Tesis de Doctorado
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JULIO A. CASTELLO DUBRA
TESIS DOCTORAL
~ Año 2002 ~
JULIO A. CASTELLO DUBRA
Tesis Doctoral
TEORÍA, EXPERIENCIA Y PRECEPTIVA POLÍTICAS
en la filosofía política de Marsilio de
Padua
Facultad de Filosofía y Letras
I. Universidad de Buenos Aires
2002
Prólogo
La Edad Media, época esencialmente comprometida con la recepción
y transmisión de un pasado cultural, conoció dos formas de trabajo con
textos fundacionales: la paráfrasis y el comentario. Dos figuras ilustres del
mundo islámico encarnan la plasmación más lograda de cada una de ellas:
Avicena y Averroes, respectivamente. El correlato del noble par en el
mundo latino occidental estuvo dado por Alberto Magno, y Tomás de
Aquino. Uno podría preguntarse si acaso el diseño de estas dos formas de
tratamiento de un texto que se perfilaron por razones históricas en la Edad
Media no contiene algún elemento “eidético”, si acaso el trabajo sobre un
texto primario no oscila necesariamente en torno de esos dos tipos de
ejercicio: por una parte, la reconstrucción fiel del contenido de lo dicho en
el texto, y hasta de su secuencia original, elaborada en forma personal,
aunque con la terminología propia del texto, sin hallarse atada, sin
embargo, al extremo de la literalidad que produce una repetición inútil;
por la otra, la descomposición del texto en unidades de lectura, y el
análisis de éstas en sus mínimas partes componentes, con el fin de
explicar la letra, el sentido y la doctrina del texto siempre a la vista, línea
por línea, y palabra por palabra.
Una parte substancial de la formación en el área de filosofía está
constituida por el trato con los textos. Si al investigador en el área de
filosofía se le inquiere –como traslación impropia o irreflexiva de las
exigencias de la investigación científica– por sus “materiales y métodos a
utilizar”, difícilmente pueda señalar algo más que los libros y
publicaciones que alberga una biblioteca. La filosofía pertenece al
elemento del pensamiento, al mundo del discurso. Y éste se cristaliza,
aparte de la dimensión de la oralidad que puede ser acogida en diversas
tradiciones, en las producciones escritas, en las obras de quienes nos
precedieron o comparten con nosotros la tarea del pensar. De allí que una
buena parte de la formación filosófica consista en el ejercicio del trato con
los textos, vale, decir, en un trabajo hermenéutico.
i
Pertenece a la tradición de nuestra Facultad, como uno de sus
elementos más rescatables, la continua exigencia de un contacto y un
trabajo directo con los textos primarios. Conservo en la memoria de mi
trayectoria estudiantil el recuerdo de mis mejores profesores como
aquellos que organizaban sus clases, después de una pertinente
introducción, sobre la base de la secuencia de un diálogo platónico, o la
explicación de los pasajes centrales de la Crítica de la razón pura.
El objeto del presente trabajo, más que la delimitación de las
características de un período histórico, o la fundamentación de una
opinión elaborada por el autor, es la reconstrucción de la argumentación
filosófica contenida en un texto. En cuanto esa reconstrucción es un
elemento que hace al trabajo de desentrañar el sentido de un texto,
supone la ineludible tarea de reconstruir el horizonte histórico en el cual
ese texto emerge. Toda obra pertenece a un mundo, y es imposible –o
ilegítimo– intentar comprenderla con abstracción de esa su dimensión
histórica. Por otra parte, la obra constituye una unidad de sentido más allá
de la subjetividad de su creador. El texto escrito “habla por sí mismo”, y
nosotros debemos escucharlo como tal. En tal sentido, el texto es objeto
de un trabajo hermenéutico. Pero la reconstrucción de la argumentación
es mucho más que el mero análisis de la coherencia lógico-formal del
conjunto de proposiciones principales en que se despliega y de la cadena
deductiva que las enlaza. La argumentación comprende los múltiples
recursos conceptuales y discursivos con que se cree poder dar cuenta de
la toma de posición asumida frente a una determinada cuestión o
problema.
El objetivo de la reconstrucción de la argumentación de una obra
filosófica nos permite tener una concepción menos rudimentaria de
aquella en la que a veces recae el trabajo sobre un texto. Por elaboración
de una “tesis” se entiende, en ocasiones, la limitada tarea de hallar los
fundamentos para asignar certeza a la proposición: «el autor (de que
hablamos) sostiene que ...» o, en forma menos subjetiva, «en la obra que
tratamos se sostiene que ...». Comprender un texto no es tratar de
comprender a su autor, ni siquiera tratar de “entender” el texto, sino,
como brillantemente dijera uno de los padres de la hermenéutica del S. ii
XX, tratar con la “cosa” o el asunto de que habla el texto. En esa misma
medida, el trabajo de reconstrucción de la argumentación se vuelve una
“lectura filosófica”, sin dejar, por ello, de responder a una exigencia
histórica, ni dejar de consistir en un trabajo hermenéutico, apropiándose
del adjetivo “filosófica” no porque presuma de un valor que la eleve al
nivel de los “trabajos filosóficos” consagrados, sino porque se hace cargo
del ejercicio de tomar contacto con el asunto filosófico de que habla el
texto.
La obra de la que nos ocuparemos es la de Marsilio de Padua, un
autor latino de la primera mitad del S. XIV. La Edad Media a la que
pertenece ha sido catalogada, por lo general, como una era poco o nada
“filosófica”; el autor mismo en cuestión no ha figurado desde siempre o
unánimemente entre sus representantes más reconocidos. La justificación
de una visión contraria debe hallarse en las páginas que siguen. Lo que allí
se dará por supuesto –y, por tanto, debiera explicitarse aquí– es la
concepción de “filosofía” en relación con la cual vamos a considerar la
argumentación que hemos de reconstruir como “filosófica”. Un intento de
definición del concepto de filosofía será esbozado en la conclusión, a la
hora de evaluar la significación filosófica de la construcción teórico-política
de Marsilio. Aquí sólo adelantaremos que adherimos a una concepción de
la naturaleza problemática de la filosofía, es decir, que la filosofía no tiene
un sistema o conjunto de tesis, doctrinas u opiniones, sino que trata con
una multiplicidad de preguntas, cuestiones o problemas; que, sin perjuicio
de su formulación y su circunstanciación histórica, hay una cierta
recurrencia de cuestiones y problemas a lo largo de las diversas
manifestaciones de su historia, recurrencia que puede aportar un hilo
conductor no sistemático de la misma, sin que ello signifique adherir al
patrimonio “perenne” de una serie de problemas abstractos o ahistóricos;
por último, que tales preguntas o cuestiones constituyen verdaderos
problemas u “obstáculos” a hacer frente, ciertamente, para todo aquél
que asuma para sí la tarea de planteárselos, sin que ello signifique que
quien los plantea “se hace” un problema, sino que “tiene” –él, y
cualquiera que lo acompañe– un problema.
iii
Con las limitaciones que son inherentes a todo abordaje, he tratado
de hacer justicia, en lo posible, a un enfoque integral de la obra
marsiliana. La amplitud de un título que promete rastrear los elementos
teóricos, empíricos y normativos en “la filosofía política” de Marsilio podría
cuestionarse, desde el momento en que el presente trabajo se
circunscribe en su mayor parte a la obra principal de Marsilio, el Defensor
pacis. Creo haber respondido a la exigencia de no descuidar la segunda
sección de la obra –vicio muy difundido incluso en grandes intérpretes–,
por más que formalmente sólo halla dedicado un capítulo final. Como
hiciera constar en la presentación del Plan Definitivo de Tesis, he insertado
las referencias relevantes al Defensor minor que consideré
comprometedoras para una explicación del Defensor pacis, y dediqué, al
menos, un apéndice a la discusión de un par de ellas por separado, con el
fin de no descuidar la evolución del pensamiento de Marsilio.
Quisiera poner de manifiesto aquí una serie de aspectos
metodológicos que he combinado en mi exposición en forma diversa, y
que responden a un conjunto de exigencias que me he propuesto cumplir.
Ante todo, en lo que concierne al trabajo general de la reconstrucción de
la argumentación, he distribuido según he creído conveniente los
momentos de la paráfrasis general, y el detenimiento en pasajes centrales
que me han merecido un comentario detallado. Como es natural, he
tratado de combinar ambos tipos de trabajo, que siguen la secuencia
lineal del discurso de la obra, con el trabajo de integración de múltiples
referencias y citas de otros momentos de la obra, lo que supone una serie
de recapitulaciones y anticipaciones inevitables. En segundo término, he
procurado mantener siempre a la vista el sentido polémico de la obra de
Marsilio, tratando de justificar la coherencia de mis explicaciones con el
objetivo de refutación de la doctrina política papal. En tercer lugar, el
hecho de que Marsilio se remita constantemente a Aristóteles ha hecho
necesario que me dedique, en diversos momentos, a confrontar la
especificidad del planteo de Marsilio con el contexto original de su fuente
aristotélica. No lo hecho con la intención de aislar el “Aristóteles original”
de la “malinterpretación” de Marsilio –lo que supondría duplicar el
presente trabajo en dos tesis, una sobre la filosofía política del estagirita,
además de la otra sobre la del paduano–, sino con el fin de esclarecer qué
“parte” de Aristóteles lee Marsilio y cómo lo lee. En cuarto lugar, he iv
reservado, en cada caso, un espacio para elaborar un mínimo “estado de
la cuestión” sobre las “querellas marsilianas” más difundidas. En tal
sentido, he intentado no eludir el compromiso de efectuar algún
pronunciamiento en torno de los puntos más debatidos por la crítica
moderna. Sobre la base de todas estas exigencias, me he permitido, por
último, explayarme sobre algunas “conclusiones generales”, que no son
más que el resultado de las reflexiones sobre el sentido y el alcance del
material analizado. En el nivel de estas conclusiones finales, no pretendo
“hacer decir” a Marsilio lo que no ha dicho ni ha querido decir, pero
tampoco me permito caer en la soberbia o en la ingenuidad de pretender
que todo a lo que he arribado a partir de un trabajo de varios años sobre
su pensamiento me lo debo sólo a mi imaginación creativa y nada a lo que
está en él, explícito o implícito, como tesis demostrada o como
consecuencia potencial que puede seguirse de sus principios.
Debo agradecer, en primera instancia, al Prof. Dr. Francisco Bertelloni
por la dirección de esta tesis. Mi deuda con él no se limita a la labor de
orientación en la investigación y la revisión de la redacción final, sino
fundamentalmente a su vasta tarea –inédita en el medio local– de trazar
un hilo conductor para una comprensión integral de la evolución de las
teorías políticas medievales, desde el agustinismo político de los primeros
siglos hasta los tratadistas políticos de la baja Edad Media, tarea que viene
desarrollando hace ya varios años. Sin ese horizonte general abierto, me
hubiese sido imposible el trabajo de profundización en un autor o una obra
en particular como el que aquí se ofrece. En segundo lugar, va mi
expresión de agradecimiento para mi colega, el Prof. Antonio Tursi, por la
generosidad de su espíritu, siempre dispuesto a compartir un material
bibliográfico inapreciable o el comentario sobre la traducción de un pasaje
original. Finalmente, debo agradecer, en general, al medio universitario
nacional, en el que hasta ahora he tenido la fortuna de estudiar y
desempeñar mi labor de docencia e investigación, y a la Universidad de
Buenos Aires, en particular, con cuyo subsidio pude cubrir la investigación
en el área durante cinco años, y, junto con ella, a todos los docentes,
colegas y alumnos con quienes pude compartir un invalorable ámbito de
estudio y reflexión. Ojalá la acción de quienes todavía pertenecemos a
este ámbito en estos graves e inciertos momentos por los que atraviesa
v
nuestro país pueda contribuir a evitar la destrucción de nuestro patrimonio
cultural, y legarlo a las generaciones futuras.
Buenos Aires, 11 de Septiembre de 2002
vi
ABREVIATURAS
DP= Defensor pacis (cito indicando número de dictio, capítulo y parágrafo)
DM= Defensor minor (cito indicando número de capítulo y parágrafo)
S= Marsilius von Padua, Defensor pacis. Herausgegeben von R. Scholz. Hannover,
1932 (cito indicando página y número de línea)
Q= Marsile de Padoue, Oeuvres mineures. Defensor minor. De translatione Imperii.
Texte établi, traduit et annoté par C. Jeudy et J. Quillet. Paris, 1979.
(cito indicando página y número de línea)
PL= J.-P. Migne, Patrologiae cursus completus. Series latina
7
INTRODUCCIÓN
EL CONTEXTO HISTÓRICO Y DOCTRINARIO
II.El problema de la filosofía política medieval
La reflexión sobre el universo de la realidad política humana que podemos entender
bajo la denominación de “teoría política” o “filosofía política” se expresa a través de
múltiples preguntas: ¿por qué vivimos en sociedad? ¿por qué obedecemos? es decir, ¿por qué
acatamos un conjunto de reglas y normas que articulan la sociedad política? ¿a quién
pertenece el poder supremo de regular y dirigir la vida social y política, y cuál es el
fundamento de su legitimidad? etc..
La forma de abordar y de responder a estas múltiples preguntas varía, a su vez, según la
forma en que nos concibamos a nosotros mismos en relación con nuestra naturaleza humana y
su condición general. En efecto, si, por ejemplo, nos concebimos como seres sociables por
naturaleza, si naturalmente vivimos en una sociedad política, porque no nos bastamos a
nosotros mismos, o, mejor aún, porque la perfección de nuestra vida se realiza en la
comunicación con los demás, es natural pensar que para organizar, administrar y regular esa
vida que tenemos en común hemos delegado nuestro poder en un gobierno, que debe atender
a las necesidades y conveniencias que tenemos en común, al bien de todos. Desde otra
perspectiva, si nos consideramos a nosotros mismos como individuos autónomos, porque cada
uno de nosotros, en cuanto hombre libre, tiene un valor irreductible y una serie de derechos
propios que no deben ser avasallados, entonces diremos que, ante la necesidad de armonizar y
compatibilizar la interacción de los derechos de todos entre sí y, en tal medida, protegerlos y
preservarlos, hemos delegado nuestro poder en un gobierno, que debe velar para que nuestras
libertades y nuestros derechos queden garantizados.
Ahora bien, supongamos que consideramos como un hecho el que somos todos
partícipes de un vínculo universal en cuanto hombres, orientado a un fin último trascendente,
y que, en cuanto tal, no tiene nada superior o más importante, ¿como no entender que para la
regulación de nuestra vida social debemos obedecer a aquél a quien se le ha confiado
expresamente la tarea de asegurar tal vínculo y proveer todo lo necesario para hacer posible
8
llegar a ese fin último? Si somos todos los hombres, más allá de nuestro diferente origen y
cultura, esencialmente partícipes de una misma fe, en la cual está comprometida nuestra
salvación, ¿cómo no atender a aquella autoridad a la que le corresponde velar por la
consecución de tal fin?
Pertenece a la mentalidad medieval, como uno de sus rasgos predominantes y
distintivos, la convicción de la pertenencia a una “comunidad universal” –la cristiandad– que
aparece como de una índole superior a cualquier otro vínculo o a cualquiera otra cosa a tener
en común en esta tierra, y que, en tal medida, tiende a abrazar o comprender a todo lo
restante. La fe es una, católica –universal–, por tanto, la comunidad de todos aquellos que
participan de esa misma fe es una comunidad universal. La historia de la salvación en la que
todos se hallan inscriptos es una historia única y universal.
De allí que a la hora de determinar quién ha de estar al frente de esa comunidad se
presenta el siguiente problema. Por una parte, existe una autoridad específica a la que se le ha
confiado la salvaguarda del fin trascendente que vincula a dicha comunidad, la autoridad del
sacerdocio instituido por Cristo, en los diversos niveles de la jerarquía eclesiástica que tiene
su vértice en el Vicario de Cristo, el obispo de Roma. Sin perjuicio de su fundación histórica,
se trata de un poder relacionado con una dimensión trascendente, un poder “intemporal” o
“espiritual”. Pero por otra parte, no es menos cierto que aunque esa comunidad se defina en
función de un fin trascendente, su acción se desenvuelve en este mundo y, en cuanto tal,
requiere de un ordenamiento y una estructura de autoridades para atender sus múltiples
necesidades. No menos necesaria que la administración de los sacramentos y el cuidado de las
almas, es la organización los ejércitos, la recaudación impuestos y otras tareas para cuidar los
cuerpos y las propiedades de los fieles. Hay, pues, un poder a ejercer en este siglo, un poder
“temporal” que está representado por la multitud de príncipes, gobernantes y monarcas. Se
trata, por lo demás, de príncipes, gobernantes y monarcas igualmente cristianos, cuya función
es también la defensa de la fe, y cuyo poder, como cualquiera otra cosa que acontezca que en
este mundo, no escapa a la previsión de Dios. Por ello, cabe finalmente la afirmación paulina
respecto de que “toda autoridad proviene de Dios”.
Nos hallamos así, en principio, ante dos tipos de autoridades para una misma
comunidad universal que es la cristiandad: una autoridad “espiritual” o religiosa, y una
autoridad “temporal”, relativa a lo que nosotros denominaríamos el orden “político”. Ahora
bien, dos autoridades para una misma sociedad plantean un conflicto de jurisdicción: ¿quién
es, en última instancia, el que está al frente de la comunidad cristiana? ¿dónde comienza y
dónde termina la respectiva competencia de cada uno de estos poderes?
9
El problema teórico-político específicamente medieval es, pues, el conflicto de
jurisdicción entre el poder temporal y el espiritual en cuanto cabezas visibles que aspiran a
regir un único y mismo orden: el de la sociedad cristiana.
Para nuestra actual visión, el problema puede resultar ocioso, puesto que deslindar las
respectivas áreas en conflicto parece algo relativamente sencillo. Sin embargo, hay que tener
presente que en la Edad Media domina lo que podríamos denominar una visión
omnicomprensiva o totalizadora de la realidad, en la cual resulta imposible una escisión
absoluta entre perspectivas religiosas, morales, políticas, jurídicas, etc..1 Todo lo que le
acontece al hombre está considerado desde una perspectiva integral que, en última instancia,
complica desde todo punto de vista al hombre “cristiano”. De allí que la articulación entre las
dos instancias de gobierno referidas al cuidado específico de las necesidades “espirituales” y
“temporales” se desenvuelva como la tensión entre dos poderes inmanentes a una misma
esfera. Se trata, en términos medievales, de la delimitación entre los poderes del sacerdotium
y del regnum, ambos pertenecientes e incluidos en la “cristiandad” como comunidad
universal2, y no de una confrontación entre “Iglesia” y “Estado”, porque precisamente en la
medida en que puede concebirse a la Iglesia como “separable” del Estado –más aún, en la
medida en que puede concebirse el “Estado” mismo– el problema ha dejado de ser tal, o bien
ha dejado de plantearse en los términos propiamente medievales.
Así planteado el problema, frente al conflicto entre dos poderes que reclaman una
misma jurisdicción, se ofrecen, desde una consideración abstracta, tres posibles tentativas de
solución. O bien la jurisdicción del primer poder es incluida en la del segundo, o bien sucede
a la inversa, y la jurisdicción del segundo poder queda subsumida en la del primero, o bien se
halla alguna manera de deslindar ambas jurisdicciones, con el fin de que la del uno no se
superponga con la del otro. De manera que sólo quedan tres posibilidades: o el poder
espiritual queda de alguna manera sometido a la jurisdicción del poder temporal o, a la
inversa, es el poder temporal el que ha de subordinarse al poder espiritual, o por el contrario,
la jurisdicción del poder temporal debe permanecer independiente de la del poder espiritual.
Las tres formas de solución han hallado su expresión histórica en la Edad Media:
a) La subordinación de la autoridad religiosa al poder político, o mejor, la inclusión de
la jerarquía eclesiástica dentro del aparato de la administración gubernamental, es la
solución que corresponde a la tradición vigente en el Imperio cristiano de Oriente.
Como continuación natural del antiguo Imperio romano, el Imperio bizantino heredó 1 Cf. Ullmann (1983), p. 18; (1985), p. 38.2 Cf. Ullmann (1983), p. 19; Miethke (1993), p. 14.
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de éste la tradición según la cual la figura del Emperador resumía el poder real y el
sacerdotal. La soberanía absoluta del autokrátor era resaltada por un complicado
ceremonial que expresaba a través de múltiples simbolismos el origen divino de su
investidura. Como jefe supremo de un Imperio que coincidía y se identificaba con la
Iglesia, tenía una participación destacada en ceremonias litúrgicas, convocaba y
presidía concilios, y llegó incluso a constituirse hasta en autoridad en materia
doctrinal. En semejante contexto la jerarquía eclesiástica no podía sino quedar
absorbida dentro del Imperio: los patriarcas oficiaban como ministros del Emperador.
Suele denominarse “césaro-papismo” a esta concepción que aúna al soberano absoluto
y el summus pontifex, y en la cual el Imperio está “por encima” de la Iglesia o, en todo
caso, “la contiene”: la máxima autoridad política es, simultáneamente, la máxima
autoridad religiosa.
b) La segunda solución significa, en cierto sentido, la inversión de la precedente.
Como resultado de su propia autocomprensión y de la evolución de sus aspiraciones
materiales y políticas, el papado occidental desarrolló la doctrina según la cual le
pertenece la totalidad del poder (plenitudo potestatis). A partir de una exégesis
abstracta de textos bíblicos fundamentales sobre la figura de Pedro, el papado gestó a
través de su propia jurisprudencia canónica la idea de que al obispo de Roma, sucesor
de Pedro, le correspondía no sólo el primado sobre todas las iglesias de la cristiandad,
sino también la supremacía política, en la medida en que en su jurisdicción caen la
función y la conducta de los gobernantes cristianos. Se trata de una concepción del
gobierno de una investidura sacerdotal o sagrada, esto es, una auténtica hierocracia3:
la máxima autoridad religiosa es, en última instancia, la máxima autoridad política y
todo otro poder temporal se subordina a él.
c) La última solución surge claramente como una reacción contra la anterior. De parte
de diversos sectores más o menos comprometidos con la legitimación teórica del poder
político en circunstancial conflicto con el papado, surgen los múltiples intentos de
trazar una precisa delimitación entre la respectiva jurisdicción de ambos poderes, con
el fin de salvaguardar la autonomía de la autoridad política respecto de la sujeción al
poder papal. Esta línea de pensamiento se orientará así a redefinir el fundamento de la
legitimidad de la autoridad política humana, ya sea derivando su poder
inmediatamente de Dios, ya sea apelando a las fórmulas del derecho romano, o
aprovechando el nuevo material filosófico disponible a partir del reingreso de
Aristóteles hacia mediados del S. XIII. Aún reconociendo el carácter cristiano de la
3 Preferimos este término para referirnos a la concepción del gobierno papal, y no el más común de “teocracia”, pues la idea de un gobierno “derivado de Dios” que éste último encierra corresponde también a la legitimación directa del poder real o imperial. En última instancia, no hay autor medieval alguno –pro-papal o anti-papal– que no reconozca que todo poder viene de Dios.
11
sociedad y, por tanto, muy lejos de promover la moderna separación entre Iglesia y
Estado, el espacio propio de la autoridad política quedará resguardado y legitimado
dentro de la comunidad cristiana: la autoridad política es (relativamente)
independiente de la autoridad religiosa.
Es obvio que el panorama de las ideas políticas en la Edad Media es mucho más
complejo de lo que este sencillo esquema ofrece. Por una parte, no siempre la auto-
delimitación del poder papal ha respondido a la intención de inmiscuirse en los asuntos
temporales; por el contrario, el espíritu de la reforma gregoriana durante la querella de las
investiduras significó más bien una reacción contra la intromisión de factores ajenos a la
Iglesia dentro de su esfera. Por la otra, el abanico de los autores no aliados con el papado es
demasiado amplio y sus fuentes demasiado diversas como para integrarlos fácilmente en un
solo rótulo.
Con todo, la adopción de este esquema puede justificarse con el acotado propósito de
aproximarnos a la inserción del autor que nos ocupa, Marsilio de Padua, dentro del panorama
general de la evolución del pensamiento político medieval. En efecto, mientras que en oriente
la legitimación de la supremacía imperial se sustentó más bien en la vigencia de la tradición
histórica, en occidente, la monarquía papal se sustentó en un desarrollo teórico deducido a
partir de principios de la Revelación.4 En buena medida, las figuras señeras del pensamiento
político de la baja Edad Media –Juan de París, Dante Alighieri, Marsilio de Padua y
Guillermo de Ockham– forjaron sus doctrinas en expresa polémica con la teoría papal. Se
trata, en cada caso, de la elaboración de una contra-teoría y una refutación exhaustiva de los
pilares del edificio teórico del papado. Es por ello que una adecuada comprensión de la
especificidad de la propuesta marsiliana dentro de esta línea de pensamiento exige revisar
brevemente los elementos que hicieron posible el desarrollo y la culminación de la doctrina
hierocrática contra la cual se erige.
III. Las bases de la teoría del gobierno papal
El cristianismo, que hiciera su aparición bajo el dominio del Imperio romano,
experimenta en pocos siglos una formidable transformación, de ser una religión marginal más
4 Cf. Ullmann (1983), p. 33; (1985), pp. 110-11.12
entre las que pululaban en el mundo romano, eventualmente sometida a las persecuciones, a
constituirse nada menos que en la religión oficial del Imperio (380). La victoriosa expansión
del cristianismo significó tanto la cristianización del Imperio como la “romanización” de la
Iglesia. La que al principio fuera una secta oriental escindida del judaísmo, inicialmente
concebida como una comunidad mística con un perfil definidamente escatológico, devino una
religión pública y fuertemente jerarquizada, bajo el molde del mismo Imperio que la vio
nacer.
Dentro de esta historia, el papado romano sufrió una transformación tanto o más
sorprendente. De la legendaria figura de aquellos que la tradición posterior ubicó como
“sucesores de Pedro” a la egregia figura de un Inocencio III, cuyo pontificado representa el
cenit del poderío político y material del papado, hay una considerable distancia. La que debía
ser la primera Iglesia, tutela espiritual de las Iglesias cristianas, se convirtió con el tiempo en
un factor de poder más con una incidencia notable en el curso de los acontecimientos,
compartiendo el escenario histórico con otros actores como la monarquía, el Imperio, la
nobleza feudal, y, más tardíamente, el poder económico de las burguesías comunales. Como
era de esperar, el crecimiento de las aspiraciones políticas y materiales del papado fue
acompañado por la progresiva consolidación de un edificio doctrinario o ideológico que dio
un sustento teórico a esas aspiraciones. Ante un fenómeno histórico de esta índole cabe la
recurrente pregunta: ¿fue el crecimiento en los hechos el que promovió la construcción de la
ideología que los legitima, o fue acaso el avance en el terreno de la representación el que
abrió el campo para el avance en los hechos? Por una parte, si la visión más prudente señala
que la reflexión siempre va a la zaga de los hechos, esto resulta particularmente verdadero en
el caso de la reflexión política, donde por lo general, la teoría viene siempre a ratificar –o,
eventualmente a contestar– una situación ya vigente. Pero por la otra, el problema se vuelve
crítico en el caso particular de que se trata, puesto que el papado es precisamente una
institución que es resultado de su propia autocomprensión. La institución que conocemos
como “papado romano” no es sino el concepto que los propios papas forjaron sobre su
autoridad en un terreno en el que las formulaciones doctrinarias y las definiciones
conceptuales adquieren un papel decisivo, de suerte que el desenvolvimiento de la historia en
el plano de los hechos se torna inescindible del desenvolvimiento en el plano conceptual.
Una reconstrucción completa de la evolución institucional del papado, o siquiera de la
totalidad de sus fundamentos teóricos, excede ampliamente los límites de esta introducción.
En lo que sigue vamos a limitarnos a señalar sólo algunos elementos fundamentales que han
de tenerse presente para entender la culminación de la teoría de la plenitudo potestatis papal
tal como se verifica en la baja Edad Media.
13
(i) La configuración de la monarquía papal
El cristianismo, como también el judaísmo y el islam, son religiones fundadas en la
palabra revelada. De allí que toda consideración de cuestiones ligadas a ellas siempre debe
remitir como a su fundamento más puro y originario al texto sagrado. El Nuevo Testamento
contiene una serie de expresiones y referencias que aluden a la relación entre el sentido y
objetivo de la misión de Cristo y la realidad política de orden humano. La orientación
trascendente del nuevo reino a instaurar parece fuera de toda duda: “... mi Reino no es de este
mundo”5; la delimitación de la competencia de ambas esferas de poder es tácitamente clara:
“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”6. Al mismo tiempo, el asumir el
cristianismo no significa desligarse de las autoridades e instituciones que cumplen con su
función en este mundo, y cuyo poder, en última instancia, procede de la única y misma fuente:
“... no hay autoridad que no provenga de Dios y las que existen han sido establecidas por Él.
En consecuencia, el que resiste a la autoridad se opone al orden establecido por Dios.”7
Pero aunque el nuevo orden cristiano parece reconocer el orden legal precedente, no es
menos cierto que ha venido a instaurar un gobierno para aquellos sobre quienes ejerce su
influencia. Al menos así se lo ha entendido a partir del capital texto de Mateo xvi, 18-19, que
ha de ejercer un peso decisivo durante toda la Edad Media:
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [...]. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos.”
Este texto constituye, obviamente, el testimonio principal de la institución de la Iglesia
por parte de Cristo, y el nombramiento de Pedro como su sucesor, vale decir, el fundamento
de la institución del Papa como Vicario de Dios en la tierra, a cargo del gobierno superior de
la comunidad de los fieles cristianos. Es claro, sin embargo, que el concepto del primado de
Roma fue el resultado de todo un proceso en el que se consolidaron los principios teóricos que
estaban a su base, paralelamente al crecimiento en los hechos del ascendiente del papado
sobre el conjunto de la Iglesia.
5 Juan xviii, 36.6 Mateo xxii, 21.7 Rom. xiii, 1-2.
14
El aspecto primordial a tener en cuenta para examinar las bases de la constitución de la
Iglesia y del gobierno papal es el hecho de que aquélla haya sido interpretada inicialmente en
los términos de una comunidad jurídica, es decir, una sociedad establecida bajo un molde
legal –derivado, obviamente de los principios del derecho romano–, y en tal sentido,
susceptible de ser gobernada.8 La concesión de los poderes a Pedro fue concebida
tempranamente como el singular acontecimiento de la fundación de una sociedad –la Iglesia–
y el establecimiento de un gobierno adecuado para ella –el Papa. La sociedad fundada era el
conjunto de todos los cristianos –tanto clérigos como laicos–, entendido como una unidad
jurídica y corporativa, es decir, un cuerpo capaz de ser gobernado. Pero la clave de la inter-
pretación de la concesión petrina estuvo en el alcance y la extensión del “quodcumque” o de
“todo aquello” sobre lo cual Pedro recibía el poder de “atar y desatar”. En consonancia con la
concepción totalizadora o globalizante característica de la Edad Media, según la cual “lo
cristiano” abrazaba todas las esferas de la vida –no sólo religiosa sino también moral, jurídica,
política, etc.–, el papado occidental tendió a interpretar el gobierno sobre esta comunidad con
un alcance universal y un sentido absoluto: la “plenitud de poder” (plenitudo potestatis)
otorgada a Pedro lo abarcaba absolutamente todo: toda cosa o persona estaría sujeta, en última
instancia, a la jurisdicción papal.
Claro está que el despliegue de estas aspiraciones papales sólo encontró su primer
sustento teórico con el desarrollo de una serie de principios que adquieren su precisa
definición hacia el pontificado de León I (S. V). La autocomprensión jurídica de la Iglesia
requería de una formulación igualmente jurídica y confiable de la relación entre el destinatario
original de la concesión de poderes y los restantes sucesores de Pedro. La fórmula del Papa
como “indigno heredero de Pedro” contribuyó a asegurar esta relación. De acuerdo con ella,
el papa recibía –con la calificación jurídica del heredero– todos los poderes otorgados en la
concesión petrina, con absoluta prescindencia de sus méritos o calificaciones personales. Así
como al heredero, en general, le corresponden los derechos sucesorios sin ninguna relación
con su merecimiento moral hacia ellos, del mismo modo el Papa heredaba un cargo –un oficio
de gobierno– más allá de su indiscutida carencia de los méritos personales que sólo le
cupieron originariamente a Pedro. La estrategia de esta formulación acertaba sin duda en la
separación entre el oficio y la persona concreta que lo detentaba, a la vez que determinaba la
naturaleza estrictamente jurídica del origen del cargo, tornándolo así incuestionable por
razones morales personales.
Por su parte, esta sucesión de los poderes petrinos se interpretaba como inmediata: el
Papa era el heredero directo de Pedro, sin intermediación de sus predecesores. La
8 Cf. Ullmann (1985), pp. 38, 46.15
transferencia de la potestad jurídica a la que accedía el Papa se revelaba así como
independiente de la posesión de poderes carismáticos inherentes a la administración de los
sacramentos y demás facultades relativas al orden sagrado. Posteriormente se conoció esta
distinción bajo la terminología de la potestas jurisdictionis y la potestas ordinis. Mientras
aquella aludía a los poderes estrictamente jurisdiccionales que el papa recibía inmediatamente
de Pedro, ésta se refería a la transmisión de un carácter que debía presuponer una secuencia
temporal y una cesión continua a través de sacerdotes consagrados. El “principado” del
sucesor de Pedro sobre su Iglesia contenía así un carácter jurídico independiente de su
condición sacerdotal. Un documento apócrifo del S. II-III conocido como la Epistola
Clementis, que hacía constar la cesión que Pedro le habría hecho de todos sus poderes –los
jurisdiccionales– al papa Clemente I, intentó completar estos principios con una prueba
testimonialmente válida.9
Sobre estos fundamentos pudo forjarse la idea del régimen de gobierno papal como un
principatus en el sentido romano, un “régimen universal” sobre la sociedad que le había sido
destinada. El papa constituía un status per se: estaba colocado fuera y “por encima” de la
Iglesia, y no como un miembro más de ella. La Iglesia le había sido encomendada o
“confiada” (ecclesia nobis commissa): sus integrantes no poseían derechos personales o
propios, puesto que no habían “delegado” ningún poder, sino que éste le había sido entregado
al pontífice, quien por las mismas razones no tenía que rendir cuentas de sus actos de
gobierno ante ninguno de sus subordinados.
No resultaba difícil avanzar un paso más, y apercibirse de que la Iglesia que había sido
encomendada al cuidado del papa comprendía a todos y cada uno de los cristianos, incluidos a
los príncipes y reyes. Pero la temprana consolidación de los principios teóricos de la
monarquía papal no significó un avance inmediato sobre el poder temporal. De hecho, la
historia de la relación entre la Iglesia y el poder temporal durante la temprana Edad Media
muestra los signos de una cautela acorde con una época en la que la delimitación de las
funciones del sacerdotium y del regnum están todavía en un tenso equilibrio. Uno de los
documentos que al respecto habría de resultar fundacional es una carta del papa Gelasio I al
Emperador de oriente Anastasio I, del año 494, en la que quedaban claramente planteadas las
dos instancias de gobierno por las cuales es regido el mundo cristiano: “la sagrada autoridad
de los pontífices y la potestad de los reyes”.10 Aunque el papa se dirigiera con sumo respeto
9 Cf. Ullmann (1985), pp. 41 y ss.. Al mismo tiempo, la distinción entre la potestas jurisdictionis y la potestas ordinis solucionaba la aparente discrepancia con el hecho de que la tradición aseguraba que los primeros sucesores de Pedro fueron los papas San Lino y San Anacleto: mientras estos actuaron como obispos consagrados sólo Clemente habría recibido en “indigna herencia” los poderes jurisdiccionales de Pedro. Cf. ibid. p. 47.10 Cf. Gelasio, Epist. VIII (PL LIX, 42a).
16
hacia la investidura imperial, la autoridad sacerdotal quedaba levemente destacada bajo el
principio de que sobre ella recaía un “peso mayor” (gravius pondus), debido a que en el Juicio
final debería rendir cuentas ante Dios por la conducta de los reyes. Por lo demás, la sutil
terminología de Gelasio, bien interpretada a luz del derecho público romano, muestra todas
sus implicancias ocultas: el papado ocupa el lugar de la auctoritas, esto es, la sede última con
capacidad y calificación para crear normas vinculantes, mientras que el poder real queda
relegado a la potestas, el mero poder de ejecución de lo establecido por la autoridad.11 Con
todo, la actitud de Gelasio era discreta: si, por una parte, le recuerda al Emperador que, en lo
concerniente a las cosas divinas, debe someterse a quienes tienen a su cargo la administración
de los sacramentos, y depender de su juicio, al mismo tiempo, reconoce que él ocupa el
primer lugar en dignidad en el género humano, y que, en lo concerniente al orden de la
disciplina pública, el Imperio le ha sido confiado por una “disposición superior”, por lo cual
los obispos acatan sus leyes.12
La teoría del gravius pondus esbozada por Gelasio habría de hacer una larga carrera en
el medioevo. Cuando siglos más tarde Gregorio VII retomara esta distinción, la relación entre
el papado y el poder político de turno en conflicto sería radicalmente distinta. La empresa
reformadora de Gregorio contra la simonía y, en general, contra la ingerencia del poder real y
la nobleza feudal en la configuración de la jerarquía episcopal, habría de terminar
significando un realce de la figura papal, con la autoconciencia de poseer plena jurisdicción
sobre príncipes y gobernantes seculares. Al menos así lo testimonian las proposiciones de los
Dictatus papae referentes a la destitución de los emperadores –“Que sólo a él [sc. al Papa] le
es lícito deponer emperadores”–, y la consecuente liberación del juramento de fidelidad de los
súbditos –“Que sólo el papa tiene la autoridad para absolver a súbditos de hombre injustos de
su juramento de fidelidad”–, y aquellas que lo colocan como autoridad máxima indiscutida e
inapelable –“Que él mismo no puede ser juzgado por nadie”. En este contexto, la adopción de
la fórmula gelasiana por parte de Gregorio no podía sino adquirir otra significación. En una
carta de Gregorio al obispo Hermann de Metz, del año 1081, el texto de Gelasio es citado
textualmente, pero sin el correspondiente “contrapeso” del reconocimiento de la dignidad
imperial. La consecuencia es que el mayor peso que recae sobre la autoridad sacerdotal exige
la sumisión hacia éste por parte del poder imperial sin mayor reciprocidad. La importancia de
este texto para la posterior tradición radica en que fue incluido por Graciano en su Decretum,
por lo que de allí en más la Edad Media conoció la fórmula de Gelasio no en su versión
original, sino en la versión resumida que de ella hizo Gregorio.13
11 Cf. Ullmann (1983), p. 42.12 Cf. Gelasio, Epist. VIII (PL LIX, 42b).13 Cf. Miethke (1993), pp. 41-42.
17
Del siglo XII al XIII se advierte un notable crecimiento del ascendiente político del
papado. Concomitantemente se da un afianzamiento de la jurisprudencia que legitima la
posición ganada. El esfuerzo de sistematización del saber acumulado, característico del S.
XII, que en el ámbito de la exégesis bíblica se manifiesta en la redacción de la Glossa
ordinaria, y en el ámbito de la teología, en las Sententiae de Lombardo, tuvo también su
expresión, en el derecho canónico, en un arduo trabajo de compilación cuyo mayor exponente
es el Decretum de Graciano. A ese cuerpo jurídico se sumaban los cada vez más numerosos
pronunciamientos papales expresados a través de otro tipo de documentos de más reciente
gestación: las denominadas Decretales. En ese clima favorable pudo prosperar la
consolidación de los principios jurídicos de la Iglesia tempranamente asentados hacia el S. V,
orientados ahora decididamente a concentrar en la figura del papa la totalidad del poder
(plenitudo potestatis). Hacia el pontificado de Inocencio III, el título del Succesor Petri
empezó a ceder terreno en favor del de Vicarius Christi, el cual pasó, de ser un título
inicialmente aplicable a cualquier sacerdote en virtud de sus facultades para administrar
sacramentos, a significar la suma y totalidad de los poderes del papa, siempre sobre la base de
la concesión petrina.14
Pero el texto que sintetiza de manera más acabada la culminación de la hierocracia
papal, es un documento que pertenece, paradójicamente, a un momento en que el poderío
político del papado está comenzando a atravesar una profunda crisis. Se trata de la bula Unam
Sanctam de Bonifacio VIII (1302), que presenta a todas luces el carácter de un
pronunciamiento doctrinal basado en una extraordinaria síntesis del apoyo bíblico y los
principios tradicionales de interpretación forjados hasta entonces. El punto de partida del
documento es la reafirmación contundente de la unidad de la Iglesia, y del carácter exclusivo
de su ámbito para la consecución del fin trascendente de la cristiandad: extra ecclesiam nulla
salus. Esta Iglesia es un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, y en la cual hay una única
Señor, una única fe, y un único bautismo. En esta cabeza constituyen una unidad indivisa
Cristo y su Vicario, Pedro y sus sucesores. La iglesia no es, pues, un cuerpo “monstruoso” de
dos cabezas, de lo cual se infiere inmediatamente que los graeci –en la acostumbrada alusión
despectiva a Bizancio– o cualesquiera otros que no se consideran confiados a Pedro y sus
sucesores no pertenecen al rebaño. Según la tradicional representación medieval, se reconoce
la existencia de “dos espadas”: la espiritual y la temporal, pero ambas están en poder de la
Iglesia, la primera en manos de los sacerdotes y la segunda en manos de reyes y soldados,
pero al servicio del sacerdocio. La relación entre estos dos poderes no deja lugar a dudas: el
poder temporal debe estar subordinado al espiritual. La ordenación jerárquica de la realidad
tal como la expone Dionisio permite mostrar cómo cada nivel inferior está conectado con el
14 Cf. Miethke (1993), pp. 70-72.18
inmediatamente superior y gobernado por él. El poder espiritual sobrepasa en dignidad y
nobleza al poder temporal, y ello se manifiesta en la aceptación del poder y el gobierno de las
cosas: pertenece al poder espiritual instituir al poder terreno, y juzgarlo si no actúa en forma
correcta. El papa es, pues, la instancia última de cesión y revisión de todo poder político, y su
autoridad no está sometida a juicio humano alguno, sino al de Dios.
(ii) La progresiva “desnaturalización” del orden político
Hasta aquí, tendríamos una visión demasiado parcial, si considerásemos que el avance
del gobierno papal significó un proceso puramente endógeno, como si el crecimiento de sus
aspiraciones políticas se impusiera siempre sobre una materia extraña y hostil. En verdad, la
riqueza del fenómeno radica en que, dado el fuerte compromiso del mundo laico con la
cristiandad, no sólo costaba ofrecer resistencia doctrinaria al avance papal, sino que diversos
factores propiciaban ese avance. Por extraño que parezca, en esta extensión de las
atribuciones gubernamentales del papa, no sólo influyó el progreso de la propia
autocomprensión papal en la formulación del status jurídico de su régimen, sino además
ciertas concepciones relativas al carácter y la función del gobierno temporal que comenzaron
a prevalecer aún fuera del ámbito de la jurisprudencia canónica. La aparición de la fórmula
del “Rey por Gracia de Dios”, cuyo uso se generalizó a partir del S. VIII entre todos los reyes
de Europa, constituye un importante signo en tal sentido. La consagración de una teoría
“descendente” acerca del origen del poder15, según la cual éste “fluye” de Dios
inmediatamente hacia el monarca, y con el carácter de un beneficium, es decir de un favor
divino, no podía dejar de tener importantes consecuencias, si pensamos que precisamente el
papa constituía el intermediario o enlace entre Dios y este mundo. La puesta en práctica de
todos estos principios la observamos en la generalización de las ceremonias de coronación,
que testimonian el progresivo triunfo de una concepción teocrática de gobierno.
Por su parte, en una comunidad universal, identificada por un compromiso con la
cristiandad que no reconocía limitaciones o delimitaciones sutiles, poco a poco el fin y la
función de los gobernantes seculares comenzaron a ser legitimados en la medida en que
adquirían un carácter cristiano. El sentido de la misión de príncipes y reyes de este mundo fue
justificado bajo la concepción de una función del gobierno temporal meramente auxiliar o
subsidiaria, como instrumento de los fines la fe, sobre cuya definición estaba implícito que no
15 Según la terminología de Ullman (1985), pp. 24-25.19
serían ellos quienes tendrían la última palabra. Hacia el S. VII Isidoro de Sevilla lo había
expresado claramente:
“Principes saeculi nonnunquam intra Ecclesiam potestatis adeptae culmina tenent, ut per eamdem potestatem disciplinam ecclesiasticam muniant. Caeterum intra Ecclesiam potestates necessariae non essent, nisi ut, quod non praevalet sacerdos efficere per doctrinae sermonem, potestas hoc imperet per disciplinae terrorem.” 16
La tarea del gobernante temporal es, pues, lograr el mismo objetivo que persigue el
sacerdocio: imponer la fe. Bajo esos términos, el ejercicio de esa potestad se vuelve necesario
sólo en tanto y en cuanto no basta con la predicación llevada a cabo por la disciplina
eclesiástica. Más allá de esa función, las “armas temporales”, las del “brazo secular”, se
quedan sin justificación.
Se ha denominado “agustinismo político” a una línea de pensamiento caracterizada por
una marcada “tendencia a absorber el derecho natural del Estado en la justicia sobrenatural y
en el derecho eclesiástico”. Se trataría de una aplicación al campo político de aquella
tendencia igualmente verificable en el “agustinismo”, entendido en términos generales, que
constituiría su principal característica: la de absorber el orden natural en el orden
sobrenatural.17 La “esencia” del agustinismo político radicaría en una tendencia rastreable en
el pensamiento de Agustín, sin que por ello haya que atribuir al hiponense la doctrina de
quienes consumaron esa tendencia en una afirmación plena. El concepto de agustinismo
político cobra así el significado de un puente o un fenómeno de transición que explica el
posterior advenimiento y la coronación de la teocracia papal de la alta Edad Media. El citado
texto de Isidoro constituiría uno de los hitos en este proceso, junto a una serie textos
fundacionales que incluyen a Gelasio I, a Gregorio Magno, hasta las Capitulares de
Carlomagno.
Aunque no puede decirse que Agustín sea un autor interesado directamente en la
elaboración de una teoría política, la teología de la historia que ha trazado en su Ciudad de
Dios tuvo, ciertamente, una repercusión fundamental en el curso de las ideas políticas
medievales. En qué medida las derivaciones medievales de las ideas políticas de Agustín
constituyen una tergiversación de su pensamiento o, por el contrario, una reafirmación de una
tendencia implícita o una doctrina firmemente sostenida, es una cuestión que ha planteado una
ardua polémica, y que no es posible abordar aquí. Pero quizá más importante que determinar
16 Sent. III 51 (PL LXXXIII 723-4)17 Cf. Arquillière (1954), p. 992.
20
si Agustín ha contribuido o no a una impugnación de la justicia del Estado natural, a un
programa de realización de la Ciudad de Dios aquí en la tierra, o a la identificación de la
Ciudad de Dios con la Iglesia entendida institucionalmente, es examinar una tradición
medieval sobre el origen del poder político que dice remontarse a Agustín como a su fuente.
Se trata de una tradición que concibe el ejercicio del gobierno y del poder político como
poena et remedium peccati.18 Como resultado de la caída, la naturaleza del hombre se ha visto
radicalmente transformada o “quebrada”: sometido al gobierno de sus pasiones y, en tal
medida, envuelto en la discordia y la enemistad, fue necesario el establecimiento de un poder
político que pusiera un freno a la inevitable tendencia del hombre al pecado, mediante el
ejercicio de un poder coactivo, y así reinstaurar la paz y el orden terreno.
Aunque el concepto de una natura lapsa viciada por el pecado original, que “divide” al
hombre contra sí mismo y lo convierte en “esclavo” del pecado, es de inequívoca raíz
agustiniana, no está tan claro el que Agustín incluya, dentro de la servitudo a la cual el
hombre se halla expuesto como consecuencia del pecado, el sometimiento a un dominium de
orden estrictamente político. En un importante pasaje de Ciudad de Dios, Agustín explica el
origen de la servitudo. Según el orden originario que Dios ha establecido, dispuso que el
hombre dominara sólo a los seres irracionales. Por ello, los primeros justos fueron
establecidos “como pastores más bien que como reyes”, queriendo indicar Dios, con ello, lo
que exigía, por una parte, el orden de las creaturas, y por la otra, el mérito de los pecadores.
La conclusión es que con justicia hay que entender la conditio servitutis como impuesta al
pecador. El nombre servus lo ha merecido la culpa, y no la naturaleza. La causa de la primera
servidumbre es, pues, el pecado; como consecuencia de ello el hombre fue sometido al
hombre bajo el vínculo de su condición. En la naturaleza originaria en la que fue creado, por
el contrario, ningún hombre es siervo del hombre o del pecado. De allí que el Apóstol
recomiende a los siervos permanecer en su condición, y servir con buena disposición a sus
amos, convirtiendo su servidumbre en libertad al servir con fiel amor, hasta que llegue el
tiempo final en que acabará toda desigualdad, y no habrá más principado ni potestad
humana.19
Como puede verse, por mucho que aparezcan en este pasaje algunas referencias a
“reyes” o “potestades humanas”, el contexto del mismo parece dar claramente a entender que
Agustín se está explayando sobre el origen de la condición social de la esclavitud imperante
en el mundo antiguo. La tradición medieval posterior entendió este pasaje –o, quizá, todo el
libro XIX de la Ciudad de Dios– en el sentido de que esta explicación del origen del “dominio
del hombre por el hombre” concernía igualmente al tipo de dominium que implica un vínculo 18 Cf. Wilks (1963), p. 47, 59; Skinner (1985), I, p. 71; Nederman (1988), pp. 4-5.19 Cf. Agust. De civ. Dei XIX xv (PL XLI, 643-4).
21
de subordinación política, el de aquellos que “imperan” como príncipes y gobernantes. Una
vez más, probablemente sea Isidoro de Sevilla uno de los han influido en esta interpretación.
En otro capítulo de sus Sententiae, Isidoro parece basarse en la autoridad de Agustín cuando
refiere al pecado el hecho de que Dios haya colocado a unos hombres como “señores” y a
otros como “siervos”; pero finalmente entre aquellos domini se cuentan los que gobiernan:
“Propter peccatum primi hominis humano generi poena divinitus illata est servitutis, ita ut quibus aspicit non congruere libertatem, his misericordius irroget servitutem. Et licet peccatum humanae originis per baptismi gratiam cunctis fidelibus dimissum sit, tamen aequus Deus ideo discrevit hominibus vitam, alios servos constituens, alios dominos, ut licentia male agendi servorum potestate dominantium restringatur. Nam si omnes sine metu fuissent, quis esset qui a malis quempiam prohiberet? Inde et in gentibus principes, regesque electi sunt, ut terrore suo populos a malo coercerent, atque ad recte vivendum legibus subderent.”20
En cualquier caso, sea válido atribuir esta concepción a Agustín o no, haya sido Isidoro
el principal factor de su difusión o no, lo cierto es que el concepto del poder político como
poena et remedium peccati tendrá una larga trayectoria en el pensamiento político medieval.
No sólo es rastreable en autores pro-papales como Agustín de Triunfo o Egidio romano21, sino
en “aristotélicos” como Dante22, y, bajo ciertos matices peculiares, hasta en nuestro
mismísimo Marsilio de Padua.23 Las implicancias de esta concepción difícilmente pueden ser
minimizadas. Concebido como una consecuencia de un hecho contingente que podría no
haber ocurrido –el acontecimiento histórico del pecado, supuesto el libre albedrío del
hombre–, y como un mero correctivo para remediar una situación generada por una naturaleza
viciada o corrompida, y asegurar una paz y un orden que no alcanzan a constituirse en un fin
último, el orden político pierde desde todo punto de vista su carácter natural. A la ya
mencionada generalización de la legitimación divina del poder, y del señalamiento de la
función trascendente del gobierno al servicio de los fines de la fe, se suma así esta concepción
agustiniana –o “agustinizante”– del orden político como un elemento más de los que
coadyuvan a un verdadero proceso de desnaturalización del orden político. El discurso en el
que puede tener lugar la explicación del origen del orden político ya no podrá ser el de una
“ciencia política” ocupada en una dimensión política humana natural al hombre y plena de
sentido, sino que quedará monopolizado por un discurso que adquirirá un perfil más bien
teológico o eclesiológico. Y dentro de ese discurso, el poder sacerdotal, que oficia de
intermediario en la cesión del poder, y que tiene a su cuidado el fin primordial de imposición
20 Cf. III 47 (PL LXXXIII 717a-b)21 Cf. Wilks (1963), p. 59.22 Cf. De Monarchia III, 5.23 Cf. infra, p. 89.
22
de la fe, irá destacando su “mayor peso”, como para reafirmar la soberanía de su poder, y
absorber en su jurisdicción la esfera de todo gobierno secular.24
IV. El reingreso de Aristóteles y la reacción contra la hierocracia papal
Es un hecho que durante un largo primer período de la Edad Media no contamos con
textos o tratados políticos más o menos sistemáticos. Eso no significa que no haya habido
diversas concepciones sobre la naturaleza del gobierno, la organización del régimen político o
la fuente de la ley, ni siquiera que no haya habido reflexiones o especulaciones sobre los
fundamentos teóricos de esas concepciones; sólo que, en todo caso, ese material no fue
volcado en tratados con objetivos teóricos expresos, sino que se refugió en otro tipo de
géneros o ámbitos textuales. Para una mentalidad como la medieval, en la que la acción de
gobierno ha de ejercerse siempre conforme a derecho, es natural que el vehículo principal a
través del cual se expresan y se fijan los principios políticos implicados en la acción de
gobierno sea la ley misma. El primer gran material en el que se recoge la doctrina política
medieval es la jurisprudencia, y, ante todo, como hemos visto, la jurisprudencia canónica.
Una segunda especie de ámbito textual lo constituye el género literario conocido como el de
los “espejos de príncipes”. Se trata de un género menor de textos dedicados a exaltar la figura
de un príncipe, que combinaban el antiguo uso del “elogio al gobernante” –el señalamiento de
sus virtudes y cualidades personales–, con una modesta exhortación al buen gobierno y al
ejercicio responsable de la misión que le había sido asignada. Se trataba de delinear la imagen
o el adecuado perfil del príncipe “ideal” en el cual el príncipe podía mirarse “como en un
espejo”.
Es bastante fácil advertir que ninguno de estos ámbitos textuales estaba en condiciones
de contrarrestar el referido movimiento de “desnaturalización” del orden político. Por el
contrario, la jurisprudencia canónica, monopolizada por el papado, o bien impulsada por los
especialistas universitarios en esa rama del derecho –los canonistas– más bien facilitaba el
apoyo de los principios teóricos de la hegemonía papal. Por otra parte, la modesta
recomendación sobre la misión del gobernante que podía permitirse el género de los espejos
24 Lo que hasta aquí hemos caracterizado como un proceso de “desnaturalización del orden político” lo explica Wieland en correspondencia con una actitud denominada “simbolismo”, según la cual toda la realidad es “concebida como imagen y semejanza de una realidad numinosa más elevada”: cf. Wieland (2000) p. 23; al hablar del “simbolismo político” en particular, que interpreta todos los acontecimientos histórico-políticos “como manifestación del obrar salvífico divino” señala de inmediato que “es evidente el potencial teocrático subyacente a esta posición”: cf. ibid. p. 26.
23
de príncipes fácilmente recaía en la advertencia sobre la responsabilidad del príncipe
cristiano. En cualquier caso, no se contaba aún con un ámbito discursivo lo suficientemente
definido y conceptualmente potente como para reconfigurar la manera de concebir el orden
político y, a partir de allí, ofrecer un sustento teórico para la autonomía del poder temporal.
Un singular fenómeno histórico suele considerarse como un hito que marca un
verdadero “antes y después” para la historia del pensamiento medieval: el reingreso en el
occidente latino de las obras que completan el corpus de Aristóteles, hasta entonces no
disponible en su totalidad. Esta “recuperación” de Aristóteles significa, para la perspectiva
eurocentrista que ha fijado este concepto, la puesta al día, por parte del occidente cristiano,
del repertorio filosófico y científico del mundo antiguo que había sido conservado en el
oriente de habla griega, asimilado por el mundo musulmán y luego expandido por su área de
influencia. En un sentido todavía más esquemático, el triunfal “ingreso” de Aristóteles
significa, en verdad, el ingreso de Aristóteles en París. El verdadero telón de fondo de este
acontecimiento es un formidable proceso de transmisión cultural, desde mediados del S. XII
hasta mediados del S. XIII, que implicó un paciente trabajo de hallazgo, una empresa integral
de traducciones y un notable esfuerzo de asimilación doctrinal. El impacto que tuvo un
fenómeno de circulación y de difusión de libros, sólo se entiende, a su vez, teniendo en cuenta
la transformación del marco institucional y de las formas de enseñanza que significó la
aparición de las universidades hacia principios del S. XIII.
Dentro del nuevo Aristóteles que cambió profundamente el panorama intelectual del S.
XIII se encontraban también los libri morales, las obras de filosofía práctica como la Etica y
la Política. La reaparición de la Política es una de las más tardías: no parece haber registro de
ella antes de 1260. La entrada en escena de la Política presentó a los pensadores medievales la
oportunidad de reconstituir una ciencia política en sentido estricto, es decir, una scientia
civilis concebida como una disciplina científica autónoma dentro del cuadro general del
conocimiento humano. De hecho, la trayectoria de la recuperación y asimilación de la Política
de Aristóteles estuvo preparada por una intensa búsqueda a partir de las primeras noticias de
la existencia de una obra tal en los catálogos de obras aristotélicas, y en tal sentido, se halla
ligada a la tradición de la divisio scientiarum o “clasificación de las ciencias”.25 Antes de la
reaparición de la Política los medievales completaron la “laguna” del estudio de la sociedad
política o de la “relación del hombre con el hombre” con el material que tenían a su
disposición. Un manuscrito anónimo que contiene una guía de estudios de la Facultad de
Artes de París, que subdivide a la philosophia moralis en las respectivas partes o aspectos de
la “vida del alma”, recomienda para el estudio de la vita animae la lectura de parcial de la
25 Cf. Flüeler (1992), I, pp. 2 y ss; Bertelloni (2000), pp. 45-47, 49, n. 39.24
Ethica, despacha el estudio de la vita animae in familia con el De officiis de Cicerón, mientras
que para aquella parte de la vita animae in bono aliorum que tiene que ver con la comunidad
política se las arregla con el derecho romano y canónico.26
La reconstitución de una scientia civilis autónoma sólo podía venir de la mano de una
recomposición de la naturalidad de la dimensión política humana que se había perdido por la
influencia o el predominio de la consideración agustinizante. Ningún texto testimonia mejor
este giro que el proemio de Tomás de Aquino a su comentario a la Política. Avanzando sobre
el camino por el que dificultosamente se había abierto paso su maestro Alberto27, Tomás
presenta en este texto la inclusión triunfal de la política con un puesto propio y destacado
dentro de la filosofía moral. La ubicación de la política está presentada como la consecuencia
de una serie de premisas iniciales sobre una comparación entre los principios y el accionar de
la naturaleza y los del arte o la razón humana. Como dice el filósofo, el “arte imita a la
naturaleza”. El principio de las cosas hechas según el arte es el intelecto humano; el de las
hechas por naturaleza, el intelecto divino. Ahora bien, la razón humana, respecto de las cosas
que existen por naturaleza, sólo se comporta cognoscitivamente, mientras que respecto de las
cosas que son por arte no sólo es cognoscitiva, sino también hacedora o “factiva”. De allí que
en su modo de proceder la razón humana siga el modelo de la naturaleza, que opera yendo de
lo simple a lo compuesto, de lo imperfecto a lo perfecto. Pero la razón humana no trata sólo
con las cosas útiles que se ordenan al hombre como a su fin, sino también de los hombres
mismos regulados por la razón. Ahora bien, entre las comunidades en las cuales se ordenan
los hombres entre sí, la comunidad civil, ordenada a la autosuficiencia de la vida humana, es
la más perfecta. Y puesto que las cosas útiles al hombre se ordenan a él como a su fin,
necesariamente este “todo” que es la comunidad política (civitas) es “el más principal” entre
cualquiera de estos “todos” o integridades que la razón humana puede llegar a conocer y
constituir.”28 De todo ello se desprende, ante todo, que la política es una ciencia necesaria,
esto es, es necesario completar la sabiduría humana denominada “filosofía” con una doctrina
que se ocupe de este todo que es la comunidad política, y que no es otra que la denominada
“política” o “ciencia civil”. En segundo lugar, quedará asegurado su puesto dentro del género
de las ciencias prácticas, y no precisamente como una más entre ellas: puesto que el objeto
del que se ocupa es “la más principal de aquellas cosas que la razón humana puede
constituir”; será, por tanto, la ciencia “arquitectónica” o principal, aquella que versa sobre lo
26 Cf. Bertelloni (1996), pp. 185-6.27 Para la evolución de posición de Alberto magno respecto de ubicación de la política en el esquema de división de la philosophia moralis cf. Bertelloni (2000), pp. 47 y ss..28 “Quarum quidem communitatum cum diversi sint gradus et ordines, ultima est communitas civitatis ordinata ad per se sufficientia vitae humanae. Unde inter omnes communitates humanas ipsa est perfectissima. Et quia ea quae in usum hominis veniunt ordinantur ad hominem sicut ad finem, qui est principalior his quae sunt ad finem, ideo necesse est quod hoc totum quod est civitas sit principalius omnibus totis, quae ratione humana cognosci et constitui possunt.” (In pol. proem. § 4)
25
más noble y más perfecto, “en cuanto considera el bien último y perfecto en los asuntos
humanos”.29
Así se confiere definitiva carta de ciudadanía a una ciencia política que viene a
completar o perfeccionar el conocimiento humano desarrollado por la razón natural. La
política es parte de la filosofía –y no un capítulo accidental de la teología o una derivación de
la exégesis bíblica. Sin ella, la sabiduría humana quedaría incompleta, porque quedaría sin
cubrir la dimensión de la realidad humana “más completa” de las que integran la ordenación
de los hombres entre sí, el “todo” más completo y acabado que es la comunidad civil. No
puede faltar una ciencia que lo estudie, porque está “sometido a un juicio de la razón”, esto es,
es pasible de ser conocido racionalmente, y además ha sido constituido ni más ni menos que
por la razón humana misma en su función operativa. La ciencia que se ocupe de él, será la
ciencia “arquitectónica”, porque en esa dimensión de la realidad humana se juega el bien más
perfecto de los asuntos humanos. En los términos aristotélicos que tan bien maneja Tomás,
hablar de un bien es hablar de fin: la dimensión política se relaciona con un fin natural al
hombre, porque se corresponde con su naturaleza racional.
La nueva ciencia política ofrecía un espacio fértil para la fundamentación de la
autonomía del poder temporal. Un discurso autónomo, ceñido a un fin natural, realizable en
este mundo, constituía una buena oportunidad para señalar la legitimidad del poder secular,
sin tener que reducir su función al servicio de un fin trascendente. Pero la articulación entre el
fin inmanente posibilitado por la nueva concepción de la naturaleza, y el fin trascendente que
continuaba siendo el pilar de la cosmovisión cristiana seguía siendo problemática. La
dificultad de esa articulación también entrañaba consecuencias para el verdadero alcance de la
autonomía del orden político. En su espejo de príncipes conocido como De la monarquía o
Del gobierno de los príncipes, el propio Tomás aplicó las bases aristotélicas a la explicación
del origen de la función de gobierno. El hombre está ordenado a un fin. Si al hombre le
conviniera vivir individualmente, no necesitaría de nadie que lo conduciese a su fin, pues le
bastaría con su propia razón. Pero como el hombre es naturalmente un animal sociale et
politicum, y en esa dimensión social tiene un fin que es el bien común, es necesaria la figura
de un “conductor” o rector que lleve la comunidad a su fin.30 Cuando el que dirige la
comunidad en la dirección correcta –hacia el bien común, y no a su bien personal– es uno
sólo, he ahí al rex. Pero tarde o temprano la aparición del fin trascendente proyectará algunas
29 “Est enim civitas principalissimum eorum quae humana ratione constitui possunt. Nam ad ipsam omnes communitates humanae referuntur. Rursumque omnia tota quae per artes mechanicas constituuntur ex rebus in usum hominum venientibus, ad homines ordinantur, sicut ad finem. Si igitur principalior scientia est quae est de nobiliori et perfectiori, necesse est politicam inter omnes scientias practicas esse principaliorem et architectonicam omnium aliarum, utpote considerans ultimum et perfectum bonum in rebus humanis.” (ibid. § 7)30 Cf. De regno I, 1 [449b-450a].
26
sombras sobre esta justificación natural. La aparición del fin trascendente que absorbe aquél
fin natural innanente traerá aparejada una cierta relación de subordinación entre los rectores
de los respectivos fines. Si el hombre no tuviera un fin exterior al cual se ordenase su vida, no
le serían suficientes otros cuidados aparte de los que se proporciona. Pero hay un bien
extrínseco al hombre mientras vive en esta vida, que consiste en la fruición de Dios que se
espera después de la muerte. El fin de la multitud congregada no será ya, por tanto, vivir
según una vida virtuosa, sino alcanzar por medio de ella la fruición divina. Y como el hombre
no alcanza ese fin por virtud natural, sino por divina, no pertenece al régimen humano, sino al
régimen divino. El ministerio de ese reino no ha sido confiado a reyes terrenos, sino a los
sacerdotes, y en particular, al sumo sacerdote, el pontífice romano. De suerte que “aquellos
que tienen a su cuidado los fines antecedentes deben subordinarse y dirigir su imperio hacia
aquél que tiene a su cuidado el fin último”. 31
Sobre una base igualmente naturalista, pero desde otra perspectiva, Dante emprendió en
su De monarchia, una análoga fundamentación de la autonomía del poder temporal. El
hombre está constituido como medium u “horizonte” entre dos naturalezas, la de los seres
corruptibles y la de los incorruptibles. Por participar de dos naturalezas el hombre tiene dos
fines, “duo ultima” a los cuales debe ordenarse: la felicidad de esta vida, que consiste en la
operación de su virtud propia, y la felicidad eterna, que consiste en la fruición de Dios. A
estas dos felicidades llegamos a través de dos medios: los documentos “filosóficos”, para la
operación de las virtudes morales e intelectuales, y los documentos “espirituales” que
trascienden la razón humana, para alcanzar las virtudes teologales. En relación con ellos fue
dado al hombre una “doble dirección”, según los dobles fines, a saber, el Emperador, que
dirige al género humano según los documentos filosóficos a la felicidad temporal, y el
romano pontífice, que conduce al género humano a la vida eterna según la revelación. Como
los primeros sólo pueden ser descubiertos, transmitidos y difundidos en un ambiente de paz,
ésta será el principal objetivo del curator orbis cuya función y tarea ha sido prevista por la
divina providencia. La conclusión es, pues, que la autoridad del Monarca temporal desciende
inmediatamente de Dios y, por tanto, no depende de la del Papa. Sin embargo, tras concluir
triunfalmente todo lo que el tratado se había propuesto, Dante concede una reserva que podría
significar que borra con el codo todo lo que escribió con la mano: “esta última verdad [sc. que
la autoridad del Emperador depende de Dios en forma inmediata], no debe entenderse en tal
forma que en algunas cosas no se subordine al romano pontífice, pues la felicidad mortal se
ordena en cierto modo a la felicidad inmortal.”32
31 Cf. De regno II, 3 [465b].32 “Et iam satis videor metam actigisse propositam. Enucleata nanque veritas est questionis illius qua querebatur utrum ad bene esse mundi necessarium esset Monarche offitium, ac illius qua querebatur an romanus populus de iure Imperium sibi asciverit, nec non illius ultime qua querebatur an Monarche auctoritas a Deo vel ab alio dependeret inmediate. Que quidem veritas ultime questionis non sic stricte recipienda est, ut romanus Princeps in
27
El hecho de que en dos autores clave como Tomás de Aquino y Dante Aliguieri la
tensión entre el fin natural y el fin trascendente dé lugar a una postura ambivalente o no pueda
escapar a una cierta indeterminación, muestra a las claras como la adhesión a la convicción
medieval de la unidad de la cristiandad sigue presentando potenciales dificultades para el
problema fundamental de la filosofía política medieval, tal como lo que hemos caracterizado,
el conflicto de jurisdicción entre el poder temporal y el poder espiritual. La relativa
indeterminación de la posición de Tomás de Aquino explica el surgimiento, dentro de su
discipulado, de una “derecha” representada por el pro-papal Egidio romano, y una “izquierda”
representada por el “pro-monárquico” Juan de París. Ciertamente, mal podría sospecharse en
Dante una intención ambivalente, pero las posibles derivaciones de las líneas finales de su
Monarchia reflejan la magnitud de un problema de larga data. Ello explica por qué, después
de tantos enfrentamientos doctrinarios y jurídicos entre teóricos de uno y otro poder, y aún
después del retorno a una concepción natural del orden político, del lado de la legitimación
del poder secular había mucho por decir. Y en esa línea habrá de hacer su aparición la figura
de Marsilio de Padua.
Nos hemos referido a la importancia de la recepción de la Política de Aristóteles en
relación con la reversión de la “desnaturalización” del orden político. Al respecto, cabe decir
que el alcance preciso del impacto del nuevo Aristóteles en el curso del pensamiento político
medieval ha sido evaluado en forma diversa. La posición clásica de Ullmann, que atribuye a
la irrupción de Aristóteles un cambio revolucionario, del predominio de una tesis
“descendente” del origen del poder a la instauración de una “tesis ascendente”, ha recibido
algunas críticas, por considerar, o bien que esa clasificación es demasiado esquemática como
para agrupar la complejidad de las corrientes políticas medievales, o bien que deja de lado
otras fuentes importantes del pensamiento político medieval.33 Pero lo que puede volverse
polémico en el intento de una conclusión general sobre el curso total del pensamiento político
medieval, resulta mucho más preciso y menos refutable concentrado en un autor como
Marsilio. La recuperación del ámbito político de la scientia civilis y de la naturalidad del fin
práctico-político humano son dos elementos centrales para el programa teórico-político
marsiliano. Ahora bien, el caso es que el propio Marsilio para ambos elementos se remite al
filósofo como a su fuente. Si, con ello, Marsilio altera la significación de uno o de otro
elemento tal como se hallaba presente en Aristóteles, al punto de obtener una concepción
“poco aristotélica” de las ciencias prácticas, o una concepción del fin político humano que
podría ser rechazada por el mismo Aristóteles, ello no obsta para decir que ninguna de esas
aliquo romano Pontifici non subiaceat, cum mortalis ista felicitas quodammodo ad inmortalem felicitatem ordinetur. (Dante, Monarchia III xv.)33 Cf. Nederman (1998), p. 3; (1996) p. 565; Black (1996), p. 17 y 30.
28
concepciones habría sido posible sin la reaparición de la Política de Aristóteles. En tal caso, a
Marsilio se aplica simplemente lo que constituye un rasgo común del pensamiento medieval
en general: el ser un pensamiento “derivativo” en el sentido de que se autoconcibe siempre en
remisión a una tradición de textos consagrados, pero que no por ello deja de ser “original” en
cuanto efectúa una relectura con un aporte propio y desde una síntesis personal.
Por lo demás, además es preciso remitirse a la recepción de la Política aristotélica y la
incorporación al programa de concreción de la nueva scientia civilis para comprender la
especificidad del intento de Marsilio entre otras pretensiones de fundamentación de la
autonomía del poder temporal. Mas o menos paralela a la asimilación de la Política, tuvo
lugar otra empresa de legitimación del poder político de gobernantes seculares en conflicto
con el papado, de parte de intelectuales o publicistas que se basaron en el potencial que les
ofrecía la tradición del derecho romano. La polémica en la que se vieron envueltos estos
autores, especialmente los vinculados a la legitimación de la monarquía francesa, con los
integrantes del medio universitario ya totalmente impregnado de aristotelismo les valió el
apodo peyorativo de “legistas”. Hacia el S. XIV se desarrollará una importante escuela de
juristas que hará un singular aporte sobre el problema de la independencia de la comunas
italianas. La confrontación con estas corrientes de juristas plantea así una nueva polémica
historiográfica: la de la incidencia efectiva de los programas teóricos en la praxis y las
decisiones políticas concretas. Desde este punto de vista, podría considerarse que la influencia
del aristotelismo quedó relegada más bien a una vigencia meramente “académica” y con una
significación intelectual abstracta, mientras que habrían sido los juristas los que alcanzaron
una ingerencia decisiva desde una posición mucho más vinculada con las instancias de
poder.34 Sea como fuere, la obra de Marsilio no puede comprenderse sino es encuadrándola en
el esfuerzo de superación de la tradición medieval que invariablemente reducía la política al
estudio de la lex y, en tal sentido, como un intento de superación del paradigma meramente
jurídico de la teoría política, y el tránsito a un paradigma “filosófico” de la misma.
Hasta aquí, el breve recorrido de esta introducción apenas nos permite aproximarnos a
un cuadro general del desarrollo del pensamiento político medieval, sus motivaciones, y sus
protagonistas principales, como para ponernos en el “estado de la cuestión” al momento de la
entrada en escena de la figura de Marsilio de Padua. Pero esto sólo alcanza aún al panorama
historico-doctrinario. Falta ahora concentrarnos sobre el contexto histórico-político que obra
como telón de fondo de la obra y la posición personal de Marsilio.
34 Cf. Walther (2001), pp. 4-5.29
V. Contexto y circunstancia de la obra de Marsilio
(i) El conflicto político entre papado e Imperio hacia principios del S. XIV
El panorama histórico de la Europa medieval aparece como un constante encuentro de
fuerzas de fragmentación y fuerzas de unificación, entre elementos que señalan tendencias a
la particularización y otros que representan aspiraciones universalistas. Entre los factores de
particularización se cuentan la diversificación de las lenguas, la composición heterogénea de
los pueblos y el conflicto de intereses económicos; como factores de agregación, la unidad de
la fe religiosa y la red trasnacional del saber universitario. Desde el punto de vista político, el
principal elemento de fragmentación lo constituía la multiplicabilidad de la estructuras
feudales, mientras que los factores de particularización estaban dados por el progresivo
desarrollo de las monarquías nacionales, y por el celo de independencia de los poderes
comunales; en ese marco, las únicas instancias con aspiraciones universalistas eran,
naturalmente, el papado y el Imperio.
El enfrentamiento político entre el papado romano y el Sacro Imperio Romano-
germánico estuvo signado, casi desde un comienzo, por intereses encontrados respecto del
control de Italia. Desde que el Imperio, bajo la dinastía de los Staufen, anexara el reino de las
dos Sicilias, el papado podía verse cercado como en un movimiento de tenazas por el norte y
por el sur. El principal protagonista de la política más combativa contra el papado hacia el S.
XIII fue Federico II. La acción enérgica de este monarca, ambicioso tanto en el terreno de lo
político como en el de lo cultural, mereció la excomunión de parte del papa Gregorio IX, y la
deposición de parte de Inocencio IV en el concilio de Lyon (1245). La sorpresiva muerte de
Federico en 1250, dejó el trono vacante hasta 1272, período que se conoció con el nombre de
“interregno alemán”. El hecho de que hasta 1312 no se produjera una coronación imperial
podía dejar, en cierto sentido, la impresión de que el papado había salido airoso de la disputa,
pues mientras durante muchos años no hubo emperadores ratificados solemnemente, continuó
habiendo papas, con períodos de vacancia mucho más reducidos.35
Sin embargo, los comienzos del nuevo siglo fueron testigos de sucesos dramáticos y
desfavorables para la hegemonía papal, si bien el principal factor de ese descenso no fue el
alicaído Imperio sino una de las emergentes monarquías nacionales. Hacia la última década
del S. XIII, para solventar su conflicto con Inglaterra, Francia se vio obligada a aumentar sus
35 Cf. Miethke (1993), p. 99.30
recursos. Cuando el monarca francés Felipe IV quiso llevar la presión fiscal sobre el clero
local, el papa Bonifacio VIII se resistió promulgando en 1296 un decreto que prohibía a los
gobernantes seculares, bajo pena de excomunión, exigir el pago de impuestos, y al clero, bajo
amenaza de destitución, cumplir con tales obligaciones. En respuesta, Felipe prohibió la
exportación de todo tipo de moneda, con el fin de privar al papado de una de sus principales
fuentes de ingresos. De allí en más, la virulencia de los acontecimientos fue en aumento.
Después que Felipe ordenara prender al obispo de Palmier, Bonifacio intentó convocar a los
obispos franceses a Roma. Pero Felipe se adelantó convocando una reunión de los tres
Estados del reino en París (1302) con mayor éxito. Al poco tiempo se dio a conocer la Unam
Sanctam. Felipe avanzó aún más: congregó una asamblea de obispos y barones, denunció a
Bonifacio como hereje y promovió un concilio general que habría de juzgar al papa. Tras la
excomunión de Felipe, el asunto llegó a niveles de violencia jamás conocidos hasta entonces:
el enviado del rey, Guillermo de Nogaret perpetra un atentado contra el pontífice en la
residencia papal de Anagni (agosto de 1303). Acaso debilitado por el conflicto, Bonifacio
murió al poco tiempo, y su sucesor Clemente V, trasladó la residencia papal a Avignon, signo
inequívoco de que el papado caía bajo la influencia de la monarquía francesa. De allí en más,
el papado se convertiría durante algún tiempo en un instrumento político de la corona
francesa, en particular, bajo el siguiente pontificado de Juan XXII.
Prácticamente todo el tablero político de Alemania e Italia estaba dividido en piezas
móviles a favor del bando papal o imperial. Entre los príncipes electores de Alemania se
destacaban dos grupos: por una parte, el de los que anhelaban ampliar los poderes de la
monarquía central y reivindicar un cierto de grado de autoridad internacional, proyectándose
sobre los estados del norte y centro de Italia, por la otra, el de los que se oponían a esas
ambiciones imperiales y más bien querían reducir la monarquía a una figura decorativa dentro
de los límites de Alemania. Entre el primer grupo se contaban los que resultarían los dos
próximos contendientes del papado: Enrique de Luxemburgo, y Luis de Baviera; el segundo
constituía un aliado natural del papado: los arzobispos de Maguncia y Colonia, la casa de
Habsburgo y Federico de Austria. La Italia septentrional, estaba dividida entre las
tradicionales facciones de güelfos y gibelinos, donde, en líneas generales, Milán y Verona
eran pro-imperiales, y Florencia y Venecia pro-papales. En la Italia meridional, frente a
Sicilia, bajo la casa de Aragón, estaba, como estratégico enclave de potencial alianza papal, la
dinastía de Anjou en el reino de Nápoles.36
Después del interregno Alemán, la tentativa mas serie de reconstituir la autoridad
Imperial fue la de Enrique VII. Las múltiples dificultades que encontró en su campaña hacia
36 Cf. Black (1996), pp. 83-84.31
Roma, y el apoyo que dio el papado a Roberto de Anjou, rey de Nápoles, obstaculizaron sus
objetivos. Su campaña en Italia distó mucho de la “acción pacificadora” que anhelaba Dante
en sus epístolas. A su muerte, una disputada elección habría de originar un conflicto con el
papado. En general, las resistencias o los obstáculos antepuestos por el papado para la
elección de los monarcas del Imperio alemán respondían al evidente intento de debilitar el
poder Imperial, en beneficio de la monarquía francesa. Los nuevos protagonistas del que sería
el último enfrentamiento entre papado e Imperio eran Luis de Baviera y el polémico “papa
francés” Jacques de Cahors, bajo el nombre de Juan XXII. En 1314, una elección dividida
favoreció a Luis de Baviera, pero el conflicto con el otro candidato, Federico de Austria, no
cesó y terminó por resolverse en el campo militar. Luis venció a su contrincante en la batalla
de Mühldorf (1322). Después de su victoria, Luis no tuvo mayores vacilaciones en actuar
como Emperador y accionar en Italia. Esto constituía, en los hechos, una transgresión de las
disposiciones que Juan XXII había expresado en la Si fratrum de 1317, en la cual declaraba
vacante la sede imperial, y amenazaba con penas para cualquiera que se interpusiera en la
administración del Imperio, que quedaba en manos del papa mientras durara dicha vacancia.
En Octubre de 1323, el papa intima a Luis a desistir de su actitud y lo emplaza a
comparecer ante él en el término de tres meses. El papa reprocha a Luis precisamente lo
siguiente: a) aunque la elección ha sido hecha in discordia, asumió el título de Emperador sin
la aprobación papal; b) comenzó a ejercer la administración del Imperio, siendo que ésta le
correspondía al papa mientras el cargo estuviese vacante; c) extendió favores a Mateo
Visconti de Milán y otros rebeldes.37 Los dos primeros cargos, aunque no carecían de
precedentes, estuvieron envueltos en una ardua polémica. Por lo demás, el momento en que es
efectuado el pronunciamiento, cuando Luis está comenzando a intervenir efectivamente en
Lombardía, muestra que la preocupación central de Juan XXII es la extensión del dominio de
Luis sobre Italia. Obviamente, Juan y Luis tenían ambos intereses encontrados en la región:
por diferentes y análogas razones, representaba un espacio necesario par afianzar su
respectivas posiciones.38 Luis intentó responder al emplazamiento del papa reafirmando la
legitimidad de su elección, por lo cual no necesitaba de la aprobación papal, ni había que
considerar el trono vacante. Dos meses después de expirado el plazo, Luis, es excomulgado el
23 de marzo de 1324.
El 22 de mayo Luis responde con un manifiesto en Sachsenhausen, en el que no sólo
acusa al papa de perturbar la paz y desconocer los derechos del Imperio, sino que denuncia la
grave herejía en que recae Juan en sus polémicas tesis sobre las posesiones temporales de
Cristo y sus apóstoles en las bulas Ad conditorem canonum y Cum inter nonnullos. Es 37 Cf. Offler (1956), pp. 23-24.38 Cf. Offler (1956), pp. 25-28.
32
presumible que, a esta altura, Luis se apoya ya en el asesoramiento de los franciscanos
espirituales enfrentados con Juan XXII en la querella sobre la pobreza evangélica. Unos años
más tarde, Luis habría de albergar en su corte todo un círculo de intelectuales franciscanos
notables en situación comprometida: el mismísimo general de la orden, Miguel de Cesena,
Ubertino de Casale, Bonagrazia de Bergamo, y el insigne bachiller de Oxford que, por
encargo de la orden, comenzó en Avignon a redactar la serie de sus escritos políticos,
Guillermo de Ockham.
Con el fin de asegurar su posición, Luis decide pasar al plano de la acción, y organiza
una a expedición a Roma para coronarse Emperador. La enumeración de los hechos dan un
aire espectacular mucho mayor del que efectivamente tuvieron. Luis hace su entrada triunfal
en Roma en 1328, y es coronado solemnemente por representantes del “pueblo romano”. Juan
XXII declarado hereje y destituido, y en su lugar es designado un anti-papa, Pedro de
Corvara, bajo el nombre de Nicolás V. Pero la empresa de Luis es efímera. Los vientos ya no
son favorables, la reacción del “pueblo romano” se desata y antes de que culmine el año Luis
debe retirarse de Italia. Al parecer, hasta el final de su días, Luis, sin renunciar jamás a sus
derechos, no abandonó los contactos diplomáticos con el fin de obtener una reconciliación
con el papado en términos favorables, como signo de una política que puede atribuirse, más
que a un temperamento inestable, a la variable presión de las circunstancias o a un cauteloso
cálculo de costos y beneficios.
El viejo conflicto sobre la elección sólo se resolvería más tarde, con la Bula de Oro
(1356). El acuerdo implicaba que Alemania renunciaba a sus aspiraciones imperiales sobre
territorio extranjero, mientas que el Papado, a su vez, era excluido de toda ingerencia en el
proceso electoral, que se decidía por la simple mayoría entre los siete príncipes electores. El
equilibrio se alcanzó cuando los viejos contrincantes retrocedieron por igual en sus posiciones
Pero este cuadro histórico no estaría completo si omitiésemos la referencia a un
conflicto político que se desenvuelve también como telón de fondo de la obra de Marsilio: las
disputas por la jurisdicción sobre el clero en el seno de las comunas italianas. Con
prescindencia de la polémica acerca de si el pensamiento político de Marsilio hay que ponerlo
en relación con el ambiente histórico comunal o con la situación del Imperio, es evidente que
el programa teórico-político de Marsilio encaja perfectamente dentro de las aspiraciones
comunales de control sobre el clero local. Según la clásica presentación de Skinner, la
“libertad” reclamada por estas repúblicas, consistente tanto en la pretensión de autonomía
respecto de un poder externo, como en el mantenimiento de su peculiar forma de gobierno, se
vio amenazada, inicialmente, por las reivindicaciones del Imperio sobre Italia; luego, al gestar
33
con tal motivo una alianza con el papado, corrieron el mismo riesgo de perder su
independencia a manos de él. Las figuras que representan una legitimación teórica de la
reacción contra ambas amenazas serían, Bartolo de Sassoferrato y Marsilio de Padua,
respectivamente.39 Por lo demás, la historia de la mismísima ciudad natal de Marsilio está
signada por los violentos conflictos originados en las inmunidades y exenciones impositivas
extendidas al clero. La simple lectura de los estatutos y las crónicas de la comuna lo
evidencian claramente. Gewirth sintetiza la reacción comunal en los siguientes puntos: (i) la
abolición de la jurisdicción eclesiástica sobre laicos en asuntos civiles y criminales, (ii) la
reafirmación de la jurisdicción comunal sobre el clero en los mismos casos; (iii) la tendencia a
la desprotección del clero por parte de la comuna, llegando, en casos extremos, al
establecimiento de penas menores para el homicidio de clérigos; y (iv) un estricto control
comunal incluso sobre asuntos de la administración eclesiástica ejercida dentro de la
comuna.40 Difícilmente pueda uno relativizar la huella y la impresión de este ambiente
conflictivo en la formación de la persona y del pensamiento de Marsilio.
(ii) Vida y perfil personal de Marsilio
En Junio de 1324, apenas unos meses después de la excomunión de Luis, se completa
en París la redacción de un tratado que circula anónimamente, dedicado al “inclitísimo
Emperador de los romanos”, con el objetivo de contribuir a extirpar una “causa de discordia”
por la cual está sufriendo el Imperio: la pretensión de la plenitudo potestatis por parte del
pontífice romano. En cuanto a través de la obra se explica cómo “tanto los gobernantes como
los súbditos” pueden lograr el ansiado fruto de la paz, la obra misma ha de llamarse Defensor
pacis.41 A pesar de la vastedad y el grado de elaboración de la obra, que deben de suponer un
trabajo de mucho tiempo, contiene referencias explícitas e implícitas a los conflictos de Felipe
el Hermoso con Bonifacio VIII, la Unam sanctam, y las principales acciones y decretales más
recientes de Juan XXII. Su autor delata su origen al darse a conocer como “un cierto
Antenóride”, en alusión a un mítico personaje de Virgilio que fue relacionado con la
fundación de Padua.42 A los dos años trascendió su nombre. Fue entonces cuando el magister
artium Marsilio de Padua se vio obligado a abandonar París, y buscar refugio en la corte de
Luis de Baviera.
39 Cf. Skinner (1985), I pp. 23-42.40 Cf. Gewirth (1951), pp. 26-27.41 Cf. DP III iii [S 611-2].42 Cf. DP I i, 6 [S 7].
34
Son pocos los datos de que disponemos para reconstruir la biografía de Marsilio.43 Hijo
del notario Bonmatteo Mainardini, perteneció a una familia con un importante papel
administrativo y judicial en la comuna. Las actas de la Universidad de París nos informan que
en Marzo 1313 actuó como rector de la Universidad. Si acaso comenzó sus estudios en su
ciudad natal, muy probablemente debe de haberse doctorado en París. Además de sus estudios
en artes, su principal formación fue en medicina. Inició algunos cursos de teología, sin llegar
a doctorarse. En 1315 lo encontramos en Padua, asistiendo a una ceremonia pública en la que
Pedro de Abano –célebre profesor de medicina, filosofía natural y astrología del medio
paduano–, hace pública profesión de fe ante ciertos “testigos especialmente convocados”,
entre los que se cuenta Marsilio. Una de las principales fuentes de información es una carta
escrita en hexámetro, dedicada a Marsilio por su amigo Albertino de Mussato, en la que
aconseja a Marsilio, indeciso entre la carrera de abogado y la de médico, consagrarse al
estudio de la medicina y la filosofía natural, y abandonar las intrigas políticas, presumible-
mente del lado de los gibelinos Can Grande de la Scala y/o Mateo Visconti. Y en efecto, en
1319, después del triunfo de los gibelinos en Padua –Jacobo de Carrara accede al principado
en 1318– es designado embajador ante el rey de Francia.
Todos los manuscritos del Defensor pacis coinciden en señalar la fecha de conclusión
de su redacción: el 24 de Junio de 1324. Dos años después, Marsilio huye de París en
compañía de su camarada Juan de Jandún y se refugia en la corte de Nüremberg. La estrecha
amistad con Juan de Jandún, una de las figuras más célebres del averroísmo parisino, queda
certificada por un testimonio del propio Juan, quien declara haber sido el primero en conocer
el comentario de Pedro de Abano a los Problemata de Aristóteles, gracias al ejemplar que le
fue provisto per dilectissimum amicum meum mag. Marsilium de Padua.44 Por lo demás,
aparte de su huida de París en común, es curioso que la mayoría de los documentos papales se
refieren a Marsilio y a Juan en conjunto, casi invariablemente, en términos injuriosos o
despectivos.
En 1328 Marsilio se suma a la expedición de Luis de Baviera en Italia que culmina con
su coronación imperial en Roma. Los dos amigos alcanzan importantes posiciones: Marsilio
es designado vicario imperial “in spiritualibus”, y Juan de Jandún recibe el obispado de
Ferrara. En general, la orientación de los acontecimientos triunfales en Roma –la coronación
de Luis, la deposición de Juan XXII, la designación de Nicolás V– ha sido vista como una
puesta en práctica de las principales tesis del Defensor pacis, lo que le daría el extraño
privilegio de ser un programa teórico-político que recibe una aplicación inmediata, aunque
43 Al respecto, sigue siendo fundamental Pincin (1967), pp. 21-46. Cf. Battaglia (1928), pp. 23-50, 180-95; De Lagarde (1948), pp. 14-41.44 Cf. Pincin (1967), p. 23, n. 1.
35
más no sea por un breve tiempo.45 En cualquier caso, es evidente que la estancia de Luis en
Roma representa el punto culminante de la carrera de Marsilio como asesor político del
Emperador. De allí en más, durante todo el período subsiguiente de su residencia en
Alemania, Marsilio nunca llegó a tener esa influencia en la política Imperial, y su incidencia
como asesor político declinó –como le sucede a la mayoría de los asesores políticos– en forma
inversamente proporcional al crecimiento de otros asesores políticos, en particular, el grupo
de los franciscanos espirituales, refugiados como él en la corte de Luis.
La necesidades de la ulterior política conciliatoria de Luis y el intento constante de
negociación con el papado indicaban un nuevo rumbo en el que la actitud radical de Marsilio
no encontraba un lugar cómodo. Un indicio de que representaba más bien un cierto obstáculo,
son los diversos reclamos, de parte de la curia, respecto de que Luis desistiese de proteger a
Marsilio. Entre 1331 y 1334 se dan contactos entre el cardenal Orsini y delegados del
Emperador para acordar la convocatoria a un concilio general, pero la primera condición
impuesta para un acercamiento con el Emperador es que Marsilio sea despedido. Y entre 1335
y 1336, Luis emprende negociaciones directas con el sucesor de Juan XXII, Benedicto XII,
quien nuevamente le reprocha el haber amparado al círculo franciscano de Miguel de Cesena
y a Marsilio, de lo cual el Emperador se defiende en términos más bien ambiguos.
Hacia fin de 1341, las conveniencias políticas lo llevan a Luis a intentar casar a su hijo,
Luis de Brandeburgo, con Margarita “Maultasch”, condesa de Tirol, casada con Juan Enrique
de Bohemia. El principal obstáculo de la alianza matrimonial no es sólo obtener la anulación
del primer matrimonio, sino el parentesco en tercer grado de Margarita con el hijo de Luis. La
circunstancia dará lugar a sendas obras de los asesores rivales, Guillermo de Ockham y
Marsilio de Padua, cuyo título delata su carácter servilmente ocasional: una Consultatio de
causa matrimoniali de Ockham y un Tractatus de iurisdictione imperatoris in causis
matrimonialibus de Marsilio. El contenido de esta última reaparece casi íntegramente en otra
obra de Marsilio, el Defensor minor, la cual, como su nombre lo indica recapitula y
profundiza algunas conclusiones de la obra mayor, el Defensor pacis. En dicha obra Marsilio
se permite responder a ciertas objeciones que Ockham había formulado a algunas tesis
eclesiológicas del Defensor pacis en la tercera parte de su Dialogus.46
45 Cf. Quillet (1970), p. 14; Battaglia (1928), p. 188. Lo que no significa que sea tan sencillo demostrar la participación de Marsilio en documentos claves del proceso, como por ejemplo, el acta de deposición de Juan XXII del 15 de Abril de 1328: sobre las dudas al respecto, cf. Dolcini (1980), pp. 480-4.46 Brampton data el Defensor minor en 1342, después del affaire Maultasch, en tanto que Quillet lo ubica un poco antes, en 1339-40; en tal caso, serían los capítulos xiii-xv del Defensor minor los que fueron redactados con anterioridad y luego recopilados en el De iurisdictione imperatoriis, y no al revés: cf. Quillet (1979), p. 157-161.
36
Al mismo período de residencia en la corte de Luis debe de pertenecer otra obra menor
de Marsilio, el Tractatus de translatione imperii, un opúsculo de poco brillo en el que
Marsilio reproduce los mismos pasos seguidos por Landolfo de Colonna en una obra análoga
De statu et mutatione Romani imperii; pero mientras Landolfo lo hace procurando apoyar las
prerrogativas papales, Marsilio intenta esclarecer la historia de la transferencia del Imperio
romano, mostrando su discordancia con Landolfo “particularmente en cuanto lesiona los
derechos del Imperio sin prueba suficiente”.47 Se trata, pues, de una obra que intenta pasar
revista a los fundamentos históricos del tradicional concepto medieval de la translatio
imperii, la transferencia o traslación del Imperio, “de romanos a griegos” (Bizancio), “de
griegos a francos” (Imperio Carolingio), y “de francos a germanos” (Sacro Imperio romano-
germánico). El “actual” Imperio romano es interpretado así como una continuidad jurídica del
antiguo Imperio romano de Augusto, bajo los términos de la lex regia del derecho romano.
Marsilio debe de haber continuado como médico de cabecera de la corte hasta el final
de sus días. Una bula del papa Clemente VI de abril de 1343 se refiere a Marsilio como
habiendo acontecido ya su muerte.
Si a partir de estos datos biográficos y del panorama de su obra intentamos reconstruir
el perfil intelectual y profesional de Marsilio, veremos que se trata, ante todo, de un magister
artium, destacado por sus conocimientos de filosofía natural, y un eminente physicus, es decir,
un médico. Cualquier intento de atribuirle mayor brillo a su formación en otra área resulta,
por lo general, fallido. No se advierte en Marsilio un uso conspicuo del derecho romano que
haga justicia al esplendor de la Universidad de Bologna, ni siquiera puede decirse que esté a
la altura de sus contrincantes, los grandes “papas juristas” de la baja Edad Media en cuanto al
conocimiento del derecho canónico. No llegó a doctorarse en teología, por lo cual, el manejo
de la exégesis y el conocimiento de las autoridades puede apabullar a la medianía de nuestra
cultura laicizada del S. XXI, pero no sobresale para lo que es el nivel de la tradición medieval.
El conocimiento de Aristóteles que supone la profusión de citas de la Política y de la Etica es
manifiesto; la pertinencia o el acierto de su interpretación es otra cuestión, de la que nos
ocuparemos en varias oportunidades.
47 Cf. De trans. imp. i [Q 374].37
La obra fundamental de Marsilio, por su extensión, por su profundidad, y por su
repercusión histórica, es, sin duda, el Defensor pacis. Marsilio escribe en un latín bastante
seco, con una sintaxis que deja bastante que desear para un amante del modelo ciceroniano,
pero con una puntillosa precisión semántica. Pocos han advertido en el estilo de Marsilio la
incansable voluntad de completitud de las formulaciones, a riesgo de repetición monótona,
como si detrás de cada una de sus aseveraciones hubiera la constante preocupación de que
queden inmunes a cualquier tipo de tergivesación, y de que conserven su sentido aún al ser
extractadas de su contexto original. Con agudeza Black ha señalado que estas características
confieren al texto, por momentos, el aire de un documento constitucional.48
Más allá de esta observación general, el Defensor pacis es una obra que presenta una
multitud de aspectos. Ante todo, intenta ser una respuesta clara y directa a un conflicto
político concreto que se halla en una circunstancia muy precisa. En más de un pasaje o
capítulo Marsilio habla en el tono de un publicista que toma partido en un conflicto político
vigente y en referencia directa a los actores en juego. Por otra parte, el desarrollo de la
primera dictio o sección de la obra recorre una serie de tópicos fundamentales de la filosofía
política abordados en forma sistemática a partir de la Política aristotélica, en una forma sin
precedente para el occidente latino medieval. Sin perjuicio de las precisiones que habremos de
hacer sobre el “aristotelismo” de Marsilio, el Defensor pacis es la obra que testimonia en
forma más contundente las potenciales consecuencias de la reaparición y asimilación de la
Política aristotélica en occidente. La segunda dictio ofrece el panorama contrastante de un
discurso exegético abocado al paciente trabajo de discutir la correcta interpretación de las
citas bíblicas y confrontar la opinión de las autoridades consagradas. Marsilio se ve obligado a
internarse en el mismo terreno escriturario y doctrinal de su adversario. Y como esa exégesis
se vincula con un largo pasado, el de la evolución institucional de la Iglesia desde sus tiempos
primitivos hasta la época contemporánea a Marsilio, no faltan las remisiones a diversas
fuentes históricas. Al momento de llegar a los acontecimientos más recientes, Marsilio se
explaya en pasajes combativos de una retórica inflamada, en los que acusa en forma directa a
una curia romana corrompida por la ambición y el poderío material. Política inmediata,
escolástica universitaria, exégesis escrituraria, revisión histórica y retórica publicista se
combinan así en una obra con una orientación general manifiesta y un objetivo explícito, pero
cuyo hilo conductor puede despistar al lector. Esta multitud de tonos y matices del Defensor
pacis, y la complejidad de su desarrollo no deben hacer perder de vista la férrea unidad de una
estructura argumentativa cuidadosamente elaborada y sostenida a lo largo de la obra.
Reconstruir el andamiaje de esa estructura argumentativa y desentrañar sus piezas claves es el
propósito de los capítulos que siguen.
48 Cf. Black (1996), p. 95, 108.38
CAPÍTULO I
LA SCIENTIA CIVILIS
I. El objetivo teórico-político de Marsilio: la destrucción de la plenitudo potestatis papal.
Como su nombre lo indica, el Defensor pacis se abre con una invocación inicial a la
paz. Con el apoyo de la cita de un autor clásico, Casiodoro, la paz es presentada como la
condición óptima “deseable para todo reino, en la cual tienen provecho los pueblos y se
custodia la utilidad de las gentes. Ella es preciosa madre de las buenas artes. Multiplicando
con renovada sucesión el género de los mortales, amplía las facultades y perfecciona las
costumbres. Y de tantas cosas se revela ignorante aquél que no se da cuenta de buscarla en lo
más mínimo.”1 El propósito de Casiodoro, en la interpretación de Marsilio, ha sido el de
exhortar a los hombres a buscar la paz, exhibiendo sus diversos frutos y ventajas, y a través de
ellos, el fruto principal que no se puede alcanzar sin ella: la “suficiencia de la vida”.2 La paz a
la cual Marsilio quiere hacer referencia a través de esta cita es, expresamente, la paz de los
regímenes políticos. Sin embargo, a continuación Marsilio pretende corroborar el contenido
de esta cita con el apoyo de una serie de fuentes escriturarias. Ya Job había anunciado: “tened
paz, y por ella tendréis los frutos óptimos”.3 Las milicias celestes anuncian el nacimiento de
Cristo cantando: “Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad”.4 La paz misma es el saludo preferido de Jesús, quien enseñó a guardarla entre sus
discípulos y a desearla a todos, y es su principal herencia: “Os dejo la paz, os doy mi paz”.5
La noción de paz ocupa un lugar central en la filosofía política medieval. Tomás de
Aquino señala como una de las principales tareas del gobernante el conservar aquella especial
“unidad de la sociedad, a la que se denomina paz, y en la cual está comprometida la utilidad
de la vida social.6 Ciertamente, el fin del rey es procurar que sus súbditos puedan alcanzar una
vida virtuosa, pero para tal fin es imprescindible conseguir aquel medio indispensable que es
1 Casiodoro, Variae I, 1.2 Cf. DP I i, 1 [S 1].3 Job xxi, 21.4 Lucas ii, 14.5 Juan xiv, 27.6 Cf. De regno I, 2 [451b].
39
que la sociedad viva unida por la paz.7 Por su parte, Dante recurrirá a la paz como una noción
clave en su “deducción” de la necesidad de un Imperio universal: la pax universalis es el
único medio que hace posible para el género humano la consecución del fin último natural, la
actualización de su operación propia.8 En rigor, se trata de un tópico recurrente en la historia
de la filosofía política: más allá de los límites de la Edad Media, Hobbes presentará
similarmente las ventajas de la paz como la motivación fundamental que hace a los hombres
entrar en el pacto social.
