Transnistria

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¿Quién no ha soñado con fundar una ciudad basada en el hedonismo y la desmesura? En esta novela los géneros se confunden para hacer una suerte de trama negra con tintes filosóficos. Sigler, un cronista fracasado, debe ir a IberVegas, una especie de paraíso de la perdición en búsqueda de un magnate ruso para escribir una historia que será publicada en una revista de moda. Sin embargo, el escepticismo, la tristeza, la oquedad de una vida al borde del abismo componen un relato lleno de belleza existencial en el cual la búsqueda de la verdad (de uno mismo, de los otros) es tan sólo una excusa para hablar de una vida que es pura ficción y de un fin del mundo que, quizás ya consumado, se aleja sin remedio.

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Creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara.J. L. Borges

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…afirmo que puedo recordar una vida presente distinta.Philip K. Dick

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> No volverás a ser <

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1La bruma, esa madeja de borrones oscuros burbujeando sobre fondo blanco, comienza poco a poco a disiparse. La situación se focaliza pau-latinamente y un engranaje situado en alguna recámara de algún ló-bulo cerebral se activa, abriendo la veda a los asuntos comunes de la mañana. Toma de tierra algo brusca, análisis del terreno para corrobo-rar que la atmósfera es respirable. La niebla inicial se condensa en una retahíla de palabras, cuyo traqueteo lleva incesantemente, se empiece por donde se empiece, a una de ellas. Siempre la misma.

-¿”Transnistria”?-Transnistria.-¿Me tomas el pelo?-De ninguna manera.-No existe ningún lugar así.-Te equivocas -deja serpentear la última consonante, intentando

hipnotizar con un fonema bífido y venenoso a ese hombre aún medio dormido que sostiene el par de folios con la misma dificultad con la que sostiene el peso del mundo reanudado.

-¿En serio? Parece de risa. -Es un estado fronterizo con Rusia y Georgia. -¿Y por qué diablos no me suena de nada? -Quizás porque sólo ha sido reconocido como estado por Rusia y

Georgia.-Comprendo. Es como una especie de amigo imaginario de ese par

de chalados, ¿verdad?

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-Bueno, no del todo imaginario. Los transnistrios lo sienten como muy real.

-Porque ellos también son imaginarios, coño. Quieres hacer un artí-culo de viajes sobre un país que no existe.

-Es tu opinión. Para mí es tan real como cualquier otro. -Como cualquier otro de los países que jamás has pisado, querrás

decir. Según tu argumento, la Atlántida podría ser un estado de la unión, una comunidad autónoma o incluso un peñón como Gibraltar si te propusieras escribir sobre ello…

-Estás tensando demasiado el debate. Llevo dos años escribiendo artículos, y este no tiene nada de distinto al resto.

Eso es meridianamente cierto. Todos y cada uno de los textos que Efraín Sigler entrega puntualmente a la editorial, bajo incierta autoría y generosamente atravesados por el epíteto de “crónicas de viajes”, pre-sentan las mismas credenciales científicas (entropía, caos, catástrofe) y morales (soberbia, vileza, mezquindad). Siendo objetivos, este último artículo sobre un país cuya existencia resulta cuestionable para la ma-yor parte del planeta no difiere en nada de sus predecesores. Mantiene incólume la línea de sangre y por lo tanto su porción de derechos re-gentes en el momento en el que la historia minúscula de la literatura deba repartir suerte.

-Muy bien. De acuerdo. Y dime, Efraín… ¿qué podrías decirme de este lugar de mala muerte? ¿Que ofrece Trans…?

