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TRES CUENTOS Siglo XIX MARIANO ROCA DE TOGORES, MARQUÉS DE MOLINS La peña de los enamorados JUAN MANUEL DE AZARA Los bandoleros de Andalucía WASHINGTON IRVING El soldado encantando DEL ROMANTICISMO

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TRES CUENTOS

Siglo XIX

MARIANO ROCA DE TOGORES,

MARQUÉS DE MOLINS

La peña de los enamorados

JUAN MANUEL DE AZARA

Los bandoleros de Andalucía

WASHINGTON IRVING El soldado encantando

DEL ROMANTICISMO

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La peña de los enamorados1 MARIANO ROCA DE TOGORES, MARQUÉS DE MOLINS

I

‒¡Qué calor! Jamás ha abrasado tanto el sol de Granada; la cabeza me arde; ese vergel es tan largo, tan sin sombra... Así exclamaba una bella mora al subir las gradas de mármol que conducían al bosque de su jardín, y al mismo tiempo levantaba el velo que envolvía su rostro, y se limpiaba con un delicadísimo lienzo el copioso sudor de su tostada frente. ‒No veis, señora ‒le decía una de sus damas que la venía acompañando‒, cómo las flores se marchitan por estar poco guarecidas de sus rayos, cómo el agua refulgente de aquellos estanques de jaspe se seca con su calor, cómo los colores que matizan las filigranadas celosías del palacio palidecen a su luz? ‒Dime, Zaida, ¿no te parece que el amor es como el sol, que hace crecer a la hermosura y luego la marchita, que da el brillo de los diamantes a las lágrimas y luego las seca, que sonrosa las mejillas y luego las descolora?... Al decir esto, no ya para enjugar el sudor, sino para restañar el llanto, cubría su bello semblante con el pañuelo y, apoyándose en uno de los jarrones de porcelana, que adornaban aquella entrada, más parecía una estatua sepulcral que un ser animado y sensible. Zaida le acercaba una y otra vez un precioso pomo de oro con alcanfor, porque temía que su señora sucumbiese al dolor y al cansancio. ‒Zaida, amiga mía, ¡cuánto te debo!... Si quisieras dejarme sola un momento... Mira, tu amistad es mi único consuelo, tu voz es para mí como la brisa del mar para el que se abrasa de ardor. Pero, ¡ay!, cuando la llama se ha levantado ya, esa brisa no puede hacer más que aumentarla... La pobre Zaida, si bien sentida del despego de su señora, atendía más al ajeno alivio que al propio sentimiento, y poco cuidadosa de las dulces palabras de su amiga, procuraba tan sólo hallar motivo para obedecerla. ‒Mirad, señora, que estáis muy cansada, muy decaída ¿No fuera mejor que nos sentáramos en un sofá de césped que está en la calle de los laureles o que siguierais apoyada en mí hasta que el sudor que corre por vuestras mejillas se hubiese templado? ‒Ya sabes el carácter de mi padre. Si supiera que estábamos en el jardín, y nos sorprendiese a hora tan desusada. ‒Es imposible, se quedó jugando al ajedrez, junto a la fuente del cisne en la sala dorada, con el Hagib Ariz-Ben-Alí2, y bien sabéis que aunque se quemase todo el palacio no movería con precipitación un solo alfil. ‒ Sí, mas con todo, pudiera suspender la partida. Más vale que te quedes. Desde aquí se ve la puerta del castillo, y a la menor novedad puedes avisarme... Estrechola la mano con tal ternura, y con tanta expresión la miró al decir estas palabras, que la discreta dama leyó todo lo que pasaba en el corazón de su amiga, y no pudo menos de acceder a sus súplicas.

II Cuando el sol de agosto brilla desde lo más alto de los cielos; cuando su lumbre dora la ancha faz de Andalucía, los habitadores de aquellas bellas ciudades no se atreven a dejar sus voluptuosas y fresquísimas moradas. Ni aun las aves osan desprenderse de las ramas temiendo que las abrasen los rayos que pasan entre las hojas de los árboles o como si el aire les hubiera de faltar para sostenerlas en el vacío. Un silencio igual al de la medianoche reina por todas partes, y parece que la naturaleza admirada de la brillante y de la sublime hermosura del sol andaluz, se para a contemplarle. La suntuosa alquería de Aben-Abdalla, llena de festines y de zambras todo el día, aquella mansión del lujo y de los placeres, en donde no se da tregua al regocijo ni aun durante las breves horas de la noche, sólo en esos momentos se mostraba muda, desierta, como si no tuviesen dueño sus salones, ni cultivadores sus

1 Relato aparecido como artículo en el periódico “Semanario Pintoresco Español”, 1836, págs. 193-195. 2 Primer ministro del Califa

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jardines. Zulema, en tanto, con paso veloz, a par que mal seguro, atraviesa las calles de limoneros y naranjos y esta vez solo sus ojos animados no expresan pensamiento alguno. Agítanse a uno y a otro lado maquinalmente, y allá detrás de ellos se descubre una idea fija, invariable, así como las aguas al moverse en los estanques, impelidas por el soplo de la mañana, dejan siempre ver al través de sus movibles olas el pavimento de mármol y el musgo que crece en su fondo. Al extremo de una larga calle de cipreses hay un óvalo plantado de robustos álamos revestidos de yerba, y en medio de él se eleva un pabellón que tiene grabado sobre su entrada en caracteres arábigos, de oro brillante, este lema: MORIR GOZANDO. Era aquel sitio el más elevado de toda la hacienda, y la vista que de allí se disfrutaba lo hiciera delicioso, aunque no fuera él en sí el conjunto de la riqueza y la magnificencia oriental. Este templete, formado por columnas de pórfido, cuyos capiteles y bases de bronce cincelados representaban mil peregrinos juegos de cintas y de flores, estaba cubierto por un techo de concha embutido de nácar. Alrededor, y en medio de los arcos, sendas vidrieras de colores dejaban entrar la luz del sol modificada por mil iris o descubrían su horizonte de dilatados jardines. En torno se extendían almohadones de terciopelo verde con franjas de oro, intermediadas por floreros de porcelana y por perfumadores de plata. Un tapiz de brocado cubría el pavimento, y en el centro un baño de alabastro recibía los caños de agua olorosa, que le tributaban dos ánades de oro. Todo era placer alrededor de la bella virgen; todo luto y desconsuelo en lo íntimo de su corazón. Como si no estuviera aquel aposento examinado con una sola mirada, Zulema recorre con las suyas las paredes de aquel pabellón. Se revuelve con violencia; su tocado se descompone; el cabello flota en torno al ímpetu de su movimiento, y luego, desesperada y exánime, cae sobre uno de aquellos cojines que lo rodean, así como la erguida palma agitada por el huracán en medio del desierto, sacude una y otra vez su ramaje alrededor de sí y al fin, tronchada por el pie, se desploma sobre la arena.

III Cruzados ambos brazos, la cabeza inclinada, la barba sobre el pecho y la vista fija en un solo objeto, contempla Don Fadrique de Carvajal el descuidado cuerpo de Zulema, que yace sobre aquellos taburetes como un manto arrojado en el lecho en un instante de entusiasmo o de cólera. Lentamente, como si cada una marcase una idea dolorosísima, se deslizaban una tras otra sus lágrimas y corriendo ardientes por las pálidas mejillas del cristiano iban a rociar los desnudos y delicados pies de la insensible mora. La voz de su profeta llamando a los creyentes en el último día no la hubiera quizá conmovido, y un suspiro acongojado que lanzó el cautivo penetró hasta el fondo de su pecho. Eres tú? le dijo con voz desmayada y débil. ‒¿Eres tú, Fadrique? ‒Os guardaba el sueño. ¡Feliz quien puede dormir, señora, mientras que todos velan! ¡Feliz quien encuentra un lugar de refrigerio cuando la naturaleza abrasa todo lo que vive sobre la tierra! ‒¿Dormir? ¡Fadrique, si yo pudiera dormir un solo momento...! ¡Si yo pudiera dormir eternamente! ‒y luego, afirmando más el tono de la voz, y como si ya estuviese del todo reportada a su estado natural, añadió‒: ‒Más habrá descansado en estos cuatro días mi jardinero, cuando ni un solo ramo me ha ofrecido. ‒Señora, yo sé que cualquiera que haya sido mi origen, al presente, por mi desgracia, soy esclavo vuestro... Cautivo de vuestro padre. Nunca comeré en balde su amargo pan ni un solo día. ‒Yo no quiero reconvenir al cautivo ‒dijo corrida Zalema. Y luego añadió tiernamente: ‒¿Pero no tengo motivos para quejarme del caballero? ‒El caballero, señora, ha regado con llanto estos días las flores que el cautivo debía cultivar para vuestra boda. ‒¿Y quién te ha dicho que las prepares? ‒Quien pudiera saberlo y no tenía interés en callármelo. ‒Fadrique, cuando después de la batalla de los infantes me presentaron tu cuerpo ensangrentado, el médico debía también saber tu suerte; él te preparaba la mortaja, y yo te curaba; y yo te decía que vivirías por mí y yo sola te dije la verdad. Cuando cautivo después en la Alhambra gemías sin esperanza, tu cómitre

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no te hablaba más que de nuevas cadenas; yo sola te consolaba; yo sola te anunciaba mejor fortuna; te decía que serías para mí, y yo sola te dije la verdad. Y después, Fadrique, y después cuando el cautiverio de amor vino a aprisionarnos a ambos más que el de tus hierros; cuando, abrazados ambos en lo íntimo de nuestros corazones, desesperábamos de poder comunicarnos mutuamente nuestros pensamientos, yo sola te lo prometía; yo te enseñaba el lenguaje de las flores; yo te lisonjeaba con la proximidad de mejores días, y yo sola, tú lo sabes, yo sola te dije la verdad. ¡Ingrato! ¿Tantas pruebas no han bastado ni aun a inspirarte confianza; todas ellas no han podido alcanzar el que siquiera me creyeses? Arrojose precipitado a los pies de su amada Don Fadrique. Llevó, enajenado, su blanca mano a los labios y, cuando intentaba despegarlos para justificarse y escuchar una y otra protesta de que era amado, el canto de Zaida vino a interrumpirlos. ‒Es mi padre, adiós. ‒¿Tengo un rival? Me dejarás de amar? ‒No; primero morir, te lo juro. “Morir gozando” ‒dijo leyendo el rótulo‒. ‒Esta tarde dejaré un ramo en la fuente del dragón. Allí vendré con el Hagib. Éstas fueron las últimas palabras que Zulema dijo dirigiéndose ya azorada hacia donde sonaba la voz de su amiga.

