Teonanacatl
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TEONANÁCATL Philip Richard Conover Lazo nació en la ciudad de México en 1947. Es descendiente de William Alexander, primer Señor de Stirling, de William Alexander, Lord Stirling, de Robert Livingston, John Stevens y Robert Livingston Stevens. Del lado de su madre desciende de Antonio Maza, mentor y suegro del presidente Benito Juárez. Su abuelo fue el arquitecto y maestro Carlos Lazo del Pino, su tío Carlos Lazo Barreiro fue el arquitecto constructor de la Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
El autor estudió en Saint Paul’s School, Concord, New Hampshire, donde su bisabuelo, el Dr. Henry Coit fue el rector fundador. Ha escrito poesía en inglés desde la edad de quince años. En junio de 1968 fue a Huautla y experimentó visiones trascendentales después de comer los Hongos Sagrados. Posteriormente viajó a Europa donde vivió hasta 1971. En París estudió filosofía en La Sorbona y arte dramático con Isabel Garma y Jaques Le Coq. En Londres continuó sus investigaciones en las bibliotecas del Museo Victoria y Alberto, y del Museo Británico. A su regreso a México estudió medicina durante un año en la UNAM. Poco tiempo después escribió Teonanácatl. Actualmente reúne sus notas sobre temas filosóficos y religiosos, que más tarde publicará junto con sus obras poéticas.
Philip Conover está casado y tiene un hijo y dos hijas. En su tiempo libre fabricó su propio remolque y un catamarán y disfruta de viajar con su familia.
La fotografía muestra al autor algunos meses antes de su viaje a Huautla.
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TEONANÁCATL LA COMIDA DE LOS DIOSES
PHILIP CONOVER
THE HUAUTLA PRESS/PRENSAS EDITORAS DE HUAUTLA
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The Huautla Press/Prensas Editoras de Huautla
Galeana 25 San Ángel, México D.F. 01000
Primera edición en inglés 1994 ISBN 968-‐‑6744-‐‑01-‐‑0
DR Copyright © Philip Richard Conover Lazo Todos los derechos reservados
Impreso y hecho en México por Fotolito Jem S. de R.L.
Osa menor 84, Prado Churubusco México, D.F. 04230
Tipografía en Palatino
Traducida al español por el autor 1998 DR Copyright sobre la traducción Philip Richard Conover Lazo Única traducción autorizada, todos los derechos reservados
ISBN 968-‐‑6744-‐‑02-‐‑01 The Huautla Press/Prensas Editoras de Huautla
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CONTENIDO
Nota del autor 9
Primer día
14
Segundo día 38
El sueño 85
Tercer día 97
Notas al texto
111
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NOTA DEL AUTOR
Por mucho que me pese, ya que preferiría que el texto de Teonanácatl hablase por sí mismo, encuentro necesario incluir esta nota de autor. Un trabajo de esta naturaleza resulta difícil de presentarle al público; el autor cuestiona sus motivaciones, la idea misma, la prudencia y la justicia de presentarlo ante el público.
Si la obra se presenta como una pieza de ficción, podría ser mal entendida como una construcción literaria. Si en cambio, esta es presentada como una obra autobiográfica las motivaciones del autor podrían ser mal interpretadas. La poesía es el vehículo mas antiguo para la expresión de este tipo de experiencias, quizás sea el de mayor acercamiento, el lenguaje de la literatura y el de la poesía. Pero aún más importante, Teonanácatl desea comunicar una experiencia espiritual; no dentro del contexto de una religión específica, sino como una experiencia con profundas implicaciones religiosas, y es en este sentido que Teonanácatl deja de ser una experiencia individual para convertirse en una experiencia universal. El autor como agente es tan sólo un intermediario, y su historia personal es el marco donde se desarrollará una experiencia de mucho mayor alcance, que supera su identidad personal. Unicamente en este sentido es viable Teonanácatl y es de esta manera como el autor desea presentarlo, como un regalo de la tierra de Huautla y de su gente, los Macehualli, los humildes hijos de Tláloc.1
La idea de escribir esta historia me vino a la mente en el momento mismo en que se desarrollaban los hechos. Primero en Huautla y luego, de una manera más clara en París, entendí que esto era lo que debería hacer: comunicar lo que había aprendido. Fue en París, en junio de 1968, mientras recorríamos los senderos del Jardín de Luxemburgo, cuando le conté a un amigo la parte medular de la historia. No aproveché entonces esa oportunidad para escribir la obra, absorto como estaba en otras tareas. Investigaciones que equivocadamente pensé me prepararían para mis futuros trabajos literarios. Fui demasiado lejos, recorrí distancias innecesarias; de hecho me encontraba más preparado en junio de 1968 de lo que estoy ahora. Afortunadamente en ese momento escribí valiosas notas e instrucciones sobre cómo debería desarrollar la historia. De hecho escribí la primera versión de Teonanácatl, siete años después del evento, luego de muchas aventuras y búsquedas. Hasta que encontré un lugar donde
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vivir, y la suficiente tranquilidad para escribir. Al cabo de los años revisé lo que había escrito, y finalmente terminé el trabajo veintiún años después de mi experiencia en Huautla.
El motivo de esta extraordinaria demora se debió a que en 1968 sentí que debería escribir un tratado filosófico que acompañase a Teonanácatl, para así complementarlo; junto a un tercer trabajo, una colección de poesía; todos sobre el mismo tema surgido de la visión de amor trascendental en Huautla. Este propósito se convirtió en ardua y extensa labor. Surgieron muchas consideraciones de índole religiosas, filosóficas, psicológicas, psicohistóricas, antropológicas y estéticas. Afortunadamente me da gusto poder decir que he terminado el trabajo. Me habría encantado publicar las tres obras simultáneamente, sentí que no se debía retrasar más la publicación de Teonanácatl, ya que los tiempos así lo exigían y que también fuera un prefacio para las obras que vendrían.
En Teonanácatl me he esforzado en recuperar mi experiencia con los Hongos Sagrados de Huautla, imagen por imagen; en una suerte de gimnasia mnemónica practicada a lo largo de los años. Una práctica que se convirtió en un ejercicio espiritual. He tratado de recuperar y clarificar en mi memoria los eventos vividos en Huautla. La historia que narro en Teonanácatl es mi mejor esfuerzo. El título de la obra, Teonanácatl, significa en náhuatl la carne de los dioses o la comida de los dioses; fue el nombre que los mesoamericanos le dieron a los Hongos Sagrados (psilocybe mexicana). Su nombre en mazateco es Ndi-‐‑Shi-‐‑to. El título me fue sugerido durante una conversación casual que tuve en abril de 1987, a bordo de un transbordador, mientras cruzábamos de la isla del Carmen, en el estado de Campeche, a la costa del estado de Tabasco. El canal es ancho, la travesía larga, y durante el curso de la conversación con algunos compañeros de viaje alguien profirió la palabra Teonanácatl; un nombre antiguo, secreto, con una especial connotación religiosa, rara vez articulada en México. Supe inmediatamente, que esa palabra se convertiría en el título de mi historia. Quizás la experiencia de ser remolcados de una orilla a otra a la manera del barquero Caronte, hizo que surgiera desde nuestro inconsciente la palabra Teonanácatl. En esos momentos una cierta intimidad se desarrolla entre las almas que comparten un mismo viaje, y fue así como sucedió que empezamos una conversación sobre Huautla.
El estilo de la narración trata de recapturar el espíritu de aquellos tiempos. Épocas de juventud, de temerarias aventuras y descubrimientos. También épocas de gran romance. Se me puede acusar de eso; también habría que decir
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que fui un joven lector de Emilio Salgari,2 de Henry Rider Haggard3 y después de Thomas Edward Lawrence,4 del doctor Ernesto Guevara Lynch5 y de don Álvar Núñez Cabeza de Vaca;6 y habiendo mencionado esta ilustre compañía espero no haberlos deshonrado.
La sección intitulada El sueño se refiere a un sueño real que tuve algunos años después de los hechos relatados en el segundo día; sin embargo la considero de gran valor pues es una síntesis onírica donde busco elucidar ciertos fenómenos espirituales a los que hago alusión durante la experiencia de los hongos [p. 67, nota 20]. Existe otra interpretación posible que me gustaría ofrecer: En el manuscrito original del sueño escribí Astrolabio en vez de Esfera Armilar de Platón porque en ese momento sinceramente pensé que lo que había visto en el sueño era un Astrolabio. Muchos años después, al leer el Timeo de Platón, vi una fotografía de una Esfera armilaria del siglo XVI incluida en el texto, [Penguin Book Ltd Harmondsworth, Middlesex, Inglaterra, 1965]. Entonces comprendí con gran asombro que lo que yo había visto en mi sueño de hecho había sido una esfera armilar. El astrolabio fue un sextante primitivo, y su imagen de ninguna manera correspondió a la que ví en el sueño; claramente fue una esfera armilaria, mas en ese momento no sabía lo que era y es por esta razón que pienso que ese sueño fue algo más que un sueño. ¿Es posible que entonces estableciera contacto con una memoria más vasta que la mía? Verdaderamente, muchas cosas extrañas pueden suceder mientras soñamos. ¿No es acaso la vida entera un sueño que compartimos con La Fuente?
El poema Un gran edificio estaba también se refiere a un sueño que tuve por esa época. Los dos sueños se complementan y fueron escritos inmediatamente después de que sucedieron. Los considero claras y fieles representaciones en prosa y en poesía, respectivamente. Son los sueños más extraordinarios que he tenido en mi vida, y es también por esta razón que decidí incluirlos en la obra.
En 1970, mientras vivía en Londres –en el número ocho de la calle Estadio, en el barrio del fin del mundo (The World’s End en Chelsea)– leí el libro de Carl Gustav Jung Memorias, sueños y reflexiones. Fue entonces cuando me empecé a entrenar, como lo sugiere Jung en su libro, a programar mis sueños con un fin especial: el de anotar y estudiar su simbolismo individual como una manera de conocerme a mí mismo y reflexionar sobre el contenido de mi inconsciente. Esta práctica me ha servido de mucho a través de los años, ya que he podido preservar en prosa y en poesía sueños memorables, inmediatamente después de haberlos soñado. En más de una ocasión he compuesto poesías mientras dormía
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sin haber logrado despertarme para escribirlas. Aún recuerdo que perdí bellos poemas de esta manera.
Los otros dos poemas incluidos en El sueño no corresponden a sueños reales. Éstos son La Casida de Mumtaz Mahal y La Casida del León y del Sol. No pude resistir el deseo de incluir estos dos poemas así es que los inserté en momentos apropiados de la secuencia del sueño. La Casida de Mumtaz Mahal no presentó mayor problema. El poema es un diálogo imaginario entre el personaje Ali Ibrahim y el Shah Jahan, así que en el contexto de las voces que escuchaba al comienzo de El Sueño este diálogo queda muy bien y es una fiel añadidura al espíritu de El Sueño. Fue más difícil La Casida del León y del Sol. Para este poema tuve que crear una imagen especial que pienso queda justificada. Durante el sueño no vi la imagen de una mujer en el fondo del estanque en forma de flor de loto, aunque cabe decir que la fuente sí fue muy real. Aisha, la mujer que aquí nos concierne, es la memoria de una libanesa que conocí en Francia. La certeza de que volvería a verla y el extraño sentimiento de que la conocía desde siempre, me impulsaron a incluirla en mi sueño junto a la Casida del León y del Sol que ella inspirara originalmente.
Me gustaría disipar cualquier ambigüedad que pudiera surgir de la lectura de Teonanácatl con respecto a lo que hoy en día se conoce como las drogas. Teonanácatl no es de ninguna manera una apología sobre el uso de las drogas, ni los hongos de Huautla pueden ser considerados en esos términos y bajo esas condiciones. He contado una historia sobre algunos días de mi juventud en el pueblo de Huautla. Los hongos son un vehículo que nos transporta al inconsciente, que despierta nuestro ser íntegro y nos señala el terreno de lo divino; de ahí su nombre en el antiguo náhuatl: Teonanácatl, la comida de los dioses. Sin embargo, los Hongos Sagrados, no garantizan un resultado espiritual, llevamos a esta experiencia lo que somos, y ahí debemos trabajar, ser activos dentro de ella. Y si el momento es oportuno, y si Dios quiere, habremos aprendido algo que nos transformará positivamente. Nadie debiera comer los hongos si no tiene la esperanza de un resultado feliz. Existen otros caminos: muy notablemente, el camino del yoga. Considero que el comer los Hongos Sagrados es una profunda experiencia religiosa del orden más alto, que debe ser decidida en la exclusiva intimidad de las almas individuales. Deseo aprovechar esta oportunidad para dirigirle una súplica especial a cualquiera de mis jóvenes lectores: que preserven la frescura de su espíritu, su integridad y su candor, absteniéndose del uso del alcohol y de las drogas. Tomen el camino del amor, el camino del yoga.
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1990, Philip Conover.
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PRIMER DÍA
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Yo mismo he comido los hongos enteogénicos, psilocybe, una ambrosía divina de uso inmemorial entre los indios mazatecos de la provincia de Oaxaca, en México. Escuché a la sacerdotisa invocar a Tláloc, el dios de los hongos, y tuve visiones trascendentales. Entonces estoy en completo acuerdo con R. Gordon Wasson, el descubridor norteamericano de este antiguo rito, que las ideas europeas sobre el cielo y el infierno bien pudieron haber tenido su origen en misterios similares.
Tláloc fue engendrado por un relámpago al igual que Dionisio; y tanto en el folclore griego como en el mazateco, en ambos idiomas, los hongos, proverbialmente, son llamados la comida de los dioses. Tláloc usaba una corona de serpientes, también Dionisio; Tláloc poseía una morada submarina, también la tenía Dionisio. La costumbre salvaje de las ménades de arrancar la cabeza de sus víctimas bien se puede referir alegóricamente al acto de arrancar la cabeza de los Hongos Sagrados, ya que en México el tallo nunca es comido. Leemos que Perseo, un rey sagrado de Argos, convertido al culto de Dionisio, llamó a Micenas por un hongo que crecía en aquel sitio, y del cual emanó una corriente de agua. El emblema de Tláloc era un sapo, también lo fue el de Argos; y de la boca del sapo de Tláloc en el fresco de Tepentitla manaba una corriente de agua. Y sin embargo, ¿en qué época estuvieron en contacto la cultura europea y la mesoamericana?
Foreword to The Greek Myths, 1960
Robert Graves
Noblemente nacido, ahora los signos y características del lugar de nacimiento se manifestarán. Reconócelos. Al observar el lugar de nacimiento escoge también el continente.
Si has de nacer en el continente oriental de Lupah, un lago adornado de cisnes, machos y hembras, flotando ahí, serán vistos. No vayas ahí. Recuerda el retroceso que significa ir ahí. Si uno va ahí, ese continente –aunque dotado de dicha y comodidad– es uno donde no predomina la religión. Entonces no entres ahí.
Si has de nacer en el continente meridional de Jambu observarás grandes y encantadoras mansiones. Entra ahí, si es que lo has de hacer.
“Sidpa Bardo II”, El Bardo Thodol
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La montaña se extendía hacia el valle, una criatura fértil de tierra húmeda
café oscura y de un follaje verde intenso. De no ser por los pequeños puntos blancos de Teotitlán y los aún más remotos trazos de Tehuacán no se vería señal alguna del hombre. El único sonido era el sonido del viento, fuertes corrientes que batían los costados de las montañas, impulsando las nubes sobre el horizonte.
Las montañas se alargaban, rodeando el valle hasta abrazarlo, donde la curvatura de la tierra convergía con el cielo. La vida brillaba ahí afirmativa y radiante. Sí, transmitía intemporalidad. El sol incandescente, como una oblea de sangre, dominaba el cielo.1 Todo verdor floreciente, reconoce el sol, girando sus hojas hacia él desde siempre.
El valle tenía una fractura que lo partía en dos. De este a oeste se extendía la falla. Era como si el valle se hubiese hundido diez metros creando un muro de roca volcánica que corría entre las laderas, hasta alcanzar las montañas cortando el valle en dos. ¿Qué fuerza primigenia había causado este hundimiento? ¿Y qué turbulencia se estremecía bajo esas enormes capas de lajas para haber surgido así, con devastadora ferocidad? Dolores del parto de la tierra que alumbraba desde el fondo. Fuego y azufre, hecho cáscara de huevo con todos los fragmentos esparcidos por doquier bajo estas múltiples capas de piedra. Bajo nuestros pies alguna vez rugió la energía de su alma y ahora postrada, adormecida, conquistada por el sol, tranquilizada por un rato, hasta que su temperamento nos arroje otra vez, candente y derretida lava volcánica.
El viento frío regresó por la ladera describiendo un ancho arco. Las nubes se arremolinaron en dirección del sol oscureciendo el valle. Con la salida del sol se rompió la magia. El toque se consumió; así es que nos levantamos de la tierra donde habíamos estado sentados contemplando el valle.
Íbamos a Huautla a buscar quién sabe qué cosa. No sabíamos exactamente; hongos, pensábamos. Así es que ahí estábamos silentes ante el valle de Tehuacán, porque así se llama, por la ciudad de Tehuacán, el lugar de las aguas sulfurosas.
Fue aquí donde comenzó nuestro viaje. Todos los signos y los ecos de la civilización, habían quedado atrás. Llegábamos por los bordes, motorizados, en el confort de una nube de ambrosía, para ser despertados rudamente por la tierra misma; invisible, silenciosa, penetró hasta nuestro inconciente: “Éste es mi reino. Escuchen el silencio de la tierra si desean entrar en mi cuerpo, que dentro de esta ciudad, sobre y dentro de este cuerpo, nada se puede dar por
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echo: ni un grano de polvo dorado, ni los suspiros, ni los murmullos de mis ríos, ni los secretos de mis plantas, ni el lenguaje solar de la primera niebla matinal. Si ustedes desean ver, si ustedes desean conocerme es así como me revelaré”.
El viento regresó de su ronda por el valle largo y nos hizo sentir frío. Subimos al coche, continuamos el viaje hacia la montaña. Los grandes árboles fueron los primeros en recibirnos, sensibles centinelas trepados sobre la montaña, y sin embargo no carecían de la sensualidad de las planicies costeras, frondosas lianas se adherían a sus troncos, pendían sus frondas desinhibidas en la dorada luz solar del atardecer.
La tierra no nos exigía pasaporte alguno, tan sólo una muestra de buena voluntad, así es que proseguimos por esa brecha insolente, serpenteante y angosta, arrancada obscenamente a la montaña por el hombre, de prisa. No había mucha ceremonia en ella, cada hoyo, cada charco de agua lodosa nos quería retener. ¡A quién le importaba dónde nos llevase! Donde fuese, ahí iríamos. Porque la belleza de un bosque es como una primera memoria que a todos convoca a la juventud, a la niñez.
A la hora del crepúsculo el humor del bosque se torna desafiante, anticipando la noche. Silencio en el nudo mixteco entramos a otro país: las altas sierras del norte de Oaxaca. Para nosotros esto era un bosque negro donde sólo nosotros nos internábamos sin que nadie más bajase por el camino. Comenzó a llover. El ritmo de los limpiadores, el rugido de la máquina y el destello de los faros nos transportaban al interior de la noche. El bosque ya no era visible, sólo una sombra amarilla, delineada por la luz proyectada por los faros, que nos rebasaba como un fugitivo.
El coche se derrapaba en el lodo. Dejé que se deslizara suavemente contra la montaña, utilizando su peso y la gravedad de la tierra para calcular la velocidad en cada curva. Mis amigos permanecían en silencio y yo miraba el camino. Aquí la brecha se nivelaba en un tramo, más allá bajaba hacia una cañada, sin embargo seguíamos trepando la cuesta, conservando la máquina, con el miedo de que se nos reventara una llanta, pero felices en este deslizarse en el lodo. La lluvia golpeaba fuertemente el techo del coche en este juego temerario al filo del abismo y nosotros bebiendo cerveza, manejando continuamente hacia lo desconocido, en la ansiedad y en la aprehensión de Huautla.
De pronto un torrente cruzó el camino. Sin demora apliqué toda la fuerza de los frenos. El coche se deslizó en el lodo hasta quedar parado a mitad del río.
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Más allá subía la cuesta. Un río descendía por el camino, haciendo difícil que montase por ahí el coche. Los pasajeros tuvieron que descender para ayudar; empujando y cargando a ritmo bajo la violencia de la lluvia. Después de mucho esfuerzo logramos darle la vuelta al vehículo para que pudiese subir por el camino en reversa. Patinando y derrapándose, salió disparado del riachuelo a toda máquina, dejando una estela de agua y lodo a su paso. Nosotros estábamos mojados, excitados, inquietos, temblando en la oscuridad, nerviosos con la posibilidad de que no existiese Huautla. Nuestro único alivio era la intensa humedad del aire y el sentimiento de camaradería que derivábamos el uno del otro y de los árboles negros y silenciosos. Teníamos hambre y se nos había acabado el pan dulce que Luís compró en Teotitlán para ahuyentar los munchies.2 Bebíamos cerveza extraída de una vieja hielera de metal. Palitos, nuestro guía y veterano de anteriores pasájes, nos aseguraba que Huautla estaba a la vuelta del camino. Arturo, Luís y yo lo conminamos a que nos dijera la verdad, añadiendo una amenaza:
-‐‑¿Estás seguro, cabrón? Las manos largas y delgadas de Palitos rebanaban el aire; su cara larga y
sus ojos feroces y penetrantes brillaban con sinceridad. La cara ancha y fuerte de Arturo era un mar de tranquilidad. Sólo Luís se mantenía escéptico, no sabía exactamente qué pensar de Palitos. Luís tenía aire de perro san Bernardo, juguetón, medio fauno (con imaginarios cuernos de chivo y patas de cabra), y para un fauno era capaz de un sorprendente grado de circunspección. Él me tenía confianza y yo confiaba en Palitos, así es que todo marchaba sobre ruedas. Continuamos el viaje y en poco tiempo llegamos a las inmediaciones de Huautla. No se presentó ningún perro a darnos la bienvenida; sin duda andaban por ahí atajándose de la lluvia. Todo estaba oscuro, sin una luz, pero sin lugar a dudas nos encontrábamos en medio de un pueblo. Seguíamos trepando la cuesta de la montaña, rodeados por los troncos de gruesos pinos. Bajo la lluvia violenta podíamos distinguir casas de adobe detrás de una cortina de agua, recargadas entre sí a ambos lados del camino. Y a lo lejos un murmullo de hojas brillantes en el pálido y plateado resplandor de la luna. El aire oloroso actuaba como un filtro para las resinas del pino y el oyamel, y nosotros olfateando como sabuesos, levantábamos nuestras cabezas en agradecimiento.3
Las casitas agachadas y redolentes con las emanaciones anímicas de sus dueños nos daban la bienvenida. Balbuceamos sorprendidos e incrédulos: “Así es que ésto es Huautla”. Arribamos a una plaza, o mejor dicho a una cancha de basquetbol. Nos pareció un lugar apropiado para detenernos, así es que nos
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estacionamos y bajamos del coche. Del otro lado de la cancha pendía de un poste un foco desnudo que alumbraba la acera; se veían flores que surgían de latas colgadas en los aleros de las casas techadas de teja. De nuestro lado de la cancha reconocimos una escuela prefabricada de la SEP. Sus paredes de fibra de vidrio y ladrillos recocidos parecían estar en construcción, las ventanas carecían de marcos y de cristal. A lo lejos, en un plano superior a la sombra oscura de la noche, se distinguía algo que parecía la fachada de una iglesia.
Seguía lloviendo. Tan pronto abrimos las puertas del coche, un grupo de niños nos salió al encuentro y empezaron a tomarnos de la mano. Parecían ser los únicos habitantes del pueblo. Una niña de escasos cinco años me decía que fuera a la casa de su madre. Me aseguraba que su mamá tenía preparados frijoles con tortillas calientes y que nos podíamos quedar a dormir en su casa.4 Todos consideramos esos frijoles y esas tortillas. Palitos nos aseguraba que lo que deberíamos hacer era quedarnos con una familia; que los huatlenses eran generosos y hospitalarios, bien dispuestos con los fuereños. Arturo y Luís querían irse inmediatamente al mejor hotel. Nos hacía sonreír la idea de que hubiese un hotel en Huautla. Y sin embargo Huautla era la capital y el mercado del país mazateco.
Palitos nos aseguraba que sí, que en realidad había un hotel en Huautla, pero él quería que nos quedáramos con una familia o que rentáramos una cabaña, que viviéramos en el país para conocerlo durante algunas semanas. Arturo hizo una mueca de desaprobación, Luís se negaba. El incidente reveló lo vago de nuestros planes; Arturo y Luís proponían que nos comiéramos los hongos y regresáramos esa misma noche a la ciudad de México. Yo era de la opinión de que no tomáramos decisiones apresuradas, que deberíamos de ver el lugar a la luz del día. Así es que propuse que nos quedásemos esa noche en el hotel y que después decidiéramos qué hacer según se desarrollaran los acontecimientos.
Estuvimos de acuerdo en esto y procedimos a indagar sobre el paradero del hotel. Uno de los niños quiso ser nuestro guía. Cuesta arriba la silueta oscura de un edificio de dos pisos, resultó ser el muy honorable hotel de Huautla. Y hacia allá nos fuimos después de haber descargado algunas provisiones, olvidándonos del coche y entregándolo a su suerte y a todas las fantasías concebidas por la maldición de la propiedad. Hambrientos y mojados tropezándonos con las piedras del camino subimos por la calle. De repente nos encontramos con una sombra más cercana a una aparición que a un fantasma.
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Hicimos un alto en espera de una manifestación. Era un hombre envuelto en un sarape que portaba un gran sombrero protegiéndose de la lluvia.
–¡Buenas noches! –Buenas noches, –le respondimos sin mucha convicción. No se veía otra cosa en la oscuridad más que un sombrero y un sarape.
Noté que el hombre calzaba unos huaraches enormes y que descendía por la vereda a paso firme, balanceando su cuerpo, escogiendo su camino entre las piedras con el aplomo y la seguridad de un noble guerrero.5
Nosotros tropezando y esforzados, llegamos a la puerta del hotel, o más bien a la larga escalera de piedra que nos condujo a un callejón que desembocada en la puerta de la casa del dueño del hotel. A través de pasajes oscuros por las sombras, escavados del costado de la montaña hacia el vientre de la montaña que nos conducía a la casa del hombre, el cacique, el hombre más rico del pueblo, el que controlaba el comercio entre Teotitlán del Camino y Huautla de Jiménez –esto nos informó Palitos.6
Palitos no nos ocultaba el desagrado que le inspiraba el tener que pasar la noche en la guarida de este hombre. Le prometí falsamente, porque así resultó, que sólo nos quedaríamos una noche en su casa. Tocamos la puerta, sin prisa, disfrutando el fresco aire de la noche, respirando la noche. Bajo los capuchones de nuestras mangas teníamos aire de frailes ponderando los misterios de la noche. El pueblo era una presencia invisible y silenciosa, confundido en el bosque de la noche. No hablábamos su lenguaje. Estábamos ahí esperando la alborada, bien sabiendo que en México cualquier cosa es posible.
Después de un rato salió un hombre con la cara iluminada por una vela. Tendría cincuenta años, con la mirada melancólica y profunda resignación de un jesuita; un jesuita emprendedor, eso era. Le explicamos nuestro asunto en pocas palabras. Dijo que nos podía acomodar, por lo que nos pareció un precio justo. Le aclaramos que deseábamos un cuarto con cuatro camas, ya que queríamos presentarle un frente unido a los escorpiones, tarántulas y otros bichos que, se decía, merodeaban por estos lugares. Nos contestó que nos podía arreglar dos catres extras. Estuvimos de acuerdo, así es que nos condujo por otras escaleras que bordeaban lo que parecía ser un pozo. Había una curiosa construcción que tenía un agujero redondo en el muro como a dos metros y medio del piso, me pregunté qué podría ser.
Finalmente llegamos al hotel propiamente dicho: un barracón de madera sostenido por altos postes de tronco no muy bien colocados. Parecía como si el edificio se recostara sobre la montaña con su techo de tejamanil que le daba la
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apariencia de un chalet bávaro-‐‑mazateco un poco arrumbado. A esas altas horas de la noche hubiese sido temerario retroceder, así que depositamos nuestros equipajes sobre las dos camas en espera de que el hombre instalara los catres prometidos. El hotel tenía el corredor estándar con dos filas de puertas enfrentadas que eran ocho en total. Puertas, pisos, paredes y techos estaban hechos de tablones medio rasguñados, rudamente clavados a las vigas que los sostenían, dejando ranuras lo suficientemente grandes como para que cupiesen por ahí las arañas más gordas. Si la montaña se cimbrase, seguramente que saldríamos volando en cachitos, cada quien bajo su tablón como sarcófago a menos de que el hotel saliese corriendo sobre sus sancos; tomaríamos el riesgo. El hotelero nos dio las buenas noches con una grave y católica voz. Todos le contestamos en coro buenas noches, sonoros y profundos, casi persignándonos.
