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Constantinopla I (381): afirmación de la humanidad completa de Cristo

Angelo AMATO*

1. LA CONTROVERSIA APOLINARISTA

1.1. La cristología «lógos/sárx» El primer documento que nos ha llegado de la

cristología lógos/sárx es del sínodo de Antioquía del año 268, donde algunos obispos de la zona siro-palestina, pero de formación y de mentalidad orige-niana, condenaron al obispo del lugar Pablo de Sa-mosata como monarquiano adopcionista. Según es-te esquema cristológico, el Logos divino ocuparía en Cristo el lugar de su alma humana; y por eso la na-turaleza humana de Jesús no tendría alma propia. Esta nueva doctrina comenzó a afirmarse a finales del siglo III y a comienzos del IV en el ambiente ale-jandrino y en sus áreas de influencia: «No es fácil explicar por qué esta línea cristológica se ha difun-dido en ambiente origeniano, puesto que Orígenes había valorado como nadie hasta entonces la fun-ción que el alma humana de Cristo tiene en el com-puesto teándrico» (M. Simonetti).

Hacia la mitad del siglo IV, Apolinar (nacido en

torno al año 315 y muerto antes del 392, obispo de Laodicea de Siria, llevó hasta sus últimas conse-cuencias la cristología lógos/sárx, hasta el punto de provocar una enérgica reacción del ambiente antio-queno, que no podía aceptar una humanidad in-completa en Jesucristo. En la compleja cuestión teórico-teológica del apolinarismo hubo algunas condenas por parte de sínodos y por parte de teólo-gos como Epifanio, Gregorio de Nisa y Gregorio Na-cianceno. La condena oficial de Apolinar en el año 381 y en el 382 provocó la destrucción de sus escri-tos. Se salvaron algunos, por la estratagema de sus discípulos, que los difundieron con seudónimos, atribuyéndoselos por ejemplo a Gregorio Taumatur-go, al papa Julio I, a Atanasio. Precisamente Cirilo de Alejandría, en la controversia nestoriana, se apoyó en textos apolinaristas creyendo que eran de Atanasio. La falsificación se descubrió hacia la mi-tad del siglo VI y fue denunciada oficialmente en el segundo concilio de Constantinopla del año 553.

La cristología lógos/sárx de Apolinar tiene dos

preocupaciones de fondo: la afirmación de la verda-dera unidad en Cristo y la salvaguarda de su abso-luta santidad ontológica y moral. Apolinar afirma que el Logos divino asume una naturaleza humana, privada de su alma racional. De manera que Cristo está compuesto por el Logos divino y por un cuerpo

humano. Como lógos énsarkos (Verbo encarnado) u «hombre celeste». Cristo emplea la humanidad, que consiste sólo en su cuerpo, como un instrumento inerte, y forma así un solo principio de querer y de acción. De esta manera, queda garantizada la uni-dad y la santidad. Se elimina el alma racional por-que es el principio humano de autodecisión, inde-pendientemente del Verbo. La voluntad divina está perfecta y constantemente orientada hacia el bien, pero la voluntad humana, incapaz de secundar esa orientación, podría introducir un principio de oposi-ción al Verbo, y dar lugar a las pasiones, al pecado y a la muerte. En un fragmento, Apolinar sintetiza su doctrina al respecto de esta manera:

Pablo proclama muy acertadamente que «en

el único y omnipotente Dios, vivimos, nos mo-vemos y existimos», y que el Verbo para vivificar-la (la carne) y moverla podía hacerlo por su vo-luntad, ya que ha acampado en la carne; la divi-na energía ocupaba el puesto del alma y del inte-lecto humano. Por eso, Juan denomina acampa-da su venida del cielo. Así, después de haber di-cho: «El Verbo se hizo carne», no añade «y alma». Es imposible que dos principios intelectivos y vo-litivos habiten en el mismo lugar: si eso fuera así, cada uno combatiría contra el otro con su voluntad y energía. Por tanto, el Verbo no tomó un alma humana, sino solamente la semilla de Abraham. Por eso, la prefiguración del templo del cuerpo de Cristo fue el templo de Salomón, que era sin alma, sin inteligencia, sin voluntad. Parece que la cristología de Apolinar ha tenido