IV Incomprensible fue para Don Fadrique el ramo que Zulema dejó junto a la fuente. Era el caballero tan diestro en descifrar aquella especie de escritos, que ni el árabe más galán pudiera aventajarle. Pero en aquella ocasión se molestaba en vano dando vueltas a aquel conjunto de flores, sin poder entender el arcano que en ellas se encerraba. Unos cuantos botones de siempreviva le indicaban la constancia de Zulema. Y luego una zarza rosa venía a recordarle su mala ventura. El colchico le decía claramente: pasó el tiempo de la felicidad. Pero, puesta a su lado una retama, le infundía alguna esperanza. Quería luego con más ahínco penetrar el sentido, y entre mil insignificantes flores sólo un crisócomo significaba algo, no hacerse esperar. Conoció, pues, que Zulema, obligada a hacer aquel ramo en presencia del Hagib, habría puesto en él mil cosas insignificantes, sólo por condescender con su molesto acompañante. Pero, con todo, un heliotropo que descollaba en medio le gritaba con muda voz: yo te amo. Y esto le consolaba. ‒Pero, ¡ay!, esto no basta. El tiempo urge más que nunca. Quizá, al amanecer, Zulema será de otro. Las bodas se van a celebrar en la madrugada, ¡y yo no puedo hablarla! Si a lo menos pudiera darle una cita. Pero ¿y qué medios?... En aquel momento vio pasar al anciano padre de Zulema por una encrucijada. Una idea se le presentó, y no la había aún de todo punto reflexionado, cuando ya estaba en práctica. Cortó dos tallos de anagalida, y dirigiéndose al viejo musulmán, le dijo: ‒Señor, vuestra hija ha estado buscando de estas flores para un medicamento toda la tarde, y no ha podido hallarlas. Ofrecédselas, pues, y advertidla en mi nombre que, aún mejor que llevarlas al pecho, es, según la usanza de los míos, beber el agua que deja este vegetal después de puesto al sereno por dos horas en la ventana. Bien sabía el mahometano que aquella flor significaba cita, pero el lenguaje franco del cristiano le hizo abandonar esa idea. Sin antecedente ninguno de la pasión de su hija, sabiendo además cuan medicinal era aquella planta e ignorando que el cautivo supiese el significado que pudiera tener, no dudó un punto en dársela a Zulema y referirla exactamente las palabras del jardinero.

V ‒No puedo más, Fadrique mío, ya lo ves. Hace cerca de doce horas que caminamos sin descansar, y luego, este sol, este sol... ‒Y como traes la cabeza descubierta, como te dejaste el turbante deshecho en la ventana por donde te escapaste... ‒¿Quieres que te lleve un rato?

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‒No, mejor será que descansemos un poco aquí a la sombra de este peñasco. Ya les llevamos sin duda mucha ventaja y si no saben el camino que hemos tomado... ‒Sí, aquí; mira cuán fresco está este sitio, sentémonos. ‒Quítate la armadura, mi buen Fadrique. ¡Ay!, cómo abrasa, parece que acaba de salir de la fragua. ‒Si vieras mi corazón, hermosa mía. ¡Si lo vieras cómo arde! ‒Yo no sé cómo estuviste tan cuidadoso de sustraer todo este hierro. ¡Cómo pesa! ¿Lo ves? Te ha sofocado mucho; tu cabello está todo mojado; tus mejillas de color de grana. ¡Qué hermoso eres, cristiano mío! Dime: ¿falta mucho para tu tierra? Allí seré esposa tuya, ¿no es verdad? Y di: ¿cómo me llamarás? Isabel, ¿no es esto? Y yo seré tu amiga y tu hermana, y viviremos juntos y para siempre; ¿porque no me has dicho que tu Alá lleva al paraíso unidos a los esposos que son virtuosos? ‒Sí, querida mía. En la gloria está el colmo de todos los bienes. ‒Y ¿qué mayor bien que tenerte así a mi lado? En este momento no trocaba yo este poco de sombra, y ese peñasco altísimo, inculto, por todos los palacios de Granada. ¿Por qué le miras con esa especie de horror? ‒Dos antepasados míos fueron precipitados junto a Martos de una elevación igual. ‒¿Y por qué? ‒Por la venganza de un Rey. ‒Pues qué, ¿no me has dicho que Jesús prohíbe la venganza? ‒¡Ah! ¡Quién sabe adónde nos llevan las pasiones! Pero mira, ¿qué polvareda es aquella? ‒Sin duda algún ganado... No, que son caballeros. Si serán... Y moros sin duda... ‒¡Ay de mí! Huyamos! Es tu padre: mira su turbante rojo... Poniéndose precipitadamente las armas y corriendo ya, decía esto Don Fadrique: ‒Somos perdidos, han cercado la montaña. No nos queda más recurso que trepar por ella... Así comenzaron a hacerlo. Los moros, dejados los caballos al pie, trepaban también tras ellos. En vano Don Fadrique y su bella fugitiva, aglomerando cuantas piedras y troncos les suministraba como armas la desesperación, las dejaban caer con gran destrozo de los contrarios. Una nube de dardos los cubría, y el pobre cristiano tuvo que desprenderse del escudo para que su amada se resguardase. Cuando más estrechaba ya el cerco, una piedra disparada por manos de la misma mora vino a herir y a derribar a su padre. Parose en un momento la pelea con el sobresalto que esto causó. ‒Entrégate ‒la decía después a Zulema. Entrégate a tu padre, hija desnaturalizada, y él te perdonará. La sangre de ese perro, no la tuya, es la que necesita mi venganza. Negose la amante granadina, y renovose con más furia el asalto. Apenas quedaban algunas varas de terreno, ya cerca de la cumbre y junto al horrible despeñadero, a los desgraciados cuando Fadrique, herido por mil partes, le dijo: ‒Entrégate, amada de mi alma, y sálvate. Yo ya no puedo vivir. ¿Qué me importa morir ahora o dentro de algunas horas, morir de flechazos o de una cuchillada? ‒¡Si tú mueres, muramos juntos, morir gozando! ‒dijo la mora abrazándose con su amado, y precipitándose con él en el abismo. Una zarza vino a detenerla por la vestidura y a ofrecer a su desalmado padre el horrible espectáculo de una hija que prefería morir con su amante a vivir con él. Su cuerpo pendía como el nido de un águila, en un lugar enteramente inaccesible a todo socorro. En vano el moro, al borde de aquel abismo, la llamaba y la tendía una y otra banda de los turbantes; ninguno llegaba. Entre tanto, Don Fadrique, más pesado por sus armas, se había desprendido de los brazos de su dama, y terminado su mísera existencia allá en el fondo, en el sitio mismo donde poco ha reposaba en brazos de su amada. El vestido de ésta se desgarra en fin, y viene su cadáver vagando por el aire, como el de una paloma herida de una flecha, a reposar junto al de aquel por quien había tantas veces jurado morir gozando.

VI Esta montaña que está junto a Antequera recibió por esta causa el nombre de la Peña de los Enamorados, y nuestro grave historiador Mariana, al indicar ligeramente este suceso, añade: «Constancia que se

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empleara mejor en otra batalla, y les fuera bien contada la muerte si la padecieran por la virtud y en defensa de la verdadera religión y no por satisfacer a sus apetitos desenfrenados».

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Los bandoleros de Andalucía3 JUAN MANUEL DE AZARA

I

Lo que voy a contar no es una novedad, ni menos un cuento con detalles históricos, es una aventura, como tantas otras aventuras que por no haber sido publicadas no han sido nunca sabidas. En marzo de 1828 tuve que hacer un viaje a Córdoba a acompañar a mi hermano gravemente enfermo. Su mal era una afección nerviosa que cedió pronto a la influencia de la estación, pero los médicos le aconsejaron para completar la cura los baños de mar en Málaga o en Cádiz. Aprestámonos pues, a mediados de junio a marchar. Nuestros preparativos se acabaron pronto. Mi hermano y su mujer, una criada, un criado y yo componíamos toda la comitiva. Tomamos un coche de colleras y un mulo para llevar el exceso de equipaje que no cabía en la zaga. Nuestro camino no era el más recto, porque teníamos que apartarnos un poco hacia la sierra a recoger en un pueblecillo a una hermana de mi cuñada que nunca había visto Sevilla y Cádiz, y suspiraba por ver el mar, los teatros, las tertulias y todo lo que fastidia en las ciudades y aparece tan hechicero en la soledad de las aldeas. Estaba mi hermano casado con la hija de un propietario de Aguilar que poseía ricos olivares y excelentes tierras de labor en todas las cercanías. Concha era una muchacha del lugar por la estrechez de sus ideas y la moderación de sus gustos; nada había visto y era muy joven. Tenía en aquella época diecinueve años, ningún conocimiento de la vida, viveza y buen humor. Su cara era muy blanca con los ojos y el cabello perfectamente negros; su nariz aguileña y delicada daba un aire fino a su fisonomía; su boca era tal vez un poco grande, pero en cambio era marfil su dentadura; tenía una estatura regular, llena de carnes sin ser gruesa, muy buenas formas y gracia en su modo de andar. Las mujeres decían que era un poco pálida y los hombres que era muy linda. Mi hermano estaba enamorado de ella; ella amaba sinceramente a mi hermano, con lo que hacían un matrimonio feliz. Ocho meses en Córdoba, cuatro en Aguilar al lado de los padres de Concha llenaban la existencia cómoda y descansada. Los cuidados de la casa y la labor de mi hermano ocupaban el día, y se pasaba la vida poco a poco, sin grandes placeres, pero sin disgustos ni privaciones. Salimos de Córdoba una mañana a las diez, con sol claro, con cielo sereno, pero con un calor insoportable. Comimos en el campo, llegamos al pueblecillo por la noche y al amanecer volvimos a emprender nuestro camino, con nuestra nueva compañera: Antonia. Era el reverso de la medalla de mi cuñada: rubia y con ojos azules, pero con un color de salud que la cubría de grana a cada momento. Era lo que se llama por el mundo una guapa muchacha, fresca y lozana, deseando casarse a toda prisa y sin novio que la quisiese. Yo iba entre las dos en el fondo del coche, que sobre sus sopandas4 antiguas tenía un movimiento infernal. Ninguno de los tres era muy grueso, pero el calor era mucho, fastidiosa la jornada, y así es que, cuando llegamos al Carpio por la noche, sentí una agradable emoción al verme libre del continuo traqueteo del carruaje, y de no escuchar las campanillas de las mulas que en un camino largo acababan por relajar el tímpano, dejándolo por algún tiempo inservible. El mesón a que íbamos a parar no presentaba por cierto el aspecto más satisfactorio. De ancho patio, pero de pocas habitaciones, se hallaba en aquel momento ocupado por varios personajes de distintas jerarquías. Salió el mesonero, hombre gordo y rechoncho, como son todos los mesoneros desde Cervantes acá. Nos recibió de mala manera porque era un manchego seriote y de mal gesto. Pero, al ver que traíamos provisiones y que nuestro aspecto indicaba gente acomodada, ablandó su ceño y encomendándonos a la sobrina, chica muy agradable por cierto para estar en tan mal sitio, se volvió al banco de herrador que a la derecha de la puerta se hallaba para continuar una partida de cané5 que con baraja algo grasienta y lustrosa seguía con algunos soldados. Metiéronse en un cuartucho las señoras y yo salí con mi hermano a ver el castillo morisco que domina el pueblo, en tanto que nos guisaban alguna cosa para satisfacer nuestro devorante apetito. Cuando después de media hora volvimos al mesón, hallamos

3 Relato aparecido como artículo en el periódico “Semanario Pintoresco Español” 1846, págs. 347-350 y 356-358. 4 Cada una de las correas anchas y gruesas empleadas para suspender la caja de los coches antiguos. 5 Juego de cartas parecido al monte.