Marsilio se agrega, pues, a una larga lista de autores que presentan a la paz como un
medio fundamental para la obtención del fin político, más allá de la diversa forma en que se lo
conciba. Sin embargo, es significativo que Marsilio abra su tratado incluyendo en su
apelación inicial a la paz connotaciones de una pax spiritualis que podrían ir en contra de sus
objetivos expresos. Si la paz política que se persigue se identifica de alguna manera con la paz
evangélica, bien podría hacerse derivar de ello exactamente lo contrario de lo que Marsilio
intentará demostrar a lo largo del tratado: que el custodio de la pax spiritualis debe detentar la
supremacía política. Las posibles derivaciones del concepto de pax en Agustín constituían ya
un claro antecedente al respecto. Presumiblemente Marsilio intenta mostrar, a través de esta
doble fuente testimonial sobre la paz, que el objetivo de su tratado no se limita a una
consideración de la paz política terrenal, sino que comprenderá también el verdadero
significado de la pax spiritualis o, en todo caso, que entre ambas no puede haber
incompatibilidad, y que sólo una tendenciosa interpretación de la pax spiritualis puede dar
lugar a un conflicto de jurisdicciones y perturbar, precisamente por ello, tanto una como otra
paz.
Ahora bien, si la paz es la condición óptima de la cual proceden los mejores bienes para
el régimen político, es obvio que su contrario, la discordia, traerá las peores consecuencias y
producirá los peores males. El testimonio es ahora histórico: el ejemplo del antiguo Imperio
romano muestra cabalmente cómo, mientras sus habitantes vivieron en paz, pudieron
aprovechar sus frutos, al punto de extender su imperio sobre todas las naciones; ni bien surgió
entre ellos la discordia, fueron invadidos y sometidos por otros pueblos, y su anterior dominio
fraccionado y dividido. La referencia no deja de tener un manifiesto sentido simbólico:
Marsilio se refiere al antiguo Imperio en términos del “Ytalicum regnum”, y sobre la
decadencia de aquél proyecta, sin duda, la crisis política de su Italia contemporánea: bajo la
discordia los naturales del otrora Imperio se ven privados de la suficiencia de la vida,
“soportando, en vez de la buscada paz, más pesadas cargas, en vez de la libertad, los duros
yugos de la tiranía, [...] de suerte que su nombre patronímico, que soliera prestar gloria e 7 Cf. De regno II, 4 [467b].8 Cf. De monarchia I, 3-6.
40
inmunidad a quienes lo invocaban, es imputado de padecer ignominia por las restantes
naciones.”9 Podría decirse que, tal como Dante alguna vez proyectara sobre la persona de
Enrique VII la legendaria figura de quien habría de pacificar a la Italia convulsionada por las
luchas intestinas entre güelfos y gibelinos, en forma análoga Marsilio dirigirá su obra sobre la
figura de Luis de Baviera. El tratado se halla expresamente dedicado a Luis, “inclitísimo
emperador de los romanos”, exaltado tanto como un príncipe “de un antiguo y especial
derecho de sangre, de heroica índole y preclara virtud”, con el celo de “extinguir las luchas y
difundir y alimentar por doquier la paz o la tranquilidad”, como un celoso príncipe cristiano,
“minister Dei”, preocupado por extirpar las herejías, elevar y conservar la verdad católica y
toda otra sana doctrina.10
Vistas las consecuencias de la paz y la discordia para el bienestar de los regímenes
políticos, se comprende la relevancia de un conocimiento acabado de las causas de una y otra.
Uno esperaría, tras esta presentación introductoria, que Marsilio anuncie aquí el tema de su
tratado: una consideración “científica” de las causas de la paz y de la discordia en los
regímenes civiles. Pero ocurre que esta “ciencia política” (civilis sciencia), en rigor, ya está
hecha: la hizo el filósofo por antonomasia, Aristóteles, en cuya Política encontramos, a juicio
de Marsilio, una descripción casi completa de las causas primarias de la paz y la discordia de
los regímenes políticos, al menos de aquellas “que pueden acontecer de modo frecuente”.
¿Cuál puede ser entonces el aporte personal que puede hacer Marsilio en un tratado que se
asume desde su título como un defensor de la paz? Lo que ocurre es que hay una causa
excepcional y de índole extraordinaria11, de la cual no pudo ocuparse Aristóteles, ante todo,
porque aconteció históricamente en un tiempo posterior a él y, por otra parte, porque
corresponde a un plano que excede aquel del cual podía y debía ocuparse Aristóteles. Se trata,
en efecto, de una singular causa de discordia que afectó y afecta al Imperio Romano, presta a
expandirse por todas las comunidades:
“Est enim hec et fuit opinio perversa quedam in posteris explicanda nobis, occasionaliter autem sumpta, ex effectu mirabili post Aristotelis tempora dudum a suprema causa producto, preter inferioris nature possibilitatem et causarum solitam accionem in rebus.”12
Como vemos, Marsilio señala la causa de discordia que constituirá el objetivo
fundamental de su tratado con un lenguaje indirecto y alusivo, pero sumamente preciso. Se
9 Cf. DP I i, 2 [S 4]. Según Skinner (1985), I, p. 24, lo que todos los “teóricos medievales de la ciudades-repúblicas italianas” tienen en mente cuando hablan del Regnum Italicum corresponde a la Italia septentrional.10 Cf. DP I i, 6 [S 81-11].11 Cf. “insolita causa”: DP I xix, 1 [S 12518], I xix, 3 [12711].12 DP I i, 3 [S 410-14]; cf. I xix, 3 [S 127].
41
trata de una opinión, esto es, una doctrina –a la cual no duda en calificar como perversa–, que
ha sido “ocasionalmente derivada”, esto es, arbitraria o contingentemente deducida de un
hecho “admirable”, es decir, que excede el ámbito natural, en otros términos, milagroso;
producido por la causa suprema, a saber, Dios, pero en una acción de esta causa que va más
allá de las posibilidades de la “naturaleza inferior”, fuera del marco de aquella causalidad
natural que, en cuanto tal, es la acción ordinaria y frecuente en las cosas. El conjunto de estas
referencias será explicado mucho más adelante, hacia el final de la primera sección del
Defensor pacis: el hecho admirable es la venida de Cristo, Dios hecho hombre, quien vino a
salvar a los hombres y a enseñar las verdades fundamentales que hay que creer y los preceptos
necesarios que hay que observar para conseguir la vida eterna; de este hecho admirable, en
particular, de la institución de los sacerdotes de la Ley Evangélica y, entre ellos, de un cierto
primado concedido al apóstol Pedro, algunos intentaron e intentan derivar, bajo el título de
“plenitud de poder”, la atribución al pontífice de una jurisdicción coactiva universal.13 La
causa de discordia de la que se habrá de ocupar el Defensor pacis es, pues, la doctrina
hierocrática de la plenitudo potestatis papal, según la cual la autoridad papal concentra en sí
un poder tal que incluye en su esfera la acción y la jurisdicción de todo gobernante temporal.
La naturaleza de la obra es expresamente polémica: se tratará de refutar una opinión,
“desenmascarar los sofismas”14 que la sustentan, “develar el velo”15 de su engañosa
apariencia. En verdad, la causa de discordia comprende tanto la falsa doctrina, como la
ilegítima pretensión de poder que se esconde tras ella.16 Por ello, el propósito que anima este
desenmascaramiento no es ninguna delectación teórica: se trata de hacerlo para que esta
opinión sea efectiva y definitivamente extirpada de todos los reinos y comunidades, y así
permitir “tanto a los gobernantes como a los súbditos” vivir en paz, y disfrutar de la máxima
felicidad accesible al hombre en esta vida: la felicidad política.17 Por ello explicará Marsilio,
hacia el final de la obra, por qué el tratado debe llamarse el “Defensor de la paz”: porque en él
se tratan y explican las principales causas de la conservación de la paz o tranquilidad civil, y
porque a través de él pueden comprender, tanto los gobernantes como los súbditos, qué
condiciones es preciso observar para conservar la paz y la propia libertad.18 La refutación
doctrinal no es sino el primer paso para alcanzar un objetivo que debe ser firmemente llevado
a la práctica: se trata de mostrar la raíz del mal, como un medio de abrir paso al poder
coactivo de los gobernantes para derribar a sus autores y sus pertinaces defensores.19 La obra
13 Cf. DP I xix, 4-9 [S 127-132].14 Cf. DP I i, 4 [S 69]; I i, 8 [S 919-20].15 Cf. DP I i, 7 [S 822-91].16 Cf. Cesar (1997), p. 21.17 Cf. DP I i, 7 [S 91-7]18 Cf. DP III iii [S 611-12].19 Cf. DP I i, 5 [S 79-12]; cf. I xix, 13 [S 13618-19].
42
misma espera obtener su “completamiento externo”, fundamentalmente, de parte de Luis20, y
con el explícito compromiso personal, por parte de Marsilio, de expulsar aquella peste, con la
doctrina primero, y luego, hasta donde sea posible, con la acción exterior.21
Estamos, pues, ante una obra directamente relacionada con un conflicto político de larga
data en el medioevo, tal como se halla en una circunstancia precisa –la intromisión del papado
en la jurisdicción del Imperio romano–, tomando partido por uno de los bandos en conflicto y
esperando la consumación de la obra en los hechos. Lo dicho aconseja cautela sobre la
viabilidad de extrapolar conclusiones generales a partir de una obra de circunstancia, o
alimenta las prevenciones sobre el carácter ideológico de la misma. Pero antes de discutir el
valor teórico del Defensor pacis veamos cómo Marsilio presenta las características y el modo
de proceder de su discurso.
En correspondencia con el objetivo del tratado, Marsilio precisa la metodología que
habrá de emplear, y que dará lugar a la estructura de la obra. El Defensor pacis comprende
tres dictiones o secciones. En la primera de ellas, dice Marsilio, procederá por demostración
racional “a partir de proposiciones firmes y por sí evidentes a todo entendimiento no
corrompido por naturaleza, costumbre o afección perversa”. En la segunda, en cambio,
confirmará lo demostrado con el testimonio de la Revelación y las autoridades, y refutará las
tesis adversarias, mostrando sus falencias y revelando los sofismas con que encubren su
falsedad. En la tercera –considerablemente menor que las anteriores– se limitará a recapitular
las principales conclusiones que se siguen de lo sostenido en las anteriores.22 Tenemos así un
primer momento positivo de la argumentación, en el que se dará prueba fehaciente de las tesis
propias a través de un procedimiento estrictamente demostrativo, y un segundo momento
negativo, implícitamente confirmatorio de las tesis que se consideren ya demostradas, pero
fundamentalmente dedicado a la refutación de las tesis de adversarias, apelando, ahora sí, a
los principios de la Revelación y a las autoridades.
El cuidado en estos procedimientos metodológicos se remite explícitamente a la
necesidad de que la obra sea autosuficiente, y no requiera de un apoyo extrínseco.23 Todo
parece apuntar a establecer la certeza de las conclusiones y la solidez de los principios en que
se apoyan. Pero si nos apercibimos de que el principal recurso teórico esgrimido por el
papado consistía en una serie de deducciones a partir de principios contenidos en las
escrituras –fundamentalmente, los relativos a la concesión petrina, al origen divino de todo
20 Cf. DP I i, 6 [S 83-4].21 Cf. DP I xix, 13 [S 13616-20; 1367-9].22 DP I i, 8 [S 9].23 Cf. DP I i, 8 [S 916-7].
43
poder–, pueden verse fácilmente las consecuencias de la preceptiva metodológica propuesta
por Marsilio. La aplicación de una estricta racionalidad demostrativa al ámbito de la naciente
scientia civilis apunta a despejar el horizonte del peligro de cualquier derivación que pueda
comprometer la autonomía de su esfera y, con ello, la independencia del poder político que en
su seno pretende legitimar: toda incursión exegética o teológica acerca del origen o la esencia
del poder secular quedaría descartada así por irrelevante y ajena al ámbito de la investigación.
Si la autonomía de la scientia civilis está reconstituida, no cabe sino esperar un
resultado semejante respecto de la consideración del fin natural del hombre. A partir del
reingreso de Aristóteles, el occidente latino medieval disponía de dos conceptos de felicidad
que se disputaban el título de fin último del hombre: a la beatitudo ultramundana que siempre
identificó a la cosmovisión cristiana, se sumaba ahora una felicidad “natural”, presuntamente
asequible al hombre en esta vida, o, al menos, sobre la cual cabía debatir. El problema de la
opción o la forma de articulación entre estas dos clases de felicidades se proyectaba, no sólo
en el plano de la ética o de la conducta del individuo, sino también en el plano de la política,
el de la naturaleza humana en su dimensión colectiva. Aristóteles había señalado el “vivir
bien” () como el fin con vistas al cual la existe. Pues bien, Marsilio distinguirá
este bene vivere en “dos especies”, y formulará una estricta división en cuanto al modo de
acceso a cada una de ellas:
“Vivere autem ipsum et bene vivere conveniens hominibus est in duplici modo, quoddam temporale sive mundanum, aliud vero eternum sive celeste vocari solitum. Quodque istud secundum vivere, sempiternum scilicet, non potuit philosophorum universitas per demostracionem convincere, nec fuit de rebus manifestis per se, idcirco de tradicione ipsorum que propter ipsum sint, non fuerunt solliciti. De vivere autem et bene vivere seu bona vita secundum primum modum, mundanum scilicet, ac de hiis que propter ipsum necessaria sunt, comprehenderunt per demonstraciones philosophi gloriosi rem quasi completam. Unde propter ipsum consequendum concluserunt ipsi necessitatem civilis communitatis, sine qua vivere hoc sufficiens obtineri non potest.”24
La línea que separa el fin natural del hombre, el bene vivere temporal, accesible en esta
vida, del fin sobrenatural, el bene vivere eterno y ultramundano, es la línea que separa el
dominio de “lo que puede demostrarse racionalmente”, el de las cosas “manifiestas por sí
mismas”, del dominio de lo que carece de comprobación racional, aquello cuya verdad sólo se
conoce por la fe. La scientia civilis que han desarrollado los filósofos se funda en este bene
vivere temporal para “demostrar la necesidad” de la comunidad civil, y se ocupa de transmitir
todo lo necesario y conveniente para adquirirlo y preservarlo. La dimensión trascendente que
la cristiandad siempre identificó como el fin último y omniabarcante del hombre, y que por
24 DP I iv, 3 [S 17].44
ello tendía a absorber en su esfera la vida social y política, queda ahora fuera, para Marsilio,
del marco de cientificidad propio de la scientia civilis. La política se resuelve enteramente en
su fin autónomo, la “felicidad civil”, a la cual Marsilio presenta como “el mejor” de los bienes
posibles y deseables en este mundo, y “el término último de todos los actos humanos.”25
Todo parece indicar que, conforme a las pautas metodológicas que el propio Marsilio se
ha impuesto, el bene vivere temporal se hará omnipresente en el desarrollo de la primera
dictio, mientras que el bene vivere eterno sólo podrá tener lugar en el contexto de la segunda.
Con sólo ello, el asunto parecería estar prácticamente resuelto. Al indagar la naturaleza y el
origen del poder político no habría lugar para ninguna consideración del fin trascendente, y la
cuestión se resolvería en las potencialidades prácticas humanas con fundamentos puramente
racionales. Sólo con el fin de complementar este discurso racional cabría revisar los
fundamentos escriturarios en los que se apoyan las infundadas pretensiones del papado, y
mostrando lo incorrecto de tales derivaciones, se confirmaría desde el punto de vista de la fe,
aquello que ya ha quedado totalmente demostrado desde el punto de vista de la razón.
Pero la cuestión no es tan fácil, y la tarea de desmontar todo el aparato teórico de la
plenitudo potestatis requerirá un trabajo muchos más arduo. La distinción de metodologías de
una y otra sección parece implicar una separación radical entre dominios que no tienen
comunicación entre sí: de un lado, la racionalidad demostrativa, del otro la verdad de la fe.
Sin embargo, la división de métodos y de enfoques responde, en buena medida, al propósito
fundamental que motiva la obra. La causa de discordia que se ha de examinar representa un
cruce entre la causalidad natural y frecuente, y la causalidad sobrenatural y extraordinaria. Se
trata de una doctrina arbitrariamente deducida de un hecho sobrenatural, cuya verdad está
fundada en la Revelación. Y a partir de este hecho se intenta legitimar la pretensión de una
jurisdicción política a ejercer en este mundo. Es la causa de discordia la que ha hecho confluir
dos ámbitos que deben ser distinguidos convenientemente; para refutarla habrá que
incursionar en ambos y despejar las confusiones en torno de su relación. En cuanto es una
causa de discordia de los regímenes políticos, y en cuanto, como tal, representa un
impedimento para el legítimo accionar de la parte gobernante de la comunidad política, será
preciso replantear, en un discurso racional, los fundamentos naturales del poder político; en
cuanto el origen de esta causa de discordia remite a una interpretación tendenciosa de la
misión de Cristo y la institución de su Iglesia y del sacerdocio, será preciso revisar los
orígenes y el sentido de esa fundación. Lejos de la apariencia contradictoria y de la diversidad
de estilo que se ha querido ver entre la primera y la segunda dictio del Defensor pacis26,
ambas están estrechamente relacionadas y son inevitablemente complementarias. El principal 25 “que [sc. civilis felicitas] in hoc seculo possibilium homini desideratorum optimum videtur et ultimum actuum humanorum” DP I i, 7 [S 95-7].
45
resultado al que debe arribar la primera dictio es que el poder político tiene un fundamento
humano, y no está subordinado a ninguna jerarquía religiosa; el principal resultado al que
debe arribar la segunda dictio es que la autoridad sacerdotal no comprende ninguna función
política y que, en cuanto se desenvuelve dentro de la comunidad civil, debe someterse a la
única autoridad legítima que rige en ella: el gobierno del príncipe secular.
Pero la articulación entre la primera y la segunda dictio no sólo está requerida por el
problema al cual se enfrenta el Defensor pacis, sino además por la orientación final de la
propia respuesta de Marsilio. Uno esperaría que Marsilio cumpla fielmente su programa
metódico sin hacer alusión alguna al bene vivere eterno durante toda la primera dictio, y
reservando la apelación a los principios de la revelación para la segunda. Pero Marsilio mismo
es quien se encarga de quebrar este programa cuando, en pleno contexto demostrativo de la
primera dictio, Marsilio trae a colación el bene vivere eterno para demostrar el origen de la
función sacerdotal en la civitas. En oportunidad de dar cuenta del surgimiento de esta parte
sacerdotal, Marsilio se encuentra con que una “demostración racional” de su necesidad
concluye en el sacerdocio pagano, y no en el sacerdocio “verdadero”, esto es, el sacerdocio
cristiano.27 Desde luego, la única manera de asegurar el carácter cristiano del sacerdocio de la
comunidad política es apelando al vivir bien eterno, aquél del que expresamente se ha dicho
no puede haber demostración racional. Por otra parte, la segunda dictio no excluirá el recurso
de ciertas pruebas racionales a las que Marsilio asigna un cierto grado de “probabilidad”; más
aún, las principales pruebas racionales de la primera dictio serán retomadas en la segunda
como medios de “confirmación” de tesis concernientes al gobierno de la Iglesia, es decir, de
principios de la eclesiología de Marsilio.28
Este tipo de anomalías metodológicas –la incursión del vivir bien eterno en el contexto
de la primera dictio, o la proyección de los elementos de racionalidad de la primera dictio
sobre las tesis propias de la segunda–, confirman que el objeto de estudio de Marsilio, la
“comunidad civil” sobre la cual proyecta sus intereses políticos inmediatos, se revela
finalmente como una civitas christiana. En otras palabras, el hecho de que Marsilio esté
directamente comprometido en la defensa de la autonomía del poder temporal frente a los
avances políticos del poder espiritual, no significa que esté dispuesto a abandonar el ideal
medieval del carácter cristiano de la sociedad. Ciertamente la legitimidad del ejercicio del
poder político en la comunidad civil tiene un fundamento natural, tal como lo revela la
disciplina científica que lo estudia, la scientia civilis; pero a la sazón, esa comunidad está
26 Y que en algún momento hizo pensar en la doble autoría: Juan de Jandún para la primera dictio, y Marsilio para la segunda, hipótesis, por lo general, rebatida y descartada. Cf. Gewirth (1948); De Lagarde (1970), p. 33-40.27 Cf. DP I v, 14 [S 28].28 Cf. DP II xvii, 11 [S 265]; II xx, 4 [S 395]; II vi, 12 [S 210-1]; vi, 13, [S 214]; DP II xxi, 9 [S 411].
46
integrada por hombres que participan del credo en la verdad del “hecho admirable” que tuvo
lugar después de Aristóteles, la communitas politica de la que se habla teóricamente es, en los
hechos, una communitas fidelium. El problema que se le presenta a Marsilio, más allá de los
extremos y las desviaciones de la doctrina a la que se opone, es el que hemos caracterizado
como el problema fundamental de la filosofía política medieval: la relación entre el poder
temporal y el poder espiritual dentro de una sociedad que se autocomprende bajo el vínculo
universal de la Cristiandad. El problema de Marsilio es cómo lograr, sin caer en la tendencia
agustinizante que absorbe la política en la teología, pero al mismo tiempo, sin pretender abolir
la vigencia de la fe católica y de su Iglesia, dar un fundamento a la autonomía del príncipe
secular de una civitas christiana.
Aún en plena baja Edad Media, en un siglo que anuncia la crisis del orden medieval,
Marsilio es un verdadero homo mediaevalis. El problema al que se enfrenta es un problema
específicamente medieval, y la solución por la que opta es una más dentro del repertorio de
actitudes posibles en el escenario histórico de la Edad Media. Para quien pueda hablar en
términos de separación entre Iglesia y Estado –es decir, para quien pueda concebir y disponer
de la realidad histórica del Estado nacional autónomo–, y para quien no se halle
comprometido con la verdad del dogma de la Iglesia católica, o bien haya optado por fracturar
su unidad, el problema de la “causa de discordia” a la que se enfrenta Marsilio carece de
significación. Secularización del Estado, y reforma, son elementos de la modernidad que
hacen que el problema se disuelva o, en todo caso, se plante en términos radicalmente
diferentes.
Nunca será suficiente insistir en la importancia de una lectura integral del Defensor
pacis. La doble fuente testimonial de la paz, clásica y bíblica, la doble invocación a Luis,
noble virtuoso y príncipe y fiel, anuncian, a comienzo de la obra, su doble carácter
omnipresente más allá de la “división de trabajos” que la estructura de la obra se impone.
Marsilio de Padua, como buen intelectual medieval –mal que le pese a su acérrimo rival
Albertus Pighius–, es un hombre tan aristotélico como cristiano29; y de esa peculiar
combinación, con su riqueza y sus tensiones, se nutre el perfil personal y la especificidad
histórica de Marsilio de Padua. En razón de la naturaleza del conflicto político inmediato que
motiva su pensamiento político, y en razón de la forma en que lo aborda, sin abandonar la
pertenencia al rasgo fundamental del pensamiento político medieval, la filosofía política de
Marsilio se desarrolla doblemente como una filosofía política natural propiamente dicha,
como una teoría de la communitas civilis, y como una eclesiología, como una teoría de la
communitas christiana. Si en lo que sigue dedicamos cuatro capítulos al desarrollo de la
29 “Homo magis aristotelicus quam christianus”: Cf. Hierarchia ecclesiastica V (citado en Quillet (1970), p. 51).47
primera y sólo uno a la segunda, es simplemente debido a la concentración, en el primer caso,
sobre una temática de mayor densidad conceptual, y al esfuerzo de reconstrucción de una
complicada argumentación, y no por el propósito de “aislar” la filosofía política de Marsilio
de su costado eclesiológico.
Es un hecho que la filosofía política natural de Marsilio está montada sobre la Política
de Aristóteles. En este sentido, el vigor y el desarrollo de la empresa de Marsilio es
impensable sin el fenómeno de reaparición y asimilación de la Política a partir de mediados
del S. XIII. La forma en que Marsilio lleva a cabo la justificación del poder temporal se
desenvuelve en el marco de una scientia civilis cuya autonomía es posible a partir de la
recuperación de la naturalidad de la dimensión política humana. En este sentido, puede
decirse que la filosofía política natural desplegada en la primera dictio del D.P. es la primera
manifestación expresa de la scientia civilis recuperada a partir de mediados del S. XIII. La
filosofía política de Marsilio constituye, pues, una adaptación de la Política aristotélica a la
temática y la circunstancia histórica del S. XIV. Una simplificación de este examen de fuentes
podría concluir en que la filosofía política de Marsilio no es más que una paráfrasis de la
Política aristotélica aplicada a la función ideológica de la legitimación del poder temporal, o
que el pensamiento político de Marsilio no contiene ningún aporte sustancial u original
respecto del de Aristóteles. Antes de entrar en el desarrollo de la filosofía política natural de
Marsilio, hay que examinar el alcance de su deuda con Aristóteles, y hasta qué punto y en qué
sentido el perfil de la scientia civilis que emprende Marsilio puede remitirse a los principios
de la Política aristotélica.
II. El aristotelismo de Marsilio
Es sabido que por “aristotelismo” en la Edad Media no hay que entender la fidelidad a
la doctrina de Aristóteles, sino la reelaboración y la transformación que de ésta se hace en el
medio occidental, particularmente a partir de mediados del S. XII en adelante; ante todo,
porque se trata de un Aristóteles vertido al latín, con todas las implicancias que puede tener la
formulación de categorías filosóficas en una determinada lengua; y además, porque se trata de
una síntesis original en la que convergen tradiciones culturales diversas –cristiana, árabe y
judía– y en la que influyen otras corrientes filosóficas, fundamentalmente, diversas líneas de
neoplatonismo. El “aristotelismo político” medieval, esto es, la repercusión de la Política de
Aristóteles en la formación del pensamiento medieval no es una excepción. El que a partir del
48
S. XIII pueda hablarse de diversos tratadistas políticos o publicistas como “aristotélicos” no
significa que recojan fielmente el espíritu aristotélico, ni siquiera que haya comunidad dentro
de las readaptaciones y correcciones que hacen de la doctrina de Aristóteles.
La significación y el alcance del aristotelismo de Marsilio ha sido una de las “cuestiones
marsilianas” más arduamente debatidas.30 No cabe duda de que Marsilio tiene un acabado
conocimiento del corpus aristotélico, como lo muestra la profusión de citas del filósofo en la
primera dictio del Defensor pacis. Pero una cosa es hacer uso o mención de un texto
disponible, otra es haber llevado a cabo una adecuada asimilación de ese texto, y otra aún es
que esa asimilación responda en mayor o menor medida o haga justicia al espíritu originario
de la fuente. La primera distinción que se impone es, pues, entre la utilización de una fuente, y
la influencia doctrinal. Las principales discrepancias surgen precisamente al intentar
determinar hasta qué punto Marsilio no va más allá del espíritu de la doctrina aristotélica, por
más que formalmente haga referencia constante a la Política, o presente sus propias tesis
como acordes con la autoridad del filósofo.
Un tanto más delicada es la cuestión cuando se trata clasificar el perfil del aristotelismo
de Marsilio en relación con la corriente aludida bajo las denominaciones de aristotelismo
“heterodoxo”, “rígido, “radicalizado”, etc., o con un nombre mucho más cuestionado,
“averroísmo latino”, o bien cuando se aplica la extensión de estos conceptos a la filosofía
práctica bajo la denominación de “averroísmo político”.31 En términos generales, la existencia
misma de una corriente caracterizable como “averroísmo político” ha sido puesta en duda, y
catalogada como un verdadero “mito historiográfico”32; por lo demás, su fortuna parece sufrir
vicisitudes análogas a las del concepto general de “averroísmo latino”. La evolución de las
tendencias historiográficas ha marcado de algún modo el fin de la guerra de los “ismos”, y
decretado la muerte de tales etiquetas históricas, cuyo contenido no puede pasar del de una
simplificación aproximativa, con el fin de introducirse en fenómenos históricos complejos. De
todos modos, la exigencia de una adecuada comprensión del pensamiento político de Marsilio
obliga a reconsiderar la significación de su aristotelismo, y su encuadre según ciertos rasgos
característicos, sin que por ello haya que comprometerse con filiaciones doctrinales de
verificación controvertida.30 Di Vona (1978), pp. 251-258; Grignaschi (1958) pp. 432-36; Grignaschi (1979), pp. 204-10; Grignaschi (1983), pp. 301-12; Piaia (1985), pp. 288-300; Quillet (1963), p. 697; Quillet (1979) pp. 98-99; Gewirth (1951), p. 64; p. 78, n. 8.31 Una revisión de la discusión sobre el averroísmo en el S. XIII en Imbach (1991); dentro la historiografía clásica, cf. a título de ejemplo el juicio de Gilson: “el Defensor pacis es un ejemplo de averroísmo político lo más perfecto que se podría desear”; cf. Gilson (1965), p. 640. Más cauto se mostraba ya De Wulf: “sería indebido ver en Marsilio a un prosélito del averroísmo, y no puede hablarse de una acción directa de Averroes”; cf. De Wulf (1945-49), III, p. 129.32 Cf. Piaia (1985), pp. 289-300; otras discusiones sobre el concepto de “averroísmo político” en Butterworth (1994), pp. 239-250 y Hübener (1994) pp. 222-238.
49
Una primera forma de aproximarse a un contenido preciso del pretendido averroísmo de
Marsilio es hacer explícito, en primer lugar, qué es lo que se quiere mentar, en general, bajo el
término de “averroísmo” o aristotelismo “heterodoxo”, “radical”, “rígido”, etc.. Según la
evolución de la clásica historiografía filosófica, podemos entender bajo tal denominación a
una concepción que reúna todos o algunos de los siguientes elementos característicos:
(i) una interpretación de Aristóteles con un interés exclusivamente filosófico, sin
compromiso de conciliación con el dogma, y sin un propósito de utilizar categorías
aristotélicas en función de una elaboración teológica, actitud que lleva al extremo la
tensión entre las verdades de la razón natural y las verdades de la fe, aún al riesgo de
una expresa contradicción entre ambas;
(ii) una adscripción total o parcial a una serie de tesis paradigmáticamente identificato-
rias, que pueden considerarse como consecuencia de la actitud descripta en i),
básicamente: la eternidad del mundo, la unicidad del intelecto agente, y la afirmación
de una felicidad humana accesible en esta vida33;
(iii) un interés predominante por el conocimiento natural, tomando como paradigma o
modelo de conocimiento a la física y la biología aristotélica, de lo cual resulta, en el
plano antropológico, una tendencia a absorber la realidad específicamente humana en
el ámbito de lo natural: dicho de otro modo, a reducir la antropología a un capítulo de
la scientia naturalis.
Con este esquema como punto de partida, un segundo paso en la clarificación del
averroísmo marsiliano debería estar dado por la distinción entre dos diversos sentidos según
los cuales se podría atribuir a Marsilio la participación en las características generales
atribuibles al averroísmo, a saber: a) la probable adhesión de Marsilio a tesis calificables
como “averroístas” –en un sentido general– en el campo teórico-especulativo o metafísico; y
b) la adhesión de Marsilio a doctrinas políticas que reconozcan su fuente o influencia en
Averroes.
La solución de estas cuestiones tropieza con diferente tipo de dificultades. En general, la
reconstrucción de toda una filosofía teórica marsiliana a partir de elementos dispersos en su
obra polémica y política ofrece un trabajo arduo y de pocas perspectivas, lo que no significa
que no haya habido serios intentos en tal dirección.34 Es cierto que la relación de Marsilio con
33 Cf. Gilson (1965) p. 637; De Wulf (1945-49), III, p. 305-6.34 El caso más destacable es la obra de P. Di Vona (1974), cuyo mayor mérito es haber contribuido a reconsiderar la significación de la filosofía especulativa de Marsilio; sin embargo, su relectura del Defensor pacis a partir del valor de sus “principios teóricos” fundamentales, y en especial, del uso de la analogía, es quizá demasiado ambiciosa.
50
el ilustre maestro padovano Pedro Abano, y la amistad con Juan de Jandún, reconocido como
“princeps averroistarum” en el medio parisino, parecen colocarlo en el escenario central del
averroísmo de la primera mitad del S. XIV.35 Ahora bien, si se trata de rastrear el averroísmo
teórico de Marsilio en su obra, los indicios son bastante escasos. En el Defensor pacis apenas
puede señalarse un par de alusiones a la teoría de la generación eterna o a la regulación por
causas naturales de la propagación de la especie36, y una sugerencia de un cierto determinismo
respecto de los actos humanos.37 Por lo demás, poco se logra con recaer en caracterizaciones
formales o demasiado generales como el elogio o la veneración a Aristóteles, la apelación a la
experiencia sensible, cuando no ya consideraciones irrelevantes e inexactas como la acusación
de “indiferentismo religioso.”38 El averroísmo especulativo de Marsilio ciertamente está
latente en toda su obra, en su valoración y su preferencia por la scientia naturalis, y en la
forma en que a partir de ésta extrae, como veremos, sus conclusiones en el plano práctico-
político; pero sin duda es difícil o poco viable reconstruir el perfil teórico o metafísico de
Marsilio no contando más que con su obra polémica.
Pero por otra parte, es preciso deslindar esta cuestión de la posibilidad de rastrear en
Marsilio la presencia de tesis políticas que puedan acusar algún tipo de influencia de
Averroes. El referente principal que al respecto es tomado generalmente es el pensamiento
político y religioso de Juan de Jandún. Se trata de una serie de tesis como la exaltación de la
felicidad especulativa como fin natural no sólo del hombre sino de la comunidad política –con
la consecuente dignificación de la figura de los filósofos en ella–, y una peculiar justificación
racional de las creencias religiosas por el fin de conservar la vida política e inducir a la
conducta virtuosa a un vulgo incapaz de acceder a las verdades filosóficas. Si bien es cierto
que es hallable en el Defensor pacis un tratamiento de la religión natural inventada por
legisladores infieles con fines políticos39, es bastante evidente la discordancia entre las tesis de
Juan de Jandún y Marsilio particularmente en lo que concierne a la prioridad de la felicidad
especulativa como fin de la civitas por sobre el bien práctico-político40. En efecto, en
Marsilio, el bene vivere que es causa final de la civitas reúne tanto el ejercicio de las “virtudes
especulativas” como el de las “prácticas”, sin que pueda establecerse algún tipo de
35 Teniendo presente que el averroísmo de Pedro Abano ha sido muy debatido, particularmente a partir de los trabajos de Nardi: cf. Federici Vescovini (1996), p. 581, n. 58 (bibliografía general sobre Abano en pp. 603-4).36 “... generatione hominum indeficiente ...” (DP I ix, 7 [S 4520]); “... ad hoc eciam forte movente causa celesti, ne hominum superflua propagacio fiat. Videretur enim fortasse alicui naturam per pugnas et epydimias hominum et reliquorum animalium moderasse propagacionem, ut ad ipsorum educacionem arida sufficiat, in quo maxime sustentarentur dicentes generacionem eternam.” (ibid. 11819-25). Cf. el respectivo comentario de Scholz en su edición, p. 118, n. 1.37 “Imperatorum [sc. actuum] vero secundum Christianam religionem potestas in nobis est.” (DP II viii, 3 [S 22223-23])38 Cf. De Lagarde (1948), pp. 86-69, p. 90, n. 29.39 Cf. DP I v, 11 [S 26-28]; cf. infra, p. 113.40 El punto ya había sido señalado por Grignaschi (1958) pp. 432-36.
51
preeminencia entre ambas; en todo caso, la felicitas civilis está presentada como el mejor de
los bienes deseables por el hombre.41 Pero el panorama se ha complicado a partir de la
aparición del Codex Fesulano 161, que contiene unas Quaestiones super Metaphysicae libros
I-VI atribuidas a Marsilio, en las que se sostienen tesis similares a las de Juan de Jandún; con
todo la legitimidad de esta atribución es, por lo menos, discutible, de suerte que el potencial
alcance del averroísmo político marsiliano así entendido no puede sostenerse sin un alto grado
de hipótesis y especulaciones sobre una base textual muy reducida.42
Sin pretender una última palabra sobre el averroísmo marsiliano, tal vez podamos
orientarnos hacia una conclusión más provechosa acotando los límites de la cuestión. A
diferencia de las dificultades que presentan las cuestiones antes mencionadas, resulta más
viable determinar con cierta seguridad la significación del “averroísmo político” de Marsilio,
si entendemos por tal la proyección en el plano político de algunos de los rasgos constitutivos
del aristotelismo “rígido” o heterodoxo. Siguiendo los términos enunciados anteriormente,
tendríamos para analizar como posibles rasgos averroístas de Marsilio los siguientes
elementos:
(i)' la aplicación al plano político de la estricta delimitación entre el conocimiento
racional y demostrativo y lo sabido sólo por fe;
(ii)' la transposición a nivel político de tesis especulativas averroístas, por ejemplo, la
unicidad del intelecto agente;
(iii)' la tendencia predominante a subsumir los aspectos de la realidad política humana
en las bases de la ciencia natural.
Hemos visto que la clásica distinción y separación entre los conocimientos obtenidos
según el canon aristotélico de la ciencia demostrativa y los conocimientos derivados de la
Revelación y admitidos por fe, forma parte de una propuesta metodológica explicitada por el
propio Marsilio, y que da sentido a la estructura misma del Defensor pacis. Hasta allí
parecería poder concluirse sin problemas que en Marsilio se verifica una aplicación al plano
político de la separación de esferas propias del denominado averroísmo. Sin embargo, hemos
destacado precisamente que si Marsilio discierne claramente la naturaleza de planos
discursivos que no pueden ni deben ser confundidos, lo hace para articular las conclusiones
extraídas de ellos, de suerte que se confirma la complementación de ambas perspectivas. En
lo fundamental de sus conclusiones políticas Marsilio se preocupa por mostrar que la verdad
de la fe es compatible con lo demostrable racionalmente, y por eso puede llegar a decir que
41 Cf. DP I i, 7 [S 93-7]; iv, 1 [S 1614-19]; cf. Quillet (1979) pp. 98-99; cf. Gewirth (1951) p. 78, n. 8.42 Di Vona –cf. (1978), pp. 251-258– elabora su análisis sobre la base de la autenticidad de las Quaestiones; cuestionan la atribución Quillet (1979), pp. 124-5; Grignaschi (1979), pp. 204-10; (1983), p. 310-11.
52
los resultados obtenidos en la segunda dictio corroboran las conclusiones demostradas en la
primera. Al respecto, Gewirth observa con acierto que muchas de las fórmulas con las que se
da a entender el averroísmo metodológico de Marsilio podrían ser igualmente aplicables a un
Alberto Magno o un Tomás de Aquino.43 Lo que ocurre es que la “separación de esferas”, la
distinción entre el plano de la razón y el de la fe, no es, en rigor, un rasgo distintivo del
denominado averroísmo, sino más bien uno aplicable a casi toda la escolástica; en todo caso
lo propio del averroísmo sería llegar al extremo de aceptar que una misma proposición puede
ser verdadera desde el punto de vista de la razón y falsa desde el punto de vista de la fe, lo que
equivale a decir, que una verdad puede ser contradictoria con otra verdad. Al parecer,
Marsilio admite esta posibilidad respecto de algunos “casos límite” en el campo especulativo
–v.g., sus tesis sobre el determinismo–, pero no la aplica a sus conclusiones políticas.
El segundo aspecto a considerar, la transposición al plano político de tesis
ejemplarmente identificables con el averroísmo, nos retrotrae al terreno de las discusiones de
difícil solución. En un antiguo y pretencioso artículo, Troïlo ha interpretado el averroísmo de
Marsilio precisamente como el momento destacado de la transición y culminación del
averroísmo especulativo en la filosofía práctica.44 La doctrina de la unicidad del intelecto
agente se traduciría políticamente en la unidad específica humana concebida como la mens y
la voluntas del pueblo y del Estado.45 En verdad, el único texto explícito que podría avalar tal
interpretación es el pasaje del Defensor pacis donde se describe analógicamente a la ley como
procedente del “anima universitatis civium”.46 A pesar de que el trabajo de Troïlo abunda en
hipótesis sugestivas y síntesis generales con poca base textual, sus conclusiones son
retomadas o, al menos, citadas por otros autores y trabajos más metódicos.47 Sin embargo, la
fortuna de una interpretación de tal tipo está ligada a la forma en que se dirima, a su vez, el
debate sobre el universalismo o el particularismo del pensamiento político del paduano. En
efecto, la transposición política del intelecto agente averroísta en cuanto razón universal
implica la postulación de un Estado o Imperio universal, punto sobre el cual Marsilio
expresamente rehusa pronunciarse en el Defensor pacis.48
Por último, si es aceptable considerar como un rasgo “averroísta” la tendencia a reducir
los aspectos más propiamente antropológicos a la ciencia natural, puede resultar coincidente
con el “naturalismo” apreciable en el discurso político marsiliano. Antes de entrar en el
detalle de las influencias de este naturalismo en las tesis o las conclusiones de la filosofía
43 Cf. Gewirth (1951), p. 41.44 Troïlo (1942), pp. 50-77.45 Ibid. pp. 66.46 Cf. DP I xv, 6 [S 891].47 Cf. Quillet (1970), p. 64; Gewirth (1951), p. 40, n. 38.48 Cf. DP I xvii, 10; cf. infra, p. 242.
53
política marsiliana, hay que relacionar este naturalismo con la modalidad del discurso que
asume la scientia civilis de Marsilio.
III. El perfil de la scientia civilis
Mucho antes de entrar en detalles de las divergencias doctrinales o las
“malinterpretaciones” de Marsilio respecto de Aristóteles, ya el sólo perfil en el que se
desenvuelve la ciencia política señala una cierta toma de distancia. Es evidente que cuando
Marsilio exige para su filosofía política el modelo de demostraciones racionales a partir de
principios evidentes, está yendo bastante más allá de lo que Aristóteles reclamaba para la
política. Para éste, la política es una de las disciplinas prácticas, ciertamente la principal o
“arquitectónica”, pero puesto que trata, en definitiva, con las acciones humanas, las cuales
“pueden ser de otra manera”, esto es, son contingentes, y puesto que, por otra parte, en toda
disciplina práctica hay que poner especial atención a las circunstancias y las situaciones
particulares, no es exigible para la política el mismo grado de necesidad en sus conclusiones
que el que puede esperarse en otros ámbitos. De hecho, Aristóteles señala como un especial
signo de “educación” el saber esperar el adecuado tipo de “exactitud” (akríbeia)
correspondiente a los diversos asuntos.49 Cuando Marsilio pretende ajustar el desarrollo de su
filosofía política a una estricta racionalidad demostrativa, está interpretando la política más
bien bajo el canon de ciencias teóricas como la geometría, a saber, demostración a partir de
principios o “axiomas” propios, y no en el modo que debería corresponderle a ciencias
prácticas como la ética y la política. Este es, pues, uno de los primeros rasgos en los que
encontramos a Marsilio conduciéndose “poco aristotélicamente”, aunque, en verdad, podría
considerarse como un rasgo típicamente “averroísta” la tendencia a identificar la
“racionalidad científica” con la certeza apodíctica de las ciencias teóricas. Presumiblemente
Marsilio está presionado por la necesidad de otorgar a las conclusiones de su ciencia política
un grado de certeza que esté más allá de cualquier tipo de cuestionamiento y que no deje lugar
a dudas: un discurso flexible y con demasiados reparos tal vez no ofrecería suficiente
resistencia a la causa de discordia a la que imperiosamente debe hacer frente.
Como ya se ha anticipado, Marsilio parece dar a entender que su discurso demostrativo
de la primera dictio se atiene al ámbito de las causas naturales que acontecen “con frecuencia”
o “en la mayor parte de los casos”. Así, al ocuparse de los diversos modos de institución del
49 Cf. Et. nic. I 2, 1094b24-27.54
gobierno, declara que, aunque su intención es referirse a las causas y acciones por las cuales
debe ser creada la parte gobernante “las más de las veces” (secundum plurimum), mencionará
también un modo de institución que tiene lugar en forma excepcional (raro), a fin de
distinguirlo claramente de aquellos otros que tienen lugar “regularmente y en la mayor parte
de los casos” (regulariter et in pluribus). Se trata de aquella institución del gobierno cuya
causa inmediata es Dios, cuando expresamente, en persona o a través de alguien, prescribe
para cierto pueblo un determinado juez o gobernante, v.gr., el caso de Moisés para el pueblo
judío. Es obvio que acerca de este modo de institución no puede haber demostración racional
y, por ello, tampoco puede determinarse por qué causa ha sido establecido así o si lo fue de
otro modo, sino que ello es admitido simplemente por fe (simplici credulitate absque ratione).
Por el contrario, del otro modo de institución, el que proviene inmediatamente del arbitrio
humano, puede haber convencimiento por demostración racional y, en tal medida, puede
determinarse por qué causa y con qué acción debe ser instituido, según lo que resulte mejor o
peor para el régimen político.50
Como vemos, cuando Marsilio señala la institución inmediata del gobierno por parte de
Dios como un asunto de simple creencia, no lo hace tanto para poner en duda o cuestionar la
verdad de que ésta se haya verificado; más bien, la peculiar índole de este modo de institución
resulta, por su excepcionalidad, irrelevante para una investigación acerca de las causas de la
institución del gobierno o para una determinación de la mayor o menor conveniencia de una u
otra de sus diversas especies, cosa que constituye uno de los objetivos centrales de la scientia
civilis. Más aún, Marsilio va a llegar a articular la institución sobrenatural del gobierno y la
humana, al reconocer a la primera, en concordancia con toda la tradición medieval, como
causa última o remota de todo poder. “Rara vez” Dios actúa inmediatamente estableciendo en
forma directa un gobierno; por lo corriente, ello más bien se realiza a través de las voluntades
de los hombres, a quienes Dios concedió el arbitrio de tal institución.51 Esto confirma lo que
hemos dicho acerca de la estrecha articulación entre la perspectiva de la primera y la segunda
dictio, sin que ello signifique que sus respectivos planos puedan ser confundidos. Lo que
importa es, en todo caso, que sólo la asiduidad y la “naturalidad” de la institución humana
hacen posible un discurso racional que dé cuenta de sus causas, esto es, con un valor
explicativo y que, al mismo tiempo, pueda evaluar “lo mejor y lo peor”, es decir, con un cierto
componente normativo. Y a este objetivo se consagra la primera dictio del Defensor pacis.
Las recurrentes expresiones de Marsilio acerca de lo que ocurre “con frecuencia”, “en la
mayor parte de los casos” parecerían indicar que las causas naturales a las que se aplica la
racionalidad demostrativa están próximas al concepto del “” de la física 50 Cf. DP I ix, 2 [S 39-40].51 Cf. DP I ix, 2 [S 406-13].
55
aristotélica. Es significativo que el marco de “excepcionalidad” que queda fuera de la
“mayoría” en cuestión esté concebido por Marsilio no tanto por la sobrenaturalidad de la
extraordinaria intervención inmediata de Dios, sino fundamentalmente por la excepcionalidad
de aquellos casos que, dentro del ámbito puramente natural, no alcanzan el nivel de
perfección corriente. A este margen de excepcionalidad alude con frecuencia Marsilio a través
del término orbatus, cuya connotación fisiológica es manifiesta: se trata de aquellos casos de
“deformidad” o aberración, aquellos “errores” que en la naturaleza nunca constituyen la
norma, sino casos francamente minoritarios. Ya al caracterizar la evidencia del principio
sobre el que ha de fundar sus demostraciones, Marsilio la limita “a todo entendimiento” sano,
esto es, “no corrompido por naturaleza, costumbre o afección perversa”52, como si la
captación inmediata de la verdad del principio requiriera ciertas condiciones fisiológicas
normales. Y en particular, el contenido mismo del principio, el cual, como veremos, asentará
una cierta inclinación natural humana, extiende su alcance “a todos los hombres”, pero con
exclusión de los “aberrados” (orbati) o quienes se hallen “naturalmente impedidos” de otro
modo53. Lejos de ser un detalle insignificante, la noción de orbatio aparece siempre en los
lugares claves de la argumentación de Marsilio, y sobre ella habremos de volver en varias
ocasiones: en la evidencia del principio fundamental de la demostración, en la configuración
del concepto de valentior pars, basado en el hecho de que el consenso unánime sobre alguna
cuestión se ve a veces imposibilitado por los “insoportables reclamos” de algunos de
“naturaleza depravada” (orbata)54, y hasta en la fundamentación de una de las tesis centrales
del Defensor pacis acerca de la composición de la universitas civium o la asamblea
legislativa, cuya verdad se apoyará, en última instancia, en el “axioma” de la física aristotélica
según el cual “la naturaleza no se equivoca en la mayor parte de los casos.”55 El telón de
fondo de las explicaciones y demostraciones de Marsilio parece hallarse en la regularidad e
invariabilidad de una phýsis que en su mayor parte carece de error o deficiencia, y que “nunca
hace nada en vano”.
El naturalismo que impregna el discurso político marsiliano ciertamente puede ser
explicable, en parte, por su formación y su perfil profesional. Comprobado que Marsilio no es
el gran jurista que alguna vez se pensó, y que sus conocimientos teológicos no pasan de la
media, no queda sino el perfil de un eminente physicus, un digno discípulo del notable
maestro Pedro Abano. La “deformación profesional” de Marsilio se advertiría en esta
predilección por las explicaciones afines a la ciencia natural. Pero también aquí el perfil del
discurso político marsiliano es explicable en función del objetivo teórico-político fundamental
52 “... ex proposicionibus per se notis cuilibet menti non corrupte natura, consuetudine vel afeccione perversa” (DP I i, 8 [S 911-12].53 Cf. DP I iv, 2 [S 171].54 Cf. DP I xii, 5 [S 6510-17]; cf. infra, p. 173.55 Cf. DP I xiii, 2 [S 716-7; 7115-18].
56
que lo anima. Si en Marsilio es apreciable una cierta tendencia a remitir los fenómenos
políticos humanos a sus causas puramente naturales, a subsumir la scientia civilis en la
scientia naturalis, al riesgo de hacer así de la política un capítulo de la biología, ello bien
puede entenderse como una violenta reacción frente a la opuesta tendencia a reducir los
contenidos normativos de la política en el fin trascendente de la Cristiandad, y convertir así la
ciencia política en un capítulo de la teología. Al fin de cuentas, la experiencia histórica
señalaba lo difícil que era sustraer conceptos morales objetivos como los de virtus, justitia,
pax, de la posibilidad de recibir una carga religiosa y ser asimilados, en última instancia, a la
virtus, justitia y pax cristianas que reclamaban ya un poder específico perteneciente a esa
esfera para administrarlas. Tal como sus adversarios perdieron de vista la especificidad de lo
político por resolverla en el “territorio celeste” de una suerte de teología política, Marsilio
quizá corre el riesgo de perder también de vista su especificidad al resolverla en un ámbito
opuesto, en el territorio o “suelo último” de la scientia naturalis.
Lo dicho no significa, sin embargo, que Marsilio no pretenda manifestar una clara
conciencia de la especificidad de su investigación, o que no intente dar un lugar adecuado a la
racionalidad distintiva de la acción política humana respecto de la causalidad natural. Esto
puede apreciarse incluso a través de otro de los recursos que acentúan el tono naturalista de su
discurso: la frecuente apelación a analogías biológicas en las que se comparan la estructura y
el establecimiento de la comunidad política con la constitución del ser vivo y el proceso de su
generación. Aunque Marsilio intenta remitir estas analogías a la Política de Aristóteles, las
alusiones de éste, sin embargo, no pasan de una mera comparación incidental, a título
ilustrativo, y no parecen alcanzar la proyección ni el lugar central que Marsilio quiere
concederles. Ya al comienzo del Defensor pacis, al caracterizar ni más ni menos que la noción
de paz, Marsilio considera a la civitas como una “naturaleza animada” o un viviente. Así
como el animal está compuesto de diversos órganos que realizan sus respectivas operaciones
propias, de la misma manera la comunidad política consta de diversas “partes” u oficios que
desempeñan diversas funciones. Lo que la salud es al animal –la buena disposición,
constituida por naturaleza, que permite a cada uno de sus órganos cumplir acabadamente su
función–, lo es la paz a la comunidad política –la buena disposición, instituida según razón,
que permite a cada una de sus partes u oficios desempeñar acabadamente su función–.56 En
otro de los momentos capitales de la argumentación de la primera dictio, al tratar la
institución de la parte gobernante, Marsilio desarrollará una amplia analogía entre el proceso
de generación del ser vivo a través de la formación de un órgano embrional primario, y la
institución de las distintas partes u oficios de la comunidad política a través de la “parte
gobernante” de la misma.57 Allí dirá que es la propia preocupación humana (humana 56 Cf. DP I ii, 3 [S 11-12].57 Cf. DP I xv, 5-7 [S 87-91].
57
sollicitudo58) la que ha imitado convenientemente aquel modelo y se ha inspirado en él al
instituir las partes de la comunidad política. Como puede verse, incluso en estos contextos
organicistas la terminología empleada por Marsilio es sutilmente precisa: allí donde el agente
causal es la naturaleza misma se habla de constitución natural, mientras que en el surgimiento
de la comunidad política se habla de institución racional, la cual tiene “por modelo” aquella
constitución natural del ser viviente animado. Con ello, la instancia que obra de mediador
entre la causalidad natural y la institución humana de la comunidad política es, en definitiva,
el arte humano, en su doble condición de imitar a la naturaleza, o bien de completar o
perfeccionar lo que ella no puede lograr por sí misma.59
Pues bien, será en esta acción del arte humano en donde Marsilio hará radicar la
especificidad de la investigación que emprende en la primera dictio. Tal como se ha asentado,
conforme a Aristóteles, la comunidad política ha sido instituida con vistas al vivir bien, del
cual se han distinguido dos especies, el temporal y el eterno. La ciencia es un conocimiento de
las causas; por tanto, la ciencia política deberá ocuparse de las causas del vivir bien por el
cual ha sido instituida la comunidad política. Pero obviamente la scientia civilis no se
confunde con el tratamiento de las causas naturales del vivir ya reservado a la ciencia natural:
“Et licet vivere unoquoque modorum dictorum, tam homini proprium quam sibi et reliquis animancium commune, dependeat a causis naturalibus, non tamen est ipsius consideracio presens, in quantum provenit ab illis, sed in ea que de plantis et animalibus sciencia naturali; de ipsis autem, secundum quod ab arte ac racione, quibus hominum genus vivit, suscipiunt complementum, est nobis perscrutacio presens.”60
El vivir del hombre, tanto en su condición genérica, que comparte con el resto de los
animales, como en su condición propia y específica, se inscribe inicialmente en el marco de
las causas naturales. Pero la scientia civilis no se ocupa de estas causas naturales en cuanto
tales, sino en cuanto son “completadas” o perfeccionadas por la acción del arte humano. La
scientia civilis que desarrolla Marsilio tiene su objeto en esta acción específicamente humana
que se ejerce sobre las condiciones iniciales impuestas por la naturaleza. Como veremos más
adelante, esta acción consiste en la respuesta humana a cierta condición de indigencia inicial
en la que se halla el hombre, para cuya superación debió forjar, con su razón, los diversos
géneros de artes y oficios que dan lugar a la comunidad política. La aparición en escena del
arte humano sobre el telón de fondo de la causalidad meramente natural implica la
intervención de la racionalidad y la voluntad propiamente humanas. La ciencia política se
58 Cf. DP I xv, 5 [S 8720].59 Cf. DP I xvii, 9 [S 11725-26].60 DP I v, 2 [S 2112-19].
58
ocupará, en cada caso, de orientar en forma correcta y conveniente la aplicación del ejercicio
de las potencias cognoscitivas y apetitivas del alma humana a la resolución de los problemas y
conflictos implicados en el desarrollo de la vida política. Por ello dirá Marsilio que el “vivir
bien”, propio de quienes viven “civilmente” –y no de quienes “meramente viven”, como
también lo hacen las bestias–, implica el concurso “tanto de las facultades prácticas como
especulativas del alma”.61 Y en efecto, en cada instancia decisiva del itinerario emprendido en
la primera dictio, Marsilio tendrá siempre en cuenta la medida conveniente y la articulación
debida entre la dimensión cognoscitiva y volitiva humanas puestas en juego: al definir la
finalidad de la parte gobernante como la “moderación” de aquella clase de actos humanos que
implican el conocimiento y el apetito62; al requerir, para la perfección del juicio, “una
inclinación recta, por parte del juez, y un conocimiento verdadero de la cosa a juzgar”63; al
señalar la necesidad de que el legislador se halle libre de “ignorancia y malicia”, esto es,
defectos por falta de conocimiento y perversión de la voluntad64, procurando depositar la tarea
legislativa en una instancia que “discierna con verdad, y atienda diligentemente” el bien
común65; al estipular, como condiciones personales exigibles al buen princeps o gobernante,
la virtud de la prudencia, para establecer correctamente aquellas cosas no determinadas por la
ley, y la virtud moral que implica “una afección o inclinación recta” de la voluntad,
particularmente la mayor entre ellas, la justicia.66
La forma en que Marsilio caracteriza la especificidad de su investigación tiene
importantes consecuencias para la prefiguración del resultado al que ésta debe arribar. El
hecho de que scientia civilis se concentre sobre la acción del arte humano “completando” o
perfeccionando la naturaleza permite que la política pueda resolverse en un terreno puramente
humano. Las aspiraciones reduccionistas de la teología política quedan totalmente al margen.
Por más que se reconozca la vigencia del fin trascendente para una comunidad cristiana, o
por más que en algún momento lleguen a concederse, incluso, ciertas especulaciones
teológicas respecto de la naturaleza caída del hombre, ya ni siquiera hará falta aclarar que la
Gracia “no destruye, sino perfecciona la naturaleza”: lo que la ciencia política contempla es
61 Cf. DP I iv, 1 [S 1616-19].62 “Ad moderandos autem excessus actuum [...] per cognicionem et appetitum, quos transeuntes diximus [...] statuta fuit necessario in civitate pars aliqua seu officium, per quam excessus talium actuum corrigantur ...” (I v, 7 [S 2325-243]).63 “... ad iudicii complementum in bonitate requiritur affeccio recta iudicum et iudicandorum vera cognitio”. (I xi, 1 [S 5222-23]).64 “Hec enim duo peccata a legislatore debent excludi, malicia scilicet atque ignorancia, propter que eciam in iudiciis evitanda legis necessitatem accepimus ...” (I xiii, 1 [S 6922-24]).65 “... illius veritas cercius iudicatur, et ipsius communis utilitas diligencius attenditur, ad quod tota intendit civium univesitas intellectu et affectu.” (I xii, 5 [S 663-6]).66 “Sunt autem futuri principantis perfecti habitus intrinseci duo, [...] videlicet prudencia et moralis virtus, maxime justicia. Unus quidem, ut ipsius in principando dirigatur intellectus, prudencia scilicet. [...] Reliquus vero habitus est, quo ipsius rectus extet affectus, moralis virtus scilicet, aliarum maxime justicia.” (I xiv, 2 [S 7815-24]).
59
cómo la razón humana perfecciona la naturaleza allí donde ésta no puede bastarse a sí misma.
La ciencia política marsiliana se desenvuelve enteramente en el ámbito de la racionalidad, no
sólo porque procede según el canon de la racionalidad demostrativa, sino porque el objeto
sobre el cual versa no es otro que la acción de la razón humana en la configuración misma de
la dimensión política del hombre.
IV. El contenido de la primera dictio del Defensor pacis
Como hemos visto, el punto de partida del desarrollo argumentativo del Defensor pacis
es la noción de paz. Lo que se intenta, en efecto, es desterrar una peculiar causa de discordia
para los regímenes políticos. Por lo tanto, la primera tarea que se le presenta a Marsilio es
lograr una definición acorde de estas nociones fundamentales: las de regnum y tranquillitas o
pax. Fiel a la costumbre aristotélica de distinguir, antes de entrar en tema, las diversas
acepciones de los términos relacionados con la cuestión de que se trata, Marsilio efectuará en
el Defensor pacis distintas revisiones de términos fundamentales, con el explícito propósito de
excluir la ambigüedad o confusión que pudiera surgir de ellos. A primera vista, estas
revisiones pueden parecer meramente lexicales, pero con el desarrollo de la argumentación
revelan una función normativa implícita, sobre todo en el caso de conceptos decisivos como
los de “lex”, “iudex”, o “spirituale.”
El primero de estos tratamientos es, pues, el que concierne al término regnum. De
hecho, se trata del primer substantivo que aparece en la obra, según la cita inicial de
Casiodoro, que tal vez obre como un lema o símbolo del interés fundamental de todo el
tratado.67 Entre las distintas significaciones que puede cubrir el término regnum, señala
Marsilio, en primer lugar, “una pluralidad de civitates o provincias contenidas bajo un
régimen único”, de suerte que la diferencia entre una civitas y un regnum sería meramente
cuantitativa, y no en cuanto al régimen de gobierno. En una segunda significación, el término
puede mentar una especie particular de régimen temperado, aquella que en la Política se
califica como “monarquía temperada”, para la cual es indistinto si se trata de una única civitas
o de varias. La primera significación alude cuantitativamente a una extensión que abarca o
contiene varias “ciudades” sin mayor especificación del régimen de gobierno, en tanto que la
segunda parece aludir a un tipo de gobierno específico –la monarquía–, pero sin
especificación de su amplitud. Es la tercera significación la que combinará ambas cosas: un
67 Cf. Sternberger (1981), p. 98.60
régimen monárquico –no viciado o corrompido– que abarca más de una “ciudad”. Sin
embargo, la significación primordial, aquella que Marsilio presupondrá como la habitual en el
Defensor pacis salvo expresa indicación en contrario, no es ninguna de estas, sino una que
mienta “algo común a toda especie de régimen temperado, sea en una ciudad única o en
varias”, tal como se usa en la mencionada cita de Casiodoro.68
Es un lugar común entre los escritores medievales influidos por la reaparición de la
Política en el S. XIII las dificultades derivadas del hecho de que toda la construcción teórico-
política de Aristóteles esté montada sobre el concepto de pólis, una unidad política
históricamente desaparecida. Aristóteles había dado una definición precisa de pólis en
términos de su finalidad: la pólis es concebida como la comunidad perfecta y autosuficiente,
el término hacia el cual tienden las “comunidades primitivas” como la familia y la aldea. Es
obvio que en este esquema, una unidad a escala mayor como el regnum, o el Imperium
medieval no tenía lugar alguno. Así, Tomás agregará ambiguamente una instancia como la de
“provincia” con posterioridad a la civitas, por la accidental razón de la defensa común y el
mutuo auxilio69; y Dante señalará, más allá de la ciudad, “cuyo fin es el vivir bien”, un “reino
particular”, cuyo fin es “el mismo que el de la ciudad y su paz” y, desde luego, el Imperium
que ha de gobernar “para todo el género humano”, cuyo fin se identifica con el fin supremo
de toda la humanidad.70 Marsilio parece librarse de esta situación embarazosa al decidirse
porque el regnum trascienda la mera territorialidad abarcante de diversas ciudades o
provincias, y convertirlo prácticamente en un equivalente del “régimen político” en un sentido
amplio. Si en Aristóteles la forma de gobierno pluripersonal justa carecía de un nombre
particular y asumía la denominación general de politéia71, en Marsilio será el término regnum,
aquel que tradicionalmente refería a la especie de gobierno monárquico, el que extienda su
alcance para cubrir la significación de todo régimen político “no viciado” y establecido
conforme a leyes, en un palabra, un régimen de gobierno “constitucional.” Pero al fin y al
cabo, la unidad esencial de la pólis no es, para Aristóteles, sino la unidad del régimen político
o politéia.72 Por ello es que Marsilio podrá repetir, una y otra vez a lo largo del Defensor
pacis, la expresión: “civitas aut regnum”, donde el término civitas está tomado ya como
sinónimo general de “comunidad política”, la transcripción latina del concepto teórico de
pólis cuya esencia y estructura es abordada por Aristóteles en su Política, y donde regnum
mienta el rasgo común a todo régimen de gobierno temperado, pero con la posibilidad de ser
transpuesto empíricamente al fenómeno histórico del “regnum” con más facilidad.
68 Cf. DP I ii, 2 [S 10-11].69 Cf. De regno I, 1 [457a].70 Cf. De Monarchia I vii.71 Cf. Pol. IV 2, 1289a35-36.72 Cf. Pol. III 3, 1276b1-15.
61
La paz de la cual el tratado “sale en defensa” es, pues, una “disposición” de la civitas o
comunidad política, a saber, la buena disposición de sus partes componentes en la cual todas
ellas cumplen acabadamente su función u operación propia, y se relacionan convenientemente
entre sí. Revelar la “naturaleza oculta” de la singular causa de discordia que escapó al tiempo
y la esfera de observación de Aristóteles implica revelar en qué medida esta causa de
discordia obra como “impedimento” u obstáculo de esta buena disposición de la civitas. Para
dar cumplimiento a esta tarea, Marsilio emprenderá en la primera dictio un largo itinerario a
través de una argumentación compleja y de una estructura bastante intrincada. Por lo que será
preciso, para facilitar nuestro propósito, hacer una presentación general de esta estructura
argumentativa, con el fin de obtener una adecuada visión panorámica, antes de internarse de
lleno en sus pormenores.
El curso que va siguiendo la argumentación está presentado por el propio Marsilio en
los capítulos que inician diferentes etapas o secciones del recorrido general. Una vez que se
ha definido el concepto de paz en función de la noción de civitas y sus partes, se impone la
tarea de hacer manifiesto: a) qué es y a causa de qué existe la civitas, b) cuántas y cuales son
sus partes componentes; y c) cuáles son sus causas y su ordenación recíproca.73 Esta primera
sección temática de la primera dictio, que abarca hasta el capítulo séptimo inclusive, es,
básicamente, una consideración de las causas de la comunidad política y sus partes. En efecto,
al definir la civitas o comunidad política, en la misma formulación de su definición Marsilio
cree hallar su causa final: el vivir bien, “con vistas al cual” la civitas ha sido instituida. En
rigor, Marsilio parece no tener muy en claro la distinción entre la cuestión de las causas de la
comunidad política misma y la de las causas de sus partes u “oficios”. Más allá de esta
mención inicial a la causa final de la comunidad política, Marsilio apenas advertirá, varios
capítulos más adelante, que la comunidad política no tiene, en verdad, una causa formal,
puesto que se trata de un compuesto cuyas partes “son múltiples en acto y diversas entre sí
formalmente.”74
Por el contrario, la mayor parte del desarrollo de esta sección temática lo ocupa la
cuestión de “cuántas y cuáles” son las partes de la comunidad política, cuestión a la que
Marsilio responde precisamente a través de la consideración de sus respectivas causas finales.
Estableciendo cuáles son las diversas necesidades que han motivado el surgimiento de las
diversas partes y oficios de la comunidad política es posible obtener su lista completa. De la
necesidad de proveer el sustento en orden a la conservación de la vida, surge la necesidad de
73 “Quoniam tranquillitatem diximus bonam disposicionem civitatis ad parcium opus, oportet consequenter ostendere, quid et propter quid sit civitas secundum se; que sint et quot prime partes ipsius; amplius de uniuscuiusque ipsarum convenienti opere; adhuc de causis et earum ordine invicem ...” (I iii, 1 [S 1224-132]).74 Cf. DP I xvii, 11 [S 11910-14]; cf. I xix, 2 [S 1265-9].
62
la parte de la comunidad política denominada campesinado; de la necesidad de defender a la
comunidad política de los ataques externos, surge la milicia, etc.. Pero aún antes de entrar de
lleno en esta tarea, Marsilio antepone un capítulo de contenido aparentemente sencillo, pero
de difícil ubicación dentro de este esquema argumentativo: el capítulo tercero de la primera
dictio del Defensor pacis, en el que se trata “acerca del origen de la comunidad civil.”75 Antes
de tratar de la comunidad política acabada y de sus regímenes y modos de vida, dice Marsilio,
corresponde tratar sus orígenes y sus respectivos regímenes y modos de vida. Se considerará
así la evolución y el desarrollo de la comunidad política a partir de su terminus a quo, la
familia, siguiendo los pasos de su crecimiento a través de la comunidad primitiva o aldea
(vicus), es decir, la descripción del proceso que culmina en la comunidad política acabada o
perfecta, tal como sucede siempre en la naturaleza y el arte –su imitador–, que proceden “de
lo menos perfecto a lo más perfecto.”76
Con posterioridad a este capítulo, Marsilio se dedica a determinar el cuadro completo de
las distintas partes u oficios de la comunidad política. En el capítulo cuarto, se establece, a
partir de sus causas finales, la distinción de dichas partes “en general”77, mientras que en el
capítulo siguiente se abordará su distinción y asignación en particular.78 Completada la lista de
estas partes u oficios, en el capítulo séptimo se dará término a la explicación según el cuadro
de los restantes sentidos aristotélicos de causa, a saber, las causas materiales, formales, y
eficientes de estas partes u oficios.79 Ahora bien, al examinar la conformación de las partes de
la comunidad política, se destaca con particular relevancia una parte con una función
prominente e indispensable, la pars principans o parte gobernante, cuya tarea es “regular” o
someter a medida los “actos transitivos” de los hombres, aquellos que trascienden del agente
que los realiza, y que pueden redundar en perjuicio o daño de un otro.80 Si no se estableciese
un equilibro o un adecuado “término medio” entre este tipo de actos, surgirían contenciones y
disputas que podrían culminar con la disolución del vínculo social, con la consecuente
privación de la suficiencia de la vida. La acción que ejerce esta pars principans es, pues, una
función correctiva de los eventuales desbordes de este tipo de actos, lo que significa que esta
parte gobernante es fundamentalmente una pars iudicialis.
La consideración del carácter y la acción de esta parte gobernante dará lugar a una serie
de tópicos relacionados con la figura del gobierno, que comprenden toda una segunda sección
75 “De origine communitatis civilis.” (DP I iii [S 12]).76 Cf. DP I iii, 2 [S 138-10).77 “De causa finali civitatis et quesitorum civilium et suarum parcium distinccione in generali.” (DP I iv [S 16]).78 “De distinccione ac assignacione parcium civitatis et ipsarum inexistencia ac separacionis necessitate propter finem ab humana invencione assignari possibilem.” (DP I v, [S 20]).79 Cf. DP I vii [S 34-36].80 Cf. DP I v, 7 [S 235-249].
63
temática dentro de la primera dictio del Defensor pacis. Ante todo, Marsilio recoge la
clasificación aristotélica de las formas de gobierno en “temperadas” o justas, y “viciadas” o
corruptas, añadiendo al criterio tradicional de la orientación hacia el bien común el
requerimiento del consenso de los gobernados81. A continuación se ocupa de los diversos
modos de institución del gobierno o principatus, cuyas variantes son reducidas a dos modos
principales: los voluntarios y los involuntarios. Aunque Marsilio declare no pronunciarse
acerca de cuál es la mejor forma de gobierno –por no considerarlo pertinente a la
investigación82–, o aunque reconozca la necesaria adaptabilidad de los regímenes de gobierno
a la diversidad de los pueblos, regiones y tiempos83, lo cierto es que la reducción de los
diversos modos de institución a los “voluntarios e involuntarios” se hace a través del examen
de una de las especies de gobierno, a saber, la monarquía real.84 Más adelante, uno de los
capítulos más largos de la primera dictio se ocupará de establecer, en forma de quaestio, que
la mejor especie de monarquía es la monarquía electiva sin sucesión hereditaria, en una
palabra, el régimen tradicional del Sacro Imperio.85 En cualquier caso, es la aparición de la
instancia de institución o elección del principatus la que determina el subsecuente curso de la
investigación. Tras haber determinado el mejor modo de institución del gobierno, habrá que
deducir “la causa agente de la cual únicamente puede y debe provenir” y, consecuentemente,
la causa que debe promover la institución y determinación de las restantes partes de la
comunidad política.86
Pero la consideración de la función de la parte gobernante trae aparejado el desarrollo
de otros temas que se imponen en la investigación. Marsilio sostendrá, siguiendo a
Aristóteles, que no es conveniente que el gobernante, en su función de regular los actos civiles
de los hombres, actúe en virtud de su prudencia o juicio personal, por excelentes que sean sus
condiciones morales y sus virtudes87, sino siempre conforme a una norma de justicia88, o una
cierta “regla”, la cual debe obrar como una “forma” respecto de la cual el gobernante es su
respectiva “materia” o “sujeto”89; en suma, el gobernante debe actuar siempre conforme a
leyes establecidas. La aceptación de este principio, a su vez, lleva a considerar: a) qué es la
ley; b) cuál es su fin –en respuesta a qué necesidad ha sido creada–; y c) a quiénes y mediante
81 Cf. DP I viii [S 36-38].82 Cf. DP I viii, 4 [S 3823-28].83 Cf. DP I ix, 10 [S 46-47].84 Cf. DP I ix [S 39-47].85 Cf. DP I xvi [S 94-112].86 “... principatus per humanam voluntatem immediate factos narrare volumus; deinde vero monstrabimus ipsorum cerciorem atque simpliciorem; postmodum vero ex illius natura meliori, arguemus causam moventem, a qua provenire solummodo debet et potest. Ex quibus apparebit consequenter causa movere debens ad institucionem optimam et determinacionem reliquarum parcium civitatis.” (DP I ix, 3 [S 4017-27]).87 Cf. DP I xi [S 52-62].88 Cf. DP I iv, 4 [S 1816-21].89 Cf. DP I x, 1 [S 484-5]; I xv, 3 [S 8610-20].
64
qué acción corresponde su institución, es decir, cuál es la causa eficiente de la ley, aquel que
promulga o estatuye la ley, vale decir, el legis-lator.90 Y he aquí que Marsilio anticipa que
aquella instancia que se revele como la causa eficiente de la ley o el legis-lator será a la par la
misma que instituya o designe la parte gobernante. Se trata de “la corporación de la totalidad
de los ciudadanos o su parte preponderante (universitas civium aut eius valentior pars).
Puede decirse que el núcleo fundamental de las tesis positivas de la filosofía política de
Marsilio contenidas en la primera dictio se halla en los capítulos 12 y 15, donde se argumenta,
respectivamente, que la autoridad legislativa y la autoridad de elección del gobernante
corresponden a la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante
(universitas civium aut eius valentior pars).91 La aplicación de la preceptiva metodológica de
la demostración racional a partir de principios por sí evidentes tiene su lugar central en el
capítulo 12, donde se “demuestra” la tesis de que el legislador humano es la universitas
civium mediante tres argumentos de expresa forma silogística, cuyas premisas son remitidas a
proposiciones de los capítulos iniciales consideradas “cercanas a las por sí evidentes” o bien
al “principio fundamental” de toda la demostración. Al mismo tipo de pruebas se remite la
tesis de que la misma universitas civium debe instituir el gobernante, “con sólo cambiar el
término medio” de la demostración92, esto es, sustituyendo en los silogismos el concepto de
“ley” por el de “gobernante”.
La figura del legislador humano, la universitas civium o su valentior pars, es, pues, la
instancia fundante de los dos elementos constitutivos que determinan la existencia y la unidad
de la comunidad política: la ley y el gobierno. La comunidad política comienza a existir allí
donde deja de haber un gobierno librado a discreción personal93; en la communitas perfecta
rigen leyes que contienen adecuados conocimientos de lo justo y de lo justo bajo la debida
forma, esto es, debidamente promulgadas.94 Por su parte, la unidad misma de la comunidad
política será remitida a la unidad de jurisdicción: en definitiva, la comunidad política misma
es “una” porque tiene un único gobierno que la rige.95 La figura de la universitas civium o su
valentior pars es así la fuente última de la autoridad política humana en este mundo y, en
cierto sentido, la instancia constituyente de la comunidad política misma. Ahora bien, es más
que significativo que la figura en que reposa toda la construcción teórico-política de Marsilio,
la universitas civium, surja en el contexto de la pregunta por la causa eficiente de la ley y del
gobierno. Ello bien podría avalar la interpretación de un cierto giro marsiliano de la
90 Cf. DP I x, 2 [S 4812-18].91 Cf. DP I xii [S 62-69]; I xv [S 84-94].92 Cf. DP I xv, 9 [S 92].93 Cf. DP I iii, 4 [S 1421-1510].94 Cf. DP I x 5 [S 50-51].95 Cf. DP I xvii, 2 [S 1133-25]; I xvii, 5 [S 119-120].
65
tradicional preeminencia de la causalidad final hacia una preponderancia mayor de la
causalidad eficiente o, al menos, un mayor énfasis puesto por Marsilio en la validez de los
procedimientos institucionales de los que derivan la ley y la autoridad política, más que de sus
fines o del contenido normativo objetivo al que deben orientarse. 96
En cualquier caso, es a través del itinerario de la causa eficiente que se ha arribar al
punto crucial de la investigación. El legislador humano, causa eficiente de la ley, y de la parte
gobernante, viene a ser también, a través de y por medio de ésta, causa eficiente “primaria” y
absoluta de las restantes partes u oficios de la comunidad política. De hecho, es el gobernante
quien tiene a su cargo instituir las restantes partes de la comunidad política, esto es, designar a
quienes deben desempeñar los respectivos oficios necesarios según sus aptitudes; pero esto lo
hace sólo en calidad de “causa segunda, instrumental o ejecutoria”, en virtud de la autoridad a
él concedida por el legislador humano.97 A su vez, puesto que la parte gobernante es la que
instituye las restantes partes de la comunidad política, también se revela como aquella que las
conserva en su ser –al reducir los eventuales conflictos entre ellas mediante su acción
judicial–, y vela por su comunicación e interacción recíproca. Y así hemos hallado finalmente
el orden de las partes de la comunidad política, el cual refiere a la parte gobernante como el
“primum” al cual todas ellas se ordenan.98
Habíamos comenzado con la noción de paz, cuya definición implicaba la noción de
comunidad política y de sus partes. Indagando sus causas, llegamos a una prima pars o parte
gobernante de la comunidad política, que debía actuar conforme a la ley; por lo cual, hubo
que considerar la causa eficiente de la ley, y de la parte gobernante de la comunidad política,
la cual resulta ser el legislador humano, comprendido bajo la figura de la universitas civium o
su valentior pars. Este legislador primero es causa eficiente primera de las restantes partes de
la comunidad política, utilizando como causa segunda o instrumental a la pars principans,
quien designa los oficios en la comunidad política, los preserva en su acción propia y su
interacción recíproca. Ahora bien, con ello la parte gobernante se ha revelado finalmente
como la causa eficiente de la paz. Puesto que ésta había sido definida como una “disposición
de la comunidad política”, a saber, aquella en la cual cada una de sus partes desempeña
acabadamente su función, y se relaciona convenientemente con cada una de las otras y con el
todo del cual participan, la acción del gobernante no tiende sino a promover tal disposición y
a proveer todos los elementos conducentes a su desarrollo y conservación. Lo que significa,
entonces, que toda acción contraria que impide u obra como un obstáculo a esta acción es
causa de la disposición contraria, esto es, causa de discordia:
96 Cf. Gewirth (1951) pp. 33-7.97 Cf. DP I xv, 4 [S 86-87].98 Cf. DP I xv, 12-14 [S 93-94].
66
“Cum igitur accio debita principantis sit omnium civilium commodorum et predictorum causa efficiens et conservans [...] erit ipsa tranquillitatis causa factiva [...]. Quod vero huius partis accionem per se impediverit, ab eo civitatis intranquillitas seu discordia proveniet, tamquam causa factiva.”99
Un largo recorrido ha sido necesario para “confirmar” el peligro que representa la
singular causa de discordia que se pretende detener y que escapó a los ojos de Aristóteles. Ha
sido necesario reconstruir el fin y el origen de la comunidad civil, determinar la estructura de
sus partes, comprender el sentido de la tarea de la parte gobernante y, sobre todo, arribar al
fundamento de la legitimidad de su acción, para poder entender cómo mediante una doctrina
“ocasionalmente derivada”, ciertos integrantes de una parte de la comunidad política –el
sacerdocio– intentan inmiscuirse en esta tarea, usurpando una esfera que no les corresponde,
estorbando la “natural” interacción entre los órganos del gran viviente que es la comunidad
política y poniendo en peligro su vida misma. La opinio perversa ha sido definitivamente
desenmascarada.
En general, puede decirse que toda reflexión filosófico-política puede llegar a moverse
en tres planos. Por un parte, hay un plano teórico-explicativo que busca proporcionar un
adecuado conocimiento de qué es y cuáles son las causas de la dimensión política humana y
sus fenómenos institucionales. Como cualquier otro objeto de una disciplina, el universo
político, si ha de ser pasible de una consideración “científica”, debe ser examinado de tal
forma que sea desentrañada su naturaleza profunda y sus propiedades generales. Por otra
parte, hay también un plano empírico-histórico, que tiene en cuenta cómo ha sido la evolución
efectiva de esos mismos fenómenos institucionales desde su origen hasta la actualidad. La
reflexión política no puede desentenderse de la experiencia humana en la configuración de la
vida social y política, y no puede menos que pretender que su discurso muestre una
vinculación con esa experiencia, por mucho que pretenda en algún otro sentido tomar
distancia respecto de ella. Por último, no suele estar ausente un plano prescriptivo-normativo,
desde el cual se interpreta una determinada configuración política e institucional como aquella
99 DP I xix, 3 [S 12623-1275].67
que debe ser llevada a la práctica. El discurso político no se limita a explicar y a describir,
sino que se impone también la tarea de proponer y prescribir, pues en cuanto político, está
relacionado con la acción, y todo planteamiento en torno de la acción apunta de una u otra
manera a la incidencia de la acción en el mundo dado y, eventualmente, a su transformación.
A lo largo de la gran argumentación desplegada en la primera dictio puede apreciarse
cómo el discurso político de Marsilio se despliega desde y a través de estos diversos planos.
El plano teórico-explicativo es atendido en la explicación filosófica acerca de los
fundamentos y las causas de la existencia y la estructura constitutiva de la comunidad política,
que sigue el esquema aristotélico de los cuatro sentidos de causa. El plano empírico-histórico
aparece dado, al menos inicialmente, en la descripción de la evolución de la comunidad
perfecta a partir de las comunidades primitivas –la casa y la aldea– y, en general, a las
diversas menciones a lo que aconteció “según las diversas regiones y épocas”. Por último, no
es menos cierto que el discurso político de Marsilio reclama un plano prescriptivo-normativo,
cuyas pretensiones se muestran en la argumentación que señala a la figura de la universitas
civium o su valentior pars como la fuente última de la obligatoriedad de la ley y de la
autoridad del gobierno, y que proclama la exigencia general de que el sacerdocio se
subordine, como una parte más de la comunidad política, a la jurisdicción del poder secular.
El discurso marsiliano varía así en tiempo y modalidad, como para que muchas de sus
tesis y formulaciones más terminantes se expresen como un “es y fue”, o bien un “es y debe
ser”. Que no se trata de imprecisiones de redacción o de mera característica de estilo, lo
corrobora un pasaje del Defensor minor, y no uno menor: ni más ni menos que aquel que
retoma la tesis central del Defensor pacis acerca de la figura del legislador humano como
fuente última de la autoridad política:
“... supremus legislator humanus ... fuit, et est, et esse debet universitatis hominum ... aut ipsorum valentior pars ...”100
Varios años después de la redacción del Defensor pacis, en una obra que dice limitarse a
completar algunas de las cuestiones tratadas en él, y que se presenta como una simple
deducción de sus conclusiones, Marsilio elige expresarse a través de esta triple distinción
verbal para enunciar la afirmación más característica de su filosofía política. El pasaje parece
sintetizar bien el problema de la conjunción de estos tres planos que obran permanentemente
en la reflexión política marsiliana, y cuya integración no siempre es explícita ni resulta fácil
de elucidar. En los capítulos que siguen, vamos a ocuparnos de rastrear estos tres planos y de
100 DM xii, 1 [Q 254].68
establecer su relación, tal como surgen a lo largo del extenso itinerario argumentativo de la
primera dictio del Defensor pacis.
69
CAPÍTULO II
ORIGEN Y FINALIDAD DE LA COMUNIDAD POLÍTICA
I. El origen de la comunidad civil
Antes de emprender el extenso itinerario de delimitación de las partes u oficios de la
comunidad política, Marsilio señala la necesidad de tratar acerca del “origen” de la
comunidad civil, y lo fundamenta con el conocido principio aristotélico según el cual creemos
conocer cuando tenemos conocimiento de las primeras causas y los primeros principios y
hasta los elementos.1 La civitas de la que se hablará más adelante es la comunidad política
acabada (perfecta); su origen habrá que remitirlo, por tanto, a las comunidades o asociaciones
humanas no acabadas o imperfectas, de las cuales ésta procede, tal como acontece siempre en
la naturaleza y en el arte, que procede siempre de lo menos perfecto a lo más perfecto.
Desde un comienzo, el contenido del capítulo parece moverse en el plano de una
descripción histórica, o de un proceso que se desenvuelve en el tiempo, y cuyo hilo conductor
parece reducirse al mero fenómeno de la propagación o multiplicación de la especie humana.
En efecto, Marsilio refiere que las comunidades civiles, “según las diversas regiones y
épocas”, comenzaron “a partir de lo pequeño”: la menor de las asociaciones humanas, la más
primaria y elemental, es la unión (combinacio) entre varón y mujer. A partir de ella es que los
hombres “se propagaron” en forma tal que inicialmente habitaron en una casa (domus); pero
al continuar la propagación, los hombres se multiplicaron en forma tal que ya no bastó con
una única casa, sino que fue preciso habitar en varias. Y esta “pluralidad” o conjunto de casas
es la denominada “aldea” (vicus), es decir la “comunidad primitiva”.2 La descripción está
hecha con verbos en tiempo pretérito perfecto, como si diera cuenta de acontecimientos que
tuvieron vigencia histórica efectiva. Por su parte, el criterio de distinción entre las
1 “Nec homines aliter scire arbitrantur unumquodque, nisi cum causas illius primas et principia prima cognoverint usque ad elementa.” (DP I iii, 2 [S 1310-12]). Cf. Arist. Fís. I 1, 184a12-14.2 “... oportet non latere, quod communitates civiles secundum diversas regiones et tempora inceperunt ex parvo, et paulatim suscipientes incrementum demum perducte sunt ad complementum [...]. Prima namque humanarum et minima combinacio [...] fuit masculi et femine [...]. Ex hac nempe propagati sunt homines, qui primo repleverunt domum unam; ex quibus ampliores facte huiusmodi combinaciones, tanta hominum propagacio facta est, ut eis non suffecerit domus unica, sed plures oportuerit facere domos, quarum pluralitas vocata est vicus seu vicinia; et hec fuit prima communitas ...” (DP I iii, 3 [S 1313-144].
70
comunidades elementales de las que habla Aristóteles en la Política, la familia y la aldea, no
parece estar definido acabadamente. La casa es presentada como el simple habitáculo de la
unión natural entre varón y mujer, y la aldea no más que como una colección de casas, como
si la diferencia entre estos tipos de comunidades no se debiera más que a un factor
cuantitativo. Hasta aquí, resulta sorprendente que Marsilio comience expresándose en estos
términos, siendo que Aristóteles justamente inicia el primer libro de su Política con una fuerte
crítica a quienes consideran que el amo, el administrador de la casa y el rey difieren por el
mayor o menor alcance de su régimen, “como si no hubiera mayor diferencia entre una casa
grande y una pólis pequeña”.3
Sin embargo, a continuación Marsilio parece esforzarse por caracterizar mejor la
distinción entre los diversos tipos de comunidades a través de sus distintos regímenes de
gobierno. En efecto, la diferencia crucial radica en que en la casa los actos civiles de los
hombres eran regulados por el anciano más sabio “sin ley ni costumbre alguna”, puesto que
aún no habían podido ser halladas. En rigor, lo mismo aconteció en la comunidad primitiva o
vicus, pero la diferencia es que mientras en la casa al paterfamilias le estaba permitido
castigar o absolver las injurias familiares según su deseo o beneplácito, en la vicus esto no era
posible: allí el más anciano disponía lo justo y lo conveniente “mediante una cierta
ordenación o ley cuasi-natural” obtenida “sin mayor investigación”, con el sólo dictamen
común de la razón y un cierto deber hacia la amistad humana.4 Así, en la comunidad
doméstica o familiar, al padre le estaba permitido, sin que por ello acontecieran mayores
peligros, no castigar con la pena capital al hijo fratricida, tal como lo hizo Adán con su hijo
Caín; sea en razón del pequeño número de hombres, sea por la mayor pérdida que significaría
perder a dos hijos en vez de uno, etc.. En la comunidad primitiva o vicus, en cambio, esto no
fue ni habría sido posible: de no haber habido una igualdad o vindicación de tales injurias,
hubiese sobrevenido el conflicto y la separación de los habitantes de la comunidad. 5 El paso
de la casa a la aldea está marcado, según vemos, por la aparición del dominio del derecho: tal
como lo declara Aristóteles, en la relación de padre a hijo –que es constitutiva de la familia–,
no hay, propiamente, justicia civil (civile iustum).6
Ahora bien, conviene no olvidar que este derecho “cuasi-natural” que domina en la
aldea está descripto por Marsilio en términos de una imperfección relativa con respecto a la
legislación positiva de la comunidad política. En efecto, para Marsilio la ley implica un
conocimiento verdadero de lo justo y de lo injusto7 cuyo descubrimiento o “hallazgo”
3 Cf. Arist. Pol. I 1, 1252a7-16.4 Cf. DP I iii, 4 [S 145-20].5 Cf. DP I iii, 4 [S 1421-1510].6 “Non enim patris ad filium est proprie civile iustum” (DP I iii, 4 [S 154-6]). Cf. Arist. Et. nic. V 6, 1134b8-17.7 Cf. DP I x, 3-4 [S 4924-502].
71
suponen una importante cuota de estudio o profundización en tales contenidos; por ello es una
tarea propia más bien de los “expertos” o peritos en los asuntos prácticos (agibilia), que son
los que disponen de tiempo para tal oficio.8 La regulación de los actos civiles humanos que se
da en la vicus, en cambio, se hace “sin mayor investigación”, esto es, en forma menos
“desarrollada” o sofisticada y, por tanto, más imperfecta. Y esto es lo que da a entender
Marsilio cuando prosigue la descripción histórica en los mismos términos cuantitativos del
comienzo. Multiplicadas las aldeas, fue necesaria, en razón de la propagación creciente, una
comunidad mayor, en la cual seguía rigiendo –a falta de hombres prudentes–, uno solo, el más
anciano o el considerado mejor, aunque sus ordenaciones resultaron menos imperfectas que
las que había en la aldea. Pero esta comunidad primitiva no es aún la civitas o comunidad
política acabada: en ella no se dio la necesaria distinción u ordenación entre sus partes, ni se
hallaron la totalidad de las artes y reglas de la vida como sucedió luego en las comunidades
perfectas: allí el príncipe era a la vez agricultor o pastor, como el caso de Abraham.9 Aquella
ordenación de lo justo y conveniente que se hacía en la vicus conforme a un dictamen común
de la razón, poco tiene que ver, pues, con un derecho natural “superior” que pueda actuar
como un patrón universal al que debe ajustarse toda legislación positiva10; más bien está
comprendido como una incipiente normativa rudimentaria, en la que el discernimiento de lo
justo y de lo injusto aún no ha llegado a su debido grado de experimentación y desarrollo. En
tal sentido, no debe olvidarse que la tipificación de los diversos regímenes correspondientes a
cada una de las instancias previas a la civitas o comunidad política está hecha en conformidad
con el principio general que guía toda la descripción del capítulo: tanto en la naturaleza como
en el arte, se procede “de lo menos perfecto a lo más perfecto”.
Llegados al punto crucial de determinar el tránsito desde la comunidad primitiva y
rudimentaria a la comunidad política acabada, Marsilio parece mantenerse sorprendentemente
en la perspectiva cuantitativa, no ya en el plano de la multiplicación de los hombres sino del
acrecentamiento de la “experiencia” humana:
“Augmentatis autem hiis [sc. communitatibus] succesive, aucta est hominum experiencia, invente sunt artes et regule ac modi vivendi perfecciores, distincte quoque amplius communitatum partes. Demum vero que necessaria sunt ad vivere et bene vivere, per hominum racionem et experienciam perducta sunt ad
8 Cf. DP I xii, 2 [S 6221634]; I xiii, 8 [S 76-77].9 Cf. DP I iii, 4 [S 1511-24]. Habría que darle la razón P. Di Vona cuando interpreta en forma más analítica la lista de la comunidades primitivas según Marsilio. Este habría partido de la mera unión entre varón y mujer para luego pasar a la domus –que en Aristóteles implica además la relación amo-esclavo–, a la vez que habría interpuesto entre la vicus o aldea y la ciudad o comunidad perfecta una communitas prima o imperfecta que aún no es la ciudad porque no posee la acabada diferenciación de sus partes, pero se distingue de la vicus porque en ella no hay un simple anciano al frente, sino un rudimentario princeps. Tenemos así cinco términos en vez de los tres aristotélicos: unión varón-mujer, casa, aldea, comunidad primitiva y civitas. Cf. Di Vona (1974) pp. 382-3.10 Como parece pretender Nederman (1995), p. 81.
72
complementum, et instituta est perfecta communitas vocata civitas cum suarum parcium distinccione ...”11
Según parece, el aumento de las comunidades es descripto como la simple consecuencia
del aumento de la experiencia de los hombres; de ese modo se inventaron artes y reglas de
vida más perfectas, lo que redundó en una mejor distinción entre las partes de la comunidad
en comparación con la antecedente comunidad primitiva. Una vez que la experiencia y la
razón humanas hubieron completado su tarea de descubrir las artes necesarias para el vivir y
el vivir bien, se llegó al grado perfecto de diferenciación entre las partes u órganos de la
comunidad política, lo que cual parece ser el rasgo definitorio de la comunidad política
acabada o civitas.
Pese a que la exposición de Marsilio pretende basarse en el texto aristotélico, no cabe
duda de que el planteo que Marsilio hace de la sucesión familia-aldea-ciudad difiere en
numerosos puntos del que hace Aristóteles en el libro primero de la Política. Mientras
Marsilio se limita a mencionar el origen de la familia en la unión entre varón y mujer,
Aristóteles establece claramente que la casa consta, además, de la relación amo-esclavo.12 Por
lo demás, la perspectiva teleológica dominante en el enfoque aristotélico no está en el texto de
Marsilio suficientemente destacada. Hasta aquí, Marsilio presenta la evolución de los diversos
tipos de comunidades sin más hilo conductor que la multiplicación de los hombres y de su
experiencia, y apenas alcanza a detallar la diferencia de regímenes en cada una de ellas.
Aristóteles, por el contrario, se esfuerza en definir con precisión cada una de las comunidades
en relación con su fin respectivo: la casa es la comunidad en vista de las necesidades vitales
cotidianas, y la aldea la comunidad en vista de necesidades igualmente primarias no
cotidianas. La pólis, en cambio, es definida en términos de la autarquía o autosuficiencia, y
ésta es el fin al cual tienden las comunidades primitivas y que representa el término de su
desarrollo; por ello puede decirse que la pólis es algo que existe “por naturaleza”.13 El fin de
la comunidad política es el “vivir bien”, el más importante y principal de los bienes a los
cuales tiende el hombre.14
El tratamiento de las comunidades primitivas que Aristóteles hace en los primeros
capítulos de la Política no está exento de un cierto enfoque genético, lo que lo aproxima a una
consideración histórica, como si describiera un proceso que efectivamente tuvo lugar. Así, al
introducir la cuestión, la justifica en la necesidad de observar “el desarrollo de las cosas a
11 DP I iii, 5 [S 1525-164].12 Cf. Arist. Pol. I 2, 1252b9-10; cf. I 3, 1253b1-12 (donde se agrega la relación padre-hijo).13 Cf. Arist. Pol. I 2, 1252b12-1253a1.14 Cf. Arist. Pol. I 1, 1252a3-6.
73
partir de su principio”15; la aldea es presentada como una “colonia” () de la casa16, e
incluso no faltan menciones históricas, como v.g., que “al principio” las ciudades se
gobernaban monárquicamente.17 Pero para Aristóteles no es menos importante la perspectiva
según la cual debe entenderse a las comunidades primitivas como “partes” o elementos
integrantes de la pólis o comunidad política acabada. La pólis es anterior a la casa en los
mismos términos en que el todo es anterior a la parte: suprimido el todo no habrá “mano” ni
“pie”, a no ser equívocamente, como v.g., la mano de piedra18; en tal sentido, la pólis es
“anterior” –se entiende, ontológicamente– tanto a la casa como a cualquiera de los individuos.
Aristóteles dirá explícitamente que la pólis “se compone” de casas.19 Por ello lo que importa,
en definitiva, es investigar los elementos de los que se compone la casa, esto es, las tres
relaciones en las que se configura: marido-mujer, amo-esclavo, y padre-hijos. La esfera de la
economía o administración de la casa es así “precedente” –en cuanto primaria y no
autárquica– a la del gobierno propiamente dicho o administración de la pólis, y está, al mismo
tiempo, englobada y comprehendida en ésta.
Pues bien, cuando Marsilio pretende retomar el contenido de estos capítulos iniciales de
la Política, pareciera quedarse en el plano de una mera descripción empírica o histórica,
contemplando la evolución de los diversos tipos de comunidades casi a la par del crecimiento
y la multiplicación natural de la especie humana, un criterio que no reconoce antecedente
alguno en el texto aristotélico. Sólo un pequeño detalle gramatical sugiere la posibilidad de
una perspectiva más amplia: cuando Marsilio explica la causa del diferente régimen existente
en la casa y en la vicus, señala que ella “es y fue” la mencionada diversidad en cuanto a la
regulación de los actos civiles.20 La conjunción de los tiempos presente y pasado sugiere tanto
que la casa es el “origen” o el término inicial a partir del cual se dio la evolución de las
comunidades, como que la familia es un elemento constitutivo de la comunidad política
actualmente vigente. Así es como Marsilio se permite a la vez utilizar el tiempo perfecto para
referir lo que en un remoto pasado Adán “hizo” con el primer homicida Caín, y, a la frase
siguiente, recurrir al presente explicativo para citar el pasaje de la Etica Nicomaquea donde se
dice que en la relación de padre a hijo no hay propiamente justicia civil.21 Sin embargo, no
caben dudas de que el momento central que constituye el pasaje de la vicus a la comunidad
política acabada no está planteado por Marsilio con la precisión que exigirían sus fuentes
aristotélicas. En última instancia, la civitas se diferencia de la comunidad antecedente por el
15 “” (I 2, 1252a24-25)16 Cf. Arist. Pol. I 2, 1252b16-17.17 Cf. ibid. 1252b19-20.18 Cf. Arist. Pol. I 2, 1253a11-25.19 “” (I 3, 1253b2-3).20 “Cf. “est et fuit” (DP I iii, 4, [S 1422].21 Cf. DP I iii, 4 [S 152-6].
74
grado de diferenciación entre sus partes componentes: frente a la primitiva comunidad en la
que el pastor es al mismo tiempo juez, la civitas es como un organismo viviente en el cual el
proceso de diferenciación de sus órganos especializados ha llegado a su término. Si Marsilio
supera el insuficiente criterio cuantitativo inicial que describe a la vicus como una “sumatoria
de casas”, lo hace apenas con un criterio cualitativo que es susceptible de un grado, de modo
que un enfoque extensional es reemplazado por un enfoque intensional acorde con el principio
de la evolución de lo menos perfecto a lo más perfecto. El porqué del nacimiento de la
comunidad política perfecta o civitas no hallaría así mayor fundamento que la constatación
histórica o la comprobación empírica de que efectivamente ha ocurrido.
