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UNA «CARTA» QUE DIO MUCHO JUEGO Juan Manuel Sandín Pérez Año 254 d.C. El Cristianismo se ha asentado en Hispania. Son pocas las pruebas documentales que dejará. Nosotros vamos a sumergirnos en la primera que conservamos. Dos de los escasos testimonios que han llegado hasta nuestros días acerca de estos primeros pasos de la iglesia en España, llevan «sello leonés»: el sarcófago paleocristiano de San Justo de la Vega (305-312 d.C.), que se conserva actualmente en el Museo Arqueológico Nacional –y al que ya se le dedicó un artículo en esta revista, firmado por Ana Calderón Reñón- y la denominada «Carta 67 de San Cipriano». Nos fijaremos en esta última. La misiva tiene su importancia, ya que se trata del documento más antiguo que conservamos referido a nuestro cristianismo. Refleja también la primera intervención conocida del pontífice de Roma en asuntos de la iglesia hispana y además constituye la primera apelación formal conocida ante la Santa Sede 1 LA CARTA 67 DE SAN CIPRIANO Y LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO EN LA PENÍNSULA IBÉRICA ¿En quién han creído todos los pueblos si no es en Cristo, que ya ha venido y reina pues en todas partes? Pues en Él han creído todas las gentes de los gétulos y los moros, todos los pueblos de las Hispanias, todas las poblaciones de las Galias, y en Cristo se han rendido los lugares de los Britanios que no sometió Roma, así como las ciudades de los sármatas, los dacios, los germanos y los es- citas. Tertuliano, hacia el año 200 d.C. Esta es la mención explícita más antigua que te- nemos de la existencia del cristianismo en nues- tras tierras. Su autor, Tertuliano (c 160 – c 220), es un personaje importante no solo por su testi- monio, sino porque va a ser el maestro espiritual de San Cipriano. Por otro lado, la carta que nos ocupa, que hace la número 67 del eminente teólogo y obispo de Cartago y que dirige a los fieles y obispos de Le- gio-Asturica y Emérita en el 254, es una prueba fehaciente de que ya en aquella época el cristia- nismo se hallaba totalmente asentado en Hispania. Muchas han sido las teorías que han tratado de dar respuesta a cómo el mensaje de un judío condena- do a muerte en Jerusalén en los primeros años de nuestra era y devuelto a la vida, se extendió de forma tan rápida por los cuatro puntos cardinales. Y en concreto de cómo llegó hasta nuestra Penín- sula Ibérica en apenas cien años. Hay quien apuesta por la tesis de que sus primeros y más fieles seguidores, el apóstol Pedro y un judío con- verso de Tarso, Pablo, llegaron a Roma (capital del mundo en aquel momento) y convirtieron a una parte de la población. Desde allí su mensaje se habría extendido por otras zonas europeas del imperio, entre las que se encontraría, por ende, Hispania. Otros creen que el germen de nuestro cristia- nismo se encuentra en la venida de Santiago el Mayor, con el objetivo de evangelizar. Pero no hemos encontrado ninguna prueba concluyente de este viaje apostólico, sujeto por ello a mil conjetu- ras y consideraciones 2 que escapan ahora de nues- tro objetivo narrativo. Más plausible sería la posi- bilidad de la presencia real de San Pablo en Espa- ña, ya que él mismo manifestó su intención de realizar tal viaje 3 . Algunos estudiosos 4 argumentan que la fe en Jesucristo penetró en la Península por el sur, des- de el continente africano. En el Magreb existían asentamientos militares romanos procedentes de Hispania, que habrían entrado en contacto con comunidades cristianas de Cartago y áreas aleda- 4 - Argutorio 33 – I semestre 2015

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UNA «CARTA» QUE DIO MUCHO JUEGO

Juan Manuel Sandín Pérez

Año 254 d.C. El Cristianismo se ha asentado en Hispania. Son pocas las pruebas documentales que dejará. Nosotros vamos a sumergirnos en la primera que conservamos.