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finalizado el juego, reunida la gente en el patio y haciendo calceta la linda sobrina o criada cuya buena presencia en aquella casa me sorprendía. Nosotros tocamos nuestros sombreros al entrar, y con un «¡salú, caballeros!», tomamos asiento en medio del corro. Componíase este de algunos soldados del regimiento del Príncipe empleados en la persecución de ladrones, de un sargento de anchos bigotes y mala catadura que mandaba la partida, de tres arrieros manchegos que hacían las mejores migas con el mesonero su paisano, del herrador del pueblo y de un hombre que por su facha y su vestido parecía medio aperador, medio contrabandista. Llevaba un sombrero serrano con ancha franja de terciopelo con cuatro borlas de hilillo, un chaleco negro y bordado, chaquetilla de majo de paño negro con flecos y bellotas de seda, un calzón de punto azulado con botoncillos de plata, botines jerezanos, espuelas en los zapatos, faja encarnada y en ella un cuchillo de monte con puño de marfil guarnecido de corales. Representaba unos treinta y cuatro años, su fisonomía era agradable y bien proporcionada, aunque el cutis estaba algo tostado por el sol; enormes y bien peinadas patillas sombreaban su cara, y su mirada aparentemente distraída examinaba con disimulo toda la gente que estaba alrededor. Yo no sé por qué, entre aquel grupo de gentes, me llamó la atención aquel semblante. No sé si será la gallardía de su persona, que aunque pequeña de estatura tenía algo de decoro y dignidad, lo que me hacía fijarlo con frecuencia, pero de cuando en cuando le miraba y apartaba luego mis ojos de los suyos, que se volvían hacia mí con una expresión burlona. ‒¿Cómo va el ganado de Antonio? ‒preguntó uno de los arrieros, volviéndose al herrador. ‒Muy mal, señó Cruces ‒respondió el otro. No hay hierba y los animalitos se mueren de hambre. Yo quería ir a Córdoba a vender algunas ovejas, pero diz que anda la gente por el camino y no es cosa de que le quiten a un probe los cuartos. ‒¿Hay rateros por el camino? ‒preguntó con indiferencia mi hermano. ‒No, señor le replicó el sargento, hay una partida de ocho hombres que ha hecho muchos robos estos días. Vienen y se van como Pedro por su casa, y yo no puedo hacer nada porque me han dejado solo estos cuatro soldados, que no quiero exponer a que los maten esos picaros que se reúnen y se dispersan con mucha facilidad. Además, están mejor montados que estos muchachos y conocen todas las veredas. Pero a bien que ya viene el capitán con veinte hombres y entonces vamos a salir todos los días. ‒¿Quién es el capitán? ‒preguntó con viveza el majo de la faja y del cuchillo. ‒¡El capitán! ‒respondió el sargento‒. Un señor más valiente que toíto el mundo. Ha estado tres años persiguiendo ladrones. Se llama Don Roque Comares y conoce a José María. ‒¡A José María! ‒dijeron a la vez los arrieros y los soldados. ‒Sí, señor, a José María, a quien ha visto muy de cerca, un día que a dos leguas de Écija se encontró con él y ya le tenía agarrado cuando un pistoletazo del ladrón lo tiró en el suelo herido de un brazo. Entonces era teniente de la primera del primero; por eso le hicieron capitán de la segunda. ‒¿Y cuándo viene? ‒preguntó con indiferencia afectada el majo, que había escuchado con la mayor atención las palabras del sargento. ‒Desde las cuatro estoy esperando aquí por su orden; creo que no deberá tardar. El majo se estremeció por un movimiento involuntario; giró sus ojos rápidamente alrededor de sí por ver si le había observado alguien y, encontrando mis miradas, se puso a jugar con las borlas de su sombrero mientras se balanceaba en la silla. ‒Bueno que está ‒replicó con mucha cachaza‒. Veremos qué hace con tanto ladrón como anda por esos caminos. Un hombre de bien que va a sus negocios tiene que esconder el dinero y caminar con el credo en la boca ¿Qué hora es, caballero? Y usted perdone ‒preguntó dirigiéndose a mi hermano‒. ‒Van a dar las ocho ‒respondió éste sacando el magnífico reloj que heredó de mi padre, a quien se lo regaló un primo que fue oidor en Méjico. ‒¡Las ocho! Pronto se va el tiempo ‒y levantándose de la silla se preparaba a salir, cuando se escuchó el ruido de los caballos y casi al mismo tiempo se presentó con su partida el capitán Don Roque Comares‒. ‒¡Buenas noches dé Dios a ustedes, caballeros! ‒dijo el recién venido, después de dejar su caballo en manos de su asistente y mientras que sus soldados llevaban los suyos a la cuadra‒. Ha hecho un calor del demonio hoy; mentira me parecía que había de llegar aquí. ¿Y qué hay de bueno, sargento Pérez? ¿La gente, por dónde anda?

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‒Antes de ayer salió de Écija José María para reunirse con sus compañeros, pero el diablo sabe dónde está ahora. ‒¡De Écija! ‒dijo el capitán con aire colérico. ¿Qué les parece a ustedes, señores? Está uno persiguiendo a esos hombres noche y día y luego toman asilo en las ciudades donde encuentran mucha gente de su calaña que los ocultan sin que ni corregidores ni alcaldes puedan dar con ellos. Después dicen que no hacemos nada, que nos pasamos el tiempo en los mesones. ¡Caramba! La cabeza de José María vale dinero y él me ha de costear mi primer uniforme de comandante. ‒Y hará usted bien, señor capitán ‒replicó el majo con una sonrisa burlona. No le suelte usted si le pilla, porque dicen que es hombre astuto y atrevido. Según ha contado el sargento, tienen ustedes cuentas pendientes de resultas de un balazo o qué sé yo cuántas cosas. ‒Ya nos veremos ‒replicó Don Roque‒, reparando por primera vez en la gallarda figura del majo que, inmóvil junto a una columna debajo del farol que alumbraba el patio, fumaba tranquilamente un cigarro de papel sin cuidarse al parecer de la conversación. El resplandor de la luz llegaba a su semblante sin iluminarlo; cayendo desde arriba descomponía todas las facciones con la sombra del sombrero abultando su fisonomía. Pareciome sin embargo, por un momento, que le reconocía el capitán; una expresión de espanto pasó por sus ojos y volviéndose hacia el indiferente interlocutor le dijo con viveza: ‒Qué viene usted a hacer aquí? ¿Quién es este hombre? ‒añadió, con más pausa, dirigiéndose al mesonero. ‒Un caminante, mi capitán ‒respondió con mesura el majo, adelantándose al corro y tocando su sombrero. Un caminante que conoce los caminos y aguarda la salida de esa tropa para pasar a su abrigo hacia Córdoba porque ya está escarmentado. ‒Yo le conozco a usted ‒dijo Don Roque‒, en alguna parte nos hemos visto y su figura de usted es sospechosa. ‒No es extraño; hace dos años estuvimos juntos en la feria de Mairena, donde me ganó usted al juego quince onzas como un ochavo. Tiene usted muy buena suerte. Por lo demás ahí va mi pasaporte, porque la gente honrada no teme que la conozcan. El recuerdo agradable de las quince onzas ganadas ablandó seguramente la severa suspicacia del guapo capitán, porque apenas desdobló el pasaporte para leer el nombre de Juan Serrano, corredor de trigo, devolviéndoselo inmediatamente con un oportuno “Usted perdone”, al tiempo que retorcía complacido su bigote negro y poblado. Concha nos hizo avisar que estaba pronta la cena, y teniendo que salir a las dos de la madrugada para evitar el calor del día, saludamos a la reunión y nos metimos en nuestro cuarto. Al pasar por la puerta de la cuadra noté que en un rincón oscuro hablaba el señor Juan Serrano misteriosamente con la linda criada. ¡Amores de camino!, me dije a mí mismo. Y, después de hartar un hambre bastante regular, me tendí en un jergón para gozar de las delicias del sueño. A la una y media vinieron a despertarnos y nos preparó el criado chocolate. Había luna, y su luz clara y transparente alumbraba el patio. Los arrieros dormían aún, pero no el corredor de trigo que, ayudado del mesonero, enjaezaba su caballo. Era una jaca cordobesa de dos cuerpos, castaña y perfectamente proporcionada. Los arreos eran vaqueros pero ricos; al lado de una silla jerezana estaba colgada una escopeta magnífica con abrazaderas de plata. Me saludó con el sombrero y después de haberle contestado trabamos conversación. ‒Tome usted chocolate conmigo ‒le dije. El majo se resistía cortésmente, pero mi hermano que llegaba en aquel momento le instó tanto que se vio obligado al fin a aceptar nuestro convite. Mi hermano, es un ente raro que había simpatizado con Serrano desde el principio, pero el corredor, al tomar el chocolate con nosotros, sufría evidentemente una contrariedad, una mortificación que por política disimulaba. ‒¿Hay ladrones de aquí a Écija? preguntó mi cuñada con ansiedad. ‒No sé, señora ‒respondió el corredor‒. Sin embargo, los caminos no están seguros, y viajar a estas horas y con tantas campanillas en las mulas no es lo más prudente, por cierto. ‒¡Bah! ‒replicó mi hermano‒. José María está del otro lado y hace mucho tiempo que por el camino de Sevilla no sucede un lance. ‒Pero ‒insistió Serrano‒, bueno es caminar con precaución. Si yo pudiese, acompañaría a ustedes, mas tengo que apartarme del camino. En fin, creo que nos veremos pronto.