dos formulaciones sucesivas, una dicotómica y la otra tricotómica. La más antigua considera a Cristo compuesto por el Logos divino (que sustituye el al-ma humana) y por el cuerpo. En esta concepción, la segunda persona de la Trinidad es como el alma del cuerpo humano de Cristo, engendrado de María vir-gen. En Cristo, el Logos es el auténtico sujeto del querer y del actuar. El cuerpo humano es el ins-trumento que lo secunda pasivamente. La formula-ción tricotómica es posterior y parece apoyarse en 1Tes 5,23. Ésta considera a Cristo compuesto de tres elementos: el Logos divino (que funciona como noûs, es decir, como entendimiento humano), el al-ma animal (psyché) y el cuerpo (sárx o soma). Aun-que éste no es un problema de primera importancia, parece que Apolinar ha usado indiferentemente tan-to el esquema de la filosofía aristotelica (noûs-

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psyché-sôma) como el de la antropología bíblica (pneûma-rarx). En todo caso, ambas formulaciones coinciden en negarle a Cristo el elemento superior del ser humano, que queda sustituido por el Logos divino.

1.2. La «mía physis» de Cristo Cristo es un compuesto unitario cuyo único

principio de decisión y de acción es el Logos divino. El esquema apolinarista en el que se enumeran las partes que forman la totalidad tiene precisiones completamente inconsistentes, como la de conside-rar a Cristo un «ser intermedio». Y tiene interés en destacar que las dos partes no son iguales: «El pneuma divino conserva en todo su preeminencia. Es el Espíritu vivificante, el agente que mueve efi-cazmente su naturaleza corpórea, y los dos –Logos y naturaleza corpórea– constituyen una unidad de ser y de vida. Apolinar encuentra en esta explicación, en definitiva, el auténtico fundamento metafísico de la unidad del hombre-Dios» (A. Grillmeier). Toda la acción vital de Cristo depende del Logos, que domi-na completamente su naturaleza humana, hacién-dola intrínsecamente impecable: «Dios, aunque se ha encarnado en una carne humana, conserva in-tacta su propia energía: él es entendimiento que no puede ser vencido por las pasiones del alma y de la carne, gobierna divina e impecablemente la carne y los movimientos de la carne, no sólo es invencible ante la muerte, sino que destruye la muerte» (Apoli-nar).

En este contexto se comprende mejor el concepto

que Aplinar tiene de physis. Para él significa el ser dotado de movimiento propio, la potencia que se au-tovivifica. En esta acepción el concepto de physis sólo puede aplicarse al Logos. De ahí la fórmula apolinarista: mi÷a fu/siß touv qeouv lo/gou sesarkome÷nh (una naturaleza encarnada del Dios Logos), que Ci-rilo de Alejandría empleará frecuentemente en la controversia nestoriana. Más aún, según Apolinar el «compuesto Cristo» no sólo es una physis, sino también una sola ousía, una sola hypóstasis, un so-lo prósopon. Y esto porque, en la «síntesis vital» de la que surge Cristo, el único principio motor de la humanidad es el Logos divino: «En las divinas Es-crituras no aparece ninguna división entre el Verbo y la carne, sino que él mismo es una sola naturale-za (physis), una sola hipóstasis (hypóstasis), una sola energía, una sola persona (prósopon), todo Dios, todo hombre».

En conclusión, Apolinar ha afirmado ciertamente

la unidad y la santidad de Cristo. Pero ha disminui-do la integridad de su naturaleza humana, priván-dola de su alma racional, que es la fuente autóno-ma de las decisiones y de las actuaciones. Actuando

así, ha vaciado completamente la obra redentora de Cristo. Sobre este grave error se concentró con toda razón la reacción antiapolinarista de Epifanio, Dio-doro, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno. Par-tiendo del principio patrístico «lo que no ha sido asumido, no ha sido redimido», estos autores re-afirman la certeza de la Iglesia, según la cual Cristo ha tenido que asumir no sólo el cuerpo, sino tam-bién el alma para poder redimir al hombre com-puesto de cuerpo y alma.

