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TOftiíAOO DE COtECCIOM DE CUENTOS La espera L a madre, "una viejecita como hay tantas en Bogotá; una viejecita que tenía los ojos suaves, la sonrisa indulgente y el color de las páginas de su devocionario", espera inútilmente el regreso del hijo ausente del cual ni una carta recibe. El servicio doméstico le hacía más insoportable la espera, pues ninguna sirvienta permanecía dos semanas en aque- lla casa donde todo era tristeza y añoranza. Mas un día la ancianita decidió cambiar la intolerable situa- ción. Veamos cómo: Y no tardó en presentarse la nueva fámula. Era una campesina del Valle de Tenza. Pasaba ya de los cua- renta, y hacía lo menos veinte que servía. Respiraba salud y energía; redonda la cara, redondos los bra- zos, redondos los pechos y las ancas, enrastrojadeis las cejas, arremangada de nariz, un corazón de biz- cochuelo, y un nombre que la definía: Rosa. —Y ya lo sabe, Rosa: pórtese bien y no le pesará. Aquí no le faltará nada y no es gran cosa el trabajo. Mire: no somos más que yo y mi hijo, que se encuen- tra en este momento en el extranjero, pero que debe llegar de un momento a otro... Mire —^agregó, mostrándole el retrato— mire qué buen mozo, aun- que me esté mal al decirlo... —-jAy, mi señora! Pero si es su misma cara. —¿No es verdad? —Si se ve que está que habla. —jAh, Rosa! Si supiera lo loco y lo enamorado y lo mujeriego que es, ¡Santo Dios! En cuanto ve un palo con faldas, ya está detrás. —Mejor, mi señora; ya sentará la cabeza cuando se case, como todos... —Cualquier día se casa este, y pobre mujer. Ya lo verá, Rosa, ya lo verá. —Ja, Ja, Ja, Ave María con mi señora- Bueno, con su permiso me voy a la cocina. Y se alejó sonriendo por todos los poros. Y comenzó la espera: —Debe venir hoy. —Ya no viene. —^Tal vez esta tarde. —Quizá mañana. Sabe, Rosa. Mientras usted salió por el pan, vino el cartero y me trajo una carta del niño. Pobrecito, tan cariñoso siempre... Dice que está bien y que vendrá muy pronto, que quiere darme una sorpresa... MRI 106 —¡Ay, qué alegría, mi señora; qué alegría! —decía la pobre Rosa, haciendo pucheritos y enjugándose los ojos con la punta del delantal. La viejecita, para hacer bien su papel, se escribía la carta del hijo y después... después escribía la res- puesta. Pero éstas no se entendían. —¡Es que esta tinta está tan mala, Rosa! —Es que las lágrimas emborronan tanto, mi señora. —Hasta luego, Rosa; me voy a poner esta carta al correo... —Pero, ¡qué la había de poner! ¿Para dónde? Al armario era a donde iba a pcu -ar. A un lado, las car- tas que ella hubiera querido recibir; al otro, las que hubiera querido contestar. Y gastaba mucho papel. Pero ahora el hijo se hacía a cada instante más pre- sente. Ya se le sentía en la casa. Era evocación tan ferviente que... nada, al fin tendría que llegíu-.

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TOftiíAOO DE COtECCIOM DE CUENTOS

La espera

La madre, "una viejecita como hay tantas en Bogotá; una viejecita que tenía los ojos suaves, la sonrisa indulgente y el color de las páginas de

su devocionario", espera inútilmente el regreso del hijo ausente del cual ni una carta recibe. El servicio doméstico le hacía más insoportable la espera, pues ninguna sirvienta permanecía dos semanas en aque­lla casa donde todo era tristeza y añoranza. Mas un día la ancianita decidió cambiar la intolerable situa­ción. Veamos cómo:

Y no tardó en presentarse la nueva fámula. Era una campesina del Valle de Tenza. Pasaba ya de los cua­renta, y hacía lo menos veinte que servía. Respiraba salud y energía; redonda la cara, redondos los bra­zos, redondos los pechos y las ancas, enrastrojadeis las cejas, arremangada de nariz, un corazón de biz-cochuelo, y un nombre que la definía: Rosa. —Y ya lo sabe, Rosa: pórtese bien y no le pesará. Aquí no le faltará nada y no es gran cosa el trabajo. Mire: no somos más que yo y mi hijo, que se encuen­tra en este momento en el extranjero, pero que debe llegar de un momento a otro... Mire —^agregó, mostrándole el retrato— mire qué buen mozo, aun­que me esté mal al decirlo... —-jAy, mi señora! Pero si es su misma cara.

—¿No es verdad? —Si se ve que está que habla. —jAh, Rosa! Si supiera lo loco y lo enamorado y lo mujeriego que es, ¡Santo Dios! En cuanto ve un palo con faldas, ya está detrás.