Hacía frío en la habitación, prendimos la electricidad. Palitos, que en realidad se llamaba Ramón, se recargaba en el pretil de la ventana, todavía con su manga que lo hacía verse más flaco de lo que realmente era, con su cara de facciones afiladas y sensibles. Insistía en mantener un aire siniestro. Arturo parado a la mitad del cuarto enfundado en una chamarra del ejército americano no dejaba de sonreír con su habitual franqueza. Luís inquieto nos proclamaba en voz alta el hambre que sentía; traía puesto un suéter blanco de gruesa lana de cuello de tortuga que le daba la apariencia de un fauno enojado.
Yo estaba parado en mis botas militares. Las mismas que le había confiscado al Pájaro Madero a cambio de una cuenta que pagué en un cabaret. Estaba disfrazado de militar inglés de la India con todo y bastón para usos múltiples, haciendo gran contraste con mi personalidad anarquista. Esto en la primavera de 1968 en las montañas de Oaxaca.
–¿Vamos a papear, no Phillips? –Palitos rompió el silencio. –Sí, vamos a la papa, –terciamos Luís y yo. Palitos conocía un antro regenteado por los camioneros que venían de
Teotitlán. Era el lugar más elegante de Huautla –según palabras de Palitos–. Así es que hacia allá nos dirigimos y encontramos el lugar como a veinte pasos de nuestro hotel en la calle principal de Huautla. Entramos desfilando al lugar, se veía bien, tenía una rocola, en las mesas y en las sillas de metal campeaba el escudo de armas de la Coca-‐‑Cola. Había algunos camioneros bebiendo cerveza sentados a la mesa con los caciques del pueblo. Se nos quedaron mirando sospechosamente. De repente, desde las profundidades del recinto nos llegó un fuerte rugido:
–¡Vaya, pero si ahí está ese cabrón de Felipe Conover!
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No me esperaba esta recepción, reconocí la voz de mi buen amigo Ronald Adam, pintor trashumante y grabador de Los Ángeles, que en esa época andaba en busca de las últimas y sabias palabras de los moribundos muralistas mexicanos.
–¡Negro salvaje, grandulón; qué haces aquí? Ron se acercó a nosotros sonriendo de oreja a oreja. Nos dimos un abrazo. –¿Cómo estás, Luís? Le decía en español Ron a Luís Perrano,
estrechándole la mano. –Éste es Arturo y éste es Ramón, –dije yo en inglés. –Mucho gusto… –Mucho gusto… –Vengan acá a sentarse, les presento a mi amigo Ron. Ahí estaba Ronald Quilty sentado a la mesa sonriendo sobre media docena
de botellas de cerveza vacías. Yo conocía a Ronald Quilty, aventurero californiano, un individuo chaparro y fornido de buen semblante y excelente humor, un hombre de mundo, inteligente. Todos le estrechamos la mano y nos sentamos a la mesa. Ronald Adam me daba palmadas en la espalda con grandes carcajadas, celebrando nuestro sorpresivo encuentro. Comida y bebidas fueron traídas a la mesa y el convívio de las nacionalidades prosiguió entre divertidos mutuos escrutinios, tremendas aseveraciones, interjecciones transculturales proferidas en nuestras respectivas lenguas. Cuando la charla se dirigió hacia los hechos centrales de nuestro encuentro, los americanos hablaban en español y los mexicanos en inglés.
–Did you trip, did you trip?! Los ojos de los dos Rones brillaron con inteligencia prístina, sus caras
iluminadas por la llama blanca de la linterna coleman. –Hombre, fue maravilloso… No tienen idea. Ronald Adam se puso serio, casi sobrio, su cara negra, sincera, brillando a
través de una barba entrecortada. Su expresión cambiada y reflexiva alteró el tono de la conversación. Me di cuenta que sostenía su mirada de una manera abierta y desarmada, lo envolvía un nuevo candor, algo que hablaba de la experiencia que había vivido después de comer los Hongos Sagrados.
En la medida en que percibía este cambio en Ron un sentimiento de exaltación empezó a crecer dentro de mí; comprendí que me encontraba al borde de mi confrontación final con los hongos. La transformación de Ron era una señal sólo comprensible para mí y quizás también para Ronald Quilty. Yo conocía el expresionismo visionario y la iconografías metafísicas de las
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litografías de Ron: vastos campos de batalla de cuerpos deshechos atravesados por flechas y lanzas, salvajes jinetes del apocalipsis vibrantes y poderosos. Algo que me transmitía la experiencia de ser negro en los Estados Unidos y el colapso de su matrimonio. Y ahora esta sorpresiva tranquilidad y vulnerabilidad, había desaparecido casi toda su sardónica ironía y el movimiento repentino de sus ojos. Ahora los tenía fijos y sonreía suavemente, vulnerables sin el humor malicioso que los caracterizaban antaño.
Como la marea que fluye en un sueño, yo flotaba ya en la certera posibilidad de la experiencia de los hongos. No quería retroceder. Mi mente estaba convencida. Así es que la ola pasaría por encima y yo saldría del otro lado.
Hacía pocos meses había conocido a Ronald Adam en San Carlos, la Academia de Arte en la vieja calle de la moneda, detrás del Palacio Nacional, ahí donde una vez estuviera el gran Teocalli de los aztecas en el corazón mismo de México-‐‑Tenochtitlán.7 Yo había traspasado el umbral de esa masiva puerta de madera y de hierros bajo su arco neoclásico diseñado por Javier Cavallari,8 y me había parado en el patio abierto a la luz y a la sombra de sus múltiples arcos y columnas, con la herencia americana de Ghiberti9 y de Jacob Burkhardt,10 atravesando el portal, pensando cómo la arquitectura y la geometría perduran en el recuerdo de los hombres, en las pinturas de De Chirico11 y en los escritos de Edmund Husserl.12
Los ojos encendidos de Moisés no me quitaban esa mirada de disgusto. David me miraba desafiante. La Victoria de Samotracia se anunciaba, iluminada por el sol desde el balcón del segundo piso.13 Simbolizaba la fuga de mi conciencia. Éstas eran las esculturas que mi abuelo había mandado hacer en Roma, extraídas de los mismos moldes de Miguel Ángel para traerlas a México y colocarlas en la Academia. Aquí estaba el espíritu de mi venerable abuelo. Y yo había venido a agraviar la memorias de su amistad con Gerardo Murillo (doctor Atl); yo que había visto los magníficos ojos de ese viejo, que de niño me dejara sentar en su pierna entre sus muletas, y que le había jalado su gran barba blanca, para luego llegar ante la presencia del arte y contratar a algún artista que reprodujese su trabajo, vender los originales y así comprar un pasaje para Europa. La marea me había llevado hasta ese punto.
Y mientras subía por las escaleras de mármol de este noble edificio las imágenes de mi abuelo y de Gerardo Murillo me vinieron a la mente.14 Los vi caminando juntos otra vez como hombres jóvenes cruzando el esplendor de la luz solar en campos imaginarios de Toscana.
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Deambulando por los grandes salones del segundo piso vi varios estudiantes salpicando de colores enormes pedazos de un papel rugoso color café. No vi nada que le hiciese honor al Doctor Atl. Salí otra vez a los corredores que miraban hacia el patio. Estaba una muchacha recargada contra los balustres que miraba las idas y venidas de los estudiantes en el patio. La luz del sol jugaba con su cara, sonrió cuando me acerqué. Su espíritu parecía avanzar dentro de su hermoso cuerpo dorado.
–Hola, ¿estudias en la academia? –Empecé. –Sí, y nunca te he visto antes. No eres estudiante, ¿verdad? –No, no lo soy; pero estoy buscando a alguien que sea un muy buen
dibujante, ¿conoces alguno? –Hay muchos, ¿por qué no ves en los salones? –Ya lo hice. –Te llevaré a que conozcas a mi amiga Susana. Es una gringa y a lo mejor
te gustan sus pinturas… –¿Qué tal las tuyas? –Pues estoy en el primer semestre, ¿por qué no ves las pinturas de mi
amiga Susana…? –Muy bien, –dije. Así es que fuimos a buscar a Susana en los mismos
salones donde ya había estado. Los estudiantes se ocupaban de sus acuarelas y de sus pinturas. Mi amiga dijo Hola, todos sonrieron y se nos quedaron mirando con cierto interés. Susana era una chica que ya había visto antes. No tenía el aspecto de la gringa convencional; se veía bien alimentada, sin embargo, tenía algo en el semblante de la neoyorkina de origen italiano; de cabello castaño con experiencia y hablar desenvuelto. De hecho resultó ser una italiana-‐‑americana de New York explorando el ambiente artístico de México. Me enseñó sus pinturas, eran un poco primitivas. Había algo de técnica, impresiones de paisajes imitando a Cezane, círculos concéntricos inspirados en Kandinsky –líneas torpemente ondulantes de colores opacos, carentes de luz–. Jugué al caballero (y en esto le fallé a Susana), y le dije que sus cuadros eran bellísimos. Y añadí que en realidad estaba buscando a un dibujante y no a un pintor que trabajase en óleo.
–Si quieres te presentó a mi amigo Ronald Adam –me dijo como respuesta–, trabaja en el taller de los grabadores. –Me quedé encantado y halagado con toda esta atención. Y le respondí: –¡cómo no!
Atravesamos corredores, manchados de yeso, talleres de escultores y por medio de una escalera oscura y estrecha llegamos al taller de los grabadores en
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alguna parte del edificio en el tercer piso. Se veían sobre bancas, hileras de piedras para grabar, suaves superficies jabonosas manchadas de tinta, otros largos bancos tenían emplazamientos hechos para recargar las pesadas piedras de impresión. Estudiantes sentadas en estos bancos dibujaban sobre la superficie lisa, suave y resbalosa de las piedras, rodeados de rodillos para entintar y latas de pintura regadas por todo el lugar. Rudos estanteros llegaban hasta el techo, contenían innumerables papeles y grabados, sin duda el laborioso trabajo de todas estas manos trabajadoras. Focos de 150 watts iluminaban el espacio alterando la luz que llegaba a través de un tragaluz bastante sucio. Uno podía sentir la desenfrenada anarquía del lugar. Sentía envidia hacia los estudiantes. ¡Qué magnífico lugar para trabajar!
Ronald Adam se acercó, su persona negra, africana, exuberante, sonriendo maliciosamente. Estaba cubierto de tinta; de alguna manera su delantal manchado parecía ser una parte esencial de su persona, en la mano tenía un rodillo para entintar, y en la otra sostenía una litografía recién salida de la prensa. Usaba botas de minero, y traía puestos unos pantalones vaqueros con una chamarra de mezclilla bordada de flores en el frente, medía más de uno ochenta, ancho de espaldas, con una barba corta de pelo rizado negro salpicado de blanco. No tenía un aire serio, para nada. No podía evitar ser amistoso y sonreír todo el tiempo. Sospeché que estaba hasta atrás, que se había dado un toque.
–¿Qué tal muchachas?, –dijo en español. –Este es Felipe, quiere ver tus grabados, –le respondió Susana. –Hola Felipe, – nos dimos la mano –seguro, ven para acá, mira éstos. Nos presentó a algunos amigos mientras caminábamos por el lugar. Había una gran mesa a la mitad del cuarto, con piedras entintadas
preparadas. Un olor a solvente dominaba el aire y no era desagradable, emanaba de la suave superficie de las piedras. Ronald Adam me enseñó una hermosa litografía: una batalla imaginaria; cuerpos contorsionados yacían dispersos en un campo, hombres moribundos se lamentaban entre cadáveres desfigurados. El dibujo era excelente, hasta el último detalle anatómico a la manera de Durero. La composición resultaba fuerte y armoniosa, el efecto era inquietante. Había aquí auténtica desesperación y verdad, algo que se acercaba a las pinturas de José Clemente Orozco.15 Aquí estaba el hombre que podía hacer los dibujos del Doctor Atl.
Sentí cierta emoción y le pedí a Ron que me instruyera acerca de las técnicas del grabado. Rápidamente se animó la conversación, me iba
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describiendo la cualidad de la superficie de las piedras y la dificultad en entintar para lograr una claridad en la línea después de prensar los grabados.
Las muchachas se sintieron ignoradas. Quedamos de vernos más tarde con ellas en el apartamento de Susana.
–Así es como manejamos la prensa. Le daba vueltas a la barra de una enorme tuerca. Lentamente se fue levantando la pesada plancha de la prensa. Colocó una piedra con papel litográfico sobre ella. Sí, podía entender el proceso del grabado. Sin embargo, mi mente se adelantaba analizando la calidad del dibujo.
–¿No conoces un lugar para comer por aquí cerca, Ron? Ronald Adam demostró sorpresa como si no estuviese esperando la
pregunta. –Me gustaría hablar contigo sobre un negocio. –Seguro, nada más déjame terminar mi trabajo. –Contestó un poco a la
defensiva, mirándome intensamente, sorprendido pero interesado, intimidado por la propuesta repentina. Ya no hablamos. Me paseé por el taller, observando los materiales. Tranquilamente sentado o en una banca, trabajando en una piedra, un hombre moreno de veintitantos años con una corta barba negra, percibió que algo había sucedido. No sé si entendía inglés, el idioma en que había estado hablando con Ron. Me miró tratando de tomarme la medida, le regresé la mirada y sonreí. Me fijó los ojos expresivamente como diciendo: “Aquí esta tu sonrisa, te la devuelvo, tú eres el que sabe lo que quiere decir”. No había habido humor ni ironía, sino un momento de evidente captación significativa, ¿Qué fue lo que vio en mí? No sería capaz de imaginar.
Ronald Adam había terminado de empacar sus grabados en un enorme portafolio de plástico.
–Estoy listo, –dijo en español, ahora que estaba hablando con algunos estudiantes y un maestro. Un estudiante se me acercó. Me preguntó qué hacía ahí, cuál era mi nacionalidad. Aparentemente le había sorprendido la manera como pasaba de un idioma a otro. Hablamos de arte. El hombre enigmático de la barba negra continuaba absorto en su trabajo. Antes de irnos, Ron le dio una palmada en la espalda. No intercambiaron ni una sola palabra.
Afuera, en la calle todo era agitación. Eran como las tres de la tarde y el sol seguía brillando ferozmente sobre el barrio más antiguo de la ciudad. Su belleza esta en la mezcla entre México y España. Las paredes se agrietaban bajo el sol, con la pintura a medio desprenderse, se aferraba todavía a los aplanados. Los mexicanos emergían de entre la sombra con sus caras, severas máscaras
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inescrutables de más de 400 años de antigüedad; a veces haciendo explosión, a veces haciendo implosión; siempre en silencio, con los ojos que salían de sus órbitas, avanzando a primer plano más allá de sus caras morenas. Y era la vieja ciudad la que respiraba dentro de las vecindades, dentro de esas casas, hispanomoriscas-‐‑aztecas que se derrumbaban.16 Las heridas de una dolorosa historia estaban bajo la piel; ahí donde el gran Teocali, alguna vez estuvo festinado de insignias y banderas y de nuestra sagrada sangre.
Ronald Adam me condujo por la vieja calle de la Moneda hacia la plaza de Santo Domingo, y ahí, en un callejón lateral, entramos a un restaurante. El lugar tenía una pintura mural de la ciudad de Guadalajara. Sobre el mostrador estaba colocado un pequeño pizarrón negro que anunciaba: Los caldos de pollo.
–Éstos son los mejores caldos de la ciudad, –me decía Ron y le creí. Nos sentamos y pedimos caldos de pollo y cerveza, los caldos de pollo de Jalisco llegaron rápido en grandes tazones. Miramos adentro: casi medio pollo rebosante entre generosas porciones de lechuga y cebolla con granos de maíz.
–Señorita, tortillas por favor, –y medio flotando, describiendo una figura de ballet, fue servido un alterón de tortillas. Ronald Adam sin darse cuenta se había convertido en patrocinador de Los caldos de Jalisco. Él se tomaba una cerveza XX, y yo una Superior, en el intersticio entre la pintura de Guadalajara y los caldos de Jalisco. El lugar estaba lleno de gente que comía fiado, clientes agradecidos, quienes sin duda bendecían a la señora gorda sentada detrás del mostrador.
Ronald sonrió. Disfrutaba la pintura mientras la iba reconstruyendo en su mente. Tenía una pierna de pollo en la mano y con ella señaló y dijo:
–Sabes, este tipo nunca vio Guadalajara. –Nos reímos. Dos borrachos se quedaron mirando místicamente mi pelo largo.
–Acerca de este negocio que te mencioné, Ron, me gustaría copiar dos dibujos al carbón del Doctor Atl. Te pagaré mil pesos por cada uno. Quiero vender los originales e irme a Europa-‐‑. Mientras Ron se aplicaba a una pierna de pollo en silencio. Chupó el hueso, después lo colocó en el plato y dijo:
–Claro que sí, lo haré. La memoria de aquel día me había regresado. Sentados a la mesa en otro
restaurante, Ronald Adam y yo otra vez compartíamos los frijoles y las tortillas. Este hombre venido de Los Ángeles, aventurero en las montañas de Oaxaca, había arriesgado su alma, la había entregado desnuda en las manos de Tláloc, en la tierra de este señor, bajo su ley y había salido ileso con su corazón intacto en la mano, se había limpiado, y sus ojos estaban más claros que antes.17
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–Tengo que ir por esos hongos, comer esos hongos, –dije yo. –Los puedes comprar en el mercado, –me contestó Ron. –Tengo un amigo que tiene, –intervino Palitos. –Muy bien, eso decide el asunto, no es un problema conseguir los hongos,
si uno desea comerlos. –Yeah –añadió Ronald Quilty–, no problema. –No problema, –dijo Ronald Adam. Afuera grandes charcos de agua lodosa reflejaban una luna quieta. El aire
era fresco; había dejado de llover. Luís y Arturo se iban a dormir. Los dos americanos, Palitos y yo decidimos visitar a unos amigos; Palitos tomó la delantera. Trepamos por una calle a espaldas del hotel y del restaurante. El pueblo parecía crecer sobre el costado de una gran montaña a la vera de la sierra de Juárez. La calle por donde subíamos era en realidad una vereda ancha, parte de la cual estaba empedrada. La vereda se inclinaba hacia un canal de drenaje por donde murmuraba un fuerte torrente de agua de lluvia que seguía su curso.
Las pequeñas casas de adobe mantenían una vigilia nocturna. Los techos de teja brillaban a la luz de la luna como surcos entumecidos por una humedad fosforescente. Subimos la cuesta en silencio, lentamente, uno detrás de otro, Palitos era el guía. Después de algunos cientos de metros dejamos la vereda y nos internamos en el bosque. El camino se hizo más empinado, la vegetación más densa, las hojas nos mojaban la cara con fresca agua de lluvia. Nuestras botas se hundían en un cojín de gruesos musgos y líquenes. La densa frescura del aire de la montaña invadía nuestros pulmones con una sensación de bienestar que nos llegaba hasta el cerebro. Bajo las altas ceibas, los líquenes y los arbustos soñaban los sueños de la noche.18
Vimos una luz frente a nosotros. Una cabaña de forma rectangular techada de tejamanil se nos apareció en un claro del bosque. Una ventana ancha circundaba la casa, dejándonos ver perfectamente el interior en la medida en que nos acercábamos. Había varias personas en el interior de la casa. Éste era el hogar de Lucio Jiménez, un mazateco que hablaba español, amigo de Palitos, quien abrió la puerta y nos pidió que entrásemos. Dentro de la casa nadie se movió. Todos dijimos Buenas noches. Los ocupantes de la casa voltearon a saludarnos. Nos habían sentido llegar y nos estaban esperando. Nosotros los visitantes nos quedamos inmóviles, apenados de irrumpir en aquella quietud. Me da gusto verte, Ramón, saludaba un hombre, iluminado por el fuego que cuidaba. Su cara brillaba, centelleaba con magnífico candor. Yo la sentí, como
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estoy seguro que mis amigos norteamericanos también la sintieron, esa espontánea sinceridad que con sus palabras nos había llegado, una tras otra, como los glifos dorados de un poeta náhuatl.
Sentadas en tres pequeñísimas sillas estaban tres señoras, una joven y dos mayores. Trabajaban sobre el brasero. Ellas también habían sentido la intensidad de las palabras del hombre. Nos permitieron ver sus caras, sus ojos que centelleaban. En la parte más profunda del cuarto, porque la casa consistía sólo de un cuarto, estaba una gran cama que preservaba las impresiones de los cuerpos de sus dueños y que también era el repositorio visible de sus sueños, tenía una vida propia como si hubiese sido concebida por la imaginación febril de Vincent Van Gogh. Estaba acompañada por un ropero de una talla florida y natural que resaltaba la fragancia de las ropas escondidas de sus dueños, ocultas e invisibles dentro. Una hamaca pendía en langor delicado, suspendida de las vigas flotantes del techo. El aire de la noche, ininterrumpido entraba y salí de la casa. Un bebé dormía plácidamente en la hamaca. Tres niños más dormían descubiertos en un petate sobre el suelo de tierra limpia.
Lucio se incorporó y se acercó a nosotros. La ironía de los nativos americanos radica en que no existe ningún misterio acerca de ellos. Están ahí frente a nosotros. Su silenciosa presencia es el signo de su identidad transparente. Por lo menos esto es cierto en los mejores de ellos. Pero en realidad los ignoramos, no nos importan, nos negamos a reconocer su existencia, y además no hablamos su idioma.
Algún tiempo habría de pasar antes de que yo considerase estos pensamientos. En ese momento actuaba con mis emociones norteamericanas-‐‑españolas-‐‑mexicanas. Conscientemente circunscribía a este hombre dentro de la apelación indio, inconscientemente empezaba a sospechar el basto mundo interno que nos esconden. Nunca hemos tratado de sobreponernos a nuestra mentalidad de conquistadores, con su racismo ignorante y nuestra complaciente imposición de la cultura occidental, sobre el grande y rico mundo de la civilización mesoamericana. Pero entonces, quizá somos nosotros los perdedores…
Un pueblo que conquista a otro pueblo pierde su iniciativa espiritual como colectividad, su capacidad de aprender y así avanzar en el terreno espiritual. La conquista pervierte más a los conquistadores que a los conquistados, quienes entonces empiezan un proceso de regeneración que los conduce a su eventual liberación. Pero, ¿quién libera a los conquistadores de ellos mismos?
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Lucio nos ofreció una silla que declinamos, prefiriendo sentarnos en el suelo alrededor del fuego. Noté que había petates enrollados sobre la ventana corrida que circundaba toda la casa. Pensé que deberían de ser las persianas enrolladas de la ventana. Le pregunté a Lucio Jiménez si sus hijos que dormían no sentían frío, viendo que reposaban descubiertos sin alguna manta o sarape; dormían juntos, vestidos con sus ropas compartiendo el mismo petate. El viento fresco entraba libremente en la casa y los niños se encontraban lejos del fuego.
La joven mujer me mostró dos bellas hileras de blancos dientes y dijo en un español-‐‑mazateco, acentuado musicalmente:
–No les da frío. –No tienen frío, –repitió el padre y marido. Todos miramos a los niños que dormían tranquilos sin dar muestras de
incomodidad. Las dos señoras mayores empezaron a servir el té. Nos dieron un jarrito a cada uno y al hacerlo ponían la palma de una mano debajo del jarro, mientras que con la otra lo tomaban de la oreja, dándome la impresión de que esto era un gesto muy antiguo.
–Es té de monte –dijo la joven mujer.19 Comprendí que las dos señoras mayores no hablaban español, así es que
aventuré, una cálida sonrisa y las saludé sosteniendo el jarro y levantándolo hacia ellas, como ellas lo habían hecho conmigo. Cuando Ramón le presentó a los dos norteamericanos a Lucio, resultó que ya se conocían. Entonces empezaron una conversación acerca de los hongos, que yo escuché atentamente:
–Las Arrumbe son muy fuertes –decía Ronald Adam. –Claro que lo son, deberían ser tomados en la noche. –Durante el día interfiere el sol, hay demasiada luz y uno no puede ver
con los ojos de la mente –Lucio nos instruía–. Continuó: –Aquí los tomamos cuando hay problemas entre la gente. Los hongos nos
ayudan a entender los problemas y a ver las razones. También se los damos a nuestros hijos cuando llegan a cierta edad.
–Pero ¿no les afecta la mente cuando son muy jóvenes? –pregunté. –No, no se los damos a los niños, sólo cuando han crecido y entonces
hacemos una ceremonia para recibirlos como hombres y como mujeres a la vida religiosa.
–¿Guiarlos? –interpuso Ronald Quilty.
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–Sí, los guiamos hacia el centro de su alma y también los ayudamos a que se aparten de las malas influencias de otras gentes y a que se protejan de la brujería.
–¿Brujería? –Sí, hay mucha brujería, pero hay formas de protegerse con un buen guía
y con la hierba de San Pedrito. –¿Qué hace la hierba de San Pedrito? –preguntó Ronald Adam. –Ayuda a dispersar los efectos de la brujería y otras formas de agresión; se
usa para protegerse. Amarramos un manojo de San Pedrito en el antebrazo o sobre el estómago.
–Los perros no te ladran, ¿verdad? –apuntó Ronald Quilty. –No, los perros no te ladran, contestó Jiménez con una sonrisa. Aquí la brujería tenía un significado muy antiguo. Es a través de la
aplicación de la brujería (ostracismo psicológico) que las últimas tribus de Mesoamérica han mantenido su identidad cultural intacta, todavía resistiendo los asaltos de la civilización occidental después de 500 años. Es decir, cuando un hombre deja el círculo psicológico de la tribu, deja de ser un indio. Por esto, desde tiempos precolombinos, los ancianos del pueblo han formado lo que se conoce como el círculo interno de la tribu. Éstos son los hombres de conocimientos, a quienes les ha sido revelada la sabiduría religiosa antigua y secreta; son los que siguen el camino y así forman el núcleo viviente y continuo de la cultura autóctona americana.
En ese momento yo desconocía esto. Han pasado siete años desde que vi a Lucio y sin embargo retrospectivamente me parece que él debió ser uno de los hombres mazatecos de conocimientos. Lo que escogió decirnos fue lo que él juzgó conveniente para las mentes de extraños no iniciados. Sin embargo, hoy en día lo recuerdo por su manera de vivir. Este hombre joven era un auténtico mazateco, viviendo en el presente, hablando español, pero en contacto con el pasado de su nación mazateca, y bien preparado para enfrentar su futuro.
En este mundo lleno de plantas, algunas de las cuales casi metían sus brazos dentro de la casa, me sentí como Alicia en el país de las maravillas¸ cayendo en el oscuro agujero de la oniria, el de los sueños, en ese resplandor de fuego y de fantasía ¡De qué manera, tan variada las plantas expresan su vida silenciosa, haciendo que los hombres sintamos su poderoso alburum.20 Me sentí desamparado, un extranjero para la naturaleza, una criatura inerme venida de otra civilización, donde el proceso irruptor de la industrialización, interponiéndose, me hubiera aprisionado dentro de la conciencia de una
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naturaleza paralela creada por el hombre. Era un camino peligroso el escogido por la civilización a principios del siglo diecinueve y hemos transitado por él inconscientes, durante demasiado tiempo. Pero ¿por qué surgen estos hongos esta ambrosia divina de uso inmemorial entre los indios mazatecos de Oaxaca?21
Los pajaritos son los más suaves, parejos y frágiles de todos los hongos. Te llevan de la mano a un paso sereno, y sin embargo se encargan de que completes tu camino. Lucio nos mostraba unos hongos que tenía envueltos en un cono de papel periódico. Se dirigió hacia mí y me dijo:
–Mañana en la mañana vas y preguntas por don José en el mercado. Le dices que te dé quince pares de pajaritos machos y hembras.
Nos levantamos para despedirnos. En la vereda el bosque nos cubría. Me llevé en la memoria el caluroso apretón de manos de Lucio, había tomado mi mano en las dos suyas. Sin embargo, yo no había sido capaz de pronunciar una sola palabra. Medio soñando me había dirigido hacia las tres señoras para estrecharles la mano, y ellas sentadas en sus diminutas sillas había girado conmigo regalándome una sonrisa como si la tierra se moviese en nuestro camino.
Ramón se me acercó y me dijo: –Pues sí, Philip. –Pues sí, Ramón, –le contesté. Nos dirigimos hacia el hotel en silencio. Nos encontramos con que Arturo
y Luís todavía no se habían dormido. Aparentemente nos habían estado esperando.
–¿A dónde fueron, cabrones? –Rugió Luís, con severidad histriónica. –¡A visitar a unos amigos, huevón! –le repliqué yo. –Los hongos no te dejan dormir, ¿no es cierto Luís? ¿Vas a comerte los
hongos? –lo retaba Ron Adam. –Espérense a mañana, cabrones. –¡Se han estado mojando los pantalones, eso es lo que han estado
haciendo, como pollitos ensuciados! –¡Cállate, Conover! –Rugió Arturo Mujía. –Vamos a visitar a unos amigos que se están quedando en una cabaña en
las afueras del pueblo cerca del aeropuerto –intervino Adam. –¿Qué es esto de un aeropuerto? –dije. –Sí, hay un aeropuerto, –confirmó Ronald Quilty con una certeza que
rayaba en lo surreal.
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–Bueno pues, vamos a visitar a unos amigos que viven en un aeropuerto. Quien sabe, a lo mejor nos dan un pase, un viajecito nocturno en avión para aterrizar de emergencia encima de estos huevones que están ensuciando sus calzones ¿o no Luísito?