2. EL PRIMER CONCILIO «ECUMÉNICO» DE CONSTANTINOPLA (381) Para confirmar la verdadera fe de Nicea, para

responder a las herejías postnicenas, sobre todo la apolinarista y la macedoniana, y también para nombrar un obispo ortodoxo para la ciudad impe-rial, el emperador Teodosio el Grande, de acuerdo con el co-emperador occidental Graciano, convocó en el año 381 en Constantinopla un concilio sólo para los obispos orientales. Entre los casi 150 par-ticipantes –fueron convocados también algunos obispos macedonianos que después se retiraron–, había teólogos eminentes como Gregorio de Nacian-zo, Gregorio de Nisa, Cirilo de Jerusalén, Diosdoro de Tarso. No nos han llegado las actas, y las noti-cias que tenemos nos llegan por los escritos de los historiadores Sócrates, Sozomeno y Teodoreto. Este último, por ejemplo, transmite una carta de los obispos reunidos en un sínodo en Constantinopla en el año 382 y dirigida al papa Dámaso y a los obispos occidentales, en la que ofrece una síntesis de los acontecimientos y de las verdades de fe defi-nidas contra los herejes. Por lo que se refiere a nuestro tema, los obispos reafirman: «no aceptamos […] la asunción de una carne sin alma, sin inteli-gencia, imperfecta, puesto que sabemos que el Ver-bo Dios, perfecto antes de todos los siglos, se ha hecho perfecto hombre en los últimos tiempos por nuestra salvación». En esta misma carta se llama «ecuménico» al sínodo celebrado en Constantinopla en el año 381. Esta calificación, en este contexto, pretende referirse con toda probabilidad solamente a la Iglesia de Oriente. El concilio de Calcedonia ex-tenderá a toda la Iglesia, oriental y occidental, el carácter ecuménico del concilio de Constantinopla del año 381.

3. EL SÍMBOLO «NICENO-CONSTANTINOPOLITANO» 3.1. Origen Con este símbolo la Iglesia se opuso a la herejía

apolinarista, que negaba la integridad de la huma-nidad de Cristo y a la herejía macedoniana, que ne-gaba la divinidad del Espíritu Santo. Desarmó tam-

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bién definitivamente la herejía arriana con sus dife-rentes articulaciones. El símbolo además se conso-lidó como fórmula bautismal y fue introducido en la liturgia eucarística, de manera que «de todos los credos que existen es el único que con cierto fun-damento puede presentarse como ecuménico o uni-versalmente aceptado» (Kelly). A pesar del éxito in-negable de esta recepción eclesial, universal, el ori-gen del símbolo niceno-constantinopolitano, su re-dacción y promulgación plantea no pocos proble-mas. Una presentación sintética de esta problemá-tica histórico-crítica nos ayudará a captar la apor-tación dogmática conciliar con mayor equilibrio. La aportación dogmática, como veremos, quedó con-densada en fórmulas precisas, pero no cerradas, si-no abiertas a variaciones y adaptaciones lingüísti-cas.

Digamos ante todo que el texto del símbolo de

Constantinopla apareció por primera vez el 10 de febrero del año 451, durante la segunda sesión del concilio de Calcedonia, cuando por invitación de los delegados imperiales el arcediano Aecio de Constan-tinopla leyó en voz alta «la fe de los 150 padres». Es-ta fórmula de fe fue después incorporada al credo de Nicea, antes de la verdadera y propia definición calcedonense elaborada por ese concilio en el año 451.

Dejando el problema todavía no resuelto de los

motivos del «silencio» de Constantinopla durante se-tenta años, nos preguntamos ahora por su origen. La tradición calcedonense considera a Calcedonia como una confirmación substancial de Nicea, con breves añadidos antiheréticos. Sin embargo, resul-tan tales divergencias entre los dos textos que no se puede considerar a Calcedonia como una edición revisada de Nicea: «Se trata sin duda ninguana de dos documentos absolutamente diferentes» (J.N.D. Kelly).