Una comprensión adecuada de la perspectiva desde la cual es abordado el contenido del
capítulo tercero de la primera dictio del Defensor pacis es de fundamental importancia para
evaluar el alcance filosófico de la explicación marsiliana acerca del origen de la comunidad
política. Si con aquella perspectiva empírico-histórica se interpreta que Marsilio pretende
agotar la pregunta por el fundamento último de la comunidad política, ciertamente habría que
concluir, con De Lagarde, que Marsilio es un “infiel discípulo” de Aristóteles, “a quien invoca
constantemente sin haber llegado a comprenderlo.”22 En la medida en que la cuestión de los
orígenes es reducida a una mera revisión histórica, bien podría decirse que Marsilio
“desconoce todas las preocupaciones filosóficas del texto de Aristóteles.” Así, “el problema
de los orígenes, que Aristóteles había postulado filosóficamente, indagando la causalidad
profunda del orden social,” devendría para él “una hipótesis empírica y perdería, de hecho,
todo interés.”23 Una visión como la de De Lagarde no tiene muchos reparos en dejar una
imagen contradictoria y filosóficamente pobre de la doctrina de Marsilio, en lo cual delata
cierto partidismo en favor de lo que considera la gran “profundidad filosófica” de la teleología
aristotélica y, en general, la preferencia por explicaciones de índole metafísico y moral. El
“polemista” Marsilio, por el contrario, debe sus todas sus ambigüedades y contradicciones a la
preferencia por “soluciones positivas”.24 Más allá de cierto carácter tendencioso, los
cuestionamientos de De Lagarde muestran la importancia del lugar que debe asignarse al
capítulo tercero dentro de la economía argumentativa del Defensor pacis. En efecto, ocurre
que Marsilio no descuida, en verdad, la explicación filosófica en términos propiamente
causales: sólo que no se halla en este capítulo tercero, sino a partir del siguiente, donde se
inicia la explicación de la causa final de la comunidad política y de sus partes, se establece
como fin de la comunidad política el “vivir bien”, y se alude a la inclinación natural por la
suficiencia de la vida que llevó a los hombres a instituir la comunidad política.25
22 Cf. De Lagarde (1948) pp. 154-5; 199-200.23 Cf. De Lagarde (1948) pp. 158-9.24 Cf. De Lagarde (1948) p. 246.25 Cf. DP I iv, 1 [S ].
75
Para captar la especificidad del aporte del capítulo tercero es necesario introducir una
distinción entre los diversos planos de la argumentación. En efecto, es preciso distinguir entre
la noción de “origen” (origo, ortus) y la de “causa”. Frecuentemente hablamos de la cuestión
acerca del “origen del Estado” como si fuera equivalente a la de su causa primera o de su
fundamento, lo cual es inexacto. Para la precisión escolástica a la que no escapa Marsilio, el
origen mienta el “mero comienzo” o punto de partida, aquello desde lo cual surge o con lo
cual se inicia algo. Lo que se encuentra desde el principio, lo originario (ab origine) puede ser
considerado eventualmente como fundamento, lo que no significa que todo aquello que está al
comienzo sea sólo por ello una causa, o que resulte equivalente a dicho término, al menos en
la multiplicidad de los sentidos en que se despliega. Las comunidades primitivas u “origina-
rias” –familia y aldea– constituyen el origen y comienzo de la comunidad política, aquello “de
donde empezó” o aquello “pequeño” (ex parvo) de lo cual partió el proceso que efectivamente
condujo a la institución de la civitas. Para dar cuenta acabadamente del “porqué” o el
fundamento de su institución habrá que señalar, como se hará más adelante, el impulso natural
por la vida suficiente que llevó a los hombres a asociarse y la institución racional de las
diversas artes y oficios que se corresponden con las respectivas partes de la comunidad
perfecta y autosuficiente. Pero todo este proceso no partió “desde cero”, sino que comenzó
con la mínima forma de asociación humana, la familia, o en términos de Marsilio, la unión
entre el varón y la mujer. La explicación filosófica del porqué o la causa de la institución de la
comunidad política se distingue así de la descripción empírica del proceso efectivo que
culminó con el fenómeno histórico e institucional de la comunidad política actual cuya causa
o fundamento pretende explicar, a la vez que debe poder articularse con las etapas que se
verifican en dicho proceso histórico.
Para confirmar esta interpretación, es preciso analizar minuciosamente la precisión de
ciertas expresiones del capítulo tercero de la primera dictio. Ante todo, hay que advertir que
en ningún momento la descripción histórica de la génesis de la comunidad política está
formulada propiamente en términos de una explicación causal: el título del capítulo anuncia
que allí va a tratarse “acerca del origen (de origine) de la comunidad civil”; del mismo modo,
al finalizar el capítulo se aclara que se ha hablado acerca del “comienzo” o “nacimiento” (de
ortu) de la misma.26 Por lo demás, también resulta manifiesto que este origen o comienzo se
distingue de las causas de la civitas y de sus partes de las que luego se hablará, a la vez que se
articula con ellas: en el propio párrafo introductorio del capítulo se declara la necesidad de
considerar, antes del tratamiento de las causas de la civitas y sus partes, el origen de la
26 Cf. DP I iii, 5 (S 166).76
comunidad civil.27 La cuestión de los orígenes es así un asunto “preliminar” a la consideración
de la definición de la comunidad política, sus causas y sus partes. El único momento en que se
menciona el término “causa” en el capítulo es al inicio, cuando se invoca el precepto aristoté-
lico de que “conocer es conocer la causa”: a él se alude diciendo que los hombres no creen
conocer algo sino cuando llevan el conocimiento de sus causas y principios primeros hasta sus
elementos: “nisi cum causas illius primas et principia prima cognoverint usque ad elemen-
ta.”28 La aplicación de este requerimiento al asunto particular de que se trata sugiere que el
conocimiento de las causas y principios primeros de la comunidad política debe ser llevado
hasta sus elementos últimos; y en efecto, la familia y aún la aldea, no sólo son el origen o
punto de partida de la comunidad civil, sino además sus elementos componentes, los cuales
siguen permaneciendo inmanentes a la existencia de la comunidad perfecta. La conclusión es,
pues, que la explicación filosófica que Marsilio ofrece acerca de los fundamentos de la
comunidad civil, no se agota en esta mera descripción empírica de su génesis histórica.
Marsilio no se desentiende con ella de la “preocupación filosófica” por las causas de la
comunidad civil. En todo caso, el valor de esta explicación propiamente causal se verá
confirmado en la medida en que resulte compatible con la manera en que efectivamente se
fueron desarrollando y evolucionando las comunidades primitivas hasta el presente. Y esta
perspectiva histórica es explícita, desde el momento en que se reconoce que se está hablando
de lo que sucedió “secundum diversas regiones et tempora”, según lo que aconteció en los
distintos territorios y épocas.
II. La finalidad de la comunidad civil
Tras haber tratado acerca del origen de la comunidad civil, Marsilio se ocupa, según el
plan fijado, de la cuestión acerca de qué es la civitas, cuál es su definición. Para ello, le basta
con remitirse directamente al texto aristotélico: la civitas es la comunidad política acabada o
perfecta, y lo es en tanto ha llegado al término de su autosuficiencia; esto significa que ha sido
creada con vistas al vivir, pero existe con vistas al vivir bien.29 Finalmente Marsilio parece dar
27 Cf. DP I iii, 2 [S 133-12]: “Ante tamen quam de civitate illiusque speciebus aut modis agamus, que perfecta communitas est, debemus inducere primo civilium communitatum originem suorumque regiminum et modorum vivendi” (Subr. nuestro). Aquí “de civitate illiusque speciebus aut modis” retoma el objetivo anunciado en el párrafo anterior (I iii, 1 [S 1225-131]): “... oportet consequenter intendere quid et propter quid sit civitas secundum se, que sint et quot prime partes ipsius, amplius de unuiuscuiusque ipsarum convenienti opere, adhuc de causis et earum ordine invicem.” (Subr. nuestro)28 Cf. DP I iii, 2 [S 1311-12].29 “Est autem civitas secundum Aristotelem Io Politice capitulo 1º: perfecta communitas, omnem habens terminum per se sufficiencie, ut consequens est dicere, facta quidem igitur vivendi gracia, existens autem gracia bene vivendi ...” (DP I iv, 1 [S 1610-15).
77
lugar al esperado teleologismo aristotélico y caracteriza a la comunidad política con relación a
un fin: el bien práctico humano general. Pero antes de evaluar hasta qué punto Marsilio se
mantiene fiel al espíritu de su fuente, hay que tener presente todo el alcance de la sentencia
aristotélica según la cual la pólis ha surgido con vistas al “vivir bien”. ¿Qué es lo que significa
precisamente el “vivir bien”?
Al inicio de la Política, Aristóteles define la pólis en relación con un fin superior a los
fines inmediatos de las comunidades primitivas –la satisfacción de necesidades vitales
primarias cotidianas y no cotidianas. La pólis “ha agotado” las posibilidades de la
autosuficiencia porque el fin al cual tiende no es ya un fin relativo que es comprendido en
algún otro superior, sino un fin en conformidad con la naturaleza racional y moral del
hombre. Si puede decirse que la pólís es “por naturaleza”, es justamente en tanto ella es fin de
las comunidades primitivas; y en términos aristotélicos, el fin es siempre el bien: “aquello en
vistas de lo cual (to hou héneka), es decir, el fin, es lo mejor”.30 Del mismo modo, cuando
Aristóteles explica la célebre tesis de que el hombre es un animal político por naturaleza31, va
más allá de la mera “sociabilidad” implícita en el necesitar vivir junto a otros. El hombre es
un animal “naturalmente sociable” en un sentido más profundo que la condición gregaria de
muchos otros animales. Ello se manifiesta en que es propio del hombre el poseer lenguaje; y
mientras que la phoné es apenas significativa de placer y dolor, en el lógos se expresa “lo
conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto.” Es propio del hombre el poseer una
“percepción” del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. Y es entonces cuando adviene la
afirmación capital: “la pólis es una comunidad de tales cosas.” La dimensión política del
hombre se define, por tanto, por la participación y la comunión recíprocas en lo justo y lo
conveniente, en el bien práctico común que le corresponde al hombre “por naturaleza”. Por
ello la pólis finalmente puede ser caracterizada en relación directa con la justicia: “la justicia
es también algo relativo a la pólis, pues la justicia es un cierto orden de la comunidad política
y el discernimiento de lo justo y de lo injusto.”32
En una palabra, el “vivir bien” con vistas al cual la pólis existe “actualmente”, más allá
de que haya surgido con vistas a un “mero vivir”, es, para Aristóteles, el vivir de acuerdo con
la virtud.33 Al glosar el texto aristotélico, Marsilio pareciera recoger inicialmente este espíritu:
“Quod autem dixit Aristoteles: vivendi gracia facta, existens autem gracia bene vivendi, significat causam finalem ipsius perfectam, quoniam viventes civiliter non solum vivunt, quomodo faciunt bestie aut servi, sed bene vivunt, vacantes
30 Cf. Arist. Pol. I 2, 1252b34-1253a1.31 Cf. ibid. 1253a11-18.32 Cf. ibid. 1253a37-38.33 Cf. Pol III 9, 1280a25-36; 1280b29-1281a4.
78
scilicet operibus liberalibus, qualia sunt virtutum tam practice, quam speculative anime.”34
Marsilio subraya así la distinción entre el “mero vivir”, común a bestias y esclavos, del
“vivir bien”, propio de aquellos que viven “civilmente”, esto es, con una vida humana acorde
al marco que representa la comunidad política. Aunque Marsilio no haga una referencia
explícita a un bien práctico, o a la participación en “lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo
inconveniente”, al menos intenta caracterizar la vida política como la vida de un hombre
pleno; y esto es, para un medieval, la vida del “hombre libre”, de aquél que dispone de tiempo
para el ejercicio de las “obras del hombre libre”, las cuales implican el ejercicio “de las
facultades prácticas y especulativas del alma”, esto es, la realización de las potencialidades
morales y racionales específicas del hombre. Tras un capítulo como el precedente, en el que
se asistía al nacimiento de la comunidad política como el simple resultado del
acrecentamiento de la especie y la experiencia humana, Marsilio pareciera avanzar sobre
aquel empirismo, y finalmente define la órbita de la politicidad humana, tal como su maestro
Aristóteles, en función de la naturaleza racional y moral del hombre.
Sin embargo, en el párrafo inmediatamente siguiente, Marsilio pareciera dejar de lado el
“vivir bien” que con tanto celo aristotélico había reconocido, para comenzar a expresarse en
términos que tienden a hundir la especificidad humana en el ámbito de la naturaleza, en el
sentido del más primario y elemental “mero vivir”. Después de limitarse a enunciar que la
causa final de la comunidad política es el vivir bien, Marsilio procede a establecer el principio
fundamental del cual partirá toda su demostración:
“Hoc ergo statuamus tamquam demonstrandorum omnium principium naturaliter habitum, creditum et ab omnibus sponte concessum: omnes scilicet homines non orbatos aut aliter impeditos naturaliter sufficientem vitam appetere, huic quoque nociva refugere et declinare; quod eciam nec solum de homine confessum est, verum de omni animalium genere secundum Tullium, 1° De Officiis, capitulo 3° ...”35
Este es, pues, el principio evidente del que parte todo el contenido de la primera dictio,
la cual había de proceder por demostración racional a partir de principios por sí evidentes a
todo entendimiento humano; un principio cuya evidencia presenta un cierto carácter natural,
puesto que es “naturalmente poseído y creído por todos”, y en cuyo contenido se afirma la
existencia de una tendencia, inclinación o apetencia natural, extensible a todos los hombres –
con excepción de casos “aberrantes” o de cualquier otra especie de “deformación” o
34 DP I iv, 1 [S 1614-19].35 DP I iv, 2 [S 1624-176].
79
deficiencia natural– hacia la suficiencia de la vida. La atmósfera naturalista y hasta las
connotaciones fisiológicas que parecería tener el principio son lo suficientemente expresas
como para sugerir que el nuevo concepto de “suficiencia de la vida” que se está mentando
difícilmente logre el alcance pleno del vivir bien aristotélico, sino que se acerca más bien a los
condicionamientos más primarios y elementales propios del “mero vivir”. El primer indicio
de ello es el hecho de que el principio, en rigor, extiende su alcance “a todo el género animal”,
lo que significa que alude a una condición genérica del hombre en cuanto partícipe del mundo
de los vivientes; y la correspondiente cita de Cicerón que obra como fuente pareciera
corroborarlo: la naturaleza ha asignado a todo el género de los animales el que protejan su
cuerpo y su vida, apartando lo que pueda causarles daño y adquiriendo y proveyéndose de lo
necesario para la vida.36 La cuestión es decisiva porque, de aquí en más, la noción de
suficiencia de la vida desempeñará un papel fundamental: Marsilio proclamará
constantemente que la eventual disolución de la comunidad política significa la privación de
la suficiencia de la vida37, que las distintas partes de la comunidad política tienen por fin
proveer las diversas cosas necesarias para la vida suficiente38, que en la debida institución de
la ley está en juego “la mayor parte de la común suficiencia de los ciudadanos en esta vida” 39,
e incluso que los hombres “convinieron” en la comunidad civil “para obtener el beneficio y la
suficiencia de la vida, y rehuir sus opuestos.”40 Con lo cual, no queda claro si esta suficiencia
de la vida se identifica con el vivir bien inicialmente proclamado como causa final de la
comunidad política –lo que parece improbable–, si es una condición para su consecución, o si
con el progresivo desenvolvimiento de la argumentación de Marsilio el concepto de una vida
suficiente próximo al “mero vivir” no termina por desplazar al vivir bien aristotélico, con
todas las implicancias que ello encierra.
Inmediatamente a continuación de la enunciación del principio evidente, Marsilio traza
la distinción que ya hemos visto entre los dos tipos de felicidades del hombre: el vivir bien
temporal y el eterno. Debemos volver ahora sobre este pasaje para detenernos en un matiz que
antes hemos dejado de lado. Al hablar de los dos tipos de felicidades Marsilio se refiere tanto
en términos del “vivir” como el “vivir bien”. Según decía Marsilio, “el vivir mismo, y el vivir
bien del hombre” (vivere ipsum et bene vivere) tiene un doble modo: uno temporal o
mundano, y uno eterno o celeste. Como éste último no es demostrable racionalmente, ni es de
las cosas manifiestas por sí mismas, los filósofos no se ocuparon de transmitir lo necesario
para alcanzarlo; en cambio, del primer modo, a saber, “el vivir y el vivir bien” mundanos (de
vivere et bene vivere seu vita bona), y de todo lo necesario para adquirirlo, los filósofos
36 Cf. De officiis I i, 11.37 Cf. DP I v, 7 [S 244-6].38 Cf. DP I vi, 1 [S 351-4]; I xv, 6 [S 8910-12].39 Cf. DP I xii, 7 [S 6726-27].40 Cf. DP I xii, 7 [S 683-5]. Cf. II xxii, 15 [S 4341-3].
80
tuvieron conocimiento en forma casi completa. De allí que para conseguirlo, “concluyeron en
la necesidad de la comunidad civil, sin la cual este vivir suficiente (vivere hoc sufficiens) no
puede ser obtenido.”41 Tal parece ahora que el fin al que se ha dado cumplimiento con el logro
de la comunidad política se mueve ambiguamente entre una conjunción del “vivir y el vivir
bien”, y una alusión exclusiva al “vivir suficiente”. Con lo cual la relación entre el concepto
de suficiencia de la vida recién introducido, y el vivir bien propiamente aristotélico no queda
clara.42
No debe sorprender el que Marsilio presente a la comunidad política como la
“conclusión” de ciertos hombres preclaros, aquellos filósofos gloriosos que “demostraron”
que la comunidad política es necesaria: estos ingenios destacados no hacen más que exponer
en forma racionalmente acabada un impulso natural que de todos modos se halla difundido
entre todos los hombres. En realidad, Marsilio intenta parafrasear, a su modo, la siguiente
sentencia de Aristóteles: “en todos hay la tendencia hacia tal tipo de comunidad [sc. la pólis];
pero el primero que la instituyó fue causa de los mayores bienes.”43 Con esta expresión,
bastante desconcertante a primera vista, Aristóteles quiere presentar, al mismo tiempo, la
“naturalidad” de la condición política del hombre, y el reconocimiento de que dicha
naturalidad no obsta para que sea considerada como una institución humana, quizá en alusión
a la figura de los grandes legisladores, v.g., Solón, etc.. Por ello, Marsilio, tras afirmar que los
filósofos “concluyeron” en la necesidad de la comunidad civil, cita nuevamente a Aristóteles
para decir que todos tienden hacia la comunidad política con un “impulso natural”.44 Pero a la
hora de explicar más claramente el porqué de este impulso que de todos modos puede
comprobarse “por la experiencia sensible”45, Marsilio va a volver a expresarse en términos
que remiten no a la naturaleza específica del hombre, sino a la precariedad de sus
“condiciones naturales” dentro del marco general de la naturaleza que comprende a todos los
seres vivos. Marsilio hace suyo el locus de la condición natural de indigencia del hombre con
respecto al resto de los animales. El hombre es un ser compuesto de elementos contrarios, de
tal modo que continuamente se corrompe algo de su substancia; nace desnudo, indefenso,
padeciendo frente a los excesos del entorno que lo rodea. Por ello se vio necesitado de
diversos géneros y especies de artes para apartar los eventuales daños de tal condición. Y
como tales artes no pueden ser ejercitadas ni distribuidas sino a través del concurso de 41 Cf. DP I iv, 3 [S 1711-25].42 Esta diferencia entre Marsilio y su fuente aristotélica parece pasarle inadvertida a Black (1996), p. 93 y 103; no así a Nederman (1995), p. 53, y p. 70, n. 1.43 Cf. Arist. Pol. I 2, 1253a29-31.44 “Quorum eciam eximius Aristoteles Io sue Politice cap. 1º: Omnes homines ferri ad ipsam, et secundum nature impetum propter hoc.” (DP I iv, 3 [S 1725-182]) donde “secundum nature impetus = (Arist. Pol. I 2, 1253a29).45 “Quod quamvis experiencia sensata doceat, eius tamen causam quam diximus, inducere volumus distincte magis ...” (DP I iv, 3 [S 182-4]); “Quod eciam ex induccione sensata palam quilibet accipere potest.” (I iv, 2 [S 179-10].
81
muchos hombres, fue preciso que los hombres “se congregaran” para obtener los beneficios
que derivan de ellos, y rehuir así los mencionados perjuicios.46 Como dirá más adelante, el
resultado de tal congregación no ni más ni menos que la comunidad política, puesto que esta
diversidad de géneros de artes u oficios no es otra cosa que aquella pluralidad perfectamente
diferenciada de partes u oficios que es propia de la comunidad política acabada o civitas.47
Según esta nueva presentación, entonces, la comunidad política surge con motivo de la
necesidad de revertir las deficiencias de la indigente condición natural del hombre. El
fundamento último que ha dado lugar a la comunidad política pareciera ser ahora un impulso
“natural” del hombre –en el sentido de la “naturaleza” que el hombre comparte con el resto de
los vivientes–, cuyo fin es alcanzar la autosuficiencia, esto es, el bastarse a sí mismo, en la
satisfacción de necesidades vitales primarias. No parece haber mucho lugar en esta
explicación para todo aquello a lo que aludía el “vivir bien” aristotélico: la vida conforme a la
naturaleza propia y específica del hombre, en tanto ser racional y, en tal medida,
comprometido en la determinación de “lo justo y lo injusto”. La “suficiencia” en cuestión no
es ya la “autarquía” de un fin último que no es buscado en vista de otra cosa, sino por el
contrario, el disponer con facilidad de todos los medios que contribuyen a la conservación de
la vida, aquello que Aristóteles precisamente calificaba como lo “necesario”, por oposición al
fin, el vivir bien. Siguiendo esta línea, cabría interpretar, con Gewirth, que en su explicación
de la naturaleza y el surgimiento de la comunidad política Marsilio se aparta de toda la
tradición aristotélica que los coloca en un fin objetivo como el bien común o la justicia, y más
bien se apoya en una suerte de determinismo biológico-económico, donde la racionalidad
humana desempeña, en todo caso, una función instrumental.48
Para determinar el alcance preciso del concepto del vivir bien en la explicación
marsiliana de la finalidad de la comunidad política, debemos volver sobre la cita de la Política
con la que Marsilio despacha el asunto. Según la traducción de Moerbeke, de la comunidad
política dice Aristóteles que es “... facta quidem igitur vivendi gracia, existens autem gracia
bene vivendi ...”.49 Según hemos visto, con esta cláusula Aristóteles quería indicar
simplemente que, si en algún momento la pólis –o más bien su instancia precedente, la aldea–,
surgió con vistas a las necesidades elementales del mero vivir, “actualmente” –llegada a su
término la evolución de las comunidades primitivas en la comunidad que posee la verdadera
46 “... quia homo nascitur compositus ex contrariis elementis [...] rursumque quoniam nudus nascitur et inermis, [...] passibilis et corruptibilis, quemadmodum dictum est in sciencia naturarum, indiguit artibus diversorum generum et specierum ad declinandum nocumenta predicta. Que quoniam exerceri non possunt, nisi a multa hominum pluralitate, nec haberi, nisi per ipsorum invicem communicacionem, oportuit homines simul congregari ad commodum ex hiis assequendum et incommodum fugiendum.” (DP I iv, 3 [S 195-15]).47 Cf. DP I iv, 5 [S 1924-26].48 Cf. Gewirth (1951) pp. 42, 47-53, 57-8, 209.49 Cf. DP I iv, 1 [S 1612-13]; cf. Pol. I 2, 1252b29-30: “”
82
autarquía–, la pólis existe con vistas al vivir bien. Marsilio interpreta esta frase como
articulada en dos instancias o momentos que constituyen ambos el marco en el que se explica
el fin de la comunidad política. La civitas ha sido instituida, “creada” (facta)50, ciertamente,
con vistas al vivir, pero existe con vistas al vivir bien. Esto significa: todos los hombres tienen
una inclinación natural a procurarse la suficiencia de la vida; pero como el hombre no recibe
inicialmente de la naturaleza los recursos con que proveérsela, debió forjarse con su razón
diversos géneros de artes y oficios que suplan tal indigencia. Como resultado del progreso en
el desarrollo de estas artes y oficios se constituye la comunidad política acabada –que es
definida por Marsilio en términos de la perfecta diferenciación entre sus partes componentes,
las cuales no son otra cosa que aquellos géneros de artes y oficios. Ahora bien, en esta
comunidad política así establecida el vivir implica ya “la realización de las facultades
prácticas y especulativas del alma”, y es, por tanto, un “vivir bien”, propio de quienes viven
“civiliter”, conforme a una comunidad civil de tal desarrollo. Por ello cabe decir, según los
términos de Marsilio, que la comunidad política no surgió –originariamente– con vistas al
vivir bien, sino en respuesta a la aspiración a la “suficiencia de la vida” o la “vida suficiente”;
no obstante lo cual, existe, esto es, está actualmente constituida, en cuanto tal, con vistas al
vivir bien.
El reconocimiento de estas sutiles precisiones tienen consecuencias de máxima
importancia. En Aristóteles, la vida propia del hombre se identifica con el vivir bien, y como
el fin del la pólis es el vivir bien, precisamente por ello es que el hombre “por naturaleza”
tiende a vivir en pólis. En Marsilio, si bien es cierto que la vida propia del hombre se
identifica con el vivir bien, y si bien es cierto que el desarrollo de la comunidad política
implica el vivir bien, el hombre no tiende naturalmente a la comunidad política, sino que
tiende naturalmente hacia la suficiencia de la vida; la comunidad política es la respuesta
racional y específicamente humana a la necesidad de satisfacer esa tendencia natural. No sin
razón no aparece en toda la obra de Marsilio la afirmación aristotélica de que el hombre es un
ser naturalmente político. En Aristóteles, lo que es “por naturaleza” delimita un ámbito en el
que también tienen su lugar la especificidad racional del hombre, y la determinación de lo
justo y de lo injusto: por ello, la pólis existe por naturaleza, y el hombre es por naturaleza un
ser político. En Marsilio, el ámbito de lo natural tiene su límite allí donde terminan el impulso
natural por la suficiencia de la vida y las condiciones iniciales de indigencia del hombre, y
donde comienza la especificidad de las potencias prácticas y especulativas que suplen tal
indigencia. La especificidad humana, el bene que cualifica al mero vivir, está dado por esa
acción del arte y la razón humanos. Dentro del margen de esa acción es donde se ubica la
dimensión política del hombre:
50 Sobre la posible connotación constractualista de la expresión, cf. infra, pp. 85 y ss..83
“Et oportet attendere, quod si debeat homo vivere et bene vivere, necesse est, ut ipsius acciones fiant et bene fiant, nec solum acciones, verum eciam passiones, bene inquam, id est, in temperamento convenienti. Et quoniam ea quibus hec temperamenta complentur, non accipimus a natura omniquaque perfecte, necessarium fuit homini ultra causas naturales per racionem aliqua formare, quibus compleatur efficiencia et conservacio suarum accionum et passionum secundum corpus et animam. Et hec sunt operum et operatorum genera, proveniencium a virtutibus et artibus tam practicis quam speculativis.”51
“Más allá” de las causas naturales la razón humana ha debido forjar las acciones y las
obras que provienen de las potencias prácticas y especulativas del hombre. El desarrollo de
esas obras ha prosperado en la invención de diversos géneros de artes y oficios cuya perfecto
grado de diferenciación y acabamiento equivale a la constitución de la comunidad política
acabada o civitas. La comunidad política es, pues, el producto de la razón humana en su
acción de “perfeccionar” o “completar” una condición natural de inicial indigencia. La vida
propia y específica del hombre es el ejercicio de aquellas potencialidades prácticas y
especulativas, lo que significa que la vida propia del hombre es la que se desenvuelve en el
marco de la comunidad política. El que Marsilio no afirme que el hombre es un ser
“naturalmente político”, o que “tienda naturalmente” a la comunidad política, no significa, por
tanto, que para Marsilio no sea propio del hombre el vivir en comunidad política, sino
justamente todo lo contrario: porque el hombre no cuenta “naturalmente” con los recursos
para la suficiencia de la vida es que aplica sus facultades racionales y volitivas a desarrollar
un bene vivere en comunidad política, único medio en el cual el hombre obtiene la suficiencia
de la vida.
Por ello, tal vez sea excesivo decir que Marsilio reduce el grado y la significación de la
razón humana a una función meramente instrumental. Ciertamente, frente a una tradición que
ha asignado a la razón humana el elevado puesto de determinar los fines morales superiores,
Marsilio parece resignarle la tarea mucho más modesta de aportar los medios para satisfacer
necesidades y tendencias que, en última instancia, están fuertemente determinadas por
condicionamientos biológicos y económicos.52 Puede que en su origen la razón humana haya
desempeñado una función instrumental al servicio de las necesidades naturales, pero como
resultado de esa aplicación, la razón ha creado un ámbito específicamente humano, el vivir
bien político, concebido no ya bajo el modelo de la areté aristotélica, pero no por ello menos
racional, en cuanto implica el discernimiento racional de las condiciones que hacen posible y
garantizan convivencia en la comunidad política.
51 DP I v, 3 [S 21-22].52 Cf. Gewirth (1951), pp. 51-53; 60.
84
Hasta aquí el tratamiento marsiliano de la comunidad política ofrece una doble
perspectiva. Antes de internarse en las causas de la comunidad civil se ha examinado su
evolución a partir del “comienzo” o el punto de partida, bajo la forma de una descripción de
un proceso histórico: los hombres “se propagaron” desde la “mínima forma de combinación
humana” –la unión entre varón y mujer”–, y habitaron primero en una casa, luego en la aldea,
y luego en la comunidad perfecta, con diversos regímenes en cada una de dichas instancias. El
término de esta evolución es la comunidad política “actual”. Luego se da inicio a la
explicación del porqué de la comunidad política en términos propiamente causales,
comenzando por la causa final: se dice entonces que la comunidad política fue creada con
vistas al vivir, y existe con vistas al “vivir bien”. Pero esta explicación finalista implica
también un cierto proceso que parece desenvolverse en el tiempo: en su aspiración natural
hacia la suficiencia de la vida, pero no contando inicialmente con los recursos para
proveérsela, los hombres “se congregaron” en la comunidad civil. De la conjunción de ambas
exposiciones surgen varias preguntas: si el proceso referido en último término se verificó
históricamente: ¿cómo se conjuga o se articula con el anteriormente descripto? ¿Fueron
realmente “los hombres”, en el sentido de los individuos, los que “se congregaron”, o en todo
caso, las familias o las aldeas “se reunieron” para conformar la comunidad política? ¿Qué
alcance hay que otorgarle al “acuerdo” al que los hombres llegan para conformar la
comunidad civil? En una palabra, ¿hay o no en Marsilio de Padua una concepción
contractualista del origen de la sociedad?
III. Acerca del contractualismo de Marsilio
Uno de los tantas cuestiones incorporadas al tópico de la “modernidad” de Marsilio es
la atribución de una concepción contractualista del origen de la sociedad política. Así por
ejemplo, ya en la gran obra del jurista alemán Otto von Gierke, Marsilio aparece como uno
más en la lista de aquellos que “han remitido todo vínculo político a la libre auto-asociación
de los individuos.”53 Con este punto de partida, la versión contractualista de Marsilio más
célebre ha sido la de Grignaschi, para quien, aún reconociendo la obvia incompatibilidad con
el hecho de que Marsilio reconozca su principal fuente en Aristóteles, y sin perjuicio del
53 Cf. Gierke (1902) p. 96, n. 28 (citado en Grignaschi (1955) p. 302, n. 3).85
naturalismo al cual de todos modos persiste en adscribir, cabría finalmente reconocer que la
“sociedad es, para el Doctor Paduano, en primer lugar, una libre creación de voluntades
individuales”.54 En la misma línea, el historiador alemán Jürgen Miethke no parece encontrar
mayores dificultades en relacionar a Marsilio con el contractualismo moderno: en su opinión,
“para Marsilio la socialización del hombre no resulta del hecho de que el hombre, como
animal sociale, tienda a la vida comunitaria. El hombre es el único ser incapaz de hacer frente
a los obstáculos [...] representados por las inclemencias del tiempo y la lucha por la vida. Por
ello constituye una sociedad con sus semejantes. [...] La sociedad se define, pues, en función
de la necesidad que tiene el hombre de mantener la vida suficiente. Es, en consecuencia, la
percepción de esa necesidad el presupuesto que conduce al acto voluntario mediante el que se
constituye la sociedad. Ese acto es ante todo un acto voluntario; recién secundariamente se
trata de un acto «natural». Aquí se anuncian las teorías contractualistas modernas.”55
Sin embargo, el contractualismo de Marsilio también ha sido enfáticamente negado
tanto por algunos intérpretes que se inscriben en la línea de la “modernidad” del pensamiento
Marsilio como por aquellos que ponen el énfasis en la inserción histórica y su especificidad
medieval. En efecto, un autor como Battaglia –que aún se mueve, según cierta tendencia
verificable en los autores italianos, en la recuperación de la figura de Marsilio para la
tradición de un gran “pensamiento político italiano” junto a un Dante, un Maquiavelo, o un
Vico–, Marsilio en ningún momento habla de un contrato originario mediante el cual se
abandone un hipotético “estado de naturaleza” por un nuevo “estado social”; tampoco habría
rastro alguno en el Defensor pacis de un pactum unionis o un pactum subiectionis. En
definitiva, “para Marsilio el Estado tiene un origen natural y no contractual”, y surge de una
exigencia primaria, “fuera del arbitrio humano.”56 Para un duro crítico del valor filosófico de
la obra de Marsilio como De Lagarde, ciertamente el paduano “despoja al Estado de todo
substratum metafísico y moral y lo reduce a una mera asociación de individuos sin mayor
preocupación que vivir el uno al lado del otro”; y sin embargo, para el historiador francés no
es posible llevar esta idea demasiado lejos: “sería en vano buscar en Marsilio un verdadero
anuncio del Contrato social”.57 Similares conclusiones encontramos en Quillet: del Contrato
social “no hay trazo alguno” en el Defensor pacis: el término mismo debería ser considerado,
desde la perspectiva marsiliana, como completamente anacrónico.58
Es evidente que una respuesta a esta cuestión depende a su vez de la precisión con que
se determine lo que se quiere mentar con el término “contractualismo”. Bajo tal concepto
54 Cf. Grignaschi (1955) p. 308.55 Miethke (1993) p. 150.56 Cf. Battaglia (1928), pp. 71-2.57 Cf. De Lagarde (1948), p. 162.58 Cf. Quillet (1970), p. 81.
86
suele entenderse un conjunto de nociones diversas, algunas de ellas ciertamente relacionadas
entre sí, pero que es resulta necesario discriminar. En efecto, uno puede hallar que con el
término “contractualismo” se alude a:
(i) una concepción según la cual la condición social del hombre no es su condición
originaria y esencial, sino que con anterioridad a su condición social postula un
hipotético o efectivo estado individual del hombre, sea considerado como preferible o
como peor que el estado social subsiguiente; se opone a esta concepción aquella según
la cual pertenece a la esencia y naturaleza del hombre el vivir siempre en sociedad con
sus semejantes: quien vive fuera de la sociedad humana o es una bestia o es “más que
un hombre” –un dios–59;
(ii) una concepción que pone el énfasis en la sociedad política como un resultado del
arbitrio y la razón humanos, por tanto, como una realidad de índole enteramente artifi-
cial, cuya existencia reposa más bien en una convención que en un dato o una
condición “natural”; esta concepción puede contraponerse a aquella según la cual la
comunidad política misma es considerada entre los entes que existen por “por natura-
leza”, o bien puede encuadrarse bajo la clásica antítesis griega entre nómos y phýsis;
(iii) una concepción según la cual la sociedad política se constituye en un contrato o
pacto entre individuos autónomos y libres, que por medio de tal contrato se
comprometen a vivir en sociedad; en cuanto a su fundación, esto es, en cuanto al
fundamento de su constitución y la base de su legitimidad, los individuos “preceden” a
la sociedad política: ésta es más bien una resultante de aquéllos.
Es obvio que estas tres formas de entender la noción de contractualismo no son
excluyentes, sino que pueden o no darse conjuntamente. En rigor, habría que decir que la
acepción más propia y precisa tal vez sea sólo la última. A pesar de ello, la confusión entre
estos matices y el deslizamiento de los diversos sentidos suele ser más frecuente, por lo cual
será conveniente examinarlos por separado. Si aplicamos, entonces, estas delimitaciones al
caso de Marsilio, correspondería que nos formulásemos las siguientes preguntas: (i) ¿puede
decirse que efectivamente existió, según la concepción marsiliana del origen de la sociedad,
un momento en que el hombre tuvo una existencia aislada e individual?, (ii) ¿en qué sentido y
hasta qué punto puede decirse que para Marsilio la sociedad política tiene su fundamento en la
naturaleza o que es un resultado de la voluntad humana?, y finalmente (iii) ¿remite o no
Marsilio el fundamento de la sociedad política a un contrato en el que libremente convienen
individuos autónomos que así instituyen la sociabilidad humana y sus vínculos políticos?
59 Cf. Arist. Pol. I 2, 1253a2-4, 27-29.87
(i) El estado individual del hombre.
En más una de oportunidad Marsilio se refiere a que los hombres se congregaron en la
comunidad política, que convinieron en la necesidad de establecerla. La primera pregunta que
nos concierne es, pues, ¿hubo, según Marsilio, un momento “anterior” a dicha “congregación”
en el cual los hombres efectivamente vivieron en un modo de existencia individual? ¿Existió
alguna época o estadio en el cual los hombres no necesitaron suplir sus deficiencias con el
recurso a la ayuda mutua, y vivieron, por tanto, separados y aislados entre sí? Si nos
remitimos a los principios establecidos en el capítulo tercero “acerca del origen de la
comunidad civil”, tenemos, en principio, una respuesta negativa. Desde el momento en que
Marsilio recoge, a su modo y con matices propios, el esquema de la sucesión familia-aldea-
comunidad política, resulta evidente que los antecedentes de la civitas están dados por formas
de comunidad que implican un diverso grado de sociabilidad y convivencia. “Antes” de que
se desarrollase la civitas, los hombres ya convivían en la aldea o vicus, una comunidad
primitiva que, si bien no representa el más alto grado en el desarrollo de los tipos de
comunidades, implica ya para Marsilio, tal como hemos visto, cierto tipo de regulación de la
conducta de los hombres por parte de un individuo destacado –un anciano venerable o
respetado–, el cual administra justicia según un esbozo de ley o norma cuasi-natural.60 De
suerte que el momento precedente de la constitución de la civitas presupone no sólo un modo
de vida social del hombre, sino una convivencia regulada ya en cierta forma por algún
principio general de justicia y equidad, aunque no alcance el grado de una acción de gobierno
ejercida por un poder instituido y conforme a un sistema legal establecido. Y aún mucho
antes, en primer término, el punto de partida de toda ulterior asociación humana lo constituye
la familia, o como dice Marsilio, “la unión entre varón y mujer”: tal unión implica, sin duda,
cierto tipo de sociabilidad, –de hecho, la mínima posible– y por si fuera poco, de carácter
natural. La familia constituye, por cierto, un vínculo social de carácter permanente y estable,
de origen natural, y sin ninguna connotación contractual.61 La observación no carece de
importancia, dado que la evidencia del dato de la sociabilidad natural de la familia no
necesariamente ha forzado a todo pensador contractualista a admitirla como negación de un
estado individual del hombre. Así por ejemplo, un Rousseau llegará a sostener –contra
Locke– que en el “estado de naturaleza” la unión entre macho y hembra tiene un carácter
60 Cf. DP I iii, 4 [S 14].61 Cf. Quillet (1970) p. 80.
88
ocasional y perentorio62, y que la unión de los hijos con sus padres también se limita al tiempo
necesario para garantizar su conservación.63
Con todo, debe reconocerse un único resquicio en el que puede rastrearse, si no una
explícita afirmación de Marsilio acerca de un modo de vida individual del hombre, al menos
una reserva respecto de que necesariamente el hombre haya vivido siempre en sociedad y
necesitado de sus semejantes para bastarse. Es característico de la especulación antropológica
medieval el que no se agote en el estado presente del hombre, sino que se extienda también a
la condición originaria del hombre en el paraíso. En un notable retroceso al locus agustiniano
del Estado como consecuencia del pecado original, Marsilio concede que en el estado
paradisíaco, Adán contaba fácilmente con las ventajas de una naturaleza que le proporcionaba
“sin pena ni esfuerzo” la suficiencia de la vida, de suerte que, si hubiese permanecido en
dicho estado, no hubiesen sido necesarias para él ni para su posteridad la institución y
distinción de los oficios civiles, es decir, la creación de las respectivas partes de la comunudad
política:
“Et propterea oportet attendere, quod licet prius homo, Adam videlicet, creatus fuerit principaliter propter Dei gloriam, sicut cetere creature, fuit ipse tamen creatus singulariter ab aliis speciebus corruptibilium, quoniam ad imaginem Dei et similitudinem, ut capax et particeps esset felicitatis eterne post vitam presentis seculi. Fuit eciam creatus in statu innocencie seu iuiticie originalis et eciam gracie, ut probabiliter dicunt sanctorum aliqui et scripture sacre quidam doctores precipui. In quo siquidem permansisset nec sibi aut sue posteritati necessaria fuisset officiorum civilium institucio vel distinccio, eo quod opportuna queque ac voluptuosa sufficiencie huius vite in paradiso terrestri seu voluptatis natura produxisset eidem, absque ipsius pena vel fatigatione quacumque.”64
El pasaje pertenece al capítulo sexto de la primera dictio, que se ocupa de demostrar la
necesidad de la parte sacerdotal de la comunidad política. En expresa contradicción con la
preceptiva metodológica fijada para la primera dictio –demostración racional a partir de
principios por sí evidentes–, la finalidad del único sacerdocio “verdadero”, esto es, el
sacerdocio cristiano, es remitida al vivir bien eterno, aquél del cual se había dicho
precisamente que no es de las cosas manifiestas por sí mismas. Al comienzo de una larga
consideración teológica acerca de la creación, el pecado, y la economía de la salvación, es
donde hallamos el pasaje recién citado. Es realmente sorprendente que Marsilio se permita
semejante concesión a la tradición agustiniana. Por más que Marsilio no haga explícitamente
suyo el opuesto locus del hombre como ser naturalmente sociable y político de la tradición
62 Cf. el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (Rousseau, J., Del Contrato social. Discursos ... (Trad. M. Armiño) 2ª ed., Madrid, Alianza, 1982, p. 226).63 Cf. Contrato social I cap. 2 (op. cit. p. 11).64 Cf. DP I vi, 1 [S 294-17].
89
aristotélica, sí es decisiva su definición a favor de una felicidad natural inmanente y realizable
en esta vida, a partir de la cual se abre paso a la constitución de una scientia civilis autónoma.
La concepción agustiniana del Estado como consecuencia y remedio del pecado es quizá el
principal obstáculo que la sciencia civilis tuvo que sortear. Sin embargo, la contradicción
marsiliana es aquí más aparente que real, y no entraña consecuencias graves como sí veremos
respecto de la apelación al vivir bien eterno en el reconocimiento del origen sobrenatural del
sacerdocio.65 En última instancia, la estricta delimitación entre lo que puede demostrarse
racionalmente, y lo admitido sólo por fe, sigue en pie. Que el hombre no se hubiese visto
necesitado de la institución de los oficios de la comunidad civil, de no haber pecado, es algo
afirmado “probabiliter”, lo que significa, en este contexto, algo afirmado “desde el punto de
vista de la fe”, y no algo evidente por sí mismo, o demostrable racionalmente a partir de algo
evidente. Lo único que se agrega a lo que ya sabemos es que aquella naturaleza indigente que
justificaba la intervención de la razón humana para obtener la suficiencia de la vida, es ahora
reinterpretada teológicamente como “naturaleza caída”. Con lo cual, a la compleja
interacción entre la causalidad natural y la racionalidad humana que tiene lugar en la
explicación del surgimiento de la comunidad política, se agrega ahora una peculiar
articulación entre esa interacción y la causalidad sobrenatural y extraordinaria de Dios.
Marsilio se permite así una sutil articulación entre órdenes causales que corresponden a
discursos eventualmente compatibles, pero que deben ser siempre distinguidos.
La pre-politicidad del estado adánico, tal como la expone Marsilio, debe ser entendida
no tanto como un “estado individual” o “no social” del hombre sobre el que pudiera caber una
sospecha de contractualismo, cuanto como un reconocimiento de la no esencialidad de la
dependencia social para la consecución de la vida suficiente. Es un hecho que, dentro del
pensamiento medieval, la naturaleza pre-política de Adán no ha sido obstáculo para reconocer
una cierta sociabilidad en la naturaleza humana.66 En cualquier caso, la especulación sobre el
estado “pre-político” adánico tiene un carácter tan “hipotético” como lo tiene en muchos de
los contractualistas modernos. Pero la diferencia es que Marsilio no parte de aquél hipotético
estado individual para extraer consecuencias fundamentales a la hora de explicar la génesis y
el porqué de la comunidad política, lo que sí es un ingrediente fundamental de las
formulaciones contractualistas. El discurso de la scientia civilis marsiliana se atiene a la
condición de indigencia inicial del hombre a partir de la cual se explica la necesidad de la
socialización y la participación recíprocas de las obras del arte y la razón humana. Si el dato
65 Cf. infra, p. 115.66 Tomás de Aquino parece ir aún más lejos cuando dice: “... sicut primus homo institutus est in statu perfecto quantum ad corpus, ut statim posset generare; ita etiam institutus est in statu perfecto quantum ad animam, ut statim posset alios instruere et gubernare.” (ST I q. 94, a. 3, subr. nuestro).
90
de esa condición inicial puede ser explicado teológicamente, ello no afecta esencialmente a
las conclusiones de la ciencia civil, más aún, tal consideración cae fuera de su competencia.
(ii) Naturalidad o artificialidad de la sociedad política.
La calificación de una cierta doctrina política como contractualista se determina a veces,
con mayor o menor propiedad, en los términos de la antítesis naturaleza-razón o naturaleza-
voluntad humana. La remisión de la fundación de la sociedad a una base contractual se
entiende así en el sentido de que no es un “producto natural”, sino una obra de la razón
humana, instituida en un acto libre y voluntario. Ahora bien, a la hora de determinar la
posición de Marsilio dentro de esta alternativa, la respuesta es compleja, y quiebra en cierto
sentido la validez de la opción: la sociedad política, para Marsilio, no tiene un carácter ni
absolutamente artificial, ni meramente natural.
En el surgimiento y la conformación de la comunidad política se da la confluencia de
dos agentes causales de índole diversa: el uno, natural –la apetencia por la vida suficiente–, el
otro racional –la acción del arte humano. Pero a pesar de la heterogeneidad entre ambos
factores Marsilio no establece entre ellos una ruptura o solución de continuidad. Precisamente
a cuento de ello viene un principio aristotélico que Marsilio oportunamente trae a colación, y
que provee las dos formas en que es posible establecer un puente en la relación entre la
naturaleza y el hombre: “el arte perfecciona algunas cosas que la naturaleza no puede obrar;
las restantes las imita.”67 En lo que concierne, en primer término, al perfeccionamiento de la
naturaleza, ya hemos visto cómo la intervención de la razón humana, aplicada a la creación de
las diversas artes u oficios, no hace sino completar o perfeccionar las condiciones de una
naturaleza humana que se presenta inicialmente como deficitaria e indigente. Justamente por
ello ha dicho Marsilio que la investigación que aquí emprende no se ocupa de las causas
meramente naturales del vivir –que en rigor competen a la ciencia natural, esto es, a la física o
la biología–, sino de cómo dichas causas naturales “reciben complemento del arte y la razón
por las cuales vive el género humano”.68
Las acciones y pasiones humanas deben realizarse y realizarse “bien”, esto es, en la
medida o “temperamento” conveniente. Pero como el hombre no recibe naturalmente los
medios con que “atemperar” su indigencia, debió forjárselos, más allá de las causas naturales,
67 “Ars omnino aliqua quidem perficit, que natura non potest operari, alia vero imitatur.” Cf. DP I xvii, 9 [S 11725-26]. Cf. Arist. Fís. II 8, 199a15-7.68 Cf. DP I v, 2 [S 2112-19].
91
por su razón (ultra causas naturales per rationem).69 En esa acción del arte humano, que
suple aquello que la naturaleza por sí misma no puede lograr, tiene lugar la institución de las
partes de la comunidad política:
“Propter has ergo temperandas acciones et passiones omnes atque complendas in eo, ad quod natura perducere nequit, inventa fuerunt artificiorum diversa genera et reliquarum virtutum, quemadmodum diximus prius, institutique sut homines diversorum officiorum ad illa exercenda propter supplendam humanam indigenciam; qui ordines nichil aliud sunt, quam partes civitatis enumerate pridem.”70
Por tanto, el hecho de que la comunidad política sea resultado, como dice Marsilio, de
una “institución racional” no implica negar que, en alguna medida, a la base del proceso que
ha dado lugar a la institución racional de la comunidad política, hay una inclinación natural
humana y una condición natural a la cual dicha institución viene precisamente a completar.
Marsilio puede permitirse así hacer suya la afirmación aristotélica de que hay en todos un
“impuso natural” hacia la comunidad política. Pero bien entendido, lo que Marsilio quiere
decir, en verdad, es que el hombre está naturalmente inclinado hacia la suficiencia de la vida,
y por obra de esa inclinación tiende a buscar la conveniencia o el beneficio (commodum) y
apartar o rehuir la inconveniencia o el perjuicio (incommodum). La afirmación no tiene
ninguna connotación “utilitarista”: sólo indica que los hombres “naturalmente” tienden a
buscar y a proveerse de aquello que les reporta la suficiencia de la vida, y el factor principal
en que encuentran dicha subsistencia, y fuera del cual es casi imposible obtenerla es ni más ni
menos que la comunidad política misma. La comunidad política da respuesta a una necesidad
natural, a la vez que es obra de la razón humana. A diferencia de Aristóteles, para quien la
pólis “está entre las cosas que existen por naturaleza”, cabría que decir que para Marsilio la
comunidad política “está entre las cosas que existen por arte.” Si, con ello, la comunidad
política “cae fuera” del ámbito de la naturaleza tal como lo entiende Marsilio, no lo hace en
oposición o como negación de ella. Puede que estos matices no basten para aproximar la
posición de Marsilio a la doctrina aristotélica de la politicidad natural del hombre, pero
tampoco son suficientes como para una identificación lisa y llana con una concepción
contractualista, entendiendo por tal una concepción en la que la institución racional de la
comunidad política toma distancia o se aparta del marco inicial de la naturaleza.
Ahora bien, la articulación entre naturaleza y racionalidad humana no se agota en este
aspecto: si es válido decir que el arte “completa o perfecciona lo que la naturaleza no logra
por sí misma” no menos aplicable había de ser el concepto general y más fundamental de que 69 Cf. DP I v, 3 [S 21-22] (texto citado supra, p. 84).70 DP I v, 5 [S 2224-30].
92
el arte “imita a la naturaleza.” Al recurrir insistentemente a comparaciones y analogías entre
la estructura formal de la civitas y la conformación orgánica del ser viviente animado Marsilio
deja ver un perfil organicista en el que la naturaleza provee el modelo o el paradigma sobre la
base de la cual trabaja el arte humano. La civitas es “como una cierta naturaleza animada o
viviente”: así como el animal presenta en su disposición natural una composición de partes
cuyas funciones y operaciones están ordenadas recíprocamente, y en función del todo al que
pertenecen, del mismo modo la civitas, cuando se halla “bien dispuesta” e instituida según
razón, guarda una relación análoga entre el todo y sus partes.71 Lo que en el orden humano
está dado por institución racional –cuyo principio efectivo es el arte– corresponde a lo que en
el orden natural presenta una constitución natural –cuyo principio es la naturaleza en cuanto
agente causal–. Y esta constitución natural del animal opera como el modelo en el que se ha
inspirado el arte humano, y al cual “imita” en su institución de la civitas:
“Fuit etiam in hoc humana sollicitudo convenienter imitata naturam. Quia enim civitas et ipsius partes secundum racionem institute analogiam habent animali et suis partibus, perfecte formatis secundum naturam [...] Qualis igitur est nature accio in animali perfecte formando, proporcionata fuit ea que humane mentis ad civitatem et ipsius partes instituendas convenienter.”72
Continuidad e imitación, perfeccionamiento de las condiciones iniciales e inspiración en
el modelo, son los dos vínculos con los que Marsilio tiende un puente de acercamiento entre
el ámbito de las causas “meramente naturales” y el ámbito de la razón humana.
Junto a la razón el otro principio al que suele concebirse como opuesto a la acción
causal de la naturaleza es la voluntad humana. Ya veremos cómo en momentos centrales de su
desarrollo argumentativo, Marsilio pone al lado de la función cognoscitiva de la razón, la
facultad apetitiva que está del lado del arbitrio y la voluntad. El tratamiento de la institución
de la comunidad política no es una excepción. Si la naturaleza es el principio al que se debe la
conformación del ser vivo, y si la razón humana es la que ha diseñado, siguiendo aquel
modelo, la estructura constitutiva de la civitas, es obviamente la voluntad humana la que ha
llevado dicho diseño a su realización efectiva. Aquella humanae mens que juega en la
comparación organicista un papel análogo al de la actio naturae, incluye tanto las facultades
cognoscitivas que hacen posible la “invención” o el hallazgo de los diversos géneros de artes
y oficios, como la determinación del arbitrio humano que decide su implementación. Por ello
son diversas las menciones que Marsilio hace del arbitrio y la voluntad humanos en la
institución de la comunidad política. Así explicará la institución del gobierno de la que se
71 Cf. DP I ii, 3 [S 11-12].72 DP I xv, 5 [S 8720-27].
93
ocupa la scientia civilis –dejando de lado la institución inmediata y extraordinaria por parte de
Dios–, como aquella que proviene “del arbitrio de la mente humana” (ex arbitrio humane
mentis)73, o que fue instituida por la voluntad humana (per humanam voluntatem).74 Más
adelante veremos que la causa eficiente de las diversas partes de la comunidad política, en
cuanto son habitus del alma, son las mentes y las voluntates de los hombres75, mientras que en
cuanto son officia de la comunidad política, su causa factiva es el legislator humanus,
identificado finalmente con “el pueblo” o la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su
parte preponderante, que actúa per eleccionem seu voluntatem expresada de palabra en la
asamblea general de ciudadanos, prescribiendo y determinando lo que ha de hacerse y
omitirse ... etc.”.76
A partir de estas declaraciones uno podría pensar que Marsilio subraya la participación
de la voluntad del hombre en la creación de todos los aspectos que hacen a la dimensión
política humana. Sin embargo, la ambivalencia del naturalismo marsiliano hace que esta
misma voluntad aparezca hundida en el marco de una naturaleza que la compele o la
determina. El mismo principio de la “apetencia por la vida suficiente” señala ya una
inclinación natural que, si inclina al hombre hacia la comunidad política, parece hacerlo con
la misma determinación con que impulsa al resto de los animales hacia preservación de su
vida. En muchos contextos donde esperaríamos hallar el “arbitrio” o la “voluntad” Marsilio se
expresa en términos de “apetito” o, incluso, de deseo. Hasta qué punto Marsilio está
convencido de que la determinación fundamental de nuestros actos está en nuestro poder es
algo que no queda finalmente claro. En un pasaje capital de la segunda dictio, se clasifica
aquellos actos humanos en los que interviene el conocimiento y el deseo en actos “imperados”
y “no imperados”, esto es, voluntarios e involuntarios, según esté en nosotros el poder de
hacerlos o no. Al hablar de la especie decisiva de actos imperados Marsilio reconocerá que
son imperados “secundum Christianam religionem”.77 Debemos pensar que la aclaración da a
entender implícitamente que “según algún otro sentido o consideración” no lo son, muy
probablemente “según la razón” o “según los filósofos”, una doctrina averroísta que niega
desde un punto de vista racional la misma libertad humana que afirma o concede desde el
punto de vista de la fe.
73 Cf. DP I xii, 1 [S 6220].74 Cf. DP I ix, 3 [S 4019]; cf. unas líneas más arriba, donde la institución que proviene “ab humane mente immediate” (I ix, 2 [S 407]) es luego vertida como aquella que acontece “per hominum mentes”, a los cuales Dios concedió el arbitrium de tal institución (ibid. [S 4012-13].75 Cf. DP I vii, 3, [S 3610-14].76 Cf. DP I xii, 3, [S 6316-21].77 Cf. DP II viii, 3 [S 22220].
94
En suma, si, acaso por influencia del averroísmo latino, Marsilio adhirió a un
naturalismo determinista, mal puede entenderse que la acción de la voluntad humana vaya
“más allá” de los límites que la naturaleza le impone: aquel arbitrio humano que “fundaría” la
sociedad política no sería más que un momento de aquella naturaleza misma. En cualquier
caso, si queda algún resquicio en el cual la voluntad humana se sobrepone a este
determinismo, no cabe duda de que no lo hace en una dirección contraria a la orientación que
la naturaleza le imprime. De modo que la determinación de la voluntad humana en la
constitución de la comunidad política apenas alcanzaría destacar el protagonismo humano en
la creación de una dimensión política que le pertenece. La comunidad política no es algo que
esté “dado naturalmente”, como el bosque; por el contrario, se trata de una obra que es
creación y construcción humana. Pero esa creación y construcción responden a una necesidad
y a un impulso arraigados en lo más profundo de la base natural del hombre, para cuya
efectiva realización la voluntad del hombre ha aplicado aquello que la razón humana concluye
en su intención de completar o perfeccionar la naturaleza, e inspirándose en un modelo
proporcionado por la naturaleza misma.
(iii) La fundación de la sociedad por el Contrato.
Ahora bien, llegados al principal y último punto, si no es posible rastrear en Marsilio la
hipótesis de un modo de existencia individual del hombre (i) –dejando de lado la concesión a
la tradición agustiniana del Estado como consecuencia de la caída–, y si tampoco puede
decirse que para Marsilio la sociedad política sea algo de índole absolutamente artificial por
oposición o en discontinuidad con un marco natural (ii), ¿cabe, al menos, la posibilidad de
que Marsilio explique, desde una perspectiva teórica, la existencia y la permanencia de la
sociedad política como fundadas en un acto de consentimiento por parte de los miembros que
la integran, acto de consentimiento que podría entenderse, en última instancia, bajo la forma
de un pacto o contrato por el cual se determinan las reglas que constituyen tal tipo de sociedad
y por el cual los individuos se someten voluntariamente a dichas reglas?
Por definición, de tal tipo de contrato se desprende que los individuos que pactan son
anteriores a la sociedad; si no se trata de una anterioridad temporal o cronológica –en caso de
que no se suponga un modo de vida individual del hombre (i)– será una anterioridad “ontoló-
gica”, en el sentido de que serían los individuos los que constituyen la sociedad política y no a
la inversa: dicho de otro modo, si vivimos asociados bajo un régimen político, es porque
95
nosotros, los hombres, lo hemos constituido –por un “acto de nuestra libre voluntad”– y
porque consentimos en permanecer en él.
Dejando de lado el hecho de que la figura del individuo autónomo es un producto del
pensamiento moderno y, en cuanto tal, una idea totalmente ajena al pensamiento medieval, el
sólo análisis de las implicancias de la analogía biológica a la que apela Marsilio da a entender
un organicismo incompatible con la idea de un contrato social concertado entre individuos. En
el modelo orgánico, las partes no tienen existencia autónoma y sólo subsisten en su integra-
ción con el todo al cual pertenecen. El todo orgánico es “anterior” a sus partes, en primer
término, según una anterioridad “lógica”: en el sentido de que sus partes se definen sólo en
relación con él. Pero además, el todo presenta una anterioridad ontológica: a diferencia de
otros tipos de compuesto, el todo orgánico se caracteriza precisamente por ser algo más que la
mera sumatoria de sus partes componentes, e imposible de obtener por la mera conjunción o
el agregado de las mismas. A la inversa, una parte orgánica sólo existe en cuanto está unida al
cuerpo vivo, y fuera de él ya ni siquiera es tal, v.g., la mano separada del cuerpo sólo es mano
“equívocamente”, como la “mano de piedra” de la estatua. Tal tipo de argumentación es
precisamente invocada por Aristóteles, en los comienzos de su Política, para demostrar que la
pólis es “anterior” ontológicamente a sus partes componentes, ya sea a las comunidades
primitivas como la casa, o bien a los mismos individuos.78 De allí que la principal significa-
ción que debe extraerse del uso de la analogía biológica con la que se compromete Marsilio es
que por ella se transfiere el modelo orgánico a la estructura formal de la civitas. Si en este
modelo se ha inspirado la “solicitud humana” al instituir la civitas y sus partes, las cuales
guardan entre sí una proporción semejante a la constitución natural del animal, cabría decir
que las partes componentes de la civitas en modo alguno pueden ser anteriores e
independientes como para dar origen al todo mismo: en tal sentido, sería imposible hablar de
individuos autónomos capaces de fundar el cuerpo social.
Pero una vez más, ¿acaso esta estructura orgánica no ha sido instituida por la razón
humana? ¿Existe alguna instancia anterior y fundante a la “generación” de este gran
organismo que es la civitas? ¿No podría ser esta instancia justamente la multitud o el conjunto
de aquellos individuos que se “congregan” para constituir la comunidad civil? En el mismo
contexto de la analogía organicista entre la institución de la comunidad política y la
generación del animal, Marsilio señala al “anima universitatis civium” como el “principium
factivum civitatis”79; y ello porque la universitas civium, a más de ser la autoridad última a la
que se remite tanto la creación de la ley como la institución de la parte gobernante, es la causa
primera de la institución de la restantes partes u oficios de la comunidad política, institución 78 Cf. Arist. Pol. I 2, 1253a19-25.79 Cf. DP I xv, 7 [S 906-7].
96
que se realiza a través de aquella parte gobernante como causa instrumental o ejecutoria.80 Es
la universitas civium el todo orgánico integralmente constituyente de la comunidad política al
cual se aplicará recurrentemente el principio de que el todo es superior a cualquiera de sus
partes componentes.81 Cabe preguntarse, entonces, si la universitas civium misma, en cuanto
factor constituyente de la comunidad política, no puede ser concebida como el resultado de
una agregación de individuos que acuerdan conformarla, que “aceptan entrar” en sociedad.
La recurrencia de ciertas fórmulas en las que Marsilio habla en términos de congregatio
podrían dar a entenderlo. Al referirse a las causas de las partes de la comunidad política,
Marsilio explica cómo los hombres requirieron de artes que no pueden ser ejercidas sino por
una pluralidad de hombres, y no pueden obtenerse sino por una participación recíproca; por
ello fue preciso que los hombres “se congregaran” para obtener el beneficio y rehuir el
perjuicio.82 Entre los hombres “así congregados”, surgieron contenciones y disputas que
requirieron el establecimiento de una norma de justicia que las regulara, para evitar la
separación de los hombres y la corrupción de la comunidad política.83 En suma, los hombres
“se congregaron” para vivir de modo suficiente, poder buscar aquellos diversos géneros de
artes y oficios necesarios para la vida suficiente, y poder participárselos recíprocamente. Esta
congregación, llevada al término de su perfección, es la comunidad política.84 En otra
oportunidad, dirá Marsilio que los hombres “convinieron” en la comunidad civil para obtener
el beneficio y la suficiencia de la vida, y rechazar el perjuicio.85 Incluso en una mención
incidental acerca de un tipo particular de monarquía, Marsilio se refiere a algunos que fueron
elegidos como gobernantes en razón de su excelente grado de virtud, o bien “porque
recogieron una multitud dispersa, y la congregaron en la comunidad civil.”86
Una información más precisa acerca de la figura de estos hombres con un papel
destacado en el “establecimiento” de la comunidad política, la da Marsilio mucho más
adelante, en un pasaje clave de la segunda dictio, que por su extensión y detalle resulta de
singular relevancia. El contexto del pasaje es la discusión acerca de a quién corresponde la
convocatoria al concilio general de los cristianos. En conformidad con los principios
generales de su eclesiología, Marsilio sostendrá que tal autoridad le pertenece al “legislador
humano fiel o carente de superior”, y no a sacerdote o colegio clerical alguno. Lo cual plantea
la duda acerca de cuál habrá sido la autoridad que convocaba al concilio en las “comunidades
80 Cf. DP I xv 4, [S 871-7].81 Cf. DP I xii 5, [S 661-9]; I xiii, 2 [S 7119-26]; I xiii, 4 [S 7226-732].82 Cf. DP I iv, 3 [S 1810-15].83 Cf. DP I iv, 4 [S 1816-21].84 Cf. DP I iv, 5 [S 1913-17].85 Cf. DP I xii, 7 [S 683-5].86 “... tales statuebatur principes, non alii, propter virtutum et suorum beneficiorum excessum, ut quia sparsam multitudinem collegerunt et in communitatem civilem congregaverunt ...” Cf. DP I ix, 4 [S 4219-22].
97
fieles imperfectas”, esto es, aquellas comunidades cuya autoridad política no era aún cristiana.
En una larga prótasis comparativa, Marsilio explica que, así como la comunidad política no
surgió por la sujeción de los hombres a unos pocos individuos con autoridad coactiva sobre
los demás, sino por una fácil sumisión debida a la elocuencia y capacidad exhortativa de
algunos hombres destacados para ello, del mismo modo, las primeras concovatorias al
concilio tuvieron efecto a instancias de algunos fieles inspirados y enardecidos por la fe. A
título de comparación dice, entonces, del origen de la comunidad política:
“... ad civilem communitatem et legem ordinandam convenerunt homines a principio, ipsorum valentiori parte concordante in hiis quae sunt ad vite sufficienciam, non quidem vocati per singularem hominem aut per plures aliquos habentes auctoritatem coactivam in reliquos, sed suasione seu exhortacione prudentum et facundorum virorum, quos natura inter alios produxit inclinatos ad hoc, ex se postmodum proficientes suis exerciciis et alios dirigentes successive vel simul ad formam communitatis perfectae, ad quam etiam homines naturaliter inclinati obtemperaverunt suadentibus facile ...”87
Este texto representa, sin duda, el caballito de batalla de toda interpretación
contractualista de Marsilio. En el “convenire a principio” ha querido ver Grignaschi el
acontecimiento inaugural de “una reunión de hombres decididos a constituir algo nuevo”, a
saber, la comunidad civil, una “reunión espontánea de hombres libres e iguales” que “fundan
una sociedad.” A su juicio, “no se podría enunciar en términos más categóricos la teoría del
Contrato Social.”88
Sin embargo, un análisis minucioso del pasaje nos lo presentará de un aspecto diferente.
Retornemos al contexto del pasaje: en las comunidades fieles acabadas, hay un príncipe
cristiano, y esa autoridad coactiva es la que convoca al concilio. Antes de esa situación
histórica, obviamente no había una autoridad política con competencia para convocar el
concilio –mal podría hacerlo un legislador “pagano”. ¿Significa esto que algunos apóstoles –
v.g., Pedro–, poseían autoridad coactiva sobre el resto? De ningún modo. La oportuna
convocatoria era llevada a cabo fácilmente por sacerdotes inspirados. Los “comienzos” de la
comunidad política ofrecen a tal título una buena ilustración: antes de que estuviera
constituida la comunidad política, mal podría haber una autoridad coactiva que obligara a los
hombres a “ingresar” en ella. ¿Cómo fue que ello tuvo lugar? La parte preponderante de los
hombres –que aquí, dicho sea de paso, debe conformar una superioridad numérica89– estaba
ya de acuerdo en lo necesario para la suficiencia de la vida, esto es, los hombres habían
alcanzado ya la clara percepción de que requieren una diversidad de artes y oficios para suplir
87 DP II xxii, 15 [S 4341-11]88 Cf. Grignaschi (1955), p. 307-8.89 Cf. infra, p. 184.
98
su indigencia natural, y de que el desarrollo y la complejidad de esas artes presuponen una
división del trabajo y una comunicación recíprocas, lo cual significa que la suficiencia de la
vida sólo se puede obtener en el marco de la comunidad política. Pero esta “aceptación” es
promovida e impulsada por la obra de ciertos hombres prudentes con capacidad persuasiva
que exhortaron al resto. Aquí es donde Marsilio deja ver una huella ciceroniana.90
Aprovechando la obra de estos hombres prudentes y continuando su acción, el resto dirigió a
los demás, de manera simultánea o de manera sucesiva, esto es, en forma inmediata o bien a
través de pasos eventualmente graduales, hacia la “forma” de la comunidad perfecta, vale
decir, aquella en la que la diferenciación de las partes –la perfecta distinción de los diversos
géneros de artes y oficios– ha llegado a su término. A la influencia ciceroniana Marsilio le
agrega su infaltable matiz personal naturalista. La capacidad persuasiva que hizo a los
hombres “entrar en razón” y aceptar el ingreso a la comunidad política, es ella misma una
habilidad o disposición natural entre tantas de aquellas que la naturaleza continuamente
provee al dar nacimiento a individuos con dotes y cualidades diversas según lo conveniente y
necesario, de suerte que nada falte. E incluso, aunque los hombres deban prestar oídos a esta
persuasión racional, se hallan ya, de por sí, “naturalmente inclinados” hacia la comunidad
política. Lo cual debe entenderse en los términos en que lo hemos analizado: no constituyen
“naturalmente” una comunidad política, sino que manifiestan un “impulso natural” hacia ella,
como único medio en el cual obtienen la suficiencia de la vida.
Leído a la luz de lo que ya sabemos, y según los principios establecidos por Marsilio, el
pasaje sólo agrega algunas precisiones sobre el tránsito hacia la comunidad política acabada.
A la acción del impulso natural por la vida suficiente y la obra de la razón humana
completando la naturaleza a través del arte, contribuye la acción de ciertos hombres
destacados en un rasgo particular de la naturaleza humana –la potencia persuasiva del
lenguaje– que es, por otra parte, dispuesta y favorecida en ellos por la misma naturaleza. El
resto de los hombres son “fácilmente persuadidos” a aceptar racionalmente aquello hacia lo
cual están, de todos modos, “naturalmente inclinados”. Si hemos de tomar en serio los
términos de la secuencia histórica familia-aldea-ciudad, hay que interpretar que estos hombres
que son llevados hacia la comunidad política –o aquella “multitud dispersa” que es
“congregada”– no son individuos aislados que conciertan entrar en sociedad, sino habitantes
de aldeas en las que ya se prefigura cierta regulación de la conducta civil a través de algún
principio general de equidad. En una palabra, más que individuos autónomos que “acuerdan”
por medio de un contrato constituir una sociedad, se trata de hombres que “acuerdan” o
“convienen” en el sentido de llegar al convencimiento, coincidir en la aceptación racional de
que la comunidad política es necesaria para alcanzar la suficiencia de la vida.
90 Cf. De inventione I, 2.99
(iv) Balance y conclusiones sobre el contractualismo de Marsilio
Hay un hecho que domina toda la exposición de Marsilio acerca del origen y la
finalidad de la comunidad política y que constituye la clave para interpretar los alcances de su
pretendido contractualismo. Marsilio pareciera no lograr dar cuenta acabadamente de la
diferencia que hay entre la cuestión de las causas de la comunidad política y la cuestión de las
causas de las partes de la misma. Por más que enuncie ambas cuestiones en forma separada, y
que prometa un tratamiento particular de cada una, el hecho es que la aparición de la civitas es
equivalente a la consumación de la perfecta diferenciación de las respectivas partes u oficios,
los cuales se corresponden con los diversos géneros de artes y oficios necesarios para la
suficiencia de la vida. Esta presentación habilita una comprensión del surgimiento de la
comunidad política en términos de un proceso histórico efectivo: el paso gradual de
comunidades imperfectas –en las que aún no hay el grado de diferenciación completo entre
las partes– a la comunidad política acabada o civitas, en la que este proceso de diferenciación
ha llegado a su término, como él mismo dice –conforme al texto latino de la Política–, “el
término de la autosuficiencia”. Este proceso puede ser descripto en un discurso que expresa en
un tiempo pretérito o perfecto lo que aconteció o ha acontecido, tal como se verificó “según
las diversas regiones y épocas”: “al principio”, las comunidades políticas comenzaron a partir
de “lo pequeño” –la unión entre varón y mujer–; “luego” habitaron en la aldea; en
determinado momento fueron persuadidos por hombres elocuentes a “congregarse” en la
comunidad civil, comunidad que fue instituida con vistas al vivir de modo suficiente, etc..
Pero bien observado, la perfecta diferenciación de las partes incluye la distinción y
asignación de una parte gobernante que regula la conducta civil conforme a una norma de
justicia, que es la ley. Con ello, además de salvarse la diferencia entre las comunidades
imperfectas y perfectas a través de una diversidad de régimen y no una simple diferencia
cuantitativa, el surgimiento de la comunidad política queda directamente relacionado con el
establecimiento de un sistema de gobierno y un cuerpo legal positivo. Con esta precisión cabe
la explicación de la “esencia” de la comunidad política más allá de las condiciones empírico-
históricas de su surgimiento: hay comunidad política en tanto hay un gobierno y ley. A partir
de allí es posible desarrollar la exposición desde un plano teórico o explicativo que permite
dar cuenta de qué es la comunidad política, cuál es su estructura constitutiva, cuál el
funcionamiento y el orden recíproco que hay entre sus partes, etc.. El discurso puede entonces
tomar la forma de un presente explicativo que a cada momento señala lo que es este particular
100
objeto del cual trata la scientia civilis: la comunidad política es la comunidad perfecta y
autosuficiente cuyo fin es el vivir bien; su estructura constitutiva es semejante a un viviente
cuyas partes están dispuestas entre sí y en función del todo al cual pertenecen; entre ellas, la
parte gobernante de la comunidad política es aquella que tiene por función regular la conducta
civil de los hombres; la comunidad política es “una” en la medida en que es “una” la acción
de gobierno, etc..
Pues bien, la explicación de que los hombres “se congregaron” en la comunidad política
para alcanzar así la suficiencia de la vida debe ser comprendida, tal como Marsilio mismo la
expone, en el contexto de la explicación de la causa final de la comunidad política y de sus
partes. En cuanto tal, esta exposición no tiene por objeto describir el proceso histórico que
condujo a la comunidad política, sino dar cuenta del porqué de la existencia de la comunidad
política, por más que en determinado momento se desplace del tiempo presente explicativo al
tiempo pasado histórico. Por ello no es necesario entender tal explicación en el sentido de que
hubo un momento fundacional en el que los individuos se reunieron y dieron inicio a la
comunidad política, sea que se lo entienda como un momento fundacional histórico –
precedido por un estado individual o pre-comunitario del hombre–, sea entendido en un
sentido lógico, como la precedencia de un contrato que está a la base de la vigencia y la
legitimidad de la comunidad política. Que los hombres convinieron en la comunidad civil
significa que “se pusieron de acuerdo” en la necesidad de ella, que comprendieron y siguen
comprendiendo –en tanto prosiguen en su “voluntad de permanencia” de la comunidad
política–, que sólo en el marco de la comunidad política los hombres alcanzan la suficiencia
de la vida. Aquel convencimiento racional que alguna vez estuvo a la base del momento
histórico del tránsito de la comunidad pre-política a la comunidad perfecta y autosuficiente –
tránsito que, por otra parte, puede entenderse como relativamente inmediato –gracias a la
acción de grandes “fundadores”–, o como sucesivo o “gradual” –y por tanto, menos
asimilable a un momento histórico “fundacional”–, es el mismo convencimiento racional que
sigue estando a la base de la existencia actual de la comunidad política, y que, en tal medida,
nos permite explicarla diciendo que ella es el único medio en el cual los hombres alcanzan la
suficiencia de la vida.
Como hemos visto hasta aquí, Marsilio no parece plantearse un estado pre-social en el
que no haya vínculo alguno entre los hombres: en todo caso, el estado en el que estos vínculos
se hallan reducidos a una mínima dimensión es la casa, en donde las “injurias domésticas” son
reguladas a discreción por el paterfamilias. Pero sí puede hablarse de un estado pre-político,
si entendemos por tal la regulación de los actos transitivos de los hombres que se lleva a cabo
en la aldea –según un dictamen común de la razón, sin la aplicación de leyes positivas,
101
ejercida por el senior venerable; por estado pre-político tenemos que entender estrictamente
un estado precedente a la comunidad política acabada o civitas, en la cual la perfecta
diferenciación de sus partes componentes implica la diferenciación de una parte gobernante
que regula la conducta civil de los hombres conforme a leyes. El tránsito de la comunidad pre-
política a la comunidad política es concebido como el resultado de una institución racional, e
implica la aceptación o el asentimiento de los hombres persuadidos de la necesidad de
establecer la comunidad civil. En última instancia, si a un planteo de tales características se lo
quiere denominar “contractualismo”, podrá aceptarse la pertinencia de tal atribución, a
condición de que se precise la definición en esos términos y no se admitan implicancias que
vayan más allá de ellos.
La explicación de las causas de la comunidad política –o de las causas de sus partes–
resulta ser, a un mismo tiempo, tanto una explicación de la existencia de la comunidad
política, como de su génesis. En verdad, esta conclusión no puede sorprender, por cuanto
precisamente la doctrina aristotélica de los cuatro sentidos de causa está en función de una
explicación del cambio. Si en algún sentido, la forma es causa del ser91, en su conjunto, las
cuatro causas son fundamentalmente causas del devenir. En este sentido, el naturalismo
organicista marsiliano, al trasladar a la comunidad política las características del modelo del
ser viviente animado, hace que la explicación de la estructura o la constitución actual de este
gran viviente que es la comunidad política sea a un mismo tiempo una explicación de su
desarrollo, desde su estado inicial o “embrionario” hasta su estado de “maduración” o
acabamiento, desde la “comunidad primitiva” hasta la “comunidad perfecta” o acabada.
Ahora bien, en la medida en que para el animal su estado de “plenitud” o madurez representa
el fin hacia el cual tiende y que debe alcanzar, este mismo organicismo hace posible introducir
subrepticiamente un nuevo plano desde el cual se desprende una cierta exigencia normativa.
La inicial explicación de la estructura o constitución actual de la comunidad política, que es a
un mismo tiempo una explicación del proceso genético que condujo hacia ella “según las
diversas regiones y épocas”, confluye finalmente en una enunciación de cómo ella debe ser.
Una correcta explicación del equilibrio necesario y conveniente entre las partes u “órganos”
91 Cf. Arist. Met. VII 17, 1041a27-32.102
de la comunidad política mostrará que la pretensión papal equivale, en definitiva, a una
inversión de la armoniosa interacción que entre ellos debe regir.
103
CAPÍTULO III
LAS PARTES DE LA COMUNIDAD POLÍTICA
I. Las causas finales de las partes de la comunidad política
Hemos mencionado la confusión presente en Marsilio entre la cuestión de las causas de
la comunidad política y las causas de sus partes. Esto da lugar a un doble tratamiento, que
anticipa, en primer término, la causa final de la comunidad política y de las cosas buscadas en
ella (de causa finali civitatis et quesitorum civilium) y su distinción “en general”1, y luego, “la
distinción y asignación de las partes de la comunidad política” y “la necesidad de su
separación, deducida “a partir de los fines que pueden asignarse por la invención humana.”2
Por ello, en el capítulo cuarto de la primera dictio Marsilio esboza las razones por las cuales
los hombres “se congregaron” en la comunidad civil para vivir de modo suficiente,
adelantando parcialmente la necesidad de establecer en la comunidad política un guardián
(custos) o hacedor de un norma de justicia con la cual regular la conducta civil de los hombres
y evitar así las disputas y la separación entre ellos. Similarmente, menciona la importancia de
contar con algunos que resistan a la acción de los injuriosos o los agresores externos. E
incluso anticipa la necesidad del culto y acción de gracias a Dios, necesidad relacionada, a
diferencia de las anteriores, no sólo con la vida presente sino con la futura, y en razón de la
cual es preciso establecer “ciertos doctores”.3 El lenguaje es genérico, aludiendo al gobierno,
la milicia y el sacerdocio, pero sin mencionarlos explícitamente, y sin una consideración
exhaustiva de las otras partes o funciones. El propósito de Marsilio no es aquí establecer la
cantidad y calidad de las partes de la comunidad política, sino mostrar que en este perfecto
grado de diferenciación entre las partes consiste la autosuficiencia que es propia de la
comunidad acabada o comunidad política.4
Después de esta consideración global (sermo totalis) acerca de las partes de la
comunidad política, Marsilio pasa a una determinación en particular de las mismas, teniendo
1 Cf. DP I iv [S 108-9].2 Cf. DP I iv [S 202-5].3 Cf. DP I iv, 4 [S 18-19].4 Cf. DP I iv, 5 [S 19]. Cf. el resumen del fin del capítulo: “de suarum [sc. civitatis] parcium pluralitate atque divisione sic figuraliter pertransisse sufficiat.” (ibid. [S 1927-29]), subr. nuestro).
104
siempre en vista el objetivo central de la investigación: conocer más a fondo la perfecta
comunicación recíproca entre las partes de la comunidad política y no impedida por una
acción externa, en lo cual consiste la tranquilidad o paz de la comunidad civil.5 Como ya
hemos anticipado en la presentación general de los contenidos de la primera dictio, la paz
concebida como la interacción natural y armónica de las partes u “órganos” de la comunidad
política está al cuidado de la acción directiva de la parte gobernante; el “impedimento” o la
obstaculización de esta función por parte de la causa de discordia es lo que hay que develar o
poner de manifiesto. El tema de las partes de la comunidad política es, pues, central para el
objetivo polémico del Defensor pacis.
La tradición de la cuestión de la delimitación de las partes de la comunidad política en
la filosofía clásica se remonta, desde luego, a la República platónica. Podría pensarse que en
el organicismo marsiliano hay algún eco de la consideración funcional de las partes del
Estado tan típica de Platón. Pero sin duda, Marsilio sigue atentamente, una vez más, los
términos de la Política aristotélica. En el capítulo octavo del libro séptimo Aristóteles
enumera aquellas cosas necesarias sin las cuales la pólis no podría existir – alimento, oficios,
armas, etc.–, a partir de las cuales parecen surgir las respectivas partes con las que la pólis
debe contar –agricultores, artesanos, soldados, etc.6; en otro pasaje del libro octavo aparece
una enumeración más amplia y un tanto desordenada.7 Marsilio parece seguir literalmente el
primer pasaje, pero la peculiaridad de su lectura radica en cómo articula la lista de las partes
ofrecida por Aristóteles con su principio de que el arte y la razón humanos intenta completar o
perfeccionar las deficiencias de la indigente condición humana. Aristóteles ciertamente habla
allí de lo “necesario” como lo indispensable para la vida, por oposición al verdadero fin o la
“vida preferible”. De hecho, Aristóteles comienza el libro al que pertenece el pasaje
parafraseado por Marsilio señalando que, ante todo, hay que tener en claro cuál es la vida
mejor.8 Sólo después de haber asentado que ésta consiste en la virtud9, pasa a considerar los
“recursos” sin los cuales no puede darse, y a examinar las condiciones () que la pólis
debe reunir.10 En Marsilio, el planteo más bien se invierte: es partiendo de las necesidades
primarias y elementales para la suficiencia de la vida como se comprende la constitución de la
comunidad política en cuyo seno y, como consecuencia de ella, tiene lugar la felicidad
política o el bien óptimo a conseguir en esta vida.
5 Cf. DP I v, 1 [S 206-11].6 Cf. Pol. VII 8, 1328b2-24.7 Cf. Pol. VIII 4, 1290b38 y ss..8 Cf. Pol. VII 1, 1323a14-15.9 Cf. ibid. 1323b21-26.10 Cf. Pol. VII 4, 1325b33 y ss..
105
De allí que Marsilio conciba la explicación de la causa final de las partes de la
comunidad política como la determinación de aquellas cosas “necesarias” que es preciso
establecer en orden a adquirir la suficiencia de la vida. Por ello hablará de las causas finales
en términos de los “beneficios y las suficiencias” que dan complemento o “perfeccionan” las
acciones y pasiones humanas.11 Con este punto de partida, Marsilio pretende efectuar una
suerte de “deducción” de la lista completa de las partes que deben constituir la comunidad
política. Como ya hemos visto, el bene vivere por el cual la comunidad política existe es el
resultado de la aplicación del arte y la razón humanos a las limitaciones de la condición
natural del hombre. Si el hombre ha de vivir, y vivir bien, es necesario que sus acciones y
pasiones se realicen bien, y esto significa, para Marsilio, en la medida o el “temperamento”
conveniente. Pero como no recibimos de la naturaleza aquellas cosas por las cuales se obtiene
dicha medida o temperamento, fue preciso que el hombre, más allá de las causas naturales,
forjara por su razón diversos géneros de obras provenientes de las virtudes prácticas y
especulativas.12 Cada una de los artes y oficios que surgen con motivo de estas obras
corresponde a una de las partes constituyentes de la comunidad política.
El punto de partida de la distinción y asignación de las partes de la civitas es así una
suerte de clasificación de las acciones y pasiones humanas. Para Marsilio hay que distinguir
entre:
a) acciones provenientes de causas naturales sin intervención del conocimiento, y que
se dan por la contrariedad de elementos que componen nuestro cuerpo; se trata de
acciones correspondientes a la facultad nutritiva del alma, entre las cual se cuenta la
alimentación, bebida, etc.;
b) acciones que se realizan a partir de nosotros o en nosotros por medio de virtudes
cognoscitivas o apetitivas, dentro de las cuales una primera clase es la de las acciones
inmanentes, así llamadas porque no trascienden a un sujeto distinto de quien las realiza
ni se ejercen a través de órganos exteriores según un movimiento locativo, v.g.:
pensamientos y deseos, etc.;
c) por oposición a las anteriores, acciones transitivas, que no trascienden a otro sujeto
ni se realizan a través de órganos exteriores.13
Esta clasificación, presentada en el capítulo quinto de la primera dictio, es retomada en
el capítulo octavo de la segunda. Mientras en el primer pasaje los actos transitivos son
caracterizados mediante una definición meramente negativa –por oposición a los
11 Cf. DP I vi, 10 [S 3319-23].12 Cf. DP I v, 3 [S 2120-224].13 Cf. DP I v, 4 [S 22].
106
inmanentes–, en el pasaje de la segunda dictio se clarifica mejor la relevancia de estos actos.
Ante todo, los actos que provienen del conocimiento y el deseo son distinguidos entre
voluntarios o involuntarios, según esté en nosotros la libertad de poder efectuarlos o no.14 De
los actos voluntarios, unos son transitivos, tal como antes se había dicho, por trascender hacia
un sujeto distinto de quien los realiza; pero luego aclara Marsilio que algunos de estos actos
tienen la peculiaridad de que pueden redundar en perjuicio o injuria de alguien distinto de
quien los realiza, v.g. homicidio, robo, rapiña, falso testimonio¸ etc..15 En una palabra, estos
actos transitivos son los también denominados actos “civiles”16 que, como veremos, caen bajo
la competencia de la ley.17 Ello explica que se apele a caracterizaciones aparentemente
accidentales como que su acción comporte un movimiento según el lugar, o el uso de órganos
o miembros exteriores: de lo que se trata, en verdad, es de la esencial exterioridad o –si se
permite el término– fenomenalidad de estos actos, lo cual, sumado a su potencial perjuicio los
convierte en actos estrictamente “imputables”.
En esta delimitación se aprecian claramente los presupuestos antropológicos que están a
la base del planteo marsiliano. A las “causas naturales” –en donde entran las acciones y
pasiones del cuerpo, y de la facultad nutritiva del alma– se oponen “las potencias
cognoscitivas y apetitivas”, esto es, la racionalidad y la voluntad específicamente humana.
Tanto a unas como a otras debe aplicarse la acción del arte, que por fuera de la capacidad de
las causas meramente naturales (ultra causas naturales) lleva a cabo su acción de
“completamiento” o perfección en orden a alcanzar la suficiencia.
Sobre esta base, Marsilio procede a distinguir las diversas partes de la comunidad
política que tienen por finalidad cubrir los diversos tipos de necesidades relacionadas con las
especies de actos así clasificados. Para temperar y conservar las acciones y pasiones de la
facultad nutritiva del alma ordenados a la conservación del ser, fueron instituidas las artes de
la agricultura y la actividad pecuaria, la caza en sus diversas especies y la transformación o
alteración de alimentos y preparación de la comida. Similarmente, para moderar las acciones
y pasiones de nuestro cuerpo en relación con la influencia del medio externo, fueron
inventadas las artes “mecánicas”, v.g., la manufactura textil e indumentaria, la construcción,
etc.. Por otra parte, puesto que es imposible que la comunidad sea autosuficiente si se ve
sometida por agresores externos, y como es preciso, además, reprimir la acción de los
injuriosos o la rebelión interna, se hace necesaria una parte militar encargada de estas
funciones. Y teniendo en cuenta la necesidad de conservar los productos de la tierra en
14 Cf. DP II viii, 3 [S 222].15 Cf. ibid. [S 2239-18].16 Cf. DP I iii, 4 [S 146]; I v, 11 [S 267]; I x, 1 [S 483]; I xi, 3 [S 5413]; I xii, 2 [S 638]; I xv, 3 [S 791]; cf. “politicos seu civiles hominum actus” (I x, 2 [S 4821-22]).17 Cf. DP II ii, 4 [S 1471-5].
107
tiempos de escasez, o de acumular provisiones, mercancías o bienes para tiempos oportunos,
es necesaria una parte que “atesore” todos estos elementos necesarios, a la cual se da el
nombre de pecuniaria. Tenemos así, como partes integrantes de la comunidad política, el
campesinado, el artesanado, la milicia, y una parte “tesorera” o pecuniaria. Ciertamente no es
en esta lista donde se encuentran los problemas cruciales que hay que tratar. Dos “partes” de
la comunidad política exigirán un tratamiento preferencial, por su importancia en sí mismas y,
en particular, respecto del objetivo fundamental que persigue Marsilio: la parte gobernante de
la comunidad política y el sacerdocio.
(i) La finalidad de la parte gobernante
La necesidad de la parte gobernante dentro de la comunidad política la establece
Marsilio directamente a partir de la peculiar índole de aquellos actos que ha caracterizado
como transitivos, en cuanto reportan un beneficio o perjuicio para otro. Bajo el mismo
concepto de “medida” o “temperamento” que domina todo el desarrollo de las partes de la
comunidad política, Marsilio argumenta la necesidad del gobierno en función de las
consecuencias del eventual “exceso” o desborde de estos actos:
“Ad moderandos autem excessus actuum qui sunt a virtutibus motivis secundum locum, per cognicionem et appetitum, quos transeuntes diximus, et qui possibiles sunt fieri ad commodum vel incommodum seu iniuriam alterius a faciente pro statu presentis seculi, statuta fuit necessario in civitate pars aliqua seu officium, per quam excessus talium actuum corrigatur, et ad equalitatem aut porporcionem debitam reducantur; aliter namque causaretur ex hiis pugna et inde civium separacio, demum civitatis corrupcio et vite sufficientis privacio. Hec autem pars ab Aristotele vocata est iudicialis seu principans et consiliativa cum sibi subservientibus, cuius est iusta et conferencia communia regulare.”18
La primera observación que cabe hacer es que Marsilio concibe la tarea de la pars
principans básicamente como una función judicial. El gobernante o principans es, ante todo,
iudex. Si bien aquí esta parte está designada como iudicialis o consiliativa, esto se debe más
bien al fiel seguimiento de los términos de la versión latina de la Política. Tal como Marsilio
lo explica, evidentemente la acción que la parte gobernante lleva a cabo es la administración
de justicia: su función es intervenir en la corrección de actos “contenciosos” y disponer lo
justo y lo conveniente. Más adelante Marsilio concederá igualmente a esta parte gobernante-
judicial la tarea ejecutiva de designar las restantes partes de la comunidad política. Como se
18 Cf. DP I v, 5 [S 2325-249].108
ve, el pensamiento político de Marsilio no contempla una clara separación entre lo que
denominaríamos poder judicial y poder ejecutivo, aunque sí veremos que prefigura una clara
distinción entre éste poder ejecutivo instrumental y un poder legislativo o deliberativo por el
cual es designado y del cual depende.19
El tipo de justificación que Marsilio hace de la figura del gobierno merece un capítulo
aparte, si se lo compara con las líneas generales de la tradición precedente. Desde la tradición
aristotélica era usual establecer la necesidad del gobierno a partir del fin natural del hombre.
Así Tomás de Aquino, en su De regno había formulado, con el aparente propósito de
caracterizar la noción de “rex”, toda una fundamentación de la necesidad del poder político. A
partir del fin del hombre, en cuanto ser “naturalmente sociable y político”, se deduce la
necesidad de un “rector” que conduzca a la multitud a su fin respectivo, el bien común.20
Análogamente Dante, a partir del fin universal del género humano, deduce el único medio
adecuado a tal fin: la paz universal, la cual requiere del Imperio universal. En todo caso, la
posición de Marsilio parecería más cercana a ciertos elementos de la concepción
agustinizante: la perversidad que afecta a la naturaleza humana después de la caída hace
necesaria la acción netamente represiva de un Estado cuya existencia es una consecuencia y
un remedio del pecado original. Pero aún allí la reprobación de los actos a reprimir tiene
connotaciones morales fundadas en una perspectiva teológica. Por el contrario, Marsilio no
llega a la justificación del gobierno a partir de un planteo “de máxima” sobre el fin último del
hombre, sino a partir de un planteo “de mínima” sobre las condiciones indispensables para
garantizar la continuidad de la asociación de los hombres. La función represiva del gobierno
no parece estar planteada en términos éticos: no se dice que el “desborde” de los actos
transitivos debe ser evitado porque sean intrínsecamente malos o inmorales –cosa que
tampoco se niega o, en todo caso, queda fuera de cuestión. Lo pertinente para el planteo
marsiliano está dado por las consecuencias de estos actos para la preservación de la
convivencia entre los hombres y, en tal medida, para la permanencia de la comunidad
política. Se trata de un tema cuya recurrencia a lo largo del Defensor pacis habla de su
importancia dentro de la economía argumentativa de la obra. Una y otra vez Marsilio plantea
una serie lineal de implicaciones que muestran la necesidad de la acción de gobierno: si los
actos transitivos de los hombres no son llevados a la medida o el temperamento conveniente,
o, lo que es lo mismo, si no son reducidos a la “equidad” o proporción debida bajo una
“regla de justicia”, podrían sobrevenir luchas y disputas entre los hombres, a partir de ellas,
la división o separación entre los ciudadanos, de allí la disolución de la comunidad política
misma y, consecuentemente, la privación de la suficiencia de la vida.21
19 Cf. infra, p. 229.20 Cf. De regno I, 1 [449a ss.].
109
Es preciso repasar cada uno de los términos de esta serie de implicaciones. Ante todo, la
medida o el “temperamento” conveniente de los actos transitivos aparece inicialmente
encuadrada en el planteo general del completamiento o “perfeccionamiento” de las
condiciones naturales. Análogamente a como las artes de la alimentación “perfeccionan” o
“complementan” las necesidades naturales de la parte nutritiva del alma, el exceso o la falta
de medida en los actos transitivos requiere un similar “temperamento”. Sin embargo, la
analogía no es fácilmente trasladable, porque mientras que la primera clase de actos se debe a
causas puramente naturales, la de los restantes implican la intervención del conocimiento y el
deseo específicamente humanos. Lo que ocurre es que, en rigor, Marsilio efectúa una peculiar
adaptación del concepto aristotélico de justicia correctiva tal como está expuesto en la Etica
Nicomaquea. Lo justo es la “igualdad” o proporción debida –en este caso, la media
aritmética– que debe guardarse en las acciones que involucran un trato, comercio o
intercambio con otro.
Marsilio atribuye a la ausencia de esta medida el origen de “luchas” (pugnas)
“contenciones”, “injurias” que traerían aparejadas la “separación” entre los integrantes de la
comunidad política. El aparente énfasis en lo inevitable del surgimiento de estos conflictos ha
hecho pensar a algunos autores en la comparación con Hobbes.22 Sin embargo, aunque
Marsilio desde un comienzo tiene en vista los ejemplos históricos y contemporáneos de las
luchas intestinas que debilitan a los pueblos y hacen perecer las comunidades, no es menos
cierto que, desde el punto de vista teórico de su argumentación, atiende especialmente a la
eventualidad de dichos conflictos. De allí que Marsilio muchas veces exprese el surgimiento
de estos conflictos en un modo condicional: de no cumplirse con la debida regulación de los
actos transitivos, podrían sobrevenir luchas y disputas entre los hombres.23 Es esta
eventualidad de los conflictos o, más bien, la de sus consecuencias, lo que funda la necesidad
de la acción de la parte gobernante.
La insistencia sobre los conflictos que ponen en peligro la convivencia podrían reflotar
algunas dudas respecto de lo dicho sobre el contractualismo. Marsilio alude a las potenciales
consecuencias de los conflictos en términos de la “separación de los ciudadanos” o, lisa y
llanamente, la “separación entre los hombres”.24 La aparente fragilidad de los vínculos
21 I iv, 4 [S 1816-21]; I v, 7 [S 2325-249]; I xv, 6 [S 8914-22]; I xvii, 3 [S 11331-1144]; I xix, 12 [S 13512-24]; II ix, 12 [S 2435-12].22 Cf. Gewirth (1951), p. 52.23 Los pasajes en que se refiere al surgimiento de estas luchas en términos de un pasado histórico efectivo son: DP I iv, 4 [S 1816-17]: “... eveniunt contenciones et rixe ...”; referido expresamente al “Ytalicum regnum”: I xix, 12 [S 13513]: “iniurie ac contenciones eveniunt”.24 Para “separacio civium” cf.: DP I v, 7 [S 245]; I xix 12, [S 13515-16] (en I xvii, 5 [S 1166]: “civium seccio et opposicio”; para “separacio hominum” cf.: DP I xv, 6 [S 8921]; I xvii, 3 [S 1143]; II ix, 12 [S 2439-10]. Cf. en I iii, 4 [S 1510].
110
sociales podría sugerir la escasa o nula naturalidad de los mismos, y la “separación” entre los
integrantes de la comunidad política podría entenderse como el retorno aun estado pre-
político. Sin embargo, la amenaza de la “separación” tiene en Marsilio un significado muy
preciso: las consecuencias de la generalización de los conflictos significa la disolución del
régimen político (politia) y, en cuanto tal, la pérdida del beneficio del mutuo intercambio de
obras y perfecciones provenientes de las diversas artes y oficios que nuclean la comunidad
política. Por ello, en último término, la consecuencia última de la serie de implicaciones es la
privación de la suficiencia de la vida. Marsilio hace suyo, con particular énfasis, el tópico
aristotélico en torno de las condiciones que aseguran la permanencia o estabilidad de la
comunidad política, tal como surge especialmente de los libros “sobre las revoluciones” o las
causas de corrupción de los diversos regímenes políticos.
Por último, cabe señalar, una vez más, que el objetivo último al cual atiende la
regulación de los actos transitivos, no es un elevado ideal de virtud congruente con los
alcances del “vivir bien” aristotélico, si no la modesta suficiencia de la vida, la capacidad de
bastarse a sí mismo en la satisfacción de las necesidades elementales de la vida. La
preservación del vínculo social y la permanencia del régimen político se orientan a la
consecución de tan primario fin.
Al concebir la acción de gobierno bajo los términos de la administración de justicia
sobre actos contenciosos, Marsilio debe adjudicarle igualmente una correspondiente fuerza
con la que aplicar la sanción y el castigo. La parte gobernante de la comunidad política cuenta
con una potestas coactiva. De hecho, cuando Marsilio explica la necesidad de una fuerza
armada no sólo se refiere a la defensa ante la agresión externa, sino también a la represión
sobre los “injuriosos”.25 Más adelante, al referirse a las disposiciones o cualidades personales
exigibles para el gobernante, añadirá a estos requerimientos subjetivos el contar con un
“órgano extrínseco” para ejecutar las sentencias sobre los rebeldes y desobedientes por medio
de una potencia coactiva.26 El gobernante es, pues, aquel que dispone de la potestas coactiva.
De aquí en más habrá que tener presente que para Marsilio, autoridad política es sinónimo de
autoridad coactiva. El poder político del gobernante cuya causa o fuente última intenta
establecer la primera dictio no es el del príncipe en cuanto conocedor de la ley, en cuanto
hombre prudente o moralmente virtuoso, sino el “príncipe en acto” y éste es el que dispone de
la potencia coactiva.27 El gobierno temporal que en la segunda dictio se le niega al sacerdocio,
y al cual, por el contrario, el sacerdocio debe estar sometido, es el de aquel que gobierna
según un iudicium coactivum.
25 Cf. DP I v, 8 [S 24].26 Cf. DP I xiv, 8 [S 82].27 Cf. DP I xv, 1 [S 8430-856].
111
Frente a una tradición medieval que ha argumentado la función del gobierno a partir de
su fin, y que ha elaborado el perfil de la acción del gobernante sobre la base de sus
condiciones o virtudes morales, Marsilio pone el énfasis en el aspecto externo de una función
represiva de actos con consecuencias negativas para la estabilidad del régimen político. Pero
esto no significa que Marsilio iguale la acción de gobierno a un mero acto de fuerza. La
represión de los desbordes de los actos transitivos implica una coacción ejercida conforme a
una “regla” o norma de justicia. Marsilio insistirá largamente en que el gobernante debe
actuar siempre conforme a leyes. Por lo demás, la potestas coactiva que detenta el gobernante
es legítima en la medida en que deriva del principio del que debe proceder. El fundamento
último de la coactividad residirá en la figura del legislador humano o la universitas civium o
su valentior pars. Precisamente porque la acción de gobierno está concebida como un acto de
fuerza ejercido con un fin entendido en términos estrictamente políticos, es que en su planteo
surge la pregunta por la legitimidad del ejercicio de la acción de gobierno.