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El corredor de trigo se levantó, saludó cortésmente a las señoras, me tendió la mano, le di un cigarro y nos separamos excelentes amigos. El mayoral cargó los cajoncillos y pequeñeces que llevan siempre las mujeres en los viajes. Subimos al coche y a pocos momentos, al resplandor de una luna clara y templada, trotábamos en el camino de Écija. Íbamos hablando de la gente del mesón y sobre todo del señor Serrano, cuya mezcla de energía y de finura no podía menos de llamarnos la curiosidad. Mi cuñada iba algo asustada, comentando sus misteriosos avisos; mi hermano decía que era un hombre muy campechano y cortés, y Antonia le encontraba mucha gracia y una figura agradable. Así íbamos entreteniendo el tiempo hasta que empezó a amanecer. Concha miraba por la ventanilla y se asustaba porque le parecía ver sombras lejanas entre los olivares. ‒¡Si se moverán los olivos, niña! ‒decía con cariñosa burla su marido. De pronto gritó mi cuñada: “Ay, Dios mío!, ahí están”, y se agarró de mí temblando. Era verdad. ‒¡Alto! ‒gritó una voz desde fuera. Detúvose el mayoral, yo saqué la cabeza por la portezuela y vi con espanto a la luz de la luna que nos rodeaba una partida de bandoleros que caracoleaban alrededor del coche.

II Pasaron algunos momentos de angustiosa incertidumbre. Parecía un sueño que sucedía; inmóvil el mayoral en su asiento, parado el zagal junto a las mulas, apiñados nosotros en el coche, nada venía a sacarnos de la inercia estúpida en que yacíamos. Algunas palabras oí confusamente que iban dirigidas al conductor; volvió el carruaje a moverse y nos apartamos del camino real para entrar en un olivar espesísimo, cortado por zanjas que teníamos que rodear. Nadie hablaba; Concha estaba pegada a mi brazo, que apretaba de cuando en cuando con movimiento compulsivo; Antonia sollozaba en silencio; mi hermano miraba inquieto a todas partes. Seguimos nuestra incierta ruta sin parar durante media hora. La luna había perdido su luz ante los primeros rayos de la aurora naciente y su pálido resplandor venía a iluminar los bultos de los ladrones que acompañaban en dos filas el coche. Sin saber qué sería de nuestra suerte, sin armas con que defendernos, mi hermano y yo nos mirábamos en la mayor incertidumbre, temblando, no por nosotros, sino por la suerte de nuestras infelices compañeras. ‒A parar! ‒gritó clara y distinta una voz áspera y desagradable. Detuviéronse las mulas; saltó a tierra el mayoral y después de algunos instantes, abriose la portezuela y asomó la cabeza feroz de un bandolero. Su sombrero caído sobre sus torvos ojos, su desaliñada y crecida barba, la expresión estúpida de su semblante nos causaron funesta impresión. ‒¡Vayan bajando uno a uno! ‒dijo arrugando las cejas. Yo bajé el primero, y en el momento me cogieron dos ladrones y con las sogas de la zaga6 me ataron a un olivo. A mi lado estaba también amarrado el infeliz mayoral, que, como acostumbrado a semejantes lances, manifestaba la más completa indiferencia; el zagal hablaba familiarmente con los bandidos y en su intimidad se conocía que habían obrado de acuerdo. Saltó del coche la criada y fue a parar entre aquella gente que la recibió con indecentes bromas; la infeliz muchacha se echó a llorar, pero cada vez redoblaba la algazara. Mi hermano miraba aquella escena desde la portezuela del coche: lo que veía era un anuncio de la suerte que aguardaba a su mujer. Sus ojos se encendían en cólera y sus labios se pusieron blancos como la cal. ‒¿No baja usted, caballero? ‒le gritó con aspereza el ladrón de la fea catadura. Mi hermano bajó, pero al intentar amarrarlo empezó a luchar con desesperación. ‒¡Hola!, ¿se resiste este gallito? ‒dijo el bandolero, y levantando el trabuco pegó con la culata un golpe tal sobre la espalda de mi hermano que cayó de boca a tierra. Al punto le agarraron y apretaron los cordeles entre sus brazos y un olivo. En aquel momento sentí una angustia horrible en el corazón. La vista de mi hermano atado enfrente de mí, con la cabeza caída sobre el pecho, el aspecto de aquella gente apiñada junto a la portezuela para ver bajar a mi cuñada, el vago presentimiento de una suerte horrible me hicieron temblar e irritarme a la vez.

6 Carga situada en la trasera del coche.

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Hubiera dado la mitad de mi vida por estar libre con un puñal en aquel momento; pero aunque probaba el romper mis ligaduras las sentía más apretadas a cada esfuerzo que hacía. Concha bajó medio muerta, pero al ver a su marido prorrumpió en gritos y en lamentos. ‒¡Calle usted! ‒le dijo un bandolero tirándole del brazo. Entonces se sentó en un surco y, con la cabeza entre sus manos, se puso a llorar amargamente. Antonia, pálida como la muerte, se arrojó a su lado. El dolor hacía entonces interesantes a las dos hermanas; los ladrones las miraban inmóviles y casi penetrados de compasión; pero el bandolero de mal gesto los reunió para descargar el coche. ‒¡Vamos trabajando y silencio! ‒dijo, sin volverse siquiera a mirarnos. ‒Señó Luque ‒dijo uno de la partida encarándose con él‒. ¿No sería bueno que saliese alguno a esperar al capitán? ‒¿Para qué? ‒respondió‒. José María no ha de venir ya hoy y yo creo que se ha ido a vivir de otra manera, hace algunos días que no parece. ¿No estáis contentos conmigo, muchachos? ‒Sí, señó ‒gritó un ladrón chico y grueso. Usted nos da más vino que el capitán, y se va viviendo. Usted es el segundo, y, ya se ve, toítos le obedecemos sin decir esta boca es mía. La respuesta no debió de agradar mucho a los bandoleros porque quedaron en silencio sin responder nada a la interpelación del señó Luque. Los baúles sacados del coche estaban ya en el suelo; la ropa blanca, los trajes, nuestra ropa rodaban en confusión; cada uno tomaba lo que mejor le parecía y lo apartaba en un montón distinto del de los demás. En un rincón del coche había una canasta con botellas de vino de Montilla, regalo que pensaba hacer en Cádiz mi cuñada; pronto fue descubierta, y con los restos de un jamón, con un poco de pan y frutas que era nuestro repuesto, se improvisó un almuerzo entre aquella gente desalmada. Destapáronse botellas sobre botellas. El señó Luque excitaba a sus compañeros, que bebían desmedidamente. Los brindis más obscenos se repetían en la reunión. Los labios de mí hermano temblaban en convulsión continua, única señal de vida que daba. Yo entre tanto había recobrado mi serenidad y calculaba a sangre fría. Me era imposible concebir cómo podía ser aquélla la partida de José María, cuya disciplina y dulzura se encomiaba por todas partes. Si miraba la fisonomía de los bandoleros veía generalmente caras de contrabandistas atrevidas y francas, aunque ya trastornadas por la borrachera, pero la traza del señó Luque, sus torvas miradas, me hacían estremecer. Por otra parte, yo no comprendía cómo, teniendo tan cerca a los soldados del regimiento del Príncipe, se entretenían los ladrones con tanta calma. Los nuevos brindis que resonaban junto a mí me distrajeron de estos pensamientos. Advertí entonces que todas las miradas de aquella gente ebria se fijaban en mis cuñadas. Un sudor frío corrió por mi cuerpo cuando vi levantarse a los bandoleros. ‒Alce usted esa frente, niña ‒dijo Luque agarrando por la barba a la asustada Concha. ‒Venga usted conmigo ‒gritó otro a su llorosa hermana. ‒¡Quieto todo el mundo! ‒exclamó un ladrón joven y de resuelta fisonomía. No es justo que el segundo ni Perico nos dejen a nosotros sin hacernos caso. Echemos a suerte las señoras, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. ‒Al as de oros ‒dijo uno de ellos, y sacando de su chaqueta una baraja mugrienta empezó a repartir cartas. No sé si fue casualidad o artificio, pero los dos agraciados fueron el señó Luque y el mismo Pedro, que se había acercado a Antonia de antemano. Mi hermano entre tanto bramaba de rabia; su boca arrojaba espuma hasta que, sofocado, dejó caer sin fuerzas su cabeza. El señó Luque y su compañero se dirigieron hacia las hermanas, quienes llorando resistían el contacto de sus manos impuras. La lucha duró por algún tiempo; Luque arrancó el pañuelo de la espalda de Concha, dejando descubierto su pecho, que inflamó más su lúbrico apetito; las fuerzas de mi cuñada se agitaban en combate tan desigual. Las pisadas lejanas de un caballo interrumpieron por un momento a los bandoleros; hasta que al fin, cansados de tanta resistencia, sacaron sus pañuelos para sujetarlas. La sangre abrasaba mis venas y se agolpaba a mis ojos. Concha y Antonia iban a caer desmayadas en los brazos de los dos bandidos cuando se oyó un silbido cercano y en el mismo momento apareció un nuevo personaje en la escena. Todos quedaron en silencio y confundidos a su vista. Él se adelantó rápidamente y agarrando al gigantesco Luque por la faja le arrojó violentamente a un lado. ‒¡El capitán! ¡El capitán! ‒repitieron con alborozo los ladrones‒. ¡Señó José María! ‒le gritaron algunos con ternura cercándole en derredor. Yo pronto le reconocí; era el corredor de trigo que encontramos en el Carpio; Juan Serrano era José María. Parecía en aquel momento un general irritado más bien que un capitán