Dos de los escasos testimonios que han llegado hasta nuestros días acerca de estos primeros pasos de la iglesia en España, llevan «sello leonés»: el sarcófago paleocristiano de San Justo de la Vega (305-312 d.C.), que se conserva actualmente en el Museo Arqueológico Nacional –y al que ya se le dedicó un artículo en esta revista, firmado por Ana Calderón Reñón- y la denominada «Carta 67 de San Cipriano». Nos fijaremos en esta última.

La misiva tiene su importancia, ya que se trata del documento más antiguo que conservamos referido a nuestro cristianismo. Refleja también la primera intervención conocida del pontífice de Roma en asuntos de la iglesia hispana y además constituye la primera apelación formal conocida ante la Santa Sede1

LA CARTA 67 DE SAN CIPRIANO Y LOS ORÍGENES

DEL CRISTIANISMO EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

¿En quién han creído todos los pueblos si no es en Cristo, que ya ha venido y reina pues en todas partes? Pues en Él han creído todas las gentes de los gétulos y los moros, todos los pueblos de las Hispanias, todas las poblaciones de las Galias, y en Cristo se han rendido los lugares de los Britanios que no sometió Roma, así como las ciudades de los sármatas, los dacios, los germanos y los es-citas. Tertuliano, hacia el año 200 d.C.

Esta es la mención explícita más antigua que te-

nemos de la existencia del cristianismo en nues-tras tierras. Su autor, Tertuliano (c 160 – c 220), es un personaje importante no solo por su testi-

monio, sino porque va a ser el maestro espiritual de San Cipriano.

Por otro lado, la carta que nos ocupa, que hace la número 67 del eminente teólogo y obispo de Cartago y que dirige a los fieles y obispos de Le-gio-Asturica y Emérita en el 254, es una prueba fehaciente de que ya en aquella época el cristia-nismo se hallaba totalmente asentado en Hispania. Muchas han sido las teorías que han tratado de dar respuesta a cómo el mensaje de un judío condena-do a muerte en Jerusalén en los primeros años de nuestra era y devuelto a la vida, se extendió de forma tan rápida por los cuatro puntos cardinales. Y en concreto de cómo llegó hasta nuestra Penín-sula Ibérica en apenas cien años. Hay quien apuesta por la tesis de que sus primeros y más fieles seguidores, el apóstol Pedro y un judío con-verso de Tarso, Pablo, llegaron a Roma (capital del mundo en aquel momento) y convirtieron a una parte de la población. Desde allí su mensaje se habría extendido por otras zonas europeas del imperio, entre las que se encontraría, por ende, Hispania.

Otros creen que el germen de nuestro cristia-nismo se encuentra en la venida de Santiago el Mayor, con el objetivo de evangelizar. Pero no hemos encontrado ninguna prueba concluyente de este viaje apostólico, sujeto por ello a mil conjetu-ras y consideraciones2 que escapan ahora de nues-tro objetivo narrativo. Más plausible sería la posi-bilidad de la presencia real de San Pablo en Espa-ña, ya que él mismo manifestó su intención de realizar tal viaje3.

Algunos estudiosos 4 argumentan que la fe en Jesucristo penetró en la Península por el sur, des-de el continente africano. En el Magreb existían asentamientos militares romanos procedentes de Hispania, que habrían entrado en contacto con comunidades cristianas de Cartago y áreas aleda-

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ñas, en las cuales el cristianismo se encontraba ya más establecido. Tertuliano en su obra Apologéti-ca, atestigua la presencia de comunidades cristia-nas en Lambaesis ya en el año 197 d.C. A su vez tenemos constancia de que miembros procedentes de la Legio VII Gemina (actual León) establecie-ron destacamentos en estas poblaciones. Los sol-dados, al regresar a sus campamentos habrían actuado como vectores de esta religión entre sus comunidades de origen. Algo similar a lo sucedi-do con los cultos mistéricos a Mitra, extendidos ampliamente por los soldados romanos.