-Transnistria.-Exacto. ¿Qué deliciosos atractivos ofrece Transnistria al aguerrido

lector que se enfrente a tu artículo?-“Para empezar -se relame Sigler en silencio- jóvenes engan-

chados al pegamento y vestidos con ropas deportivas que a los jó-venes europeos occidentales les quedan o bien demasiado cortas o bien demasiado anchas”. Así son los jóvenes transnistrios: delgadez y altura sin límites, cubierta de un mal gusto sin límites y adicta sin límites al pegamento, que quizás sí tiene sus límites, aunque eso no

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pude corroborarlo. Y para seguir, una nada despreciable sucesión de episodios que podrían engrosar sin ningún problema una bienal de arte contemporáneo, del considerado más difícil todavía, alineadas bajo una pálida luz grisácea y rematadas todas por un cartel del tipo: sin título; técnica mixta: novios posando ante misiles de corto alcance para el álbum de fotos destinado a nadie en absoluto, visados falsos confeccionados clandestinamente en sótanos de casas que constan de tan sólo un sótano, montones de papel de aluminio –en las calles, en los cerebros, en los aparatos urinarios y reproductores–, limusinas sin conductor aparente, ciudades sin aparentes ciudadanos.

-Es un vestigio histórico, Matos. Un sitio fuera de la historia. Segu-ro que hay lectores a los que les apasionan estos retos.

-Seguro.El reloj invisible que hay entre los dos contendientes, al lado del tablero

de ajedrez igualmente invisible, se aproxima al cénit. El próximo movi-miento, el definitorio, está al caer.

-De acuerdo, tú ganas. Saldrá en el próximo número.-Me gusta que sigas manteniendo tus principios, Matos. Sobre

todo en estos tiempos que corren.Estos tiempos corren veloces, montados en carrocerías transpa-

rentes cuyo paso uno es incapaz siquiera de adivinar. Resulta difícil calcular los movimienos indispensables para evitar que un vector en-furecido rezumando espíritu de conquista le pase por encima. Para Matos una forma de sobrevivir es mantener intacta la capacidad para distinguir entre lo banal y lo importante. Aunque, a estas alturas, re-sulta igualmente peliagudo definir qué es lo importante, ante lo cuál uno puede optar, como en su caso, por equipararlo a lo complicado. Lo inextricable. El reto, como dice Sigler. Y, eso hay que reconocerlo, las crónicas de Sigler son lo bastante complicadas, inextricables y tal vez incluso incomprensibles como para que, dentro del esquema men-tal algo zozobrante de Matos, se transformen en cosas relativamente importantes.

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Otra cosa es por qué esos textos siguen presentándose al lector de la revista como “crónicas de viajes”, y no sencillamente como “elucu-braciones inaccesibles fruto de un cerebro aquejado de graves lesiones crónicas”. Aún no parece haber llegado el día para enfrentarse a ese enigma. Con un poco de suerte, el fin del mundo se precipitará inopi-nadamente, vertiendo su gran reserva de aceite hirviendo sobre todas y cada una de las testas de los hombres. Y la obligación de responder a esa pregunta habrá pasado a un segundo plano eterno.

Por el momento, hasta que ese (u otro) apocalipsis se concrete, el mundo se contornea sin reparo alrededor de lo que será sin duda la causa de su propio fin. El dinero. Como buenos representantes de este mundo, Matos y Sigler se suman periódicamente a ese baile.

-¿Sabes cuándo…? Bueno, ya me entiendes…-En un par de días. Como siempre. -¿Puedes darme un adelanto?-¿Un adelanto? ¿Bromeas? Efraín, no me obligues a admitir que te

pago tan poco por artículo que un adelanto sólo puede significar dos co-sas: o prácticamente todo o prácticamente nada. Todos estamos jodidos. Tú tienes que vivir en parte de estas joyas que escribes, pero yo tengo que venderlas. Éstas y otras. ¿Quieres ver los últimos poemas que me ha mandado Braulio Kolimowski? Muy interesantes, hablan sobre tanques de refrigeración de residuos radioactivos. Menos uno, sospecho que su obra de madurez, en el que interpela al residuo en caliente. De tú a tú.

Sigler se imagina los versos de Kolimowski, esos haikús poliomelíticos, convertidos en partículas tóxicas listas para engarzarse en el paraguas de un agente de la kgb. O de la Stasi. Una breve punción en el nervio o la arteria adecuada y el pobre infortunado muere después de unos días de agonía en los que habrá perdido todo el pelo y su cerebro se habrá trans-formado en una sustancia gelatinosa.

