Suplemento Precario Nº2

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Dos años, cuatro cambios de turno e innumerables cambios de tarea y área después, ese tipo iba a ser Salcedo, de Recursos Humanos, el que me encontraba en el ascensor para recibir sermones sobre alguna de mis “faltas” o mi escasa “disponibilidad”, pero en ese momento Salcedo todavía era sólo una cara sin nombre que leía mi currículum, y me decía: “¿Está dispuesta a resignar calidad de vida?” Le tuve que decir que sí, porque necesitaba el trabajo. Curiosamente, el lugar que reclamaba semejante renunciamiento a sus empleados, estaba dedicado a la salud, era la Obra Social del Personal de Sanidad (personal jerárquico de laboratorios), llamada “Luis Pasteur”. Además reafirmaban esto con un discurso constante de preocupación por la salud de todos, me mandaban cartas a mi casa para que me hiciera revisaciones ginecológicas, mamografías, etcétera. Organizaban “maratones por la salud” y seminarios sobre la tercera edad para los afiliados en los que nos mandaban a acomodar sanguchitos. Pero, detrás de esa preocupación, los que trabajábamos estábamos todos enfermos, con picos de stress, los propios médicos del centro de atención no podían evitar decirnos lo mal que estábamos. También te agarraba gastritis porque te obligaban a comer en tiempo récord: media hora dentro de la cual tenías que subir al comedor, pedir (había un solo mozo en el comedor, que aparte tenía que atender a clientes de afuera), comer, bajar y seguir atendiendo. Además la filosofía empresarial que te inculcaban era una de total entrega a la obra social, tenía que poner mi cabeza y mi cuerpo al servicio de ellos, cuando me iba de ahí tenía que seguir pensando “aportes”, no sé que esperaban realmente. Querían que atendieras como si estuvieras dando tu vida en la Cruz Roja. Esto implicaba además constantes eventos y reuniones fuera del horario de trabajo: por ejemplo, desayunos de trabajo, cada dos o tres meses, en los que ibas en representación de tu área, dónde te “sobornaban” con un café con leche y unas medialunas exquisitas, pero atragantadas te quedaban de tener que compartir la mesa con el consejo directivo de la obra social, los representantes de los centros médicos, los directores administrativos. Supuestamente querían fomentar la comunicación cara a cara con el empleado, recibir tus inquietudes y propuestas, pero la verdad es que ahí también aparecía la exigencia de que estuvieras puesto en cuerpo y alma con la camiseta de ellos. Por supuesto que estaban los infaltables cursos de capacitación, con un tarado que te hacía hacer un role play de cómo atender el teléfono, o el festival del día del niño en el que tenía que ir un domingo a hacer de animadora, dar globos, repartir golosinas…Y claro, me decían “los niños afiliados quieren ver caras conocidas, si es la fiesta del día del niño, ¿cómo no va a estar Sol, de pediatría?”. Después en el “Día del Jubilado” primero me apalabraron para que fuera a bailar salsa, pero después hubo un cambio de planes: tuve que hacer de moza y subir con los otros empleados a un

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Suplemento de la revista "La Brumaria" Versión Papel (Digitalizada)

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Dos años, cuatro cambios de turno e innumerables cambios de tarea y área después, ese tipo iba a ser Salcedo, de Recursos Humanos, el que me encontraba en el ascensor para recibir sermones sobre alguna de mis “faltas” o mi escasa “disponibilidad”, pero en ese momento Salcedo todavía era sólo una cara sin nombre que leía mi currículum, y me decía: “¿Está dispuesta a resignar calidad de vida?” Le tuve que decir que sí, porque necesitaba el trabajo.

Curiosamente, el lugar que reclamaba semejante renunciamiento a sus empleados, estaba dedicado a la salud, era la Obra Social del Personal de Sanidad (personal jerárquico de laboratorios), llamada “Luis Pasteur”. Además reafirmaban esto con un discurso constante de preocupación por la salud de todos, me mandaban cartas a mi casa para que me hiciera revisaciones ginecológicas, mamografías, etcétera. Organizaban “maratones por la salud” y seminarios sobre la tercera edad para los afiliados en los que nos mandaban a acomodar sanguchitos. Pero, detrás de esa preocupación, los que trabajábamos estábamos todos enfermos, con picos de stress, los propios médicos del centro de atención no podían evitar decirnos lo mal que estábamos. También te agarraba gastritis porque te obligaban a comer en tiempo récord: media hora dentro de la cual tenías que subir al comedor, pedir (había un solo mozo en el comedor, que aparte tenía que atender a clientes de afuera), comer, bajar y seguir atendiendo.

