VI Certamen Creadores por la Libertad y la Paz

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Catálogo del VI Certamen Creadores por la Libertad y la Paz

Transcript of VI Certamen Creadores por la Libertad y la Paz

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Dirección y coordinación

Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril

Fotografía

Raúl Vaquero Vicente

Diseño y maquetación

Ricardo Barquín Molero

Copyright de la presente edición

Fundación Alberto Jiménez–Becerril

Mayo de 2012

Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril

Calle Recaredo, nº 4 Entreplanta, 41003, Sevilla

Telf.: 955 471 590 – Fax: 955 471 595

Email: fundacionalbertojimenez–[email protected]

Web: www.fundacionalbertojimenez–becerril.org

Depósito Legal: SE 3225–2012

Impresión: Coria Gráfica

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Índice general– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Texto del Excmo. Sr. Alcalde, D. Juan Ignacio Zoido Álvarez 13

Texto del Dir. Gerente de la Fundación 17

Composición de los Jurados 21

Entrega de premios 27

Poesía 33

Narrativa 63

La Fundación 107

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Índice de premiados / obras– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Enrique Barrero Rodríguez / “Sonetos de la paz en adelante” 35

José Miguel Paz Cabanas / “En todas las calles sin nombre” 53

Luisa Cuerda Núñez / “El hacha del carnicero” 65

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La sociedad española hoy es mas libre porque el anuncio del final de la violencia de ETA es

fruto del esfuerzo y la determinación del conjunto de la sociedad española.

Es una buena noticia conocer la decisión de ETA de renunciar definitivamente a la violencia.

Este anuncio se ha producido sin ningún tipo de concesión política. Supone un paso muy

importante, pero la tranquilidad sólo será completa con la disolución irreversible de ETA y su

completo desmantelamiento.

Porque a ETA la derrota la fortaleza del Estado de Derecho y la fe en la democracia de todos

los españoles.

Sin lugar a dudas, nuestro primer pensamiento es para las víctimas: son y seguirán siendo el

referente moral de nuestra democracia. Gracias a su confianza en los instrumentos de nuestro

Estado de Derecho -la ley, la justicia y las fuerzas de seguridad- hoy podemos recibir esta

noticia.

Quiero reconocer hoy muy especialmente la labor de todas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad

del Estado. Han ofrecido un enorme tributo de sangre y han actuado con una eficacia

ejemplarmente democrática.

Esta noticia se ha producido porque la ley, expresión de la libre voluntad de los españoles, ha

sido más fuerte que las amenazas y la violencia. La sociedad española ha sabido resistir de

manera ejemplar el chantaje criminal de los terroristas durante décadas, ha sabido mantenerse

unida y ha sabido defender su libertad.

A pesar de ello y para sentirnos vencedores, tenemos la responsabilidad de la memoria, la

“memoria de las víctimas”, un término que sintetiza la muerte, la tortura, el secuestro, la

extorsión, el miedo o el exilio. Y esto forma parte de la experiencia valiosa que nos debemos

ahora y que necesitarán todos los que nos sucedan después.

Esta, y no otra, es la respuesta democrática de memoria, dignidad, justicia y verdad, que nos

permitirá, desde la unidad, derrotar al terrorismo.

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Desde este Certamen hacemos una llamada a la participación en esta tarea colectiva. Estos

premios son la convocatoria a la derrota del terrorismo dirigida a la intelectualidad. Se trata

de la esperanza de que pongamos lo mejor de nosotros, de nuestro pensamiento, de nuestras

ideas, a través de nuestra creación, al servicio de esta tarea de reconocimiento de los derechos

de las personas.

Y en esta tarea, sabemos que podemos contar siempre con vosotros.

Juan Ignacio Zoido Álvarez Presidente de la Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril

y Alcalde de Sevilla

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Hace mucho tiempo aprendimos que la lucha contra el terrorismo sólo se puede mantener

desde la unidad, y que ello nos hace infinitamente mejores.

La unidad de todos los demócratas es el mejor instrumento para combatir a los terroristas, y

lograr el aislamiento social y político de quienes practican el terror, tanto como de los que los

apoyan, ampliando nuestras actuaciones, utilizando todos los medios a nuestro alcance para

conseguirla y, confío en que proyectos como este, nos ayuden a alcanzar esa unidad.

Tenemos en nuestras manos el final del terrorismo porque los demócratas, desde la aplicación

del estado de derecho hemos ganado esta batalla. El final del terrorismo tiene que ser

construido desde nuestra victoria y la derrota de los terroristas, y ello sólo será posible desde

el emocionado recuerdo a las víctimas que han producido y al dolor que nos han provocado a

todos a través suyo.

El Certamen de Creadores por la Libertad y la Paz forma parte de nuestro compromiso con la

memoria.

No olvidaremos nunca al millar largo de víctimas inocentes que a lo largo de cuarenta años han

ido cayendo a manos de estos asesinos. Memoria que se nos refresca en cualquier momento

con la sola mención de los nombres de Alberto y Ascensión.

Sabéis que con este Certamen, ha sido y será nuestra intención distinguir a aquellas personas

del mundo del arte y la cultura comprometidas con la defensa de la libertad. Por eso, mis

palabras ahora no pueden ser más que de felicitación y de agradecimiento a los participantes

en este V Certamen de Creadores, por la demostración inequívoca de vuestro compromiso con

esta causa de memoria y justicia de las víctimas.

Con vuestra colaboración y complicidad, no existirá el silencio contra el totalitarismo de las

pistolas, contra la sinrazón de los asesinatos y contra el olvido.

Jesús de la Lama Lamamié de ClairacDirector Gerente de la F. contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril

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Composición de los jurados– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Jurado de la modalidad PoesíaD. Jesús de la Lama Lamamié de Clairac

Dª. Antonia Román Falcón

D. Jacobo Cortines Torres

D. José Pedro Gil Román

D. Manuel Domínguez Senra

Dª. Raquel Rico Linaje

Jurado de la modalidad NarrativaD. Jesús de la Lama Lamamié de Clairac

Dª. Antonia Román Falcón

D. Rafael de Cózar Sievert

D. Antonio Rodríguez Almodóvar

Dª. Rosario Fernández Cotta

D. Antonio F. Caballos Rufino

D. José Luis Aguinaga Sáenz

Jurado de la modalidad FotografíaD. Jesús de la Lama Lamamié de Clairac

Dª. Antonia Román Falcón

D. José Álvarez Marcos

D. José Morón Borrego

D. Alberto Rojas Mazas

D. Raúl Vaquero Vicente

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Fallo de los Jurados del VI Certamen de Creadores por la Libertad y la Paz, convocado por la Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril

Los Jurados del VI Certamen de Creadores por la Libertad y la Paz, se han reunido en la

sede de la Fundación Alberto Jiménez–Becerril para emitir su fallo acerca de los trabajos

presentados en las distintas modalidades de esta edición del Certamen, Poesía, Narrativa, y

Fotografía.

Examinados los trabajos presentados, los Jurados han otorgado los siguientes premios:

En la modalidad de Poesía:

Conceder el 1º premio al trabajo presentado bajo el título de “Sonetos de la paz en

adelante” cuya autor resulta ser Don Enrique Barrero Rodríguez.

Como finalista se selecciona al trabajo presentado bajo el título “En todas las calles sin

nombre” cuyo autor resulta ser Don José Miguel Paz Cabanas.

En la modalidad de Narrativa:

Conceder el 1º premio al trabajo presentado bajo el título “El hacha del carnicero” cuya

autora es Dª Luisa Cuerda Núñez.

En la modalidad de Fotografía:

El Jurado acuerda dejar desierto el 1º premio de esta modalidad.

Los premios “Creadores por la Libertad y la Paz” forman parte del programa de actividades

que la Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril viene

desarrollando a lo largo de los últimos años y que ha ido convirtiéndose cada vez más en un

referente del mundo de la cultura y el arte, para hacerlos cómplices en la lucha activa contra

el terrorismo, por la paz y la concordia, así como para colaborar en la difusión de esta imagen

en el seno de la sociedad.

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Entrega de premios– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

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Poesía– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

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Primer premio – modalidad Poesía– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Enrique Barrero Rodríguez“Sonetos de la paz en adelante”

Esta gavilla de sonetos en memoria

de Alberto Jiménez Becerril

y Ascensión García Ortiz

está dedicada a Teresa Jiménez Becerril,

con la más honda y sincera admiración humana

por su lucha a favor de las víctimas del terrorismo.

I

Alberto, ya lo ves. Esta mañana

me he quedado pensando, de repente,

que la vida –milagro– es una fuente

y es el sueño del hombre una campana.

Me vino la tristeza en caravana

al recordar tu muerte inútilmente

y se hizo oscuro el tiempo cuando, urgente,

asomé la mirada a la ventana.

Derrotadas, entonces, vida y sueño

he intentado hallar luz en esa herida

y banderas de paz en esta historia.

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Y aquí me ves, Alberto, en el empeño

de honrar el sacrificio de tu vida

con versos que reclamen tu memoria.

II

La muerte no es angustia ni es olvido

pues sé que, tras la muerte, alienta y queda

siempre el sueño del hombre en la vereda

frente al tiempo tenaz y embravecido.

Es mejor que morir haber vivido

y mejor que la espina fue la seda.

El álamo que crece en la alameda

al cielo de la luz está tendido.

Yo canto aquí tu vida, por lo tanto,

canto tu vida, Alberto, porque quiero

burlar la muerte oscura y su quebranto.

Y si es la vida, siempre, lo primero,

con mis versos de vida te adelanto

la paz que pido a gritos y que espero.

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III

Vengo a daros la paz, mirad, escribo

la paz de la palabra sobre el lodo,

la paz del corazón, la paz en todo

cuanto alumbra y habita y está vivo,

la paz frente a quien hiere, quien, cautivo

del odio y del rencor viene, a su modo,

a dejarnos la muerte en el recodo

de luz del existir. Mirad, arribo

para daros la paz, como quien deja

un sueño enarbolado y descubierto

sobre la sombra inmensa del vacío.

Para hacer de la paz una madeja

vengo a daros la paz, para que Alberto

no haya en vano vivido frente al frío.

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IV

Aquí sigue la luz de vuestra herencia

a impulso de este sueño que es la vida

frente a la sangre inútil de la herida,

la oscura sinrazón de la demencia.

Aquí siguen, heridos en la ausencia

de la madre y del padre, renacida

rama que alumbra el tiempo, sin que impida

el odio su verdad, su consistencia.

Aquí siguen, esfuerzo, llamaradas

que abatir en su fuego no consiguen

de la razón las sogas y secuestros.

–Valor y dignidad en las miradas–

no fue en vano vivir, pues aquí siguen,

Alberto y Ascensión, los hijos vuestros.

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V

Ante la muerte inútil, duele el cielo

y el sigilo secreto de la fuente.

Nos duele el corazón, duele en la frente

tanta vida truncada, tanto anhelo.

Duele el tiempo en lo hondo, duele el vuelo

de los pájaros tristes de poniente.

El recuerdo nos duele, lentamente,

y duelen nuestros pasos sobre el suelo.

¿Para qué la mañana, la alegría,

la luz honda y tenaz del mediodía

si la muerte, de pronto, la arrebata?

Para seguir diciendo vuestros nombres,

el sueño de la paz que, entre los hombres,

jamás el odio vence o desbarata.

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VI

Duele, a veces, el mundo. Viene el frío

como un filo cortante y sin sosiego

y se nos vuelve la existencia un juego

de escarcha, soledad y desvarío.

Asesina una gota de rocío

y nos cerca un puñal de sangre y fuego.

Llega, Alberto, otra vez, el odio ciego

con su aciago e intenso escalofrío.

Inquieta el sol. El alba nos desvela

y siente el corazón, deshabitado,

que a esta lucha la fuerza no le alcanza.

Es entonces la paz quien nos consuela,

quien, tímida, susurra a nuestro lado

el viejo renacer de la esperanza.

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VII

Sentir la paz por dentro, como un lazo

que su nudo sin sombra dispusiera.

Alcanzar su sentido en la frontera

de la mano tendida y del abrazo.

Herirse con su luz, con el retazo

de su eterna belleza, tal si fuera

la paz el horizonte y la bandera

alta del existir, como un pedazo

de fecundo universo entre las manos.

Acumular la paz para el olvido

de esta ciega e inútil violencia.

Pronunciarla con labios cotidianos,

hacerla mástil, luz, vuelo encendido,

centro del corazón y la existencia.

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VIII

Tiempo oscuro y feroz, incierta vida

fugaz del hombre en modo tal que espanta.

Apenas de la cuna se levanta

ya dispone la muerte su caída.

Más frágil cuanto más envanecida,

la sangre se revela y solivianta

pero el tiempo no cede, tal y tanta

es la fuerza de su ímpetu, encendida.

Frente al tiempo certero grito fuerte,

sin sombras, compromisos ni cadenas

sagrada libertad, siempre sagrada.

Alberto y Ascensión, aún vuestra muerte

nos sigue regalando, a manos llenas,

la eterna libertad que os fue negada.

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IX

He sentido de nuevo tu pisada

por las calles estrechas de Sevilla,

–las calles que hizo el odio aciaga orilla

del mar de la amargura desbocada–.

Santa Cruz en silencio, la afilada

sombra de la muralla, la sencilla

y tímida y hermosa buganvilla

en el jardín del sueño recostada.

Ahora que la ciudad que tanto amabas

acaricia otra vez la primavera

te he recordado, Alberto, nuevamente,

he llamado, de golpe, a las aldabas

del tiempo y del recuerdo, por si era

posible tu regreso, de repente.

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X

Miradla aquí, –palabra profanada

por la rabia del hombre sin sentido;

enhiesta en su naufragio dolorido

y mil veces así resucitada–.

Tres letras que son sueño y son morada

que busca el corazón en su latido;

sol inmenso y pequeño, retenido

en su llama perfecta y anhelada.

Certeza, despertar, lumbre, sonora

campana que acompaña la andadura

del hombre en el camino, sin demora.

Tres letras nada más, pero qué altura.

Con la palabra paz os traigo ahora

la extrema sencillez de la hermosura.

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XI

¿Quién varó la esperanza en la ribera

y de ese modo despreció la vida?

No halla luz la razón para esa herida

de arrebatarle al hombre su frontera.

¿Qué mentira, qué patria, qué bandera

quiso arrancarte el sueño en despedida

y dio a tu juventud, flor ya vencida,

rencor de vana muerte traicionera?

Sinrazones del odio, desconcierto

del rencor y la sed, tizón ardido

en un fuego falaz que nada encierra.

Pero escúchame bien, yo digo, Alberto,

que entre tanto dolor, tu muerte ha sido

un abrazo de paz para la tierra.

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XII

No sé por qué al llegar el mes de enero,

entre la helada soledad del frío,

tu recuerdo, sin sombra de desvío,

otra vez sale al paso en mi sendero.

No sé por qué si aprieta el aguacero

me vuelve –sacudida, escalofrío–

tu angustia ante la muerte, y hago mío

tu asombro ante un revólver traicionero.