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de bandoleros; apartó con los pies los restos de las botellas y las ropas esparcidas por tierra; miró en torno de sí y nos vio atados; volvió su vista a Concha, y una expresión de tristeza pasó por su semblante; sus ojos se clavaron luego sobre Luque, que le devolvió sus miradas con altanería. ‒¿Es esto lo que yo te encargué? ‒le dijo temblando de cólera‒. La partida de José María no viola mujeres ni maltrata a los hombres. Si nos hemos echado al camino ha sido para vivir, pero no para hacer daño. Yo te conozco y te sigo hace tiempo, Curro; yo sé que a estas horas tienes una promesa de indulto en la faldriquera, pero no te escaparás. Has emborrachado a estos muchachos para que cometan crímenes y los ahorquen después. Veo que no has contado conmigo. Hizo una seña y los bandoleros rodearon a Luque. Este empuñó su trabuco, pero la mano de José María le agarró antes de que le apuntase. Con una celeridad increíble sacó de la faja su cuchillo de monte y antes de que pudiese acudir ninguno de los bandoleros lo había hundido tres veces en el corazón del bandido traidor. Luque cayó en tierra murmurando maldiciones, y el silencio más profundo sucedió a su muerte. ‒¡Cobardes! ‒dijo el capitán, limpiando lentamente la sangre que goteaba del acero con su pañuelo de batista‒. ¿Os entreteníais así en mi ausencia? Ganas me dan de abandonaros a los soldados que llegan. Efectivamente oíase, aunque lejano, el paso de una partida de caballería. ‒Vamos ‒continuó‒, todo el mundo va a devolver lo que ha tomado. Quien oculte una cinta siquiera se las habrá conmigo. ¡A llenar pronto los baúles! Sin un murmullo, sin la menor señal de descontento, empezaron aquellos mismos hombres, que nos hubieran asesinado antes, a volver a la zaga del coche las maletas y baúles que habían bajado; más o menos estropeados volvieron todos los objetos a su sitio; y esto se hacía entre el temor que la llegada de los soldados causaba a los bandoleros. ‒¡Que desaten a esa gente! ‒gritó José María. En el momento nos vimos libres. Mi hermano y mi cuñada se estrecharon llorando en los brazos el uno del otro. El capitán se acercó. ‒Es tarde, el tiempo vuela ‒dijo‒, es necesario marchar. Pido a ustedes mil perdones por la conducta de esta gente. Siempre se han portado bien estos muchachos, pero ese infame ‒añadió señalando al cadáver del Luque‒ los perdía. Un grito de satisfacción entre los bandoleros acompañó estas palabras. ‒¡A caballo! ¡Tomad por el atajo y esperadme en los cortijos de Deza! ‒exclamó con imperiosa voz José María. Ya era tiempo, el ruido de la partida de caballería estaba cada vez más cercano; pero los ladrones no querían dejar solo a su capitán. ‒Pronto ‒gritó éste‒, nadie me siga, yo estoy seguro ‒y señaló con gesto imperioso la ruta con la mano. Nadie vaciló ya; los bandoleros se perdieron a escape en el olivar. En el calor de nuestro reconocimiento le hicimos mil instancias para que se pusiese en salvo. ‒No hay cuidado ‒nos dijo sonriéndose. Y, montando a caballo, siguió al estribo del carruaje, distrayendo con atentas palabras las terribles emociones que nos agitaban todavía. Pocos minutos habríamos andado cuando nos hallamos con el valiente capitán Comares. Un aperador, que a la sazón pasaba, le contó que nos había visto entrar de un modo sospechoso en el olivar. Dijímosle que nos habían asaltado tres rateros; pero que la valentía del corredor de trigo había matado a uno y ahuyentado a los otros. Don Roque tendió la mano a nuestro libertador y envió dos soldados por el cadáver de Luque para presentarlo en el pueblo. ‒¿Y por dónde tiraron? ‒preguntó ansioso Comares. ‒¡Por allí! gritó el bandolero ‒y señaló el lado opuesto al de la retirada de la cuadrilla. ‒¡Vamos por ellos, muchachos! ‒gritó Don Roque a sus soldados. Y, despidiéndose de nosotros, metió espuelas a su caballo para internarse en el olivar. ‒No hay cuidado alguno ya ‒nos dijo José María‒. Queden ustedes con Dios y dispensen lo mucho que han sufrido hoy. Ninguna de nuestras ofertas fue admitida. ‒Algún día nos veremos con más tranquilidad ‒nos dijo. Y, tendiéndonos la mano, que estrechamos con ternura, volvió las riendas de su jaca cordobesa y desapareció a galope por el camino. Felizmente llegamos a Écija. Mi hermano y mi cuñada estuvieron al mismo tiempo en la cama, enfermos de las espantosas impresiones de aquel día. Fuimos a Cádiz y, aun en medio de la completa felicidad que

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gozaba, se estremecía Concha al oír hablar de ladrones. Temblaba también la atolondrada Antonia, pero suspiraba sin querer al acordarse de la buena traza y generosidad de José María.

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El soldado encantado7 WASHINGTON IRVING

La cueva de San Cipriano, en Salamanca, es un lugar del que muchos han oído hablar, pero cuyo emplazamiento exacto nadie puede afirmar con certeza cuál era. En tiempos remotos vivió en ella un astrólogo, versado en las artes de la quiromancia y que, al decir de las gentes, tenía profundos conocimientos de todo cuanto a plantas medicinales se refería. Pero, desde hace ya siglos, está cerrada sin que a nadie le preocupe demasiado dónde se encontraba en realidad. Los viejos del país, sin embargo, afirman que la entrada a esa cueva se hallaba donde hoy se encuentra la plazoleta del seminario Carvajal, cerca de la cruz de piedra que se eleva en el mismo centro. Y esa tradición la confirma en cierto modo la siguiente leyenda. Escuchadla: Hubo una vez en Salamanca un estudiante, alegre, pero muy pobre, que se llamaba Vicente, uno de esos que inician los estudios llenos de ilusiones y con muchas ganas de aprender, pero con ningún dinero en perspectiva y la bolsa vacía y, por eso, durante las vacaciones que les dan en la Universidad, van de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, pidiendo a las buenas gentes y a los caballeros de generoso corazón, hasta reunir así, con constancia y humildad, las monedas que necesitan para poder seguir un nuevo curso. Este que ahora nos ocupa nos lo encontramos, cuando comienza nuestra historia, a punto de iniciar una de esas correrías, llevando colgada a la espalda una guitarra. Teniendo algunos conocimientos de música, confiaba en que ese instrumento le ayudaría a conmover el corazón de aquellos a los que se acercara, o le permitiría, llegado el caso, pagarse con canciones y coplas populares una comida caliente o la estancia, por una noche, en alguna posada. Pero sucedió que cuando el estudiante se disponía a abandonar la ciudad de Salamanca, pasó junto a la cruz de Piedra que se alza en la plazoleta del Seminario y se quitó respetuosamente la gorra, para hacer una breve invocación a San Cipriano rogándole que le diera suerte en el viaje que iba a emprender. Seguidamente, al dirigir la mirada al suelo, advirtió que algo brillaba entre las losas, al pie de la cruz. Se inclinó para recogerlo y advirtió que se trataba de un anillo del estilo de los llamados «sellos», llamándole la atención por estar fabricado en un metal extraño, que parecía una mezcla de oro y plata. Como adorno tenía grabados dos triángulos que se entrecruzaban, formando una estrella de seis puntas. Los astrólogos, así como también cuantos estudian las artes de los antiguos, saben que ese dibujo fue inventado por el sabio rey Salomón y a él le atribuían los de su tiempo, muchas propiedades maravillosas. Pero el estudiante nada sabía de todo eso, así que, pensando que se trataba de un simple regalo que la suerte le hacía al iniciar su viaje, se limitó a deslizarlo en uno de sus dedos, prosiguiendo alegremente su camino. ‒Hubiese preferido encontrar una moneda de oro ‒dijo‒ pero mejor es eso que nada. En el peor de los casos me puede servir como pago de alguna comida o para agradecer la generosidad de alguno de los que quieran ayudarme en la correría que ahora emprendo. En realidad la vida de un estudiante pobre en España en los tiempos en que vivía ése que aquí nos ocupa, no era, ni con mucho, tan miserable ni tan desgraciada como a primera vista puede parecer. Muchos hombres sabios habían comenzado sus carreras de esa forma, por lo cual los estudiantes que iban de puerta en puerta y de aldea en aldea, no eran jamás tratados como mendigos sino que, fuesen o no atendidos, eran siempre respetados. Y como también muchos curas rurales habían sido estudiantes vagabundos en sus mocedades, siempre daban albergue a cuantos llamaban a sus puertas y también llenaban de comida sus estómagos y sus bolsas e incluso, en el mejor de los casos, deslizaban alguna moneda en sus bolsillos, para que con ella pudieran pagarse algún libro y estudiar. Además, a poco simpático que fuese el estudiante o si, como el protagonista le nuestra historia, sabía tocar algún instrumento, podía confiar también en que se le abrirían las puertas de las granjas y de las masías, deseosos como estaban siempre los campesinos de que alguien les amenizara con música y canciones las veladas. Y así fue cómo nuestro estudiante, deteniéndose en ocasiones en la casa de un cura rural y en otras en la de algún campesino o labrador, cuyo hospedaje pagaba deleitando a los ancianos con sus coplas y

7 Extraído de “Cuentos de la Alhambra”, traducción al español de la obra en inglés de W. Irving: “The Alhambra: A Series of Tales of

the Moors and Spaniards” (1832).

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canciones, y arrancando después de su guitarra fandangos y boleros, para que bailaran los jóvenes y las mozas, cuando el sol comenzaba a retirarse por el horizonte y daban por terminado el trabajo en el campo, llegó hasta Granada. Había recorrido casi medio país, pero ese había sido desde un principio el fin previsto para su viaje. ¡Cuánto deseaba nuestro estudiante conocer tan famosa ciudad, pasear por su vega, admirar las montañas que la rodean y muchas de las cuales tienen sus picos cubiertos de nieve, aún en pleno verano! Casi con emoción traspuso las murallas y recorrió calles y plazas. Y su imaginación, extraordinariamente viva, le hacía ver a auténticas princesas moras en cuantas muchachas se cruzaban en su camino y, llevado de su romanticismo, ante ninguna de ellas dejaba de extender su capa de estudiante, rogándole que se dignara pisarla. Decidido a quedarse varios días en la ciudad, para conocer a fondo todos sus rincones, estudiar sus joyas arquitectónicas y admirar todas sus típicas callejuelas en las que tan vivo estaba ‒ y está todavía‒, el recuerdo de los siglos en que fue capital del reino moro, pronto se hizo amigos. Su simpatía, su constante buen humor, su natural respetuoso y también su juventud y su gallardía, le proporcionaron general aprecio, a pesar de su absoluta carencia de fortuna y de sus trajes raídos. ¡Qué días tan interesantes, y también tan divertidos vivió nuestro estudiante en la hermosa Granada!. Incansable, recorría continuamente la ciudad de punta a punta, deteniéndose en cuantos edificios o lugares le parecían de interés, así como también los alrededores, alternando sus paseos con las muchas fiestas y reuniones a las que era invitado. Pronto uno de sus lugares preferidos fue la popular fuente del Avellano, que se encuentra en el valle del río Darro. Allí se dirigía a menudo, cuando quería tomarse algún descanso y siempre encontraba en ese paraje gente amable con la que iniciar agradables conversaciones. Pero nuestro estudiante que, como ya dijimos era aficionado a la música, jamás abandonaba su guitarra. Y, así, nunca se limitaba a conversar. Siempre terminaba pulsando las cuerdas de su instrumento, gustando de improvisar alegres melodías, o románticas y sentimentales canciones, que hacían las delicias de cuantos las escuchaban, principalmente de los jóvenes «majos» y «majas» que aprovechaban todas cuantas ocasiones se les presentaban para demostrar su ligereza y habilidad en el baile. Una tarde, estando precisamente en ese lugar, tocando una alegre melodía, vio llegar a un anciano de larga barba blanca y noble porte. Todos los que allí se encontraban le saludaron con grandes muestras de respeto por lo cual comprendió que se trataba de un hombre notable. ‒Es un gran sabio ‒le dijo uno de los jóvenes con los que durante aquellos días había hecho amistad‒. Vive enteramente consagrado al estudio y a la práctica del bien. ¡Jamás niega una limosna a cuantos a él se acercan pidiéndosela y siempre ayuda con consejos y dinero a todos los menesterosos o desdichados! ‒¡Que Dios os bendiga y os dé larga vida, señor! ‒exclamó entonces una mujer del pueblo‒. ¡Y que el destino sea propicio con vuestra hermosa sobrina! La joven, en cuyo brazo se apoyaba el anciano para subir la ligera cuesta, sonrió a la mujer al oír estas palabras y así nuestro estudiante supo el parentesco que les unía. ¡Y en verdad que era hermosa la muchacha! Poseía la clásica belleza andaluza, de cuerpo menudo pero esbeltísimo, pies pequeños y larga cabellera negra, rodeando un rostro de facciones finas pero bien definidas, en el que destacaban unos maravillosos ojos, rodeados de largas y sedosas pestañas, Además parecía tan recatada y virtuosa como hermosa, y su mirada apenas se levantaba del suelo, escuchando siempre con atención y respeto cuanto a su alrededor se decía, en particular si quien hablaba era su señor tío. Después que hubieron saludado a los allí reunidos, el anciano se sentó en uno de los bancos de piedra que adornaban la fuente y la joven corrió a buscarle un vaso de agua fresca con la que apagar la sed que el paseo le había dado. Se lo entregó para que la bebiera, mientras comía una de esas yemas escarchadas tan famosas y populares en la Granada de aquellos tiempos. El estudiante no dejaba de observarles, ni por un segundo. «¡Qué feliz sería si cayera simpático al anciano! Estoy seguro de que podría aprender mucho en pocas horas de conversar con él..., ¡y también me agradaría enormemente ganar la amistad de su hermosa sobrina!» Pero todo cuanto hizo para conseguirlo fue completamente inútil. En vano tocó sus más alegres canciones y jamás como aquella tarde salieron de sus labios frases tan ingeniosas. Sin duda, al anciano, no le agradaba la música y si venía hasta aquel lugar no era para mantener conversaciones más o menos