Además la filosofía empresarial que te inculcaban

era una de total entrega a la obra social, tenía que poner mi cabeza y mi cuerpo al servicio de ellos, cuando me iba de ahí tenía que seguir pensando “aportes”, no sé que esperaban realmente. Querían que atendieras como si estuvieras dando tu vida en la Cruz Roja. Esto implicaba además constantes eventos y reuniones fuera del horario de trabajo: por ejemplo, desayunos de trabajo, cada dos o tres meses, en los que ibas en representación de tu área, dónde te “sobornaban” con un café con leche y unas medialunas exquisitas, pero atragantadas te quedaban de tener que compartir la mesa con el consejo directivo de la obra social, los representantes de los centros médicos, los directores administrativos. Supuestamente querían fomentar la comunicación cara a cara con el empleado, recibir tus inquietudes y propuestas, pero la verdad es que ahí también aparecía la exigencia de que estuvieras puesto en cuerpo y alma con la camiseta de ellos.

Por supuesto que estaban los infaltables cursos de capacitación, con un tarado que te hacía hacer un role play de cómo atender el teléfono, o el festival del día del niño en el que tenía que ir un domingo a hacer de animadora, dar globos, repartir golosinas…Y claro, me decían “los niños afiliados quieren ver caras conocidas, si es la fiesta del día del niño, ¿cómo no va a estar Sol, de pediatría?”. Después en el “Día del Jubilado” primero me apalabraron para que fuera a bailar salsa, pero después hubo un cambio de planes: tuve que hacer de moza y subir con los otros empleados a un

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escenario a cantar “Color Esperanza”, por supuesto que no lo canté y me escabullí en el fondo. A mi no me pasó, pero un fin de año a una compañera recepcionista, se la llevó una encargada a comprar adornos de Navidad al Once, obviamente que se pasaron del horario de la jornada de trabajo.

La participación en todas estas tareas nominalmente era voluntaria, pero cuando te negabas a ir, te tenías que atener a las consecuencias: te llegaba el “castigo”, bajo la forma de una reprimenda verbal primero y después con un cambio de horario o el traslado a otra área de laburo más ingrata.

Otro aspecto con el que insistían era la presentación del empleado ante el paciente, bah, el cliente, en consonancia con la mentalidad de prepaga. Tenías que cuidar la postura, siempre parada y con una sonrisa, aunque hubieras trabajado doce horas. La sonrisa la tenías que sostener aún cuando hablabas por teléfono porque, según decían, “del otro lado se dan cuenta”. A las mujeres (todas lo éramos en atención al público) nos hacían ir de uniforme, con camisa transparente y pollera. Una vez pedimos que nos dejaran usar un uniforme con pantalón y nos lo negaron porque la pollera era “más atractiva”.

Pero lo más impresionante que viví en este laburo era el despliegue de mecanismos de control: era tal la pulsión de control que tenían desarrolladores de software propios, aunque después lo tercerizaron, claro que para poder sobrefacturar y currar guita. Había cámaras por todos lados, en el comedor, en los pasillos, en las salas de espera, en la recepción. Te seguían “en vivo” desde un cuarto de máquinas arriba de todo y por las dudas además te grababan. Yo cuando podía me iba al sótano a tomar mate con el de mantenimiento, tenía como una necesidad corporal de generar prácticas contrahegemónicas.