-¿Y por qué lo publicas?-¡Porque es bueno, joder! ¡O no…, no lo sé…! Ya sabes lo que opino

al respecto.

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-Sí, ya lo sé.La deseable complejidad de las cosas. Exacto. A lo lejos, en el dentado

perfil de las montañas oscuras, se cierne la amenaza de lo simple, pla-neando su ataque. Rápido y mortal. Hay que armarse ante eso, sin duda.

-Por cierto, he organizado una cena en mi casa esta noche. Estás invitado, por supuesto. Habrá roast-beef, ahumados y un nutrido gru-po de mujeres-bisagra. Ya sabes. Ni demasiado una cosa ni demasiado la otra. ¿Cuento contigo?

-Allí estaré. ¿Puede preguntarte por qué roast-beef ? ¿Y por qué ahu-mados?

-¿Qué problema hay con todo ello?-Nada, ninguno. Será interesante, de hecho. Podemos hablar en

inglés y leer poemas tras los postres. Evocar nuestros años dorados de Bloomsbury mientras la nieve cae sobre los cedros del jardín.

-Eres idiota, Efraín. Insondablemente idiota.-Tal vez. Aunque sabes que tengo otras cualidades que me definen

mucho mejor.-Por supuesto. Y sé que harás gala de ellas esta noche. Sólo te pido

que agudices tu capacidad de cálculo y las emplees estratégicamente. No quiero ningún psicodrama. Céntrate en las mujeres-bisagra, te convienen.

Para alquien que, como Sigler, sufre periódicamente repentinos ac-cesos de desorientación (a todos los niveles que la palabra sea capaz de sondear, desde la raíz metafísica hasta la piel quebrada), ese tipo de mu-jeres –u hombres, o gorgonas, o quimeras– parecen a priori un buen campo de trabajo. Como dice Matos, ni demasiado una cosa ni dema-siado la otra. Ni rutilantes ni soeces, ni agudas ni abstrusas, ni hermo-sas ni vomitivas. Pequeñas parcelas en tierra de nadie, despojadas de atributos evidentes y que uno puede cultivar a su gusto si dispone del tiempo y de las herramientas necesarias. Una cena en casa de Matos acostumbra a ser un primer paso: todo sucede lentamente, el tránsito entre las cosas mantiene un ritmo que flirtea constantemente con lo narcótico, el tiempo se llena de amplias zonas de carga y descarga. En

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esos intervalos resulta factible apropiarse de un pedazo de estas vidas ajenas y felizmente equilibradas. Sólo es necesario exhibir un retazo de la propia monstruosidad, lo justo para trazar un conjuro de clase me-dia. Y mantener el tipo en ocasiones posteriores. Así había conseguido Sigler en el pasado más de un escarceo en cocinas hogareñas, coitos esquemáticos y silentes sobre el mármol de imitación de algunos baños de restaurante, o incluso reuniones a puerta cerrada en la oscuridad de una habitación de invitados que aún no había sido bautizada para tal efecto. Pero el procedimiento es cada vez más costoso. Los recursos escasean, la monstruosidad hipnótica amenaza con transformarse en patetismo desconcertante. Habrá que esforzarse esta noche. Habrá que reforzar conceptos y ensayar ante el espejo.

Sigler sabe (y quizás ese conocimiento debiera traducirse, para ser más exactos, en una aceptación resignada y algo frustrada, el “sabe” debería convertirse en un “debe reconocer”) que el proceso prepara-torio para esa velada de socialización a base de gastronomía en frío y ditirambos algo templados, contará con la inestimable ayuda de la soledad. Podrá confeccionar una estrategia de ensayo y error despro-vista de interrupciones, comentarios y músicas de fondo no escogidas por él mismo. Sarah no estará sentada ni en los pies de la cama ni en la butaca del salón. Estará sentada, o de pie, o quién sabe si arrodilla-da, en algún otro sitio, físicamente lejano y mentalmente todavía más lejano. Tal vez escrutando sashimi con sus ojos habituados al cenáculo visual del microscopio, mientras sus pies se balancean al ritmo de la in-teresante conversación sobre cepas víricas que su nuevo novio acaba de iniciar. Pensando en cómo seducirá la polla de ese nuevo novio una vez regresen a casa, un piso situado en una privilegiada perspectiva de la torre Agbar, jugando con las simetrías de ese falo multicolor y del falo monocromo del hombre que, éste sí, ocupa su día a día con cápsulas de vivencias llenas de calidad contrastada.

