Sumario - UNER...6 | El problema de la producción del conocimiento en el Trabajo Social / Mario...

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Revista de la Facultad de Trabajo Social – uner Año xii, número 18 junio de 2011 Propietario: Universidad Nacional de Entre Ríos, Facultad de Trabajo Social ·· STAFF ·· Directora Mgs. Sandra Marcela Arito Coordinación General: Secretaría de Extensión e Investigación Producción general y diseño: Área de Comunicación Institucional fts – uner Comité de referato: Dr. Santiago Álvarez Mgs. María del Carmen Castells Prof. Susana Celman Dra. Elsa Susana Emmanuele Dra. Mercedes Escalada Dr. Arturo Fernádez Mgs. Sandra Gerlero Lic. Mirta Giaccaglia Dra. Susana Mallo Reynal Dr. Eduardo Rinesi Dra. Mónica Rosenfeld Dra. Ana Rosato Dra. Margarita Rozas Pagaza Lic. María de los Ángeles Yanuzzi Impresión: Imprenta Italia Italia 115, Paraná, Entre Ríos. Contacto: Facultad de Trabajo Social – uner La Rioja 6, (3100) Paraná · Entre Ríos · Argentina Tel./Fax: (0343) 4310189 [email protected] Las notas firmadas representan la opinión de los autores y no necesariamente la de Utopías Ley 11723 Registro de Propiedad Intelectual 809091 issn 1515-6893 Domicilio legal: Eva Perón 24, (3260) Concepción del Uruguay · Entre Ríos · Argentina Sumario Editorial / 3 El problema de la producción del conocimiento en el Trabajo Social / Mario Heler / 5 Niklas Luhmann y los sistemas autopoiéticos / Juan Omar Agüero / 25 Movimientos sociales y organizaciones sociales. La recapitulación necesaria en la intervención de las y los trabajadores sociales / María Felicitas Elías / 36 Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados. La experiencia desde el relato de los integrantes del Consejo Consultivo de Paraná / Carmen Lera y otras / 46 El proyecto de la Modernidad: rupturas y continuidades en el marco de las ciencias sociales. Implicancias para el Trabajo Social / Silvana Martínez / 62 ¿El bicameralismo hace la diferencia? El voto «no positivo» y los arreglos institucionales del bicameralismo argentino / Diego Reynoso / 84 La polifonía del mundo tardomoderno / Elvio Tell y Mª Teresa Trachitte / 95

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Revista de la Facultad de Trabajo Social – unerAño xii, número 18junio de 2011

Propietario:Universidad Nacional de Entre Ríos, Facultad de Trabajo Social

·· STAFF ··

DirectoraMgs. Sandra Marcela Arito

Coordinación General:Secretaría de Extensión e Investigación

Producción general y diseño: Área de Comunicación Institucionalfts – uner

Comité de referato:Dr. Santiago ÁlvarezMgs. María del Carmen CastellsProf. Susana CelmanDra. Elsa Susana EmmanueleDra. Mercedes EscaladaDr. Arturo FernádezMgs. Sandra GerleroLic. Mirta GiaccagliaDra. Susana Mallo ReynalDr. Eduardo RinesiDra. Mónica RosenfeldDra. Ana RosatoDra. Margarita Rozas PagazaLic. María de los Ángeles Yanuzzi

Impresión:Imprenta ItaliaItalia 115, Paraná, Entre Ríos.

Contacto:Facultad de Trabajo Social – unerLa Rioja 6, (3100) Paraná · Entre Ríos · ArgentinaTel./Fax: (0343) [email protected]

Las notas firmadas representan la opinión de los autores y no necesariamente la de Utopías

Ley 11723Registro de Propiedad Intelectual 809091issn 1515-6893

Domicilio legal:Eva Perón 24, (3260) Concepción del Uruguay · Entre Ríos · Argentina

Sumario

Editorial / 3

El problema de la producción del conocimiento en el Trabajo Social / Mario Heler / 5

Niklas Luhmann y los sistemas autopoiéticos / Juan Omar Agüero / 25

Movimientos sociales y organizaciones sociales. La recapitulación necesaria en la intervención de las y los trabajadores sociales / María Felicitas Elías / 36

Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados. La experiencia desde el relato de los integrantes del Consejo Consultivo de Paraná / Carmen Lera y otras / 46

El proyecto de la Modernidad: rupturas y continuidades en el marco de las ciencias sociales. Implicancias para el Trabajo Social / Silvana Martínez / 62

¿El bicameralismo hace la diferencia? El voto «no positivo» y los arreglos institucionales del bicameralismo argentino / Diego Reynoso / 84

La polifonía del mundo tardomoderno / Elvio Tell y Mª Teresa Trachitte / 95

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AUTORIDADES

Decana: Mgs. Sandra Marcela Arito

Vicedecana: Lic. Carmen Inés Lera

Secretaria Académica: Lic. Mª Mónica Jacquet

Secretario de Extensión e Investigación: Lic. Diego Julián Gantus

Secretario Económico-Financiero: Lic. Sergio Darío Dalibón

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Creo que sin duda es ésta la editorial más triste que me ha tocado escribir; mis disculpas a los autores porque me ha costado centrarme en sus artículos.

Es que esta Utopías se la dedicamos a Mario, nuestro apreciado Mario Heler, ése de ojos saltones y ocurrentes salidas. Dueño de un humor exquisito y ácido para cuando fuere necesario, el mismo que se fue sin dejar que una vez más le agradeciéramos su letra luminosa. Por eso decidimos que el artículo que da inicio a este número fuera el suyo.

En él Mario Heler aborda el problema de la producción del conocimiento en el Trabajo Social, intentando superar la encrucijada que obliga a elegir entre intervenir o investigar, entre hacer o teorizar. El autor recorre una diferen-ciación entre un «saber de» y un «saber para» las prácticas, y analiza algunas especificaciones acerca del sentido y el papel social de la tecnociencia en gene-ral, y del Trabajo Social en particular.

El magister Juan Omar Agüero nos propone analizar ciertos aspectos del pensamiento de Niklas Luhmann, especialmente en torno a la idea de auto-poiesis en relación con su teoría sobre la sociedad, los sistemas sociales y las organizaciones. Agüero ensaya posibles recorridos para tres cuestiones prin-cipales: el origen y significado de la autopoiesis, en qué consisten los sistemas autorreferenciales autopoiéticos y cómo funcionan los sistemas organizacio-nales de decisiones.

Por su parte, la magister María Felicitas Elías, en el trabajo denominado «Movimientos Sociales y Organizaciones Sociales. La recapitulación necesaria en la intervención de las y los trabajadores sociales», nos hace una invitación y una interpelación a los profesionales del Trabajo Social, a partir de una re-visión de las distintas perspectivas teóricas de los movimientos sociales y de la acción colectiva. Así, la autora reflexiona sobre el aporte central de ciertas categorías, como la de movimientos sociales, para la intervención comunitaria del trabador social.

El artículo titulado «Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupado. La experiencia desde el relato de los integrantes del consejo consultivo de Paraná», refleja la producción del proyecto de investigación «Percepciones y concepciones acerca del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, de diferentes actores que partici-pan del mismo, en la ciudad de Paraná»1 de nuestra facultad. El trabajo nos convoca a reflexionar en torno a la participación ciudadana, el valor social asignado al trabajo y los instrumentos de las políticas sociales, entre otros puntos relevantes. Lo hace a partir de analizar el relato de los propios actores del Consejo Consultivo Paraná y su percepción respecto de ese instrumento surgido en el particular marco coyuntural de la crisis social e institucional del 2001.

Editorial

1. Directora: Carmen Lera; co-directora: Alicia Genolet; equipo: Zunilda Schoenfeld, Lorena Guerreira, Silvina Bolcatto y Verónica Rocha. Facultad de Trabajo Social - uner.

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En «El proyecto de la Modernidad: rupturas y continuidades en el marco de las ciencias sociales. Implicancias para el Trabajo Social», la magister Silvana Martínez traza un recorrido en trono al concepto de modernidad, sigue sus pistas en la conformación de la sociología clásica y las re-construye en un diálogo con diferentes autores, para finalmente pensar los nuevos desafíos del Tra-bajo Social en el marco de una era en que «pareciera que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer». Así nos insta a construir lazos, a forjar pertenencias y a dotar de sentido la vivencia del presente en base a la resignificación del pasado y del futuro, en un mundo en que imperan el vacío y la instantaneidad.

Por su parte, el doctor Diego Reynoso retoma un caso ya emblemático de la historia política argentina: el tratamiento legislativo del proyecto sobre re-tenciones móviles —que buscaba transformar en ley la Resolución 125— y el «desempate» del vicepresidente Julio Cobos en la Cámara de Senadores el 17 de julio del 2008, como punto de partida para un análisis del formato bicameral del Congreso Argentino. El trabajo marca un recorrido analítico por tres ejes centrales: las distintas versiones de sistemas bicamerales de Latinoamérica, el proceso de toma de decisión del sistema bicameral argentino (o «El juego de la aprobación de un proyecto de ley») y los efectos políticos e institucionales de ese diseño institucional.

Finalmente, el artículo «La polifonía del mundo tardomoderno», del doctor Elvio Tell y la profesora María Teresa Trachitte, presenta algunos aspectos del Proyecto de Investigación «Acción Comunicativa y Virtud. Dos modelos de in-tegración social».2 Allí los autores parten de pensar que «estamos insertos en una crisis global que se nos ha tornado inmanejable», a partir de la cual nues-tras categorías han perdido sustento y nos enfrentamos a una multiplicidad de perspectivas, para luego darnos las pistas acerca de nuevas claves interpre-tativas que nos permitan re-pensarnos desde un marco ético-social.

Para terminar, y retomando las palabras y sentimientos con las que comen-cé esta editorial, quisiera decirte, Mario, que extrañamos tus visitas, volve-mos a tus libros, recordamos anécdotas compartidas. Lo solemne nunca nos gustó demasiado, no hace más que fijar angustias. Por eso, nos propusimos recordarte con alegría. Ésa es nuestra forma de tenerte cerca y homenajearte.

¡Hasta siempre querido Mario!

Mgs. Sandra Marcela AritoDecana

2. Proyecto de investigación: «Acción Comunicativa y Virtud. Dos modelos de integración social», dirigido por el Prof. Elvio Tell, co-dirigido por el Lic. Carlos Iglesias y la Prof. María Teresa Trachitte, radicado en la Facultad de Trabajo Social – uner, concluido y aprobado por el Consejo Superior de la uner en el año 2000.

Editorial

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El problema actual de la producción del conocimiento en el Trabajo Social pa-rece revitalizar viejos problemas al reponer dicotomías tradicionales, pese a que se inscriba en un nuevo contexto socio-histórico que se da en llamar so-ciedad del conocimiento —designación con la que se intenta nombrar las nuevas tendencias y ponerse a tono, procurando mantener bajo control la irrupción de nuevas posibilidades.

Aquí me propongo plantear este problema del conocimiento tratando de evitar su reconducción a una encrucijada en donde haya que elegir entre in-tervenir o investigar, entre hacer y conocer. Por el contrario, parto de concebir el problema como un enredo1 que obstaculiza y limita las producciones de las profesiones que conforman el «sistema experto» de las sociedades contemporá-neas, encauzándolas en la conservación de sus viejas funciones sociales. Pero me ocuparé especialmente de la producción posible del Trabajo Social.

¿Cómo podría comenzar a transformarse este enredo? Una revisión crítica de la concepción misma de conocimiento puede abrir algunas posibilidades que establezcan diferencias con ese modo usual y acostumbrado que repone lo que precisamente se necesita cambiar.

Primero, entonces, expondré una visión de cómo se plantea el problema de la producción de conocimiento en el Trabajo Social. Lo tomaré como caso don-de mostrar cómo se manifiestan en una profesión las cuestiones que afectan hoy a casi todas, pero en especial aquellas que ocupan una posición subalterna dentro el campo científico y se dirigen a intervenir en la vida humana.

En un segundo momento, revisaré la concepción hegemónica del cono-cimiento como una «representación-verdadera-en-el-sujeto-del-objeto». En contraposición propondré luego una manera alternativa, centrada en la pro-ducción de conocimiento, para plantear la cuestión de la práctica teórica tal como se ha autonomizado de las prácticas de origen y es monopolizada por la tecnociencia en nuestras sociedades. Desde esta interpretación podré dar cuenta del modo en que esta exclusividad se basa sobre el predominio del pro-ducto: el conocimiento científico entendido como representación-verdadera. Finalmente, señalaré algunas cuestiones que surgen desde esta perspectiva en relación con las posibilidades de producción del Trabajo Social.

1. El problema de la producción del conocimiento. El caso del Trabajo Social

Dado el lugar social inicialmente subalterno que ha logrado ocupar en su deli-mitación como profesión, el Trabajo Social ha requerido y requiere estrategias que mejoren su posición relativa. En este sentido, la producción de conoci-miento para el Trabajo Social surge como problema a partir de las estrategias de posicionamiento del campo disciplinar tanto frente al Estado —que contra-

El problema de la producción del conocimiento en el Trabajo Social

Mario Heler

1. Para la diferencia entre la visión de los conflictos y problemas como «encrucijadas» o «enredos» ver: Heler, 2005: 54-58.

Datos del autor:

(1950 - 2010). Doctor en Filoso-fía (uba). Investigador del coni-cet y del Instituto Gino Germani (uba); docente de la Facultad de Ciencias Sociales - uba y de carre-ra de posgrados de la Universidad Nacional de Entre Ríos.

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ta a sus profesionales— como dentro del campo científico y particularmente del de las Ciencias Sociales.

Estas estrategias se orientan a la valorización de la práctica profesional a través de la desidentificación con su caracterización como «un hacer sin teo-ría». Es que, en la modernidad, toda práctica para ser considerada como una profesión necesariamente debe ser científica, lo que significa que no puede ba-sarse solamente en el saber correspondiente al sentido común, sino que en su accionar debe estar presente algún conocimiento científico. Resulta entonces que la identificación del Trabajo Social con un hacer, destina el ejercicio pro-fesional a la implementación práctica de conocimientos que no produce; con el agregado de que además de forjar una relación de dependencia y subordina-ción con sus proveedores de conocimientos, sus intervenciones profesionales se ubican en el ámbito de las aplicaciones técnicas. Por ende, una mejor posi-ción relativa exige salir del encasillamiento en un mero saber hacer.

Pero si bien las «aplicaciones técnicas» suponen una producción, ésta se reduce a la de un saber hacer capaz de efectivizar esas aplicaciones en las si-tuaciones concretas; una producción que sería la condición necesaria para un ejercicio profesional que opera con eficacia y eficiencia (asegurando el logro de los objetivos dados a la intervención con el menor costo y el mayor beneficio).

Pero ¿por qué debería ser también condición suficiente? Esto es, ¿por qué debería obturar las posi-bilidades de producir también conocimiento, cuan-do la cientificidad se asocia a la producción de conocimiento y toda profesión moderna tiene que exhibir su índole científica para poder desempeñarse legí-timamente?

La producción de conocimiento constituye entonces un ingrediente insos-layable de las estrategias de posicionamiento del Trabajo Social respecto a los campos burocrático y científico, más aún en la etapa actual del capitalismo —la etapa donde adquiere relevancia la economía del conocimiento asociada a las cuestiones de la gestión del conocimiento—. Es que en el mejoramiento de su posi-ción se juega la conquista de una relativa autonomía: el poder de traducir las demandas externas a la dinámica interna de la profesión haría factible asen-tar y desplegar una especificidad del Trabajo Social con un carácter científico reconocido.2

Sin embargo, las estrategias de posicionamiento basadas en la producción de conocimiento parecen encaminarse por una vía plagada de obstáculos. En primer lugar, para obtener la valoración y el reconocimiento buscados se de-ben recorrer los pasos que establecen los criterios de cientificidad dominantes, criterios que ya plantean problemas a las ciencias sociales más consolidadas en la tarea de producción de conocimiento. Aunque esta dificultad sea al me-nos parcialmente manejable, en segundo lugar, lleva todavía a enfrentar la competencia con las producciones de conocimiento de las otras ciencias so-ciales que también pretenden que se acredite la cientificidad de sus propias pro-ducciones. A su vez y en tercer lugar, los conocimientos producidos por las

2. «Cuanto más autónomos son los campos científicos, más esca-pan a las leyes sociales externas […] Cuanto más heterónomo es un campo, […] más legítimo re-sulta que los agentes hagan in-tervenir fuerzas no científicas en las luchas científicas.» (Bourdieu, 2000: 83 y 85)

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y los trabajadores sociales tienen que lograr su aceptación como producciones del Trabajo Social también dentro del mismo campo profesional, de un campo donde predomina un habitus que actúa condicionado por la identificación con un hacer.

Apresada la producción de conocimiento en este enredo, en cuanto la pro-ducción del Trabajo Social más se amolde a los requerimientos de la ciencia actual como forma de acreditar sus productos como conocimiento científico, más corre el riesgo de que sean asimilados a productos de otras disciplinas de las ciencias sociales, no apreciándose su especificidad,3 y facilitando además que las y los trabajadores sociales no los asuman como producciones especí-ficas del campo profesional. Pero si los intentos por evitar estas dificultades se refugian en la producción de explicitaciones (sistematizaciones) del saber hacer de la práctica profesional para uso de sus practicantes (una explicitación justificada por la necesidad de formación, actualización y perfeccionamiento de todo quehacer profesional), más dificultades habrá en el camino de su acre-ditación como conocimientos científicos.

En vinculación con las posibilidades que permite este enredo en las estrate-gias de posicionamiento, podría interpretarse la actual tendencia a la división del campo del Trabajo Social entre quienes investigan y quienes intervienen. Esta división no sólo provoca conflictos dentro del campo (por ejemplo, refe-ridos a quiénes detentan la pertenencia más genuina al campo, así como los suscitados por las interacciones entre ambas partes), sino que también afecta las relaciones con los otros subcampos de la ciencias sociales.

Sin embargo, las tensiones y dificultades de este enredo eran previsibles: bajo las condiciones imperantes, la estrategia de posicionamiento en la pro-ducción de conocimiento no tienen muchas posibilidades de éxito si repone las viejas presuposiciones que confirman al Trabajo Social como una prácti-ca, como un hacer técnico y auxiliar de otras profesiones. Esta confirmación opera subrepticiamente al presuponerse, por ejemplo, el logro de una mejor posición relativa por medio del acceso a un nivel superior al del hacer: el de la teoría. Y abiertamente, al dejar inadvertidas las relaciones de poder que ge-neran su posición subordinada (análoga al de otras disciplinas) y resultado de una división del trabajo (válida en el campo científico y en el burocrático) que se estructura en torno a la vieja separación y oposición entre pensar y hacer, entre teoría y práctica.4

En lo que aquí interesa, la concepción de conocimiento dominante reitera la antigua separación y oposición en su definición usual y acostumbrada, y está presupuesta en el viejo-nuevo problema de la producción de conocimiento en el Trabajo Social.

3. Que los productores sean traba-jadores sociales no garantiza que sus producciones respondan a la especificidad del Trabajo Social, si para acreditar deben acomodar-se a las exigencias dominantes de cientificidad, para nada pensadas para que haya una producción «del» Trabajo Social (no es casual que no exista la posibilidad de ele-gir «trabajo social» ni referencias a sus ámbitos de ingerencia en los listados de los rubros Temá-tica, Disciplina, Rama, etc., de los formularios institucionales de categorización, becas y sub-sidios a la investigación en los distintos organismos de Ciencia y Técnica, aunque hay algunas excepciones).

4. En relación con la dicotomía pensar-hacer, teoría-práctica, He-ler, 2004. Por otra parte, hay que tomar en cuenta también que la definición dominante de ciencia delimita los conocimientos que se califican de científicos de los que no lo son por su «capacidad de predicción», ya que en esta capacidad se basa su poder para la manipulación de los fenóme-nos a voluntad (tanto al teorizar y aplicar como al operar o inter-venir tecnocientíficos), sin que parezca establecer demasiada diferencia que sean fenómenos humanos los que se manipulen (Cf. Heler, 2005a). De las impli-cancias y consecuencias de esta cuestión para el Trabajo Social me ocupo en: Heler, 2006.

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2. La vieja concepción del conocimiento como una «representación-verdadera-en-el-sujeto-del-objeto»

Nuestra concepción de conocimiento es heredera de una vieja tradición que remite a un sujeto separado de su objeto de conocimiento y que para conocerlo debe entrar en contacto con él; así logra una re-presentación mental (en el sujeto) que para ser verdadera, lo aprehende tal cual es. Los conocimientos son estas re-presentaciones verdaderas de los objetos, de las cuales el sujeto tiene conciencia (eti-mológicamente: con conocimiento) y puede entonces disponer de ellas.

Para esta vieja concepción, la relación de conocimiento entre el sujeto y el objeto no debe confundirse con la relación característica del hacer. En éste, el objeto es integrado (incluso forzándolo) en planes de acción que definen los deseos y las necesidades del sujeto, para ocupar el lugar de medios (instrumentos) y/o fi-nes (incluso los otros sujetos se entienden también como objetos). En cambio, en la relación de conocimiento el sujeto debe desterrar sus deseos y necesidades, para que el objeto se le presente y pueda ser aprehendido tal cual es. Se diferen-cian así, hasta oponerse, la esfera del conocer y la esfera del hacer, al mismo tiempo que se instaura una relación jerárquica (Heler: 2004).

La relación propia del hacer entre sujeto y objeto debe suprimirse en la en-tablada para el conocer: si en el proceso de conocimiento intervienen los de-seos y necesidades del sujeto (vinculados con las situaciones que vive en cada momento), se pierde la posibilidad de la captación sin distorsión del objeto. Pero para actuar no es necesaria la supresión del conocer: cuando los conoci-mientos ya adquiridos se introducen en el hacer, se mejora el acople entre los medios y los fines asegurándose la satisfacción de los deseos y las necesidades del sujeto. La superioridad del conocer se muestra en su doble posibilidad de dar cuenta de alguna manera de la realidad y de mejorar el hacer.

La ciencia moderna mantiene esta separación entre el conocer y el hacer, así como la antigua vinculación y jerarquía entre ambas.5 Justifica así un orden jerárquico con la consecuente división del trabajo entre ciencia pura, aplicada y tecnología, que conlleva la prescripción de un movimiento descendente: es necesario primero teorizar, recién luego se esta en condiciones de efectivizar su aporte al hacer por medio de la indagación en abstracto de aplicaciones po-sibles, que después hace factible operar o intervenir con éxito en situaciones particulares para la satisfacción de necesidades y también de deseos. De esta manera, se prescribe este movimiento que hace posible pasar de la abstracción y generalidad de la teoría a las aplicaciones en el barro de lo concreto, pese a que la historia de las ciencias muestre numerosos casos que desmienten la dirección de tal descenso.

La verdad del conocimiento ocupa el centro de la atención: sólo hay cono-cimiento si la representación es verdadera y es por serlo que resulta exitosa al operar o intervenir en la realidad. Pero al establecerse como mental —el sujeto posee en su mente la representación—,6 la escisión entre sujeto y objeto recla-

5. A diferencia de la antigüedad y tal como es enunciado por la Ilustración, esta recuperación establece que primero hace fal-ta conocer para que luego ese conocimiento se prolongue en una acción eficaz. (Cf. Heler, 2007b: 19-30).

6. Solidaria de la dicotomía hacer-conocer es la de cuerpo-alma.

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ma dar testimonio de la adecuación o coincidencia de la representación con el objeto (externo al sujeto e independiente). Al no poder apelar a la verdad divina, la ciencia moderna enfrenta el problema de la fundamentación de la verdad de sus conocimientos. Se atribuye para sí —a diferencia de la teología y la filosofía— el basarse en la experiencia, en la «realidad» (Casas: 2003): sus teorías pretenden referir (reflejar) una realidad independiente del sujeto. De este modo se sustenta una posición realista que requiere la necesaria existen-cia independiente del objeto —res, «cosa» en latín— de conocimiento, pese a que la ciencia construya su objeto en los laboratorios.

C

S

conciencia

interior

mente

exterior

Pd Adecuación / coincidencia

O

Este triángulo pretende graficar la concep-

ción del conocimiento como «representa-

ción-verdadera-en-el-sujeto-del-objeto». La

relación (lado SO) entre el sujeto (S) y el objeto

(O) permite que se obtenga conocimiento

(C). Este es entendido como una re-presen-

tación (un volver a hacer presente) al objeto

pero ahora en el sujeto (lado CS), ya que el

sujeto posee conciencia del conocimiento, y

puede disponer a voluntad del conocimiento

(C). Pero la verdad de tal representación se

encuentra en la adecuación / coincidencia

del conocimiento con el objeto (lado CO).

La relación del sujeto y el objeto (SO) su-

pone separación e independencia de uno y

otro vértice, por ende la necesidad de entrar

en contacto, bajo determinadas condicio-

nes: que el sujeto esté desconectado de las

circunstancias de la acción, en tanto que el

objeto debe hacerse presente ante el sujeto

(O se «aparece» a S, es un «fenómeno»).

La altura del triángulo (flecha vertical)

refiere a la producción (Pd) de la represen-

tación a partir de la relación sujeto-objeto.

La versión clásica ubica al sujeto en posición

pasiva, de receptividad, frente a la presencia

del objeto. Pero a partir del siglo xviii (con

Kant), comienza un proceso en el que se va

reconociendo la actividad del sujeto en la

pro-ducción de conocimiento, una actividad

constitutiva —de construcción— del fenó-

meno (O) como objeto conocido.

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Esta tradicional concepción del conocimiento ha recibido cuestionamiento y críticas durante la modernidad y hasta nuestra actualidad. Pero sigue ope-rando como presupuesto habitual (sostenido por intereses dominantes) en las referencias al conocimiento.

¿Quién es ese sujeto que conoce? Dadas las condiciones que se estipulan para que el conocer sea posible, la respuesta es abstracta: es un sujeto con de-terminadas capacidades, el sujeto racional (con sensibilidad y entendimien-to), sin entrar en consideración su constitución social como sujeto de conoci-miento. Así, todos y nadie en particular somos los sujetos del conocimiento. Desde los supuestos y presupuestos de esta concepción, tampoco puede darse una respuesta acerca de por qué el sujeto se relaciona con un objeto y no con otro, pues en principio todo puede ser objeto de conocimiento sin más especifi-cación que el que tenga que ser fenómeno (etimológicamente: aparecer, hacerse presente, «ante» el sujeto).

En consecuencia, el «sujeto descarnado» (sin cuerpo, sin circunstancias, sin historia) es la garantía de que la representación se corresponda con todos los ejemplares del mismo tipo de objeto («universalidad») y que la captación que realice sea coincidente —acuerde— con la de cualquier otro sujeto (objeti-vidad, en el sentido de intersubjetividad, diferentes factores influyen para que en el pensamiento posterior a Kant, el realismo se desplace a presupuesto implí-cito). Pero un tal sujeto no parece identificable con los seres humanos, que siempre son seres situados, comprometidos con su mundo y sometidos a condicio-namientos que ni perciben ni gobiernan en su totalidad.