Aparte grababan todas las llamadas telefónicas y como una compartía el teléfono con otros empleados tenías que marcar una clave personal antes de atender para que quedara registrado quien eras: también había una clave similar en las computadoras, que también se compartían. Cada acción realizada tenía que estar a nombre de alguien y ese alguien tenía que quedar registrado. Aparte medían el tiempo ocioso, según cuanto tocabas el teclado y mouse, y al final de mes se emitía una planilla de tiempo ocioso. Y si estabas un determinado tiempo sin hacer nada

(es decir, sin tocar el teclado), tenías que correr a otro piso y aprender algo, ya que la idea era que pudieras hacer cualquier tarea. Y mientras te ibas a “capacitarte” tenías que derivar tu interno hacia donde estuvieras para seguir atendiendo las llamadas de tu piso. La filosofía empresarial era que tenías que saber de todo, que no tenías puesto de trabajo fijo, que cualquier oportunidad era buena, y que para capacitarte tenías que tener tu proactividad dispuesta para aprovechar los tiempos muertos del trabajo y, por ejemplo, aprender información complejísima de autorizaciones y reintegros en el área administrativa, con un oído atento simultáneamente por si sonaba una llamada de tu piso. Y así, una mañana llegabas y te podían a mandar a cubrir cualquier tarea que se les ocurriera. Esto se fue haciendo cada vez más común con el tiempo.

Por eso mismo tenían la idea de que si derivabas una llamada a otro interno, eso revelaba una incapacidad de tu parte, era un problema que no habías podido resolver, así que aparte te contabilizaban las llamadas derivadas para calcular tu porcentaje de resolución de problemas. Tenías que saber todo, incluyendo las preparaciones de los pacientes para todas las prácticas médicas. Un día, sábado para peor, me llama un médico desde la puerta del quirófano, porque tenía un paciente ya anestesiado y todavía no había llegado una prótesis que tenía que colocarle. Yo no tenía idea de que hacer, ni tenía a quien consultar, porque un sábado no hay nadie, así que dejé la llamada en “hold”, hasta que a la una terminó mi horario y me fui. Quedó la llamada en “hold”. Lo mismo pasaba cuando te mandaban a atender salud mental, no te daban ningún tipo de contención, nadie te explicaba como tratar con esa gente, que venía sacada, hostil, te amenazaban, aparte muchas veces demandando cosas justas.

A fin de año, te entregaban una “evaluación de desempeño”, una planilla en la que tu jefa te evaluaba de 1 a 5 en ítems tales como “Productividad”, “Motivación”, “Iniciativa y creatividad”, “Adaptación a los cambios”, “Cumplimiento de normas internas”, “Aptitud de servicio” y “Disponibilidad”. Debajo de cada uno había una breve explicación: por ejemplo en el de motivación decía: “mide el compromiso personal, lealtad y empeño para asumir responsabilidades

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o encarar un trabajo. Tendencia a superar las exigencias del puesto, a ir más allá de lo requerido”. En “Identificación y compromiso” explicaba: “grado de alineamiento con los valores culturales, políticas y acciones llevadas a cabo por la obra social”. Bajo el ítem “Disponibilidad”, en cambio, el interés del empleador aparecía de manera menos metafórica: “Evalúa la predisposición para cumplir tareas voluntariamente en horarios no habituales”. Al final, como en un boletín de la primaria, te agregaban “aspectos a destacar” y “aspectos a mejorar” de puño y letra de tu superior. A mí, por ejemplo, una vez en “a mejorar” me recomendaron “trabajar con la idea de que todos los cambios dentro de la faz laboral son positivos”.

Tenían además un sistema de quejas y reclamos

a disposición del afiliado que funcionaba como escupida de músico: pasaba algo e inmediatamente te llamaba el gerente: por culpa de una de esas me derivaron, como “castigo”, al “call center”. Bah, esa fue la excusa. Ya me habían mandado de pediatría al piso de atención general, y entonces, una mujer me metió una queja y me citaron al edificio central de la obra social (que no era dónde yo trabajaba). Ahí me dijeron que mi calidad de atención era mala (cuándo esta había sido casi la única queja en contra mía), hasta que mostraron la hilacha: el problema era que yo no estaba nunca disponible para quedarme después de hora. ¡Y claro, era verdad, pero yo no iba a ser su esclava!