O tal vez esté recostada en una cama mucho más cómoda que la que había compartido con Sigler, meciéndose al ritmo de esos grupos

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de pop sintético que siempre la han hecho tan frugalmente feliz, mien-tras otra posible versión de novio prepara un cóctel con manos expertas habituadas a las pequeñas sacudidas, los pequeños pellizcos, las cosas pequeñas en general. Sarah tiene pechos pequeños. Ese hombre está habituado a las cosas pequeñas. Ergo ese hombre está habituado a los pequeños pechos de Sarah. Sin duda a ella le debe complacer que la vida, ahora sí, pueda regirse por medio de silogismos tan simples, en lugar de las idas y venidas tan postmodernas y contradictorias que suponía la existencia cotidiana al lado de Sigler.

El hecho ineluctable, aparentemente eterno e infalible, es que ella no está. Lleva ya algún tiempo sin estar, y eso genera una situación que para Sigler continúa teniendo unas notables proporciones de enig-ma y desazón. En ocasiones ejecuta los movimientos necesarios para que el asunto pase desapercibido: evita los rincones y espacios comu-nes en los que tiempo atrás se habían escenificado secuencias bastan-te felices; esquiva determinadas melodías de la radio, determinadas películas y determinados programas de televisión. Se lleva la comida a la boca estableciendo rutinas peripatéticas por la casa que pasan por alto la mesa en la cuál se sentaban, frente a frente, o incluso en ocasiones uno al lado del otro. Pero hoy, necesitado de un espacio de concentración, de toma de contacto rigurosa consigo mismo y con la realidad, la ausencia de Sarah se vuelve demasiado evidente. Poniendo en peligro el éxito de todo lo que Sigler pretende acometer, y que está dramáticamente relacionado con un juicio sumarísimo a su capacidad para formar parte del mundo.

Tarea difícil, sin duda. Efraín Sigler y su circunstancia: su carrera literaria desmigajada y llevada por el viento inclemente de estos tiem-pos que reniegan de la complejidad, su pequeño piso sin demasiados atisbos de color ni de experiencias hogareñas, encajado en la anodina retícula del Eixample. Su vaivén material y dinerario, carente de pun-tos álgidos, moviéndose casi siempre entre diversas formas de precarie-dad. Un vaivén alimentado por los dones de la revista Aparato de captura

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para la que publica negramente esas crónicas de viajes invisibles y por una pensión por invalidez otorgada gracias a una lesión en una zona muy especializada de su cerebro que jamás consigue recordar, y que le proporciona regularmente situaciones de desorientación en el espacio y en el habla, pérdidas geográficas y afasia. Una circunstancia que global-mente no contribuye a cimentar garantías en lo referente a formar parte del mundo. Más bien al contrario. Abrir grietas constantemente, socavar fundamentos, ampliar distancias. El hecho ineluctable de la ausencia de Sarah (podemos darle ya de manera casi definitiva esta denomina-ción, como el título de un denso ensayo sobre la soledad contemporánea) evidencía la carencia de situaciones tipo que, aún e interrumpiendo su entrenamiento, podrían serle de ayuda.

Verbigracia:-Vamos, Efraín, en el fondo la mayoría de esa gente son amigos

tuyos. Tenéis muchas cosas en común y muchas cosas de las que hablar. ¿Por qué no deberías ir?