3. Las prácticas sociales y la producción de «conocimientos prácticos»: los «saberes de» la práctica

En oposición a una concepción que circunscribe el conocimiento a una «repre-sentación-verdadera-en-el-sujeto-del-objeto», con todas sus implicancias y consecuencias, cabe pensar el conocimiento en conexión con las producciones de las prácticas sociales.

Propongo partir de concebir7 que los objetos se presenten al sujeto en su re-lación con el mundo (con la totalidad que lo abarca), en una relación de índole fundamentalmente práctica. Es que el hacer de los seres humanos delimita un mundo al definir la clase de relación que emprende con su entono y con los «objetos» que emergen como tales en ese hacer y con sus variaciones socio-his-tóricas.8 El hacer humano crea mundos, puede entonces interpretarse como producción, y consecuentemente considerar que producen algo diferente en cada una de las prácticas.

Resulta entonces que una práctica social en particular se constituye como tal delimitándose a partir de determinadas «relaciones de saber-poder-subje-

7. Aunque supongo que será ob-vio, aclaro que la elaboración que a continuación expondré sigue li-bremente propuestas de Michel Foucault, Pierre Bourdieu y en parte de Gilles Deleuze en una mezcla sin ortodoxias.

8. Algunos ejemplos: los mundos de la práctica de la minería y de la agricultura no sólo son diferen-tes sino que también establecen relaciones y ordenaciones distin-tas, así como difieren del mundo propio de la práctica científica de la geología y de la agronomía. Y no sólo son diferentes entre sí, sino que además varían históri-camente, del mismo modo que se modifican las relaciones que mantienen con otras prácticas sociales en cada momento en cada sociedad.

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tivación» y en torno a una producción específica, constituyendo así un mundo. Su «saber hacer» está sostenido por ciertas «relaciones de poder» (internas y externas; siendo relaciones móviles, inestables y reversibles). En esta mutua referencia de saber y poder los cuerpos humanos se «subjetivan», convirtién-dose en sus practicantes, es decir, en sujetos capaces de reproducir la práctica específica y también abrirla a sus virtuales posibilidades inmanentes. Pero así como se subjetivan los cuerpos humanos, también se «socializan» los cuerpos no-humanos,9 quedando ambos enlazados en mutuas y múltiples referencias internas características del mundo de cada práctica.10

Precisamente, el algo producido por una práctica social es su mundo: sus distintivas relaciones de saber, poder, subjetivación y socialización (relaciones que presentan un «aire de familia» con las de otras prácticas, difiriendo por su producción específica). Tal especificidad es instituida en el proceso general de producción de la práctica, haciendo posible productos característicos. La crea-ción de mundos de las prácticas comienza y avanza a través de una producción cooperativa que explora una posibilidad de producción específica, al mismo tiempo que abre otras nuevas posibilidades no exploradas aún.11

Es que la producción se excede a sí misma. Genera un plus al potenciar a la producción, a los productores y también a los productos, incluso modificando socializaciones («potencia» pues abre espacios que hasta el momento no eran perceptibles y que no ofrecen la previsibilidad ganada en las vías de produc-ción en curso) (Heler: 2008a). Entonces, la tensión entre la producción ya lo-grada y la que podría lograrse parece inevitable. Pero el mundo de la práctica dada tiende a cerrarse sobre sí mismo: trabaja para estabilizar el movimiento, fortaleciendo el recorrido por los senderos ya trazados, valorando lo previsible y seguro, como forma de depotenciar lo nuevo y el cambio; mientras lo nuevo y el cambio buscan potenciarse y ganar un posicionamiento que habilite su propia modalidad de producción. La historia de las prácticas muestra las vi-cisitudes de esta tensión: la manera en que en cada momento se disponen las relaciones entre el modo de producción dominante y los alternativos.

Por su parte los productos expresan el mundo de la práctica que los produce con las tensiones que lo atraviesan en cada etapa. En ese mundo encuentran su convalidación en directa conexión con el desarrollo de la producción. Pero pueden independizarse de la producción y de sus productores. Bajo ciertas condiciones pueden ser utilizados por otras prácticas y a la inversa. Bajo el capitalismo, cada vez más, esos productos tienen que ser intercambiables en el mercado, adjudicándoseles un valor de cambio —deslindando productores y consumidores, según su vinculación con la producción, por referencia a su relación con el producto: retroalimentando su producción o consumándola; en el sentido de cumplimiento, cierre o acabamiento de un proceso particular de producción.

Desde la perspectiva de la dinámica interna de una práctica, nos concen-traremos ahora en el saber constitutivo de las relaciones que construyen su

9. Tomo de Bruno Latour (2001) esta idea de lo «no-humano», para quien el par «humano-no huma-no» sirve para eludir la dicotomía «sujeto-objeto». Al tomar esta idea no tomo partido por la dis-puta que mantienen los «estudios de la ciencia» en su constitución como un campo disciplinar. Mi intención es probar la fecundi-dad de la idea para dar cuenta de la construcción de mundos propia del hacer humano y que abarca a las cosas que se integran en cada mundo, pues los mundos huma-nos establecen el sentido de su particular relación con lo no hu-mano. Entonces, en las prácticas sociales se subjetivan los cuerpos humanos y «socializan» los cuer-pos que no lo son, integrándolos en una red de relaciones de saber-poder-subjetivación y también de «socialización». Inmediatamen-te, uso la expresión «referencia interna», que se inspira en la idea que Latour toma de la semiótica: la idea de un «referente interno» construido a través de «referen-cias circulantes», introduciendo así un concepto de referencia que «designa una cadena de trans-formaciones» y da cuenta de «la viabilidad de su circulación». Aquí considero entonces que las «refe-rencias internas» se encadenan conformando relaciones y rela-ciones de relaciones propias de cada práctica.

10. Cualquier práctica se desarro-lla en relación con no-humanos (el entorno, más o menos urba-nizado, materiales inertes, vege-tales y animales) y cada una de ellas socializa de muy diferentes modos a aquellos con los que se relaciona.

11. Esta consideración vale tan-to para la delimitación de una práctica específica (sea la de la agricultura o la de la ganadería, la medicina o la administración, la educación o el espectáculo, etcétera) como respecto a la pro-ducción de cada práctica.

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mundo. Tal saber no se reduce a un saber hacer implícito que, incorporado en los practicantes, permite que se prosiga con la práctica. Además, puede ser explicitado en articulaciones más o menos sistemáticas. La diferenciación del «saber implícito» y este «saber explícito» lleva a una de las diferenciaciones entre saber y conocer: calificando como «conocer» a las explicitaciones del «sa-ber» implícito de la práctica (Taylor: 1995: 221-238).12

No obstante, este conocer producido en la práctica puede llegar a ser más que una mera explicitación, más que una articulación que expresa algo de lo implícito. Un plus, un excedente, se añade a la práctica al especificar o especia-lizarse en alguno de sus aspectos o al articular un sentido general de la prácti-ca.13 De este modo, se añade un complemento a su significatividad: el conocer de la práctica sobre sí misma permite previsiones, suturas, entrelazados, que fortalecen y profundizan el modo de producción dominante, aunque también permite vislumbrar posibilidades innovadoras que surgen de la producción acostumbrada y que ésta a su vez bloquea.

Por tanto, son conocimientos que no están desconectados de la práctica, por el contrario, conforman su saber constitutivo. Podríamos entonces llamar-los «conocimientos prácticos», aunque no tanto en el sentido habitual, sino porque son «saberes de» la práctica (que no separan ni oponen hacer y conocer); un saber que expresa su mundo, circula en él y contiene, en cierto modo, el movimiento de la práctica, y que está a disposición de los practicantes.

Estos conocimientos prácticos son más que representaciones mentales de los objetos de la práctica, ya que no necesitan mostrar su referencia al hacer (al fenómeno, al objeto «real», se diría en la concepción tradicional): están situados en el hacer y disponibles. Invisten los cuerpos involucrados directa e indirectamente con la práctica, subjetivándolos y socializándolos, haciéndo-los aptos para cooperar en la producción. Prosiguen la lógica inmanente de la práctica, en concordancia con su peculiar relación de saber-poder-subjeti-vación-socialización (si bien pueden llegar a alterarla, provocando mutacio-nes en la práctica). Aun cuando, en un momento determinado, estos conoci-mientos prácticos impliquen una ruptura con el modo usual y acostumbrado de llevar adelante la práctica, continúan, en principio, perteneciendo a ella y aluden a sus potencialidades. Los conocimientos prácticos son «productos inmateriales»14 de la práctica. Incluso pueden servir a otras prácticas capaces de adoptar y adaptar productos de otro mundo cuando la potencien.

4. La práctica teórica en la modernidad: los «saberes para» la práctica

Propongo denominar «práctica teórica» a la parte de una práctica que va es-pecializándose y especificándose en producir el saber sobre sí misma y cuyos productos sean lo que hemos llamado conocimientos prácticos.

12. Taylor señala que ese saber im-plícito no puede ser totalmente explicitado.

13. El movimiento de la «especifi-cación» fija o determina alguna cuestión de la práctica, en tanto que la «especialización» avanza en la exploración de las posibili-dades de una parte de ella. Am-bos movimientos se diferencian y complementan, inscribiéndose en el desarrollo de la práctica.

14. Califico de inmateriales a los «conocimientos prácticos» por analogía con el uso del mismo adjetivo en la concepción del «trabajo inmaterial», porque me parece sugerente y permite quizá captar un poco mejor qué quiero decir con «son más que represen-taciones mentales». Así como el trabajo inmaterial involucra a to-dos los componentes de la fuer-za de trabajo (las capacidades físicas, mentales y espirituales, presentes en el cuerpo, con-forme a la definición de Marx), puede entenderse que también quedan involucrados en los que llamo conocimientos prácticos (Cf. con respecto a la concepción de trabajo en la etapa actual del capitalismo, por ejemplo: Hardt y Negri, 2002: 261-280 y Virno, 2003).

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Teniendo en cuenta estas denominaciones, podemos decir que en la mo-dernidad se profundiza y radicaliza una tendencia orientada hacia la autono-mización de las prácticas teóricas respecto de las prácticas sociales de las que originariamente forman parte.

La teología y la filosofía constituyen el antecedente y la competencia en la búsqueda del reconocimiento como práctica teórica de la ciencia moderna. En esa competencia, la tecnociencia llega a monopolizar el reconocimiento social como auténtica práctica de producción de conocimiento. Pese a la pregnancia de los discursos que caracterizan a la ciencia exclusivamente por la «búsqueda desinteresada de la verdad», esto es, por su desconexión respecto a las condi-ciones efectivas de su producción y de las demás prácticas sociales, el papel so-cial desempeñado por la práctica tecnocientífica gira en torno a la producción de conocimientos prácticos útiles para otras prácticas.

La práctica científica moderna surge en un proceso de autonomización por especialización y especificación en la producción de saberes de la práctica. En forma independiente, prosiguen con la producción de esos saberes (sea de una práctica o de varias análogas entre sí en algún aspecto y/o interrelacionadas en su producción) y sus productos conservan el carácter de conocimientos prácti-cos. Sin embargo, la ruptura de las conexiones con las prácticas sociales que integraban, ocasionan —como ya hemos señalado— el problema de la funda-mentación de la verdad. Como cualquier práctica social, produce conocimien-tos prácticos útiles a su propia práctica, pero con el agregado de la pretensión de que su producción y sus productos sean útiles a prácticas diferentes y se-paradas de ella. En este sentido, se caracterizan como prácticas teóricas que si producen el saber de la práctica tecnocientífica, sus productos específicos consisten en saberes para las prácticas. Tal es el rasgo distintivo de la produc-ción de conocimientos durante la modernidad, que logra reservar para sí el nombre de ciencia (scientia, en latín: conocimiento) y hace pertinente llamarla tecnociencia.

La práctica de la tecnociencia, como toda práctica, se desarrolla siguiendo sus particulares relaciones constitutivas de saber-poder-subjetivación-socia-lización. Se delimita como la práctica social encargada de proveer las herra-mientas-conocimientos para concretar el moderno ideal ilustrado de la cons-trucción progresiva de un Paraíso terrenal o Reino de la Libertad,15 a través de un proceso de enseñoramiento de la naturaleza y de organización racional de la sociedad, bajo el postulado de la igualdad y libertad. Y su reconocimiento social como una práctica específica, su valoración y legitimidad, encuentra asidero en la idea de que se haría insuficiente la dinámica inmanente de cada práctica para autoconservarse y coordinarse con las otras, dada la complejidad en aumento de las sociedades modernas —por imbricación y multiplicación creciente de sus redes de interdependencia (Elías, 1990: 156-157).

De acuerdo con esta suposición, no alcanzaría entonces que una práctica se rija por los conocimientos prácticos que produce. La práctica teórica de la

15. Conviene recordar que en la polémica modernidad-posmo-dernidad, la defensa del proyecto moderno que realiza Habermas, en términos universales y califi-cándolo de insuperable, es iden-tificado con la ilustración (Cf. Ha-bermas, 1988: 265-283).

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tecnociencia vendría a satisfacer esta presunta carencia presente en las dife-rentes prácticas sociales, mediante la traducción de esta carencia en necesidad de ser guiadas, controladas y evaluadas científicamente. La contribución a la satisfacción de esta necesidad que la práctica científica promete y hasta cierto punto cumple, conquista para la tecnociencia el monopolio de la producción de conocimientos, así como conforma el «sistema experto» de nuestras socie-dades —de un sistema generador de dependencia y con problemas de fiabili-dad (Giddens, 1994: 81-108; Castel, 2003).

Al menos desde finales del siglo xix, este posicionamiento de la práctica tecnocientífica lleva a que la producción de conocimiento se vaya homogeni-zando en la producción de regularizaciones que brinden previsibilidad a las prácticas sobre las que teoriza e interviene con éxito (Heler, 2005a: capítu-lo iii). Esta homogenización establece una partición y repartición de las tareas científicas, construyendo un orden jerárquico de disciplinas y especialidades, profesiones y ámbitos de aplicación, con sus particulares aportes a las prácti-cas sociales —atravesadas por el postulado de la libertad y la igualdad de los individuos y cada vez más interrelacionadas a través de los mecanismos del mercado capitalista (Heler, 2000: capítulo vi; y Heler, 2002: capítulos i y ii).

Resulta así que la práctica tecnocientífica se va posicionando como la práctica teórica productora de los únicos conocimientos serios (verdaderos, fundamentados, sistemáticos, independizados de las particularidades y con-tingencias sociales) y capaces de ser reingresados a otras prácticas sociales. Reingreso que se dirige, en principio, a incentivar sus potencialidades (siendo entonces útiles). Pero asediado por la exigencia de reducir su utilidad social a la eficiencia,16 funcional a la reproducción del status quo (Heler: 2009). Como sistema experto provee entonces los recursos para satisfacer las presuntas ne-cesidades de las distintas prácticas sociales, atravesadas por aquel postulado de la igualdad y libertad en los límites del mercado.

Por consiguiente, nuestra tecnociencia surge de una ruptura que acarrea un cambio en la lógica de producción: ya no se trata de la lógica inmanente a las prácticas teorizadas, sino de la lógica de la práctica teórica con la que trabaja la producción del hacer científico, con su propio juego de fuerzas y sus estabilizaciones en formas dominantes de hacer ciencia en cada momento. En la modernidad, consolidado el especio social para la producción de «saberes para» las prácticas, domina la búsqueda de regularidades que hacen factible predicciones. Y por ser «saberes para» la práctica, interfieren en los mundos de las prácticas en que se los hace intervenir, introduciendo la propia produc-ción por sobre, y llegado el caso contra, el mundo creado por tales prácticas (Giddens, 1994 y Habermas, 1987: 464-469, tomo ii). Todo ello en nombre de una necesaria coordinación social, necesitada de saberes especializados y es-pecíficos. Tanto en relación con lo humano como con lo no-humano, las dis-tintas disciplinas tecnocientíficas producen «saberes para» la práctica social de que se trate permitiendo una coordinación, un orden en común, que haga

16. «“Útil” es aquello que sirve para algo. En este sentido es eficaz: produce efectos. Pero la relación entre lo útil y sus efectos, los fi-nes, pueden entenderse como un vínculo meramente instrumental (el fin justifica los medios) o bien comprender los medios (instru-mentos) como parte de los fines. En este caso, no son los fines los que justifican los medios, pues-to que los medios empleados también determinan los fines: la meta lograda no es indepen-diente de los medios con que se alcanza, sino que los medios concretan los fines, podríamos decir, a su manera, marcando su huella; pueden incluso ser con-tradictorios con aquello a lo que se dirigen. En esta interacción entre medios y fines, la utilidad adquiere un sentido más amplio y profundo que la mera relación instrumental, engendradora de monstruos. Lo útil es pensable en-tonces como un haz de relaciones de medios y fines en que unos po-tencian a los otros. Y se potencian en tanto resultan afirmativos de la fuerza que los crea, abriendo posibilidades a su despliegue, a su florecimiento. En el caso de la tecnociencia los medios son útiles si potencian su producción, si la preservan y abren posibilidades fructíferas a la producción del conocimiento. Pero la exigen-cia de productividad del mundo moderno, de nuestro mundo, va acompañada de la exigencia de eficiencia, y con ésta se hace do-minante la relación instrumental, que es una simplificación reduc-cio-nista del sentido de utilidad al que aludimos. La “eficiencia” asocia el cálculo costo-beneficio a la mera relación instrumental entre medios y fines. El imperati-vo que así se impone se expresa en el deber de producir con el menor costo y el mayor beneficio. Pero la posibilidad misma del cálculo supone establecer equivalen-cias para la cuantificación de los costos y los beneficios. Requiere estipular precios. […] Así mismo, el cálculo impone una restricción a la dimensión temporal: el largo plazo es un plazo cuantificable y por lo tanto relativamente breve […]. Cuentan los réditos en lo inmediato, o a lo sumo en lo me-diato […] Con la eficiencia se prio-riza sólo un aspecto de la utilidad

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previsible su desarrollo: el orden que permite la reproducción del capitalismo en cada una de sus etapas.

5. El saber para como soluciones teórico-prácticas a problemas prácticos

Los conocimientos tecnocientíficos, los «saberes para», consisten en solucio-nes teórico-prácticas a problemas prácticos (Heler 2005a: capítulo iii, 67-82).17 Pero son soluciones abstractas, que envuelven teorizaciones, y que responden a problemas atribuibles a múltiples y variadas prácticas sociales. De ellas se derivan tratamientos útiles / eficientes de esos problemas. Pero en cualquier caso, es fundamental que las soluciones sean eficaces: que tengan éxito.

A diferencia de las soluciones que cada práctica pueda dar a sus proble-mas, las soluciones de la tecnociencia se distinguen por valer para todos los casos del mismo tipo de problema («universalidad»), que provocan el acuerdo de los expertos («intersubjetividad») y con el agregado de poseer apariencia de «neutralidad» (dada la versatilidad de los conocimientos tecnocientíficos, ma-nifiesta en su aplicación a distintos contextos prácticos, «neutras» por estar desconectadas y poseer independencia de los diferentes prácticas a las que se aplica). Así caracterizados, los conocimientos prácticos de la tecnociencia se presentan «como si» fueran soluciones que se producen desde ningún lugar en especial, más allá de todo punto de vista particular y contingente, desde la perspectiva del «ojo de Dios» (Rubio Carracedo, 1996: 93).18

Los «saberes para» de la tecnociencia implican un necesario continuo en-tre los conocimientos y las intervenciones —su disociación es resultado única-mente de una perspectiva analítica aunque aparezcan separados en la división interna del trabajo tecnocientífico—. La «aplicación» de los conocimientos a cuestiones o casos particulares supone, para «tramitar» las intervenciones, el movimiento de ida y vuelta en ese continuo, que no sólo apunta hacia la inter-vención sino que también retroalimenta la teorización, el movimiento hacia la abstracción.19 En este movimiento entre la abstracción (para todos los casos) y las condiciones concretas de un caso (datos), se produce la versión factible de intercalar e interponer entre las versiones del «saber de» la práctica objeto de la intervención.

La producción de las aplicaciones de los conocimientos de la tecnociencia es inherente a la vinculación entre estos conocimientos y las que podemos llamar «informaciones», esto es, las propuestas concretas de solución. Pero el paso de unos a otras depende de la capacidad de predicción de los conocimientos tecnocientíficos: su construcción de regularidades, de relaciones invariantes, abren la posibilidad de su manipulación (provocando o acelerando, detenien-do o invalidando la ocurrencia) de esas relaciones con el objetivo de llegar a los resultados prácticos esperados (Heler, 2005a: 68-69).

potenciadora de las actividades humanas, reduciéndola a la mera relación instrumental regida por el cálculo de costo-beneficio. En el sistema de dominación capi-talista, la eficiencia queda privi-legiada en desmedro de la utili-dad. Y en el campo científico, la utilidad social de sus productos parecen también medirse —con tendencia a la exclusividad— por sus eficientes éxitos» (Heler, 2005a: 76-78).

17. En Ciencia incierta, la conclu-sión de que los conocimientos tecnocientíficos constituyen soluciones teórico-prácticas a problemas prácticos se llega a través de una revisión crítica de la epistemología popperiana, que al tomar en consideración la irrupción de la concepción kuhniana, desemboca en la ne-cesidad de comprender la tecno-ciencia como una práctica social de producción de conocimientos. La producción de conocimientos con capacidad de predicción es la condición de posibilidad para constituirse en soluciones de pro-blemas prácticos. Por otra parte, plantear aquí estas soluciones de la tecnociencia como «soluciones teórico-prácticas» no pretende reponer ninguna dicotomía sino señalar las elaboraciones teóricas que acompañan y son propias de la producción tecnocientíficas y que caracterizan a sus productos, los conocimientos.

18. Esto es, como si fueran produ-cidas por un observador absoluta-mente imparcial, que pertenezca a la esfera teórica y sea ajeno a la del hacer, más allá de cualquier punto de vista, de cualquier va-loración más o menos subjetiva, capaz de captar el «hecho» objeti-vo, sin valoración e independien-te de las diferentes subjetivida-des. Haciendo olvidar que como decía Gastón Bachelard (1978), los «hechos son hechos»: son resul-tado de un hacer, productos de las prácticas sociales.

19. Insisto en que tal «tramita-ción» no ha de pensarse como la construcción de un puente que permita cubrir el abismo entre la teoría y la práctica; por el contra-rio, la denominación de práctica teórica intenta resaltar que la tec-

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Llamo entonces «informaciones» a las soluciones que la tecnociencia pro-duce «para» y en sus intervenciones, pues proponen «cursos de acción» (de ha-cer / pensar; pensar / hacer) que «informan», «dan forma», a la producción de las prácticas (o algún aspecto o secuencia de ellas), con el objetivo de remediar el problema práctico que motiva la intervención,20 y afectando las relaciones de sa-ber-poder-subjetivación-objetivación de las prácticas. Es que los cono-cimientos tecnocientíficos son «soluciones teórico-prácticas» a problemas de las prácticas sociales, precisamente, porque tienen la capacidad de «informar» esos problemas conforme a las soluciones que produce.

6. La producción del Trabajo Social desenfocada: la historia oficial

Hemos llegado al punto en que se hace posible revisar críticamente el estado de situación del problema de la producción de conocimiento en el Trabajo Social tal como fuera planteado en el inicio. Pero ahora, si aceptamos, al menos provisoriamente, la perspectiva que se abre con la diferenciación entre «saberes de» y «saberes para» las prácticas (entendiendo que con ella se trata de no reponer la separa-ción entre teoría y práctica), ya no se trataría sólo del conocimiento sino del problema de la producción del Trabajo Social.

Ya hemos visto que la «práctica teórica» autonomizada de las prácticas so-ciales produce «saberes para» la práctica, mientras los «saberes de» la práctica son producidos por ellas mismas operando como saberes particulares, especí-ficos y especializados pero encarnados y situados en el hacer de cada una de ellas. Si bien ambos saberes funcionan como conocimientos prácticos, en un caso —«saber de»— son útiles para la propia práctica que los produce y en cuyo desarrollo son generados; en el otro —«saberes para»—, son útiles / eficientes para otras prácticas sociales a las que se destinan. Se hace visible así la inhe-rente orientación hacia «intervenciones sociales» de la producción tecnocien-tíficas de conocimientos.

En nuestra actualidad, la práctica tecnocientífica (teniendo en cuenta las distintas ciencias, ramas y especialidades, cada una además con sus funcio-nes y posiciones, resultado de la partición y repartición de sus tareas) está bajo el dominio de una definición científica que insiste en definir el conocimiento como una «representación-verdadera-en-el-sujeto-del-objeto». Y consecuen-temente, se distribuyen las tareas en compartimentos interrelacionados pero estancos además de jerárquicos, y se califica entonces a cada una según sean las productoras de tales representaciones, las que las aplican y finalmente, en un lugar subordinado, las que operan o intervienen en las prácticas sociales.

Es así que la visión expuesta en el § 1, acerca de los obstáculos que enfrenta el Trabajo Social, se apoya en la atribución distintiva de tareas de intervención, que lo deslinda como un subcampo profesional enmarcado en la producción

nociencia trabaja presuponiendo la conexión y continuidad entre una y otra, y sus productos tra-bajan de la misma forma.

20. Habría que considerar además si el problema o la necesidad que motivan la intervención surge de la propia dinámica de la práctica o es impuesto desde afuera. Aun-que en un caso o en otro, la cues-tión pasa porque el problema o la necesidad sean asumidas por las prácticas como cuestiones que le conciernen directamente.

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específica de «intervenciones sociales», cuya dirección y contenido proviene de «saberes para» que no produce y, además, con carácter de mandato. Desde esta perspectiva hegemónica, su «saber para» consistiría entonces en reconocer los rasgos de una situación particular que permitan identificarla con cierto tipo de problemas (anomalías o enfermedades sociales, según han sido definidos por investigaciones de otros subcampos tecnocientíficos), es decir, para realizar el «diagnóstico» y operar consecuentemente el «tratamiento» adecuado, con el objetivo de paliar el problema, «evaluando» finalmente los logros obtenidos (Popper, 1981: capítulo 9; Heler, 2002: 129-154). Los rasgos a identificar, los pa-sos a seguir para el tratamiento correspondiente y los criterios de evaluación (así como el procedimiento en tres pasos) estarían entonces prescriptos por conocimiento de otras ciencias sociales y por las políticas gubernamentales (basadas a su vez en recomendaciones científicas), pero también por el sentido común, esto es, por las tendencias predominantes en los usos y costumbres sociales.21

Derivada de la medicina en los orígenes de la profesionalización del Trabajo Social, la tríada «diagnóstico-tratamiento-evaluación» confina las tareas de las y los trabajadores sociales en el ámbito del hacer o de la práctica. Confi-namiento que se vería convalidado por la mezcla de conocimientos científicos y de «sentido común» de su «saber para» las intervenciones sociales, a la vez que sería una mezcla que pone en duda su cientificidad. En el mejor de los casos, su carácter científico se sostendría por referencia a la división social del quehacer tecnocientífico, ya que se supone que una «ciencia aplicada» (aun-que no suelan reconocerse como ciencias aplicadas: la medicina, el derecho, la psicología, la sociología, la ciencia de la administración) proveería los conoci-mientos «listos para su uso» en las intervenciones del Trabajo Social, transfi-riéndole cientificidad.