Estatua de San Cipriano Catedral de Santa María Naciente, Milán. Foto Claudio Bertolesi.

Por otro lado, los mercaderes que comercializa-ban a través de nuestros puertos y utilizaban las vías de comunicación más importantes del Impe-rio, pudieron actuar también como agentes de propagación de esta religión, según J. Orlandis5. Se ha documentado el uso de cerámicas de proce-dencia norteafricana, que arribaban al puerto le-vantino de Carthago Nova, en los primeros siglos de nuestra era6.

Para J.M. Blázquez 7 está comprobado que en las primeras comunidades cristianas de la Penín-sula Ibérica había individuos de las zonas men-cionadas, al menos en lo que se refiere a las dió-cesis de Asturica-Legio, Emérita Augusta y Cae-sar Augusta.

Por último, autores como J. L. Vicente Gonzá-lez8 aportan la original posibilidad de que al me-nos en la zona Noroeste de la Península, el Cris-tianismo apareciese ligado a la mano de obra es-clava necesaria para afrontar la explotación de las minas de oro de Asturica y Lusitania, dada la ingente tarea necesaria para extraer el material y transportarlo.

La damnatio ad metalla, pena inmediatamente inferior a la capital, introducida en época del em-perador Tiberio, iba a proporcionar grandes canti-dades de condenados procedentes de diversas áreas del Imperio, también del Norte de África, a estas zonas de la provincia de Gallaecia. Y puede que por esta vía, los esclavos no solo aportaran su esfuerzo, sino también sus costumbres y creencias religiosas a una población que seguía practicando cultos paganos.

Sea como fuere, lo que está claro es que la carta de San Cipriano viene a corroborar la presencia organizada en nuestros territorios de unas comu-nidades cristianas plenamente asentadas ya a co-mienzos del siglo III. HISTORIA DE UNA CARTA CON POLÉMICA INCLUI-

DA

Del conjunto doctrinal de las 81 cartas que con-servamos de este obispo del norte de África, re-dactadas durante el exilio forzoso de Cipriano durante la persecución de Decio, y que el famoso teólogo utiliza como medio para dirigirse a sus fieles y a los pastores de otras diócesis, nos cen-traremos en la número 67. Ésta viene a dar res-puesta a la situación delicada creada en las comu-nidades de Legio-Asturica y Emerita en relación a dos obispos apóstatas que pretendieron volver a ejercer su ministerio cuando su lugar ya había sido ocupado.

La historia, expuesta sucintamente viene a ser la siguiente:

En el marco de las persecuciones que el Imperio de Roma lleva a cabo contra los cristianos en el s. III, dos obispos de Hispania: Basílides y Marcial, se ven forzados a apostatar. En el caso del prime-ro, apostasía acompañada de blasfemia contra Dios, por lo que él mismo voluntariamente renun-cia a su cargo episcopal y posteriormente inicia un período de penitencia para ser readmitido por la comunidad como laico. Marcial cuenta con el agravante de haber apostatado públicamente y

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pertenecer presuntamente a asociación pagana, asistiendo a festines impuros e incluso enterrar a sus hijos en cementerios no cristianos.

Ambos episcopoi son destituidos por sus respec-tivas comunidades y sustituidos por otros dos: Sabino y Félix, una vez finalizada la fase más activa de la persecución romana. Es entonces cuando Basílides y Marcial deciden acudir en persona a Roma para exponer su caso al papa Esteban I y solicitar el perdón y la reparación episcopal. No sabemos lo que allí dirían al obispo de la sede petrina, el caso es que éste les concede ambas cosas y regresan a sus diócesis de origen con pretensiones de recuperar su cargo. Pero re-sulta que Sabino y Félix se encontraban ya des-empeñando allí su ministerio. Ante la situación incómoda que se crea, éstos últimos se dirigen a Cartago –y aquí viene la confusión: ¿por qué Car-tago y no Roma? ¿Será aludiendo a una supuesta procedencia africana de nuestra fe?- con el fin de poner en conocimiento del eminente obispo Ci-priano su disconformidad con la situación y lle-vando consigo además una carta escrita por Félix, presbítero de Legio-Asturica en la que pide conse-jo a la Iglesia de Cartago.