Varios investigadores peinsan que Constantino-

pla ha sido un símbolo de fe que ya existía. Para elegir este formulario concreto tuvieron en cuenta dos consideraciones: su consonancia perfecta con Nicea, y su capacidad para transmitir las respues-tas y los añadidos conciliares, posiblemente sin herir demasiado la susceptibilidad de los obispos macedonianos. Se piensa que este credo fue presen-tado oficialmente en el concilio durante las negocia-ciones que se tenían con los obispos macedonianos para llegar a un posible acuerdo con ellos y evitar la división. Se trata, por tanto, de una versión del «símbolo niceno», modificada con los añadidos rela-tivos al Espíritu Santo y especialmente apropiada para ser aceptada por ambas partes. Se piensa que el símbolo haya podido ser una confesión de fe bau-tismal usual en los años setenta del siglo IV, perte-

neciente probablemente a la Iglesia de Antioquía o a la comunidad de Jerusalén.

El símbolo de Constantinopla I Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso,

creador del cielo y de la tierra, de todos los seres vi-sibles e invisibles.

Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engen-drado no creado, consustancial al Padre, por quien todo fue hecho.

Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y se encarnó del Espíritu Santo y de María Virgen y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Es-crituras, y subió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Confesamos un solo bautismo para el perdón de los pecados. Esperamos la resurrección de la carne y la vida del mundo futu-ro. Amén.

3.2. Estructura La estructura de Constantinopla, lo mismo que

la de Nicea, es una estructura tripartita, con sus tres artículos dedicados respectivamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Comparando ambos tex-tos, en lo que se refiere al segundo artículo cristoló-gico, nos encontramos con lo siguiente:

Primero, en Constantinopla se advierten algunas

omisiones cristológicas: 1. «es decir, de la misma substancia del Padre»; 2. «Dios de Dios»; 3. «en el cielo y en la tierra» (precisión de la obra creadora del Hijo); 4. los «anatemas antiarrianos» finales. Quizá las dos primeras expresiones puedan consi-derarse superfluas, ya que una está incluida en el homooúsios, y la otra en la afirmación «Dios verda-dero de Dios verdadero». La ausencia de los anate-mas nicenos puede justificarse porque se conside-ran superados por lo menos lingüísticamente, ya que responden a una situación en la que todavía no se distinguía hypóstasis y ousía.

Por otra parte, Constantinopla contiene algunos

añadidos cristológicos: 1. (engendrado) «antes de todos los siglos»; 2. (bajó) «del cielo»; 3. (se encarnó)

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«del Espíritu Santo y de María virgen»; 4. «fue cruci-ficado por nosotros bajo Poncio Pilato», 5. «fue se-pultado»; 6. (resucitó al tercer día) «según las Escri-turas»; 7. «está sentado a la derecha del Padre»; 8. (de nuevo vendrá) «con gloria»; 9. «y su reino no tendrá fin».

Estas inclusiones ensanchan la perspectiva

bíblico-teológica al presentar el misterio de Cristo. Pero casi ninguna puede atribuirse a la intención del concilio del año 381. La mayor parte estaban ya contenidas en el símbolo de «fe nicena», que los pa-dres conciliares tomaron como base. Cristológica-mente hablando, solamente dos (la 3 y la 9) pudie-ron estar dictadas por la urgencia del momento.

4. SU CONTENIDO TEOLÓGICO El primer añadido cristológico consiste en la

cláusula: (se encarnó) del Espíritu Santo y de María virgen. Es una ampliación del escueto «se encarnó» de Nicea. Tradicionalmente estas palabras se han considerado como una intencionada precisión anti-apolinarista. Así las interpreta Diógenes, obispo de Císico, durante la primera sesión del concilio de Calcedonia. Cuando Eutiques se acogió al símbolo de Nicea, Diógenes protestó afirmando que en Cons-tantinopla del año 381 se habían hecho precisiones a la fe nicena con sentido antiapolinarista: «[Nicea] –dice Diógenes– tiene añadidos de los santos padres por la opinión perversa de Apolinar, Valentiniano, Macedonio y otros semejantes. De hecho, se ha añadido al símbolo de los santos padres: “Bajó del cielo y se encarnó del Espíritu Santo y de María vir-gen”. Eutiques ha omitido esto porque lo considera apolinarista. Apolinar aceptó el santo concilio de Ni-cea, pero entendió los términos según su falsa opi-nión, olvidando las palabras “del Espíritu Santo y de María virgen” para no tener que confesar la unión según la carne. Los santos padres posterior-mente amplían el término “se encarnó” de los san-tos padres de Nicea añadiendo “del Espíritu Santo y de María virgen”». Dejando a un lado la intención apolinarista de la cláusula, ciertamente se ha intro-ducido una novedad teológica: en el símbolo niceno-constantinopolitano, el acontecimiento Cristo no se considera sólo en relación al Padre, sino también en relación al Espíritu Santo y a María virgen.