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agudas, sino, muy al contrario, para reposar de las horas que en su propia casa dedicaba al estudio y a la reflexión. En cuanto a la muchacha, su natural recato le impedía levantar los ojos del suelo para fijarlos en un desconocido. Además, poco tiempo permanecieron en la fuente. Apenas había transcurrido media hora desde su llegada, cuando el anciano se levantó del banco y apoyándose de nuevo en el brazo que su afectuosa sobrina le ofrecía, se despidió de los conocidos que allí había encontrado. En aquel momento, sin embargo, la joven levantó por fin los ojos y su mirada se cruzó con la del estudiante. Y era tan dulce su expresión, que el corazón del muchacho comenzó a latir con más fuerza. Cuando ya se hubieron marchado, nuestro estudiante pidió al amigo que antes le informara acerca del anciano, que le ampliara lo que de él le había contado. Y así supo que no sólo era un hombre sabio, dedicado al estudio y generoso, sino también un modelo de orden en sus costumbres y puntual en sus citas. ‒Siempre se levanta a la misma hora y jamás varía tampoco ni siquiera en unos minutos, las horas que destina a la comida, al estudio, al paseo o al rezo en la catedral, ¡ni mucho menos las que destina al descanso! Es un dechado de perfecciones y de virtudes, un espejo en el que todos los grandes hombres de Granada pueden mirarse ‒afirmó el amigo. ‒Y esa muchacha que le acompañaba, su sobrina según dijo una mujer, ¿vive con él? ‒preguntó el estudiante. ‒En efecto. Quedó huérfana hace ya muchos años y el anciano que es en realidad su tío abuelo, se la trajo a vivir con él a su casona, en la que también vive un ama de llaves, fiel y honrada como ninguna, y un criado que es el que cuida del patio y de la huerta, que hay en la parte posterior, así como del mulo que tienen en la cuadra y en el cual, en ocasiones, gusta de dar cortos paseos. A partir de aquel día, mejor dicho, a partir del instante en el que su mirada se cruzó con la de la hermosa y recatada muchacha, el estudiante dejó de ser un joven irreflexivo y alegre. Ya no le interesaba el inconsciente vagabundeo por calles y plazas y sólo haciendo un gran esfuerzo conseguía que sus canciones no fueran siempre tristes y melancólicas. Sólo tenía un único deseo, una única ilusión. ‒¡Si yo consiguiera entrar en esa casa como amigo!‒, se decía. Pero el noble anciano no sentía ninguna simpatía por él. No había sido jamás estudiante vagabundo, ni se había visto obligado a cantar por pueblos y ciudades, para conseguir dinero con el que pagar sus libros o conseguir un plato de comida caliente. Y también en vano rondó el estudiante noche y día alrededor de la casa del docto hombre de letras, en espera de que su sobrina se asomara en algún momento a una de las ventanas y pudiera intercambiar una simple mirada, ¡todas las ventanas permanecían siempre medio cerradas! Sólo en una ocasión, mientras daba una serenata bajo el balcón de la habitación de la muchacha, vio una fugaz sombra blanca y creyó advertir que una mano, blanca y fina, levantaba muy ligeramente una de las cortinas que cubrían los cristales. Y así fueron pasando los días. El estudiante seguía rondando la casa y buscando amigos que pudieran introducirle en la amistad del anciano. Pero todo era inútil. Por fin, una noche, decidió darse por vencido si no conseguía sus propósitos antes de una semana. ‒No puedo permanecer más tiempo en esta ciudad. Si por lo menos hubiera conseguido la amistad de ese anciano tan erudito, podría aprovechar mis ideas estudiando y aprendiendo de él, pero, no siendo así, partiré el próximo lunes. Pero aquella semana se celebraba en Granada una festividad que sus habitantes conmemoran anualmente con gran al algazara y alegría: el día de San Juan, o, mejor dicho, la víspera de San Juan. Esa noche, todas las gentes, lo mismo las más humildes que las de elevada posición, la pasan bailando a orillas del Darro y del Genil, encendiendo alegres hogueras que alumbran con sus rojizos resplandores, a los que se reúnen a su alrededor para charlar o explicar historias. «¡Felices las muchachas que en esa noche maravillosa lavan sus rostros en cualquiera de esos dos ríos, en el preciso momento en que las campanas de la catedral anuncian la medianoche. En tal instante, esas aguas tienen la virtud de embellecer!», afirman los viejos del lugar. Y aunque pocas jóvenes creen ya en tal leyenda, aún hoy en día son muchas las que en tal noche, acuden hasta las márgenes del Darro y del Genil para lavar sus rostros en el agua pura y cristalina.

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Como ya supondréis, nuestro estudiante, a pesar de su melancolía, se dejó arrastrar por un grupo de amigos y también él se confundió con el tropel de gente, que, ya al anochecer, salía de la ciudad para celebrar esa festividad. Cuando llegó al paraje donde suelen encenderse las clásicas hogueras y donde mayor es siempre el número de personas, lanzó una mirada a su alrededor, deleitándose con la belleza de aquel paisaje y contempló con envidia a las jóvenes que, acompañadas por sus galanes, paseaban seguidas por la atenta y a la par cariñosa mirada de sus madres o dueñas. ‒¡Quizá si mi aspecto no fuera tan desastroso, si tuviera un traje nuevo o menos raído y zurcido, por lo menos, consiguiera yo también merecer la amistad y la confianza del anciano, cuya sobrina me ha conquistado el corazón! Pero, así, ¿puedo imaginar siquiera que ese noble y erudito señor, pueda considerarme como posible pretendiente a la mano de la hermosa muchacha a la que quiere como a una hija...? ‒se dijo, una vez más. De pronto, a pesar de estar embebido en sus pensamientos, se fijó en un curioso personaje que estaba casi a su lado y que, como él, parecía estar solo. Era alto, de figura recia y aspecto grave; su rostro estaba curtido por el sol y su barba canosa y no muy larga. ¡Pero lo que principalmente llamó su atención fue que vistiera una antigua armadura española y empuñara lanza y escudo! Parecía arrancado de alguno de los cuadros que adornan los museos reales y que habían sido pintados cientos de años antes. Sin embargo, nadie parecía reparar en él y ni uno solo de los que pasaban por su lado le lanzaba miradas extrañadas o sorprendidas. Quizá es costumbre, en esta noche de San Juan, que todos vistan como quieran y por eso a nadie llama la atención el extraño atuendo de ese hombre ‒se dijo el estudiante‒. Sin embargo, advierto que nadie más que él viste traje o uniforme antiguo. Me acercaré y le preguntaré. Y así lo hizo, deseando satisfacer su natural curiosidad. ‒¡Llevas una armadura muy antigua y muy original, amigo! Me gustaría saber la razón... El soldado abrió y cerró por dos veces la boca, antes que las palabras llegaran a salir de sus labios, como si sus mandíbulas estuvieran enmohecidas y le resultara difícil moverlas. ‒Es el uniforme del Cuerpo al que pertenezco ‒respondió, al fin. Esta respuesta aún sorprendió más al estudiante, que estaba seguro de conocer todos los uniformes que en aquel momento había en España. ‒¡Jamás lo hubiera creído! ‒exclamó, añadiendo‒: ¿Y puedo preguntar qué cuerpo es ese? ‒¡La Guardia Real de mis señores doña Isabel y don Fernando! ‒contestó el soldado. ‒¡Cielos, no es posible! ¡Ese Cuerpo dejó de existir hace casi tres siglos! ‒señaló el estudiante, cuyo asombro iba creciendo por minutos. Pero el soldado no se inmutó. Clavando sus ojos en el rostro de nuestro amigo, afirmó: ‒Ya lo sé. Tres siglos, en efecto. Todo ese tiempo ha transcurrido ya desde que yo monto guardia pero si tú me ayudas, mi liberación puede estar próxima. ‒¿Qué puedo hacer yo por ti? ‒inquirió el estudiante, interesado‒. ¿Y qué ganaría yo con ello o a qué peligros me expondría? ‒Puedes hacer mucho por mí. Pero necesitas tener mucho valor y mucha fe. Y como premio, conseguirás una gran fortuna, como jamás pudiste soñarla. ‒Valor no me falta, ni fe tampoco. Y nada tengo que perder, excepto mi pobre guitarra mientras que no me vendría nada mal algún dinero que me permitiera presentarme con una cierta decencia en una casa cuya puerta se me ha cerrado hasta hoy, así como proseguir y terminar sin mayores preocupaciones mis estudios universitarios. Pero antes, debes explicarme muy bien lo que quieres de mí. ¡No me gustan los aparecidos, ni los espíritus que vienen de otros mundos! Al oír estas palabras, el soldado sonrió. ‒No temas, joven ‒le dijo‒. Mi espada jamás se ha desenvainado sino para defender la fe cristiana de mis padres o las tierras de mis reyes. ¡Por eso no podría quererte mal, mi conciencia me lo reprocharía eternamente! Ven conmigo, sígueme tranquilo, no temas, te doy mi palabra de soldado de que nada malo ha de ocurrirse. Aquella explicación tranquilizó al estudiante, el cual, maravillado, se dispuso a seguir al soldado que, siempre sin que nadie se fijara en él, como si fuera invisible a los ojos de todos, excepto a los suyos, se dirigía