Me mandaron entonces al call-center, dónde lo que me salvó fue la sensación de hermandad y apoyo entre todos los compañeros, porque fuera de eso…ahí las mismas estrategias de control de toda la empresa estaban exacerbadas al límite. Era una habitación ínfima, no habilitada como call-center, toda cerrada, sin ventanas: una caja de zapatos forrada con goma espuma. Había, eso sí, una pared de vidrio, pero que daba a la oficina del jefe médico del servicio de urgencias, que te podía

vigilar si quería. Igual, por supuesto, estaban las cámaras.

Pero lo peor era la información que registraban a partir del teléfono, porque tenías que poner una clave para ir a almorzar, una para tomarte un café, otra para ir al baño. A partir de esto, calculaban cuántas llamadas atendías, cuántas llamadas derivabas (como ya expliqué, cuando no podías “resolver” la llamada), cuánto tiempo estabas atendiendo, cuánto tiempo tardaba cada llamada (porque tenías que atender rápido), cuánto tiempo estabas adentro del baño, cuánto tiempo estabas comiendo: y a partir de todos estos datos generaban un informe mensual y se lo mandaban por mail a todos los empleados. Después lo imprimían y había que firmarlo. La idea era fomentar la competitividad y el resentimiento entre los empleados, por suerte la mayoría se cagaba en eso, pero la

intención de la empresa estaba. Además la jefa de esa área, si no había llamadas te dejaba leer el diario, pintarte las uñas, tejer, porque creo que era consciente que si no descomprimía un

poco, en esa caja de zapatos nos psicotizábamos

todos. En las otras áreas, por ahí te comías un reto por estar tomando un café.

Al final terminé aprovechándome del sistema de control, porque dejé de levantar llamadas a propósito, y la computadora dio que estaba atendiendo con bajo rendimiento y me mandaron de vuelta a atención en piso.

Por cierto que los médicos eran objeto de un control bastante parecido, los controlaban igual que a nosotros: los desarrolladores de software de la empresa, que antes mencioné, estaban de lo más orgullosos con un sistema que ellos llamaban “la bandera italiana”, que era un sistema para recomendar prestadores. Básicamente, registraban qué médicos le salían más baratos a la obra social a partir de su historial, si recetaba mucho, si recomendaba estudios de alta complejidad. A partir de eso, clasificaban a los prestadores según los colores de la bandera italiana. Y a vos te capacitaban para que lo usaras: cuando el afiliado llamaba para pedir turno, los “rojos” estaban

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prohibidísimos, y yo tenía que persuadirlo para que fuera con el prestador “verde”, aunque el otro le quedara a la vuelta de la casa. Yo siempre me cagué en el sistema igual, recomendaba a cualquiera, pero la lógica en esa obra social era siempre la de costo/beneficio, también a la hora de elegir los médicos. “Luis Pasteur” era una obra social, pero tenía una mentalidad absoluta de prepaga, sobre todo después de esta oleada de reestructuración y que les vino esta fiebre de informatizar todo, poner comités de evaluación de planillas, etcétera.

A los médicos que trabajaban en el centro de atención también les hacían un seguimiento estadístico total: La obra social tenía un absoluto dominio de la consulta médica. Les medían cuanto tiempo demoraban con cada paciente (los presionaban para que atendieran rápido), contrastaban el horario del turno dado y el horario real de atención, cuántas y cuáles prácticas mandaban. Encima te presionaban a vos empleado, para que llamaras a los médicos para retarlos: “lográ que de alguna manera este tipo atienda más”. También nos hacían mentirles para que tomaran franjas horarias con poca demanda de turnos, en las que no había nadie (los médicos alquilaban los consultorios pagando una suma fija por hora).

Para peor, la obra social promocionaba un servicio de médicos de guardia, de demanda espontánea para que los afiliados fueran a atenderse sin turno, que no era tal, es decir, el médico de guardia era el mismo que atendía a los que tenían turno, porque no querían gastar en más profesionales. Muchos médicos no querían tomar sobreturnos, pero a vos te hacían darles sobreturnos. Y nosotros estábamos

entre la presión de los médicos por un lado y la presión de la obra social por el otro, total la ponías vos la cara con el médico, que te quería achurar. Bueno, y para completarla, con los pacientes que faltaban, también se armaban planillas, y te hacían llamarlos por teléfono y “retarlos”. No quedaba nadie afuera del control.