La producción del «saber para» de la profesión garantizaría esa transferen-cia. Esto es, con él se podría operar para interpolar en la práctica social las informaciones que otras tecnociencias han producido a partir de sus conoci-mientos y como la solución a los problemas de la práctica en que se trabaja. El dispositivo llamado «sistematización» del Trabajo Social podría comprenderse como la formalización y registro de los modos de tener éxito en esas interpo-laciones, integrando esas informaciones en el «saber de» la práctica. De esta manera, en la aplicación de esas informaciones, sus intervenciones sociales —siempre particulares, contingentes, situadas—, se revestirían de la verdad, la universalidad, la objetividad y la neutralidad científicas.

Resulta así que cualquier estrategia de posicionamiento que apueste a la producción de conocimiento en el Trabajo Social se ve cercenada o distorsio-nada (§ 1) por este entramado efectivamente operante de ideas y supuestos, procedimientos y métodos, funcionales a la reproducción de la tecnociencia como sistema experto con su división y jerarquización de su trabajo.

21. Me refiero a usos y costumbres que se imponen como los correc-tos y esperados, que correspon-den a un sector social pero que logran instituirse como modelos hegemónicos de comportamien-to.

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No obstante, no es ésta la única historia que puede contarse acerca del Tra-bajo Social, aunque sea la que tenga primacía en su práctica y en relación con las otras prácticas de la tecnociencia. Volvamos a partir de las prácticas so-ciales y del proceso moderno de autonomización de las prácticas teóricas que hoy denominamos ciencia (§ 4), para poder visualizar «otra» historia, donde la producción del Trabajo Social no quede desenfocada y confinada al hacer, reducida a una deriva práctica de la producción social del conocimiento que monopolizan las partes de la tecnociencia que se encargan de producir teoría, conocimientos válidos. Otra historia que además resultará más interesante si apunta a potenciar su producción, abriendo posibilidades para ser explora-das, atendiendo a la cuestión de la utilidad y procurando no ser reducida a la eficiencia.

7. La producción del Trabajo Social: otra historia

Podemos construir el siguiente cuadro de situación: el Trabajo Social como práctica profesional remite a otra práctica social que parece encontrarse en todos los pueblos y civilizaciones a través de las épocas, aunque bajo diversas y múltiples formas y figuras. Me refiero a la práctica social del «cuidado del otro» y en particular al cuidado «social» de quienes (sean grupos o individuos) enfrentan alguna situación, en algún sentido, «difícil» en su existencia.

En cada sociedad encontramos alguna forma de práctica social que pode-mos identificar en términos del «cuidado del otro» y que, en tanto práctica social, construye su mundo, su peculiar relación de saber-poder-subjetiva-ción-socialización y con una producción específica dirigida a ayudar a otro en dificultades socio-históricamente definidas. Cada una de estas prácticas han desarrollado (y desarrollan) su propio «saber de», con mayor o menor especiali-zación y especificación en sus conocimientos prácticos. Pero en la mayoría de los casos no parecen producir practicantes exclusivos, sino que está abierta a los integrantes de la sociedad.

Es plausible considerar que durante la modernidad, aproximadamente des-de fines del siglo xix, se comienza a dar un proceso de profesionalización de la práctica social del cuidado del otro tal como se venía practicando usualmente (pues como vimos, la complejidad social llevaría a suponer que la práctica ya establecida no sería suficiente para cuidar al otro, especialmente al otro en tanto carenciado o necesitado). Hasta que se llega a la delimitación del campo de la Asistencia Social —luego Trabajo Social—, junto con la de otras profesio-nes también referidas al cuidado (la Enfermería es un claro ejemplo).

Este deslinde se vincula, por un lado, con la paulatina asunción por parte del Estado de funciones sociales que con el tiempo irán conformando el Estado de Bienestar. Por otro, estas nuevas prácticas se ven impulsadas por estrate-

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gias de posicionamiento social de la medicina (particularmente con el higie-nismo) que demandan la existencia de «profesionales capacitados científica-mente» para concretar sus propuestas de ordenar racionalmente la sociedad. Asimismo, con el reclutamiento de sus practicantes, se hace necesario pensar en su formación y para ello hace falta incentivar el desarrollo de procesos de especialización y especificación del «saber de» de esas prácticas en constitu-ción, así como potenciar la producción del «saber para» específico, y ello con el necesario ajuste a las exigencias de cientificidad dominantes, adaptadas a las características de una disciplina destinada a la práctica. El Trabajo Social quedó así adscripto al campo tecnocientífico en una posición subordinada. Consecuentemente, la nueva práctica se vio envuelta en las luchas dentro del campo científico y también en las del campo burocrático, dada la dependencia laboral de su ejercicio profesional.

La producción específica que constituye al Trabajo Social como una prácti-ca social radica, por tanto, en generar un «saber para» la intervención social dirigida al cuidado del otro conforme a necesidades detectadas por otras profe-siones y por el Estado.

Tengamos en cuenta que este cuadro de situación que vincula el «saber para» del Trabajo Social con el «saber de» el cuidado del otro, no lo restringe a la caridad y la filantropía, sino que en todo caso sólo indica el punto de partida de la producción de su «saber para» en el «saber de» las prácticas sociales. Preci-samente, tal producción señala —y puede rastrearse en la historia del Trabajo Social— un plus transformador de las prácticas de las que se deslinda, dando forma a su propio saber tal como llega a nuestros días.

¿Cuál es entonces ese «saber para» que produce, así como hasta qué punto puede ser calificado de científico?

Ya hemos visto cuál fue la respuesta a estas preguntas (así como la clausura a posibilidades de desarrollo diferentes que acarrean): la supeditación de estas prácticas vinculadas al cuidado del otro a «aplicaciones técnicas» de los «sabe-res para» generados por otras tecnociencias; con mayor precisión, aplicaciones de las informaciones producidas a partir del conocimiento tecnocientífico que deberían intercalarse en las prácticas objeto de intervención como «soluciones a sus problemas». Pero con esta respuesta se desenfocan los procesos internos del Trabajo Social, es decir, queda fuera de foco la producción que la constituye y reproduce como una práctica social particular.

Ahora se trata precisamente de enfocar esa producción. Si se toma al Traba-jo Social como una práctica social habrá que considerar que no puede quedar reducida a «aplicar» (Maliandi, 2004: 64) conocimientos provistos por otros subcampos tecnocientíficos ni «seguir» (Taylor, 1995) los lineamientos de las políticas sociales en el marco de las cuales las y los trabajadores sociales son empleados para ejercer su profesión. Si así fuera, consistiría en un punto de tránsito, de intermediación: un puente indiferente al intercambio entre el sis-tema experto y las prácticas sociales concretas en las que se interviene. Y si

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bien es cierto que el Trabajo Social se encuentra en los «puntos de acceso» del sistema experto, en tanto espacios donde ocurre el contacto entre los expertos y los «legos» —las otras prácticas— (Giddens, 1994: 80-98), no constituye un mero canal de paso inerte, sino una práctica social específica.

Desde el punto de vista que he adoptado, la producción se excede, genera un plus que va más allá de lo dado, en este caso, de las condiciones sociales que hacen posible la constitución del Trabajo Social como una práctica particular con su producción específica y con una función social. En este sentido, gene-ra su propio mundo, sus peculiares relaciones de saber-poder-subjetivación-socialización, así como se anuda en redes sociales de interdependencia. Y por ser tecnocientífica, su producción específica tiene que consistir en un «saber para»: en conocimientos prácticos a partir de los cuales producir informacio-nes que definan las intervenciones que lleva adelante.

Su «saber para» no es resultado de la mera donación de informaciones pro-ducidas por otras tecnociencias (por más «aplicadas» que sean y que parez-can «seguirse»). En sus intervenciones, las y los trabajadores sociales están guiados por una idea general del cuidado de un otro abstracto, muñidos de informaciones tecnocientíficas enunciadas en políticas sociales y/o institu-cionales que se les encarga implementar; informaciones (recordemos: «solu-ciones teórico-prácticas») que, si bien definen el tipo de problema a atender, mantienen un alto nivel de generalidad y abstracción. Pero enfrentan la tarea de brindar en concreto una solución a ciertos problemas de seres humanos de carne y hueso.

Debe, entonces, implementar esas soluciones, pero en tanto soluciones particulares para ese otro concreto (un integrante de prácticas sociales que si-guen sus propias relaciones de saber-poder-subjetivación-socialización). Todo ello bajo condiciones y circunstancias particulares que al mismo tiempo sobre-pasa a las dos partes (la de interventor y la de intervenido), sin que ninguna de ellas pueda captarlas plenamente, ya que los trasciende sin dejar de afectar-las. Es así que la producción de estas informaciones concretas que constituyan soluciones teórico-prácticas particulares para problemas singulares, requiere de conocimientos, de un «saber para» específico que el mismo Trabajo Social se encarga de producir.

La capacidad de producir ese específico «saber para» se basa en el tipo de trabajo que realiza el Trabajo Social y que hoy podemos identificar con el que se ha llamado «trabajo inmaterial»: un «trabajo afectivo», corporal, de con-tacto e interacción humana, creador y manipulador de afectos, a la vez que productor de subjetividad y sociabilidad; un trabajo de cooperación que com-promete las aptitudes físicas y también las intelectuales del trabajador y tam-bién las de los actores sociales con los que se interviene (Hardt y Negri, 2002: capítulo xiii).22

De ahí que el punto crucial de la producción específica del Trabajo Social surge obligatoriamente en las intervenciones sociales, al ponerse en comu-

22. Nuevamente, cabe aclarar que esa modalidad de «trabajo afectivo» no reduce al trabajo del Trabajo Social a las formas de la caridad o la filantropía, aunque quizá no lo anula en ciertas situa-ciones particulares que reclaman una intervención urgente. Son reveladoras en este sentido las tres modalidades que SaúI Karsz (2006: 9-28) señala como figuras típicas del trabajo de las y los tra-bajadores sociales: la salvación, el hacerse cargo y el tomar en cuenta. En es-pecial si las tomamos en cuenta no como alternativas disjuntas (un trabajador social actúa como tal enrolado en una de las tres figuras nada más), sino como rastros de una producción en proceso, que se hallan incor-poradas en el habitus del Trabajo Social.

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nicación el «saber para» del Trabajo Social y el «saber de» de la práctica social en que interviene. Pero ese punto crucial, y por tanto su producción de cono-cimiento / información, es afectado por ciertos conocimientos e informacio-nes tecnocientíficos sobre el problema del que se trata y los lineamientos de las Políticas Sociales en el marco de las cuales las y los trabajadores sociales ejercen su profesión. Sin embargo, el hecho de que lo afecten no quiere decir que forzosamente lo anulen, al punto de reemplazar la propia producción por una producción ajena. Por el contrario, pasan a formar parte del «saber de» el Trabajo Social.

No obstante, el estado de situación que venimos describiendo no parece diferir demasiado, hasta aquí, de la autoconcepción del Trabajo Social (a su vez coincidente con la división social del trabajo tecnocientífico) que resalta su carácter práctico y los límites de su posible producción de conocimientos (si bien, desde esta perspectiva, se enfoca su producción). Aun así, éstas son las «posibilidades estáticas», aquellas que, en un momento determinado, el orden dado de las cosas deja ver y decir como las viables, las sustentables y consecuentemente las únicas (Heler, 2007a).

A partir de la perspectiva de interpretación adoptada, se abren «posibilida-des dinámicas» (Heler, 2007a), adquieren visibilidad nuevas sendas, se pre-sentan vías de exploración diferentes. Es que los procesos de especialización y especificación de los saberes sobre casos particulares no son obstáculos in-salvables para la abstracción, para la conceptualización y la teorización, de la práctica del Trabajo Social (así como en la Antropología Social, la singula-ridad de la etnografía tampoco lo es).23 Es posible un proceso de teorización que revierta sobre las intervenciones y a la inversa, pero con sus propias pe-culiaridades. No obstante, hasta el momento han jugado fuerzas en contra de que esa peculiaridad se manifieste siguiendo su dinámica interna. Pese a las resistencias de muchos trabajadores y trabajadoras sociales, se han dado las condiciones para que se imponga la modalidad hegemónica de producción de conocimiento tecnocientífico, clausurando o distorsionado así las posibi-lidades de la producción específica del Trabajo Social como «saber para».

Como consecuencia, en la vida cotidiana del Trabajo Social se presentaría como necesario elegir uno de entre los dos factores fundamentales que inter-vienen en su producción: las intervenciones o las teorizaciones. Cuando, des-de la interpretación aquí adoptada, ambos factores son dos caras de la misma moneda: constituyen juntos e imbricados la práctica tecnocientífica del Tra-bajo Social; son distintos momentos de un único continuo.

Pretender «ser consecuente» (Badiou, 2004) con esta posibilidad dinámica de la profesión supone enfrentar las fuerzas que defienden el status quo y clau-suran las posibilidades de producción que establecen alguna diferencia con lo ya acostumbrado. Pues no sólo los dispositivos de clausura operan con éxito presentando un Trabajo Social que no pensaría, que aplicaría conocimientos ajenos y se guiaría por lineamientos en cuyo diseño no participa, sino que esos

23. Con la ventaja para la posición de la Antropología Social dentro del campo tecnocientífico de que su delimitación como práctica tecnocientífica estuvo asociada a la «teoría», al conocimiento del extraño. En cambio, el Trabajo Social que surge directamente asociada a una tarea «práctica», técnica.

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dispositivos operan desde dentro del campo, incorporados en las y los traba-jadores sociales. Pero la clausura lograda condiciona su práctica, pero no la determinan.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que es precisamente en el punto que antes consideramos crucial para el Trabajo Social donde se encuentra tam-bién el punto de apoyo para poder apostar a la construcción de posibilidades dinámicas. Se dijo que el punto crucial de la producción específica del Trabajo Social surge al ponerse en comunicación el «saber para» del Trabajo Social y el «saber de» de la práctica social. Esta puesta en comunicación puede consti-tuirse en un encuentro o en un desencuentro entre ambos saberes, por consi-guiente, entre ambas prácticas. Pero sólo en el encuentro habrá «cuidado» y lo habrá si el Trabajo Social produce su «saber para» en una relación cooperativa con las prácticas sociales en las que interviene, incentivando a que todos los involucrados adopten la perspectiva del productor y no se dejen llevar por la tendencia dominante a la primacía de la perspectiva del consumidor (Heler, 2007c; 2008b).24 Es que aún en un ejercicio profesional institucionalizado y enmarcado en políticas sociales definidas por el Estado, pueden producirse las informaciones que se constituyan en intervenciones sociales útiles a los actores sociales con que el Trabajo Social trabaja, sin dejarse enclaustrar en el con-sumo de informaciones y recetas prácticas producidas por otros, es decir, sin desenfocar su propia producción y comprometiéndose con su carácter de pro-ductores (Heler, 2008b).°

24. «Si bien sin producción no hay producto ni con-sumo, con la predominancia de la perspectiva del consumidor, preocupa y ocupa el producto consu-mible. Por tanto, la mercancía capaz de aumentar la ganancia, para satisfacer las demandas del mercado, lo que quiere decir, del capital. En la dinámica serial “…producción-consumo-producción-consumo…”, cuando el primer plano está ocupado por el consu-mo, la producción se distorsiona: la prioridad dada a sus productos hace factible supeditarla a la demanda del consumidor. La cuestión pasa por encarrilar la producción en los imperativos del consumo. Y allí se juega su clausura, en los límites de lo demandado, de lo redituable, de lo autosustentable, presentándose la necesidad de producir más de lo mismo, pese a la diversidad y multiplicidad de los productos produci-dos. La perspectiva del consumidor se ocupa sólo en el consumo y su aseguramiento, asignando virtud (excelencia) al consumidor conforme a la cantidad y la calidad de los productos consumidos. Con su pre-dominio se generaliza la necesidad de la defensa de los derechos del consumidor, que incluyen el derecho a elegir —una libertad que se limita a elegir entre lo bienes ofrecidos en el mercado (por ende, entre posi-bles estáticos)—. Al consumidor le preocupa entonces asegurar la reiteración del consumo, en cantidad y en similar o mejor calidad, cuando se haga sentir la

necesidad (necesidad que a la vez el consumo provoca y también multiplica. La seguridad radica en la posi-bilidad de previsión, una previsión que establezca un orden de las cosas y los seres humanos, un orden en el que el consumo esté preparado para la satisfacción inmediata. El orden social del consumo administra la producción, la gestiona, para establecer la garantía del consumo e incluso la defensa de los derechos del consumidor. Para ello, instaura los criterios con los cuales certificar la calidad de los productos a través del control de la producción; criterios elaborados a partir de las producciones productivas (las que hay que promover y asegurar, pues se suponen que son las que satisfacen las necesidades de consumo, a la vez que lo fomentan, lo multiplican y diversifican, in-crementando el capital). Pero son criterios externos a la producción, derivados de la exigencia de seguri-dad, imponiéndose por sobre el movimiento propio, interno, de la producción. Más aún, en la búsqueda de obtener el aval del control de calidad para sus pro-ductos, la producción tiene que conformarse a tales criterios, limitando sus propias posibilidades a las que acreditan en el mercado (incluso en el mercado de los conocimientos y los expertos)» (Heler, 2008b: § 3).

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Introducción

La noción de autopoiesis es publicada por los biólogos chilenos Humberto Ma-turana y Francisco Varela a comienzos de la década de 1970, para explicar el proceso circular de reproducción de los seres vivos o lo que ellos denominan la organización de lo vivo. Una década más tarde, el sociólogo alemán Niklas Lu-hmann utiliza la idea de autopoiesis para explicar su teoría de la comunicación, como elemento constitutivo de los sistemas sociales, y para diferenciarla de la teoría de la acción comunicativa desarrollada por Jürgen Habermas.

En su artículo «Organización y decisión», publicado en 1978, Luhmann concibe las organizaciones como sistemas sociales constituidos por decisio-nes, mientras que en su artículo «Autopiesis, acción y entendimiento comu-nicativo», publicado en 1982, desarrolla su idea de que los sistemas sociales son sistemas autorreferenciales autopoiéticos, porque están constituidos por elementos producidos por los propios sistemas de los cuales estos elementos son componentes. En su obra principal Sistemas sociales: lineamientos para una teoría general, publicada en 1984, amplía y fundamenta estas ideas. Sin embargo, en la década de 1990, Maturana y Varela critican a Luhmann la extensión de la autopoiesis a los sistemas sociales.

El propósito de este ensayo es aportar algunos elementos y discutir estas cuestiones, teniendo en cuenta la creciente influencia de Luhmann en el cam-po de la teoría organizacional. Con el fin de orientar el desarrollo de este tra-bajo, la exposición se centrará en la respuesta a tres interrogantes principales: ¿cuál es el origen y significado de la autopoiesis?, ¿en qué consisten los sistemas autorreferenciales autopoiéticos? y ¿cómo funcionan los sistemas organiza-cionales de decisiones? En los tres apartados siguientes se intenta responder a estos interrogantes que, obviamente, están relacionados entre si. Finalmen-te, se formulan algunas conclusiones.

1. Origen y significado de la autopoiesis

Como lo explica el propio Humberto Maturana Romesín en 1994, en el prefa-cio de la segunda edición titulada De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organi-zación de lo vivo, de su libro publicado en 1973 con Francisco J. Varela García, la idea de autonomía de los seres vivos es concebida por él en la década de 1960, para explicar y comprender a los seres vivos en su condición de entes discre-tos que existen en su vivir como unidades independientes. Esta idea intenta contestar a la pregunta por el origen de los seres vivos en la tierra y su manera de constitución como entes autónomos, teniendo en cuenta que todos los fe-nómenos biológicos ocurren a través de la realización individual de los seres vivos.

Datos del autor:Licenciado en Administración, Contador Público y magíster en Trabajo Social fts-uner. Do-cente e investigador de la UNaM. Actualmente terminó de cursar el doctorado en Ciencias Econó-micas de la uba.

Juan Omar Agüero

Niklas Luhmann y los sistemas autopoiéticos

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Ludwig von Bertalanffy, el biólogo que había inventado la teoría de los siste-mas abiertos en la década de 1930, concibe a los seres vivos como totalidades y como sistemas abiertos procesadores de energía, en tanto que para Maturana son entes discretos y autónomos. ¿Qué quiere decir con esto? El propio autor lo aclara: «que la forma de ser autónomo de un ser vivo estaba en el hecho de que todos los aspectos del operar de su vivir tenían que ver sólo con él, y que este operar no surgía de ningún propósito o relación en la que el resulta-do guiase el curso de los procesos que le daban origen» (Maturana y Varela, 2004: 12).

Este fundamento de la autonomía es también el fundamento de la idea de autorreferencia de los seres vivos como sistemas. En efecto, todo lo que pasa en y con los seres vivos, tanto en su dinámica interna como relacional, se refie-re sólo a ellos mismos, ocurre como una continua realización de sí mismos, como si operasen como entes autorreferidos. A partir de estas ideas, Maturana se pregunta por el sentido de la vida y el vivir. En relación con ello sostiene que la vida no tiene sentido fuera de sí misma, en tanto que el sentido de los seres vivos es su propio vivir como tales, es decir, la continua realización de sí mismos.

Lo que trata de decir y mostrar Maturana, como él mismo afirma, es que todo ser vivo surge de la propia dinámica relacional de sus componentes, como consecuencia espontánea del operar de éstos o de la propia concatenación del operar de sus componentes como ser vivo, lo cual lo hace un ser vivo. Este do-minio del operar a su vez es distinto y ajeno al dominio de la totalidad a que da origen dicho operar. Esto significa que el ser vivo surge como totalidad en un dominio distinto al operar particular de sus componentes. En este sentido, se diferencia de los sistemas producidos por los seres humanos, cuyo diseño tiene sentido sólo en relación con un producto o con algo distinto al diseño en sí mismo.

Como descubre Maturana, la dinámica molecular que produce a los seres vivos es circular y esta circularidad se da, según el autor, porque hay una red de transformaciones y de producción molecular constitutiva de lo vivo, de tal ma-nera que las moléculas producidas en el operar de esa red interactúan de modo que: generan la red que las produce; dan origen a los bordes y extensión de la red; y configuran el flujo de moléculas que, al incorporarse a la dinámica de la red, se transforman en componentes de ella.

Las ideas de autonomía, autorreferencia y organización circular de las transformaciones y producciones moleculares de los seres vivos son difundidas por primera vez en 1969 por Maturana, al presentar el ensayo «Neurophysiology of cognition»1 en un congreso de antropología en Chicago sobre el tema «El conocer como fenóme-no humano». En 1970, publica una versión ampliada con el título «Biology of cognition»2. Estas ideas constituyen la base de lo que después Maturana y Varela denominan autopoiesis, vocablo que habría surgido de un intercambio de ideas con el filósofo José María Bulnes.

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La autopoiesis u organización de los seres vivos se da en diferentes dominios, con diversas clases de componentes y formando distintos sistemas. Entre tan-tos sistemas moleculares diferentes, los seres vivos son sistemas autopoiéticos moleculares. Las «células» son sistemas de primer orden, porque existen directa-mente como sistemas autopoiéticos moleculares, en tanto que los «organis-mos» son de «segundo orden», porque son agregados de células, mientras que las colmenas, las colonias, las familias y los «sistemas sociales», son sistemas de tercer orden, porque son agregados de organismos. No obstante, Maturana acla-ra que «estos sistemas autopoiéticos de orden superior se realizan a través de la realización de la autopoiesis de sus componentes» pero que, en el caso de los sistemas sociales, «lo que los define como tales no es la autopoiesis de sus componentes, sino la forma de relación entre los organismos que los compo-nen» (Maturana y Varela, 2004:19).

La idea de autopoiesis es desarrollada por Maturana y Varela en 1971 y, hacia fines de este año, la incluyen en un texto de 76 páginas en inglés titulado «Au-topoiesis: the organization of living Systems». Esta versión original en inglés fue publicada recién en 1980,3 cuando la idea había adquirido ya cierta popu-laridad dado que antes, en 1973, fue publicada en Chile una versión en español del texto original4 y, además, a mediados de 1974, fue publicado en inglés un breve artículo que presentaba la noción de «autopoiesis» y desarrollaba un caso mínimo.5 Este artículo fue el primer texto en inglés con la idea de autopoiesis.

Como lo resume el propio Francisco J. Varela García en 1994, en el prefacio de la segunda edición titulada De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo, de su libro publicado con Humberto Maturana Romesín, la autopoiesis se apoya en seis puntos centrales que, entrelazados, especifican su contenido teórico:

1. Los seres vivos son autónomos y autorreferentes.2. Los seres vivos no se constituyen sólo por componentes materiales, sino

también por una organización de lo vivo que opera como configuración o pattern.

3. La organización de lo vivo es un mecanismo de constitución de identidad como entidad material.

4. El proceso de constitución de identidad es circular e implica una auto-producción única de la unidad viviente a nivel celular.

5. Las interacciones de identidad ocurren en la estructura físico-química y en la unidad organizada como identidad autoproducida cuyo punto de referencia es el fenómeno interpretativo de constitución de significa-dos.

6. La constitución de identidad precede al proceso de evolución y lo hace posible a través de series reproductivas con conservación de la identidad (Maturana y Varela, 2004: 45).

3. Maturana, H. y F. Varela (1980). «Autopoiesis and cognition: the realization of the living», Boston studies of philosophy of science, vol. 42, Boston, D. Reidel.

4. Maturana, H. y F. Varela (1973). De máquinas y seres vivos: una teo-ría sobre la organización biológica, Santiago, Editorial Universidad de Chile.

5. Varela, F., H. Maturana y R. Uribe (1974). «Autopoiesis: the organization of living systems, its characterization and a model, Biosystems», Nº 5, pág.187-196.

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A su vez, como también lo señala Varela, estas ideas condensan tres con-ceptos que están en el centro del debate de varias disciplinas:

a) En la naturaleza hay propiedades emergentes o internas que surgen de sus componentes de base, pero que no se reducen a éstos. Un ejemplo de ello es la vida celular.

b) El proceso evolutivo no se explica sólo por la selección externa, sino que requiere de propiedades emergentes o internas que surgen de la autono-mía e individuación de los miembros.

c) El fenómeno interpretativo es la clave de todos los fenómenos cognitivos naturales. Los significados corresponden a identidades bien definidas y no se explican por capturas de información a partir de exterioridades (Maturana y Varela, 2004: 46).