No sé por qué tu imagen se me alcanza

cuando cruza estas calles, repentina,

mi soledad el tiempo recorriendo

y rebusca, afanada, mi esperanza,

detenida de pronto en esta esquina,

razón para entender lo que no entiendo.

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XIII

En nombre de la paz el mar, la espuma,

los perfiles del aire, la mañana,

la claridad eterna y meridiana

que vence los estragos de la bruma.

En nombre de la paz, la luz que suma

su caricia a la flor que se engalana,

el esbelto tañido de campana,

la música tenaz que se consuma.

En nombre de la paz, la voz hendida

por los soles eternos y encendidos

y la sangre temblando, estremecida.

En nombre de la paz, por siempre unidos,

vuestros nombres ahora por la vida

más allá de la sed de los olvidos.

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XIV

Sólo una vez se nace. Una sola

es la fecha invisible de la muerte.

El hombre no es el mar, que reconvierte

su grito y su silencio en cada ola.

El hombre no es el viento, cuando asola

los trigales tranquilos, de tal suerte

que en ráfagas distintas mide y vierte

el vértigo y la sed con que se inmola.

Si es única la vida, si no hay nada

que acierte a devolvernos la mirada

tendida en esplendor sobre las cosas,

qué oscuro irraciocinio, qué amargura

tenaz arrebatarla con premura

tal quien troncha la gracia de las rosas.

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XV

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

Jorge Luis Borges

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

Jamás olvida el sueño lo que amamos

por eso, convencidos, no olvidamos

la sed de lo soñado y lo vivido.

Olvide, libre, el pájaro su nido

o el águila que vuela los reclamos.

Nosotros encendemos, recordamos

el fuego que será, que siempre ha sido.

No olvidamos, Alberto, no queremos

que el olvido nos hunda en la tibieza

con que –orfebre de sombras– todo labra.

Sobre el horror de tristes crisantemos

que deja atrás la muerte con tristeza

defendemos la paz de la palabra.

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XVI

Sólo para la paz, mirad, he urdido,

llena de libertad, esta cadena

como urde el mar, al lado de la arena,

el azul de su sueño sostenido.

Para la paz, tan sólo, sueño erguido

frente a la sed del odio que envenena,

pues en la paz se rinde y se serena

el corazón del hombre si ha nacido.

Sólo para la paz, bandera y lazo,

sílaba donde cabe el infinito

en las manos del hombre que la siente.

Para la paz, tan sólo, siempre abrazo,

cima de plenitud, certeza y grito,

rayo inmenso de luz sobre la frente.

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Accésit – modalidad Poesía– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

José Miguel Paz Cabanas“En todas las calles sin nombre”

Los más vulnerables son los hambrientos,

los que cruzan el puente,

en silencio,

todos los días.

Les disparo cuando regresan,

cuando el terror se dibuja,

como arcilla,

en sus rostros de papel.

No siempre, necesariamente, fue así.

En ocasiones busco la luz,

las casas donde se creen, erróneamente, a salvo.

Los sorprendo comiendo,

rezando,

subiendo,

con lentitud,

las escaleras gimientes.

Buscando, ansiosos, el amparo de las sombras.

En especial ellos,

los viejos,

los viejos,

los que apenas tienen qué perder:

hombres agonizantes y tozudos,

que se aferran a la vida,

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y a los muebles,

antes de morir.

Qué diferentes los niños,

desangrándose,

solos,

en agónico silencio.

Oculto en el campanario,

cerca del cielo,

me pregunto en qué piensan.

Los veo a lo lejos,

como pulgas,

atravesando, veloces, las calles.

Algunos imaginan que un día

dejaré el fusil;

que me retiraré,

con hastío,

al llegar la noche.

Los hay que me hacen obsequios,

piezas de fruta,

golosinas,

en cestas de mimbre;

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las dejan junto a los búnkers,

en las cunetas,

en las zanjas, a los pies de la torre.

Sé el sacrificio que representa,

el dolor que contraen,

juntar las manzanas, pesarlas,

reprimir el hambre voraz.

Regresar a sus casas, con las manos vacías

(las manos vacías, los ojos vacíos, los lechos sin nombre).

Los desprecio,

me repugnan,

pero no les disparo.

Dejo que la fruta inunde,

con su dulce hedor,

el aire de la tarde.

Hace frío, sí,

suele hacerlo al caer la noche.

Hay siluetas febriles

recorriendo las calles.

Siempre salen en busca de pan.

Son ellas, las mujeres,

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retando,

a solas,

el miedo.

Les espera la prole,

la madre,

el esposo yaciente y herido.

Corren en zigzag y buscan, afanosas, el amparo de las sombras.

A menudo, sin detenerse, susurran sus nombres;

nombres queridos,

de otras mujeres:

Olga

Susana

Judith.

O dicen:

avanza,

espera,

detente…

Me conmueven, veo sus pupilas,

dilatadas,

brillando en la oscuridad.

Sé que para ellas soy un monstruo,

alguien que ES,

y que carece de nombre.

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Resulta terrible,

pero subyace, en todo,

una poderosa razón:

en las mareas la hay,

en los eclipses la hay,

en la muerte que acecha a los suyos, también.

Y en mi fusil,

mi viejo fusil,

vigilando sus calles con ojos insomnes.

A veces,

solo a veces,

me acuerdo del primero.

La colina,

el trigo,

dos campesinos arando bajo el sol.

El perfil del pueblo se estira en el campo y se incendia,

solitario,

en el fragor de la tarde.

Como un puñado de monedas brillando en un arca profunda.

Son jóvenes y oscuros, como una hogaza de pan.

Un aroma de sésamo impregna la tierra.

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A la luz del crepúsculo,

exhaustos,

parecen titanes.

Uno de ellos,

el más fornido,

hiende el arado;

hay en él – en sus ojos– un matiz animal.

El que guía los bueyes parece más dócil.

Con el fusil al hombro,

tumbado en la hierba,

lo observo en silencio.

No aparenta, en su bisoñez, ser labrador.

Todo en su cuerpo,

fulgente,

resulta hermoso:

la armonía,

el color,

la desnudez de sus brazos.

El cuello esbelto y la espalda firme;

las mejillas tostadas al sol.

Apunto a su cabeza y se me seca la boca:

no dispares, me digo, es joven,

déjalo vivir.

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Árboles famélicos coronan los montes

y un río de oro serpentea a sus pies.

Puedo oírlo aullar,

su pecho y sus manos pintados de sangre.

Sabré, con el tiempo,

que eran hermanos;

sabré que discutían –a veces–

con acritud.

Parece que hayan pasado años,

siglos,

la vasta,

inmisericorde,

edad de la tierra.

El alba se estira,

las yeguas,

enloquecidas,

relinchan de terror.

Acoplo el fusil al hombro,

aguardo el momento,

acudirán de nuevo las sombras.

Dentro de poco,

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al amanecer,

empezarán a bajar…

La calma

(la calma gélida, con pasos de plomo)

regresará monstruosa.

Dónde vais,

les preguntaré,

por qué salís

en busca de pan.

Dónde estáis,

infelices,

anhelando mi ausencia.

Recuerdo el nombre, sí,

un ángel cansado me lo dijo:

“Se llamaba Caín –susurró–,

el que no recibió la bala,

el que protegió su estirpe,

se llamaba Caín”.

El ángel tenía los ojos oscuros.

El ángel lloraba.

Qué extraño nombre,

Caín.

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Cruzan la plaza,

es un niño,

un ángel,

disparo,

amanece,

despacio,

en las calles de Bagdad.

En las calles de Trípoli.

En las calles de Sarajevo.

En todas las calles sin nombre.

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Narrativa– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

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Primer premio – modalidad Narrativa– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Luisa Cuerda Núñez“El hacha del carnicero”

A mi padre, que me enseñó a ser valiente.

A mi madre, que me enseñó a celebrar la vida.

«Existe un poder encargado de dar muerte.

Matar en lugar de ese poder es

como manejar el hacha en lugar del carnicero.

Quien así lo intente,

cuide de no cortarse su propia mano.

Donde pelean dos batallones

vence quien más lo lamenta en su corazón.»

Lao–Tse

Un pajarillo que se posó un momento en la tela metálica de la valla para después volver a

lanzarse al espacio, firme y compacto como un huso, fue lo último que vio Aquilina Zapico

antes de morir.

La bala entró por la nuca y reventó el centro de la frente en una flor de pólvora y sangre. Fue la

única que manchó la acera, y aun así muy poco, cuatro lunares negros que un perro se acercó

a oler esa tarde hasta que un policía le apartó de una patada. El gañido del chucho atravesó el

cerco de piadosos ciudadanos, congregados allí con flores y con velas, y sobresaltó a Gregorio

Planas, que recordó lo que Aquilina le dijo la tarde aquella:

–¿Te imaginas ser un perro? Moverte entre el miedo y el odio: miedo que causa odio, odio que

causa miedo. Y, de vez en cuando, una caricia que consigue penetrar en ese marasmo y que te

roba la voluntad, te hipoteca para siempre tu mínima lucidez, de modo que las pocas veces que

no sientes odio ni miedo, mueres de ansiedad por un gesto de afecto distraído. ¿Te imaginas?

Gregorio Planas irrumpió en el círculo, lo disolvió con malas maneras, tomó el nombre del

agente y ordenó a la dotación retirarse. Desafiante, observó las miradas cobardes, el arrastrar

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de las vallas amarillas, el gesto apaleado de los policías camino de los coches, el restableci-

miento del tráfico. Estuvo diez minutos allí, aguantando el frío con el ceño fruncido y la mente

en blanco. El perro merodeaba por una esquina, tropezando con los transeúntes que lo esqui-

vaban o chocaban con él; le rechazaban y él continuaba allí, de un lado para otro, cojeando

ligeramente. Sonó el teléfono móvil y una voz le pidió explicaciones. Gregorio contestó:

–Porque me da la gana.

Colgó el teléfono, lo desconectó y lo sopesó en la mano, como el que va a arrojarlo. Luego lo

guardó en el bolsillo, se dirigió a su coche y lo puso en marcha. Entrando en la autopista co-

menzó a llorar.

El Ministro del Interior lamentó profundamente la irreparable pérdida:

–Aquilina Zapico era no sólo una mujer valiente sino un ser humano excepcional. Los que

tuvimos la suerte de conocerla la recordaremos siempre como un ejemplo a seguir, y por eso

mismo no consentiremos que su sacrificio sea el pretexto para que la violencia vuelva a nues-

tras calles. Por respeto a su memoria no responderemos con violencia a la violencia, como sin

duda esperan que hagamos los que no se resignan a que sus cobardes crímenes hayan acabado

para siempre.

La capilla ardiente se instaló en el Ministerio del Interior, y allí acudieron el Gobierno en

pleno y los altos cargos de Interior y de Justicia, así como gran número de Magistrados de

la Audiencia Nacional y Jefes de Estado Mayor del Ejército y las Fuerzas de Seguridad del

Estado. Mezclados entre ellos pero sin relacionarse con ellos, solos como islas remotas en me-

dio de las mareas del océano, distinguió Gregorio Planas a los hombres: trajes baratos de cha-

queta estrecha y corbata negra pasada de moda, cabello corto y pulcro, ojos enrojecidos como

él mismo. Se movían por la sala hurtando la mirada, jugando nerviosamente con los dedos de

las manos; esperaban el momento en que la habitación donde yacía Aquilina quedase desierta,

sólo con la guardia. Entonces uno a uno, como sin conocerse entre sí, se iban acercando a la

puerta siguiendo el orden de las misiones: Pedro, Juan, Chimo, Vidal. Vidal, antes de entrar en

la habitación, se volvió ligeramente y le miró una fracción de segundo. Siempre le dijo a Vidal

que no debía hacer eso; que él sabía perfectamente cuándo le tocaba sin necesidad de que él

le mirase. Pero Vidal le miró también esta vez con sus ojos desamparados, y Gregorio esperó

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unos instantes y luego se dirigió al cuarto plagado de coronas de flores.

Allí nadie hablaba. Los soldados hacían la guardia, cuadrados e inmóviles en medio del olor

de las rosas, y los hombres, unos al lado de otros, miraban a Aquilina envuelta en un sudario.

Pedro emitió un ruido extraño con la garganta y luego apoyó la frente en la pared y se puso a

golpearla blandamente con el puño. Chimo dijo en voz muy baja:

–Parece dormida.

Pero ninguno, salvo Gregorio, la había visto dormida, y por eso los hombres, insensiblemente,

le miraron a él buscando su aquiescencia; y Gregorio cerró los ojos, recordó a Aquilina aquella

tarde y, sin querer mirarla de nuevo, salió de la habitación.

Se reunían siempre en el mismo lugar, desde la primera vez. Era en la explanada del

puerto, a aquella hora vacía aún de coches, ante la valla de tela metálica del recinto. Ella

aparecía la última, justo cuando el último de los hombres acababa de llegar. Daba la vuelta a

la esquina de la valla, pero su taconeo la precedía y ese sonido era para ellos el comienzo de

la misión. Paseaban arriba y abajo –tres a un lado, dos a otro, ella en medio, arrebujados en

sus chaquetones en medio del frío de los amaneceres. A veces llovía y ella entonces sacaba

del bolsillo del chaquetón una gorra de paño y se la calaba hasta las cejas. Entre los pasos de

todos se distinguían los suyos, unas pisadas enérgicas, optimistas. Hablaba con premura y

les hacía repetir las órdenes, especialmente a Pedro, y este solía sonrojarse, tartamudear. A

sus espaldas iban dibujándose las copas de los árboles del parque y, de pronto, un alboroto

de pájaros anunciaba el día. Ella se alejaba siempre la primera, taconeando con sus botas de

media caña, las manos en los bolsillos del chaquetón, hasta perderse de vista tras la esquina

de la valla de tela metálica. Ellos se disolvían entonces después de repetir de nuevo el lugar y

la hora. Fuera de allí y de las misiones, sólo Vidal la vio un día: Aquilina salía de un concierto

del brazo de un anciano caballero, y aunque no les presentó, saludó a Vidal tendiéndole ambas

manos cariñosamente.

Hay personas de las que se dicen muchas cosas: que si han destacado aquí o allá, o han

dirigido esto o han arruinado aquello; que si tienen tal preferencia sexual, o tales costumbres

o cuales vicios.

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Hay personas de las que se cuentan anécdotas de la universidad, sobre las que hablan sus aman-

tes, cuyas fotos adolescentes aparecen un día en una revista, recuperadas no se sabe cómo.

Hay personas a las que parece que conoce todo el mundo y de las que cualquiera se atrevería

a aventurar un destino.

Aquilina Zapico no era una de ellas.

De Aquilina Zapico sólo se conocía lo evidente.

Tenía un par de licenciaturas, había trabajado para la policía, había visto mucho y todo lo ha-

bía callado. Era brillante y discreta. Después del último escándalo político, Interior se quedó

con aquel cargo vacante y ella lo aceptó.