La parte gobernante es la parte principal de la comunidad política: su función es
indispensable y no puede cesar nunca –a diferencia de la de las restantes–; por lo mismo, las
condiciones de aquel o de aquellos que la ejerzan tienen máximos requerimientos. La unidad
de esta parte gobernante es de vital importancia, y en relación con ella se determina hasta la
unidad de la comunidad política misma. Sobre todos estos detalles volveremos cuando
consideremos en particular la naturaleza y la acción de esta parte gobernante y, sobre todo, su
relación con la instancia fundante que la instituye y de la cual recibe su poder el legislador
humano. Por el momento, nos hallamos en el contexto de la delimitación del conjunto de las
partes de la comunidad política y, en tal contexto, si bien esta parte es una prima pars con una
función destacada, no deja de ser una parte integrante de la comunidad política. Veremos
luego en qué medida en el pensamiento político de Marsilio hay una transición del tratamiento
integral de la totalidad constituyente de la comunidad política a la unidad funcional del
instancia gobierno que la rige. Lo que ahora corresponde tratar son los problemas derivados
de la fundamentación de la necesidad de otra parte integrante de la comunidad política que la
causa de discordia superpone con la acción de la parte gobernante: la parte sacerdotal.
(ii) El origen sobrenatural del sacerdocio
Para Marsilio, el surgimiento de la comunidad civil es, a la vez que la consumación de
un hecho histórico, la necesidad de un convencimiento racional que se impone a quien
112
considera las condiciones necesarias para la obtención de la suficiencia de la vida. Es por ello
que presenta a la comunidad política como una “conclusión” de los filósofos “gloriosos”,
conclusión obtenida a partir del vivir bien en este mundo. Puesto que para Marsilio, el
surgimiento de la comunidad política no es otra cosa que la perfecta diferenciación de sus
partes, la conclusión de la necesidad de la comunidad civil implica la conclusión sobre la lista
completa y acabada de las necesidades que dan origen a cada una de sus partes u oficios. Sin
embargo, en el caso particular de la parte sacerdotal, esto representa un problema. En efecto,
respecto de la necesidad de la parte sacerdotal, dice Marsilio, no todos opinaron de manera
concordante como en el caso de las restantes partes de la comunidad política. La causa de esto
fue que la causa primaria y verdadera de su necesidad no pudo comprenderse por
demostración ni fue de las cosas manifiestas por sí mismas. Esto no significa que no haya
habido acuerdo acerca de la importancia de instituir una clase dedicada al culto y honra de
Dios, visto que en la mayor parte de las religiones o sectas se distribuyen premios a los
buenos y castigos a los malos en la otra vida.28
Pero aparte de estas causas indemostrables, los filósofos han argumentado otras causas
de la transmisión de leyes divinas, relacionadas con la vida presente. Marsilio reproduce así la
argumentación de los filósofos de la antigüedad acerca de la necesidad de la parte sacerdotal,
lo cual no significa que por ello vaya a aprobarla. La causa de la introducción de leyes divinas
y de religiones, tal como consta según figuras como Hesíodo o Pitágoras, fue “la bondad de
los actos humanos”, tanto los singulares (monasticorum) como los civiles, en razón, una vez
más, de sus implicancias para el mantenimiento de la paz o tranquilidad de las comunidades
de la cual depende la suficiencia de la vida en este mundo. Con el fin de inducir a los hombres
a practicar la virtud y rehuir los vicios, especialmente en aquellos actos que la ley no puede
probar, pero que no podrían quedar ocultos a los ojos de Dios, los legisladores y hombres más
sabios entre los antiguos idearon creencias acerca de una vida futura donde se castigarían las
faltas y se recompensaría a los virtuosos, y transmitieron toda una serie de fábulas como v.g.,
la reencarnación en animales, la condena en lugares fantásticos como el Tártaro, etc.; en
función de esas creencias, se instituyeron cultos y sacerdotes de tales doctrinas.29
Esta es, pues, la deducción de la necesidad de la institución del sacerdocio en la
comunidad política que se puede alcanzar racionalmente y a partir del vivir bien en este
mundo. Esta deducción “natural” del sacerdocio culmina, a juicio de Marsilio, en el
sacerdocio de los gentiles. Este sacerdocio pertenece a religiones y cultos que contienen
conocimientos erróneos acerca de Dios y la felicidad ultraterrena, porque son mera obra de la
imaginación humana y del seguimiento de falsos profetas, fuera de la fe católica y su doctrina 28 Cf. DP I v, 10 [S 25].29 Cf. DP I v, 11-12 [S 26-28].
113
basada en la Biblia. La correcta explicación del verdadero sacerdocio, el sacerdocio cristiano,
ha de buscarse, pues en otra forma.30
El capítulo sexto introduce una solución de continuidad en la metodología y el estilo de
la primera dictio. En pleno contexto de una sección a la que se le había asignado la
demostración racional a partir de principios naturalmente evidentes, bajo el permanente signo
del concepto del vivir bien temporal o de la vida suficiente de este mundo, irrumpe un largo
capítulo que comienza con el estado de Adán en el paraíso, la caída y, a continuación, efectúa
una síntesis de todos los hitos de la economía de la salvación. El primer hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios, al pecar, corrompió su estado de inocencia o gracia original y,
en consecuencia, se vio privado de la felicidad eterna a la que Dios lo había destinado. Para
redimir al género humano, y revertir las consecuencias del pecado original, Dios, en su
infinita misericordia, arbitró todos los medios para su salvación. Obrando “como experto
médico”, procedió de lo más fácil a lo más difícil, prescribiendo exigencias para poner a
prueba la obediencia de los hombres, como el rito de sacrificios hasta los tiempos de
Abraham, o luego de él la circuncisión; posteriormente, estableció los preceptos de la ley
mosaica, ordenados a la vida en este mundo y en el futuro, en orden a purgar parcialmente la
penas y preservarse de la condenación, aunque sin alcanzar por ello la felicidad eterna.
Finalmente, para salvación del género humano, envió al mundo a su Hijo, y a través de El
instituyó la ley evangélica, y con ella ciertos ministros encargados de administrar los
sacramentos y proporcionar todo los medios necesarios para la consecución de la felicidad
humana en el otro mundo.31
La causa final del sacerdocio verdadero o sacerdocio cristiano fue la enseñanza de
aquellas cosas que, conforme a la ley evangélica, es necesario creer, hacer u omitir para
obtener la salud eterna y evitar la miseria eterna. La demostración apela expresamente, pues,
al vivir bien eterno, aquel que sabemos es “de las cosas no manifiestas” y que puede
conocerse únicamente con el recurso a la Revelación. Es evidente que esto implica una
contradicción expresa con las pautas metodológicas asignadas a la primera dictio. Más allá de
esta inconsecuencia atribuible a Marsilio, sería un error considerar esta apelación al vivir bien
eterno como un lapsus intrascendente que no estuviera previsto dentro del plan general de la
estructura argumentativa. Desde un principio Marsilio tiene clara conciencia de que hará la
deducción de la lista completa de las partes de la comunidad política partiendo de las dos
especies del vivir bien. Ya al comenzar el capítulo quinto, después de retomar la distinción
entre el vivir bien terrestre y el eterno, Marsilio anticipa que “de estos modos de vivir,
deseados por el hombre como fines, asignaremos la necesidad de la distinción de las partes de 30 Cf. DP I v, 14 [S 28].31 Cf. DP I vi, 1-7 [S 28-32].
114
la comunidad civil.”32 Y aún antes, en la presentación en general, al aludir a la necesidad de la
parte sacerdotal había expresado una clara diferencia con las restantes: fuera de los casos
anteriores, que sólo atienden a la necesidad de la vida presente, hay otra cosa que requieren
los integrantes de la comunidad en vista del estado de la vida futura, prometido al género
humano por revelación sobrenatural de Dios.”33
La comparación de los procedimientos por los cuales se llega a la justificación de la
parte gobernante y de la parte sacerdotal respectivamente, anticipan ya la clave de la solución
de la relación entre ambas partes, en orden al objetivo teórico-político de la refutación de la
causa de discordia. Mientras la función de la parte gobernante ha sido legitimada en términos
de una potestas coactiva a ejercer en este mundo, la función de la parte sacerdotal ha sido
concebida en términos de la enseñanza o transmisión de los consejos necesarios para adquirir
la felicidad en el otro mundo. La parte gobernante de la comunidad política es la única a la
que le corresponde propiamente el poder político concebido como una potestas coactiva; el
sacerdocio carece de este tipo de facultad. Marsilio repetirá a lo largo de toda la segunda
dictio que el sacerdote es “juez” no en el sentido en que el término significa poseer una
jurisdicción coactiva, sino en cuanto el término significa el “experto”, “perito” o entendido en
una cierta materia.34 El sacerdote tendrá la capacidad de “enseñar” o recomendar los preceptos
necesarios para alcanzar la felicidad, y no para la presente, sino para la futura. Por lo mismo,
en los asuntos temporales deberá reconocer la autoridad y someterse al que gobierna según un
juicio coactivo en este mundo.
Sin embargo, hay que señalar que el reconocimiento del origen sobrenatural del
sacerdocio en pleno contexto de la primera dictio, plantea una consecuencia mucho más grave
que las incoherencias a las que no puede escapar Marsilio en su adhesión al carácter cristiano
de la sociedad. Se trata de una dificultad que se vuelve en contra de los objetivos principales
de toda su construcción teórica. En efecto, nos hallamos ante el siguiente problema: si la
finalidad que explica el establecimiento de la “parte sacerdotal” de la comunidad política
pertenece a un orden superior a la finalidad de las restantes partes de la misma –incluida
entre ellas la parte gobernante–, ¿cómo evitar la tendencia a considerar la supremacía de
aquélla sobre ésta? Si el fin al cual responde el sacerdocio –la felicidad sobrenatural y eterna–
es reconocido como de una jerarquía superior al fin al cual responde el gobierno –la felicidad
32 Cf. DP I v, 2 [S 2029-215]: “Quod quidem vivere duobus modis determinabimus prius: uno namque vita seu vivere huius seculi, mundano videlicet; alio vero vita seu vivere alterius seculi sive futuri. Ex quibus siquidem vivendi modis, desideratis homini velut finibus, assignabimus necessitatem distinccionis parcium communitatis civilis.” (subr. nuestro).33 Cf. DP I v, 4 [S 193-8]: “Extra hec autem iam dicta, que solum necessitati presentis vite succurrunt, est aliud, quo indigent communicantes civiliter pro statu futuri seculi, per Dei revelacionem supernaturalem humano generi promisso ...”34 Cf. DP II vi, 12; II vii, 4; II ix, 2, 3; II x, 9.
115
natural política–, ¿cómo evitar que la jerarquía de los fines se traslade a la investidura de las
respectivas autoridades que atienden esos dichos fines? En cuyo caso, ¿cómo no considerar
que la jurisdicción de la autoridad superior es más amplia y más abarcadora que aquella que
ha sido reconocida como inferior? En otras palabras, ¿cómo refutar la tesis hierocrática de la
plenitud de poder papal, que, en el fondo, no hace sino deducir de la superioridad del orden
espiritual sobre el natural, y del fin eterno sobre el fin temporal, la superioridad de la
jurisdicción papal sobre la jurisdicción del gobierno temporal?
La clave de la solución a este problema reposa en una distinción que Marsilio introduce
en el tratamiento de las causas de las partes de la comunidad política: la distinción entre
dichas partes en cuanto habitus y en cuanto officia de la comunidad política
II. Las restantes causas de la comunidad política: materiales, formales y eficientes.
Las diversas partes de la comunidad política no eran otra cosa que la diversidad de artes
y oficios perfectamente diferenciados que surgen en ella en orden a alcanzar la suficiencia de
la vida. Ahora bien, cada una de estas artes u oficios puede ser considerada en cuanto
constituye un habitus del cuerpo y del alma, esto es, en cuanto representa una disposición
presente en cada uno de los individuos que se han ejercitado en tal arte, o bien puede ser
considerado propiamente como un officium de la comunidad política, como uno de los
estamentos u órganos activos que son instituidos en ella para desempeñar una determinada
función dentro de la comunidad. Esta distinción la aplica Marsilio a cada una de las cuatro
causas de las partes de la civitas; así v.g., las causas finales de dichas partes en cuanto son
habitus del cuerpo y del alma son “las obras que provienen inmediatamente de dichos
hábitos”, mientras que sus causas finales en cuanto representan officia determinados e
instituidos en la comunidad política son “los beneficios y las suficiencias que perfeccionan las
acciones y pasiones humanas, provenientes de las obras de dichos habitus.” Por caso, la obra
que es fin o acto del habitus militar es la guerra; a través de ella se adquiere y se conserva la
libertad, que es el beneficio o suficiencia por cuya razón la parte militar es instituida en la
comunidad. Similarmente, la obra o el fin del arte de edificación es la casa, de la cual
proviene para los hombres la protección de las inclemencias del tiempo, que es la razón o el
fin la institución de dicho oficio.35
35 Cf. DP I vi, 10 [S 33-34].116
Esta distinción entre habitus y officium se aplica, pues, al tratamiento de cada una de las
restantes causas a considerar: la material, la formal y la eficiente. Este tratamiento es bastante
sumario, al menos en comparación con el que ha exigido el de las causas finales; pero no es
menos cierto que la consideración de la causa eficiente dará lugar a un largo desarrollo sobre
las figuras del legislador humano y del gobierno en la segunda mitad de la primera dictio.
Marsilio considera, en primer lugar, la causa material. En cuanto constituyen habitus del
alma, las causas materiales de las partes de la comunidad política son los hombres mismos
inclinados por disposición natural, desde su nacimiento, hacia el ejercicio de diversas artes y
disciplinas. Marsilio traza el singular cuadro de una naturaleza que “nunca es deficiente en lo
necesario”, y provee continua y convenientemente el “material humano” necesario para
constituir las diversas artes y disciplinas necesarias para la suficiencia de la vida en la
comunidad. Por ello la naturaleza produce algunos individuos con aptitud e inclinación a la
agricultura, otros con aptitud e inclinación para la milicia; y no un solo individuo para una
determinada clase de arte, sino muchos para cada una, tal como la suficiencia lo requería. En
cuanto representan officia de la comunidad política, las causas materiales de sus partes son
esos mismos hombres pero considerados como ya “habituados” por el ejercicio de las
respectivas artes y disciplinas en relación con las cuales se establecen los diversos órdenes o
partes de la comunidad política.36
La articulación que ya habíamos analizado entre la acción causal de la naturaleza y la
institución racional humana se revela aquí nuevamente. La visión optimista del naturalismo
marsiliano alcanza aquí un punto culminante. Aquella misma naturaleza que antes mostraba
sus limitaciones al permitir la condición de indigencia inicial del hombre, ahora se revela
como una naturaleza “generosa” que produce por sí misma las disposiciones e inclinaciones
necesarias para constituir los diversos géneros de artes y oficios que suplen aquella
indigencia. Se trata de una verdadera “armonía preestablecida” entre los requerimientos de la
institución racional de la comunidad política y el aporte de la naturaleza. La comunidad
política es el resultado de esta armoniosa interacción entre la producción natural de aptitudes
e inclinaciones humanas y la institución racional de los oficios necesarios dentro de la
comunidad política.
Respecto de las causas formales de las partes de la comunidad política, en cuanto son
habitus de la mente humana, no han de buscarse más allá de esos mismos habitus: en efecto,
ellos constituyen las formas que completan o perfeccionan las inclinaciones humanas
existentes por naturaleza; en cuanto officia instituidos en la comunidad son los preceptos de la
36 Cf. DP I vii, 1 [S 34-35].117
causa eficiente transmitidos o impresos en aquellos que han sido destinados a ejercer un
determinada obra en la comunidad.37
Por último, resta considerar la causa eficiente. En cuanto habitus del alma, hay que
remitirla a las mentes y voluntades de los hombres, que se expresan a través de sus
pensamientos y deseos, con el eventual concurso de algún movimiento o el ejercicio de
órganos corporales. En cuanto officia instituidos en la comunidad, Marsilio se ve obligado a
anticipar una serie de precisiones:
“Ipsorum [sc. officiorum] vero causa efficiens, secundum quod partes sunt civitatis, est humanus legislator frequenter et in pluribus, licet olim raro et in paucissimis cuiusdam aut quarundam causa movens immediata fuerit Deus absque humana determinacione, sicuti 9º huius dicetur, et 12º et 15º 2e de hiis amplius apparebit. De sacerdocio vero diversa quedam institucionis est racio, de qua 15º et 17º secunde dicetur utique sufficienter.”38
Como vemos, el tratamiento de la causa eficiente requiere aclaraciones fundamentales
respecto de las dos partes de la comunidad política que hemos tratado separadamente: el
gobierno y el sacerdocio. En efecto, el legislador humano –cuya figura aparece aquí por
primera vez en la economía argumentativa de la primera dictio– es causa eficiente de las
partes de la comunidad política frecuentemente y en la mayor parte de los casos:
excepcionalmente su causa agente inmediata es Dios. La referencia al capítulo noveno y
duodécimo de la primera dictio apunta a los pasajes en que Marsilio traza la distinción entre la
institución del gobierno o de la ley “de la cual puede haber convencimiento por demostración
racional” y aquella que se tiene “por simple creencia”. Extraordinariamente Dios actúa en
forma inmediata, estableciendo para un determinado pueblo un gobierno, como lo hizo con el
pueblo judío en la persona de Moisés. Regularmente y en la mayor parte de los casos la
institución del gobierno proviene inmediatamente del arbitrio humano, aunque puede
reconocerse que Dios actúa allí como causa remota.39
En cuanto al sacerdocio verdadero, hay otra razón de su institución. La referencia
apunta, en este caso, a capítulos claves de la segunda dictio en donde se proyecta la diferencia
entre el sacerdocio como habitus, y como officium establecido dentro de la comunidad
política. Tal como se ha reconocido, el “sacerdocio verdadero” o cristiano tiene un aspecto
que remite a un origen sobrenatural, y que Marsilio relaciona propiamente con el orden
sagrado. En cuanto habitus del alma, la causa eficiente propia e inmediata es Dios, quien
37 Cf. DP I vii, 2 [S 36].38 DP I vii, 3 [S 3615-22].39 Cf. DP I ix, 2 [S 39-40]; cf. I xii, [S 62].
118
imprime un “carácter” en el alma de quien lo recibe. De esta forma se constituye el que
Marsilio denomina “sacerdocio por sí” o esencial, o aspecto “inseparable” del sacerdocio, y
que comprende la “potestad de las llaves” cedida por Cristo a Pedro. Marsilio interpretará el
alcance de esta autoridad –a diferencia de la interpretación papal– como ceñida
exclusivamente al poder de remisión de los pecados en el sacramento de la confesión, y el
poder de transubstanciación de pan y vino en cuerpo y sangre de Cristo en la eucaristía. Como
es obvio, este tipo de autoridad es distribuida por igual entre todos los sacerdotes sin distin-
ción especial de jerarquía.40 Pero es sabido que el sacerdocio no siempre se agota en estas
funciones. Existe otro tipo de autoridad, a la cual –por oposición a la anterior– Marsilio
sugestivamente denomina el sacerdocio “por accidente” o no esencial, o el aspecto
“separable” del sacerdocio, por el cual se otorga cierta “preeminencia” a unos sobre otros para
dirigir lo relativo al culto, y ordenar y distribuir los bienes temporales necesarios para este
ministerio, autoridad sobre la cual se construye todo el edificio de la jerarquía eclesiástica.41
Este aspecto constituye el sacerdocio en cuanto officium instituido en al comunidad. Y he aquí
la gran respuesta de Marsilio: mientras que el primer aspecto esencial o inseparable del
sacerdocio ha sido instituido directamente por Dios y mediante una acción sobrenatural, este
segundo tipo de autoridad tiene para Marsilio un origen histórico y remite en tal sentido a un
fundamento humano.
Al comienzo, en los tiempos de la Iglesia primitiva, el conjunto de los fieles cristianos
era muy reducido y el número y la proporción de las tareas necesarias relativamente simple.
Durante esa época –según la revisión histórica de Marsilio– los sacerdotes eran todos iguales
entre sí, y no había distinción alguna de jerarquía como la que ahora hay entre el sacerdote o
diácono y el obispo. Pero con posterioridad, al extenderse la Iglesia, y multiplicarse las tareas
administrativas relativas al culto, fue conveniente que la comunidad otorgase un cierto poder
jurisdiccional a algunos sacerdotes destacados –más tarde denominados obispos– para que
mandasen a otros y supervisasen sus acciones. Este tipo de autoridad, por tanto, surgió de una
necesidad histórica, y en la medida en que implica el ejercicio de cierta autoridad “doméstica”
sobre otros miembros de la comunidad civil, y más allá del alcance de la esfera sobrenatural
del sacerdocio esencial, no puede concluirse sino que fue instituida por la máxima autoridad
política humana con competencia en dicha comunidad, el legislador humano.42
El uso que Marsilio hace de la distinción entre el sacerdocio como habitus y como
officium –distinción que se corresponde con la tradicional división entre la potestas ordinis y
40 Cf. DP I xix, 5; II xv, 2-4.41 Cf. DP I xix, 6; II xv, 6-7.42 Cf. DP II xv, 5-6 [S 329-31].
119
la potestas iurisdictionis43–, acierta así con la necesidad de desvincular la dimensión religiosa
y sobrenatural de la institución sacerdotal de la función “pública” que pueda caberle en tanto
officium que se desenvuelve en el ámbito de la comunidad civil. Al reconocer un origen
sobrenatural en el aspecto esencial o inseparable del sacerdocio, se garantiza su condición de
único y auténtico sacerdocio verdadero, o de sacerdocio cristiano, en congruencia con la
comunidad a la cual pertenece como comunidad política “fiel”. Pero por otra parte, en su
aspecto no esencial, o su potestad jurisdiccional, el sacerdocio no deja de ser una “parte” o
componente más de la comunidad política: y en cuanto tal, se halla integrado dentro de ella,
subordinado a su cabeza directiva –la parte gobernante–, y en última instancia, al que se
revelará como fundamento de toda autoridad política humana en este mundo: la figura del
legislador humano.44 Como ya se ha anticipado, el legislador humano es causa eficiente de la
ley, al tiempo que es la causa eficiente de la parte principal o gobernante, y ésta lo es de las
restantes partes de la comunidad política45, incluida entre ellas la parte sacerdotal en cuanto
officium de la ciudad. Como responsable de la institución y del adecuado funcionamiento de
las partes de la comunidad política, la parte gobernante es causa y garante de la paz, y todo
impedimento o estorbo a su tarea pone en peligro la estabilidad y la permanencia de la
comunidad política. Así es como la pretensión de la doctrina de la plenitud de poder papal
muestra su naturaleza oculta de causa de discordia.
III. Funcionalismo comunal y corporativismo
Cuando hace su presentación de las seis partes que integran la comunidad política
Marsilio distingue, de un lado, la milicia, el sacerdocio y el gobierno, como partes de la
comunidad política “en sentido estricto” (simpliciter), y que comprenden la honorabilitas; del
otro, las restantes, que son partes “en sentido amplio” (large), y comprenden el vulgus.46
Como ocurre con frecuencia, allí donde Marsilio parece seguir el texto aristotélico introduce
una lectura que modifica substancialmente su espíritu. Aristóteles traza justamente una clara
distinción entre las “condiciones necesarias” o aquellos elementos “sin los cuales” la pólis no
podría existir, y las “verdaderas” partes constitutivas de la pólis. Las verdaderas partes pueden
contarse como elementos necesarios pero no se confunden con ellos.47 La distinción apunta a
cualificar la condición de ciudadano –al menos en el mejor régimen– de tal suerte que se
excluye de ella a los labradores y artesanos, en razón de que no pueden llevar una vida
virtuosa ni disponen de ocio.48 Marsilio, por el contrario, por más que reconozca la especial
43 Cf. infra, p. 254.44 Cf. DP II xvii, 9.45 Cf. DP I xv.46 Cf. DP I v, 1 [S 2021-23].47 Cf. Pol. VII 8, 1328b2-4; cf. VII 9, 1329a34-39. Cf. IV 4, 1291a23-28.48 Cf. ibid. 1328b33-1329a2.
120
cualificación de la honorabilitas, diluye la diferencia entre partes verdaderamente
constitutivas y condiciones necesarias, puesto que la fundamentación de su existencia en la
comunidad política se basa en su contribución respecto de las necesidades de la suficiencia de
la vida, y no, como en Aristóteles, por su contribución a un “vivir bien” que implique un
modelo de virtud. Por lo demás, aún cuando Marsilio aplique ciertas restricciones al concepto
de ciudadano, en la multitud legisladora estarán claramente incluidos los sectores no
cualificados por su instrucción, en referencia expresa al vulgus.49
Si bien este delineamiento de las partes de la comunidad política parece seguir la lista
de las partes de la pólis aristotélica, no sería descabellado querer ver en el tratamiento
marsiliano una acomodación de este esquema abstracto tal como resulta del texto latino de la
Política a las peculiaridades de la estructura socioeconómica de la sociedad medieval. Por una
parte, si en la composición de la honorabilitas se cuentan la nobleza y el clero –a los que
sumaría eventualmente la monarquía bajo la figura del principans–, y si comprendemos al
vulgus como identificando fundamentalmente al campesinado, fácilmente obtenemos los
grandes rasgos del perfil estamentario de la sociedad medieval. En otra dirección, sería
tentador querer ver, por ejemplo, en la delimitación de una pars pecuniativa con la clara
función de administrar la preservación y la disponibilidad de los recursos en vistas de
necesidades futuras, y explícitamente relacionada a “la custodia del dinero, con el cual se
intercambian todas las cosas”50, el reflejo de la importancia creciente de la actividad
financiera y bancaria en la baja Edad Media o, incluso, como afirma Quillet, “un eco aún
balbuceante de la teoría de la acumulación primitiva del capital.”51
Más allá de estas referencias históricas, la interdependencia de funciones que caracteriza
a la estructura de la comunidad tal como teóricamente la expone Marsilio ha sido definida por
Nederman como un “funcionalismo comunal”. A la base de esta concepción estaría la
pretensión de que la comunidad “no está compuesta, en primera instancia, de individuos o
ciudadanos, sino más bien de grupos o partes funcionales, distribuidas según la naturaleza de
su contribución al todo comunal”.52 Se trataría de una concepción orgánica de la vida social en
la que se define la participación en la comunidad como resultado directo de la contribución, a
través de la realización de una tarea específica, al bienestar y la salud del todo. No obstante,
este funcionalismo no tendría, en Marsilio, la finalidad de trazar una jerarquía de funciones
tendiente a excluir a algunas partes de la intervención en la vida pública o destacar otras con
un papel preponderante en el gobierno, sino por el contrario, reconocer la capacidad y el
49 Cf. infra, p. 202.50 Cf. DP I v, 9 [S 2514-16].51 Cf. Quillet (1970), p. 82, y n. 34.52 Cf. Nederman (1995), pp. 54-55.
121
derecho de cualquier miembro o segmento de la sociedad en la determinación del bien común
en el cual todos están comprometidos.
En la interpretación de Nederman, el delicado equilibrio entre la diversidad de aportes
de cada órgano funcional igualmente requeridos por la comunidad se vuelve problemático. De
un lado, el fin de cada segmento social debe ser la realización de su tarea específica y, en tal
sentido, el objetivo de sus miembros es un bien parcial y privado exclusivo de ellos y que
puede, en principio, entrar en conflicto con los objetivos de otros segmentos. Del otro lado,
ninguna parte de la comunidad puede sobrevivir sin la cooperación de las otras partes: la
intercomunicación de funciones es necesaria para el sostenimiento mismo de la multiplicidad
de partes. Marsilio no quiere negar la relativa autonomía que hay que proporcionar a cada una
de las secciones de la comunidad; pero al mismo tiempo, quiere evitar el potencial conflicto
que existiría si la regulación pública de las partes estuviera ausente. A tal efecto se trazaría la
distinción entre habitus y officia. El habitus, una cierta cualidad que orienta al individuo hacia
ciertas funciones definidas, está determinado naturalmente y, en cuanto tal, fuera de los
límites de la determinación pública y sin conexión directa con las demandas de la comunidad
política. Al mismo tiempo, las funciones resultantes de los habitus son ejercidas en el
contexto de la comunidad política, y deben ser guiadas y conducidas hacia el bienestar de la
comunidad. En este sentido son officia, sujetas a la dirección del cuerpo entero de ciudadanos
“In other words, as models of habitus, these functions are essentially particularistic in
character, taking their functional goals as their purpose. As officia, they are public-regarding
and therefore contribute to an end beyond themselves.”53
Nederman acierta cuando advierte que la noción de habitus tal como la emplea Marsilio
retrocede sobre el alcance teleológico del concepto aristotélico. Marsilio reorienta las
relaciones entre naturaleza y habitus, pues el habitus es considerado como una disposición
fuertemente determinada por la naturaleza, mientras que en Aristóteles la naturaleza sólo
engendra disposiciones que pueden ser cultivadas por la práctica y la educación. Así, mientras
el fin de la pólis ideal de Aristóteles es modelar un ideal de virtud para todos los ciudadanos,
la civitas marsiliana se desentiende de esta preocupación y se limita a promover una
pluralidad de funciones de las cuales emerge el bienestar público. Con ello, según Nederman,
Marsilio debilita los alcances universalistas del concepto aristotélico del bien común: mientras
que para Aristóteles el bien común debe ser esencialmente el mismo bien para todos los
ciudadanos, para Marsilio el bien común está filtrado a través del prisma de múltiples
disposiciones especializadas, todas las cuales contribuyen en particulares y discretas formas a
la realización del beneficio público. “Consequently, Marsiglio’s notions of the public welfare
53 Cf. ibid. pp. 56-57.122
and its construction are far more pluralistic than anything envisioned by Aristotle: community
is defined not strictly by identity but rather by difference within identity. Virtue, which is
general, gives way to function, which is specialized. Hence, the concern of the community
and its leaders becomes the realization of natural inclinations to perform specific tasks,
instead of the promotion of the practices and ultimately knowledge associated with morally
good character and conduct.”54 La comunidad política de Marsilio resulta así, en la visión de
Nederman, una sociedad integrada sobre la base de una identidad mínima, y sostenida más
bien por la afirmación de sus diferencias: “The fully developed Marsiglian corporate
community of citizens (universitas civium) is a fragile construct, whose members share an
identity arising from the common agreement to the terms of political life. Membership in the
civil body, however, does not imply obliteration or denigration either of the individual
identities of citizens or of their grouping into functional officia. Indeed, one might imagine
that, most of the time, the citizens of Marsiglio’s community would relate to one another on
the basis not of what they have in common –their civic identities– but of what distinguishes
them from one another as paterfamilias and socio-economic agent.”55
Si bien muchos de los aspectos del funcionalismo comunal que describe Nederman no
dejan de ser pertinentes, varios puntos son discutibles. Por lo pronto, no parece atinado
relacionar la justificación de la intervención reguladora y judicativa de la parte gobernante
con la problematicidad de esta interdependencia de funciones. Marsilio en ningún momento
parece plantear un “conflicto de intereses” entre los fines particulares de cada una de las
partes funcionales y los requerimientos generales vistos desde la perspectiva de la comunidad.
La conflictividad que exige el establecimiento del gobierno y la administración de justicia es
la conflictividad inherente a las relaciones humanas mismas. Aquellas “luchas” que
eventualmente podían sobrevenir en la comunidad civil no son presentadas como un conflicto
que surge entre clases, sino como un conflicto que tiene lugar entre hombres o ciudadanos
en tanto y en cuanto se ven expuestos a la convivencia. Una prueba de ello es que estos
conflictos también se dan entre los integrantes de la precaria domus, y en la vicus que aún no
conoce la división de funciones.56 Lo que distingue la situación de ambas respecto de la
comunidad política acabada no es la naturaleza de los conflictos, sino la diversidad de
procedimientos o de regímenes a través de los cuales dichos conflictos son regulados y
sometidos a medida: en la casa no hay una vindicación de las injurias mediante una regla de
justicia, sino librada al arbitrio del paterfamilias, y en la vicus sólo hay una ordenación de lo
54 Cf. ibid. p. 61.55 Cf. ibid. p. 66.56 Cf. DP I iii, 4 [S 145-20] (cf. “domesticas iniurias”: ibid. [S 1413].
123
justo y de lo injusto mediante un dictamen general de la razón, sin ley positiva, ante la mayor
falta de “experiencia humana” sobre el particular.57
En igual sentido, Nederman va quizá demasiado lejos cuando aproxima la
especialización de las funciones dentro de la comunidad política a un “reconocimiento de la
diferencia o de la diversidad”. En verdad, detrás de la especialización de funciones no hay
tanto el trazado de una “comunidad definida por la diferencia dentro de la identidad” cuanto
una transposición del modelo organicista a la estructura corporativa medieval en la cual la
participación en la comunidad no es libre, sino que está mediada y determinada por la
inclusión en un determinado grupo o estamento social. Este matiz se advierte claramente
cuando se pasa de la consideración de las causas finales que muestran las necesidades en vista
de las cuales ha surgido la pluralidad de oficios, a la consideración de las causas eficientes de
su institución.
Marsilio había anticipado que la causa eficiente de las partes de la comunidad política
en cuanto officia de la misma es, regularmente, el legislador humano. En verdad, se trata de la
causa eficiente primera y propia de su institución, actuando como causa secundaria
instrumental o ejecutoria la parte gobernante, en virtud de la autoridad concedida por el
legislador. Cuando Marsilio se explaya sobre el modo de acción de esta institución, aclara que
el gobernante debe estatuir las partes y oficios “a partir de su materia conveniente”,
seleccionando los hombres cualificados por diferentes habitus o aptitudes naturales para tales
artes y oficios. Para Marsilio, es norma o ley en los regímenes políticos “bien instituidos” el
designar para los distintos oficios a los hombres que poseen habitus operativos convenientes,
y a los que no los poseen –los jóvenes–encomendarlos al aprendizaje de la disciplina
conveniente según su inclinación natural.58 De tal forma, en un régimen político bien
organizado, la inclusión en un cierto oficio no es libre, sino que está dictada por la
conveniencia pública y la necesidad de cubrir completa y ordenadamente todas las ventajas y
beneficios que los respectivos oficios deben aportar:
“Propter quod nec licitum est alicui pro libito sibi assumere officium in civitate, maxime advenis. Non enim debet nec racionabiliter potest pro voto quilibet se convertere ad militare vel sacerdocium exercendum, neque debet hoc permittere principans; nam ex hoc contingeret insufficiencia civitati eorum que per alia officia procurari necesse est. Verum ad talia debet principans determinare personas, parcium quoque seu officiorum ipsorum quantitatem et qualitatem secundum numerum et potenciam et huiusmodi reliqua, ne propter ipsarum excessum invicem immoderatum contingat policiam solvi ...”59
57 Cf. DP I iii, 4 [S 1421-1510].58 Cf. DP I xv, 8 [S 91].59 DP I xv, 10 [S 925-15].
124
Como vemos, es función de la parte gobernante articular la disponibilidad del “material
humano” de aptitudes e inclinaciones con los diversos oficios que es necesario establecer en
la comunidad política. Demás está decir que aquí no hay lugar para una rigurosa inspección
de celosos funcionarios preocupados por determinar la pertenencia de los habitantes a una
“raza de oro, de bronce, etc.”, tal como se la figura la república platónica. Más bien habría
que ver, detrás de la formulación de esta “selección de individuos” según sus capacidades
naturales, la legitimación teórica de un orden social jerarquizado sobre la base de una
estructura fuertemente corporativa, que condiciona la inclusión de los individuos a un grupo o
estamento social con funciones definidas. La “institución” de los oficios por parte del
gobernante no es otra cosa que la promoción y la preservación de dicho orden. Por lo demás,
la supervisión del funcionamiento de las partes que lleva a cabo la parte gobernante se
extiende tanto “a las personas”, como a la “cantidad y calidad de los oficios”, y “según su
número y potencia”: es decir, el gobernante debe determinar cuántas y qué clase de personas
deben ocupar los diversos oficios, y debe establecer cada uno de éstos en calidad y número,
cuidando de balancear la fuerza respectiva de su composición. Así por ejemplo, la “potencia
armada” debe ser superior a la de cualquier ciudadano aislado o a una pluralidad de
ciudadanos, pero no mayor que la multitud de ellos.60
La fundamentación de la necesidad de la intervención del gobierno en la determinación
de los oficios no se aparta del marco general constantemente invocado por Marsilio: si así no
ocurriera, podría acontecer una insuficiencia para la comunidad civil, insuficiencia derivada
de la eventual carencia de algunas funciones o, la superposición inconveniente de otras. Una
politia, es decir, un régimen bien templado o constitución correcta de la comunidad política,
es aquella que posee el adecuado balance entre las funciones necesarias para la vida
suficiente. Si cada ciudadano eligiera el oficio que quisiera, uno o varios, sin la debida
regulación o separación entre los mismos, sobrevendrían múltiples inconvenientes que deben
ser evitados.61 Pero la preocupación por el adecuado “equilibrio” en la composición de las
partes de la comunidad política tiene, como ya sabemos, su sentido explícitamente polémico.
Marsilio se apoya en los ecos organicistas de un pasaje del libro V de la Política –el libro
“sobre las revoluciones”–, en el que se alude a la necesidad de que, tal como ocurre con el ser
vivo, ninguna de las partes de la pólis “crezca demasiado” o fuera de la proporción
conveniente. Si alguno de los miembros del animal llegara a crecer desproporcionadamente,
podría transformarse en otra especie; del mismo modo, a veces alguna de las partes de la pólis
crece inadvertidamente, explica Aristóteles, “como la multitud de pobres en las
60 Cf. DP I xiv, 8 [S 8222-838].61 Cf. DP I xvii, 7 [S 1174-7].
125
democracias”62, y añade Marsilio: “et sacerdocium in lege Christianorum.”63 La institución y
debida regulación de los oficios por obra de la parte gobernante es la garantía de un
interacción recíproca y de su orden propio: el “crecimiento desproporcionado” de un miembro
“monstruoso” es el de un sacerdocio que ha alterado sus funciones y se ha arrogado un poder
que no le pertenece, poniendo en riesgo la “salud” del gran viviente que es la comunidad
política.
El desplazamiento del discurso marsiliano desde un inicial plano explicativo hacia el
plano preceptivo no se agota en la exigencia de la subordinación del sacerdocio al poder
político. Marsilio no se limita a hacer un panfleto que exalte a cualquier precio la figura del
gobernante temporal y denuncie los atropellos cometidos contra su sagrada figura. Hay
también una serie de exigencias preceptivas que hacen al buen desempeño y a la debida
institución del gobernante temporal. O, en todo caso, una defensa de la autonomía del
gobierno temporal no estará completa hasta tanto no muestre en profundidad la legitimidad de
la acción y del origen del gobernante temporal. La normatividad que alcanza a la figura del
gobierno se proyectará en dos direcciones: por una parte, el gobernante debe actuar conforme
a leyes; por la otra, el gobernante debe ser establecido mediante un procedimiento electivo por
parte de la debida causa eficiente de su institución. Ambas exigencias llevarán a considerar la
fuente última de la cual proceden tanto la ley como el gobierno, la figura del legislador
humano. En los próximos capítulos será preciso examinar, pues, en primera instancia, los
rasgos distintivos de la noción marsiliana de ley, y a continuación, los alcances de esta figura
del legislador humano.
62 Cf. Pol. V 3, 1302b33-1303a2.63 Cf. DP I xv, 10 [S 9224].
126
CAPÍTULO IV
LA LEY
I. La noción marsiliana de ley
Siguiendo el acostumbrado orden aristotélico, Marsilio somete a consideración, acerca
de la ley, en primer lugar, su existencia (si est), en segundo término, su definición (quid est), y
por último sus causas (propter quid).1 Puesto que la existencia de los estatutos o normas
consuetudinarias que reciben el nombre común de ley es manifiesta por inducción de su
presencia de hecho en casi todas las comunidades acabadas, Marsilio pasa de plano a
considerar su definición, cosa de la que se ocupa pasando revista a los diversos significados
que puede acoger el término “ley”. Se trata, evidentemente de una consideración nominal, que
se limita a recoger las múltiples acepciones del término, sin que parezca establecer una
conexión objetiva entre ellos.2 De hecho, las dos primeras acepciones son mencionadas a
título ilustrativo, y no serán retomadas a lo largo de la obra3:
(i) En primer lugar, el término “ley” puede dar a entender una inclinación sensitiva a
alguna acción o pasión, como cuando dice Pablo: “veo otra ley en mis miembros, que
lucha con la ley de mi mente”4;
(ii) en otro sentido, se dice de cualquier hábito operativo o, en general, de cualquier
forma de ejemplar de un artefactum que preexiste en la mente del artista, como cuando
se dice en libro de Ezequiel: “ésta es la ley de la casa; aquélla la medida del altar ... .”5
A primera vista podría parecer que estos dos primeros sentidos del término ley son
irrelevantes para el tratamiento jurídico y político del concepto que Marsilio hará en seguida;
pero en verdad, ya la expresión paulina referida a la “ley carnal” que obra en los miembros
1 Cf. DP I x, 1 [S 485-7].2 Lo cual contrasta sensiblemente con el tratamiento de la ley que hace Tomás de Aquino en ST I-II q. 91; cf. Gewirth (1951), p. 133. Esto no significa que la última acepción que expone Marsilio no constituya una verdadera definición de la misma, y no una mera definición nominal: “... hoc modo considerata propriisime lex vocatur et est.” (DP I x, 4 [S 506-7], subr. nuestro).3 Cf. DP I x, 3 [S 4825-496].4 Cf. Rom vii, 23.5 Cf. Ezequiel xliii, 12-13.
127
del hombre signado por el pecado había dado lugar a un tratamiento particular. Tomás de
Aquino debió dedicar un artículo de la cuestión sobre los diversos tipos de leyes, a aquella lex
fomitis que, contra su concepto de ley, no es aliquid rationis –puesto que se trata de una
inclinación natural sensitiva o animal–, pero que es “ley” en cuanto la razón divina ha
instituido su funcionamiento en el género animal, o bien en cuanto la justicia divina ha
determinado que por el pecado el hombre sea privado del absoluto gobierno sobre sus
pasiones y se vea arrastrado a esta “ley del pecado”.6 En cualquier caso, es significativo que
Marsilio comience este examen de las acepciones del término ley con una serie de ejemplos
de procedencia bíblica.
Las dos siguientes acepciones del término ley son las que resultarán verdaderamente
significativas a lo largo del tratado, esto es, la ley divina y la ley humana.7 Respecto de la
primera, Marsilio la enuncia del siguiente modo:
(iii) En tercer lugar, el término ley se toma como la regla que contiene las
admoniciones para los actos imperados ordenados a la gloria o la pena en la próxima
vida; según esta significación se llama ley a la Ley Mosaica, en parte, y a la ley
evangélica, en su totalidad. Así testimonia Pablo cómo la “traslación” del sacerdocio –
del antiguo o levítico al cristiano– implica una traslación de la ley –del Antiguo al
Nuevo Testamento–8, y el apóstol Santiago expresa la ley evangélica como lex
perfecta libertatis9. El término ley, en este sentido, suele extenderse a todas las
“sectas” o religiones como la de los mahometanos o persas, etc.; pero desde ya, a
juicio de Marsilio, sólo las dos primeras contienen la verdad.10
La ley divina comprende, pues, al Antiguo y el Nuevo Testamento, y si bien su
competencia se ejerce, como toda ley, sobre los actos “imperados” o voluntarios, su
especificidad como leyes divinas radica en que están referidas a la vida en el otro mundo. Por
ello es que la ley divina comprende “en parte” al Antiguo Testamento, porque en la Ley
mosaica también están contenidos preceptos ordenados a la vida en este mundo, vale decir,
ordenaciones políticas para el pueblo de Israel, las cuales caen dentro de la categoría de leyes
civiles, aun cuando estén establecidas en forma inmediata y extraordinaria por Dios.11 Tras
esta caracterización, resulta un tanto desconcertante que Marsilio traiga a colación la
6 Cf. ST I II, q. 91, a. 6.7 Cf. DP I x, [S 496-27].8 Hebreos vii, 12.9 Santiago i, 25.10 Cf. DP I x, 3 [S 4916-24]; II viii, 4 [S 2246-11].11 Cf. DP I xii, 1 [S 62].
128
denominación de “ley” referida a las sectas religiosas “falsas”, esto es, no cristianas; puesto
que no se les reconoce un fundamento verdadero, habría que concluir, o bien que no son
auténticas leyes, o bien que aquí el término ley está tomado aún en un sentido laxo o
preparatorio de los siguientes más relevantes, o bien –lo que es más grave–, que para Marsilio
la noción misma de ley no tiene una relación esencial con un concepto de verdad. Incluso es
paradójico que, después de varios ejemplos bíblicos, sea justamente Aristóteles el que por
primera vez aparece en este contexto como fuente de este uso del término. 12 Lo que ocurre es
que, hasta aquí, la noción de ley divina parece estar caracterizada en relación con los consejos
o las admoniciones destinadas a conseguir el premio o el castigo en la vida futura; no está aún
suficientemente destacado el componente prescriptivo o la fuerza coactiva que Marsilio
reconocerá a toda ley propiamente dicha. En una palabra, el uso del término “ley” referido
aquí está tomado como sinónimo general de “religión” o creencia religiosa; de allí la
denominación general de “sectas”, con prescindencia de su verdad o falsedad.
Sin embargo, al entrar en la cuarta acepción del término ley, lejos de desentenderse de
un concepto de verdad, Marsilio la caracteriza inicialmente como un cuerpo de
conocimientos:
(iv) En su cuarta y más célebre acepción (famose), la ley es el conocimiento o la
doctrina, o el juicio universal acerca de lo justo y lo conveniente civil, y de sus
opuestos (sciencia vel doctrina sive iudicium universale iustorum et conferencium
civilium, et suorum oppositorum).
La ley humana es, en primera instancia, la ciencia o doctrina universal acerca de la
justicia y la conveniencia civil. Pero la profundización en esta última y definitivamente más
relevante acepción es bastante compleja. Según Marsilio, la ley tomada en esta cuarta
significación puede ser considerada desde un doble punto de vista: de un lado, tomada en sí
misma, en tanto por ella se manifiesta lo justo y lo injusto, lo útil o perjudicial, conforma la
“ciencia o doctrina del derecho”; del otro, en cuanto se da para su observación un precepto
coactivo con una pena o premio en esta vida, o en cuanto es transmitida mediante tal precepto,
nos hallamos frente a la acepción “más propia” del término “ley”.13
12 Cf. Arist. Met. II 1, 995a3-6; XII 8, 1074a38-b5.13 “Et sic accepta lex dupliciter considerari potest: uno modo secundum se, ut per ipsam solum ostenditur quid iustum aut iniustum conferens aut nocivum, et in quantum huiusmodi iuris sciencia vel doctrina dicitur. Alio modo considerari potest, secundum quod de ipsis observacione datur preceptum coactivum per penam aut premium in presenti seculo distribuenda, sive secundum quod per modum talis precepti traditur; et hoc modo considerata propriissime lex vocatur et est.” Cf. DP I x, 4 [S 4928-508].
129
(i) Aspecto material y formal de la ley
En efecto, toda consideración filosófica sobre el sentido y el fundamento de la ley oscila
entre dos perspectivas. Por una parte, la ley suele asociarse con un concepto objetivo del
derecho y del bien: el valor de la ley aparece dado así por el concepto de justicia que tiende a
expresar; la ley es ley porque es “justa”, y lo es en tanto tiende a promover los mejores bienes
y a prevenir los posibles males. Su perfección se mide por su contenido o “materia”, esto es,
según qué tan correctamente exponga lo que es “justo en sí mismo”. Desde otro punto de
vista, no es menos cierto que si algo caracteriza a la ley es el hecho de que compele, obliga, y
lo hace respaldada en el ejercicio de una coacción externa. Precisamente en ello estriba la
diferencia entre una norma moral y una ley: el cumplimiento de la primera queda librada al
arbitrio y la buena voluntad del agente moral, mientras que la observancia de la segunda
supone el uso de la fuerza por parte de un poder legítimamente establecido. Desde esta
perspectiva, la ley es ley “porque obliga”, y lo que resulta relevante no es tanto “lo que ella
dice”, cuanto “lo que la autoridad ordena”. Su perfección se mide, en tal caso, por su “forma”,
la cual remite, en última instancia, al procedimiento seguido para establecerla.
Una concepción que pone el acento en el componente material de la ley tiende a
concebirla como la expresión de una racionalidad que determina de una manera objetiva lo
que ha de entenderse como “justo” e “injusto”; de allí que coloque el fundamento del derecho
en una instancia supra-individual o superior a toda legislación positiva como la razón humana
misma, o la racionalidad de las leyes superiores dictadas por Dios, y por las cuales ejerce el
“gobierno” del universo. La instancia fundante de la legislación positiva, en cuanto es
derivada de la naturaleza racional humana o de leyes naturales impuestas por Dios es el
derecho natural. En cuanto esta concepción reconoce la existencia de un derecho natural
puede ser denominada “iusnaturalista”; en cuanto concibe la ley como una expresión racional,
puede ser calificada de “racionalista”, y en cuanto bajo esta concepción el contenido de la ley
está orientado a los fines esenciales de la sociedad, puede ser denominada “finalista”. Una
concepción que pone el acento en el componente formal de la ley tiende a concebirla como
una norma vinculante establecida en determinado tiempo y lugar por el respectivo legislador
competente; de allí que remita la validez de la ley a la voluntad del legislador. En cuanto esta
concepción atiende al procedimiento formal por el cual la ley obtiene su carácter coercitivo,
puede ser denominada “formalista”; en cuanto reduce el contenido de la ley a la voluntad del
legislador “voluntarista”, y en cuanto bajo esta concepción el estudio del derecho se reduce al
estudio científico de la codificación establecida en cada tiempo y lugar por la respectiva
130
autoridad competente, con independencia de cualquier criterio justicia supra.empírico, recibe
el nombre de “positivismo jurídico”.
Tomando como punto de partida provisorio estas clasificaciones, si retornamos ahora a
la definición marsiliana de ley, debemos reconocer que en ella parece recogerse por igual
ambos componentes: por una parte, en sí misma la ley constituye un tipo de conocimiento
(scientia) explícitamente referido a un contenido de justicia determinable, al parecer, objetiva-
mente: el (recto) discernimiento de lo justo e injusto, lo útil y perjudicial; pero al mismo
tiempo, en “su acepción más propia” la ley es un precepto, un mandato que reviste un carácter
coercitivo, una orden obligatoria que impone una pena o un castigo. A la hora de remitirse a
sus fuentes aristotélicas, Marsilio cree encontrar también allí ambos aspectos: según dice el
filósofo en la Etica nicomaquea, la ley tiene una “potencia coactiva”, al par que resulta ser
una enunciación (sermo) procedente de una cierta prudencia o intelecto.14
En verdad, Marsilio hace una presentación que pone en paralelo estos dos elementos,
cuando el contexto y la significación general del pasaje de Aristóteles más bien van en una
dirección contraria. Hacia el final de la Etica nicomaquea la preocupación de Aristóteles es
que para conseguir la vida virtuosa el alma debe estar bien dispuesta por el hábito, pues sin
ese “suelo propicio” la razón y la educación no dan resultado. La mayoría –que sigue los
dictados de sus pasiones– obedece más bien a la necesidad y a los castigos que a la razón y los
bienes. Por ello la vida virtuosa es posible para quienes vivan “conforme a una inteligencia y
un recto orden” que cuente además con fuerza. Mientras la autoridad paterna no la posee, la
ley tiene una fuerza obligatoria (), siendo una expresión () de una
prudencia y un intelecto.15 Como vemos, para Aristóteles la ley posee una capacidad de
coacción para que se cumpla aquello que la razón práctica señala u ordena, allí donde ésta o la
educación han resultado insuficientes. Es la phrónesis que indica la vida buena la que aparece
en primer plano, a la cual se le añade luego la capacidad coactiva.
Podría pensarse que Marsilio concede una cierta preeminencia al aspecto material de la
ley, desde el momento en que define la “cuarta y última acepción”, en primer lugar, como el
conocimiento o doctrina universal sobre lo justo y lo conveniente civil, y tan sólo luego
“desdobla” esta significación en dos puntos de vista: “en sí misma”, la manifestación expresa
de lo justo y de lo injusto, y “más propiamente”, la coactividad del precepto. Pero ocurre que
en sus posteriores referencias al concepto de ley, a lo largo de la obra, Marsilio confunde u
olvida su clasificación inicial, y se refiere al aspecto material de la ley como a la “tercera
significación del término”, y al aspecto formal como “la cuarta y más propia significación”, es 14 Cf. DP I x, 4 [S 508-16]; cf. Arist. Et. nic. X 9, 1180a21.15 Cf. Arist. Et. nic. X 9, 1179b20-1180a22.
131
decir, aparece una nueva “tercera significación” que reemplaza a lo que antes era el primer
aspecto de la cuarta. Semejante lapsus, en un punto crucial, de parte de un autor al que podrán
achacársele algunas debilidades literarias en lo sintáctico, pero puntilloso en lo semántico, es
más que significativo. ¿Acaso Marsilio piensa, en el fondo, que el aspecto material de la ley
no forma parte de la definición de ley en sentido propio, sino que es una acepción precedente
“más débil”, frente a la última, definitoria, y que ha de tenerse preferentemente en cuenta?16
En estos términos, la cuestión central a determinar es la de la articulación entre estos
dos componentes de la ley, cuál de ellos prevalece o resulta determinante. La respuesta se
complica particularmente en vistas de un difícil pasaje que Marsilio expone inmediatamente a
continuación de su definición de ley:
“Unde iustorum et conferencium civilium non omnes vere cognitiones sunt leges, nisi de ipsarum observacione datum fuerit preceptum coactivum, seu late fuerint per modum precepti, licet talis vera cognicio ipsorum necessario requiratur ad legem perfectam. Quinimo quandoque false cogniciones iustorum et conferencium leges fiunt, cum de ipsis datur observacionis preceptum, seu feruntur per modum precepti, sicut apparet in regionibus barbarorum quorundam, qui tamquam iustum observari faciunt homicidam absolvi a culpa et poena civili, reale aliquod precium exhibentem pro tali delicto, cum tamen hoc simpliciter sit iniustum, et per consequens ipsorum leges non perfecte simpliciter. Esto enim quod formam habeant debitam, preceptum scilicet observacionis coactivum, debita tamen carent condicione, videlicet debita et vera ordinacione iustorum.” 17
El pasaje es lo suficientemente significativo como para merecer un análisis detallado
frase por frase:
1) Lo primero que Marsilio afirma es que no todo conocimiento verdadero de lo justo
y lo conveniente en materia civil constituye de por sí una ley; no estamos en presencia
de una ley hasta tanto ese conocimiento no haya sido vertido bajo la forma de un
precepto coactivo. Hasta aquí, no hace más que explicarse en términos bastante
razonables la diferencia entre un manual de derecho y el código civil, entre un experto
en jurisprudencia y un legislador en funciones. Con razón se ha señalado que el
reconocimiento de que la ley comporta una vis coactiva no es un elemento extraño a la
16 Puesto que la nueva “tercera significación” se superpone con la que en primer término corresponde a la ley divina, la otra hipótesis para explicar el desliz sería que la ley divina quede asimilada al mero conocimiento de lo necesario para adquirir la vida eterna, y que, en tal sentido, no constituya propiamente una ley. Sin embargo, Marsilio reconocerá que la ley divina es coactiva, pero en cuanto dictada por Cristo, y no procedente de la jerarquía eclesiástica. Lo que ocurre es que hay una dimensión de los consejos o preceptos para adquirir la vida en el otro mundo, de los cuales el sacerdote es “juez” en el sentido de experto o perito (como el médico). Cf. infra, 254.17 DP I x, 5 [S 5017-518].
132
tradición medieval.18 En todo caso, lo que sugiere Marsilio es que el conocimiento
verdadero de lo justo y lo conveniente civil es insuficiente como para erigirse por sí
sólo en norma legal. Pero ello no significa que Marsilio no deje perfectamente en claro
que aquel conocimiento verdadero es un requerimiento necesario para que la ley sea
perfecta.
2) A continuación Marsilio señala el caso contrario: hay falsos conocimientos de lo
justo y lo conveniente que llegan a ser leyes, como lo testimonia el ejemplo de “ciertas
leyes de los bárbaros”. El asunto se vuelve aquí más polémico: Marsilio no dice que
estas leyes no sean “verdaderas leyes”, aunque sí dice que lo que prescriben es
“manifiestamente injusto”. El que sean reconocidas como leyes podría avalar la
prescindencia del contenido; pero también podría aludir simplemente a la
imperfección relativa de algunas leyes humanas, imperfección que puede advertirse
precisamente porque cabe la posibilidad de hablar de algo injusto “desde todo punto
de vista” (simpliciter), y no sólo con respecto a un determinado régimen legal. Sin
embargo, Marsilio no dice expresamente aquí –ni en ninguna otra parte– que una “ley
injusta” es casi una contradicción en los términos, o que está más cerca de ser un acto
de violencia que una ley; es la omisión de estas fórmulas las que abrigan mayores
dudas sobre el valor del contenido de justicia que debe estar expresado en la ley.
3) Por último, Marsilio reconoce que estas leyes tienen la “debida forma”, pero
carecen, sin embargo, de la “debida condición”. La frase que cierra el párrafo, que
debiera poner en claro la relación definitiva entre los dos componentes de la ley, ha
sido interpretada de manera divergente, según en dónde coloque el énfasis: (i) aun
cuando estas leyes carecen de la debida condición, basta con que alcancen la debida
forma19; (ii) por más que tengan la debida forma, les falta la debida condición.20
(ii) Sobre el “positivismo” de Marsilio
En estas condiciones, no es sorprendente que a partir de interpretaciones diversas de
idénticos textos se haya elaborado versiones tan contrapuestas del pensamiento de Marsilio.
No sin razón para algunos Marsilio de Padua ha pasado a la historia como uno de los primeros
autores en poner especial énfasis en el componente formal de la ley.21 Como la especificidad
de la ley parece residir en su coactividad, más allá de que configure un verdadero
conocimiento de lo justo y de lo injusto, y puesto que, más aún, se reconoce la existencia de
18 Cf. Lewis (1963), p. 558.19 Cf. Gewirth (1951), p. 134.20 Cf. Nederman (1995), pp. 80-81.21 Sostienen una interpretación formalista del concepto marsiliano de ley: Passerin d'Entrèves (1939), pp. 61 y ss.; De Lagarde, G. De (1948), pp. 167 y ss. –con algunos matices en la tercera edición, (1970), pp. 163-177–; Gewirth (1951), pp. 132 y ss.; Toscano (1981), p. 82; Miethke (1993), p. 152.
133
ciertas normas legales manifiestamente deficientes respecto de un sentido de justicia –sin que
quede en claro si se reconoce o no su validez como leyes, esto es, si son igualmente
obligatorias–, podría inferirse que lo definitorio de la ley se centra en el elemento formal de
su carácter coercitivo, con prescindencia de la verdad de su contenido. En esta línea, una de
las versiones más polémicas de la concepción marsiliana de ley es la de Gewirth, quien no
tiene mayores reparos en calificar a Marsilio como todo un “legal positivist”, en contraste con
la racionalidad y normatividad predominantes en la tradición política medieval. El
positivismo de Marsilio no rompería con esta tradición tanto por el hecho de descreer de una
verdad y un bien objetivos, cuanto por desvincular simplemente estos contenidos de la esencia
de las normas coercitivas que regulan efectivamente la vida política. En definitiva, no es la
racionalidad, sino la coercitividad lo que constituye a una ley.22 El fin de la autoridad política
no es ya –como en Aristóteles– conducir los hombres a la virtud, sino la resolución de las
disputas y la sanción de los crímenes: “It is for this reason that the essence of law is its
coerciveness, since it functions primarily as a punitive weapon, which is not attached to a
content having a specifically moral end.”23
De allí a concebir este inicial formalismo en términos de voluntarismo sólo hay un paso:
si lo definitorio de la ley estriba en su forma coactiva, con prescindencia de su contenido, éste
quedaría reducido, en definitiva, al arbitrio de su promulgador. En esos términos lo formula
Passerin d’Entréves: “... the definition and valuation of that very element of justice which
must be embodied in law entirely depends on the will of the legislator, which is itself also the
source of the law's imperative character.”24 En igual sentido parece pronunciarse Ullmann. La
fuente de la ley se identifica sin más con la voluntas populi. El deseo natural parece asegurar
que el pueblo quiera siempre las mejores leyes, pero finalmente resulta que “el
establecimiento de lo justo y de lo injusto corresponde al pueblo en su calidad de legislador.
Lo que un pueblo puede considerar justo otro lo puede considerar injusto, y, por tanto, el
concepto de justicia ha venido a sufrir una modificación considerable.” Como la soberanía de
la legislación popular no reconoce límites, “cualquier cosa que «discierna» el legislador
humano como conducente al bene vivere puede entrar dentro del campo de la legislación, y
por ende, el contenido de las leyes es ilimitado.”25
En el mejor de los casos, una interpretación atenuada del “positivismo” marsiliano
termina por desvincular la validez de la ley de la verdad de su contenido: en palabras de
Miethke, para Marsilio “el orden estatal no se fundamenta primariamente en la verdad o el
22 Cf. Gewirth (1951), pp. 134-5.23 Cf. ibid. pp. 137. La interpretación positivista de Marsilio ha sido criticada en primer término por Lewis (1963).24 Cf. Passerin d'Entrèves, A. (1939), p. 61.25 Cf. Ullmann (1985), p. 266-7.
134
derecho, sino en el requisito formal de la potestas coactiva que sanciona las leyes y que,
contra toda resistencia les otorga validez. Y si bien la verdad y la justicia hacen que el orden
político sea más perfecto y más duradero, verdad y justicia por sí mismas solamente pueden
determinar ese orden cuando han sido sancionadas como el contenido de la ley por el
legislador competente [...]. La ley, pues, no se constituye como tal por el hecho de que
exprese una verdad, sino por el hecho de que es sancionada por el órgano competente para
ello.”26
Sin embargo, también ha sido posible matizar y equilibrar convenientemente las
diversas declaraciones de Marsilio sobre el concepto de ley como para obtener la imagen
contrapuesta. En el pasaje recién citado, el aspecto material de la ley podría ser eventualmente
rescatado en aquella condición de mayor o menor “perfección” que ésta puede y debe
alcanzar. Una ley que no exprese un adecuado conocimiento de lo justo o de lo injusto, que
prescribe algo “injusto en sí mismo”, sería una ley “imperfecta”. De hecho, la sola mención a
algo injusto “desde todo punto de vista” (simpliciter injustum) supone un criterio racional
capaz de determinar un contenido de justicia superior a cualquier legislación positiva. La
“debida condición” de adecuación de la ley a un contenido de justicia constituiría también, y
paralelamente, un aspecto esencial de la ley, sin perjuicio de que se exprese al mismo tiempo
bajo la forma de un precepto coactivo. Desde esta perspectiva, la tradicional interpretación
positivista de Marsilio ha sido criticada por Lewis, quien a través de un minucioso examen de
los antecedentes y las probables fuentes jurídicas de Marsilio, concluye que su posición
presentaría muchas menos diferencias de lo que a primera vista parece respecto de la tradición
medieval precedente.27 En todo caso, Marsilio no sugeriría que la fuerza coercitiva sea el
elemento determinante de la ley, ni mucho menos que su contenido sea objeto de mera
voluntad. Tanto el contenido como la forma de la ley resultarían para Marsilio igualmente
esenciales e íntimamente ligados.28 Quillet sigue en buena medida la opinión de Lewis,
aunque quizá en términos más contundentes: “hablar de un legalismo marsiliano, o de un
positivismo, aparecería como un verdadero contrasentido en vista del espíritu auténticamente
aristotélico de la doctrina marsiliana de la ley humana.”29 De otra parte, el contenido de la ley
está lejos de ser un mero asunto de la voluntad del legislador: “La ley es definida por el
criterio de lo mejor, es decir, lo justo y lo útil en la ciudad. [...] no es porque el pueblo quiera
26 Cf. Miethke (1993), p. 152.27 Cf. Lewis (1963), passim; esp. pp. 548, 552-54, 564, 582. Contra una interpretación formalista de Marsilio se hallan Quillet, J. (1968), p. 100, n. 21; Quillet (1970) pp. 126 y ss.; Damiata, M. (1983), pp. 84-5, 239-40; Nederman (1995), pp. 79-83.28 Cf. Lewis (1963), p. 548. Cf. Quillet (1970), p. 127-29.29 Cf. Quillet (1970), p. 130.
135
la ley que ella es buena; porque ella es buena es que el pueblo la quiere.”30 En su visión llega
incluso a equiparar la posición de Marsilio con la de un Tomás de Aquino.31
De todos modos, es evidentemente difícil tratar de decidir en forma unilateral entre dos
aspectos en los que Marsilio no deja de insistir con igual interés. Por una parte, proclama
insistentemente que no hay propiamente ley sino es bajo la formulación de un precepto coacti-
vo. El descubrimiento o conocimiento verdadero de lo justo y lo conveniente y de sus
opuestos no constituye una ley según su última y “propia” significación, por la cual deviene
medida de los actos humanos civiles, hasta tanto no se diere para su observación un precepto
coactivo, o fuere promulgada por medio de un tal precepto, por parte de aquel por cuya
autoridad pueden y deben ser castigados sus transgresores. De allí la importancia de hallar la
auctoritas de tal precepto.32 La ley queda así directamente relacionada con el establecimiento
de una pena o castigo para sus eventuales transgresores. Pero por otra parte, Marsilio no
parece dispuesto a renunciar a que la ley configure una correcta determinación de lo justo y lo
injusto en el ámbito civil humano. Así veremos cómo al ocuparse del propter quid o la causa
final de la ley, Marsilio dirá que ésta es el “civile iustum et conferens commune”33, el cual
termina obrando como el contenido que está determinado en la ley: “... pues en ella está
determinado de un modo casi perfecto qué es lo justo o lo injusto, lo conveniente o lo
perjudicial según cada uno de los actos humanos civiles.”34 Incluso Marsilio se permitirá decir
que la mejor ley es la que está hecha con vistas a la conveniencia común (conferens
commune) de los ciudadanos35, y que la ley hecha con vistas a la conveniencia propia más que
a la común es una ley “depravada” (pravam).36
Hasta aquí la paradoja de Marsilio: una expresión de justicia sólo es ley, es decir,
obligatoria, si cumple con la “debida forma”; pero a su vez, la ley sólo es perfecta, esto es,
cumple su finalidad, si satisface la condición de adecuación a un contenido de justicia, la
“debida condición”. Cualquier enfoque que acentúe sólo uno de los aspectos del concepto
marsiliano de ley tendrá que vérselas con las explícitas declaraciones en sentido contrario. De
la impaciencia ante la dificultad de pasajes ambiguos, pasamos así a la atribución de una
expresa contradicción al pensamiento del autor. ¿Acaso es posible conjugar en una fórmula
coherente dos elementos en principio tan heterogéneos y que han sido tan radicalmente
separados como la materia y la forma de la ley? Así De Lagarde, a quien ya habíamos visto
30 Cf. Quillet (1970), p. 131.31 Cf. Quillet (1970), p. 127, 130.32 Cf. DP I xii, 2 [S 634-14].33 Cf. DP I xi, 1 [S 528-9].34 “... in ipsa [sc. lege] determinatum est quasi perfecte, quid iustum aut iniustum, conferens aut nocivum, secundum unumquemquem humanum actum civilem.” Cf. DP I xi, 3 [S 5411-13].35 Cf. DP I xii, 5 [S 6525-26].36 Cf. DP I xii, 8 [S 6818-21].
136
protestar contra la propensión de Marsilio a las “soluciones positivas”, presenta, en primer
término, la radicalidad del formalismo de Marsilio: “On voit qu’on ne peut rêver une
définition plus positiviste. La loi est ce que tu dois faire si tu ne veux pas être pendu.”37 Pero
como a esta “definición positiva” se le añaden las declamaciones acerca del objeto de la ley,
de lo justo y lo útil, termina por plantear la alternativa irreductible: “Il faut choisir. Ou la loi
est l'expression d'une réalité objective: le juste ou l'utile, et, dans ce cas, elle a une valeur
indépendante du précepte qui l'applique. Ou elle est contenue tout entière dans ce précepte, et
alors elle n'est autre chose que la volonté de celui qui détient le pouvoir.”38 El resultado es,
una vez más, un contradicción a la base misma del pensamiento de Marsilio: “Toute
l'argumentation de Marsile est commandée par cet objectivisme honteux.”39 El bosquejo de
filosofía del derecho apenas intentado por Marsilio no alcanza sino inciertos resultados.40
Parecería que la única forma de dirimir la cuestión acerca del positivismo marsiliano
sería considerar el eventual reconocimiento de un derecho natural y analizar sus alcances.
Concedido que exista un derecho superior, determinable racionalmente, y que obre como
fundamento o patrón de toda norma legal positiva, las dudas acerca del formalismo de
Marsilio se disiparían. Lamentablemente son muy pocas las alusiones al derecho o a una ley
natural en el Defensor pacis, ni son menos controvertidas que cualquiera otra de sus
manifestaciones sobre el concepto de ley. Aparte de aquella mención al régimen de la vicus en
el que se administraba lo justo y lo conveniente a través de una cierta ordenación o ley “cuasi-
natural”, conforme a un dictamen común de la razón, Marsilio se ocupa brevemente de la
noción de un derecho natural al examinar, en la segunda dictio, las diversas significaciones de
ius. En la primera de sus acepciones, esta noción queda prácticamente asimilada a la ley, tanto
la divina como la humana.41 La otra acepción es aquella en la que el derecho o ius queda
dividido en derecho natural y civil.
Pues bien, respecto del derecho natural Marsilio reconoce dos sentidos posibles. En
primer término, el ius naturale puede ser entendido, siguiendo a Aristóteles, como aquel
“estatuto del legislador” en el cual casi todos los hombres convienen como algo “honesto”,
v.g., que debe rendirse culto a Dios, honrar a los padres, educar a los niños, no injuriar a
nadie, etc.; cosas todas que, aunque dependen de la institución humana, por traslación
(transumptive42) se dicen de derecho natural por el hecho de que son consideradas lícitas en
37 Cf. De Lagarde (1948), p. 172.38 Cf. ibid.. Critica la aplicación de esta alternativa Lewis (1963), p. 541, n. 5. Cf. Quillet (1970), p. 132.39 Cf. De Lagarde (1948), p. 173.40 Cf. De Lagarde (1948), p. 175.41 Cf. DP II xii, 3 [S 26424-2655]: II xii, 6 [S 2684-5].42 Es decir, por metalepsis, figura en la cual un adjetivo es trasladado de la causa al efecto (cf. Lewis (1963), p. 551).
137
todas las regiones, al modo en que los procesos naturales se producen por igual en todas
partes, v.g., el fuego que arde por igual aquí, como en Persia.43 En otro sentido, continúa
Marsilio, “algunos” llaman ius naturale al dictamen de la recta razón sobre lo actuable
(agibilium), al cual colocan bajo el derecho divino, en razón de que todo lo hecho según la ley
divina y el consejo de la recta razón es lícito desde todo punto de vista, lo cual no es siempre
así según las leyes humanas, las cuales en algunos casos “son deficientes” respecto de la recta
razón. El vocablo “natural” se aplica a estas dos acepciones en forma equívoca: hay muchas
cosas comprendidas bajo el “dictamen de la recta razón” –es decir, pertenecientes al segundo
sentido–, que sin embargo por no ser evidentes por sí ni admitidas por todos, no son
concedidas de parte de todas las naciones como “honestas” –según lo establecía el primer
sentido. Y así también se hallan ciertos preceptos o prohibiciones de la ley divina que no están
en conformidad con la ley humana. De allí que haya cosas lícitas según la ley humana que no
son lícitas según la ley divina y viceversa. Ahora bien, en los casos en que se verifica la
contradicción, Marsilio sugiere que debe considerarse lo lícito más bien en conformidad con
la ley divina que con la humana.44
La forma en que está presentado el pasaje contiene algunos indicios para rescatar una
interpretación positivista. En primer lugar, los dos sentidos de ius naturale son presentados en
el marco de una exposición que Marsilio hace de otras fuentes: en un caso, la Etica
nicomaquea de Aristóteles, en otro, la de “algunos que llaman derecho natural etc.”; con lo
cual, no queda claro si Marsilio realmente adscribe a estas definiciones. Una vez más, el
reconocimiento de la “deficiencia” de algunas leyes respecto de la “recta razón”, que en
cualquier otro autor podría pasar inadvertido como una declaración más de las limitaciones de
las leyes humanas, resulta significativo en un autor que antes ha hablado ambiguamente de
“falsos conocimientos” de lo justo y lo conveniente que “devienen leyes”. En el primer
sentido, el derecho natural no es ni más ni menos que la misma ley humana –el estatuto del
legislador– pero en cuanto resulta coincidente en distintas legislaciones sobre puntos diversos.
Y el fundamento de esta coincidencia resta incierto, puesto que aquellos principios de la recta
razón no son igualmente evidentes a todos; de allí que precisamente se hallen algunas leyes
que “son deficientes” respecto del dictamen de la recta razón. La relación entre el primer
sentido –que destaca la aplicación de criterios coincidentes– y el segundo –en el que el
derecho natural está absorbido en la ley divina–, es de mera equivocidad. Para Gewirth,
Marsilio da así “una significación completamente positivista” de la ley natural, lo que
confirmaría su posición característica respecto de que la justicia no es un aspecto esencial de
la ley.45 Cuando Marsilio afirma que en los dos sentidos enunciados el término ley se aplica
43 Cf. DP II xii, 7 [S 2687-19].44 Cf. DP II xii, 8-9 [S 26820-2695].45 Cf. Gewirth (1951), p. 149.
138
“equívocamente” estaría desconociendo la relación de fundamentación allí donde la había
establecido Tomás de Aquino. Marsilio estaría rechazando ley natural en el tradicional sentido
de un cuerpo normativo de principios que por su intrínseca racionalidad son autoevidentes a
todos los seres racionales y obran así como fundamento de la validez de las leyes positivas.46
Contra la interpretación positivista de Gewirth, la lectura contraria rescata el
reconocimiento de que en caso de disonancia entre la ley humana y la divina, se debe decidir
en favor de la ésta última. El contenido de justicia de la ley no sólo no es irrelevante, sino que
hay un criterio efectivo que permite regular su corrección. Lewis señala con acierto que la
ruptura que se atribuye a Marsilio respecto de la concepción tradicional medieval parte de
tomar como referente único o principal a Tomás de Aquino.47 Si el pasaje es analizado a la luz
de las fuentes juristas clásicas el resultado es distinto. El primer sentido de ius naturale
combinaría elementos aristotélicos con ejemplos tomados del Digesto o probablemente de
comentaristas como Azo; en tanto que el segundo remitiría con facilidad al derecho
canónico.48 Que Marsilio no abunde en detalles sobre la noción de ley natural o que no
desarrolle toda una teoría sistemática acerca de ella, no implica necesariamente que la
“rechace”. En la misma línea. para Quillet, la primera definición recoge bien el significado del
ius gentium, que ya los jurisconsultos romanos habían considerado como un derecho humano,
distinguible del derecho natural propiamente dicho. En cuanto al segundo, lo que Marsilio
rechazaría no sería tanto la noción de derecho natural, sino la jerarquía tradicional entre el
derecho divino, el natural y el humano. Y ello por razones polémicas: hay algunos –los
teóricos papalistas– que pretenden derivar de la superioridad del derecho divino la
subordinación del poder político al intemporal. Si bien es cierto que en última instancia, lo
que hay para Marsilio, son dos legislaciones igualmente positivas: la divina y la humana, ello
no implica que la justicia sea inesencial a la ley; en todo caso, no hay un rechazo puro y
simple del derecho natural, sino una “recuperación de su contenido en el cuadro de la ley
humana positiva”.49
La interpretación que va más lejos en el reconocimiento de un derecho natural por parte
de Marsilio es la de Nederman. Contra todas las interpretaciones formalistas o positivistas del
concepto de ley en Marsilio, Nederman extrema una visión normativista, al punto de señalar
que el patrón o la regla normativa a la cual debe ajustarse la legislación positiva, y que obra
46 Cf. ibid. p. 151.47 Cf. Lewis (1963), p. 543-44. En verdad, el segundo sentido de ius naturale que ofrece Marsilio no hace más que reflejar bien las dificultades de la concepción medieval del derecho natural –previa a la sistematización de Tomás de Aquino–, que por la diversidad de fuentes no deja una relación precisa entre la “recta razón” y el derecho divino. Cf. Lewis (1963), p. 553, n. 49; Ullmann (1985), p. 243. Un intento de comparación de la noción de derecho natural entre Ockham y Marsilio, en Ghisaliberti (1979).48 Cf. ibid. p. 552-53.49 Cf. Quillet (1970), pp. 134-46.
139
como canon para que una ley pueda ser considerada “materialmente perfecta”, esto es, justa,
es el derecho natural.50 Es allí donde Nederman cree hallar la fuente del contenido de justicia
que constituye el requerimiento necesario e indispensable de toda ley. La “debida condición”
se impone así sobre la “debida forma”. Acerca del polémico pasaje sobre aquellas injustas
“leyes de los bárbaros”51, Nederman comenta: “Marsiglio may appear to refer to a «law» that
is «unjust» but such language is misleading, because an «unjust law» is an imperfect or
incomplete law, unacceptable to a civilized society. Therefore, such a law need not be
observed even if it has been formally promulgated.”.52 Puede uno admitir que a partir de lo
dicho por Marsilio la última conclusión es posible; pero, en verdad, no hay un solo texto de
Marsilio que la apoye. El lenguaje de Marsilio se vuelve así “misleading” sólo para una
interpretación que no tiene ninguna base textual.
En un intento de demostrar que para Marsilio el contenido de la ley no se reduce a la
voluntad popular, sino que está determinado por la razón, Nederman atribuye la fuente de los
“verdaderos conocimientos de lo justo” a la aplicación de la “recta razón” al descubrimiento
de los requerimientos de la ley natural –los cuales, a su vez, están garantizados divinamente–.
“Natural law on this account is a sort of ultimate standard against which may be measured and
judged all human legislation by means of rational inquiry”; “... the dictates of justice, founded
on natural law as a subcategory of divine law, supply an insurmountable criterion for
distinguishing genuine from bogus, and thus binding from a noncompulsory, decrees. Natural
law constitutes an independently accessible and universally applicable source for the
principles of absolute justice.”53
Sin duda Marsilio no se explaya acerca del derecho natural. De ello uno no tiene por
qué inferir necesariamente un rechazo o una ruptura respecto de la concepción tradicional.
Lewis tiene razón al decir que la omisión de un tratamiento sistemático del derecho natural
sería igualmente reprochable, en todo caso, en otros tantos publicistas medievales como Juan
de París, Dante, etc.; hasta el propio Tomás de Aquino no hace uso de la noción de derecho
natural en su De regno.54 Uno podría imaginarse al magister artium Marsilio de Padua
respondiendo en el ámbito universitario a una quaestio acerca de las nociones de lex o ius,
haciendo uso del repertorio filosófico aristotélico que bien maneja, de manera que resulte
coincidente con la terminología de los juristas. Pero todo ello pertenece al plano de la
especulación. Si la escasa presencia del derecho natural no es una obligación con la que
paduano deba necesariamente cumplir, no puede sino reconocerse como más que significativo
50 Cf. Nederman (1995), p. 81.51 Cf. DP I x, 5 [S 50-51], citado supra, p. 132.52 Cf. Nederman (1995), p. 80-81.53 Cf. Nederman (1995), pp. 81-82.54 Cf. Lewis (1963), p. 554, n. 54.
140
el hecho de que no recurre al derecho natural para fundamentar la validez de las normas
legales, ni para justificar la idoneidad de la instancia de autoridad que las promulga, el
legislador humano. Convendremos en que Marsilio admite un acto de discernimiento y una
capacidad cognoscitiva que intervienen en el proceso de la legislación, lo cual implica una
cierta racionalidad para el contenido de la ley. Pero deducir de ello, que hay para Marsilio una
legalidad racional superior que obra como patrón y medida de todo derecho positivo es una
inferencia que ningún pasaje explícito de Marsilio autoriza a extraer.
La elucidación del concepto marsiliano de ley y, en particular, del balance entre el
aspecto material y el formal de la ley, debe hacerse, pues, por otro camino. Lo que cabe
preguntarse es: (i) si para Marsilio puede eventualmente haber una ley con un contenido falso
de justicia, y si esa ley es verdaderamente tal, esto es, obligatoria; (ii) si, aun cuando no
hubiere ley con contenido falso, la determinación de la “verdad” de este contenido se reduce
efectivamente a la voluntad del legislador, esto es, si la ley justa es tal sólo por el hecho de
que el legislador así la quiso.
Respecto de lo primero, Marsilio dice claramente que no hay ley si no hay un precepto
coactivo, por más que haya un contenido verdadero de justicia; y parece negar la contraria:
hay algunas leyes que son deficientes respecto de la verdad de lo justo, y que, sin embargo,
están “correctamente formuladas”. La duda surge al plantearnos el alcance de esta “debida
forma”. Ahora bien, Marsilio no dice que esas leyes no sean obligatorias, y ese silencio es
sumamente riesgoso: esta omisión sí es lo suficientemente significativa como para ponernos
en tránsito a una concepción positivista de la ley. No obstante, lo que Marsilio dice, al menos,
es que tales leyes no son leyes “perfectas”. Y esto basta para concluir que a Marsilio le
importa el aspecto material de la ley, que es preciso que las leyes, formalmente promulgadas,
sean justas. Un autor que manifiesta tal preocupación no puede ser tachado de positivista, por
mucho que en su caracterización de la ley ponga el acento en su componente formal.
Respecto de lo segundo, cabe decir que Marsilio insiste en que el contenido de la ley
puede y debe ser encontrado y deseado por el legislador: hay lugar para una operación del
entendimiento y de la voluntad respecto de la determinación del contenido de justicia de la
ley, lo cual implica que no sólo no es irrelevante, sino que no es irracional ni arbitrario. La
última palabra en la cuestión del “positivismo marsiliano” sólo puede estar dada tras un
análisis de la ecuación entre las facultades cognoscitivas y volitivas en los siguientes tópicos:
(i) la explicación de la finalidad de las leyes, (ii) las cualidades o disposiciones personales
requeridas por el iudex o gobernante para la aplicación o ejecución de las mismas, y (iii) los
141
criterios sobre la base de los cuales se atribuye la auctoritas legislativa o la causa eficiente de
las leyes.
II. La finalidad de las leyes
Habíamos visto que la primera dictio se había impuesto la preceptiva metodológica de
la demostración racional a partir de principios por sí evidentes. La primera aplicación expresa
de esta metodología tiene lugar en el capítulo once, en el que se establece cuál es la causa
final de las leyes. En el capítulo siguiente, se demostrará en forma análoga la tesis capital de
que el legislador humano es la figura de la universitas civium o su valentior pars. En ambos
casos, la argumentación asume una explícita forma silogística, en la que por lo general la
premisa mayor es considerada “próxima” a las proposiciones por sí evidentes, o bien es
remitida a principios de igual índole establecidos en los capítulos cuarto y quinto, en tanto que
para la verdad de la premisa menor se procede a una subargumentación especial. Todo ello
parece indicar que en los primeros siete capítulos de la primera dictio se hallan los principios
y los conceptos fundamentales de toda la argumentación, y que a partir de los capítulos once y
doce se desarrollan las tesis principales que van a ser demostradas. Lo cual habla, a su vez, de
la importancia relativa de los temas que vamos a tratar dentro de la estructura argumentativa
general de la primera dictio.
En el capítulo precedente se había tratado brevemente la existencia de la ley, y
analizado su definición o, al menos, la diversidad de acepciones del término; resta ahora
ocuparse del propter quid. Habíamos visto también que al ocuparse de las causas de las partes
de la comunidad política Marsilio comenzaba con el tratamiento de sus causas finales,
tendiendo a identificarlas con las “necesidades” o requerimientos que dieron lugar a su
institución. Así ahora Marsilio se ocupará del porqué de la ley, introduciendo la cuestión bajo
el ambiguo título de la demostración de su “necesidad final”55, sobrentendiendo que se tomará
la ley “en su cuarta significación”, es decir, en cuanto constituye un precepto coactivo. Pues
bien, la necesidad primaria y principal, es el civile iustum et conferens commune; una
necesidad secundaria es cierta permanencia o seguridad del gobierno, particularmente en la
especie de monarquía con sucesión hereditaria.56 La jerarquía establecida entre estas dos
“necesidades” no debe perderse de vista: la índole de la primera es manifiestamente más
55 “Hiis itaque legis accepcionibus sic divisis, eius secundum ultimam et propriisimam signifacionem ostendere volumus necessitatem finalem.” (DP I xi, 1 [S 526-8])56 Cf. Ibid. [S 528-11].
142
general, y concentrará la mayor atención del capítulo; la segunda es un ventaja que se da por
añadidura para las complicaciones de un tipo particular de gobierno.
La primera necesidad se establece del siguiente modo:
“... quoniam illud necessarium est in policia statuere, absque quo civilia iudicia simpliciter recte fieri nequeunt, per quod rite feruntur, et a defectu quantum possibile est humanis actibus preservantur. Lex est huiusmodi, ut cum secundum ipsam determinatus fuerit principans ferre civilia iudicia, ergo legis institucio necessaria est in policia.”57
La primera premisa de este silogismo es considerada por Marsilio como una
proposición “casi auto-evidente” y cercana a las indemostrables. De todos modos, su certeza
se remite al capítulo quinto, parágrafo 7º. La referencia apunta al pasaje de la asignación de la
causa final de la parte gobernante, en razón de la necesidad de llevar a una “proporción
debida” el eventual exceso en los actos transitivos de los hombres, de cuyos desbordes podría
sobrevenir el conflicto y la separación de los ciudadanos, la disolución de la comunidad
política y, consecuentemente, la privación de la suficiencia de la vida.58 Esta acción de la parte
gobernante es el iudicium civile sobre el cual ahora se insiste en la necesidad de que sea
ejercido en forma “absolutamente recta” (simpliciter recte) y “debidamente”, y que sea
apartado de él todo defecto, hasta donde es posible dentro de las capacidades humanas.
Aquello que necesariamente se ha de establecer, sin lo cual no puede garantizarse esta
corrección del juicio, es la ley, tal como se afirma en la menor. La primera conclusión que
podemos extraer de este pasaje es que la ley es, en primer término, aquel elemento puesto en
juego para garantizar la rectitud del juicio, en orden a conservar la integridad de la comunidad
política y la consecuente obtención de la suficiencia de la vida que fuera de ella no es posible
alcanzar. La necesidad primaria de la ley –aún entendida en su significación propia, como un
precepto coactivo–, es asegurar la equidad y la justicia de los actos judiciales de la parte
gobernante, en los cuales está comprometida la pervivencia de la comunidad política misma.
En estos términos, mal puede entenderse que no importe el contenido que la ley prescribe más
allá del hecho de su promulgación; por el contrario, ahora se comprende bien la gravedad de
que “falsos conocimientos de lo justo y de lo injusto” devengan leyes, pues en tal caso se
corrompe el sentido de una acción judicial que no puede ser ejercida a discreción, y cuyas
consecuencias son fatales. Todo ello abona la importancia y la esencialidad del aspecto
material de la ley.
57 Ibid. [S 5212-18].58 Cf. DP I v, 7 [S 2325-249].
143
En la argumentación que funda la verdad de la premisa menor puede advertirse cómo la
determinación de este contenido de justicia, lejos de estar librado al arbitrio del legislador, es
un asunto en el cual debe intervenir un delicado balance entre las facultades cognoscitiva y
volitiva:
“Secunda vero proposicio manifestabitur ex hoc: quoniam ad iudicii complementum in bonitate requiritur affeccio recta iudicum et iudicandorum vera cognitio”, quorum opposita civilia corrumpunt iudicia.”59
Forma parte de una larga tradición medieval la disputa en torno de la primacía del
intelecto o la voluntad en la determinación última del acto moral. En estas y otras menciones
Marsilio muestra una relativa conciencia de la cuestión o, al menos, puede interpretarse en
ellas el eco de una discusión ampliamente desarrollada y de gran significación para todo el
pensamiento medieval. Aquí la fundamentación de la proposición que sostiene que la ley es
algo necesario que debe establecerse en el régimen político, y sin lo cual no puede llevarse a
cabo adecuadamente la tarea judicial, reposa en el concepto de que ésta debe ser llevada a su
perfección “in bonitate”, y ello implica tanto una “recta afección” o inclinación de parte del
juez, como un conocimiento verdadero de la cosa a juzgar. Sus opuestos, esto es, una
inclinación perversa o un defecto de conocimiento o ignorancia, terminan por corromper los
juicios civiles.
(i) La imparcialidad de la ley
En primer lugar, Marsilio considera el aspecto volitivo. Ciertamente una afección del
juez como el odio, amor, etc. tiende a pervertir su deseo. Y este inconveniente se evita en
tanto y en cuanto el gobernante o juez esté determinado en sus juicios conforme a la ley, en
razón de que ésta “carece de afección perversa”. En efecto, la ley no está concebida en
términos particulares como algo beneficioso o perjudicial para el amigo o el enemigo, sino
universalmente, en relación a quien actúa civilmente mal o bien. Todo lo que no se halla
comprendido en esta universalidad es accidental y ajeno a la ley, no así al juez. Los sometidos
a juicio pueden ser amigos o enemigos del juez, e interferir en la imparcialidad de su juicio
aportando un bien o un daño. Por ello ningún juicio debe quedar librado al arbitrio de quien
juzga, sino determinarse según la ley, y enunciarse en conformidad con ella.60
59 Cf. DP I xi, 1 [S 5221-24].60 Cf. DP I xi, 1 [S 5224-539].
144
Es un tema característico de la Política el de la prioridad de las leyes por sobre el
gobierno discrecional de los hombres. Aristóteles se preocupa especialmente por establecer
que es preferible el régimen de la mejor ley, al presunto régimen del “mejor hombre”. 61 Este
primado de la ley significa, en última instancia, el primado de la razón y, en particular, de una
razón práctica cuya expresión última es la justicia misma. Quien defiende el gobierno de la
ley defiende el gobierno “de lo divino y de la razón”, pues la ley es “razón sin apetito”;
mientras que el que defiende el gobierno del hombre añade este elemento apetitivo o
pasional.62 Y si “no permitimos que nos mande un hombre, sino la razón”, ello es porque el
mero gobierno de un hombre es eventualmente “para sí mismo”, y así “deviene tirano”,
mientras que el verdadero gobernante es “el guardián de lo justo” y, en tal medida, “de lo
equitativo.”63 De allí que esta racionalidad superior pueda expresarse con mayor profundidad
en las leyes consuetudinarias que en las escritas. Si acaso cabe la duda de si algún hombre no
será superior a alguna ley escrita, no será superior a las leyes establecidas por la costumbre.
Marsilio ciertamente invoca la autoridad de Aristóteles cuando dice en la Política que es
preferible aquello en lo cual no hay elemento pasional alguno, que aquello en lo cual este
elemento es connatural: la ley no puede tenerlo, mientras que el alma humana, en cambio, lo
tiene necesariamente.64 Pero la argumentación de Marsilio se detiene particularmente en la
incidencia de los elementos pasionales en la acción del juez, tal como aparece aludida en la
Retórica: como dice Aristóteles, mientras que la legislación es de lo futuro y universal, la
acción del gobernante y del juez debe concentrarse en lo presente y lo determinado, sobre lo
cual puede acontecer el amor y el odio que perturban el juicio. Influir emocionalmente en el
juez es precisamente el objetivo de aquel tipo de retórica al que suele darse mayor
importancia, y que Aristóteles especialmente critica.65 Sobre esta base, Marsilio tiende a
concebir, la necesidad del “gobierno de la ley” como necesidad de apelar a un recurso que
permite “extirpar” de la acción judicial factores ajenos que podrían perturbar su debida
imparcialidad. Como la ley “carece de afección perversa”, si el accionar del juez está
determinado por la ley, se evita que incidan en él factores pasionales que podrían corromper
su juicio. La universalidad de la ley está interpretada así en términos de una imparcialidad
extra-emocional.
61 De hecho, la ausencia de un gobierno conforme a leyes es característico de ciertas formas de gobierno que se destacan entre las formas desviadas como especialmente corruptas: así, la peor de las democracias es aquella en la que la masa gobierna sin leyes, seducida por un demagogo que tiende a actuar a través de decretos. Cf. Pol IV 4, 1292a4 y ss..62 C. Pol. III 16, 1287a28-32.63 Cf. Et. nic. V 6, 1134a35-b2.64 Cf. Arist. Pol. III 15, 1286a17 -2065 Cf. Ret. I 1, 1354b5-13; I 2, 1356a14-19.
145
En suma, Marsilio no concibe la necesidad del gobierno de la ley como la necesidad del
dominio de una racionalidad superior cuya expresión es la justicia misma, sino como la
necesidad de contar con un adecuado instrumento que garantice la rectitud de una acción
judicial cuya necesidad ya ha sido previamente establecida. Si los actos transitivos de los
hombres no fueran reducidos a una medida conveniente, se producirían conflictos y divisiones
que podrían culminar en la disolución de la comunidad política y, consecuentemente, la
privación de la suficiencia de la vida. Para evitarlo se hace necesaria la acción de la parte
gobernante, y en función de esa necesidad plantea Marsilio la importancia de que el
gobernante actúe conforme a la ley.
Tal como lo plantea Marsilio, no cabe duda de que el gobernante debe estar
determinado en su actuar por la ley. La figura del gobierno aparece así como una instancia
subordinada a la ley. Pero si consideramos el orden de la fundamentación de ambas instancias
–la ley y el gobierno–, tal como aparecen en el curso de la argumentación de Marsilio, en
primer lugar asistimos a la necesidad del establecimiento de la parte gobernante –al tratar las
causas finales de las partes de la comunidad política–, y luego, en función de la indispensable
rectitud que deben tener sus juicios, nos topamos con la ley como aquel instrumento que
permite excluir en ellos toda animosidad o parcialidad. Hasta aquí parecería no quedar en
claro si la función de gobierno es definida como necesaria en vista de una instancia superior y
universal que es la ley, o si, por el contrario, es la ley la que aparece en función de una tarea
de gobierno que ya ha sido definida como necesaria e imprescindible. En otras palabras, ¿se
requiere la ley para “mejorar” la acción de gobierno, o es necesario el gobierno porque hay
que “ejecutar” la ley? Mientras que la argumentación que ahora analizamos podría implicar lo
primero, algunas expresiones de Marsilio parecen dar a entender más bien lo último. En un
pasaje de la segunda dictio, Marsilio afirma que, como las leyes coactivas –tanto la humana
como la divina– “carecen de un alma” o de un principio motor que sea “ejecutivo”, fue
preciso un cierto “sujeto” o principio animado para hacer posible que, en conformidad con las
leyes, los actos humanos sean ordenados, regulados y juzgados, las sentencias ejecutadas, y
los transgresores castigados. Y éste es el juez, al cual en la Etica nicomaquea se lo denomina
lo “justo animado”.66
Según veremos, no hay que interpretar ninguna anterioridad en la relación de
fundamentación de las instancias del gobierno y de la ley; ello se confirmará cuando tratemos
la instancia fundante última de la cual ambas proceden: la autoridad del legislador humano o
la universitas civium o su valentior pars. A quien le corresponde generar la “forma” le cabe
también decidir la “materia”. Al legislador humano le corresponde determinar por igual la
66 Cf. DP II viii, 6 [S 22430-2257].146
“regla” y el “sujeto” por los cuales se lleva a cabo la moderación de los actos transitivos. 67 La
regulación de los actos civiles de los hombres, la necesidad de la “medida”, requiere, por
igual, de la normatividad universal de la ley, y de la acción particular del juez. Así lo
expresará finalmente Marsilio: las contenciones e injurias entre los hombres deben ser
vindicadas o mensuradas por la “regla de lo justo”, a saber, la ley, y por el gobernante, al cual
le corresponde mensurar, según ella, tales actos.68
(ii) La ley y la experiencia humana
Estábamos intentando establecer que la perfección de la acción judicial implicaba tanto
una recta afección de parte del juez, como un conocimiento verdadero de la cosa a juzgar.
Tras haber considerado el componente volitivo Marsilio pasa a tratar luego el componente
cognoscitivo. Aún habiendo una buena afección o intención de parte del juez, el juicio puede
corromperse también por ignorancia, defecto que la ley corrige o suprime, en tanto en ella está
determinado de un modo casi perfecto qué es lo justo o lo injusto, lo conveniente o lo
perjudicial según cada uno de los actos humanos civiles. Ahora bien, el logro de esta
determinación es imposible para un único hombre o incluso para múltiples hombres de una
misma época; es casi imposible hallar o retener todos los actos civiles que están determinados
en la ley. En ella está condensada, de alguna manera, el resultado del esfuerzo y la experiencia
humana de múltiples generaciones que van sumando su aporte y perfeccionando la tarea de
quienes los preceden:
“... quod de ipsis dixerunt inventores primi et omnes eciam eiusdem etatis homines, talium obervatores, fuit res modica et imperfecta, que postmodum ex addicione posteriorium complementum suscepit. Quod quidem videre sat est experiencia nota per addicionem et subtraccionem ac totaliter in contrarium mutacionem quandoque factam in legibus, secundum diversas etates et secundum diversa tempora eiusdem etatis.”69
Aquí vemos que aparece nuevamente en escena la experiencia, no sólo como un plano
del discurso argumentativo de la sciencia civilis, sino como un factor determinante de la
constitución misma de lo político en una de sus instancias centrales, en este caso, de la ley.
Habíamos visto, en su oportunidad, cómo el origen de la comunidad civil a partir de sus
comienzos (ex parvo) era referido tal como aconteció “secundum diversas regiones et
67 Cf. DP I xv, 3 [S 861-18].68 Cf. DP I xv, 6 [S 8917-20] (subr. nuestro).69 DP I xi, 3 [S 5417-24].
147
tempora”.70 Según esta misma descripción, la diferencia entre la aldea y la comunidad política
acabada estaba dada por el grado de perfecta diferenciación entre sus partes componentes; y el
logro de esa diferenciación implicaba el desarrollo completo de los diversos géneros de artes
y oficios, debido a la multiplicación y el aumento de la experiencia de los hombres. Cabe
recordar que justamente el régimen de la aldea estaba caracterizado por una ordenación de lo
justo y lo conveniente hecha “sin ley o costumbre alguna”, pues aún no habían sido halladas,
y, en tal medida, era necesario apelar a un cierto dictamen común de la razón o ley cuasi-
natural, obtenido sin mayor investigación (absque magna inquisicione).71 Ahora se dice que,
contemplando lo que acontece “secundum diversas etates et secundum diversa tempora unius
etatis”, puede comprobarse la modificación total o parcial del contenido de las leyes,
fenómeno histórico que es remitido al hecho de que en los asuntos humanos civiles, como en
cualquier género de artes, los “primeros inventores” descubrieron sólo “res modica et
imperfecta”, y sus descubrimientos se fueron completando con el trabajo posterior.
En síntesis, la ley es, para Marsilio, una condensación de la experiencia humana en
torno de la mejor determinación de los asuntos humanos civiles. Se trata de un “conocimiento
adquirido”, resultado de un progreso hecho durante largo tiempo, y asimilado por Marsilio al
progreso verificable en cualquier arte u oficio. Lo que un solo hombre puede hallar en la
ciencia de lo justo y lo útil civil, “tanto como en cualquier otra ciencia” es poco o nada. E
igualmente inacabado es lo que alcanzan los hombres de una época comparado con lo
observado en muchas.72 La ayuda recíproca de los hombres y el aporte de los descubrimientos
posteriores que se suman a los descubrimientos primeros, es lo que hace que las artes y
disciplinas reciban su complemento. La ley es, en tal sentido, como un “ojo compuesto de
muchos ojos”, una comprensión reflexiva (examinata) que procede de comprensiones
múltiples, cuyo fin es evitar el error acerca de los juicios civiles y juzgar rectamente.73
Como siempre, Marsilio remite todas sus principales conclusiones a las fuentes
aristotélicas, aunque la utilización que hace de éstas les confiere un matiz peculiar que va
bastante más allá del espíritu aristotélico. Sin duda Aristóteles refiere que la confección de las
leyes requiere un considerable tiempo de examen74, y que si alguna legislación fuera tan
excelente como se pretende, se habría manifestado a lo largo del tiempo y habría experiencia
de ella.75 Del mismo modo, Aristóteles señala que difícilmente un gobernante con dos ojos,
dos oídos, dos manos y pies podría superar a uno que cuente con “muchos ojos, oídos, manos
70 Cf. supra, p. 70.71 Cf. DP I iii, 4 [S 145-20].72 Cf. DP I xi, 3 [S 5513-18].73 Cf. ibid. [S 573-6].74 Cf. Ret. I 2, 1354b2-3.75 Cf. Pol. II 5, 1264a1-3; lo dice respecto del régimen platónico.