Tiene una intención antiherética más concreta el

añadido: y su reino no tendrá fin. La frase bíblica (cf. Lc 1,33) pretende salir al paso de la doctrina de Marcelo de Ancira y de Fortino, que, con el pretexto de salvaguardar la unidad de Dios, negaban que Cristo siguiera existiendo eternamente y negaban, por tanto, la eternidad de la encarnación, afirmando que la unión hipostática se disolvería después de la parusía y con ella el misterio de la encarnación.

A estas pequeñas huellas antiapolinaristas, el

primer canon añade una condena explícita. Se su-pone que una refutación más detallada debía en-contrarse en el «tomos» dogmático del concilio, que no nos ha llegado y del que queda alguna huella en la citada carta del sínodo del año 382. Allí los obis-pos afirman: «Mantenemos intacta la doctrina de la encarnación del Señor; es decir, no aceptamos la asunción de una carne sin alma, sin inteligencia, imperfecta, sabiendo que el Verbo de Dios, perfecto antes de los siglos, por nuestra salvación se ha hecho perfecto hombre en los últimos tiempos».

El canon tiene dos partes. La primera contiene la

ratificación oficial de «fe de los 318 padres reunidos en Nicea de Bitinia», que «no debe ser abrogada, si-no que debe permanecer íntegra». La segunda parte del canon «anatematiza toda herejía, especialmente la de los eunomianos o anomianos, de los arrianos y eudosianos, de los semiarrianos y pneumatómacos, de los sabelianos, de los marcelianos, de los fotinia-nos y de los apolinaristas».

En su extrema concisión, el canon condena

explícitamente las herejías trinitarias, cristológicas y pneumatológicas más importantes de su tiempo. Queda también anatematizado oficialmente el apo-linarismo. El fundamento teológico de estos pro-nunciamientos es doble: la precisión importante del homooúsios niceno y la adquisición terminológica definitiva de la distinción en la Trinidad de tres hipóstasis en la única ousía. En la carta del año 382 los padres afirman:

[la fe nicena] nos enseña que hay que creer

en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, una sola divinidad, poder, substancia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, iguales en dignidad, coeternos en poder, tres hipóstasis perfectísimas, es decir, tres personas perfectas, de manera que al considerar las personas no se produzca la necesidad de Sabelio que las con-funde, suprimiendo sus propiedades personales, ni prevalezca la blasfemia de los eunomianos, de los arrianos, de los pneumatómacos, que dividen la substancia, la naturaleza o la divinidad, y añaden otra naturaleza, creada o de sustancia diferente, a la Trinidad increada, consubstancial y coeterna.

5. EL SIGNIFICADO DE CONSTANTINOPLA I 5.1. La «Lex credendi» como «Lex orandi» y

«Lex vivendi» Para valorar hoy correctamente el contenido tri-

nitario y cristológico del símbolo niceno-constanti-

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nopolitano debemos tener como cuadro de referen-cia su origen esencialmente bautismal, su papel an-tiherético a partir del concilio del año 381 y su pos-terior confirmación por la praxis sacramental de la Iglesia oriental y occidental, primero como fórmula bautismal y después incluso como oración solemne, una vez incluido oficialmente en la liturgia de la mi-sa.