Varias publicaciones quisieron entrevistarla por ser la primera mujer que ocupaba un puesto

como el suyo, pero ella se negó de una vez por todas a cualquier contacto con la prensa.

Por entonces Aquilina tenía cuarenta y tres años, era esbelta y enjuta, de grandes ojos casta-

ños, y solía llevar un chaquetón de color azul marino.

A primera vista eran hombres diferentes unos de otros, pero a todos les unía una

misma cualidad.

Juan era sacerdote. “‘La venganza es mía’, dice el Señor” era una frase que repetía a menudo.

Él no actuaba por venganza. Había oficiado decenas de funerales de víctimas de la Organiza-

ción. Había confortado a los que quedaban, con hermosas palabras de amor y de consuelo.

Y a medida que leía en sus rostros la resignación, el alivio, el perdón en algunos, sentía que se

iba apoderando de él una sorda desesperanza, como si los sentimientos que intentaba aliviar

le fueran transferidos al tiempo que él transfería el bálsamo de la reconciliación. Visitaba

periódicamente a las familias de los asesinados, o a los liberados de los largos secuestros,

y observaba la descomposición moral de muchos de ellos. Entonces, algunas palabras se le

vaciaban de sentido.

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Como “paz”.

Como “Dios”.

Juan sabía que al combatir la violencia con violencia condenaba su alma inmortal. Pensaba

en ello cada vez que disparaba y también cuando veía disparar a sus compañeros. Y confiaba

en que ellos no lo pensaran, no lo supieran. A veces, cuando no podía más, acudía a la mise-

ricordia divina y rezaba por ellos: por Pedro y Chimo; por Gregorio y Vidal. Por Aquilina. Por

todos menos por sí mismo.

Pedro y Chimo eran hermanos. De niños habían jugado con los actuales dirigentes de

la Organización. De uno de ellos eran parientes. Cuando el Conflicto se recrudeció, el abuelo

habló un día con los padres. Les dijo que esperaban que el padre, pese a ser de otro lugar, com-

prendiese sus motivos y colaborase con ellos. Que era el momento de agradecer a la familia el

cariño con el que habían acogido a un extraño. El padre, al llegar a casa, se sentó en un sillón

y comenzó a ensayar una manera de negarse. La madre hizo el equipaje:

–Tú no lo entiendes. No los conoces. Tenemos que irnos de aquí.

Pedro y Chimo siempre se sintieron extraños en la tierra de su padre. A veces hablaban de

allí, de sus juegos, de las comidas familiares al pie del castaño; recordaban aquellos días en

la lengua de su madre, aunque ella no volvió a utilizarla, sólo de tarde en tarde, en alguna

canción a media voz. El día que el nombre y la fotografía de su primo salió por primera vez en

la televisión, Pedro decidió ingresar en la policía. Chimo le siguió poco después. Los padres

nunca entendieron que esa fue, para sus hijos, la manera de volver.

Gregorio los eligió. Los conocía desde hacía tiempo y tenía con todos ellos, por separado,

una relación similar, basada en la cualidad común que les unía.

A hombres tan diferentes.

70

Vidal había sido barbero antes de jubilarse. Coleccionaba pájaros en la terraza de su pequeño

ático. Su mujer siempre se estaba quejando de lo sucios que eran. Cuando secuestraron a

aquel chico, Vidal se pasó la noche dando vueltas en la cama y de madrugada abrió las jaulas.

Sólo unos pocos se marcharon, pero él dejó las jaulas abiertas, y poco a poco los pájaros fueron

abandonándole. Al chico aquel le mataron, y Vidal y su mujer fueron a una manifestación de

protesta, la primera de su vida. Al volver a casa, la mujer lamentó la ausencia de los pájaros.

–Sólo soy un pobre viejo, mire usted, el mes que viene me jubilo, pero le aseguro que si tuviera

delante a uno de esos, me encargaba de que ese por lo menos no volviese a hacer daño.

Gregorio había escuchado eso muchas veces a mucha gente, pero en aquella ocasión miró a

través del espejo al hombre que le cortaba el pelo y asintió.

–Ya le llamaré si le necesito.

Le cortaba el pelo desde hacía quince años y no sabía quién era ni a qué se dedicaba. Pero les

unía una cualidad común y por eso ni sonrió ni contestó.

Simplemente, comenzó a esperar.

Fueron apareciendo uno tras otro, sin ponerse de acuerdo, en el local cerrado de la an-

tigua barbería. El entierro había finalizado y el duelo se había despedido allí, ante un anciano

caballero al que el propio ministro sostenía del brazo con filial afecto.

Vidal llegó a su barrio, aparcó su coche anticuado y, sin subir a su casa, abrió morosamente la

puerta trasera de la barbería. Le había dicho a su mujer que iba a resolver unos papeles de la

pensión; que luego comería con unos amigos. Puso encima de una mesa plegable la bolsa de

plástico del supermercado: cervezas, unas latas de atún y de aceitunas, las cocacolas. A Chimo

le gustaban las cocacolas. Renqueando, acercó un par de sillas, arrastró un sillón giratorio,

pensó si no estaría haciendo todo eso en vano: si al final no vendrían. Desde que acabó todo, se

sentía envejecer por momentos. Las misiones habían sido como un renacer, el póstumo fulgor

de una energía que no había conocido en toda su vida. Luego, la edad –agazapada a la salida de

aquel sueño loco– había caído sobre él para cobrarse el tiempo escamoteado. No le importaba.

El día que comenzaron las Conversaciones le dijo a su mujer:

–Ahora ya me puedo morir tranquilo.

–Hijo, lo dices como si esto fuera cosa tuya.

71

–Es cosa de todos, ¿no?

Aquel día también se habían reunido en la barbería clausurada. Aquilina llegó a última hora,

cuando no la esperaban. Brindó con ellos, los abrazó a todos, uno por uno, los miró a los ojos

diciendo sus nombres. Antes de marcharse, les rogó que se cuidaran. Fue la última vez que

Vidal la vio viva.

Los pequeños golpes al otro lado de la puerta trasera. Pedro, Chimo, Juan. Era la tercera vez

que se reunían allí. La primera fue para conocerse: Gregorio les va presentando y ellos se mi-

ran apenas, cautos y vagamente hostiles.

–Como veréis, somos hombres diferentes en apariencia pero tenemos una cosa en común.

Y Vidal los mira a todos y se ve a sí mismo desde fuera. Una cosa en común.

–Si no me equivoco, y creo que no me estoy equivocando, todos nosotros estamos dispuestos

a hacer las cosas bien. Sin más. Y de eso se trata.

Pedro, Chimo y Juan tenían aún los ojos enrojecidos. Abrieron las latas y se sentaron en torno

a la mesa. Gregorio llegó más tarde.

–Es un disparate haber venido.

Pero todos siguen allí, comiendo el atún y las aceitunas con tenedores de plástico blanco. Po-

drían creerse al principio de cualquier misión: reunidos en un bar, bebiendo sin apenas hablar

unos con otros, de vez en cuando una mirada que se cruza inexpresiva, una ojeada al reloj.

Hombres ensimismados en su soledad, como ahora, repitiendo con la mente las secuencias

que tendrán que cumplir inmediatamente después de la señal.

Sólo que ahora no hay señal.

–Mi mujer me ha vuelto a decir que alquile esto, que estamos perdiendo dinero de tenerlo

cerrado.

–¿Y tú?

–Yo ya tenía pensado alquilarlo, antes de...

Hubo un momento en que creyeron que habían ganado. Y ahora no saben si en realidad se

engañaron o lo que comienza es otra guerra diferente en la que ellos no tienen parte.

72

Gregorio les aconseja que eviten verse en una larga temporada.

–Hablaré con el Subdelegado. Es el único que creo que puede decirme algo medianamente

fiable. Si tuviéramos que marcharnos...

Pero todos saben que no se marcharán. Son diferentes entre sí, pero idénticos unos a otros si

se comparan con la mayoría. No son ahora más ricos que cuando comenzaron, ni tienen más

soberbia, ni más miedo. Sólo un leve hastío, una resignada sensación de derrota con la que tal

vez nacieron, y que perdieron durante un breve espacio de tiempo, cuando creyeron que todo

había servido para algo. Que, por su causa, todo había terminado para siempre.

–Es como beberse el mar.

Hubo tiempos en los que Gregorio Planas y el Subdelegado estuvieron juntos por espacio de

horas en aquel despacho olvidado. Allí no había teléfonos, ni ordenador, ni reloj. La ventana

daba a un patio estrecho, de grises paredes rezumantes, y algunas tardes podía escucharse,

monótona y reiterada, una lección de piano. Era un despacho que conocían muy pocos y que

otros se habían comprometido a olvidar. El Subdelegado lo ocupaba desde que fue designado

para el cargo, veinte años atrás. Subdelegado, sin más. El primero desde que comenzó la de-

mocracia.

Aquilina le había conocido poco después de su llegada a Interior, aunque, como todos, había

escuchado anteriormente los rumores que sobre él se decían.

–Así que es verdad...

–Nunca es verdad del todo lo que dice la gente.

La primera vez que Gregorio entró en el despacho del Subdelegado, Aquilina Zapico estaba

allí, apoyada en el quicio de la ventana.

–Se nos ha planteado la necesidad de formar un grupo para prevenir las posibles dificultades

de una futura negociación. Debe usted seleccionar a cuatro individuos que respondan al perfil

requerido. Usted ha sido seleccionado por mí misma entre otros muchos, precisamente por

poseer ese perfil. Será el quinto individuo y el responsable del grupo ante mí.

73

Gregorio había visto a Aquilina un par de veces antes de ese día, aunque nunca había hablado

con ella. Al Subdelegado le recordaba paseando por los pasillos con su sonrisa bonachona,

pero no lo relacionaba con los rumores que todos habían escuchado alguna vez. Siete años

antes, cuando el gran Escándalo, se dijo que el auténtico responsable no había salido a la luz.

Que se ocultaba en una de las covachuelas del poder. Esa expresión, inventada por un perio-

dista, hizo fortuna y se aplicó por analogía al ala vieja del edificio, pendiente de restauración.

Pero era en el ala nueva donde el Subdelegado había tenido siempre su pequeño despacho,

aunque ni el tiempo ni las reformas habían osado pasar por allí. Una vez más, tan sólo, visitó

aquel despacho Gregorio, sin límite de tiempo, y estuvo allí con Aquilina y el Subdelegado sin

que este apenas hiciera otra cosa que escucharlos a los dos, sonreír y fumar puros. Ahora, sin

embargo, un guardia de rostro desconocido le fijó un límite de quince minutos antes de darle

paso. El Subdelegado sonrió paternalmente a Gregorio antes de reprenderle:

–Lo habitual es que se le llame a usted aquí, no que sea usted el que se presente.

–Últimamente han sucedido cosas poco habituales, ¿no le parece?

–No. Por desgracia, lo que ha sucedido, aunque doloroso, no deja de ser habitual. Pero eso

usted ya lo sabe. ¿A qué ha venido?

–Quiero saber qué ha pasado.

–No me engañe, Gregorio, ni se engañe. También sabe usted qué ha pasado. Aquilina siempre

decía que era usted un hombre muy listo. Recuerde que fue ella quien lo eligió. La recuerdo

como si la estuviera viendo, pobre mujer. “Una cualidad común”, decía. “Esta vez deben ser

hombres distintos a los anteriores, esa caterva de matones y de chulos. Si ha de hacerse, ha

de hacerse de una vez por todas, a conciencia y hasta el final”... Así era ella. Una mujer de una

pieza. ¿Lo recuerda, Gregorio? Fue aquí mismo. Ella, apoyada en el quicio de la ventana: no le

gustaba sentarse. Usted, sentado ahí mismo con cara de novato, y perdone. Y yo aquí, donde

siempre, escuchando...

–Quiero hombres con una edad mínima de cuarenta años. Con una vida regular y

estable. Si son casados, mejor. Si son religiosos, mejor todavía. Quiero hombres que no valo-

ren el dinero. Que no sean fanáticos, que no luchen por lo que ellos llamen “un ideal”. Quiero

hombres a los que no les guste la violencia. Que nunca hayan matado. Y que, a pesar de todo

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eso, estén dispuestos a matar a sangre fría por una cuestión práctica y sólo por eso. Sin odio.

Sin venganza. Para evitar males mayores.

–¿Y usted cree que yo soy así, señora?

–Tiene usted cuarenta y seis años, está casado desde hace veinte, tiene cuatro hijos, va a misa

los domingos con toda la familia; nunca, en todo el tiempo que lleva usted en el Cuerpo, ha ha-

bido contra usted una denuncia ni un rumor por malos tratos a sus hombres ni a los detenidos.

Pero los que le han tratado dicen que tiene usted “muy mala leche”. ¿Lo sabía?

–No, no lo sabía.

–Dicen más. Que es usted muy suyo, que va a su aire, que no es un chivato ni un pelota, pero

tampoco un buen compañero: no pasa una, dicen, no se hace cómplice de nada y se cree su-

perior. No ha ido nunca de putas a pesar de que usted, como todos, las tiene pagadas en tres o

cuatro casas de esas que “controlan” sus compañeros. Tampoco se sacó sobresueldos cuando

estuvo en drogas, y, de hecho, denunció una situación en la que estaba implicado un superior

suyo.

–No la denuncié. Hablé con esa persona, y le dije que dimitiera...

–...lo cual le costó a usted el traslado, una paliza y el ascenso que estaba en puertas de conse-

guir.

–Esa persona dimitió, como usted sabrá, y en cuanto al traslado, lo hubiera pedido yo mismo.

La paliza no tuvo nada que ver.

–Como quiera. En todo caso, y según sus compañeros, es usted un “tío raro”.

–Es posible. Yo no lo sé.

–Bien, pues quiero cuatro más como usted. En su puesto actual tiene acceso a las fichas de

casi todos los funcionarios. Pero las personas que elija no tienen que ser necesariamente de la

casa. No me interesa en absoluto la forma física ni la experiencia con armas. De eso ya hemos

tenido, con resultados desastrosos.

–Perdone, señora, pero aquí se ha hablado de matar. Me imagino que habrá que correr ries-

gos, realizar misiones que requieran una forma física...

–Escuche. Los primeros guerrilleros urbanos fueron gente desnutrida, inexperta y muchas

veces muerta de miedo. Gente de paz, que lo único que quería era que le dejasen continuar su

vida modesta y rutinaria, arreglar su jardín y tomar su cerveza con los amigos. Fue eso lo que

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les impulsó a matar, no los grandes ideales de patria ni de independencia que habían hecho

fracasar durante siglos a sus antecesores. Mataron a los que, con sus tanquetas en la calle,

no les dejaban ir tranquilamente al trabajo en bicicleta. Y lo hicieron tan bien, que en me-

nos de dos años consiguieron sentarse a hablar con un Imperio que en ocho siglos no había

contemplado siquiera la posibilidad de negociar con ellos. Nosotros estamos preparando una

negociación: la que esperamos que sea la última. Y necesitamos una presión previa, nada más.