148
y pies”, queriendo significar que aún en el caso de que deba decidir el gobernante y no la ley
–aunque siempre es preferible lo último–, será más conveniente que decidan muchos y no uno
solo.76 Hasta aquí se desprende correctamente de estas citas que Aristóteles estima la
prudencia acumulada en el gobierno de las leyes o en la complementación de muchos
hombres. Pero cuando Marsilio añade a estas citas la de Et. nic. VI 8, para fundamentar que la
legislación requiere prudencia, y ésta implica una larga experiencia, parece perder de vista el
carácter eminentemente práctico de la phrónesis aristotélica, esto es, un conocimiento relativo
a la acción e involucrado en la particularidad de las circunstancias de la misma. El pasaje de
Aristóteles justamente dice que “los jóvenes pueden llegar a ser geómetras, matemáticos y
sabios en tales cosas, pero no parece que puedan llegar a ser prudentes.” Esta distinción entre
la índole de los conocimientos teóricos y la de los prácticos es la que Marsilio pasa por alto
cuando trae a colación, a propósito de cómo la ley recoge la múltiple experiencia política
humana –y, en tal sentido, práctica–, numerosos ejemplos del progreso en los conocimientos
teóricos o aún por arte. Así encontramos citado un pasaje del libro segundo de la Metafísica
en el que se dice que la obra de uno solo en poco o nada añade al conocimiento de la verdad,
pero “de la articulación de la obra de muchos, resulta ya algo de magnitud”77 y cuyo contexto
se refiere inequívocamente a las ciencias teóricas; e igualmente, uno de Averroes que
corrobora que las disciplinas operativas y las especulativas progresan mediante el aporte del
primero al subsecuente.78 En una palabra, Marsilio interpreta la acumulación de la experiencia
política recogida en la ley como si fuera el logro de un saber técnico que se perfecciona de lo
simple a lo complejo, asimilable a cualquier otro conocimiento relativo a un arte o disciplina
teórica79, y que dista bastante de la prudencia política aristotélica. Por ello, resultará
importante en Marsilio la figura de los prudentes o jusperitos, aquellos hombres versados en
el conocimiento del derecho que aportarán a la comunidad el conocimiento verdadero de lo
justo y de lo injusto y, por ello, tendrán a su cargo el descubrimiento o la invención de las
leyes a presentar al resto del pueblo para su promulgación. Por lo demás, esta tendencia a la
“cientifización” del conocimiento jurídico apreciable en Marsilio, es perfectamente
congruente con su forma de concebir la política como una ciencia demostrativa y necesaria, e
igualmente extraña al perfil de las ciencias prácticas aristotélicas.
Con la doble consideración del aspecto volitivo y el cognoscitivo queda así confirmada
la necesidad de la ley para asegurar la corrección de los juicios de la parte gobernante. La
subordinación a la ley implica la exclusión de la afección perversa y la ignorancia que pueden
corromper las sentencias del iudex. Ahora bien, Marsilio exigirá, de parte del juez, análogas
76 Cf. Pol. III 16, 1287b22-34.77 Cf. Met. II 1, 993b2-3.78 Cf. Averroes, In Met. II 1.79 Cf. I xi, 3 [S 5514-15]: “... tam in sciencia iustorum et conferencium civilium, quam in aliis scienciis ...”; cf. ibid. [S 5519-20]: “de invencione veritatis secundum unamquamque artem et disciplinam ...” (subr. nuestro).
149
“disposiciones” o cualidades personales para llevar a cabo los juicios en los que el gobernante
no pueda determinarse por la ley. Por ello se requerirá de él, por una parte, que dirija su
intelecto según la virtud de la prudencia, y por otra parte, que conserve la rectitud de su
inclinación o afección por medio de la virtud moral y, en especial, por la más importante entre
ellas, la justicia.80
La prudencia es necesaria para que el gobernante pueda llevar a cabo su operación
propia: el iudicium iustorum et conferencium civilium. En efecto, como la ley, en su
universalidad, no puede contemplar la totalidad de los casos, o de las circunstancias en las que
están envueltos, en razón de la enorme variedad de las cosas humanas en tiempos y lugares
diversos, es preciso que el gobernante se dirija por su prudencia en aquellos asuntos que no
están contemplados por la ley; cuando el caso estuviere determinado por la ley, sin embargo,
deberá regirse por la determinación legal.81 Por lo mismo, en la medida en que la decisión
sobre aquellos casos no previstos por la ley deben ser confiada al arbitrio del juez, se requiere
la virtud moral de la justicia.82
(iii) Balance sobre el positivismo marsiliano: la significación política del concepto de
justicia
El análisis de la ecuación entre intelecto y voluntad nos permite extraer importantes
conclusiones como para imponer reparos a la interpretación positivista de Marsilio. Se ve
fácilmente que si el justum et conferens commune pudiera ser un contenido cualquiera, con tal
que asuma la “debida forma” a partir de la voluntad del legislador competente que así lo
formula, carecerían de sentido todas estas prevenciones acerca de una recta voluntad y un
certero discernimiento de la materia de la ley. Si la ley carece de la “afección perversa” que
eventualmente puede comprometer al elemento pasional del juez, es porque ella es el
resultado de un “recto querer” y no de un querer arbitrario e irrestricto; si en ella está
determinado de modo casi perfecto qué es lo justo y lo injusto en los asuntos civiles, es
porque hay en sí algo justo y algo injusto, es posible determinarlo objetivamente, y quien ha
podido establecer la ley es porque ha podido contar con tal discernimiento racional. Estas
conclusiones se confirmarán, en el próximo capítulo, cuando veamos que los criterios sobre la
base de los cuales se atribuye la auctoritas legislativa a la universitas civium o su valentior
80 “Sunt autme futuri principantis perfecti habitus intrinseci duo, separacionem non recipientes in esse, videlicet, prudencia et moralis virtus, maxime iusticia. Unus quidem, ut ipsius in principando dirigatur intellectus, prudencia scilicet [...]. Reliquus vero habitus est, quo ipsius rectus extet affectus, moralis virtus scilicet, aliarum maxime iusticia.” (Cf. DP I xiv, 2 [S 7815-23]).81 Cf. DP I xiv, 3-5 [S 79-80].82 Cf. DP I xiv, 6 [S 81].
150
pars suponen para el legislador una análoga rectitud en la inclinación y en el discernimiento
de la ley hecha con vistas al bien común.
La singularidad del planteo de Marsilio radica en un peculiar acento en el aspecto
formal de la ley. La coercitividad es, efectivamente, el aspecto definitorio de la ley: lo propio
de la ley es el estar formulada bajo la forma de un precepto coactivo. En este sentido, Marsilio
invierte el orden en la caracterización de la noción de ley de la tradición precedente, tal como
puede advertirse en Tomás de Aquino. La ley no es caracterizada, en primer término, como
una racionalidad investida por una fuerza coactiva, sino que es más bien una fuerza coactiva a
la que, sin embargo, no le falta o no puede faltarle la racionalidad de un contenido de justicia.
En tal sentido, el que no haya, propiamente hablando, ley si no estamos en presencia de un
precepto coactivo, no implica necesariamente que el precepto coactivo pueda ser llenado con
un contenido cualquiera, ni que tal contenido sea válido sólo por la voluntad de quien lo
define. Por ello es que perfectamente cabe hablar de algo simpliciter injusto, de leyes
imperfectas, etc..
La ley es, pues, un praeceptum coactivum. Pero su finalidad es el iustum et conferens
civile. ¿Y qué es ese contenido? Es el equilibrio necesario en la regulación de la conducta
civil de los hombres, el conjunto de los principios y recursos que permiten regular
armónicamente la interacción entre los mismos. El verdadero alcance del contenido de la ley
en Marsilio se advierte cuando se considera la condición de los actos sobre los cuales la ley se
aplica, aquellos actos voluntarios y exteriores, denominados “transitivos” porque trascienden
más allá del sujeto que los realiza, y que pueden realizarse en perjuicio o daño de otro. Con el
fin de preservar la comunión entre los hombres, es necesario que estos actos sean llevados a la
medida o “temperamento” conveniente, reducidos a proporción o igualdad debida. Bajo el
espíritu del concepto aristotélico de justicia correctiva, hay que entender que el justum et
conferens commune que es el contenido y fin de la ley no es otra cosa que esta “equidad” de
los actos humanos, equidad que Marsilio concibe, insistamos, como imprescindible por
oposición a una desigualdad o desborde de consecuencias fatídicamente negativas: la
separación de los hombres y la disolución de la comunidad política. Por ello, la ley es
caracterizada también por Marsilio como la “regla de lo justo”83, o como la misma “medida
(mensura) de los actos humanos civiles”84 o, en fin, como la regla capaz de conmensurar
(regula commensurativa) tales actos.85 Así llegamos a la caracterización más completa de la
ley que puede hallarse en Marsilio, y que resume todos los elementos analizados hasta aquí:
83 Cf. DP I iv, 4 [S 1820]; I x, 1 [S 482-6]; I x, 6 [519-11]; I xv, 6 [S 8918-19].84 Cf. DP I xii, 2 [S 636-8].85 Cf. DP II ix, 12 [S 2435-8].
151
“Est igitur pro vita seu vivere sufficienti huius seculi posita regula humanorum actuum imperatorum transeuncium fieri possibilium ad commodum vel incommodum, ius aut injuriam alterius a faciente, preceptiva et transgressorum coactiva supplicio sive pena pro statu presentis seculi tantum. Quam legem humanam communi nomine diximus ...”86
Con relación a la suficiencia de la vida en este mundo, es decir, para conservar la
asociación de los hombres en la comunidad política, se ha establecido una regla para aquella
clase de actos de los hombres que pueden ir en beneficio o perjuicio de otro, una regla que
establece la proporción debida que deben conservar y que, en tal medida, sirve de “medida”
de los mismos: y la establece no sólo exhortativamente, sino como una regla preceptiva, que
impone y obliga a hacer lo que debe hacerse, y, para quien no lo hiciere, fija una pena o un
castigo a ejecutarse en este mundo. No otra cosa es la ley humana.
No debe pasarse por alto el hecho de que Marsilio se refiere al contenido o aspecto
material de la ley como “lo justo civil” (civile justum). Hemos visto que la finalidad de la ley
es explicada en función de una acción de gobierno que ha sido definida formalmente en
términos de una represión de actos contenciosos, y que tiene por último fin preservar el orden
de la comunidad política. El civile iustum de Marsilio es un contenido definible objetiva y
racionalmente. Pero a diferencia de un Tomás de Aquino, la justicia de la ley no está referida
a la bondad intrínseca que se manifiesta en actos “justos y honestos”, sino a las condiciones
mínimas e indispensables que hacen a la conveniencia y la estabilidad de la comunidad
política. La justicia de la ley, en Marsilio, no está derivada de un concepto moral objetivo,
sino que adquiere una significación estrictamente política. Lo que la ley humana ordena o
prohibe, lo hace por, en, y para la comunidad política.
III. Ley divina y ley humana
Un análisis del concepto marsiliano de ley no puede estar completo sin examinar la
relación entre la ley divina y la ley humana. La superioridad de la ley divina sobre la ley
humana es uno de los principales argumentos esgrimidos por la posición hierocrática. Así, al
inicio de la segunda dictio, Marsilio enumerará dentro de las rationes “cuasi-políticas” que
pretenden sustentar la plenitudo potestatis papal, el argumento que parte del hecho de que la
ley según la cual juzga el juez eclesiástico es superior a la ley humana, según la cual juzga el
86 DP II viii, 5 [S 22412-17].152
juez secular.87 Hemos visto hasta aquí cómo Marsilio soluciona el problema que representa el
reconocimiento del origen sobrenatural del sacerdocio con la distinción entre el habitus y el
officium: por más que el primero sea causado inmediatamente por Dios, el segundo es una
institución humana. Más adelante, al ocuparnos del itinerario argumentativo de la seguna
dictio, veremos en detalle cómo Marsilio sustrae al sacerdocio toda autoridad coactiva en este
mundo. Nos corresponde ver ahora cómo aplica las relaciones entre la ley humana y la ley
divina de suerte que quede salvaguardada la autonomía del poder secular.
Marsilio prepara el terreno de la delimitación entre la ley divina y la ley humana por su
relación con los actos humanos. Los actos imperados o voluntarios de los hombres son, o bien
inmanentes, o bien transitivos. De los transitivos, algunos se realizan sin perjuicio o injuria de
un sujeto distinto de quien los realiza, v.g, donaciones, peregrinaciones, etc.; otros son y se
hacen en perjuicio o injuria de otro, v.g., homicidio, robo, rapiña, etc. Para todos los actos
humanos, en especial, los imperados, se han inventado reglas o habitus por las cuales se
realizan conveniente y debidamente dichos actos, tanto con vistas a la suficiencia de la vida
en este mundo, como para conseguir a partir de ellos la vida futura. Pero algunos de estos
habitus o reglas sólo regulan los actos humanos, tanto inmanentes como transitivos,
enseñando lo que debe hacerse u omitirse sin pena o premio impartida por una potencia
coactiva: y es el caso de las “disciplinas operativas, activas y productivas.” Otras reglas o
habitus, en cambio, prescriben lo que debe hacerse u omitirse bajo una pena o premio para
quien los hace u omite impartida por una potencia coactiva de un otro. De estas últimas –las
coactivas–, unas infligen una pena o castigo para sus transgresores en este mundo y con
respecto al estado de la vida presente, y otras lo hacen sólo en el otro mundo y con respecto al
estado de la vida futura en el mismo. Las primeras son las normas y leyes humanas, las
segundas, las leyes divinas. De estas leyes divinas, entendidas en sentido amplio como
“sectas” o religiones, sólo la cristiana es la verdadera.88 En síntesis, mientras la ley humana es
una regla de los actos transitivos que establece una pena en y con respecto a este mundo, la
ley divina es una regla de los actos humanos, tanto transitivos como inmanentes, cometidos en
esta vida, pero en orden a conseguir la vida en el otro mundo, con una pena o premio a
ejecutarse en él.89
En la caracterización de la ley humana y la ley divina, Marsilio no se aparta de los
lineamientos generales de su concepción de la ley. Ante todo, la ley es un precepto coactivo:
sin perjuicio de que exprese un contenido de justicia, la ley es un precepto que impone un
castigo a sus eventuales transgresores. En tal sentido, toda ley es, propiamente, una ley
87 Cf. II iii, 12 [S 156].88 Cf. DP II viii, 3-4 [S 223-4].89 Cf. DP II viii, 5 [S 22420-29].
153
positiva. De ello resulta que la ley divina es tan positiva como la ley humana, y su
especificidad radica más bien en dónde y respecto de qué ejerce su coacción. Ambas se
aplican a los actos humanos realizados en este mundo. Ciertamente una diferencia esencial
entre ambas es que la ley humana tiene por finalidad sólo la suficiencia de la vida presente, y
la ley divina, en cambio, la obtención de la vida próxima. Por otra parte, es evidente que la
esfera de competencia de la ley divina es un tanto más amplia que la de la ley humana, puesto
que se extiende también a los actos inmanentes –a los cuales la ley humana no puede
alcanzar–; pero la diferencia significativa radica en que mientras la ley divina impone las
penas en la otra vida, sólo la ley humana es coactiva en este mundo.
Esta consideración de la naturaleza de la ley divina y la humana muestra sus
implicancias de inmediato. Como la ley divina no es coactiva en este mundo, el sacerdote no
tiene jurisdicción política alguna sobre nadie en este mundo. A su vez, como la ley humana es
la única que es coactiva en este mundo, resulta que el sacerdote debe estar sometido a la
jurisdicción coactiva del gobernante. El primer punto será ampliamente demostrado y
justificado a partir de la Revelación y las autoridades en la segunda dictio. El segundo ya lo
hemos encontrado anticipado como exigencia general de la subordinación de la parte
sacerdotal a la pars principans de la comunidad política. Su trasfondo histórico hace
referencia, por lo demás, al conflicto político de la jurisdicción sobre el clero en las comunas
italianas.90
Ahora bien, por más que el sacerdote no sea juez coactivo según la ley humana, ¿no
podría pensarse acaso que lo sea según la ley divina? Después de todo, la ley divina se
extiende también a los actos humanos realizados en esta vida, pero con vistas a la próxima, y
con pena o premio en ella. La autoridad coactiva del sacerdote bien podría ejercerse sobre los
actos “espirituales”, aquellos sobre los que opera la ley divina. La respuesta de Marsilio es
claramente negativa. Hay dos formas en las que la ley divina se relaciona con los actos
imperados o voluntarios de los hombres: (i) Respecto de la vida presente, contiene la doctrina
o los conocimientos necesarios para adquirir la vida eterna –análogamente a la medicina, que
contiene los conocimientos necesarios para la salud del cuerpo–; por ello es “juicio” en la
primera significación del término, esto es, una doctrina o conocimiento propio de los
“peritos” o expertos en el asunto. En efecto, en nada reportaría una coacción para el beneficio
de la vida eterna. Marsilio da a entender que el logro de la salvación supone un acto libre y
una adhesión voluntaria a lo ordenado por la ley. (ii) Respecto de la vida futura, la ley divina
sí es un precepto coactivo y, por ello, es “ley” en su última y más propia significación, puesto
que impone una pena o premio en el otro mundo y sólo en el otro mundo. Pero ocurre que el
90 Cf. Skinner (1985), I, p. 39; Gewirth (1951), p. 26-28; Quillet (1970), pp. 26-29.154
“juez” que tiene a su cargo el juicio coactivo respecto de esta ley es sólo Cristo y en modo
alguno el sacerdote. Este sólo es juez de la ley divina en el otro sentido anteriormente
definido.91
La doctrina marsiliana de la incoercitividad de la ley divina en este mundo,
directamente relacionada con la polémica con el papado, no deja de presentar ciertas
dificultades. Marsilio sostiene que la ley divina no es coactiva básicamente por dos razones.
Por una parte, carece de sentido imponer la fe por la coacción, pues el mérito que supone el
premio en la otra vida es incompatible con una acción forzada. Por la otra, se debe dejar la
puerta abierta al arrepentimiento del pecador. En su misericordia quiso Cristo justamente dar
a cualquiera la posibilidad de arrepentirse hasta el último instante de su vida. 92 Ahora bien,
sería desacertado querer ver en la incompatibilidad de la fe con la coacción una defensa de la
libertad o la tolerancia religiosa. De hecho, encontraremos que Marsilio no objeta, en
principio, la existencia de una potestad de perseguir y castigar a los herejes. En todo caso, a
Marsilio le preocupa más identificar cuál sea la autoridad que tenga a su cargo esa función y
bajo qué condiciones. La autoridad que a tal fin se arroga el sacerdocio le corresponde, en
realidad, al gobernante en virtud de la autoridad del legislador humano.93 Del mismo modo,
Marsilio abogará por la necesidad de una instancia superior que defina las verdades de la fe y
los pasajes dudosos de la escritura, autoridad que recaerá en el concilio general de los
cristianos. La potestad coactiva de convocar al concilio y la de hacer cumplir sus
conclusiones le corresponderá también al “legislador humano fiel carente de superior”.94
Como vemos, Marsilio sostiene para el príncipe fiel, de manera un poco inconsecuente, la
misma capacidad de coacción respecto de los asuntos religiosos que ha sido sustraída al
sacerdocio. Con Gewirth, hay que decir que si la coerción del sacerdote no aprovecha en nada
a la salvación eterna, no se entiende bien por qué no puede aplicarse el mismo argumento a la
coerción ejercida en nombre de la autoridad del legislador humano fiel.95
Aunque Marsilio traza una neta distinción entre la esfera de la ley humana y la de la ley
divina, no pueden dejar de señalarse algunas precisiones que muestran los matices complejos
de la cuestión. La distinción entre ley humana y ley divina puede hacerse a través de sus
respectivos fines, de la respectiva fuente de la cual proceden, o de los actos humanos sobre los
cuales se ejercen. En primer lugar, en cuanto a los fines, parece claramente definido que,
mientras la ley humana se orienta a la consecución de la suficiencia de la vida en este mundo,
la ley divina tiene por fin la salvación eterna en el otro mundo. Es cierto que Marsilio
91 Cf. DP II ix, 2-3 [S 231-234].92 Cf. DP II ix, 1 [S 23120-23]; II x, 2 [S 2472-4].93 Cf. DP II x, 3 [S 247]; II x, 8 [S 251]. Cf. infra, p. 258.94 Cf. DP II xxi, 4 [S 4051-8]; II xxi, 5 [S 40627-4072].95 Cf. Gewirth (1951), p. 161.
155
menciona una cierta utilidad política de las leyes divinas entendidas como “sectas” o
religiones. Pero con frecuencia se pasa por alto el hecho de que esta “justificación natural” de
la religión no responde a la posición personal de Marsilio.96 Son los legisladores paganos los
que han “fantaseado” con una serie de doctrinas y preceptos de un “fingido” legislador divino,
el cual castigaría aquellos actos interiores que quedan impunes ante la ley humana. Todas
estas leyes son las de las sectas que contienen falsos conocimientos acerca de lo necesario
para la otra vida, mientras que sólo la ley de los cristianos es verdadera.97 Esto significa que,
con relación a la otra vida, la ley divina, entendida como ley cristiana, no sólo es la única que
es verdaderamente coactiva en el otro mundo –y por tanto, ley “en la última y más propia
significación”–, sino que es la única que es doctrina y enseñanza verdadera de lo que hay que
creer, –y por tanto, ley, también, tomada “materialmente” o en su “tercera significación”.98
En cuanto a su origen, también es claro que la ley humana remite al legislador humano
como a su fundamento, en tanto que la ley divina procede inmediatamente de la voluntad de
Dios. Pero esta distinción tampoco puede entenderse en forma esquemática o unilateral. Si
entendemos por ley humana a toda ley “política”, que se ocupa de asuntos temporales, nos
enfrentamos a un caso excepcional. Ocurre que de la voluntad divina no sólo han procedido
preceptos ordenados a la vida en el otro mundo, sino que alguna vez, en forma extraordinaria,
se han establecido para cierto pueblo un conjunto de leyes ordenadas a los actos humanos en
este mundo, como sucedió con la Ley Mosaica.99 Pero el objetivo y el alcance de esta ley son
tan circunscriptos, que los cristianos no están obligados para con estos preceptos, o incluso
algunos de ellos les están prohibidos con pena de condenación eterna, como ciertos tipos de
ceremonias.100
Por último, en cuanto a la esfera de su competencia, es obvio que ambas leyes se aplican
a los actos humanos realizados en esta vida. La ley divina lo hace en forma más amplia,
puesto que abarca también a los actos inmanentes a los cuales la ley humana no alcanza, y en
una diversa manera, puesto que en este mundo es sólo admonitoria o exhortativa, y sólo en el
otro coactiva. De esto resulta que una ley pueda atender a un acto que la otra deja indiferente
y viceversa, o, incluso, puede suceder que un mismo acto sea considerado en forma diversa
por una ley y por otra. Para Marsilio, la ley es, fundamental y definitoriamente, un precepto
coactivo. La ley ordena hacer u omitir algo, o bien lo prohibe, o bien ni ordena ni prohibe, en
96 Cf. por ejemplo De Lagarde (1948), p. 90, n. 29, Toscano (1981), pp. 56-57, 138; Black (1996), p. 95.97 Cf. DP II viii, 4 [S 2246-11].98 Igualmente creo que Coleman va demasiado lejos cuando entiende que la religión cristiana “aún más que las religiones paganas, puede mostrarse de la mayor utilidad para los regímenes civiles temperados.” Cf. Coleman (2000), p.148.99 Cf. DP II ix, 9 [S 23921-2404].100 Cf. DP II ix, 10 [S 240].
156
cuyo caso lo permite. La relación que se establece entre la ley divina y la ley humana se da,
pues, en cada una de esas tres formas. Cuando la ley humana y la ley divina ordenan,
prohiben o permiten lo mismo la relación es de coincidencia. Marsilio insiste, por ejemplo, en
que la ley divina ordena, en general, el respeto a las autoridades constituidas tanto como lo
exige la misma ley humana. E incluso cuando los gobernantes no actúan rectamente pecan no
sólo contra la ley humana, sino también contra la ley divina.101 Más delicado, por cierto, es el
caso en que la ley divina prohibe lo que la ley humana ordena, o viceversa: la relación, en tal
caso, es de contradicción. Ya hemos visto al tratar las definiciones del derecho natural que la
posición de Marsilio es muy clara al respecto: cuando hay desacuerdo entre ambas leyes, hay
que orientarse más bien por la ley divina.102 Por último, existen múltiples casos en que una ley
prescribe o prohibe algo que la otra ley simplemente permite. Cuando la relación es entre lo
ordenado y lo permitido no se presenta mayor inconveniente, puesto que todo lo ordenado es
permitido –todo lo que hay obligación de hacer está permitido hacer–, pero no viceversa. Lo
relevante, entonces, es el caso en que una ley prohibe aquello que otra permite. Marsilio
reconoce, por ejemplo, que “hay muchos pecados mortales cometidos contra la ley divina,
v.g., la fornicación, que permite incluso el legislador humano”, y viceversa, “hay muchas
cosas prohibidas por la ley humana que son, sin embargo, permitidas por la ley divina; v.g., si
alguien no devolviere un préstamo por incapacidad, accidente, enfermedad, olvido u otro
impedimento, no será castigado a causa de ello en el otro siglo por el juez coactivo según la
ley divina, y, sin embargo, sí será justamente castigado en este siglo por el juez coactivo
según la ley humana”.103
En su tratamiento de la ley, Marsilio abandona la tradicional fundamentación de la
validez de la ley humana en una ley superior dictada por Dios. De la clásica jerarquía entre
ley eterna, ley natural y ley humana con la que Tomás de Aquino intentó sintetizar una vasta y
compleja tradición de fuentes diversas, en Marsilio no quedan casi rastros. Ciertamente,
Marsilio reconoce la superioridad de la ley divina con respecto a la ley humana, pero eso no
significa que ésta última esté fundada en aquella. La ley humana se relaciona con el vivir bien
alcanzable en este mundo, único accesible desde un punto de vista racional. El vivir bien
eterno con el cual se relaciona la ley divina queda así al margen de la scientia civilis. Tanto la
ley humana como la ley divina son auténticas leyes en los dos aspectos que comporta su
concepto. La ley humana configura –o debe configurar– un conocimiento verdadero de lo
101 “Econtrario vero principes huius seculi seu iudices regni mundani faciunt et facere debent, servando iustitiam; quoniam legum observatoribus premia et malorum patratoribus supplicia in hoc seculo distribuunt, recte agentes; contraria vero facientes peccarent contra legem humanam atque divinam.” (subr. nuestro) DP II iv, 6.102 “Et inde etiam est, quod quedam licita sunt secundum legem humanam, que non licent secundum legem divinam, et econverso. Verumptamen licitum et illicitum simpliciter attendenda sunt secundum legem divinam pocius quam humanam, in quibus dissonant preceptis, prohibitis aut permissis.” (II xii, 9 [S 2696-11])103 Cf. DP II x, 7 [S 250-251].
157
justo y de lo injusto, conocimiento que debe ser vertido bajo la forma de un precepto coactivo
para tener el carácter efectivo de ley. La ley divina, la procedente del Dios verdadero, es
decir, la ley de los cristianos, contiene la verdadera doctrina acerca de lo necesario para
alcanzar la salvación eterna, no siendo, en cuanto tal doctrina, coactiva en este mundo, pero sí
en el otro, por la potestad coactiva de su respectivo juez, Cristo. La superioridad de la ley
divina se revela justamente en su infalibilidad: mientras que la ley humana debe ser
verdadera, la ley divina es verdadera. Por ello, no hay riesgo alguno en admitir que en un
caso conflictivo de contradicción, la última palabra ha de corresponder a la ley divina. De esa
eventualidad no podrá deducirse ya una potestad coactiva de un presunto “juez espiritual”.
Más allá de su contenido o aspecto material, tanto una como otra ley son, en cuanto tales,
preceptos coactivos. La especificidad de su diferencia radica en la fuente y en el ámbito de su
coacción. El juez coactivo de la ley humana es el gobernante secular, que ejerce esa coacción
en y para la vida presente; el juez coactivo de la ley divina no es sacerdote ni obispo alguno,
sino Cristo, que no vino a ejercer coacción alguna en este mundo, sino en y para el otro.
Aunque Marsilio desliga la fundamentación de la ley humana en la ley divina, su planteo no
está orientado a desvincular totalmente una y otra ley. En una comunidad política que es, de
hecho, una comunidad cristiana, una desvinculación absoluta será virtualmente imposible. El
objetivo central de Marsilio será desvincular los efectos y las consecuencias de la aplicación
de una y otra ley, de suerte que la jurisdicción de la autoridad política legítimamente
constituida en este mundo no se vea impedida por los reclamos de una autoridad espiritual que
no tiene jurisdicción coactiva alguna, ni en este mundo, ni el otro.
La ley ocupa un lugar central en la economía argumentativa del Defensor pacis. En el
curso de la explicación de la génesis y la estructura de la comunidad política, la ley aparece
como aquella norma general conforme a la cual la parte gobernante ejerce su función de
regulación de los actos transitivos de los hombres. La especificidad de la comunidad política
frente a las comunidades primitivas radica en la administración de justicia que está ausente en
la relación padre-hijo, y que se diferencia radicalmente de la rudimentaria regulación a partir
de un derecho “cuasi-natural” que se da en la aldea. Lo distintivo del régimen propio de la
comunidad política es la existencia de un gobierno ejercido conforme a leyes. La
caracterización de esa diferencia específica de la comunidad acabada o civitas frente a las
158
otras comunidades hecha desde un plano explicativo, puede ser vista también, desde un plano
empírico, como debida a un proceso evolutivo de incremento de la experiencia humana. El
perfeccionamiento de esa experiencia se manifiesta, ante todo, en un mayor grado de
diferenciación de las partes constitutivas de la comunidad política, es decir, una
complejización y separación de las funciones que en la aldea estaban más indiferenciadas.
Pero el aumento de la experiencia humana se verifica también en el conocimiento de la
adecuada “medida” o proporción que han de alcanzar los actos transitivos de los hombres si es
que, con vistas a la suficiencia de la vida, quiere resguardarse la asociación entre ellos y la
permanencia de la comunidad política. La ley es un “ojo compuesto de muchos ojos”, una
condensación de la experiencia recogida por sucesivas generaciones en la materia de lo justo
y lo conveniente civil. En la noción de ley concurren así los planos explicativo y empírico que
habían sido articulados en torno de la existencia y la composición de comunidad política.
Por último, la ley no podía estar ausente del plano normativo, por cuanto ella representa
ni más ni menos que la normatividad a la que debe acogerse el desenvolvimiento de la vida
política. La primera aplicación de la metodología demostrativa a partir de principios evidentes
se da en la argumentación en favor de la “necesidad” de las leyes. La importancia de la
función de la parte gobernante, y la preeminencia que adquiere en relación a las otras partes
de la comunidad política, incluso sobre el sacerdocio, no quita que recaiga sobre ella una
exigencia normativa que le aporta el sustento de su legitimidad. El gobernante debe actuar
conforme a leyes. Sin un régimen conforme a leyes no es posible cumplir con la serie
fundamental de implicaciones que da cuenta del surgimiento y la finalidad de la comunidad
política. La experiencia humana recogida en la ley asegura un conocimiento verdadero de lo
justo y de lo injusto, proporciona un alcance universal que supera los eventuales límites de la
prudencia personal y extirpa la pasión animosa que puede afectar de parcialidad el juicio del
gobernante. De esa manera se asegura la rectitud de los juicios de la parte gobernante, en la
cual están implicadas la permanencia de la comunidad política y la obtención de la suficiencia
de la vida.
Al elaborar la delimitación de las relaciones entre la ley divina y la ley humana,
Marsilio Marsilio adelanta un paso decisivo para el objetivo polémico de su argumentación.
Deslindados los fines, la fuente y la esfera de competencia respectivos de cada ley, resulta que
la ley humana queda fundamentada en un ámbito inmanente a la razón y la voluntad del
hombre. La validez de la ley humana queda remitida directamente a la figura del legislador
humano. En el traslado de la figura del papa como “legislador” o “sede” de la ley, a la figura
del “legislador humano” que será identificada con la figura de la corporación de la totalidad
de los ciudadanos o su parte preponderante –universitas civium aut eius valentior pars– reside
159
una de las claves más importantes de todo el “giro” político marsiliano. Por ello, después de
haber examinado la constitución de las diversas partes de la comunidad política, el sentido de
la función de gobierno, y la naturaleza y finalidad de la ley, el itinerario argumentativo de la
primera dictio se dirige a la cuestión central de la fuente de la que procede la ley, la auctoritas
de la cual procede aquella coactividad que es característica definitoria de la ley.
160
CAPÍTULO V
EL LEGISLADOR HUMANO
I. Marsilio de Padua y la teoría de la soberanía popular
El análisis de las causas finales de las partes de la comunidad política arrojó por
resultado cierta preeminencia de una pars principans con la primordial función de regular la
conducta civil de los hombres, una función indispensable que no puede interrumpirse sin
grave peligro para la comunidad. Desde un principio se aclaró que esta tarea debe ser llevada
a cabo siempre en conformidad con una norma o regla universal que es la ley. Tras haber
considerado la existencia, la definición y la finalidad de la ley, resta indagar a quién o a
quiénes corresponde estatuirla, y por medio de qué acción, lo que equivale a preguntarse por
la causa agente de la ley, o el legis-lator.1 Por su parte, en el sumario tratamiento de las
restantes causas se anticipó que la causa eficiente de dichas partes, en cuanto representan
officia de la comunidad, es, regular y frecuentemente –descartando la institución inmediata
extraordinaria e indemostrable de Dios– aquella misma figura del legislador humano.2 Como
veremos más adelante, este legislador es, en verdad, su causa eficiente primera y propia,
aunque actúa como causa segunda instrumental o ejecutoria la pars principans, la cual
instituye las restantes partes en virtud de la autoridad concedida por el legislador.3 Sobre el
modo de institución de la pars principans o parte gobernante Marsilio dará preferencia a la
modalidad electiva, lo cual lleva a preguntarse por cuál sea la autoridad que tiene a su cargo la
elección del gobernante.4
A través de estas dos vías el itinerario argumentativo de la primera dictio desemboca en
la figura central del legislador humano: el examen de la constitución de la comunidad política
pone en primer plano la figura de un gobierno que actúa conforme a la ley, por lo cual surge,
por una parte, la pregunta por la fuente de la cual procede esa ley, la auctoritas legislativa, y
por la otra, por la fuente de la cual deriva el gobierno, la autoridad de elección del mismo.
Ambas preguntas remiten a la figura del legislador humano, la fuente última de la autoridad
1 Cf. DP I x, 2 [S 489-18].2 Cf. DP I vii, 3 [S 3615-19].3 Cf. DP I xv, 4 [S 8626-877].4 Cf. DP I xiv, 1 [S 786-9].
161
política de orden humano. Por ello la pregunta última del itinerario argumentativo de la
primera dictio es quién es el legislador humano. Y la respuesta de Marsilio es: el pueblo, o la
corporación del conjunto de los ciudadanos o su parte preponderante (universitas civium aut
eius valentior pars).
Esta tesis y la argumentación que la sustenta constituyen el núcleo de lo que se ha dado
en llamar la “teoría de la soberanía popular” marsiliana. La historia de la controversia sobre
esta cuestión es vasta y compleja. De un lado, la soberanía popular marsiliana aparece, a
veces, como una doctrina arraigada en la realidad histórica contemporánea a Marsilio: según
Battaglia, “Marsilio è il primo che afferma la sovranità popolare, e la afferma più
richiamandosi ai fatti cioè alla vita dei Comuni italiani [...]. La sovranità popolare è un fatto
concreto nei Comuni italiani, che, se a Costanza potevano ancora riconoscere il supremo
controllo imperiale, di poi lo negano di fatto, e legiferano, amministrano giustizia anche in
sede d’apello, battono moneta, levano tributi, nominano magistrati [...].5 Otras veces, es
señalada como uno de los tantos elementos de su pensamiento prefiguran o anticipan el
pensamiento político moderno.6 Del otro, la mayoría de los intérpretes que ponen el acento en
la debida contextualización histórica del pensamiento de Marsilio multiplican los reparos
sobre aquellas interpretaciones que tildan de anacrónicas. El juicio más representativo, en este
sentido, es el de Carlyle: “He is not, as appears to be thought by some writers who are not
very well acquainted with mediaeval political literature, setting out some new and
revolutionary democratic doctrine, but is rather expressing, even if in rather drastic and
unqualified terms, the normal judgment and practice of the Middle Ages.”7. Paradójicamente,
ello no le impide a Quillet, quien se alinea claramente en esa misma posición, señalar sin
mayores problemas que “la doctrine de la souveraineté populaire n’est guère, au temps de
Marsile, une nouveauté” e, incluso, remitirla a Tomás de Aquino como a su principal
antecedente.8
El concepto de soberanía puesto en discusión dista mucho de estar tomado
unívocamente. Unas veces la noción aparece ligada a la noción de consenso o, más
precisamente el consenso individual: se entiende que la autoridad del pueblo es soberana en la
medida en que la autoridad se justifica por el consenso de los individuos. Sobre esa base De
Lagarde niega que haya en Marsilio un reconocimiento tal de la autonomía individual y, por
tanto, considera extraña al pensamiento de Marsilio la idea de un contrato de soberanía.9 En
términos análogos se expresa Passerin D’Entrèves cuando afirma que en vano puede
5 Cf. Battaglia (1928), pp. 98-99.6 Cf. numerosas citas al respecto en Battaglia (1928) pp. 3-6; y Gewirth (1951) pp. 4-6.7 Cf. Carlyle (1903-1936), VI, p. 9.8 Quillet (1970), p. 83.9 Cf. De Lagarde (1948), pp. 186-8.
162
rastrearse en el Defensor pacis “aquel principio que constituye el fundamento real de la
moderna doctrina de la soberanía popular: el de la igualdad natural y originaria de todos los
miembros de la comunidad y, por consiguiente, el valor del individuo como fuente última del
poder y portador de una porción igual de la autoridad soberana.”10 Otras veces el concepto de
soberanía popular aparece ligado de una u otra manera a la noción de “republicanismo”. Así
Gewirth, si bien reconoce que la soberanía popular marsiliana no está limitada a los dos
capítulos de la primera dictio en que se discute la autoridad legislativa del pueblo, sino que
penetra todo el Defensor pacis11, enumera dentro de los ingredientes de la “concepción
republicana de gobierno” de Marsilio, junto al gobierno conforme a ley, la confección de las
leyes por parte del pueblo, al igual que la elección y eventual deposición del gobernante por el
mismo.12 Más propiamente, la soberanía es entendida como la atribución de un poder
irrestricto que no tiene por encima ningún superior. En palabras de Ullmann, “la comunidad
de ciudadanos es el organismo superior mismo, lo que, en otras palabras, se expresa diciendo
que la soberanía, o la plenitud de poder [...], a la que Marsilio define como el poder que no
está limitado por ninguna ley de ninguna especie, pertenece a pueblo.”13 De allí que la
cuestión sobre el alcance de esta soberanía termine planteándose en términos de si la voluntad
legislativa del pueblo es ilimitada o si tiene algún patrón racional al cual ajustarse. Por ello,
Nederman termina retrotrayendo la cuestión de la soberanía popular a la del debatido
positivismo del concepto marsiliano de ley.14 Finalmente, no es de sorprender que el debate
sobre el alcance efectivo de la soberanía popular proclamada por Marsilio termine
planteándose en términos de si el Estado marsiliano puede denominarse o no una
“democracia”, tal como lo trasluce la polémica de Di Vona contra el punto de vista negativo
de Segall: para el autor italiano, “afincar en el pueblo el poder de legislar y de elegir el
gobierno en virtud del principio de que el todo es mayor que la parte, es algo que pertenece al
fundamento mismo del régimen democrático, cualquiera sea la posterior comprensión
histórica que Marsilio tenga de ese todo.”15
En estas condiciones, resulta imprescindible, una vez más, detenerse en algunas
precisiones terminológicas, a fin de despejar dificultades en el ulterior análisis de la cuestión.
La noción de soberanía está relacionada, en un sentido, con el concepto y la realidad histórica
del Estado nacional. Puede entenderse como una de las notas constitutivas del Estado la
soberanía o el poder supremo que ejerce sobre el territorio de su jurisdicción, y que reclama
frente a otros Estados. Ahora bien, desde el momento en que el contexto histórico al que
10 Cf. Passerin D’Entrèves (1959), p. 57.11 Cf. Gewirth (1951), p. 167.12 Cf. ibid. p. 237.13 Cf. Ullmann (1985), p. 267; cf. Gewirth (1951), p. 311.14 Cf. Nederman (1995), p. 75.15 Cf. Di Vona (1974), p. 445-446; Cf. Segall (1933), p. 7-8, 52.
163
pertenece Marsilio y el elemento en el que se mueve su pensamiento político son previos a la
constitución del Estado autónomo moderno, es lícito admitir la relativa impertinencia de
hablar en términos de “soberanía” para referirse a algunos aspectos de su pensamiento.16
En comparación con el término “soberanía”, la noción de república tiene un alcance un
tanto más preciso. Más allá de que es un término con el que suele hacerse referencia a los
regímenes de gobierno constitucionales moderados o mixtos del pensamiento político clásico,
el término mienta, en el contexto del pensamiento político moderno, un régimen
constitucional que contempla diversos mecanismos de control del poder: división de poderes,
periodicidad de funciones, control de las magistraturas por parte de los ciudadanos, publicidad
de los actos de gobierno, etc.. Desde este punto de vista, la noción de soberanía o de un poder
soberano, no está, en sí misma, circunscripta a una forma de gobierno republicano. De hecho,
el término “soberano” fue aplicado inicialmente a la monarquía e, incluso, a la monarquía
absoluta, que fue la que históricamente consolidó, en primer termino, la autonomía del Estado
moderno. En todo caso, podría considerarse que la soberanía popular, es decir, la soberanía
atribuida al pueblo es un elemento constituyente de toda república. Pero aquí cabría distinguir,
nuevamente, entre la soberanía como la atribución de la fuente última de la que teóricamente
deriva el poder político y el ejercicio efectivo del gobierno: de otro modo, no cabría hablar de
repúblicas aristocráticas u oligárquicas. Varios aspectos del pensamiento político de Marsilio
que ya hemos visto y otros que más adelante analizaremos dan lugar para ser considerados
como elementos de “republicanismo”: el gobierno conforme a leyes, la posibilidad de
corrección del gobernante, etc.. Por el momento, es conveniente no mezclar estas cuestiones
con la del alcance de la “soberanía” proclamada por la tesis que atribuye la autoridad
legislativa al pueblo.
En un sentido restringido, debe entenderse por “democracia” a un sistema y una práctica
de gobierno que garantice que el ejercicio real y efectivo de la soberanía corresponde al
pueblo, en el mayor alcance de esta expresión, con las menores restricciones fácticas posibles.
La democracia griega representa el régimen en el que gobierna el démos, esto es, la masa, o la
mayoría constituidas por los ciudadanos libres no especialmente calificados o, en general, los
pobres. En la democracia contemporánea se entiende que el “pueblo” que delega el poder
político o gobierna a través de sus representantes está definido en términos no restrictivos, sin
hacer diferencias de condición social racial, etc.. De allí que, por extensión, se considere
“democrática”, en un sentido muy amplio, toda organización social, concepción o forma de
16 En rigor, el único pensador político medieval que se halla más cercano al concepto y la realidad histórica del Estado nacional es Juan de París, por ser, en cuanto legitimador de la autonomía del poder temporal, el principal teórico de la monarquía francesa, y con una expresa concepción particularista que contrasta con la tendencia universalista predominante en otros pensadores políticos medievales.
164
vida que acepta y promueve la igualdad de todos los hombres, etc.. Considerado a la luz de las
limitaciones que imponen su marco histórico, las raíces del pensamiento político de Marsilio
no pueden calificarse de “democráticas”: su interés principal está lejos de ser la ampliación de
la participación de los ciudadanos en el gobierno o la destrucción de privilegios vigentes.
Hemos repetido hasta el cansancio que el objetivo teórico-político de Marsilio es la
legitimación de la autonomía del poder temporal frente a los avances del papado: en ello se
agotan prácticamente todas las energías especulativas y prácticas de Marsilio. Pero ello no
quita que algunos principios teóricos en los que se basa la argumentación de Marsilio no
representen un avance significativo considerados retrospectivamente, como v.g., el particular
énfasis puesto en la idoneidad de los ciudadanos no especialmente instruidos incluidos en la
universitas legisladora.17
En lo que sigue, intentaremos abordar la “cuestión marsiliana de la soberanía popular”
entendiendo por tal el problema de la significación y el alcance de la tesis que atribuye la
fuente de la obligatoriedad de la ley y de la legitimidad del gobernante al “pueblo”,
comprendido bajo la figura de la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte
preponderante. De esta manera, una cosa será indagar el alcance teórico del concepto de
“soberanía popular” en Marsilio como fundamentación de la legitimidad de toda autoridad
política humana, y otra distinta precisar el grado de compromiso “republicano” o
“democrático” presente en el régimen político que Marsilio postula teóricamente o en el
régimen efectivo que hay que suponer como referente empírico concreto de aquél.
II. El concepto de legislador humano
Hemos visto que en su significación última y “más propia” la ley es, para Marsilio, un
precepto coactivo. Si bien no puede desestimarse la presencia de un concepto objetivo de
justicia, definido en términos estrictamente políticos, la condición definitoria y suficiente de
la ley es el estar vertida bajo la fórmula de un precepto coactivo. Marsilio inicia la
consideración de la causa eficiente de la ley bajo estos mismos términos. Precisamente la ley
tomada en su consideración “material”, como el conocimiento de lo justo y de lo útil civil,
puede eventualmente ser obra de aquellos expertos o “peritos” en asuntos prácticos, con el
suficiente ocio como para estudiarlos, los denominados “prudentes”. Pero el descubrimiento
de lo justo y lo útil civil no constituye de por sí una ley, hasta tanto no asuma la forma de un
precepto coactivo por parte de quien tiene la autoridad para castigar a sus transgresores. La
17 Cf. infra, p. 202.165
pregunta por la causa eficiente de la ley es, pues, la pregunta de a quién o a quiénes le
corresponde la auctoritas como para promulgar dicho precepto y castigar sus transgresores, y
esto es la pregunta por el “hacedor” de la ley o el legis-lator.18
“Nos autem dicamus secundum veritatem atque consilium Aristotelis III Politice, capitulo 6º, legislatorem seu causam legis effectivam primam et propriam esse populum seu civium universitatem, aut eius valenciorem partem per suam eleccionem seu voluntatem in generali civium congregacione per sermonem expressam, precipientem seu determinantem aliquid fieri vel omitti circa civiles actus humanos sub poena vel supplicio temporali: valenciorem inquam partem considerata quantitate personarum et qualitate in communitate illa super quam lex fertur, sive id fecerit universitas predicta civium aut eius pars valencior per seipsam immediate, sive id alicui vel aliquibus commiserit faciendum, qui legislator simpliciter non sunt nec esse possunt, sed solum ad aliquid et quandoque ac secundum primi legislatoris auctoritatem.”19
La fuente primordial de la que proviene la ley, y que al propio tiempo instituye o
designa a la parte gobernante, es, pues, el “pueblo”. En primera instancia, éste aparece
identificado con una suerte de asamblea o “congregación general” constituida por la
“corporación de la totalidad de los ciudadanos” (universitas civium), la cual se reúne para
manifestar explícitamente –”de palabra”– su voluntad –mediante mecanismo “electivo” o de
votación–, en torno de lo que constituye formalmente la ley: algo que debe hacerse u omitirse
respecto de los actos humanos civiles –los actos transitivos, o actos externos que pueden
redundar en perjuicio de un otro–, y sobre lo cual se impone una pena o castigo, se entiende,
en este mundo –”temporal”– puesto que se trata de la ley humana. Ahora bien, esta asamblea
general aparece, en una segunda instancia, como identificable o, más bien, eventualmente
reemplazable –según la disyunción excluyente: “aut”–, por la parte “preponderante” o “de
mayor peso” (valentior pars) o –en una versión más libre– la parte “más significativa” de
entre ellos; restricción o selección sobre la cual no se abunda en mayores detalles, más allá de
que parece tenerse en cuenta tanto una consideración numérica o mayoritaria (quantitate)
como una distinción cualitativa o jerárquica (qualitate).20 Por último, la acción de esta
asamblea general, o la de su parte preponderante puede trasladarse a la acción de una
“comisión” de delegados o representantes, los cuales actúan “sólo” en forma limitada en
tiempo y asunto (ad aliquid et quandoque), en función de y por la autoridad concedida por
aquel legislador “primero y propio”, que comprende a la antedicha universitas o su valentior
pars.
18 Cf. DP I xii, 2.19 DP I xii, 3 [S 6315-644].20 Gewirth (1956) traduce “weightier part”; Quillet elige “la partie prépondérante”: cf. (1968), p. 110, n. 8; la traducción alemana de Kunzmann (1958): “Mehrheit” es la menos defendible, por cuanto resulta algo engañosa al dar cuenta sólo del aspecto cuantitativo. La traducción castellana de Martínez Gómez (1988) intenta acuñar el poco feliz adjetivo “prevalente”, siguiendo, al parecer, la traducción italiana de Vasoli (1960).
166
Para precisar el alcance del concepto o la teoría de la soberanía popular en Marsilio, el
rumbo del análisis deberá seguir la misma secuencia que plantea el texto:
a) En primer lugar, habrá que detenerse en el concepto y el referente de la universitas
civium, por medio de la cual se verifica el primer tránsito del concepto de pueblo al de
ciudadano. Evidentemente, del mayor o menor alcance en la extensión de este
concepto –esto es, según quiénes o cuántos sean los ciudadanos intervinientes– será el
carácter más o menos “democrático” de aquella pretendida asamblea popular.
b) En segundo término, habrá que precisar el significado y la posible referencia
concreta de aquella segunda instancia que parece identificar o reemplazar a dicha
asamblea: la denominada valentior pars, la cual podría interpretarse como una
significativa reducción de la relativa amplitud que caracterizaría a la anterior
universitas.
c) Por último, corresponderá ocuparse del tránsito que va de la proclamación de esta
acción inmediata de la asamblea legislativa a la delegación o representación de su
acción en comisionados encargados de la labor legislativa.
(i) La universitas civium
Cuando Marsilio expone por primera vez la tesis de que el legislador humano es el
pueblo, se remite al “consejo” del filósofo en el libro tercero de la Política. El hecho de que
Marsilio se refiera al consilium, y no, lisa y llanamente, a la sententia de Aristóteles, podría
indicar su toma de conciencia respecto de que está avanzando sobre las opiniones del
filósofo.21 Lo cierto es que en el libro aludido, al preguntarse cuál ha de ser el “elemento
dominante” (to kýrion) de la pólis, si la multitud (plêthos), los ricos, los sobresalientes, el
mejor individuo entre todos, o un tirano, Aristóteles se limita a recomendar que “la masa” o
clases no privilegiadas no se vean privadas totalmente de la participación en los asuntos de
gobierno.22 En función de un adecuado balance de la pólis, y dado que no siempre la mayoría
tomada en su conjunto está desprovista de un sano juicio, bien puede confiarse “a los libres,
esto es, la multitud de los ciudadanos” (hoì eleuthéroi kaì plêthos tôn politôn) –entendiendo
claramente por tales aquellos que no son ricos ni tienen dignidad alguna en virtud– ciertas
facultades consultivas o deliberativas y judiciales.23 Este “” bien podría
21 Cf. Miethke (1995), p. 22-23, y n. 52.22 Cf. Pol. III 10, 1281a11 y ss.23 Cf. Pol. III 11, 1281b21-30.
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constituir la fuente de la “multitudo civium” con la Marsilio muchas veces intercambia su
universitas civium.24 Pero el pueblo con el que Marsilio identifica su legislator humanus tiene
menos que ver con el de Aristóteles, cuanto con el populus del derecho romano25, el cual
excede la mera plebs o el vulgo, y abarca al conjunto de ésta y el senado.26 De allí que el
pueblo comprenda finalmente la integridad de la comunidad política misma, tal como consta
en la fórmula de Isidoro de Sevilla: “Populus ergo tota civitas”27, “populus est generalis
universitas civium”28; y es precisamente de este populus de donde proceden las leyes: “Lex est
constitutio populi, qua majores natu simul cum plebibus aliquid sanxerunt”.29 Como veremos
más adelante, Marsilio incluirá explícitamente dentro de la universitas civium al grupo de los
ciudadanos no especialmente cualificados por su ocupación o instrucción –los indoctos y
rudes– y se ocupará de argumentar su competencia para la labor legislativa.30
El pueblo es, pues, la universitas civium, el conjunto de los ciudadanos. La expresión
universitas tiene en el latín medieval una connotación manifiestamente corporativa. La
universitas civium debe significar por tanto, no el mero agregado o colección de los
ciudadanos, sino la corporación constituida por la totalidad de los ciudadanos. Ahora bien,
por más amplio que fuere el concepto de pueblo, la calificación de ciudadano opera ya una
restricción sobre éste.
Ya Aristóteles había destacado en la Política la importancia del concepto de ciudadano,
y cómo éste se halla en relación directa con la constitución de los diversos regímenes de
gobierno. En efecto, la condición de ciudadano varía precisamente según cuál sea el régimen
o la politeía de que se trate: quien es ciudadano en una democracia no lo es precisamente en
una oligarquía o en una aristocracia. Lo que lleva a concluir que el elemento determinante en
la definición de ciudadano es la participación en el gobierno, fundamentalmente en la función
deliberativa –legislativa– o judicial. El pensamiento político de Aristóteles presenta, en este
sentido, tanto una orientación “inclusiva” como una “exclusiva” o restrictiva. Por una parte,
es inherente a la condición ciudadano “libre” el poder participar del gobierno en el sentido de
gobernar y ser gobernado –sea a través de una alternancia en el tiempo o en funciones, etc.–.
Si la diferencia “natural” entre el esclavo y el libre consiste en que uno “nace” para obedecer
y el otro para mandar, obviamente la relación entre los libres no puede implicar sino una
24 Cf. infra, p. 184.25 Cf. Gewirth (1951), p. 180.26 Cf. Corp. Iur. civ. Inst. I ii, 4: “... apellatione populi universi cives significantur, connumeratis patriciis et senatoribus”. Cf. Isidoro de Sevilla, Etym. IX, 4 (PL LXXXII, 349a): “Populus autem eo distat a plebibus, quod populus universi cives sunt”27 Ibid..28 Cf. Isidoro, Differentiae I, 445 (PL LXXXIII, 55).29 Cf. Isidoro, Etym. II, 10 (PL LXXXII, 130c); V, 10 (PL LXXXII, 200c).30 Cf. infra, pp. 202 y ss.
168
participación recíproca entre el mandar y ser mandado. Pero por otra parte, en la medida en
que Aristóteles acepta un cierto ideal de “virtud” o de vida digna del ciudadano introduce un
elemento calificador que resulta finalmente restrictivo. Desde esa perspectiva no es admisible
la participación en el gobierno de quienes llevan el modo de vida “innoble” de artesanos y
mercaderes, ni de aquellos que no disponen de ocio para cultivar la virtud y las actividades
políticas, como los campesinos.31
Al momento de formular su definición de ciudadano, Marsilio remite expresamente,
como era de esperar, al texto de la Política:
“Civem autem dico, secundum Aristotelem, III Politice, capitulis 1º, 3º et 7º, eum qui participat in communitate civili, principatu aut consiliativo vel iudicativo secundum graduum suum. Per quam siquidem descripcionem separantur a civibus pueri, servi, advene, ac mulieres, licet secundum modum diversum.” 32
Ciudadano es, por cierto, no el mero habitante o nacido en el país, sino todo aquel que
participa o puede participar, de alguna manera y en diverso grado, del gobierno o de la
función pública, ya sea en el ejercicio efectivo de la misma, o mediante el voto y delegación
del poder político en otros. Es obvio que el perfil del ciudadano de la pólis griega representa
ya una reducción significativa respecto del ideal formal de las democracias actuales: quedan
fuera de la órbita de la ciudadanía amplios sectores de la sociedad por razones de condición
social –los esclavos–, o natural –las mujeres–, y según algunos regímenes, por su nivel de
ingreso o actividad económica: campesinos, artesanos, asalariados, etc.. Marsilio pareciera
atenerse fielmente –versión latina de Moerbeke mediante– a los mismos términos de la
definición aristotélica. Sin embargo, cabe señalar un elemento agregado por Marsilio que no
parece encontrar referente alguno en el texto aristotélico: al hablar de la participación en el
gobierno añade “secundum graduum suum”. En igual sentido, en oportunidad de caracterizar
la “república” o politia como una especie de régimen temperado, Marsilio define la
participación del ciudadano en el gobierno “según su jerarquía, esto es, su capacidad o
condición” (iuxta gradum et facultatem seu conditionem ipsius).33 Con acierto observa
Sternberger que justamente allí donde Aristóteles intenta extender de modo más amplio la
participación cívica, Marsilio añade una cualificación que alude a la jerarquización típica de
la sociedad medieval.34
31 Cf. Pol. VII 9, 1328b33-1329a2.32 DP I xii, 4 [S 6419-24].33 Cf. DP I viii, 3 [S 3816].34 Cf. Sternberger (1981), p. 102.
169
La universitas marsiliana está compuesta así por ciudadanos definidos según estos
criterios restrictivos. Es evidente que una comprensión acabada del carácter y la composición
de la universitas civium no puede completarse sin indagar, más allá de la definición del
concepto de la universitas civium, cuál sea su posible referente histórico concreto. Para la
mayoría de los autores que podemos comprender dentro del “aristotelismo político”, el texto
de la Política puede representar un texto “abstracto”, propicio para desarrollar cuestiones
“académicas” de diversa índole, algunas de las cuales no tienen necesariamente una
vinculación directa con la situación histórico-política contemporánea. Cuando se da esa
vinculación, o está subyacente, resulta de capital importancia la eventual traducción o
transposición empírica de las categorías e instituciones políticas tal como se desprenden el
texto latino de la Política a los fenómenos históricos e institucionales medievales.
La pregunta que nos concierne es, pues, ¿cómo se opera esta traslación del modelo de la
asamblea de ciudadanos de Aristóteles a los términos del contexto histórico y político
medieval que Marsilio tiene en mente? Las posibles respuestas se orientan en torno de dos
líneas fundamentales en las que se dirime la referencia concreta de las expresiones teórico-
políticas marsilianas, en ambos casos, contemporáneas de Marsilio: por una parte, la referen-
cia a las prácticas políticas de las repúblicas comunales italianas; por la otra, la referencia al
funcionamiento de las dietas y cortes imperiales en el ámbito de la tradición del Imperio
alemán.
El simple hecho de la filiación paduana de Marsilio y, consecuentemente, su probable
conocimiento y experiencia en las prácticas republicanas de su ciudad, natal hizo pensar que
es allí donde debe buscarse el referente principal de las organizaciones y procedimientos
institucionales presentados en el Defensor pacis. De hecho, numerosos elementos de las
descripciones de Marsilio podrían encajar bien en el modelo de las ciudades italianas. El
análisis de Quillet sobre las prescripciones de los estatutos de la comuna de Padua presenta
numerosos elementos que podrían arrojar considerable luz sobre la composición de la
universitas civium marsiliana. En efecto, la comuna está concebida como un gran cuerpo de
ciudadanos, la Communancia o Societas populi paduani, que comprende a los ciudadanos de
un patrimonio medio precisamente delimitado. Quedan excluidos de ella: (a) los Magnati o
grandes propietarios rurales, (b) el Popolo minuto o conjunto de artesanos y trabajadores
agrupados en corporaciones; (c) y también, por supuesto, los miembros del clero. Sólo los
integrantes de la Communancia detentan los derechos políticos. La condición de ciudadano
procede por tanto de (a) un criterio fiscal –los propietarios de mediana cuantía–; (b) una
condición social: ser de origen paduano desde varias generaciones, y justificar una residencia
continua por varias décadas, con lo cual son inscritos en el Librum Communanciae y prestan
170
juramento de fidelidad.35 Es obvio que todas estas prescripciones tienden a asegurar la
independencia de las ciudades, asentada en el creciente poderío económico de una pequeña
burguesía comercial, celosa de su autonomía jurisdiccional respecto de elementos ajenos a su
esfera. Los miembros de la Communancia están definidos por una renta que no sea muy
superior, para evitar la dependencia de los grandes terratenientes, ni muy inferior, para restrin-
gir el núcleo de partícipes del gobierno a la mediana burguesía, con una filiación segura para
la ciudad, y con exclusión de miembros como los del clero, que puedan pretender estar bajo
una jurisdicción externa y rival de la comuna, como la de la Iglesia o el Papado.
Pero por otra parte, no es posible eludir el hecho de que los objetivos políticos de
Marsilio se orientan decididamente en dirección al Imperio. En tal sentido, Sternberger se ha
dedicado con especial énfasis a derribar punto por punto lo que califica como el “lugar
común” de la “interpretación italiana” del Defensor pacis. Para este autor, el interés
primordial de Marsilio se centra en el concepto general del regnum en cuanto un “Estado
universal”, cuya correspondencia empírica e histórica se da en el Sacro Imperio romano-
germánico, y cuyo paradigma teórico a partir del cual éste es moldeado es el concepto general
de la civitas, tal como está formulada en la Política aristotélica.36 Desde esta perspectiva, es
factible interpretar la universitas civium marsiliana en la línea de aquellas instituciones
parlamentarias que tienen un especial crecimiento a partir del S. XIII: los parlamentos
ingleses, los Estados generales de Francia, y particularmente, para el caso que nos ocupa, los
Reichstage alemanes. Bajo las denominaciones fluctuantes de “curias”, “parlamentos”, “colo-
quios”, “concilios” o “dietas”, de carácter “real” o “imperial” –o sin especificación–, estas
cortes o asambleas eran convocados por el Emperador, con diversa frecuencia y con una
duración variable, acompañaban las grandes decisiones y actos de gobierno imperiales, y les
proveían cierta cobertura jurídica. Se componían, ante todo e invariablemente, por los
considerados propiamente como “membra regni” o miembros del Imperio: los príncipes más
importantes –electores–, y junto a ellos, los arzobispos, obispos y abades del Imperio; en una
segunda instancia, eran a veces invitados –seleccionados ya a criterio del Emperador–, un
cuerpo de señores, nobles y caballeros de diversas jerarquías; por último, y eventualmente,
podían ser consultadas también las diversas ciudades bajo la órbita del Imperio. Dentro de su
competencia podía contarse la concesión y otorgamiento de privilegios, decisiones jurídicas
formales, e incluso cierto alcance legislativo, punto éste ultimo que lleva finalmente a
Sternberger a pensar que es en estos parlamentos donde se deja reconocer la universitas
civium marsiliana en su determinación fundamental de “legislator humanus”.37
35 Cf. Quillet (1970), pp. 22-3.36 Cf. Sternberger (1981), pp. 97-9.37 Cf. Sternberger (1981), pp. 102-3, y 134-8.
171
En cualquier caso, está claro que la consideración de la probable referencia histórica
concreta de la universitas civium marsiliana parece implicar ya una reducción bastante
significativa. En la hipótesis de la referencia italiana, estaríamos, en el mejor de los casos,
ante el perfil de una república de tipo plutocrático u oligárquico, en la cual la participación
efectiva en el gobierno se limita a un grupo de “ciudadanos” definidos por su ingreso econó-
mico. En tanto que en la hipótesis de la referencia alemana, estaríamos ante una práctica de
tipo parlamentarista, con un ámbito de acción bien delimitado, dentro de las condiciones y
límites propios de la tradición medieval, donde los diversos grados de efectividad política se
corresponden con la estructura jerárquica de una sociedad caracterizada esencialmente por la
división en estamentos.
Estas restricciones preliminares se ven considerablemente reforzadas, si se considera la
posibilidad prevista de que de esta inicial universitas se extraiga una cierta pars,
ambiguamente caracterizada como “valentior”, y eventualmente postulada como equivalente
o representante de dicha totalidad; con lo cual, dada su misma condición de parte, ipso facto
aparecería como una nueva reducción, cualquiera sea su significación y referencia.
(ii) La valentior pars
Con el análisis del significado de la expresión valentior pars llegamos al punto más
discutido y harto elaborado por intérpretes y comentadores del Defensor pacis. Lo paradójico
es que Marsilio pretende hacer explícita la definición de la noción y los criterios con los
cuales debe entenderse y determinarse la referencia de la misma, aunque la concisión y la
indeterminación de sus expresiones han contribuido más que nada a aumentar las
especulaciones sobre el tema.
Ante todo, la fuente de la expresión marsiliana remite con seguridad al Aristóteles
latino. Al comenzar a tratar, en el libro sexto de la Política, acerca de a quiénes conviene cada
especie de régimen político, Aristóteles asienta un principio general: la parte de la comunidad
que quiere la permanencia del régimen debe ser “más fuerte” que la que no la quiere. 38
Guillermo de Moerbeke traduce: “oportet enim valentiorem esse partem civitatis volentem
non volente manere politiam”, donde “valentior” responde al “kreîtton” del original griego.
En función de la propia indicación marsiliana, que enseguida veremos, respecto de aunar el
criterio de la cantidad con el de la calidad, se han elaborado las variantes de la traducción de
38 Cf. Arist. Pol. VI 12, 1296b15-16.172
valentior pars en el sentido de la parte “de mayor peso”, o “preponderante”, o la parte “más
significativa”. La semejanza hace recordar la fórmula tradicional “maior et sanior pars” de
los capítulos eclesiásticos, aunque esta expresión, que se encuentra en el propio Marsilio,
debe tener para él una distinta función.39
Por cierto, el propio Marsilio pretende hacer explícito el significado de su especi-
ficación “valentior”:
“... valenciorem inquam partem considerata quantitate personarum et qualitate in communitate illa super quam lex fertur ...” 40
Demás está decir que de la diversa evaluación de este criterio se desprenden
consecuencias decisivas. En principio, la indicación acerca de considerar la parte
preponderante tanto en la cantidad como en la calidad, pareciera introducir cierto equilibrio
en el aspecto restrictivo que puede alcanzar esta pars respecto de la totalidad de la que se
extrae. Indudablemente la referencia a la “cantidad de las personas” sugiere una composición
de la valentior pars que alude a cierta preponderancia numérica, si bien a ésta se la combina
de inmediato con un criterio cualitativo. La indeterminación en la que deja Marsilio la
confluencia de ambos factores hace difícil dirimir la cuestión. Una de las posibilidades es
tomar en serio el aspecto cuantitativo, en cuyo caso podría interpretarse que la especificación
de la calidad tiene por objeto excluir ciertos casos patológicos y excepcionales –y en tal
medida, minoritarios– de naturaleza “corrompida” o “pervertida” (orbati), a los que Marsilio
alude con frecuencia. El punto de partida de esta interpretación es el pasaje en el que –por
primera y única vez– Marsilio parece ocuparse de explicar la relación entre la valentior pars y
la universitas de la cual se toma. En medio de la exposición de la premisa menor del primero
de los silogismos principales que demuestran que la autoridad legislativa le corresponde a la
universitas civium, Marsilio introduce una aclaración parentética:
“Hoc autem est civium universitas aut eius pars valencior, quae totam universitatem repraesentat; quoniam non facile, aut non possibile, omnes personas in unam convenire sententiam, propter quorundam esse naturam orbatam, malicia vel ignorancia singulari discordantem a communi sentencia; propter quorum
39 Hablando de a quién corresponde la autoridad de excomunión, aparece en DP II vi, 12 [S 21121] el juicio del “collegium sacerdotum aut sanioris partis illius” instituido ad hoc por la universitas fidelium. Y en DP II xx, 5 [S 3969-11] (acerca de la autoridad que debe definir los pasajes dudosos de la Escritura) se lee: “Unde sacerdo-tibus invicem dissidentibus de credentis ad salutem eternam, de ipsorum saniori parte fidelium pars valencior habet iudicare ...”. La sanior pars de estos colegios sacerdotales aparece claramente como distinta de la valencior pars de la universitas fidelium (equivalente eclesiológico de la universitas civium).40 DP I xii, 3 [S 6322-42].
173
irracionabilem reclamacionem seu contradiccionem non debent communia conferencia impediri vel ommiti.”41
Es un lugar común de la crítica el remitirse a este pasaje como el principal punto de
apoyo para interpretar la relación de la valentior pars respecto de la universitas civium en
términos de representación política. Sobre la innegable significación primordial de este
concepto se monta toda una línea interpretativa que reduce el alcance efectivo de la
“soberanía” de la universitas civium, la cual se diluiría en una serie de representaciones con
un sentido cada vez más restrictivo. Sin embargo, aplicada a este pasaje, la interpretación
pierde de vista el sentido manifiesto de la explicación introducida por el quoniam: nada se
dice aquí de que la universitas confíe su acción a un “representante” o que delegue su poder a
otros, más bien se explica sobre una base naturalista cómo la parte predominante “refleja” una
naturaleza no “viciada” o “depravada”, que se distancia claramente de la “malicia e
ignorancia” –una vez más, defectos de la voluntad e intelecto– de quienes disienten de la
opinión común, y en su disenso impiden la conveniencia común. La naturaleza de la valentior
pars se explica, en primera instancia, en los términos del naturalismo característico de la
scientia civilis marsiliana. Recordemos que la “apetencia natural por la suficiencia de la vida”,
que llevó a los hombres a congregarse en la comunidad civil, tiene para Marsilio un alcance
universal, con la lógica excepción de individuos “depravados” (orbati) o impedidos de otra
manera.42 Como veremos más adelante, el sector predominante de la sociedad –calificado
como valentior– que prefiere la permanencia y estabilidad de la comunidad civil, representa
una naturaleza armónica y sana que se verifica en la mayor parte de los individuos.43 Desde
esta perspectiva, tendríamos una valentior pars que “en la cantidad” se aproximaría al
concepto de una mayoría numérica, y que “en la calidad” excluiría un escaso margen de casos
excepcionalmente “patológicos”.44 Por tanto, cuando Marsilio se refiere, en un par de
ocasiones, a que la valentior pars “se toma por idéntica en lugar de lo restante”45, o bien –
hablando no ya de una valentior pars sino de una valentior multidudo– que debe considerarse
como equivalente a la universitas misma46, deberían aceptarse como auténtica expresión de la
forma en que la valentior pars, tales declaraciones deberían ser tomadas en serio, sin mayor
suspicacia, como expresión auténtica de que la valentior pars se identifica con la totalidad en
su voluntad y capacidad de acción.
41 DP I xii, 5 [S 6510-17].42 Cf. “non orbatos aut aliter impeditos” (DP I iv, 2 [S 171-2]).43 Cf. DP I xiii, 2 [S 7115-18].44 Es lo que interpreta Gewirth (1951), p. 189.45 “Hoc autem fieri optime per civium universitatem tantummodo aut eius valenciorem partem, quod pro eodem de cetero supponatur ...”: DP I xii, 5 [S 662-3] (subr. nuestro).46 “... universitatem civium aut ipsius valenciorem multitudinem, que pro eodem accipienda sunt ...”: DP I xiii, 2 [S 7123-25] (subr. nuestro).
174
En una dirección contraria, otra interpretación entiende que el elemento cuantitativo
inicialmente señalado cede terreno ante una restricción cualitativa que tiende a destacar la
“eminencia” o jerarquía de ciertas personalidades relevantes, en cuyo caso tendríamos una
parte más bien minoritaria que desplaza o sustituye a la mayoría restante, un grupo “selecto” o
destacado entre la totalidad, que la “representa” en atención a sus cualidades “sobresalientes”.
No son pocos los elementos que apuntan en esta dirección. Basta tener presente que el pasaje
de Aristóteles que obra como probable fuente del doble criterio de “cantidad y calidad” se
refiere a ésta última en términos más que significativos: “llamo cualidad” –dice Aristóteles–
“a la libertad (eleuthería), la riqueza (ploûtos), la educación (paideía), la nobleza (eugé-
neia)”.47 Si el resumen de estas especificaciones puede identificarse con la “honorabilitas” de
la versión latina de Moerbeke, las consecuencias aparecen claramente. Recordemos que
Marsilio consideraba al sacerdocio, la milicia y el gobierno propiamente como las “partes de
la civitas en sentido estricto” (simpliciter); las tres constituyen en su conjunto la
“honorabilitas”, por oposición a la “multitudo vulgaris”, esto es, los campesinos, trabajadores
y comerciantes, los cuales son componentes de la comunidad política “sólo en sentido
amplio” (large).48 Todas estas precisiones se suman al “agregado” de Marsilio en la definición
del ciudadano que condiciona la participación en el gobierno “secundum graduum suum”. Por
último, resulta particularmente relevante para la consideración del adjetivo valentior la
observación de Sternberger sobre el uso latino del grado comparativo en reemplazo del
superlativo, y en especial la utilización del comparativo para designar a altas dignidades y
jerarquías.49 Desde esta perspectiva, la valentior pars bien podría reducirse a una parte estre-
chamente minoritaria, cuya relación con la totalidad quedaría definida bajo el término clave
de representación. Quienes siguen esta línea de interpretación tienden a ubicar el
“desplazamiento” que va de la inicial universitas a una reducida valentior pars en la mención
a aquellas circunstancias en que el legislador “primero” y “en sentido propio” delega su
autoridad o encomienda su tarea “a algunos” y “durante algún tiempo”.50
Tenemos, entonces, dos interpretaciones posibles de la valentior pars marsiliana en
disputa: una interpretación “amplia” o “inclusiva”, y otra “estrecha” o “restrictiva”. En buena
medida, la primera atiende más al concepto de valentior pars tal como se halla definido
formalmente por Marsilio, y tal como está puesto abstractamente en juego en la
argumentación teórica, en tanto que la segunda atiende más al referente de la valentior pars,
aproximándose a la proyección histórica concreta o la plasmación empírica que la noción de
47 Cf. Arist. Pol. VI 12, 1296b17-18.48 Cf. DP I v, 1 [S 2015-21].49 Cf. Sternberger (1981), pp. 133-4.50 Cf. DP I xii, 3 [S 641-4].
175
valentior pars puede tener dentro del marco de fenómenos institucionales disponibles y
vigentes al tiempo de Marsilio.
Es evidente que las posibilidades de defender una teoría marsiliana de la soberanía
popular o una interpretación “republicana” de Marsilio parecen depender esencialmente de la
factibilidad de una interpretación amplia o inclusiva, que conjugue un máximo alcance
cuantitativo de la valentior pars con un mínimo alcance cualitativo, y donde quede lo más
próxima posible al concepto general de ciudadano en una considerable amplitud de extensión.
Sin embargo, el análisis de otras formulaciones complementarias de la valentior pars
presentan nuevamente indicios para una interpretación restrictiva. Apenas unas líneas más
delante de la definición de ciudadano, Marsilio se pronuncia sobriamente acerca de los
criterios con los cuales establecer la parte preponderante según la caracterización ya dada:
“Valenciorem vero civium partem oportet attendere secundum policiarum consuetudinem honestam, vel hanc determinare secundum sentenciam Aristotelis, VI Politice ... .” 51
Una vez más la concisión de Marsilio aporta poco. La referencia al texto aristotélico es
aquí un poco vaga, aunque las diferencias derivadas de la versión latina podrían reforzar el
sentido aristocratizante de la mencionada honorabilitas. En el pasaje aludido –al parecer, del
libro sexto de la Política52–, se plantea cómo lograr cierta “equidad” –en el reparto de cargos
políticos, fundamentalmente– entre los más acaudalados y los que tienen menos: “de dos
cosas resulta estar constituida la ciudad: ricos y pobres.”53 Guillermo de Moerbeke traduce,
sin embargo, el griego “tímema” por “honorabilitas”, con lo que confunde la idea de
superioridad económica con la de jerarquía social.54 En cuanto a la apelación a la “honesta
costumbre de los regímenes políticos”, nos retrotrae a la doble referencia posible en que
habíamos quedado con la universitas civium. Si esta asamblea popular debe entenderse en el
marco de la organización de las repúblicas comunales italianas, la valentior pars podría
representar el Consilium majus, órgano legislativo comunal, constituido por miembros
definidos con un criterio social y fiscal aun más restringido que el de la Communancia de
donde proceden, y que ya representaba una forma inicial de oligarquía.55 Pero si la universitas
civium refleja la tradición de los parlamentos imperiales en su alcance más amplio –esto es,
incluyendo a los príncipes, eclesiásticos y nobles de rango inferior–, la pars valentior que se
destaca entre el resto no puede sino identificar a los siete príncipes electores que 51 DP I xii, 4 [S 6425-652].52 Cf. Pol. VI 3, 1318a3 y ss..53 Cf. ibid. 1318a30-31.54 Cf. Gewirth (1951), p. 180, n. 7; Sternberger (1981), pp. 143-4.55 Cf. Quillet (1970), p. 24, 94; Di Vona (1974), p. 70.
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tradicionalmente tienen a su cargo la designación del Emperador.56 En rigor, ésta última
referencia resulta ineludible, por cuanto tiene apoyo explícito en un texto capital de Marsilio.
En el contexto de la segunda dictio del Defensor pacis, al cuestionar la infundada pretensión
papal de “confirmar” a quien resulta elegido, Marsilio reprocha el desconocimiento funda-
mental por parte del “obispo de Roma”:
“Ignorat enim ipse [sc. Romanus episcopus], que sit eleccionis virtus et racio, et propter quid in valenciore parte debencium eligere consistat potestas ipsius; et quoniam eius effectus ab alicuius unius voluntate solius dependere non debet nec potest si fuerit racionabiliter instituta, sed a solo legislatore super quem principans debet institui, vel ab hiis tantummodo quibus idem legislator talem auctoritatem concesserit, quemadmodum certificatum est per demonstracionem XIIº et XIIIº Prime.” 57
El texto reúne considerables elementos para avalar la función representativa de una
valentior pars considerablemente limitada. Como ya sabemos, la potestad de instituir al
gobernante recae para Marsilio en la misma instancia que obra como “legislador primero” y
superior; en los hechos, la “valentior pars de quienes deben elegir” parecería corresponderse
con los siete electores, según lo establece la tradición del Imperio. Un texto de la segunda
dictio alude expresamente a “tres solemnes arzobispos cristianos”, junto con “cuatro príncipes
fieles seculares”58–, a los cuales se interpreta como aquellos en quienes el legislador primero
ha concedido o delegado su autoridad.
La mención explícita de la figura de los siete príncipes electores constituye uno de los
apoyos más importantes de la interpretación restrictiva de la valentior pars. Es obvio que en
esta línea nos hallamos ante una fuerte reducción de los límites que podía establecer el inicial
doble criterio de cantidad y calidad. De una asamblea legislativa de dudosa raigambre popular
hemos llegado ya al número de siete personas que representan –por debajo del Emperador– la
posición más elevada dentro de la jerarquía imperial. El papel inicialmente protagónico de la
universitas civium –que podía contener ya cierta restricción en un concepto ligeramente
jerarquizado del “ciudadano”– se traslada así al de una curia real que asume el ejercicio
efectivo de la potestad que había sido atribuida originariamente al “pueblo”.
56 Cf. Wilks (1963), pp. 195-6; Quillet (1970), p. 95; Sternberger (1981), p. 103, 144-5.57 DP II xxvi, 5 [S 49124-4508] (subr. nuestro).58 Cf. DP II xxvi, 9 [S 4966-14]: “... talis eleccio sui probacione [sc. Romani episcopi] non eget, cum eadem celebretur et fiat per tres solennes archiepiscopos Christianos [...] et rursum per quattuor fideles principes seculares, cum quibus una convenientibus predictis religiosis pastoribus sive prelatis eleccio predicti Romani principis consummatur.”
177
Pero la interpretación restrictiva de la valentior pars tiene su principal apoyo no sólo en
las referencias históricas, sino en la secuencia misma que presenta la obra de Marsilio. Tanto
en el desarrollo posterior del Defensor pacis, como en las obras subsiguientes –el Defensor
minor y el De translatione imperii–, pareciera confirmarse una tendencia a reducir aún más, si
no a anular, las bases más amplias de la soberanía popular proclamada en la primera dictio del
Defensor pacis. En la segunda parte de esta obra, el papel del legislator primero y principal va
disminuyendo progresivamente, y en su lugar cobra relieve la figura del Emperador, actuando
“en virtud de la autoridad concedida por el legislador”. A la hora de determinar la autoridad
política efectiva en los asuntos más importantes y en las instancias claves de decisión, la
fórmula se reitera cada vez con mayor frecuencia: “es competencia del legislator humanus vel
ipsius auctoritate principans.“59 Desde la opuesta interpretación inclusiva, podría replicarse
que ello no representa mayor problema, tratándose sólo de aquellas funciones de gobierno y
judiciales con las que el legislador ha investido al príncipe; pero lo problemático del caso es
que, en ocasiones, la referencia parece incluir algunas atribuciones legislativas.60 Aunque la
posibilidad de tales delegaciones se halla contemplada por Marsilio, el hecho de que
aparezcan en un contexto en que el tiende a concentrarse el poder en el Emperador, parecería
disolver la efectividad de toda autoridad legislativa por parte del pueblo.
El Defensor minor representa la culminación de esta tendencia, cuando la figura del
legislador humano termina resolviéndose sin más en el propio Emperador. La obra parece
moverse inicialmente en un cuadro similar al del Defensor pacis, cuando retoma la definición
de ley como un precepto de la universitas civium o su valentior pars61; o cuando remite la
acción judicial al juez o príncipe “en virtud de la autoridad del legislador, con la potestad de
coaccionar a los trasgresores, potestad no propia en sentido absoluto, sino concedida a él por
otro, y “que puede ser revocada por el mismo.”62 Sin embargo, apenas unas líneas más
adelante, la eventual autoridad de dispensar de la obligación ante las leyes, firmemente
denegada a sacerdotes y obispos, es reconocida “al príncipe romano, en cuanto legislador
humano.”63 No se trata de ningún desliz: la identificación se ve confirmada en otro pasaje en
el que se reconoce cierta legalidad a la facultad de prescribir diezmos tanto a clérigos como a
laicos; en cuanto al tributo, la concesión del censo y toda otra disposición, tales diezmos
pertenecen “a la autoridad de los príncipes romanos, transmitida y concedida a ellos por el
59 Cf. DP II xvii, 9 [S 36329]; 15 [S 3703-4]; 18 [S 37323]; II xviii, 8 [S 38214-19]; II xxi, 6 [S 40825-26]; 8 [S 41028-29]; II xxii, 11 [S 43010-11].60 Cf. DP II xvii, 17 [S 3737-9]; xxv, 6. [S 4733-8].61 Cf. DM i, 4 [Q 1747-8].62 Cf. DM i, 4 [Q 17425-28].63 Cf. DM i, 7 [Q 176].
178
legislador humano y supremo.”64 Finalmente, al repasar las especies de leyes y autoridades en
el contexto de la consideración de la causa matrimonial, Marsilio dice:
“Est eciam similiter secundum legem humanam legislator, ut civium universitas aut eius pars valencior, vel Romanus princeps summus imperator vocatus.” 65
De la cuestionable transición que resume la totalidad de los ciudadanos en una pars
ambiguamente calificada como valentior pasamos ahora a la persona misma del Emperador.
La explicación de esta transición entre el poder originario declamado para el pueblo
“soberano” y el poder efectivo concentrado en manos del Emperador, se halla expresada en
términos de una concesión o delegación que remite a la tradición romana de la translatio
imperii:
“... supremus legislator humanus presertim a tempore Christi usque in presens tempus, et ante fortassis per aliqua tempora, fuit et est et esse debet universitatis hominum, qui coactivis legis preceptis subesse debent, aut ipsorum valencior pars, in singulis regionibus atque provinciis. Et quoniam hec potestas sive auctoritas per universitatem provinciarum, aut ipsorum valenciorem partem, translata fuit in Romanum populum, propter excedentem virtutem ipsius, Romanus populus auctoritatem habuit et habet ferendi leges super universas mundi provincias, et si populus hic auctoritatem leges ferendi in suum principem transtulit, dicendum similiter ipsorum principem habere huiusmodi potestatem, quorum siquidem auctoritas seu potestas leges ferendi (scilicet Romani populi et principis sui) tam diu durare debet et duratura est racionabiliter, quamdiu ab eisdem per universitatem provinciarum a Romano populo vel per Romanum populum ab eius principe fuerint revocate.” 66
Marsilio evidentemente traza aquí una transposición histórica de sus principales
categorías políticas que deja traslucir sus objetivos políticos fundamentales. La transposición
no se realiza sólo sobre la historia presente e inmediata, sino que se retrotrae a la antigua
tradición del imperio romano. En la pretendida continuidad jurídica de dicha tradición se
intenta fundar la legitimidad de las estructuras políticas vigentes. La noción de valentior pars
aparece trasladada aquí al nivel de las antiguas provincias del Imperio romano, sobre las
cuales se proyecta una mítica transferencia de la potestad legislativa al pueblo romano –por
causa de su “superior virtud”–, y a quien se atribuye, a su vez, la concesión de su poder al
príncipe romano. El que Marsilio interpreta como actual sucesor de éste –el “Emperador de
64 “... tales decimas ad tributum et censum concessionem et quamvis aliam ipsarum dispositionem ad auctoritatem Romanorum principum pertinere, ipsis ab humano et supremo legislatore traditam et concessam.” (subr. nuestro): DM iii, 7 [Q 188].65 DM xiii, 9 [Q 280].66 DM xii, 1 [Q 254].
179
los romanos” Luis de Baviera–, sigue ejerciendo, a juicio de Marsilio, dicho poder en tanto y
en cuanto el “mismo” pueblo romano que realizó tal concesión no la revoque.
(iii) Delegación y representación
En estas condiciones, la explicación del contraste observable entre el papel protagónico
de la universitas civium en la primera dictio del Defensor pacis, y el lugar preponderante de la
figura del Emperador en la segunda puede asumir distintas formas según la diversa
apreciación que se haga del concepto de soberanía popular marsiliana. Desde la interpretación
inclusiva, para un comentador como A. Gewirth, comprometido con una visión
acentuadamente republicana del Defensor pacis, la supuesta contradicción entre el
“republicanismo” y el “absolutismo” de la primera y segunda dictio respectivamente, se
explica a partir de los diferentes contextos y los “medios” o “ambientes doctrinales”
correspondientes a dichas secciones. Mientras que en la primera dictio se trata acerca de un
estado diseñado racionalmente en respuesta a un deseo natural, en la segunda apunta a una
suerte de ámbito político sobrenatural tal como puede desprenderse de los escritos de los
apóstoles y de los Padres. El referente de la pars principans de la primera dictio vendría ser el
Podestà republicano de la comuna de Padua, mientras que el de la segunda es, por lo general,
el rey de Francia o el Emperador del Sacro Imperio. Y lo que es más importante, la polémica
doctrinal con el papado cobra una significación distinta en cada una de las secciones: en la
primera, representa la lucha de una burguesía comunal en conflicto de intereses con la clase
clerical; mientras que en la segunda la confrontación toma como protagonistas principales a
los titulares de ambos poderes: el Emperador y el Papa, lo cual explicaría que el papel
originario del pueblo pase a un segundo plano.67
Pero para quienes, desde la interpretación restrictiva, dan mayor peso a la evolución del
pensamiento marsiliano, tal como aparece en el desarrollo del Defensor pacis, y en particular,
en las obras menores, la contradicción sólo se resuelve aceptando la doctrina de la soberanía
popular proclamada en la primera dictio como un mero artificio destinado a sentar los
fundamentos teóricos del poder político del Imperio frente a las pretensiones políticas del
papado.68 La traducción de los términos teóricos a sus expresiones políticas concretas no
trasunta ningún interés especial por defender el derecho del pueblo. La invocación de una
originaria soberanía del pueblo parece reducir su significado a una mera “pantalla jurídica”
con el evidente propósito de legitimar la autoridad efectiva del Sacro Imperio, en cuyo favor 67 Cf. Gewirth (1951), p. 253-4; Gewirth (1979), pp. 46-47.68 Cf. Quillet (1970), p. 84.
180
Marsilio se sabe comprometido personalmente, y a cuyo servicio se presta como asesor
político. En tal sentido, la clave de la inteligibilidad del pensamiento marsiliano estaría dada
por la idea capital de representación. Con ella se abre la puerta a una serie de múltiples
delegaciones de poder que no le dejan a la soberanía popular más que un valor simbólico, por
no decir una mera ficción69: una universitas civium que, interpretada en la composición
restrictiva de una asamblea parlamentaria, ya implica cierto grado de representatividad; una
valentior pars que a su vez “representa” a tal presunta “totalidad” –ya se trate de un núcleo de
personajes sobresalientes en esta asamblea, o directamente, los siete príncipes electores–; por
último, la propia autoridad del Emperador, en quien “el pueblo” ha confiado el ejercicio
efectivo del gobierno, e incluso de la acción legislativa misma, con lo que la intervención
popular en la promulgación de las leyes asumiría más bien el papel de un carácter simbólico.70
Los principales comentadores que se alinean en la interpretación restrictiva de la
valentior pars la señalan como un rasgo de “romanismo” en el pensamiento político de
Marsilio. Tanto De Lagarde como Quillet coinciden en señalar que el aristotelismo de
Marsilio es insuficiente como para explicar el origen del concepto simbólico de que sólo “el
pueblo” tiene la autoridad o majestas para promulgar la ley o hacerla ejecutoria; la verdadera
fuente de dicho concepto ha de buscarse en la tradición del derecho romano.71 No incomoda a
estos intérpretes el hecho de que Marsilio no sobresalga precisamente por sus conocimientos
de derecho, ni tenga contacto con la figura de los “legistas”. Basta con estar empapado de una
tradición de larga data y de gran peso, en particular, la amplia tradición medieval de la Lex
regia o la doctrina de la traslación del Imperio explícita en el citado pasaje del Defensor
minor. La ductilidad del concepto de representación le permite incluso a Quillet articular el
referente histórico de las comunas italianas con la defensa del Imperio alemán, y solucionar
así la aparente antinomia del “particularismo” implícito en la referencia a las primeras con el
“universalismo” propio de la postulación de un Imperio universal. Las partes valentiores al
nivel de communitates libres múltiples –al estilo de las comunas italianas– resultan así
perfectamente compatibles con una valentior pars al nivel superior del Imperio, a saber, los
siete príncipes electores.72
Sternberger llega por una vía distinta a resultados análogos. Marsilio habría forjado a
partir del texto latino de la Política el concepto normativo y abstracto de civitas, el cual se
plasma empíricamente en el fenómeno histórico y contemporáneo del regnum. En esa
operación de “actualización” se consuma la correspondencia de las categorías abstractas de la
69 Cf. De Lagarde (1948), pp. 199; Quillet (1971), p. 191; “ein bloße Fiktion” Sternberger (1981), p. 104.70 Cf. De Lagarde (1948), p. 189.71 Cf. De Lagarde (1948), pp. 193-5; Wilks (1963), p. 112, 194; Quillet (1970), pp. 97-99; Quillet (1971), pp. 189-93.72 Cf. Quillet (1970), pp. 97-98.
181
Política con las estructuras políticas e institucionales vigentes. La correspondencia histórica
no se da sobre las comunas italianas, sino sobre las estructuras parlamentarias del Imperio, en
donde tiene su verdadero asiento la universitas civium y su valentior pars. Esto avala la
posibilidad de radicar, mucho antes de la valentior pars, una función representativa en la
universitas misma, concebida como una asamblea u organización parlamentaria de carácter
legislativo.73
La interpretación de la función representativa de la valentior pars concebida restric-
tivamente suele acudir a aquellos pasajes en que Marsilio da a entender que es conveniente
que la labor legislativa sea confiada a “expertos” o “peritos” en jurisprudencia (los
prudentes). Como veremos más adelante, Marsilio distingue, en el proceso legislativo, entre la
tarea epistémica del “hallazgo” o el descubrimiento de las mejores leyes a proponer ante la
asamblea, y la tarea formal de la aprobación o promulgación de las mismas, única con la cual
las leyes llegan a ser propiamente tales. Mientras que la primera acción puede ser confiada a
ciudadanos instruidos y con el ocio disponible como para estudiar la materia legal, la segunda
debe llevarse a cabo por la universitas civium o su valentior pars. Pero como Marsilio luego
desliza la posibilidad de que la aprobación también pueda ser encomendada a un nuevo grupo
escogido por la universitas o, incluso, que sea ratificado aquel grupo de expertos, la
conclusión de ciertos intérpretes es que la “promulgación” de las leyes por parte del pueblo es
más bien una ficción jurídica que nunca se cumple, puesto que, en los hechos, se traslada a un
pequeño grupo de representantes.74
En una línea opuesta, Nederman protesta contra todas estas interpretaciones: contra lo
que generalmente se asume, el Defensor pacis no ofrecería realmente una teoría representativa
de gobierno, en el moderno sentido de representación política. Apoyándose en algunas
formulaciones actuales, Nederman analiza la noción moderna de representación como un
vínculo que implica, por una parte, actuar en interés del representado, pero por otra, en una
forma tal que debe responder ante él. La representación tendría por fin justamente
proporcionar un balance entre los intereses y los deseos de los representados, los cuales no
siempre son coincidentes –el representante no siempre puede responder a lo que el
representado quiere, si ello no acuerda con su interés, y viceversa, no siempre puede
responder a su interés, si ello no concuerda con lo que quiere.75 Ahora bien, según Nederman,
así como hay que decir que el concilio marsiliano es representativo no porque actúe bajo el
mandato delegado de algunos, sino porque interpreta la verdad de la Escritura revelada a
todos los creyentes, del mismo modo, la valentior pars marsiliana no “representa
73 Cf. Sternberger (1981), pp. 145-6.74 Cf. De Lagarde (1948), p. 189; Quillet (1970), p. 84.75 Cf. Nederman (1995), p. 84.
182
políticamente” la comunidad de ciudadanos, porque ella no consulta o toma en consideración
los deseos de aquellos a los que les falta la facultad racional de desear el bien de la
comunidad. Independientemente de cómo uno construya la expresión valentior pars y de su
significado –que para Nederman resta ambiguo–, la presuposición fundamental de Marsilio es
que no hay un conflicto real entre los intereses de los ciudadanos y sus deseos actuales, pues
la mayoría de los ciudadanos desearán siempre aquello que les es beneficioso.76 Nederman
pretende que Marsilio ni se refiere a la asamblea de prudentes que elaboran las leyes como
representantes, ni sugiere que al realizar su tarea los deseos particulares de sus electores
reciben representación. En última instancia, la tarea de los “representantes” escogidos para
aprobar las leyes implica un poder delegado para actuar en estricta conformidad con las
instrucciones de sus electores, en orden a asentir o rechazar precisamente como lo ordenan. El
representante hace lo que aquellos que son representados precisamente habrían hecho por sí
mismos.77
Para volver al análisis del texto de Marsilio, hay que tener presente que la distinción
entre el hallazgo o invención de la ley y su aprobación o promulgación como un precepto
coactivo tiene una relación directa con el concepto marsiliano de ley. Hemos destacado
suficientemente, en el capítulo anterior, que si bien el contenido de justicia debe ser un
componente necesario y fundamental de la ley, lo propio de ella es estar vertida bajo la forma
de un precepto coactivo. La verdadera auctoritas legislativa de la que se habla cuando se
discute quién es el legislador humano, es la auctoritas del precepto, la fuente de la que
procede esa carga coercitiva de la ley. Desconocer, pues, la radical distinción entre las dos
etapas de la labor legislativa, o diluir esa diferencia por el mero hecho de que sólo unos pocos
ciudadanos expertos asuman una porción de esa labor, equivale a no comprender el rasgo
fundamental y distintivo del concepto marsiliano de ley. Ahora bien, queda perfectamente en
claro que el papel principal y protagónico en la aprobación de las leyes sólo está en manos de
la universitas civium. El único pasaje que ofrece dudas al respecto es el siguiente:
“Publicatis autem iam dictis regulis, futuris legibus, et in universali civium congregacione, auditisque civibus, qui aliqua circa ipsas racionabiliter dicere voluerunt, eligi debent rursum viri, quales et secundum quem modum prediximus, vel confirmari predicti, qui vicem et auctoritatem universitatis civium representantes supradictas quesitas et propositas regulas approbabunt vel reprobabunt in toto vel parte: aut faciet idem, si voluerit, universitas civium tota simul vel illius valencior pars.”78
76 Cf. ibid. p. 87.77 Cf. ibid. p. 88.78 DP I xiii, 8 [S 7710-18].
183
Aquí pareciera Marsilio introducir ambiguamente la posibilidad de que la autoridad de
aprobación de las leyes fuera delegada a un grupo menor de “representantes”, para cuya
elección puede eventualmente “confirmarse” aquellos prudentes a quienes se confía la tarea
del “hallazgo” o descubrimiento de las leyes. Pero no debe pasarse por alto que con igual
validez la aprobación puede hacerla, si quisiere, la universitas misma o su parte
preponderante. La principal conclusión a extraer del pasaje es, en todo caso, que aquel
pequeño número de “representantes” no se identifica con la valentior pars. Por tanto, hay que
considerar que dichos representantes sólo pueden encuadrarse, en todo caso, bajo la figura de
aquel “legislador secundario y ad hoc”, sobre el cual recaen, al menos formalmente, todas las
reservas establecidas explícitamente: “de ningún modo puede ser considerado el legislador
primario y principal, sino sólo “respecto de algo” y “por algún tiempo”.
En estas condiciones, nos vemos obligados –aún a riesgo de cansar al lector– a resumir
los argumentos que, a nuestro juicio, respaldan una interpretación inclusiva de la valentior
pars:
a) Según las propias declaraciones de Marsilio, la valentior pars debe considerarse como
“casi equivalente” a la totalidad.79
b) En la caracterización de su concepto, la valentior pars está concebida en términos de
una naturaleza sana que excluye casos patológicos y excepcionales.80
c) La valentior pars aparece vertida a veces como valentior multitudo.81
d) En varios pasajes la valentior pars aparece expresamente como “mayor” o “más
abarcante” que otras partes minoritarias o selectas.82
79 Cf. DP I xii, 5 [S 662-3]; DP I xiii, 2 [S 7124-25].80 Cf. DP I xii, 5 [S 6510-17].81 Cf. DP I xiii, 2 [S 718-9; 7115-16; 7124 y 7130].82 Por ejemplo, Cf. DP I xiv, 8 [S 831-8], donde Marsilio comenta el pasaje de la Política que recomienda que quien gobierne tenga una “fuerza” superior a la de cualquier grupo, pero no mayor a la del pueblo entero: “Unde Aristoteles, 3º Politice, capitulo 9º: Oportet enim ipsum quidem habere potenciam tantam, ut sit ea que singulorum et unius et simul plurium maior, ea autem que multitudinis minor. Oportet autem simul plurium intelligere non comparative, id est maiorem partem, sed plurium positive, secundum quod a pluralitate derivatur, id est a multitudine aliqua, non tamen valenciori civium parte. Si enim non sic intelligatur, repugnancia esset in dictis ipsius.” Como se ve, Marsilio interpreta que hay que tomar “plurium” no como un adjetivo en grado “comparativo”, sino como derivado del substantivo “pluralitas”, con lo cual la recomendación sería que la fuerza sea mayor a la de una “multitudo aliqua”, esto es, una “pluralidad” relativa –una mayoría parcial–, pero que, a su vez, esa fuerza no resulte mayor a la de la valentior pars. Esta está comprendida, por lo tanto, como mayor a cualquier multitudo o pluralidad menor.En igual sentido, cf. DP I xiii, 4 [S 732-8] (citado infra, p. 206), donde, al glosar el pasaje en que Aristóteles estaría diciendo que la multitudo debe prevalecer en los asuntos más importantes, Marsilio interpreta que Aristóteles designa con el nombre de “multitudo” (=) lo que él ha llamado “universitas civium o su valentior pars”: “iuste dominari debet de maioribus, que sunt in policie multitudo seu civium universitas aut eius pars valencior, quam nomine multitudinis signat” (subr. nuestro).
184
e) Ninguno de los presuntos pasajes que identifican a la valentior pars con una parte
reducida o minoritaria son concluyentes o han sido correctamente interpretados.83
Como hemos señalado, la interpretación inclusiva acierta con el concepto de la valentior
pars; mientras que la interpretación restrictiva pretende deducir el significado del concepto a
partir de su referente histórico. Ahora bien, el referente buscado es, por lo general, acertado:
es innegable que la proyección histórica de las categorías políticas de Marsilio se orientan a la
legitimación del Imperio y, por tanto, a la figura de los príncipes electores. Pero eso no
significa que sea acertado interpretar la relación entre la universitas civium y su valentior pars
en términos de representación. Al respecto, en la interpretación restrictiva de la valentior pars
subyace un argumento un tanto circular: como Marsilio es un autor medieval y, por tanto, no
puede ser un defensor de la soberanía popular, una suerte de Rousseau avant la lettre, debe
procederse con suspicacia y rastrear el subterfugio por el cual la soberanía proclamada para la
universitas civium se esfuma. La suspicacia es, en el fondo, correcta; en efecto, hay un
subterfugio por el cual puede filtrarse una disolución de la amplitud de la universitas civium,
pero no está en la composición o la función representativa de la valentior pars, ni en la tarea
de los “expertos” o peritos que se limitan a “descubrir” la ley, sino en la admisión de una
delegación del poder “primario” del legislador principal, a un legislador secundario y ad hoc.