—Mejor, mi señora; ya sentará la cabeza cuando se case, como todos... —Cualquier día se casa este, y pobre mujer. Ya lo verá, Rosa, ya lo verá. —Ja, Ja, Ja, Ave María con mi señora-Bueno, con su permiso me voy a la cocina.

Y se alejó sonriendo por todos los poros.

Y comenzó la espera: —Debe venir hoy.

—Ya no viene. —^Tal vez esta tarde. —Quizá mañana.

Sabe, Rosa. Mientras usted salió por el pan, vino el cartero y me trajo una carta del niño. Pobrecito, tan cariñoso siempre... Dice que está bien y que vendrá muy pronto, que quiere darme una sorpresa...

MRI 106

—¡Ay, qué alegría, mi señora; qué alegría! —decía la pobre Rosa, haciendo pucheritos y enjugándose los ojos con la punta del delantal. La viejecita, para hacer bien su papel, se escribía la carta del hijo y después... después escribía la res­puesta. Pero éstas no se entendían.

—¡Es que esta t inta está tan mala, Rosa!

—Es que las lágrimas emborronan tanto, mi señora. —Hasta luego, Rosa; me voy a poner esta carta al correo...

—Pero, ¡qué la había de poner! ¿Para dónde? Al armario era a donde iba a pcu-ar. A un lado, las car­tas que ella hubiera querido recibir; al otro, las que hubiera querido contestar. Y gastaba mucho papel.

Pero ahora el hijo se hacía a cada instante más pre­sente. Ya se le sentía en la casa. Era evocación tan ferviente que... nada, al fin tendría que llegíu-.

Page 2: TOftiíAOO DE COtECCIOM DE CUENTOS La espera Lfiles.lectures.webnode.es/200000036-8e5238f4ae... · desesperado. La pobre Rosa se iba... Cuando en la esquina, precedido por el moneigui-11o,

TIPO! ÁREA

De noche, en las altas horas, corría al armario, y como si las robase, sacaba las cartas y jugaba con ellas a la madre, lo mismo que de niña con las muñecas.

Siempre nutriendo al hijo, ayer con la linfa de su leche: hoy con el hilo de su llanto.

Y así pasaban los años. Esperando la esperanza. Y mudaban la cama y arreglaban los libros y cambia­ban las flores del florero, y cada vez que llamab2m a la puerta, corrían las dos a abrir.

—¿Por qué abandona usted su cocina?

—¿Qué viene a hacer aquí? —le decía la viejecita celosa.

—Es que... que creí que era el niño, mi señora.

El tiempo fluía y ante las vecindades atónitas, la vie­jecita conservaba la misma sirvienta. Eran ya como dos hermanas. El amor al ausente léis unía. Se ilusio­naban y se consolaban mutuamente.

Hasta que Rosa, ya vieja, o envejecida, enfermó. De redonda se hizo angulosa; de rosada, violá­cea; y comenzó a toser, a toser con una tos seca, que la maltrataba horriblemente, hinchándole las venas del cuello y llenándole los ojos de lágrimas.

—Estas mujeres de "ahora", parecen mentira. ¿A que los voy a enterrar a todos? —decía la viejecita.

Y allá en el fondo de su corazón una voz respon­día: tú no puedes morir hasta que vuelva tu hijo...

Por fin, una mañana, la pobre Rosa, al volver del mercado, se metió en su cama y llamó a la vie­jecita:

—Perdóneme, mi señora, que me muera en su casa. Pero ya no puedo moverme. No llame a nin­gún médico, que paia morir no hace falta. Que venga el señor cura, y si es posible, que me trai­gan a Nuestro Amo. Allí entre mi baúl tengo una camisita sin estrenar, mi señora.

Y un violento acceso de tos le cortó la palabra.

La viejecita corrió a llamar a los vecinos para que fueran a decir al señor cura que viniera con el Viático y los Santos Óleos, pues el caso era desesperado. La pobre Rosa se iba...

Cuando en la esquina, precedido por el moneigui-11o, se agitaba la campanilla, y entre los vecinos prosternados apareció el señor cura, trayendo la hostia bajo palio, la viejecita se hincó de rodillas en el suelo, a la puerta de su casa, abierta de par en par, y alfombró con flores la calle para recibir la visita de Dios, haciéndole los honores de su mora­da, como todo una gran señora. Triste, pero al mismo tiempo orguUosa, de poder ostentar tan buenas relaciones...

La pobre Rosa comulgó, y ya agónica, llamó a la viejecita y entre dos estertores, le dijo:

— M i señora: no se olvide de cambiar la cama del niño... Y mire, mi señora: en la cocina, entre la cesta de la compra, hay unas florecitas para el florero...

Y después de una pausa muy fatigosa, agregó:

—Y no me acompañe al cementerio, mi señora, porque podría venir el niño mientras tanto, y ¿quién le abriría la puerta?

Dicho esto, la pobre Rosa dejó el servicio de la tierra y fue a encargarse de las cocinas del cielo.

Octavio Amórtegui Rojas

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