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hacia la orilla del río, atravesando los corros de gentes que charlaban y las parejas que danzaban incansables. Llegados a las márgenes del Darro, cruzaron un puentecillo y, ya en el otro lado, el soldado guió al estudiante por un camino estrecho que, después de bajar hasta un arroyuelo, seguía bordeando un molino y un acueducto hasta volver a subir por el barranco que separa los terrenos del Generalife de los de la Alhambra. Todavía brillaba en lo alto de las almenas de la antigua fortaleza mora un último rayo de sol, mientras las campanas eran lanzadas al viento para anunciar con alegría la festividad del día siguiente cuando ellos cruzaban ese barranco. Pero a pesar de que ya habían andado un buen trecho, el soldado no se detuvo ni un instante. Sin advertir la belleza de aquel momento, siguió andando con paso rápido por aquel camino cubierto en parte por abrojos, zarzas y otras hierbas salvajes. La noche cae rápidamente en verano. Y así, a los pocos minutos, el estudiante y su guía caminaban ya en la más completa oscuridad, cruzándose de vez en cuando, en su solitaria y apartada caminata con algún que otro murciélago. Por fin llegaron hasta las ruinas de una torre bastante alejada de Granada que los moros usaban antaño para apostar en ella a centinelas que les avisaran de posibles avances de tropas enemigas. El soldado, sin la menor vacilación, golpeó el suelo, exactamente debajo de una de las antiguas y macizas puertas de hierro con el extremo de su lanza, ¡y al punto se oyó como un sordo rumor y un sonido extraño y lejano, como de piedras que se separan! Y ese sonido extraño fue acercándose hasta que las mismas piedras que tenían frente a ellos, a sus pies, se abrieron dejando un boquete ancho como el de una puerta y en el que el estudiante distinguió unos peldaños, que parecían conducir a las mismas entrañas de la tierra. ‒No tengas ningún temor ‒le dijo el soldado. El estudiante sentía un cierto miedo, como es lógico y natural, pero haciendo un esfuerzo de voluntad, siguió valientemente al soldado que ya iniciaba el descenso por aquella escalera, que descendía entre paredes de roca viva, en las que se podían leer inscripciones hechas con caracteres moriscos que no acertó a descifrar, a pesar de los conocimientos que tenía de la lengua árabe. No tardaron en llegar a una amplia bóveda, que igualmente parecía cavada en la roca viva, y entonces el soldado le dijo, señalándole un banco de piedra que se encontraba a uno de los lados: ‒¿Ves ese banco de piedra? ¡Pues ha sido mi único lecho, durante tres siglos! ‒¡Parece imposible! ‒se asombró el estudiante‒. Y eso me hace pensar que tu sueño ha debido ser en verdad pesado, para poder descansar en tan dura cama. ‒¡Oh, no, todo lo contrario! ‒siguió diciendo el soldado‒. Te he dicho que ese ha sido mi único lecho, pero eso no significa que haya dormido. Aunque te parezca imposible, ni por un instante he podido cerrar los ojos durante todo ese tiempo. Verás, te contaré mi historia completa, para que comprendas la razón de esa guardia permanente que año tras año he venido haciendo. »Como ya te dije, yo pertenecía a la guardia real de los Reyes Fernando e Isabel de Aragón y Castilla, y en una de sus frecuentes incursiones en tierras aún ocupadas por los moros, fui hecho prisionero por el enemigo y encerrado en esa torre en cuyo interior hemos penetrado. Ahora es un simple montón de ruinas pero, en aquellos tiempos, se elevaba erguida y soberbia y parecía capaz de desafiar cualquier ataque, por lo que Boabdil la había elegido para prisión, al tiempo que la usaba como avanzada de sus tropas que defendían Granada. »Pero sucedió que cuando el ataque de los cristianos se hizo más peligroso, los moros tuvieron que ir retirándose de les alrededores de Granada, como sin duda ya sabes, y casi todos los prisioneros que aquí había fueron trasladados a las cárceles que hay en los subterráneos de la Alhambra. Yo permanecí en la torre, pero como que la guardia era ya mucho menos numerosa, me permitían una cierta libertad de movimientos y fue entonces cuando una mañana se me acercó un alfaqui ‒ nombre que los árabes daban a sus doctores o sabios de la ley ‒, persuadiéndome para que le ayudara a esconder entre los muros de esa bóveda algunos de los tesoros de Boabdil. »Me dejé tentar por la ambición ‒siguió diciendo el soldado con voz apenada y de intenso arrepentimiento‒ y acepté su proposición, no sin antes hacerle prometer por Alá y por Mahoma que, terminada la guerra, nos repartiríamos a partes iguales el cofre lleno de piedras preciosas y monedas de oro.

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»Pero ignoraba que aquel hombre estaba versado en los conocimientos de los antiguos egipcios y era una especie de brujo, que sabía artes de encantamiento. Y así, en cuanto tuvimos el cofre escondido me lanzó un conjuro mágico, con el que me obligaba a guardar el cofre hasta su regreso, impidiendo que nadie pudiera acercarse siquiera a él. »Y algo debió sucederle. Murió sin duda, o quizá fuera hecho prisionero por los cristianos, pero lo cierto es que jamás regresó a la torre y aquí he permanecido yo desde entonces, enterrado vivo, por así decirlo, sin descansar jamás pues ese mágico conjuro que pesa sobre mí me impide conciliar el sueño. Estoy en perpetua guardia, ya te lo dije. ‒Es triste tu historia ‒afirmó el estudiante. ‒Muy triste, en efecto. ¡Si tú supieras todo cuanto he sufrido encerrado en esa bóveda, hora tras hora, día tras día, año tras año...! Una a una he oído cómo iban cayendo y desmoronándose las piedras de esa torre, y también he oído cómo sus mismos cimientos, que tan fuertes creyeron hacer los árabes que la construyeron, eran sacudidos por varios terremotos que esas tierras han experimentado... »Sólo una vez, cada cien años, precisamente en tal día como hoy, la víspera de San Juan, me es permitido salir de mi cautiverio y acercarme hasta las márgenes del Darro, allí donde tú me has encontrado y en espera de encontrar a alguien que pueda romper el hechizo que me domina. Hoy hace trescientos años que se inició mi cautiverio y hoy es, por lo tanto, la tercera vez que salgo de él, pero la primera en que alguien advierte mi presencia. En las anteriores ocasiones, caminaba entre la gente sin que nadie me viese, como si una nube me ocultara a los ojos de los mortales. ‒¿Y por qué razón sólo yo puedo verte? ‒preguntó Vicente. ‒Ese anillo que llevas en el dedo ‒afirmó el soldado, señalando el anillo que nuestro amigo encontrara al pie de la cruz en la plazoleta del seminario Carvajal‒ es el anillo de Salomón y, aunque tú quizá no lo sepas, un talismán que salva de todo hechizo o encantamiento al que lo lleva. ¡Por eso precisamente, porque es tuyo ahora, puedes librarme del encanto que me tiene preso! El estudiante pareció dudar. ¿A qué peligros se exponía a sí mismo si aceptaba ayudar al soldado...? Pero éste, que adivinó sus vacilaciones, dijo: ‒Elige entre salvarme o dejarme aquí encerrado por cien años más, por lo menos, porque quizá esos cien años se conviertan en otros trescientos, o en quinientos. Ya te dije que las dos veces anteriores que salí no encontré a nadie que pudiera verme... Esas palabras decidieron al estudiante, que era un muchacho de corazón noble y generoso. Aunque muchas veces antes de aquel momento había oído leyendas acerca de los tesoros que escondía la Alhambra, así como muchas de las montañas que se levantan en las cercanías de Granada, siempre las consideró como cuentos o fábulas, nacidos de la imaginación de las gentes. Pero ya no podía seguir dudando. Lo que estaba viviendo no era un sueño, sino una realidad. Y lo que aquel soldado le pedía era un acto de misericordia. ‒Acepto. Puedes confiar en mí y en mi amistad. Te prometo que haré cuanto esté en mi mano por salvarte de tu hechizo. ‒Te quedaré eternamente agradecido ‒contestó el soldado. Y era tanta la emoción que el pobre hombre experimentaba, viendo aproximarse la hora de su liberación, que, a pesar de ser un antiguo y rudo guerrero, sus ojos se llenaron de lágrimas‒. Pero como antes te dije, si consigues salvarme podrás contar no sólo con mi agradecimiento, sino también con una fortuna que te permitirá vivir libre de preocupaciones el resto de tu vida. Dichas estas palabras, le señaló un pesado cofre que se encontraba en un rincón de la estancia, que estaba cerrado con diversas cerraduras y en cuya tapa se velan grabadas inscripciones hechas con caracteres árabes. ‒Fíjate en ese cofre ‒siguió diciendo‒. Contiene un verdadero tesoro en piedras preciosas, monedas de oro y sartas de perlas del más fino oriente. ¡Te ofrezco la mitad, en pago a tu servicio! ‒Ya te dije que estaba dispuesto a ayudarte ‒afirmó de nuevo el joven estudiante‒. Dime de una vez qué debo hacer. ‒Necesitamos la ayuda de otras dos personas. Y, naturalmente, sólo tú puedes encargarte de encontrarlas sobre la superficie de la tierra. Esas dos personas deben ser un anciano erudito, que pueda