2. Sistemas autorreferenciales autopoiéticos

En la década de 1980, el sociólogo alemán Niklas Luhmann extiende la idea de autopoiesis a las ciencias sociales. Utiliza esta idea como categoría central de la teoría que desarrolla sobre la sociedad y los sistemas sociales. Precisamente, los considera sistemas autorreferenciales autopoiéticos, porque estarían constituidos básicamente por elementos producidos por los propios sistemas de los cuales estos mismos elementos serían partes componentes. Luhmann se refiere a esta idea por primera vez en su ensayo «Autopiesis, acción y entendimien-to comunicativo», publicado en 1982. Luego, la desarrolla y fundamenta en su obra principal Sistemas sociales: lineamientos para una teoría general, publicada en 1984.

¿De qué trata la teoría sociológica de los sistemas autorreferenciales autopoiéti-cos? Ante todo, es necesaria una breve referencia a las teorías e instrumentos conceptuales que utiliza Luhmann para construir y fundamentar su propia teoría. Para Izuzquiza, nutre su pensamiento en tres grandes fuentes: la teoría de sistemas, la teoría de la comunicación y la teoría de la evolución. Utiliza la primera como esquema de observación, para reconocer diferencias, en tanto que para el análisis utiliza los sistemas como sujetos y no los seres humanos. Luhmann emplea tres sistemas: vivos u orgánicos, psíquicos y sociales. Como se basa en la teoría de sistemas de Bertalanffy y en la teoría estructural-funcionalista de Parsons, con la combinación de ambas y algunas críticas que realiza, construye lo que él denomina «teoría funcional-estructuralista de sistemas» (Izuzquiza, 2008: 96, 142-143).

Luhmann critica el concepto de acción social de Parsons y lo considera ligado al concepto tradicional de sujeto, con sus componentes de intencionalidad, axiología, finalidad, etcétera, que él rechaza. Asimismo, critica la falta de ra-

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dicalidad en el uso del método funcional, proponiendo en cambio un concepto de función en sentido lógico-matemático del término, es decir, como un esquema lógico-regulador que permita comparar sucesos entre sí, como equivalentes funcionales. De igual manera, considera que el análisis funcional debe despo-jarse de toda referencia ontológica y de toda causalidad, ya que ésta es un caso de análisis funcional y no el funcionalismo un caso particular de causalidad. Por otra parte, considera que la función antecede a la estructura y puede ser cumplida por diversos equivalentes funcionales.

De esta manera, sustituye las categorías tradicionales de la teoría de la ac-ción social por categorías sistémicas basadas en el dinamismo de la función, lo que implica un mundo de posibilidades, de alternativas diversas, de proble-mas de elección, es decir, un mundo dominado por la complejidad. Este concepto es central en la teoría de Luhmann y proviene de la cibernética. La complejidad no es una propiedad sino un concepto multidimensional, que implica multi-plicidad de relaciones posibles, alternativas diferentes, dinamismo irreversi-ble, diferencia, negación antes que afirmación. Supone una forma particular de racionalidad fundada precisamente en la diferencia, pero de manera autorre-ferente, que se da «cuando se refleja en la unidad de la diferencia» (Luhmann, 1998: 420).

Luhmann utiliza la autorreferencia como perspectiva teórica e instrumento conceptual, considerándola una particular «forma de relación», que tiene que ver con la circularidad de su pensamiento. Sin embargo, es un concepto tomado con reserva en el pensamiento occidental, por el riesgo de relación circular viciosa (Izuzquiza, 2008: 105). No obstante, Luhmann conjura este peligro in-troduciendo el concepto de diferencia en la noción misma de «autorreferen-cia», ya que designa como «autorreferente» a toda operación que se refiere a otra cosa y, mediante ella, a sí misma, pero de manera asimétrica. Esta asi-metría señala la diferencia y constituye un componente clave en la definición misma de autorreferencia.

La autorreferencia señala un doble dominio del sí mismo. Por un lado, un objeto autorreferente es él mismo pero, por otro lado y al mismo tiempo, es una unidad de referencia para sí mismo. En otras palabras, es una unidad reforzada por la re-ferencia a sí misma, pero que a su vez se identifica como diferente a los demás. Por lo tanto, la autorreferencia implica un doble juego de identidad y diferencia. Es paradójica, porque implica simultáneamente un camino de unidad y un camino de diferencia. Como lo señala el propio Luhmann, «la autorreferencia del concepto de diferencia constituye la unidad de la diferencia»(Luhmann, 1998: 419).

La autorreferencia no sólo es asimétrica y paradójica, sino que se identifica y es el correlato de la complejidad, que es una de las categorías centrales del pen-samiento de Luhmann. La autorreferencia es compleja porque supone un juego de identidades y diferencias, de múltiples posibilidades de distinción de los otros y de sí mismo, de modos contingentes de ser y de relacionarse con otros

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y consigo mismo. Es decir, supone un modo de constitución múltiple, y por tan-to complejo, de identidades y diferencias, de paradojas y asimetrías. Luhmann atribuye todos estos rasgos a la sociedad y a los sistemas sociales, cuyos sujetos o unidades de análisis son los «sistemas de comunicación» y no la «acción so-cial» de Parsons ni la «acción comunicativa» de Habermas. Precisamente, con la intención de diferenciarse de éstos, se refiere a los sistemas sociales como «sistemas autorreferenciales», condensando en este adjetivo los rasgos seña-lados anteriormente.

Sin embargo, en la construcción de su propia teoría, además de la idea de autorreferencia, Luhmann incorpora en 1982 la idea de autopoiesis, desarrollada por Maturana y Varela. Estos autores publican su teoría en inglés en 1980, como vimos anteriormente, y en 1981 Milan Zeleny6 publica como editora una intro-ducción a la teoría de la autopoiesis, aportando bibliografía sobre un tema que se difunde rápidamente a partir de estas publicaciones. Entre la idea de «auto-rreferencia» y la idea de autopoiesis se establece una relación muy estrecha, ya que la primera es como el tejido de la segunda. Como lo sostiene Izuzquiza, «el empleo del concepto de autopoiesis tiene, para Luhmann, el valor de nuevo paradigma epistémico, un verdadero camino nuevo de pensamiento» (Izuz-quiza, 2008: 110).

Con esta nueva incorporación, Luhmann se diferencia de la teoría de sis-temas abiertos de Bertalanffy y desarrolla su propia teoría de la sociedad y de los sistemas sociales como sistemas autorreferenciales autopoiéticos. Combinando la teoría de la «autopoiesis» con la teoría de sistemas, Luhmann sostiene que «un sistema autopoiético puede representarse como algo “autónomo”, sobre la base de una “organización cerrada” de reproducción autorreferencial» (Luh-mann, 2005: 105). Aparecen aquí varias ideas ya mencionadas anteriormente: la autonomía de los seres vivos, la circularidad de los procesos, la autorrefe-rencialidad, la idea de cierre o de fronteras o de límites de los sistemas. El propio autor aclara la relación entre estas ideas: «en el ámbito de los sistemas autopoiéticos, la clausura circular interna es condición “sine qua non” para la continuidad de la autorreproducción del sistema y que el cese de la misma significaría la muerte» (Luhmann, 2005: 106).

De esta manera, en los sistemas autorreferenciales autopoiéticos, el sistema pro-duce sus propias unidades o elementos componentes y su propia estructura. En esto Luhmann se diferencia de las teorías de la autoorganización, que sostienen que los sistemas crean sus propias estructuras pero no los elementos disponi-bles, y también de la teoría de los sistemas abiertos, basados en inputs de elementos del entorno que el sistema transforma en outputs. En los sistemas autopoiéticos, en cambio, hay «clausura circular interna», como condición imprescindible para la continuidad autorreproductiva del sistema. La clausura permite la au-toproducción de los elementos y de la estructura y esto, a su vez, de manera autorreferencial, permite la autorreproducción del sistema.

6. Zeleny, M. (ed.) (1981). «Au-topoiesis. A Theory of Living Or-ganization», New York, North-Holland.

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Asimismo, en correspondencia con estas ideas, los sistemas autorreferenciales autopoiéticos no son teleológicos, pues no tienen causalidad ni finalidad, tal como tradicionalmente se entienden estos términos. Lo único que puede afec-tar a estos sistemas es la decisión de continuar o no con la autorreproducción del sistema. Esta decisión depende del mismo sistema y no de alguna causa externa al mismo. Para Luhman, estos sistemas desarrollan tres operaciones autopoiéticas fundamentales: la vida, la conciencia y la comunicación. Estas operaciones corresponden a los tres tipos de sistemas que él incluye en su teo-ría: los sistemas orgánicos, los sistemas psíquicos y los sistemas sociales.

Al tener «clausura circular interna, los sistemas autorreferenciales auto-poiéticos» podrían quedar aislados unos de otros, sin contacto entre sí. Este problema lo soluciona Luhmann retomando de Parsons, con alguna varia-ción, el «concepto de interpenetración». Hasta tal punto es importante este concepto para él, que dedica todo un capítulo de su obra principal, el capítulo 6, para explicarlo. La importancia radica en que este concepto le permite ex-plicar el mecanismo mismo de constitución de la sociedad como complejo de «siste-mas sociales». Para Luhmann, los seres humanos son parte del «entorno» de la sociedad y no parte de la sociedad misma, en tanto que la expresión «seres humanos» incluye los «sistemas psíquicos» y los «sistemas orgánicos» de los hombres. Para conjurar el peligro de una «sociedad sin hombres» (Izuzqui-za, 2008) que podría derivarse de esto, Luhmann aclara: «Quien sospeche esto, no ha entendido el cambio de paradigma de la teoría de sistemas. La teoría de sistemas parte de la unidad de la diferencia entre sistema y entorno. El entor-no es un momento constitutivo de esta diferencia y, por lo tanto, no es menos importante que el sistema mismo» (Luhmann, 1998: 201).

La interpenetración no es una relación entre sistema y entorno, sino entre sistemas que pertenecen recíprocamente uno al entorno del otro. Hay «pene-tración» cuando un sistema pone a disposición su propia complejidad para constituir otro sistema, mientras que hay «interpenetración» cuando esta si-tuación es recíproca, es decir, cuando cada sistema posibilita la constitución del otro de manera recíproca, como codeterminación (Luhmann, 1998: 202). Esto puede darse sólo entre «sistemas autopoiéticos» y particularmente entre los sistemas «orgánicos, psíquicos y sociales», donde la complejidad que se pone a disposición es la «vida, la conciencia y la comunicación». La vida y la conciencia son las condiciones previas para la comunicación, en tanto que los sistemas sociales pueden autorreproducirse sólo si se garantiza la autorrepro-ducción de los sistemas orgánicos y psíquicos (Luhmann, 1998: 206).

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3. Sistemas organizacionales de decisiones

A fines de la década de 1970, antes de incorporar a su teoría el concepto de autopoiesis y de publicar su obra principal, Luhmann publica un ensayo que titula Organización y decisión, donde se refiere a las organizaciones como «sis-temas sociales» constituidos por decisiones. Como muchos de los conceptos analizados en este ensayo son retomados y ampliados por el autor en las pu-blicaciones de la década de 1980, a las cuales ya nos referimos anteriormente en este trabajo, sólo abordamos aquí algunas cuestiones específicas referidas a los «sistemas organizacionales de decisiones» como formas particulares de «sistemas sociales».

Las ideas de Luhmann en este ensayo se centran en la «relación entre orga-nización y decisión», que él ubica como parte de y no por fuera de la sociedad. Como antecedentes menciona la «idea de organización» como orden u organismo, su vinculación con el Estado y la economía como realización de la autoridad o de la producción y su conceptualización como un esquema racional cuyo progreso se mide en función de un ideal, como la burocracia de Weber o, en términos más actuales, la tecnocracia. Desde la década de 1920, se plantean al menos tres puntos de vista en los estudios organizacionales: a) el enfoque de separa-ción entre la teoría de la organización y la teoría de la sociedad, b) el interés por problemáticas específicas de las organizaciones, y c) el interés por la rela-ción entre organización y decisión. Este último enfoque, al que parece adherir Luhmann, renuncia al concepto de mercado de competencia perfecta y, por tanto, también a la idea de decisiones organizacionales únicas, correctas u óptimas.

En relación al concepto de decisión, tradicionalmente se piensa en un proce-so de reflexión que sirve de preparación para la acción, de tal manera que cada acción requiere una decisión y cada decisión requiere una acción. Luhman rechaza esta concepción, sosteniendo que las decisiones tienen que ver con la elección entre varias posibilidades planteadas como alternativas y que, por lo tanto, cada decisión tiene una doble unidad: a) la relación de diferencia entre alternativas, y b) la alternativa elegida. El proceso de decisión consiste en pasar de la unidad a a la unidad b, convirtiendo la incertidumbre en riesgo. En este proceso, no sólo interesa elegir una alternativa que resista el riesgo de constituirse en la alternativa elegida, sino también el horizonte de posibilida-des de elección o la constelación de alternativas en un contexto.

Los «sistemas organizacionales» son «sistemas sociales» constituidos por decisiones que producen y a su vez son producidas por otras decisiones, en un complejo proceso de «selección interna» de relaciones entre decisiones que se da en un tiempo determinado. Este proceso produce sucesos internos que no tienen correspondencia en el entorno, aunque de todas maneras siempre un sistema es menos complejo que su entorno. Las decisiones funcionan como elementos no reductibles en los sistemas organizacionales, es decir, permane-

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cen como «unidades» más allá del hecho de que puedan descomponerse en deci-siones de menor complejidad, o funcionar como premisas de otras decisiones, o integrar decisiones más complejas o una red de decisiones.

Luhmann rechaza la «racionalidad clásica de medios y fines», sosteniendo que los fines en realidad pueden ser vistos como consecuencias de una elección y, por lo tanto, también como una decisión. De esta manera, toda decisión se constituyen por el juego de «dos decisiones» que se limitan y condicionan mu-tuamente: la «decisión sobre los medios y la decisión sobre los fines». En este sentido, el autor reemplaza el concepto de fin por el concepto más general de pre-misas de decisión. En consecuencia, «toda decisión es una relación de decisiones» y la racionalidad de la decisión es una racionalidad de conexión. Esto también define la complejidad de las decisiones, ya que las decisiones se relacionan unas con otras y funcionan unas para con otras como «premisas de decisión». Las organizaciones construyen estas premisas como «principios o reglas de deci-sión», de tal manera que si bien las decisiones son los elementos del sistema organizacional, estos elementos no están disponibles naturalmente sino como «artefactos» del mismo sistema y como condición de posibilidad que él mismo habilita.

Por otra parte, como unidades constitutivas de los «sistemas organizaciona-les», las decisiones son elementos combinatorios de «sistemas sociales comple-jos», cuya unidad en cuanto elemento y cuya contingencia son constituidas en el sistema mismo. En los «sistemas organizacionales», sólo se llega a decisiones mediante la relación con otras decisiones que sirven como supuestos. De manera general, cada decisión se constituye dentro del horizonte de otras decisiones, mediante un proceso de interpretación y reflexión que funciona en el sistema mismo. Tal el caso, por ejemplo, del proceso de planificación, que consiste bá-sicamente en decidir las premisas de decisión para otras decisiones futuras. En este caso, la reflexividad tiene un efecto de ligazón con el tiempo, que actúa como catalizador.

En la relación de la «sociedad» con los «sistemas organizacionales» surge el problema de los «límites» o fronteras. Como principio general, que rescata de la teoría de sistemas, Luhmann sostiene que «son los límites del sistema los que constituyen un sistema, al estructurar un comportamiento selectivo con respecto al entorno» (Luhmann, 2005: 54). Tanto la sociedad como los sistemas organizacionales toman decisiones y la relación entre éstas determina el campo de posibilidades de elección y los límites o fronteras de decisión. Estos límites no sólo actúan como línea divisoria, sino también como reglas o premisas de decisión.

El desarrollo de los sistemas organizacionales no es independiente de los acontecimientos societales y, por otra parte, toda organización supone que su entorno también está organizado y que toma decisiones. En este sentido, para Luhmann, el desarrollo de sistemas organizacionales se vio favorecido en la so-ciedad moderna por al menos tres condiciones estructurales: a) la diferencia-

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ción social y la monetarización del sistema económico, b) la legalización de la vida ciudadana, y c) la ampliación de la vida social más allá del hogar y la familia, por la educación escolar y el mundo del trabajo.

Tal como luego lo profundiza el propio Luhmann en la década de 1980, in-corporando a su propia teoría la teoría de la autopoiesis, ya en este ensayo Or-ganización y decisión, de fines de la década de 1970, sostiene que la existencia de organizaciones es el supuesto indispensable e incluso el motivo principal para el surgimiento de organizaciones. Es decir, las organizaciones fundan orga-nizaciones y la red de relaciones interorganizacionales es la que estimula su propio crecimiento. En síntesis, la sociedad crea organizaciones y con esto se transforma a sí misma como entorno de dichas organizaciones.

Algunas conclusiones

Los aportes de Maturana y Varela fueron decisivos en el proceso de construc-ción teórica del pensamiento sociológico de Niklas Luhmann. En efecto, tanto la «teoría de la autopoiesis» desarrollada por aquellos, como la «teoría de los sistemas abiertos» de von Bertalanffy, la «teoría de la comunicación» y la «teo-ría de la evolución», le permiten a Luhmann construir su propia teoría y fun-damentarla. Entre los aportes de los chilenos, son fundamentales las nocio-nes de autonomía y autorreferencia de los seres vivos, la circularidad de los procesos moleculares autopoiéticos, la configuración de identidades únicas que anteceden al proceso evolutivo y el fenómeno interpretativo como «fenómeno cognitivo natural» de estructuras físico-químicas y unidades organizadas, cuyos signi-ficados corresponden a identidades bien definidas.

Luhmann concibe a la sociedad y a los sistemas sociales como «sistemas autorreferenciales autopoiéticos», constituidos por elementos producidos por los propios sistemas de los cuales estos mismos elementos son partes compo-nentes. Considera a los sistemas como «sujetos» y a los seres humanos como entorno de los mismos. La complejidad, la autorreferencia y la clausura circular interna son nociones que explican la continuidad de la autoreproducción de la sociedad y de los sistemas sociales, mediante procesos simultáneos y paradójicos de identidad y de diferencia. Los sistemas luhmannianos son «orgánicos, psíquicos y sociales», producen «vida, conciencia y comunicación», respectivamente, sólo dependen de sí mismos y no tienen causalidad externa ni finalidad. No obstante, tienen interpenetración, concepto que expresa la relación entre siste-mas que pertenecen recíprocamente uno al entorno del otro.

En el pensamiento luhmanniano, las organizaciones son sistemas sociales constituidos por decisiones. En éstas hay una «doble unidad», dada por la re-lación de diferencia entre alternativas y por la alternativa elegida. Las deci-siones producen y son producidas por otras decisiones, no están sujetas a la

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racionalidad de medios y fines sino a una racionalidad de conexión entre «de-cisiones sobre medios» y «decisiones sobre fines» que operan como «premisas de decisión».

Las organizaciones deciden estas premisas como «reglas o principios», me-diante procesos de interpretación y reflexión sobre los «límites» entre la so-ciedad y la organización. Estos límites operan como «premisas de decisión» y son constitutivos de los sistemas organizacionales, al estructurar comporta-mientos selectivos respecto a la sociedad que es su entorno. Para Luhmann, el desarrollo de las organizaciones fue favorecido por los procesos de diferen-ciación social y monetarización, por la legalización de la vida social y por la ampliación del ámbito de vida familiar y doméstico provocado por los procesos de escolarización y de desarrollo del mercado laboral.°

Bibliografía

Izuzquiza, I. (2008). La sociedad sin hombres. Niklas Luhmann o la teoría como escándalo. Barcelona: Anthropos.

Luhmann, N. (1998). Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general. Barcelona: Antrhopos – Universidad Iberoamericana – Centro Editorial Javeriano Pontificia Universidad Javeriana.

— (2005). Organización y decisión. Autopoiesis, acción y entendimiento comuni-cativo. Barcelona: Antrhopos – Universidad Iberoamericana.

Maturana, R. H. y G. F. Varela (2004). De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo. Buenos Aires: Grupo Editorial Lumen – Editorial Universitaria.

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Esto es […] paralelamente a la emergencia de nuevos campos de acción política, comenzaron a surgir nuevas formas análogas

de «hacer política» y también los nuevos agentes políticos.

Norbert Lechner (1984)

Introducción

El campo de las ciencias sociales y del Trabajo Social en los últimos años identifica la intervención asociada a escenarios, para hacer así referencia al lugar-situación donde se producen mutaciones, cambios, tensiones y trans-formaciones en un espacio y lugar delimitados y donde se desarrollan pape-les ejecutados por sujetos individuales y/o colectivos a los que se denomina actores. Estas interacciones e intercambios forjan identidades individuales y colectivas, subjetividades también individuales y colectivas. Los actores socia-les colectivos protagonizan acciones —«contenciosas» o no, riesgosas o no, al decir de Sidney Tarrow (1998)— que expresan la heterogeneidad de los sujetos que interactúan así como demandas a otro actor/institución, generalmente al Estado, aunque no de manera exclusiva ya que también se interpela a la socie-dad como conjunto de personas. Estos actores se fijan objetivos de acción, de interpelación y de transformación.

Para estas nuevas (pero no tan recientes) consideraciones y formas de inter-pretación de las relaciones recíprocas entre el Estado y los actores, el Estado y la sociedad, el Estado y las organizaciones; dichas relaciones son cambiantes, inestables, cíclicas y, según los estudios de Sidney Tarrow, forjan «ciclos de acción» o de «flujo» y de «reflujo», como señala Orlando Sáenz (1985).

Si evocamos la realidad social de la Argentina a partir del año 2001 des-de estas perspectivas de acción pública, por un lado, y de conocimiento, por otro, encontramos procesos intermitentes de mayor o menor conflicto social, de protestas con empates entre adversarios, hegemonías perdidas, dinámicas relacionales ascendentes o descendentes, y en todos los casos nuevas y dife-rentes relaciones entre el Estado y la sociedad (achicamiento del primero, am-pliación y fragmentación de la segunda).

Movimientos sociales y organizaciones sociales. La recapitulación necesaria en la intervención de las y los trabajadores sociales

María Felicitas Elías

Dedico este artículo al amigo, maestro y compañero Mario Heler. Reconozco en él al incansable, solidario y apasionado profesor que

acompañó reflexiones sobre la disciplina, el quehacer de las y los tra-bajadores sociales y también la vida política de la Facultad de Cien-

cias Sociales – uba. ¡Amigo, una tristeza tu partida tan pronta! °

Datos de la autora:Magister en Políticas y Movi-mientos Sociales. Docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales, uba. Es especialista en Administración y Gestión de Políticas Sociales y doctoranda del Programa de Doctorado en Ciencias Sociales, ambas de la Facultad de Ciencias Sociales, uba.

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Los enfoques que ofrecen Manuel Castells, Alain Touraine, Maristela Svam-pa, Federico Schuster y Adrian Scribano para conceptualizar estas acciones y estas diferentes formas de hacer política, de obtener poder o mejoría en la co-rrelación de fuerzas para el logro de tales o cuales objetivos (que no dejan de hacer referencia a la condición de sujetos históricos), dan cuenta de la condición multicultural de Latinoamérica, como así también de condicionamientos de clase y de imaginarios variopintos. Algunos actores / movimientos disputan mayor participación en la riqueza del país; otros, no ser excluidos de la exis-tencia social; muchos, seguir siendo ciudadanos en esta Argentina bicentena-ria. Demás está señalar que subyace a estas reflexiones sobre los movimientos sociales (mm. ss.) y el Trabajo Social (ts) la concepción del Estado como estruc-tura de poder, con capacidad para la acción social y política, en la consecución de propuestas que orienten su desenvolvimiento, y no sólo como el oponente preferencial de los mm. ss. y/o agente empleador y dador de legitimidad a la acción profesional que desarrollan los y las profesionales del Trabajo Social.

El objetivo de este artículo es actualizar reflexiones y escritos, compartir perspectivas teóricas acerca de los movimientos sociales y las condiciones esenciales que los configuran y apoyan en su estructura interna, siendo es-tas cuestiones las que dan lugar a nuevos debates en el seno de la disciplina. Los sujetos colectivos están y siguen vigentes, son importantes y legítimos a la hora de definir el campo de intervención comunitaria de la disciplina y se re-legitiman tanto como lo hacen las organizaciones sociales. Ambos actores (movimientos y organizaciones) asociados a la práctica profesional, la inter-vención comunitaria y la intervención barrial, tienen raíces y tradiciones que los ligan a las organizaciones libres del pueblo.

Este artículo es una versión mejorada del denominado: «Movimientos So-ciales y organizaciones sociales: La acción colectiva en la construcción de nue-vos sujetos y organizaciones sociales. Los modernos mm. ss. y la legitimidad de la intervención comunitaria del ts. Recapitulación necesaria» publicado en <www.sociales.uba.ar/catedras/elias/artículos>.

La acción colectiva, las ciencias sociales y el Trabajo Social

Las ideas anteriormente desarrolladas no se hicieron presentes en las ciencias sociales latinoamericanas sino hasta mediados de la década de 1960. Tampoco en el Trabajo Social «desarrollista» —si cabe esa denominación— para el Ser-vicio Social argentino de esa época. Al asistido / beneficiario se lo consideraba en su condición de individuo integrante de la sociedad. Como tal participaba y formaba parte de las instituciones sociales primarias: la familia, los ami-gos, las vecindades. En caso que fueran reconocidos «pobres» y/o «margina-les» debían ser «educados» por el omnipresente Estado de Bienestar para gozar

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de la integración al mundo del trabajo: el sujeto preso de la «jaula de hierro» weberiana podía ser disfuncional y carente pero estaba en el borde del sistema capitalista central o periférico y como tal era receptor de política pública, en tanto que su sociabilidad (considerada relaciones sociales) seguía la dirección unívoca de la sociología clásica de Emile Durkheim y Max Weber.

Pero la sociedad y las interpretaciones resultaron no ser únicamente la «jaula de hierro» que absorbía demandas y generaba políticas de sumisión, de sometimiento, de disciplinamiento y coerción. También había lugar para las acciones de grupos sociales disconformes, ciclos de conflictos generadores de «acciones colectivas» (Tarrow, 2004) que las sociedades nacionales incorpo-raron, no sin temblores, al calor de los avances y contradicciones del capita-lismo.