Por entonces, Cipriano -que ya había tenido no-ticia del incidente a través de otra carta enviada por un miembro de la iglesia de Caesar Augusta (actual Zaragoza)- ha convocado un concilio al que asisten obispos del África proconsular y tam-bién los recién llegados de Hispania, para tratar el tema y exponer el modo de actuar en casos simila-res. Fruto de estas controversias Cipriano escribe su Tratado sobre los apóstatas.

Las conclusiones del mismo son claras: se esta-blece que aun cuando los obispos Basílides y Marcial puedan ser readmitidos en sus comunida-des tras cumplir la penitencia que les corresponda, deberán ser desposeídos de su cargo, apoyándose en que en la Sagrada Escritura la idolatría se con-sidera uno de los pecados más graves, que invali-da a los pastores para ejercer su función. Apoya pues la decisión de las comunidades de Legio-Asturica y Emérita de destituir a los obispos após-tatas y nombrar a nuevos sucesores. Exhorta al pueblo a permanecer fiel y no ceder a las presio-nes de éstos, aun cuando posean el salvoconducto del papa Esteban, a quien por otro lado no recono-ce ningún tipo de autoridad en el asunto, por salir-se de las competencias que le son otorgadas y por alegar que fue engañado por Basílides y Marcial. Conviene tener en cuenta que en el concilio cele-brado en la primavera anterior todos los apóstatas habían sido perdonados por la Iglesia, al entender que su intención última fue conservar la vida. Lo que en este concilio de 254 se dirime es otra cosa:

la pretensión de dos obispos libeláticos de seguir ejerciendo su ministerio.

La carta 67 refleja las conclusiones. Dicha epís-tola sinodal, firmada por 37 obispos (incluido Cirpiano, por supuesto) y dirigida a Félix de León y Astorga y a Elio (diácono de Emerita), rubrica la legitimidad de los nombramientos de Sabino y Félix al haberse llevado a cabo según la voluntad de Dios, manifestada por la participación del pue-blo discerniendo la idoneidad de los candidatos y la rúbrica del mayor número posible de obispos, como era la norma por aquel entonces. Así pues, dando por cierto que todas las condiciones se cumplieron, los actuales obispos no tienen por qué renunciar a su cargo. La carta se entrega en mano a Sabino y Félix, que retornarán y la leerán a to-dos sus fieles9.

Extensión del Cristianismo en el 451 (flechas en los lugares mencionados en el texto). DE PERSECUCIONES, LIBELOS Y APOSTASÍAS

Los primeros siglos del Cristianismo son muy convulsos. El imperio romano se hace más grande y por consiguiente más frágil. La preocupación principal de los emperadores es conservar la paz dentro de sus territorios –la famosa pax romana- como forma de mantener la estabilidad política y evitar las revueltas internas. El enemigo cada vez es más fuerte y está más cerca, al ampliarse las fronteras de Roma hacia Oriente. Y los pueblos bárbaros están dispuestos a entrar en batalla. Los cristianos –una secta cada vez más numerosa a ojos del emperador- son vistos como una fuente de inestabilidad dentro del imperio que conviene mantener a raya. Algunos, como el emperador Septimio Severo, llevan este razonamiento al ex-tremo y ordenan matar a todos los cristianos. Otros, como Nerón, en el colmo de la esquizofre-nia, les acusará incluso de provocar el incendio de la ciudad de Roma en el año 64.