Un día, a partir de la información que surgía de sus infaltables planillas, determinaron que al mediodía no había demanda de turnos, con lo cual lo que se les ocurrió para remediar tal “ineficiencia” fue cortarnos el horario: 4 horas y media a la mañana y 4 horas y media a la tarde, divididos de una manera que prácticamente te abarcaba todo el día: de 8 a 12:30, y de 16 a 20:30. A mi eso desde ya me impedía tener la cursada de la facultad y armé un zafarrancho, porque encima no les cortaban el horario a todos, sino que elegían a los empleados que ellos catalogaban como “resistentes al cambio” y te atacaban con esto.

En el medio de esta disputa, me lo mandan a Salcedo de Recursos Humanos, el de la calidad de vida, me lo encuentro “casualmente” en un ascensor, y me explica con una poética expresión: “Acá no se trata de hacer pasar a nadie por el fuego de las ametralladoras”. Al final, de tanto oponerme zafé, aunque me mandaron al turno tarde con horario de corrido, pero a otra chica que protestó menos se tuvo que bancar el horario cortado.

La política empresarial era no gastar un peso de más si podían obligar al empleado a que hiciera alguna concesión: por ejemplo, cuando tu compañera de trabajo -la que atendía el mismo mostrador que vos- se pedía día de examen, se iba de vacaciones o se enfermaba (enfermedades que te

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“No podrán controlarte por completo, porque no pueden estar dentro tuyo”, decía animada Julia a Winston, en medio del totalitarismo de 1984. Más de veinte años después del imaginado por Orwell, poco margen parece haber quedado para esa ínfima pero amenazante “libertad interior”. El viejo escenario en el que unos pocos vigilan el comportamiento de muchos ha dejado de ser funcional a un mundo en el que, alentadas por el espectáculo del consumo, las sociedades aprenden a internalizar los mecanismos de control. Como un canto de sirenas, el poder pone en circulación un discurso que promete la desaparición de la escasez e incita a entrar en el simulacro de una fiesta capitalista en la que tanto trabajadores como patrones serían anfitriones. Para asegurar la efectividad de esta falacia, existe además un ejército de administradores de la conciencia que se encarga de implantarla en la subjetividad de cada asalariado. Son los encargados de procesar conflictos, aguar tensiones, diluir reclamos. Guardianes del dominio, los Formateadores operan

sobre el más mínimo vestigio de resistencia, buscando convertir a cada individuo en cifra, contraseña, dato almacenable.

”Los tipos se desquitan”Con una enorme sonrisa y a paso apresurado,

Hernán Salas entra al kiosco-bar de San Juan y Paso, donde lo esperábamos. No nos conoce pero se lo ve confiado. Seguramente Salas piensa (sigue pensando) que efectivamente vemos las cosas del mismo modo.”Déjenme tomar una Coca antes de empezar porque estoy muerto”, dice en un tono que revela cansancio. Y no es para menos: viene de jugar un partido de fútbol bastante agotador. “¿Ven acá?”, dice señalando unos moretones y lastimaduras. “Es que estamos jugando el campeonato que organizamos en la empresa”, explica. ”Los obreros siempre nos cagan a patadas. Los tipos se desquitan”.

Entre coca y coca, Hernán admite que su tarea no es sencilla. Para él, que trabaja en el departamento

producía el mismo laburo a veces), tenías que cubrir su lugar, con lo cual tu jornada se extendía a doce horas (las horas extra a veces te las pagaban y a veces no, según si ellos consideraban que “estaban dadas las condiciones”). Y en el transcurso de cada día, lo mismo: cuando tenías que irte a almorzar o cualquier otra cosa, tenías que obligar a otro a que te cubriera, tenías que arreglarte vos tu reemplazo. Y, obviamente, de la misma manera que lo hacía uno, también te caían pedidos similares a vos, para que reemplaces a otro. Todo era así, tenían la filosofía de que si dos personas se encimaban en un puesto la empresa perdía plata, con lo cual no tenías quien te sustituya.