–Sí hijo, tú haz eso; yo me voy a quedar aquí y me voy a dormir. –Vamos, levántate, huevón, dije yo mientras trataba de levantar a Luís de
la cama. –¡Salté! –Yo también me quedo, –dijo Arturo. –Y yo voy a entregar el equipo y cerrar la tienda, buenas noches señores –
dijo Quilty de una manera definitiva, privándonos de su compañía por el resto de la noche.
Ronald Adam, Ramón y yo salimos en busca del aeropuerto y de los amigos de Ron. Comenzó a llover otra vez. Pesadas cortinas de agua se confundían con la neblina de la noche. Las nubes oscurecían la luna en su carrera sobre las copas de los árboles. Regresé al cuarto por las mangas impermeables. La lluvia era tan fuerte que decidimos hacer el recorrido al aeropuerto en coche. Corrimos cuesta abajo hacia la cancha de basquetbol, cruzando las desiertas sombras del edificio escolar. Meternos al coche fue una rápida y bien coordinada operación militar, requiriendo de mucha acción sincronizada. No tenía la menor idea de la hora.
Nunca he usado reloj en mi vida, excepto por un corto periodo, después de mi primera comunión. Durante algún tiempo fui poseedor de un reloj que había sido de mi abuela materna. Me gustaba porque era un bloque de plástico transparente y uno podía ver el interior de la máquina, laboriosa, computando el tiempo. Siempre he sospechado del tiempo matemático; los días muy activos me provocan un sentido de intemporalidad regocijante. Y así es como me sentía al final de ese día. La noche se alargaba inocente, inconsciente de sí misma, fuera del tiempo.
Ya en el coche conducimos por la cancha de basquetbol, describiendo un ancho círculo por detrás de los postes de las canastas, y después por una vía pública que nos condujo a la calle principal. Aquí dimos vuelta a la izquierda, siguiendo las instrucciones de Ron. Éste era el camino al aeropuerto, pero estaba inundado y la visibilidad era de escasos metros. Torrentes de lluvia caían fuertemente sobre el parabrisas. Por instinto y a tientas nos manteníamos en el centro del camino. Después de algunos minutos, Ron me pidió que parara. Ahí debajo del generoso alero de una casa, vimos a un hombre y a un perro,
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leales miembros de especies compañeras, mantenían silenciosa vigilia en la noche.
Adam saltó fuera del coche y en un segundo se encontró junto al hombre. Palitos observó la acción con ojo avizor. Adam hablaba con el hombre, quien le dio su cigarro. Adam inhaló profundamente. El perro los miraba ansioso, melancólicamente, triste porque no le daban. Palitos se lanzó resueltamente a la lluvia. Se unió al grupo. Adam le ofreció el cigarrillo. Estacioné el coche y me reuní con ellos. Me ofrecieron el cigarro. El hombre era americano. Llevaba puesto el sombrero de palma del país mazateco. El perro estaba con él. El hombre tenía una barba que le sentaba bien. Nos entendimos instantáneamente. Le di el cigarro. Inhaló profundamente, levantando su cabeza, hizo un esfuerzo de retención pulmonar y nos señaló con el cigarro el camino que debíamos tomar. Lo seguimos. El perro fue el último. Un poco más abajo por la ladera de la montaña llegamos a una pequeña cabaña.
Dentro, otro joven de barba, agitaba los rescoldos en una chimenea muy primitiva de piedra y adobe. Todo el espacio de la cabaña estaba cubierto por una multitud que dormía. Los cuerpos durmientes constituían una cadena humana de montañas. El fuego de la chimenea iluminaba el espacio. Estábamos dentro de una palapa; una estructura de troncos desnudos intercalados por ramas sin la necesidad de un solo clavo –todo conformado por el arte del machete–. Esta palapa carecía de ventanas; las paredes y el techo eran de palma. El perro se sacudió el agua de la lluvia y se sentó inquieto, las gotas de agua que había esparcido, despertaron a algunas personas.
Pronto empezaron a frotarse los ojos y a sentarse. Una guapa mujer de unos treinta años de edad con el pelo rubio y los ojos azules nos saludó; sus ojos reposaban sobre nosotros de una manera inteligente, receptiva, mentalmente nos comunicaba su calor. Estaba medio cubierta por una piel de cabra. Bajo la piel de cabra apareció un niño güerito como de tres años de edad. Nuestro amigo se quitó el sombrero, lo colgó en un clavo que se hallaba en la puerta, tomó al niño en sus brazos y se sentó junto a la mujer. Su pelo largo descansaba sobre sus hombros, traía puesta una camisa de manta y un chaleco de piel de cabra. El joven que atizaba las brasas, silenciosamente; serenamente nos transmitía su bienvenida. Otro joven igualmente sereno, sentado junto al fuego, nos dirigió una mirada abierta. Era un moreno de barba negra con ojos penetrantes, era un mexicano.
Otras figuras dormían. Uno abrió los ojos, emitió un rayo de luz y así como el sol se apaga sobre el horizonte del mar regresó al mundo de los sueños.
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De Noruega al Cáucaso, a los Urales, los antepasados de estos hombres habían recorrido la tundra del viejo mundo. Su desasosiego interno los había conducido al sur, a ese mundo nuevo. Otros mediterráneos se rendían ante sus ojos, otro cálido mar, más azul, el centelleante Pacífico; otros bosques, más sensuales, habían acallado sus rescoldos internos en la paz. Porque la paz, verdaderamente, yacía en esta casa. Otra vez me sentí acallado y a la deriva sin poder hablar. Mis anfitriones comprendieron esto, guardaron silencio, dándome tiempo para que me repusiera y empezara a hablar.
De regreso en el hotel, recostado sobre mi catre no medité sobre los eventos del día: los junté dentro de mí y me quedé dormido.
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SEGUNDO DÍA
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Yacía en mi catre percibiendo la luz que se filtraba por la ventana, inundando el cuarto, dándole color y sustancia a la madera de las vigas, a la madera del tejamanil del techo, a la blancura de las paredes y a mis amigos que dormían.
Cada uno emergería para enfrentar el día a su manera. Porque era un día irreversible y final, profundamente luminoso. ¿Cómo podríamos escapar? Tenía miedo de levantarme y mirar por la ventana, y sin embargo lo hice.
En un instante la luz del sol penetró todas las casas, dándole unidad continua a todo lo que vi. Observé el bosque invadiendo las casas, impartiendo su bravío tutelaje, dándole su protección a los pequeños árboles y a las flores en los jardines de las casas. Ominosa, potente de energía era la ferocidad azul del cielo. Había nubes por debajo del costado de la montaña y muchas más en una región inferior, perdidas en la profundidad, donde mi vista no las podía alcanzar. Y nubes por encima asentadas algunos cientos de metros sobre las cimas arboladas de las montañas.
El cielo puro, azul cobalto, oxi-‐‑nitrógeno, lo dominaba todo con su límpido dinamismo, liquidaba toda formalidad; elemental, casi eterno, más allá de la ciencia. El aire, el mismo aliento, vapor de la tierra, le imprimía límites a todas las cosas; enmarcaba todo, ahí donde pertenecía. Me sentí vivo y bebí de esta energía, sentí la tibia humedad y el fresco calor de este joven sol.
No perdí tiempo con los pantalones ni con los calcetines ni con las botas. Salí corriendo afuera a la luz del sol. Nada es más devastador para la complaciente imaginación de los hombres y las mujeres que la lucidez de la luz. Todos los días las imprevistas consecuencias de la vida nos son reveladas por la luz. Es preferible ser temeroso y estar aterrorizado, pero nunca inmutable o indiferente; el sol siempre nos enviará torrentes de luz para sorprendernos y confundir nuestras frágiles mentes. Ningún evento es insignificante dentro del siempre incluyente movimiento del tiempo. Porque lo que cada uno de nosotros verá en su día está lleno de premoniciones individuales y signos para el desarrollo de nuestras vidas individuales hacia el progreso espiritual. Entonces, estemos listos para ver lo que más podamos de la vida, todas aquellas cosas que son iluminadas por la luz.
Un ser conciente se encontraba con la parte superior de su torso inmerso en un enorme tonel de agua. Se retiró de ahí y apareció medio desnudo, descalzo, con su piel quemada por el sol, estaba chorreando agua y una toalla lista. Tenía una gran cabellera rubia, rizada, como antenas de resorte de alambre, captando diferentes ondas y otras emisiones del espacio. Sus ojos eran
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los de un hombre salvaje y justiciero, un niño prístino como Simeón del desierto, El Loco.1 Se cubría con un par de pantalones de manta y emitía rayos de entusiasmo por sus poderosos ojos que casi se le salían de las órbitas.
–Es un día maravilloso y me dispongo a salir en busca de plantas, –dijo. Sin duda que los hongos le habían despertado su pasado druida y le
hacían surgir su interés por la botánica. –Qué bien, te ves muy saludable. Este comentario eminentemente hipócrita se derivó del desquiciante efecto
que tenían sus ojos. De hecho, pensé que estaba al borde de la locura. Seguí su ejemplo y metí mi cara en la fuente de fresca agua de lluvia. Las
terminales de los nervios y las venas de mi cara se contrajeron con el cambio de temperatura, gocé la frescura del agua. Gocé de mi conciencia que se despertaba vivificada. Cuando levanté la cabeza, el exaltado druida me prestó su toalla.
Estábamos parados en lo que era el patio interior de una casa de campo. No era una esquina doméstica sino más bien un área de trabajo. De pronto, un hombre apareció al borde de un agujero redondo que estaba en el muro de un edificio vecino y aventó un cojín del tamaño de una base de beisbol, a un compañero que estaba parado junto a un carrito en el otro costado del patio. Este hombre colocaba los cojines en hileras muy ordenadas sobre las tablas de su carro. Es raro, me dije, apilar cojines para un estadio en una carreta tirada por un caballo. No había estadios en Huautla.
–¿Qué están haciendo con esos cojines?, –le pregunté a mi amigo norteamericano, mientras terminaba de secarme la cara con su toalla.
–No son cojines, es pan –contestó el druida, sentenciosamente y con finalidad.
–¿Pan? Nunca antes había visto pan así. Otra pieza de pan pasó volando enfrente de nosotros y fue atrapada por el
hombre cerca de su carro. La sostuvo con cuidado y la colocó encima de un montón. Era un pedazo sustancioso de color café oscuro.
–Es pan de adeveras, lo hornean aquí mismo, pass the bread –dijo el norteamericano señalando el gran agujero redondo donde se veía a un hombre que le aventaba el pan a su compañero del carrito (en el inglés coloquial de los años sesenta pass the bread era sinónimo de distribuir la riqueza). -‐‑Es la única panadería de Huautla y pertenece a don Inocente-‐‑, agregó.
Don Inocente, entendí, era nuestro amigo el hotelero, y así finalmente fue como quedó resuelto el misterio del hoyo negro observado la noche anterior. Me podía imaginar una larga fila de panaderos descamisados y sudorosos
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aventándose grandes piezas de pan acolchonado como si se estuviesen pasando ladrillos en una construcción.
–¿Y dónde vende, don Inocente, su poderoso pan? –Lo vende en el mercado, por supuesto. Todos los sábados es día de
mercado en Huautla. Qué perspicaz y lleno de información es este norteamericano, pensé. Le
devolví su toalla. –Voy a echarle un vistazo a este mercado. Buena suerte en la expedición
botánica, dije con una sonrisa maliciosa. El hombre me devolvió la sonrisa, parado junto a la fuente con su toalla. Crucé el patio y bajé corriendo las escaleras en dirección de la calle.
Su cuerpo se afanaba mecánicamente, mientras que su mente razonable lo
dejaba y desde afuera lo observaba críticamente, desde arriba, asombrada de lo que hacía este bulto inútil y por el motivo. A veces estos dos seres conversaban en el vacío, y entonces la locura rondaba cerca como lo estaría creo yo de un hombre que pudiese ver las cosas simultáneamente a través del velo de dos culturas, dos educaciones, dos medios.
Thomas Edward Lawrence Siete pilares de la sabiduría
Soy un extraño en mi propia tierra, un alma extranjera para mis
compañeros compatriotas. Mi apariencia, mi conducta; ¡No! hasta mi temperamento les es ajeno en el mundo de su imaginación. Desde que me acuerdo, desde que por primera vez fui consciente del Yo dentro de mí, en ese momento solitario de epifanía, cuando nos hacemos conscientes de nuestra propia y particular existencia, la súbita sombra de mi identidad separada cayó sobre mí. Que vivimos en un mundo fantasmal, poblado por los símbolos de la cultura es suficiente, exigente y extenuante; pero que tengamos que vivir en el interior de dos mundos simultáneamente puede convertirse en algo imposible de soportar, insostenible. Y sin embargo, somos nosotros los que hemos escogido esto aún antes de nacer, siguiendo un propósito desconocido… hasta que nos acordamos. Y habiendo sobrevivido, nos hacemos más fuertes, conocedores de las veredas secretas del laberinto de la ilusión de la identidad; para fundirnos en el todo, libres del enceguecedor espejismo de la identidad.
En la calle, la gente y los edificios se confundían en una dimensión cubista con las montañas y los bosques de las altas sierras. Las sierras se extendían lejos
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hasta perderse en el horizonte, azul en la distancia; dos ramas separadas por un gigantesco desfiladero que se perdía bajo las nubes. El verde vibrante de una multitud de árboles hizo que mi corazón latiera aceleradamente como si desde la profundidad de mi inconsciente hubiese percibido la poderosa marcha de la naturaleza. Todos los ejércitos de la naturaleza alineados contra la inocencia y la ignorancia en un asalto final hacia la liberación y la iluminación.
Pero ese día, consciente de que me encontraba entre mazatecos asumí el aire impasible, ligeramente indiferente, sin embargo simpático, de un extranjero. Siglos de colonización española y dominación criolla han transformado el carácter de los habitantes de México y lo han congelado en el tiempo en inmovilidad subatómica. La complacencia ignorante del criollo, la inseguridad feroz del mestizo y el condescendiente paternalismo de los dos hacia los indios es la actitud fija de México.
A primera vista la mayoría de los mexicanos asume que soy extranjero. Sólo cuando les hablo en mi español natural a veces descaradamente familiar se quedan pasmados y confusos, temerosos de que su poder de impresionarme y su habilidad para disimular no tenga efecto sobre mí. Y si me escuchan hablar en inglés desconfían más aun y piensan que soy peligro para los secretos de su alma. Pero los mazatecos no son mexicanos, la mayoría de ellos no hablan español. Cuando se refieren al español, utilizan la palabra castella que quiere decir castellano, una memoria directa de los conquistadores. Hasta el mestizo es un extranjero entre los mazatecos. Los mazatecos les dicen a los mestizos y a los criollos ladinos que se podría traducir como tramposos.
Y entonces me encontré rodeado de indios. Emergieron rostros del medio secular de mis ancestros; la memoria colectiva de las flechas, las piedras y el olor a pólvora, los fantasmas invisibles de la conquista, comunicándole a todo observador el reflejo, la aprehensión, la ruptura, la distancia y el abismo.
Me acerqué a un grupo de tres jóvenes compadres que calzaban huarache, pantalones de manta y jorongos de lana virgen café oscuro con una banda anaranjada que eran los colores de su pueblo, tan garbosos como cualquier estudiante de Oxford o Harvard. Eran bajos de estatura, de fuertes piernas, brazos y manos. Sus tranquilos ojos hablaban de las montañas y la tierra suya por la venida de Quetzalcóatl y de tata Jesucristo.2 Sus facciones eran medio orientales, refinadas; muy bien pudieron haber sido nepaleses o tibetanos. Me dirigí hacia el que estaba más cerca y le dije pomposamente:
–¿Señor, sabe usted dónde está el puesto de don José? –No habla castella, –fue la respuesta.
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–No habla mazateco, –le respondí. Los cuatro nos soltamos a reír y la tensión se relajó. Uno de cara delgada y
sensible dijo señalando una hilera de puestos en la gran plaza: –Ahí está su puestito de don José. –La voz salió muy lenta y rítmicamente
revelado otro concepto del tiempo, una nueva articulación del idioma español. –Gracias señores, –les dije y los dejé parados donde los había encontrado.
Me fui derecho al puesto que pareció estar abierto a esta temprana hora de la mañana. Incliné la cabeza para poder estar parado bajo el toldo de manta blanca del puesto. Un hombre estaba ocupado sacando hierbas de una caja grande de cartón y colocándolas en los estantes de su puesto.
–Buenos días, estoy buscando a don José. –Yo soy –me dijo el hombre mientras levantaba su cabeza hacia mí–.–¿Qué
puedo hacer por usted? –Lucio Jiménez me dijo que le pidiera quince pares de pajaritos. Me vio directo a los ojos. Era un hombre de cincuenta años, fornido, un
poco más alto que los tres compadres que todavía estaban por ahí. Traía puesta una chamarra de lana con cierre y un par de pantalones kakis. Era un mestizo. La franqueza de su manera y sus movimientos confiados me hicieron sentir tranquilo. Mi presencia había despertado curiosidad en la plaza.
–¿Ya se desayunó? –No, todavía no. Bueno, por qué no va a desayunarse con mi hija, tiene un pequeño puesto
detrás de la iglesia. Tendré quince pares de pajaritos listos para cuando vuelva. –Gracias, volveré cuando haya terminado de desayunar. Regresó a atender sus cajas. Me sentí feliz, me iba a desayunar y después
pasaría a recoger los hongos. Todo había sucedido tan rápido. Todo estaba bien. Entonces me sentí tranquilo como para pasearme por el mercado. Me dirigí hacia un terreno alto para tener una buena vista.
El mercado al aire libre estaba puesto sobre una colina de suave pendiente, entre el costado izquierdo de la iglesia y la avenida principal del pueblo donde se encontraba el hotel Olimpia y el restaurante de los soldados de la Coca-‐‑Cola. Le seguían una ferretería, a través de cuya puerta se podían ver cosas como sarapes, arreos y arneses de cuero, lámparas de gasolina y de gas Coleman, machetes, sombreros y cosas por el estilo, incluyendo, sin duda, municiones para escopetas y revólveres. Sucias manchas negras de petróleo y el olor a gasolina marcaban los muros y la banqueta del depósito de combustibles, el
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último establecimiento comercial y el límite de la influencia ladina a lo largo de la vía pública principal de Huautla.
Del otro lado de esta embriónica calle principal, una plaza pública descendía hacia el edificio escolar. Ningún héroe inspiraba todavía la integración a la República desde su pedestal en esta plaza. Detrás de la escuela se encontraba la cancha de básquetbol. A algún héroe desconocido de la Secretaría de Educación Pública le debemos la idea visionaria de incorporar al programa nacional del deporte este deporte idealista de altas miras –que sin duda contribuirá a fortalecer la fibra moral de las futuras generaciones– la presencia surrealista de canchas de básquetbol.
En un terreno más alto, se encontraba el atrio desierto de la iglesia. La iglesia misma se situaba plácidamente con toda su fea indiferencia. Me sorprendió bastante porque la gran mayoría de las iglesias en los pueblos y ciudades de México poseen alguna belleza arquitectónica que las redime, pero ésta carecía de gracia. Parecía una austera estación de ferrocarril de la época victoriana, con un techo metálico de dos aguas, suspendido sobre una estructura metálica, inspirada en algún modelo prerrafaelista. Primero sospeché que el responsable del proyecto había sido un jesuita escocés, pero su misma existencia me pareció improbable; la mayoría de los escoceses son seguidores de Juan Knox, no de Ignacio de Loyola. Pudo haber sido un hombre de Northumberland (donde existe cierta población católica), quizás estaba pensando en la estación de Paddington, y en que quería regresar a casa.
Al centro de todo esto, extendido confortablemente, se encontraba el mercado, el corazón de la materia. Más allá, las altas sierras del nudo mixteco enmarcaban todo. Huautla vivía sobre un brazo de esta enorme cordillera. Distorsionada por la distancia, por la luz refractada a baja presión atmosférica, otra poderosa cordillera imponía su mágica presencia. Era difícil estimar cuantos miles de metros tenía de altura esta sierra. La neblina le prestaba un denso color azul, oscureciendo una multitud de árboles, tumultuosos, ricos en follaje, amenazando colapsarse sobre el otro lado, donde se levantaba Huautla. Un profundo abismo separaba estas dos sierras, bloqueadas de nuestra vista por un tapete de nubes a cientos de metros por debajo de nuestros pies… Sobre todo esto colgaba el cielo, y nosotros nos abalanzábamos hacia él, porque Huautla no se encontraba en la mera cima de la sierra, sino que apuntaba hacia ella, desafiante, proclamando su nombre, que en náhuatl quiere decir Lugar de águilas.
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En el corazón de este mundo se encontraba el mercado de Huautla. Ahí la nación mazateca, surgía de entre los valles escondidos de la sierra, regresaba otra vez a su capital, para derivar fuerza de su tamaño, y esperanza en la constitución de su producto, la plenitud de su vida; porque como la energía azul del cielo, como el aire fino, la sustancia rica de sus vidas, es el secreto de los mazatecos.
Hombres y mujeres me rodeaban; gente que poseía esa dignidad otorgada por la tierra, que es la nobleza más alta de la especie, mucho más ilustre que las evanescentes aristocracias de España. Un hombre sobresalía entre ellos; se distinguía por su fuerza acrecentada por los misterios de la vejez. Sus pies desfigurados eran las rocas de los pasos entre las montañas; sus manos anchas, la subsistencia de su raza; su cara arrugada, el registro de su historia. Tutelaba a su gente. Sabía quién era quien; la fortaleza y las debilidades de cada uno. Encontraba confianza en el valor de los actos de un hombre, y le recordaba su propia debilidad las flaqueza de otro. Pero encontraba apoyo entre los hombres y mujeres como él. La mujer de cara redonda sentada cerca de él con un niño envuelto en su rebozo le daba forma a los tlacoyos que cocinaba,3 salidos de una gran bola de nixtamal.47 Casi todos los hombres y las mujeres sentados a su alrededor eran sus parientes. Habían venido a poner sus puestos y a vender sus productos, y ahora que todo estaba listo para el día, se daban un banquete. El viejo Tláloc había venido a comer entre los mazatecos… maíz, flores de calabaza, hierbas y hongos.
Yo también iba de camino a desayunar. Distraído por estos pensamientos, no era conciente del sentimiento de libertad que había empezado a despertarse en mi interior desde que había salido del hotel, de hecho desde que había salido de la ciudad de México. Muy pronto dejaría México y al continente americano, que de alguna manera parecían limitar mi curiosidad natural. Desde el fondo de mi subconsciente, yo deseaba conocimientos, y los conocimientos que no valiesen su peso en oro eran despreciados en la joven y desasociada sociedad mexicana.
Bajé por una estrecha vereda hacia la parte trasera de la iglesia. El aire era húmedo y muy fresco, el muro de la iglesia estaba todavía mojado con la lluvia de ayer, los diferentes tonos café, la cáscara del pan mazateco. Le di la vuelta a la esquina de la iglesia y me encontré un puestito hecho de tablas rusticas, con un mostrador abierto, recargado contra el muro trasero de la iglesia.
Una joven muchacha sentada en un banquito leía una copia de la revista romántica ilustrada Lágrimas y Risas, de la “Doctora Corazón”. Ni una línea
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arrugaba su ancha y brillante frente; rizos castaños le caían en cascada sobre sus hermosos y desnudos hombros, sus piernas delicadas y sus piececitos no alcanzaban a tocar el piso. Llevaba puesto un vestido de algodón sencillo y en el piso de tierra estaban sus zapatitos. Sus enormes ojos café se movían absortos sobre las palabras, mientras que sus suaves labios color de rosa silenciosamente las repetían. Seguramente había llegado a la parte de la historia que leía donde la muchacha de la historia rompe en llanto porque su amor se estaba viendo con una chica sensual y provocadora. ¿Cómo podría yo atreverme a interrumpirla? Me recargué sobre el mostrador esperando pacientemente a que llegara al final de la historia, cuando el novio seguramente rompiendo en sollozos en los brazos de su chica, le confiesa a su único amor que le ha sido infiel. Finalmente alzó los ojos, se encontró con los míos y rápidamente cerró el Lágrimas y Risas. Se introdujo dentro de sus zapatitos y me preguntó si deseaba algo de comer. Dije que sí, entré y me senté en un banquito junto a una mesa. El lugar no era mayor que un clóset. En una esquina, una estufita de dos quemadores estaba colocada sobre una mesa llena de ollas, jarros y platos. Al otro extremo se encontraba la mesa donde estaba yo sentado. Su frágil cuerpecito alcanzó unos cerillos en una repisa. Encendió la estufa con un rápido movimiento de sus dedos, después dio una media vuelta y me preguntó:
–¿Qué te gustaría? –¿Qué tienes? –Tengo huevos, arroz, frijoles, café con leche y pan dulce. –Tomaré un huevo con arroz y frijoles, café con leche y pan dulce. –¿Te gustaría el huevo frito encima del arroz? –Sí. –¿Te gustarían tortillas? –Sí. –Puso una sartén en uno de los quemadores y una olla grande con café en
el otro, rompió dos huevos sobre la sartén y aventó las cáscaras dentro de una gran bolsa de papel bajo la mesa. Sus manos eran delgadas y delicadas, no acostumbradas al trabajo duro. Agitó la sartén, sus movimientos eran muy naturales y graciosos. De repente me preguntó, todavía de espaldas:
–¿Viniste a comer hongos? –Sí. –Mi papá te los puede conseguir. –De hecho me está preparando unos. Se dio la vuelta para verme.
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–Pareces inglés. –Sí, lo sé. –Eres mexicano –De nacimiento. –No pareces estar muy seguro-‐‑ se sentó en un banquito enfrente de mí. –¿Por qué tienes el pelo tan largo?, los americanos que viven aquí tienen el
pelo muy largo, ¿les quieres copiar? –No, no les quiero copiar. –¿Tus papás te dicen que te cortes el pelo? –Lo hacían. –Los americanos viven aquí, pero no hacen nada. Don Inocente les ha
pedido que nos ayuden a construir la escuela. –¿Y ayudan? –Sí, algunos ayudan. Se levantó, se dirigió a la estufa, tomó un plato, le puso algo de arroz
calientito y los huevos fritos encima. –¿Quieres tu café con leche ahorita? –Sí, por favor. Vertió el café en un vaso grande, añadió leche y me trajo el plato y el vaso
a la mesa. La comida exhalaba vapor. La miré con satisfacción. –Te vas a convertir en una buena esposa. Se sonrojó. –Es tan sólo un chiste. ¿Lees Lágrimas y Risas seguido? –No, atiendo la cocina hasta las cuatro de la tarde y después le ayudo a mi
mamá en la casa. –¿Y no vas a la escuela? –Hice la primaria. –¿Cuántos años tienes? –Quince. –¿Y no vas a hacer la secundaria? –No, porque tendría que irme a vivir a Puebla y mi papá no quiere. –¿Y a ti te gustaría? –No lo sé. –No pareces muy segura. Sonrió y sus ojos brillaron por un momento. –Mi papá es brujo. Te hará una ceremonia y te podrás quedar en Huautla
todo el tiempo que quieras.
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–Muchas gracias, pero la luz del sol es suficiente ceremonia para mí. –Deberías comer los hongos en la noche. –Quiero ver todo a la luz del día. ¿Tú has comido los hongos? –Sí. –¿Y estuvo bueno? –Fue muy bello. Mi padre hizo una ceremonia y después me quedé
dormida. –¿Qué viste, qué sentiste? –Sentí que quería mucho a mis padres y que ellos también me querían
mucho. Se levantó y me trajo frijoles, tortillas y pan dulce. Me imaginé su pequeño
y delicado cuerpo apretado contra el mío; los dos juntos sobre un petate.5 Nuestra vida en una palapa. Su cara suave y redonda brillando en los rayos diagonales del sol con un candor dorado. Sentí que la podía amar.
–¿Cómo te llamas? –Blanca. ¿Y tú? –Felipe. –¿Cuánto te debo, Blanca? –Siete pesos. –Adiós, Blanca. –Adiós, Felipe. Nos dimos la mano y sus ojos se mantuvieron firmes y claros. Me sentí
muy feliz: con el estómago lleno el humor siniestro desapareció. Pensé en Blanca a la puerta de un rancho mirándome. La vi saludándome. Vi sus grandes ojos café y su pequeño y esbelto cuerpo junto al mío en un petate.
El pasto y los arbustos salpicados mojados de rocío. Más allá del pueblo los pinos convocaban a esos espíritus libres que quisiesen festejar con ellos. Las nubes flotaban a baja altura, de prisa por alcanzar su destino del otro lado de las cordilleras, sobre las grandes planicies del México Central, extendiendo su humedad sobre la sedienta superficie del orbe. Me pasee plácidamente hacia el camino alto. El mercado se comenzaba a llenar, regocijándose en sus propios colores, en animada plática, en las salutaciones de los amigos y conocidos. Los vestidos blancos de las mujeres mazatecas brillaban luminosos, con los colores de sus bordados, flores violeta y carmesí, collares de oro y de plata, aretes y listones en sus trenzas -‐‑ un día festivo. Murmullos altos y bajos se mezclaban alrededor de los puestos con risas y regateos.
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Don José apoyaba todo el peso de su cuerpo sobre el mostrador. Se había arremangado las mangas de su camisa por encima de los codos, y sus venas azules revelaban la relativa blancura de sus brazos, con los músculos tensos, las venas se le veían muy prominentes en las muñecas. Me había visto llegar.