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descifrar las inscripciones que están escritas con caracteres árabes en las paredes que conducen a esa bóveda y que, al mismo tiempo, sea hombre de virtud y respetado por cuantos le conocen. Y una doncella joven, recatada y buena, para que con su propia mano, en la que deberá llevar ese anillo del sabio Salomón, toque el arca que contiene el tesoro. Y todo eso ha de hacerse durante la noche. Al oír aquella explicación, el estudiante pensó al punto que las dos personas de las que el soldado hablaba se encontraban exactamente reflejadas en el anciano sabio y su hermosa sobrina. ¡Y eso, como es de suponer, le llenó de alegría! ‒¡Estupendo! ‒exclamó‒. Conozco a un anciano erudito, que tiene una sobrina muy hermosa, y sus personas y sus almas corresponden exactamente a esa descripción que acabas de hacerme. ¡Estoy seguro de que conseguiré su ayuda! ‒Perfecto. Pero debo advertirte que es condición esencial para que el anciano pueda penetrar hasta esa bóveda que, antes, mortifique su carne con el ayuno. Durante veinticuatro horas no debe probar bocado alguno ni beber siquiera un sorbo de agua. Y en cuanto a la doncella, asegúrate de que sea realmente un dechado de perfecciones y virtudes. De lo contrario, de nada servirla cuanto hiciésemos ‒explicó el soldado‒. Y ahora, apresúrate a volver a la tierra para hablar con ellos y convencerles de que me ayuden. Tienes tres días de tiempo. Pasadas esas setenta y dos horas todo será inútil. Tu anillo de Salomón, a pesar de su poder, ya no volverá a abrirte la entrada a mi encierro en cuanto suene la medianoche del tercer día. Y yo habré de esperar una nueva oportunidad, el próximo siglo. El estudiante se apresuró a salir, sintiéndose muy alegre y contento. ¡Le parecía algo facilísimo conseguir la liberación del soldado! Y ni siquiera sintió el más mínimo temor cuando advirtió que las piedras volvían a cerrarse a sus espaldas. Al día siguiente, muy de mañana, se dirigió a casa del anciano erudito, con paso seguro y firme. ¡Ahora no iba a presentarse como un pobre estudiante sin más bienes que su saber y sus deseos de nuevos conocimientos y una vieja guitarra, sino como el embajador de un mundo fantástico, y futuro poseedor de un tesoro digno del más poderoso rey! Desgraciadamente, la leyenda no nos cuenta lo que hablaron el estudiante y el anciano. Pero lo cierto es que el noble y bondadoso sabio, al tener conocimiento de que un pobre soldado estaba hechizado y de que él podía contribuir a salvarlo, sintió conmoverse su corazón y no tardó en decir a Vicente que podía contar con su ayuda. Además, el joven le ofreció la mitad de las joyas y del oro que el soldado había prometido entregarle. ‒¡Cuántas limosnas podré hacer, y a cuántos menesterosos podré ayudar con ese tesoro! ‒exclamó el sabio, lleno de contento. Y seguidamente llamó a su sobrina, a la que informó de cuanto el estudiante le había pedido. Naturalmente, también la muchacha se mostró dispuesta a colaborar, lo cual le ganó una agradecida mirada del joven. Así, ya sólo quedaba una dificultad. ¡El ayuno de veinticuatro horas al que el anciano debía someterse, para ser digno de penetrar entre las piedras que guardaban la bóveda encantada! Y decimos dificultad porque el anciano, aunque de costumbres austeras y siempre muy parco en el comer y en el beber, precisamente por ser ya de avanzada edad y tener costumbres y hábitos que no había variado desde hacía años, le resultaba muy doloroso permanecer tantas horas sin ingerir bocado alguno. Por dos veces lo intentó... ¡y por dos veces fracasó en su empeño! El pobre hombre estaba lleno de buena intención, pero en cuanto habían transcurrido cuatro o cinco horas, sentía que su estómago le reclamaba con insistencia el alimento o la bebida a la que estaba acostumbrado, y a la que, naturalmente, tenía derecho. En cuanto el ayuno llegaba a ser de medio día, experimentaba auténticos vahídos y mareos, hasta qué sin poder resistir más terminaba alguna fruta o bebiendo aunque sólo fuera un vaso de agua. Finalmente, llegada la medianoche del segundo día, día en que por segunda vez había fallado el ayuno del anciano, el estudiante, con buenas palabras y mucha cortesía, se permitió recordarle que aquella era ya su última oportunidad. ‒¡Si tampoco en las próximas veinticuatro horas podéis resistir sin tomar alimento ni bebida alguno, habréis condenado al soldado a seguir encantado durante un nuevo siglo! Pensadlo bien señor... Y pensad también que perderemos la fortuna con la que queréis socorrer a muchos necesitados.

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El anciano sintió que de nuevo se conmovía su corazón al pensar en la desdicha del soldado y también en todos los menesterosos a los que podría ayudar, si conseguía el tesoro del que Vicente le había hablado. Y se hizo la firme decisión de que aquel día resistiría, por doloroso y difícil que le resultara. ¡Y aquel día, por fin, lo consiguió! Ya hacía rato que el sol se había puesto en el horizonte y la noche estaba avanzada cuando el estudiante, seguido por el anciano y la doncella inició el camino que conducía hasta la torre en la que estaba cautivo el soldado. El joven marchaba alegre, pero el pobre sabio, como consecuencia de su ayuno, iba casi tambaleándose y sintiendo cómo las piernas le temblaban de pura debilidad. El estudiante, en cuanto lo advirtió, le ofreció su brazo y sólo así, con esa ayuda, pudo el sabio seguir andando. Detrás de ellos caminaba la doncella, llevando al brazo un cesto con provisiones, para que su tío pudiera recuperar fuerzas tan pronto como, llegada ya la medianoche, hubieran conseguido romper el hechizo del soldado. Llegados a la puerta de la torre, el estudiante tocó ligeramente con su anillo las losas de piedra al pie de la maciza puerta de hierro y al punto se oyeron los mismos ruidos que oyera tres noches antes, cuando iba en compañía del soldado, y de nuevo se abrió a sus pies un ancho boquete, en el que se distinguían las escaleras que conducían a la bóveda. Iniciaron el descenso. Fue lento, porque a cada escalón el sabio anciano tenía que detenerse para ir descifrando las inscripciones grabadas en las paredes. Pero era tal su saber, que pudo descifrarlas todas, sin dejar ni una sola, con lo cual quedaba ya cumplido uno de los requisitos necesarios para romper el hechizo de aquel lugar. Llegados a la bóveda encontraron al soldado sentado en el duro banco que durante tres siglos había sido su único lugar de reposo y cuyo rostro se iluminó al verles llegar. A una seña del estudiante, la doncella avanzó hacia el cofre, tocando sus cerraduras con la mano en la que llevaba el anillo de Salomón que el joven le había entregado previamente. Se abrió la tapa, como si hubieran tocado un oculto resorte y, ¡qué gran tesoro apareció ante sus ojos! El soldado no había mentido. Sartas de perlas finísimas, joyas maravillosas, monedas de oro, piedras preciosas de incalculable valor... Por unos instantes, lo mismo el anciano que los dos jóvenes se quedaron extasiados contemplándolo. ‒ ¡Vamos! ¡Démonos prisa en salir de aquí, ahora que el hechizo ya está roto! –exclamó Vicente, apresurándose a llenarse los bolsillos. ‒No hay prisa ‒respondió el soldado‒. Saquemos el cofre entero y cuando nos encontremos en la superficie de la tierra lo repartiremos como dijimos. No dejemos ni una sola moneda ahí dentro. El estudiante aprobó aquellas palabras y entre los dos se pusieron a mover el cofre. Pero era tan grande el tesoro que contenía, que resultaba enormemente pesado, por lo cual sólo muy lentamente conseguían ir moviéndolo. Entretanto, el anciano, a quien el tesoro no interesaba particularmente, y que había oído claramente cómo el estudiante afirmaba que el hechizo ya estaba roto, se lanzó hacia la cesta de las provisiones que su sobrina había dejado a un lado en el suelo, y en menos tiempo del que se tarda en explicarlo se bebió una taza de apetitoso caldo, apresurándose después a hincarle el diente a una manzana de piel brillante y hermosos colores, al tiempo que se tomaba una copita de vino generoso, para templar el estómago, reseco por el prolongado ayuno. ¡Jamás lo hubiera hecho! Aún no había terminado de comer la manzana cuando las paredes de la caverna comenzaron a retumbar. Oyendo el ruido, el soldado lanzó una exclamación, porque al momento advirtió que todas sus esperanzas e ilusiones se desvanecían. Y en efecto, el cofre, que ya habían conseguido llevar hasta el pie de las escaleras, volvió a cerrarse con un golpe seco y en un instante volvió a estar en el que antes se encontraba, mientras el anciano, el estudiante y la doncella se encontraron de nuevo en la superficie de la tierra, y las losas de piedra se cerraban de nuevo a sus pies, sin que jamás llegaran a saber si habían conseguido salir corriendo y por sus propios méritos, o si el mismo hechizo que mantenía cautivo al soldado, les había echado fuera de la bóveda subterránea. El anciano lloró lágrimas muy amargas.

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‒Yo soy el único culpable. ¡Rompí demasiado pronto mi ayuno! ¡Pobre soldado! ‒exclamaba una y otra vez. ‒Calmaos, señor ‒le dijo el estudiante‒. Quizá consiga entrar de nuevo en la caverna y hacer salir conmigo al soldado. Pero entonces advirtieron que el anillo de Salomón, lo único que de nuevo podía abrirles la entrada, se había quedado dentro. Eran tan pequeñas las manos de la doncella y de dedos tan finos, que era casi seguro que el talismán se había escurrido, cayendo al suelo sin que ni ella misma se diera cuenta. Y además, en aquel momento, llegaron hasta sus oídos las campanas de la catedral de Granada que daban las doce. El encanto volvía a iniciarse. ¡El soldado de la guardia de Fernando e Isabel de Aragón y Castilla, quedaba condenado a otros cien años de completa reclusión, por su antiguo pecado de ambición! También la hermosa doncella derramó lágrimas de compasión pensando en el pobre soldado. Pero, finalmente, los tres emprendieron de nuevo el regreso a Granada, porque ya nada podían hacer. La leyenda ya no nos cuenta más. Pero la tradición que los viejos del lugar se complacen en ir repitiendo a los jóvenes de generación tras generación, nos dice que, llegados ya a Granada, Vicente advirtió que las joyas y las piedras preciosas con las que había llenado sus bolsillos, permanecían todavía en ellos, constituyendo por sí mismas una bonita fortuna, con la cual pudo aumentar su saber, terminando su carrera y llegando a ser, con el tiempo, tan erudito y respetado en Salamanca, como lo era en Granada el anciano tío de la doncella. Y también nos dice esa misma tradición que apenas habían transcurrido dos años de todos esos sucesos, cuando la hermosa doncella y el estudiante contrajeron matrimonio, y la boda complació mucho al viejo tío, que había llegado a apreciar enormemente al joven, por su clara inteligencia y por su generoso corazón. La doncella fue tan perfecta esposa como antes había sido buena sobrina y modelo de jóvenes solteras, y de su matrimonio nacieron siete hijos, cuatro niñas y tres niños, todos los cuales heredaron la belleza de la madre, la inteligencia del padre y las virtudes que adornaban a ambos, con lo cual llegaron a ser, con el tiempo, jóvenes de gran valor, queridos de cuantos les conocían. En cuanto al soldado encantado, hay quien afirma que aún hoy sigue montando guardia junto al tesoro y que sólo sale de su encierro la víspera de San Juan, donde aún podría verle, junto al puente, quien poseyera el mágico anillo de Salomón. Pero también hay quien dice que su encanto se rompió por fin, cien años después de que el estudiante le encontrara, gracias a un pastor que en uno de los montes que rodean Granada encontró otro ‒ o quizá el mismo ‒ anillo de Salomón. Claro que eso nadie puede afirmarlo con seguridad.