Tal como señala Sidney Tarrow, las interpretaciones de Carlos Marx, Vla-dimir Ilich Lenin y Antonio Gramschi sobre los avatares revolucionarios que conmovieron a Europa en 1848, comenzaron a «hacer visible» a un actor social que cuestionaba al sistema y a los Estados nacionales. La Asistencia Social (an-tecesora del Trabajo Social), alejada de las ciencias sociales y cercana al mode-lo higienista, se aplicaba como herramienta «conservadora», dirá José Paulo Netto, ya que buscaba apaciguar la miseria; en tanto que las ciencias sociales se dedicaban a estudiar y a formular teorías para descifrar y comprender esos fenómenos: la pobreza, los pobres, la miseria, los miserables, con el objetivo de anticipar conductas colectivas desestabilizadoras.

Un siglo después —también en Europa—, más precisamente luego de mayo de 1968, Alain Touraine (a posteriori de los episodios colectivos y callejeros deno-minados Mayo Francés) ratificaba la presencia de nuevos personajes, de nue-vos actores en la sociedad. Y los caracterizó con capacidad de «acciones colec-tivas, fuertemente organizadas con fines bien explícitos, con una base social definida por su pertenencia social y con un adversario que sea un grupo social claramente circunscrito» (Touraine, 1969). De esta forma presentaba a los mo-vimientos sociales, más particularmente a los nuevos movimientos sociales. Esos actores propugnaban romper la jaula de hierro weberiana y eran objeto de estudio de cientistas sociales que buscaban explicaciones e interpretaciones a las demandas y cimbronazos sociales. Hubo quienes como Manuel Castells, Pablo Vila, Richard Nehuaus, Elisabeht Jelin y Alain Touraine se volcaron a es-tudios empíricos en campo, con la finalidad de investigar para comprender es-tas formas de expresión novedosas. Y bien lo señalaba Tilman Evers cuando en 1985 escribía: «No sabemos lo que son estos nuevos movimientos sociales, […] Puesto que el máximo error, […] sería insistir en viejas categorías de probada inadecuación, tenemos libertad para experimentar. En cierto modo, esta mis-ma experimentación formará parte del movimiento. Como punto de partida, tal vez lo más prudente en ese campo sea […] reflexionar sobre la ruptura entre realidad y percepción: ¿qué es, en estos nuevos fenómenos lo que subvierte las nuevas categorías?» (Tilman Evers, 1985: 32).

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Promediando la década de 1970, transcurrido ya el proceso reconceptuali-zador en el Trabajo Social latinoamericano —seguramente más urgido por la realidad social que por los propios avatares del campo disciplinar—, ante los movimientos populares y revolucionarios latinoamericanos y la evidente par-ticipación de cuadros profesionales-militantes en prácticas políticas externas a las instituciones (si se quiere prácticas ajenas a la inserción profesional), se comenzó a utilizar la novedosa categoría de «movimientos sociales» para explicar, explicarse, preguntar y preguntarse y por sobretodo fortalecer la elec-ción junto a los grupos populares, ya en calidad de sujeto colectivo que debía ser acompañado. Expresión de esas prácticas y de tales reflexiones que se dan al interior de la disciplina, se concretan eventos de tipo académico, entre prin-cipios de 1980 y fines del año 1988, que concitan el interés y la concurrencia de trabajadoras y trabajadores sociales; prueba de lo cual son los artículos, relatos y análisis de experiencias publicadas (especialmente me refiero a las organiza-das y editadas por el Centro Latinoamericano de Trabajo Social – celats).

Ya en el siglo que transitamos, con democracias estables y gobiernos elegi-dos con regularidad en la mayoría de los países latinoamericanos (excepto la República de Honduras*), con la aproximación y/o la integración del Trabajo Social al campo de las ciencias sociales, se produce como hecho natural la in-corporación de los lineamientos acerca de la «acción colectiva». Acción colec-tiva como teoría que propone la ciencia política para explicar las relaciones en la sociedad civil y las disputas por el reconocimiento de derechos, sin dejar de lado la perspectiva de movimientos sociales aportada por los autores clásicos. Los interrogantes de Tilman Evers, las afirmaciones de Alain Touraine y las investigaciones de Manuel Castells en Estados Unidos y Europa, sumadas a los estudios de Elisabeth Jelin, Pablo Vila, María Inés González Bombal, Luis Fara y otros para el caso de la Argentina, exponen recorridos, debates e inves-tigaciones empíricas que además de fortalecer la categoría, permiten advertir sobre diferentes perspectivas ideológicas utilizadas para analizar las acciones colectivas y los lineamientos de acción de estos actores.

Recalco entonces: en sociedades acuciadas por el conflicto social, en las que el mercado se instaló como reemplazante eficiente del Estado y dejó estructu-ras sociales minadas por la fragmentación social y una gran cantidad de exclui-dos, ¿es la «acción colectiva contenciosa» de Sidney Tarrow una de las propues-tas teórico-políticas para explicar la confrontación? En sociedades en las que la exclusión se juega en el empleo, la obtención de los alimentos, los recursos naturales, la tierra como propiedad y como lugar presuntamente preservado de desastres naturales (erupciones, inundaciones, maremotos, etcétera) ¿es la acción colectiva la explicación que brindan las ciencias sociales y el Trabajo So-cial? Y lo que es más: ¿son las organizaciones sociales el remedo del Estado?

Para el Trabajo Social y su acción profesional en el territorio, la perspectiva teórica y la práctica de los movimientos sociales implicaron la posibilidad de reconocerse «formando parte de», incluirse sin vanguardismos en las accio-

* N. del E.: se refiere al golpe de Estado del 28 de junio de 2009 que destituyó al presidente Ma-nuel Zelaya.

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nes de corto y mediano plazo de sectores y grupos a los que el Trabajo Social dice servir y con los que mayoritariamente trabaja cotidianamente. También le permitieron aplicar metodologías de diagnóstico social participativo, estra-tégico o problemático integrado dejando de lado el usual y encubierto «sentido común». Asimismo, le facilitaron validarse en acciones metódicas, en aplica-ción de saberes y en la sistematización de sus prácticas productoras de conoci-miento válido para la intervención; así como en la determinación del objeto de intervención y en las estrategias de acción profesional.

Muchas veces por su propio nacimiento, dinámica y evolución, los movi-mientos sociales se convierten en reaseguro contra la penetración de instru-mentos tecnocráticos, los cuales en realidad operan cual espejismos de acción liberadora y autonomizadora de grupos y organizaciones comunitarias, pero que no son más que acciones coyunturales guiadas por teorías originadas en países centrales u organismos internacionales financiadores de programas (otra vez) focalizados.

Sydney Tarrow, politólogo estadounidense, profesor de la Universidad de Cornell, señala en El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política: «La acción colectiva adopta muchas formas: puede ser breve o man-tenida, institucionalizada o subversiva, monótona o dramática. En su mayor parte se produce en el marco de las instituciones por parte de grupos constitui-dos que actúan en nombre de objetivos legítimos. Se convierte en contenciosa cuando es utilizada por gente que carece de acceso regular a las instituciones, que actúa en nombre de reivindicaciones nuevas o no aceptadas y que se con-duce de un modo que constituye una amenaza fundamental para otros o las autoridades» (2004: 23).

El autor agrega que el extremismo, la privación y la violencia son propie-dades básicas de los mm. ss. y, como individualista metodológico, indica que es un recurso importante y casi el único «del que dispone la mayoría de la gen-te para enfrentarse a adversarios mejor equipados o a Estados poderosos», así como que la acción colectiva «contenciosa» es la base de los mm. ss.

Por ello y como parte de la recapitulación que se propone en este artículo, se precisa la caracterización de los mm. ss. como aquellas disputas colectivas planteadas por personas agrupadas que comparten objetivos comunes y soli-daridad, siendo parte de acciones e interacciones que establecen con/contra grupos dirigentes, elites, intereses opuestos y funcionarios de gobiernos en sus distintos estamentos, en pos del logro de ciudadanía y derechos. Enton-ces, desde este punto de vista y en perspectiva situacional: ¿quiénes son ac-tores colectivos hoy en la República Argentina? ¿Los organismos de Derechos Humanos?, ¿las ONGs?, ¿los movimientos piqueteros?, ¿los grupos que inten-tan transformar las condiciones de vida? ¿Qué papel cumplen los estudiantes, los trabajadores, las organizaciones sociales? Estos interrogantes serán parte y respuesta de otro escrito y quedan por el momento como resonancia y preocu-pación, tanto sea del Trabajo Social como de los profesionales responsables a la hora de la intervención social.

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Los movimientos, las organizaciones sociales y el Trabajo Social

La investigación y el análisis de los movimientos sociales, así como la pers-pectiva desde la que se los conoce y analiza, facilitan al Trabajo Social —que planifica y desarrolla intervenciones comunitarias con sujetos individuales y/o colectivos— leer la intervención cercana a los actores, a las demandas, a las prácticas sociales actuales, para luego dar cuenta del diagnóstico de situación dirigido a acciones transformadoras. Esa lectura y ese análisis se contextualizan obligadamente en la heterogeneidad social, en las diversas particularidades de las pobrezas de las y los ciudadanos empobrecidos y de las prácticas del pueblo. Entonces, cabe preguntar, junto con Tilman Evers (1985: 31): «¿Quién —o qué— se está moviendo en los llamados nuevos movi-mientos sociales de América Latina? ¿Cómo, por qué, hacia dónde? Nuestras dudas aumentan a medida que proliferan los nuevos grupos sociales [...] que irrumpen espontáneamente en el escenario político […] que se transforman en focos de comunicación y de conciencia social […] estigmas de miseria, opresión política y devastación cultural prácticamente en todos los miembros de las clases bajas.

» No se trata sólo de que la realidad esté cambiando: está escapando a nues-tros modos de percepción y a nuestros instrumentos de interpretación. Lo que se dice respecto a los países industrializados de Europa Occidental probable-mente deba aplicarse también a América Latina: el lazo entre los movimientos sociales y el conocimiento de lo social se ha roto. Cualquier tentativa de re-construirlo debe partir del doloroso reconocimiento de esa ruptura.»

Estos interrogantes llevan a considerar que las tres condiciones esenciales de los movimientos sociales son:

1. La existencia de objetivos comunes (metas) y el principio de identidad en-raizado en los ideales afianzados por la participación colectiva. Ideales ob-jetivados que implican disputa por el logro de tal o cual reivindicación y son aquello que define la razón, las características propias del movimien-to. Es pertinente pensar entonces qué intereses defiende un determinado movimiento, qué grupos sociales representa, en nombre de quién habla. Las respuestas a estos interrogantes se encuentran en sus objetivos, puesto que ellos son fundantes de reivindicaciones, de necesidades vividas y sen-tidas.

2. El alto contenido de participación (movilización) que se canaliza en la opo-sición un antagonista o adversario (la sociedad, el Estado autoritario, el conservadurismo en las ideas) y se expresa en la naturaleza del conflicto, en la negativa a mantener la situación que se cuestiona. Por ejemplo: los intereses y privilegios que disputa, los grupos y agentes sociales a los que enfrenta, la restricción de derechos que encarna, y también la represión que genera.

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3. La solidaridad, que es también conciencia de clase y se explica por el prin-cipio de totalidad o por la capacidad de declarar qué valores generales pro-mueve, cuáles ideales lo inspiran, qué proyecto histórico propone, cuál es el modelo de sociedad por el que lucha ese movimiento referenciando a un sujeto histórico. Asimismo, implica la posibilidad de estructurar un pro-yecto o diseño alternativo que transforme el orden social injusto o inequi-tativo.

Estas mismas condiciones acompañan y son la plataforma necesaria para

el trabajador social en su actividad profesional barrial o comunitaria. Tarea que entonces, lejos de considerar únicamente la perspectiva de intervención social, se integra a esta nueva visibilización de los sujetos colectivos y del pro-pio Trabajo Social, lo cual no es más que aquello que los expertos reconocen como la estructura interna de los movimientos sociales.

Esto se vincula puntualmente con la propuesta de Orlando Sáenz. La misma remite a caracterizar la «estructura interna» a partir de indicadores y dimen-siones que facilitan el estudio y el reconocimiento en territorio, que permiten analizar la capacidad que tiene tal o cuál evento o serie de eventos protagónicos de grupos movilizados para constituirse en esa nueva forma de expresión colec-tiva, en esa búsqueda de transformación del orden social injusto.

La estructura interna implica elementos esenciales que suponen una particu-lar combinación de sus componentes invariantes y son:

a) El contenido estructural: habla de las contradicciones de orden económico, político e ideológico a partir de las cuales se define el conflicto. Implica oposición entre distintos agentes sociales que integran una contradic-ción principal.

b) La base social: determina el contenido estructural. Refiere a la población afectada por la cuestión que está en juego. Representa a la «amplitud» potencial del movimiento.

c) La fuerza social: hace referencia a la población efectivamente movilizada e implica la «intensidad» real del conflicto.

d) La base territorial: se asocia a la base social y se constituye por el radio de acción de la población que participa en el movimiento. Permite medir la «extensión» del movimiento, que puede ser local, regional, nacional, internacional.

e) La organización: representada por el tipo de dispositivos que se constituyen a partir del conflicto. Es condición de existencia, condensa relaciones en-tre grupos sociales que están en la base del movimiento. Permite consti-tuir la base social en fuerza social.

f ) La línea política: es la concepción general acerca de la lucha que permite establecer el plan de acción. Establece la estrategia general de la lucha, las tácticas de acción en cada coyuntura. Está determinada por la orga-

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nización y es el proyecto político sumado a las prácticas materiales de la base social del movimiento.

g) Las reivindicaciones: representadas por los intereses específicos que se inten-tan defender. Explicada en los objetivos del mm. ss., se presentan como aspiraciones legítimas, como «derecho a» derechos que ya han sido reco-nocidos para toda la sociedad.

h) Las acciones: son las conductas colectivas, las prácticas sociales conflicti-vas relacionadas entre sí y desarrolladas por la fuerza social. Son la «ma-terialidad» del movimiento y se denominan también «formas de lucha».

i) Los adversarios: son las fuerzas o grupos antagonistas, movimientos, secto-res o fracciones enfrentadas al movimiento social de referencia (adversa-rios principales, adversarios secundarios, etcétera).

j) Las reacciones: se trata de a las conductas colectivas, las acciones y las res-puestas desplegadas por los adversarios y son generadoras de la dinámica del proceso en estudio, en interacción con las acciones del mm. ss.

La estructura interna de un movimiento social y sus condiciones de exis-

tencia implican de manera prioritaria base territorial, organización y, sobre todo, línea política.

Para el Trabajo Social operante en «el barrio», «con el barrio» (en definitiva con la comunidad) y en la perspectiva de intervención que incorpora los tres niveles, es necesario pensar a los sujetos concretos en su vida cotidiana, histo-ricidad y necesidades. Esto es: incluir a la familia con sus peculiaridades y for-mas de integración, multidimensionalidades y multiculturalismo; elementos que hacen de soporte a la fuerza y las capacidades de los mm. ss. Porque las y los actores que los componen se integran a organizaciones sociales, coopera-tivas, comedores, grupos de madres, grupos de jóvenes, merenderos, clubes; todos ellos tan en boga en la interacción barrial y en la aplicación de planes sociales y/o en la «bajada» de políticas y programas sociales.

La sostenibilidad y capacidades de los movimientos y organizaciones socia-les en vinculación con el Trabajo Social, aproximan indicadores de participa-ción y reivindicación (Hanspeter Kriesi, 1966). Ellos facilitan la interlocución entre los movimientos, las organizaciones y el Trabajo Social ejercido por el o la profesional de la disciplina. Esta proximidad de dimensiones de participa-ción directa de los miembros y la tendencia a efectuar reivindicaciones ante las autoridades colaboran en la articulación de las organizaciones sociales, las asociaciones colectivas y los mm. ss.

En este sentido, las expresiones de un dirigente barrial de San Fernando (provincia de Buenos Aires) reconfirman que: «Una organización surge cuan-do en el barrio hay un problema o una necesidad… bueno, ahí la gente se re-úne y se decide a hacer algo al respecto. Después, si solucionan ese problema es probable que se propongan hacer otra cosa… Es decir, van ampliando sus objetivos» (en Elías, 1997: 4).

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A su vez, estas consideraciones ratifican lo que Diego Palma (1987) presenta en «Siete tesis en torno a la constitución de los grupos de base», en cuanto a que éstos desarrollan una primera experiencia de socialización a partir de una necesidad que es cotidiana para cada uno de ellos, pero que luego se torna común al conjunto. Héctor Poggiese (1987) también rescata esta perspectiva cuando dice que las asociaciones de vecinos son el vértice de mayor proximidad a la población y el nivel más alto de organización formalizada consentida para encarnar las demandas de los posibles usuarios de los diferentes programas.

Contrario sensu, las organizaciones sociales organizadas (la escuela, los parti-dos políticos, los sindicatos, las iglesias), estudiadas por diversas escuelas de las ciencias sociales estadounidenses, le permitieron exponer a Robert Punt-nam en «Jugar al Bowling solo…»,1 que la sociedad norteamericana cambió su comportamiento institucional. Al consabido individualismo societal de la po-blación con sus necesidades contempladas por el sistema capitalista, agrega que las organizaciones sociales secundarias (ya sean los partidos políticos, las iglesias, o inclusive asociaciones como «Padres y Maestros») se han ido desin-tegrando dando cuenta de la pérdida del capital cívico de ese país.

Entonces, las diversas caracterizaciones presentadas, sumadas a los mu-chos testimonios de los propios actores, provenientes de prácticas no siste-máticas y de investigaciones sincrónicas, ponen de manifiesto: diversidad y coherencia en las prácticas sociales de grupos más o menos organizados y con objetivos comunes; convergencia y divergencia en apreciaciones acerca de los movimientos sociales y la acción colectiva; cuerpos teóricos que ana-lizan los nuevos comportamientos políticos en sociedades centrales (como la estadounidense), las prácticas individualistas junto a las prácticas defensoras de derechos, las organizaciones sociales, sus motivaciones y condiciones de institucionalización. Todos estos aspectos requieren de reflexiones en concor-dancia con la perspectiva de legitimación del Trabajo Social en la intervención socio-comunitaria tendiente a cooperar en perspectivas de ciudadanías socia-les plenas.°

1. En base a los resultados de una formidable investigación que incluyó casi 500.000 entre-vistas llevadas a cabo durante el último cuarto de siglo en Estados Unidos.

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Introducción

El presente artículo se inscribe en torno a las indagaciones producidas al in-terior del Proyecto de investigación: «Percepciones y concepciones acerca del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, de diferentes actores que participan del mismo, en la ciudad de Paraná»; el cual se desarrolla en la Facultad de Tra-bajo Social de la Universidad Nacional de Entre Ríos.

Uno de los objetivos propuestos en el proyecto es indagar en las perspecti-vas de los integrantes del Consejo Consultivo Municipal, ya que consideramos relevante conocer sus puntos de vista acerca del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (pjjhd), de los criterios acordados en el proceso de selección, la accesibilidad y el control, entre otros aspectos.

Para dar lugar a esos objetivos, se realizaron entrevistas semi-estructura-das a integrantes del Consejo Consultivo de la ciudad de Paraná, con distintos niveles de inserción en el mismo.

Analizar la figura de los Consejos Consultivos, y el papel de los mismos en el proceso de implementación de los programas sociales, implica también revisar la idea de la participación de la sociedad civil, así como la de intersecto-rialidad y/o integralidad en la gestión de las actuales políticas públicas.

Así es como, en este artículo, presentamos algunas consideraciones respec-to del pjjhd cuestionando ciertos aspectos de la propuesta, para luego trazar algunas líneas para el debate sobre estas nuevas formas o modos de diseño e implementación de políticas sociales: los Consejos Consultivos.

A modo de adelanto, podemos señalar que del análisis de las entrevistas surge que los puntos de vista de los entrevistados reflejan, en alguna medida, la impronta de la organización a la que representan. Si bien existe una rela-ción dada a través del decreto que reglamenta la implementación del Plan bajo el requisito de conformar los Consejos Consultivos locales, para los entrevis-tados el clima imperante en diciembre de 2001 en la provincia y en el país fue un punto de inflexión: la gravedad de las circunstancias requería de objetivos comunes y prontas respuestas.

A su vez, es significativo observar que el Consejo Consultivo es definido por sus propios integrantes como una política alternativa. En este sentido, pode-mos mencionar que el pjjhd re-instala el término «universalista», el cual ha-bía sido desestimado por la las políticas neoliberales, e incorpora la figura de los Consejos Consultivos en la fase de implementación.

Indagar en estos problemas también se funda en la intención de comenzar a pensar respecto de los posibles cambios político-institucionales necesarios, y abordar críticamente cuestiones de diseño institucional y de instrumentos de política social más eficaces.

Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados. La experiencia desde el relato de los integrantes del Consejo Consultivo de Paraná

Carmen Lera / Alicia Genolet / Zunilda SchoenfeldVerónica Rocha / Lorena Guerriera / Silvina Bolcatto

Datos de las autoras:Carmen Lera, Zunilda Schoen-feld, Verónica Rocha, Lorena Guerriera y Silvina Bolcatto son licenciadas en Trabajo So-cial, docentes e investigadoras de la Facultad de Trabajo Social – uner. Alicia Genolet es ma-gister en Metodología de la In-vestigación Científica, docente e investigadora de la fts – uner.

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La propuesta del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados

La oleada neoliberal de la década de 1990 instaló, entre otras cuestiones, el enfoque de la «focalización» en el lenguaje de las políticas sociales. Su fun-damento se sustentaba en la voluntad de llegar a quienes realmente lo mere-cían. Tal como expresa Rolando Franco, su principal argumento se basaba en que: «La focalización permitiría mejorar el diseño de programas, ya que cuan-to más precisa sea la identificación del problema (carencias a satisfacer) y de quienes lo padecen (población objetivo) más fácil resultaría diseñar medidas diferenciadas y específicas para su solución: aumenta, además la eficiencia en el uso de los recursos escasos; y eleva el impacto producido por el programa al concentrar los recursos en la población de mayor riesgo» (1996: 17). Por su parte, la política económica propiciaba la teoría del derrame: una suerte de efecto cascada «hacia abajo» de los beneficios del crecimiento.

La aguda crisis del 2001 puso de manifiesto el fracaso de estos postulados y la ineficacia de los resultados en cuanto al combate contra la pobreza. Frente a la situación crítica y de alta conflictividad social reinante en diciembre de ese año, se declara la emergencia en materia social, económica, administrativa, financiera y cambiaria.

En ese escenario, el gobierno propuso el pjjhd, que en sus considerandos reconocía: el derecho familiar a la inclusión social, que tomando en cuenta las recomendaciones de la «Mesa de Diálogo Argentino»1 resulta procedente dictar normas imprescindibles; que surge la necesidad de universalizar urgen-temente el pjjhd, con el fin de asegurar un mínimo ingreso mensual a todas la familias argentinas.

El 22 de enero del año 2002, a través del decreto n° 165/02, se estableció una prestación de entre $ 100 y $ 200 por un lapso de tres meses. La cantidad de be-neficios a otorgar estaba determinada por los fondos disponibles y los créditos que se asignaran en el presupuesto nacional. Esta limitación fue cuestiona-da por la Mesa de Diálogo Argentino y es así como en los considerandos del decreto 565/02 se citaron sus recomendaciones en relación con que resultaba urgente universalizar el pjjhd a todas las familias argentinas.

Así, el decreto n° 565 reglamentó el programa para ser aplicado hasta el 31 de diciembre del 2002 en todo el territorio nacional, en el marco de la emergen-cia ocupacional, alimentaria y sanitaria. Desde entonces, se sucedieron otros decretos que establecieron la prórroga del plan hasta el momento actual.

Los contenidos de ese decreto señalan que, el establecimiento del derecho familiar de inclusión social se origina en el cumplimiento del mandato del artículo 75 inciso 22 de la Constitución Nacional, la cual establece el rango constitucional de los tratados y pactos internacionales, y expresamente hace suyas, las disposiciones del Pacto Internacional de derechos económicos, so-ciales y culturales (pidesyc).

1. La «Mesa de Diálogo Argentino» es un foro convocado por el pre-sidente Duhalde destinado a la búsqueda de consenso entre los sectores sociales, políticos, em-presariales y laborales del país.

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Según Laura Pautassi y Julieta Rossi: «[…] el derecho familiar de inclusión que se afirma en el plan no se encuentra definido en la reglamentación que le da origen y no encuentra correlato en la normativa constitucional ni en los tratados internacionales de derechos humanos incorporados a la constitución nacional. Sin embargo, en tanto y en cuanto se adecuara a ciertos estánda-res y cumpliera con contenidos mínimos, podría considerárselo como inte-grante del “derecho a un nivel de vida adecuado”, previsto en el artículo 11 del pidesyc» (2003: 12).

Las autoras sostienen que el poder ejecutivo no avanza en delimitar qué se entiende por derecho familiar de inclusión social. Asimismo, señalan que el hecho de que se otorgue un magro subsidio y se exija al beneficiario el desem-peño de una tarea no implica necesariamente que se genere inclusión.

Siguiendo esa línea de pensamiento, un aspecto a debatir es: ¿en qué as-pectos esta propuesta de política social se diferencia de las tradicionales polí-ticas asistenciales?

Explicitar los contenidos de este derecho de inclusión constituye el punto de partida para una comprensión crítica de este programa. En este sentido, creemos que pensar en términos de inclusión social supone ir más allá del otorgamiento de una ayuda económica: requiere de un conjunto de dispositi-vos que permitan el acceso a distintos bienes y servicios.

Debido a estas y otras imprecisiones, el pjjhd ha sido centro de numerosos debates; no sólo entre especialistas de políticas públicas y de organismos gu-bernamentales y no gubernamentales, sino también en el seno de la opinión pública en general. De este modo se construyeron y construyen discursos, dis-tintas representaciones o imaginarios sociales acerca de los sujetos beneficia-rios de los planes y de su desempeño en las tareas asignadas como contrapres-tación. En definitiva se crea una suerte de abanico de estereotipos que incluye desde considerar que el plan no posibilita la capacitación o la salida laboral, pasando por colocar a los beneficiarios como no merecedores porque «están acostumbrados a vivir» del Estado, hasta privilegiar la relación clientelar que se teje a partir del subsidio. En síntesis, se tiende un manto de «sospecha per-manente» sobre la población perceptora del pjjhd.

Para Estela Grassi (2003: 228), lo anterior obedece a que las acciones y las políticas de asistencia social no están sustentadas sobre un marco global de derechos y garantías, y asumen la naturaleza histórico-estructural de la des-igualdad. Esto explica el carácter residual de las políticas asistenciales, el cual ha sido una constante en la historia de nuestro país.