–¿Se desayunó bien? –Muy bien, todo el crédito es de su hija. Sonrió. Don José estiró la mano por debajo del mostrador y sacó un cono
de papel periódico. Lo desenvolvió, extendió el papel y con cuidado empezó a colocar en hilera quince pares de hongos delicados color café claro. Tomé uno por el tallo y lo sostuve. La cabeza era delgada y pequeña, el tallo igualmente delgado pero largo. La punta del tallo que formaba la raíz era blanca, partículas de tierra negra húmeda todavía se adherían a ella. El hongo no llevaba cortado más de una hora.
–Espérese dos horas hasta que haya hecho la digestión y después cómaselos
Levanté la vista de los hongos. Los ojos café claro de don José eran dos canicas transparentes con la luz dorada dentro, nadando sobre un iris negro dilatado. Me simpatizaba ese hombre, era como Lucio Jiménez; decía lo que tenía que decir y el resto era sentimiento puro. La elocuencia de un silencio controlado, sin dialéctica, una telepatía más conducente de significado que un dilatado argumento expuesto con la razón más fría pudiese transmitir.
–¿Cuánto le debo, don José –Quince pesos. Saqué la suma correcta de dinero. Don José volvió a doblar el cono de
periódico. Nos estrechamos la mano fuertemente sin decir más palabras. Caminé de regreso al hotel esperando encontrar a mis amigos. Subí
corriendo los escalones del hotel de dos en dos y atravesé el patio interior como un fantasma.
Ya no estaban los panaderos surrealistas ni ese druida tan bizarro. Encontré a mis amigos sentados sobre sus camas comiendo naranjas y pan dulce.
–¡Bueno, bueno! ¿Cuál es el significado de esta conmovedora frugalidad? –Los hongos deben ser comidos en abstinencia, –dijo Luís Perrano
sombríamente, con el aire fúnebre de un monje penitente. –Vengan, vengan amigos míos, aliméntense bien y dejen que la naturaleza
hago su propio trabajo. Seguramente sus cuerpos hambrientos no tendrán nada qué ofrecerle a los hongos y se desmayarán. Vayan y desayúnense bien, que les
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asiente bien, y déjenle una sustancia jugosa a los hongos. Sean fuertes, prepárense. He escuchado que los hongos son voraces devoradores de energía.
–Es verdad, es cierto. He escuchado esto antes, –dijo Palitos, recuperando algo de su confianza.
–¡Pero qué tremenda alharaca! –grité, fingiendo alarma. –¡Huele a miedo, este lugar apesta a miedo! Dejé de hablar. Me percaté
que mis ironías estaban siendo tomadas en serio, como sucede cuando un inglés que habla español trata de traducirle algunos de los más finos epigramas de su idioma a un amigo español para su deleite. Esto siempre será algo infructuoso a menos que el español sea poseedor de un sagaz sentido del humor. El humor transcultural casi siempre es víctima de su propia generosidad filantrópica.
Se acercaba la hora de los hongos. Todos retrocedíamos hacia la soledad interna en busca de nuestros propios recursos espirituales. La esperanza y la excitación se habían terminado. El momento se acercaba. Todo lo que con anterioridad habíamos experimentado acerca de la religión no nos preparaba para esto. No sabíamos nada acerca del significado profundo de la religión. Ese religare primordial de la especie, hoy desterrado de la memoria colectiva de la humanidad. Lo que un día supimos, lo teníamos olvidado y nos habíamos vuelto cínicos y desconfiados de todos los aspectos de la religión. Como si esto fuera una experiencia de tantas, una experiencia más. Ni siquiera éramos conscientes de que jóvenes de nuestra edad durante miles de años –no nada más en Mesoamérica, sino en la vieja Europa, en Eleusis y en muchos otros lugares del viejo mundo–, durante ese largísimo, oscuro y desconocido amanecer de la especie, habían participado en ritos de iniciación mistérica; habían penetrado en la sombra del inconciente y compartido los muy antiguos y sublimes misterios.
No, para nosotros los Hongos Sagrados tan sólo significaban una prolongación en la búsqueda de emociones fuertes, un viaje por el campo, un distintivo de valor psicodélico;6 y ahora nos enfrentábamos a esta realidad y a nuestra propia incomprensibilidad de esa realidad. Así es que cada uno de nosotros buscó hacer lo que pensaba era lo mejor, ahora que no podíamos o no queríamos echarnos para atrás. ¿Qué estarían pensando ellos?, me pregunté. Una tarde en la ciudad de México, en mi estudio, sobre unos vasos de un excelente tequila añejo, Ramón lo había sugerido; de hecho me había invitado y yo había traído a Luís y a Arturo. Y fue así como nos juntó la común circunstancia de nuestra juventud.
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Los dos Rones se aparecieron rompiendo con su presencia el inquieto silencio en el que estábamos sumergidos.
–Qué tal amigos –dijo Ron el grande–, vamos de caminata a San Pedro, un Pueblo que está a diez kilómetros de aquí. ¿Supongo que no quieren venir, eh?
–¿Alguien quiere ir a un pueblo que está a diez kilómetros? – pregunte yo en español.
-‐‑No, no queremos ir-‐‑, fue la respuesta común. -‐‑Nos vamos a comer nuestros hongos en el aeropuerto-‐‑, rematamos.
–Entonces nos vemos más tarde, amigos. -‐‑ Si, nos vemos más tarde-‐‑, añadió ese impasible hombre de pocas
palabras, Ronald Quilty. Con un movimiento significativo de la mano, los dos Rones nos dejaron, a que nos las entendiéramos por nosotros mismos.
–¿Cómo es el pueblito ése? –Preguntó Ramón. –Tiene una cascada y bonita vegetación. –¡Una cascada! Suena muy bien, ¿no, Felipe? –Sí, pero creo que desde el aeropuerto se ve una vista grandiosa del país.
Es un lugar ideal para comer los hongos, ¿no creen?-‐‑, les respondi. –Sí. Y así quedamos los cuatro amigos unidos en esta misteriosa empresa,
siguiendo la ruta de Arne Saknussen al centro de la Tierra, (de hecho bajo Huautla se encuentran las cavernas mas grandes y mas largas del mundo. Ver artículo: Huautla cave quest, Nat. Geo. Sep. 1995).7 Estábamos recostados cada quien en su cama, cada uno sintiendo la majestad de su propia individualidad, bajo la desatinada luz de nuestras vidas, donde cada alma arrastra el peso de su propio cuerpo hacia un destino desconocido. Los rayos del sol americano no detienen al aventurero que persevera. Una sinfonía de colores de magnificencia solar nos esperaba para deslumbrar nuestra vista. ¿Quién se puede resistir al día radiante? ¿Quién es tan valeroso y acepta el reto de la vida? Aquí se nos presentaba un camino hacia un destino inescrutable, ahí estaba la luz y nuestros corazones temblaban de emoción.
–¿Dónde está ese lugar donde te desayunaste? –preguntó Arturo en desafío al silencio, retando el folclor, a pesar del pan dulce y de las naranjas.
–Está detrás de la iglesia, un puestecito-‐‑, dije yo indiferente, impasible, con aire de desapego.
–Iré yo también –dijo Ramón, ahora actuando por sí mismo, en la certeza de su propia subestimada lucidez. Y salieron dejándonos a Luís y a mí para sortear las diferencias.
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–¿Conseguiste hongos? –Me preguntó Luís con interés y jovialidad mientras trabajaba en separar los últimos gajos de la naranja. Me alargó uno, el cual tomé metiéndomelo a la boca entero, disfrutando el ácido, escupiendo las semillas.
–Sí, conseguí algunos, quince pares de pajaritos. –¿Cuánto te costaron? –Treinta pesos. –¿Nos vamos? –Sí, quiero caminar un poco por el pueblo. –Y yo iré al aeropuerto. –Te encontraremos ahí dentro de una hora. –Muy bien, hasta entonces. Salimos del cuarto juntos, cruzamos el patio en silencio, descendimos las
escaleras y salimos a la calle. Luís se fue a la izquierda, hacia el mercado, y yo a la derecha, en dirección del aeropuerto. Miré el final de la calle hacia el depósito de gasolina, donde la calle descendía y se encontraba con la cancha de basquetbol para luego, más lejos, convertirse en el camino a Teotitlán. Por ahí derecho estaba el camino al aeropuerto, excavado a nivel sobre un costado de la montaña, ondulando entre maizales que brillaban bajo el sol. A ambos lados del camino crecían milpas, en aparente simetría, cada una sobre su protector montecito de tierra, serpenteando en hileras siguiendo la curva de la montaña. Las plácidas milpas balanceaban sus hojas largas en la brisa, enseñando sus mazorcas robustas en las abundantes lluvias de este año. La lluvia de ayer había enlodado el camino, los charcos de agua color café con leche reflejaban el cielo y las nubes al vuelo. La brillante luminosidad del día le impartía un vibrante resplandor a los campos de maíz y a los pinos más lejanos.
Me tomaba mi tiempo, sin prisa, llevaba mi cono de periódico bajo el brazo, conspiratorio. Conspirando con la naturaleza; sentía que lo nuestro era un asunto privado, no había buscado la intermediación de un chamán o una sacerdotisa. No quería anunciarlo a todo el mundo. Quizás así se sentían los antiguos griegos de camino a un círculo Órfico, reticentes de inquietar a los inocentes no iniciados.8 Yo no tenía grupo, salvo mis amigos, porque desconfiaba de los grupos y de su ilusoria dinámica de poder. Confiaba implícita e instintivamente en la amistad y la disfrutaba mucho. Mi ceremonia de iniciación sería el festival de la vida; y buscaba una confrontación directa con él.
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El aeropuerto era la suave pendiente de una montaña un poco más arriba de Huautla. Un aeropuerto para ser usado por pilotos valientes, en pequeñas aeronaves de un solo motor que tuviesen que planear entre las cordilleras, levantar los alerones y aterrizar, describiendo un ángulo desconcertante de noventa grados sobre un campo de terreno irregular cubierto de pasto, con una pendiente de treinta grados. Algunas vacas comían la hierba del aeropuerto. Me dirigí hacia ellas. Pequeñas florecillas amarillas y blancas surgían por doquier, las puntas de los pinos casi tocaban las nubes y más abajo otros árboles pendían sobre el barranco. Caminé por la esquina del campo y me senté al borde de la pista. En frente, ahora más clara, se erguía la otra cordillera, a unas treinta millas de distancia hasta sus picos más altos. Cubierta completamente de pinos, había perdido la bruma azul de la mañana. Ahora era de un verde oscuro, fuerte, misterioso, con algunos árboles individuales visibles. Un manto de nubes impedía la vista del río santo Domingo que corría su curso entre las dos sierras.
La mayoría de los pinos que me rodeaban eran de la familia conífera, robles siempre verdes y el oyamel sagrado de México, y otros árboles de hojas anchas, más pequeños de los que yo antes hubiera visto-‐‑ porque Huautla yacía en el límite entre el bosque y la selva. El piso del bosque estaba cubierto por un humeante cuerpo de líquenes, arbustos y musgo. El vapor seguía flotando, bailando entre las sombras, bifurcado por los rayos del sol donde penetraba, iluminando partes del follaje. Pequeños pajarillos brincaban de rama en rama gorjeando su placer.
Y las criaturas hacían sus melodías, Las que duermen con el ojo avizor toda la noche Así las urge la naturaleza y su corazón deleita; Y las gentes sienten ansia de peregrinar…
Así cantó Chaucer al comienzo de su viaje por la Inglaterra medieval. ¿No
habíamos nosotros acaso salido en peregrinaje, inocentes, reviviendo un antiguo impulso de algún ayer? ¿Y qué es lo que busca el peregrino?
Los secretos paleo-‐‑históricos de las Américas están bien escondidos del mundo occidental. ¿Cuántos Canterburys hay en esta ancha tierra? No sabía entonces acerca de las peregrinaciones de los huicholes a Real de Catorce.9 Los misterios de Eleusis debieron de haber tenido su contrapartida en la historia de la vieja América.10 Los componentes de mi inconsciente eran de origen europeo
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occidental transplantados a América, o al menos así me parecían. Antes de 1968, mi condición de güero y mi pelo largo constituían un reto para la imaginación de la generación de mis progenitores.11 El pelo largo enfrentaba su fatigada obsesión con la masculinidad. La piel blanca era una causa mutua de ansiedad porque en mi caso era de origen celta, frisio y anglosajón. Este hecho anonadaba nuestro sentido compartido de la historia, y esto es parte importante de nuestra común identidad que surge a primer plano en las relaciones sociales en México. El aspecto mexicano de mi identidad los desconcertaba de una manera inquisitoria, porque de una manera inesperada mi lenguaje revelaba una cierta reflexión sobre la cultura de México, un conocimiento secreto de los misterios que amenazaban la estabilidad de su identidad. Los miembros más ancianos de mi tribu me trataban con aprehensión, y de no haber sido por el prestigio de que gozaba mi familia en el país, habrían tratado de destruirme como si fuese el demonio mismo que se metía entre sus progenies.
En mi temprana juventud, después de haber conocido la nueva generación de Cambridge representada por mi primo Tom Rush y por Joan Baez;12 después de haber escuchado al reverendo Mathew Warren13 impartir sus sermones desde el púlpito en la escuela de Saint Paul’s School (una escuela creada por mi bisabuelo el Dr. Henry Coit), la teología iconoclasta de Rudolph Bultmann;14 después de haber disfrutado el acercamiento burckhardtiano a la historia, fuertemente, simpáticamente, expuesto por don José Ordóñez y Montalvo; después de haber descubierto a F.M. Dostoyevsky, Albert Camus, Karl Marx, Charles Darwin y Pierre Teilhard de Chardin… no era yo ya el mismo Felipe Conover, antiguo alumno de los Hermanos Maristas de la ciudad de México.
También conocí el lado oscuro de estos caballeros finos de Nueva Inglaterra, la arrogancia secreta y el racismo, su letal lucha por el poder mundial detrás de una mascara de benevolencia y filantropía, supuesto interés por la humanidad. Su ética puritana los agobiaba con un sentido de culpa y de orgullo autocomplaciente (que los alemanes llaman angst y los británicos self righteousnes). Con el tiempo llegué a comprender que no le podían perdonar al bisnieto del fundador de Saint Paul’s School un origen mexicano. Entendí que la razón por la cual estudiosamente me mantenían alineado de cualquier reconocimiento de mi propio valor era precisamente por mi condición latina, extranjera; de manera que yo nunca resultaba lo suficientemente bueno, nunca llegaba a la altura de su nivel. Este elemento extraño manchaba la delicadeza de su identidad blanca, anglosajona y protestante.
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Así es que me toleraban porque se exigían a ellos mismos ese sacrificio a su sentido de justicia moral y tan sólo porque se trataba de un bisnieto del fundador, tolerado, pero no apreciado. Tenia que haber representado un esfuerzo excesivo para estos caballeros finos el tener que convivir con el resto de la humanidad. Les agradezco sus esfuerzos y sinceramente espero que el peso de la vergüenza que han de haber sentido por mi causa no les haya sido demasiado oneroso.
Las circunstancias de la naciente revolución cultural me habían transformado en algo distinto que me personalizaba en la construcción de mi propia identidad. Así llegué a la ciudad de México en el verano de 1963 con el pelo largo, con el fervor de un revolucionario listo para continuar una revolución espiritual. Listo para retomar el combate. Los venerables sacerdotes que fueron mis maestros de vuelta a México se estremecían con el sonido de mi oratoria en las clases de historia de la doctrina. En reuniones sociales, los mandriles más grandes de la especie fruncían sus caras ante mi pelo largo y ante las interrupciones eminentemente subversivas a sus conversaciones.
Encontré alivio entre un grupo de amistades afines que más tarde se convertirían en parte del núcleo de esa eventual corrupción subversiva de la juventud mexicana en 1968. Dentro de este grupo nos sentíamos confiados e intercambiábamos las ideas que estaban a punto de hacer explosión en la conciencia del mundo occidental; de hecho en la del mundo entero. Pero afuera continuaba la batalla cruel, inmisericorde en sus esfuerzos por destruir la integridad de los nuevos revolucionarios.
Cansado de la batalla, había resuelto trasladarme a Europa ya en 1965, para refrescarme, resarcirme y sumergirme en los rigores escolásticos que añoraba. Fue esta tensión prolongada a lo largo de cinco años la que misteriosamente me había conducido a Huautla en junio de 1968. Y teniendo todo listo para dejar México había querido partir en paz, ignorante como era del poder secreto de Los Hongos.
Absorto en estas reflexiones no me había percatado de la llegada de mis amigos al aeropuerto. Ramón se acercaba lentamente hacia mí. Acababa de dejar el camino y había entrado en el aeropuerto. Su perfil estrecho parecía caber muy bien dentro de la atmósfera, como una escultura de Giacometti. El aire que desplazaba se convertía en un espejismo danzante bajo el calor del sol. Él era un extranjero, un errante natural unido a sí mismo en su propio mundo, proyectando una larga sombra que se extendía hasta el centro del campo. La sombra parecía ser la sustancia dominante, alcanzándolo, sobrepasando el
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tiempo interno de su alma fugitiva. Se acercaba, cubierto de polvo en toda su pálida y romántica gloria. Este hombre extraordinario que años más tarde soportaría y sobreviviría el dolor más amargo; lenta inanición y neumonía casi terminal en una de las más nauseabundas crujías del hospital de la prisión de Lecumberri en México, acusado de haberse rehusado a abandonar su casa bajo orden policiaca. En la primavera de 1971, estuvo a punto de dejar este mundo para luego resucitar de la completa soledad bajo la costra de inmundicia donde yacía. Como un magnífico Fénix resurgió con el poder de la creación y en unos pocos meses se encontraba construyendo talleres de cerámica en Tlaxcala, Morelia y Tzintzuntzán, para que otros aprendieran un oficio y así obtuvieran sustento.
Pero aquel día, en Huautla, se acercó lentamente, silencioso, ignorante de su destino, como la sombra que es, un espíritu de una galaxia lejana.
–¡Qué pazotes, zapatotes! –Charblais, charoláis… –Éste era un saludo en el más fino caló de la ciudad de México. –Estuvo bueno el desayuno y la muchacha muy linda. ¿Haciendo la
digestión? –Sí, le hago compañía a las vacas. Han estado mordisqueando y rumiando
y yo también. ¿Dónde están Luís y Arturo? –Arturo todavía está desayunando y Luís está con él. –¿Ya viste qué bonito día está haciendo? –Sí, lo es -‐‑, se acercó y se sentó junto a mí en la tierra. –En días así, iba yo al río en Tlapacóyan. –¿Ibas a nadar? –No, el río tenía una corriente muy fuerte. Yo me sentaba a la orilla de un
acantilado… Veía la jungla en la ribera opuesta. Me sentaba ahí y leía a Novalis. –¿Y qué tal es Novalis? –Fue un poeta alemán, un romántico. Escribió un libro llamado Himnos a la
noche, alegorías místicas a la naturaleza. –Nunca lo he leído. ¿Pero qué hacías en Tlapacóyan? –Trabajaba para la compañía de teléfonos. Trabajábamos muy duro:
había tres teléfonos en Tlapacóyan. –¿Tres teléfonos? –Sí, tres teléfonos. –Nos reímos– ¡Y nada más éramos tres trabajando para
la compañía! –Nos reímos– Y yo era el ayudante. –¿El ayudante número tres?
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–Sí, el ayudante número tres, –rugimos de risa. –¿Dónde está Tlapacoyan? –Está en el estado de Veracruz, sobre el río Nautla. En la noche teníamos
que dormir con red. Me acostaba en mi catre y escuchaba los grillos llamándome; hacían un ruido continuo que se mezclaba con el murmullo del río, el sonido de la corriente fuerte y el calor de la noche. Me imaginaba a las iguanas, las víboras de agua y los escorpiones animados en la oscuridad de la jungla.
–¿Has leído Anaconda de Horacio Quiroga?, –le pregunté. –No, ¿de qué se trata? –Se trata de un congreso de serpientes. Desde el Orinoco y el Amazonas
hasta el Paraná llegaban serpientes a un gran congreso para discutir su lucha contra el hombre. Todas las representantes se habían reunido para solicitar el consejo de la más sabia de entre ellas, Ñacanina, una vieja pitón que vivía en una cueva a orillas del Paraná. Ellas hablaban, o mejor dicho seseaban, sobre los antídotos contra sus venenos que estaban siendo desarrollados por unos científicos que habían secuestrado a algunas hermanas y se las habían llevado a sus laboratorios. Esta última información enardeció los ánimos de las hermanas y hubo mucho siseo en el congreso. Tardaron en calmarse, pero cuando lo hicieron acordaron realizar una expedición punitiva contra los científicos culpables. Ñacanina les advirtió sobre el peligro de los perros entrenados que mantenían los científicos, pero Anaconda se rió de esto y proclamó que ella se encargaría del más grande de todos los mastines irlandeses del mundo. Hubo un siseo de asentimiento en el congreso, Anaconda era la serpiente más poderosa de la selva. Así es que se decidió que Anaconda encabezaría la expedición.
–¿Y qué sucedió? –Lee el libro-‐‑ –¡Oh, órale! –Ya se me olvidó. Pero la historia es tan maravillosa que de hecho puedes
sentir a las serpientes deslizándose sobre el pasto; me dio ñáñaras, no pude dormir, la noche que la leí, me la pasé revisando debajo de mi cama y cerré las puertas y las ventas de mi cuarto.
Nos quedamos en silencio, mediando sobre la fascinación que tiene la humanidad por este animal, un símbolo metafísico, la pesadilla más persistente. No me sorprende que los antiguos toltecas llamaran a su dios del viento y del trueno Quetzalcóatl, que en náhuatl quiere decir serpiente emplumada.
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Encontré la representación más clara de este mito en la pirámide central de Xochicalco; ahí la serpiente emplumada es empleada claramente como una metáfora del tiempo. La ciudadela de Xochicalco fue un observatorio astronómico. Congresos de astrónomos tuvieron lugar ahí. Mayas de Yucatán y toltecas de Tula se reunieron ahí durante el décimo siglo de nuestra era. Están representados montados sobre la serpiente emplumada que circunda la pirámide. Se reunían periódicamente en Xochicalco para ajustar el calendario, un evento de suma importancia para los antiguos mesoamericanos. ¿Qué vuela a veces como un pájaro y otras parece arrastrarse como una serpiente? Conquistaron el tiempo. Es posible que este sea el regalo más importante que nos dejaron los mesoamericanos, la conquista del tiempo.
Para los mexicanos modernos Quetzalcóatl podría resultar un símbolo irresuelto del inconsciente; un símbolo de estasis, de su alma histórica congelada, esperando su liberación, el momento de su realización colectiva; del fin de la conquista de México; de la asimilación espiritual de la conquista de México; el nacimiento de un México consciente presentándole regalos del espíritu a la civilización mundial.
Benvenuto Cellini esculpió a Perseo sosteniendo la cercenada cabeza de Medusa y disfrutó de la aclamación popular en Florencia el día de la exhibición de esta escultura. ¿Despertó acaso una antigua memoria? ¿Hubo un tiempo en que las viejas matriarcas de las tribus paleolíticas bailaron ciñendo una falda viva de serpientes a la luz de las antorchas en esas cavernas de épocas inmemoriales? Robert Graves cree que sí, y así nos lo describe en su excelente introducción a sus Mitos griegos, una igualmente poética y revolucionaria interpretación de la prehistoria. La condición de una serpiente es la de una boca con un ano, un tracto digestivo reptante que sin importar lo dúctil que sea su locomoción tiene que sufrir el vértigo de la ausencia permanente de extremidades. Un ciempiés vive la angustia de la sincronización. Sin embargo, una serpiente experimenta el vértigo permanente de la impotencia. Quizás es por eso que sisean y en última instancia que muerden.
Dondequiera que vaya, el hombre tendrá que llevarse un pedazo del cielo consigo mismo. La atmósfera está carga de energía orgónica y a cada célula viviente le corresponde su parte.
La densa formación de nubes se había desvanecido, desapareciendo en dirección al México Central. El cielo era de un azul muy puro, como una llama de gas escapándose del centro de la tierra, escapándose por sus mismos poros. El sol resplandecía hasta los confines del espacio a través de la estratosfera,
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hasta alcanzarnos a todas las criaturas que formamos la noosfera viviente de este planeta;15 no brillaba exactamente sobre nosotros. Todavía no era el mediodía y sin embargo las piedras, la tierra, el musgo, las plantas brillaban con esa iridiscencia peculiar en los países ecuatoriales. Era una luz cegadora y un pesado calor. Los dos sentimos la necesidad de pararnos y de caminar. Caminamos por la pista. Se encontraba bastante seca ahora. Brotes de manzanilla se extendían por aquel lugar; sus florecillas blancas y amarillas surgían de entre una planicie de verde musgo. Pequeños cañones de tierra rojiza funcionaban como canales de drenaje natural por los cuales fluía el agua de lluvia desde las montañas. Sobre un acantilado una planicie de tierra arenosa resplandecía blanca y plateada. En su centro una apertura funcionaba como la entrada de un activo hormiguero. Grandes hormigas rojas se encaminaban por la planicie fugándose sobre la arena hacia una floresta de pasto.
Ramón me hizo una señal. Un halcón describió un círculo en el aire para terminar en caída libre, ocultándose de nuestra vista. Luís y Arturo hicieron su aparición caminando casualmente por el camino que conducía al aeropuerto. No nos había visto, o habiéndonos visto continuaron conversando. Ahora nos vieron, y los dos los saludamos, y ellos nos contestaron. Regresamos a nuestra observación de la colonia de hormigas. La columna se veía muy animada; una voz de alarma recorría por sus filas. Falsa alarma. Nos alejamos a encontrarnos con nuestros amigos.
Luís y Arturo se acercaron radiantes, sonrientes como si acabaran de ganarse la estatua de Tarzán, jugando a los dardos en una feria. Miren-‐‑, nos dijeron, mientras abrían sus reveladores conos de papel periódico para enseñarnos sus pajaritos. Ahí estábamos todos parados en actitud embarazosa deslizando el peso de nuestro cuerpo de un pie al otro. De repente empezamos a reírnos y a abrazarnos, brincábamos, gritábamos, gesticulábamos. Ramón caminaba en reversa fingiendo un combate con un fantasma invisible en un estilo picaresco de comedia del arte. Luís tensó sus brazos y los músculos del tórax hasta que se le puso colorada la cara y todo su cuerpo comenzó a temblar. De repente empezó a brincar y a gritar como si su equipo favorito de futbol, el América, acabase de ganar el campeonato. Arturo corría, gritaba, brincaba, actuando como si fuera un entrenador de futbol en un estadio de prácticas infundiéndole furor y excitación a sus sudorosos discípulos. Yo estaba estático, en un estado de dichosa beatitud frotándome las palmas de las manos, exhalando extraños sonidos como un derviche. Arturo se me acercó a darme un empujón, gritando: ¡Ya vas, Barrabás! Retrocedí unos cuantos pasos, tropezando,
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y cuando conseguí recuperar el equilibrio empecé a brincar y a canturrear peor que los negros sureños en un servicio religioso bautista. El halcón se excitó con el espectáculo, emprendió el vuelo e hizo un círculo por encima de nuestras cabezas, dirigiéndose a las profundidades del bosque. Las vacas dejaron de mascullar y nos miraron sorprendidas, una de hecho empezó a mugir.
Había llegado la hora de los hongos. Era el momento. El pasado quedaba atrás. Nuestras vidas se encontraban por delante. Un ciclo terminaba, su finalidad consumada.
Nos quedamos en silencio, sin movernos. La concentrada energía de nuestras vidas buscaba un punto central, el plexo solar. Luís habló:
–Hay que traer el coche para que tengamos un lugar donde sentarnos. Teníamos el mundo entero para sentarnos y sin embargo sentimos la
necesidad de un punto, un punto centrípeto por así decirlo, un apoyo para nuestra conciencia, un soporte para nuestros miedos.
–Vas por él; te doy la llave. Le di a Luís la llave y se fue. Yo también pero en otra dirección. No miré
hacia atrás; todo estaba comprendido. Me encaminé hacia la montaña sin saber exactamente hacia dónde me dirigía; de alguna manera parecía justo ascender, así es que subí por la montaña.
Mi mente se encontraba suspendida, me sentía electrificado. Quizás era consciente de algunas milpas a mi derecha, de musgo magnificado en el piso, mantuve mis ojos hacia abajo. El mundo era un poderoso latido en el corazón y yo estaba en ese torrente, en el chasquido de mis botas en el lodo, en el peso de mis botas.
De repente vi dos hombres acercarse a no más de veinte metros de distancia. Instintivamente viré hacia la izquierda, cuesta arriba hacia las milpas. No me notaron, se siguieron de frente absortos en su conversación. Seguí subiendo entre las milpas hasta que se hicieron más altas y me rodeó su verdor; el sudor me corría por la frente y yo veía el cielo azul delante de mí. Hice un alto para mirar a mi alrededor: las milpas silenciosas, imperturbables, sus largas hojas permanecían inmóviles, inclinadas, orgullosamente mostraban su fertilidad, los dientes blancos de sus mazorcas, con los mechones de pelo negro en la punta. Había mazorcas maduras por doquier, las frutas de la Diosa Madre Demeter-‐‑Cihuacoátl.