–Pero nosotros no vamos a negociar con un Imperio, ni siquiera con un Estado. Nosotros

somos el Estado. Son ellos los guerrilleros.

–Eso, como todo, depende del punto de vista. Tal y como yo lo veo, la Organización es ya

un Estado. Ha dejado atrás el tiempo romántico de los guerrilleros por la libertad. Créame,

hay ahora en la Organización más burocracia y más mierda que en muchos pequeños países.

En cuanto a ustedes, no actuarán como representantes o como protectores del Estado. Serán

francotiradores, miembros de una sociedad harta del acoso que viene sufriendo por parte de

esa “Organización–Estado”. Por eso quiero personas comunes. Gente de paz que esté harta,

simplemente.

–De esa gente hay mucha. Casi todo el mundo está ahora así.

–Pero no todo el mundo está dispuesto a quemarse para conseguirlo. Ni es capaz de sacrificar

su comodidad y su conciencia para que los demás puedan dormir tranquilos. Hay un dicho

muy antiguo: “Quien toma la suciedad del reino para sí, es el señor en el ofrecimiento de sa-

crificios”. Particularmente, creo que mi puesto consiste básicamente en eso. Lo sabía antes de

aceptarlo, y a pesar de todo lo acepté. Hace muchos años yo hubiera agradecido que alguien

hubiera “tomado para sí la suciedad del reino”. Todos nos hubiéramos ahorrado mucho dolor.

Ahora tengo la oportunidad de evitar dolores futuros. Y necesito personas que piensen así, que

estén dispuestas a sacrificar su cómoda vida para que esto acabe. Por eso necesito gente con

una determinada cualidad.

Usted la tiene.

–¿Qué cualidad?

–No sabría definirla con una palabra: sobriedad, firmeza... no lo sé. Hay poca gente así, desde

luego. Son personas en las que los demás saben que pueden confiar, pero que sin embargo

temen, en un cierto sentido. Personas a las que el resto de la gente no consigue identificar con

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ellos mismos, aunque pertenezcan a su propia familia; aunque duerman a su lado años y años

o los hayan criado y educado. Personas de esas a las que se valora cuando han muerto. No sé,

esa cualidad de que le hablo no es fácil de definir pero se percibe inmediatamente, tanto si es

propia como si se distingue en otro. Es algo inseparable de uno mismo, irrenunciable aunque

a veces sea tan doloroso. Puede que lo que más distinga a esas personas, a esos “bichos raros”,

sea su aire de soledad.

–Aquel día, ¿se acuerda, Gregorio?, aquel día Aquilina se definió a sí misma. Era una

mujer que arrastraba. Con un poco menos de inteligencia hubiera sido una política excelente.

Le recuerdo a usted ahí, donde está ahora, escuchándola embobado. Yo mismo, a pesar de mi

experiencia, sentía renacer en mí, o tal vez nacer una especie de entusiasmo juvenil... ya ve

qué pena, en lo que queda todo. Sin embargo, ella no se engañaba. Hablaba de quemarse, de

sacrificar su vida...

–No creo que ella quisiera morir. No quería morir. Tenía planes...

–Redimirse. ¿A usted también se lo dijo? Sé que había entre ustedes una relación muy espe-

cial, y no me extraña. No, ella no me contó nada referente a ustedes dos. Desgraciadamente,

teníamos menos intimidad de la que yo hubiese querido. Ya sabe, esa cualidad común, el aire

de soledad... yo carezco de todo eso. No, no me estoy burlando. Respetaba a Aquilina y siento

su muerte más de lo que pueda imaginarse. La última vez que la vi, aquí mismo, me dijo que

intentaría emplear el tiempo que le quedara en redimirse. Las misiones le afectaron mucho,

mucho más de lo que ella misma había previsto. De alguna manera, creo que usted tuvo que

ver con eso, con ese deseo de redención. Cuando la conocí, concebía el plan como una misión

suicida. “Un suicidio moral”, me dijo la primera vez que hablamos. Tal vez entonces tuve que

impedir que siguiera adelante. Pero me embaucó, ya ve, primero por curiosidad –nunca creí

que llegara muy lejos–. Luego, por entusiasmo. En el fondo, y a pesar de todos estos años de

sillón, sigo siendo un cazador. Y la pasión de cazar se impuso a todo.

–¿A todo?

–Voy a serle sincero. Cuando uno lleva tantos años conviviendo con la Organización, los muer-

tos pasan a ser “bajas” de un juego que no tiene por qué tener final. Se acomoda uno a todo.

También en el Terror hay un escalafón. Y cuando uno asciende, se da cuenta de que se ha vuelto

inmune, y siente más afinidad con los viejos enemigos que con los peones que tiene que mover.

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Sobrevivir, en un lado o en otro, no deja de ser una especie de prueba iniciática. Cuando miras

atrás te das cuenta de que tu vida ha consistido en eso, en ese juego. Y temes que el juego se

acabe. Incluso si ganas.

–Pero usted ha sido el organizador de todo esto. El máximo responsable.

–El máximo responsable nunca existe. Yo mismo no existo, Aquilina se lo dijo alguna vez. Yo

acepté el plan de Aquilina porque, para mí, era un juego fascinante; un juego más novedoso

que el que venía jugando desde hacía tanto tiempo. Fue, de alguna manera, una seducción.

Una peligrosa seducción. Porque la gente como ustedes es peligrosa, la gente con esa cualidad

común. Puede que al final sea yo quien les defina: la gente como ustedes no sabe jugar.

Aquilina se había separado del quicio de la ventana y se había acercado a él. Había

puesto la mano brevemente en el respaldo de su asiento y le había obligado a mirarla:

–Ahora, escuche. Tiene usted la posibilidad de negarse. Si quiere usted seguir adelante, venga

aquí mismo la semana que viene con una lista de diez personas para comenzar la selección.

¡Ah!, es muy importante que sepa que ni usted ni ningún otro percibirán por esto ningún di-

nero. Únicamente en el caso de que murieran se atendería a una pensión para sus familias. Las

personas que accedan tienen que hacerlo sin pensar en el dinero.

–¿Cuántos más, además de nosotros saben esto?

–¿Me creería si le digo que nadie más?

–No.

–Y sin embargo, es verdad.

Gregorio había saludado y había salido de allí. El Subdelegado no había dejado de mirarles

a uno y a otro con una leve sonrisa paternal mientras fumaba su puro. Fuera, comenzaba el

verano y Gregorio había recordado que había quedado con su mujer para ir al cine y a tomar

una copa en una terraza que acababan de inaugurar. Si su mujer se enterase le diría que estaba

loco, que no se metiera en líos, que ya había visto lo que había pasado cuando lo de las drogas,

la paliza que se había llevado y el miedo que ella pasaba desde entonces. Su mujer pasaba

miedo desde que nació, primero por su padre, luego por sus hermanos, después por él; los

había ido incorporando a su miedo básico: el miedo de hija, hermana, mujer de policía. Era un

miedo que convivía con ella de tal modo que seguramente sin él se hubiera sentido extraña. A

veces hablaban de irse de allí. Él se hubiera ido si se lo hubiesen ordenado. Pero no pensaba

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pedirlo, no sabía siquiera si quería pedirlo. Sólo, a veces, por ella: porque pasaba miedo. Pero

ella no pesaba tanto en las decisiones de Gregorio. No lo suficiente. Cuando la paliza, ella ha-

bló de marcharse, de que no podía más; habló de la gentuza que había por la calle hasta que él

la ordenó callarse con un gesto. Entonces ella comprendió, y no volvió a mencionar la paliza,

ni siquiera con las amigas con las que a diario tomaba café cada vez en uno de aquellos pisos

vecinos y uniformados, en aquel barrio protegido fuera de los otros barrios, con un economato

y un colegio donde iban los hijos. Cesaron los comentarios, y sólo ante él decía a veces: “¿Para

qué te metes donde no te llaman?” Era lo mismo que le habían dicho después de tenerle en

el suelo, antes de las patadas: “Para que no te metas donde no te llaman”. Pero aquel hombre

había dimitido. Se lo decía a su mujer por toda respuesta, “a mí las costillas ya no me duelen,

pero él ha dimitido”, y ella le contestaba: “Otro peor estará”. Fue la única vez que ella supo algo

de su profesión, y eso porque no quedó más remedio. Desde entonces, ella le miraba con cierta

desconfianza, como si tuviera en casa a un loco o a un renegado.

Gregorio Planas decidió aceptar mientras tomaba una copa con su mujer en la terraza recién

inaugurada. Hacía una noche tibia, ella estrenaba una blusa y le miraba, como hacía a veces

cuando salían por ahí, con ojos de novia eterna. El mundo a su alrededor estaba en paz, pero

él se había sentado, como siempre, con la espalda contra un muro y sabía que al volver a casa,

antes de meterse en el coche, haría aquella leve inspección disimulada, se agacharía a atarse

un zapato y buscaría el pequeño paquete adherido a los bajos, el pequeño paquete negro que

hasta el momento nunca había encontrado. Terminó su copa y decidió que aceptaría tal vez

por eso: para poder sentarse en las terrazas en la mesa del centro; para no tener que agacharse

en la calle a atarse los zapatos nunca más.

El Subdelegado apagó el puro y sonrió con nostalgia:

–Teníamos una apuesta, Aquilina y yo. Yo decía que usted no volvería. Me ganó cinco mil pe-

setas, pobrecita. Dios la tenga en su Gloria. Gregorio había vuelto al despacho del Subdelegado

con una lista de sólo cuatro personas.

–Estos son los hombres. No me fío de nadie más.

–Muy bien. Déjeme dos días para estudiarlos. Si todo va bien le llamaré al teléfono móvil que

le entregarán al salir de aquí. Hable usted con ellos entonces, y comience a enseñar a los que

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no saben manejar la pistola. Yo me reuniré con todos cuando lo estime oportuno.

–Espere, necesito saber qué les digo, de qué puedo hablarles. Yo tampoco sé nada en concreto.

No sé si el Subdelegado...

–El Subdelegado no existe. En cuanto a lo que usted diga a los hombres, dígales lo mínimo

para que se enteren de lo que tienen que hacer. Los casos concretos se los iré diciendo yo. Se-

gún veo, dos de ellos tendrán que aprender a manejar un arma. Eso puede llevar apenas unos

días, porque no se trata de que sean grandes tiradores. Sólo de que no se asusten de tirar a

quemarropa. A usted puedo adelantarle que se trata de dar golpes de mano eficaces y rápidos.

Sabemos dónde están las personas contra las que vamos a operar. Y sabemos cuándo estarán

solas.

–¿Tienen toda esa información? ¿Desde cuándo?

–Desde siempre. Pero ahora vamos a hacer uso de ella.

–Era una mujer de una pieza, ¿no le parece, Gregorio? Durante muchos años esperé encontrar

algo así. Aunque nunca imaginé que iba a ser una mujer.

–¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo no han sido capaces de protegerla?

–¿Quién podía esperar una cosa así? No crea que es usted el único que lo siente de esa ma-

nera. Aquilina era una mujer especial. Parecía brutal a veces, con esa frialdad, esa dureza. Y

de pronto, sonreía. ¿Recuerda usted su sonrisa, Gregorio? Yo creo que nunca podré olvidarla.

Antes de salir del despacho, Aquilina le había detenido.

–Espere.

Le había tendido la mano y le había sonreído.

–Quiero decirle que me alegro mucho de su decisión.

Gregorio había salido del edificio sonriendo todavía, conservando en la palma de su mano el

calor de la de Aquilina.

Había sido un verano frío e inclemente, en el que no dejó de llover. Cuando terminaron

los colegios, Gregorio envió a su mujer y a sus hijos a pasar las vacaciones con los abuelos. Sin

embargo, ese año no se reunió con ellos. Ese año tuvo mucho trabajo y renunció a las vacacio-

nes, y eso fue lo único que le pudo sacar su mujer a pesar de los enfados, las zalemas, las súpli-

cas y toda una parafernalia de llantos y de reproches, armas de mujer mientras él instruía a sus

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hombres en el manejo de armas de fuego. Su casa vacía, en el desapacible verano, le confería

una sensación de provisionalidad o tal vez de extrañeza. Paseaba por los pequeños cuartos,

repasaba con la mano la barandilla de las literas de sus hijas pequeñas, y se preguntaba si

todos aquellos rastros de vida pertenecían de veras a lo real, o eran sólo los restos de algo que

alguna vez había existido y ahora se había apagado para siempre. La casa silenciosa y vacía se

le revelaba en toda su modestia, los pequeños remiendos, los baratos arreglos provisionales en

espera de algún refuerzo económico que no acababa de ser suficiente. Su mujer lo llamaba por

teléfono todas las noches. Hablaban rutinariamente, desmayadamente, con un inicio de sos-

pecha al otro lado del hilo –donde las vacaciones y el calor– que iba creciendo y asentándose

a medida que transcurrían los días; y Gregorio, que se sentía henchido de cariño y compasión

frente a las huellas de la mujer ausente, no podía, sin embargo, prestar a su voz una mínima

ternura cuando la escuchaba cada noche más agria y más inquisitiva; hubiera querido tran-

quilizarla, decirle que la quería, pero en realidad se sentía irritado con ella, progresivamente

irritado por su celosa devoción y su dependencia. Así que colgaba, se tumbaba en la cama

mirando al techo y procuraba no pensar en eso ni en nada. Y entonces Aquilina se colaba en

su imaginación.

Veían amanecer en el monte cuando ya llevaban una hora entrenándose, y entonces Chi-

mo contaba algún chiste, Vidal sacaba la tartera y almorzaban. Vidal le había dicho a su mujer

que se había apuntado a un club de caza y ella le preparaba cada noche un almuerzo suficiente

para él y para los otros cuatro. Juan solía permanecer callado, un poco aparte, concentrado

en aprender lo que le enseñaban Gregorio, Pedro o Chimo. No tuvo problemas a la hora de

hacer puntería ni de montar rápidamente el silenciador ni de desmontar en el menor tiem-

po posible el arma y camuflarla donde le indicasen. Almorzaba con los otros, sonreía con el

chiste de Chimo, respondía brevemente pero con amabilidad a lo que le decían. Al despe-

dirse, a la salida del bosque, echaba una ojeada a su reloj de pulsera y enfilaba presuroso el

camino de su barrio. Gregorio sabía que llegaba con el tiempo justo de decir la primera misa.

Vidal era más lento, pero sus brazos no temblaban. Cuando Gregorio habló de él a Aquilina,

temió que su edad sería un impedimento, pero ella lo aceptó después de observarle sin ser

vista. Ese día –Vidal estaba dando un paseo con su mujer–, un chico de unos quince años se

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acercó y tironeó del bolso de la señora. Vidal lo enganchó del cuello, le hizo soltar el bolso y le

dijo algo. Luego, le dejó ir.

–¿Qué te ha dicho?

–Nada, que no volviese a hacer eso, que no estaba bien. ¿Dónde están mis pelas?

–Aquí tienes. ¿Te ha hecho daño al agarrarte?