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Decio los considera un peligro que pone en cuestión la adoración al emperador -base de la unidad del Imperio-, al negarse a aceptarlo como dios y por tanto a ofrecerle sacrificios. Pero es inteligente: observa que tras las anteriores perse-cuciones el número de cristianos había aumentado (la sangre de los mártires abona el campo de la fe, dirá Tertuliano), así que emprende una táctica más sutil con el fin, no de matar a los cristianos, sino de desanimarles y obligarles a que vuelvan a la religión pagana. En su edicto, hecho público en el 250, este emperador obliga a todos los habitan-tes del imperio a rendir culto a los antiguos dioses, realizando sacrificios y ofreciendo incienso a los mismos. De esta forma obtenían un salvoconducto o libello. Decio consigue su objetivo: siembra la división entre los cristianos. Muchos renuncian a su fe –apostatan- (los lapsi) o bien reciben el libe-llo a través de sobornos o tratos de favor por parte de conocidos que los emitían. Los que a pesar de las presiones no reniegan de su fe pasan a ser con-fesores. Los que cedan y apostaten deberán, una vez acabada la persecución, solicitar a sus respec-tivas comunidades el retorno a la fe cristiana por medio de diferentes prácticas.

Habrá que esperar al año 313, cuando los empe-radores Constantino I el Grande y Licinio estable-cen la libertad religiosa con el Edicto de Milán, para dar por concluidas las persecuciones llevadas a cabo por Roma a los cristianos durante los siglos anteriores. Fruto de este importante documento se reconoció oficialmente el derecho de los mismos a practicar su religión, y la Iglesia comenzó una expansión aún más potente amparada por el empe-rador Costantino, que la convierte incluso en la religión oficial del imperio.

Además de las divisiones internas provocadas por las herejías en el seno de la iglesia durante los primeros siglos, hemos de tener en cuenta las creadas por la variedad de respuestas de los fieles durante la persecución de Decio. ¿Qué hacer con los cristianos que renunciaron a su fe, teniendo en cuenta que hubo stantes, individuos firmes en la fe que no sucumbieron al grave pecado de la apos-tasía o incluso la idolatría? ¿Qué sucede cuando un lapsi tenía ya un cargo eclesiástico? ¿Son váli-dos los bautismos que realice? Varios concilios tratarán estos temas tan delicados.

En este contexto tenemos que encuadrar a nues-tros obispos Basílides y Marcial. La praxis de la Iglesia de Roma –en estas primeras etapas cada comunidad es independiente y actúa según los criterios de su propio obispo- era mucho más laxa que la del Norte de África, por ejemplo, a la hora de readmitir a los herejes. Consideraba que la simple imposición de manos del obispo era sufi-ciente si existía voluntad de arrepentimiento. Por

el contrario, Cipriano y otras iglesias de Asia con-sideraban que era necesario un nuevo bautismo de los herejes, precedido de catequesis y una serie de penitencias –empezar de nuevo básicamente-. Además, en el caso de que fueran obispos, no se les podía admitir de nuevo en el cargo, debido a su renuncia manifiesta y expresa a Dios. Sabedo-res de la mayor laxitud del recién nombrado Papa Esteban I, Basílides y Marcial acuden a él y lo-gran convencerlo para que no solo les readmita en la comunión eclesial, sino que les restituya su cargo episcopal.

Libelo de época romana.

Y es precisamente en este momento en el que está sobre la mesa el asunto de los fieles libeláti-cos, cuando por primera vez en la historia de la Iglesia, el obispo de Roma alude de forma explíci-ta a una superioridad, no solo moral, sino también jurídica, de la sede petrina sobre el resto de comu-nidades cristianas. Cipriano no reconoce esta su-premacía jurisdiccional

Admite que Roma es muy importante de cara a mantener la unidad eclesial y de fe de todos los cristianos, pero argumenta que cada obispo solo rendirá cuentas ante Dios, por supuesto mientras respete la concordia y se mantenga fiel a la indi-soluble unidad de la Iglesia.