Me quedé ahí parado sorprendido y maravillado, donde mi loco ímpetu me había llevado. Las milpas me reclamaban y yo, citadino, tenía que ir a ellas para acordarme de los campesinos que siembran maíz en las colinas más áridas
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y empinadas, extrayendo su sustento lejos de los valles fértiles. Estas sierras estaban tan lejos y tan elevadas que los conquistadores las habían ignorado dejándolas en paz. El país mazateco es un paraíso comparado con el México central. La tierra en donde yo estaba parado era rica, era el patrimonio ancestral de los comuneros de Huautla, milperos desde tiempos inmemoriales.16
La apreciación de las plantas me restituyó los sentidos. Busqué un buen lugar desde donde pudiese observar el camino, el aeropuerto y las sierras colmadas de bosques que nos rodeaban. Para mí esta comida tan esencial tenía que ser tomada en silencio, en soledad, en solitaria comunión con el mundo de la naturaleza. ¿Por qué era así? Porque ello formaba parte del mismo centro de mi ser; algo que aún estaba por definirse. Me senté sobre la tierra cuidadoso de los surcos que protegían la base de las milpas. Saqué el cono de papel periódico y lo extendí en la tierra enfrente de mí. Los hongos hacinados en un montón. Los separé cuidadosamente uno por uno y los alineé los treinta hongos. Levanté el primero. La mayor parte de mis miedos se habían esfumado. Más que nada, estaba paralizado, fascinado por la planta misma: tan delicado y largo era el tallo, tan frágil su pequeña cabeza café. La puse dentro de mi boca. Yacía en mi boca como un concepto vivo jamás pronunciado; una abstracción primigenia a la cual no me atrevía a triturar con mis dientes. Adormecido, indefenso y solitario yacía ese ser ofreciéndose a mi boca, recostado en esa porosa, exudante y monstruosa lengua; fértil y potente, un vehículo que me conducía al inconsciente.
Pero, ¿qué son estas plantas? Estos seres que crecen en la excreta de los animales… ¿Cuál es su sentido dentro de la concatenación general de la vida? Estas plantas que por si solas unifican las antípodas de la antigua palabra eschato-‐‑logos ¡Qué ironía tan espléndida! De los excrementos surgirá la visión universal de la unidad de la Divinidad…
Qué extraño que sean tan pesados en la boca, un acto irreversible el penetrar el doble secreto de esta planta. ¿Y no es acaso que por la excreción de todo karma surge la visión última? Inocente del significado de este terrible y dual fenómeno, mordí el hongo, y por este acto su álburum paso a mi sustancia.
Lenta y cuidadosamente mordí y mastiqué un hongo tras otro; probando la tierra y el sabor de la planta; una mezcla ácida alcalina muy parecida al pasto. Por alguna razón me detuve después de veinticuatro. Doblé el periódico en un tamaño apropiado con los seis hongos restantes y los metí en la bolsa de mi saco.
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Ahora podía ver el camino que conducía al aeropuerto color café con leche serpenteando entre el profundo verde iridiscente de los campos y de los bosques. Sobre el camino el Opel color rojo -‐‑ naranja muy limpio después de las lluvias de la noche anterior, brillando bajo el sol, se acercaba rebotando en los baches con su espléndida suspensión; acercándose en divertida cámara lenta. En su interior, en la sombra, percibí la figura de Luís, manejando con su estilo preciso, medio impulsivo. Aceleró el coche en la planicie del aeropuerto y se paró enfrente de Arturo y de Palitos, en el mismo borde de la pista, de cara a la cadena de montañas.
El cielo era azul, azul magenta, el azul de Piero Della Francesca, el azul de Fray Angélico. La belleza requiere de la verdad, y la verdad reclama la belleza.
–¿Quién te dijo que estabas desnudo? [Gén 3-‐‑11]
Lucas Gramach: –el Viejo (1472-‐‑1553), me dijo: Adan y Eva, pintura (1526) Courtauld Gallery, University College, Londres.
El momento de la manzana. Una composición ricamente erótica por la
exuberancia de la vegetación, la alborada de la luz en la mañana, la empatía atrapada por las líneas delicadas de los cuerpos desnudos que sugieren el erotismo profundo del momento. Todo esto dentro de un marco naturalista de animales, vegetación viva, la obscenidad manifiesta de la manzana, la tentación y la serpiente enroscada en el tronco de un árbol, anillo envolvente de la libido, espiral ascendente de la kundalini.
Cuaderno de notas del autor Galería Courtauld, agosto 1968.
Podrán comer libremente de la fruta de cada árbol en este jardín; pero no comerán la fruta del árbol de los conocimientos del bien y del mal, porque el día que se la coman, ese día morirán.
Gen 2-‐‑16-‐‑17
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Estaba a punto de perder mi inocencia ya que el conocimiento del bien y del mal rápidamente descendía sobre mí. En las tinieblas de mi desesperación iba a reencender mi vida, en un renacimiento al interior del amor al Amor. Pero antes de comparecer ante la contemplación del Amor, un sentido provisorio sobre el bien y el mal esta ya con nosotros desde siempre. De cara al Amor la gran flor de nuestra conciencia interior se abre hacia el universo; lo que es bueno y lo que es malo se vuelven entonces transparentes y esta transparencia es el movimiento de la creación que se desenvuelve ante nuestros ojos, puesto delante de nuestros ojos, para que aprendamos a ver y amar.
Meses más tarde, en París, en la Biblioteca de santa Genoveva, leía estas palabras:
L’homme, doit, avant tout, teacher de se former Une morale qui puisse suffire pour regler les Actions de sa vie, a cause que cela me souffre Point de delai, et que nous devons sur tout tacher. de bien vivre … J’entends la plua haute et la plus parfaite morale, qui presupposant une entire connaissance des autres sciences, est le dernier degré de la saggese… La method pour bien conduire
notre raison et chercher la verite dans les sciences, ou je mis sommairement les principales regles de la logique et d’une morale imperfaite, qu’on peut suivre par provision pendant qu’on s’en sait point encore de meilleure
Les príncipes de la philosophie
Preface René Déscartes
Me levanté de la tierra y caminé resuelto con los ojos fijos en el grupo de personas a la orilla del aeropuerto. Transportar nuestro peso con un propósito cuesta abajo de una colina es una experiencia emocionante. Uno parece flotar ayudado por la fuerza de la gravedad, del capital moral acumulado en el viaje cuesta arriba. Esta colina en particular requería de cierto cuidado, ya que se
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trataba del trabajo de otras manos, de otras pesuñas . Así es que me fui serpenteando cuesta abajo, evitando los montecitos que sostenían las milpas, algo así como un esquiador en una olimpiada invernal, deslizándose sobre la nieve, pasando entre los postes, sin tocarlos; emergí triunfante por el camino y me acerqué velozmente a mis amigos, intoxicado con mi victoria -‐‑una victoria sobre mi mismo.
Un clavicordio tiene un sonido hueco como campana de cristal. Cuando Bach toca estas campanas transparentes nuestros corazones laten de placer; así son los amigos, esa gente para la cual vivimos, que habitan en nuestra memoria y en nuestros corazones. Mis amigos me miraban a los ojos, vi cada uno de sus rostros con sus almas vibrando en el interior: parecían arquetipos eternos que habían venido aquí para materializarse. Mis ojos iban de uno a otro, tenían la dignidad de la raza humana. De qué manera tan suave tomó cada quien su propio camino.
Me senté sin sentir mi peso, con una sensación de vacío en el pecho. Este sentimiento permaneció conmigo durante algún tiempo. Ominosas espirales de energía, los centros bioenergéticos de mi ser tanto tiempo en turbulencia, prendieron una bola de fuego. Mi pecho se consumía en un fuego inexplicable. Un ritmo externo añoraba ser percibido. Todavía sin darme cuenta, lentamente, sentí toda sensación de peso abandonar mi cuerpo, toda sensación de volumen dejar mi cuerpo. Estaba siendo liberado de la gravedad.
Me levanté. Un sentimiento de ligereza invadía mi cuerpo. La bóveda cóncava de mi cráneo se llenó de el más fresco aire; ráfagas de viento se precipitaban sobre las más altas sierras esparciendo hacia los cielos una densa nube de polvo de nieve; varios haces de luz cruzaban el horizonte a gran velocidad, atravesando el cosmos. Ningún lóbulo linfático pesaba o se retorcía en mis músculos. El mismo viento fresco, abrazándolo todo, fluía por mis sistemas. Ensayé algunos pasos, y se sentían como el viaje primigenio de un campo magnético sobre la superficie de un joven planeta.
Mis ojos inocentemente abiertos descansaban estáticos más allá del tiempo, como un producto del tiempo, firmemente conectados a sus nervios sensores que se alzaban hacia el cerebro. Las grandes cordilleras de Huautla parecían pulsar internamente como si acabasen de despertar de un sueño inmemorial. La niebla se aferraba a los árboles en ciertos lugares, ocultando los más lejanos. Un manto de nubes cubría los barrancos del río Santo Domingo, mientras que la línea del horizonte comenzó a acelerar vertiginosamente hacia un punto lejano, arrastrando las nubes en un gran movimiento.
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Levanté los brazos hacia el cielo, hacia el horizonte. Me parecieron muy largos y delgados, y mis dedos eran raíces que perseguían su alargamiento en el espacio. Sentí un enorme deseo de partir, de dejar mi cuerpo, pero no lo hice. Estoy seguro que lo pude haber hecho y quizás debí hacerlo, pero no lo hice. Tenía la sensación certera que de haberme ido no habría regresado nunca más. Así es que me quedé.
Querido obispo Berkeley, si usted pudiera estar conmigo ahora; ver el mundo… la tierra acercarse a nosotros sobrecogedora y bella.17 Oh, la expansión de su cuerpo elevándose de horizonte en horizonte. Ella misma nos revela su curvatura, azul y blanca, y sus nubes vaporosas al convergir eran su magnitud y velocidad. Verdaderamente, querido obispo, estamos parados sobre un orbe viviente que navega a través de los cielos. ¡Oh, la vida que crece sobre ella! Los árboles al suspirar hacen un ruido insoportable. Insoportable porque mi corazón se dolía con ello, como estoy seguro que ardía el vuestro contemplando el verdor de Irlanda. ¿Porque irradian los líquenes fulgurantes esa luz opalina? ¿Por qué brillan los pequeños fragmentos de tierra como pepitas de oro? ¿Porque se estremecen las montañas?
Poderosas bandas de energía formaron una corona continua, pulsante, radiando los colores del espectro -‐‑ todos los seres vivos me convocan y yo los sigo, aceptando el desdoblamiento de mi espíritu y su paso a través de estas puertas proferidas por la naturaleza hacia el mundo del noumena.18 Porque cada cosa me quiere hablar de ella misma en un sobrecogedor concierto de murmullos y luminosidad. Una espiral ardiente de fuego consume mi pecho, el lado oculto de las cosas, su vida interna, me está penetrando. Avenidas secretas de vida estructuradas radialmente a través de las veredas de la luz.
Fue entonces que entré en un mundo de intenso resplandor en el que el fluir interno de mis sensaciones se mezclaba con lo que sólo podría llamar los poderosos sentimientos de las plantas a mi alrededor, causando una profunda emoción en mí, mezclada a una gran sorpresa. Sentí que las plantas y los árboles que me rodeaban querían comunicarme a mí personalmente el resplandeciente fenómeno que compartíamos. Ésta extraordinaria revelación me llenó de enorme compasión.
Comencé a percibir que las transformaciones del mundo a mi alrededor se derivaban de la presencia de una Inteligencia que lo abarcaba todo; una inteligencia hacia la cual nos dirigimos, vaciando nuestras almas de todo contenido, que a la vez quiere mostrarnos la unidad del mundo y levantar de
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nuestros ojos el velo de estupor cotidiano, para imprimir, con poderosa brillantez en nuestras almas, la conciencia del divino nexo de la telésis.
Flotando entre los árboles comencé a avanzar y a percibir una energía elemental, tomando forma en todos los seres vivos a mí alrededor. Los árboles, siempre presentes, su quanta, eones de tiempo, transformados en una multitud de formas, derivados del Único Árbol, un arquetipo venido del Espíritu, prefigurado primordial; ahí sólo para ser redescubierto por mí, tan estable, tan libre. ¡Una gloriosa solución de forma biológica! Tan original, tan única, tan efectiva. Un pensamiento prístino, un encuentro. Y también los arbustos, los helechos, el musgo, los líquenes ¡un coro acompañante para los árboles? ¡No! Árboles ellos mismos, la energía de la vida desplegando un auténtico concierto de plantas, una sinfonía primordial de entelequías codificadas, braquiado luminosamente como ecuaciones prefiguradas. Las brillantes piedrecillas de tierra, cada fragmento de tierra dorada, una fuente de luz brillante, numen, que de antaño habría sido planta, ahora era rescoldo de vida, alimento y apoyo; la envoltura desechada de una vida anterior hecha tierra ahí mismo, presente en la raíz de las cosas, comunicándose con los vivos, ofreciendo sustancia y protección.
Sentí que mi cuerpo se abría, convocado por una poderosa fuerza, una poderosa inteligencia. Era como si toda la energía de los elementos de la naturaleza: las montañas, los árboles, las nubes, el cielo individual y colectivamente estuvieran teniendo un efecto sobre mi ser, penetrando dentro de mí. Sentí cómo se abría todo mi ser, una sublime vulnerabilidad, y no le opuse resistencia porque la corriente de imágenes que fluía dentro de mí estaba llena del contenido más benéfico, pues sentía que esta experiencia me transformaría profundamente para bien.
Ni la más mínima inquietud agitaba mis centros somáticos y mentales. Tampoco en ningún momento me sentí intoxicado. Al contrario, se manifestaba un sentimiento de bienestar, una corriente de energía del exterior que entraba en mí ser. Sentía mi cerebro más fresco y más claro que en cualquier momento previo de mi vida. No era mi organismo el que proveía esta cantidad extra de energía somática y sensorial, ésta venía del exterior. Era producida por el contacto de mi espíritu con las revelaciones que le presentaba una fuente del exterior.
Cuando ocurría una nueva comprensión sugerida por una visión del mundo exterior, una cantidad de energía era añadida a mi fuente psíquica. Cuando emergía una memoria distante de mi inconsciente y de pronto era
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clarificada, esto también incrementaba ese regalo de energía y así actuaba entonces sobre mi conciencia, aumentando esta claridad y ensanchando el panorama de mi visión.
Así, algo que había fuera de mí actuaba suavemente en mi interior, incitándome a comprender; dirigiendo mi espíritu primero hacia ciertos sectores del mundo externo y después hacia fragmentos perdidos de mi mundo interno; para que así los pudiera reconstruir, y de esta forma encontrar nueva vida y energía. Estaba operado aquí una Inteligencia infinitamente más poderosa que la mía, y yo era Su sujeto, Su agente.
Todo el tiempo, estuve consciente de este proceso mientras se llevaba a cabo. Me sentía inmensamente anonadado por él, y en la medida en que se hacía más fuerte y alcanzaba estratos más profundos de mi alma, un correspondiente sentimiento de amor y gratitud me estremecía por completo. Sentía este amor como poderosas olas que me alcanzaban desde la Presencia del Ser que presidía e infundía el mundo natural en un todo con su radiante inmanencia. Y era el sentimiento de la presencia de ese otro Ser el que operaba este extraordinario evento, el que anonadaba mi corazón con el insoportable calor de amor que casi me asfixiaba en su éxtasis. Entonces, me desplomé sobre la tierra.
De repente, me encontré sentado sobre la tierra. Tenía mis manos juntas llenas de tierra. Cada fragmento individual resplandecía con luz interna, como si se tratara de joyas individuales iridiscentes. Silenciosamente rodaron lágrimas por mis mejillas, eventos del pasado vinieron a mi mente y girando para que los pudiese contemplar desde muchas aristas, y eran clarificados. Un conjunto de imágenes de mi pasado encontraban un lugar de descanso en mi memoria. Nunca antes había comprendido que no estaba solo; que la tierra estaba conmigo; que cada planta, animal, hombre y mujer también estaban conmigo -‐‑ que no amaba. Y no sabía que no amaba hasta que amé por primera vez -‐‑ me amé a mí mismo. A partir de Ese momento comencé a darme cuenta de que yo era bueno, que el mundo era bueno, que los otros también eran buenos, aunque no sé dieran cuenta -‐‑ como yo no me había dado cuenta hasta ese momento. Nada había salido mal, nadie tenía la culpa; el sentimiento de culpa me fue quitado, el karma desapareció. Sólo de Él pudo haber venido este regalo.
Todo me hablaba directamente; cada grano de arena, cada hoja de pasto, cada árbol; las montañas se estremecían, las nubes convergían y el cielo se abría.
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Sentí amor. Sentí Su amor. Era El quien me regresaba a la vida porque mi vida se encontraba deslizándose rápidamente hacia la autodestrucción.
Podía ver que todo lo que me rodeaba era una expresión de amor, que la interrelación formal entre todos los elementos de la naturaleza era un acto de amor. Esto fue lo que me dijeron, señalándose entre sí lo afirmaban. Me decían que la tierra los permite suavemente -‐‑ que a ella no le importa. Y así como los animales viven entre las plantas y se alimentan de ellas y no se preocupan, tampoco nosotros nos deberíamos de preocupar. Comencé a abrir los ojos, a abrir mi corazón y a ver la interrelación entre todas las cosas. Y entonces me coloqué dentro de todo esto y estuve dentro. Ví que todas las cosas son diferentes expresiones de la misma forma primordial y que esa forma primordial es el amor, y que a la luz discriminante de esa inocencia recuperada, la verdad fundamental de la vida se hace aparente. y que deberíamos ser los custodios de esta verdad, de esta armonía, en esta tierra. Y que ésta es la forma más alta de la conciencia, verdaderamente la más alta y la más noble forma de conocimiento, y todo esto se deriva sólo del amor. Se me estaba ofreciendo una segunda oportunidad, una visión de amor.
Los pinos enraizados en la tierra con sus ramas que se extendían elocuentemente hacia el cielo. El bosque era una energía silenciosa. Líquenes y musgos, manojos de pasto respiraban tranquilamente la frescura de la tierra negra. Y ahora vibraban intensamente y yo vibraba con ellos y formamos una corona de energía que se fundía con el cielo. Mis ojos se abrían desmesuradamente y penetraban en el mundo como nunca lo habían hecho antes.
Me levanté de la tierra. Las inmensas cordilleras convergían hacia el sol,
un mar de árboles se desprendía de la tierra, desbordándose sobre un horizonte de nubes brillantes que se lanzaban vertiginosamente hacia un mismo punto. El orbe terrestre se alzaba sobre el cosmos, la tierra volaba hacia el sol como una gigantesca plataforma viviente. Y yo la podía sentir bajo mis pies. ¡Oh, el mundo entero flotaba en el espacio y yo estaba parado sobre él! ¡Yo estaba vivo! y caminé, como el primer hombre lo había hecho, envidioso de la naturaleza, olvidado de sí mismo; porque lentamente en la medida en que las cosas penetraban en mí, renacía al mundo de mi alrededor.
Palitos, Arturo y Luís seguían parados en el mismo lugar, no me había dado cuenta de su presencia hasta ese momento. De sus ojos salía un inmenso amor. Permanecimos mirándonos a los ojos por no sé cuánto tiempo. Nos
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atravesábamos con la vista y más allá hasta tocar ese proceso de cristalización individual que es nuestra propia vida. Y entendimos. Entendimos que nuestras formas individuales eran la expresión de una vida en particular; y nos regocijábamos de las diferencias que encontrábamos en cada uno de nosotros. En la inmensa dignidad que existe dentro de cada ser humano en su esfuerzo por crearse a sí mismo de su propia materia. Nos regocijábamos de la inmensa belleza de la materia espiritual con la que estábamos hechos. Nuestros espíritus se comunicaban directamente al instante. Al mirar el valle todos estábamos de acuerdo. Cuando miramos el cielo ahí concurrimos; y al levantar nuestros ojos hacia el sol convergíamos, y cuando nos veíamos los unos a los otros asentíamos. No había necesidad de palabras y ninguna fue dicha.
Fue entonces cuando comprendí que solamente en el amor de los otros
existimos. El amor de todo. Encontrar y mantenerse en este estado. Después de un rato de estarnos mirando en ese trance telepático Luís y
Arturo se fueron a sentar en el terraplén a la orilla de la pista del aeropuerto, de cara a las otras cordilleras, los otros bosques. El vínculo telepático se hizo más fuerte; cada gesto, cada movimiento tenía gran significado, intercambiábamos largos comentarios en segundos. Nuestra conciencia interna del tiempo se expandía inconmensurablemente en el reino de lo suspendido. Lo que en otras circunstancias hubiese sido emoción intensa recorriendo nuestro sistema nervioso central, aquí era lucidez -‐‑ una aterradora lucidez que transformaba toda nuestra energía en un proceso de comunicación directa. Vi los ojos de Ramón como si fueran el lente de una cámara que abría su obturador con extrema lentitud. Todo su ser recibió en una fracción de segundo la totalidad del evento que acababa de sucederme. Y mientras esto ocurría confirmaba esta recepción, con un rayo de luz que partía de sus ojos y que me decía que había comprendido toda la extensión del contenido de lo que estaba en mi mente, del cambio que había experimentado. Con expresiones similares, Arturo y Luís confirmaban esta comunión instantánea.
Como una mujer enamorada, paralizada por la fuerza de su propio amor, postrada por el deseo de concebir, la tierra a mi alrededor se abría y de ella salía toda la belleza de su vida secreta. La vida me estaba inundando, el don y la apreciación de este regalo. La visión inmediata de la vida es la forma más pura de la conciencia, el tipo de conocimiento más completo y más etéreo. Cambia a un hombre para siempre. Porque mientras viva, esta visión permanecerá dentro
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de él. Algunos hombres se han alejado, desapareciendo en el páramo yermo del interior de sus propios espíritus, buscando lugares solitarios donde poder preservar la visión y el radiante calor que llevan dentro. Otros han tratado de comunicar esto; sin embargo habiendo sido alterados por el mismo evento permanecen confinados dentro de este nuevo estado. Sus palabras son leídas, sus palabras son escuchadas y el lenguaje siendo lo que es, el portador de fragmentos y pedazos de la realidad, sólo encuentra su completa unidad de significado en el hombre que lo articula, tan sólo puede procurarnos atisbos evanescentes de su visión.
Grandiosos poemas, grandes libros llenos de sentimientos de vida y de amor han sido escritos. En todo el mundo y a lo largo del tiempo hombres y mujeres han vertido el contenido de su espíritu y de su corazón en momentos de verdad y de belleza. Verdaderamente, el confrontar nuestras vidas en semejantes momentos es algo que debiéramos experimentar. Y una vez hecho esto, tendríamos que comunicarlo. Estoy seguro que miles de mis confederados de la generación de la posguerra podrían contar una historia semejante. Y cito a Joseph Conrad, quien citara a Novális en el epígrafe de su Lord Jim: “Es seguro que cualquier convicción aumenta infinitamente a partir del momento en que otra alma comienza a creer en ella”.
El sol caía sobre nuestras espaldas de una manera benéfica sin demasiada opresión. El aire era fino y húmedo, y si me hubiesen hablado en ese momento sobre el concepto hindú del Prana o sobre las teorías de Wilhelm Reich sobre la Orgonomia, habría estado listo para creer. El espeso aire inundaba los pulmones, dejando una frescura que sabía al té de menta de la Mezquita Mouffetarde o al helado de pistache de Fouchon.
El valle profundo estaba libre de neblina, la transparencia del aire revelaba claramente los árboles distantes opalinos. Los diferentes tipos de árboles no poseían aún un nombre para mí. El color verde era el mar profundo de la naturaleza, disolviéndose en amarillo, en azul, en todos los tonos del espectro. Cerca del aeropuerto, en dirección de Huautla, cuesta abajo sobre la montaña, ordenados como si se tratasen de una huerta, se enfilaban varios árboles brillantes en el sol, de hojas grandes, dorados. Eran aguacates, mangos y guayabas. Tan acogedora era la sombra que daban, tan amistosos eran que se antojaba ir a sentarse junto a ellos.
Un tiempo indefinido había pasado y sin embargo Palitos seguía parado frente a mí. Luís y Arturo continuaban como antes, sentados al borde del terraplén. Dije que me iría a sentar al coche. Palitos asintió con la cabeza y se
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fue con Luís y Arturo. Las cuatro puertas del coche estaban abiertas, dentro la maquinaria brillaba ferozmente con toda la simetría y belleza de más de sesenta años de evolución automotriz. Los asientos expectantes, las molduras de cromo disolvían la luz solar sobre el rojo brillante del exterior, el interior negro estaba lleno de la inteligencia del hombre. Todos los aparatos habían sido diseñados según su función última con aterradora precisión; el todo parecía tener una vida propia. Reclamaba su lugar como un arquetipo.
Me senté en el asiento del conductor. La uniformidad del parabrisas curvo era una obra de arte en la medida en que su visión panorámica actuaba como filtro para los ojos del hombre. No distorsionaba los vapores misteriosos en el cielo. Una nube solitaria, como la nube naranja de fuego percibida por Piet Mondrian, permanecería siempre como un prodigio eterno dentro o fuera de un coche.19 El vehículo tendría siempre la dignidad inmemorial de un instrumento concebido por el hombre.
Me extendí para reclinar la cabeza sobre el otro asiento. Mis piernas pendían en el exterior, descansando sobre el suelo. Cerré los ojos, y al hacerlo una poderosa luz explotó en el interior de mi conciencia. Un tumulto de colores comenzó a girar violentamente; un vórtice colosal apareció; el espectro de luz disparaba rayos de energía hacia un punto muy distante al interior del espacio de mi propia conciencia. Este tremendo vórtice comenzó a absorber toda mi energía mental. Al instante, los rayos vertiginosos de luz se reacomodaron en un gran orden cósmico. Una aceleración geométrica de luz se dirigía desde todos los puntos del espacio hacia un plano muy distante. La velocidad era incalculable, sin embargo desde cada punto la simetría de estos haces torrenciales se mantenía y no había la menor duda de que yo estaba siendo llevado hacia ellos. Esto era un puente entre dos mundos, dos dimensiones.20 Incrédulo abrí los ojos. Vi a Luís y Arturo parados frente al coche. Cerré los ojos nuevamente ¡Vi a Luís y Arturo trepados en las partes sincronizadas de un inmenso caleidoscopio! Éste conducía a otro vórtice de luz, pero Luís y Arturo no fueron absorbidos por el vórtice. Me saludaban desde su caleidoscopio, parecían estar disfrutando del juego. Abrí los ojos, los cerré, la misma escena se repitió. Parecía como si pudiera incorporar a esta dinámica geométrica cualquier segmento de la realidad con tan sólo abrir y cerrar los ojos. Me pasmó el ver las figuras de mis amigos que me saludaban mientras giraban en ese mundo caleidoscópico.
Anchos ríos inundaban mi corazón como las poderosas olas en Bahía Do Belem; surgiendo ahí donde el río se encuentra con el mar; ahí los sedimentos
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son arrastrados hasta el mar y depositados en su lecho, enriqueciéndolo. Así son los descubrimientos de la mente, benéficos para el cuerpo del hombre cuando descienden de las regiones más altas del espíritu. El mar –hombre, mente y materia– nada eternamente en esta poderosa expansión de agua, como las estrellas que transitan en su curso infatigable por esa porción de los cielos que llamamos el universo. Así nos movemos a través del universo, como en un sueño; soñando el sueño de Dios.
El vórtice había desaparecido. Mis amigos se querían subir al coche. Me hice a un lago para dejarlos entrar. Luís quería manejar. Anduvimos en el aeropuerto describiendo círculos. Luís aceleraba y aceleraba, levantando una nube de polvo. Gritamos. Sacamos las cabezas por las ventanas y golpeamos los costados del coche gritando como locos. El coche se deslizaba airosamente sobre la tierra seca y sobre los charcos de lodo. Luís sostenía el volante, mientras girábamos. Las montañas y los árboles giraban con nosotros. Empecé a sentir náusea. Grité con todas mis fuerzas: “¡párate, cabrón, me estas mareando!”. Nos paramos. Un sudor frío me invadió, pensé que me iba a desmayar. Un espantoso sentimiento de irá comenzó a abatirse sobre mi pecho. Me vi las piernas y tenían como siete metros de largo. El coche parecía haber cuadruplicado su tamaño. Las caras de mis amigos parecían increíblemente grandes y estúpidas.
Me asomé por la ventana, me sorprendió ver al druida trepando por el costado del terraplén como un animal asustado, descamisado y sucio, comiendo yerbas, cuyos tallos se asomaban de su boca. Se acercó a mí y me dijo: “hola”. Parecía confundido, completamente desamparado. Me dijo que estaba comiendo plantas. Me le quedé viendo enojado y se fue con una expresión de dolor en la cara. Mis amigos no sabían cómo interpretar todo esto. Sus caras surgían como grandes globos pintados con expresiones aterradoras. Susana, la pintora, apareció en persona. Esto era demasiado para mí, demasiadas sorpresas surrealistas en un momento difícil. Me hundí en mi asiento, deteniendo mis piernas de siete metros, preparándome para lo que me iba a decir.
–Oh, Philip, qué sorpresa verte aquí. ¿Cuándo llegaste? Ya comiste hongos. Son tan maravillosos. Me estoy quedando ahí en una cabaña –señaló. ¿Por qué no vienes a visitarme?