Con todo esto sumado, las presiones con las que había cumplir eran agobiantes y encima a veces eran contradictorias, ni siquiera era que podías seguir un manual para someterte y hacer buena letra: por ejemplo, a la gente tenías que tratarla

bien, con una sonrisa, pero no demasiado bien, porque no se tenían que encariñar con vos, por si no estabas. Muchas veces con la gente mayor pasa, que necesitan una relación personal, piden por la persona que los atendió la vez anterior. Creáse o no, si pasaba que un afiliado pedía por fulano de tal, a fulano de tal se le armaba quilombo, porque no era absolutamente reemplazable. Vos tenías que ser una mera tuerca, pero con capacidades comunicativas, eso sí.

Por suerte terminé renunciando, a la vuelta de unas vacaciones, mandé un mail cagándome en todo el mundo, después varios compañeros me llamaron para felicitarme. Ese factor humano es lo único que puedo rescatar de esta experiencia. Me sentía como adentro de un videojuego, el más mínimo movimiento (o no movimiento, como cuando no tocabas el teclado), tenía que dar como resultado un número. En ese lugar, todo era codificable.

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de Recursos Humanos de la empresa CONUAR (Combustibles Nucleares Argentinos SA), “es difícil romper la barreras rígidas que están metidas en la sociedad. Es difícil sacarle al empleado la idea de que la empresa lo quiere cagar.

Para eso estamos nosotros, para quebrar la estrechez mental que te hace pensar que siempre alguien te quiere joder, que te quieren usar para su propio beneficio. El empleado tiene que entender que la empresa es un equipo y que tiramos todos para el mismo lado”.

”Hay que venderles nuestra filosofía” “La tarea de Recursos Humanos implica romper

con todos los estatutos”, dijo con la solvencia de quién parece estar convencido de cada palabra. Y agregó: “Hay que romper con el panóptico del que hablaba Foucault”. Nuestro asombro era máximo. Entre todos los comentarios esperables no cabía lugar para una respuesta de ese tipo (mucho menos viniendo de ese tipo). “¿Leen Foucault?”, nos lanzamos como quién se arroja sediento a un pozo con agua. “Si, claro”, contesta entusiasmado. “Sirve mucho para pensar como romper con el viejo sistema de control”, dice entre sorbos de Coca. “Con el panóptico el empleado siente que lo están mirando aunque no lo estén mirando, se siente vigilado. Entonces el tipo trabaja mal, porque está presionado, siente que su trabajo es algo que no le gusta y que tiene que hacer por obligación”, dice con tono de especialista. “¿Y cómo quiebran con ese panóptico?”, preguntamos como si nuestro i n t e r l o c u t o r fuese un idealista de la liberación humana. “Cuando el empleado deja de creer que hay alguien que lo vigila y empieza a pensar que lo que hace es para su propio beneficio, no para el de otro. Así se trabaja mejor, se produce mejor”. Había capturado la

hilacha del asunto: la vieja empresa en la que el jefe implicaba un mecanismo de control externo, comienza a ser reemplazada por una en la que, armados de conocimiento sobre el funcionamiento social, un grupo de expertos se encarga de hacer que la vigilancia esté incorporada en la mente de cada empleado. “Cuando hay un compromiso con la empresa, la gente pierde la noción de que está trabajando una hora más de la que dice el contrato, porque ya no trabaja por obligación, sino que lo hace porque piensa que es para su propio beneficio”, dice Hernán sonriente. Sus palabras revelaban el verdadero objetivo de su tarea: lograr una mayor producción con la menor cantidad de conflictos posibles.

El trabajo de “adecuar” personas.”La psicología sirve para pensar cómo

hacer que el empleado actúe como yo quiero”. Hernán Salas

“El nuestro es todo un trabajo psicológico”,

dice Hernán. Tiene apenas 25 años, pero sabe perfectamente que si el conflicto entre trabajadores y patrones no fuera real, su tarea cotidiana no sería la de llevar adelante una verdadera labor de manipulación, o lo que en lenguaje gerencial se denomina marketing dentro de la empresa:

fiestas de fin de año, torneos de fútbol o cualquier otra simulación de unión que permita suavizar asperezas al interior de la empresa. “Es para estimular al personal”, explica, “en ese momento el empleado deja de pensar en la distancia

que lo separa del gerente”. Lo dice con la certeza de un

matemático, pero sus lesiones

futbol íst icas muestran que

ninguna técnica es tan efectiva. “Adentro de la

fábrica todo funciona como

en la teoría,

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pero en la cancha se nota que los tipos siguen pensando que sos un garca”, se sincera.