El autor: Juan Manuel Sandín Pérez, natural de Astorga, actual-mente cursa estudios teológicos en la Facultad de Teo-logía de Cataluña.

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Para saber más:

* Z. GARCIA VILLADA, Historia eclesiástica de España T. I/1, Madrid 1929. Pág. 185 y ss. * J. CAMPOS, Obras de san Cipriano. Edición bilingüe. Tratados. Cartas, Madrid 1964 * R. PÉREZ CENTENO, “Un enclave romano de primer orden en el norte peninsular: Asturica Au-gusta en el S. III dC.”, Rev. Gallaecia 18, Santia-go de Compostela 1999 * http://pelagios-project.blogspot.com.es/2012/09/ a-digital-map-of- roman-empire.html

III Concilio de Toledo. Códice Albeldense.

EL NOROESTE DE HISPANIA: UN CASO ESPECIAL EN LA GEOPOLÍTICA DEL IMPERIO Y EN LA ORGANIZACIÓN ECLESIAL

El Conventus Asturum (al que pertenecía el territorio de la actual provincia de León) comprendía en el s. III los conventos jurídicos de Asturica Augusta, Lucus Augusti y Bracara Augusta. Aunque integrado dentro de la provincia tarraconense, que abarcaba gran parte del norte y levante peninsular, debido a sus peculiari-dades de orden económico y estratégico (con la presencia de las explotaciones auríferas y la Legio VII Gémi-na) contaba con una administración poco convencional. Ésta era reflejo también de su unidad histórico terri-torial y sus especiales componentes étnicos. Desde la época Flavia tenía efectivamente procurador propio, el Procurator Asturiae et Callaeciae, con atribuciones fiscales, pero que en la práctica venía a ser como un delegado permanente y personal del gobernador de Tarraco, lo que le confería también algunas atribuciones judiciales. Este procurador tenía su sede en Asturica, así que se supone que fue ante esta autoridad romana ante quien apostató el obispo Marcial.

Respecto al ámbito cristiano, llama la atención la doble sede episcopal Legio-Asturica. Desde que en el s.

II se convierte en norma dentro de la iglesia la figura del episcopado monárquico, lo usual había sido asimi-larlo al modelo de organización territorial romano, que tenía como célula básica la civitas, la ciudad. Batif-fol10 explica que por lo general la autoridad episcopal se vinculaba a un territorio formado por una ciudad, sus aldeas y terrenos circundantes. Pero en nuestro caso la peculiaridad viene dada por León. La Legio VII Gemina se constituyó en campamento en torno al cual fue surgiendo como de costumbre un núcleo de pobla-ción, una canabae con habitantes de origen variado, que dependían de la riqueza que generaba la propia le-gión. Muchas de estas canabae con el tiempo alcanzaban el rango de civitas, pero no fue este el caso de León, al menos en esos primeros siglos. Desde allí el núcleo cristiano formado se extendió hasta Asturica, que por ser cabeza municipal y ser ya una ciudad plenamente desarrollada pasó a ocupar la sede episcopal que había nacido en Legio VII Gemina.

Para Augusto Quintana Prieto11, eminente experto en temas astorganos, la Carta 67 de San Cipriano nos

ayuda también a fijar una cronología mínima en la que contamos ya con una estructura bien definida de cre-yentes, presbíteros y obispo en nuestra región. Y ésta no puede ser el 254 d.C., fecha de datación de la carta. Porque ni Basílides ni Marcial comenzarían seguramente su ministerio episcopal en ese momento ni es de esperar que fueran los primeros obispos de sus respectivas diócesis. Si así fuera, el dato no habría dejado de consignarse en la carta que Félix de León dirigió a Cipriano de Cartago. A través de un razonamiento crono-lógico apoyado en datos concretos, Quintana concluye que podemos afirmar que el origen de de la diócesis de Astorga puede remontarse perfectamente al primer cuarto del S. III, lo cual la convierte en una verdadera «protodiócesis» dentro de las comunidades de Hispania.