-No somos tan amigos y mucho menos tenemos tantas cosas en común. Algunos de ellos son perfectos imbéciles. Y seguro que otros serán perfectos desconocidos. A Matos le encanta jugar con esos ridí-culos misterios del encuentro fortuito. Tiene la esperanza de que la gente pueda estar haciendo nuevos amigos constantemente, hasta el día de su muerte.

-Creo que tienes una visión algo distorsionada de Matos. A mí no me parece tan ridículo.

-No digo que él sea ridículo. Yo soy ridículo. Él sólo hace algunas cosas ridículas, como montar cenas a base de roast-beef e invitarme, para demostrarme que puedo ser una persona normal y para demos-trarse a sí mismo que sigue siendo un médium.

-Seguro que aportarás algo que convertirá la cena en algo distinto. Al fin y al cabo eres una persona muy particular, Efraín.

En este punto de la conversación sería deseable que Sarah diera un golpe estratégico a la situación, diciendo algo parecido a “y eso es lo

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que me gusta de ti”, justo después de la consideración sobre la na-turaleza tan particular de Sigler. Alguna vez lo había hecho. Pero la recreación que a estas alturas puede hacerse de esa situación que nunca va a llevarse a cabo tiene sus limitaciones, forzadas por el intrépido principio de realidad.

-No lo sé. No sé nada. No estoy seguro de nada.-Haz como todo el mundo, Efraín. Siéntate en la mesa, bebe vino,

suéltate la lengua y conviértete en un invitado locuaz. -Y grosero. Sabes que siempre acabo siendo grosero cuando bebo,

especialmente si estoy rodeado de gente a la que considero gilipollas.-Pues céntrate en aquellos que no lo sean. Siempre hay aliados en

estas ocasiones. Céntrate en Matos y en Kolimowski y en gente así. Deja que el resto intercambie su mierda.

-Tal y como lo dices parece fácil.-Es fácil, Efraín. Bien, de acuerdo, por mucho que este trampantojo mental al que se

entrega deba someterse a ciertas estrecheces, condicionadas por el he-cho ineluctable de la ausencia de Sarah, y que le obligan a prescindir de determinados añadidos, no está de más, de hecho le resulta necesario, terapéutico, incorporar una escena a todas luces irrepetible: cierra fuer-temente los ojos e imagina a Sarah, sellada la conversación, buscando sin remilgos su entrepierna. Mostrándole sin demora que más allá de las turbias fronteras en las que se encierra hay una metrópolis sensual y abigarrada, cuyo perímetro coincide palmo a palmo con el cuerpo de Sarah, cuyos movimientos, flujos de capital y agenda de espectácu-los se corresponden miméticamente con la manera en cómo Sarah le asedia sexualmente. Recrea las manos de Sarah trabajándole a distin-tos niveles, articulando un complejo holding empresarial dedicado a la industria del placer, con sus departamentos de masturbación, felación, sexo anal y eyaculaciones sobre los pechos. Por descontado, el nivel de detalle a escala de toda esta concesión al imaginario desemboca en un vertedero onanista inevitable. Sigler se masturba manteniendo los ojos

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cerrados, una paja rápida, inclemente, una depredación de sí mismo precipitada por la hambruna. Sus ojos se abren coincidiendo con el ins-tante en el que eyacula, un ejercicio de mecánica hidráculica bastante simple se lleva cabo: se corre y la expulsión del líquido provoca, por liberación de la presión interna, la apertura de las compuertas oculares.

Sigler observa la mancha de semen sobre el suelo, a escasos centí-metros de sus pies, a partir de los cuales puede recorrer el trecho que dibuja su posición en el mundo en ese momento: sentado en el sofá, jadeante, con la mano aún sujetando ese miembro que se deflagra a una velocidad sorprendente. Esa es, a grandes rasgos, la circunstancia con la que Sigler afronta el futuro inmediato.