Sus ojos se encienden a medida que avanza el relato, y detrás de las anécdotas, asoma una sonrisa sospechosa. Algo en su mirada revela placer. “Los tipos nunca se olvidan de que sos de Recursos Humanos”, dice con una mueca de yuppie.

El lapsus no dura mucho y rápidamente retoma el eje de su discurso. “Es toda una mentalidad muy estrecha la que hay que quebrar, y no es fácil”, dice ocultando el desliz. “Pero existen técnicas que ayudan a romper con esos límites”. Se trata de la puesta en marcha de lo que él llama procesos de motivación, que implican la exploración de mecanismos que impulsen al trabajador a “moverse” hacia un objetivo. “Lo que se busca es que fluyan psicológicamente del propio trabajador las ganas de decir: me gusta este empleo y voy a seguir para adelante, voy a seguir trabajando porque me gusta”.

El formateo comienza desde el mismo proceso de selección, buscando ahorrarle a la empresa cualquier “dolor de cabeza”. “Las herramientas psicológicas ayudan a ver qué valores tiene la persona. Si esos valores se adecuan a los de la empresa, a vos te conviene”, dice con un gesto de complicidad. Sus palabras revelan la fórmula: el empleado que ingresa a la fábrica es aquel que sobrevivió ileso al “detector de resistencias” al que fue conectado durante el proceso de selección. Varios años después de Darwin, los formateadores confirman la supervivencia del más apto de la forma más paradójica: aquel que sobrevive es el que menos resiste, el que carece de defensas, el más “adecuado”, en suma, a la lógica de la acumulación.

La empresa protectora Al igual que el señor feudal ofrecía seguridad

a sus siervos, la nueva empresa se presenta como tutora, amparadora, benevolente. Lo que pide a cambio es nada menos que lo que demanda un padre a su hijo: fidelidad y entrega absoluta. “Si al empleado lo escuchás, le das beneficios y le vendés la idea de que va a poder escalar, te va a producir mucho más, porque va a pensar que cuanto más trabaja más prospera”, dice Hernán. Hace un tiempo atrás su empresa puso en marcha una política de paternidad destinada a lograr este objetivo: se

organizó un concurso llamado “comentá tus ideas”, que buscaba que el empleado hiciera sugerencias para el mejor funcionamiento de la compañía. “Las ideas que aportaron le hicieron ganar a la empresa cerca de dos millones de pesos”, comenta entusiasmado. “Entonces a fin de

año el empleado que aportó la mejor idea se va a llevar un premio de hasta diez mil pesos”, explica. El saldo para la empresa es más que beneficioso, ya que logra ligar emocionalmente al personal con la organización. “¿Querés estudiar inglés? Te hacemos estudiar inglés, la empresa se hace cargo. ¿Querés comprarte una casa? La hipoteca de tu casa te la pagamos nosotros”. El discurso patronal se vuelve así paternal, y como un chico ansioso por devolver una imagen deseable a los ojos de la autoridad, el empleado se esmerará ahora por saldar su deuda trabajando más y mejor.

Perros de Pavlov”Hay infinidad de formas para hacer que el

empleado se ponga la camiseta de la empresa”Lalo Huber

¿Por qué será que los perros empiezan a salivar cuando tienen en frente la comida? ¿Por qué será que los trabajadores producen más cuando se les ofrece un premio? Para los formateadores, una de las herramientas de motivación por excelencia es el otorgamiento de beneficios. “No se trata de que los empleados trabajen sólo porque se les paga, sino de que lo hagan fundamentalmente por un compromiso con la organización”, explica Lalo Huber, profesor de la facultad de Ciencias Económicas de la UBA, la UCA y el Salvador, y director de una importante empresa de informática. Para este experto formateador, el primer paso a seguir en el proceso de motivación es la creación de una lista de comportamientos que se pretende que el personal adopte (iniciativa, creatividad, puntualidad, etc). El paso siguiente consiste en premiar esos comportamientos. “Si yo quiero puntualidad, tengo que premiar a los puntuales, aunque más no sea un simple comentario halagatorio, o la posibilidad de acceso a una capacitación”, explica. Los jugosos premios ofrecidos por la empresa pueden ser desde seguros médicos privados, medios de transporte o planes de pensiones, hasta reconocimientos públicos de

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valor simbólico: un mail del jefe, una felicitación verbal frente al resto de los empleados o los famosos cuadritos del empleado del mes.