–No, daño no, pero el abuelo tiene fuerza.¡Vaya apuesta más rara!

–Anda, vete.

Aquilina llamó por teléfono a Gregorio:

–Me vale.

Habían terminado el entrenamiento de aquel día cuando Pedro vio con el rabillo del

ojo una sombra. Se volvió rápido, apuntándola con el arma, y entonces Aquilina descendió

tranquilamente la ladera, con las manos en los bolsillos de su chaquetón azul marino. Los

llamó por sus nombres, uno por uno, y sólo dudó un momento con Pedro y Chimo. Gregorio la

presentó. Entonces ella sacó las manos de los bolsillos y todos pudieron ver que en cada una de

ellas llevaba una pistola con silenciador.

–Si hubiera querido hubiera matado al menos a dos de vosotros, tal vez a más, y seguramente

hubiera podido escaparme.

–No nos podíamos imaginar que una mujer que viene paseando tan tranquilamente...

–De eso se trata.

Nunca pudieron averiguar por dónde llegaba Aquilina, ni en qué momento aparecería en mi-

tad de su entrenamiento. Aparentemente, no llevaba coche. Pedro aseguraba que dormía en

el bosque, escondida en algún nido de jabalíes. Vidal, que llegaba corriendo desde la ciudad.

Pero su aspecto era pulcro y tranquilo, como si acabase de salir de su casa y viniese paseando a

coger arándanos o fresas. En ocasiones cambiaban de emplazamiento sin decírselo, pero ella

acababa apareciendo de nuevo, con su luminosa sonrisa. Eso, su misterio, su sonrisa repenti-

na y su puntería con las armas, tejieron la admiración que los hombres sentían por ella. Des-

pués de un tiempo comenzaron a entrenar en una granja abandonada en medio del bosque.

Era una construcción buena y antigua, que había soportado el paso del tiempo. En una de las

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dependencias para animales se escondían sobradamente los coches de todos. A veces Aquilina

pasaba allí varios días, y cuando ellos llegaban la encontraban desayunando un poco de pan

con queso. En esas ocasiones, al terminar el entrenamiento y volver a la ciudad, Gregorio con-

ducía enajenado, preso en el deseo de quedarse con ella.

Una mañana, Aquilina les citó para el día siguiente en la explanada del puerto, ante la valla

de tela metálica. Apareció justo cuando el último de los hombres acababa de llegar, pero antes

pudieron escucharse sus pasos, su enérgico taconeo. Paseando en la oscura explanada vacía

les habló de la primera misión, del orden en el que debían entrar en aquel bar de aldea, de

cómo debían esperar, charlando y bebiendo, a que ella llegase.

–¿Tú vas a venir?

–Por supuesto.

–Yo me imaginaba que tú no...

–Estoy en esto hasta el final. Como vosotros. Es mi proyecto.

Sacó unas fotos y repartió una a cada uno.

–Estos son vuestros hombres. Estarán todos allí. Cada uno de vosotros debe tener controlado

a uno, porque cuando yo empiece a disparar, cada uno de vosotros debe matar al que le co-

rresponde. De un sólo tiro silencioso. Todavía podéis marcharos, todavía antes de las nueve de

la noche de hoy. Si a esa hora no estáis frente a la parada del autobús de línea, entenderé que

renunciáis. Si os veo a todos allí, seguiremos adelante. Si falta alguno, se aborta el plan y volve-

remos a reunirnos aquí mismo mañana, a la misma hora que hoy. Cuando todo haya acabado,

volveremos a coger el autobús de línea. Como veis, espero mucho de vosotros y tal vez lo de

menos sea el disparar.

¿Alguna pregunta?

–¿Iremos a cara descubierta?

–Naturalmente.

–Pero si alguien nos reconoce... sobre todo a ti...

–Escuchadme. Nadie reconoce a nadie cuando está muerto. Puede haber rumores, pueden

decir que alguien vio a unos hombres, a una mujer... pero nadie estará allí con una cámara de

fotos para tomar una instantánea. Y eso es lo único que importa, la evidencia. Por lo demás,

se trata precisamente de eso. De sorprender. De aterrorizar. De demostrar que hay una serie

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de personas a las que la Organización les importa tan poco que van con la cara descubierta.

Con total impunidad. Así crearon ellos el Terror. Hay muy poca gente capaz de actuar así, y

esa gente causa espanto hasta a los suyos. Todas las organizaciones que negocian con el terror

comienzan su decadencia moral cuando crean una sección juvenil y cuando se encapuchan.

Por eso elegí gente especial para esta misión: gente como la que ellos ya no tienen. Repito que

aún estáis a tiempo de marcharos. Si no es así, nos veremos esta noche.

–Era una jodida loca, Dios la tenga en su Gloria. Una loca genial. La escuchabas, y lo

más absurdo te parecía tan posible que te preguntabas cómo no se te habría ocurrido a ti. Ella

no vivió los principios de la Organización. Los conocía, por supuesto, pero prescindía de ellos.

Lo que le interesaba es lo que la Organización significaba ahora, en el momento actual: un

sistema opresor de la libertad de un pueblo al que ella amaba. Un problema que sólo se podía

resolver desde el pueblo, prescindiendo de ejércitos y de políticos. Como lo hizo ella, contra

toda lógica y toda precaución.

–Pero funcionó.

–Es verdad. Funcionó. Yo no supe que ella se había incorporado al plan. Si lo hubiese sabido,

lo hubiese impedido.

–Sin ella no habría sido lo mismo.

Había subido al autobús de línea un momento antes de que arrancara. Había sonreído al

conductor y luego había buscado sitio al fondo, pasando al lado de los hombres, diseminados

en las dos filas de asientos. Había bajado una parada antes de la aldea, y Pedro había visto ale-

jarse su figura a través de los campos, entre la lluvia menuda y el humo de unos matojos que-

mados. Luego, el autobús había llegado a la plaza y ellos habían bajado confundiéndose con

el resto de la gente. Hacía frío en el pequeño bar, y alguien había comentado que no parecía

verano. Se habían sentado en una mesa de madera que cojeaba y habían pedido vino –Chimo,

cocacola–. Detrás de la barra, el dueño había mirado un momento a otro parroquiano, que

había asentido levemente.

–Os sirvo, pero en veinte minutos vamos a cerrar.

Había seis hombres en el bar cuando llegaron. El dueño, con un paño al hombro, enjuagaba

unos vasos anchos debajo del chorro de agua. Juan lo había mirado al llegar. Le pareció un

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hombre como los demás, como tantos otros a los que él confesaba de pecados humildes, de

obcecaciones, enfados y adulterios, pecados repetidos a lo largo de una vida, los mínimos

pecados de un hombre. Cantaban los segundos en un viejo reloj de madera con el cristal de la

esfera empañado y sucio. Un mozo rubicundo se acercó a la mesa y se agachó.

–Se le ha caído esto, abuelo.

Vidal recogió su pequeño llavero con la navaja de cachas de nácar. Dio las gracias arrancando

la lengua del paladar, con un carraspeo extraño. Pensó que, para ese chico, el ángel de la muer-

te tendría aspecto de abuelo. Recordó un episodio ocurrido hacía un mes cuando paseaba

con su mujer: un chaval apenas más joven que este había querido robarle el bolso; él lo había

agarrado y le había dicho que no lo hiciera más. Deseó levantarse, agarrar al mozo rubicundo

y decirle: “Esto que haces no está bien. No lo vuelvas a hacer”. Y de pronto, le pareció que

nada de aquello tenía sentido. Entonces se abrió la puerta del bar, y Aquilina apareció con su

sonrisa.

–¿Puedo llamar por teléfono, jefe?

Lo había dicho mientras avanzaba, segura de que la respuesta iba a ser afirmativa. El dueño

dudó un momento, pero ella le sonreía y avanzaba hacia la barra, tranquila y confiada. El

dueño volvió a mirar al parroquiano que bebía en un rincón, y Aquilina siguió su mirada.

Entonces, se dirigió hacia aquel hombre y, justo cuando él asentía levemente, sacó del bolsillo

del chaquetón la pistola y le disparó un tiro en mitad de la frente.

Fue un “zip” tan ligero y tan fluido que ni siquiera los que estaban cerca se dieron cuenta en

seguida. El golpe de la cabeza del hombre contra la mesa de madera los incorporó de sus sitios.

El dueño buscó algo detrás del mostrador, pero ya Juan se había levantado y le disparaba a la

sien. Los demás hacían lo mismo, cada uno con su hombre. Al chico de Vidal no le dio tiempo

a volverse a mirarle. En quince segundos se encontraron de pie, con las pistolas en la mano y

los cadáveres a sus pies. No hubieran sabido decir cómo lo hicieron.

De cada rincón del pequeño bar surgía, como un vaho, una enorme vergüenza.

Aquilina fue hasta la puerta y puso el cartel de “cerrado”.

–Dentro de cinco minutos sale el autobús de línea. Nadie entrará aquí hasta

mañana. Meted en el bolsillo los vasos que habéis usado. Salimos por la puerta de atrás. Venid.

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Salieron tras ella a un patio lleno de cajas vacías, y alcanzaron un callejón oscuro.

–Nos veremos mañana en la explanada, a las seis y media en punto. Ahora no vayáis todos

juntos hasta la parada.

Desapareció detrás de una esquina y ellos se dividieron: Pedro y Chimo, Juan y Vidal, Grego-

rio. El corazón les latía tanto que se lo podían escuchar unos a otros.

–Ni siquiera sabemos quiénes eran.

Saliendo de la aldea era ya noche cerrada. Los faros del autobús alumbraron brevemente a una

figura que se internaba en el monte. Corría como si la persiguiesen mil demonios. Gregorio, en

el asiento de atrás, volvió la cabeza y estuvo mirando hacia ella hasta mucho tiempo después

de que la oscuridad se la tragase.

Era todo tan fácil... Llegaban a sus casas después de las misiones, limpios de sangre y de

tierra. Escondían las armas en los lugares establecidos, pulcramente desmontadas, listas para

funcionar de nuevo. Se quitaban los guantes de látex, guantes de cirujano, de gente que salva

vidas, y los tiraban a una papelera con eficiencia profesional. Abrían con el llavín la puerta

familiar y todo era como siempre, el pequeño chasquido del pestillo al descorrerse, los pa-

sos menudos del perro o de algún niño, la voz de la esposa preguntando: “¿Eres tú?” Vidal

contestaba: “¿Y quién va a ser?”, como había hecho toda su vida, y luego besaba a su mujer,

se sentaba en su sillón y la escuchaba hablar sin dejar de mirarla. Un día le dijo: “¿Sabes que

estás muy guapa?”; y ella no supo qué contestarle porque era la primera vez en su vida que su

marido le decía algo así.

Juan acariciaba la cabeza del perro que salía a su encuentro, saludaba a la asistenta de la

parroquia, se interesaba por sus cosas como siempre... detrás quedaban ojos abiertos, gestos

congelados en la sorpresa o en la ira, hombres como aquellos a los que perdonaba cada día

sus infidelidades o su envidia, rostros que aparecían al día siguiente en los periódicos encima

del curriculum de un monstruo, sangriento como su propio final, y Juan se sorprendía de que

aquellos agentes de la muerte tuvieran el mismo rostro que los padres de familia que venían

a reconciliarse, hasta que él mismo se miraba al espejo y se daba cuenta de que tampoco su

fisonomía revelaba huella alguna del Mal.

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Pedro y Chimo realizaban juntos sus rondas rutinarias, refrenaban maridos violentos, tran-

quilizaban borrachos exaltados, detenían palanquistas sorprendidos “in fraganti”... Alguna

vez, cuando algún hombre embrutecido vomitaba amenazas de muerte, ellos le contemplaban

piadosamente, envidiando su inocencia.

–No diga usted esas cosas, vamos, vamos...

Pedro y Chimo cobraron, por entonces, fama de compasivos, de modo que siempre se les

enviaba a mediar en disputas domésticas o intentos de suicidio. Y los que estaban a punto de

despojarse de la última capa de la cordura reconocían, en lo profundo de los ojos de los dos

hombres, el abismo del otro lado, y retrocedían sobrecogidos, buscando cobijo en el mundo

que habían estado a punto de abandonar.

En sus casas, sus mujeres comentaban que estaban más callados, más raros. A Chimo se le sal-

taban las lágrimas viendo dormir al pequeño en su cuna. Pedro, un día, pegó un puñetazo en

la mesa por una tonta discusión, y luego pidió perdón llorando: los niños se asustaron, no del

puñetazo, sino de ver llorar a su padre. Tomaban café las cuñadas en las cocinas de sus pisos

vecinos, y decían que algo les pasaba a sus maridos, y que qué asco de vida llevaban todos allí

metidos. Y luego, con las demás amigas, comentaban las noticias, no había día sin que apare-

ciera muerto uno de los otros, de aquella gente, casi siempre varios a la vez. Y alguien decía

que bien muertos estaban y alguien contestaba que eso tampoco, que también tendrían madre

o mujer, y alguien desmentía.

–Esa gente no tiene nada de nada, esa gente nos tiene aquí en este asco de vida, haciendo

llorar a un hombretón delante de sus hijos.

–Pero tú no conoces sus razones.

–No hay razón que valga, si yo pudiera se iban a enterar esos cobardes, que eso es lo que son,

unos asesinos.

–También a ellos les matan.

–Ellos se lo han buscado.

–Pues yo creo que con la violencia no se resuelve nada.

–Tampoco se resuelve de la otra manera, aquí estamos nosotras desde hace quince años y a

nadie le importamos lo más mínimo.

–Este gobierno sí se ocupa, ha firmado unos acuerdos de extradición.

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–Este gobierno es como todos, si tanto te gusta leer el periódico tendrías que saberlo, lo único

que les importa a la gente gorda es quedar bien y que no les maten a ellos, nuestros hombres

no le importan a nadie, nuestros hombres están para eso, yo pensaba como tú cuando vine

aquí, de recién casada, ahora me he vuelto de otra manera, esa gente te vuelve mala, yo no

quiero odiar a nadie pero de verdad te lo digo, si yo fuera un tío me cogía una pistola, me iba

al monte a buscarles y acababa con todos de una puñetera vez. Pedro asoma la cabeza por la

puerta de la cocina y todas se callan, No te había sentido llegar.

–Pedro saluda y se sienta en el cuarto de estar delante de la tele, las vecinas se marchan al

poco rato y la mujer acude a su lado en el sofá.

–Esa chica, la recién casada, es una pija de mucho cuidado.

Pedro se vuelve hacia ella, la coge con firmeza de los brazos, la obliga a mirarle:

–No quiero volver a oírte decir lo que estabas diciendo cuando llegué. Nunca más.

Luego la abraza y ella nota como él traga saliva muy deprisa, la nuez subiendo y bajando

alocada por la garganta; e imagina sus ojos parpadeando rápidamente, y la invaden, a partes

iguales, una compasión y una rabia profundas.

–No lo diré si no quieres, pero es la pura verdad.