–Claro Susana, lo haré. –Conseguí responderle. –Sí, claro, nos vemos luego. –Debía de haber llegado a Huautla por su
cuenta. Pensé que era la mujer más tonta que jamás hubiese conocido.
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Me quería desmayar. Mis amigos estaban perplejos con todo esto. –Vamos a comer algo –dijo Luís. –¿No quieres manejar, Felipe? –No, no, tú maneja, Luís. El coche parecía tener quince metros de ancho por treinta de largo. Sentí
como si me fuera a morir, atrapado en una cápsula de espacio-‐‑tiempo. Manejamos de regreso a Huautla lentamente y en silencio.
El sol le proyectaba un brillo malévolo a todo lo vivo. La iridiscencia de la luz enloquecía los ojos. Inmisericorde el sol pendía del cielo, como una oblea incandescente, dijo Stephen Crane, en implacable comunión con la tierra. Lo que algunas personas llamaban el universo material, no es otra cosa más que la ira de Dios, al menos así parecía dirigiéndonos a Huautla bajo tan desquiciante lucidez. Todos los elementos de la naturaleza escondían una amenaza, potente con la energía de la maldad y la locura, lista para explotar. Y el sonido de la vida era el rugido sordo de la máquina que se fusionaba con los destellos deslumbrantes de luz y el olor a gasolina.
Un sonido ominoso, un nuevo sonido sobre la tierra para ser escuchado con consternación. Porque toda la obscenidad, todo el braggadocio técnico que es un automóvil iba a hacer su aparición sobre la frágil conciencia de los huatlenses reunidos todos en su día de paz social, lejos del mal gobierno y de toda su historia. Bajo ningún otro gobierno, salvo el suyo, el de la naturaleza, estaban a punto de ser testigos de la seducción, de las mutaciones grotescas de Gastón Chevrolet y de los barones Von Opel.
Indios por todos lados, el mercado de Huautla estaba lleno de honorables mazatecos, y yo me encontraba al borde del pánico. Estaba seguro que me iban a desollar vivo… por ser riquillo, por ser güero y por andar en un coche tan bonito. Me sentía tan malvado y tan bajo que no quería enfrentarme a la multitud. Para colmo, Luís y Arturo tenían que estacionarse enfrente del hotel, en medio del mercado. ¡No podían haberse estacionado en la cancha de basquetbol detrás de la escuela! No, se fueron derechito al centro de la fiesta. Me sentía furioso y mareado y ahora querían que yo abriera la cajuela para que pudieran sacar sus cosas; qué, ¡no podían hacerlo ellos mismos! Estaban ahí parados como inútiles y yo medio loco de rabia, irradiando odio y desprecio. Los mazatecos eran cientos, su ojo colectivo concentrado en mí persona, conscientes de mi furia interna, sabiendo que había comido los hongos, hurgando mi alma, sus ojos cargados de significado, sorprendidos con la extensión de mis involuciones. Los
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mazatecos me estaban leyendo la mente: sabían todo. Eso era. Todos comen hongos, y sabían todo. Como el mismo Adán me encontraba desnudo ante sus ojos. Un pánico malvado se apoderó de mí. Brinqué al coche y salí en reversa a toda velocidad hasta el aeropuerto. Es una molestia tener que manejar en reversa, pero no era eso lo que me preocupaba entonces; quería salir de ahí lo más rápido posible, así de simple.
Fue así como la verdad hizo que volviera al aeropuerto, ese desnudo campo de batalla del espíritu. Porque la verdad es un cuerpo desnudo que yace en algún campo de batalla terrestre del espíritu. Los campos de batalla de la historia están cargados de gritos fantasmales, del tumulto y el eco del furor del pasado. Los campos de batalla del espíritu son regados con lágrimas amargas. La gran lucidez espiritual de los Hongos Sagrados me había llamado de regreso al río de mi memoria, para romper la última barrera que me separaba de la comprensión de mí mismo y del mundo. Porque ahora en mi huida se había hecho consciente la realidad de que toda mi vida le había temido a los indios, a los albañiles, a los campesinos, a la gente pobre de México.
El sentido de culpa colectiva que comparto por haber nacido en el medio donde nací se estaba apoderando de mí. La conciencia cruel de la historia me había alcanzado finalmente. Ahora comprendí el significado de la fortaleza Agustina de Acólman, la fortaleza jesuita de Tepozotlán, el austero palacio de Cortés en Cuernavaca con sus masivos muros de piedra y sus atalayas. Todos éstos fueron castillos-‐‑fortalezas diseñados para interponerle cuatro pies de roca sólida a los indios, entre el murmullo del agua de las fuentes de los claustros y las inclementes flechas de una raza conquistada.
La memoria de esa embestida, la conquista de México por los españoles estaba introyectada en la infraestructura psico-‐‑histórica de clase y en la cultura de México cuando nací. Los criollos de México y los mestizos similares viven en casas bien fortificadas. Éste es un fenómeno común en todos los países que han sido colonizados violentamente. Crecí en triste cercanía a la lucha de clases y a la guerra racial sin jamás haber escuchado de Karl Marx o de Frantz Fanon. Sin embargo, siempre fui íntimamente consciente de estos fenómenos y nunca los pude dar por hecho, o sea pasarlos por alto. A los niños de las clases altas siempre se les advertía sobre el peligro de los robachicos y sobre los albañiles.
Los cargos en contra de los albañiles no eran muy claros. Se suponía que asaltaban casas. Pero la verdad era que los ladrones y los allanadores de viviendas formaban una profesión aparte, mientras que los albañiles, menos afortunados, tenían que sobrevivir con un salario de ocho pesos diarios –
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aquellos de 1954. La maravilla era que tres cuartos de millón de albañiles que vivían en la ciudad de México no se habían convertido en robachicos y asalta casas. Sin embargo, los hijos de las clases altas siempre andábamos temerosos de los albañiles, yo incluido. Y como los albañiles eran indios, los niños ricos les teníamos miedo. Siempre íbamos acompañados por algún pariente adulto, o empleado familiar.
Hasta la edad de veinte años me sentí naturalmente inquieto en una muchedumbre de indígenas. El problema no fue tanto que los mazatecos me hubiesen querido atacar, sino que en ese momento de extrema apertura y vulnerabilidad que se dio por la experiencia de comer los Hongos Sagrados –ellos lo saben, al fin son devotos de la velada de los hongos–, los indígenas me observaban compasivamente, entendiendo mi confusión.
Fue esto lo que hizo que me fugara horrorizado al aeropuerto, el comprender repentinamente la deformidad espiritual de mi clase y de mi cultura, y el darme cuenta que había vivido veinte años dentro de esta deformidad. Ahí, solo en este campo cerca de Huautla, tuve un atisbo de la tragedia colectiva de los mexicanos; un pueblo nacido de la violación –hijos de la chingada–; una tragedia de miedo, de imposición y de odio: de la destrucción de una raza y de su mundo desaparecido y de sus hijos bastardos que viven en el crepúsculo, a la espera de una alborada difícil, tratando de construirse a sí mismos con partes desiguales que no se mezclan, expiando un terrible karma, esperando la alborada de la gracia y la comprensión de lo que fue.
La inmensa tragedia de la identidad social en México se me vino encima. Los cimientos mismos de mi identidad social se habían evaporado en un instante. Mi nombre, mi identidad ya no tenían significado. Eran una actitud de la historia, del nacimiento y de la circunstancia; aquello que se me había enseñado, porque la sociedad vive inconsciente de ella misma, de su propio proceso metafísico, inocentes del significado de la historia. Me encontré sin nombre, desnudo. Estaba solo, abandonado a la terrible lucidez de la conciencia, conciencia del mundo como es; conciencia del ser; una soledad irrevocable de la cual no existe posible regreso a la ilusión.
Ya no le tenía miedo a los indios. Ya no tenía miedo. Estaba afuera; ya no tenía identidad social, hasta el día en que me construyese una para mí mismo o el mundo me la diese. Estaba dentro. Entonces el mundo se revelaba con las infinitas caras de un basto Yo. El júbilo de una conciencia recién despertada; porque el mundo se convertía en un vasto jardín donde se deleita nuestra conciencia como en el Jardín de las Delicias de Hieronimus Bosch. Los nombres
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infinitos, las caras infinitas del gran Yo. Podía convertirme en una iguana, podía transformarme en un árbol. Estaba libre. Libre de toda ilusión, con la conciencia dicerniente. La Joya irradiante de la Iluminación. Libre de toda identidad, libre para vivir. Porque Él lo dejaba ser, así como deja que todas las cosas sean.
Era una sensación novedosa el comprender mi propia libertad. Quería compartir este sentimiento. Deseaba ayudar a construir los montecitos de tierra alrededor de las milpas. Quería ayudar a hornear el pan que se come la gente, ponerme mi mejor camisa para ir a la feria. Y si trabajo contigo y comparto contigo, entonces una feria será una fiesta, un festejo de felicidad, y nadie tendrá mayor nombre que como es llamado. Y no tendremos autoridad alguna sobre nosotros, salvo la autoridad de amor. Trabajaremos y jugaremos juntos porque seremos transparentes, transparentes de todo mal.
Entre ustedes mazatecos y yo, celta-‐‑batávo-‐‑anglosajón (cinco antiguas y nobles tribus), habrá una canción que cantar para celebrar la tierra y la inmensa dignidad de las razas del hombre que han sobrevivido durante tanto tiempo esperando esta nueva edad.
Sin embargo, oscuros pensamientos asaltaron mi imaginación; la fragilidad de la identidad mexicana oculta en la sombra, alejada de una confrontación con su propia realidad por varias capas de disimulación, y por la fabricación de la virilidad a la cual habían tenido que recurrir para ocultar su ignorancia de un concepto individual de valor moral. La vieja sociedad mexicana se encontraba paralizada, en estasis, en el puño de la muerte. Era una montaña de basura en descomposición pudriéndose bajo el sol entre los charcos de fango y las heridas de su historia social. No había perdón ni tregua para esta sociedad podrida hasta los huesos, pervertida y corrupta por sus hábitos de siglos, hábitos de servilismo, duplicidad y autodestrucción.
Tuve miedo de que estos terribles sentimientos se apoderaran de mí, condenándome a la desolación y a la desesperanza, y que entonces perdiera el control de mi alma permaneciendo para siempre suspendido en este trance. Sentí náusea y por un momento me aterró la posibilidad de quedarme fuera de mí mismo para siempre, sin poder volver jamás a este mundo, condenado a permanecer inmóvil en un estado catatónico sin poder gritar, pedir auxilio o volver a pronunciar una sola palabra.
Entonces comprendí que los mexicanos no son conscientes de su propio proceso, inocentes de la dirección que ha tomado su involución psicohistórica, sin poder continuar adelante; sólo hacia atrás, hacia un abismo de
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autodestrucción cumulativa, inmovilizados por una forma de ignorancia circular en el deterioro continuo de su alma colectiva.
Vi las inmensas contradicciones entre los mexicanos; la esquizofrenia del mestizo, su rechazo de su nexo con los indígenas, sus fantasías nacionalistas en la construcción de su futuro; los efectos de la conquista de España en su alma, en el robo de su alma, su identidad rota, sus posturas y sus disimulaciones, su desamparo, su ignorancia de sí mismos y de su destino. También estaban los criollos mexicanos, ignorantes, sin una verdadera educación, sin conciencia y sin raíces; perennemente pasmados con lo que hace la gente en Madrid, París o Nueva York, sobrestimándose a ellos mismos, sin la menor consideración por la gente a quien explotan; mientras ellos sirven a una clase de manipuladores internacionales, pagando el precio de su pasividad y de su ignorancia histórica. Son los perpetradores principales de la destrucción de su país y de su sociedad. Empecé a desear que los mexicanos encontrasen su autoestima, que descubrieran su realidad psicohistórica y geopolítica.
No estaba solo. Los huatlenses no eran mis enemigos, eran otros como yo. Ellos me dejaban ser. Actuaban como dobles de mi espíritu coatl; guías que me conducían al corazón profundo de la humanidad, no eran mis enemigos de clase.21 Ahí parado en el aeropuerto, entendí mi lazo con la humanidad. Era un hombre sin miedo, portador del don del amor en mis manos, responsable de él. Entonces comprendí que todo lo que me sucediera en la vida dependería de mis actos y de la claridad de mi conciencia.
Con esta nueva desaparición del ser, del sentido de identidad narcisista y personal, producto de la cultura, la belleza del mundo se volvió dominante. Me sentí unido al mundo. Me invadió un sentimiento de amor, amor al mundo, y este sentimiento sustituyó las vicisitudes cambiantes del amor propio. Francamente el amor propio era lo último que podría concebirse al ser confrontados por tanta belleza. Al contrario, el sentimiento de amor que sentía hacia mí mismo provenía de la comprensión de que nosotros, los hombres, habíamos surgido de un pensamiento de La Divinidad, prefigurados en Su imagen, salidos de una pila solar, y de Su imagen que es la radiante multiplicidad de la creación. Toda la diversidad del universo, sus temas estructurales y progresivos responden de nuestra propia existencia; conducen a nosotros, seguramente una de las consecuencias maravillosas del universo. Sentí un gran júbilo y una gran humildad. Los árabes lo llaman El Magnífico, El Benefícienle, y han establecido una hermandad para todos los que sienten igual.
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Los budistas y a los hinduistas les extasía el resplandor de La Joya de la Iluminación
Ante la presencia de La Divinidad todas las religiones desaparecen, toda la historia. El tiempo desaparece, se disuelve, y la idea de que una religión es superior a las demás se convierte en una ilusión, la proyección de una forma, una cultura sobre todas las demás. Si el mundo tuviese sólo una creencia, esa religión se volvería inmediatamente intolerante y opresiva, merced al despotismo de su clase sacerdotal. El hecho de que existan tantas religiones en el planeta es la manera en que La Divinidad desea inspirarnos hacia cierta humildad y reflexión sobre el significado de la diversidad. Además, es un hecho histórico que todas las religiones interactúan entre sí, y es de esta manera como la verdadera espiritualidad se mantiene dinámica.
Fue así como llegué a sentir humildad por primera vez. Vi las caras de mis
amigos afectuosos que venían a buscarme cuando más los necesitaba. Había regresado a la comunidad de los hombres. Aparecieron dos jóvenes mazatecos. Se sentaron en cuclillas como hacen los campesinos cuando quieren conversar. Tienen un sentido diferente del tiempo, no tienen prisa, y cuando se sientan en cuclillas significa que quieren llegar al fondo del asunto. Uno de ellos no sabía hablar español y andaba admirando y tocando nuestro coche como si fuera el primero que hubiese visto en su vida. Habían venido a recoger a las vacas que seguían pastando en el campo. El que hablaba un poco de español dijo que su amigo nunca se había subido a un coche y que si le podíamos dar una vueltecita. Palitos le dio al hombre una vuelta elegante por la pista. Podíamos ver desde lejos que el chavo echaba chispas de felicidad. Cuando el coche finalmente paró, se bajó como si hubiese acabado de aterrizar del espacio. Tendría unos doce años. Se fueron por sus vacas. Nosotros nos subimos al coche y nos fuimos a Huautla.
Me había reconciliado con mi destino –el que fuera. Ya no tenía miedo, me había enfrentado a mí mismo y ahora le podía dar la cara al mundo. Había paz en mi corazón al acercarme a Huautla y a la presencia de los huatlenses de quienes había huido. En un minuto habíamos llegado, mi corazón latía fuertemente, estaba en llamas. Estacioné el coche enfrente del hotel y descendimos. Sólo el amor es transmitido en círculos de mayor fuerza que cualquier otra emoción. Como seres vivos que somos, solo el amor parece expandirse rápidamente, como las olas, para ser correspondido de inmediato.
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No había acabado de salir del coche cuando empecé a percibir los sentimientos de las personas a mi alrededor, tan contrastantes con la ira y la agonía interna de mi reciente escape. Volteé para enfrentar lo que tenía que ser, esperando la retribución, el escarnio. Posiblemente más de cuatrocientas personas tenían sus ojos puestos en mí –y estas miradas estaban llenas de amor. Sabían lo que me había pasado porque todos conocían la experiencia de los hongos. Me acerqué a ellos y permanecieron en su sitio sin moverse, parados donde estaban, encontrando mis ojos amorosamente. Caminé hacia el primer puesto, tomé una botella de refresco, la abrí y la levanté por unos segundos hacia ellos. Después bebí, sin que nadie se moviera; sentí la calma –y ellos se sentían contentos de que yo estuviera contento. Había un silencio profundo, una gran tranquilidad sobre el mercado de Huautla. Mis amigos se acercaron y abrieron refrescos. Sonreímos, hablamos y todo pasó, todos nos ignoraron. Huautla, la moderna Eleusis, y la gente de ese lugar han permanecido conmigo desde aquel entonces.
Entendí claramente que esto había sido un acto inspirado por la divinidad que mora dentro de nosotros mismos y por nadie más. Comprendí claramente que Él escogió intervenir para salvar mi vida, porque entonces me encontraba en un callejón sin salida, gravitando hacia la autodestrucción, y que la única manera como Él podía hacer esto era dejando que yo viese un poquito de su ser. Su amor es tan poderoso, que un mero atisbo de Él puede hacer que el hombre vuelva a la vida, a su vida. Qué más puedo decir: que Él existe. Lo amo con todas las fuerzas. Trato de honrarlo. Soy su agente secreto. No trabajo para nadie más. Lo que Él me deja ver es para que yo lo cuente, tan sólo para su gloria. Cada uno y todos nosotros somos un reflejo de su gloria y contenemos dentro de nosotros la sabiduría del universo, comenzamos y terminamos en Él, somos los custodios del fenómeno de la vida en el planeta. La vida es un regalo y sólo se nos pide que aprendamos a amar, que aprendamos a conocerlo.
Estaba cayendo la tarde y el hotel se estaba llenando. Me sentía muy animado mientras caminaba por el corredor. Había una familia ocupando un cuarto vecino. La puerta estaba abierta. Un hombre maduro con lentes de fondo de botella me dijo “hola” y me invitó a pasar, me quedé parado en la puerta. La esposa y los hijos eran simpáticos. El señor era medio grueso, con una cabeza grande, de pelo amarillento rizado, amenazado por la calvicie. Parecía un intelectual. Me ofreció un poco de ron, lo decliné cortésmente. Me dijo que estaba de vacaciones, y sin embargo no me pareció el tipo de persona que tuviera mucha afinidad con Huautla. Me dijo que de hecho estaba trabajando;
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mientras hacía guiños picarescos levantando su copa de papel para beber. Prosiguió diciendo que era un periodista acreditado en cierto diario. Mencionó el nombre de un periódico de la ciudad de México que inmediatamente identifiqué como amarillista, de giro sensacionalista. No dije nada y lo dejé hablar. Era un intelectual lleno de certidumbres domésticas, que seguía una línea política en relación con los hongos. Me sonreía seductoramente a través de sus lentes de lechuza, pero instantáneamente me di cuenta de que me estaba tendiendo una trampa, para que le pudiera reglar un comentario que él pudiese utilizar para ridiculizar los hongos en su periódico sensacionalista, pero no hice ningún comentario.
Le pregunté directamente, no sin un dejo de ironía, si había venido a comer los hongos. Me respondió que estaba aquí para hacer un reportaje de ambiente. Después le pregunté cómo podría describir el ambiente si él mismo no comía los hongos. No tuvo ninguna respuesta. Comprendí que si hubiese tenido que hacer un reportaje sobre la cacería de ballenas habría llevado a su familia como si se tratase de un día de campo. Me entristecía ver lo que le sucedía a la inteligencia cuando no iba acompañada de una conciencia, cuando carecía de independencia intelectual, sin ninguna visión del mundo. Le deseé a la familia una buena tarde y me marché. Me fui a platicar con mis amigos Ronald Adam y Ronald Quilty. Dije en voz alta, pero esta vez en inglés, que tenía un revolucionario peligroso de vecino enfrente de mi cuarto. Todos soltamos una carcajada porque habían escuchado la conversación y les entretenía la inocencia del periodista. Después, cuando nos cruzábamos por el camino el periodista me saludaba con cuidado. Sin duda pensaba que yo era brujo.
En un cuarto cercano, un hombre joven estaba leyendo la Biblia. Había estado escuchando nuestra conversación –las separaciones entre los cuartos no llegaban hasta el techo–, y quería saber cómo era que yo hablaba inglés también. Le dije que era brujo y todos nos morimos de la risa. Después me aconsejó que leyera la Biblia porque ahí encontraría toda la verdad. Le contesté que a lo mejor algún día la leería. Después le pregunté si había caminado entre los bosques y había visto el maravilloso cielo de Huautla. Me respondió que no. Bueno, le dije: “hay mucha verdad bajo el cielo de Huautla”. Los dos Rones reían a más no poder, y yo también reía, y el joven se soltó a reír alegremente con nosotros.
Estaba cerca el crepúsculo, salimos a la terraza para ver la puesta de sol. Nos paramos silenciosos, recargándonos en los balaústres, observando cómo el
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sol dividía el cielo en una multitud de colores sobre este nuestro planeta-‐‑hogar y jardín de las delicias.22 La tierra yacía ineluctable, irresistible, reposando a la hora de la languidez, cuando las mujeres se sueltan el pelo y miran de reojo la cara del amor. La tierra y el sol se lanzaban colores espectaculares antes de entrar en reposo. Como es costumbre en tales momentos para los hombres que están sin mujeres, nadie habló; cada quien se guardaba sus pensamientos, contemplando la evanescente belleza del crepúsculo. Sólo un hombre, demasiado joven para sentir ese crudo vacío en las tripas, habló. Nos platicó sus planes para el futuro, de cómo iba a estudiar secundaria en la ciudad de Oaxaca y a la vez cómo traería el progreso a su tierra de Huautla. “Déjala como está”, replicó Ronal Quilty muy seriamente. Ronald era del sur de California y no le gustaba el progreso. El muchacho no entendía. Dijo que su padre era el presidente municipal del pueblo, que no había secundaria en Huautla, sólo una primaria. Después dijo que todos los americanos que andaban de holgazanes comiendo hongos deberían cooperar en el tequio, o sea en los trabajos de construcción de la escuela, y así demostrar su gratitud por la hospitalidad de Huautla. Al viejo Ron Quilty no se le había ocurrido eso. Todos asentimos y dijimos que estaba claro que el que quisiera ayudar en la construcción de la escuela lo podía hacer, pero que eso debía ser voluntario. El muchacho estuvo de acuerdo en esto. Después le preguntamos que quién era su padre y cómo se llamaba. Nos dijo que su papá era Inocente Jiménez y que era el dueño del hotel. Fue así que resultó que nuestro honorable hotelero era el alcalde del pueblo, o sea presidente municipal para ser exactos. Le dijimos que su padre era un hombre muy rico y nos contestó que su papá trabajaba muy duro. Terminamos por darle nuestra bendición colectiva y encomiarlo por su deseo de estudiar secundaria en la ciudad de Oaxaca.
Ya había oscurecido, los grillos cantaban. Una multitud de estrellas se había congregado en los cielos, brillantes en su imponente conglomerado. Los árboles se movían silenciosamente en la oscuridad, y desde ellos nos llegaba un murmullo de hojas con olor a musgo que subía hasta la terraza. Desde la oscuridad escuchamos voces.
– ¡Felipe! loco. – ¡Ron! negro. Ronald Adam rió y contestó el grito: – ¡Arturo! ¡café!. No se hizo esperar la respuesta: –Cómo no ¡quémalo!
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–Sí, quemémosla, quemémosla – gritamos todos. –Vamos al restaurante de los soldados rasos de la Coca-‐‑Cola –grité yo. – ¡Quémenla, quémenla! -‐‑ fue la respuesta generalizada… y fue así como
la quemamos. Nos acuartelamos en una esquina cerca de la rocola. Toda la compañía
pidió el mismo rancho; milanesa con papas y cerveza XX. Ronald Quilty se dirigió a la rocola y puso música tropical sabrosa que
tenía un estribillo que le gustaba:
Óyeme, mamá Qué sabroso está Este nuevo ritmo Que se llama Cha-‐‑cha-‐‑chá23
–Café –gritó Arturo, y una mesera bonita respondió: –Café, café. –fue el grito general, mientras se escuchaba
Este nuevo ritmo Que se llama Cha-‐‑cha-‐‑chá
De regreso al hotel nos deseamos una buena noche. Yo me escapé a la
terraza para contemplar las estrellas y la media luna; y también para comerme los seis honguillos que me quedaban, todavía envueltos en su cono de periódico en el interior de la bolsa de mi saco. Ron salió a la terraza y ahí estuvimos hablando sobre los viejos tiempos en la ciudad de México. Me dijo que él y Quilty tenían pensado llegar hasta el lago Nicaragua y me preguntó si los quería acompañar. Le respondí que salía para Europa el jueves.
–¿Ya compraste tu boleto? –Sí. –Que tengas un buen viaje, –me dijo con mucho sentimiento. –Gracias. Me dio su dirección en Los Ángeles. Volví a ver a Ron en la ciudad de
México en 1972. Hicimos un viaje agradable a la ciudad de Cuernavaca, yo manejando su viejo Alvis. Nos quedamos con unos amigos en Tepoztlán y nos
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la pasamos regio. Desde aquí te mando mis saludos, querido viejo, no importa dónde te encuentres.
Y la noche estrellada, llena de caminos en el cielo.
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EL SUEÑO
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Y cuando un razonamiento verdadero, ya sea sobre lo diferente o sobre lo
equivalente es llevado a cabo, operado sin lenguaje ni sonido en el etéreo, si es algo que concierne al mundo sensible, y el círculo de lo diferente, en su libre curso, lo reporta al alma entera, entonces surgen opiniones y convicciones que son seguras y verdaderas; pero si el mundo comprendido por la razón, y el círculo de lo equivalente corriendo seguro, así lo declara, entonces se puede considerar que el resultado no es otra cosa más que aprehensión y conocimiento. Y si hay alguien que denomine aquello donde este par coincide con algo que tenga que ver con el alma, estará diciendo cualquier cosa menos la verdad.
Platón, Timeo VI Después de haber cesado por completo la expiración, presioné firmemente
el nervio del sueño; y si es un lama, o una persona superior, más instruida que usted, grábele estas palabras diciéndole así:
Reverendo señor: ahora que está usted experimentando la luz clara y fundamental de la realidad pura, trate de permanecer en ese estado que se encuentra usted experimentando.
Y también en el caso de otra persona cualquiera, el lector lo pondrá cara a cara de esta manera.
Oh noblemente nacido (dirá su nombre), escucha ahora, estás experimentando el resplandor de la clara luz de la realidad pura. Reconócela. Oh, noblemente nacido, tu presente intelecto, en naturaleza real vacío, que no tiene forma en lo que concierne a características o color, naturalmente vacío, es la verdadera realidad, el Todo-‐‑Bueno.
Tu propio intelecto, que es ahora el vacío, que sin embargo no debes tomarlo como el vacío de la nada, sino como al intelecto mismo sin obstáculos, brillante, estremecedor y lleno de dicha; es la conciencia misma, el Buda de infinita bondad.
Tu propia conciencia sin forma, en realidad vacía, y el intelecto, brillante y bienaventurado. Estos dos son inseparables, su unión es el estado del Dharma-‐‑Kaya de la Iluminación Perfecta.
Tu propia conciencia brillante, vacía e inseparable del Gran Cuerpo resplandeciente, no tiene nacimiento ni muerte, es la Luz Inmutable-‐‑el Buda Amitabha.
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Saber esto es suficiente. Reconocer el vacío de tu propio intelecto como el estado búdico y considerarlo como tu propia conciencia es mantenerte en el estado de la mente divina del Buda.
El Bardo Thodol, Chikhai Bardo I Un estruendo profundo regresaba una y otra vez, sus ecos reverberantes
llenaban los domos de inmensas mezquitas. Era como si una serie de grandes gongs tocasen una progresión de sonidos retumbantes –los sonidos del conocimiento. Estos sonidos adquirían un movimiento particular, como si cada nota hubiese despertado otras voces, sueños diferentes a los míos. Un diálogo de voces comenzó a llenar el firmamento de mi ser interior. Me convertí en el vacío donde estas voces crecían…
Ali Ibrahin; ¿No es este el mismo mundo? ¿Y no es esta la misma carne? ¿No adoramos entonces,
El mismo Dios? Habla suavemente Sobre el Prefigurador, O mejor aún No hables. ¿Cuál es Su nombre, El Magnífico? El Benefíciente Es el placer de este jardín. El agua fresca en la fuente Salpica suavemente, Traslúcida bajo el sol. Me acuerdo de Babur Kahn.1 Ven, los Laureles de la India Nos cobijarán En la frescura de su sombra.
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Mira el pasto brillante Ahora de un verde violento, Ahora oscuro como un sueño Ensombrecido por una nube que pasa. Así son los fantasmas de la historia. Concebí este jardín derecho Escondiendo la mano Dejando que la naturaleza Fuese la mente, El júbilo de mi imaginación. Pero aquí viene Mi Mumtaz Mahal.2 Hagamos una pausa para verla andar. ¡De qué manera tan suave se balancea Bajo su Sahari! Resiste si puedes, amigo mío. El brillo De sus ojos almendrados. Si no, cae; Cae como este higo. Ábrelo, contempla su piel carmesí. Y quémate de deseo.