La autora caracteriza este tipo de políticas asistenciales especificando que, en mayor magnitud, las mismas han tenido siempre un «cliente vergonzan-te»: se es pobre por desocupación, por vago, por perezoso. A su vez, indica que los técnicos de la asistencia desarrollaron un sentido de desconfianza hacia su «clientela», por ello el eje está puesto en estar atento a los casos de «múltiple beneficio o superposición de beneficios».

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La política asistencial desde sus orígenes carga con el rasgo de ser estigma-tizante y estigmatizada. Estigmatizante con el beneficiario, y estigmatizada porque se le atribuye la capacidad de generar dependencia, subordinación po-lítica y clientelismo.

En ese sentido es que algunos de los supuestos sobre los que han sido es-tructuradas las políticas de asistencia —devenidas en asistencialistas en este Estado neoliberal y cuyo costo social cayó sobre los más pobres legitimando la desigualdad— no hablan de la pobreza sino de los pobres. La gestión social de estas políticas apunta a las deficiencias individuales, o bien, como plantea Danani, «a la pobreza como problema de los pobres».

Según Grassi, un Estado que asume colectivamente la seguridad de sus miembros, en el marco global de derechos y garantías, que reconoce la natu-raleza histórica de la desigualdad social, genera políticas de asistencia desde el lugar de «reconocimiento de los derechos».

En referencia al pjjhd, Andrenacci, Ikei, Mecle y Corvalán destacan que, más allá de las dificultades operativas inherentes a una estrategia de focaliza-ción, el mismo tuvo un «éxito» relativo como paliativo coyuntural de las nece-sidades básicas, como estrategia de contención parcial de una protesta social susceptible de transformarse en estallido. Desde un punto de vista político-ideológico, esto puede ser considerado positivo o negativo; pero desde la re-construcción de la coyuntura política y social, el (aún si precario) equilibrio so-cial que el Plan contribuye a obtener es innegable (en Andreacci, 2006: 206).

En su formulación definitiva el pjjhd terminó siendo un nuevo programa de subsidios monetarios a cambio de trabajo: «[…] pese a ser presentado como una herramienta de concentración y racionalización de programas simila-res, no implicó la clausura completa de los antecesores, el programa Trabajar y el Servicios Comunitarios (alrededor de 500.000 receptores en el 2002) y el Programa de Emergencia Laboral (alrededor de 300.000 en el 2002). Su tama-ño, sin embargo, rápidamente eclipsó a los demás programas» (idem: 187).

Es indudable que esta respuesta estatal ha sido una de las más significa-tivas (tanto por el número de beneficiarios, como por su continuidad y por los recursos destinados) frente al acuciante problema de la pobreza y el des-empleo. Según indica Martín Dinatale (2004: 37), «[…] sin dudas el pjjhd se transformó en el mayor plan social de la historia argentina, con dos millones de beneficiarios y un presupuesto anual de más de $ 3.5000.000.000». Para este autor el Plan Alimentario Nacional (pan) fue el mayor plan social de la historia después de lo que sería el pjjhd. La magnitud de este último no sólo puede ser abordada desde los datos cuantitativos, también se deben considerar los impactos que el mismo tiene en las subjetividades, cuyo núcleo identitario reside en la condición de trabajador.

Otro actor involucrado en otorgarle transparencia y eficiencia a esta con-trovertida política social son los Consejos Consultivos. Estos están pensados como espacios de participación conjunta entre las organizaciones de la socie-

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dad civil y los sectores gubernamentales. Es en estos espacios donde se deben definir los objetivos de las políticas, además de administrar y controlar los programas a ejecutar. La participación en los mismos y la incidencia real en la toma de decisiones son temas de controversia hasta en el propio círculo gu-bernamental.

El artículo 9 del decreto 565/2002 del Poder Ejecutivo Nacional (pen), que establece la creación del citado Programa, expresa que el mismo tendrá des-centralización operativa en cuanto a su ejecución a través de cada provincia y se aplicará por medio de los municipios. Éste expresa: «El control en la adju-dicación y la efectivización del mismo será ejercido por los Consejos Consulti-vos de cada localidad, integrados por representantes de los trabajadores, los empresarios, las organizaciones sociales y confesionales y por los niveles de gobierno que correspondan».

«Los Consejos Consultivos Municipales son una instancia de representa-ción institucional, de nivel local en cada municipio, comuna que atendiendo a la realidad social y económica de cada lugar procuran el mayor impacto so-cial y la mejor ejecución e implementación del pjjhd. Son además el órgano natural de control social sobre el uso de los recursos afectados al programa» (<http://www.desarrollosocial.gov.ar/CConsultivos/consultivos.asp>).

En esta investigación la experiencia del Consejo Consultivo de Paraná. In-tentaremos esbozar algunas cuestiones que interpelan este modo de gestión de políticas sociales a partir del análisis del relato de sus participantes.

Los Consejos Consultivos

Un rasgo claro de la actual institucionalidad social, considerada como «conjunto de reglas de juego formales e informales (incluyendo rutinas y costumbres organi-zacionales) que enmarcan el contenido y la dinámica administrativa y política de las políticas sociales» (Andreacci y Repetto en Andrenacci, 2006: 296), consiste en la impor-tancia dada a la participación ciudadana y a la gestión asociada. En el seno de esta dinámica es interesante analizar cómo se enlazan ciertas ambigüedades y se juegan concepciones dispares acerca de esta participación y de la modalidad de gestión de las políticas sociales.

La construcción de estos espacios multiactorales e intersectoriales que son los Consejos Consultivos, produce ideas que sostienen esta experiencia en tan-to propuesta de articulación de intereses y creación de consensos acerca de problemas claves de política. A su vez, circula la noción acerca de que las orga-nizaciones civiles que integran estos espacios imponen sus propósitos particu-lares o corporativos en la gestión de lo público.

Algunos conciben los Consejos Consultivos como medios indispensables para innovar en el ámbito de la política y para lograr una gestión más efi-

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ciente. Otros, en cambio, los conciben como ámbitos cooptados por el estado municipal para ejecutar acciones en muchos casos con orientaciones cliente-lares.

Desde nuestro punto de vista, son muchas las cuestiones que podrían plan-tearse en torno a estos modos de gestión de políticas en general, y en referencia a los Consejos Consultivos en particular. Algunos de estos cuestionamientos son los siguientes: ¿Se trata de una forma de gestión novedosa que incorpora a las organizaciones de la sociedad civil? ¿Modifica de manera significativa los modelos usuales de implementación de políticas? ¿Qué tipo de problemas y preguntas nuevas introducen estos modos de gestión de políticas asociadas a las Organizaciones de la Sociedad Civil? ¿Qué tipo de cambios político-institu-cionales conllevan estos modos de implementación de políticas?

Existe un consenso generalizado en torno a que la implementación de estos nuevos modos de gestión como son los Consejos Consultivos, dista de ser satis-factoria en la actualidad.

A partir del estudio particular del Consejo Consultivo de la ciudad de Pa-raná, visualizamos que los actores partícipes de ese espacio perciben el naci-miento de los Consejos Consultivos como una política alternativa diferente a las herramientas de política social anteriores. Pero también observamos que manifiestan percibir una especie de progresivo vaciamiento y una pérdida de los propósitos originales.

Las cuestiones vinculadas a cómo lograr la incorporación sostenida de las organizaciones e instituciones no estatales en toma de decisiones y acciones es una cuestión sin resolución en estos ámbitos.

En este sentido nos preguntamos, junto con Martínez Nogueira (2002: 4), si este énfasis retórico colocado en «la construcción de capacidades» o en el «fortalecimiento de la participación» está acompañado de modificaciones sus-tanciales con respecto a las viejas modalidades de intervención.

Algunos de los aspectos a debatir se relacionan con las condiciones vincula-das a la ausencia de coherencia entre, por un lado, los discursos referidos a las expectativas puestas en estos espacios y, por otro, las acciones y las prácticas políticas alejadas de las perspectivas de los derechos en la implementación gu-bernamental de la política social; o las capacidades de estos espacios intersec-toriales de políticas y el rol del Estado al interior de ellos.

Así es que planteamos ejes para el debate que surgen del análisis de los relatos de los integrantes del Consejo Consultivo de Paraná a propósito de la implementación del pjjhd, a saber:

— Acerca del espíritu de conformación de los consejos consultivos como espacios intersec-toriales. Las reformas iniciadas en la década de 1990, llamadas «de segunda ge-neración», fueron las encargadas de generar modificaciones en las formas de gestión y en las dinámicas entre actores claves en los espacios públicos, tales como el Estado y las Organizaciones de la Sociedad Civil (osc).

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En el contexto de esas reformas se concebía que la implementación de las políticas sociales, a través de la intermediación de las OSC, tendría significati-vas ventajas: permitiría una racionalización del gasto a partir de una gestión menos burocrática, más transparente y menos costosa que la estatal.

Por otro lado, permitiría mayor eficiencia en la asignación de los recursos, debido a que la proximidad con los usuarios sería la garantía de introducir criterios acertados de focalización en la implementación de las políticas so-ciales. Esta cercanía y el conocimiento que las osc tendrían de los beneficia-rios, permitirían dar respuestas selectivas a las demandas e incorporar estos elementos en la definición de estos programas. Así se suponía que estas po-líticas serían más democráticas, desde sus formulaciones, ya que incorpora-rían la visión local y la de los usuarios en los modos de gestionar las políticas sociales.

Tal como señalan Repetto y Andrenacci, a poco de haberse implementado estas reformas, se hizo patente que éstas colocaron en el centro de la cuestión las capacidades estatales para gobernar en escenarios complejos, interpelando las posturas que planteaban la extrema reducción del Estado.

De este modo, «[…] en el mismo proceso de cambio socioeconómico profun-do que la región encaró, se hicieron evidentes las necesidades de crear culturas de concertación entre actores, organizaciones públicas permeables a la parti-cipación y el control ciudadano, tramas de actores conscientes de su poder y capaces de utilizarlo en relaciones sinérgicas que abandonaran los tradiciona-les juegos de suma cero tan característicos de la política regional» (Andrenacci y Repetto en Andrenacci, 2006: 292).

En este giro de percepción se modificaron las vinculaciones con las organi-zaciones de la sociedad civil, anteriormente relegadas a la función de generar las condiciones de la integración social junto al mercado.

Entonces, si la participación de las osc en la implementación de políticas sociales junto al Estado es un aspecto considerable en la actual modalidad de gestión de las políticas gubernamentales: ¿cuál es el criterio que prevaleció en el espíritu de conformación de los Consejos Consultivos y de la participación de las OSC en estos espacios a partir del 2002 a propósito del pjjhd?

Nuria Cunill Grau (2005: 1) señala que serían dos los fundamentos de par-tida de la intersectorialidad: el fundamento político y el técnico. El primero remite a que la todas las políticas públicas persiguen como fin el desarrollo y el mejoramiento de la calidad de vida de la población y, en este sentido, deben planificarse y ejecutarse intersectorialmente (entre los sectores educativo y de salud, entre otros). Mientras que el fundamento técnico de la intersectoria-lidad plantea que las diferencias entre sectores son productivas en la medida en que la heterogeneidad permite compartir los recursos. El término «sector» tendría aquí una connotación más amplia, ya que podría incluir la articula-ción entre lo público, lo privado y la sociedad civil o las organizaciones no gu-bernamentales.

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Hacia el año 2002, el presidente Duhalde intentó buscar posibles solucio-nes a la profunda crisis, es así que apeló a la Mesa de Diálogo Argentino, en tanto red de la que participaban distintas organizaciones. El objetivo de esta medida oficial fue construir un espacio de diálogo con nuevos interlocutores dado el nivel de deslegitimación y descredibilidad que presentan los actores tradicionales. En esta estrategia la iglesia católica cumplió un rol importante a través de Cáritas.

Estas modificaciones de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil fueron configurando a las llamadas nuevas políticas sociales, caracterizadas por incorporar como parte de su ejecución metodologías con uno o más com-ponentes participativos.

Clemente (2007: 85), analiza la participación generada en estos ámbitos y hace referencia al carácter «multiactoral» de la misma. En relación con los Consejos Consultivos creados en torno al pjjhd, este autor considera que es una experiencia sin precedentes en la Argentina el involucramiento de múlti-ples actores a partir de una política social de emergencia.

Esta participación multiactoral expresada en distintas instancias, y espe-cialmente en el caso que nos interesa de los Consejos Consultivos, busca cons-truir consensos en función de la alta conflictividad social y de un tipo de res-puesta de naturaleza focalizada. Siguiendo el planteo de la autora «En cuanto a la creación de los Consejos Consultivos como parte del pjjhd, será la crisis de gobernabilidad derivada del conjunto de factores precedentes la que explica, en gran medida, la estrategia que motivó que un programa cuyo objetivo era la transferencia de ingresos para el abastecimiento de necesidades básicas, convocara un conjunto de actores gubernamentales y no gubernamentales a conformar un CC como parte de la gestión del programa» (idem: 96).

Los integrantes entrevistados a propósito del proyecto de investigación, al hacer referencia a su participación en el Consejo Consultivo, remitieron in-defectiblemente a la crisis del 2001. Según sus perspectivas, ello constituyó una baliza en la recuperación histórica del espacio del Consejo. Si bien existía ya una relación dada a través del decreto que reglamenta la implementación del plan con el requisito de conformar los Consejos Consultivos locales, para los entrevistados el clima imperante en diciembre de 2001 fue un punto de inflexión:

[…] La crisis nos cambió la bocha. Hasta el 2001, más o menos hasta diciembre de 2001 generábamos proyectos de trabajo, armábamos proyectos y habíamos gene-rado muchos emprendimientos. […] Hicimos lo que se pudo, recuerdo que noso-tros estábamos acá y a dos cuadras donde está el supermercado hubo tiros […]

[…] fue después del estallido social que hubo, el Municipio convocó conjunta-mente con el gobierno provincial a distintas instituciones […]

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[…] no había consejo consultivo, entonces fuimos a visitar a Berazategui [secre-tario del intendente Sergio Varisco], fue un viernes, tuvimos poca organización los que nos juntamos pero había un contexto, un problema que urgía y era que al lunes se vencían y quedaban afuera 720 beneficiarios, es decir, que se perdían directamente. Ese viernes a la tarde noche nos juntamos con el intendente con los que pudimos, en el centro comercial y se armó el primer consejo consultivo, estaba Caritas, el centro comercial, telefónicos, la cgt, estábamos nosotros, es-taban las iglesias que no eran católicas.

De los testimonios se desprende que la situación ameritó semejante deci-sión y que la Iglesia, sobre todo la católica, pasó a tener un lugar relevante primero en los comités de crisis, y luego en la Mesa de Diálogo Nacional y en los Consejos Consultivos nacionales, provinciales y municipales.

— El desarrollo de capacidades de los actores. Las condiciones vinculadas a los aprendizajes específicos de los actores involucrados, es decir, a las propias capacidades del Estado y de aquellos llamados a participar de estos espacios, representan una cuestión a considerar en esta modalidad de gestión de la po-lítica social.

«La experiencia de la gestión asociada de proyectos, el crecimiento y el de-sarrollo si bien dependen de situaciones externas, requiere también de las ca-pacidades que desarrollen las organizaciones, para dar cuenta de su situación y promover los cambio.»2

En el marco de esta acuciante crisis, acuciante en tanto «el 2001 nos mató a todos», para uno de los integrantes se hizo todo lo que se pudo en el medio de la muerte y los saqueos:

No estábamos preparados para todo lo que se les exigía al consejo consultivo con respecto al plan, por eso se perdió tiempo y no se hicieron las cosas que se debie-ron hacer. Se desaprovechó el plan y se desvirtuó, fue una experiencia nueva y no había camino previo, no había especialistas. Para el licenciado Daniel Arroyo, el pjjhd universalizó la construcción de

espacios asociativos de articulación entre el gobierno local, las organizacio-nes sociales y, eventualmente, el sector privado. Cabe entonces preguntarse si esta universalización va más allá de la cantidad de Consejos que se confor-maron y cómo ello se traduce en una mejor calidad de los procesos de gestión de los programas sociales. Para nuestros entrevistados, la «improvisación» frente a la aguda crisis fue uno de los vectores que circuló y que luego fue difícil revertir.

La imagen de garante de la transparencia en la distribución de los benefi-cios, fue la que primó en los primeros meses, ni bien se abrió la inscripción de los planes en la provincia de Entre Ríos.

2. Rubio, María Elena (mayo de 2002): «Como en la perinola ¿To-dos ponen? ¿Toma uno? ¿Toma dos? ¿Tomo todo? Desarrollo social local, condición necesaria para fundar e instituir espacios de articulación y gestión». Ponencia Primer Congreso de Políticas So-ciales, aaps y unq.

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Los actores evaluaron estos primeros tiempos de funcionamiento como positivos. La gravedad de las circunstancias requería de objetivos comunes y respuestas ágiles. En ese sentido, los actores definieron el Consejo Consultivo como una política alternativa, como algo novedoso: «pensarlo como una nue-va manera de hacer política que no se entendió […], era una nueva forma de hacer política social, donde se involucra a la sociedad civil. Ese era el requisito […] a todos nos tocó mal porque nadie estaba preparado, no había preparacio-nes suficientes como para encarar ese nuevo rol que se le exigía a la comuni-dad civil, no estábamos preparados».

El discurso gubernamental de ese momento refería a los Consejos Consul-tivos vinculándolos con la posibilidad de horizontalidad, de circulación demo-crática de la información y del poder; como imprescindibles para gestionar po-líticas sociales. Sin embargo, la ejecución se vició de acciones contrarias a esa posibilidad y se anunciaron lineamientos que dejaron poco margen de manio-bra y de participación en la toma de ciertas decisiones por parte de los actores no gubernamentales. Por lo tanto, el rol del Estado al interior de estos espacios constituye un tema complejo y no menor, cuando se plantean la constitución de estas instancias intersectoriales.

Aunque se avanzó en valorar positivamente los consensos estratégicos en-tre actores claves como base para la intervención pública, acordamos con An-drenacci que esta «legitimidad democrática» requiere de «altas dosis de capa-cidad política por parte del Estado, así como la disponibilidad y efectividad de mecanismos de mediación y participación pública, a la vez que proclividad al control ciudadano…».

En consonancia con ello, algunos de los entrevistados manifestaron: se desbandó muy rápido, empezamos como sesenta organizaciones entre ONGs y comisiones barriales y las reuniones se prolongaban por la pelea entre los barrios y los distintos puntos de vista, una cuestión que también fue muy discutida es la de las horas de contraprestación […] Muchas decisiones la tomaban los jefes de barrio […]. […] en el momento de la crisis venía cualquiera y vos tenías que darle los bene-ficios como fuera, acá incluso hubo, cuando asume la presidencia Rodríguez Saa, en esos días se generan 1.500 beneficiarios. Después con el tiempo, lo blan-quean pero no sabemos los criterios con que se los habían dado, cuáles fueron los mecanismos para seleccionar esa gente. Nos preguntamos junto a Luciano Andrenacci, si el Estado puede afectar,

a través de sus mecanismos de intervención, la redistribución del poder para lograr políticas sociales que promuevan otra ciudadanía con énfasis en la de-mocracia.

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Sonia Fleury realiza una análisis de los procesos dados en nuestra región en las últimas décadas y considera que hemos vivido algunas paradojas. Entre ellas menciona la de Desarrollo sin Democracia, que ha sido en muchos casos el ejemplo de los gobiernos autoritarios, y la de Democracia sin Desarrollo. La característica singular de la democracia en esta región ha sido definida a partir del conocido «triángulo latinoamericano»: democracia, pobreza y des-igualdad, tríada que sin duda interpela la idea de ciudadanía.

Al detenerse en los modos en que los distintos derechos civiles, políticos, sociales fueron desarrollándose en esta región, Fleury (en Clemente y otros, 2007: 21–22) sostiene que en la construcción de ciudadanía la «cuestión social fue y continúa siendo el lugar de constitución de actores sociales que buscan insertar en la arena política sus necesidades, transformadas políticamente en demandas. De la misma forma es a través de las políticas sociales que el Esta-do interpela a los ciudadanos resignificando los contenidos conflictivos por medio de tecnologías apropiadas, despolitizando las demandas que le dirigen y, finalmente redefiniendo el significado de la ciudadanía […] La constitución de actores políticos, formas organizativas y articulaciones innovadoras entre Estado, mercado y comunidad, demuestra que la conciencia y participación de la ciudadanía se están procesando en el ámbito de las políticas y derechos sociales, reafirmando que éste continúa siendo nuestro curso particular de construcción de la democracia».

Las perspectivas y las expectativas de las osc respecto del espacio y las fun-ciones de los Consejos Consultivos:

Más allá de las funciones asignadas a este espacio en el marco de la im-plementación del pjjhd, las organizaciones que lo conformaron participaron teniendo diferentes expectativas y perspectivas respecto del rol a desempeñar en el mismo. Si bien en el Decreto de creación se menciona de modo general las funciones a cumplir por los Consejos Consultivos, en los hechos los inte-grantes manifestaron no tener claro el papel de esta novedosa instancia en el concierto de la dinámica propuesta por el gobierno en materia de políticas sociales.

En palabras de los entrevistados:

El espíritu era bueno porque se involucraba a la sociedad civil, pero nadie sabía como implementarlo, los teóricos escribieron lo que se podía llegar a hacer, esta-ba muy lindo escrito, pero nadie sabía como implementarlo.

Es decir que los actores valoraron la convocatoria a trabajar en forma con-junta dado que la situación del país «ardía» y que era necesario trabajar co-ordinadamente con las asociaciones civiles del país. Algunos de ellos, expre-saron:

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[…] era una forma de transparentar, porque en la mesa [Consejo Consultivo] es-tábamos de distintos sectores, se podía discrepar y opinar». «Fue una experiencia interesante como contención, para poder decidir había que estar en las reunio-nes para defender decisiones en pos de los que más necesitaban.

Por otro lado, cada participante de las organizaciones imprimió en esa di-námica su perspectiva y preocupaciones poniendo cierto énfasis en las fun-ciones de control o en aquellas vinculadas a la promoción y a la generación de empleo. Algunos entrevistados expresaron esta especie de doble función y otros sólo mencionaron que su contribución a ese espacio fue colaborar para lograr transparencia en el sistema de altas y bajas de beneficiarios. La hete-rogeneidad de las organizaciones involucradas supuso a su vez, un abanico de concepciones acerca de la acción social y de las expectativas respecto de las modificaciones posibles desde este espacio.

Respecto a las funciones, uno de los integrantes manifestó que «los conse-jos deberían trabajar con todas las políticas sociales de la nación pero como en este municipio, Acción Social está dividida en áreas, los programas sufrieron esas divisiones y este Consejo Consultivo se ocupó básicamente del pjjhd».

En general, los entrevistados consideraron que el pjjhd «fue una alterna-tiva a la situación que se vivía». Cabe recordar que a la situación nacional se sumaba la realidad provincial marcada por la emisión de una moneda sub-valuada (Bono Federal). En ese contexto, quienes compraban en pesos tenía mayor poder adquisitivo.

Para los entrevistados el plan apuntó a cubrir necesidades límites, de allí que una de las preocupaciones fue que llegara a quienes estaban en condicio-nes críticas. Uno de los integrantes expresó:

Todo plan o toda acción social a veces no es bien distribuido porque se hacen cosas que no siempre son justas. Por ejemplo, en la primera inscripción, sobre todo, no se profundizó acerca de a quiénes se estaba entregando, la urgencia así lo re-quería. Con el reempadronamiento se revisaron estas desprolijidades mediante el cruce de datos y la presentación de la documentación.

Frente al problema ocupacional, los actores en cuestión mencionaron que el Consejo también cumplió con otros objetivos. Por ejemplo, elaboró propues-tas de capacitación a través cursos para otorgar una salida laboral, entre los que citan: el curso de pastelería, de construcción y de metalmecánica. Así, se capacitaron unas 370 personas durante todo el año 2006. También destacaron que el Consejo Consultivo tenía autonomía para hacer su reglamentación de funcionamiento, y para fijar normas y requisitos respecto al plan.

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Algunas reflexiones

Como intentamos describir en las páginas anteriores, el pjjhd se planteó en el marco de una grave crisis institucional y social, la cual suscitó el urgente abordaje de la cuestión social derivada de la desocupación.

Para algunos autores, el pjjhd se inscribe en una nueva lógica de política social, diferente a la que caracterizó buena parte de los planes y programas im-plementados a partir de la década de 1990, asociados al desarrollo de acciones focalizadas dirigidas a los grupos más vulnerables del mercado de trabajo.

Pero es manifiesto que la implementación del plan de $ 150, muestra hoy el agotamiento y la insuficiencia de este tipo de políticas para enfrentar un problema que demanda la necesidad de construcción de un plan orientado a la producción y al empleo, más allá de la asistencia.

Entre las diferentes posiciones ante el pjjhd están quienes sostienen que un crecimiento sostenido de la economía es una condición suficiente; mien-tras que otros afirman que en la actualidad, como consecuencia de los avances tecnológicos, es posible que la expansión de la economía no sea acompañada con la creación de puestos de trabajo suficientes como para absorber la oferta laboral. Estos constituyen diagnósticos que, como puntos de partida, suponen diferentes líneas de acción a implementar y, por lo tanto, tendrán diferentes consecuencias para los sujetos y para lo social en su conjunto.

Es decir, el pjjhd fue eficaz para descomprimir la grave situación por la que atravesaba el país. Actualmente, si bien los problemas no están resueltos, se presentan otras condiciones que hacen posible replantearse algunas cues-tiones.

Es innegable que el monto estipulado por prestación no era (y mucho me-nos lo es ahora) suficiente para cubrir las necesidades básicas de un grupo fa-miliar, si bien el pjjhd plantea el derecho a la inclusión familiar. Tampoco parece haber sido efectivo, por lo tanto, para disminuir significativamente la proporción de hogares en indigencia ni pobreza.

Creemos que estas propuestas deben contemplar el valor social asignado al trabajo y el derecho a su acceso, si bien necesitamos revisar cuáles son las representaciones que se juegan acerca del mismo y que están presentes en las propuestas e intervenciones sociales.

Coincidimos con André Gorz, quien postula la necesidad de separar los de-rechos sociales de la inserción en el mercado de trabajo. Ello, indudablemen-te, interpela a la sociedad en su conjunto, a la idea de ciudadanía y al modo de distribución de la riqueza socialmente producida.

Asimismo, la conformación de los Consejos Consultivos constituye una lí-nea de profundización interesante.

La modalidad actual —denominada multiactoral— que asume la forma de foros y consejos, entre otras, es generada desde los mismos órganos de deci-sión en una suerte de responsabilidad compartida. Esto requiere revisar signi-ficativamente los modos de comprender la participación.

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Estas propuestas actuales de gestión de políticas interpelan las posibilida-des reales y las capacidades a construir en pos de un ejercicio más pleno de la ciudadanía y de la democracia.