Primero, el símbolo es lex credendi en perfecta

sinergia con la lex orandi de la Iglesia. Ésta no lo ha considerado nunca como un conjunto abstracto y antihistórico de doctrina lingüísticamente cataloga-da, sino que lo ha considerado siempre como un credo profundamente insertado en el tejido vital de la Iglesia, y en primer lugar en la lex orandi de la li-turgia eucarística. En la liturgia, el dogma se hace misterio anunciado y vivido. La proclamación del símbolo en la liturgia eucarística es un testimonio de que el dogma continúa hoy presente en la Iglesia y en el mundo como anuncio liberador trinitario y cristológico. En este contexto litúrgico-sacramental el símbolo no sólo expresa la ontología de la fe, sino que se convierte también en fuente de ágape, de comunión y de acción eclesial. La lex credendi se hace lex orandi y lex vivendi et agendi.

El símbolo, además, es una «summa qualitativa»

más que «quantitativa» de la conciencia de fe ecle-sial, cuando presenta sintéticamente las principales verdades de fe. Proponiendo la fuente y el centro mismo de la vida cristiana, el credo es ante todo la narración apasionada de un acontecimiento único de amor: la caridad eterna de Dios Trinidad se ha manifestado históricamente en la obediencia salvífi-ca de Cristo, verdadero Hijo de Dios encarnado «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». En esta fuente se alimenta y se dinamiza la vida ecle-sial actual en sus distintas dimensiones teórico-prácticas de proclamación, de comprensión, de san-tificación, de misión, de transfiguración. Su llamada permanente a la verdad del Padre creador, del Hijo redentor y del Espíritu santificador convierte al símbolo en una dinámica regla de fe para la vida, y de vida en la fe, dejando de ser un código seco de doctrina. La traditio-redditio symboli de la liturgia bautismal y la proclamatio symboli de la liturgia eu-carística manifiestan que nuestra vida en Cristo y en la Iglesia está normada por la verdad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde su nacimiento y durante todo su proceso de maduración.

5.2. «Se encarnó del Espíritu Santo y de María

virgen» Esta cláusula sintetiza el dato bíblico (cf. Mt

1,18.20; Lc 1,35) y ya se encontraba con formas distintas en algunos símbolos anteriores a Constan-

tinopla, como por ejemplo en el romano antiguo. En la literatura cristiana de los primeros siglos se habla del nacimiento de Jesús «de María virgen» y casi no se menciona al Espíritu Santo hasta Ireneo. Con esta mención los primeros Padres expresan una preocupación apologética y quieren demostrar con ella el mesianismo y la divinidad de Cristo, en relación con los judíos y con los paganos respecti-vamente. A partir de la segunda mitad del siglo II, se acentúa la preocupación antignóstica, y por eso se menciona con más frecuencia el nacimiento tam-bién «del Espíritu», para afirmar las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana. Por tanto, la cláu-sula de Constantinopla significa que Cristo ha naci-do en la eternidad de Dios y en el tiempo de María, y que su encarnación es fruto del Espíritu de Dios y de la virgen María.

En su contexto inmediato, Constantinopla tiene

importancia sobre todo contra los macedonianos, porque afirma la divinidad del Espíritu Santo. La tradición cristiana lo leerá posteriormente amplian-do su comprensión también al aspecto mariológico. La referencia al Espíritu Santo en el segundo artícu-lo cristológico de Constantinopla, además de su función antiherética, significa también una preci-sión definitiva de la «consubstancialidad» divina del Hijo con el Padre, inseparable de la afirmación de la divinidad del Espíritu Santo. De hecho, Nicea al de-finir la divinidad del Hijo sólo en relación con el Pa-dre, presentaba todavía una concepción «binitaría» y no propiamente «trinitaria» del Hijo. Constantinopla, recogiendo también los frutos de la triadología oriental, da este paso y proclama al Hijo no sólo «Unigénito, engendrado del Padre» y «consubstan-cial» con él, sino también «encarnado del Espíritu Santo». Éste es un dato fundamental de la teología trinitaria de los Capadocios. Para éstos, una perso-na de la Trinidad sólo puede definirse en relación con las otras dos. Cada persona es condición de la originalidad hipostática de las otras dos.