–Era todo tan fácil que parecía mentira. Aquellos hombres muertos... sólo tiempo des-

pués nos dimos cuenta de lo que había pasado. Ella nos decía ese mismo día el lugar y la hora,

y lo que nos encontraríamos. Nunca se equivocó. La semana aquella, la primera semana...

creo que actuamos los siete días seguidos. No les dio tiempo ni a saber qué pasaba. Ni siquiera

nosotros lo sabíamos. Nos enterábamos después, por los periódicos. La de tonterías que se

llegaron a decir...

–Tengo un álbum con los recortes. En realidad, tengo toda una colección de álbumes, desde

que... bueno, desde que comencé el primero: años y años de declaraciones pomposas. La úni-

ca verdad son las fotos: esas piernas sin zapato saliendo de un trozo de manta, esos regueros

de sangre en blanco y negro, y los cristales de los coches astillados... eso y las fotografías de

las manifestaciones en la capital, las calles negreando de cabezas, esa pobre gente impoten-

te. Todo eso es lo que quedará para la historia. Lo otro resulta pasado de moda al cabo de

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un mes. ¡Cuánta indignación protocolaria! Repasar mis álbumes es interesante, aunque letal

para alguien que todavía crea en el ser humano. Pero yo, ya ve, me distraigo así. Y esta vez las

conjeturas de los periodistas superaron todo lo imaginable. No había pistas, ni comunicados

atribuyéndose las actuaciones. Muertos sin explicación, lo nunca visto.

–Como si la necesitasen...

–En esta sociedad tan habitable de la que disfrutamos hay que explicarlo todo, Gregorio. Si

no, se nos pierden...

–Lo mejor eran las declaraciones de los políticos.

–Las no declaraciones, querrá usted decir. Nadie se atrevía a decir nada porque no sabían de

dónde venía el golpe.

–Eso me extrañó. Yo siempre pensé que, al menos en el Gobierno, alguien...

–Por Dios, hijo, no sea ingenuo. Esos, los que menos. Es imposible embarcarse en nada con

quien está pendiente de los índices de popularidad. Ya estábamos bien escarmentados de

otras veces, además. El gobierno está muy bien que exista, para gobernar y todo eso. Lo nues-

tro es otra cosa.

–Las covachuelas del poder...

–Tampoco hay que ponerse tan dramático.

–Por eso he venido. Porque es imposible que usted no sepa qué ha pasado. Sé que usted sabe

lo que ha pasado. Y no me iré de aquí hasta saberlo yo también. Sea lo que sea.

–No hay nada que saber, Gregorio. Pasa como con las fotos de mi álbum de recortes. Sólo hay

una verdad: nos han matado a Aquilina, no sólo a usted, o a los hombres. También a mí me la

han matado. Era un precio que ella sabía que podía pagar. Y lo había aceptado de antemano.

Usted decía antes que era todo muy fácil. Nada es fácil, Gregorio. Cuando algo lo parece es

porque el trabajo que hay por detrás está tan bien hecho que consigue ese efecto. Pero nada

es fácil. Aquilina era una de esas personas que hacen ganar a su equipo. Y cuando eso sucede,

cuando hay un jugador estrella que siempre consigue la victoria, los equipos contrarios acaban

reaccionando: o le fichan, o le eliminan.

Después de la primera semana cesaron las misiones y dejaron de verse. En las dos sema-

nas siguientes, la Organización se volvió loca: envió cartas de extorsión, incendió tres o cua-

tro locales propiedad de diputados, estrelló un coche bomba contra un cuartel de la policía...

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no hubo víctimas sin embargo, porque el coche explosionó en plena carrera. Los periódicos

hablaban de últimos coletazos de un animal herido, la policía investigaba sin resultado los

últimos asesinatos de personas relacionadas con la Organización, la Oposición clamaba lim-

pieza y claridad en las investigaciones, el Gobierno desmentía rotundamente las veladas acu-

saciones de complicidad con los asesinos. Y había un sobrecogimiento general entre la gente,

un reproche, un aliento, un temor y una esperanza. Los hombres de Aquilina paseaban por

la calle, iban al trabajo, daban catequesis, escuchaban las opiniones... escuchaban la palabra

asesino, la palabra salvador, escuchaban que así no se llegaría nunca a nada, que ahora sería

peor, y también escuchaban que ya era hora, que por fin alguien... Gregorio tranquilizaba a su

mujer, que quería volver del sur. Continuaba paseando de noche por la casa en sombras, con la

imagen de Aquilina en la cabeza, ardiendo de deseo de volver a verla. Y cuando dormía, Aqui-

lina corría por un bosque oscuro que escondía los ojos pasmados de los hombres muertos; y

él quería llamarla, pero su autobús se alejaba en la noche y él, pegado al cristal trasero, sólo

podía verla desvanecerse corriendo cada vez más veloz. Pasaron dos semanas antes de que el

teléfono sonara de nuevo.

–Mañana, donde siempre, a la hora de siempre.

Y Gregorio sintió una alegría tan frenética, que tardó en darse cuenta de que se le había con-

vocado, no para amar, sino para matar de nuevo.

El asesinato de tres de los dirigentes de la Organización coincidió con un nuevo aten-

tado con coche bomba, que esta vez se cobró dos víctimas. Según fuentes policiales, fueron

precisamente estos tres dirigentes los autores del atentado. Los tres estaban localizados en

países sin tratado de extradición, de donde presumiblemente habían vuelto para llevar a cabo

su acción criminal.

La prensa continuaba diciendo que el hecho de que tres históricos se arriesgasen a salir de sus

santuarios daba la medida del estado agónico de la Organización. En cuanto a su asesinato,

la importancia de este eclipsó al principio las dos modestas muertes –una madre y un hijo–

causadas por ellos. Se trataba de un médico, antiguo compañero y amigo de uno de los tres

dirigentes muertos y en la actualidad concejal de su pueblo por un partido moderado, y de su

madre, que vivía con él. También en lo absurdo de la elección de las víctimas quiso ver la pren-

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sa una muestra más de la absoluta decadencia, de la desesperación que movía a los dirigentes.

Los empresarios comenzaban a denunciar las extorsiones de las que eran objeto, y se puso

de moda una siniestra coletilla en respuesta a la tradicional amenaza con la que los afectos

a la Organización asustaban a sus vecinos: “Sé dónde vives”. La coletilla era: “Y alguien sabe

dónde vives tú”, y aparecía escrita cada vez con más frecuencia, debajo de la primera. Incluso

comenzó a aparecer ella sola, con su propio significado, en ciertos bares, o en casas que habían

sido respetuosamente tratadas desde siempre por la gente del pueblo. La ignorancia absoluta

de quién era ese “alguien”, aquella falta de identificación que rompía o al menos menospre-

ciaba las reglas no escritas del antiguo juego, minaba a la Organización y a sus allegados más

aún que el cerco de muertes que continuaba, si bien cada vez menos frecuente, con la misma

pulcra perfección.

Los funerales por los dirigentes de la organización y por sus víctimas fueron convocados el

mismo día. Se produjo un despliegue policial extraordinario en previsión de enfrentamientos

y agresiones. Sin embargo, por primera vez en la historia del Conflicto, los asistentes al funeral

de las víctimas fueron más numerosos que aquellos que acompañaron a los dirigentes, y, más

insólito aún, ocuparon la calle sin ser molestados y realizaron su recorrido en silencio, com-

pactos y poderosos como una vaga, sólida amenaza.

“El miedo cambia de bando”, tituló su portada un periódico.

“El pueblo recupera la calle”, fue la portada de otro.

“Nos repugnan por igual los asesinatos causados en una y otra parte”, declararon al unísono

las fuerzas democráticas.

Pero un anciano poeta venerado opinó en su columna que, si bien la violencia era siempre

indeseable, no había que olvidar que no puede ejercerse en vano la tiranía del miedo, y que el

sufrimiento de un pueblo tiene un límite.

Sus palabras se analizaron, se glosaron, se discutieron hasta el extremo entre amigos, en fami-

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lia, en tertulias radiofónicas, en “cartas al Director”. Se le acusó de traidor a los suyos, se sacó

a relucir su pasado, se dijo de él que por su boca hablaba la senilidad. Pero también se le llamó

valiente, lúcido, independiente. Había en la calle una polémica, un deseo de saber qué opinaba

el de al lado, una novedad en la forma de relacionarse o de clasificarse, un anhelo de definirse

sin temer las consecuencias. Todas las opiniones comenzaban con un preceptivo “yo rechazo

la violencia...” Pero luego venía el “pero”, y a partir de ahí cada uno argumentaba y discutía y

se acaloraba, en la confianza de no tener que medir sus palabras. Picaba la lengua, se calenta-

ba la boca, latía con fuerza el corazón, se avanzaba, paso a paso y con cautela, por un camino

desconocido de puro olvidado.

“Causar la muerte a un semejante es ilícito y constituye una grave falta contra el Amor de Dios,

sin excepción alguna”, declaró la Iglesia. Y Juan rezó esa noche, como siempre, por las almas

de sus víctimas. Y además, por primera vez en muchas noches, rezó Juan por sí mismo y por

los demás. Para que todo acabase pronto.

–Siempre me dijeron, Aquilina y usted, que sólo nosotros conocíamos la existencia del

proyecto. Sin embargo, toda esa información tan puntual, que era, en realidad, la clave del

éxito de nuestras misiones, esa información tenía que venir de algún lado.

–Por supuesto que sí. Teníamos –tenemos– una buena red de información.

Un sistema de inteligencia que es mi obra de veinticinco años y del que me siento orgulloso.

Existen muchas personas que nos dan información. Algunas lo saben. Muchas de ellas, ni lo

sospechan. Los secretos no existen. Un secreto es un planeta visto al nivel de hombre. O un

queso de bola visto al nivel de hormiga, como prefiera. No hay secreto que resista la perspec-

tiva adecuada. Y la inteligencia consiste en componer, con retazos de información, el vehículo

que nos permite contemplar el secreto desde la altura conveniente. Somos tan iguales los

unos a los otros, Gregorio... al final, todos acabamos haciendo las mismas cosas en los mis-

mos casos. Por eso la vida es tan vulgar. Precisamente el secreto de su éxito, al proyecto me

refiero, era la originalidad. Claro que hay veces que ese vehículo que nos permite contemplar

el secreto en perspectiva no puede concluirse de fabricar por falta de material. Hay veces en

que urge el tiempo... pero si el tiempo no urge, entonces, tarde o temprano, todo se sabe. Esa

certeza, la de que también esto se sabrá algún día, es la que me ayuda a levantarme muchas

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mañanas. Los secretos tienen, como todo, un plazo. Si lo sobrepasan sin abrirse a la luz son

letales para sus guardadores.

–Usted sabe, entonces, quién mató a Aquilina.

–Posee usted la pertinacia del borracho, Gregorio. O del enamorado.

–Eso a usted no le importa.

–Tiene razón: no me importa. Aunque hubo veces, qué quiere que le diga, en que me sentí ce-

loso. Cuando ella hablaba de usted, aquí mismo, paseándome el despacho como solía, cuando

hablaba de usted le brillaban los ojos. Una mujer tan fría... Y yo entonces, ya me ve, a mi edad

y con mi aspecto, y sin embargo yo soñaba entonces, sin esperanzas, como un adolescente

enamorado de su profesora, yo soñaba con hacerla perder por unos momentos su frialdad.

No se incomode, Gregorio, perdone la falta de pudor de este viejo. Hay secretos que, como le

he dicho, son venenosos si se guardan. Usted ha venido aquí a saber, y cuando eso sucede se

encuentra uno a veces con otras cosas, secretillos marginales que uno preferiría ignorar. Pero

todo forma parte de lo mismo, del queso de bola de la hormiga. Todo cuadra a medida que

vamos ganando perspectiva y eso ya, de por sí, es en cierto modo muy hermoso.

–Yo he venido a saber una cosa. Una sola cosa, maldita sea, no a que me haga usted filosofía

barata o a que me asquee con sus deseos seniles. Yo quiero saber quién la traicionó.

–No la traicionó nadie, Gregorio, no sea melodramático. Ella misma, delante de mí, en este

despacho, tuvo ante sí su vida y su muerte. Y eligió.

Había transcurrido un mes limpio, sin escaramuzas de un lado o de otro. Los hombres

se encontraban rutinariamente, una vez a la semana, en un bar cercano al puerto. Allí bebían y

charlaban apenas, y soportaban entre todos la tensión de la espera. En los periódicos se habla-

ba de conversaciones entre el Gobierno y la Organización, de contactos previos y entrevistas

secretas para elegir los portavoces idóneos. Los hombres no sabían nada. La última acción

había sido al otro lado de la frontera y había estado a pique de fracasar por un inusitado des-

pliegue policial en las cercanías. Todo había terminado sin problemas, sin embargo, y antes de

despedirse, Aquilina les había dicho que no habría más salidas por el momento.

Así que los hombres se reunían una vez a la semana, sin que nadie se lo hubiese ordenado ni

prohibido. Se dejaban caer por un bar en el que habían desayunado a veces, después de las

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fugaces entrevistas con Aquilina en el amanecer de la explanada. Un día, Pedro y Chimo reca-

laron allí a la salida de una guardia nocturna y se encontraron con Vidal, que tomaba su copa

de orujo en la soledad de una mesa del fondo. Poco después llegaron Gregorio y Juan.

Gregorio había ido a visitar a Juan, le había esperado a la salida de misa.

–Ya casi no entro en las iglesias.

–A mí me gustaría tener esa libertad.

–Mi mujer se extraña de que ya no la acompañe los domingos. Siempre pongo un pretexto.

Pero últimamente la cosa no va muy bien entre nosotros, así que eso es lo de menos.

Habían estado paseando sin rumbo y habían acabado llegando a aquel bar. Encontrarse allí,

sin ponerse de acuerdo, había supuesto para ellos algo así como una señal benéfica, un buen

augurio. Desde entonces quedaban allí una vez por semana y pasaban una hora juntos, casi

siempre callados, sacando a veces su vida en una frase incompleta que los demás entendían:

–Se hace largo el tiempo...

–Lo peor es cuando no pillas el sueño...

–El otro día el chaval me preguntó que por qué ya no pasaba nada. Que si se había acabado

la guerra.

–Se las traen, los niños de ahora.

Transcurría el tiempo entre frases perezosas hasta el “bueno, habrá que irse” y el golpear de

las monedas encima de la mesa. Un día, Vidal llevó una baraja y jugaron al mus con uno de

mirón cada vez. Crecieron las voces, hubo órdagos, risas y faroles; y al separarse, con los ojos

brillantes, se palmeaban los brazos, las espaldas. Juan, aquella noche, soñó que iba a ver a

Dios y le preguntaba si es posible que el afecto entre los hombres pueda ser el fruto de una flor

de muerte. Pero Dios no le contestó.