Entonces, desde una profundidad más oscura que el agujero negro del
espacio, la noche ensombrecida, bastas imágenes comenzaron a asaltarme. Vi las llanuras verdes de Karakorum extenderse hasta el cielo y sobre ellas una enorme bandera azul como el cielo con la figura dorada de Sakyamuni Burkhan grabada sobre ella.3 Maimonides vino hacia mí para después desaparecer,4 Averroes proyectó su sombra para luego perderse.5 Ví la figura de Aristu hasta que sus ojos desplazaron todo el espacio.6 Iskander apareció lleno de la furia de la guerra;7 levantó una espada hacia un cielo azul y para luego desvanecer. Abd-‐‑El-‐‑Ramahn voló como un torrente de viento cabalgando sobre mí,8 seguido de cien mil cimitarras, todos los guerreros de al-‐‑Andaluz lacerando mi cuerpo. Me desperté. Mis manos dejaron de batir las grandes puertas de bronce del castillo. Introduje mis dedos por la pequeña apertura que separaba estas dos grandes puertas y traté de abrirlas. Empezaron a dar de sí como en un sueño.
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Retrocedí azorado, expectante. Un muy pequeño y gordo Musawi de barba encanecida se mantuvo firme en la apertura y me dijo:
–¿Qué quieres? –Quiero conocimientos, –grité con desesperación. –Soy Ali Ibrahim Al
Qiyama de Alepo. Fui amigo de Malik Ric9 y de Sala-‐‑Ad-‐‑Din Yusuf.10 En el gran mercado de caballos de Ormuz un forastero una vez me dijo: –Cruza el estrecho de Jebel-‐‑Tarik y llegarás a una tierra de leche y de miel. –Pero, ¿quién eres tú, viejo? –Fui bibliotecario mayor en Diarbekir,11 contestó el viejo poeta judío
imperturbable e inescrutable. Sonrió la más leve sonrisa de ironía y se hizo a un lado para dejarme pasar sin hacer el menor gesto o pronunciar palabra alguna.
Además del guardián que vivía en una celda por encima de las puertas, el castillo secreto de Al-‐‑Andaluz había estado desierto durante mil años.12 Entré. Un patio que era un bosque de columnas se extendía en sensualidad simétrica. Una doble fila de cien pilares combaban delicadamente en arcos asirios. Sobre mi cabeza venas negras de mármol y venas verdes de malaquita se convertían en un panal de pequeños domos. Una serie de cristales en forma de pentágonos enmarcados por turquesa y lapislázuli reflejaban mil rayos de luz hacia un punto convergente de energía centrífuga que tenía el inexplicable poder de levitarme sobre el piso. Me deslicé por este corredor atraído por una fuerza invisible hasta que evadí su poder y aterricé en algún lugar del patio sobre una cama de la más blanca y suave arena
Grandes esferas de malaquita y de mármol negro reposaban inmóviles sobre la blanca arena. Hundí mis codos en la arena que cedía y jugué con ella, dejando que corriese entre mis dedos. Era una cascada que susurraba suavemente su curso. De repente las inmensas bolas de malaquita y de mármol comenzaron a licuarse ante mis ojos; poderosos campos de energía se desprendían de una esfera a otra como las coronas de dos gigantescas estrellas binarias atrapadas por sus campos gravitacionales. Los minúsculos granos de arena comenzaron a adquirir una dimensión inusitada en la medida en que crecía su luminosidad. Ya no era arena lo que fluía entre las yemas de mis dedos, sino rocas claramente discernibles de formas y de colores individuales; marchaban en fila, silenciosas, majestuosas. Un torrente de luminosos cantos rodantes, algunos anaranjados, otros verdes, otros amarillos navegando en el vacío del espacio.
Mi mano desapareció completamente, se fue, convertida en una mancha luminosa, en un indistinto campo de energía fusionándose con las enormes
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esferas de fuego que me rodeaban. Dejé escapar un grito desgarrador; mi voz retumbó en una multitud de ecos convirtiéndose en un terror cósmico. Me levanté y salí corriendo, huí de esa terrible lucidez. Pronto tropecé y caí dando giros en el espacio. Vi esferas inmensas de fuego blanco extendiendo sus brazos, comenzando a girar en espiral como vórtices galácticos. Giré sin control, desplomándome, dando tumbos en el espacio hasta que la luz blanca, iridiscente, me absorbió y nos convertimos en un mismo continuo. Perdí el conocimiento. Ya no sentía mi cuerpo y pensé que había muerto, y sin embargo mi conciencia rehusaba morir; lentamente, muy suavemente al principio, empecé a escuchar el leve murmullo de aguas que fluían. Hasta que finalmente el sonido aumentó, cayendo sobre sí mismo, ganando fuerza, el rugido del agua, vastos torrentes de una catarata pleistocénica.
Abrí los ojos y me encontré parado contemplando un pequeño chorro de agua que brincaba hacia el cielo, burbujeante. Sus brillantes burbujas suspendidas por un instante después caían salpicando delicadamente la superficie cristalina de una fuente.
Miré el agua clara, la forma de flor de loto de la fuente de mármol multicolor en el centro del patio, la luz solar reflejada. Los rayos de luz se rompían y se dispersaban, refractados por el agua, dejándome ver el fondo. Y ahí en el fondo vi la imagen de una mujer. ¡Mi desaparecida Aisha!. Su pelo negro caía en cascada sobre sus hombros de marfil, y de sus inmensos ojos negros surgía todo el brillo de su amor por mí. Le canté esta canción:
Vengo del sur. Mi alma es un desierto calcinado. Oh, ¿dónde están tus ojos? Añoro los jardines de Córdoba Y no puedo ver tus ojos. Las niñas no juegan En los jardines, ¿Por qué? He estado ausente mucho tiempo. El mar era plateado Y azul, Cuando vi Jebel Tarik* Mis pensamientos fueron para ti.
* Gibraltar.
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Mi corazón resucitó Como el agua ¡En la fuente de Al-‐‑Hambra!. Inundados de luz, Los leones de piedra Inocentes como la alborada, El sol, Y Córdoba a lo lejos. Luché contra los Beni-‐‑Merin13 Para Al-‐‑Haquem Al-‐‑Tawba,14 pero Mi corazón te añoraba a ti. Amor mío, esposa, ¿Pensaste en mí?
Dejando caer mi mano en el agua, traté de alcanzar el fondo, pero estaba lleno de canicas. Saqué un puñado; eran pequeñas réplicas de las enormes esferas esparcidas sobre la arena del patio. Enseguida me di cuenta que cerca de la base de la fuente, desperdigadas, se encontraban pequeñas esferas de diferentes tamaños, aumentando de volumen en la medida en que se alejaban de la fuente. De repente el chorro de agua arrojó una diminuta piedrecilla más allá de la fuente. Aterrizó en la arena y muy visiblemente empezó a crecer de tamaño, a aumentar de volumen. En un relámpago mis ojos comprendieron el patio. Vi grandes esferas de malaquita y de mármol adheridas a los costados de las columnas, fusionándose a la columnata, convirtiéndose en las venas y en las viñas que le daban vida a las cúpulas pentagonales mudéjar, esas cúpulas espectrales de luz, esos sobrecogedores vórtices geométricos que multiplicaban la luminosidad hasta el infinito.
Esos corredores abovedados eran la vida que alimentaba el enorme edificio que se encontraba al final de la columnata. Tan masivo era este edificio que había fallado completamente en verlo hasta ese momento. Su diseño era tan sencillo que podría darse por hecho su existencia, asimilada imperceptiblemente por nuestra conciencia.
Era del color de un espejismo, blanco, impecablemente blanco, como plata en bruto. La cúpula de plata se alzaba hasta un punto perfecto, como una cebolla. Brillaba casi transparente, bajo la luz del sol. En un primer plano, majestuosamente, hipnóticamente se alzaba el Mirhab, un portal inmenso arqueado hacia dentro como un nicho gigantesco; con una puerta diminuta, su
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única apertura, su única entrada. Ni el Taj Mahal, ni la mezquita de Isfahan habían sufrido tal depuración geométrica como esta invisible concepción.
Me atrajo inexorablemente hacia su seno e inconscientemente, como se gravita hacia el corazón de un verdadero amante. Entré a un gran vestíbulo desnudo de ornamentos, todo de la más pura plata, reflejando una luz casi eléctrica.
Una ancha y fácil escalera ascendía para encontrarse con una pequeña puerta a la mitad del muro de este recinto rectangular. Ascendí por la escalera; su esplendor metálico, su sencillez no emitía sonido alguno.
Me detuve en la puerta. Dos objetos se revelaban ante mis ojos, estaban hechos de oro. Abandonados en el piso bajo el dintel de la puerta. Recogí uno. Era la Esfera Armillaria de Platón, increíblemente perfecta, más aún por ser del tamaño de un huevo.15 Sus anillos giratorios eran del oro más puro, inscritos con precisión microscópica. Descansando sobre sus dos anillos estabilizadores: el Círculo de lo Igual y el Círculo de lo Diferente, a través de los cuales el alma del mundo encuentra su proporción matemática perfecta. Metí este objeto dentro del bolsillo izquierdo de mi saco. El otro objeto era una perla única del tamaño de una papa, con dos figuras de oro bellamente ejecutadas engarzadas en sus lados opuestos. Éstas representaban a Ahriman y Ahuramazda.16 Puse este objeto en el bolsillo derecho de mi saco.
Fue entonces cuando entré al recinto del domo. Lo incomprensible y lo inesperado me llenaron de asombro. Había miles de zapatos, sandalias y botas esparcidas por todo el inmenso recinto. La emanación física de innumerables almas que habían partido era todo lo que quedaba en esta encrucijada; porque al instante, apenas entrar en este recinto, comenzó a girar, a respirar y a vibrar con el terror de una y mil voces y ruidos, un multitudinario e invisible coro entonaba la misma sílaba en un poderoso crescendo de unidad y de fuerza. El sonido reverberaba y aumentaba en volumen, el edificio tomó vida respirando y ululando un torrente de voces. Violentos haces de luz multicolores se alzaban a una velocidad increíble destellando hacia un punto convergente. El techo de la cúpula comenzó a dar de sí convirtiéndose en un verdadero laberinto de mutaciones calidoscópicas. Los rayos convergentes y vertiginosos de luz explotaban dejando paso a vórtices galácticos que aparecían sobre horizontes cósmicos. El espectro de la luz convergió, el sonido se transformó en un continuo.
Entonces comprendí que estaba muerto. Más bien, fue entonces cuando comprendí que Yo Era. Que hemos asistido desde la eternidad en el proceso de
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la creación. Que siempre hemos regresado al Manantial, que formamos parte del Espíritu.
La conciencia de esto me devolvió los sentidos. Y ví que estaba flotando a unos metros del piso. Comencé a caer, a fluctuar a diferentes alturas… para luego caer estrepitosamente de golpe. En desesperación arrojé la esfera, después la perla, sin resultado. Descendí otra vez, mi cuerpo se rehusaba a salir volando, a atravesar el techo y a alcanzar ese magnífico vórtice. Frenéticamente me quité las botas y me puse un par de sandalias; no me levanté un solo centímetro del suelo. Era inútil, había algo, sentí; que todavía ignoraba, que no comprendía, quizás algo que todavía no había hecho.
Salí del edificio terriblemente desconsolado, seguro de que habría de pasar otra eternidad antes de poder permanecer. Crucé el patio sin darme cuenta de la arena ni del mármol, ni la malaquita; ignorando la fuente, la columnata… Golpeé las puertas de bronce del castillo para llamar al guardián; el sonido reverberante me devolvió la memoria ardiente de mi fracaso.
–Ah, eres tú. Asomó la cabeza por la escotilla de su celda. No me molesté en contestar, ni alcé la vista; sino que esperé a que abriera la puerta. Bajó las escaleras de mármol recogiéndose la túnica para no tropezar en los peldaños.
–Tengo algo para ti, –me dijo–, mientras me entregaba un pergamino. –¿Qué es esto? Pregunté, no sin azoro, mientras miraba el pergamino. –Aprenderás a escribir. –¿Aprender a escribir? –Sí, cuando despiertes, cuando regreses. La puerta se abrió y yo salí. Sostuve el pergamino contra la cegadora luz
solar… letras empezaron a formarse:
Un poderoso edificio Brillaba graciosamente Bajo la luz plateada De la luna, Desolado en el parque De un sueño. Mi espíritu se acercó a él Flotando sobre los árboles Como la brisa de la noche misma
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Invisible De plata estaba hecho, verdaderamente, Para la eternidad, frío Como la geometría del Hombre, Como la geometría viviente del Hombre; Este edificio era la inteligencia. Sin despertar sonido alguno Rocé sus costados, Como una brisa. Y lo ascendí. Esto era la belleza Sentí, pensé Al dejarlo; Porque no me pudo retener Y salí flotando otra vez Con el aire, Con el aire fresco de la noche, Sobre los árboles, Mientras que la tierra se arqueaba por debajo Y la luna prestaba su cara De plata De repente el torbellino más cálido Casi me arrebata los Sentidos; Lanzándome al interior un exuberante Calor. No lo resistí, Levanté mis brazos Para reconocer Su presencia. Oh, Dios, tú eres la paz Y la paz deriva De ti; recíbenos, Señor con La paz.
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Oración a Dios ante el primer avistamiento de la Ka’ba
Allahu Akbar, Shalom…
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TERCER DÍA
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El druida estaba parado junto al tambo de agua. Me dio la impresión de que me estaba esperando, o quizás era otra coincidencia. Estaba completamente vestido y parecía más pequeño que el día anterior. Me veía con un sentimiento extraño, casi animal, como si yo hubiese adquirido algún poder secreto. Lo tranquilicé. Él persistía en sentirse incómodo. Comprendí entonces que se sentía avergonzado del hecho de que me pudiera acordar de sus delirios en el monte cerca del aeropuerto cuando andaba enloquecido arrastrándose de rodillas comiendo hierbas como Nabucodonosor.
Hablamos sobre las plantas enteogénicas. Quería saber lo que me sucedido. Le dije brevemente que tuve una experiencia extraordinaria. Pero no se la pude narrar porque yo mismo no había reparado en ella. Sentía que había habido un cambio manifiesto, sentía gran júbilo y felicidad. Me podía dar cuenta de esto por la actitud que asumía el druida.
Comprendí entonces que estaba hablando con gran claridad y honestidad, y de que mi mirar le estaba revelando el grado de confusión en el que se encontraba. Me habló de su amor por Huautla y de su deseo de permanecer ahí algunos meses más. En cuanto a mí, le dije que me iba a ir a Europa en unos días más. Continuó hablándome sobre la experiencia de vivir en Huautla, comprendí lo que me quería decir, vestido como estaba de mazateco. Así que le dije que verdaderamente Huautla era un lugar fuera de lo ordinario, pero que yo me había propuesto ir a Europa inclusive antes de venir a Huautla. Nos separamos con un fuerte apretón de manos, nunca nos volvimos a ver.
Salí en dirección del pequeño kiosco a espaldas de la iglesia. El mercado y los espacios alrededor de la iglesia estaban prácticamente desiertos, porque hoy era domingo y el día anterior había sido día de mercado. Casi todos los puestos habían desaparecido.
Cuando llegué al puesto ya estaba la muchacha ocupada con sus cacerolas, sartenes y ollas de barro. Traía puesta la misma faldita y el mismo suéter de algodón abotonado al frente. Sonrió cuando me vio y me dijo:
–¿Usted aquí otra vez? Entré y me senté en uno de los banquitos cerca de la mesa y le contesté: –Sí, aquí estoy otra vez para que me llenes con tu comida. Se veía joven y fresca como el rocío de la mañana alegrando el día de
Huautla. Se dio la vuelta para verme, tenía una mirada dulce e interrogante. Se puso a lavar sus ollas mientras yo observaba sus movimientos. Sus delicadas
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piernas giraban graciosamente para aquí y para allá. De repente volteó, me miró y dijo:
–La próxima vez que vengas quiero que me traigas un vestido de Aurrerá. –¿Qué tienen de malo los vestidos de Huautla? –No me gustan, quiero que me traigas un vestido de Aurrerá. –Está bien, te traeré un vestido de Aurrerá. Sin verme a la cara me sirvió el mismo desayuno del día anterior, nada
más que esta vez fue más generosa. Comí en silencio. Ella estaba de espaldas y yo continuaba viéndola. Con movimientos ágiles lavaba las ollas y las colgaba en el estantero. No volteó para verme, me apuré con mi desayuno, dejé quince pesos sobre la mesa y me fui. “No te olvides del vestido”, me dijo, dando la media vuelta. “No, no me olvido”. Nuestros ojos se encontraron, brillaron y después se separaron.
Me encaminé despreocupadamente en dirección del hotel para ver si mis amigos ya se habían despertado. Cuando llegué a nuestro cuarto me encontré con que se traían una acalorada discusión. Palitos estaba sentado sobre su catre siendo asediado por Luís y Arturo, en actitud amenazante parados enfrente de él. Lo que sucedía era que Ramón les había enseñado una jeringa hipodérmica y un poco de heroína, Luís y Arturo le exigían que se deshiciera de eso. Aunque me dolía enterarme de que Ramón se arponeaba, no estaba de acuerdo en obligarlo a tirar sus cosas. Mientras tanto, estaba bien que las trajera él o que la dejara en su mochila, haciéndose responsable de ella. Después de haber acordado esto, nos quedamos muy intrigados y le preguntamos a Palitos sobre el arpón. Con gusto nos dijo que la heroína, cuando se inyectaba intravenosamente, producía una sensación de extremo bienestar y que no causaba hábito si uno no lo deseaba. Sin embargo, nadie quiso probarla de momento. Arturo estaba definitivamente en contra, y Luís, después del incidente, veía a Ramón con ojos de asombro. A mí me dio tristeza, pero no quise hacer ningún comentario, y Ramón comprendió esto.
Salimos a dar un paseo, nos separamos cuando llegamos al terreno alto sobre el mercado. Yo tomé el camino que iba hacia el norte en dirección opuesta del aeropuerto, mientras que mis amigos descendieron porque iban a desayunar. Continué paseándome por este camino durante unos quince minutos hasta que llegué a una casa vieja muy bonita de dos pisos, que tenía un pórtico con una terraza techada de teja en el segundo piso. Una buganvilla muy grande y muy vieja se alzaba hasta llegar al techo, brillante de flores violetas. Había un volkswagen estacionado frente a la casa, y en ese momento
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descendían cuatro personas de él. Reconocí a uno como una amistad de la ciudad de México. Se acercó a mí y me presento a sus amigos. Uno de ellos traía puesto unos pantalones muy vistosos con arabescos de varios colores. Mencioné el hecho y sus amigos dijeron que a este caballero “le gustaba mucho el colorín”. Todos reímos y empezamos a hacer alusiones sobre la campiña, sus muchos atractivos y secretos. Comenté que ignoraba la existencia de ese bello hotel, porque eso era lo que era la casa de la buganvilla; la cual hubiese preferido al barracón de nuestro amigo Jiménez. Estuvieron de acuerdo conmigo sobre este punto y me dijeron que éste era su segundo viaje a Huautla. Nos despedimos después de hacer unos breves comentarios acerca de nuestras respectivas experiencias con los hongos.
Continué mi caminata un centenar de metros más, cuando llegué al final del camino. Miré a lo lejos hacia las ilimitadas sierras, a través de nubes que corrían sobre las copas de los árboles y me encontré con un cielo limpio e inocente. El horizonte azul me llamaba a continuar, llenándome de un estado de paz que nunca antes había conocido. Contemplé con delicia mi próximo viaje a Europa. Podría decir que de hecho comenzó en ese momento.
Caminé de regreso al hotel de Don Inocente disfrutando el calor del sol, la expansiva felicidad de mis pensamientos, imágenes que corrían, premoniciones, atisbos de visiones de mis viajes futuros; era la mismísima felicidad, una libertad sin limites.
Ramón estaba empacando. Habíamos acordado que partiríamos después de desayunar. Fuimos a meter las cosas en el coche, que todavía estaba estacionado enfrente del hotel. Después, Ramón me pidió que lo acompañara a la casa de un mazateco en una pequeña plaza al sur de la iglesia. Quería llevarle hongos a algunos amigos de la ciudad de México. Llegamos a un patio abierto donde se paseaban algunas gallinas, y unos niños jugaban a las canicas. La puerta estaba abierta y un mazateco fornido de semblante agradable que apenas pasaba de los treinta años salió a recibirnos. Después de los saludos acostumbrados y de la cortesía, el mazateco sacó una pequeña caja de cartón de zapatos y de su interior extrajo un hongo muy grande y de apariencia perfectamente fálica: un tallo grueso y largo de color gris con una cabeza exactamente como el glande de un pene. Tenía cuatro pulgadas de largo por una de diámetro. El hombre dijo que se trataba de un Arrumbe, la ambrosía más poderosa de las sierras mazatecas. Dijo que una sola mordida era suficiente. Ramón lo compró junto con otros cuatro más pequeños. No tenían
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más de dos horas de haber sido arrancados de la tierra y permanecerían vivos hasta ocho días si eran refrigerados.
En ese mismo instante dos jóvenes de gran personalidad, muy fuera de lo común, salieron de la casa. Me dio la impresión de que se habían estado quedando ahí y que ahora partían con sus mochilas puestas. No eran mazatecos. Tenían el pelo largo y un porte de guerreros. Bien podrían haber sido guerrilleros. Sus mochilas eran militares, del tipo que se utiliza para llevar municiones, y sus botas largas y pesadas, para hacer campaña en la montaña, de las que se amarran con muchas cintas de cuero. Lo que me impactó más fueron sus ojos y sus actitudes; muy sensibles e inteligentes, hombres de mundo, de experiencia, rayando los treinta años. Era evidente que estaban bajo el efecto de los hongos, con sus ojos rojos y sus párpados inflamados como si estuviesen cansados de tanto ver. Uno de ellos, el que parecía más joven, se dirigió a mí. Me dijo que durante la noche se había estado comunicando telepáticamente con su mamá. Le creí. Sus ojos desorbitados querían salir de sus cuencas, me hablaba muy despacito, y muy cerca, a cinco centímetros de mi cara, con gran intensidad e inteligencia, como si quisiera ser comprendido. Prosiguió a advertirme que los mazatecos sólo querían nuestro dinero, y que no nos dejarían partir hasta no habernos esquilmado y dejarnos sin ni un quinto; que nos robarían nuestra dicha, ofreciéndonos alcohol para después dejarnos apenas con la ropa que traíamos puesta. Comprendí que estaba sufriendo un ataque de paranoia aguda o bien que quería prevenirme contra los peligros de perder la cabeza si abusábamos de los hongos de Huautla. Le pregunté que cuánto tiempo llevaba comiendo hongos. Me contestó que mucho. Y me repitió que tuviese cuidado con los mazatecos, que él los conocía bien y que no nos dejarían ir.
Me quedé sorprendido con esta conversación viniendo de un joven aparentemente fuerte, que además estaba genuinamente afectado por algo que le estaba sucediendo, qué habrá sido, nunca me enteré pero ahora que lo pienso creo que se estaba divirtiendo con nosotros… en ese momento los dos hombres levantaron sus mochilas y se fueron. Ramón y su amigo el mazateco había escuchado la conversación, pero no dijeron ni hicieron nada para probar o desaprobar lo dicho. Después Ramón me dijo que los dos tipos le habían parecido impresionantes, de mucha experiencia. Así dijo, y ahí lo dejamos. Me dirigí al mercado donde me compré una virgen de Guadalupe grabada en una medallita de latón, engarzada a una cinta de lana roja junto a unos pedacitos de hueso grabados. Me la coloqué para protegerme del mal de ojo. La conservé
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hasta el día en que la coloqué alrededor del cuello de Sally en el aeropuerto Heathrow de Londres.
Había llegado el momento de dejar Huautla. Nos reunimos en el Olimpia para saldar nuestras cuentas con el señor Jiménez.
Asuntó concluido, abordamos el automóvil y partimos. Las caras de los huatlenses se veían nubladas de amargura. Ahí van; pensaban, vinieron por lo que querían, y una vez que lo obtuvieron nos dejan en este mundo de miseria y de amargura. Quizás en su inocencia no sabían lo que tenían. Ignoraban la enorme nube de contaminación espiritual que descendía sobre el mundo moderno industrial, como el entumecimiento kinestésico que le sobreviene a un neurótico antes de que enloquezca.
Pero en el verano de mil novecientos sesenta y ocho había un aire de nueva vida, aunque naciera muerta, esta esperanza, como los acontecimientos mundiales lo demostrarían una década mas tarde. ¿Como prevenir esa era oscura que vendría después con el asesinato de John Lenon y la elección de Ronald Reagan? Y sin embargo la tierra fresca, con su semilla todavía adentro, ofrecía promesas de una vida más clara y más lúcida a las generaciones del futuro, si tan sólo hubiésemos podido hacer un alto y nos hubiésemos enfrentado a ella, cara a cara, en sus propios términos. Por el momento ninguno de nosotros era consciente de esto. Muchos años tuvieron que pasar, algunos felices, otros amargos antes de que los tiempos que se vendrían nos revelaran su verdadera cara. Otros más afortunados, según creían ellos, pensaban que se verían menos afectados por este porvenir, y en su cómoda ignorancia y falta de perspectiva histórica, crearían un mundo dominado por las sombras y por la idea del poder, y ofrecerían sacrificios en este altar.
Pero en ese día era yo el que conducía, el que llevaba el timón… El camino delante se veía lodoso. No había pasado un kilómetro desde que salimos de Huautla, cuando tuvimos que parar ante una cascada que cruzaba el camino. Nos bajamos a observar cuidadosamente, encontramos que el agua era fresca y transparente pero difícil de vadear en un coche. Sin embargo, se tenía que hacer. Después de escoger un lugar adecuado, yo sólo al volante, me lancé a cruzar el vado a toda carrera. El resultado fue que aunque tuve éxito en pasar al otro lado, se reventó una llanta instantáneamente sobre una piedra picuda. Inconmovibles, nos pusimos a trabajar. El bosque de pinos nos ofrecía buenos leños para hacerle una base al gato. Troncos y gato se hundieron bajo el peso del coche en esa rica cama de lodo que era el fondo del río. Lógicamente
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necesitábamos un gato hidráulico grande, como los que usan los camioneros. El único lugar donde podíamos encontrar uno era en Huautla.
Ramón y yo salimos rumbo a Huautla. No habríamos andado muy lejos cuando vimos un camión que venía subiendo la cuesta. Nos quedamos al borde para verlo cruzar el río. Cuando nos alcanzó le hicimos señas para que se parara. Había dos camioneros en la cabina, les preguntamos si tenían un gato hidráulico. Nos dijeron que no, pero no les creímos. Nos explicaron que tenían un gato grande mecánico de manivela y que nuestro coche se derraparía si lo usábamos. Entonces les pedimos que nos dieran un aventón a Huautla, lo cual hicieron con gusto.
Ya éramos clientes conocidos sobre la calle principal de Huautla y fuimos recibidos con la sonrisa de “se les olvidó algo”. Nos fuimos derecho al depósito de gasolina, dejamos en prenda una suma de dinero y regresamos cuesta abajo con un gato hidráulico. En veinte minutos llegamos al río y cambiamos la llanta. Cruzamos el río sobre unos troncos que pusimos en el fondo, llegamos a Huautla, recogimos nuestro depósito y salimos manejando de regreso. La tercera vez que cruzamos el río todo estuvo más tranquilo -‐‑ prendimos un toque.
Hay un vínculo que se genera cuando se prende un toque, y era más fuerte aún en aquellos días. Un toque casi siempre se quema en compañía, es ahí donde reside la magia. Aligera la carga del camino, aliviana al corazón, aviva la cabeza, y hasta es posible que esclarezca la mente. Era un ritual circular entre hermanos y hermanas. La mora no es una yerba, es una planta muy honorable; la honorable Lady Jane Ambrose, dama de compañía de la mismísima Reina de la Naturaleza, Guardiana de las llaves de las Puertas de la Percepción. Muy bien, Aldous, ¡vamonos!
Cuesta abajo nos fuimos en una loca carrera temeraria de inigualable juventud, nuestra aquel día. Lo lodoso de un camino, si posee la viscosidad adecuada, es una pista de suave deslizamiento para toboganes. Todo lo que se requiere es agarrarse fuerte del volante, aplicando los necesarios volantazos y derrapones en el momento justo para conservarse siempre dentro de los vectores de la gravedad angular en esta gran carrera, en el lodazal. Cualquier viejo granjero en su carcacha correlona sabe a qué me refiero. Hay que soltarse. Agarrarse fuerte. ¡Qué delicia!
Ya llevábamos un rato en este desliz cuando observamos unas cabañas y vimos a unos niños que nos enseñaban unos hongos. Hicimos un alto total y nos bajamos del coche. Había un mocosito de apenas cinco años que con el brazo levantado sostenía un gran hongo como si fuese una bandera. Tenía la
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cara tierrosa y llena de mocos. Le limpié la nariz y le dije a su madre que le lavara la cara. Regresó la señora con una caja de cartón llena de hongos. Saqué de mi maleta dos excelentes camisas de lana y se las di. Completada la transacción, todos sonrientes, nos despedimos y partimos de prisa cuesta abajo por el lodazal dando vivas en gran alharaca. Abrimos la caja y empezamos a comer hongos como si fueran chocolates. Arturo parecía un caballo, un caballo salvaje colorado relinchando, Luís se había transformado en un burro pasmado, con un sombrero de paja y cara soñadora de burro, soñando con campos ilimitados de alfalfa, de margaritas y más margaritas. Ramón era el chivo más orgulloso trepado en el pináculo más alto, en la cima de la montaña más alta, y yo, era el demonio, acarreando pinochos ¡al infierno!