5.3. El «Filioque» en el símbolo occidental El símbolo niceno-constantinopolitano del año

381 no contiene en su tercer artículo la cláusula Fi-lioque, es decir, la procesión del Espíritu del Padre «y del Hijo». De hecho, el Filioque se introdujo en el símbolo de la Iglesia de Roma en torno al año 1013, y parece que se hizo por presiones externas del em-perador Enrique II sobre el papa Benedicto VIII. Pa-ra no meternos en una «cuestión disputada» inter-minable, nos limitamos a algunos hechos que se re-fieren directamente a nuestro tema cristológico en el contexto de Constantinopla. Esto nos ayudará a concluir que la «recepción» que la Iglesia occidental ha hecho de Constantinopla no está terminada to-davía y que la «formulación pneumatológica» que la

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Iglesia oriental hizo en este concilio no es un abso-luto dogmático.

Primero, el concilio del año 381 fue convocado

solamente para los obispos orientales. Por consi-guiente, los añadidos pneumatológicos reflejaban necesariamente sólo la concepción teológica de ellos.

Segundo, el concilio protagonizó dos innovacio-

nes notables, ciertamente justificables, pero que manifiestan una libertad «unilateral» de acción. Los padres sinodales introdujeron retoques significati-vos en la profesión de fe de Nicea, en contra de la disposición explícita del primer canon. Al hacerlo así, fueron conscientes –y estamos plenamente de acuerdo con ellos– de que no abolían el concilio de Nicea, sino que lo confirmaban. Pero lo cierto es que hicieron esa actualización decisiva de forma unila-teral y sin consulta ni diálogo con la Iglesia occiden-tal.

Tercero, el concilio del año 381 y su símbolo fue-

ron conocidos y declarados oficialmente «ecuméni-cos» sólo a partir del año 451. En ese año Calcedo-nia consideró universal este sínodo «local», que tiene una teología «local», y que sigue teniéndola incluso después haberlo declarado ecuménico. En el mismo periodo de tiempo, la pneumatología en Occidente se había desarrollado y sistematizado con las apor-taciones de san Ambrosio († 397) y de san Agustín († 430). La fórmula Filioque la encontramos ya en la confesión de fe que el papa León I († 461) envía a la Iglesia española en el año 447, y la misma Iglesia española lo hace suyo en el segundo concilio de To-ledo del mismo año. A todo esto hay que añadir que

Occidente, con san Agustín y los distintos concilios de Toledo (de los años 589, 638, 653, 675, 693), es-taba fuertemente comprometido en la lucha contra el arrianismo. El Filioque se consideraba necesario para poder explicar los textos neotestamentarios que hablan del Espíritu del Hijo (Rom 8,9; Flp 1,19; 2Cor 3,17; Gál 4,6), para salvaguardar la perfecta consubstancialidad del Hijo con el Padre, y también para fundamentar la distinción hipostática entre la segunda y la tercera persona. Y eso sin entretener-nos a ver cómo la teología agustiniana está particu-larmente abierta a las aportaciones propias de la fi-losofia personalista, de la ontología y de la psicolog-ía intersubjetiva actual, por considerar al Espíritu Santo como lazo de caridad entre el Padre y el Hijo y como don del Padre al Hijo, fundamentando en el misterio trinitario una rica espiritualidad personal y comunitaria.

Finalmente, hemos de reconocer que en estos

últimos decenios se está haciendo un auténtico dis-cernimiento, también por parte ortodoxa sobre las circunstancias históricas que han influido y sobre de los valores propiamente teológicos que tiene el Fi-lioque del credo occidental, y no sólo en el ambiente católico. Por eso, nuestra conclusión es ésta: el Fi-lioque, teológicamente hablando, no es un absoluto dogmático, pero representa la aportación original de la Iglesia y de la teología occidental al símbolo nice-no-constantinopolitano, para una mejor compresión de la persona del Hijo, que no es ajena a la proce-sión del Espíritu Santo. Y esto no sólo en el ámbito de la Trinidad económica. De esta manera, Cons-tantinopla I llega a ser de hecho realmente ecumé-nico.

* A. AMATO, Jesús el Señor (BAC, 584), Madrid, BAC,

2006, p. 203-222.