El secuestro de la concejal Sol Hermida, a finales de noviembre, fue la siguiente res-

puesta de la Organización. Su condición de mujer sin grandes recursos económicos hizo pen-

sar a todos en la posibilidad de un chantaje. Al cabo de dos días se recibió en cierto diario la

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esperada carta: Sol sería ejecutada en dos semanas si el Gobierno no se comprometía a desar-

ticular la banda que había causado las últimas bajas de la Organización.

Volvieron a clamar los periódicos, volvió a desmentir el Gobierno, volvieron a exigir transpa-

rencia los partidos de la Oposición. Y, por primera vez, fueron asaltados por los ciudadanos

dos locales frecuentados por simpatizantes de la Organización. La violencia se palpaba en

cada gesto, y la policía tenía que proteger, también por vez primera, ciertos barrios en los que

antes apenas se atrevía a entrar.

Los hombres esperaban noticias, pero las noticias no llegaban. Una semana más tarde, Grego-

rio recibió la señal convenida.

–Esta misión será distinta a las demás, y espero que sea la última. Lo que vamos a hacer esta

vez podrían hacerlo otras personas. Pero vamos a hacerlo nosotros. Creo que todos lo necesi-

tamos; necesitamos hacer algo así.

–Era un jefe nato. Tenía todas las características de un líder. Entre ellas, la fundamental:

se ocupaba de sus hombres. Ella sabía lo que significaba para ustedes liberar a Sol Hermida.

Y sabía también lo que significaba para ella. Pero eso, en ese momento, no le importaba de-

masiado.

–¿Qué quiere usted decir?

–Hubo un momento en el que ella supo que todo estaba a punto de terminar.

Era el momento en el que hubiera podido salvarse. Pero se quedó. Fue demasiado fuerte la

tentación de compensar todas las muertes con una vida. O con un amor. Cuando volvió, des-

pués de la operación, me bastó mirarla para darme cuenta de que no era la misma. Probable-

mente usted podría decirme por qué. Tentó la suerte, como ella misma dijo. A partir de ese

momento, comenzó la cuenta atrás.

–Hace más de un siglo regresó a su tierra un indiano fabulosamente enriquecido con el

comercio de esclavos. Quiso pasar sus últimos años en una mansión como nadie antes hubiera

visto y como nadie después pudiera ver. Así que compró un bosque y en el centro de él cons-

truyó su delirio. Cuentan que tenía un teatro donde hacía representar sus óperas preferidas

a una mulata de voz de cristal, siempre acompañada por las mejores orquestas y los mejores

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cantantes del mundo. Y cuentan también que hizo traer, en oro macizo, el primer ascensor del

que en los pueblos cercanos se tuvo noticia. Pues bien, en medio de esa quimera, hoy casi en

ruinas, encerrada en el hueco del ascensor cegado de escombros, está Sol Hermida. La infor-

mación me acaba de llegar hoy, que faltan ocho días para que se cumpla el plazo. También sé

que los hombres de la Organización no la custodian permanentemente, que la están dejando

morir de hambre y de frío porque dan por hecho que al final la tendrán que matar. Aquí tengo

planos y mapas. Hoy ensayaremos la parte de cada uno de nosotros en la operación. Mañana

actuaremos.

Hacía frío en la granja aquella mañana. Cuando los hombres llegaron, vieron que ella había

dormido allí. Estuvieron estudiando el plano de la casa hasta poder describirlo con los ojos

cerrados, también los alrededores: el antiguo jardín reconquistado por el bosque, la pequeña

cueva artificial, oculta ahora, donde podrían refugiarse en caso de alarma...

–Probablemente, no habrá nadie vigilando en el bosque. Es más peligroso para ellos des-

plazarse por el monte con el riesgo de encontrarse con una patrulla de rastreo, que esperar

tranquilamente. A estas alturas, la concejal no debe de estar en condiciones de escapar, en el

caso de que pudiera liberarse de su encierro. El lugar está escondido y es de difícil acceso. Lle-

garemos a él campo a través. Saldremos de aquí mismo mañana por la noche. Os quiero aquí

a las nueve en punto. Si todo sale bien, desayunaremos en nuestras casas.

Cuando se marchaba con los demás, Gregorio le había dicho a Juan que no le esperaran y ha-

bía vuelto sobre sus pasos. Aquilina estaba agachada atizando el fuego y le miró con sorpresa.

–¿Se te ha olvidado algo?

–¿Qué va a pasar luego?

–¿Luego?

–Sí, cuando todo esto acabe.

–No lo sé. Creo que dimitiré. Tal vez me tome unas vacaciones en algún lugar como este. Me

gusta estar sola. En todo caso, el grupo se disolverá.

–No creo que pueda soportar otro mes sin verte.

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Lo había dicho sin darse cuenta y ella le había mirado con los ojos agrandados por el asom-

bro. Habían sido muchas noches sin dormir al lado del cuerpo de su mujer, al lado de sus

sollozos, construyendo tercamente un muro de crueldad tras el cual esconderse con el deseo

de Aquilina. El grifo de la cocina goteaba en medio del silencio de las comidas familiares, los

ojos de los hijos preguntaban yendo de uno al otro, del padre inaccesible a la madre abatida,

y Gregorio hurtaba la mirada para poder internarse cada vez más en el único camino que

quería recorrer. Y ahora lo había dicho antes de darse cuenta, y estaba ante ella en aquella

vieja granja perdida, absurdo y desafiante porque no sabía estar de otra manera. Y a ella se

le habían agrandado los ojos y, de pronto, una sonrisa le había invadido el gesto, una sonrisa

tan grande que Gregorio sintió diluirse en ella su pudor y su desafío y comenzó también a

sonreír.

Eran las dos de la mañana cuando llegaron al comienzo del pasadizo que llevaba a la

casa. Habían dejado el coche oculto y habían caminado por el bosque durante una hora.

Aquilina, de vez en cuando, volvía la cabeza para mirar a Vidal, que le hacía un gesto de

que todo iba bien. Había llovido, y en las cuestas, los pies resbalaban entre el fango y las

hojas caídas. Al salir del coche se habían puesto unos pasamontañas oscuros y, al mirarse

unos a otros, les parecía estar caminando junto a desconocidos por un camino siniestro.

En esa ocasión, había dicho Aquilina, no debían ser vistos por la concejal en el caso de que

continuase viva a pesar de las malas condiciones. El viento, árido y cortante, había parado

hacía un rato. Comenzaba a nevar. La casa se distinguía apenas como una elevación del te-

rreno cuando llegaron al punto señalado en el plano. El negrero enriquecido había dotado

a su refugio de una salida falsa, un pasadizo, reminiscencia de su vida de pirata o tal vez

nostalgia de ella. Los informes recibidos no indicaban si era practicable, pero Aquilina de-

cidió probar. El pasadizo rezumaba humedad pero estaba intacto. Probablemente nunca

se había utilizado. Caminaban en absoluto silencio, uno detrás de otro. Se trataba de libe-

rar a una mujer, y eso les hacía desear el éxito y temer el fracaso de una manera descono-

cida hasta entonces. El corazón de Vidal latía descontrolado, y, por primera vez desde que

comenzó todo, recordó su edad y se llamó loco. Siguieron avanzando hacia una pared que

les cerraba el paso. En el techo, casi tocando sus cabezas, había una arandela. Juan pensó

que sería hermoso morir por salvar una vida humana. Pedro pensó en su mujer. Chimo en

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sus hijos. Gregorio miró a Aquilina. Ella deslizó su mano en la de él.

–Vamos.

Hacía más frío en la casa que en el pasadizo. El viento levantaba algunas hojas muer-

tas. Las linternas alumbraron, cautamente, las huellas de pequeños animales en el polvo del

suelo. Estaban en el teatro, enorme y fantasmal. No se oía un ruido. Lentamente fueron si-

tuándose en los lugares establecidos y comenzaron a avanzar hacia el vestíbulo de la casa. Al

pasar por el invernadero percibieron el hedor líquido de la putrefacción. Luego, desemboca-

ron en una galería de tablas inseguras y de allí bajaron la gran escalinata de caracol, en cuyo

centro, el hueco donde había estado el ascensor de oro macizo, parecía vibrar con vida propia.

En la casa no había signos de vida humana. Aquilina y Vidal se quedaron vigilando y los demás

comenzaron a desescombrar. Bajo los cascotes había un falso suelo de obra cubierto por un

plástico negro. Al otro lado, no se oía nada. Vidal contemplaba la inmensa cúpula del vestí-

bulo, donde se agrupaban cientos de murciélagos. Aquilina recorría las ventanas de cristales

rotos, a través de los cuales podía verse la nieve cayendo.

Gregorio dio, cautamente, unos pequeños golpes en el falso suelo. Al otro lado le pareció sentir

un sobresalto. Pegó los labios al suelo y llamó sin obtener respuesta.

–Hay que romper esto.

Se apoderó de los hombres una ansiedad creciente. El suelo cayó a los pocos golpes y un

vaho pestilente les hizo recular. Todos a la vez pensaron que habían llegado tarde. Las linter-

nas recorrieron el agujero e hicieron brillar unos ojos medio ciegos. En un rincón, tiritando,

empapada y temblorosa, Sol Hermida apretaba contra su pecho una barrita de chocolate y

tarareaba dulcemente.

La liberación de Sol Hermida fue notificada por teléfono en una comisaría del extrarradio.

A las cinco de la mañana, una voz distorsionada avisó que en una iglesia próxima se encontraba

la concejal. Cuando llegó la policía, encontró la puerta de la iglesia forzada y a Sol Hermida

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profundamente dormida en un banco. Tenía puesta ropa nueva, y por eso y porque su aspecto

había variado mucho en aquellos nueve días, la policía no se atrevió a hacer público el hecho

hasta no asegurarse de la identidad de la mujer. Cuando esta despertó, tuvo una crisis de llanto.

Luego confirmó su identidad y contó que dos hombres la habían abordado en el aparcamiento

de su casa, la habían introducido en un coche y la habían pinchado en el brazo, después de lo

cual había perdido el conocimiento. Que había despertado en un agujero oscuro, con un retrete

químico y un colchón con dos mantas. En el suelo le habían puesto una bolsa con botellas de

agua y un montón de barritas de chocolate, que ella había intentado racionar porque no sabía

por cuánto tiempo iba a estar allí. Nadie la había visitado, aunque en ocasiones había escuchado

pasos. Había pasado la mayor parte del tiempo en una especie de sopor, por el frío tan intenso,

y poco a poco se había adueñado de ella la desesperanza. Su único consuelo, además de pensar

en los suyos, había sido un sueño que se repetía habitualmente, y en el cual una mujer mulata la

visitaba y cantaba para ella. Cuando despertaba, ella repetía aquellas canciones y eso solía aliviar

su miedo. Cuando ya no tenía noción del tiempo y comenzaba a dudar si no habría muerto, notó

unos golpes en el techo y, acto seguido, este se desprendió. La cegó una luz potentísima y unos

brazos la sacaron a viva fuerza del rincón donde se había refugiado, ya que pensaba que venían

a matarla. Tardó mucho en comprender que aquellas personas la habían liberado.

A las preguntas de los policías, no supo dar, acerca de sus liberadores, más señas que eran

varios, cuatro o cinco, tal vez más. Que estaban encapuchados, por lo que al principio había

creído que pertenecían a la Organización; que hablaban en susurros, sin un acento especial;

que le dijeron que se tranquilizase, le dieron ropa seca y le hicieron tomar, de un termo, café

con leche muy azucarado, tras de lo cual había caído profundamente dormida. Se había des-

pertado en la comisaría.

Del lugar de su secuestro apenas pudo explicar más: aunque pensó que se encontraba en me-

dio del bosque, al salir de su agujero le pareció estar en un templo en ruinas. Recordaba una

gran cúpula y mucho frío. Sin embargo, a las pocas horas de su liberación, una llamada anó-

nima revelaba a la policía el lugar del secuestro. En él se encontraron documentos que permi-

tieron detener a los integrantes del comando que secuestró a Sol Hermida. La propia concejal

les identificó como los que la habían abordado.

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El comunicado que se envió a los periódicos indicaba que un grupo especial de las Fuerzas de

Seguridad del Estado había liberado a la concejal. Sin embargo, llegaron a la prensa algunas

filtraciones de los primeros momentos de esta en la comisaría. A partir de ahí, se dispara-

ron las hipótesis, todas con el común de atribuir la liberación de Sol Hermida a la banda sin

nombre que azotaba a la Organización. El tema tomó proporciones románticas, y el propio

Ministro del Interior tuvo que salir al paso de las conjeturas y reclamar respeto y seriedad, en

aquellos momentos claves, a una sociedad que parecía –dijo añorar la felizmente desapareci-

da época de los bandidos generosos.

Por consejo de los médicos y de los psicólogos, Sol Hermida descansó una semana antes de

conceder entrevista alguna. En ella no hizo referencia alguna al sueño recurrente que la había

confortado; pero, en los últimos momentos, y luego de terminadas las preguntas, quiso dar las

gracias públicamente a sus liberadores, fueran quienes fueran y estuvieran donde estuvieran.

Esta coletilla le valió un suave rapapolvo del jefe de su partido, la exigencia de la promesa de

no repetir semejante cosa y la prescripción de dos semanas más de reposo antes de incorpo-

rarse a la vida pública.

Unos días más tarde, la Organización había emitido un comunicado en el que proponía

conversaciones al Gobierno y desautorizaba en adelante cualquier tipo de acción violenta,

trasladando sus reivindicaciones al terreno político. Asimismo, solicitaba protección contra la

banda armada que había estado actuando en los últimos tiempos. El Gobierno había aceptado

el comienzo de las negociaciones y había prometido continuar con el mayor rigor las investi-

gaciones acerca de los últimos asesinatos.

Aquella misma noche, cuando se encontraron en la granja como todas las noches, Aquilina le

dijo a Gregorio que se iba.

–Ella quería vivir. Iba a marcharse de aquí.

–Ella quiso intentarlo. No hubiera sido un ser humano si no lo hubiera hecho. Pero creo que lo

único que ella quería era un poco de tiempo. En una ocasión, antes de empezar todo, me dijo

que cuando matabas a otro, en realidad te estabas matando a ti mismo. Que cuándo llegase la

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muerte era sólo cuestión de tiempo.

–A mí también me lo dijo. Fue la tarde anterior a la liberación de Sol Hermida.

La recuerdo cargando la pistola mientras lo decía.

–¿Se da cuenta? De alguna manera, ella había aceptado que iba a morir.

–¿Por qué dice eso? Eso es una barbaridad increíble. ¿De qué se está queriendo disculpar?

Oiga, he venido aquí a saber una cosa. Cueste lo que cueste. Me dio quince minutos y ya ha pa-

sado casi una hora. Una hora escuchándole divagar. Jugar a Dios detrás de esa mesa. Se recrea

usted en que alguien le escuche, en juguetear con sus ironías estúpidas. Pero no he venido a

darle a usted ese gusto. Ya hemos jugado bastante. Por última vez, ¿qué pasó?

–No es usted amante de los misterios. Está bien. En el fondo, yo tampoco. En fin, vamos allá.