Tiempo atrás quizás hubiera podido escribir algo sobre ello: embo-rronar algunas páginas con una escritura altamente tóxica y doliente, demorar el desvelamiento de un nuevo pedazo de muerte a partir de un sortilegio hermético cosido a la piel de los hechos. Aunque al final todo quedara en un nuevo amasijo literario no nato, en un zigoto es-critural abortado en algún frío rincón de la asepsia informática, que garantiza el borrado de las evidencias: “no, jamás hubo semejante cria-tura, nunca hubo tal padre, todo ha sido un embarazoso asunto psico-lógico, vuelva a casa y descanse un poco”. Aunque se diera esa pequeña punción de derrota, no habría sin embargo el voluminoso escozor del fracaso, porque sencillamente habría intentado hacer algo.

Desde un tiempo a esta parte, lo que en la mayoría de ocasiones Sigler intenta, es tan sólo el propio intentar. Como en una especie de muy filosófica regresión hacia un primer motor no sólo inmóvil, sino también comatoso, sordomudo y vetegativo, Efraín Sigler invierte una buena dosis de su tiempo en intentar intentar. Y de ahí pasará, sin solución de continuidad a intentar el intentar intentar. Hasta que el encadenamiento de tentativas sobre tentativas le aleje lo suficiente de la realidad física como para convertirle en una especie de pensamiento abstracto, descubierto a sí mismo como huésped insignificante en el pozo de materia gris del universo. Y entonces todo habrá acabado.

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Lo único que quedará de él, a disposición de futuras generaciones de una nueva profesión situada a medio camino entre la arqueología y la medicina forense, será esa mancha de semen sobre el suelo. Una costra remotamente biológica para recordar el paso por este planeta de una determinada especie humana que surgió con un programa a largo plazo cuyo objetivo final era la nada y cuyo recorrido eran las vías muertas y las salidas de emergencia.

Mientras se deja corroer por estos pensamientos, Sigler se propo-ne convencerse de que en el fondo, ser capaz de generar estas funestas estructuras en su ánimo es síntoma de algún tipo de poder. De una enorme potencialidad que, debidamente canalizada, tendría que per-mitirle ser algo mucho más importante de lo que es. No ya un simple escritor, aunque fuera escritor de éxito, sino algo todavía mayor: un líder religioso, un tirano omnipotente, un demiurgo de última genera-ción. Pero no hay mimbres para tejer todo ese potencial. No hay fuerzas motoras, ni entusiasmos panteístas, ni determinaciones divinas. Sólo está esa quemazón generando poderosos espectros que se conforman con una frugal existencia en su mente. Como él mismo en su invisible trabajo para la revista, esa fuerza creadora que vive en su interior no tie-ne ningún interés por viajar. Ni siquiera al balneario de cristal líquido de su ordenador, mucho menos a otros confines más alejados. Simple caos improductivo. Energía que contradice las leyes fundamentales de la física, y que no se transforma, sino que sencillamente se destruye. De forma sistemática, a cada ocasión en la que asoma. Un principio de in-certidumbre basado en la certeza de que todo se volatiliza.

Por suerte, todo lo que se volatiliza concierne tan sólo al microcos-mos llamado Efraín Sigler. El resto de cosas, auspiciadas por la simpli-cidad, siguen el curso normal de su existencia, confiadas en que sólo desaparecerán cuando el dictado de la putrefacción a largo plazo o de la degeneración centenaria del plástico y los derivados del petróleo así lo designen. De esta manera, el vaso que tiene ahora Sigler en la mano, y que supone la punta de lanza de un nuevo retablo, una vez corrido

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el telón de la escena masturbatoria, sigue existiendo. Así como el con-tenido de la botella que vierte en él. Sí, los vasos o al menos este vaso en concreto, siguen existiendo, el whisky sigue existiendo. El binomio sólido-líquido fundacional de toda la mitología alcohólica sigue apo-sentado en la realidad. Y a él se abraza nuestro hombre, descartadas ya otras opciones más complejas.

El hecho ineluctable de la ausencia de Sarah aporta una nota a pie de página para consignar que ese brindis es un brindis solitario dirigido a un sol negro, aceitoso y maloliente. Que quede claro.

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