La actual crisis, en la cual el trabajo se ha convertido en un bien escaso y con probabilidad a serlo cada vez más, nos interpela a redoblar los esfuerzos teóricos, éticos y políticos. Esto, a partir de que se pone en cuestión la idea de ciudadanía y sus representaciones haciéndose necesaria su resignificación, así como su ampliación.

En este sentido, creemos que el contexto juega un papel fundamental en el análisis particular de la experiencia de los Consejos Consultivos. La conforma-ción de los mismos como espacios intersectoriales está vinculada a apaciguar el grave conflicto social, a obtener a partir del consenso de diversos actores la legitimidad necesaria para encarar este tipo de política social y recuperar la paz social alterada. Es decir, el fundamento de partida de la conformación de los Consejos Consultivos como espacios multiactorales e intersectoriales fue claramente la respuesta ante una urgencia político-institucional.°

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Introducción

Derek Sayer afirma que fue Baudelaire, en su ensayo «El pintor de la vida mo-derna» (1859-1860), el primero que puso en boga la idea de la modernidad, pero reconoce que el término data de 1627, para caracterizarla como lo efímero, fu-gitivo, contingente, cualidades propias del mundo moderno (Sayer, 1994).

Marshall Berman define a la modernidad como «esa forma de experiencia vital en donde los hombres y mujeres se relacionan con el tiempo y el espacio, con ellos mismos y con los otros y con las posibilidades y peligros de la vida». Para este autor, ser modernos es encontrarnos en un mundo que nos promete crecimiento, alegría, transformación de nosotros mismos y del mundo, pero paradójicamente, al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tene-mos, sabemos y lo que somos (o creemos ser). Ser modernos, en consecuen-cia implica saber que vivimos en un mundo en el que, como dijo Marx (1848), «todo lo sólido se evapora en el aire» (Berman, 1985).

Para Eduardo Subirats, la idea de modernidad surge al mismo tiempo que la idea de progreso y está indisolublemente unida a ella. En una primera instancia, podemos decir que lo moderno se identifica con lo nuevo y presupone con ello, un principio revolucionario de ruptura, es decir, de crítica, renovación y cam-bio (Subirats, 1985). En este sentido, podemos afirmar que la modernidad es una etapa de la humanidad que se caracteriza, precisamente, por los quebran-tamientos, las rupturas y las profundas transformaciones sociales de los siglos xviii y xix, que comienzan con la Revolución Francesa y se profundizan con la Revolución Industrial.

En el siglo xix, nace la sociología como campo de conocimiento referido a las relaciones entre los hombres, ligada indudablemente a los imperativos sociales de la época, que eran producto de la Revolución Industrial, más pre-cisamente de la crisis social y política que dicha transformación económica generaba. A partir de allí, surgen grandes pensadores que enriquecen el deba-te de la época y pasan a la historia como los clásicos de la sociología (Portan-tiero, 1984).

En el presente trabajo, me refiero a las principales cuestiones que desper-taron el interés de la sociología clásica en el marco del convulsionado contexto histórico, político y social de la primera modernidad. Asimismo, intento re-flexionar, a partir del diálogo entre diversos autores contemporáneos, acerca de las continuidades y rupturas que existen entre la primera modernidad y la denominada segunda modernidad (Beck, 1998) y las preocupaciones actuales por los que transitan estos autores. Finalmente, analizo —en mi condición de trabajadora social— algunos elementos de la contemporaneidad y sus impli-cancias para el Trabajo Social, como campo disciplinar dentro del gran con-cierto de las ciencias sociales.

El proyecto de la Modernidad: rupturas y continuidades en el marco de las ciencias sociales. Implicancias para el Trabajo Social

Silvana Martínez

Datos de la autora:Licenciada y magister en Trabajo Social. Docente e investigadora de la UNaM. Actualmente cursa el doctorado en Cs. Sociales de la uner.

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I. Primera modernidad: ¿en busca del paraíso perdido?

a) El surgimiento de la sociología

¿Cómo, cuándo y por qué surge la sociología como campo de conocimiento de las ciencias sociales?, ¿cuáles fueron sus principales exponentes? y ¿cuáles fueron los principales temas que despertaron el interés de los mismos? Estas son algunas de las cuestiones que abordo en la primera parte de este trabajo. Para ello, me baso en el análisis de Portantiero (1984), quien hace una especie de genealogía del surgimiento de la sociología como campo de conocimiento.

Este autor sostiene que, en un primer momento, y con Maquiavelo como exponente (1469–1527), surge la teoría política, como teoría del gobierno y de las relaciones entre el gobierno y la sociedad. Es el primer campo secularizado del saber, que se irá consolidando dentro del campo de las ciencias sociales. Esto no es casual, sino producto de las preocupaciones de la época: el surgimiento de las naciones y los Estados centralizados. El tema que aparece en el centro del debate es la organización del poder que, bajo el modo de producción capitalista entonces en expansión, no podía ser pensado sino como un contrato voluntario entre sujetos jurídicamente iguales. Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau son algunos de los pensadores que consolidan este campo del conocimiento. Lo social y lo político comienzan a ser pensados como un proceso de construcción colectiva, en el que el hombre precede a la sociedad, la crea y la organiza.

En un segundo momento, surge la economía política. Los exponentes del pen-samiento económico son Adam Smith y David Ricardo. Las preocupaciones se centran, en una primera instancia, en los problemas del cambio y la circula-ción. Y posteriormente, en especial a partir del siglo xviii, con el surgimiento de la Revolución Industrial, giran en torno a los problemas de producción. Es menester aclarar que, tanto los hechos políticos como los hechos económicos, eran concebidos como fenómenos que se cruzaban y se condicionaban mutua-mente. Por lo tanto, la ciencia política y el pensamiento económico, no eran pensados por sus fundadores como disciplinas separadas, ni como comparti-mentos estancos, sino como dimensiones de una única ciencia de la sociedad (Portantiero, 1984).

En un tercer momento, a mediados del siglo xix, surge la sociología, como campo de conocimiento referido a las relaciones entre los hombres, ligada in-dudablemente a los imperativos sociales de la época, que eran producto de la Revolución Industrial, más precisamente de la crisis social y política que la transformación económica genera. Con la Revolución Industrial, aparece en escena un nuevo actor social, el proletariado de las fábricas, vindicador de un nuevo orden social, cuando todavía estaban calientes las ruinas del Ancien Régi-me, abatido por la Revolución Francesa. La sociología parte de estas profundas transformaciones, para intentar reconstruir la antigua armonía del orden pre-

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capitalista, sumida ahora en el caos de la lucha de clases. Nace íntimamente ligada con los objetivos de estabilidad social de las ciencias dominantes. En este marco, su función es dar respuestas conservadoras a la crisis planteada en el siglo xix (Portantiero, 1984).

Como exponentes de este momento inicial del pensamiento sociológico, Por-tantiero menciona a Saint-Simon (1760–1825) y a quien había sido secretario de éste, entre 1817 y 1823, Auguste Comte (1798–1857). Éste toma lo más conservador del pensamiento saintsimoniano y pasa a la historia como el padre fundador de la sociología y del positivismo. La ciencia social, a imagen de las ciencias naturales, debía constituirse positivamente y de este modo la sociedad sería com-parable a los organismos estudiados por aquéllas. En consecuencia, este positi-vismo, iba a encontrar su método en la biología. El positivismo, además, tenía otro sentido: significaba una reacción contra el negativismo de la filosofía racio-nalista de la Ilustración —contemporánea de la Revolución Francesa— que, en tanto crítica de la realidad, era considerada como una «filosofía negativa».

Desde esta línea de pensamiento, la sociedad podía incluir procesos de cambio, pero ellos debían estar incluidos dentro del orden. En este marco, el conflicto que tendiera a destruir radicalmente ese orden, debía ser prevenido y combatido, lo mismo que la enfermedad en el organismo. Con esta carga ideo-lógica, absolutamente conservadora y reaccionaria, nace la sociología. Como lo menciono precedentemente, la ciencia política y el pensamiento económico formaban parte de una misma ciencia de la sociedad, pero será Comte quien parcelará esta unidad y propondrá la autonomía de la sociología. Sostiene como postulado la independencia entre los problemas sociales y la economía. Desde entonces, cada ciencia social (sociología, economía y teoría política) ex-tremará su autonomía con respecto a las otras.

Robert Nisbet señala que el descubrimiento de lo medieval —sus institucio-nes, valores, preocupaciones— es uno de los acontecimientos significativos de la historia intelectual del siglo xix. Los fundadores de la sociología clásica no quedan exentos de estas preocupaciones, pero en este caso, la ciencia del orden capitalista reemplaza a la religión del orden precapitalista, en su carácter de principal elemento integrador de la sociedad. En este contexto, el conocimien-to científico ocupa, en la nueva sociedad, el papel que la fe religiosa ocupaba en la sociedad antigua: los técnicos reemplazan a los sacerdotes y los indus-triales a los nobles feudales.

Este autor enumera los temas principales que despiertan el interés de la sociología clásica: «La índole de la comunidad, la localización del poder, la estratificación de la riqueza y los privilegios, el rol del individuo en la naciente sociedad de masas, la reconciliación de los valores sacros con las realidades políticas y económicas, la dirección de la sociedad occidental; he ahí ricos te-mas para la ciencia del hombre del siglo xix, igualmente sustanciosos como problemas por dirimir en el mercado, en la cámara legislativa, y también con bastante frecuencia, en las barricadas» (Nisbet, 1977: 37).

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Nisbet menciona cinco ideas-elementos centrales de la sociología clásica, que se vinculan con la preocupación profunda por las consecuencias desintegra-doras del conflicto de clases: comunidad, autoridad, sacralidad, status y alie-nación. Estos son los temas principales que abordan, precisamente, Comte, Tönies, Durkheim y Weber. Aquí la comunidad es entendida como comunidad local y abarca la religión, el trabajo, la familia y la cultura. Alude a los lazos sociales caracterizados por cohesión emocional, profundidad, continuidad y plenitud. La «autoridad» es entendida como la estructura u orden interno de una asociación, ya sea política, religiosa o cultural. El status, como el puesto del individuo en la jerarquía de prestigio y líneas de influencia que caracte-rizan a toda comunidad o asociación. Lo sagrado o sacro, incluye las mores, lo no racional, las formas de conducta religiosa y los rituales. Finalmente, en la alie-nación el hombre aparece enajenado, anómico y desarraigado, cuando se cortan los lazos que lo unen a la comunidad y a los propósitos morales (Nisbet, 1977).

En la obra principal de Tönies, Comunidad y Sociedad, la sociología aparece como el conocimiento de las relaciones sociales y éstas, a su vez, sólo pueden ser concebidas como producto de la voluntad de los hombres. Sostiene que existen dos tipos básico de relaciones entre los hombres: las que se establecen en la comunidad, a través de la familia, el vecindario, los grupos de amigos, y las que se establecen en la «sociedad», por ejemplo en la ciudad o el Estado, fundadas sobre el contrato, la racionalidad y el cálculo. Esta distinción entre sociedad y comunidad, reaparece de alguna manera en Max Weber como tipos ideales y también en Durkheim, para quien los lazos de solidaridad, que cons-tituyen la comunidad, conforman lo que él llama solidaridad mecánica, y los que constituyen la sociedad, son equivalentes a los de la solidaridad orgánica.

b) La sociología clásica

La sociología se transforma en una disciplina muy amplia y diversa. Si bien hasta aquí sólo me referí muy brevemente a su surgimiento histórico y a quie-nes contribuyeron inicialmente a su formación y desarrollo, hay tres grandes autores que, por su enorme influencia en la sociedad y en la teoría social, son considerados los clásicos del pensamiento sociológico: Marx, Durkheim y We-ber. Estos autores abordan todos los grandes temas de lo que Sayer denomina la sociología moderna: la industrialización, la urbanización, la secularización, la racionalización, la individualización y la formación del Estado. También se ocuparon del «rostro oscuro» de la modernidad: la inseguridad y fugacidad de la vida moderna, la desintegración de la comunidad y la susceptibilidad de la sociedad a sus sustitutos ideológicos, el aislamiento anómico del individuo desarraigado, el desencanto respecto del mundo y la jaula de hierro de una racionalización envolvente en la que los medios reemplazan a los fines (Sayer, 1994: 25).

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Con sus similitudes y diferencias, los tres pretenden explicar la naturaleza de la modernidad, limitándose a interpretar una única y predominante dinámica de transformación. Para Marx, la principal fuerza transformadora que configura el orden moderno, es el capitalismo. Esta perspectiva es criticada por Durkheim, quien vincula el origen de las sociedades modernas con el impacto producido por la industrialización. Para este autor, el carácter cambiante de la vida social moderna no es consecuencia del capitalismo, sino de la compleja división del trabajo derivada del proceso de producción industrial. Weber, por su parte, si bien habla de capitalismo, y no de la existencia de un orden industrial, se acer-ca más a Durkheim que a Marx, ya que sostiene la tesis de un capitalismo racional, haciendo hincapié en la racionalización tecnológica, la organización de las acti-vidades humanas y la burocracia (Giddens, 1994).

Como sostengo precedentemente, la sociología nace en el convulsionado contexto del siglo xix. La Revolución Industrial trae consigo una acelerada urbanización, la inmigración del campo a la ciudad y el hacinamiento. La so-ciedad moderna se concibe como una sociedad de mercado, es decir, toda la sociedad, y por ende todas las relaciones sociales, pasan a estar reguladas por las leyes del mercado. Es una sociedad de individuos, lo que supone una mayor autonomía y libertad. Marx sostiene al respecto que, en este orden, los indi-viduos son «libres para morirse de hambre», si alguien no los contrata para trabajar. En este contexto, se suprimen todos los derechos hereditarios de la Edad Media y el lugar de los individuos ya no es definido por el lugar del naci-miento. Esta idea de modernidad ya está presente en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels.

La organización feudal es reemplazada por el principio de la libre compe-tencia, con una constitución social y política acorde a esa libertad y a la he-gemonía económica y política de la burguesía. El capitalismo crea un mundo a su imagen y semejanza (Marx, 1998: 45). En este sentido, Marx describe el carácter revolucionario, expansivo y destructivo de la sociedad capitalista. La propiedad privada pasa a ser la principal forma de diferenciación y se constitu-ye en una fuente de permanente conflictividad.

Para Hobsbawm, el análisis que realizan Marx y Engels en el Manifiesto Co-munista, es esencialmente histórico. Su núcleo central es el desarrollo histórico de las sociedades humanas, y de manera específica, de la sociedad burguesa, que reemplaza a sus predecesoras, revoluciona el mundo y crea las condiciones para su inevitable sustitución. El cambio histórico producido por la práctica social, a través de la acción colectiva, está en el corazón del Manifiesto. Concibe el desarrollo del proletariado como la «organización de los proletarios en una clase, y con ello en un partido político». Como sostienen los autores del Mani-fiesto, «La elevación del proletariado a clase dominante es el primer paso de la revolución obrera, y el futuro de la sociedad depende de las posteriores actua-ciones políticas del nuevo régimen» (Hobsbawm, 1998: 33). La modernidad se caracteriza fundamentalmente por la celeridad del cambio, la contingencia, la

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fugacidad y por el alcance y la expansión territorial de ese cambio. Para Marx, lo constante de la modernidad es precisamente el cambio y lo que hace cam-biante a la modernidad es el capitalismo. Por lo tanto, lo que hace moderna a la modernidad es el capitalismo.

Al respecto, Sayer plantea que, efectivamente, el capitalismo fue una pre-ocupación primordial de la teoría social a partir del siglo xix. Este autor ana-liza el capitalismo a partir del pensamiento de Marx y Weber y sostiene que este análisis constituye una sociología de la modernidad. Para ambos, aunque de distinta manera, el capitalismo es la fuerza fatídica (Weber) que conforma el mundo moderno, la luz general (Marx) que lo baña. Para Marx es una «mo-dalidad de vida» ya que, ligadas al capitalismo, se pueden encontrar formas novedosas y distintivas de asociación e, insertas en ellas, nuevas formas de subjetivación individual. De las relaciones de dependencia personal se pasa a las relaciones «impersonales», mediadas «por cosas» tales como el dinero o la burocracia. En este sentido, tanto Marx como Weber sostienen que, en este período de la humanidad, se produce una transformación radical de la natura-leza de las relaciones sociales y del poder social (Sayer, 1994).

Para Sayer, es en este contexto de transformación social donde cobran pro-minencia muchos otros elementos de la modernidad, como el predominio de la ciencia y la tecnología, el imperio de la ley y la importancia de la política y la ideología en la esfera pública. Esto constituye otro punto en común entre Marx y Weber. La esfera privada también resulta similarmente reorganizada y es construida y representada como la sede privilegiada y primordial del ser individual.

El nuevo actor social que emerge, el proletariado, se convierte en un mero accesorio de la máquina y sólo se le exige las operaciones más sencillas, mo-nótonas y de fácil aprendizaje (Marx, 1998). El individuo abstracto, que tan agudamente analiza Marx, es la misma criatura de cuyo aislamiento, existen-cia y angustia moral se ocupa tan compasivamente Weber, quien sostiene que la alienación es la base de la racionalización que, según se lamentaba, es «la jaula de hierro» del mundo moderno.

Este contexto cambiante y de profundas transformaciones sociales es des-cripto por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista cuando señalan que «Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su secuela de ideas y conceptos vene-rados desde antiguo, se disuelven, y todos los de formación reciente envejecen antes de poder osificarse. Todo (lo) estamental y estable se evapora, todo lo consagrado se desacraliza, y los hombres se ven finalmente obligados a con-templar con ojos desapasionados su posición frente a la vida, sus relaciones mutuas» (Marx, 1998: 43).

Hobsbawm, Marx y Engels hacen gala de un optimismo poco realista desde el punto de vista político, ya que sostienen que el derrumbe del capitalismo se estaba acercando y que «su hundimiento y el triunfo del proletariado son igual-mente inevitables». Por el contrario, como ahora lo podemos comprobar muy

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fácilmente, el capitalismo se estaba preparando para su primera fase de avance global triunfante (Hobsbawm, 1998: 21). Por su parte, la crítica del capitalismo como «fuerza negadora de la vida», que realiza Weber, es más incisiva aún que la de Marx, pues Weber vivió para ser testigo del enorme poder de aquello que, para su antecesor, estaba apenas empezando a cobrar forma (Sayer, 1994).

Como sostiene Hobsbawm, hoy es evidente que la burguesía no ha produ-cido «sus propios sepultureros» en el proletariado. No obstante, este autor res-cata y reconoce el vigor del pensamiento de Marx y Engels, en tres aspectos fundamentales: a) la idea de que este modo de producción no era permanente, estable, «el fin de la historia», sino una fase temporal de la historia de la hu-manidad y que, como sus fases anteriores, estaba destinada a ser superada por otro tipo de sociedad; b) el reconocimiento de las tendencias históricas del desarrollo capitalista necesariamente a largo plazo y el potencial revoluciona-rio de la economía capitalista, que era ya evidente, y c) la capacidad predictiva del Manifiesto, que en 1848 habla ya de dos fenómenos observables a finales del siglo xx: la «destrucción de la familia» y la «globalización», que anuncia como la futura «producción y consumo en todos los países» (Hobsbawn, 1998).

Por otra parte, tanto Marx como Durkheim ven la era moderna como una era agitada. Sin embargo, ambos son optimistas y ven que las posibilidades de la misma son mayores que sus consecuencias negativas. Marx ve en la lucha de clases el pilar fundamental para transformar el sistema capitalista, al tiem-po que cree en el surgimiento cercano de un sistema más justo y humano. Durkheim cree que la progresiva expansión del industrialismo traería una armoniosa y satisfactoria vida social, por la combinación de la división del trabajo y el individualismo moral. Weber se diferencia claramente de Marx y Durkheim, por su visión pesimista del mundo moderno. Lo ve como una paradoja, porque el progreso material se obtiene a costa de la expansión de la burocracia, que sistemáticamente aplasta la creatividad y la autonomía indi-vidual (Giddens, 1994: 20).

Los tres mayores representantes de la sociología clásica ven las conse-cuencias degradantes del «trabajo industrial» moderno, que somete a los seres humanos a la disciplina de una tarea monótona y repetitiva; pero no ven, por ejemplo, el enorme potencial de destrucción del medio ambiente de estas fuerzas productivas. En cuanto al desarrollo del poder político, Weber y Durkheim son testigos de las terribles consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Este hecho destruye la esperanza que Durkheim tenía en relación al industrialismo.

Como hemos visto, muchas perspectivas y enfoques sociológicos buscan en las sociedades modernas un único y dominante nexo institucional y se ha debatido en este sentido si éste era el capitalismo o el industrialismo. Para Giddens, tanto el capitalismo como el industrialismo, son dos dimensiones implicadas en las instituciones de la modernidad. Plantea que las sociedades capitalistas son un subtipo distinto de las sociedades modernas en general.

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Define el capitalismo como «un sistema de producción de mercancías centrado en la relación entre propiedad privada de capital y una mano de obra asala-riada desposeída de propiedad, siendo esta relación la que configura el eje principal del sistema de clases», en tanto que el industrialismo se caracteriza por la utilización de fuentes inanimadas de energía material de los artícu-los, asociada al papel central de la maquinaria en el proceso de producción (Giddens, 1994).

II. Segunda modernidad: desencanto del desencanto…

En la primera parte de este trabajo, me referí al surgimiento de la sociología, a sus principales exponentes y a algunas de las preocupaciones en torno a la mo-dernidad y a las profundas transformaciones que ella implica. Hacia fines del siglo xx y principios del siglo xxi, varios autores sostienen que nos encontra-ríamos en los inicios de una nueva era, que trasciende la modernidad y a la cual denominan con expresiones como «sociedad de la información», «sociedad de consumo» o «sobremodernidad» (Augé), «contramodernidad» (Beck), «moder-nidad líquida» (Bauman), «desmodernización» (Touraine), entre otras. Hay, incluso, quienes sostienen que el estadio anterior de la sociedad ha llegado a su fin y denominan a este nuevo estadio de la humanidad como «postmoder-nidad» (Lyotard), «post capitalismo», «sociedad postindustrial», entre otras. En los párrafos siguientes, me refiero brevemente a estos autores, a las carac-terísticas que adquiere la modernidad en nuestros tiempos y a las principales preocupaciones por las que transita el debate sociológico actual, en el marco de la denominada crisis de las ciencias sociales.

a) Posmodernidad

Uno de los autores que ha popularizado el término posmodernidad es Jean-François Lyotard. Este autor plantea que en esta nueva era del desarrollo de la huma-nidad, se producen dos tipos de desplazamiento, uno en relación al intento de fundamentar la epistemología y el otro en relación a la fe en el progreso de la humanidad. Para Lyotard, la condición de la posmodernidad se distingue fundamentalmente por el desvanecimiento de la «gran narrativa». La visión postmoderna contempla una pluralidad heterogénea de conocimientos, entre los cuales la ciencia no posee un lugar privilegiado (Lyotard, 1993). La postmo-dernidad ha sido asociada, no sólo con el final de la fundamentación, sino con el «final de la historia».

Al respecto Habermas sostiene que en lugar de abandonar el proyecto de la modernidad, como una causa perdida, en realidad, lo que debería hacerse

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es aprender de los errores de los extravagantes programas que tratan de negar la modernidad. Para este autor, el «proyecto de la modernidad» todavía no ha concluido (Habermas, 1984).

Por su parte, Giddens plantea que en realidad la desorientación actual por la cual se percibe que ya no es posible obtener un conocimiento sistemático de la organización social, deviene del hecho que estamos en un momento donde hay una «multiplicidad» de acontecimientos que no llegamos a comprender y que escapan a nuestro control. En este sentido, ya no alcanza con inventar términos nuevos, sino que lo que debe hacerse es construir una nueva mirada sobre la naturaleza de la propia modernidad (Giddens, 1994).

Este autor, contrariamente a lo que sostiene Lyotard, asegura que en rea-lidad no estamos entrando en la posmodernidad, sino que nos estamos tras-ladando a un período en que las «consecuencias de la modernidad» se están «radicalizando y universalizando» como nunca y que, en todo caso, el post-modernismo, si es que existe, puede expresar la conciencia de tal transición. Reconoce que estamos en los contornos de un nuevo orden y que el postmoder-nismo se refiere —en todo caso y si es que quiere decir algo— a estilos o mo-vimientos de la literatura, la pintura, las artes plásticas y la arquitectura. Es decir, que concierne a aspectos de una «reflexión estética» sobre la naturaleza de la modernidad.

b) Radicalización de la modernidad

En su libro Las consecuencias de la modernidad, Giddens nos propone una interpreta-ción de las discontinuidades del desarrollo social moderno y un análisis exhaus-tivo de la multidimensionalidad de las instituciones sociales modernas, con el fin de comprender verdaderamente qué es la modernidad y, de esta manera, co-nocer cuáles son las consecuencias e implicancias que tiene para nosotros en la actualidad. Sostiene que las formas de vida introducidas por la modernidad arrasaron con todas las modalidades tradicionales del orden social; tanto en extensión, ya que se establecen formas de interconexión que engloba a todo el planeta, como en intensidad, ya que se han modificado hasta los aspectos más íntimos de nuestra vida cotidiana (Giddens, 1994).

El autor señala algunas discontinuidades que distinguen a las institucio-nes sociales modernas de las tradicionales: la «celeridad del cambio» (tecnolo-gía), el «ámbito del cambio» (expansión mundial) y la «naturaleza intrínseca de las instituciones modernas» (surgimiento del Estado-nación). Asimismo, plantea que el dinamismo que distingue a la sociedad moderna, de las que la precedieron, deriva del distanciamiento entre el tiempo y el espacio, del «desan-claje» de los sistemas sociales y del «reflexivo ordenamiento y reordenamien-to» de las relaciones sociales. En las sociedades tradicionales, el tiempo estu-vo conectado al espacio y al lugar, es decir, que la vida social estaba dominada

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por la «presencia física» y por las «actividades localizadas». Lo local se refiere aquí a los asentamientos físicos-geográficos de la actividad social.

Para Giddens, el vaciado temporal es una precondición del vaciado espacial. En efecto, en la modernidad, espacio y lugar se van distanciando paulatinamente al fomentar, a través de los distintos medios de comunicación, relaciones entre ausentes localizados a distancia. Según el autor, se trata de «espacios vacíos» y de «desanclaje», es decir, las relaciones sociales se despegan de sus contextos lo-cales de interacción y se reestructuran en indefinidos intervalos espacio-tem-porales. Este «desanclaje» se da por dos mecanismos: las «señales simbólicas», como por ejemplo el «dinero», ya que permite la verificación de transacciones entre agentes ampliamente separados entre tiempo y espacio; y los «sistemas expertos», como por ejemplo los logros técnicos y la experiencia profesional, que organizan grandes áreas del entorno material y social en el que vivimos y en los que depositamos nuestra confianza.