Por más que Marsilio formule inicialmente los recaudos del caso como para que no se pierda
la jerarquía establecida entre ambas instancias, la secuencia del pensamiento de Marsilio en la
segunda dictio del Defensor pacis y en el Defensor minor dan a entender que se trata de una
puerta que se abre para a través de ella reducir la relevancia de la figura de la universitas
civium a la legitimación teórica de un poder concentrado.
Sin embargo, esto no significa que podamos aceptar con ligereza el pretendido
“romanismo” de Marsilio, si por tal se entiende el concepto de la soberanía del pueblo
proveniente del derecho romano: la mera declamación de la soberanía ficticia de un pueblo
virtual, el cual, en un acto fundante que históricamente jamás aconteció, efectuó una mítica
83 La mayor parte de los pasajes de la segunda dictio en los que el Emperador aparece como legislador son, en verdad, testimonios históricos que se refieren a la tradición del Imperio romano, donde, de hecho, el Emperador es legislador. Otro típico ejemplo de errores de interpretación por una apresurada acumulación de citas de contextos diversos es el de Quillet cuando remite a “valentior pars vel principes” del Defensor minor I iii, [1] [Q 182]); –cf. Quillet (1970), p 96. Después de haber establecido en los capítulos anteriores que la autoridad legislativa y judicial no le corresponde a ningún obispo, sacerdote o ministro eclesiástico, el pasaje indaga qué habría que responder a la siguiente objeción: ¿qué ocurre si acaso la multitud entera de los fieles, o su parte preponderante, o sus gobernantes se apartaran de la fe?: “Interroganti vero si tota multitudo fidelium aut eius valentior pars vel principes declinare a fide Christi vellent, aut declinarent de facto, utrum per sacerdotes aut ipsorum collegium in contrarium debeant aut possint arceri, dicendum utiqe quod non ...”. Obsérvese, por lo demás, la ubicación de las diferentes conjunciones disyuntivas: primero aut, y luego vel.
185
transferencia de poder a un soberano que nunca lo reconoció en los hechos. Si Marsilio
avanza sobre este romanismo medieval es porque se permite incursionar en una
argumentación con la cual cree poder demostrar la tesis de que la autoridad legislativa debe
corresponderle al pueblo, y donde éste está tomado con amplio alcance. Un examen del
alcance de la teoría de la soberanía popular marsiliana y, dentro de él, de la significación de la
valentior pars, no puede completarse sin hacer un análisis pormenorizado de cada uno de los
argumentos a través de los cuales Marsilio demuestra la identificación de la figura del
legislador humano con la universitas civium o su valentior pars.
III. La autoridad legislativa de la universitas civium
Habíamos visto que la primera aplicación de la metodología demostrativa que Marsilio
impone a su scientia civilis –demostración racional a partir de principios naturalmente
evidentes– se daba al tratar la cuestión de la finalidad de las leyes. Al igual que en aquella
oportunidad, Marsilio demostrará ahora la tesis principal que atribuye la autoridad de dar e
instituir las leyes a la universitas civium o su parte preponderante, mediante tres argumentos
expuestos en rigurosa forma de silogismo, donde, por lo general, la primera premisa es
considerada como “naturalmente evidente” o “muy próxima” a las por sí evidentes, mientras
que la premisa menor da lugar a una subargumentación que la sustenta, también de expresa
forma silogística. Cada uno de estos argumentos proporcionará un respectivo matiz de los
fundamentos de la autoridad de la universitas civium como fuente de la ley, y, en la medida en
que más adelante se remite a los mismos argumentos para fundamentar que la universitas es
quien designa a la parte gobernante, como fuente de toda autoridad política humana. Nos
hallamos, pues, en el corazón de la estructura argumentativa del Defensor pacis.
(i) Primer argumento: la universitas civium y la perfección de las leyes
El primero de estos tres argumentos lo enuncia Marsilio del siguiente modo:
“... illius tantummodo est legum humanarum lacionum seu institucionis auctoritas humana prima simpliciter, a quo solum optime leges possunt provenire. Hoc autem est civium universitas aut eius pars valencior, que totam universitatem
186
representat [...]. Pertinet igitur universitatem civium, aut eius valenciorem partem, tantummodo legum lacionis seu institucionis auctoritas.” 84
La estructura del argumento puede representarse del siguiente modo:
la autoridad legislativa –––––––– es –––––––– el mejor legislador
el mejor legislador –––––––– es –––––––– la totalidad de los ciudadanos
la totalidad de los ciudadanos –––––––– es –––––––– la autoridad legislativa
El primer argumento sobre el cual se funda la pertinencia de la universitas civium para
legislar toma en consideración el aspecto material de la ley, su perfección en cuanto expresa
un contenido de justicia. A la universitas civium se le adjudica la tarea legislativa en cuanto es
aquella instancia “de la cual únicamente pueden provenir las mejores leyes”, vale decir, en
cuanto constituye “el mejor legislador”. Cierto es que, inserta en el contexto de esta
atribución, aparece ya la valentior pars, identificada con la universitas civium en cuanto
aquélla “representa a la totalidad”. En vista de la referencia histórica concreta que ya hemos
estudiado para esta noción, la restricción que supondría el hecho de que la valentior pars
figure ya en la conclusión del silogismo parecería renovar las dudas sobre el alcance de esta
argumentación como expresión de una teoría de la soberanía popular. Sin embargo, un
análisis de la justificación de las premisas de este silogismo principal confirmará la
orientación general de la argumentación en favor de un concepto de universitas civium con un
alcance considerablemente amplio.
Al analizar las premisas, Marsilio considera la mayor como autoevidente, y la remite sin
más al capítulo quinto, aunque la referencia resulta, en verdad, bastante oscura.85 Para la
premisa menor, Marsilio ofrece, a su vez, una nueva argumentación. La “mejor ley” es, con
Aristóteles, la ley hecha con vistas al bien común; y esto se logra del mejor modo por
intervención de la corporación de la totalidad de los ciudadanos, o su parte preponderante.
84 DP I xii, 5 [S 658-19].85 ? En dicho capítulo se trata en particular la asignación de las partes de la ciudad en calidad y número por su causa final, lo cual no parece tener una estrecha conexión con el tema de la ley, salvo que así se considere al párrafo dedicado a la necesidad de la parte gobernante (I v, 7 [S 2325-249]).
187
Tenemos entonces un nuevo silogismo, cuya primera premisa asume un presupuesto
aristotélico, y cuya segunda premisa obtiene la siguiente demostración:
“... quoniam illius veritas cercius iudicatur, et ipsius communis utilitas diligencius attenditur, ad quod tota intendit civium universitas intellectu et affectu. Advertere enim potest magis defectum circa propositam legem statuendam maior pluralitas quacumque sui parte, cum omne totum corporeum saltem maius sit mole atque virtute qualibet sui parte seorsum. Adhuc, ex universe multitudine magis attenditur legis communis utilitas, eo quod nemo sibi nocet scienter. Ibi autem inspicere potest quilibet, an lex proposita magis declinet ad cuiusdam aut quorundam commodum quam aliorum vel communitatis, et in contrarium reclamare; quod non fieret si per unum aut paucos quosdam, proprium magis quam commune attendentes commodum, lex ipsa fertur.” 86
Tal como habíamos analizado en la argumentación sobre la necesidad de las leyes,
Marsilio se ocupa de la articulación entre las potencialidades cognoscitivas y volitivas en
juego. Lo que se busca es la ley que se orienta al bien común, aquello que califica a una ley
como “la mejor”, y a su autor como el “mejor legislador”. Así como la acción judicial
requería un conocimiento adecuado de lo justo y de lo injusto, y una recta inclinación o
afección y, por consiguiente, era necesario excluir la ignorancia y la perversión o animosidad
de parte del juez, del mismo modo, la determinación del contenido de la ley por parte del
legislador debe contemplar la confluencia de un recto discernimiento y una buena inclinación
hacia el bien común. El legislador debe estar en condiciones de poder captar intelectualmente
en dónde reside el bien común que debe primar en la ley, y debe tender además con su
voluntad hacia él, elegirlo. Y he aquí que, según Marsilio, sólo cuando la totalidad aplica su
inclinación y su entendimiento “se juzga con mayor certeza la verdad y se atiende con mejor
diligencia a la utilidad común.”
La subargumentación se ocupa de asegurar, pues, la idoneidad cognoscitiva y volitiva
de la universitas civium en su calidad de legislador. Consideremos, en primer lugar, la
idoneidad cognoscitiva.
El argumento se apoya, como es manifiesto, en la apelación a una de las célebres
“noticias comunes” de la axiomática clásica: “el todo es mayor que la parte”. La sola
enunciación del principio en este contexto difícilmente podría ir en dirección a una
composición restrictiva de la universitas civium. Son varias las expresiones del pasaje que
tienden a reforzar las connotaciones de preponderancia numérica o de superioridad
cuantitativa de la universitas en cuestión: “maior pluralitas”, “universa multitudo”, por
oposición a la obra hecha “per unum aut paucos quosdam”. Sin embargo, sería un error
86 DP I xii, 5 [S 663-16].188
reducir la principal significación de la aplicación del principio a este aspecto meramente
extensional.
Di Vona es uno de los autores que ha prestado mayor atención al análisis del principio
de que “el todo es mayor que la parte” en la economía de la argumentación marsiliana.87
Contra la acusación de De Lagarde, respecto de que Marsilio hace una utilización meramente
empírica del mismo88, Di Vona se esfuerza en defender el status metafísico del principio, y en
demostrar que sólo comprendiendo la alta jerarquía especulativa de la que goza el principio en
la escolástica del S. XIII se explica el alcance de la transposición que Marsilio hace al campo
político.89 Tal vez esa preocupación hace que uno eche de menos en tal análisis la importancia
de la aplicación físico-orgánica del principio. En efecto, la aplicación de la “noción común”
de que “el todo es mayor que la parte” la hace valer Marsilio aquí mole atque virtute, donde la
virtus en cuestión remite a la “fuerza” o capacidad de discernimiento del bien común en la ley
por parte de la universitas civium. Al retomar la introducción del principio más adelante, en
respuesta a ciertas objeciones contra la tesis demostrada, Marsilio reitera que el principio “es
verdadero tanto en la magnitud o cantidad como en la fuerza activa, o la acción” ( tam in
magnitudine sive mole, quam eciam in activa virtute et actione).90 Y lo que allí se infiere a
partir de tal principio es que la universitas civium –o lo que es lo mismo, su valentior
multitudo, la cual puede tomarse en lugar de aquélla–, en su carácter de totalidad, puede
discernir mejor qué ha de elegirse o de rechazarse.91 La connotación física del principio
sugiere que la universitas civium está asimilada aquí a una totalidad orgánica que, en cuanto
tal, no sólo es “mayor”, sino ontológicamente anterior a cualquiera de sus partes compo-
nentes.92 Puesta en el contexto del peculiar y recurrente uso que Marsilio hace de analogías y
comparaciones tomadas de la ciencia natural, la universitas civium es mucho más que una
simple mayoría resultante del “agregado” de un amplio número de ciudadanos: es la
“totalidad” en cuanto instancia integralmente constitutiva de la comunidad política; por ello
podrá decir Marsilio del “alma de la corporación de la totalidad de los ciudadanos” (anima
universitatis civium) que es el “principium factivum civitatis”.93
87 Cf. Di Vona (1974), p. 273-340.88 Cf. De Lagarde (1948), p. 188.89 Cf. Di Vona (1974), p. 334-340. Para algunas observaciones sobre las fuentes medievales del principio, especialmente Boecio, cf. Olivieri (1982), pp. 65-74.90 Cf. DP I xiii, 2 [S 7121-22].91 Cf. DP I xiii, 2 [S 7122-26].92 Sobre tal principio se había basado ya Aristóteles para establecer que la pólis es “por naturaleza”: cf. Pol. I 2, 1253a18-26.93 Cf. DP I xv, 7 [S 906-7].
189
Pasemos ahora a la idoneidad volitiva. Marsilio se apoya aquí en el principio de que
“nadie se daña a sí mismo conscientemente”. Visto el omnipresente naturalismo de Marsilio,
uno podría sospechar para este principio una similar connotación fisiológica, quizá un
corolario de la universal apetencia por la vida suficiente asumida como principio general de
todas las demostraciones. Pero a diferencia de lo que ocurría en el plano cognoscitivo,
Marsilio ahora sí parece argumentar contemplando expresamente determinadas situaciones
conflictivas en la concreción de la acción legislativa. La universitas civium es el “lugar”
donde puede asegurarse una voluntad regular hacia el bien común. Sólo en la universa
multitudo94 puede quienquiera examinar si la ley a aprobar se inclina más hacia el bien de
algunos o hacia el de la comunidad, y “reclamar en contrario”. La sospecha se cierne más bien
sobre la circunstancia de que unos pocos legislen, lo que eventualmente puede significar que
lo hagan en beneficio propio, y no común.
La argumentación parece introducir algunas especificaciones sobre el alcance del
“principio general de toda la demostración”. Si bien es cierto que “todos los hombres apetecen
naturalmente la vida suficiente”, ahora resulta que ello ha de entenderse en el sentido de que
todo individuo tiende naturalmente a su propio bienestar y a los medios que le permiten
proporcionárselo, lo que no significa, por lo visto, que necesariamente tienda al bien de todos.
De otro modo, no se explica por qué “algunos” habrían de ser sospechados de legislar
eventualmente sólo en su propio interés. La debilidad de la argumentación de Marsilio asoma
por el lado en que se toma al bien común como la mera suma o resultante de intereses
particulares.95 Marsilio parece estar razonando del siguiente modo: como nadie quiere algo
injusto para sí, una ley se revelará como la mejor sólo si está sometida a la consideración de
cada ciudadano, como para que pueda advertir y expresar que no va en su perjuicio, cosa que,
de cierto, no podría ocurrir si se suprime esa instancia y la ley es obra de unos pocos. Pero
garantizar la salvaguarda de una pluralidad o, incluso, una totalidad de intereses particulares
no es lo mismo que garantizar la atención al bien común; o, en términos rousseaunianos, la
“voluntad de todos” no se identifica sin más con la “voluntad general”. Por ello, la verdadera
apuesta de la argumentación de Marsilio no residirá en esta ambigua “consulta de eventuales
perjuicios particulares”, sino en la posterior atribución de una “voluntad” regular hacia el bien
común por parte de la universitas, sobre la base del predominio de una naturaleza sana que se
manifiesta “en la mayor parte de los casos”.
Las razones de la peculiar orientación de la argumentación marsiliana son fácilmente
explicables por el contexto polémico. Hemos visto que la ley no carece de un concepto
94 Cf. “ibi”: I xii, 5 [S 6611].95 Cf. Gewirth (1951), p. 210, 215; Black (1996), p. 100; en sentido contrario se pronuncia Coleman (2000), p. 154.
190
objetivo de justicia, pero que este contenido está definido en términos estrictamente políticos.
Marsilio presumiblemente se resiste a aceptar un “bien común” de una especie diferente a la
del bien propio, porque la correspondiente facultad de determinación y de adhesión hacia él
bien podrían derivar en el requerimiento de un “legislador competente” con una cualificación
moral o epistémica superior y, en tal caso, comprometer la idoneidad del legislador humano a
favor de la figura del papa como legislador “espiritual” supremo. La “desmoralización” del
contenido de la ley, que previene contra una “teologización” de su fundamento, conduce
directamente a una “naturalización” de su contenido en los términos que ya conocemos. En la
aplicación físico-orgánica de los principios de la argumentación de Marsilio encontramos
nuevamente aquel naturalismo subyacente que tiende a sentar los fundamentos de la
dimensión política humana sobre una reducida base natural. Aquella detección y orientación
del bien común que la tradición anterior podía hacer recaer un intelecto que provee la ratio
boni –al estilo de un Tomás de Aquino–, o en una voluntas que debe preferir los bienes
superiores –al estilo de un Agustín–, Marsilio las deposita en un intelecto “sano”, asimilable a
la visión de un animal de vista aguda, y, desde luego, en una apetencia natural por un bien en
el que está comprometida la conservación de la vida.
El recurso al principio de que “el todo es mayor que la parte” y el sentido con el que es
introducido dan a entender que la universitas en favor de la cual se está argumentando no
puede sino tener una significación totalizante, tanto desde el punto de vista cuantitativo, en
cuanto refleja una composición numérica mayoritaria, como desde el punto de vista
cualitativo, en cuanto se desempeña funcionalmente como un cuerpo orgánico. El concepto
fundamental que prevalece en la argumentación es manifiestamente el de un todo que es,
primariamente y desde todo punto de vista, “superior” a cualquiera de sus partes. La
argumentación tiende a destacar la necesidad de que en la asamblea que tiene a su cargo la
legislación prevalezca la acción y el juicio de la totalidad, por oposición a la acción y el juicio
discrecional de uno o de unos pocos. El bien común que debe primar en la ley, por oposición
al bien propio al que debe superar, está representado como la consecuencia de la acción
efectiva de la totalidad, por oposición a la intervención excluyente de una pequeña minoría.
La circunstancia de que una parte o una minoría elabore una legislación en perjuicio del resto
o de la comunidad toda se halla expresamente contemplada, y desestimada por inconveniente
y cuestionable. La rectificación de estos posibles desvíos sugiere la necesidad de una
intervención de la totalidad de los ciudadanos en la labor legislativa.
Si se examina seriamente el sentido general de la argumentación, mal puede buscarse en
él un fundamento para una significación restrictiva de la valentior pars. Si la noción de
191
valentior pars entrara en juego aquí como una parte que representa una extracción o una
disminución de la totalidad, la exposición del argumento carecería totalmente de sentido. Y no
porque esconda una contradicción latente o una intención oculta, o introduzca subrepticia-
mente un subterfugio argumentativo: el texto mismo se vuelve ininteligible en una forma que
debe ser descartada por un elemental principio hermenéutico. En el plano de la argumentación
teórica, la valentior pars que aquí aparece, y que está explícitamente tomada como un
equivalente funcional de la totalidad, ipso facto no puede colocarse en el rango de una parte
minoritaria y resultante de un procedimiento selectivo o restrictivo, lo que la colocaría en el
nivel de aquellas partes a las que expresamente se alude como “inferiores” a la totalidad, y por
tanto, exentas de la pertinente capacidad legislativa. Sería totalmente absurdo y desprovisto de
sentido recurrir, para fundamentar una posición que intenta reducir el alcance operativo de
una totalidad al de una parte privilegiada y selectamente restringida, a un principio que señala
exactamente lo contrario, a saber: ningún todo es homologable con cualquiera de sus partes,
no sólo numérica, sino también –y en especial–, funcionalmente.
La única conclusión plausible hasta aquí –si se quiere tomar en serio la argumentación–
es que la valentior pars que aquí se introduce, funciona argumentativamente, como una
instancia de un nivel superior al de todas aquellas partes para las cuales se hace valer su
correspondiente “inferioridad” respecto del todo, por tanto, como una instancia equivalente o
substitutiva del todo. A su vez, que el concepto de valentior pars tenga en este contexto una
tal función argumentativa no nos compromete, por el momento, a negar que la transposición
empírica de dicho concepto implique una fuerte restricción numérica y cualitativa, o que una
impropia aplicación de la delegación de la autoridad legislativa a un legislador secundario y
ad hoc no termine por contradecir abiertamente el espíritu de la argumentación tal como hasta
aquí ha sido expuesto.
(ii) Segundo argumento: la universitas civium y la observancia de las leyes
El segundo argumento que intenta demostrar la tesis principal vuelve ahora sobre el
aspecto formal de la ley, su carácter coercitivo. La autoridad de institución de las leyes será
atribuida ahora a la universitas civium o su valentior pars a través del término medio que la
concibe como aquella instancia “por la cual las leyes son mejor o totalmente observadas. De
lo que se trata, pues, es del cumplimiento o de la ley, que no es otra cosa que la contracara o el
efecto de su carácter obligatorio, respaldado en el ejercicio de la coacción:
192
“... illius tantummodo est lacionis auctoritas, per quem iste melius aut simpliciter observantur. Hoc autem est tantummodo civium universitas; ipsius igitur est auctoritas lacionis legum.” 96
la autoridad legislativa –––––––– es –––––––– el que hace las leyes tal que mejor sean observadas
el que hace las leyes tal que mejor sean observadas
–––––––– es –––––––– la totalidad de los ciudadanos
la totalidad de los ciudadanos –––––––– es –––––––– la autoridad legislativa
La fundamentación de este silogismo principal ofrece una estructura análoga a la del
caso anterior, aunque un tanto más elaborada. La premisa mayor es tenida nuevamente por
evidente, con una referencia al texto de Aristóteles: la ley es “ociosa”, esto es, vana, si no es
cumplida. Casi podría decirse que la observancia de la ley es una nota que se desprende
analíticamente de su mismo concepto.97 De allí la importancia de procurar que el legislador
sea aquél que haga las leyes “de tal modo que sean mejor o absolutamente observadas”, vale
decir, que garantice la mayor eficacia posible en cuanto a la observabilidad de la ley. Por su
parte, la segunda premisa, que establece que la universitas civium es la única que satisface
este requisito, es fundamentada mediante un nuevo silogismo: cualquier ciudadano obedece
mejor aquella ley que se ha impuesto a sí mismo, y tal es la ley que resulta “del examen y el
precepto de toda la multitud”. Y este razonamiento recibe a su vez el siguiente apoyo:
“Prima proposicio huius prosyllogismi apparet quasi per se: nam quia civitas est communitas liberorum, ut scribitur in III Politice, capitulo 4º, quilibet civis liber esse debet, nec alterius ferre despociam, id est servile dominium. Hoc autem non contingeret si unus aliquis aut pauciores civium legem ferrent auctoritate propria supra civium universitatem; sic enim legem ferentes aliorum despotes essent, et ideo reliqui civium, pars amplior scilicet, talem legem quantucumque bonam moleste ferrent aut nullo modo, et contra illam contemptum passi reclamarent, et non vocati ad illius lacionem nullatenus observarent. Latam vero ex auditu seu consensu omnis multitudinis, eciam minus utile, quilibet civium observaret et ferret; eo quod hanc
96 DP I xii, 6 [S 6619-23].97 Una ley que no tiene vigencia alguna, aún cuando permaneciese incorporada a una legislación escrita, está casi como fuera de consideración (piénsese, por ejemplo, en la cláusula de la “renta anual de 3500 pesos fuertes” que figuró durante mucho tiempo en la constitución como requisito para ser senador); por algo, la ley deriva de la costumbre, es decir, del uso en vigencia.
193
sibi statuisse videtur, ideoque contra illam reclamare non habet, sed equo animo illam pocius tolerare.” 98
Particularmente destacable resulta la forma en que Marsilio recurre aquí al concepto de
“libertad” del ciudadano. En el marco de la célebre distinción entre las formas puras y
corruptas de gobierno, las que procuran el bien común o el bien propio de quienes gobiernan
respectivamente, Aristóteles se había referido a la pólis como la “comunidad de hombres
libres”. La ciudad correctamente instituida excluye el que sus ciudadanos padezcan un
dominio despótico.99 Ahora bien, Marsilio relaciona esta libertad implícita en la condición de
ciudadano con la legislación sobre sí, por oposición al padecimiento de una legislación
externa, en especial, de unos pocos. Habida cuenta de la caracterización de la ley como un
“precepto coactivo”, y vista la necesidad de resguardar al mismo tiempo la libertad del
ciudadano, de aquel cuya participación en el gobierno define al régimen constitucional bien
constituido, la única posibilidad de compatibilizar ambas exigencias parece consistir en que el
todo integrado por la totalidad de los ciudadanos legisle por y para sí mismo.
Uno estaría tentado a decir que Marsilio casi preanuncia la idea rousseaniana de la
fundamentación de la legitimidad de la autoridad política –para el caso, la fundamentación de
la legítima obligatoriedad de la ley– en el carácter autolegislativo del cuerpo social. Según el
Contrato social, las leyes no son propiamente sino los “actos de la voluntad general”, y, por
tal motivo, jamás podrán tener un objeto particular, sino precisamente, uno general, como la
voluntad de la que proceden. “Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo no se
considera más que a sí mismo, y si entonces se forma una relación es del objeto entero, bajo
un punto de vista, con el objeto entero, bajo otro punto de vista, sin ninguna división del
todo.”100 Establecida en esta forma, así como no ya cabe la pregunta de quién debe hacer las
leyes, tampoco cabe preguntar “si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto hacia sí
mismo; ni cómo uno es libre y está sometido a las leyes, puesto que éstas no son más que
registros de nuestras voluntades.”101
Una comparación de tal tipo resulta por demás atractiva, y aunque quizá no deje de
tener base en una problemática filosófica objetiva, trasciende los límites textuales y corre el
riesgo de ir demasiado lejos respecto de los objetivos del texto marsiliano. En rigor, Marsilio
no está planteando, al menos todavía, el problema de la legitimidad de la autoridad de la ley
en términos de quién tiene el derecho a establecerla y sobre quiénes; la pregunta simplemente
98 DP I xii, 6 [S 675-19].99 Cf. Arist. Pol. III 6, 1279a16-21.100 Cf. Rousseau, Contrato social II vi (Trad. M. Armiño) 2ª ed., Madrid, Alianza, 1982, p. 43.101 Ibid. (op. cit., p. 44).
194
apunta a ubicar a aquel que está en condiciones de confeccionar leyes tales que obtengan, de
hecho, un adecuado cumplimiento. Se presume que la participación de todos y cada uno de
los ciudadanos en la tarea legislativa tiende a predisponer a todos a acatar las leyes que ellos
mismos se han impuesto, y en cuya elaboración han intervenido. Así se obtiene el objetivo
fundamental de que las leyes sean regularmente observadas y, con ello, el fin para el cual han
sido previstas. La argumentación de Marsilio sigue siendo, en este punto, la de la recurrente
secuencia de implicaciones que ya hemos analizado: si las leyes no tuvieran vigencia, la
conducta civil de los hombres quedaría sin regular, se producirían conflictos y divisiones que
culminarían en la separación de los hombres, la disolución de la comunidad política y,
finalmente, la pérdida de la suficiencia de la vida.102
Ahora bien, si el sentido de la argumentación se reduce a esta preocupación por
garantizar el cumplimiento efectivo de las leyes, y si el grueso de los ciudadanos no son los
“prudentes” que han “elaborado” las leyes, ¿no podría verse en esta supuesta participación
general en la “promulgación” de las leyes un mero artilugio con el fin de predisponer una
actitud más dócil con respecto a su acatamiento? Con esta suspicacia De Lagarde reduce toda
la significación de la la argumentación de Marsilio a un vulgar engaño con el cual persuadir a
los ciudadanos de obedecer favorablemente leyes en cuya elaboración creen haber
intervenido, cuando se trataría en verdad de una aprobación meramente formal103; más aún, de
dicha aprobación formal podrían resultar legitimadas incluso algunas leyes que no serían del
mayor beneficio común, leyes “imperfectas”, según cómo se interprete la siguiente cláusula
contenida en el texto ya citado:
“Latam [sc. legem] vero ex auditu seu consensu omnis multitudinis, eciam minus utile, quilibet civium observaret et ferret; eo quod hanc sibi statuisse videtur ...”104
En la concesión de la validez de estas leyes “menos útiles” encuentra De Lagarde la
confirmación del inescrupouloso “positivismo” marsiliano, desinteresado, en tal caso, por el
contenido de la ley, y preocupado únicamente por su forma. Sin embargo, esta otra
interpretación, no exenta de cierto tono crítico, parece excesiva. En primer lugar, cabe decir
que la aceptación de una ley “minus utile” no tiene por qué significar la convalidación de una
ley deficiente, sino que puede referirse a aquella contradicción que puede surgir entre los
intereses particulares y el interés general, a la cual ya hemos hecho referencia. En tal sentido,
como la totalidad de los ciudadanos es la que mejor percibe el bien común, la intervención
102 Cf. DP I iii, 4; iv, 4; v, 7.103 Cf. De Lagarde (1948), p. 173, 187, n. 96.104 DP i xii, 6 [S 6715-18] (subr. nuestro).
195
activa de todos aquellos en la asamblea legislativa puede predisponer a una mejor obediencia
de una ley “minus utile” respecto de la conveniencia del interés particular o el bien privado,
pero que se convierte en una ley “simpliciter utile” en vista del bien común, único al cual
debe atender la ley. En segundo lugar, no está demás aclarar que el uso del verbo videtur en la
frase que expresa cómo al ciudadano le parece que es él mismo el que se impone la ley, no
debe necesariamente entenderse en una acepción que confiera al “parecer” del ciudadano un
grado de apariencia incierta y no coincidente con la efectiva realidad. Por el contrario,
perfectamente puede expresar la conciencia manifiesta del ciudadano de su “autoría” de la
ley, conciencia que sólo puede darse en su intervención en la labor legislativa. Por último, hay
que señalar que con la expresión “minus utile” no se hace referencia necesariamente a una ley
“injusta”, sino tal vez al relativo grado de imperfección que alcanza a cualquier ley humana,
pese a lo cual es imprescindible garantizar su acatamiento, si se quiere evitar los males que
Marsilio insistentemente hace derivar de la ausencia e incumplimiento de las leyes.
Por tanto, que Marsilio no alcance a formular la libertad del ciudadano para consigo
mismo en los términos de la voluntad general rousseaniana no significa que su universitas
civium no esté tomada como una verdadera totalidad, con una efectiva superioridad cuantita-
tiva sobre sus partes integrantes, y con un auténtico carácter autolegislativo. El “procedi-
miento legislativo” que contempla la argumentación nuevamente tiende a excluir el que uno o
unos pocos (unus aliquis aut pauciores) legislen sobre el resto de los ciudadanos. La parte
injustamente excluida de la legislación, y cuya libertad autolegislativa debe preservarse es
inconfundiblemente la pars amplior; el examen y el consenso requeridos para la correcta
promulgación de la ley ha de ser el de “la entera multitud” (ex auditu seu consensu omnis
multitudinis). Una vez más, si una valentior pars concebida en forma fuertemente restrictiva
pudiera substituir a la universitas legisladora la orientación general del argumento se diluiría
totalmente: aquella “pequeña” parte se identificaría de inmediato con cualquiera de las
instancias minoritarias y acusadas de un gobierno “despótico” sobre el resto de los
ciudadanos. Si en el anterior argumento la preponderancia numérica era puesta en relación
con la superioridad “en fuerza y capacidad” de una totalidad orgánica “mayor” que cualquiera
de sus partes, aquí la dimensión cuantitativa se vincula con la exigencia de una autolegisla-
ción que debe comprender a la máxima extensión posible de los ciudadanos.
Marsilio añade un segundo subargumento para la demostración de la segunda premisa
del silogismo principal, aquella que afirmaba que sólo la legislación de la universitas civium
podía garantizar el cumplimiento de las leyes. Este subargumento sostiene que la potestad de
hacer cumplir las leyes le cabe sólo a aquel que tiene la capacidad para coaccionar a sus
transgresores (potentia transgressorum coactiva), y éste es la totalidad de los ciudadanos o su
196
parte preponderante.105 Es significativo que Marsilio recurra a la potestas coactiva sólo para
fundamentar, en un argumento secundario, una premisa del silogismo mayor, y no como
elemento de un silogismo principal. Ello podría indicar que, en su fundamentación, Marsilio
quiere poner siempre en primer plano la finalidad de las leyes, y no su aspecto formal.106 Por
lo demás, no aparece explicado por qué es la universitas civium la que tiene la potentia
transgressorum coactiva. Podríamos suponer que aquí la potentia no significa una abstracta
“facultad” o posibilidad de ejercicio, sino la material y efectiva fuerza para doblegar las
acciones de los transgresores, en cuyo caso, la universitas sigue funcionando como una
efectiva totalidad, cuya fuerza es, innegablemente, mayor a la de cualquiera de sus partes. O
tal vez tendríamos que suponer que la potestas coactiva no puede quedar en manos de ningún
“particular” o grupo, porque la eventual situación de ser “juez y parte” redundaría en una
mala regulación de los actos transitivos de los hombres, con todas las consecuencias que ello
implica. En todo caso, Marsilio no lo aclara.
(iii) Tercer argumento: la universitas civium y la finalidad de las leyes
El último de los tres grandes silogismos mayores que justifican la competencia
legislativa de la universitas civium vuelve sobre la finalidad de las leyes:
“Amplius ad principale sic: quoniam illud agibile, in cuius debita institucione consistit maxime pars communis sufficiencie civium in hac vita, et in cuius prava institucione commune detrimentum imminet, per universitatem civium tantummodo debet instituit; hoc autem est lex; ergo ad universitatem civium illius pertinet institu-cio.” 107
Puede verse cómo ahora la universitas civium aparece ya en la primera premisa, y no
bajo el concepto mayor de la “autoridad legislativa” en que era subsumida en las conclusiones
anteriores. El término medio no relaciona ahora a la universitas civium con la auctoritas
legislativa, con la fuente de la coactividad de la ley, sino directamente con la ley misma:
105 Cf. DP I xii, 6 [S 6719-24].106 Cf. Lewis (1963), p. 568.107 DP I xii, 7 [S 6725-30].
197
la regulación de la esfera de la acción
–––––––– es –––––––– competencia de latotalidad de los ciudadanos
la ley –––––––– es –––––––– la regulación de la esfera de la acción
la regulación de la esfera de la acción
–––––––– es –––––––– competencia de latotalidad de los ciudadanos
A diferencia de lo que ocurría en los silogismos precedentes, será ahora la primera
premisa la que reciba considerable atención. Según ésta, a la universitas civium le
corresponde decidir sobre “illud agibile”, literalmente, “aquello actuable”, el “asunto prácti-
co”, o la “esfera de la acción”, de cuya correcta o incorrecta determinación depende en mayor
medida el beneficio o perjuicio común. La autoevidencia de esta premisa es remitida
inicialmente a la doctrina de los capítulos cuarto y quinto, aunque ello sólo no parece
suficiente. En efecto, que los hombres, como dice a continuación Marsilio, “convinieron en la
comunidad civil” con el propósito de alcanzar la vida suficiente no explica mucho por qué la
“debida regulación de la esfera de la acción”, de la cual depende la consecución de dicha
suficiencia, ha de corresponderle a la totalidad de los ciudadanos. De hecho, en los capítulos
cuarto y quinto no se registra ningún antecedente de una noción como la universitas civium.
Pero Marsilio añade:
“Que igitur omnium tangere possunt commodum et incommodum, ab omnibus sciri debent et audiri, ut commodum assequi et oppositum repellere possint.” 108
Ahora sí podemos afirmar que comienza a hablarse del derecho de los ciudadanos a
intervenir en la legislación. El recurso a la fórmula clásica del derecho romano: “quod omnes
tangit ab omnibus debet tractari” apunta a destacar que la institución de las leyes, que
concierne y afecta inmediatamente a todos los ciudadanos, debe corresponderle por lo mismo
a todos ellos. La universitas civium se halla, en sentido literal, “vitalmente comprometida”
con los fines que las leyes procuran salvaguardar. El fin primordial que Marsilio atribuye al
hombre, en la forma de una inclinación natural y universal, es la “suficiencia de la vida”. Para
conseguirla, se instituyó la comunidad política, y con ella, la regulación de la conducta civil
de los hombres a través de una pars principans, que debe ejercer su gobierno conforme a
leyes. La universalidad del fin que compromete a todos los integrantes de la comunidad
108 DP I xii, 7 [S 655-8].198
política señala el derecho de todos los ciudadanos a participar en la elaboración de los
instrumentos necesarios para alcanzarlo. De allí que corresponda a la totalidad de los
ciudadanos el instituir las leyes.
Debe observarse que en este tercer argumento, la universitas civium, considerada como
aquella instancia inmediatamente relacionada con los fines de las leyes, aparece identificada
con la totalidad constituyente de la comunidad política misma. En efecto, aquellos a los que
“concierne” y “compete” la institución de la ley son aquellos mismos que “se congregaron”
en la comunidad política para conseguir la suficiencia de la vida y declinar lo opuesto, vale
decir, el conjunto de los miembros que integran la sociedad. Mientras que en el anterior
argumento la autolegislación era requerida para garantizar la libertad del ciudadano, aquí los
eventualmente “afectados” por una debida institución de las leyes no son sólo aquellos que
“gozan de derechos cívicos”, los que se encuadran en la condición de ciudadano –el que
participa del gobierno– sino todos y cada uno de quienes están comprometidos en la vida
civil.
(iv) Breve resumen de los argumentos
La demostración de la tesis principal del capítulo se cierra con una suerte de resumen o
compendio (quasi abbreviatio et summa) de las tres argumentaciones anteriores. El hilo
conductor que sigue esta última demostración asume manifiestamente la forma de una
creciente ampliación de la órbita legislativa. La autoridad de instituir las leyes puede
corresponder (i) a un único hombre, (ii) a unos pocos, o (iii) a la sola universitas civium. Lo
primero es inconveniente según la doctrina ya establecida en el capítulo precedente sobre la
finalidad de las leyes. Marsilio pretende seguir fielmente a Aristóteles en cuanto a que el
gobierno debe ejercerse siempre de acuerdo a leyes, y no sobre la base de la prudencia o el
juicio personal de quien gobierna, por excelentes que puedan parecer sus cualidades y
virtudes. Tal como hemos visto, la universalidad de la ley exige excluir la ignorancia o
imparcialidad que puede afectar siempre a todo juicio personal. Ahora bien, leyes
provenientes de la acción de un único hombre corren el riesgo de tender al bien propio de
quien las hace, más que al bien común: la legislación unipersonal es así asimilable al gobierno
tiránico. Lo segundo, que legislen unos pocos, es cuestionable por análogas razones: la
legislación desvirtuada hacia la conveniencia de unos pocos es asimilable al gobierno
oligárquico. Por el contrario, para la legislación de la universitas civium o su valentior pars
199
vale una razonamiento diferente y opuesto.109 La fundamentación de esto condensa, como se
ha dicho, los puntos principales de todos los argumentos anteriores:
“Quia enim lege debent omnes cives mensurari secundum proporcionem debitam, et nemo sibi scienter nocet aut vult injustum, ideoque volunt omnes aut plurimi legem convenientem communi civium conferenti.” 110
La ley es el instrumento con el cual se regula, se “somete a medida” la conducta y las
relaciones entre los hombres. La participación en la vida civil, en la cual los hombres alcanzan
la suficiencia hacia la cual están naturalmente inclinados, implica alcanzar una correcta o
proporcionada medida a través de las leyes. A partir del principio tácitamente aceptado de que
nadie se daña a sí mismo conscientemente o quiere algo injusto para sí, Marsilio cree poder
atribuir a la universitas civium una verdadera voluntad orientada regularmente al bien común:
todos –o la mayor parte– de los ciudadanos quieren las leyes, y las quieren buenas.
Como vemos, Marsilio parece querer establecer una suerte de relación inmediata entre
la particularidad o universalidad del bien contemplado por la ley y la particularidad o
universalidad de la instancia que la instituye. La legislación de uno es eventualmente para
uno; la legislación de unos pocos, para pocos: la secuencia obliga a afirmar que sólo la
legislación de todos, es con mayor seguridad, para todos, y no en el sentido de que convenga
a la mayoría o a “la masa”, sino en cuanto sólo una legislación de todos contribuye al bien
común, único contenido que debe estar expresado en la ley. Quizá Marsilio recaiga
nuevamente aquí en el error de confundir el bien común con la suma de las voluntades
particulares de todos. Pero lo que no puede negarse es que en la argumentación la corporación
de la totalidad de los ciudadanos está tomada como una verdadera totalidad, y su parte
“preponderante” como “verdaderamente preponderante”. Estamos ante un “resumen o
compendio” de las demostraciones precedentes. Interpretar que en este contexto
argumentativo la valentior pars está concebida en términos restrictivos equivale, o bien a
despojar de toda inteligiblidad a los párrafos anteriores, o bien a decir que el resumen señala
exactamente lo contrario de aquello que pretende resumir.
Este es quizá uno de los pasajes de mayor resonancia “democrática” que podemos
encontrar en el Defensor pacis. Uno podría preguntarse si no se está abandonando ya el
criterio clásico de la distinción de las formas puras y corruptas de gobierno. La orientación al
bien común que caracteriza a las formas puras podía lograrse, según la tradicional
109 Cf. DP I xii, 8 [68-69].110 DP I xii, 8 [S 6827-692].
200
clasificación aristotélica, con un gobierno unipersonal en la monarquía, o con un gobierno de
un grupo reducido en la aristocracia. Aquí, por el contrario, el bien común es obra de una
totalidad que comprende al conjunto de los ciudadanos. Sin embargo, no hay que olvidar que
aquí se está tratando no la forma de gobierno, esto es, el ejercicio del poder coactivo que
regula los actos transitivos de los hombres, sino la autoridad legislativa, la fuente última de la
que procede tanto ese poder como la norma universal según la cual actúa. Precisamente por
ello Marsilio se muestra relativamente indiferente a la cuestión sobre cuál sea la mejor forma
de gobierno111: independientemente del régimen político que se trate, en cualquier caso, la
autoridad legislativa debe corresponderle a la corporación de la totalidad de los ciudadanos, la
cual podrá, eventualmente designar un gobernante bajo un régimen monárquico, aristocrático
o republicano, según lo prescriba la conveniencia para las “diversas regiones y épocas”.
Hasta aquí, podemos ir extrayendo algunas conclusiones de importancia sobre la
significación de la “soberanía popular” defendida en la argumentación de Marsilio. Sobre la
base del análisis precedente, podemos decir que lo más relevante de esta línea argumentativa
son los criterios según los cuales se establece el concepto de “totalidad” en virtud del cual la
universitas civium puede ser identificada con el “pueblo”. En el primer argumento, la
universitas civium es considerada como una totalidad orgánica, superior a todas las partes
componentes de la comunidad política, a la que se le atribuye una captación intelectual y una
voluntad únicas, cuya expresión uniforme es el verdadero contenido que debe tener la ley: el
bien común. En el segundo argumento, esta totalidad orgánica es considerada bajo su aspecto
autolegislativo, como la totalidad que comprende y resume al conjunto de los hombres
“libres”, aquellos que se obligan para consigo mismos. Y en el en el tercer argumento, la
universitas civium es vista directamente como aquella instancia que congrega al conjunto de
los hombres comprometidos directamente con la universalidad de los fines de la vida civil. La
universitas civium o su valentior pars constituye así “el pueblo”, en cuanto sólo ella expresa
el discernimiento y la voluntad orgánicos del bien común, la totalidad que legisla sobre sí, y el
interés práctico general en torno de los fines que han dado origen a la comunidad política. Lo
sustancial de la “teoría marsiliana de la soberanía popular” –si podemos comenzar hablar
legítimamente en esos términos– no está tanto en el hecho de que atribuya al pueblo la fuente
de la legitimidad de la autoridad política, cuanto en la forma y el sentido en que define lo que
verdaderamente significa el “pueblo” al que tal fuente se atribuye.
111 Cf. infra, p. 220.201
(v) La autoridad legislativa y la idoneidad del vulgus
Después de la demostración de la tesis principal que atribuye la autoridad legislativa a la
universitas civium o su valentior pars, Marsilio se ocupa de plantear y responder una serie de
objeciones que podrían formularse contra dicha tesis, según las cuales sería inconveniente o
perjudicial adjudicar a la universitas civium una función tan importante y delicada como la
labor legislativa. La estructura argumentativa que adopta el capítulo es la de una quaestio: en
primer lugar, se exponen las objeciones y sus respectivos fundamentos; luego se presenta la
respuesta general que resuelve la cuestión, y finalmente se dan las respectivas soluciones a los
inconvenientes enunciados en primer término. Las objeciones que Marsilio recoge son las
siguientes:
i) Quien esté encargado de la legislación no debe pecar de malicia e ignorancia: el fin
de la ley es precisamente descartar la eventual perversión o animosidad en los juicios
de la parte gobernante. Pero al pueblo, esto es, a la totalidad de los ciudadanos, suele
atribuirsele el ser viciosa e insensata en su mayor parte.
ii) Resulta muy difícil, si no imposible, que una multitud con tales características
llegue a algún acuerdo; más natural sería esperarlo de un número menor, y más
selecto.
iii) Al parecer, sería mucho más conveniente confiar la tarea de legislar a una minoría
de sabios o instruidos, que a un conjunto de hombres rústicos e iletrados.
iv) Como aplicación de cierto “principio de economía”, lo que pueden hacerlo unos
pocos, en vano lo harían muchos. Si la ley pueden hacerla unos pocos sabios, en vano
se ocuparía en ella la multitud entera o su parte mayor.112
La sola enumeración de las objeciones que Marsilio se propone responder da cuenta de
la seriedad con que se toma –al menos en este contexto– la “totalidad” configurada por la
universitas civium. En la formulación de la primera objeción, la totalidad de los ciudadanos se
halla nuevamente identificada con el populus, tal como aparecía en su primera presentación a
comienzos del capítulo precedente. El “pueblo” incluye aquí expresamente al “grueso” de los
ciudadanos, el número mayoritario de hombres sin calificación especial por conocimiento o
nobleza, los indoctos et rudes –al punto de que podría llegar a imputársele sin más
“depravación” o ignorancia–; la mención análoga a la pars valentior que “reemplaza” o
112 Cf. DP I xiii, 1 [S 69-70].202
“equivale” a la totalidad está ahora expresada en términos que refuerzan su sentido
cuantitativo: “civium universitas aut ipsorum superflua pluralitas”, “plures aut omnes”,
“universa multitudo aut ipsius pars maior”.113 Si la valentior pars de los argumentos
precedentes tuviera una significación altamente restrictiva, sea en lo cuantitativo o en lo
cualitativo, las objeciones expuestas aquí serían totalmente superfluas o innecesarias. Por lo
demás, la atención prestada a estas objeciones, y el cuidado puesto en resolverlas estaría en
abierta contradicción con un pretendido propósito latente de argumentar en favor relegar la
competencia legislativa a una parte minoritaria y selecta.
La respuesta general a estas objeciones vuelve sobre los principios básicos sobre los que
reposa toda la argumentación de la primera dictio, en primer lugar, el principio fundamental
de la apetencia o inclinación natural de todos los hombres por la vida suficiente. A partir de
ese principio se había concluido en la comunidad civil –o más precisamente, la “necesidad”
de la misma–, en la cual los hombres obtienen dicha suficiencia, y fuera de ella, en modo
alguno. Marsilio asocia la formulación de propio cuño de este principio –aunque de influencia
ciceroniana– con aquellas expresiones de Aristóteles acerca de la “tendencia” (hormé) o el
impulso natural de los hombres hacia la comunidad política.114 A partir de esta premisa
Marsilio entiende que puede inferirse la “preponderancia” de la voluntad de permanencia de
la comunidad política, cosa que cree encontrar en el referido pasaje de la Política en que se
recomienda que la multitud que quiere la permanencia del régimen político “prevalezca”
sobre la que no lo quiere, y que obraba como fuente –en la versión latina– de la “valentior
pars” marsiliana.115 El paso que da a continuación es un excelente ejemplo de las
transformaciones y tergiversaciones que produce la irrupción de los principios naturalistas de
Marsilio sobre las dificultades de la traducción “verbum a verbo” de Guillermo de Moerbeke.
En el capítulo catorce del libro cuarto de la Política, Aristóteles se pregunta si acaso los
gobernantes y gobernados son siempre los mismos o no durante toda su vida. Evidentemente,
a no ser que uno suponga una superioridad extraordinaria y “heroica” de ciertos excepcionales
reyes, será necesario que participen recíprocamente del gobernar y ser gobernados. Una
comunidad política constituida más allá de lo justo difícilmente puede permanecer: del lado
de los sometidos estarán todos los que quieren alzarse, y así será “una de las cosas
imposibles” el que la multitud de los que se encuentran en el gobierno “prevalezca” (kreíttous
eînai) sobre todo el resto. La sintaxis de Guillermo hace que Marsilio lea que lo que es “una
de las cosas imposibles” es que aquellos “rebeldes” que no se preocupan de vivir civilmente
113 Cf. ibid..114 Cf. DP I xiii, 2 [S 7014-22]; cf. Arist. Pol. I 2, 1253a29-30.115 Cf. DP I xiii, 2 [S 7022-25]; cf. Arist. Pol. VI 12, 1296b15-16. Cf. supra, p. 172.
203
“prevalezcan” (ut sint valenciores) por sobre el resto, esto es, sobre los que prefieren vivir en
la comunidad política.116
Marsilio transforma así las expresiones aristotélicas hasta darle el tono de una certeza y
regularidad fundadas sobre bases naturales y fisiológicas. Como “la naturaleza no hace nada
en vano”, ningún deseo de una especie natural puede tender en su mayor parte hacia su propia
corrupción; de lo cual pretende derivar Marsilio que es absolutamente imposible que el
número de los que no quieren la permanencia del régimen político sea mayor que el de los que
la quieren:
“... quoniam hoc esset naturam peccare vel deficere ut in pluribus. Si ergo valencior hominum multitudo vult policiam manere [...], vult illud eciam sine quo policia manere non potest. Hoc autem est iustorum et conferencium regula, tradita cum precepto, vocata lex [...]. Vult ergo valencior multitudo civitatis legem, aut contingeret orbacio in natura et arte, secundum plurimum; quod impossibilium supponatur ex sciencia naturali.”117
La garantía de la voluntad de permanencia de la comunidad política por parte de la
universitas civium, y por tanto, de su recta voluntad hacia las leyes en las cuales obtiene su
estabilidad, es fundamentada por Marsilio en la regularidad de una naturaleza que, conforme
al “axioma” de la física aristotélica, “no se equivoca en la mayor parte de los casos”. Suponer
que en la mayor parte de los integrantes de la universitas civium hay una perversa voluntad o
un deficiente juicio como para desestimar las leyes, y en consecuencia, poner en peligro la
preservación de la vida social, equivaldría a contradecir el principio universal de la apetencia
natural por la vida suficiente, y a generalizar una orbatio en la naturaleza que es imposible de
admitir según los supuestos de la ciencia natural.
El segundo principio al que Marsilio acude es nuevamente el axioma de que “el todo es
mayor que la parte” en una forma que confirma y desarrolla la orientación físico-orgánica en
que es aplicado:
“Suscipio rursum cum supradictis veritatibus manifestis communem animi concepcionem, videlicet, omne totum maius esse sua parte, quod verum est tam in magnitudine sive mole, quam eciam in activa virtute et accione. Unde satis evidenter
116 “... unde Aristoteles 7º Politice, capitulo 12º: “Cum subditis enim existunt omnes volentes insolescere, qui per regionem. Et tunc subinfert: Totque multitudine esse eos in politemate, insolentes scilicet seu non curantes civiliter vivere, ut sint valenciores hiis omnibus, videlicet politizare volentibus unum impossibilium est.” Cf. Pol IV 14, 1332b29-b32: “ ”Cf. DP I xiii, 2 [S 712-6].117 DP I xiii, 2 [S 717-18]..
204
per necessitatem infertur, universitatem civium aut ipsius valenciorem multitudinem, que pro eodem accipienda sunt, magis posse quid elligendum et quid spernendum discernere, quacumque sui parte seorsum.”118
Una vez más, el uso que Marsilio hace del principio de que “el todo es mayor que la
parte” revela que la significación de “totalidad” que le cabe a la universitas civium trasciende
el sentido empírico de una congregación mayoritaria. La universitas civium no es considerada
una totalidad sólo en cuanto congrega fácticamente a la mayor cantidad de ciudadanos, sino
también y, primordialmente, en cuanto unidad orgánica cuya superioridad funcional es la del
todo constituyente sobre las partes constituidas. La totalidad de los ciudadanos es como un
“cuerpo vivo” dotado de una voluntad única, la cual tiende regularmente al bien común y a la
estabilidad del régimen político. Pero a su vez, el que en la composición de esta totalidad se
vea reflejada la regularidad de una naturaleza que no se equivoca en la mayor parte de los
casos, corrobora el sentido en que un cierto espectro de esa totalidad se destaca dentro de ella
o sobresale como valentior. No puede pasar inadvertido el crucial detalle de que, en este
nuevo contexto, la instancia substitutiva que debe “tomarse en lugar de la totalidad” (quae pro
eodem accipienda sunt) no esté expresada ya como una valentior pars, sino como una
valentior multitudo. El contexto en el que esta multitudo valentior aparece, esto es, la
apelación a una regularidad natural que no puede ser defectuosa en su mayor parte, sugiere
que los casos excluidos y descartados por esta multitudo valentior son casos definidos
cualitativamente por una anormalidad excepcional, y por tanto, con una reducida o escasa
significación cuantitativa.119
Las soluciones a las objeciones planteadas con que se cierra el capítulo hacen todavía
más explícita la tendencia predominante en este capítulo a comprender tanto la universitas
legisladora como su valentior pars en una amplia extensión. Sobre la base de los principios
asumidos Marsilio procederá a responder los supuestos inconvenientes según los cuales la
legislación debe corresponder “no a la totalidad de los ciudadanos, o a su multitud
preponderante, sino a algunos pocos” (ad civium universitatem aut eius valentiorem
multitudinem, sed ad paucos quosdam).120 A la primera objeción se le concederá que la
autoridad de legislación no le corresponde al “depravado e indiscreto”. Pero ése no es el caso
de la universitas. Siempre atento al doble requerimiento de la idoneidad cognoscitiva y
volitiva, Marsilio declarará que la totalidad no es depravada ni insensata en su mayor parte;
por el contrario, la totalidad o la mayoría poseen un “sano juicio y una recta inclinación”
respecto de las cosas necesarias para la consecución y la permanencia del régimen político.121
118 DP I xiii, 4 [S 7119-26].119 Cf. Gewirth (1979), pp. 37-8.120 Cf. DP I xiii, 3 [S 7129-30].121 Cf. DP I xiii, 3 [721-10].
205
La multitud podrá no ser sabia como para elaborar las leyes, pero eso no significa que carezca
de buen juicio y capacidad de discernimiento como para juzgar acerca de leyes ya elaboradas
que se le presenten y corregir lo que debe añadirse, quitarse o modificarse. Con Aristóteles,
puede observarse que no cualquiera está en condiciones de producir una obra técnica –por
ejemplo, una casa o un navío–, pero muchas veces sí juzga mejor acerca de ella quien la usa –
el habitante o el piloto, más que el arquitecto o constructor.122 En igual sentido, el hecho de
que una minoría de sabios pueda elaborar las leyes no significa que la multitud entera no
pueda también hacerlo e, incluso, mejor: de hecho, esos mismos hombres sabios se hallan
comprendidos dentro de la totalidad, la cual deberá considerarse, como ya se ha dicho,
superior a cualquiera de sus partes componentes.
Para fundamentar estas conclusiones Marsilio se basa en una lectura que fuerza las
“recomendaciones” de Aristóteles respecto del gobierno de la “multitud” (). En
efecto, en el capítulo once del libro tercero de la Política Aristóteles sólo plantea algunas
reservas, en un contexto aporético, respecto de una visión demasiado rígida o negativa sobre
el valor de las masas y su participación en el gobierno. Podría plantearse que en la decisión
sobre los asuntos más importantes, los inferiores no deben primar sobre los superiores. Pero
ello no es tan cierto, pues el que manda no es el juez o el consejero, sino el tribunal y la
asamblea, es decir, no los individuos, sino esas instancias de gobierno que se componen de
muchos miembros. De modo que con justicia la multitud ha de primar en los asuntos
mayores.123 Marsilio altera radicalmente la modalidad de la conclusión aristotélica,
transformando, lo que apenas era una reserva parcial fundada en cierta visión ecuánime, en
una conclusión universal y apodíctica sobre la necesaria superioridad de una multitud que
siempre ha de revelarse prudente y de una voluntad sana:
“Et fuit hec indubie Aristotelis sentencia 3º Politice, capitulo 6º, cum dixit: Quare iuste dominans maiorum multitudo, id est: iuste dominari debet de maioribus, que sunt in policia multitudo seu civium universitas aut eius pars valencior, quam nomine multitudinis signat, causam huius assignans: Ex multis enim populus et concilium et pretorium et honorabilitas, amplior autem horum omnium, quam qui eorum qui secundum unum, et secundum paucos principancium magnis principatibus. Vult dicere omnium collegiorum policie seu civilitatis simul sumptorum amplior est multitudo sive populus, et per consequens iudicium securius iudicio alicuius partis seorsum; sive pars illa sit vulgus, quam hic nomine concilii signavit, veluti agricole, artifices et huiusmodi; sive sit pretorium, id est qui in pretorio sunt officiales principanti subservientes, ut advocati seu iurisperiti atque notarii; sive sit honorabilitas, id est collegium optimatum, qui pauci sunt et soli convenienter eliguntur ad maximos principatus; sive altera pars civitatis quecumque seorsum accepta.”124
122 Cf. ibid. [S 7210-21]; cf. Arist. Pol. III 11, 1282a17-24.123 Cf. Arist. Pol. III 11, 1282a15-41.124 Cf. DP I xiii, 4 [S 733-21].
206
Como puede verse, en la lectura de Marsilio la multitudo no es la “masa” o el pueblo
“inferior” de Aristóteles –la muchedumbre de pobres–, sino un populus que es superior a
todas las partes o “colegios particulares” que comprende la comunidad política.125 Esta
multitudo es la universitas civium o su valentior pars, una instancia omnicomprensiva que se
revela como superior a cualesquiera de esas partes, sea el vulgus que comprende a los
campesinos o artesanos, o el pretorium en el que Marsilio agrupa los expertos en derecho y
oficiales de administración de justicia. Y por mucho que quiera verse un rasgo
“aristocratizante” en la honorabilitas de aquellos pocos que suelen ser promovidos a los más
altos cargos, lo cierto es que el pasaje está diciendo precisamente que la universitas es, en
cuanto tal, superior y su capacidad de discernimiento más segura, no sólo con respecto a cada
uno de los individuos que componen a estos colegios, sino a cada una de esas “corporaciones”
particulares.126 Difícilmente podamos hallar otro pasaje que muestre en forma más
contundente la omiabarcatividad de la universitas civium en cuanto instancia integralmente
constitutiva que se identifica con el cuerpo de la totalidad de la comunidad política.
En cuanto a la segunda objeción, no por el hecho de que sea más fácil llegar a un
acuerdo entre pocos que entre muchos se concluye que necesariamente el contenido del
acuerdo alcanzado por una parte –esos pocos– sea mejor que el alcanzado por la totalidad –de
la cual aquellos constituyen una parte. La menor sospecha de que aquéllos no disciernan o
tiendan al bien común lo lleva a Marsilio a concluir que su juicio es “más inseguro” que el de
la univesa multitudo. Una vez más, la legislación de unos pocos, que puede redundar más bien
en su propio provecho que en el beneficio común, es calificable de oligárquica o tiránica.
Marsilio no puede guardarse la referencia prospectiva de esta argumentación: las presuntas
leyes que el Papado y su “colegio particular” pretende dictar caerán bajo esta categoría.127
Un especial lugar merece la respuesta de Marsilio a la tercera y cuarta objeción, según
las cuales resultaría más conveniente reservar la elaboración de las leyes a una minoría de
hombres ilustrados, y dedicados enteramente a tal oficio, que a una masa irregular de hombres
comunes y ocupados en tareas diversas. Marsilio establece una distinción entre dos aspectos
de la legislación: una cosa es la invención o descubrimiento de las leyes, por lo cual hay que
125 Con razón observa Stürner (1979), p. 175, n. 40, que en la expresión “dominans maiorum multitudo” [S 733-4] hay que entender maiorum como neutro plural –tal como luego lo parafrasea Marsilio: “domina con justicia de maioribus” = “acerca de las cosas mayores” (los asuntos “más importantes”), y no, como pretende Wilks (1972), p. 278, “la multitud de los mayores” = “la multitud de los nobles”.126 Uno puede observar el candor con que Marsilio intenta resolver la significación de la versión latina de los términos correspondientes a instituciones griegas que le son tan extraños: así la se convierte en el concilium que reúne a las clases trabajadoras, y el tribunal o en el praetorium. A la confusión de por honorabilitas se agrega aquí un problema de puntuación: para Aristóteles son las propiedades o riquezas de la multitud entera las que son mayores que las de los restantes. Cf. Pol. III 11, 1282a39-40.127 Cf. DP I xiii, 5 [S 74-75]. Cf. infra, p. 273.
207
entender el “hallar” el verdadero conocimiento de lo justo y de lo injusto que constituye la
materia de la ley; y otra cosa es la aprobación o promulgación de la ley en cuanto tal, vale
decir, la formulación de la misma bajo la forma de un precepto coactivo que impone una pena
para sus transgresores. Puede que para lo primero resulte provechoso contar con un estudio y
una especialización que no están al alcance de cualquiera, pero para lo segundo basta con la
capacidad de discernimiento y el buen juicio que Marsilio atribuye a la mayoría de los
ciudadanos. Como se ha dicho, la multitud que comprende a los hombres comunes y sin
especial instrucción podrá no inventar las leyes, pero podrá perfectamente apreciar la eventual
perfección o imperfección en una ley que se le presente para su consideración.128
En esta distinción se confirma la asimilación que Marsilio hace del conocimiento
jurídico a un saber técnico. Habíamos visto que en la ley está contenida la experiencia
humana sobre los asuntos civiles y, por ello, era comparable a un “ojo compuesto de muchos
ojos”.129 Ese saber acumulado es el resultado del aporte de las sucesivas generaciones. Pero
allí tiene un papel destacado aquellos que han sentado los “principios” respectivos de las
ciencias. Marsilio recoge una afirmación de Aristóteles en las Refutaciones sofísticas respecto
de que el hallar los principios de las diversas disciplinas es lo más difícil, y es lo que hacen
los ingenios más agudos, mientras que la labor restante se reduce a la adición de pequeños
resultados basados en esos principios. La aplicación al caso indica que es conveniente que el
hallazgo de las reglas de lo justo y lo conveniente civil y las futuras leyes o estatutos sea
confiado por la universitas civium a un grupo de prudentes o expertos, “sea que se elijan
algunos de entre cada una de las partes de comunidad política por separado” o bien que “de
entre todos los ciudadanos congregados simultáneamente se escojan los expertos o
prudentes.”130 Esto no significa perjuicio alguno para el resto de la multitud indocta, la cual
poco aprovecharía en esa tarea y restaría el tiempo requerido para su respectivas ocupaciones
necesarias. Pero una vez encontradas y examinadas las futuras leyes que deben sometidas para
su aprobación o rechazo a la universitas civium, para que cualquier ciudadano pueda expresar
si hay algo para añadir, quitar o corregir total o parcialmente.131
Hemos visto que en el recurso a esta delegación de expertos o “peritos” encargados de
elaborar las leyes se ha querido ver el poco valor que Marsilio prestaría a la intervención
popular en la acción legislativa, lo que confirmaría el carácter eminentemente representativo
de las estructuras políticas en juego, y donde la soberanía popular no pasaría de un valor
meramente teórico. Una vez más, el peso de las referencias históricas hacen perder de vista la
128 Cf. DP I xiii, 6-7 [S 75].129 Cf. supra, p 148.130 Cf. DP I xiii, 8 [S 7612-21].131 Cf. ibid. [S 7621-774].
208
integridad de la coherencia argumentativa. En principio, no se trata aquí de la delegación de la
autoridad de promulgación, sino de las precedentes etapas investigativas que, en verdad, son
propias de cualquier labor legislativa. Pero incluso respecto de la delegación de la misma
facultad legislativa, cabe decir que Marsilio proclama, al menos, inicialmente, la relación de
prioridad que establece entre el legislador “primero” y fundamental, y las instancias derivadas
que en él se fundan: aquellos a quienes se encomienda la labor legislativa no son el legislador
“simpliciter”, sino sólo en sentido relativo y secundario, y por un mandato temporario.132
Ahora bien, es evidente que el sentido y la validez de toda la argumentación examinada
hasta aquí respecto de la superioridad de la universitas legisladora como una instancia
omnicomprensiva, superior a cualquiera de sus partes componentes, auto-legisladora, etc.
depende de la firmeza con que se mantenga esa relación de prioridad. Es imposible trasladar
el fundamento de todos los argumentos que hemos visto aplicados al legislador primario y
principal a una instancia secundaria que evidentemente no constituiría ya una “totalidad”. Si
acaso la posibilidad de la delegación parcial y temporaria de la autoridad en un legislador
secundario se convirtiera en los hechos en una potestad legislativa irrestricta y no limitada en
el tiempo, no sólo la soberanía efectiva del legislador primario quedaría reducida a una
virtualidad simbólica, sino que el contenido de toda la argumentación expuesta quedaría
virtualmente anulado. La pregunta fundamental es, pues, hasta qué punto Marsilio mantiene la
jerarquía entre el legislator simpliciter y la autoridad delegada y revocable del legislator ad
hoc: ¿Hay alguna mención explícita, por parte de Marsilio, que prevenga contra el eventual
abuso de la facultad del legislador secundario? ¿O, por el contrario, es precisamente en esa
dirección que se orienta su intención, cuando en el curso de la segunda dictio y más adelante,
en el Defensor minor, las facultades legislativas terminan siendo confiadas al príncipe que
gobierna “en virtud de” la autoridad concedida por la universitas civium?
Aunque la impresión de esto última parezca irrebatible, contamos con algún indicio que
avala lo primero. La posibilidad de que el cuerpo comisionado o la autoridad constituida
subvierta en los hechos su función, y se autoconstituya en autoridad propia aparece
expresamente descalificada por Marsilio en un pasaje que, por lo general, ha pasado casi
inadvertido. Hacia el final del capítulo doce, Marsilio asimila todo lo dicho acerca de la
autoridad legislativa con toda clase de autoridad electiva:
“Ex eisdem quoque demonstracionibus convincitur, legum approbacionem, interpretacionem, suspensionem [...] ad solius legislatoris auctoritatem tantummodo pertinere. Idemque senciendum de omni eo quod per eleccionem statuitur. Cuius est auctoritas prima eligendi, ipse idem approbat aut reprobat, vel ille cui auctoritatem
132 Cf. DP I xii, 3 [S 641-4].209
eligendi concesserit; aliter namque pars maior esset toto, vel illi saltem equalis, si ea que per totum instituta sunt, auctoritate propria dissolvere posset.” 133
Se ha hablado de la aprobación de las leyes, y lo mismo cabe decir de su respectiva
interpretación, suspensión, etc.; la validez de la argumentación se extiende “a todo lo que se
establece por elección” –probablemente en referencia a la utilización de los mismos
argumentos del capítulo para la tesis de que a la misma universitas civium le corresponde
elegir al gobernante. En una nueva aplicación del principio de que “el todo es mayor que la
parte”, Marsilio denuncia lo absurdo de que una autoridad secundaria pueda remover o
disolver “por su autoridad propia” aquello que una autoridad primaria y más amplia ha
establecido. Ciertamente el pasaje se limita a garantizar que la autoridad de promulgación o
aprobación sea la misma que la de derogación o suspensión, y no va más allá de eso. Es
manifiesto que, al referirse a la autoridad primera de elección, Marsilio vuelve a añadir “o
aquel a quien hubiere concedido la autoridad de elegir”. Pero Marsilio argumenta la necesidad
de la identidad entre la autoridad de promulgación y la de derogación, sobre la base de que, de
lo contrario, “la parte sería mayor o igual al todo” –a saber, una eventual autoridad
“secundaria” de derogación, que disolvería por su propia cuenta aquello que el todo ha
establecido. De este modo, el mismo argumento es potencialmente aplicable a la circunstancia
de que la autoridad delegada de “aquél a quien se ha concedido la autoridad de elección”
actúe como una “parte” que intenta sobreponerse al todo, y, resolviendo por su cuenta, actúe
en contra de él. Se trata de una inferencia que el pasaje no extrae, pero que perfectamente
permite.
Según creemos, en el propio texto de Marsilio es posible hallar un criterio cierto que
contrarresta la posibilidad de desvirtuar la autoridad del legislador primero y principal. Pero
con ello no estamos tampoco diciendo que la intención de Marsilio sea explotar las
potencialidades de ese criterio; más bien habrá que conceder lo contrario. Y será por ese
ángulo por donde asomen las verdaderas limitaciones de la “soberanía popular” marsiliana.
(vi) Balance sobre la doctrina marsiliana de la soberanía popular
Una revisión atenta de la argumentación de Marsilio en favor de la autoridad legislativa
de la universitas civium puede aportar suficientes elementos como para reconstruir una teoría
marsiliana de la soberanía popular, sin perjuicio del contexto histórico en el que surge y del
133 DP I xii, 9 [S 693-12] (subr. nuestro).210
hecho de que no intente ser llevada a la práctica efectiva. El sentido que prevalece en la
argumentación marsiliana debe tomarse como un serio intento de fundar la legitimidad de la
autoridad política humana en el pueblo, comprendido bajo la figura corporativa de la totalidad
de los ciudadanos. Es ella la que propiamente constituye el pueblo, no tanto porque resulte de
una congregación mayoritaria de ciudadanos, cuanto en virtud del carácter de auténtica
totalidad que le cabe. Sólo la universitas civium presenta el suficiente carácter
omnicomprensivo como para convertirla en la instancia fundante de los dos elementos en los
que se sustenta la comunidad política: la ley y el gobierno, y ello porque representa el
adecuado discernimiento y la voluntad orgánica hacia el bien común, la totalidad que puede
legislar sobre sí, y porque encarna la universalidad del interés práctico en torno de los fines de
la vida política. La valentior pars que aparece como identificable con esta totalidad tiene,
desde el punto de vista teórico, el valor de una instancia equivalente u homologable con la
totalidad. Su “preponderancia” tiene el sentido de la regularidad de una naturaleza sana en la
que se excluyen sólo casos anormales y de una patología excepcional; por tanto,
cualitativamente, debe ser considerada como expresión fiel de la voluntad y acción de la
totalidad, sin que pueda llegar a comprometer su representatividad numérica. Tal como lo deja
entrever Marsilio al glosar el texto aristotélico, la valentior pars “designa” a la totalidad.134
Por último, el grado en que Marsilio toma partido por la capacidad legislativa de un pueblo en
cuyo concepto se incluye a sectores usualmente considerados como “incalificados” –los
ciudadanos comunes o inexpertos– representa un peculiar avance sobre la tradición
precedente.
Desde el punto de vista de su inserción histórica, es evidente que el programa teórico-
político marsiliano no tiene por objeto extender los niveles de participación de la ciudadanía,
ni mucho menos contemplar demasiadas instancias de revisión del poder político constituido.
Su objetivo central es defender la autonomía del poder temporal, en particular, el Imperio,
frente a la pretensión papal de la plenitudo potestatis. Una vez consumada la fundamentación
teórica de la legitimidad de este poder político, la secuencia de la argumentación tiende a
reforzar la unidad de este poder, y la concentración del ejercicio efectivo del mismo. Por ello
la autoridad legislativa y de institución del príncipe que pertenecen primariamente a la
corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante puede terminar
delegándose en “alguno” o “algunos, los cuales no son ni pueden ser el legislador en sentido
absoluto, sino sólo en algún respecto y por algún tiempo, y según la autoridad del legislador
primero.”135 Aunque no puede decirse que Marsilio olvide esta distinción esencial entre el
“legislador primero y universal” y el “secundario y ad hoc”, lo cierto es que con el posterior
134 “... multitudo seu civium universitas aut eius pars valencior, quam nomine multitudinis signat” (DP I xiii, 4 [S 737]). En su edición, Previté-Orton lee “significat”: cf. (1928), p. 57, l. 10.135 Cf. DP I xii, 3 [S 6324-644].
211
desenvolvimiento de la argumentación anti-hierocrática, sobre todo en la segunda dictio, el
papel principal se desplaza de la figura del legislador humano al princeps “que por su
autoridad gobierna.”136 El concepto clave de delegación permite así el tránsito hacia una
concepción en la que tiende a diluirse la realidad efectiva –aunque no el alcance teórico– de
los principios argumentativos de la soberanía popular. Así encontramos finalmente en el
Defensor minor a un Emperador que reúne en sus atribuciones funciones legislativas.137
Al respecto, los rasgos del pensamiento político de Marsilio no dejan de presentar una
aspecto paradójico. Parecería en extremo difícil, si no imposible, comprender cómo puede
apelarse, para legitimar una tradición política de índole fuertemente restrictiva, a una teoría
cuya significación rebasaría ampliamente los límites que expresamente se propone. Sin
embargo, precisamente la consideración del contexto histórico del pensamiento político de
Marsilio, con la cual se suele desacralizar o cuestionar la supuesta doctrina de la soberanía
popular, nos permite explicar la peculiaridad de este contraste. 138 El objetivo político de
Marsilio es, reiterémoslo una vez más, destruir la doctrina de la plenitudo potestatis papal. La
“defensa de la paz” emprendida en el tratado que se arroga tal pretensión en su título, asume,
en la primera dictio, la forma de una fundamentación racional de la autoridad política sobre
bases naturales, contra una consideración teologizante que reduce los fines naturales y
políticos del hombre a sus fines trascendentes y espirituales. Pero a diferencia de otros tantos
defensores de la autonomía del poder temporal, Marsilio no se queda en el plano de meras
declaraciones de principio o de alusiones al derecho romano respecto de que la soberanía
recae en el pueblo, sino que incursiona en una argumentación filosófica con la cual intenta
demostrar tal tesis. Marsilio percibe que el poder político sólo puede ser legitimado en la
medida en que tiene un fundamento universal, y la principal significación de la universalidad
de este fundamento la refiere a la máxima abarcabilidad de la composición, el consenso y los
intereses de la figura de la universitas civium o su valentior pars.
Pero ocurre que las condiciones históricas efectivas en las que debe llevarse a la práctica
este programa señalan que sólo puede consumarse sobre una autoridad concentrada y una
tradición con suficiente ascendiente en los hechos como para oponerse con éxito al adversario
teórico y práctico. Y la instancia política real y efectiva que se halla en tales condiciones
corresponde a un poder unificado como el de la monarquía o con proyecciones universales
136 Cf. DP II xvii, 9 [S 36329]; II xvii, 15 [3703]; II xxi, 5 [4072]; etc..137 Cf. DM i, 7 [Q 176]; iii, 7 [Q 188]; xii, 1 [Q 254].138 Considero un despropósito atender al contexto histórico de la obra de Marsilio para llegar finalmente a la conclusión desconcertante de que Marsilio es “sustancialmente indiferente tanto a la democracia como al absolutismo”, y ello basado en la obviedad de que “il suo problema non concerne la riforma del'organizzazione statuale su basi democratiche o assolutistiche, bensì la lotta contro la supremazia papale sui governanti laici e quindi la confutazione della teoria della «plenitudo potestatis»...”: Cf. Piaia (1976) p. 374.
212
como el del Imperio. Desde el punto de vista de la eficacia política, la puesta en práctica de un
modelo en que el ejercicio efectivo de la soberanía sea extendido a una base amplia multiplica
los inconvenientes: para el contexto medieval, el ejemplo histórico del gobierno
constitucional de tipo republicano es altamente problemático y de débil eficacia.139 Por ello es
que, tras lograr la legitimación teórica del gobernante secular, se requiere consolidar esta
figura en la unidad de su acción efectiva y la plenitud de su autoridad. Sería desde todo punto
vista contraproducente diluir la eficacia de un poder al cual se está procurando defender de la
intromisión de otro factor de poder rival, o dejar la puerta abierta a cualquier instancia de
revisión o control de aquel poder, máxime cuando el poder rival presume de pertenecer a una
esfera superior y de un carácter infalible.
Un análisis que rescate la relevancia filosófica de la argumentación de Marsilio en torno
de la autoridad legislativa de la universitas civium, y su posible significación como una
auténtica teoría de la soberanía popular, no nos exime de señalar los aspectos problemáticos
que presenta, ni, incluso, reconocer los diversos puntos débiles que en ella asoman.
En la medida en que Marsilio parece argumentar la idoneidad legislativa de la
universitas civium a partir de las propiedades reconocibles invariablemente en los individuos
que la componen, uno podría plantearse si no le cabe a la argumentación de Marsilo la
imputación de una falacia de composición. Una sutil forma de “devolver el guante” sería
revertir la imputación hacia quienes objetan la tesis defendida por Marsilio. Así Gewirth
reconstruye la posición de Marsilio diciendo que “argumentar que porque cada individuo
desea su propio beneficio o falla en sus juicios, la comunidad entera se dividirá en intereses
particulares o caerá en error, es cometer una falacia de composición”.140 Pero el problema
sigue estando, porque para salvar la argumentación de Marsilio habría que explicar la
traslación que va de la captación intelectual y la voluntad de cada sujeto individual a la del
todo colectivo. Marsilio no se compromete con un bonum commune a la manera de un Tomás
de Aquino, ni está en condiciones de poder formular una “voluntad general” distinguible de
una “voluntad de todos”. Una posible respuesta sería entender que la distinción se establece
139 Cf. a título de ejemplo, las referencias históricas –contemporáneas– de Tomás de Aquino en su De regno I, 5 [454b].140 Cf. Gewirth (1951), p. 216.
213
entre la voluntad de todos tomados conjuntamente y la voluntad de cada uno separadamente.
Todos o la mayoría tomados conjuntamente tendrían características que no le pertenecen a
cada uno solo; el hecho de que el todo es mayor que la parte significaría, en última instancia,
que la multitud entera puede discernir y desear la justicia y el beneficio común en un grado
mayor que lo que puede hacer cualquier parte de esa multitud por separado.141
Otra forma de entenderlo sería abandonar el lenguaje de “individuos” y vincular
seriamente la universitas marsiliana a la tradición corporativista medieval. La universitas
civium, en cuanto “totalidad superior a cualquiera de sus partes componentes” constituiría,
justamente, no un gremio o corporación más entre otros, sino “la corporación de todas las
corporaciones”, la cual tendría, como toda corporación, una percepción directa de su interés
común. Pero el problema es igualmente el mismo: ¿cuál es el fundamento de esa suerte de
“modificación” que opera para que los ciudadanos de la multitud congregada o “tomada
conjuntamente” o los “miembros” de la corporación totalizante adquieran unas cualidades
que, al parecer, no tienen cuando actúan por separado? En otras palabras, ¿qué es lo que hace
surgir y da existencia a la universalidad de la instancia corporativa?
Como hemos señalado, la verdadera fuerza de la argumentación de Marsilio hay que
buscarla no en la mera constatación empírica de que “la mayoría” tiene un sano juicio y una
recta inclinación hacia el bien común, sino a la apelación a la naturaleza subyacente en cada
individuo, cuya acción regular remite a un postulado de la ciencia natural –la naturaleza no se
equivoca ni es deficiente en la mayor parte de los casos. Es este fundamento natural el que
asegura la superioridad de la capacidad de discernimiento e inclinación de la totalidad
entendida orgánicamente como un cuerpo dotado de una captación intelectual y una voluntad
única. Pero con ello es evidente que aquella acción racional y volitiva que se insertaba en el
marco natural como una acción propiamente humana, y que daba lugar al nacimiento de la
dimensión específicamente política, vuelve así a ser considerada ahora bajo un aspecto natural
que la priva de su especificidad humana. Marsilio había dicho que la especificidad de su
investigación residía no en el estudio de causas naturales, sino en cómo esas causas naturales
eran completadas y perfeccionadas por obra del arte y la razón por las cuales vive el género
humano. La institución de la comunidad política, la comunidad acabada con una perfecta
diferenciación de sus partes y oficios, era resultado de una institución racional en la misma
medida en que aquellas partes se identificaban con los diversos géneros de artes y oficios que
había desarrollado la razón humana. Pero ahora resulta que si la instancia constituyente de la
comunidad política, la universitas civium, posee un adecuado discernimiento y una recta
inclinación hacia las cosas necesarias para la permanencia de la comunidad política, lo es
141 Cf. Gewirth (1951), pp. 215-6.214
porque ese discernimiento y esa inclinación son “sanamente” rectos, es decir, están orientados
en una dirección correcta acorde con la regularidad con que opera la naturaleza. “Ignorancia”
y “malicia”, los vicios en el conocimiento y en la voluntad que la scientia civilis debe
despejar, terminan siendo asimilados así a un defectus naturae y, en tal medida, tiende a
perderse la posibilidad de configurar un arte o una ciencia política cuya tarea es establecer “lo
mejor y lo peor”, lo conveniente o lo inconveniente.
Hemos hablado hasta ahora de un plano “normativo” o “prescriptivo” de la
argumentación de Marsilio, por el hecho de que no sólo parece limitarse a explicar la
constitución de la comunidad política y la fuente de la que derivan la ley y el gobierno, en una
forma que resulta, a la vez, congruente con cómo es posible describir la evolución de un
proceso que acontece “según las diferentes regiones y épocas”. El discurso marsiliano se
propone, además, señalar el modo conveniente en que ha de darse una correcta configuración
de la estructura de la comunidad política: una configuración en la que el sacerdocio debe
subordinarse, como una parte más dentro de las partes de la comunidad política, a la parte
gobernante, y donde esa subordinación se fundamenta en la legitimidad de la acción de dicha
parte gobernante. Esta adquiere su legitimidad en virtud de la forma de su proceder –
conforme a leyes–, y en virtud de su origen –la misma instancia de la cual reciben su
legitimidad las leyes conforme a las cuales actúa, la corporación de la totalidad de los
ciudadanos o su parte preponderante. Ahora bien, la “conveniencia” de esa correcta
configuración de la estructura y el fundamento de legitimidad de la comunidad política la
expresa Marsilio, no en términos de una modesta “recomendación” propia de un discurso
exhortativo de carácter dialéctico o tono retórico, sino en términos de una necesidad con la
que Marsilio altera la modalidad de las ciencias prácticas aristotélicas para asimarlas a la
exactitud y apodicticidad de las ciencias teóricas. Lo “conveniente”, lo que es mejor que
pueda ocurrir, termina identificándose con lo “necesario”, lo que debe ocurrir. Ahora bien,
¿en qué se basa este “debe”? ¿Desde qué fundamento se alza este plano normativo?
Paradójicamente, aquel fundamento natural con el que Marsilio pretende hacer valer la
necesidad o apodicticidad de las conclusiones de la scientia civilis es el mismo que limita o
pone en duda el alcance normativo que pretende. Con vistas a su objetivo polémico, Marsilio
emprende una legitimación del poder político secular. Hemos interpretado la significación de
la “teoría de la soberanía popular marsiliana” como un intento de dar un fundamento
universal a esa legitimidad. En razón de ello, Marsilio procede a demostrar que la fuente de la
que procede la coactividad del poder que regula la vida civil, independientemente de la
“forma de gobierno” que éste asuma –monárquica, pluripersonal, etc.–, es y debe ser la
corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante. Pero si el sentido
215
último que funda este debe remite a naturalidad que manifiesta lo que “regularmente” se da,
parecería que lo que se proclama como lo que debe ser no es ni más ni menos que lo que “de
hecho” es.
Así es como Gewirth concluye que la obra de Marsilio se mueve en el nivel de una
modalidad positiva más bien que normativa:
“The «necessities» he demonstrates are presented primarily as facts which are and must be, rather than as values which should be. Thus he writes that the people is (esse) the legislator and that legislative authority “belongs” (pertinere) to the people. To be sure, he also writes that this authority «should» (debet) belong to the people; but in a basic sense Marsilius considers that what should be, is and must be, for since his politics is a theoretic science allied with biology rather than a practical science allied with ethics, it follows the physical necessities of nature rather than the moral urgencies of the human reason; it is impossible, therefore, that its propositions not be realized in the existing world.”142
La visión de Gewirth es certera en cuanto da con el aspecto problemático del
fundamento de un debe que no queda claro en qué medida va mucho más allá de un es. Pero
con ello se corre el riesgo de perder de vista un alcance prescriptivo que el Defensor pacis se
impone desde el principio, y sin el cual el objetivo último de toda su empresa carece de
sentido.
Repasemos el recorrido de la argumentación de Marsilio. La autoridad legislativa debe
corresponderle a la corporación de la totalidad de los ciudadanos por tratarse del “mejor
legislador”, de la totalidad autolegislativa que “facilita” el cumplimiento de las leyes, y que
está vitalmente comprometida con su correcta institución; no caben objeciones a su idoneidad
por el hecho de que su composición incluya una mayoría de ciudadanos no cualificados por su
instrucción o conocimiento. En cada caso, el principio que está a la base de la atribución de la
autoridad legislativa es la importancia de la corrección y la vigencia de las leyes. Debe poder
asegurarse que las leyes sean “perfectas” –esto es, justas, orientadas al bien común–, y que las
leyes sean “cumplidas” –que obtengan plena vigencia. Pero las leyes deben ser perfectas –
corrección en el aspecto material– y deben ser cumplidas –cumplimiento del aspecto formal–
porque, de lo contrario, no se da la necesaria regulación de la conducta civil de los hombres,
sin lo cual se pone en peligro la permanencia de la comunidad política y, con ello, la
suficiencia de la vida. Ahora bien, la suficiencia de la vida es aquello a lo cual todos los
hombres tienden “naturalmente”, aunque por su condición de indigencia inicial, no pueden
alcanzarla con los solos “recursos naturales”. Si los hombres han de alcanzar aquello a lo cual
142 Cf. Gewirth (1951), p. 255.216
tienden naturalmente, “deberán” proporcionarse los medios adecuados a través del arte y la
razón; con ello llegarán a convencerse de que “deben” participarse recíprocamente las
ventajas de sus artes. Pero si quieren que la comunidad política permanezca “deberán”
someter a medida sus actos transitivos mediante una regulación de dichos actos por parte de
alguien con potestad coactiva para ello, quien “deberá” hacerlo conforme a leyes, y “deberá”
derivar su autoridad de la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte
preponderante. Fácilmente se advierte que, en cada caso, este “debe” bien puede asimilarse,
con Gewirth, a un “tiene que”. Pero ello no significa que lo que “tiene que” suceder, sea algo
que tranquila y fácilmente “ha” sucedido y “suele” suceder. Por el contrario, múltiples
obstáculos o impedimentos se ciernen para que no suceda lo que “tiene que” suceder. Entre
ellos, el más importante de los que intenta afrontar Marsilio, por tratarse de un hecho
contemporáneo, cuya naturaleza ni siquiera Aristóteles pudo llegar a describir, es el de una
“parte” o sector de la comunidad política –el sacerdocio– que ataca con su infundada
pretensión el núcleo de todas estas necesidades, de todo aquello que “tiene que” darse para
que los hombres puedan gozar de las ventajas y los frutos de la paz. Es preciso defender la paz
y, para ello, hay que mostrar que aquello que parcialmente no se da, con independencia y más
allá de la experiencia conflictiva de que no se da, se tiene que dar. Es preciso un “defensor de
la paz” que muestre que lo que “es y fue”, además, “debe” ser.
La erección de toda normatividad implica una tensión por la cual, lo que de hecho es, se
ve exigido o reclamado hacia lo que deber ser. Ahora bien, en el planteo marsiliano esa
tensión se expresa en forma distinta en la normatividad primaria del resultado o el objetivo
hacia el cual el planteo polémico apunta, y la normatividad de fondo del principio o el
fundamento en que se basa aquél. El resultado al que procura arribar la polémica que
emprende el Defensor pacis es la subordinación del sacerdocio al poder político, lo cual es
equivalente al reconocimiento de la autonomía de este último. El principio sobre el que se
asienta la legitimidad de ese poder es el fundamento universal que provee la soberanía del
pueblo, la universitas civium o su valentior pars. Pero mientras que está previsto que la
potestad coactiva de la parte gobernante realice efectivamente la función que debe cumplir, no
está tan claro si acaso está previsto que la corporación de la totalidad de los ciudadanos asuma
en la práctica efectiva la tarea de la legislación. En el mejor de los casos, aún con una
interpretación positiva respecto del alcance de la doctrina de la soberanía popular marsiliana,
es difícil saber si Marsilio está realmente aludiendo a una congregación parlamentaria efectiva
cuando invoca la necesidad de la participación del ciudadano en la labor legislativa en frases
tales como “... allí podrá observar cualquiera si la ley si inclina al bien de algunos o al de la
comunidad ...”, “... lo cual no sucederá si la ley la hacen unos pocos ...”, “... a fin de que, si a
algún ciudadano le parece que algo ha de cambiarse, pueda decirlo ...”. ¿Experiencia
217
republicana en los pequeños órganos comunales? ¿Y qué de decir, entonces, de los Estados
mayores? En general, la admisión de la posibilidad de una ambigua “delegación” de la
facultad legislativa, y las dudas que plantean la proyección histórica concreta de la
construcción teórica de la soberanía popular, plantean así la paradoja de un “debe” para el
cual no está contemplado el que el ser llevado a la práctica. Que el legislador humano debe
ser la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante es algo que queda retenido en una
suerte normatividad virtual, cuya significación se reduce a la legitimación del poder efectivo
del gobernante secular. Por ello, la tarea del plano normativo del discurso aún no ha cesado:
después de haber asentado el fundamento de legitimidad sobre el que reposa, aún resta decir
algo sobre la permanencia y la unidad de su poder.
218
CAPÍTULO VI
EL GOBIERNO
I. Las formas de gobierno
Marsilio recoge la distinción aristotélica entre las formas de gobierno “templadas” y las
“viciadas”: en las primeras quien gobierna lo hace con vistas al bien común y en conformidad
con la voluntad o el consenso de los gobernados, mientras que en las segundas ocurre lo
contrario. De la división de las formas templadas y viciadas en tres especies resulta la célebre
lista: la monarquía regia, en la cual gobierna uno solo mirando al bien común y con el
consenso de los súbditos, y su opuesto, la tiranía, en la que el único gobernante ejerce el poder
en su beneficio y al margen de la voluntad de los súbditos; la aristocracia, en la cual gobierna
la sola honorabilitas conforme a la voluntad de los súbditos, y su corrupción, la oligarquía, en
la cual gobiernan los más ricos en su propio provecho; por último, la politia, –aun cuando en
una de las significaciones el término connota algo común a cualquier régimen de gobierno–,
es aquella en la que el ciudadano participa de las funciones de gobierno o deliberativas según
su grado y condición, con vistas al bien común y la voluntad de los gobernados; a ella se
opone la democracia, en la cual el vulgus o la multitud de los pobres gobierna sola, al margen
del consenso de los restantes ciudadanos y sin mirar en la proporción debida al bien común.1
Como puede verse, parece propio de Marsilio el añadir al tradicional criterio de la
orientación al bien común, el del consenso de los gobernados. Al respecto, podría rastrearse
algún antecedente aristotélico: cuando el filósofo clasifica las distintas especies de monarquía,
se refiere al hecho de que muchas de ellas cuentan con el asentimiento de sus súbditos, cosa
que no pasa, por lo general, en las tiranías.2 Pero sin duda, Marsilio eleva a un primer plano
una mención incidental de Aristóteles, y consuma así un doble criterio de diferenciación de
las formas templadas y viciadas que parece poner al mismo nivel que la atención al interés
común el requisito del consenso de los gobernados. La preocupación de Marsilio apuntará a
destacar la preferencia del mecanismo de la elección por sobre las otras formas de institución
del gobierno.
1 Cf. DP I viii, 3 [S 38-39].2 Cf. Pol. III 14, 1284b35 y ss..
219
En efecto, en contraste con una amplia tradición precedente, Marsilio no manifiesta
inicialmente un interés particular por el tópico de la mejor forma de gobierno. Cuál sea la
mejor de las formas templadas, cuál la peor de todas las viciadas, o el orden respectivo de
bondad o malicia de las restantes, es un asunto que deja de lado de su investigación.3 Por el
contrario, una vez repasada la lista de las especies de gobierno, su preocupación central se
traslada a las diversas formas de institución de la parte gobernante: de su mayor o menor
conveniencia para el régimen político se podrá argumentar la causa agente de la cual pueden y
deben provenir.4 Esto significa, en la secuencia argumentativa de la primera dictio, que la
pregunta por el mejor modo de institución del gobierno culmina con la preferencia, ante todo,
de la forma electiva de institución, cualquiera sea la especie de gobierno que se trate; de
donde surge la pregunta por la autoridad que tiene a su cargo la elección y que coincide con
la pregunta por la autoridad de institución de las leyes, preguntas ambas a las que, como ya
sabemos, se responde con la figura del legislador humano o la universitas civium o su parte
preponderante.
Marsilio considera, en primer lugar, las formas de institución de la monarquía regia. Se
trata de la forma de gobierno con la que se está más “familiarizado”, y que se halla próxima a
la economía doméstica.5 Con estas observaciones Marsilio parece aludir, desde un punto de
vista empírico, a la preponderancia de los regímenes monárquicos en la época, y, desde un
punto de vista teórico, a que se trata del tipo de gobierno menos complejizado en su estructura
y, en tal sentido, más cercano al régimen del paterfamilias en la casa. Ahora bien, para
examinar los modos de institución de la monarquía, Marsilio repasa, en primer término, los
cinco tipos especificados en la Política aristotélica, y luego recapitula su caracterización a
partir de una clasificación entre los modos de institución de gobierno voluntarios e
involuntarios. Las cinco especies tipificadas en la Política comprenden: a) una en la que el
monarca es establecido en relación con una empresa determinada, como la conducción del
ejército, y por un período determinado, como el mando de Agamenón; b) la monarquía legal y
hereditaria de los pueblos de Asia, más bien despótica; c) la monarquía electiva que rige
mediante leyes no orientadas al bien común, sino más bien al del monarca, y que Aristóteles
considera una especie de “tiranía electiva”; d) la monarquía electiva con sucesión hereditaria
que Aristóteles identifica con la de “los tiempos heroicos”; e) aquella en la cual el gobernante
es señor de todo cuanto hay en la comunidad y dispone real y personalmente de todo ello a
discreción. 6
3 Cf. DP I viii, 4 [S 38].4 Cf. DP I ix, 1 [S 395-11]; I ix, 3 [S 4020-23].5 “Species enim hec principatus videtur quasi connata nobis et propinqua statim domestice yconomie ...” Cf. DP I ix, 4 [S 413-5].6 Cf. DP I ix, 4 [S 419-4313]; cf. Arist. Pol. III 14, 1284b35 y ss..
220
Establecidas estas variedades, Marsilio retoma el hilo de su discurso con el fin de
“manifestar más ampliamente” la opinión de Aristóteles, y aplicar el asunto a los modos de
institución de las restantes formas de gobierno. En principio, los gobiernos pueden ser
voluntarios o involuntarios: los primeros corresponden, como se ha dicho, a las formas
templadas, y los segundos a las viciadas. Ahora bien, para tomar por caso la monarquía
nuevamente, el rey o monarca o bien es instituido o bien por la elección de los habitantes o
ciudadanos, o bien obtiene el gobierno sin elección debida. Si por elección, puede que sea
instituido con carácter sucesorio o hereditario, o no; si no es el caso, puede ser instituido de
por vida para el solo, o por la vida entera de él y alguno de sus sucesores, o bien no de por
vida, sino por período determinado, y todo ello respecto de todo el oficio de gobierno o bien
para un propósito determinado, v.g., la comandancia del ejército. En caso de que no hubiera
obtenido el gobierno por elección, ello puede darse porque él o sus predecesores fueron los
primeros en habitar la región, o bien porque adquirieron por compra la tierra y la jurisdicción,
o bien por justa guerra o algún otro modo lícito, v.g., por donación en recompensa de algún
servicio prestado. Para Marsilio, todas estas clases de monarquías regias, tanto las electivas
como las no electivas, tienen en común el ser “voluntarias”, esto es, que se ejercen con el
consenso de los súbditos, pero en las no electivas se verifican diversos grados de este
consenso: las formas no electivas participan en mayor grado de la monarquía real cuanto más
se ejercen en conformidad con el consenso de los súbditos y según leyes hechas con vistas al
bien común, y se acercan tanto más a la tiranía cuanto en cuanto se apartan de ambos
principios.7
Como vemos, no puede establecerse una ecuación directa, como en primera instancia
podría haber parecido, entre el consenso de los gobernados y la institución del gobierno por
elección: en rigor, para Marsilio cabe hablar de formas no electivas en las que se verifica un
cierto consenso de parte de los gobernados. En otras palabras, el consenso de los gobernados
es susceptible de grado: y el consenso más pleno parece ser aquel que se manifiesta
precisamente en el mecanismo de la elección, por el cual se instituye el gobierno. La pregunta
fundamental es, pues, por la licitud de la institución del gobierno, y para Marsilio, la licitud
más palmaria e inobjetable es la que resulta de la institución electiva.
Marsilio concluye, entonces, que cualquiera sea la forma de gobierno, siempre será
preferible la electiva a la no electiva. Un par de argumentos lo muestran brevemente. En rigor,
todas las otras formas de institución son remitidas a ésta, y no al revés: pues si la sucesión
hereditaria se cortara o por alguna otra causa el régimen se volviese insoportable, habría que
7 Cf. DP I ix, 5-6 [S 43-45].221
recurrir a la elección. Por otra parte, sin agregar mayores fundamentos Marsilio sostiene aquí
que sólo con este modo de institución se logra elegir al mejor gobernante, esto es, al individuo
con las mejores disposiciones y cualidades personales.8 Por último, y para completar el cuadro
clasificatorio con las formas de institución de las restantes formas de gobierno, Marsilio
apenas menciona rápidamente, para la mayoría de las formas templadas, la elección –salvo en
algunos casos, el sorteo–, y, por lo general, sin sucesión hereditaria; en tanto que para las
viciadas, el fraude o la violencia, o ambas.9
Muchos autores se han dejado llevar quizá demasiado por la presunta falta de
pronunciamiento sobre la mejor forma de gobierno por parte de Marsilio. Es cierto que
Marsilio parece no tomar posición sobre el particular, o bien remitirse a la consideración de
Aristóteles. La cuestión de si la monarquía es preferible a la aristocracia o la politia, y si,
dentro de las monarquías, es preferible la electiva a la no electiva, es un asunto, dice Marsilio,
que merece una investigación y suscita “dudas razonables”; en todo caso, podrá acordarse que
es preferible la institución por elección.10 Incluso Marsilio se basará en Aristóteles para
reconocer que diversos pueblos en diversas regiones o tiempos se disponen a diferentes
regímenes políticos, de suerte que no siempre es posible o conveniente adoptar el régimen
mejor.11 Sin embargo, tras esta aparente apertura y flexibilidad de criterios pueden verse
algunos indicios que señalarán, si no la preferencia, al menos una prioridad y una importancia
mayor de la consideración del régimen monárquico.
Ante todo, cuando Marsilio introduce la consideración de la monarquía regia se refiere a
ella como “una de las especies templadas de gobierno, quizá la mejor ...”12 Pero lo que es más
importante, el hilo conductor del tratamiento de las diversas formas de institución del
gobierno parece hacerse preferentemente a través del examen de la monarquía. Marsilio
detalla, en primer lugar, las diversas formas de institución de la misma y, a partir de ello,
promete aclarar el panorama de las restantes.13 Después de considerar las cinco variantes de la
monarquía enumeradas en la Política, retoma nuevamente la cuestión, “con el fin de hacer
más manifiesta” la doctrina de Aristóteles, y extender lo dicho “a los restantes tipos de
gobierno”.14 En el momento en que parecería que va a pasar a hablarse de los restantes
regímenes, Marsilio establece la distinción general entre tipos de gobierno voluntarios e
involuntarios, y vuelve a comenzar por la clasificación de las monarquías, distinguiendo entre
8 Cf. DP I ix, 7 [S 45].9 Cf. DP I ix, 8 [S 45].10 Cf. DP I ix, 9 [S 45-46].11 Cf. DP I ix, 10 {S 46]12 Cf. DP I ix, 5 [S 4321-22]): “Et quoniam una specierum bene temperati principatus, et fortasse perfeccior, est regalis monarquia ...” (subr. nuestro).13 Cf. DP I ix, 4 [S 411-7].14 Cf, DP I ix, 5 [S 4314-17].
222
las electivas y las no electivas, y sus subespecies. Aunque el parágrafo siguiente concluya con
la preferencia de las formas electivas para todos los tipos de gobierno en general, es evidente
que el objetivo principal del capítulo asoma en la conclusión asentada hacia el final del
mismo. Quienes plantean si es más conveniente la monarquía electiva o la hereditaria, no
formulan bien la cuestión: la pregunta correcta es, en primer lugar, si es preferible la
monarquía electiva a la no electiva, y si la primera, si ha de serlo con sucesión hereditaria o
no.15 A diferencia de las otras cuestiones respecto de las cuales Marsilio se despreocupa por
definirse o se limita a remitirse a la opinión de Aristóteles, Marsilio dedicará a esta cuestión
un largo capítulo de la primera dictio, en donde Marsilio se pronuncia netamente a favor de
las ventajas y la conveniencia de la monarquía electiva sin sucesión hereditaria, a la sazón, el
régimen coincidente con la práctica tradicional del Sacro Imperio Romano-germánico.
