenido que ser sacrificados. Hacia
septiembre “toda la vegetación se estaba desintegrando a pasos agigantados hasta convertirse en
una capa de polvo grisáceo” (71). En el nivel del lector, puede comenzar a comprenderse el
miedo tan profundo que el ingeniero, hacia el principio del relato, experimenta al observar esa
capa. Ahora sabemos que no es simple ceniza: se trata de algo externo a este mundo, algo
indeterminado, por lo cual no debe sorprendernos que nunca haya sido barrida por el viento,
como él la describe.
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Finalmente, Ammi Pierce descubre que el agua del pozo también está contaminada: “Tenía un
sabor desagradable que ni era exactamente a podrido ni exactamente salado” (71). Nuevamente
encontramos analogías, pero nunca descripciones precisas. Sólo sabemos que el agua se
aproxima a dos tipos de sabores, pero no se ajusta a ninguno de ellos. En otras palabras, sabemos
a qué se parece, pero no lo que realmente es.
Más desgarrador se presenta este cuadro en razón del desinterés de Nahum por escapar de esa
espiral de destrucción: “para entonces se había vuelto insensible a todo cuanto fuese raro y
desagradable” (71). En tales circunstancias, el no prestar atención a la contaminación del pozo es
casi un hecho inexistente si se compara con la resignación con que Nahum acoge la eventual
locura de Thaddeus: “Dos locos en la familia ya era demasiado, pero Nahum encajó este segundo
golpe con valentía y resignación” (72).
Por otra parte, la locura de Thaddeus no tiene un origen tan oscuro como la de su madre:
“Había ido [al pozo] con un cubo y regresó con las manos vacías, chillando y agitando
violentamente los brazos, mientras dejaba escapar de cuando en cuando una sofocada risita o
murmuraba algo incomprensible sobre ‘los colores que se mueven allá abajo’” (71-72). Otro
acontecimiento ha confirmado una seria alteración en el comportamiento considerado normal de
los colores: ¿qué fuente podría generar una luminosidad moviente en las profundidades de un
pozo?
La muerte avanza inexorablemente sobre la granja en los días subsiguientes: la extraña
tonalidad grisácea que antes atacara a las plantas alcanza también al ganado, volviéndolos
frágiles y haciéndolos parte de la capa de polvo. Thaddeus se une a la lista de víctimas en
octubre, “y de un modo que más valía no entrar a detallar” (73), de acuerdo con las propias
palabras de su padre. No hay manera de explicar cómo ha ocurrido, puesto que el cuerpo, o más
bien “cuanto de [él] quedaba” (73), se encontraba en el cuarto en que Nahum lo había encerrado,
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y tanto la puerta como las ventanas estaban intactas. Sin embargo, las circunstancias eran muy
parecidas a las que acompañaron la muerte del ganado.
Tres días después, la víctima es Merwin, el hijo menor de la familia:
Había desaparecido. Entrada la noche, había salido con un farol y no había
regresado […] Aquella noche se oyó un estremecedor grito en el corral, pero antes
de que Nahum pudiera alcanzar la puerta el chico había desaparecido. No se veía
el menor resplandor del farol que portaba Merwin ni rastro alguno del pequeño
[…] al despuntar el día [Nahum] encontró a orillas del pozo algunos objetos que le
llamaron la atención. Se trataba de un amasijo de hierro retorcido, y al parecer algo
fundido, que tenía todas las trazas de haber sido el farol; en tanto que un asa
doblada y unos aros de hierro hechos trizas que había a su lado, ambos también a
medio fundir, parecían evocar los restos de un cubo. Eso era todo. (75)
Ahora ni siquiera hay un cuerpo para confirmar el destino del niño. Evidente sólo es que, en
algún momento, soltó los dos objetos que cargaba consigo la última vez que se le vio con vida.
Sin embargo, la única conclusión que puede alcanzarse es, en efecto, que ha desaparecido. De
algún modo ha llegado a un plano donde la percepción humana común no puede penetrar: no se
puede saber si está vivo o no, porque ni siquiera está físicamente presente en el entorno
inmediato. La extraña fuerza que ha tomado el control de la situación revela así otra faceta de su
potencial: ha “absorbido” a una persona de un modo incomprensible y, a tal grado, que ni
siquiera es posible determinar si la ha matado o ha hecho otra cosa.
En sus cortos conocimientos, para Nahum “aquello debía ser un castigo divino, aunque no
lograba imaginar el motivo, pues, al menos en cuanto él llegaba a discernir siempre había seguido
rectamente los caminos del Señor” (75). A este respecto, Peter Cannon replica que “no existe un
Dios justo en el universo de Lovecraft” (85): la imagen de “Dios” es, como todo a través del
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relato, sólo una interpretación de la última fuerza rectora del universo. Recordando también la
cita de Lovecraft hecha por Dziemianowicz, tiene sentido suponer que, pese a nuestras creencias,
tal vez lo que para nosotros es “el camino del Señor” realmente no lo sea para Él mismo. Más
aún, tal vez el mismo “Señor” cuyo camino creemos que se debe seguir no sea lo que suponemos.
Nuestro entendimiento es todavía demasiado corto hasta para las cuestiones de la fe.
Para noviembre, el propio Nahum ha enloquecido. Cuando Ammi va a visitarlo la tarde que,
eventualmente, se convertirá en la noche fatídica, le pregunta si sabe algo más sobre Merwin, a lo
que el decadente patriarca replica: “‘En el pozo… vive en el pozo…’” (“El color” 76). A estas
alturas, la incertidumbre es completamente insoportable e insuperable: no hay manera de
comprobar si lo que dice Nahum es simple delirio, o si realmente ha visto algo real que, en razón
de su agobio anímico, no puede ya expresar.
Ammi decide entonces, en lo que quizá es el único esbozo de desliz fáustico que experimenta,
investigar por su cuenta la situación. Pero las consecuencias están por encima de sus pronósticos
más nefastos. En principio, está el encuentro, en la buhardilla, con lo que es ahora la señora
Gardner:
Observó algo oscuro en un rincón, y al acercarse y verlo con mayor nitidez lanzó
un grito desgarrador […] creyó ver cómo una fugaz nube eclipsaba la ventana, y
un segundo más tarde tuvo la impresión de que le pasaba a su lado, rozándole, una
maléfica corriente de vapor […] vio bailar uno