La hormiga despega de su queso de bola. Pero luego no se queje: el secuestro de la concejal fue

el acto desesperado de unos pocos, llevado a cabo sin autorización ni conocimiento de los res-

ponsables. Fue un órdago demasiado absurdo. El asesinato de Sol Hermida hubiera desatado,

probablemente, una respuesta popular sin precedentes: la gente ya no tenía miedo. Así que

hubo un pacto. En este despacho pasé a Aquilina un papel con una información. Le dije: “Es

un huevo de Pascua con sorpresa dentro; te aconsejo que salgas del país esta misma tarde y

dejes esto para la policía”. Haciendo eso, créame, realicé un acto de valor desesperado. De

amor por ella, aunque le moleste oírlo. Ella me miró, muy pálida. Leyó el papel y sonrió. “A

veces hay que tentar la suerte”. Nadie hubiera podido hacerla cambiar de opinión.

–¿Quién le dio esa información?

–Quien podía dármela. Pero no me la dio gratis. Creo que Aquilina siempre supo lo que se

jugaba al quedarse.

–Siga.

–No hay mucho más qua decir.

–Sí, sí hay mucho más que decir. Quiero oírlo todo y que sea usted el que me lo diga. Quiero

saber de una puta vez toda la mierda que ha habido alrededor de esta historia. Quiero oír con

mis propios oídos que la han traicionado los mismos a los que ella había solucionado un pro-

blema que les venía grande.

–Vamos, Gregorio, vamos... lleva usted ya un tiempo en este mundo. No puede usted sorpren-

derse de ciertas cosas: la misma Aquilina las daba por hechas. Traición... ¡menuda palabra!

Sabe usted que en este país somos muy dados a la promiscuidad entre enemigos, eso es todo.

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En estos largos años se han anudado muchos lazos. Cuando sobre una misma sociedad se

ejercen dos poderes, existe un reparto de influencias. Creo recordar que alguna paliza le costó

a usted asomarse a ese abismo. Aquilina llegó en un momento conveniente para dar la vuelta

a un estado de cosas que comenzaba a degenerar. Y consiguió, efectivamente, que los jefes se

sentaran a hablar. El resultado es bueno, ya lo ve usted. Bueno para la inmensa mayoría. Para

ese pueblo por el que tanto arriesgaron. Aunque siempre haya gente en cierto modo perjudi-

cada. ¿Usted sabe qué cantidad de individuos vivían a la sombra de la Organización? No me

refiero tanto a los simpatizantes, como a los buenos ciudadanos que han crecido con el orgullo

de estar en el buen camino. Todos esos portavoces de la moderación. Se ha cerrado una herida,

como dicen los periódicos, pero ha dejado un saldo enorme de solidarios sin causa. Y eso es

muy peligroso. Tenemos que reconvertirlos, encauzarlos para que se sigan sintiendo útiles.

Créame, Gregorio: un bueno sin causa es peor que un malo con ella. Eso, por una parte. Por

otra, están los “cachorros”de la Organización: esos gamberretes que se han quedado sin ex-

cusa. Eso es otra historia. Ni la misma Organización tiene autoridad con ellos, así que se nos

avecina una generación de delincuentes a los que tendremos que ir cazando y manteniendo

en cárceles e instituciones: un gran coste social. Las cosas son complicadas, querido Gregorio.

A veces resulta más cómodo mantener controlada una pequeña infección en un cuerpo sano

que curarla para siempre. Pero claro, curarla es lo mejor. Y en este caso, se impuso lo mejor.

Aquilina lo impuso, de alguna manera, con su proyecto loco y eficaz. “El que toma para sí la

suciedad del reino...” Siguiendo mi símil, ustedes eran las defensas del cuerpo. Unos glóbulos

blancos muy, muy cabreados. Ante la sorpresa de los médicos, que llevábamos años con re-

medios paliativos, van y acaban con la infección. Pero la suerte de los glóbulos blancos es una

suerte injusta. Una suerte que, créame, intenté por todos los medios evitar.

–Siga.

–¿Qué más quiere que le diga? Pidieron su cabeza a cambio de Sol Hermida. Reina por reina.

A cambio de la paz, una simple persona. Un glóbulo blanco, atracado de virus, que ya había

cumplido su misión.

–¿Quién fue?

–Me da igual que saque el arma. ¿Se cree que yo no lo he sentido? Era un viejo médico cínico

cuando la conocí, y ella me hizo imaginar otra vida. Siempre esperé a alguien como ella, ya se

lo he dicho. Pero llegó muy tarde.

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–¿Quién fue?

–¿Qué más da? Alguien que acabará muriendo, no lo dude.

–¿Quién fue?

–No lo sé, Gregorio. Un pobre hombre, como todos nosotros.

–Como todos nosotros, no. Como tú no, cabrón. Tú y los tuyos sois los que estáis por encima

del bien y del mal, tú y los otros. Sois todos lo mismo. Abre la boca.

–Lo siento, Gregorio. Sé que quedaría muy propio. Pero no voy a morir chupando el cañón de

una pistola.

–Te mataré igualmente.

–Como quiera. Oficialmente, será la primera vez que mata. Y ella no volverá. A usted le que-

dan su honor y su familia. Usted verá si es capaz de hacerles eso. Al fin y al cabo, soy un viejo

cabrón. No creo que le merezca a usted la pena.

Aquilina cargando la pistola aquella tarde:

“Cuando matas tienes que estar dispuesto a morir. En realidad, cuando disparas a otro, te

estás disparando a ti mismo. Cuándo te llegue la bala, es cuestión de cuánto tardas en escapar

a tu suerte.” Y de pronto, el resto de su vida como una sábana blanca. Aquellos meses derrum-

bándosele encima de los hombros. La indiferencia bajándole el brazo, poniendo desprecio en

el pliegue de los labios, asco en la voz.

–Es verdad. No merece la pena. Me imagino que dentro de unas horas vendrán a por mí.

–No. Ustedes no entraban en el trato.

Su mujer y sus hijos esperándole en casa. El olor del pequeño zaguán anticipando la cena,

¿qué ponen hoy en la tele?, ¿puedo coger el coche esta noche, papá? No habría que acom-

pañarle más hasta la calle para despedirle después de atarse el zapato al lado de las ruedas.

Simplemente, alargarle las llaves, escuchar aquel “no llegues tarde” rutinario, irse a dormir,

dormir, dormir, acostumbrarse a la vida sin el Miedo y sin ella, soportar la pequeña vergüenza

por el alivio que le produce esa frase: “Ustedes no entraban en el trato”.

–Espere, Gregorio. Antes de que se vaya, y ya que me ha hecho gracia de la vida, quiero que

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sepa algo: a pesar de lo pactado, hice todo lo que pude para no entregar a Aquilina.

–Si hubiera hecho todo lo que hubiera podido, ella no estaría muerta.

–Eso es lo que quería que supiera. Aunque no se lo crea, soy también un pobre hombre como

los demás. ¿No se ha preguntado nunca por qué me llaman el Subdelegado?

En la calle había comenzado a nevar. Unos niños intentaban atrapar los copos de nieve

mientras las madres les seguían cargadas con las carteras. En un comercio, los dependientes

probaban las iluminaciones navideñas de la fachada. Gregorio anduvo un rato por la ciudad

escuchando el barullo de los chicos que salían de los colegios el último día de clase. En el esca-

parate de una tienda de electrodomésticos, diez televisores transmitían los últimos momentos

del sorteo extraordinario de Navidad. Gregorio buscó una cabina telefónica, marcó un núme-

ro, lo dejó sonar dos veces, colgó, volvió a marcar. La voz de Vidal sonaba cauta al contestar.

–Soy yo. No hay problema. Puedes alquilar tu local.

Creyó percibir al otro lado un avergonzado alivio.

–De acuerdo. Yo llamaré a los otros.

La vieja cadena de avisos funcionando por última vez. Desde la cabina se veía la explanada del

puerto, ahora llena de coches aparcados. Fue allí donde, dos días atrás, él había dicho a Aqui-

lina que iba a dejar a su mujer, que iba a retirarse e intentar ganarse la vida de otra forma. Que

iba a marcharse de allí. Que iba a hacer todo eso si ella le dejaba acompañarla.

–No podemos, Gregorio. Nosotros no podemos tener ahora una vida de pareja como si nos hu-

biéramos conocido en una fiesta. Nos hemos encontrado y ya es bastante. Es, incluso, más de

lo que se podría esperar. No se trata ahora de casarnos y comprar un piso con hipoteca y pasar

la Nochebuena con tus padres y la Navidad con el mío... ya ves, ni siquiera sé si tienes padres.

–Sí que tengo; aún viven los dos.

–Pues fíjate, no lo sabía. Ni en realidad me importa.

–Ya...

–No te ofendas. No es nada contra ti. Yo también fantaseo a veces con una vida así: tu y yo

paseando por un parque, disfrutando de la paz que hemos logrado. Sólo que no es verdad.

–¿No es verdad?

–No. Nosotros no hemos logrado la paz. Sólo hemos ganado la guerra.

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–¿Y no es lo mismo?

–No, no es lo mismo.

–Y aunque no lo sea, ¿qué? ¿No podemos librarnos de una vez de tanta mierda? ¿No podemos

intentar ser un poco felices?

–No lo sé, Gregorio. No sé si con el tiempo... no lo sé. A veces me imagino viviendo sola, lejos

de aquí, y encuentro en eso cierta paz. Como una redención, no sé explicarlo.

–¿Y conmigo?

–Contigo, no. No puedo. No puedo imaginarnos en una vida normal, sin azares ni incertidum-

bres. No sé siquiera si me gustaría, ya ves que soy sincera, si tú me gustarías o si yo te gustaría

a ti...

–Piensas demasiado. Te atormentas y das por hechas muchas cosas. ¿Por qué no te dejas lle-

var? Lo que la vida nos reserva, no lo sabemos. Hemos podido morir mil veces, y sin embargo

aquí estamos. Cuando me casé, pensé que sería para siempre. Pensé que mis hijos eran lo más

importante del mundo. Y sin embargo, todo se borró de mi mente el día que te conocí. A diario

hay gente que lo deja todo atrás y comienza de nuevo. ¿Por qué no nosotros?

–Los demás no sé, Gregorio. Nosotros no nos lo merecemos.

La había visto marchar con su paso optimista y había pensado que tal vez viviendo sola en-

contraría un día la redención. En cuanto a él, tendría que conformarse con saber que, de vez

en cuando, algún lugar se iluminaría con su sonrisa. Había recordado a su mujer y a sus hijos,

pendientes de su decisión, dispuestos a relegar al rincón de lo que no se dice sus desvíos de

los últimos meses, lo que fuera necesario si él no se marchaba. La paga extraordinaria, había

dicho su mujer, les vendría de maravilla para cubrir agujeros. Se había preguntado si podría

vivir de nuevo ese amor doméstico hecho de lágrimas valientemente enjugadas, economías

heroicas, modesto erotismo, perdón a toda prueba. Se había dicho que sí. Que sí podría.

Ella había vuelto ya la esquina de la valla de tela metálica. Comenzaba a romper el día, y de las

copas de los árboles del parque brotaron los pájaros. Uno de ellos, firme y compacto como un

huso, voló tras el rastro de Aquilina.

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La Fundación– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

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Fundación contra el Terrorismo y la ViolenciaAlberto Jiménez–Becerril

Nuestra motivación

El 30 de enero de 1998 la banda terrorista ETA asesinó, en Sevilla, al Concejal

y Teniente de Alcalde Alberto Jiménez–Becerril Barrio y a su esposa Ascensión

García Ortiz, licenciada en Derecho y Procuradora de los Tribunales de Sevilla.

El Ayuntamiento de Sevilla, reunido en Pleno y por unanimidad, crea ese mismo

año la Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–Becerril,

comprometiendo con ello el permanente homenaje de los sevillanos al matrimonio

formado por Alberto y Ascensión, a su obra, a su trabajo, a sus vidas.

A esta iniciativa se sumaron, de forma inmediata, constituyendo el Patronato de

la Fundación, el Senado de España, el Parlamento de Andalucía, la Universidad

de Sevilla, el Colegio de Abogados y el de Procuradores, las dos cajas de ahorro

sevillanas, hoy fusionadas en Cajasol, y, finalmente, la Diputación Provincial de

Sevilla, así como una representación de la propia familia de los asesinados.

Principios que nos empujan

Entendemos que la violencia, especialmente la que se practica como forma de

extorsión política mediante el terror, es moralmente aborrecible y radicalmente

incompatible con el ejercicio de la democracia y la libertad, y quienes la practican

sólo merecen la condena y el desprecio de todos. Nuestra Fundación es una

institución de defensa y recuerdo de las víctimas, y también, de defensa de valores

110

y principios tales como educar y formar en el comportamiento pacífico,

promoviendo una sociedad plural basada en el respeto a los derechos ajenos.

Queremos comprometernos en la tarea de propiciar conductas no violentas, en

alentar y promover el rechazo a tales actitudes de forma activa, por ello, el fomento

de un espíritu participativo de los ciudadanos así como despertar el interés por

los fines pacíficos y las acciones solidarias, son criterios fundamentales de nuestra

actividad.

Objetivos que perseguimos

Por ello son plenamente vigentes los objetivos marcados en nuestra declaración

fundacional, hace ahora diez años:

• La educación y la formación, especialmente de los jóvenes, en los valores del

comportamiento pacífico de los ciudadanos y la promoción de una sociedad plural

basada en el respeto a los derechos ajenos.

• El estudio y la difusión de las raíces de los comportamientos violentos y

terroristas, así como el análisis de las circunstancias en las que nacen y se

desarrollan, con el fin de combatir sus raíces culturales, sociales e ideológicas.

• Queremos despertar el interés de los ciudadanos, muy especialmente de los

jóvenes, en acciones, comportamientos y movimientos de carácter pacífico que

tiendan a la consecución de conductas no violentas.

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• Alentaremos y promoveremos, a través del conocimiento, el rechazo a las

actitudes violentas y a todas aquellas que supongan agresiones o transgresiones de

los derechos fundamentales de las personas.

• Fomentaremos el espíritu de participación y procuraremos despertar el interés de

los ciudadanos en las organizaciones gubernamentales y no gubernamentales de

fines pacíficos y de acciones solidarias.

• Promoveremos, buscando para ello la colaboración con otras instituciones de

carácter nacional o internacional, estudios y análisis que tengan como objetivo los

fines antes señalados, así como seminarios, conferencias, actos públicos, premios,

becas y otras acciones de carácter científico, divulgativo y participativo.

Por todo ello...

Por todo ello, la Fundación contra el Terrorismo y la Violencia Alberto Jiménez–

Becerril, en su empeño por contribuir a la construcción de un mundo en el que

la violencia, en cualquiera de sus formas, ocupe el menor lugar que sea posible,

desarrollará sus programas y actividades, fiel a sus preceptos estatutarios, y

se mantiene firme como una institución de defensa de los valores de libertad y

respeto al pluralismo, la convivencia y la tolerancia, junto a las personas que se

comprometen claramente cada día por un mundo mejor.