En suma, si bien Marsilio formalmente no se pronuncia acerca de la mejor forma de
gobierno, la monarquía es la especie que aparece siempre en primer plano, la que requiere
mayor atención o plantea cuestiones a las que se dedica un extenso tratamiento. No debe pasar
inadvertido que a cierta altura de la argumentación de la primera dictio el término
“principans” o “gobernante”, un neologismo del latín medieval que traduce al de la
Política aristotélica, aparece intercambiable con princeps, de etimología emparentada, pero
cuya connotación regia o nobiliaria es manifiesta.16
El hecho de que Marsilio no se pronuncie abiertamente sobre la mejor forma de
gobierno y, a la vez, demuestre cierta preferencia por la cuestión de la monarquía electiva sin
sucesión hereditaria se explica en relación directa con el objetivo teórico-político del
Defensor pacis. La causa de discordia contra la cual se combate “afectó y afecta al Imperio
romano”, pero está igualmente pronta a extenderse a todos los otros reinos de la cristiandad.
Aunque el tratado haga, desde un principio, causa común con Luis y se conmueva
directamente por la situación en el “reino itálico”, el problema teórico-político con el cual
trata, el conflicto de jurisdicción entre el poder secular y el poder espiritual, es un problema
que afecta por igual a todos los estados políticos que reconocen la universalidad de la fe
cristiana. Por ello, el Defensor pacis se ve obligado a moverse en un cierto nivel de
generalidad lo suficientemente amplio como para que todas sus tesis puedan aplicarse a la
realidad variada de los diversos estados comprendidos en la cristiandad, sin que por ello deje
de tener un blanco principal en el avance que el papado romano hace sobre el Imperio.17
15 Cf. DP I ix, [S 477-18].16 Por ejemplo, Cf. I xv, 1 [S 852]; I xviii, 15 [S 12328].17 Esta relativa apertura o flexibilidad no debe ser reducida a una “ambigüedad elíptica”, en el sentido de una construcción teórica que intencionadamente promueve una multiplicidad de interpretaciones potencialmente incomensurables: cf. Condren (1985), p. 189; como bien dice Nederman, un tratamiento de un mayor nivel de generalidad no significa necesariamente ambigüedad o equivocidad: cf. Nederman (1995), pp. 21-23.
223
En la relativa apertura de Marsilio respecto de la adopción de regímenes de gobierno
diversos se refleja la adecuación a la experiencia histórica y política. Acogiéndose al
testimonio de Aristóteles, la scientia civilis muestra nuevamente su ductilidad para tener en
cuenta las condiciones que se dan “en regiones y tiempos diversos”:
“Hoc tamen non ignorare debemus, quod alia et altera multitudo, in alia vel diversa regione ac tempore disposita est ad alteram et diversam policiam, aliumque aut alterum ferre principatum ...”18
En la explicación de Marsilio, así como no cualquier hombre está dispuesto
naturalmente para la mejor disciplina, y por ello debe ser conducido por el gobernante hacia
aquella disciplina de entre las mejores para la cual esté mejor preparado, del mismo modo,
una multitud en un determinado tiempo y lugar no siempre está dispuesta para recibir el mejor
tipo de gobierno, y deberá contentarse con la forma más conveniente dentro de las
temperadas. Que no se trata de una mera repetición de una sentencia aristotélica tomada
abstractamente del texto de la Política, lo prueba el hecho de que Marsilio acude a un ejemplo
tomado de la historia de Roma: el pueblo romano, antes de la monarquía de Julio César, no
toleró un régimen monárquico limitado en el tiempo ni hereditario, en razón del gran número
de hombres virtuosos o con capacidad de gobernar, tanto a nivel de las familias como de los
individuos.19
Ahora bien, si la aceptación de una variedad de regímenes de gobierno revela la
disposición a cierta adecuación a las condiciones de la experiencia política, el acento en la
importancia de un determinado modo de institución como el más válido para cualquier clase
de gobierno se aproxima a un plano prescriptivo por encima de la adecuación a las
circunstancias empíricas. Es cierto que Marsilio no llega a formular en términos de una
argumentación demostrativa y necesaria que la elección debe ser el único mecanismo de
institución de gobierno: la argumentación se ubica más bien en el plano de una conveniencia
que indica lo que es “mejor o peor” para el régimen político. Cualquiera sea la forma de
gobierno que por razones históricas o empíricas prevalezca, es conveniente o preferible que
ese gobierno sea instituido mediante la elección. Pero una vez asentada esta conclusión,
Marsilio sí argumentará que la instancia que tiene a su cargo la elección del gobernante debe
ser la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante. De esta manera,
la aparente ambivalencia que podría verse entre la no preferencia de un régimen de gobierno y
18 DP I ix, 10 [S 4613-16].19 Cf. ibid. [S 4625-476].
224
la importancia concedida a la cuestión de la monarquía electiva sin sucesión hereditaria abre
el camino, en verdad, a la articulación entre el plano empírico-histórico y el plano
prescriptivo-normativo que exige por igual la scientia civilis.
El desplazamiento que se verifica en Marsilio de la prioridad de la cuestión de la mejor
forma de gobierno hacia la de la cuestión del mejor modo de institución del gobierno tiene
implicancias fundamentales. Con independencia de la naturaleza o las propiedades de los
diversos regímenes el acento pasa a estar puesto en la legitimidad del gobierno, la cual es
asegurada por la elección. En este sentido, hay un evidente desplazamiento de la tradicional
consideración de los fines del gobierno y de las cualidades morales del gobernante, a una
consideración procedimental de los mecanismos de su institución. Antes de la reconstitución
de la scientia civilis como resultado de la recepción de la Política aristotélica, la reflexión
teórico-política medieval prácticamente se agotaba en el examen de la finalidad de la función
de gobierno y en la enumeración de las virtudes que hacen al perfil del buen gobernante, tal
como lo evidencia, al menos, la tradición de los “espejos de príncipes”.
II. La institución del gobierno.
El itinerario de la investigación de las causas de las partes de la comunidad política ha
determinado la necesidad de tratar ampliamente los dos elementos fundamentales que hacen a
la constitución de la misma: la ley y el gobierno. Al tratar la finalidad de la parte gobernante,
se anticipó que ésta debía realizar su tarea conforme a una norma o regla de justicia, la ley, lo
que exigió tratar su definición y finalidad –de las que nos hemos ocupado en el capítulo
cuarto–, y la causa eficiente de su institución o la auctoritas de su promulgación –que hemos
tratado en el capítulo precedente. Por otra parte, al momento de completar la consideración de
las causas eficientes de las partes de la comunidad política, Marsilio adelantó que la causa
“regular y frecuente” de las mismas, en cuanto officia de la comunidad civil, es el legislador
humano, aquel mismo al que se ha asignado la institución de las leyes. Para llevar a término la
explicación de la causa eficiente de la parte gobernante, fue necesario recapitular las distintas
especies de gobierno –temperadas y viciadas–, y los diversos modos de institución del
gobierno, lo que concluyó en la preferencia de la institución electiva. Resta, entonces,
completar esta explicación de la causa eficiente de la pars principans mostrando la instancia
que tiene a su cargo tal institución, la auctoritas que debe elegir al gobernante. De allí se
225
revelará, finalmente, la causa eficiente de la institución de las restantes partes u oficios de la
comunidad política.
Marsilio se propone, pues, demostrar cuál es la causa factiva por la cual se da la
auctoritas del principatus. Es ésta la que constituye al príncipe o gobernante en acto, más allá
del conocimiento de la ley, su prudencia o virtud moral, igualmente necesarias, pero que lo
hacen gobernante “sólo en potencia”. Marsilio evidentemente traza un paralelismo entre el
aspecto material de la ley –su adecuación a un contenido de justicia– y las cualidades y
disposiciones personales exigibles al gobernante, por una parte, y entre el aspecto formal de la
ley –su carácter coactivo– y la auctoritas executionis que constituye propiamente la acción de
gobierno, por la otra. Así como un conocimiento verdadero de lo justo y de lo injusto no
constituye una ley hasta tanto no se dé para su observación un precepto coactivo, o sea
formulado bajo tal precepto20, del mismo modo una persona virtuosa y prudente no es elevada
a la jerarquía de gobernante hasta tanto no sea investida de la autoridad coactiva por la que
puede hacer cumplir las leyes imponiendo un castigo a sus eventuales transgresores. De
hecho, ocurre que muchos individuos pueden contar con aquellas cualidades, pero carecen de
tal autoridad. 21
Pues bien, la potestad de instituir o elegir el gobernante corresponde al legislador, esto
es, la universitas civium o su valentior pars. Y esto se demuestra, según Marsilio, con los
mismos argumentos con que se atribuyó a tal instancia la autoridad legislativa “con sólo
cambiar el correspondiente término menor, de suerte que en lugar del término «ley», se tome
el término «gobernante».”22 Marsilio omite la reconstrucción explícita de los argumentos; y lo
mismo hacen la mayoría de los intérpretes, aunque las implicancias de esta remisión podrían
ser más que significativas. La reconstrucción sería la siguiente:
1. “La autoridad de instituir [al gobernante] debe corresponderle a aquél de quien
sólo puedan provenir [los mejores gobernantes].
Tal es la universitas civium o su valentior pars.”
2. “La autoridad de instituir [al gobernante] debe corresponderle a aquél que
instituya [un gobernante] tal que sea mejor y más fácilmente obedecido.
Tal es la universitas civium o su valentior pars.”
20 Cf. DP I xii, 2 [S 63].21 Cf. DP I xv, 1 [S 84-5].22 Cf. DP I xv, 2 [S 85].
226
3. “La regulación de la esfera de la acción es competencia de la universitas civium o
su valentior pars.
Pero la regulación de la esfera de la acción se da a través de [la ejecución de las
leyes por parte del gobernante]”.
En rigor, podrían rastrearse los antecedentes, al menos, de los dos primeros argumentos
en el sucinto pasaje que expone las razones por las cuales el género de los gobiernos electivos
es mejor que el de los no electivos. Allí simplemente se afirma que “sólo con este modo de
institución –a saber, el electivo– se obtiene al gobernante óptimo”23 –lo que podría
interpretarse como una referencia al primer argumento–; y también que “este modo de
institución en las comunidades perfectas es más permanente”; lo que podría implicar lo dicho
en el segundo, si se sobrentiende que la permanencia del régimen está derivada de una mejor
predisposición a obedecer el gobierno de parte de los súbditos.
Marsilio aporta además una argumentación basada en la siguiente analogía. En todas las
artes operativas, a aquel que le corresponde generar una forma, le corresponde también
determinar cuál sea la respectiva materia o el subiectum adecuado a dicha forma, v.gr., el
médico debe conocer tanto la salud, como la bilis y la flema en la que se hallan la salud, y el
arquitecto debe conocer la estructura de la casa y, desde ya, sus materiales: ladrillos y
cimientos.24 Ahora bien, Marsilio ha establecido, siguiendo a Aristóteles, que el gobernante no
debe ejercer su acción basándose solamente en su mera prudencia o discreción personal, por
virtuoso que éste sea. Tal como hemos visto, el juicio personal puede estar siempre afectado
de una pasión que sobrevenga en parcialidad o animosidad; por ello la acción de gobierno
siempre debe ejercerse conforme a una regla universal, que no esté hecha en favor de uno o de
otro, y que esté “desprovista de afección perversa”, y esto era precisamente la ley. 25 Por lo
tanto, a aquel a quien le corresponde generar la “forma” o regla universal por la cual deben
ser “sometidos a medida” los actos civiles de los hombres, esto es, la ley, le deberá correspon-
der, también, generar la materia o el subiectum en virtud del cual se han de disponer estos
actos conforme a aquella regla, a saber, el gobernante.26 Y puesto que aquella es la “forma
óptima” de la comunidad civil –el régimen de la ley–, deberá determinar el “sujeto óptimo”
según las debidas cualidades o disposiciones personales.
La universitas civium aparece así como la fuente última a la que se remite la
universalidad de las normas que regulan la convivencia en el seno de la comunidad política, y
23 Cf. DP I ix, 8 [S 4520-22].24 Cf. Fís. II 4, 194a.25 Cf. supra, p. 144.26 Cf. DP I xv, 3 [S 86].
227
la legitimidad de la autoridad que lleva a cabo la acción efectiva de esa regulación. Con ello,
se confirma, por una parte, que no hay entre la ley y el gobierno relación alguna de
anterioridad o subordinación que haga del gobierno un mero órgano ejecutorio de la ley, ni de
ésta un instrumento al servicio de la acción de gobierno. La correcta constitución de la
comunidad política requiere, para su permanencia, asegurar la convivencia entre los hombres
mediante una adecuada regulación de sus actos civiles; para ello es necesario la vigencia de
una norma universal de justicia a través de una acción de gobierno con el poder material para
hacerla cumplir. Tanto la ley, como el gobierno, remiten, para su legitimidad, a la figura del
legislador humano o la universitas civium o su valentior pars. Por otra parte, en lo que
respecta a la figura del gobierno o la pars principans de la comunidad política, ésta aparece
como una instancia derivada y dependiente de la fuente última de la autoridad política
humana. La universitas civium se presenta así como la instancia constituyente de la
comunidad política, y la pars principans como una parte, ciertamente principal, pero una
parte al fin, que le debe su autoridad a la fuente de la cual procede.
Cuando en el desarrollo de la argumentación de Marsilio entran en escena las restantes
partes u oficios de la comunidad política, se confirma el papel secundario o mediador que
tiene la pars principans en relación al papel constituyente de la universitas. Tras haber
asentado que es la universitas civium la que tiene a su cargo la elección del gobernante,
Marsilio pasa a considerar la siguiente cuestión: cuál es la causa eficiente que instituye y
determina las restantes partes u oficios de la comunidad política. Marsilio responde señalando
como “causa primera” al legislador humano, y como “causa segunda, instrumental o
ejecutoria” al gobernante, en virtud de la autoridad concedida por aquél. La relación entre la
universitas civium o su parte preponderante y la pars principans queda planteada así bajo los
términos escolásticos de causalidad primera y causalidad segunda o instrumental: si ésta
ejerce su acción lo es en virtud de la primera. Esta articulación es posible en la medida en que
la causalidad primera de la universitas civium se orienta hacia la universalidad de la ley, así
como la acción instrumental de la parte gobernante se orienta a la particularidad de la
aplicación de las leyes y de la acción ejecutiva de gobierno:
“Quamvis enim legislator, tamquam prima causa et appropiata determinare debeat, quos qualia in civitate oporteat officia exercere, talium tamen execucionem, sicuti et ceterorum legalium, precipit et si oporteat cohibet pars principans. Fit enim per ipsum conveniencius execucio legalium quam per universam civium multitudinem, quoniam in hoc sufficit unus aut pauci principantes, in quo frustra occuparetur universa communitas, que eciam ab aliis operibus necessariis turbaretur. Nam et hoc facientibus hiis, id facit communitas universa, quoniam secundum communitatis determinacionem, legalem scilicet, id faciunt principantes, qui eciam pauci aut unicus existentes legalia facilius execuntur.”27
27 DP I xv, 4 [S 877-19].228
Habíamos visto que, en términos del funcionalismo comunal de Marsilio, la comunidad
política está constituida según una estructura corporativa, en la cual no está permitido a los
individuos el ejercicio a discreción de una función social determinada, sino que la inclusión
en cada uno de los oficios que la componen está rígidamente determinada por la acción
directriz del gobernante. Ahora se revela que, en verdad, la causa “primera y apropiada” de tal
determinación es, en última instancia, el legislador humano, quien debe determinar quiénes
deben desempeñar los respectivos oficios dentro de la comunidad. Sin embargo, para esta
tarea “ejecutiva” –la designación de los oficios– como, en general, para todas las restantes
ejecuciones de los asuntos legales –por lo cual hay que entender la administración de justicia
que lleva a cabo la parte gobernante en su calidad de iudex– resulta más conveniente confiarla
a la pars principans. Por primera vez es aplicado positivamente en la argumentación de la
primera dictio un principio de “economía” según el cual la universitas civium –dicho sea de
paso, identificada aquí con la “entera comunidad”– se ocuparía “en vano” de estas acciones, y
se perturbarían sus otras obras necesarias, se entiende, las de los diversos oficios a los que
pertenecen los ciudadanos que la integran. Mientras Marsilio había rechazado la crítica a la
idoneidad de los ciudadanos “inexpertos” o no cualificados por su formación para la tarea
legislativa, y más bien había exigido que tuvieran parte en la promulgación de las leyes, para
la determinación de los oficios se argumenta ahora la mayor eficacia de la acción particular
del gobernante. Tal como lo plantea Marsilio no hay aquí un desplazamiento o una exclusión
de la competencia: “lo que hacen los gobernantes, lo hace la entera comunidad.” Esto es
posible en la medida en que la particularidad inherente a la acción del gobernante se hace
“conforme a la determinación de la comunidad”, esto es, a la generalidad de la ley.
La universitas civium marsiliana, concebida como una suerte de asamblea que tiene a su
cargo la promulgación de las normas legales generales constituye ciertamente un “poder
legislativo” que aparece claramente distinguido de la función de gobierno, en la cual, por el
contrario, parecen resumirse tanto el “poder ejecutivo” implicado en la designación de los
restantes oficios y otras tareas de gobierno, como el “poder judicial” correspondiente a la
función de “someter a medida” los actos transitivos de los hombres reprimiendo sus
desbordes bajo la sanción coactiva de la transgresión de las leyes. Más que un precedente de
la moderna teoría de la “división de poderes”28, se trata de una concepción del poder
legislativo como instancia suprema y fundante de la universalidad de la ley, respecto de la
cual la acción particular de gobierno representa una instancia derivada y meramente
secundaria. La analogía con Rousseau, en tal sentido, no resulta temeraria. El autor del
Contrato social se preocupa por subrayar la distancia entre la universalidad que le pertenece a
28 Cf. Crosa (1942), pp. 81-95; De Lagarde (1948), vol. II, pp. 180-1.229
la instancia legislativa fundante, la totalidad del cuerpo social constituido mediante el contrato
o el Soberano, y la particularidad de la acción de gobierno. Es preciso no confundir los
verdaderos “actos de soberanía” o actos de la voluntad general –que no son otra cosa que las
leyes–, y cuyo objeto sólo puede ser, precisamente, general, y los actos de la voluntad
particular, que tiene un objeto particular, y son “actos de magistratura”.29 Si el cuerpo político
tiene su voluntad en el Soberano, tiene su fuerza y capacidad de acción particular en la figura
del gobierno, un “cuerpo intermediario” establecido entre los súbditos y el Soberano,
encargado de la ejecución de las leyes. El gobierno no existe por sí mismo, sino en virtud del
Soberano, y es instituido no mediante un contrato, sino por una “comisión” o “empleo”: los
magistrados son “simples oficiales del Soberano” y ejercen en su nombre el poder que de él
han recibido.30
La anterioridad de la universitas civium respecto de la pars principans en su papel de
factor constitutivo de la autoridad que surge en la comunidad política, se cierra con una
analogía que Marsilio traza entre la institución de las partes de la civitas por obra de la razón
humana y el proceso fisiológico de generación del ser viviente en el ámbito natural. Desde el
inicio de la obra, Marsilio ha comparado a la civitas con el animal “bien dispuesto” según
naturaleza. La salud es a los diversos órganos del animal, lo que la paz es a las diversas partes
u oficios de la civitas, a saber, la buena disposición que permite a cada una de ellas
desempeñar acabadamente su función.31 Ahora procederá Marsilio a comparar la causalidad
secundaria o instrumental de la pars principans respecto de la universitas civium en la
institución de las diversas partes de la civitas con el papel formativo de una suerte de órgano
embrionario y fundamental –según la información de la fisiología de que dispone de Marsilio,
el corazón–, el cual es formado inicialmente, y del cual proceden, por un proceso progresivo
de diferenciación, los restantes órganos del individuo maduro. Según la analogía, la naturaleza
ha dispuesto que el principio causal del generante origine, en primer término, este órgano
primario y fundamental, con una cierta virtus y un “calor” dotado de una causalidad universal
como para formar y diferenciar los futuros órganos del animal. Del mismo modo, en la
comunidad política instituida convenientemente según razón, a partir del “alma de la totalidad
de los ciudadanos” (anima universitatis civium) surge una parte primera, la parte gobernante,
para la cual se estatuye una cierta virtus o forma universal que es la ley y una potencia activa
que es la autoridad de ejecución de la misma.32 La analogía muestra a las claras que el papel
de la universitas civium según la institución racional que imita el modelo natural, es análogo a
la acción causal del “generante” o el ser vivo al que la naturaleza ha dotado de la virtud
29 Cf. Rousseau, Contrato social II ii (op. cit. p. 33); II iv (p. 38); II vi (p. 44).30 Cf. ibid. III 1, (op. cit., pp. 61-62).31 Cf. DP I ii, 3 [S 11-12].32 Cf. DP I xv, 5-7 [S 87-90].
230
generativa para engendrar otro animal. La universitas civium es literalmente la instancia que
“engendra” o “da nacimiento” a la comunidad política, y lo hace en su acción de establecer la
causalidad universal conforme a la cual tiene lugar la potencia activa de la parte primaria de la
que surgen las restantes partes de la comunidad política, es decir, en su calidad de origen de la
universalidad de la ley, y de la potencia coactiva con que la parte gobernante pone en
ejecución las leyes e instituye los restantes órganos de la comunidad política. En los propios y
explícitos términos de Marsilio: la universitas civium es el “principium factivum civitatis”.33
(i) La corrección del gobernante: el “constitucionalismo” de Marsilio
Quizá el momento en que mayor importancia cobra la preeminencia de la universitas
civium sobre la parte gobernante es el capítulo décimo octavo de la primera dictio, en el que
se plantea la posibilidad de la sanción o suspensión del gobernante (de principantis
correpcione)34, en caso de que transgreda la ley o no cumpla con su función conforme a ella.
Se trata de un tópico evidentemente relacionado con el de la deposición del príncipe o la
resistencia al tirano, que no es desconocido para la reflexión política medieval. Es célebre la
fuerte afirmación de Juan de Salisbury cuando llega a sostener, en su Policraticus, que “matar
al tirano no sólo está permitido, sino que es justo y razonable”.35 Tomás de Aquino en su De
regimine príncipum plantea las acciones a seguir en caso de que el monarca devenga tirano, y
contempla explícitamente la posibilidad de que aquella multitud a quien le pertenezca el
derecho de instituir al rey sea la que lo destituya o refrene su poder, si abusa de él.36
En diversos momentos del itinerario argumentativo de la primera dictio Marsilio da a
entender cierta facultad de revisión o destitución del poder político. Al momento de establecer
la autoridad primera del legislador humano, Marsilio le había atribuido la facultad de aprobar
las leyes, así como su suspensión o modificación total o parcial, “y cualquiera otra cosa a
establecer mediante elección”.37 Análogamente, al pronunciarse sobre la causa eficiente del
gobierno, Marsilio la remitía a la universitas civium –al igual que la legislación–, haciendo
referencia tanto a la institución del gobierno “como a su correptio o su eventual deposición”,
33 Cf. DP I xv, 7 [S 905-6].34 El término “correptio” presenta algunos problemas: se trata de un término que con seguridad no remite a fuente alguna del texto latino de la Política: cf. Sternberger (1981), p. 121. Kunzmann traduce „Zurechtweisung“; Quillet “sanctions” o “représentations à faire aux gouvernements” (1968), p. 165; Martínez Gómez, sin mayores problemas, “corrección” (1989), p. 104.35 Cf. Policraticus III 15.36 Cf. De regno I, 6 [456a].37 Cf. DP I xii, 3, [S 644-15].
231
si fuera preciso, en razón del bien común.38 En el capítulo décimo octavo se propone retomar
estas cuestiones postergadas, y precisar si es conveniente corregir al gobernante mediante
juicio y potencia coactiva y, en tal caso, si por cualquier clase de exceso, o sólo en algunos
casos reservados; por lo demás, cabe preguntarse a quién o a quiénes les corresponde tal
juicio y su ejecución, visto que tal potencia coactiva sólo le correspondía a los gobernantes
mismos. En efecto, si el gobierno es la instancia que monopoliza el poder coactivo y, en tal
medida, la administración de justicia, ¿qué otra instancia puede someter a juicio al gobierno
mismo?
Marsilio responde a la cuestión sin moverse de los términos generales de su planteo
acerca de la finalidad de la ley y la función del gobierno. En cuanto actúa conforme a la ley y
en virtud de la autoridad a él concedida, el gobernante se constituye en regla y medida de
cualquier acto civil. Habíamos visto que el gobernante era considerado como el subiectum que
hacía posible la “ejecución” de la ley. Pues bien, si el gobernante no recibiera otra “forma”
más allá de ella, nunca ejercería una acción menos debida que resulte corregible y mensurable
por algún otro. Esto se ilustra con los términos la analogía biológica recién analizada. El
corazón es el órgano primario y fundamental del viviente, con una posición análoga a la de la
pars principans en la comunidad política. Cuando se halla “bien informado”, esto es, cuando
no recibe otra forma que aquella que lo inclina hacia la acción que proviene de su virtud y su
calor natural, realiza naturalmente una acción adecuada; no así si recibe una forma distinta
que lo inclina hacia una acción contraria. De tal manera, regula y mensura por su influencia
los restantes órganos del animal, sin recibir él mismo regulación o influencia alguna de parte
de ellos.39 En una palabra, el gobernante se constituye en regla y medida de todo acto civil en
la medida en que su propia acción se halle “informada” por la verdadera regla o medida
universal de los actos humanos: de allí que el gobernante ejerce su función convenientemente
y sin necesidad de corrección, siempre y cuando actúe, tal como se ha dicho, conforme a la
ley. Ahora bien, el gobernante, al fin de cuentas, no es más que un hombre. En su condición
de tal, puede recibir “otras formas” aparte de la ley misma. Marsilio vuelve sobre la
interacción y el balance de las potencias cognoscitivas y volitivas humanas. El gobernante,
dotado de intelecto y apetito, puede recaer en una falsa consideración o un deseo perverso;
por ellos su acción sería contraria a lo determinado por la ley y, en tal medida, sus acciones se
vuelven mensurables por otro agente con la potencia coactiva para mensurarlas, cosa que
habrá de hacerse, a su vez, conforme a la ley. Si ello no ocurriese, el gobierno se convertiría
en despótico, y la vida de los ciudadanos en servil e insuficiente, lo cual es el máximo
inconveniente a evitar, como se ha señalado ya recurrentemente.40
38 Cf. DP I xv, 2 [S 85 7-14].39 Cf. DP I xviii, 2 [S 121-122].40 Cf. DP I xviii, 3 [S 12211-21].
232
Como vemos, no sería acertado querer ver tras la temática de la corrección del gobierno
una idea de limitación o control del poder político. Para Marsilio el gobernante no es
corregible en su condición de tal. Sólo en cuanto deja de estar informado por la ley, el
gobernante se vuelve “mensurable”, vale decir, cuando deja de actuar como un auténtico
gobernante. Lo contemplado no es que la función ordinaria y regular del gobierno esté
sometida a la supervisión de un poder paralelo o un tribunal superior, sino la eventual
circunstancia de que el gobierno cese de actuar en la debida forma. La posibilidad de la
corrección del príncipe no responde sino a la necesidad de retrotraer el gobierno al sentido
originario de su función y a la forma en que debe ser llevada a cabo, en el caso límite de que
tales condiciones hayan desaparecido.
Ahora bien, el que el gobernante se “desvíe” de su actuación debida es algo que puede
establecerse objetiva, esto es, procedimentalmente: no hay lugar para una evaluación moral de
la conducta del gobernante o un criterio substantivo que determine su accionar, o en todo
caso, el criterio substantivo está contenido en la ley. Ciertamente, la falla del gobernante
implica una deficiencia en las cualidades o disposiciones personales con las que debía contar
y que hacían de él un gobernante “en potencia”: la “falsa consideración” o el “deseo perverso”
que informan su intelecto y su apetito, respectivamente, implican una pérdida de la prudencia
y la justicia que debía caracterizarlo y, en tal medida, constituyen vicios reprobables
moralmente. Pero debemos recordar que esas virtudes eran necesarias para que el gobernante
decida en aquellos excepcionales casos que no están determinados por la ley. Marsilio basa la
corregibilidad del gobernante en los opuestos vicios de ignorancia y malicia, sólo en cuanto
significan un apartarse de la determinación de la ley. En última instancia, para determinar si el
gobernante es corregible, basta con determinar si actúa o no conforme a la ley o no. Si no
actúa legalmente, deberá ser sometido a juicio coactivo según la ley. El verdadero sentido que
subyace a la posibilidad de la revisión de la actuación del gobierno es la necesidad de
garantizar el primado del “gobierno de la ley” por sobre el gobierno de los hombres, tal como
fue planteado al explicar la finalidad de las leyes.41
41 Sobre la base de que la universitas marsiliana no puede restringir o limitar el oficio del gobierno, sino en todo caso, la persona del gobernante, Nederman extrae la conclusión de que para Marsilio, al igual que para la tradición medieval en general, el gobernante es corregible sólo sobre bases morales: “... the problem of the bad rulership continues to be posed with reference to a personal deviation from the path of moral goodness that manifests itself in willful, rather than just and rational (and lawful), commands and judgments.” cf. (1995), p. 116. “The pars principans is rendered susceptible to corrections just because of the personal condition of its incumbent(s).” cf. (1995), p. 117. Ciertamente la ocasión de la falla del gobernante reside en una falencia de sus cualidades o disposiciones personales, la prudencia y la justicia que lo inclinan a determinarse por la ley; pero lo relevante es justamente que la corrección del gobernante puede determinarse objetivamente en la precisa medida en que su actuar se conforma o no a la ley. Es un patrón legal el que determina la mala actuación del gobernante, y es un patrón legal el que dictamina la forma en que debe llevarse a cabo la corrección.
233
Por ello, la pregunta por la corrección o la suspensión del gobernante nos retrotrae al
fundamento de la legitimidad de la acción del gobierno. La instancia que tiene a su cargo la
corrección del gobernante será precisamente aquella que lo ha instituido o, en todo caso, será
ella quien deba delegar tal función en un tribunal al que competerá juzgar la transgresión del
gobernante. Según Marsilio, el juicio, precepto y ejecución de la sanción al gobernante le
corresponde al “legislador humano, o aquel o aquellos que han sido establecidos para ello por
la autoridad del legislador”, bajo los mismo términos en que se había definido la posibilidad
de la delegación o “comisión” de la tarea legislativa de la universitas civium.42 Incluso cabe la
recomendación de suspender el oficio del gobernante por un tiempo determinado, mientras el
caso es revisado por aquellos que deben juzgar su transgresión. Ello es necesario, en primer
lugar, para evitar una “pluralidad” de gobiernos o de administración de justicia –sobre lo cual
trataremos en el apartado siguiente43–, y, además, porque el gobernante no es corregido en
cuanto tal, sino en cuanto súbdito que transgrede la ley.44
El que el fundamento de la autoridad de la corrección del príncipe esté depositado sobre
la figura del legislador humano es un nuevo elemento que confirma la anterioridad de la
universitas civium como instancia fundante de una figura del gobierno que aparece, respecto
de ella, con la posición de una instancia secundaria o derivada. El gobernante –y la conclusión
es importante cuando se la refiere particularmente al caso del monarca– no se halla “por
encima de todo”: aún por encima de él está la ley, a la cual se halla atado. Si bien la
universitas civium no actúa como un órgano de supervisión permanente de la tarea regular de
gobierno, en la circunstancia límite de que cese “el primado de la ley”, la universitas civium
se revela como la única instancia con la autoridad para reconducir al gobernante, a través de la
propia ejecución de la sanción al gobernante, o a través de la comisión de un tribunal especial
en virtud de la autoridad por ella.
Establecidos los fundamentos de la corrección del gobernante y la autoridad
competente, resta determinar en qué casos corresponde iniciarla. El exceso del gobernante
puede ser grave o menor. Si es menor, puede acontecer de modo frecuente o rara vez. En
cualquier caso, puede hallarse determinado en la ley o no. La posición de Marsilio es que si el
gobernante comete un exceso grave que pueda comprometer a la república o una persona
insigne, y cuya omisión podría provocar escándalo o concitar al pueblo, debe ser corregido,
sea el exceso reiterado o infrecuente. La justificación de la necesidad de la corrección sigue
los lineamientos generales de las explicaciones de Marsilio: de otro modo, amenaza el peligro
42 “Debet autem iudicium, preceptum et execucio cuiuscumque correpcionis principantis iuxta illius demeritum seu transgressionem fieri per legislatorem, vel per aliquem aut aliquos legislatoris auctoritate statutos ad hoc, ut demonstratum est 12º et 15º huius.” (DP I xviii, 3 [S 12222-26]). Cf. I xii, 3 [S 641-4].43 Cf. infra, pp. 236 y ss.44 Cf. DP I xviii, 3 [S 12222-1232].
234
de la disolución del régimen político. Si el exceso cometido se halla determinado en la ley,
debe ser corregido conforme a ella por el legislador; si no, según la sentencia particular de
éste.45 Por el contrario, si el exceso o falta del gobernante fuese menor, y no aconteciera
frecuentemente, sino rara vez, debe ser pasado por alto más que castigado. Las razones
invocadas vuelven sobre la importancia de preservar la obediencia a las leyes y el respeto de
la autoridad establecida, más allá de la cuestionabilidad de la persona en funciones de
gobierno. Si el gobernante fuese corregido por un daño menor o infrecuente, por una parte, su
figura se tornaría cuestionable o despreciable, lo cual redundaría ya en un daño no menor, por
la pérdida de la reverencia y la obediencia que los ciudadanos deben guardar para con la ley y
la figura del gobierno; y por la otra, acaso el gobernante se resistiese a ser reprendido por una
falla leve u ocasional, por considerar quizá que ello disminuiría su dignidad, inconvenientes
que no deben reiterarse en las comunidades si se quiere evitar escándalos mayores.46
Con demasiada facilidad algunos intérpretes han caído en cierto lugar común sobre la
“excesiva precaución” o “cautela” de Marsilio respecto de la corrección del gobernante47,
como queriendo con ello decir que, al relegarse a la eventualidad de una circunstancia tan
extraordinaria, la doctrina casi carece de significación. Ante todo, las prescripciones de
Marsilio respecto de la corrección o revocación del gobernante no deben ser evaluadas a la luz
de los modernos conceptos de la limitación del poder o del ejercicio de control de la función
de gobierno. Si así fuera, se estaría trasladando anacrónicamente a Marsilio una serie de
exigencias que son por completo extrañas a las cuestiones y los planteos propios del
pensamiento político clásico. El punto central, para Marsilio, es que la necesidad de prever
una corrección de los excesos o las fallas de la persona del gobernante no debe poner en
peligro la obediencia y el respeto que hay que guardar por la función o la investidura del
gobierno. La preocupación de Marsilio sigue siendo la misma: la preservación del régimen
político. Si el gobernante debe ser corregido, es para asegurar el “gobierno de la ley”, y si el
exceso debe ser tolerado o el celo en la corrección evitado, es igualmente para garantizar la
vigencia y la observación de las leyes y, en tal medida, la permanencia del régimen político.
El principio que anima la limitación de las posibilidad de corrección del gobierno remite, en
última instancia, a la misma secuencia de implicaciones en la que Marsilio insiste
recurrentemente y con la que funda la necesidad del establecimiento del gobierno: la que lleva
de la ausencia de la regulación de los actos transitivos de los hombres al surgimiento de
disputas y conflictos entre éstos, su separación, y, eventualmente, la disolución del régimen
político con la consecuente privación de la suficiencia de la vida.
45 Cf. DP I xviii, 4 [S 123].46 Cf. DP I xviii, 5 [S 123-124].47 Cf. De Lagarde (1948), p. 198; Quillet (1970), p. 123; Nederman (1995), p. 118.
235
Es bastante obvio que las limitaciones de la doctrina de la corrección del gobernante
tienen su razón en la polémica en la que Marsilio se halla envuelto. Si la posibilidad de revisar
la acción de gobierno puede aparecer como un reconocimiento de la soberanía originaria del
pueblo, en la misma medida es un intento de sustraer al papado un poder de supervisión sobre
la actuación moral del príncipe. En tal sentido, hay que tener presente que la teoría política
hierocrática precisamente no tenía la pretensión de constituir a la monarquía papal como una
instancia de gobierno ordinaria. Su objetivo no era la confusión de la figura del poder
espiritual y el poder temporal, sino todo lo contrario. La función del “brazo secular” era
necesaria e irremplazable. Desde esa perspectiva, podría decirse que el papado jamás
pretendió asumir en forma directa el poder político. Lo que el papado reivindicaba para sí era
la capacidad de erigirse en instancia última de supervisión de todo gobierno temporal en el
ámbito de la cristiandad en casos límite o de conflicto, o bien, el retorno a sí del poder
originario en los casos excepcionales en que el poder político “quedaba vacante”.
Pues bien, la doctrina marsiliana de la corrección del gobernante representa una clara
inversión de la posición papal. La corregibilidad del gobernante es remitida al mismo
fundamento universal al que se remite la promulgación de las leyes y la elección del gobierno.
Está implícito el valor de los mismos argumentos que demuestran la atribución de la autoridad
legislativa y de institución del gobierno a la universitas civium o su parte preponderante.
Marsilio no invierte la posición papal desligando a la figura del gobierno de límites, sino
reconduciendo la instancia de supervisión a la fuente última de su legitimidad, la universitas
civium. Si acaso los “recaudos” sobre la corrección del gobernante responden a la intención de
no debilitar un poder envuelto en la polémica, no es menos cierto que el fundamento de la
corregibilidad del gobernante, en cuanto significa el “primado de la ley“, por oposición al
arbitrio discrecional del hombre, es un elemento normativo que se impone sobre la figura del
gobernante. Por más que Marsilio se halle comprometido en la legitimación del poder político
secular, no concibe ese compromiso bajo la forma de una consolidación de un poder
discrecional, sino bajo la forma de una determinación de las condiciones de su legitimidad. El
gobernante es el “órgano ejecutor” de la ley (lex animata). Su fortaleza reside en la ley, y si
acaso mostrare una debilidad por su condición humana, será corregible por la misma ley, de
parte de aquella instancia que es fuente de la ley.
III. La unidad del gobierno y la unidad de la civitas.
236
El objetivo teórico-político expreso de Marsilio en el Defensor pacis, la refutación de la
doctrina de la plenitudo potestatis papal, requiere, pese a su naturaleza esencialmente
polémica y su carga negativa, un desarrollo positivo: el de una fundamentación racional,
acorde a las exigencias de una estricta scientia civilis, de la autonomía de la legitimidad del
poder político secular, proyectado sobre la figura histórica del Sacro Imperio. En el anterior
capítulo hemos seguido el curso de la línea argumentativa en torno de la figura del “legislador
humano”, la universitas civium o su valentior pars, cuanto instancia integralmente
constitutiva de la comunidad política que permite dar, desde un punto de vista teórico, un
fundamento universal de legitimidad a la acción del poder político secular. Con esta
justificación Marsilio contrarresta cualquier remisión a un origen sobrenatural o una justifi-
cación “descendente” que comprometería la órbita de este poder político. Una vez que
Marsilio logra dar con el sustento teórico conveniente a la instancia de poder efectiva por la
que toma partido, su intención estará lejos de señalarle límites o reparos en cuanto a su
desenvolvimiento. Por el contrario, de lo que se trata es de reforzar la consistencia del poder
político cimentado, de asegurar la permanencia y la integridad de su acción, y ello no puede
hacerse sino en una nueva línea argumentativa que va afirmando progresivamente la unidad
constitutiva de ese poder.
A partir de ese momento la argumentación de Marsilio atraviesa el umbral que separa
dos momentos bien diferenciados: un primer momento que pone el énfasis en la universitas
civium como una totalidad ontológicamente anterior a las instancias que de ella se derivan –la
ley y el gobierno–, y un segundo momento en donde el énfasis se desplaza hacia la acción
efectiva del poder unitario dentro del desarrollo de la vida política misma. Se tratará ahora de
ver cuál es el papel que desempeña la pars principans en relación con las partes subordinadas
de la comunidad política, y cuál es su influencia dentro del equilibrio entre dichas partes.
Ante todo, Marsilio comienza señalando el carácter indispensable de la función que
desempeña la parte gobernante, sin duda “la más necesaria” de todas las partes de la
comunidad política. Mientras que los beneficios que aportan las restantes partes de la
comunidad política pueden suplirse por otras fuentes –rentas o impuestos–, o bien su acción
puede cesar durante algún tiempo –v.gr., la de la parte militar en tiempos de paz–, la acción de
la parte gobernante no puede interrumpirse en ningún momento sin grave peligro para la
permanencia de la comunidad política misma. La función esencial del gobierno, la de regular
o someter a medida los actos transitivos de los hombres en conformidad con la ley, debe ser
mantenida constantemente. Tal como se argumentó al hablar de la finalidad de la parte
gobernante, si esto no ocurriese, de los “excesos” de dichos actos sobrevendría el conflicto y
la separación entre los hombres, con ello, la corrupción de la comunidad política y, por tanto,
237
la privación de la suficiencia de la vida.48 Ahora se revela en toda su magnitud el que la
necesidad a la que da respuesta el establecimiento de la parte gobernante no es una necesidad
más entre aquellas que han dado lugar a la institución de la comunidad política. En otras
palabras, la acción de gobierno no es un aspecto particular entre los múltiples requerimientos
para la suficiencia de la vida, sino que es la condición de posibilidad misma de la adquisición
de esos múltiples requerimientos, en la medida en que asegura la integridad de la comunidad
política misma, en que se obtiene dicha suficiencia.
Tras haber destacado la función esencial y el papel predominante de esta parte dentro de
la comunidad política, Marsilio se detiene a considerar la necesaria unidad de esta parte
gobernante. En cada regnum o comunidad política particular, es conveniente que haya sólo un
principatus; y si hay varios –especialmente en comunidades o reinos grandes– que haya un
sólo principatus supremo al cual todos los restantes se hallen subordinados. Enseguida
Marsilio explica el tipo de unidad al que se refiere: obviamente no se trata de la unidad
numérica de la persona de quien gobierna, sino de la unidad funcional del officium del
gobierno. De hecho, se ha reconocido que existen formas o especies de gobierno
“temperadas” en las que el gobierno está compuesto por más de un hombre, a saber, la aristo-
cracia y la república (politia).49 En ellas, varios hombres constituyen un único oficio de
gobierno en razón de la unidad numérica de la acción de gobierno proveniente de ellos, y que
se reúne en un único juicio, sentencia o precepto. Ninguna de tales acciones provienen de uno
solo de los miembros del gobierno separadamente, sino del decreto común de ellos conforme
a las leyes establecidas. Por tanto, es en razón de esta unidad de la acción que el gobierno es
denominado “uno”, sea que gobiernen uno o varios hombres. Esta unidad no se requiere
necesariamente en los restantes oficios de la ciudad; en alguno de ellos, incluso, la diversidad
puede ser eventualmente conveniente o necesaria.50
A continuación Marsilio procede a la argumentación en favor de la necesaria unidad del
gobierno. El primero de los argumentos se refiere a un problema caro a la Edad Media: el de
los conflictos de jurisdicción. En un momento en el que aún no se ha consumado
históricamente la autonomía los estados nacionales, en un período todavía fuertemente
marcado por las estructuras feudales, con el incipiente desarrollo de las jurisdicciones
comunales, y superpuesto a todo ello la órbita de la jerarquía eclesiástica, ya encabezada por
las respectivas jurisdicciones episcopales o, en última instancia, por el papado, la Edad Media
se caracteriza por ser una época en la que proliferaron los galimatías legales a la hora de
determinar quién es el encargado de la administración de justicia dado un caso particular. Los
48 Cf. DP I xv, 6 [S 89]; xv, 13 [S 93-4]. Cf. supra, p. 108.49 Cf. DP I viii, 2-3 [S 37-8].50 Cf. DP I xvii, 1-2 [S 112-3].
238
reclamos jurisdiccionales provenientes de las diferentes órbitas chocaban entre sí, las más de
las veces con una intencionalidad política expresa. Al respecto, podría señalarse como un
antecedente directo del pensamiento político de Marsilio el problema de las luchas por
conquistar la jurisdicción política sobre los miembros del clero, en especial, en las comunas
italianas. Precisamente un momento central de la argumentación marsiliana en la segunda
dictio será la demostración de que la conducta civil de sacerdotes u obispos está sometida,
como la de todo integrante de la comunidad civil, a la autoridad política humana, y bajo
ningún concepto puede estar exceptuada de ella, o eximida por nadie.51
Pues bien, el primer argumento que Marsilio esgrime para demostrar la necesidad de un
gobierno único es la imposibilidad formal y material de la administración de justicia: si no
hubiera un principado único o superior, sino más de uno, un ciudadano no podría comparecer
ante varios tribunales por la misma causa y al mismo tiempo; de poder hacerlo, podría ser
absuelto por uno o condenado por otro, o condenado con penas diversas. Si compareciera sólo
ante un tribunal, y desechara los otros sería condenado por rebeldía, etc..52 Del mismo modo
se vería imposibilitada la convocatoria a la congregación de los ciudadanos –las asambleas–
por razones de utilidad pública: en efecto, no podrían convocarse bajo el mandato diverso o
contrario de diversos gobernantes.53
El énfasis que pone Marsilio en la unidad jurisdiccional del gobierno, y la explícita
tendencia a fortalecer esa unidad a través de la disolución de esferas de jurisdicción particular
múltiples y autónomas, fácilmente hacen pensar en Marsilio de Padua como uno de los
eslabones fundamentales en el tránsito hacia la constitución de la idea del Estado moderno. Si
le agregamos la definición del poder político en términos de una potestas coactiva, casi hasta
podríamos hablar de un sorprendente precedente de la noción weberiana del Estado como
“monopolio del poder de coerción”. Como es ya de costumbre, estas proyecciones modernas
son invariablemente objeto de múltiples reparos. Esta vez es Nederman quien argumenta que
Marsilio no propone un esquema incompatible con el pluralismo jurisdiccional que caracteriza
a la Edad Media, sino que, en todo caso, aboga por una “jurisdicción verticalmente
integrada”, entendiendo por tal, la exigencia, a partir de la aceptación de la realidad de
múltiples jurisdicciones existentes, de la necesaria subordinación de todas a ellas a una
51 Cf. DP II viii, 9 [S 227 ss.]. Cf. infra, p. 253.52 Cf. DP I xvii, 3 [S 114-115]. La proyección de este punto en la segunda dictio es manifiesta: si el obispo romano u otro sacerdote se siente no subordinado a la parte gobernante, podría sustraer de la jurisdicción de ésta a los sacerdotes y clérigos, y reclamar que todos ellos le estén subordinados, como hacen en los tiempos modernos los pontífices romanos; y de ello resultaría la anulación de la jurisdicción del gobernante secular, pues podría atraer a una multitud por el presunto beneficio de estar desligado de las cargas públicas. Cf. II viii, 9 [S 227-230].53 Cf. DP I xvii, 4 [S 115-6].
239
instancia reguladora superior en casos límite o de conflicto.54 Lo observación de Nederman
quizá no carece de precisión respecto de las primeras líneas del capítulo: allí Marsilio parece
conceder que en los regna, “en especial, los entendidos en la primera significación” –esto es,
como comprendiendo varias civitates55–, pueda haber varios gobiernos, “múltiples en número
o en especie”.56 Sobre ellos recaería, eventualmente, la exigencia de que sean reducidos a uno
superior, por el cual sean regulados, y “corregidos los errores que acontecieran en ellos”. 57
Pero con ello, no es menos cierto que, en última instancia, la tarea fundamental del officium
del gobierno, la administración de justicia, termina remitiendo a aquél “principatus supremo”,
y hacia él apunta la unidad de acción del gobierno. Con lo cual, puede decirse que, si acaso
Marsilio no alcanzó a entrever el monopolio jurisdiccional del Estado moderno, o no se
interesó en él, los términos en que desarrolló su planteo no hacen sino ir en esa dirección.
Marsilio subraya esta unidad jurisdiccional sobre la base de un par de analogías. La
primera de ellas reincide sobre la analogía biológica: el ser animado cuenta con un sólo
principio motor responsable de sus movimientos locativos: si hubiese varios, el animal podría
ser impulsado hacia movimientos contrarios, o bien éstos se balancearían en tal forma que
sobrevendría un reposo, y el animal se vería privado de los movimientos indispensables con
los que busca proveerse de lo necesario para la conservación de la vida. Lo mismo habrá que
decir de la comunidad política convenientemente ordenada.58 La segunda analogía se traslada
ya al plano cósmico. En la naturaleza en general, la totalidad de los entes tienen un único
principio, uno en cuanto al número, a saber, el primer motor inmóvil. Marsilio recoge aquí el
célebre final del libro XII de la Metafísica de Aristóteles: “los entes no quieren estar mal
gobernados”, sobrentendiendo, a su vez, una referencia implícita a la cita de la Ilíada que
cierra dicho libro: “No es bueno el gobierno de muchos: uno solo sea el jefe supremo”.59 Si el
arte ha de imitar a la naturaleza, el principado “instituido según el arte y la razón”, esto es,
establecido en forma correcta y conveniente tomando como modelo el orden natural, ha de ser
también único.60 Ahora bien, entre estas dos analogías puede señalarse una diferencia
fundamental en cuanto a la forma de concebir el papel unificador de la pars principans. En la
primera de ellas, la parte gobernante desempeña en la comunidad política el papel del
“principio del movimiento”, correspondiente al del “órgano fundamental”, v.g., el corazón.
Este contexto fisiológico permite todavía retener el modelo organicista original en el que a la 54 Cf. Nederman (1995), p. 126-7, oponiéndose a formulaciones de Skinner (1985), II, pp. 360-1, y Gewirth (1951), p. 122.55 Cf. DP I ii, 2 [S 1025-113].56 Cf. DP I xvii, 1 [S 11226-29]: “... in civitate unica seu regno unico esse oportet unicum tantummodo principatum, aut si plures numero vel specie, sicut in magnis civitatibus expedire videtur [...] oportet inter ipsos unicum numero esse supremum omnium ...” (subr. nuestro).57 Cf. ibid. [S 1131-2].58 Cf. DP I xvii, 8 [S 117].59 Cf. Arist. Met. XII 10, 1076a3-4.60 Cf. DP I xvii, 9 [S 117-8].
240
universitas civium le sigue cabiendo el papel constituyente propio del “generante”, un
principio generativo anterior al órgano primario y fundamental que era “engendrado” por ella.
De allí que la universitas apareciera como el principium factivum civitatis. En la segunda
analogía, en cambio, el desplazamiento al contexto cósmico hace que la pars principans se
eleve al papel protagónico de un principio primero de un “mundo político” que evidentemente
no ha “creado” –tal como el primer motor inmóvil aristotélico–, pero un mundo en el que toda
existencia y todo devenir tienen una referencia a él.
Es sabido que la analogía cósmica es un argumento frecuentemente invocado en la
teoría política medieval como explicación del sentido y la legitimidad de la función de
gobierno. Uno de los principales argumentos con que Tomás de Aquino defiende la
monarquía como mejor forma de gobierno en su De regno es precisamente una
correspondencia con el “gobierno de lo uno” en el conjunto del universo y en sus diversos
niveles.61 Pero el caso es que se trata de un argumento también utilizado entre los teóricos del
papado. Es curioso que Marsilio se permita una argumentación que perfectamente puede ser
desplegada en sentido contrario a sus objetivos: el hecho de que exista un principio único que
gobierna todos los seres en el universo puede ser utilizado para transponerlo tanto al orden
secular, en el que el caput mundi es el rey o emperador, como en el orden universal de la
cristiandad, en la que toda autoridad se resume en la “cabeza de la Iglesia”, el papa. En
cualquier caso, está claro que el uso de la argumentación manifiesta, una vez más, el claro
propósito de Marsilio de contraponer, al principio de unidad reivindicado por los teóricos
papales, el legítimo principio de unidad en el orden temporal. Por ello, este es el momento en
que la línea argumentativa de Marsilio hace a un lado –por ya demostrado–, el fundamento
universal en el que se sustenta ese poder unitario –la universitas civium–, y se ocupa en
consolidar la unidad de ese poder político como contrafigura del poder unitario invocado por
el papado. Y así la figura predominante hacia la segunda dictio o en las obras menores se
identificará en términos más concretos con la figura del Emperador.
El desplazamiento que se verifica en la argumentación marsiliana del predominio de la
noción de totalidad al de la noción de unidad se expresa también en el uso de los principios
fundamentales sobre los cuales se apoya. Si en el momento anterior se destacaba la apelación
al principio de que “el todo es mayor que la parte”, en cuya aplicación fisiológica la
universitas civium era igualada al todo orgánico ontológicamente anterior a cualquiera de sus
partes componentes, en el presente momento de la argumentación cobrará vigencia un
principio de orientación más bien inversa: el denominado “principio de economía”. Entre los
argumentos que demuestran la necesaria unidad del gobierno, Marsilio señala que, de haber
61 Cf. De regno. I, 3.241
una pluralidad de principados, “habría según el arte y la razón algo ocioso y superfluo”. Con
un principado único o supremo se puede conseguir perfectamente toda la utilidad civil que se
conseguiría con múltiples, y sin los inconvenientes o perjuicios que esto puede acarrear.62 Si
bien ahora se trata de un objeto distinto –la ejecución de las leyes o acción de gobierno, y no
la promulgación de ellas o acción legislativa–, evidentemente aquella amplia abarcatividad
ganada por la aplicación del principio de que el todo es mayor que las partes cede ahora su
lugar a la connotación fuertemente restrictiva del principio según el cual “lo que puede
hacerse por uno solo, en vano se hace por muchos”. En tal sentido, se ha señalado que a la
base de la ambivalencia marsiliana en torno de la orientación “republicana” o “democrática”
de la figura de la universitas civium y la tendencia “absolutista” de la figura unitaria de la pars
principans, está la dualidad de dos principios respectivos con una significación radicalmente
contraria: el principio que por excelencia resalta la fuerza y la superioridad de la totalidad, y
el principio que economiza la multiplicidad reduciéndola a la unidad elemental.63
Ahora bien, llegados a este punto, se impone la siguiente pregunta: ¿hasta dónde hay
que extender el alcance de la unidad necesaria del gobierno? Si se ha proclamado como
necesario un gobierno único –o una autoridad reguladora suprema– para cada civitas o
regnum particular, constituido históricamente y delimitado espacialmente, ¿considera acaso
Marsilio “necesario” un gobierno único y supremo para todo el mundo, un gobierno temporal
cuya jurisdicción reúna en sí o regule la de todos los gobiernos de diferentes pueblos y
comunidades? Este es un tópico que no podía estar ausente en el estudio de un pensador
político medieval, mucho menos en un partidario de la autonomía del poder temporal, y
prácticamente insalvable en un defensor de los derechos del Imperio como Marsilio.
Lamentablemente el único pasaje del Defensor pacis que puede ofrecer material expreso
sobre el asunto es uno en el que Marsilio se limita a enunciar la cuestión sólo para no
pronunciarse sobre ella:
“Utrum autem universitati civiliter vivencium et in orbe totali unicum numero supremum omnium principatum habere conveniat, aut in diversis mundi plagis, locorum situ quasi necessario separatis, et precipue in non communicantibus sermone ac moribus, et consuetudine distantibus plurimum, diversos tales principatus habere conveniat tempore quodam, ad hoc eciam forte movente causa celesti, ne hominum superflua propagacio fiat, racionabilem habet perscrutacionem, aliam tamen ab intencione presenti.”64
62 Cf. DP I xvii, 6 [S 116].63 En esta dualidad de principios ve Di Vona la principal tensión interna en el pensamiento “democrático” de Marsilio, quien habría advertido “la necesidad interna al régimen democrático de contener el principio del régimen absoluto.”: Di Vona (1974), p. 448-50.64 Cf. DP I xvii, 10 [S 118].
242
La indeterminación en la que Marsilio deja la cuestión, lejos de aquietarla, no ha hecho
más que agregar una nueva la polémica: la del “particularismo” versus el “universalismo”
político del paduano. La doble fuente histórica a la que puede remitirse el pensamiento
político de Marsilio –el ambiente de las comunas italianas, y el Imperio alemán– representan
los dos polos que podrían desequilibrar la balanza. De un lado, la simple “experiencia
histórica” que podría haber recogido Marsilio de pequeñas repúblicas celosas de su
autonomía, como las ciudades libres, podría derivar en el reconocimiento de la
irreductibilidad de múltiples comunidades y pueblos bajo un régimen universal. Del otro, el
objetivo de legitimación del Imperio de Luis en su lucha contra Juan XXII permitiría alinear a
Marsilio en los autores que caen en el mito medieval de la restauración del Imperio romano,
un imperio universal cuya continuidad jurídica se proyecta sobre el “actual” Imperio romano.
La presencia de esta tendencia en obras como el Defensor minor o el De translatione imperii
es manifiesta e indiscutible.
El caso es que, si volvemos hacia la orientación polémica que anima al Defensor pacis,
la relativa amplitud y, a la vez, la intensa focalización de su objetivo nos permiten explicar el
porqué el planteo queda, en cierto sentido, en una posición intermedia. Ya hemos señalado
que, si bien la causa de discordia que el tratado enfrenta se cierne sobre el Imperio romano,
amenaza con extenderse a todo otro reino o comunidad. El Defensor pacis tiene, ciertamente,
puesta toda su artillería en la defensa de la delicada situación en la que se halla “el actual
Imperio romano”, pero ésta no deja de ser la delicada situación de un gobierno temporal
dentro del ámbito de la cristiandad. Por ello, las conclusiones del Defensor pacis deben ser
válidas para toda comunidad o reino cristiano, sin perjuicio de lo cual, se proyectan
directamente hacia la coyuntura histórica en la que se halla el Imperio. En cuanto atiende a la
legitimación de un Imperio cristiano que ha heredado del romano su carácter universal, el
Defensor pacis se mueve en una dirección que culmina en el universalismo; en cuanto está
abierto a “extirpar el mal de raíz” de todo otro reino cristiano, se mueve en un ámbito abierto
al particularismo. Marsilio de Padua está, en cierto sentido, “a mitad de camino” entre Dante
y Juan de París; a mitad de camino, es decir, a igual distancia, sin estar excluyentemente “en
camino a” alguno de los dos en especial.
Hasta aquí hemos visto cómo se ha subrayado el papel indispensable de la pars
principans en la vida de la comunidad política, la necesidad de su unidad, y el alto grado que
adquiere en la analogía cósmica con el principio primero de toda la realidad. Pero aún resta
ver cómo esta unidad de gobierno se convierte expresamente en el principio constituyente de
243
la comunidad política misma. Y ello se dará a partir del momento en que dicha unidad se
revele como el principio o la razón de la unidad de la comunidad política misma. Ya al hablar
de la unidad del gobierno Marsilio argumentaba que, si no hubiera unidad de gobierno, ni
siquiera podría decirse que la civitas misma sea “una”. Pues ella “es y se dice una en razón de
la unidad del principado, con respecto al cual, y en relación al cual se ordenan las restantes
partes de la comunidad política.”65 Como la pars principans es la causa eficiente que instituye
o designa las restantes partes de la civitas, de no haber un único principado, podría ocurrir que
cualquiera eligiera a su arbitrio su oficio, sin que hubiera la necesaria regulación o
determinación de la cualidad y cantidad de personas idóneas para cada uno de ellos, lo que
finalmente redundaría en perjuicio de la comunidad.
Pero después de haber considerado la necesaria unidad del gobierno, Marsilio pasa a
tratar formalmente “cuál es la unidad numérica de la comunidad política o reino”.
Evidentemente no estamos ante una “unidad en sentido absoluto” (unitas simpliciter) sino una
“unidad de orden” (unitas ordinis), es decir, una pluralidad de cosas que se dicen “una”, o una
pluralidad de individuos que son llamados “uno”, y ello no en el sentido de que sean “uno” en
virtud de cierta forma específica, sino porque son y se dicen ad unum, donde el unum al cual
refieren es el principado al cual se ordenan y por el cual son gobernados. En efecto, la
comunidad política no es una en virtud de una forma natural que inhiera en ella –como sucede
en los seres compuestos de materia y forma– pues sus partes u oficios y los individuos que los
componen son múltiples en acto, y están formalmente separados entre sí, sea en cuanto al
lugar o en cuanto al sujeto. En otros términos, la comunidad política es una realidad múltiple,
constituida material y formalmente por substancias diversas. Desde luego, tampoco la
comunidad política es una por algún elemento exterior que la abrace o contenga, v.gr., un
muralla. Roma y Maguncia y otras communitates constituyen un único reino en cuanto cada
una de ellas está ordenada por su voluntad a un principado supremo y único numéricamente . 66 El mismo criterio con el que se defendía la necesaria unidad del gobierno identifica ahora el
tipo de unidad de la comunidad política misma: la unidad de la jurisdicción.
Las implicancias unicistas de la analogía cósmica revelan ahora todo su alcance.
Marsilio finalmente traza la comparación entre la predicación de la unidad con respecto al
universo, y la que le cabe a la civitas, el “universo político”:
“Quo eciam quasi ad unum mundus dicitur unus numero, non plures mundi, non quidem propter formam aliquam unicam numeralem formaliter universis entibus inherentem, sed propter humeralem unitatem primi entis dicuntur omnia encia unus
65 Cf. DP I xvii, 7 [S 116].66 Cf. DP I xvii, 11 [S 119].
244
mundus numero, quoniam encium quodcumque naturaliter inclinatur et pendet ab ente primo. Unde predicacio qua omnia encia dicuntur unus mundus numero, non est formaliter alicuius unitatis numeralis in eis omnibus, neque alicuius universalis dicti secundum unum, sed est pluralitas quorundam dicta unum, quia est ad unum et propter unum. Sic quoque unius civitatis aut provincie homines dicuntur una civitas aut regnum, quia volunt unum numero principatum.”67
Es una cuestión difícil la de determinar el alcance de los conocimientos o los escritos
metafísicos o de filosofía especulativa de Marsilio. En todo caso, este es uno de los pocos o
breves pasajes en que lo vemos manejando el repertorio de categorías ontológicas propias de
la Edad Media. De lo que aquí se trata no es ninguna formalidad: el determinar los modos
posibles y adecuados de la predicación no atiende sólo a cómo “se dicen” las cosas sino, sino
también, tal como dice el texto, a cómo son.68 Los entes “son y se dicen” uno como formando
parte de un mundo, porque están en relación con un principio primero, porque manifiestan
una dependencia con respecto a algo único. La comunidad política “es y se dice una” en
relación con y a causa de el principado o gobierno único que la rige. Para la ontología medie-
val, “todo lo que es, lo es porque es uno”.69 Lo que aquí se dice acerca de la “unidad” de la
comunidad política revierte finalmente sobre su propio ser o existencia. El factor de la unidad
de la comunidad política, lo que hace que la comunidad política sea una, es el principio que
establece una única jurisdicción, el principio unificador por el cual una determinada extensión
y una multitud de individuos numéricamente distintos pertenecen a una misma unidad
política; lo que hace que haya comunidad política, el principio constituyente de la misma, es
el principio que “por sí” es unum: el gobierno.
Se ha señalado como uno de los rasgos distintivos de la metafísica occidental el de su
constitución onto-teológica. La interpretación de lo real que trasciende la experiencia sensible
suele oscilar entre dos polos que definen su respectiva orientación: el ente en tanto ente, o el
ente supremo, el ente considerado en su más amplia universalidad o el principio primero y
fundamento de todos los entes, Dios. En un caso, la metafísica se proyecta con la mayor
extensión posible con el fin de abarcar la totalidad de los entes; en el otro, se detiene en un
ente en particular, en el más señalado y eminente entre los entes. No parece demasiado
67 Cf. DP I xvii, 11 [S 11920-1209].68 Cf. “sunt et dicuntur” ibid. [S 1198].69 Cf. Boecio, In Isagogen Porphyrii (ed. Samuel Brandt, C.S.E.L. XLVIII, parte I, Viena-Leipzig, 1906, P. 162.)
245
aventurado transponer esta ambivalencia al territorio de la filosofía política. Para la realidad
de la que se ocupa ésta, la sociedad política o el Estado, pueden señalarse dos orientaciones en
cuanto a dónde colocar la instancia constituyente: por una parte, una tendencia a colocarla en
una base extensa que se identifica con el cuerpo social mismo en su totalidad, sea interpretado
bajo la figura de la “soberanía del pueblo”, de la congregación de los individuos que la
instituyen por contrato, de la totalidad de las fuerzas sociales que interactúan en ella, etc.; por
otra parte, una tendencia a destacar a partir de esta base, o sobre ella, la unidad del poder
político que da forma y dirige la vida social y política en su efectividad, sea que se interprete
esta unidad como la unidad funcional de un poder equilibradamente distribuido en sus
diversos órganos, o como la unidad de un poder absoluto e irrestricto cuyo fin es garantizar la
paz y la unidad de la sociedad misma, etc..
El pensamiento político de un autor medieval como Marsilio de Padua no escapa a estas
observaciones. En primer término, hemos visto cómo Marsilio ha identificado al principio
constituyente de la realidad política con la figura de la universitas civium, una totalidad
orgánica que se presenta siempre como superior a cualquiera de sus partes componentes, y
que reviste el papel del principium factivum civitatis, en cuanto de ella procede tanto la
sanción de las normas que rigen la vida política como la potestad coactiva con la que se las
aplica. En un segundo momento, hemos visto cómo se ha referido a la pars principans como
el principio cuya acción hace a la integridad misma de la comunidad política, y por cuya
unidad la comunidad política recibe la unidad misma de su existencia. Más que una tensión
entre “republicanismo” y “absolutismo”, entre “soberanía popular moderna” o “romanismo
medieval”, puede decirse que en el pensamiento político de Marsilio hay una verdadera
ambivalencia onto-teológica en la forma de abordar la pregunta por el principio constituyente
del universo de la realidad política humana. En la búsqueda de la legitimación del poder
político secular frente a los avances del papado, el Defensor pacis emprende un largo
itinerario argumentativo en el que predomina inicialmente el concepto de totalidad, para
desplazarse luego al predominio del concepto de unidad. Este doble matiz se corresponde con
el doble curso que asume la argumentación teórico-política de Marsilio. El uno responde a la
necesidad de hallar un fundamento universal para la legitimidad de la autoridad política
humana, y, por ello, se proyecta hacia una instancia integral como la de la universitas civium;
el otro responde a la necesidad de asegurar la eficacia de la acción de gobierno ejercida por el
poder político una vez legitimado, y por eso tiende a remitir la multiplicidad de una realidad
política diversa al principio unitario por el cual tiene su unidad y existencia.
246
Con la consolidación de la unidad de la figura del poder político secular culmina el
desarrollo de la filosofía política natural de la primera dictio. El despliegue racional de la
scientia civilis ha mostrado con todos sus recursos que la paz, el objetivo primario que deben
procurar todas las comunidades y reinos para alcanzar la suficiencia de la vida, está
garantizada por la acción natural y no impedida de la parte gobernante. La naturaleza del
peculiar impedimento que representa la insólita causa de discordia ha quedado de manifiesto.
El desafío de una refutación completa de la plenitudo potestatis papal requiere un desarrollo
paralelo de igual o de mayor envergadura: el de mostrar, a través de un discurso basado no ya
en principios racionales, sino en una correcta interpretación de la Revelación y las
autoridades, que las pretensiones políticas del adversario son una desnaturalización y una
tergiversación del fundamento y el sentido originario de la comunidad definida por su vínculo
trascendente, la comunidad de los fieles cristianos o la Iglesia.
247
CAPÍTULO VII
LA IGLESIA
I. La estructura argumentativa de la segunda dictio
En conformidad con la más típica tradición medieval, la estructura argumentativa que
subyace a todo el desarrollo de la segunda dictio del Defensor pacis asume la forma de
quaestio. En primer lugar, se exponen los fundamentos escriturarios y argumentativos de la
tesis adversaria1; luego se desarrolla el momento central de la posición propia, con todo el
despliegue de fundamentos y argumentaciones, para finalizar rebatiendo los argumentos
enunciados inicialmente.2 Es interesante observar que el primer momento está dedicado tanto
a la exposición de una serie de autoridades canónicas acompañadas de “ciertas
interpretaciones ficticias y extrañas”, con las cuales se pretende arribar a las conclusiones
impugnadas, como a la enumeración de un conjunto de “argumentaciones cuasi-políticas”
(quasi politicas raciones), que aparecen al considerarse la verdad de ciertos pasajes de la
escritura, y que son expuestas a fin de solucionarlas luego, y mostrar así su debilidad.3 De los
seis argumentos que comprenden este grupo nos interesa detenernos en los tres primeros,
entre los cuales se advierte un espíritu común. Ante todo, Marsilio menciona dos argumentos
afines que podríamos caracterizar como analogías a partir de la relación cuerpo-alma,
corporal-espiritual. Tal como se halla el cuerpo respecto del alma, así se halla el “príncipe de
los cuerpos” al “príncipe de las almas”. Pero el cuerpo está sometido al alma en cuanto al
régimen. Luego, el príncipe de los cuerpos, esto es, el juez secular, debe estar sometido al
régimen del juez o príncipe de las almas y, en particular, al primero entre ellos, el pontífice
romano.4 Del mismo modo, tal como se halla lo corporal respecto de lo espiritual, se halla el
“príncipe de las cosas corporales” respecto del “príncipe de las cosas espirituales”. Pero lo
corporal es más indigno y ha de estar sometido a lo espiritual secundum naturam. Luego, el
juez secular, príncipe de las cosas corporales, debe estar sometido al juez eclesiástico, que lo
es de las espirituales.5 Por último, Marsilio señala un argumento que establece una
1 Cf. DP II iii [S 152 ss.].2 Cf. DP II xxx [S 588].3 Cf. DP II iii, 10 [S 155].4 Cf. DP II iii, 10 [S 155-6].5 Cf. DP II iii, 11 [S 156].
248
correspondencia entre el fin, la ley y el legislador en el orden humano o en el divino, y sus
respectivos jueces o gobernantes. Pero parece que el fin al cual tiende el juez eclesiástico, la
ley según la cual dirige, su legislador son superiores y más perfectos que los del juez secular;
en efecto, en el primer caso, se trata de la vida eterna, la ley divina, y el legislador supremo e
infalible –Dios–; en el segundo, la suficiencia de la vida en este mundo, la ley humana, el
legislador que puede errar. Luego, el juez secular, aún el supremo, ha de estar sometido al
juez eclesiástico supremo.6
En la presentación de estos argumentos Marsilio no remite a una fuente explícita, ni
parece interesarse en la refutación de una figura en particular; más bien parece tratarse de una
suerte de recopilación o síntesis del repertorio argumentativo principal de autores papalistas
como Egidio Romano, Jacobo de Viterbo, o Ptolomeo de Luca. Incluso el argumento que a
partir de la subordinación de los fines deduce la eventual subordinación de los respectivos
encargados de alcanzar tales fines puede rastrearse en el De regno de Tomás de Aquino, aun
cuando el alcance preciso de tal argumentación resulte discutible.7 En cualquier caso, es
evidente que este tipo de argumentos dejan ver una fuente común: en términos muy generales,
se trata de argumentos de inspiración neoplatónica, que deducen de una comprensión
jerárquica de la realidad, donde el nivel superior está dado por lo inteligible, espiritual e
incorruptible y el nivel superior por lo sensible, corporal y corruptible, la subordinación del
gobierno del nivel inferior al del superior. Es comúnmente admitido que el padre de toda esta
gran tradición es la autoridad de Pseudo Dionisio Areopagita, quien con sus Jerarquías
celestes trazó la imagen más acabada de este tipo de cosmovisión, lo cual no significa que
pueda establecerse fácilmente una filiación directa o una incidencia efectiva de este autor en
los términos de la polémica sobre la potestad del papa y del gobernante secular en la baja edad
media.
Sería inconveniente exagerar la función de la refutación de estos argumentos en la
economía argumentativa de la segunda dictio. A esta altura de la obra, las principales
conclusiones de la primera dictio relativas a una fundamentación autónoma de la legitimidad
del poder político humano ya han sido establecidas; y en lo que hace a la segunda, el examen
se centrará más bien en la consideración de las fuentes escriturarias en las cuales se fundan las
pretensiones políticas papales. Pero es más que significativo que Marsilio adjunte a la
exposición de las fuentes escriturarias que utilizan sus adversarios una serie de pruebas
racionales, tal como él mismo pretende “confirmar” sus propias conclusiones del examen de
los principios de la Revelación con una extensión de los silogismos mayores que en la
primera dictio fundamentan las atribuciones del legislador humano o la universitas civium. En 6 Cf. DP II iii, 12 [S 156].7 Cf. De regno II, 3 [465a ss.].
249
tal sentido, una prueba más de la complementariedad de la primera y la segunda dictio del
Defensor pacis es la intención subyacente de mostrar la plena compatibilidad de los
fundamentos racionales y los escriturarios. Y esta correspondencia puede extenderse, en cierto
sentido, incluso hasta algunos aspectos generales del trazado de la argumentación.
Hemos visto cómo la filosofía política natural desarrollada por Marsilio en la primera
dictio se mueve tanto en un plano teórico-explicativo, que tiene a su cargo la explicación de la
existencia, la génesis y la estructura constitutiva de la comunidad política y sus partes, como
en un plano empírico-histórico, que recorre la evolución de la comunidad perfecta a partir de
las comunidades primitivas, y hasta en un plano prescriptivo-normativo, que contiene el
núcleo del objetivo polémico del Defensor pacis: la subordinación del sacerdocio, como parte
de la comunidad política, a la autoridad política de la parte gobernante legítimamente
constituida. El plano explicativo procede según el esquema teórico de los cuatro sentidos
aristotélicos de causa, mientras que el plano empírico-histórico se apoya en la sucesión
familia-aldea-comunidad política, y en el reconocimiento de la diversidad de los fenómenos
políticos tal como han acontecido “según las diversas regiones y épocas”. Por último, el plano
prescriptivo-normativo se destaca principalmente allí donde tiene lugar la aplicación más
propia de la metodología demostrativa asignada a la primera dictio: la demostración de la
necesidad de que el gobernante actúe conforme a leyes, y los silogismos mayores que
demuestran que la fuente última de la obligatoriedad de la ley y de la institución de la parte
gobernante reside en la figura del legislador humano, la universitas civium o su valentior
pars.
La segunda dictio completa el objetivo político del Defensor pacis con el seguimiento
de un tipo de comunidad sui generis, no ya la comunidad política de la que habló Aristóteles,
constituida con vistas al vivir bien, sino una comunidad que tiene su existencia en relación
con el “hecho admirable” que Aristóteles no pudo ver, y que escapa a las cosas manifiestas
por sí mismas. Se trata no ya de una “comunidad de hombres libres”, o de ciudadanos, sino de
una comunidad de hombres en cuanto creyentes, la comunidad de aquellos que comparten por
la fe la creencia en la verdad del hecho de la venida de Cristo. Esta comunidad es la Iglesia, a
la cual Marsilio define, no como una comunidad jurídica bajo el gobierno o la tutela del papa,
ni mucho menos como la jerarquía eclesiástica, sino como “la comunidad de los fieles que
creen e invocan el nombre de Cristo.8
El paralelismo entre la primera y la segunda dictio del Defensor pacis es, pues,
manifiesto. La primera se ocupa del origen y la finalidad de una comunidad política natural,
8 Cf. DP II ii, 3 [S 144].250
conformada por el cuerpo constituyente de la universitas civium; la segunda se ocupa de una
comunidad no natural, sino definida por un vínculo trascendente, y basada en la análoga
figura de la universitas fidelium. El análisis de la primera dictio no descuidará la evolución de
aquella comunidad política natural “desde su comienzo” y su variabilidad y adaptabilidad
según diversas regiones y épocas; la segunda, tanto más, efectuará una revisión, en términos
propiamente históricos, de la evolución de aquella otra sociedad desde su fundación por parte
de Cristo hasta nuestros días. Por último, tal como en la primera dictio se prescribió un cierto
modelo de configuración de la estructura de la comunidad política natural como el
“conveniente”, y tal como se remitió la validez de la ley y del gobierno que la rigen a la sede
originaria donde debe estar su fundamento, del mismo modo, para el gobierno y la dirección
de la comunidad de los fieles, habrá que proponer el modelo correcto de configuración de su
jerarquía, aquel que debe existir aunque de hecho en algún momento no haya existido, y en el
presente, como resultado de la obra perversa de algunos, de hecho no existe.
En lo que sigue intentaremos mostrar cómo el desarrollo argumentativo de la segunda
dictio del Defensor pacis, que comprende el momento negativo de la refutación de las tesis
adversarias, y contiene la propuesta eclesiológica marsiliana, puede ser igualmente analizado
siguiendo los tres planos mencionados.
II. Los contenidos de la segunda dictio
En su revisión del papel de la Iglesia y de su modo de inserción en el mundo temporal,
Marsilio no pretende conmover ninguna de las bases doctrinarias de la Iglesia. Ni el objetivo
concreto de Marsilio ni el espíritu de su polémica tienen el tono de un “reformista” moderno,
mucho menos el de un precedente del pensamiento “laico” o secularizado. Antes bien, se trata
de demostrar, a partir de los contenidos expresos de la Revelación y en conformidad con el
testimonio de autoridades aprobadas, que la Iglesia debe retrotraerse a su estado originario,
retornar al ideal de la Iglesia primitiva, el cual expresa la verdadera condición de la cual
nunca debió haberse apartado. En sus argumentaciones Marsilio se apoya, pues, en el aparato
dogmático tradicional de la Iglesia, e intenta hablar desde el punto de vista de la verdad de la
Iglesia católica. Establecidas cuáles son las escrituras que deben considerarse canónicas,
habrá que ajustarse sólo a ellas y “a la autoridad de los santos intérpretes y los doctores
aprobados de la fe cristiana.” Lejos está Marsilio de querer quebrar la universalidad de la fe
cristiana, ni de suplantar el magisterio de la Iglesia como una instancia de autoridad que
251
determina los contenidos fundamentales de la fe, por más que haya de proponer alguna
variante respecto del lugar en que reside esa instancia.
Del mismo modo, aunque Marsilio proteste enérgicamente contra el estado de
corrupción moral y las ambiciones materiales de los miembros del clero de su época y contra
toda intromisión de elementos extraños a la vida de la Iglesia, tampoco es su intención
someter a la Iglesia a un proceso de “desinstitucionalización” que la reduzca a una comunidad
puramente mística y carente de un aparato de gobierno externo. Marsilio no parece estar
particularmente interesado en eliminar el papel del sacerdocio como indispensable mediador
en la relación entre Dios y los hombres, por más que la revisión del sentido de esa mediación
pueda acercarlo en ciertos aspectos al espíritu de algunas líneas de la Reforma. Por el contra-
rio, su interés principal es precisamente determinar cuál ha de ser la estructura institucional de
la Iglesia que es acorde a una interpretación correcta de su sentido trascendente, y a su
desarrollo histórico durante el tiempo en que éste se ajustó al ideal originario, es decir, antes
de que se verificaran las malinterpretaciones que culminaron en la “perversa” interpretación
papal del gobierno de la Iglesia. Lejos de luchar contra la institucionalización de la Iglesia,
Marsilio pretende, mas bien, reemplazar un modelo de institucionalización por otro.9
El objetivo fundamental de la especulación de Marsilio es, reiterémoslo una vez más,
político. Si, en el plano de la filosofía política desarrollada racionalmente y sobre bases
naturales, el objetivo es la autonomía de la legitimidad de la autoridad política humana, en el
plano de la eclesiología deducida a partir de los principios de la Revelación y las autoridades,
el objetivo será substraerle contenido político a la autoridad papal: en términos de Marsilio,
demostrar que al sacerdocio y, principalmente, al obispo romano, no le corresponde una
jurisdicción coactiva en este mundo. Para ello, Marsilio va a llevar a cabo la siguiente
operación: en primer término, distinguir netamente y con precisión entre el componente
“interno”, místico y sobrenatural del sacerdocio, y su aspecto “externo”, visible e institucio-
nal; a continuación, despojar a este aspecto institucional de toda connotación propiamente
política, es decir, que implique el ejercicio de una potestad coactiva; y finalmente, subordinar
la administración de toda esta estructura institucional y “pública” de la Iglesia al poder
político del “gobernante temporal cristiano”. La puesta en ejecución de esta magistral
operación se va desarrollando a lo largo de la segunda dictio del Defensor pacis en forma tal
que se van “ganando” sucesivamente los distintos principios que en su conjunto constituyen el
nuevo perfil eclesiológico de Marsilio. Será necesario detenerse en cada uno de estos
momentos antes de considerar cómo se despliegan en ellos los tres niveles de análisis de que
nos ocupamos.
9 Cf. Quillet (1970), p. 168.252
(i) Cristo no vino al mundo a gobernar a los hombres bajo un régimen
coactivo: no sólo se excluyó a sí mismo y a sus discípulos de tal tipo de
autoridad, sino que se sometió él mismo, real y personalmente, a los
príncipes y autoridades de este mundo, y enseñó a sus discípulos a hacer lo
propio.
No le resulta muy difícil a Marsilio insistir, a partir de la letra misma del Evangelio, en
el sentido místico de la misión de Cristo puesto en sus propias palabras: “... mi reino no es de
este mundo”.10 La conducta misma de Cristo en su sumisión al juicio de Pilatos11, y la célebre
expresión respecto al tributo debido al César12, bastan para testimoniar claramente que Cristo
no se arrogó para sí un poder coactivo, y que en su subordinación a las autoridades de su
tiempo manifestó implícitamente el reconocimiento de la legitimidad del gobierno temporal.
La doctrina concordante de los apóstoles salta a la luz con facilidad: una vez más, Pablo es la
fuente más importante respecto del reconocimiento del origen divino del poder y del sentido
providencial de su institución: “Todos deben someterse a las autoridades constituidas, porque
no hay autoridad que no provenga de Dios y las que existen han sido establecidas por él.”13
Pero lo importante es que con esta desvinculación del contenido político en la función del
sacerdocio Marsilio no hace más que abundar en sus propios principios acerca de la
naturaleza de la ley. En efecto, como ya hemos visto, tanto la ley humana como la ley divina
son “preceptos coactivos”, esto es, mandatos obligatorios que prevén un castigo para sus
transgresores; pero así como la ley humana sólo lo hace con respecto a este mundo, la ley
divina sólo puede hacerlo con respecto al próximo. Por lo tanto, en nada beneficiaría para la
obtención de la vida eterna –que es el fin de los preceptos de la ley divina– la institución de
un poder coactivo para lograr lo que los hombres deben observar libremente: en otras
palabras, en este mundo, la fe no puede imponerse mediante la coacción.14
(ii) En el sacerdocio hay que distinguir entre un aspecto esencial o
inseparable, carismático y de origen sobrenatural, y otro aspecto inesencial o
separable, público y oficial, y de institución humana.
10 Juan xviii, 36.11 Juan xix, 11.12 Mateo xxii, 21.13 Rom. xiii, 1-5.14 Cf. DP II iv, 6 [S 190-191]; II ix, 2 [S 232].
253
Pertenece a la tradición común de la baja Edad Media la distinción, dentro del
sacerdocio, entre dos tipos de autoridad: la potestas ordinis y la potestas jurisdictionis. La
primera se refiere a los poderes carismáticos que corresponden propiamente al “orden
sagrado”, es decir, las facultades relativas a la administración de los sacramentos; en tanto que
la otra se refiere a los poderes estrictamente jurisdiccionales sobre la base de los cuales se
constituye la jerarquía eclesiástica: la autoridad superior de los obispos por sobre los
sacerdotes o diáconos y, en especial, la del papa sobre el conjunto de la Iglesia.15 Marsilio no
introduce una novedad por el hecho de traer a colación esta distinción, sino por la forma en
que la interpreta. La potestas clavium concedida por Cristo a Pedro, sobre la cual el papado
basaba su poder jurisdiccional es restringida por Marsilio al solo ámbito de la potestas
ordinis. La potestad “de atar y desatar” se refiere, en la interpretación de Marsilio, a la
habilitación especial que tiene el sacerdote en la administración de los sacramentos de la
confesión y la eucaristía. Este aspecto del sacerdocio es el único que reconoce un origen
sobrenatural, puesto que consiste en un “carácter” o sello impreso en el alma del sacerdote por
parte de Dios.16
Pero hay que subrayar que el ejercicio de esta autoridad por parte del sacerdote no
comporta ningún juicio coactivo, ni siquiera respecto de la ley divina, puesto que el único juez
de ella es el Juez Supremo. El sacerdote es “juez” en la primera y no en la tercera de las
significaciones en las que Marsilio clasifica el término17: como experto o perito en cualquier
arte o disciplina, en este caso, en la ley divina. De allí la recurrencia con la que Marsilio
compara al sacerdote con el “médico”, alguien que posee la doctrina de los preceptos
necesarios para la salud del cuerpo, pero sin ninguna potestad coactiva para obligar a nadie a
cumplirlos.18 La función del sacerdote es, por tanto, la de un “médico” de la salud de las
almas: la enseñanza y exhortación de lo que hay que creer y practicar con necesidad para el
logro de la salud eterna. Con verdadera maestría –no exenta, quizá, de cierta ironía– Marsilio
invierte los términos de la tradicional interpretación del papado para reconocer que Pedro
efectivamente tiene “las llaves” del Reino de los Cielos: pero el que lleva las llaves sólo es el
“portero” (claviger), y no por ello juez con potestad coactiva. Tal como el carcelero terrenal
se limita a guardar las llaves de la cárcel en la que se encierra a los condenados por la
sentencia coactiva del juez, Pedro representa el “portero” de la “cárcel de las almas”.19
Además de esta autoridad, que es constitutiva y propia del sacerdocio, Marsilio
reconoce otra especie de autoridad que puede corresponderle y que sugestivamente califica
15 Cf. Ullmann (1985), pp. 44-5.16 Cf. DP I xix, 5 [S 129]; II xv, 10 [S 336].17 Cf. DP II ii, 8 [S 150-1].18 Cf. DP II vi, 12; vii, 4; ix, 2, 3; x, 9.19 Cf. DP II vii, 3 [S 217-8].
254
como “accidental” o “separable”: es aquella por la cual un sacerdote entre otros tiene cierto
poder para dirigir y mandar sobre el resto en lo relativo a la administración del templo y de
todo lo relativo al culto, así como la distribución de los bienes temporales en favor de los
pobres que quedan al cuidado de la Iglesia, etc.. Bajo esta forma entiende Marsilio aquel tipo
de autoridad de la que está investido el obispo. Si en cuanto a la autoridad esencial –la
potestas ordinis que Marsilio identifica con la potestas clavium– el sacerdote no tiene ninguna
autoridad coactiva, tampoco le corresponderá según este tipo peculiar de autoridad: la
estrategia de Marsilio consistirá en asimilar esta jurisdicción a una cierta autoridad tal que
pueda implicar alguna especie de subordinación, pero totalmente desprovista de un contenido
político. En los términos aristotélicos, esto se encuadra fácilmente bajo la esfera de la
economía, la administración de la casa, la cual implica ciertamente alguna clase de gobierno,
pero que es específicamente diferente respecto del gobierno de la pólis. Así es como Marsilio
se apoya en la tradición del Imperio bizantino para decir que los obispos son “yconomi
reverendi”, administradores de una casa, ni más ni menos que la casa de Dios, es decir, del
templo.20
(iii) En cuanto al sacerdocio esencial o inseparable, todos los sacerdotes
cuentan con la misma autoridad; en cuanto al sacerdocio inesencial o inse-
parable, en la Iglesia primitiva todos los sacerdotes tenían igual jerarquía:
su diverso grado tuvo un origen histórico posterior, y su institución es de
orden humano.
Para demostrar la igualdad de los sacerdotes en cuanto a la autoridad esencial o potestad
de las llaves, Marsilio no tiene más que remitirse nuevamente a las fuentes evangélicas sobre
el status de la Iglesia primitiva. Al clásico pasaje de Mateo relativo a la “concesión Petrina”
Marsilio se limita simplemente a yuxtaponer una cantidad de pasajes en que las expresiones
de Cristo respecto de la institución de la eucaristía, de la confesión y de la misión evangélica
se hacen significativamente en plural: “Haced esto en memoria mía ...”21, “Recibid el Espíritu
Santo: los pecados serán perdonados a quienes vosotros se los perdonéis ...”22, “id y haceos
discípulos ...”23, etc., lo que demuestra claramente que no hubo preferencia por un apóstol en
particular. Del mismo modo se apoya Marsilio en las referencias del Nuevo Testamento para
dar a entender que Pedro no tuvo una autoridad mayor que Pablo. El célebre capítulo segundo
de la carta a los Gálatas en la que Pablo refiere su enfrentamiento con Pedro y cómo incluso
20 Cf. DP II xv, 8 [S 334].21 Lucas xii, 19.22 Juan xx, 21-23.23 Mateo xxviii, 19.
255
se atreve a reprenderle24, manifiestan que Pedro no tuvo ningún “primado” especial sobre el
resto de los apóstoles. A Marsilio no le cuesta mucho situarse como fiel intérprete de la
tradición neotestamentaria cuando coloca en pie de igualdad la figura de Pedro, el discípulo
destacado por haber reconocido a Cristo como Mesías, y a Pablo, sin duda, el gran apóstol de
la expansión del cristianismo a los paganos. La mencionada carta de Pablo habla de la
especial “división de trabajo” según la cual a Pedro se le habría encomendado la
evangelización de los judíos y a Pablo la de los gentiles. Más aún, a partir del Nuevo
Testamento, según Marsilio, no hay mayor fundamento para establecer que Pedro haya sido
obispo en Roma o, en todo caso, que haya tenido mayor autoridad mayor que Pablo.25
Si esto es así respecto de la autoridad carismática y las funciones estrictamente
espirituales de los apóstoles, con mayor razón atribuye Marsilio una igualdad jurisdiccional
entre ellos en los primeros tiempos de la Iglesia. En pocas palabras, Marsilio sostiene que en
la Iglesia primitiva no había distinción entre obispo y sacerdote. Según las fuentes de
Marsilio, “présbyter” y “epíscopos” eran términos intercambiables en la Iglesia primitiva: uno
hacía alusión a la edad (¡lat.=senior!) y otro a la dignidad por la supervisión sobre otros
(¿lat.=superintendens?).26 Para Marsilio esta otra especial autoridad jurisdiccional –de índole
“económica”, en su interpretación– tuvo un origen histórico. Surgió tiempo después, con el
acrecentamiento de la Iglesia, su expansión geográfica y la consecuente complejización de las
tareas. Por ello, “para evitar el escándalo y el cisma, eligieron los sacerdotes uno de entre
ellos que dirigiera a los otros y ordenara cuanto concierne a ejercer el oficio y el servicio
eclesiástico [...] a fin de que no se obstaculizara la administración y el servicio en los templos,
si cada uno obrara a su voluntad o a veces en forma indebida ...”27 De hecho, la mayoría de los
testimonios del Nuevo Testamento y, en especial, de los Hechos, muestran cómo los
Apóstoles tomaban en común las decisiones más importantes, disponían en común de los
bienes de la comunidad primitiva, y elegían en común a los discípulos y encargados de tareas
específicas.28 Con posterioridad al tiempo de los apóstoles y el crecimiento de esta Iglesia, la
institución de esta autoridad jurisdiccional quedó en manos de la propia totalidad de fieles
cristianos en aquella comunidad sobre la cual debía designarse el obispo. En suma, esta
autoridad jurisdiccional es, para Marsilio, de institución humana.29
24 Gál. ii, 6-11.25 Cf. DP II xvi, 16-18 [S 352-55].26 Cf. DP II xv, 5 [S 329].27 Cf. DP II xv, 6 [S 331].28 Cf. Hechos iv, 34-5; vi, 2-6; xv, 22.29 “Apparet eciam ex iam dictis quod alia est quedam humana institucio, qua sacerdotum unus aliis prefertur, que eciam sacerdotes ad certas provincias et populos erudiendos et instruendos in lege divina, et ministrandis sacramentis ad dispensandis temporalibus, que beneficia ecclesiastica diximus, statuuntur.” DP II xvi, 10 [S 336].
256
(iv) La potestad de excomunión, la autoridad de perseguir y castigar a los
herejes, y la institución de los oficios eclesiásticos corresponde al legislador
humano fiel o a quien por su autoridad gobierna.
Tras haber despojado al sacerdocio de todo contenido político, tanto en su aspecto
sacramental como en el jurisdiccional, remitido incluso éste a la institución por parte de la
comunidad de los fieles, Marsilio reasigna la fuente última del gobierno de la Iglesia en todas
aquellas instancias que reclamaba para sí la autoridad papal. Las principales acciones y
determinaciones sobre las que se constituía la figura de la “monarquía papal” son ahora
depositadas en la instancia fundante de la autoridad política temporal. En la primera dictio,
esta era la universitas civium o su valentior pars; en la segunda dictio, el respectivo papel
tutelar lo tendrá ahora la análoga figura del “legislador humano fiel” o la “totalidad de los
fieles” universitas fidelium, cuya autoridad –tal como sucedía en la primera dictio– puede ser
eventualmente delegada en “aquel que gobierna en virtud de su autoridad” (ipsius auctoritate
principans). Marsilio transpone así al plano eclesiológico la misma configuración teórica de
la soberanía popular que había sustentado en su filosofía política natural, con el consecuente
traslado de todas las ambigüedades y aspectos controvertidos que ésta contiene.
En rigor, el interés de Marsilio en estos diversos tópicos del plano eclesiológico se
explica por la eventual repercusión que tienen en la estabilidad del régimen político. Es obvio
que el poder de excomunión, tanto como la autoridad de persecución de las herejías, son
temas que exceden el ámbito estrictamente religioso desde el momento que han constituido
una de las principales armas del papado para ejercer su dominio sobre el poder secular.
Tampoco hace falta aclarar las implicancias políticas de la cuestión de la designación de los
obispos, punto crucial de todas las discusiones respecto de la competencia del poder espiritual
y temporal a partir de la eclosión de la querella de las investiduras. La preocupación de
Marsilio sigue siendo aquí, por tanto, sustraer a la jerarquía eclesiástica toda posibilidad de
ingerencia en el ámbito político y asegurar, a su vez, su subordinación en todos sus niveles a
la autoridad del legítimo gobernante de la comunidad civil.
El caso del poder de excomunión lo confirma claramente. La excomunión es una pena
que excede el ámbito de la ley divina, puesto que acarrea consecuencias también para el
estado en este mundo: mediante la excomunión, al reo no sólo se le aplica una pena para el
mundo futuro, sino que es difamado públicamente y privado de la convivencia con los demás
integrantes de la comunidad civil. Un juicio incierto o incorrecto por parte de un sacerdote o
de un “colegio particular” podría acarrear graves consecuencias para la vida política. De allí
257
que la institución del juez que ha de examinar, juzgar o absolver al acusado de la difamación
pública y la separación de la comunidad de los fieles (fidelium consortio) le corresponde a la
totalidad de los fieles en aquella comunidad en la que haya de desarrollarse tal juicio, o a su
superior, o al concilio general, aunque para tal juicio se requiera la voz y acción del sacerdote.
Una vez más, el sacerdote actúa como “juez” en el sentido de perito y experto; su función es
asesorar acerca de los crímenes por los cuales alguien debería ser apartado de la comunidad
de los fieles para que no corrompa a otros. Pero el juicio acerca de si el reo efectivamente ha
cometido o no tal crimen no corresponde al sacerdote o al colegio sacerdotal, sino a la
totalidad de los fieles de aquella comunidad, o a su superior.30 La “demostración” o
confirmación por la razón de esto devela el interés dominante de Marsilio: el caso peculiar de
la excomunión del príncipe. Si cualquier obispo o presbítero pudiera excomulgar sin el
consenso de la totalidad de los fieles se seguiría que los sacerdotes podrían privar de sus
gobiernos a todos los reyes y príncipes, pues la excomunión de éstos implica la de toda la
multitud que quiera obedecerle.31
Con respecto a la potestad de castigar a los herejes, Marsilio analiza la cuestión a partir
de sus conclusiones en torno de la relación entre la ley humana y la ley divina. Ciertamente,
quien peca contra la ley divina, debe ser castigado por el juez correspondiente a dicha ley.
Pero una vez más, hay que distinguir las acepciones de “juez” en cuestión. De la ley divina, el
verdadero juez sólo es Cristo, se entiende, juez en su tercera significación, con juicio
coactivo; el sacerdote sólo es juez en la primera significación, como experto o perito en
materia doctrinal. De allí que según la ley divina nadie es juzgado con juicio coactivo en este
mundo, sino en el otro, y mucho menos es juzgado por el sacerdote, cuya función se limita a
enseñar y exhortar lo que hay que creer para la salvación, e infundir el temor a la condena de
aquel que es juez coactivo, es decir, Cristo. Ahora bien esto no significa que no quepa la
posibilidad de que un hereje sea castigado en esta vida. Lo que ocurre es que, si ha de ser
castigado, no lo será según la ley divina, sino según la ley humana, vale decir, en el caso de
que la ley humana prohiba expresamente profesar la herejía.32 Por tanto, en relación al hereje
o de otro modo infiel, lo que ha de determinarse, como en cualquier otro asunto judicial, es: a)
si el dicho o hecho imputado es tal como se dice, en este caso, si la doctrina profesada es
herética o no; b) si la cosa imputada está prohibida por la ley humana, o sea, si el proclamar o
enseñar tal doctrina es algo expresamente prohibido por la ley humana; c) si el acusado
cometió o no el delito imputado. Mientras que para lo primero el gobernante ha de valerse del
conocimiento de los entendidos en la respectiva disciplina, para lo segundo ha de valerse de la
30 Cf. DP II vi, 12 [S 209-11].31 Cf. DP II vi, 13 [S 214-15].32 Cf. DP II x, 2-3 [S 245-247].
258
ley conforme a la cual gobierna por la autoridad del legislador.33 En suma, hay una potestad
de castigar con pena en este mundo a los herejes o cismáticos que pecan contra la ley divina,
pero en modo alguno corresponde al sacerdote u obispo, sino al gobernante en virtud de la
autoridad del legislador humano, y sólo en cuanto lo contemple la ley humana.
Por último, la designación de los obispos es también remitida a la autoridad suprema del
legislator humanus fidelis. Al testimonio acerca de la institución de los primeros discípulos y
la imposición de las manos por parte de los apóstoles en conjunto34, y a ciertos testimonios
históricos acerca de la “elección de los obispos”35, Marsilio acompaña una serie de “pruebas
racionales” que no son sino la extensión al plano eclesiológico de los mismos argumentos
principales con los que se demostró en la primera dictio que pertenecía a la universitas civium
o su valentior pars la institución de las leyes y de la parte gobernante.36 Por su autoridad
jurisdiccional el obispo no tiene un poder sacramental especial mayor que el de otro
sacerdote, sino que sólo está como “destinado” o designado a un lugar o provincia específica.
Por ello es razonable pensar que, durante el tiempo en que los cristianos vivían en
comunidades gobernadas por un príncipe infiel, la institución de los obispos se hizo por la
elección conjunta de los apóstoles o de la asamblea de los fieles que vivieran en la región; con
posterioridad, en las “comunidades fieles ya acabadas”, esto es, en las comunidades y reinos
totalmente cristianizados, la designación se realizó por la totalidad de los fieles en aquel lugar
o provincia sobre el cual debía instituirse el ministro y, eventualmente, por aquel o aquellos a
quienes se hubiere concedido tal autoridad.37
(v) La definición de los pasajes dudosos de la escritura, de lo que ha de
creerse con necesidad para la salud eterna, y de las prescripciones relativas
al culto corresponde al concilio general de los cristianos, y de ningún modo
a un obispo o colegio de sacerdotes particular. La convocatoria al concilio
general, y la autoridad coactiva de reunirlo, y de castigar a sus transgresores
corresponde al legislador humano fiel.
Hemos dicho que en Marsilio no hay ninguna intención de quebrar la unidad de la
Iglesia. La fe es una, y universal; hay un conjunto de verdades reveladas y preceptos
impartidos por Dios que todos los cristianos deben conocer y cumplir necesariamente con el
fin de obtener la salvación.38 La fuente primaria en la que se hallan estas verdades es la
33 Cf. DP II 4-6 [ S 248-250].34 Hechos vi, 2-6.35 Cf. DP II xv, 8 [S 333].36 Cf. DP II xvii, 11 [S 265]; (cf. I xii, 5-7 [S 65-68]; I xv, 2 [S. 85]).37 Cf. DP II xvii, 8 [S 362].38 Cf. DP II xviii, 8 [S 380].
259
sagrada escritura, a la cual sólo hay que atenerse estrictamente y en primer término respecto
de las consideradas escrituras canónicas.39 Pero como la escritura puede contener “pasajes
dudosos”, de la correcta o incorrecta interpretación de los mismos no sólo se seguiría la
eventual separación o cisma de la Iglesia, sino el peligro de perder la vida eterna. En vano
habría establecido Cristo la ley de salvación eterna si no hubiera abierto el sentido de su
comprensión. Por consiguiente, es posible y necesario “determinar” o “fijar” el sentido
correcto de los pasajes dudosos de la escritura. Y aquí Marsilio nuevamente desplaza lo que
constituía uno de los ejes de la función directriz del papado hacia una nueva instancia última
de autoridad dentro de la Iglesia. La regulación y supervisión del cuerpo doctrinario
fundamental de la fe, anteriormente sustentada en el dogma de la infalibilidad papal, pasa
ahora a manos del inspirado concilio general de los cristianos.