Como ratitas de laboratorio, los trabajadores son sometidos a un proceso de estímulo- respuesta, premios y castigos. El resultado es una mayor productividad, un quiebre de lazos de solidaridad entre los propios trabajadores (inducido a partir de un ambiente en el que todos quieren ser “el favorito”) y un plus adicional para el empresario, quién detrás del reality show de los premios, se evita el pago de cargas sociales (jubilación, vacaciones, cobertura médica, etc).

”Me están parando la planta”Los grandes procesos de sindicalización de la

clase trabajadora, sobre cuyos escombros se monta la nueva organización productiva, no parecen haber transcurrido en vano. Las empresas aprendieron una lección: el trabajo no debe ser visto por el empleado como lo que es, una actividad obligatoria que se realiza para obtener un salario con el cual satisfacer necesidades, sino que debe ser percibido como una forma de autorrealización, de alcanzar objetivos e ideales, de sentirse, en suma, feliz. Este simulacro implica no sólo una estrategia hacia una mayor productividad, sino también un antídoto contra la amenaza siempre latente de la organización gremial de los trabajadores. Si la tarea fuese sencilla, el departamento de Recursos Humanos no se habría convertido en un brazo fundamental de la nueva estructuración laboral.

“En una empresa de producción tenés que cuidar el capital humano, porque es fuerza de trabajo que viene con ciertas complicaciones, como los gremios, los sindicatos”, dice Hernán. Una de las mayores dificultades que recuerda haber vivido en la empresa fue cuando uno de sus colegas olvidó poner el ítem “cuenta de futuros aumentos” en el sueldo de los empleados, lo que significaba una

quita de doscientos pesos al salario básico. A mitad de mañana todos los jefes de producción estaban parando la planta. “Tuvimos que salir de Recursos Humanos a la planta, ir al de los gremios y decir: muchachos, fue una equivocación humana, no les vamos a sacar del sueldo los doscientos pesos”. La aclaración consiguió volver a poner en marcha la producción, pero no logró salvar el puesto de quien cometió el error.

“¿Y si me toca a mi?”Luego de esta anécdota, Hernán decidió

profundizar el relato. Pero esta vez el tono de la conversación sufrió un cambio notable. Pasó a hablar como un pibe de 25 años preocupado por su propia estabilidad laboral. Así, las explicaciones sobre cómo cuidar el capital humano mutaron hacia la historia del “chico que se equivocó y lo rajaron”. “Diego hacía mucho que trabajaba en la empresa, pero estuvo solo un año en Recursos Humanos. No tenía experiencia, entonces lo mandaron a hacer cursos de liquidación, lo capacitaron. Pero al tipo le costaba, se mandaba muchas cagadas”, explica. “Fue ahí cuando entré yo, como pasante. Y ahora yo ocupo su puesto”. Su tono era pausado y lánguido, como quién da extrañas vueltas para no transmitir una noticia dolorosa. Se produjo una pausa. “Yo no hice nada para que lo rajaran, ¿está bien? Tengo la conciencia tranquila”, expresó entre risas. Sus gestos, sin embargo, parecían hablar otro idioma. “¿Ven?”, dijo volviendo a mirarnos a los ojos. “Así funciona la psicología en la empresa. Me pusieron a trabajar al lado de Diego para que él sintiera la presión”. Hablaba como un maestro a su discípulo, pero cada palabra parecía pesarle una tonelada, y la rueda de la conversación fue extinguiéndose hasta quedar flotando en el aire un silencio molesto. “¿Y si ahora me ponen a mí un pasante?”, dijo con un hilo de voz y tomó rápidamente lo poco que quedaba de Coca.