El bosque le estaba dando paso a una densa jungla, y oh, se veía un valle desconocido; y más allá, las torres de una iglesia, un pueblo misterioso descansando sobre las laderas de un monte nunca visto por nosotros. Incrédulos contemplamos a Huautla visto ahora desde un ángulo desconocido. Cómo y por qué habíamos regresado a Huautla, después de un tiempo indeterminado, deslizándonos por el tobogán de lodo,1 no entendíamos, nos quedamos sin habla: habíamos completado un círculo. Me acordé de las palabras de ese caballero guerrero de esa misma mañana: “Huautla nunca los dejará partir”. La ciudadela sobre la colina comenzó a resplandecer malévolamente bajo el sol. Nos quedamos contemplándonos unos a otros, pero lo único que veíamos eran burros, caballos y chivos. La ciudadela resplandecía, el poder de Huautla reclamaba a los suyos. Tendríamos que rendirle tributo. Silenciosamente atravesamos Huautla por tercera vez ese día, y Huautla nos ignoró. Silenciosamente conducimos a través de la misma luminosa cascada, sobre los mismos troncos que nosotros habíamos colocado. El sol iluminaba la floresta dándole una rara intimidad. Lentamente pasamos observando el lugar, memorizando cada hoja, deslumbrados por la luz solar reflejada en cada gota de agua. El musgo se reclinaba sobre la tierra, invitándonos, como si fuese una alfombra, y el murmullo del agua que fluía era el sonido de la vida inundando nuestros corazones batientes:
Cuando en abril las dulces lloviznas caen Y penetran la sequía de marzo hasta la raíz, Y todas las venas son irrigadas por tan poderoso licor Como aquel engendrador del advenimiento de las flores, Cuando también Zefiro con su dulce aliento
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Exhala un aire en cada bosquecillo y en cada yermo Sobre los tiernos brotes, y el joven sol A medio curso, sobre el signo de Aries, Y los pajarillos cantando sus melodías Que dormitan la noche entera con ojo avizor Porque así los encapricha la naturaleza y su corazón gorgéa Es cuando los hombres añoran el peregrinaje
Así habló Chauser, por todos nosotros: los sordos, los mudos y los ciegos.
En silencio arribamos, en silencio llegamos hasta la figura encuclillada al borde del camino. Suavemente detuve el coche y descendí. Me acerqué a un hombre y me incliné para ver su cara. No tenía cara. Un tajo perfecto lo recorría de oreja a oreja, pasando a través de la mitad de la nariz. Sus ojos me miraban vacantes porque donde su cara debía de estar no había más que un agujero vacante. El hombre detenía su mandíbula superior e inferior junto con la mitad de su nariz en sus manos, y aunque no tenía boca sino tan sólo una lengua oscura, habló: “no sé lo que hice para merecer esto”.
Sólo en ese momento entendí que había recibido un terrible golpe de la hoja de un machete con la intención de matarlo, que le había partido la cara en dos. Su camisa blanca estaba teñida de rojo oscuro, del color del vino. Todavía, traía su sombrero puesto y estaba en cuclillas deteniendo su cara cercenada que le colgaba. Me incorporé, porque había estado en cuclillas frente a él; miré alrededor como si buscara una clave para entender. El sol brillaba ferozmente, iridiscente a través de los árboles. Me quedé viendo mis botas enlodadas y después miré hacia el cielo. Mis amigos estaban de pie, inmóviles, como tres estatuas, sus caras iluminadas, sus expresiones congeladas.
Nos acercamos y yo hablé: “Si lo llevamos a Teotitlán se va a desangrar en el camino, está como a cinco horas de aquí”. Me acordé del hospital grande en Teotitlán, el que tenía enfrente una estatua de Emiliano Zapata. También sabía que en Huautla había muy poca probabilidad de que recibiera la atención médica que requería. Necesitaba sangre y un buen cirujano, y no había ninguna de estas dos cosas en Huautla. Teníamos que tomar una decisión. Algunos estaban por abandonarlo viendo las pocas posibilidades que tenía de sobrevivir; añadiendo que era posible que nos culparan del ataque o que nos detuvieran como sospechosos para interrogarnos o cualquier cosa que se les ocurriese a las autoridades. Abandonarlo significaría una muerte segura para este hombre. Si lo llevábamos a Huautla tendría una oportunidad por más pequeña que fuese, y
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deberíamos de dársela. De todas maneras, razonábamos, estos mazatecos eran correosos y era posible que sobreviviera.
Hubo una discusión sobre si debería Ramón deshacerse de su heroína o no. Tomé la heroína y la metí dentro de mi cinturón. Colocamos una de nuestras mangas impermeables sobre el asiento trasero. Caminé hacia el hombre para ayudarlo a incorporarse, pues éste seguía en cuclillas; se levantó él mismo deteniendo su cara con mucho cuidado. Caminó hacia el coche y se sentó sobre la manga. Nos subimos al coche. Conduje lo más cuidadosamente y lo más rápido posible en dirección de Huautla.
En media hora ya habíamos llegado. Nos paramos frente al mercado para preguntar dónde estaba el Centro de Salud, y nos dijeron que subiendo la calle, pasando la iglesia. Lo vi y me estacioné enfrente. Ramón y yo ayudamos al hombre a que bajara del coche; cada uno lo tomamos del brazo, cruzamos la calle y entramos a la clínica. Vimos algunos ancianos y unos paramédicos. Todos parecían estar aburridos. Dije en una voz fuerte y autoritaria: “por favor, atiendan a este hombre”. Un paramédico se acercó, le pregunté si lo podía coser, dijo que sí. Lo exhorté a que empezara de inmediato, ya que de no ser así el hombre moriría. El paramédico condujo al mazateco a un asiento, haciendo todo lo posible por ignorarnos. Nos dijo, con sarcasmo que se iban a ocupar de él. Eché una ojeada y vi dos gabinetes con puertas de cristal que contenían suficiente material quirúrgico, también había dos camas ortopédicas. El hombre tendría una oportunidad. Le dimos las gracias al paramédico y nos fuimos. Cruzamos la calle y nos subimos al coche.
–¿Hubo algún problema? –No, no hubo ningún problema, a la mejor se salva. Arrancamos. Permanecimos en silencio durante un largo rato. Le devolví a
Ramón su heroína. Después comenzó a llover. La lluvia se hizo más pesada hasta que fue imposible ver el camino.
En esta, nuestra cuarta salida de Huautla, llegamos más lejos, a un solitario depósito de petróleo en plena selva como a dos horas de Teotitlán. De ahí no pudimos avanzar por la lluvia cegadora. Nos bajamos del coche y nos fuimos a parar bajo el techo del depósito. Estuvimos ahí viendo la lluvia y el sol que brillaba a través como si fuera una cortina de plata. Cerca, los bananeros se inclinaban bajo la lluvia con sus pencas cargadas de plátanos maduros. Comíamos plátanos y contemplábamos la lluvia. De vez en cuando veíamos una lengua oscura salir de una boca vacía a través de la lluvia plateada (como en una pantalla cinematográfica), y nos acordamos de las palabras que
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pronunciara esa boca: “no sé lo que hice para merecer esto”. Podía visualizar a ese hombre a través de esa lluvia plateada, caminando por alguna vereda profunda del bosque entre las lianas y los helechos y de repente ese destello cegador de acero que había partido su vida en dos. Es posible que nunca haya visto a su atacante, pero no me quedaba la menor duda de que él lo conocía.
Finalmente, la lluvia cesó y pudimos continuar. Al principio no hicimos gran progreso por el número de riachuelos que cruzaban el camino y los enormes charcos de agua que se habían juntado en cada depresión. El motor del coche se esforzó hasta que alcanzamos tierra firme en la cima de una sierra desde la cual pudimos contemplar el gran valle de Tehuacán. Fuimos despertados de nuestro ensueño por la brillante majestad de la vista que se nos presentaba, por este espléndido y límpido valle recién bañado por la lluvia y el sol. Descendimos hacia el valle cuidadosamente, fatigosamente, hasta que alcanzamos la carretera pavimentada cerca de Teotitlán. Ahí pasamos enfrente del reluciente y moderno hospital con la estatua de Emiliano Zapata con su rifle en la mano.
Seguimos de largo sin molestarnos en reparar la llanta averiada hasta que llegamos a Tehuacán. A la salida de Tehuacán en la autopista a Puebla, me salí de la carretera y pregunté si alguien quería manejar. No, nadie quería manejar, todos queríamos dormir. Eran cerca de las cuatro de la tarde. El sol seguía en lo alto, brillando ferozmente, dándonos una última visión de las sierras azules de donde veníamos. Ahí en ese instante, se me hicieron hermosas, disolviéndose en un espejismo, hacia algún otro plano. Grandes camiones pasaban retumbando hacia Puebla cargados de refresco y de cerveza -‐‑ Corona se leía sobre el costado de una enorme nave carretera. Una corona de luz, pensé yo. Fui a sacar mi bolsa de dormir de la cajuela para estirarme en la sombra, bajo el coche. Justo antes de cerrar los ojos pregunté:
–Oye Ramón, ¿cómo le decían los mazatecos a los hongos? –Teonanácatl.
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NOTAS AL TEXTO
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En la elaboración de estas notas recurrí a fuentes diversas. Para la necesaria y breve información referente a personajes históricos mencionados en el texto, hice uso de La Enciclopedia británica, edición de 1954 referida en estas notas como Británica, así como también el Nouveau Petit Larousse de 1969, referido como Larousse. Para palabras en náhuatl consulté a la autoridad original española: fray Bernardino de Sahagún, quien hiciera época con su Historia general de las cosas de la Nueva España, y me refiero a él en estas notas como Sahagún. Otras fuentes son mencionadas con su título completo al final de cada nota.
Me gustaría incluir unas palabras de reconocimiento por las citas de los autores que aparecen en el texto de Teonanácatl. Éstas son de El Bardo Thodol fueron tomadas de El Libro Tibetano de los Muertos, editado por W. Evans-‐‑Wentz y publicado por las Prensas Universitarias de Oxford (1960).
Las citas de Robert Graves fueron derivadas de su Prefacio a Los Mitos Griegos, Penguin Books (1960).
Los textos extraídos de René Déscartes provienen del Prefacio a sus Principios de la Filosofía, Oeuvres et lettres, Bibliotheque de la Pleyade, basada en la edición Gallimard de 1953.
El pasaje tomado de Los Siete Pilares de la Sabiduría de Thomas Edward Lawrence, proviene de la edición hecha por Penguin Books de 1964 (en colaboración con Jonatha Cape).
La cita del Prólogo de Los cuentos de Canterbury de Jeffrey Chaucer fue extraída de la edición de Routledge, Warne and Routledge de julio de 1843, y la de la página 106 fue tomada de la edición de los libros clásicos de Penguin de 1966.
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NOTA DEL AUTOR
1. Macehualli del náhuatl. Merecido, querido por los dioses; hombre en general. Plebeyo, de clase baja, pobre, paciente. (Sahagún).
2. Emilio Salgari. Escritor italiano de novelas de aventura muy leído en América
Latina.
3. Sir Henry Rider Haggard. Novelista inglés (1856-‐‑1925) nacido en Brandenham Hall, Norfolk. Ocupó cargos públicos en el Transvaal, fue el autor de Las Minas del Rey Salomón publicado en 1886. Ella (1887) y Allan Quatermain (1888), (Británica).
4. Thomas Edward Lawrence. Explorador y erudito británico (1888-‐‑1935).
Nació en Gales, promotor de la independencia árabe, líder de fuerzas irregulares en el desierto árabe (1916-‐‑1918), innovador militar de tácticas de guerrilla, autor de los Siete Pilares de la Sabiduría (1926).
5. Ernesto Che Guevara Lynch. Patriota latinoamericano nacido en Buenos
Aires, (1928). Luchó en Guatemala, venció en Cuba y murió en Bolivia en 1967. Autor de Reminiscencias de la Guerra de la Revolución Cubana (1968) y de Guerra de Guerrillas (1961).
6. Álvar Núñez Cabeza de Vaca. El más grande de los exploradores españoles
del siglo XVI. Nacido en Jerez de la Frontera. Murió en Asunción, Paraguay en 1545. Estuvo con Pánfilo de Narváez, como segundo comandante, en la expedición a la Florida en 1527. Uno de los cuatro supervivientes de esa expedición llegó a Sinaloa, nueve años después de haber recorrido una basta zona del continente de Norteamérica. Se encontró con Hernán Cortés en la ciudad de México, le aconsejó una nueva política hacia los indios tarascos de Michoacán, dando como resultado que Hernán Cortés enviara al Padre Quiroga a Michoacán. Sale rumbo a España en 1537, es hecho gobernador y capitán general de la provincia del Río de la Plata por Carlos V. De la costa del Atlántico atravesó el Matto Grosso y el país de los guaraníes, para llegar a salvo con 600 personas a Asunción, Paraguay. Escribió sus memorias Naufragios y Comentarios. (Colección Austral, núm. 304, Espasa Calpe, Madrid).
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PRIMER DÍA
1. Oblea
De Stephen Crane El Distintivo Rojo de Valor (The Red Badge of Courage). (Harcout, Brace and World, 1960, p. 40, 1.11).
2. Pan dulce. El pan dulce en México en sus variadas e imaginativas formas distintas de la pastelería es famoso en todo el mundo.
3. Oyamel Pino mexicano sagrado. Crece a elevadas alturas en las sierras.
4. Tortillas. Torta delgada de masa de maíz cocida, alimento de uso inmemorial en Mesoamérica desde hace varios milenios. Cuando se enrolla con carne en su interior o con comida cocida, se llama taco.
5. Huaraches. Sandalias fabricadas a partir de suelas de llantas de coche viejas y de fuertes correas de cuero.
6. Cacique. Persona de autoridad en las comunidades indígenas, también se refiere a una persona que ejerce demasiado poder político o económico dentro de una pequeña comunidad.
7. El Gran Teocali de los aztecas. Teocali, del náhuatl, casa de los dioses. Pirámide con dos santuarios, uno dedicado al dios de la Guerra, Huitzilopochtli, y el otro, al muy antiguo Señor de la lluvia y de las plantas: Tláloc. Esta pirámide fue arrasada por los españoles. Después del sitio de Tenochtitlán, estaba situada en el mero centro geográfico y religioso del antiguo México-‐‑Tenochtitlán, aproximadamente donde hoy se encuentra la Catedral. (Sahagún). Para una brillante y exacta descripción de México-‐‑Tenochtitlán. Véase Jaques Soustelle La vie quotidienne des azteques a la veille de la conquete espagnole. Hachette (1955). Jaques Soustelle, The Daily Life of the Aztecs, Penguin Books Ltd. Harmondsworth, Middlesex, England.
8. Javier Cavallari. Arquitecto italiano (1811-‐‑?), director de la academia de artes de Milán, fue invitado a México a dar clases, donde fue director de la Academia de San Carlos. Remodeló el edificio de la Academia en un estilo
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neoclásico de buen gusto. (Justino Fernández, Arte Moderno y Contemporáneo de México, UNAM, 1952).
9. Ghiberti Lorenzo. Pintor Florentino, arquitecto y escultor (1378-‐‑1455). Su trabajo principal fue la segunda y la tercera puerta del Bautisterio de Florencia, de las cuales Miguel Ángel dijo que eran las puertas del paraíso. Trabajó durante veinte años en estas puertas, que se convirtieron en una escuela para las futuras generaciones de artistas. (Burckhardt. The civilization of the Remaissance in Italy, Harper and Row (1958). Larousse.
10. Jacob Burckrdt. Historiador suizo (1818-‐‑1897), autor de la Civilización del renacimiento en Italia, Historia de la Civilización Griega y Del Cristianismo al Paganismo. Buckhard fue un gran artista, un paradigma de lo que puede hacer un historiador humanista de la cultura. (El autor).
11. Giorgio de Chirico. Pintor italiano nacido en Volos, Grecia en 1888. Uno de los pioneros del surrealismo. Después se trasladó hacia el clasicismo especialmente en sus paisajes de ciudades inspirados en la geometría. (Larousse).
12. Edmund Husserl. Filósofo alemán (1859-‐‑1938) nacido en Prossnitz. Teórico de la fenomenología pura o la Ciencia de la Esencia. Investigaciones en lógica y El origen de la geometría son algunos de sus trabajos. (Larousse).
13. Victoria de Samotradia. Famosa escultura griega de una mujer alada erigida para conmemorar una victoria naval por Demetrio I Poliorcete. Hoy se encuentra en el vestíbulo principal del Museo de Louvre en París. (Larousse).
14. Gerardo Murillo (dit Dr. Atl). Pintor mexicano y vulcanólogo nacido en Guadalajara (1875-‐‑1964). Considerado por sus contemporáneos como el padre del modernismo en la pintura mexicana. Sus paisajes, poseedores de un austero y sintético lirismo, introdujeron una perspectiva esferoide y tridimensional de gran contenido poético y dinamismo espiritual. Fue un gran viajero, aventurero y revolucionario; muy activo durante la Revolución mexicana, fundador de la Universidad Obrera, organizador de batallones obreros. Fue secretario de Educación y Cultura durante la presidencia de Venustiano Carranza. (Justino Fernández, Arte Moderno y
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Contemporáneo de México, UNAM, 1952). El autor lo vio varias veces en la casa de sus padres y la de sus abuelos. El Dr. Atl fue el mejor amigo de su abuelo. Estudiaron juntos en la Academia de Arte de San Carlos y después viajaron a Europa, donde recorrieron Italia a pie.
15. José Clemente Orozco. Pintor muralista mexicano (1883-‐‑1949) nacido en Zapotlán del Rey, Jalisco. Su pintura tuvo fuertes tendencias expresionistas, influido por el arte precolombino. Creó murales a veces satíricos en el Hospicio Cabañas en Guadalajara y en la Suprema Corte de México. Fue alumno del Dr. Atl y del abuelo del autor, Carlos Lazo. (Larousse, Justino Fernández).
16. Vecindades. Cualquier casa de rentas congeladas habitada por varias familias. Derivada de la palabra vecino.
17. Tláloc (p. 16). Ver nota núm. 7.
18. Ceiba. Árbol de las semillas de algodón. Ceiba pentandra crece a una altura superior a los 30 metros, de un tronco color cenizo muy grueso y de ramas casi horizontales: su fruta es de forma cónica y contiene seis semillas envueltas en un tipo de algodón.
19. Té de monte. Planta relacionada con la menta y similar en sabor. 20. Alburum. El autor se ha permitido la creación de este neologismo para
describir en términos poéticos el alcaloide o agente activo de las plantas enteogénicas. No estuvo satisfecho con la palabra elíxir (demasiado medieval) psicodélica o alucinatoria (satanizadas y carentes de significado por su abuso contemporáneo).
21. Esta divina ambrosía de uso inmemorial entre los indios mazatecos de Oaxaca… De Robert Graves, prefacio a Mitos griegos (Penguin Books Ltd. Harmandworth, Middlesex, England, 1995).
SEGUNDO DÍA
1. San Simeón, El Loco. Ermitaño sirio del siglo IV de nuestra era. Interrumpía los servicios religiosos, aventándole nueces a las velas del altar y después gritaba: hipócritas. También se emborrachaba públicamente cuando se esparcía el rumor de que era un santo.
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2. Quetzalcóatl y tata Jesucristo. Del náhuatl Quetzal-‐‑pájaro, cóatl-‐‑serpiente que vuela, dios de los vientos y del trueno. También legendario rey de Tula, quien dirigiera una migración de toltecas hacia Yucatán. Conquistó Chichen-‐‑Itzá y estableció una dinastía ahí. Tata, español idiomático arcaico, significa padre o padrecito. (Sahagún).
3. Tlacoyos. Tortas delgadas de masa de maíz en forma de canoa, rellenas de carne o de comida cocinada.
4. Nixtamal. Maza de maíz lista para hornear.
5. Petate Estera de palma. Pueden ser de colores, de un tejido ligero de palma o de tule más pesado.
6. Un distintivo psicodélico de valor. Referencia de Stephen Crane The Red Badge of Courage.
7. Siguiendo la ruta de Arne Saknussen al centro de la tierra. Referencia de Julio Verne. Viaje al centro de la Tierra.
8. Círculos órficos. De Orfeo, héroe legendario griego, asociado al dios Dionisio, venerado en Eleusis como Iacco, fundador mítico del orfismo, una corriente religiosa en Grecia, fuertemente influida por el hinduismo. Pitágoras, Platón y Sócrates, se piensa, estuvieron bajo la influencia del orfismo en algún periodo de sus vidas ( Bertrand Rusell, History of Western Philosophy. Británica. Para una interesante correlación entre Tláloc y Dionisio, véase la introducción de Robert Graves a sus Mitos griegos (Greek Myths, Penguin, op. cit.) y R. Gordon Wasson, The Road to Eleusis. Unveiling the Secret of The Mysteries (Harcourt Brace Javanovich Inc., New York 1978).
9. Peregrinación sagrado de los huicholes a Real de Catorce. Los indios huicholes del estado de Nayarit atraviesan todos los años la República en ritual peregrinaje hacia los desiertos de San Luís Potosí, cerca de Real de Catorce; ahí juntan el cactus del peyote en una cacería sagrada. Marcan los campos de peyote con flechas sagradas, después cortan el cactus con un cuchillo
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ceremonial y ensartan los botones de peyote para su viaje de regreso a Nayarit y las ceremonias del dios. (El autor).
10. Los misterios de Eleusis. Eleusis, un pueblo cercano a Atenas. En la antigüedad ritos religiosos dedicados a la Diosa Madre Deméter se realizaron en El Santurario de Eleusis, bajo la protección del Gobierno Ateniense. Durante las ceremonias los iniciados bebían de un cáliz sagrado (kukeón) consagrado por el Hierofante de Demeter Eleusinia, una bebida hecha de los hongos, claviceps purpúrea, que crecen en los tallos del trigo y de la cebada. Después, los iniciados se sentaban en el Telesterión y experimentaban visiones trascendentales. (Britania. R. Gordon Wasson, The Road to Eleusis, op. cit.).
11. Güero Expresión familiar en español; cualquier persona de cabello rubio y de tez clara.
12. Tom Rush. Cantante de folclor norteamericano, primo del autor a quien conoció en Concord, New Hampshire y después en Cambridge, Massachusetts, entre los años 1960 y 1963.
13. Mathew Warren. Clérigo de la iglesia episcopal norteamericana, sexto rector del colegio Saint Paul’s School durante la estancia del autor, entre los años de 1960 y 1963.
14. Rudolph Bultman. Teólogo alemán contemporáneo, autor de Kerigma y mito.
15. noosfera. Del griego ‘noos’-‐‑inteligencia y sphaira-‐‑esfera o pelota. Estrato de inteligencia o conciencia; la contribución del hombre a la concatenación de capas telúricas desde la baritósfera hasta la estratósfera, la noósfera es la contribución del hombre (Theilhard de Chardin, El fenómeno del hombre, pp. 180-‐‑183. Harper and Row, 1961).
16. Milperos. Del español milpa: sembradío de maíz. Cualquier agricultor que se dedique a la siembra de maíz.
17. George Berkeley (1685-‐‑1753). Obispo y filósofo irlandés, quien creía que las cosas externas eran producidas por la voluntad de la inteligencia divina: que
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existían en la mente divina como arquetipos. También pensaba que las ciencias naturales se ocupaban de averiguar y descifrar las ideas divinas; de tratar de interpretar el lenguaje divino de el cual las cosas naturales son las palabras y las letras, para lograr que las concepciones humanas esten en armonía con los pensamientos divinos. (Británica).
18. Noumena. Las cosas como son, tal cual, opuestas al fenómena; o sea, las cosas descritas por el hombre. (Inmanuel Kant, La crítica de la razón pura).
19. La ardiente nube roja percibida por Piet Mondrian (p. 66). Pieter Cornelis Mondrian, pintor holandés nacido en Amersfoort (1872-‐‑1944), (también el lugar de origen de la familia del autor, Conover o Van Couwenhoven). La nube roja (1907-‐‑1909). El autor vio esta pintura en l’Orangerie en el Museo del Louvre en una exhibición retrospectiva en 1969 en honor de Mondrian.
20. Éste era un puente entre dos mundos... Mientras leía el Bardo Thodol a raíz de la muerte de su padre (agosto 9 de 1981), el autor recordó sus experiencias en Huautla: de su visión de un vórtice de luz y de la similitud de ésta con la experiencia de la muerte tal como es descrita en pasaje de El Chikai Bardo en el Libro Tibetano de los Muertos.
21. Actuaban como dobles de mi espíritu coatl. Del náhuatl coatl-‐‑serpiente. También doble, una persona que es equivalente a otra, un amigo. La palabra cuate del español (mexicano) coloquial quiere decir amigo o compañero, y ésta derivada de coatl, así: mi serpiente, mi amigo.
22. Sobre este nuestro planeta hogar y jardín de las delicias… Pintura de Hieronymus Bosch El jardín de las delicias. El autor estudió esta pintura en el Museo del Prado en Madrid, durante un periodo de dos semanas, y la considera como la más cercana representación en pintura de sus experiencias en Huautla (abril, 1969).
23. Óyeme mamá… . Canción original de Dámaso Pérez Prado.
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EL SUEÑO
1. Babur Kahn. Jefe Afgano (1483-‐‑1530) descendiente de Tamerlan. Después de establecer su autoridad sobre el Turkestán conquistó el norte de la India del Sultán de Delhi en la batalla de Panipat. Posteriormente estableció su capital en Agra y fue el fundador de la Dinastía Mongola. Después de conquistar la India su primer acto fue diseñar y construir un jardín. Escribió su autobiografía (Percival Spear, A History of India, op. cit.).
2. Mumtaz Mahal. Esposa del Shah Jahan (1592-‐‑1666) tuvo catorce hijos y murió a la edad de 39 años. Fue enterrada en el Taj Mahal, tumba construida para ella por su esposo (Spear, op. cit.).
3. Sakyamuni Burkhan. El nombre de Sidarta Gautama, Buda en Mongol (Marco Polo, The Travels. Penguin Books, op. cit.).
4. Maimonides. Moisés Maimonides, doctor judío, teólogo y filósofo. Nacido en Córdoba (1135-‐‑1204), buscó reconciliar la razón y la fe (Larousse).
5. Averroes. Abu Al-‐‑Walid Ibn Ruchd (1126-‐‑1198). Doctor, traductor y filósofo nacido en Córdoba. Escribió comentarios sobre Aristóteles (Larousse).
6. Aristu . Los árabes conocen a Aristóteles como Aristu.
7. Iskander. Alejandro, El Magno para los árabes.
8. Abb-‐‑El-‐‑Ramahn III. Octavo Emir de Córdoba (891-‐‑961) y Califa del Islam (912-‐‑961). Fundó una escuela de medicina en Córdoba. Bajo él la civilización islámica alcanzó su máximo esplendor en España (Larousse).
9. Malik Ric. El rey Ricardo Corazón de León en árabe.
10. Sala-‐‑Ad-‐‑Din Yusuf. Conocido como Saladino por los historiadores occidentales nació en Takrit, Mesopotamia (1138-‐‑1193). Sultán Ayyubid de Egipto (1171-‐‑
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1193) y de Siria (1173-‐‑1193). Derrotó a los cristianos en la batalla de Hattin y entró en Jerusalén (1187). (Larousse).
11. Diarbekir. Capital fortaleza del Sultán de Jezireh en Siria. Contenía la más bella biblioteca del Islam. (Steven Runcinan, History of The crusades, vol. II, p. 391, Cambridge University Press (1954).
12. Al-‐‑Andalus. Andalucía en español; para los árabes al-‐‑Andalus, donde se mantuvieron entre 711 y 1492, y ahí crearon una brillante civilización (Larousse).
13. Los Beni Merin o Benimerines. Tribu marroquí que invadió España, invitada por los moros de Granada en 1340). (William Atkinson, History of Spain and Portugal, Penguin, op. cit.).
14. Al-‐‑Haquem II. Noveno Emir de Córdoba (961-‐‑976). Hizo venir eruditos de Oriente para que enseñaran en Córdoba; reunió una biblioteca que se decía contenía 400,000 volúmenes (Atkinson, op. cit.).
15. Esfera Armillaria de Platón. Modelo astronómico usado en la antigüedad. (Existe una descripción en el Timeo de Platón p. 46, también fotografía. Penguin, op. cit.).
16. Ahriman y Ahuramazda. Ahriman fue el Espíritu del Mal en la religión de Zoroastro. Ahuramazda era El Señor de la Sabiduría a quien Zoroastro reconocía como Dios. Los judíos heredaron a Ahriman con el nombre de Satán y después los cristianos a través de ellos. (James Henry Breasted, Ancient Times, p. 259. Ginn and Company, 1944).
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TERCER DÍA
1. Mudslide Slim. Del disco de James Taylor del mismo nombre.
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