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LOS CONCILIOS: UNA FORMA DE ORGANIZACIÓN CONCEJIL EN LAS PRIMERAS COMUNI-DADES CRISTIANAS

Aunque en nuestros días la palabra concilio evoca en nuestra mente la imagen de una reunión de obispos y cardenales que se reúnen para tratar un determinado asunto relacionado con la doctrina -cf. El Concilio Vati-cano II, del que estamos celebrando ahora el 50 aniversario- durante los primeros siglos de la Iglesia los con-cilios o sínodos (por entonces eran palabras más o menos equivalentes) tenían un matiz distinto.

Se trataba de reuniones o asambleas en las que todos: el obispo, presbíteros y fieles se reunían para tratar

temas de interés de la comunidad –sínodos provinciales- o bien los obispos de varias diócesis –concilios regionales- para pronunciarse frente algún tipo de problema –frecuentemente herejías- con el fin de fijar la postura oficial de la iglesia y orientar a los fieles. Desde ese punto de vista, estas reuniones para dar respues-ta a cuestiones cotidianas o extraordinarias surgidas dentro de la propia comunidad eclesial se asemejaban bastante a nuestros Concejos abiertos, que pervivieron como forma de administración local hasta comienzos del siglo pasado.

El término concilium aparece por primera vez como tal ligado al ámbito religioso a principios del s. III

d.C., citado por Tertuliano. Cipriano, nuestro obispo de Cartago, es importante porque crea lo que podríamos llamar «jurisprudencia», cuando en sus cartas a obispos o fieles que le plantean alguna dificultad, les respon-de enviándoles una copia de lo dicho al respecto en alguno de los concilios celebrados con anterioridad.

Más adelante, cuando la jerarquía eclesiástica va adquiriendo más fuerza, estos sínodos pasan a denomi-narse oficialmente concilios. Y a estar compuestos únicamente por obispos que se ocupan de asuntos de ín-dole más general. Podríamos considerar como primero de éstos el Concilio ecuménico de Nicea, del 325 d.C., que estableció las bases de la Doctrina Trinitaria y también la primacía del obispo de Roma, primus entre los patriarcas de la fe (Cán. 4º, 5º y 6º), que Esteban I había defendido ya en su momento.                                                          1 F. RODAMILANS RAMOS, El primado romano en la Península Ibérica hasta el siglo X: Un análisis histo-riográfico, Historia Medieval, tomo 27, Madrid 2014. 2 J. ORLANDIS, Algunas consideraciones en torno a los orígenes cristianos en Hispania en Rev. Antiguedades Cristianas VII, Murcia 1990 3 Cf. Epístola a los Romanos 15, 24 4 M. DÍAZ Y DÍAZ, En torno a los orígenes del Cristia-nismo hispano Las raíces de España. Madrid 1967 5 J. ORLANDIS, Op. Cit. 3 6 E. GOZALBES CRAVIOTO, “Observaciones acerca del comercio de época romana entre Hispania y el Norte de África”, rev. Antiquités africaines, num. 29. Provence, 1993 7 J.M. Blázquez, La romanización, vol. II; Ed. Istmo, Madrid 1986 2 8 J. L. VICENTE GONZÁLEZ, “Las canteras del «culo del mundo»”, en Rev. Argutorio num. 28, Astorga 2012. 9 Cf. R. SALCEDO GÓMEZ, El corpus epistolar de Ci-priano de Cartago (249-258 dC.): estructura composi-ción y cronología, Tesis doctoral UAB, Barcelona 2001-2002. 10 P. BATTIFOL, Le catholicisme des origines á saint Léon II, Paris 1929 11 A. QUINTANA PRIETO, La cristianización en Astorga, Actas del I Congreso Int. Astorga Romana, Astorga 1986

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