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72 73 U n viernes por la noche, a finales de agosto de 2012, me llamó mi amigo Sandro Romero para contarme que al día siguiente les presentaría su documental Sonido bestial nada menos que a sus protagonistas: Richie Ray y Bobby Cruz. Pasé toda la noche imaginando cómo sería estar tan cerca de esos ídolos nuestros de los años setenta y pensé en pedirle a Sandro que me invitara, pero no fui capaz de enfrentar sus nervios ni los míos. El sábado por la mañana me llamó de nuevo: Richie tendría un ensayo con músicos caleños para una presentación en Bugalagrande. Entonces aluciné, me estaba invitando a ir con él y tomarle fotos muy de cerca al pianista. Llegué corriendo al hotel y los encontré en el lobby. Sandro bajaba junto a Richie Ray, Bobby Cruz y Sofía Suárez. Saludos, presentaciones, risas nerviosas. Después de la proyección privada del documental, Richie iría al ensayo en el barrio Las Delicias. Sandro y yo atravesamos la ciudad en un taxi y llegamos a una casa normal, de un barrio normal, con dos manes normales parados en la entrada. No se escuchaba nada, no parecía ocurrir nada. Abrimos una puerta y después otra y entonces nos golpeó el sonido bestial. Nos quedamos paralizados en medio de la descarga. Al primer corte, me metí en el estrecho y vaporoso estudio, repleto de músicos jóvenes tocando alrededor del piano de Richie Ray. Encontré mi rinconcito entre el timbal y las congas, y comencé a disparar sin poder detenerme; azotaba la cámara como un timbalero. Era muy difícil hallar el ángulo: mientras buscaba la forma de esquivar una baqueta atravesada en el plano, sorteaba los micrófonos y los sudores de los músicos. Todos eran muchachos, todos del Valle. Las partituras que tenían al frente eran parte de la decoración, mientras tocaban de memoria las canciones con las que crecieron. Tronaron durante varias horas el “Richie’s Jala Jala”, “Los fariseos”, “Amparo Arrebato”. Richie no usaba las manos para dirigir la orquesta porque las tenía ocupadas castigando el teclado. A veces levantaba los dedos para Un portafolio fotográfico de Eduardo “la Rata” Carvajal un conteo, pero en general conducía a los músicos con la mirada, gestos dramáticos que todos copiaban al instante. En un momento se quedó paralizado, estaba mirando lo que un muchachito caleño hacía con el timbal. Yo estaba al lado del pelado y los ojos incrédulos de Richie parecían clavados en mi cámara. Esa tarde, Bobby Cruz estaba descansando la voz y otro joven local tomó su lugar como sonero. Se pegó al micrófono durante tantas canciones como duró el ensayo. Al final, cuando Richie nos llamó a todos para una oración de agradecimiento, el muchacho salió del estudio, corriendo, despavorido, a tomar aire o a acabar de morirse: en esa tarde de sábado, él había sido Bobby Cruz, mientras un Richie Ray de carne y hueso tocaba a su lado. Yo me quedé adentro, bajé la cabeza, cerré los ojos y repetí los rezos de Richie Ray, pero siento que una parte de mí –joven, de los años setenta– salió junto a ese cantante a recobrar el aliento. Ni él ni yo podíamos creer que esto acabara de pasarnos. E. C.

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U n viernes por la noche, a finales de agosto de 2012, me llamó mi amigo Sandro Romero para contarme que al día siguiente les presentaría su documental Sonido bestial nada menos que a

sus protagonistas: Richie Ray y Bobby Cruz. Pasé toda la noche imaginando cómo sería estar tan cerca de esos ídolos nuestros de los años setenta y pensé en pedirle a Sandro que me invitara, pero no fui capaz de enfrentar sus nervios ni los míos.

El sábado por la mañana me llamó de nuevo: Richie tendría un ensayo con músicos caleños para una presentación en Bugalagrande. Entonces aluciné, me estaba invitando a ir con él y tomarle fotos muy de cerca al pianista. Llegué corriendo al hotel y los encontré en el lobby. Sandro bajaba junto a Richie Ray, Bobby Cruz y Sofía Suárez. Saludos, presentaciones, risas nerviosas. Después de la proyección privada del documental, Richie iría al ensayo en el barrio Las Delicias.

Sandro y yo atravesamos la ciudad en un taxi y llegamos a una casa normal, de un barrio normal, con dos manes normales parados en la entrada. No se escuchaba nada, no parecía ocurrir nada. Abrimos una puerta y después otra y entonces nos golpeó el sonido bestial. Nos quedamos paralizados en medio de la descarga. Al primer corte, me metí en el estrecho y vaporoso estudio, repleto de músicos jóvenes tocando alrededor del piano de Richie Ray. Encontré mi rinconcito entre el timbal y las congas, y comencé a disparar sin poder detenerme; azotaba la cámara como un timbalero. Era muy difícil hallar el ángulo: mientras buscaba la forma de esquivar una baqueta atravesada en el plano, sorteaba los micrófonos y los sudores de los músicos.

Todos eran muchachos, todos del Valle. Las partituras que tenían al frente eran parte de la decoración, mientras tocaban de memoria las canciones con las que crecieron. Tronaron durante varias horas el “Richie’s Jala Jala”, “Los fariseos”, “Amparo Arrebato”. Richie no usaba las manos para dirigir la orquesta porque las tenía ocupadas castigando el teclado. A veces levantaba los dedos para

Un portafolio fotográfico de

Eduardo “la Rata” Carvajal

un conteo, pero en general conducía a los músicos con la mirada, gestos dramáticos que todos copiaban al instante. En un momento se quedó paralizado, estaba mirando lo que un muchachito caleño hacía con el timbal. Yo estaba al lado del pelado y los ojos incrédulos de Richie parecían clavados en mi cámara.

Esa tarde, Bobby Cruz estaba descansando la voz y otro joven local tomó su lugar como sonero. Se pegó al micrófono durante tantas canciones como duró el ensayo. Al final, cuando Richie nos llamó a todos para una oración de agradecimiento, el muchacho salió del estudio, corriendo, despavorido, a tomar aire o a acabar de morirse: en esa tarde de sábado, él había sido Bobby Cruz, mientras un Richie Ray de carne y hueso tocaba a su lado. Yo me quedé adentro, bajé la cabeza, cerré los ojos y repetí los rezos de Richie Ray, pero siento que una parte de mí –joven, de los años setenta– salió junto a ese cantante a recobrar el aliento. Ni él ni yo podíamos creer que esto acabara de pasarnos.

—E. C.

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viene virao, como bestia,

No es Stravinsky,es estrabancao.

Pero vienegozando el tumbao.

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tocandoel tumbao!

Salte del medioque está endiablao,

como bestia...