En su particular doctrina conciliarista Marsilio interpreta al concilio como la
continuidad histórica natural de los apóstoles, y lo considera igualmente inspirado por el
espíritu santo.40 Marsilio traslada al concilio un similar perfil soberano y las mismas
relaciones de delegación que había establecido para la universitas civium. La autoridad de
determinar el sentido de los pasajes dudosos de la escritura corresponde al “concilio general
de los cristianos, o a su parte preponderante, o a aquellos a quienes la totalidad de los fieles
cristianos haya concedido esta autoridad, de suerte que todas las provincias y comunidades
notables del mundo, según sus legisladores, sean uno o varios, y según la proporción en
cantidad y calidad de las personas, elijan hombres fieles”.41 Por lo demás, el concilio
marsiliano está compuesto no sólo por sacerdotes, sino también por laicos, se entiende, por
hombres de virtud aprobada que sean peritos o expertos en la ley divina42, y su competencia
abarca también la determinación del ritual litúrgico y demás prescripciones relativas al culto.
La autoridad coactiva que dispone su convocatoria no podrá ser otra que el “legislador
humano fiel carente de superior”, puesto que ya se ha demostrado que ningún obispo o
colegio de sacerdotes detenta ninguna autoridad coactiva ni ninguna otra autoridad especial
sobre el resto de los sacerdotes que no esté concedida por el legislador fiel.
En apoyo de su tesis, Marsilio nuevamente trae a colación las correspondientes pruebas
escriturarias, históricas y racionales. Los Hechos constituyen, una vez más, una de las fuentes 39 Marsilio da un largo rodeo para forzar la interpretación de la frase de Agustín: “yo no creería, si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia” (Contra manich. c. 5 [PL XLII, 176]), indicando que una cosa son los testimonios humanos por los cuales uno cree que una obra es inspirada por Dios, y otra distinta la creencia misma en la verdad o falsedad contenida en dicha obra, y que proviene sólo de la fe o de un signo sensible (cf. DP II xix, 9 [S 388-90]). El uso que hace Marsilio de las citas de Agustín ha dado lugar a controversias, especialmente a partir de Gewirth (1951), p. 37 y ss.; cf. Mulcahy (1971) pp. 180-90 y (1972) pp. 180-09; Condren (1975) pp. 217-222.40 Cf. DP II xix, 3 [S 386].41 Cf. DP II xx, 2 [S 393].42 Cf. ibid..
260
privilegiadas para demostrar cómo no fue Pedro solo o un “colegio particular” quien decidió,
por ejemplo, acerca de la cuestión de los incircuncisos, sino todos los apóstoles junto con los
“expertos” de la comunidad cristiana.43 Los testimonios históricos dan cuenta de cómo
efectivamente los primeros concilios fueron siempre convocados por los emperadores
cristianos, a los cuales asistían acompañados por su consejo de oficiales. Finalmente, Marsilio
vuelve a insistir en las mismas pruebas racionales de la primera dictio ya extendidas a la
demostración de la causa de la institución de los oficios eclesiásticos. Pero Marsilio se
explaya, además, en una prueba racional por la negativa: la autoridad en cuestión no pertenece
ni puede pertenecerle al solo obispo romano y a su colegio de cardenales. El caso planteado
por Marsilio es el de la eventualidad de que un papa caiga en herejía, una referencia directa a
la reciente experiencia histórica de Juan XXII y su la condena de la tesis de la pobreza
evangélica en la bula Cum inter nonnullos. Esta peculiar situación –que habla a las claras de
la crisis por la que atraviesa la institución papal en la baja Edad Media– constituye el mejor
ejemplo para corroborar la tesis marsiliana: mientras que una persona singular o un colegio
privado, es decir, minoritario, puede estar expuesto al error por “ignorancia o malicia”, tal
imputación no puede caberle al concilio en el que está representada la totalidad o la mayor
parte de los fieles.44
Aunque la determinación de cuál sea la autoridad que fije el sentido de los pasajes
dudosos de la escritura tiene que ver con la conservación del cuerpo dogmático de la Iglesia y,
por ende, se trata de una autoridad en materia doctrinal estrictamente religiosa, la cuestión
tampoco carece de implicancias políticas. De lo que se trata es de establecer, respecto de lo
que ha de creerse, qué es lo necesario para obtener la salvación. Y precisamente éste fue otro
de los argumentos que invocó el para respaldar su intención de someter a su esfera la
conducta del poder temporal. La Unam Sanctam de Bonifacio VIII reclamaba justamente
como “necesario para la salvación” el que “toda criatura humana esté sujeta al romano
pontífice. Este tipo de abuso es denunciado manifiestamente por Marsilio: las “decretales”
mediante las cuales los papas pretendían imponer una jurisprudencia a su favor, no sólo no
son auténticas leyes –puesto que carecen de su esencial carácter coactivo en cuanto no han
sido promulgadas en la forma y por la instancia debidas–, sino que tampoco tienen validez
dentro del gobierno de la Iglesia. Los decretos superiores que la rigen pertenecen únicamente
al concilio.45
43 Cf. Hechos xv, 6-22; 25-28.44 Cf. DP I xx, 6-7 [S 396-7].45 Cf. DP II xx, 8 [S 397-98].
261
(vi) El primado del obispo romano sobre las otras Iglesias no tiene un
carácter coactivo: su función es sugerir al legislador humano la necesidad
de convocatoria al concilio, presidir su deliberación, comunicar las
decisiones del concilio a todas las Iglesias y hacer observar sus pres-
cripciones en virtud de la autoridad siempre concedida por el legislador
humano fiel.
Después de haber montado la nueva sede de la autoridad de gobierno de la Iglesia, el
concilio, queda por ver cómo se resignifica el papel del obispo romano. Curiosamente no hay
por parte de Marsilio una impugnación total de la figura del primado de Roma, o de la
“cabeza” de la Iglesia: la necesidad y la tradición han conquistado para la Iglesia romana un
lugar especial, pero que de ningún modo puede compararse al que pretendía la des-
proporcionada ambición del papado. De todo lo dicho queda perfectamente claro cuáles son
los sentidos en que no puede ni debe entenderse el que un obispo o Iglesia particular se
constituya en “cabeza” de la Iglesia: (a) no en cuanto que ella defina y determine la
interpretación de los sentidos dudosos de la Escritura, lo dogmas fundamentales y los rituales
del culto, puesto que se ha demostrado que ello corresponde al legislador fiel o al concilio; (b)
mucho menos en el sentido de que a ella le estén sometidos los clérigos y sacerdotes de todo
el mundo con jurisdicción coactiva, puesto que se ha demostrado que tal jurisdicción no
pertenece a ningún sacerdocio; (c) tampoco en el sentido de que a ella le corresponda la
institución de los oficios secundarios eclesiásticos y la distribución de los beneficios ecle-
siásticos, pues se ha demostrado que tal institución no le pertenece a ningún obispo o colegio
particular, sino al legislador humano fiel.46 No resta sino concluir que, si ha de haber alguna
“cabeza” de la Iglesia, lo será en cuanto a ella le corresponda –en compañía del colegio
sacerdotal que el concilio o el legislador fiel le hubiera asignado– comunicar y sugerir al
legislador humano fiel carente de superior la necesidad de convocar al concilio general, si
surgiera un caso para la fe o necesidad evidente de los fieles denunciado ante él. Además, le
correspondería el papel de presidir el concilio, dirigir el debate y llevar su registro público,
comunicar sus decisiones a las otras Iglesias y velar por su cumplimiento con penas
eclesiásticas, siempre conforme a la autoridad del concilio o el legislador.47
Sólo en este único y último sentido puede una Iglesia y obispo ser la principal y cabeza
entre las restantes, sin jurisdicción coactiva alguna; más aún, Marsilio llega a sugerir que, en
rigor, el que haya tal cabeza no constituye un precepto de la ley divina, “pues aún sin esto
puede salvarse la unidad de la fe, aunque no tan fácilmente.”48 En última instancia, el primado
de Roma que extrañamente retiene Marsilio tiene un sentido mera y exclusivamente 46 Cf. DP II xxii, 1-3 [S 420-2].47 Cf. DP II xxii, 6 [S 424-5].
262
tradicional. El puesto destacado de Roma dentro de las otras Iglesias, por la eminencia de
algunos de sus primeros obispos o por la sabiduría de su colegio sacerdotal, le han valido –se
sobrentiende, en los primeros tiempos de la Iglesia y no en el actual momento de corrupción y
decadencia de la Iglesia romana que acusa Marsilio– una especial reverencia y respeto que le
ofrecieron las otras Iglesias en forma espontánea y bajo ninguna coacción.49
Con este último punto de la eclesiología de Marsilio, se confirma que el paduano no
tiene ningún interés en destruir el aparato de la jerarquía eclesiástica en sí misma, ni de
cancelar el aspecto público y oficial de la Iglesia. Las verdades fundamentales de la fe que se
hallan expresadas en la Revelación constituyen un cuerpo doctrinario universal y único,
firmemente custodiado por la instancia superior a cargo de la preservación de su integridad, el
concilio. De allí en más se mantiene el aparato del magisterio de la Iglesia que incluye las
interpretaciones “aprobadas” de los doctores y santos intérpretes de la Iglesia; lo que se aparte
decisivamente de esta ruta ha de ser calificado como herejía. La Iglesia no ha perdido
finalmente ninguno de los aspectos de su autocomprensión en términos jurídicos: la ley divina
es un precepto coactivo que impone una pena a sus transgresores en el otro mundo –y no en
éste–, por más que el juez competente es sólo Cristo y no sus sacerdotes. El “romanismo” que
Marsilio proyecta sobre su teoría política natural, se extiende también a su eclesiología en
forma tal que termina conservando el papel tradicional del primado de Roma sobre las
restantes Iglesias de la cristiandad, aunque ese primado sea ampliamente revisado y resignifi-
cado.
III. Los planos de la argumentación
(i) El plano teórico-explicativo: los fundamentos de la teología cristiana
Después de haber recorrido los principios fundamentales de la eclesiología de Marsilio,
estamos ahora en condiciones de analizar los tres planos en los que se despliega. Tal como
habíamos anticipado, el primer plano que salta a la vista, y que aparece en primer término en
el orden de la exposición, es el plano teórico-explicativo. Si en el desarrollo de la filosofía
política natural estaba dado por la explicación causal según la distinción aristotélica de los
cuatro tipos de causas, aquí se tratará de una explicación teológica que se limita a la
48 “... quamvis non sit lege divina preceptum, quoniam et sine hoc fidei unitas, licet non sic faciliter, salvaretur ...”: cf. DP II xxii, 6 [S 4263-5].49 Cf. DP II xxii, 8 [S 427-8]; 16 [S 435-36].
263
causalidad primera y sobrenatural de Dios: la venida de Cristo, la fundación de la Iglesia y la
institución del sacerdocio. Tal como en la primera dictio Marsilio había procedido a definir
qué es la comunidad política, Marsilio explica en la segunda qué es la Iglesia –la “comunidad
de los fieles que creen e invocan el nombre de Cristo”50–; tal como antes había señalado la
causa final de la comunidad política en el “vivir bien temporal” o mundano, Marsilio orientará
ahora sus explicaciones en relación con el “vivir bien eterno”; y tal como había explicado
antes cuál era el fin que había dado lugar a la institución de la parte gobernante y cuál era el
sentido de su función, del mismo modo Marsilio intenta explicar cuál es el fin y el origen del
sacerdocio, en qué consiste su potestad, y cuál es su alcance.
Ahora bien, así como al explicar las causas de la comunidad política y de sus partes,
Marsilio se expresa en términos que parecieran dar cuenta de un proceso que se verificó en el
tiempo –en su aspiración por la vida suficiente, los hombres “se congregaron” en la
comunidad civil51–, en la segunda dictio, la explicación teológica acerca del porqué de la
institución del sacerdocio se identifica con la narración de una historia, a saber, la historia de
la salvación. Adán pecó, y con ello se privó a sí mismo y a su posteridad de la vida eterna;
para reconciliar al género humano, Dios envió a su hijo, Cristo, quien por su pasión redimió a
los hombres del pecado; asimismo instituyó la ley evangélica, que contiene los preceptos
necesarios obtener para la salvación. Finalmente Cristo escogió algunos discípulos y los
designó como “doctores de esta ley” y ministros de los sacramentos.52
Pero que el plano de la explicación teológica discurra según los términos de la historia
de la salvación, no significa que para el desarrollo de su eclesiología Marsilio no se mueva en
otro plano estrictamente histórico: el de la historia de la Iglesia desde su estadio primitivo
hasta la época contemporánea de Marsilio. Mientras que la primera explicación teológico-
histórica se refiere a la historia sobrenatural que comienza con la creación, prosigue con el
pecado y la economía de la redención y culmina con el Juicio final, la segunda descripción
histórica en la que se basa Marsilio se refiere a la evolución de la Iglesia como institución
histórica desde los tiempos de su fundación hasta el presente. Esta es la historia de cómo una
institución que tiene un origen sobrenatural se desenvuelve en el tiempo y se inserta en la
historia natural y política.
50 Cf. DP II ii, 3 [S 144].51 Cf. DP I iv, 5 [S 19]; v, 5 [S 22]. cf. supra, p. 101.52 Cf. DP I vi, 1-4 [S 28-31]; cf. I xix, 4-5 [S 1277-29].
264
(ii) El plano empírico-histórico: la historia de la Iglesia.
La historia de la Iglesia es, en cierto sentido, la historia de sus sucesivos intentos de
reforma. Desde las primeras reorganizaciones de las órdenes monásticas y las fundaciones de
las órdenes mendicantes hasta los diversos movimientos de la Reforma, el esfuerzo de quienes
se sintieron movidos a renovar el vigor de la fe, a reafirmar las reglas de conducta debilitadas
o a superar la crisis moral de la Iglesia, siempre tuvo un estandarte preferido en el locus del
retorno al ideal de la Iglesia primitiva. En cada caso, se trataba de resignificar el valor de
aquella primera comunidad de los discípulos de Jesús, tal como está relatada en los Hechos de
los Apóstoles, proyectando en ella la realización de las nuevas exigencias que la historia
planteaba. Marsilio no hace un aporte original por el sólo hecho de volver sobre este tópico,
sino, en todo caso, por la forma en la que lo introduce y los objetivos que lo orientan. El
“retorno a los orígenes” tendrá para Marsilio el sentido de aproximarse al estadio originario
en el que puede apreciarse fielmente el modelo debido de las relaciones entre la Iglesia y el
poder político en su estado “puro”, desprovisto de sus posteriores tergiversaciones y
corrupciones.
A lo largo de toda su argumentación eclesiológica, Marsilio va aportando una serie de
“pruebas históricas” basadas en el Nuevo Testamento, en las fuentes tradicionales de la
historia de la Iglesia, y también en testimonios históricos de origen secular. Si seguimos la
reconstrucción marsiliana de la historia de la Iglesia, es posible advertir una división en cuatro
grandes períodos: (i) el momento fundante y originario durante la vida de Cristo; (ii) el
período inmediatamente posterior, el de las primeras comunidades cristianas que se
desarrollaron en el ámbito de comunidades políticas infieles, hasta los tiempos de Constanti-
no; (iii) el período que va desde los tiempos de Constantino hasta los acontecimientos más
recientes; y (iv) el momento contemporáneo, caracterizado por la crisis moral y la corrupción
de la Iglesia a causa de las ambiciones políticas del papado.
La primera de estas cuatro fases o períodos en la historia marsiliana de la Iglesia
representa el momento fundacional por el cual se toma conocimiento de los mandatos
expresos e inmediatos de Cristo. Ya en la introducción de la obra, se había aludido a la venida
de Cristo como “el efecto admirable ... producido por la causa suprema” del cual se ha
pretendido derivar –aunque arbitrariamente– la “perversa opinión” cuya refutación es el
objetivo principal del tratado. La encarnación es el acontecimiento sobrenatural, imposible de
demostrar racionalmente y sólo accesible mediante el dato revelado, a partir del cual, como
premisa, el papado construyó la cadena de deducciones en que fundamentaba teóricamente
sus pretensiones políticas. De allí la necesidad de reinterpretar este acontecimiento originario,
265
ateniéndose estrictamente al sentido de la predicación y el ejemplo de Cristo. Allí se confirma
que la pretensión de Cristo al fundar la Iglesia no tuvo la más mínima significación política,
esto es, la misión de Cristo no fue la de fundar un dominium temporale. Y en todo caso, del
especial “Reino” que Cristo proclamó no puede seguirse ninguna jurisdicción sobre los
dominios temporales, sino más bien lo contrario: la palabra y la conducta de Cristo
manifestarían más bien el espíritu del reconocimiento y la subordinación a las autoridades
constituidas.
El segundo período considerado por Marsilio, el de la Iglesia primitiva o las primeras
comunidades de los cristianos hasta los tiempos de Constantino, da cuenta del período de
desarrollo y expansión del cristianismo en un ámbito político pagano hasta el momento de su
definitiva integración a éste. La “época de Constantino” simboliza, más que la mera
“tolerancia” o aceptación del cristianismo como religión, el punto de partida del proceso de
oficialización del cristianismo como religión del Imperio, vale decir, la definitiva
cristianización del Estado. Este singular período representa el punto crucial de toda la
argumentación histórica de Marsilio. De hecho, constituye el momento más cercano al
momento fundacional y, por tanto, el más próximo al sentido originario. Se trata de un
momento de transición, en el que todavía se percibe claramente el sentido místico y la acción
puramente sobrenatural del sacerdocio –tal como fue fundado por Cristo–, pero en el que la
Iglesia no había llegado a crecer en extensión y complejidad para dar lugar a las instituciones
eclesiásticas de origen humano, o apenas comenzaba a hacerlo. Obviamente se trata del
período en que el proceso de “romanización” de la Iglesia aún se está llevando a cabo, y por
tanto, es el momento en que abundan las mayores fuentes para impugnar el primado de la
Iglesia de Roma o, en todo caso, para probar su origen histórico y sus fundamentos
meramente tradicionales.
En los testimonios correspondientes a este período basa Marsilio sus conclusiones sobre
la igualdad carismática y jurisdiccional de los apóstoles, los procedimientos electivos
acompañados por la multitud de los fieles y las decisiones comunes en materia doctrinal. Es
decir que este período es la prueba histórica principal de tres de los más importantes puntos de
la eclesiología marsiliana: el origen histórico de la autoridad jurisdiccional del sacerdocio, la
institución de los obispos por parte del legislador humano fiel, y la teoría de la infalibilidad
conciliar. Pero este período es también el de las “comunidades fieles no acabadas”. Por tales
entiende Marsilio aquellas comunidades políticas o reinos infieles en los cuales la universitas
fidelium aún no coincide de hecho con la universitas civium. La comunidad cristiana
representa una minoría que todavía se desenvuelve en un ámbito secular pagano. En tales
condiciones, Marsilio se ve obligado a reconocer que si bien la promoción de los oficios
266
eclesiásticos debía de estar a cargo de todos los apóstoles o sus sucesores, en algunas
ocasiones la institución acontecía por determinación de un sólo apóstol, en especial en ciertas
comunidades pequeñas e inexpertas como para poder elegir la persona más adecuada para el
cargo, o bien porque lisa y llanamente no había allí suficiente gente para tal oficio. En esos
casos era preferible que la elección la hiciera un personaje eminente, a que algunos se
promovieran a sí mismos –con la eventual posibilidad de escándalo–, o a que una multitud
inexperta eligiera a las personas inadecuadas.53
Evidentemente no es este tipo de precedente el que más conviene a los propósitos
argumentativos de Marsilio. En todo caso, se encargará de relativizar estas prerrogativas
personales justificables por razones de excepción y con una validez meramente tradicional,
sin que comporten el ejercicio de ninguna autoridad coactiva legítima.54 Pero tampoco esta
Iglesia primitiva e insuficientemente jerarquizada se ajusta al perfil propio de la Iglesia de
Marsilio. La Iglesia que Marsilio conoce es una Iglesia pública e institucionalizada,
plenamente identificada con la comunidad política a la cual pertenece; una civitas que
reconoce como una de sus “partes” u oficios a un único sacerdocio verdadero55, y que es
gobernada por un príncipe fiel.56 Marsilio no pretende, por tanto, “retroceder” a los tiempos de
la deficiente institucionalidad de la Iglesia, sino rescatar en sus orígenes las bases de una
institucionalización correcta y congruente tanto con la verdad revelada como con la
suficiencia de la vida política secular.
El período que sigue al de la Iglesia primitiva está marcado por un hito que, a juicio de
Marsilio y de otros intérpretes, delimita todo un “antes y después” en la historia de la Iglesia:
la denominada “donación de Constantino”. Un célebre documento apócrifo de fines del S.
VIII o principios del S. IX, cuya autenticidad no fue cuestionada sino hasta la aparición de la
crítica filológica renacentista, hacía constar cómo el Emperador Constantino había cedido al
papa: a) el primado de la Iglesia romana sobre las otras cuatro sedes de Antioquía, Alejandría,
Constantinopla y Jerusalem, b) la soberanía sobre Roma y las regiones occidentales del
Imperio, e incluso c) los símbolos y atributos del poder imperial.57 Este texto constituyó un
singular locus en la polémica entre los partidarios del papado y del poder secular. Para éstos,
en particular, no podía sino constituir una desgracia aquel acontecimiento en el que
presuntamente tuvieron su origen todas las pretensiones políticas y las ambiciones materiales
que corrompieron la Iglesia. De allí la célebre expresión de Dante:
53 Cf. DP II xvii, 7 [S 361-2].54 Cf. DP II xx, 15 [S 433-4].55 Cf. DP I v, 14 [S 28].56 Cf. DP II v, 5 [S 188-189); v, 7 [S 193].57 Sobre la datación y las interpretaciones de la Donatio, cf. Bertelloni (1988), p. 33-41.
267
“Ahi, Constantin, di quanto mal fu matre,
non la tua conversion, ma quella dote
he da te prese il primo ricco patre!58
Como todos los autores medievales, Marsilio no intenta poner en duda la veracidad de
este supuesto testimonio histórico, sino reinterpretarlo ajustándolo a los términos de su propia
teoría.59 Es cierto que la donatio aparece como uno de los argumentos recurrentes del papado
para fundamentar su pretensión de una jurisdicción coactiva universal. En todo caso, lo
manifiesto es la concesión del primado de la Iglesia romana sobre las otras sedes: Antioquía,
Constantinopla y Jerusalén. Pero el hecho de que los papas hayan invocado con posterioridad
el pretendido título de la plenitudo potestatis devela, en la opinión de Marsilio, la debilidad de
este argumento histórico: sea porque el alcance del mentado don o privilegio no está en claro,
o porque acaso posteriormente expiró, o porque, aún siendo válido, la pretendida jurisdicción
no se extiende a los restantes principados del mundo, ni al del Emperador de los romanos.60 Si
los papas se atribuyen la jurisdicción coactiva sobre todos los obispos y presbíteros de este
mundo por la cesión de Constantino, en todo caso, esto es la mejor prueba de que éste tuvo
una jurisdicción de tal tipo sobre ellos con anterioridad a la cesión.61
Marsilio no pretende, pues, impugnar la validez jurídica de la donatio: por el contrario,
es la prueba histórica más fiel del origen del primado de la Iglesia romana tal como Marsilio
lo interpreta. La cesión no hace sino confirmar una cierta primacía basada en la reverencia
que la Iglesia romana tradicionalmente se había conquistado y había merecido, pero que no
surgía de ninguna autoridad coactiva, antes bien, del reconocimiento espontáneo y el libre
consenso de las restantes Iglesias. El primado que es concedido al obispo de Roma no se
refiere sino a su función especial como “cabeza” de la Iglesia: la mencionada facultad de
sugerir al legislador humano fiel la necesidad de convocatoria al concilio. Marsilio sugiere en
más de una oportunidad que esta potestad concedida tal vez fue revocada por los sucesores de
Constantino. Habría que pensar en ello, considerando que con posterioridad –léase Bonifacio
VIII– el primado de la Iglesia romana fue reivindicado como cesión del Emperador Augusto
Focas.62
58 Infierno, xix, 115.59 Un examen de la historia de las diversas interpretaciones de la Donatio en Bertelloni (1982), pp. 21-46; (1983-4), pp. 67-99; (1985), pp. 57-78.60 Cf. DP I xix, 8 [S 131].61 Cf. DP II xi, 8 [S 262].62 Cf. DP II xxii, 19 [S 437]; en este caso la fuente histórica de Marsilio es la crónica de Martín de Troppau (MGS XXII, p. 422).
268
El último momento de esta revisión marsiliana de la historia de la Iglesia está dado por
los “tiempos modernos”, el período reciente en que los últimos papas han expresado en forma
descubierta sus pretensiones temporales.63 Esta época contemporánea representa, para
Marsilio, el momento culminante de la corrupción moral e institucional de la Iglesia. Marsilio
tiene una grave opinión acerca de la condición de los sacerdotes de su tiempo. El relajamiento
de las costumbres y las deficiencias en la formación doctrinal son interpretadas como una
consecuencia directa de la manipulación política, por parte del papado, de los cargos y
beneficios eclesiásticos. Las prerrogativas que el papado fue acumulando en la designación de
obispos y en la concesión de beneficios temporales, denunciadas por Marsilio por esconder
verdaderamente intenciones simoníacas, trajeron aparejada la incorporación a la jerarquía
eclesiástica de personas no idóneas para el oficio sacerdotal; a tal punto Marsilio denuncia la
ignorancia de los sacerdotes de su tiempo que atribuye a algunos el no poder siquiera manejar
las reglas elementales de la gramática, o el que algunos obispos desconozcan la lengua de los
habitantes de su jurisdicción. Para Marsilio esta es una evaluación que surge simplemente de
la experiencia personal e inmediata de su tiempo.64
El nuevo escenario histórico que refleja este momento es el del conflicto entre los papas
modernos y los príncipes seculares. Si los fundamentos históricos anteriores se remitían a la
historia relatada en el Nuevo Testamento o a los testimonios históricos seculares del Imperio,
ahora se trata, lisa y llanamente, de una referencia directa a los acontecimientos políticos más
recientes, en particular, la lucha entre Bonifacio VIII y Felipe el hermoso y, desde ya, la
polémica entre Juan XXII y Luis de Baviera, que da origen al tratado. En el primer caso,
Marsilio se burla de los recaudos que, a pesar de todo, mantiene el papado para con el reino
francés, contradictorios con la soberbia con la que se expresa hacia el Imperio. Evidentemente
la situación política de Francia es mucho más sólida que la del alicaído Imperio: las
diferencias que el papado establece en sus negociaciones con ambos le sirven a Marsilio para
mostrar las ambigüedades de una política papal ambiciosa en la teoría, pero cauta y
diplomática en la práctica. Según la Unam Sanctam de Bonifacio VIII, todos los principados
seculares del mundo estarían sujetos con jurisdicción coactiva al pontífice romano; sin
embargo, su sucesor, Clemente V, reconoce con respeto a Felipe, rey de Francia. O bien la
Unam Sanctam es abiertamente falsa, o bien todos los franceses son herejes (!), o bien todos
los príncipes y gobernantes seculares están sujetos al pontífice romano, “a excepción del rey
de Francia”, lo cual es absurdo. Marsilio denuncia manifiestamente cómo estas vacilaciones
del papado se deben al “terror que le inspira el reino francés”.65
63 En este sentido, Marsilio sigue inscripto en el tradicional uso medieval de “moderno” con un matiz negativo: en este caso, el de una “desviación” o “aberración” con respecto a la Iglesia primitiva, la de los tiempos “antiguos”. Cf. Piaia (1974), p. 332-41.64 Cf. DP II xx, 5 [S 396]; xx, 14 [S 401]; xxiv, 4-6 [S 454-5].65 Cf. DP II xx, 9-12 [S 398-400].
269
Pero evidentemente la circunstancia política que más inmediatamente motiva todo el
desarrollo del Defensor pacis es el conflicto en torno a la legitimidad de los títulos de la
elección del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a la sazón, Luis, duque de
Baviera, en disputa con los polémicos alegatos del papa Juan XXII. Después de los tiempos
de la donación de Constantino, fue costumbre, según Marsilio, que los emperadores
debidamente elegidos e instituidos fueran bendecidos o coronados por los pontífices romanos,
en una actitud que mostraba la debida reverencia de un príncipe fiel a la figura de Cristo,
simbolizada en el preclaro obispo de Roma; tratábase de una ceremonia o de una solemnidad
que en nada añadía o modificaba el status del poder político que ya habían adquirido.66 Con
posterioridad, los obispos romanos, por las ambiciones políticas y materiales que actualmente
se les conoce, tergiversaron el sentido de esta ceremonia, y se arrogaron injustificadamente la
potestad de conferir el principado o la jurisdicción coactiva, desconociendo la naturaleza y la
fuente de la autoridad de los electores. En este momento de la argumentación se advierte
cómo Marsilio se apoya claramente en las estructuras y prácticas tradicionales del Sacro
Imperio. Según Marsilio, el obispo romano “ignora, en efecto, cuál es la virtud y la razón de
la elección, y a causa de qué esa potestad recae sobre la parte preponderante de quienes
deben elegir; [e ignora] por qué su efecto no debe ni puede depender de la voluntad de un sólo
y único individuo [...], sino sólo del legislador sobre el cual el príncipe debe ser instituido, o
bien sólo de aquellos a los cuales el mismo legislador hubiera concedido tal autoridad ...”.67
Ni siquiera puede argumentarse que al obispo romano le corresponda confirmar la elección,
por la precaución o la sospecha de que se elija a un príncipe hereje o que pueda caer en
herejía: Marsilio reivindica el carácter cristiano de esta cúpula electiva. La elección no
necesita de la aprobación del pontífice romano, “pues se celebra y lleva a cabo por tres
solemnes arzobispos cristianos, y conjuntamente a su vez por cuatro príncipes seculares fieles,
con los cuales, y en acuerdo con los mencionados prelados, se consuma la elección.”68
(iii) El plano prescriptivo-normativo: el gobierno de la Iglesia.
Evidentemente en el desarrollo de su eclesiología Marsilio no sólo pretende dar cuenta
de qué es y qué ha sido la Iglesia, sino también qué debe ser. Las pretensiones normativas de
su exposición están implícitas desde el mismo momento en que su objetivo es la rectificación
de los desbordes y las desfiguraciones políticas en la forma de entender la relación de la
66 Cf. DP II xvi, 4 [S 489-90].67 Cf. DP II xxvi, 5 [S 491-2] (subr. nuestro).68 Cf. DP II xxvi, 9 [S 496].
270
Iglesia con el poder civil, desviaciones teóricas que son incorrectas y que no debieron ser
llevadas a la práctica. En rigor, debería decirse que ya en el plano explicativo, que en la
eclesiología de la segunda dictio asume principios teológicos, se halla ya un componente
prescriptivo: el recurso a la explicación teológica implica la consideración de las
prescripciones de la ley divina y las exigencias normativas de la economía de la redención.
Los fundamentos teológicos de la institución del sacerdocio remiten a lo que Dios ha
dispuesto como necesario para la salvación. Pero a partir del momento en que Marsilio
desarrolla su enfoque histórico acerca de la evolución institucional de la Iglesia se hace
manifiesta la inversión entre el plano histórico y el normativo: la historia de la Iglesia, desde
el momento fundacional hasta los tiempos actuales es la historia de cómo la Iglesia se ha
apartado de su esencia originaria, vale decir, de cómo se ha convertido en lo que no debe ser.
A partir de allí Marsilio comienza a hablar explícitamente en términos de lo que ha sucedido
de facto y lo que es de jure:
“Quesita igitur proposita reddere temptaturis oportebit de ipsis intendere: primum quatenus processerunt de facto et circa ipsorum origines; deinde vero quantum iuri divino et humano ac recte racioni sic facta conformiter se habuerint aut habere debuerint, que eciam hiis contrarie atque difformiter, ut demum conformia tamquam probanda et observanda, difformia vero velut nociva seculo et fidelium quieti ac licite detestanda et declinanda noscamus.”69
La adecuación de lo que es de facto a lo que es de jure se establece, por consiguiente,
tanto en relación con el derecho divino como con el humano. El primer fundamento al que
Marsilio recurre para determinar qué debe ser la Iglesia es la autoridad de la sagrada escritura,
en concordancia con la metodología prefijada para la segunda dictio, que prevé una deducción
a partir de los principios de la Revelación. Marsilio combate las pretensiones políticas del
papado en su mismo terreno, pero entendiendo por derecho divino sólo el establecido en la
escritura canónica y no, como enseguida veremos, en la jurisprudencia forjada por el propio
papado. Pero lo significativo del caso es que Marsilio se permite confirmar la validez de sus
conclusiones a partir de la revelación con una serie de “pruebas racionales” que aplican al
contenido de la segunda dictio las mismas argumentaciones de la filosofía política natural
desarrollada en la primera. El aparato argumentativo al que se refiere Marsilio está compuesto
por los tres silogismos principales del cap. xii de la primera dictio, con los cuales se
demuestra la atribución de la autoridad de instituir las leyes a la universitas civium o su
valentior pars70; podríamos sobrentender que la referencia también incluye a la “suma o
compendio” de los mismos expuestas a continuación71, y las respuestas a las diversas objecio-
69 Cf. DP II xviii, 2 [S 376].70 Cf. DP I xii, 5-7 [S 65-68].71 Cf. DP I xii, 8 [S 68-9].
271
nes contenidas en el capítulo siguiente.72 Estos mismos argumentos, que ya en la primera
dictio habían sido extendidos a la autoridad de institución de la parte gobernante73, son
invocados por Marsilio para establecer: que el legislador humano en las comunidades fieles
perfectas es quien tiene a su cargo promover los oficios eclesiásticos –designación de obispos
e instituciones secundarias74; y que es el concilio general de los cristianos a quien compete la
definición del sentido de los pasajes dudosos de la Escritura75. Marsilio entiende que es válido
reconstruir los mismos argumentos “con sólo cambiar el término medio de la demostración”.
En forma quizá menos expresa podría entenderse que la misma remisión cabe para demostrar
que la multitudo fidelium es la que debe instituir al juez que tiene a su cargo la sentencia de
excomunión76, y que la autoridad coactiva de convocar al concilio le corresponde al legislador
humano fiel carente de superior.77
Es llamativo que Marsilio incursione en este tipo de demostraciones en pleno ámbito de
la segunda dictio, cuyo estilo discursivo no debiera corresponderse con la metodología de la
scientia civilis, sino más bien concentrarse en la discusión y confrontación de las fuentes
escriturarias. Pero todavía más significativo es que Marsilio traslade al gobierno de la Iglesia
las bases argumentativas de su filosofía política natural en la línea de su teoría de la soberanía
popular. Desde luego, no se trata, como ya hemos observado, de asuntos exclusivamente
espirituales, sino de instancias de decisión y administración eclesiástica que tienen conse-
cuencias directas en la vida política: por ello es razonable que la rectitud de esas
consecuencias quede a cargo de la misma instancia de autoridad que se desempeña en el
ámbito de la comunidad civil. El mismo gobierno temporal cuya legitimidad se sustenta en la
voluntad y el consenso de los ciudadanos ha de ser aquel que controle y custodie aquellos
puntos claves en que los aspectos públicos de la vida religiosa se insertan en los aspectos
públicos de la comunidad política.
Pero en la segunda dictio Marsilio no se limita a trasponer al plano eclesiológico estas
“pruebas racionales” que justifican la “soberanía” de la communitas fidelium, sino que añade
continuamente una argumentación por la negativa, demostrando que no pertenece a una sola
“persona singular“, obispo o sacerdote, o a un “colegio particular” de sacerdotes –esto es, a un
grupo manifiestamente minoritario, en alusión al colegio de cardenales papal– la autoridad en
cada una de las instancias en cuestión. El juicio de excomunión por parte de la totalidad de los
fieles es, con mayor probabilidad, más cierto y menos sospechoso que el de un sólo sacerdote
72 Cf. DP I xii, 5-7 [S 65-68].73 Cf. DP I xv, 2 [S 85].74 Cf. DP II xvii, 11 [S 265].75 Cf. DP II xx, 4 [S 395].76 Cf. DP II vi, 12 [S 210-1]; vi, 13, [S 214].77 Cf. DP II xxi, 9 [S 411].
272
o un colegio sacerdotal, “cuyo juicio puede pervertirse por amor, odio, o por atención a la
conveniencia propia”.78 Respecto de la designación de los oficios eclesiásticos, tampoco
puede decirse que el colegio de sacerdotes sabría juzgar mejor acerca de las personas a
promover a dichos cargos que la multitud de los fieles, en la cual el propio colegio sacerdotal
está comprendido, por los mismos términos en que se argumentó en la primera dictio: el todo
siempre es mayor que cualquiera de sus partes tomada separadamente.79 La determinación de
los pasajes dudosos de la escritura sería inconvenientemente confiada al sólo obispo romano y
su colegio de cardenales: la experiencia demuestra –léase Juan XXII– que es perfectamente
posible que una persona singular caiga en herejía, o los miembros de un colegio particular
designado arbitrariamente por él, “seducidos por la ignorancia o la malicia, el deseo o la
ambición o cualquier otra afección perversa.”80
Si cabe hablar de una tendencia democrática en el pensamiento político de Marsilio de
Padua, la argumentación “anti-monárquica” en contra del gobierno unipersonal del papado
recurrente en la segunda dictio es tal vez una de sus expresiones más significativas. Marsilio
impugna la legitimidad de la monarquía papal sobre la base de la arbitrariedad de la decisión
“inconsulta” de una sola persona o de un grupo de personas, cuya acción es de por sí
“sospechosa” de estar afectada por la codicia o la ambición personal que va en contra de los
intereses de la comunidad. De allí que Marsilio niegue el valor de auténticas leyes a los
edictos papales conocidos como decretales, y que los califique continuamente como “ciertas
ordenaciones oligárquicas” que en verdad no obligan a nada y carecen de fuerza legal.81
Ciertamente uno podría cuestionar el partidismo con que Marsilio denosta abiertamente
la ambición material y la política funesta de Juan XXII, al tiempo que ingenua o
interesadamente exalta la figura del reverendísimo Luis, príncipe fiel y custodio de la fe.82
Marsilio no parece ver ninguna razón para que los recaudos hacia las determinaciones
unipersonales del papado puedan o deban extenderse a las de un príncipe secular. Una vez
más, queda latente la sombra de las imputación ideológica a la obra de Marsilio: el Defensor
pacis no sería más que un panfleto político motivado por una circunstancia histórica concreta,
y que apenas sobrepasaría sus límites por una profusa y despareja acumulación de citas
filosóficas. Pero si lo que interesa es analizar la significación y la relevancia filosófica de un
texto, poco importa la utilización política o ideológica que de éste se haga, incluso por el
propio autor. Sin perder de vista la inserción histórica de una obra, y sin olvidar sus derivacio-
nes ideológicas para no caer en un enfoque ingenuo o abstracto, lo que importa es determinar
78 Cf. DP II vi, 13 [S 214].79 Cf. DP II xvii, 14 [S 368-9].80 Cf. DP I xx, 6-7 [S 396-7].81 Cf. DP II v, 5 [S 189]; xxv, 15 [S 482]; xxvi, 19 [S 515].82 Cf. DP I i, 6 [S 8].
273
el sentido de una línea argumentativa desarrollada. Y en el caso del Defensor pacis, tanto en
la argumentación racional de la scientia civilis puesta en juego en la primera dictio, como en
el desarrollo de las pruebas racionales que complementan la eclesiología de la segunda dictio,
Marsilio sostiene una línea argumentativa anti-oligárquica que cuestiona la legitimidad de la
acción o la decisión política de un colegio minoritario o una persona singular, sobre la base de
que puede llegar a estar afectada de “malicia o ignorancia”, esto es, puede resultar defectuosa
respecto del discernimiento o la voluntad del bien común; una línea que deposita estas
facultades en la única instancia a la que se le puede atribuir la requerida universalidad: la
universitas civium, en el plano de la comunidad política, y la universitas fidelium en el plano
de la comunidad de los fieles cristianos.
Tras haber completado toda la operación de desmontaje de la plenitudo potestatis papal,
Marsilio cierra la segunda dictio con la respuesta a los argumentos en contrario expuestos
inicialmente. Marsilio impugna los argumentos sobre la base de dos principios fundamentales.
Por una parte, la aludida “superioridad” o “perfección” no implica necesariamente una
superioridad de jurisdicción: el experto o perito en el cuidado de las almas, el sacerdote, bien
puede ser más perfecto que el experto o perito en el cuidado de los cuerpos, el médico, pero
de ello no se sigue que éste deba estar sometido a aquél con juicio coactivo; del mismo modo,
podría aducirse que el metafísico es superior al médico o a cualquier científico, lo cual es
absurdo. Por otra parte, se ha establecido ya que tal tipo de autoridad no le corresponde a
ningún sacerdote, ni siquiera según la ley divina, porque el verdadero y único juez de tal ley
es Cristo.83 Es evidente que la refutación más profunda de estas argumentaciones va más allá
de estas respuestas formales. Puede decirse que todo el Defensor pacis, en la
complementariedad de su primera y segunda sección, es una refutación de la doctrina de la
plenitudo potestatis tanto en sus fundamentos escriturarios cuanto en el tipo de pruebas
racionales que las acompañan.
Como hemos dicho, el problema peculiar que presenta esta causa de discordia es el
hecho de que apela a un cruce entre el plano natural y el sobrenatural para extraer de él una
serie de indebidas consecuencias: supone una intromisión del plano sobrenatural en la
83 Cf. DP II xxx, 1-3 [S 388-392].274
fundamentación de la existencia y los fines de la comunidad política natural, y, paralelamente,
una perversa extensión al plano sobrenatural –al que pertenece la Iglesia en su aspecto místico
y carismático–, de las estructuras de poder exclusivas de la comunidad política natural. Más
aún, estas indebidas conclusiones tienden a la confusión, propugnada por los teóricos papales,
entre el plano natural y el sobrenatural en los tres niveles: una confusión entre la explicación
natural y la explicación de la teología revelada –bajo la forma de una teoría “descendente” del
origen del poder–, una confusión entre la historia natural y la historia sobrenatural –una
absorción de la historia natural en la historia de la salvación–, y una confusión entre la
normatividad política y la normatividad de la Iglesia –una subordinación del derecho humano
al derecho canónico positivo. Frente a esta múltiple confusión he aquí el doble curso que
sigue la argumentación integral del Defensor pacis: la necesidad de proveer una
naturalización de la política y una despolitización de la Iglesia, esto es, una reconstitución de
los fundamentos explicativos, históricos y normativos de la comunidad política sobre una
base natural, y una reconstrucción de la explicación, la historia y la normatividad de la Iglesia
que la retrotraiga a sus orígenes y a su esencia extra-política. Tanto en uno como en otro
camino, pese a estar muy lejos de ser un pensador laico o un promotor de la separación entre
Iglesia y Estado, Marsilio de Padua es, una vez más, un singular preludio de la modernidad.
275
APÉNDICE:
EL DEFENSOR MINOR
Dos son los puntos principales que plantea el Defensor minor en cuanto a la continuidad de las
tesis de la filosofía política del Defensor pacis: la definición del concepto de ley, y la presunta
asimilación de la figura del legislador humano con el príncipe o emperador romano.
Desde el inicio, el Defensor minor parece responder a la necesidad de precisar y complementar
los enunciados del Defensor pacis en lo que concierne a la índole y a los límites de la autoridad
sacerdotal. En efecto, en dicha obra se ha hablado, en conformidad con el maestro Lombardo, de una
“potestad de atar y desatar” que poseen los sacerdotes, en especial, en cuanto parece relacionarse con
la excomunión de los pecadores tanto de bienes temporales como espirituales, y con la separación del
resto de los fieles. Esta potestad “la llaman” –¿algunos?– “jurisdicción”. Por lo que será conveniente
indagar, acerca de ella, qué es, en cuántos modos se dice, y si en alguno de ellos el emperador debe su
jurisdicción a los obispos o sacerdotes.1 Como vemos, el enfoque es mucho más específico. Si se va a
tratar nuevamente de la ley y la autoridad, en general, es en cuanto sea necesario volver a aclarar los
alcances de la autoridad sacerdotal. Y ello porque se ha hecho referencia a dicha autoridad en términos
de iurisdictio. Por lo demás, es manifiesto que el interés ahora está concentrado, no ya en determinar
la autonomía jurisdiccional de una abstracta pars principans o del “poder secular” en general, sino la
del Emperador romano en particular.
La juris-dictio, como lo indica el vocablo, es el “dictar el derecho” (dictio iuris), expresión que
Marsilio hace equivaler, de inmediato, a “dictar la ley”. Marsilio se mueve, pues, en los mismos
términos que lo hizo en la segunda dictio del Defensor pacis respecto de la identificación entre
derecho y ley: ius idem est quod lex.2 Ahora bien, la ley, como ya sabemos, es doble: divina y humana.
La ley divina es un precepto inmediato de Dios, sin intervención de la deliberación humana, acerca de
los actos humanos voluntarios que han de hacerse u omitirse en este siglo, en relación con el fin
optimo o el estado conveniente a adquirir en el futuro siglo. Se trata de un precepto coactivo de las
transgresiones en este siglo, bajo o pena o castigo a inferir en el futuro siglo y no en éste. Se dice
precepto “inmediato y sin deliberación humana”, porque si bien la ley divina ha sido promulgada por
hombres –los apóstoles y evangelistas– no lo fue mediante su deliberación, o actuando ellos como
causa eficiente, sino como instrumentos de la acción causal inmediata de Dios.3 Por su parte, la ley
1 Cf. DM i, 1 [Q 172].2 Cf. DM i, 2 [Q 17214]; cf. DP II xii, 6 [S 268].3 Cf. DM i, 2 [Q 17222-28].
276
humana es un precepto de la universitas civium o su parte preponderante, quienes deben promulgar la
ley por su deliberación inmediata, acerca de los actos humanos voluntarios que han ejercerse en este
siglo, pero en relación con el fin optimo o el estado conveniente a conseguir en el mismo, precepto
igualmente coactivo de las transgresiones en este siglo, bajo pena o castigo a inferir a los
transgresores.4
Hasta aquí, se retoman las definiciones de ley divina y ley humana del Defensor pacis sin mayor
contradicción o problematicidad. Toda ley es, ante todo, un precepto coactivo, y la diferencia entre
ambas leyes sigue estando dada por la relación con los actos humanos o, más precisamente, con
respecto a qué estado fijan su observación y dónde obtienen las penas o sanciones que prevén. En
conformidad con la perspectiva que será propia del contexto del Defensor minor, hay un cierto acento
en la causa eficiente o la fuente de donde cada ley procede, en un caso, la voluntad inmediata de Dios,
en el otro, la figura del legislador humano. La referencia al contenido de justicia o el aspecto material
de la ley que podría echarse de menos no está ausente de la obra, según se ve por lo que sigue.
Bajo la premisa de identificación entre derecho y ley, prosigue Marsilio, “dictar el derecho o
dictar la ley” (ius dicere sive legem dicere) puede entenderse en cuatro sentidos:
(i) hallar la regla o la ratio de las acciones civiles;
(ii) exponerla a otros;
(iii) promulgarla bajo la forma de un precepto coactivo, universalmente, para todos los que
deben estar sometidos a la ley o que deben promulgarla;
(iv) “dictar la ley” a través de un precepto coactivo, particularmente, contra un transgresor
cualquiera.
Según cada uno de estos modos, se establece la respectiva fuente de su ejercicio:
a) en el sentido (i), “dictar la ley” le corresponde a los prudentes, esto es, los sabios o expertos
que tienen a su cargo la tarea de “descubrir” la ley;
b) el sentido (ii) es propio de los doctores, es decir, a los que tienen la autoridad de enseñar;
c) según los sentidos (iii) y (iv), “dictar la ley” le pertenece, junto con la autoridad primaria y
propia, en sentido absoluto, de coaccionar a los transgresores, al legis-lator;
d) en el sentido (iv), “dictar la ley” o “dictar derecho” le pertenece, junto con la potestad de
forzar a los transgresores, al juez o príncipe, por la autoridad del mencionado legislador,
potestad propia no en sentido absoluto, sino cedida a él por otro, y revocable por el mismo.5
Mal podría decirse, pues, que el Defensor minor vaya más allá del concepto de ley elaborado en
el Defensor pacis. Además de recoger en c) y d) la definición de ley según la “acepción más propia” –
4 Cf. DM i, 4 [Q 174].5 Cf. DM i, 5 [Q 174].
277
la cuarta significación del Defensor mayor– como un precepto coactivo, está implícito en a) y b) el
reconocimiento del aspecto material de la ley –la “tercera significación”–, en el mantenimiento de la
distinción entre la etapa del “hallazgo” de la ley, y la “aprobación” o promulgación formal de la
misma. Lo cual se evidencia por el hecho de que se retoma aquí la función de aquellos “prudentes” o
expertos –se entiende, en los asuntos legales– que han de “preparar” las leyes a presentar al resto. 6 Y
por si fuera poco, se mantiene también la jerarquía establecida en el Defensor pacis, al menos
inicialmente, entre la autoridad legislativa primaria y la instancia derivada de ella. En c), a la figura del
legislador –hasta aquí, la universitas civium o su valentior pars–, le corresponde tanto la autoridad
primaria y propia de promulgar la ley como la potestad de coaccionar a los transgresores; y en d), si al
iudex –que representa aquí a la pars principans de la primera dictio– le pertenece la “aplicación” de la
ley al caso particular, “dictar derecho” en el sentido de “dictar sentencia”, se trata de una potestad “no
propia”, sino concedida por la supradicha universitas y, por concedida, revocable por la misma –habrá
que sobrentender, bajo los mismos términos en que se habló de la correctio del gobernante en el cap.
dieciocho de la primera dictio.
Lo que sí parece establecer un matiz peculiar por sobre las definiciones del Defensor pacis es
una cierta consecuencia de la identificación entre “dictar la ley” y “dictar derecho”, y es el desglose de
las significaciones (iii) y (iv): la iuris dictio se aplica tanto a la acción propiamente legislativa de
promulgar la ley, cuanto a la acción judicial de aplicarla en un caso particular. Y precisamente en esa
línea puede entenderse mejor uno de los puntos más problemáticos del tratado menor: un
deslizamiento del concepto del legislador humano que termina identificándose con la figura de un
Emperador que es al propio tiempo “legislador” y “juez”. Obsérvese que, en primera instancia, (iii) y
(iv) son remitidos al legislator “primario”, y sólo (iv) es referido al princeps/iudex, con la reserva de
que sólo tiene esa autoridad en cuanto concedida por aquél. Como ya hemos señalado, en varios
pasajes del Defensor minor, sin embargo, se habla de un legislator identificado con la figura del
gobernante, como si, finalmente, no sólo la autoridad de ejecución fuese concedida al principans, sino
también aquella originaria capacidad legislativa. Ello ocurre invariablemente cuando se está hablando
no de un princeps cualquiera, sino del Romanus princeps, que es denominado “Imperator”.7 En forma
similar a lo que ocurre en la segunda dictio, la asimilación del legislator al princeps/judex responde
fundamentalmente a la exigencia de una adecuación histórica: el lenguaje de Marsilio adopta una
expresión conforme a la tradición romana en la que el Emperador, de hecho, actúa como legislador.
Por tanto, no hay mayores razones para decir que la orientación general del Defensor minor
represente un giro respecto de los principios asentados en el Defensor pacis. La figura de la autoridad
legislativa primaria, la universitas civium o su valentior pars no “desaparece” ni se diluye en favor de
la nueva figura de un príncipe-legislador. La soberanía de la universitas civium sigue obrando como el
6 Por tanto, no veo cómo puede decir De Lagarde que del aspecto material de la ley “no hay trazo alguno” en el Defensor minor: cf. (1948), p. 170, n. 44, o hablar de la “discordancia y la imprecisión” de las fórmulas sucesivas de la ley: cf. (1970), pp. 50-52. Lo central del concepto del ley elaborado se mantiene constante, a no ser que se exija como “concordancia y precisión” la repetición literal y sistemática de todos los elementos de la definición cada vez que aparece el término.7 Cf. DM i, 7 [Q 176]; iii, 7 [Q 188]; xii, 1 [Q 254]; xiii, 9 [Q 380].
278
fundamento último de la legitimidad de acción de la parte gobernante. Ello se pone de manifiesto
desde el mismo momento en que se mantiene firmemente la jerarquía entre la instancia fundante y la
instancia derivada, que en el Defensor pacis se establecía como la distinción entre el legislador
primario y en sentido absoluto, y el legislador secundario y ad hoc, y que aquí se expresa en un
legislador que puede “dictar derecho” en el sentido de dictar una sentencia “contra un transgresor
particular” actuando “por sí mismo” –según c) (iv)–, o bien, a través del princeps/iudex al cual ha
concedido la potestad coactiva de hacer cumplir las leyes –d) (iv). Por lo demás, la delegación de
facultades que se hallaba ya en el Defensor pacis se retoma aquí en idénticos términos: reaparece la
figura de “aquél o aquellos a quienes se ha concedido” la autoridad primaria. Debemos insistir, una
vez más, en que es esta vía de delegación, y no una formulación novedosa del Defensor minor, la
puerta que abre todas las posibilidades de “desplazamiento” de la soberanía primaria de la universitas
civium hacia la figura del Emperador–legislador. El tratado menor sólo se limita a proyectar este
recurso teórico ya planteado en el Defensor pacis en un plano histórico, sobre el viejo concepto de la
translatio imperii: la potestas o auctoritas originaria de la universitas hominum o las valentiores
partes de las distintas regiones o provincias del Imperio fue trasladada al pueblo romano, y éste la
trasladó al Emperador.8 Desde este punto de vista, el Defensor minor no contradice ni anula el alcance
de la teoría de la soberanía popular de la primera dictio del Defensor pacis, sino, en todo caso,
profundiza una fisura ya presente en ella.
Las razones de esta brecha pueden ser evaluadas de diversa manera. Puede uno especular con
que la atención al problema de la iurisdictio origina una concentración de los dos últimos sentidos de
“dictar derecho” en una única fuente. Puede igualmente uno pensar que el Defensor minor se halla un
tanto atrapado por la atención al “caso romano” como ejemplo de un poder en conflicto con las
aspiraciones papales a la iurisdictio, y que, si el discurso estuviese proyectado sobre el plano de otro
reino cristiano o del propio ambiente comunal la historia sería diferente. Puede uno entender, por fin,
que no sólo el Defensor minor se halla absorbido por la situación romana, sino que Marsilio mismo se
encuentra ya, a esta altura de su vida, plenamente en “situación romana”, lejos del ambiente
universitario parisino en que viera la luz el Defensor pacis, obligado actuar como asesor del
Emperador en constante competencia con el círculo de los asesores franciscanos. En cualquier caso,
creemos que un análisis del Defensor minor no afecta las conclusiones a las que hemos arribado en los
capítulos precedentes, sin dejar de reconocer, por ello, los matices distintivos de la que tal vez haya
sido la última obra de Marsilio.
8 Cf. DM xii, 1 [Q 254].279
Más allá de estas consideraciones sobre la ley y la autoridad legislativa, el verdadero objetivo
del Defensor minor es reafirmar ciertas tesis de la eclesiología de la segunda dictio del Defensor pacis.
Todas ellas están referidas, desde luego, a los límites de la autoridad sacerdotal, en armonía con el
desarmado completo de cualquier ingerencia política posible, tal como lo hemos visto en la segunda
dictio. Las proposiciones fundamentales que procura establecer el Defensor minor son las siguientes:
1. Ningún hombre, clérigo o laico, conjunta o separadamente, puede o ha podido instituir la ley
divina en el primero, tercero o cuarto sentido, es decir, en su descubrimiento o hallazgo (i), en
su sanción o promulgación (iii), o en su ejecución particular a través de un precepto coactivo
contra un transgresor (iv).9
2. Instituir la ley humana, en su significación propia, esto es, como un precepto coactivo, en
cuanto al tercero y cuarto sentido, no le corresponde a ningún obispo, sacerdote o diácono,
clérigo o ministro eclesiástico, cualquiera sea su nombre; ni a ellos ni a su colegio, ni separada
ni conjuntamente.10
3. Ningún obispo, ni sacerdote ni ministro eclesiástico alguno, conjunta o separadamente, puede
reivindicar para sí bien mueble o inmueble alguno, concedido en todo o en parte, y que le sea
debido de parte de los fieles, si no es para la suficiencia del vestido y la alimentación, y mucho
menos reivindicar un dominio sobre tales cosas.11
4. Dictar el derecho o la ley divina, le corresponde a los obispos o sacerdotes en cuanto al
segundo modo, esto es, en cuanto a su enseñanza.12 Ahora bien, de esta autoridad, denominada
“potestad de las llaves”, algunos han inferido una serie de conclusiones erróneas, que Marsilio
procede a refutar:
4.1. Que a todo hombre es necesario para la salud eterna confesar ante algún sacerdote los
pecados cometidos contra la ley divina.
4.2. Que el sacerdote puede infligir una pena o satisfacción real o personal en este mundo, sin
la cual el pecador no puede ser absuelto de sus pecados de necessitate salutis.
4.3. Que los obispos o presbíteros, principalmente el obispo de Roma, pueden otorgar
indulgencias de penas en el mundo futuro por años, meses, días o, incluso –según dicen
algunos–, hasta el fin de los tiempos, a quienes les entreguen oblaciones u otros bienes
temporales, o hagan peregrinaciones a lugares santos, o se incorporen a la lucha contra
los infieles.
9 Cf. DM i, 6 [Q 174].10 Cf. DM i, 7 - iii, 3 [Q 176 ss.].11 Cf. DM iii, 4-8 [Q 186-190].12 Cf. DM iv, 4 [Q 190].
280
4.4. Que el obispo romano, por esta potestad, y por la denominada plenitud de poder, puede
desligar a un fiel cualquiera del voto que ha juramentado, de suerte que ya no esté más
obligado por aquel voto.
4.5. Que sólo el obispo o el colegio de obispos puede excomunicar a un fiel a causa de sus
pecados de forma de privarlos de la participación de los sacramentos y los oficios
divinos.13
13 Cf. DM v, 1-5 [Q 194-197].281
CONCLUSIÓN
Hemos reconstruido el itinerario argumentativo del Defensor pacis, en lo que concierne
tanto a la filosofía política natural desarrollada en la primera dictio, como a la eclesiología
desarrollada en la segunda, y hemos relevado los diversos planos en que se mueve su
argumentación. La atención a lo que hemos denominado un plano teórico-explicativo, un
plano empírico-histórico, y un plano preceptivo normativo muestra su necesidad a la luz de
los objetivos teórico-políticos que el Defensor pacis se impone.
El objetivo meramente negativo de la eliminación de la “causa de discordia”, la
refutación de la doctrina de la plenitudo potestatis papal, se expresa, en términos positivos,
como el objetivo de ofrecer un sustento teórico a la autonomía del poder temporal, proyectado
particularmente sobre la independencia del Emperador del Sacro Imperio Romano-germánico
en circunstancial conflicto con el papado. El reconocimiento de haber alcanzado un auténtico
plano explicativo es crucial para otorgar una estricta cientificidad a las conclusiones
obtenidas. La legitimación del poder político secular que promueve el Defensor pacis no
quiere resignarse al nivel de un mero discurso retórico de ribetes panfletarios, ni quiere
limitarse a señalar los precedentes jurídicos y los fundamentos históricos que avalan tal
autoridad, sino que asume la forma de un desarrollo argumentativo aplicado a desentrañar la
naturaleza, el origen y las condiciones de un particular objeto de estudio, el de la dimensión
política humana o, más precisamente, del ámbito en que se desenvuelve, la comunidad civil.
Se trata de un discurso que busca en cada caso explicar qué es y cuáles son las causas del
fenómeno del que se ocupa, y que asienta sus conclusiones en la forma de una demostración
basada en principios, vale decir, en una rigurosa scientia. Sin perjuicio de la motivación
polémica de la obra, de sus múltiples perspectivas, y de la confluencia de fuentes filosóficas y
escriturarias, puede decirse que la filosofía política natural desarrollada en la primera dictio
del Defensor pacis representa el primer y más acabado intento de poner en práctica la naciente
scientia civilis que ha emergido a partir de mediados del S. XIII. Esa ciencia política es
posible en la medida en que se ha superado el lastre de la desnaturalización del orden político
promovida por la continua tendencia a subsumir el orden político en una finalidad
trascendente, y por el predominio de la concepción agustiniana del orden político como poena
et remedium peccati. La clave de esa superación reside en haber recobrado la naturalidad de la
dimensión política humana, en el reconocimiento de un fin político natural al hombre e
282
inmanente, esto es, un fin que signifique una realización plena de sus posibilidades positivas,
y alcanzable en este mundo. No cabe duda de que Marsilio cuenta con el concepto de una
scientia civilis autónoma y de un fin político natural e inmanente a partir del legado
aristotélico. Sólo ello podría bastar para decir que el triunfo de ambos conceptos en Marsilio
hubiese sido imposible sin la recepción de la Política de Aristóteles. Paradójicamente, la
forma en que Marsilio los asume a ambos va mucho más allá de su originaria significación en
Aristóteles o, incluso, debiera decirse, la contradice abiertamente. Marsilio configura su
scientia civilis no bajo la modalidad propia de las ciencias prácticas, sino aspirando a una
apodicticidad propia de las ciencias teóricas. La naturalidad del fin político la concibe
Marsilio en términos de una primaria suficiencia de la vida que no alcanza las exigencias del
vivir bien aristotélico.
La necesidad de armonizar el plano explicativo con un plano empírico-histórico
igualmente puede entenderse, en principio, en relación con el objetivo polémico de la obra.
La apertura de las conclusiones de la scientia civilis a la diversidad de la experiencia
conforme a “diversas regiones y épocas” permite un discurso flexible que se adecue a la
diversidad y multiplicidad de los estados de la cristiandad sobre los cuales también se
proyectan, eventualmente, las aspiraciones programáticas del Defensor pacis. La causa de
discordia afectó y afecta al Imperio romano, pero es una amenaza latente para todo reino
cristiano, para todo aquel que asuma la fe en el hecho admirable del cual quieren algunos
hacer derivar una extraña e incorrecta consecuencia. Las conclusiones de la scientia civilis
marsiliana deben tener la suficiente generalidad como para ser aplicables a una variedad de
pueblos cuya diversidad de temperamento o condición requieren diversas formas de gobierno.
Por ello, a diferencia de tantos otros tratados políticos, la atención del Defensor pacis no está
monopolizada por la cuestión de la mejor forma de gobierno, aun cuando se permite dar cierto
realce a la discusión sobre la preferencia del mecanismo electivo sin sucesión hereditaria para
la institución de las monarquías.
Por último, es más que obvia la necesidad de contar con un plano preceptivo-normativo,
en vista de que el programa teórico-político del Defensor pacis no quiere limitarse a mostrar
qué es y cómo ha sido la evolución de los fenómenos políticos, sino que pretende elevar su
discurso al nivel de un deber ser que ha de realizarse más allá de los hechos. Las conclusiones
teóricas demostradas por la scientia civilis, compatibles con la diversidad de la experiencia de
los hechos, terminan mostrando un valor regulativo al cual deben ajustarse tanto los hechos
presentes como los futuros. La normatividad del discurso del Defensor pacis se extiende a las
instancias principales que constituyen la comunidad política: la ley, el gobierno y el
legislador. Las tesis principales que había de sostener el Defensor pacis debían ser
283
demostradas racionalmente a partir de principios naturalmente evidentes. La aplicación
expresa de esta preceptiva metodológica se da para el esclarecimiento de la finalidad de la ley,
y para la determinación de la instancia que tiene a su cargo la institución del gobierno y el
establecimiento de las leyes. El gobernante debe actuar conforme a leyes, debe ser instituido
preferentemente mediante un mecanismo electivo, y la autoridad de la cual procede su
potestad coactiva, tanto como las leyes por las cuales se regula, debe ser la corporación de la
totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante. El principal acierto de la estrategia
argumentativa de Marsilio radica en que, en su objetivo de defender la autonomía del poder
político secular, no se apresura lanzar de inmediato la exigencia normativa de que el
sacerdocio se subordine a él, sino que proyecta, en primer término, una exigencia normativa
sobre la figura del poder político secular. Esta normatividad que recae sobre la figura del
gobernante comprende tanto la legitimidad de su acción –conforme a un marco legal–, como
la legitimidad de su origen –la voluntad y el consenso de la universitas civium o su valentior
pars, y tiene su punto más alto en la eventual posibilidad de que el gobernante sea corregido
si no actúa conforme a la ley, y que lo sea de parte de aquella instancia que le ha dado origen.
Sólo sobre la base de la legitimidad ganada por esta primaria y fundamental exigencia
normativa, el Defensor pacis se permite avanzar sobre una exigencia normativa secundaria, en
cuanto es derivada de o implicada por la primaria, pero no por ello menos importante, puesto
que se trata de la exigencia normativa que constituye el objetivo principal del tratado: la
subordinación del sacerdocio, como “parte” integrante de la comunidad política, a la
autoridad de la instancia única con legitimidad para ejercer la necesaria e indispensable acción
de gobierno.
La integración de estos planos resulta, pues, fundamental para la comprensión de toda la
estructura argumentativa del Defensor pacis. La presencia o la mayor o menor incidencia de
cada uno de ellos en los distintos momentos de esta estructura argumentativa es variada, de
suerte que puede quedar la impresión de que hay, a veces, un deslizamiento de un plano a
otro, o una incoherente yuxtaposición de uno en otro. Nos hemos concentrado en mostrar la
articulación entre estos diversos planos en algunos nudos principales de la argumentación.
Hemos visto que la articulación entre el plano teórico-explicativo y el empírico-histórico
resulta clave para entender la posición de Marsilio respecto del origen y finalidad de la
comunidad política. En efecto, la adecuada distinción y, al mismo tiempo, la confluencia de
ambos planos permite comprender cómo la comunidad política es en sí misma el resultado de
la aplicación de la razón humana a la necesidad de una naturaleza humana indigente, y cómo,
al mismo tiempo, esa interacción entre la causalidad natural y la razón humana se desenvuelve
en un proceso a lo largo del tiempo y por cuyas etapas han atravesado los hombres en el
recorrido que va desde diversas formas de asociación primitiva hasta llegar a la consumación
284
de la comunidad política acabada. Así puede ganarse precisión sobre una concepción como la
de Marsilio, que, no recoge el locus aristotélico de la politicidad natural del hombre, pero
tampoco deja encuadrarse fácilmente en las líneas del contractualismo tal como es concebido
en la modernidad.
La articulación entre el plano de la experiencia y el de la normatividad es también
particularmente relevante en el tratamiento de la naturaleza y finalidad de la ley. Hablar de ley
es, por definición, comenzar a hablar de un plano normativo. La ley, básicamente, ordena o
prohibe; ella establece una regla y medida que los actos humanos deben alcanzar. Más que
ningún otro autor, y tal vez por primera vez en la historia del pensamiento político, Marsilio
define a la ley por su forma: la ley es un precepto coactivo. No obstante, en consonancia con
una larga tradición objetivista occidental, la ley, si ha de ser “perfecta”, tendrá que ser justa. Y
es necesario e importante que la ley sea justa. El contenido del precepto coactivo no es
contingente ni está librado a la voluntad del legislador. Tanto es así que es el resultado de un
conocimiento, es aquello que constituye la ley “en sentido material”: el verdadero
conocimiento de lo justo y de lo injusto, de lo conveniente y lo perjudicial en los asuntos
civiles. Esta ciencia o doctrina del derecho es, como cualquier otro conocimiento, un
resultado de la experiencia humana. En el marco del progreso general de la razón humana en
el diseño de diversos géneros de artes y oficios, la regulación de los actos humanos ha pasado
de la ordenación rudimentaria que se verifica en la comunidad primitiva o aldea a la
sofisticación de una más elaborada ciencia o técnica jurídica. Por consiguiente, si la ley es una
medida a la que los actos humanos deben ajustarse, lo es porque también es como un “ojo
compuesto de muchos ojos”, un resumen del conocimiento alcanzado acerca de la mejor
forma de regular la conducta de los hombres con el fin de preservar la comunidad civil.
La articulación entre el plano teórico-explicativo y el preceptivo-normativo tiene un
punto central en el momento del itinerario argumentativo en que la explicación de la causa
eficiente de las partes de la comunidad política remata en la atribución de la autoridad
legislativa a la universitas civium o su valentior pars. Lo que inicialmente pertenecía a un
contexto que pretendía explicar cuáles son las causas de las partes de la comunidad política,
termina convirtiéndose así en una demostración de una tesis que ha de valer para toda
comunidad política rectamente entendida: el legislador humano “es y debe ser” la corporación
de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante.
Se ha denominado “falacia naturalista” a todo intento de definir la noción
presuntamente primitiva e indefinible del bien, remitiéndola a alguna propiedad natural. En
relación con esta concepción puede entenderse la crítica que se le hace a toda argumentación
285
en la que inválidamente se extrae una consecuencia con valor normativo a partir de una serie
de premisas donde no lo hay, en otras palabras, un argumento que contenga un “es” en las
premisas, y un “debe” en la conclusión. Por cierto, la validez de esta crítica está ligada a la
presuposición de que no hay ningún “es” sino aquel que corresponde al plano empírico y
fáctico. En efecto, si lo que es, es sólo y nada más que lo que de hecho es, resulta totalmente
ilegítimo pretender deducir de ello algo que debe ser. De allí que, si se prosigue por ese
camino hasta el extremo, tal modo de consideración termina reduciendo la ética a una lógica
deóntica. Pero ocurre que, por lo general, un presupuesto fundamental de quienes sostienen
los argumentos acusados de cometer tal falacia es precisamente que hay algún otro nivel
posible del “es” expresable en una proposición con sentido más allá del nivel empírico y
fáctico; y sobre ese nivel, metafísico, antropológico, o como quiera llamárselo, es que se
asienta el valor normativo de la consecuencia que se habrá de extraer de él.
Como hemos visto, los dos puntos centrales de la normatividad de la filosofía política
de Marsilio se relacionan con la vigencia de las leyes, y la autoridad última del legislador
humano. Las leyes deben regir en la comunidad política, y en conformidad con ellas debe
hacer sus juicios la parte gobernante. Y ello ha de ser así para asegurar la permanencia de la
comunidad civil, en la cual se adquiere aquella suficiencia de la vida que es parte de un
impulso natural que radica en todo ser humano. La causa eficiente primera y propia de la
institución de las leyes debe ser la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte
preponderante, porque con ello se asegura que las leyes promulgadas sean las mejores, y que
sean observadas, y ambas cosas hacen posible alcanzar aquella misma suficiencia que es
aquello a lo cual todos aspiran; y, además, porque les compete determinar aquel asunto que es
algo que a todos concierne y afecta. En esa corporación deben estar incluidos los ciudadanos
no especialmente cualificados por su instrucción, lo cual está justificado porque su juicio
cierto y su recta inclinación quedan garantizados por una naturaleza subyacente que opera en
ellos, y que es tal que no puede errar en la mayor parte de los casos. En cada caso en que
Marsilio tiene que remitir el “debe” de las conclusiones de su discurso político a una instancia
última en la que encuentra su fundamento, se trata de un fundamento que pertenece al ámbito
de una naturaleza que proporciona el impulso originario, el fin primario o la certitud de una
operación regular. La scientia civilis de Marsilio se desliza así subrepticiamente hacia una
scientia naturalis. Esta peculiar ciencia natural de fines del S. XIII y comienzos del XIV, por
mucho que contenga algunos rasgos deterministas o un menor compromiso teleológico en
comparación con la aristotélica en la que se inspira, está aún muy lejos de ser
una “ciencia particular” moderna, y sigue siendo, en buena medida, una ontología del mundo
de la vida, con todo el compromiso metafísico de categorías como las de materia y forma,
potencia y acto, virtus y operación propia, etc.. A esa ciencia natural, en la que la antropología
286
se hunde casi al riesgo de perder su especificidad, pertenecen todos los enunciados que dicen
cuál es el objeto al que todo hombre está inclinado naturalmente, cuál la condición inicial en
la que se halla para conseguirlo, y hasta qué posibilidades tiene de que los recursos para
lograrlo tengan un valor constante e invariable. El “debe” de las conclusiones de la ciencia
política se basa así en el “es” de una antropología naturalista o “naturalizada”, y no en la
constatación de un factum empírico.
Ahora bien, precisamente en la base naturalista de la normatividad marsiliana radica el
principal problema, la tensión irresuelta que mayormente afecta al planteo. La especificidad
de lo político residía en la respuesta de la razón humana a la satisfacción de una necesidad
natural, el arte humano aplicando su ingenio a completar o perfeccionar la indigente
condición natural humana. En esa acción tenía un lugar destacado la interacción de las
facultades cognoscitivas y volitivas, la elaboración de un conocimiento verdadero y el
afianzamiento de una recta afección o inclinación, en las instancias decisivas que hacen a la
constitución de la dimensión política: la función judicial del gobierno, la confección y
promulgación de las leyes. Pero a la hora de demostrar o garantizar la eficacia de la aplicación
de esas facultades cognoscitivas y volitivas, Marsilio se retrotrae al operar regular e invariable
de la naturaleza, que no se equivoca en la mayor parte de los casos. El conocimiento
verdadero y la recta inclinación se asimilan a un entendimiento y voluntad “fisiológicamente”
sanos; el error en el conocimiento y la desviación de la voluntad se convierten en un “fallo”
de la naturaleza, en orbatio. En ese momento límite de su fundamentación, a Marsilio se le
escapa de las manos la especificidad moral de la política. Con ello no queremos decir que
Marsilio debiera haber formulado incondicionalmente su ciencia política bajo los términos de
un ideal de virtud o un fin ético. Hemos visto que la eliminación de esas connotaciones es
resultado de un recaudo que responde al objetivo polémico de Marsilio. Una ciencia política
cargada con un contenido “moral” de ese tipo fácilmente era absorbida o subsumida en un
discurso teológico que favorecía la tendencia hierocrática. Pero el precio que paga Marsilio
por alejarse de ese riesgo, naturalizando al extremo el fundamento de la política, es el de
perder la especificidad moral de la política, entendiendo por ello, una ciencia de la acción
propiamente humana. El carácter específico de la acción humana, su índole racional y
voluntaria, es rescatado desde un comienzo como principio constituyente de la comunidad
política; pero a la hora de ir a sus bases, ese carácter específico se diluye en su substrato
natural. A la base del planteo filosófico-político de Marsilio, hay una tensión no resuelta en el
plano antropológico: una relativa indefinición respecto de la demarcación precisa entre el
ámbito de lo natural y el ámbito de lo propiamente humano.
287
La integración general de los tres planos que venimos analizando tampoco está ausente
de la eclesiología que en la segunda dictio completa el arco general de la argumentación del
Defensor pacis. Tal vez se nos podría reprochar que hemos prestado poca atención a la
verificación en ese terreno de un plano verdaderamente teórico. Pero ello es menos necesario
de lo que parece. Lo que en la tarea positiva de la primera dictio debía configurar una scientia
civilis, en la tarea negativa de la segunda dictio debe asumir la forma de una deducción a
partir de la Revelación y las autoridades. Marsilio está obligado a internarse en la misma
metodología que dio nacimiento a la doctrina de la plenitudo potestatis papal, construida no
como una teoría filosófica de gobierno, sino como una derivación o exégesis de los principios
bíblicos que pueden apoyar las pretensiones papales. La eclesiología de Marsilio asume, en
primer término, la forma de una contra-teoría que revisa los resultados de la tradición
exegética del papado con sus mismas armas. En segundo lugar, somete a revisión esa
construcción teórico-deductiva con el panorama de la evolución institucional de la Iglesia.
Aquí es donde el plano empírico se vuelve propiamente un plano histórico en sentido estricto.
La gestación y el desarrollo de esta particular comunidad que es la communitas fidelium
atraviesa distintas etapas, desde su surgimiento en una posición marginal dentro de un ámbito
no cristianizado, hasta su expansión por todo el ámbito político y, finalmente, su coincidencia
total con el ámbito de la comunidad civil, el momento en que el legislador humano se
convierte en legislador humano fiel. Pero la relación de este plano histórico con el plano
normativo se vuelve particularmente crítica. Durante el último y reciente período de la
historia de esta comunidad, por causas contingentes que podrían no haber ocurrido –y que
pueden remitirse, en última instancia, a la ambición material y la corrupción de los últimos
papas y su colegio “oligárquico”–, la historia de lo que de hecho fue ocurriendo se distanció
cada vez más de lo que debió ocurrir. Por ello se hace necesario, a partir de allí, distinguir
entre la forma en que de facto procedió el papado romano en su relación con el poder
temporal, y la forma en que de iure hay que considerar que debe proceder.
En este sentido, puede decirse que el saldo final que deja la segunda dictio es mucho
más crítico que el de la primera. En el nivel de la filosofía política natural, la normatividad
secundaria que reclama la subordinación del sacerdocio a la parte gobernante, puede que esté
“impedida” actualmente por una singular causa de discordia que obstruye el logro de la paz,
pero el acento puesto en la regularidad de la naturaleza que la fundamenta da a entender que
288
ese impedimento no podrá prosperar. El Defensor pacis promueve la legitimación doctrinaria
de un poder temporal que, desde el punto de vista histórico, tarde o temprano habrá de
afianzarse históricamente. En cambio, la reforma que se necesita en el plano de la eclesiología
es mucho mayor: es necesario alcanzar una normatividad con respecto a la cual los hechos
todavía están muy lejos. La crisis por la que atraviesa la Iglesia bajo la dirección del papado
exige una profunda reestructuración de su sistema de gobierno. Ello tal vez explique por qué
la posteridad prestó inicialmente una atención mayor y casi exclusiva a la polémicas tesis de
la segunda dictio del Defensor pacis.
Hemos interpretado la scientia civilis desarrollada en la primera dictio del Defensor
pacis como una “filosofía política natural”. Con toda justicia cabría plantearse la pregunta
acerca del sentido de esa denominación y su pertinencia. La respuesta más sencilla y
superficial sería decir que se trata, en buena medida, de un discurso racional en el que pueden
verse reflejados muchos de los tópicos de la filosofía política a lo largo de la historia: el
origen de la sociedad, el sentido de la función de gobierno, la definición y necesidad de las
leyes, la autoridad de institución de las mismas, la elección y eventual destitución del
gobernante, etc.. Pero a ello bien podría replicarse que no existe una “filosofía” política
propiamente dicha en la Edad Media. De hecho, la Edad Media no conoció sino muy
tardíamente textos con reflexiones de teoría política más o menos sistemáticos. Aun cuando se
concediese que el Defensor pacis es un texto de una envergadura teórica superior a los espejos
de príncipes o tratados de publicistas, una consideración filosófica de la obra de Marsilio
correría el riesgo de caer en una extrapolación de contenidos abstractos y conceptuales,
perdiendo de vista la significación histórica de la obra y su motivación circunstancial. El
Defensor pacis –se dice desde esta perspectiva– no es más que un panfleto político que toma
partido a favor del Imperio en su lucha contra el poder del papado. No se trataría de un texto
interesado en sí mismo en elaborar profundas elucidaciones teóricas.
Sin embargo, creemos que precisamente una seria atención a la significación histórica
de la obra y su carácter polémico debieran, por el contrario, habilitar una justa apreciación de
su significación filosófica, sin que ello signifique aceptar sus bases ni un juicio de valor sobre
la grandeza o las limitaciones de la misma. El objetivo que el Defensor pacis tiene a la vista
289
es la destrucción de la doctrina de la plenitudo potestatis papal. En cuanto la teoría papal
constituye una legitimación teórica de una pretensión política, la reacción contra ella se
configura como una legitimación teórica de un poder político vigente, aquél que es
menoscabado por la pretensión papal. Ahora bien, esa legitimación teórica asume en la Edad
Media la forma de una legitimación simbólica –trazada sobre fundamentos igualmente
teológicos o con elementos representativos, o bien la forma de una construcción jurídica
basada en la tradición del derecho romano, o bien la forma de una construcción argumentativa
sobre principios basados en el material filosófico y científico disponible conforme al método
y la disciplina dentro de la organización del saber institucionalmente vigente. Esto último
significa ni más ni menos que el desarrollo de la legitimación teórica del poder secular en el
ámbito del aristotelismo universitario. Y, en tal sentido, no habría mayor dificultad en ubicar
a Marsilio dentro del grupo de intelectuales que en los S. XIII y XIV podemos denominar
“filósofos”, esto es, los maestros o miembros de la Facultad de Artes que se distinguen por su
formación en el repertorio científico y filosófico basado en Aristóteles y que se reivindican a
sí mismos en cuanto tales.
Pero con esto sólo hemos avalado la pertinencia de aplicar a la construcción teórico-
política marsiliana el adjetivo “filosófica” tomando como base un criterio histórico, a saber,
aquello que podemos entender como “filosofía” dentro del horizonte de posibilidades del
mundo medieval del S. XIV. Otra cuestión sería la de indagar si acaso es pertinente la misma
denominación a partir de un criterio “conceptual” –no, por ello, menos histórico–, es decir, lo
que para nosotros puede significar cumplir con las exigencias de lo que debe entenderse por
“filosofía política”. La cuestión desemboca así en el irresoluble y al mismo tiempo insalvable
problema de en qué consiste la disciplina denominada “filosofía”, si acaso es posible definirla,
y si hay en ella alguna unidad por encima de la diversidad de sus manifestaciones a lo largo
de su historia. Desde una perspectiva que intenta permanecer abierta a la variedad de estas
manifestaciones, es decir, sin asumir una determinada corriente o escuela filosófica en
particular, pero al mismo tiempo, sin presumir de una neutralidad que es quizá incompatible
con cualquier modo de decir auténticamente filosófico, tomaremos como un presupuesto la
caracterización formal de la filosofía como una disciplina con la permanente aspiración a
instalar su investigación en un terreno último de cuestiones. Con ello, queremos considerar
como filosófico todo tratamiento en el que las cuestiones –las preguntas y problemas con los
que trata, y no tanto las respuestas o las tomas de posiciones con las que los enfrenta– tienden
a plantearse en un ámbito más allá del cual no es posible ir, lo que equivale a decir, no es
posible remitirse a un ámbito superior o más universal adonde aquellas preguntas y problemas
puedan relegarse, y, en tal sentido, nos enfrentan al desafío de un posicionamiento radical y a
un compromiso con decisiones de fondo. Podemos entender, entonces, como “filosofía
290
política” la aplicación de este tratamiento filosófico a la comprensión del fenómeno de la
dimensión política humana. Desde este punto de vista, sin necesidad de convertir al Defensor
pacis en un tratado sistemático con fines teóricos, ni de abstraerlo de sus motivaciones
circunstanciales, podemos considerar el desarrollo de la argumentación teórico-política
contenida en él como un ejercicio de “filosofía política”, en la medida en que aborda el
fenómeno de la dimensión política humana desde una perspectiva que se instala en un
territorio de cuestiones últimas. La investigación sobre la dimensión política humana
emprendida en el Defensor pacis con el objetivo histórico de la legitimación del poder
secular, no es filosófica por el mero hecho de que recaiga en “tópicos” reconocibles en otros
tratamientos considerados filosóficos, sino en tanto y en cuanto pueda decirse que
efectivamente lleva a un terreno último las preguntas por el origen de la sociedad política, y la
fuente de la legitimidad de las normas y de la autoridad que la regulan. Como en toda obra
filosófica, el Defensor pacis será reconocido como tal por la profundidad de sus planteos, más
allá de sus logros, y, desde ya, de sus aciertos o limitaciones. Lo que hace filosófica a una
empresa, suele ser sus ambiciones más que sus resultados, y ello tanto vale para el Defensor
pacis, cuanto que se compromete con una explicación de las causas y los fundamentos de la
dimensión política humana, en concordancia con la experiencia histórica y con una pretensión
normativa sobre los hechos.
Tal vez sea necesario aún decir algunas palabras sobre la discusión acerca de la
significación histórica o ideológica de la obra de Marsilio.
Una estéril polémica suele darse entre el análisis “abstracto” y “descontextuado” de las
ideas y los textos, y la seriedad de un abordaje histórico particularizado. La sensata
recomendación de no aislar las ideas del ambiente histórico en el cual emergen termina, a
veces, en un injustificado extremo, en el que el análisis de los conceptos y la reconstrucción
de la argumentación se diluyen en favor de la inserción del autor en su medio cultural, las
circunstancias políticas en que se halla envuelto y la repercusión histórica de su obra. Por
cierto, toda obra, sea literaria, artística o filosófica, es mucho más que el resultado de una
subjetividad creativa: es imposible sin el esfuerzo y el trabajo acumulado de una tradición,
vale decir, es un producto cultural. En cuanto tal, constituye, ineludiblemente, un fenómeno
histórico. Pero ello no autoriza a desvirtuar la especificidad de ese fenómeno histórico entre
291
otros. La obra escrita y, en particular, la que puede ser incorporada a la historia del
pensamiento –para esquivar las dificultades con la categoría de obra “filosófica”– contiene un
desarrollo conceptual y aspira a una significación universal como ingredientes propios frente
a otros productos culturales y otros fenómenos históricos. Ante el hecho histórico del
enfrentamiento entre dos factores de poder en disputa, puede ocurrir el despliegue de fuerzas
militares, el reacomodamiento de otros factores de poder en uno u otro partido, la gestación de
una epopeya que consagra el triunfo de uno de ellos, o la proclama panfletaria que asienta en
un bando la expresión verbal de una acción inminente. Pero también puede escribirse una obra
para explicar los principios en los que deben fundarse las acciones, y para demostrar la
verdad o la validez de las conclusiones que se desprenden de ellos. En tanto y en cuanto la
obra logre realizar esa exigencia, por su misma índole elevará el planteo de la cuestión a un
plano de universalidad que trasciende la inmediatez y la particularidad de los hechos sobre los
que se pronuncia. El Defensor pacis toma partido entre dos factores de poder en disputa en
una circunstancia precisa. Con el explícito objetivo de intervenir en dicho conflicto, se
propone un desarrollo teórico y argumentativo con el que entiende habrá de lograrse un
principio de solución al conflicto. Ese desarrollo teórico argumentativo asume una forma que
cuadra con los rasgos del escolástica universitaria del S. XIV y, por tanto, no se lo puede
entender sin conocer esos rasgos históricos. Pero se trata de los rasgos históricos de una forma
de argumentación, de un conjunto de tradiciones conceptuales y de una serie de opciones de
pensamiento frente a ciertas cuestiones o problemas fundamentales. La necesidad de hacer
justicia a la dimensión teórica del Defensor pacis responde a la integridad de una
preocupación histórica y no al interés abstracto de una motivación filosófica.
Otra forma de descalificar la significación teórica del Defensor pacis consiste en
relegarla a una mera función ideológica. El concepto de “ideología” dista mucho de ser
transparente o unívoco, pero queda claro, en este caso, cuál es el alcance de su aplicación: el
de una construcción simbólica puesta al servicio de intereses materiales, y no con el fin de
esclarecer una verdad teórica, particularmente en cuanto se revela incapaz de una actitud
crítica respecto de ciertos preconceptos consagrados socialmente. Ciertamente, el Defensor
pacis de Marsilio de Padua no está libre de estos elementos ideológicos, tal como se advierte
en los criterios sociales de exclusión de la ciudadanía y, en general, en la evidente parcialidad
de sus severos juicios para con la ambición política y material del papado, en contraste con la
obsecuente actitud respecto del “príncipe fiel” al que dedica su obra. Ahora bien, si la
presencia de elementos ideológicos impide considerar al Defensor pacis como una obra de
“filosofía política”, cabe preguntarse, entonces, si acaso hay alguna que no los tenga, teniendo
a la vista exponentes máximos como la misma Política de Aristóteles o las Lecciones de la
filosofía del derecho de Hegel. El verdadero cuestionamiento es, entonces, si existe algo así
292
como una “filosofía política”, una parte del saber filosófico aplicado a la realidad política
humana, o si todo lo que se ha mentado como tal no es más que una construcción ideológica
puesta al servicio de intereses parciales dentro de un determinado juego de fuerzas materiales
e históricas. Pero obviamente ello pertenece ya a otro género de discusión, que aquí no
podemos desarrollar.
Después de esto, podemos extraer algunas conclusiones generales en torno del aporte de
Marsilio a los conceptos fundamentales de gobierno, ley y autoridad legislativa.
Marsilio no explica el surgimiento de la comunidad política en relación con un elevado
ideal de virtud, sino con una más modesta aspiración a la suficiencia respecto de las
necesidades más primarias de la vida. La comunidad política es el único ámbito en el que los
hombres obtienen dicha suficiencia, y, por ello, se vuelve imprescindible garantizar la
permanencia de la comunidad política, asegurando la asociación y los vínculos entre los
hombres. La función primordial de la parte gobernante es regular la conducta externa de los
hombres, con el fin de evitar desbordes cuyas potenciales consecuencias ponen en peligro la
permanencia de la comunidad. Esta justificación de la figura de gobierno por la tarea
meramente negativa de reprimir actos contenciosos quizá pueda desilusionar a quien espere
una visión más exaltada de la investidura del gobernante.
Algo similar ocurre con el delicado balance que Marsilio plantea entre el contenido y la
forma de la ley. Una ley es un precepto coactivo, una orden que impone por la fuerza un
castigo a sus eventuales transgresores. Por cierto, no cualquier cosa puede entrar bajo la forma
del precepto coactivo o, más precisamente, no cualquier cosa debiera entrar en ella. No da lo
mismo el que las leyes sean o no “perfectas”, pues si son deficientes respecto de la debida
condición, el conocimiento verdadero de lo justo y de lo injusto, no se cumple con el
propósito para el cual han sido establecidas: contribuir a aquella tarea de gobierno que para la
comunidad es indispensable, y cuya deficiencia es crítica. Por tanto, el precepto coactivo debe
ordenar lo debido, esto es, “lo justo y lo conveniente”, pero ese contenido no se determina
como una justicia intrínseca o abstracta, sino que es “lo justo y lo conveniente civil”, vale
decir, una justicia política. En efecto, lo justo no es otra cosa que aquel “equilibrio” necesario
293
entre los actos fenoménicos de los hombres, que permite asegurar la permanencia de la
comunidad política. También aquí alguien podría considerar que semejante reducción del
concepto de justicia a una definición puramente política significa un retroceso respecto de una
larga tradición que se compromete con la postulación de una justicia universal y superior a
cualquier legislación positiva humana.
Pero los reducidos alcances de esta función meramente negativa en la concepción
marsiliana de la ley y de la figura del gobierno pueden adquirir un valor positivo si son
puestos en el contexto de justificación en el cual se inscriben. Desde la misma orientación
polémica de la obra, la refutación de la validez de las pretensiones políticas del poder
espiritual se desarrolla como una fundamentación de la legitimidad del poder que ejerce el
gobernante secular. En este punto, la doctrina de Marsilio se encuadra dentro de un rasgo
general del pensamiento político medieval, en cuanto éste se presenta como una teoría del
dominium, desde la línea agustinizante que remite el dominio del hombre sobre el hombre al
pecado original, hasta las teorizaciones de tratadistas como Juan de París y Guillermo de
Ockham, en las que la explicación del origen y la legitimidad del poder político o dominium
temporale corre paralela a la del origen y legitimidad del dominium sobre las cosas o derecho
de propiedad. En el lenguaje de Marsilio, el poder político no está entendido bajo uno de los
significados del término dominium, sino como una potestas coactiva. Allí donde se inicia la
validez de esa capacidad de coaccionar, y allí donde ella termina o está ausente, es donde se
inicia o termina la esfera misma de la autoridad propiamente política. En todo ello, Marsilio
se instala, a su vez, dentro de una tendencia fuertemente arraigada en el pensamiento político
occidental, que concibe a la filosofía política predominantemente como una teoría de
legitimación del poder político.
Ahora bien, en esa tendencia, el pomposo lenguaje con que la filosofía política suele
hacer ver en el orden político la plenitud de la vida práctica y social humana, y en la facultad
de gobierno la potencia de realización de los más elevados fines, corre el riesgo de caer en
una sacralización del Estado y del orden jurídico constituido, y en una dignificación de toda
instancia de poder, con el consecuente peligro de que la argumentación filosófica que los
sustenta se preste servilmente a la legitimación de las estructuras de poder vigentes. Una
visión más descarnada y menos “ennoblecida” del origen y los fines del poder político,
contiene un ingrediente que puede funcionar como un antídoto contra ese peligro. Por más
que esa visión sea enarbolada justamente para avalar los reclamos de un factor de poder en
litigio con otro –tal el caso de Marsilio–, será, sin embargo, una justificación mucho más
primaria y elemental que la de aquellas que bendicen el poder político con más sofisticados y
elevados fundamentos. Y en igual sentido, la misma administración de justicia que dice
294
ejercer el poder recibirá también un alcance más modesto. Los límites de un concepto de
justicia como el marsiliano, definido en términos estrictamente políticos, pueden contribuir a
no olvidar que la justicia que ejercen los hombres, y que constantemente invocan, es, al fin de
cuentas, justicia humana y no justicia absoluta.
La fundamentación de las dos instancias primordiales a través de las cuales se
constituye el orden político, la ley y el gobierno, la remite Marsilio a una base que se
identifica con la totalidad constituyente del cuerpo político. En torno del modo de acción, la
congregación efectiva y la plasmación empírica de la figura teórica de la corporación de la
totalidad de los ciudadanos, equivalente a su parte preponderante, restan numerosos aspectos
problemáticos. Como fundamento universal de la legitimidad del orden político que procede
de ella, se presta a una instrumentalización argumentativa que puede tergiversar totalmente su
sentido. Una vez afirmada la legitimidad del poder político que se sustenta en ella, cuanto más
consolidada esté por esa fundamentación, la acción efectiva de dicho poder puede ir
tranquilamente tomando distancia de la fuente de esa su legitimidad, al punto de olvidarla por
completo, y abandonarla así al plano de una virtualidad jurídica que desnaturaliza
substancialmente su fundamento. O bien puede ocurrir que, en la plasmación empírica de las
exigencias de universalidad de esta instancia fundante, se introduzcan subrepticiamente
prácticas parciales o delegaciones inconsecuentes, de suerte que, al final, quede totalmente
desvirtuada su naturaleza universal, y se traicionen aquellos principios de totalidad y
omniabarcabilidad en que se sustentaba. En cualquier caso, aún cuando Marsilio haya recaído
en estos errores consciente o inconscientemente, el giro radical que representa, en el curso del
pensamiento político, volcar la mirada sobre esa base universal, y concentrar tanta energía
especulativa en su afirmación y defensa, es ya, por sí mismo, un paso significativo hacia el
reconocimiento que esa base merece.
A la innegable impresión de que en el terreno histórico-político las ideas van a la zaga
de los hechos, se contrapone la razonable consideración de que nada puede aparecer en el
escenario de los hechos si es totalmente inconcebible en el plano ideal. En un sentido, cabría
decir que el concepto marsiliano de la universitas civium o su valentior pars representa una
elaboración sin precedentes en el mundo medieval y que prefigura un concepto que habrá de
realizar el mundo moderno; en otro sentido, no escapa a los ingredientes específicos del
mundo medieval, y no va más allá de lo que éste puede concebir. De lo que Marsilio no
dispone es la noción moderna del individuo autónomo “previo” a la comunidad política. Si la
soberanía popular significa la soberanía del pueblo como un cuerpo político compuesto de una
multiplicidad de estos puntos atómicos, como el colegio de ciudadanos que funciona según
“un hombre, un voto”, es claro que es imposible hablar de una teoría marsiliana de la
295
soberanía popular. El Soberano, la unidad constituida por el acto simultáneo de enajenación
de cada uno de nosotros en favor de la voluntad general, supone o significa la disolución de
las “masas particulares” o estamentos de la sociedad anterior a la que pertenecían. Esta
“libertad absoluta” en la que “se han cancelado [...] todos los estamentos sociales que son las
esencias espirituales en las que se estructura el todo”1 es la expresión conceptual del
acontecimiento histórico que conocemos como “Revolución Francesa”, la igualación de los
componentes de la sociedad en individuos libres e iguales entre sí. Difícilmente puede
pensarse que Marsilio haya llegado a concebir su universitas civium como compuesta por esta
clase de “ciudadanos”. Es significativo que se presente más bien como un todo
corporativamente “superior a cualquiera de sus partes componentes”. Pero en otro sentido, si,
con la tradición romana, entendemos que el pueblo es “tota civitas”, la totalidad de la
comunidad política, podemos entender como teoría de la soberanía popular a una
fundamentación filosófica de la atribución de la autoridad legislativa a dicha figura del
pueblo, en especial, si va más allá de la mera declamación de un cuerpo jurídico ambiguo que
consagra la ley, ora como una constitutio populi, ora como la voluntas principis. En la
elaboración de las razones, la conveniencia y la necesidad de identificar al legislador humano
con la figura del pueblo radica el principal alcance del esfuerzo teórico de Marsilio. Desde
este punto de vista, quizá no sea temerario decir que un magister artium del S. XIV, médico
de profesión, y complicado en las batallas de la arena política de su tiempo, fue el primero en
elaborar en occidente una teoría filosófica de la soberanía popular.
Julio A. Castello Dubra
Universidad de Buenos Aires
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304
INDICE
INTRODUCCIÓN: EL CONTEXTO HISTÓRICO Y DOCTRINARIO 1
I. El problema de la filosofía política medieval 1
II. Las bases de la teoría del gobierno papal 6
(i) La configuración de la monarquía papal 7
(ii) La progresiva “desnaturalización” del orden político 12
III.El reingreso de Aristóteles y la reacción contra la hierocracia papal 16
IV. Contexto y circunstancia de la obra de Marsilio 23
(i) El conflicto político entre papado e Imperio hacia principios del S. XIV 23
(ii) Vida y perfil personal de Marsilio 28
CAPÍTULO I: LA SCIENTIA CIVILIS 33
I.El objetivo teórico-político de Marsilio: la destrucción de la plenitudo potestatis papal. 33
II. El aristotelismo de Marsilio 43
III.El perfil de la scientia civilis 48
IV. El contenido de la primera dictio del Defensor pacis 55
CAPÍTULO II: ORIGEN Y FINALIDAD DE LA COMUNIDAD POLÍTICA 65
I.El origen de la comunidad civil 65
II. La finalidad de la comunidad civil 73
III.Acerca del contractualismo de Marsilio 81
(i) El estado individual del hombre. 83
(ii) Naturalidad o artificialidad de la sociedad política. 86
(iii) La fundación de la sociedad por el Contrato. 91
(iv) Balance y conclusiones sobre el contractualismo de Marsilio 95
305
CAPÍTULO III: LAS PARTES DE LA COMUNIDAD POLÍTICA 99
I.Las causas finales de las partes de la comunidad política 99
(i) La finalidad de la parte gobernante 103
(ii) El origen sobrenatural del sacerdocio 108
II. Las restantes causas de la comunidad política: materiales, formales y eficientes. 111
III.Funcionalismo comunal y corporativismo 116
CAPÍTULO IV: LA LEY 123
I.La noción marsiliana de ley 123
(i) Aspecto material y formal de la ley 126
(ii) Sobre el “positivismo” de Marsilio 130
II. La finalidad de las leyes 138
(i) La imparcialidad de la ley 141
(ii) La ley y la experiencia humana 143
(iii) Balance sobre el positivismo marsiliano: la significación política del concepto de justicia 147
III.Ley divina y ley humana 149
CAPÍTULO V: EL LEGISLADOR HUMANO 158
I.Marsilio de Padua y la teoría de la soberanía popular 158
II. El concepto de legislador humano 162
(i) La universitas civium 164
(ii) La valentior pars 169
(iii) Delegación y representación 177
III.La autoridad legislativa de la universitas civium 183
(i) Primer argumento: la universitas civium y la perfección de las leyes 184
(ii) Segundo argumento: la universitas civium y la observancia de las leyes 190
(iii) Tercer argumento: la universitas civium y la finalidad de las leyes 195
(iv) Breve resumen de los argumentos 197
(v) La autoridad legislativa y la idoneidad del vulgus 200
(vi) Balance sobre la doctrina marsiliana de la soberanía popular 209
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CAPÍTULO VI: EL GOBIERNO 217
I.Las formas de gobierno 217
II. La institución del gobierno. 223
(i) La corrección del gobernante: el “constitucionalismo” de Marsilio 229
III.La unidad del gobierno y la unidad de la civitas. 235
CAPÍTULO VII: LA IGLESIA 247
I.La estructura argumentativa de la segunda dictio 247
II. Los contenidos de la segunda dictio 250
III.Los planos de la argumentación 263
(i) El plano teórico-explicativo: los fundamentos de la teología cristiana 263
(ii) El plano empírico-histórico: la historia de la Iglesia. 264
(iii) El plano prescriptivo-normativo: el gobierno de la Iglesia. 270
APÉNDICE: EL DEFENSOR MINOR 276
CONCLUSIÓN 282
BIBLIOGRAFÍA 297
307