Otra diferenciación entre las sociedades tradicionales y modernas se da en relación a la reflexión. Si bien en ambas hay procesos de reflexividad, en las so-ciedades premodernas la reflexión está todavía limitada a la reinterpretación y clarificación de la tradición, de tal manera que puesto en balanza el tiempo, la parte del pasado tiene mucho más peso que la del futuro. Es decir, se rinde homenaje al pasado y se valoran los símbolos porque contienen y perpetúan la experiencia de las generaciones. La modernidad, en cambio, está marcada por la búsqueda de lo nuevo y las pretensiones de la razón reemplazan a las tradi-ciones, es decir, la mayor parte es futuro y no pasado.

En efecto, la modernidad está totalmente constituida por la aplicación del conocimiento reflexivo, pero hoy sabemos que la ecuación «conocimiento = certi-dumbre» resulta ser errónea y que es falsa la tesis de que a más conocimiento sobre la vida social, mayor control sobre nuestro destino. En definitiva, en la ciencia todo conocimiento es una hipótesis y ningún conocimiento es acaba-do y absoluto, esto es, ningún conocimiento puede descansar sobre una fun-damentación incuestionable. Giddens sostiene que, al carácter inestable de todo conocimiento empírico, en las ciencias sociales se suma la subversión que conlleva el reingreso del discurso científico social en los contextos que analiza. Argumenta que, en general, todas las ciencias sociales, y en particular la so-ciología, están más profundamente imbricadas en la modernidad que las cien-cias naturales, porque la arraigada revisión de las prácticas sociales forman parte del auténtico tejido de las instituciones sociales modernas. El discurso sociológico, los conceptos de la sociología han teñido el mundo de la vida co-tidiana y, al hacer esto, reestructuran el sujeto de su análisis, que a su vez ha aprendido a pensar sociológicamente. En este sentido, la modernidad es en sí misma profunda e intrínsecamente sociológica.

A su vez, este autor sostiene que otro rasgo distintivo de la modernidad es la historicidad. Es decir, que la «utilización de la historia para ser historia», es esencialmente un fenómeno de la modernidad. En ese sentido, plantea que la

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historicidad significa la utilización del conocimiento del pasado como medio para romper con él y para orientarnos hacia el futuro.

En cuanto a la extensión mundial de las instituciones sociales de la mo-dernidad, Giddens lo denomina proceso de mundialización. Para este autor, la mundialización se refiere principalmente al proceso de alargamiento en lo concerniente a los métodos de conexión entre diferentes contextos locales que se convierten en una red a lo largo de toda la superficie de la tierra. De esta manera, la mundialización puede entenderse como una intensificación de las relaciones sociales en todo el mundo, una interconexión de lugares lejanos, de tal manera que los acontecimientos locales están configurados por aconte-cimientos que ocurren a muchos kilómetros de distancia y viceversa. En este sentido, para Giddens, la modernidad es intrínsecamente globalizadora.

c) Modernidad líquida

Zygmunt Bauman, por su parte, explica la etapa actual de la era moderna, utilizando la metáfora de la fluidez o liquidez, ya que lo fluido no se fija al espacio ni se ata al tiempo, en tanto que lo sólido tiene una clara dimensión espacial. Lo fluido no conserva una forma durante mucho tiempo y está en constante cambio. Por consiguiente, lo que cuenta para lo fluido es precisamente el flujo del tiempo, más que el espacio, que sólo llena por un momento. Mientras que, en cierto sentido, lo sólido cancela el tiempo, la idea de fluidez se asocia a la levedad o liviandad (Bauman, 2002).

Este autor sostiene que los tiempos modernos encontraron a los sólidos pre-modernos en un estado de avanzada desintegración y uno de los motivos que alentaba a la disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos cuya soli-dez fuera verdaderamente duradera, es decir, una solidez en la que se pudiera confiar e hiciera del mundo algo predecible y controlable. De este modo, cons-truir un nuevo orden, verdaderamente sólido, implicaba deshacerse del lastre que el viejo orden imponía y conservar como nexo sólo el dinero. La disolución de los sólidos condujo a una progresiva emancipación de la economía, de las viejas ataduras políticas, éticas y culturales. Se instala un nuevo orden y éste llega a dominar la totalidad de la vida humana.

En la era actual, para Bauman, hay una radicalización de la ruptura con aquellas viejas ataduras. «La situación actual emergió de la disolución radical de aquellas ataduras. La rigidez del nuevo orden es el artefacto y el sedimento de la libertad de los agentes humanos». Esta rigidez es el producto general de «per-der los frenos»: de la desregulación, la liberación, la flexibilización, la creciente fluidez, la liberación de los mercados financieros, entre otros frenos. Los sólidos que han sido sometidos a la disolución o que se están derritiendo en este mo-mento, el momento de la «modernidad fluida», como él lo denomina, son los vínculos entre las elecciones individuales y los proyectos y acciones colectivas.

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Para Bauman, lo que está sucediendo en la actualidad es una «redistribu-ción» y una «asignación» de los poderes de disolución de la modernidad. Los moldes que se rompieron fueron reemplazados por otros. Los seres humanos fueron liberados de esos viejos estamentos, para ser encasillados en las nuevas ataduras del nuevo orden: las clases sociales, que encuadraban la totalidad de las condiciones y perspectivas vitales y condicionaban el alcance de los proyec-tos y estrategias de vida. La nuestra es una versión privatizada de la moderni-dad, donde el peso de la responsabilidad del fracaso cae sobre los hombros del individuo.

Al igual que para Giddens, también para Bauman un atributo crucial de la modernidad es el cambio en la relación entre el tiempo y el espacio. La moderni-dad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de la práctica vital y en-tre sí. En la modernidad, el tiempo es la dimensión que hace posible objetivar la historia, gracias a su «capacidad de contención», que se amplía permanen-temente, por la prolongación de los tramos del espacio que las unidades del tiempo permiten «pasar, cruzar, cubrir o conquistar».

Para Bauman, el tiempo moderno se ha convertido, primordialmente, en un arma para la conquista del espacio. En la lucha moderna entre el espacio y el tiempo, el espacio era el aspecto sólido, pesado e inerte. El tiempo, en cam-bio, era el bando activo y dinámico del combate. La imagen del panóptico que utiliza Foucault es la metáfora del poder moderno. Durante la modernidad, la velocidad de movimiento y el acceso a medios de movilidad más rápidos as-cienden hasta llegar a ser el principal instrumento de poder y dominación. La pirámide del poder estaba construida sobre la base de la velocidad, el acceso a los medios de transportes y la subsiguiente libertad de movimientos.

Bauman plantea que una de las cuestiones por las que hoy muchos teóricos hablan de la «postmodernidad», «sobremodernidad», «contramodernidad», «fin de la historia» o «segunda modernidad», es porque éstos sostienen que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad de los movimientos ha llegado ya a su límite natural. El tiempo se ha reducido a la instantaneidad y en la práctica, el poder se ha vuelto extraterritorial. Con la invención del teléfono celular, la distinción entre cerca y lejos ha sido cancelada. La etapa actual de la historia de la modernidad, es sobre todo pospanóptica.

Este autor plantea que el fin del panóptico es el fin de la era del compromiso mutuo: entre supervisores y supervisados, trabajo y capital, líderes y segui-dores, entre otros. La principal técnica del poder ahora es la huída, el escurri-miento, la capacidad de evitar, el rechazo concreto de cualquier confinamien-to territorial, etcétera. A la modernidad líquida ya no le importa la conquista de un nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los nuevos poderes globales fluidos. En la etapa fluida de la modernidad, la mayoría sedentaria es gobernada por una élite nómade extraterritorial. Viajar liviano, en vez de aferrarse a cosas consideradas confiables y sólidas, es ahora el mayor bien y símbolo de poder.

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De esta manera, la desintegración de la trama social y el desmoronamiento de las agencias de acción colectiva suelen señalarse con gran ansiedad y justi-ficarse como efecto colateral anticipado de la nueva levedad y fluidez de un poder cada vez más móvil, escurridizo, cambiante, evasivo y fugitivo. Sin embargo, para Bauman, la desintegración social es tanto una afección como un resulta-do de la nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el descompromiso y el arte de la huída. Para que el poder fluya, el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles. Cualquier tra-ma densa de redes sociales implica un obstáculo que debe ser eliminado. Por ende, los poderes globales deben estar abocados al desmantelamiento de esas redes, en nombre de una mayor y constante fluidez, que es la fuente principal de su fuerza y la garantía de su invencibilidad. El derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes hu-manos permiten que esos poderes puedan actuar.

d) Sobremodernidad

Para referirse a esta nueva etapa de la humanidad, Marc Augé en su condi-ción de etnólogo, parte de la constatación de la paradoja de que si bien conti-nuamente escuchamos hablar de globalización, de uniformización y hasta de homogeneización, a su vez, vemos multiplicarse las reivindicaciones de iden-tidad local. Como los otros autores analizados anteriormente, Augé reconoce que en la actualidad estamos en presencia de profundos cambios y el análisis de los mismos lo localiza a partir de tres movimientos complementarios:

· el paso de la modernidad a lo que él denomina la sobremodernidad,· el paso de los lugares a lo que él denomina los no lugares, y· el paso de lo real a lo virtual.

Para este autor, estos tres movimientos no son en sí mismos distintos unos de otros, pero privilegian puntos de vistas diferentes: el primero pone énfasis en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Sostiene que la aceleración de la historia corresponde de hecho a una multiplicación de acon-tecimientos generalmente no provistos por los economistas, los historiadores, ni los sociólogos. La superabundancia de acontecimientos y de información resulta un gran problema para las ciencias sociales. Esta dinámica de los acon-tecimientos produce una sobrecarga o sobredimensionamiento de sentidos.

Para Augé, la necesidad de dar un sentido al presente es producto del resca-te de la superabundancia de acontecimientos, que corresponde a una situación que denomina sobremodernidad, para dar cuenta de su esencia: el exceso. En efecto, para este autor la situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad y es signo de una lógica del exceso. A partir de esta figura,

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reflexiona y caracteriza la sobremodernidad a través de tres tipos de excesos: «el exceso de información, el exceso de imágenes» y el «exceso de individualis-mo». Cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.

Para este autor, el exceso de la información se relaciona a la dimensión temporal. La dificultad de pensar el tiempo la atribuye a la superabundancia de acontecimientos del mundo contemporáneo, no al derrumbe de una idea de progreso desde hace tiempo deteriorada. La segunda figura del exceso, que plantea como característica de la sobremodernidad, corresponde al espacio. Sostiene que el exceso de espacio es correlativo al achicamiento del planeta.

Considera, además, que estamos en la era de los cambios en gran escala, en lo que se refiere a la conquista espacial, pero que también se dan sobre la tie-rra, como por ejemplo, en lo que se refiere a los veloces medios de transportes y de comunicación, cambios que llegan a la intimidad de nuestras viviendas. Hoy en día tenemos una visión instantánea y simultánea de un acontecimien-to que está sucediendo en el otro extremo del planeta. Las imágenes que llegan a nuestros hogares cotidianamente, no sólo pueden ser manipuladas, sino que ejercen y poseen un poder que excede en mucho la información «objetiva» de la que es portadora. En nuestras pantallas se mezclan imágenes de información, publicidad y ficción. Esto brinda un «aire de familia» entre los espectadores y actores de la gran historia. Funciona como un engaño, cuyo manipulador, es muy difícil de identificar.

Augé también sostiene que esta concepción del espacio se expresa en los cambios descriptos precedentemente y producen modificaciones físicas: con-centraciones urbanas, traslados de poblaciones y lo que el autor denomina, los no lugares, por oposición al concepto sociológico de lugar y de toda una tradición etnológica de cultura localizada entre tiempo y espacio. Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, aeropuertos, etcétera) como los medios de transportes mismos o los grandes centros comerciales.

La tercer figura con la que define la situación de la sobremodernidad es la figura del «ego del individuo», que se mueve en un universo sin territorios y en un mundo si grandes relatos. Hace referencia a un doble aspecto de la mo-dernidad: la pérdida del sujeto en la muchedumbre o, a la inversa, el poder absoluto reivindicado por la conciencia individual. La sobremodernidad im-pone a las conciencias individuales, experiencia y pruebas nuevas de soledad, directamente ligadas a la aparición y a la proliferación de los no lugares. Éstos crean una contractualidad solitaria. La mediación que se establece entre los vínculos de los individuos con su entorno en el espacio del no lugar, pasa más por los textos indicativos, informativos, prescriptivos y/o prohibitivos a través de carteles, ideogramas, pantallas, afiches, máquinas, que por las palabras. En este sentido, los no lugares no crean identidad singular ni relación, sino so-ledad y similitud. Tampoco otorgan lugar a la historia, ya que los itinerarios se recorren y se miden en unidades de tiempo, se viven en el presente, es como

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si el espacio estuviese atrapado en el tiempo, como si no hubiese otra historia que las noticias del día (Augé, 1995).

e) Contramodernidad

Por su parte, Ulrick Beck acuña el término «segunda modernidad», para con-notar la fase de la modernidad que se volvió sobre sí misma, es decir, la época de la modernización de la modernidad. En efecto, sostiene que la modernidad industrial envejece, su creencia en la racionalidad y su magia técnica pierden encanto; se seculariza y surge, entonces, una segunda modernidad donde sus con-troles aún no son claros.

Beck denomina modernización reflexiva a una época de la modernidad que des-aparece y una segunda surge. Esta expresión inaugura la posibilidad de una (auto)destrucción creativa para toda una época: la época industrial. Para este autor, el único rival y la única fuerza que puede destruir el monopolio mo-ral y racional de occidente, es el absolutismo mismo de la modernización so-cioindustrial. Todo se disuelve. Las clases sociales se disuelven y por ello se agudizan las desigualdades sociales. La pobreza aísla. La familia, como lugar de intimidad, cercanía y refugio, se convierte en una criatura suplantada. En efecto, el autor habla de «categorías zombis» y de «instituciones zombis», para dar cuenta de aquellas que están muertas pero todavía viven. Como ejemplos ilustrativos nombra a la familia, la clase y el vecindario.

Por consiguiente, para este autor, la «modernización reflexiva» implica una transformación de la sociedad industrial. Se consuma en el curso de mo-dernizaciones independientes, normales, no planeadas y latentes. Con un or-den económico y político constante, intacto, tiene un triple objetivo: la «radi-calización» de la modernidad, la «disolución» de las premisas y contornos de la «sociedad industrial» y la apertura a «otras modernidades» o «contramoderni-dades». Modernización reflexiva significa, en consecuencia, una moderniza-ción potenciada con un alcance capaz de «modificar la sociedad».

Este autor plantea una tipología de las sociedades modernas: por un lado, las que denomina «o bien-o» y, por otro, las que denomina «y». Sostiene que en la actualidad vivimos en el mundo del «y», pero pensamos con categorías del «o bien-o». Es decir, la modernización abrió un abismo entre concepto y reali-dad, que es tan difícil de rotular. Para el autor, la modernidad se convirtió, en su estado avanzado, en una terra incognita. De esta manera, sostiene que surge otra sociedad u otra modernidad, ni mejor, ni peor, sino solo otra, diferente, y esto despierta y aviva la preocupación de los sociólogos.

Para Beck, la sociología es una ciencia controversial y, si bien existe un plu-ralismo teórico, sostiene que la modernización es concebida e interpretada de manera estructuralmente análoga, porque los clásicos erigieron un pensamiento por el cual los sociólogos todavía transitan, viven y se extravían. Este pensa-miento clásico, es cuestionado por la idea de la modernización reflexiva.

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En este pensamiento, el autor identifica varias orientaciones en pugna. Por un lado, se encuentran las teorías dominantes de la modernización socioin-dustrial «simple», clásica, con toda su multiplicidad y contradicción interna. Aquí se pueden distinguir dos escuelas fuertemente enfrentadas, la funciona-lista y la marxista, que también desarrollaron variantes de postindustrialismo y de capitalismo tardío. Las teorías del postindustrialismo desplazan el centro de gra-vedad del sector industrial al de proveedor de servicios. Por otro lado, están las teorías de la postmodernidad, que «despiden los principios de la modernidad». En estas teorías, subyace una confusión entre modernidad y modernidad socio-industrial. Desde esta perspectiva, se abandona el diagnóstico de la sociedad moderna radicalizada.

Estas posiciones, enfrentadas entre sí, excluyen aquello que aquí cuestiona el autor: las «múltiples modernidades que emergen en el curso de las diná-micas propias de la modernización ulterior». Mientras que la modernización simple alude primero a la desintegración y en segundo lugar a la sustitución de las formas sociales tradicionales por los industriales, la modernización re-flexiva alude primero a la desintegración y luego a la sustitución de formas de sociedad industrial a través de otras modernidades. Es decir, la sociedad industrial es arrollada del mismo modo que la modernización socioindustrial desintegró y sustituyó las formas sociales feudales y corporativas.

Para Beck, ya no es válida la racionalidad con arreglo a fines, como motor del cambio social, sino los «efectos concomitantes»: riesgos, peligros, indivi-dualización, globalización. La contramodernidad no es para nada una sombra de la modernidad, sino un proyecto, un hecho, una institución tan auténtica como la modernidad industrial misma (Beck, 1999).

f) Desmodernización

Por su parte, Alain Touraine plantea que vivimos en un mundo disociado. Por un lado, están las técnicas, los mercados, los signos y los flujos y, por otro, el universo interior que llamamos el de nuestra identidad. Es decir, vivimos en una mezcla de sumisión a la cultura de masas y repliegue sobre nuestra vida privada. En la sociedad moderna se privilegió la correspondencia entre el in-dividuo y las instituciones, porque afirmaba el valor universal de una concep-ción racionalista del mundo, la sociedad y el individuo. La pieza fundamental de esta visión del mundo fue la idea de soberanía popular, el proyecto de cons-truir una comunidad de ciudadanos libres y racionales sobre las ruinas de los antiguos regímenes que seguían sometidos a la tradición o la ley divina.

La política moderna, en su afirmación central, hizo del hombre un ciu-dadano y luego un trabajador. En este mundo moderno secularizado la regla suprema es el interés general y éste no puede separase de la libre realización de los intereses propios de cada uno de los miembros. El derecho, por un lado, y la educación, por el otro, garantizan la correspondencia del individuo y la

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sociedad. Por consiguiente, institucionalización y socialización son los dos mecanismos fundamentales que establecen entre la sociedad y el individuo un juego de espejo (Touraine, 1999: 54).

Para este sociólogo, el modelo clásico de la modernidad está constituido por la interacción de tres elementos: «la racionalización, el individualismo moral y el funcionalismo sociológico». En la segunda mitad del siglo xix se desarro-llan las luchas sociales de la sociedad industrial, cuando se acelera el cuestio-namiento del modelo clásico. El espíritu de la empresa, la ganancia capitalis-ta, el dinero mismo, destruyen las construcciones, los principios y los valores del orden social anterior. La idea de sociedad, desbordada por las realidades económicas, se vuelve incapaz de unir la racionalización económica o técnica con el individualismo moral. La sociedad de producción comenzó a transfor-marse en sociedad de consumo. De esta manera, se produce una «disociación» entre dos universos: las técnicas y los mercados por un lado, y las culturas por otro; la razón instrumental y la memoria colectiva; los signos y el sentido. A esta disociación el autor denomina desmodernización, para caracterizar la ruptu-ra de los vínculos que unen la libertad personal y la eficacia colectiva.

Si la desmodernización es ante todo la ruptura entre el sistema y el actor, sus dos aspectos principales y complementarios son la desinstitucionalización y la re-socialización. Por desinstitucionalización se entiende el debilitamiento o la desapa-rición de las normas codificadas y protegidas por mecanismos legales, mien-tras que por desocialización se entiende la desaparición de los roles, normas y valores sociales mediante los cuales se construye el mundo vivido. Ésta es la consecuencia directa de la desinstitucionalización de la economía, la política y la religión.

Para Touraine, esta desocialización es también una despolitización, con el ar-gumento de que el orden político ya no constituye o funda el orden social. La crisis de lo político asumió una forma aguda en el mundo contemporáneo, expresadas en crisis de representatividad y de confianza, en la medida en que los partidos se convirtieron en empresas políticas que movilizaban recursos, para producir elegidos que puedan ser comprados por los electores. Esta crisis está fuertemente ligada a la del Estado-nación. Para Daniel Bell, «es dema-siado pequeño para los grandes problemas y demasiado grande para los pe-queños».

El autor considera útil la noción de postmodernismo, como instrumento crítico que nos ayuda a percibir la crisis y el fin del modelo racionalista de las luces. Sin embargo, cree que dicha noción es incapaz de asumir las consecuen-cias de la separación que comprueba entre las dos mitades de nuestra expe-riencia. Por el contrario, la desmodernización da cuenta de que los elementos aso-ciados se disociaron y los dos universos, el de las «redes de intercambio» y el de las «experiencias culturales vividas», se alejan cada vez más rápidamente uno del otro. Es tan imposible creer en un mundo unificado por el comercio y el res-peto de las reglas que organizan su funcionamiento, como aceptar una frag-

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mentación total de las identidades, un multiculturalismo absoluto que haga imposible la comunicación entre comunidades cerradas sobre sí mismas.

La disociación de la economía y las culturas conduce o bien a la reducción del actor a la lógica de la economía globalizada, o bien a la reconstrucción de identidades no sociales, fundadas sobre pertenencias culturales y no ya sobre roles sociales. Cuanto más difícil resulta definirse como ciudadano o trabaja-dor en esta sociedad globalizada, mas tentador es hacerlo por la etnia, la reli-gión, el género o las costumbres. Para Touraine, hay una especie de retorno a la comunidad de la que hablaba Tönnies.

Lo creador en estas nuevas identificaciones es que liberan a la diversidad cultural de las cadenas de hierro del racionalismo del siglo de las luces. Es de-cir, el actor deja de ser social, se vuelca sobre sí mismo y se define «por lo que es» y ya no «por lo que hace». Por el contrario, y durante mucho tiempo, se ha definido a la modernidad por el triunfo de los status adquiridos por sobre los trasmitidos, como lo menciono en la primera parte de este trabajo.

Para Touraine, la desmodernización da origen a utopías retrospectivas: hace so-ñar con el retorno de un orden global fundado en creencias religiosas o institu-ciones políticas, susceptibles de poner fin a la fragmentación de la experiencia vivida. Los sociólogos deben acostumbrarse a la desaparición de la sociedad, si ésta se define como el principio regulador de las conductas. Vivimos en un mundo de mercados, de comunidades, de individuos y ya no de instituciones.

Este autor sostiene que no volveremos a encontrar la tierra firme de un or-den social construido sobre sólidas instituciones y métodos seguros de socia-lización, debido a que vivimos un cambio permanente que disuelve las insti-tuciones como si fueran riberas de arena y enturbia las referencias sociales, las normas y lo que llamábamos los valores de la comunidad. Para Touraine, el recurso contra la «desmodernización» no es la nostalgia del orden social o comunitario desaparecido, sino la aceptación de que existe una ruptura de la antigua unidad entre el mundo y su representación y la búsqueda de una nue-va construcción de la modernidad (Touraine, 1999).

III. Algunas implicancias para el Trabajo Social

Con sus similitudes y diferencias, los autores mencionados en este trabajo, dan cuenta de que inexorablemente estamos ante una nueva era caracterizada por profundos cambios, que impactan de manera directa o indirecta en nues-tra vida cotidiana y por supuesto en las ciencias sociales.

Como trabajadora social, no puedo dejar entonces de preguntarme: ¿qué implican estos cambios para el trabajo social? Ante todo, comprender la lógi-ca de la instantaneidad que atraviesa el mundo de vida de los sujetos con los cuales los trabajadores sociales llevamos a cabo nuestra praxis y que también

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atraviesa nuestra propia vida cotidiana y profesional. No se trata de algo cir-cunstancial, producto de hechos efímeros, sino, como he tratado de analizar, de un proceso profundo que atraviesa a todo el género humano en esta fase del desarrollo histórico de la humanidad.

Esta lógica de la instantaneidad, implica —para los sujetos— una imposi-bilidad de poder pensar en un proyecto de vida a mediano o largo plazo, que supere el hoy y aquí. La vida transcurre como una estrategia de supervivencia y la cotidianidad, como sostiene Ana María Fernández (2003), es vivida, pen-sada y sentida sólo desde una «lógica del instante». En palabras de la autora, «se padece de futuro». ¿Qué significa esto? Que el ser humano sufre de una imposibilidad de poder planificar —aunque sea mínimamente— su futuro y su vida; y esto lo agobia, lo atrofia, lo coarta, ya que disminuye su capacidad psí-quica de crear, imaginar, soñar, proyectar y pensar en términos de un futuro posible (Teubal, 2006: 60).

Vivir en este presente líquido, que se escurre entre los dedos, tiene enormes consecuencias subjetivas e intersubjetivas, que no pueden pasar desapercibi-das para el trabajador social. Ana P. de Quiroga menciona, entre ellas, «las vivencias de inexistencia, la amenaza aterradora, la desinserción o el riesgo de desinserción, la experiencia de estar a merced de los acontecimientos, la im-plosión psicosomática, la caída en la melancolización» (Quiroga, 1998). Para-fraseando a Giorgio Agamben, se trata del pasaje de la vida humana a la «nuda vida» (Agamben, 1998), un estado de inexistencia, de no-lugar en el mundo (Martínez y Agüero, 2008).

Teubal (2006) habla de la violencia anárquica como refugio, para explicar la forma de violencia derivada de esta situación y ejercida contra «el igual» transformado en objeto de agresión. No tener lugar en este mundo o no tener existencia o valor alguno para la sociedad, implica que es lo mismo matar que morir, porque vivir ya es sobrevivir o estar vivo por casualidad.

En este contexto, los trabajadores sociales tenemos una tarea clave que con-siste en desarrollar, en sí mismos y en los sujetos con los cuales interactua-mos, una «mirada del presente, cargada de historia y preñada de futuro». Esta interacción permite la construcción de significados, valores, lógicas, modos de sentir y de actuar. Ante el no lugar, se hace necesario desarrollar en los su-jetos el sentido de pertenencia. Ante la sensación de inexistencia, angustia, desesperanza y resignación, es menester construir «lazos» familiares y socia-les de contención, afecto y confianza, como asimismo trabajar la autoestima e instilar esperanza (Teubal, 2006:64).

Coincido con varios de los autores mencionados en este trabajo, en cuanto a que no estamos acercándonos al fin de la historia, ni mucho menos al fin de la modernidad. Es más, comparto la postura de Giddens, cuando sostiene que en realidad estamos en presencia de una radicalización de la modernidad. Estamos atravesando por una nueva etapa, ni mejor ni peor, sino distinta a todas las anteriores.

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A modo de (in)conclusión

En este trabajo queda visibilizado que el surgimiento de la sociología se da en un contexto muy específico y luego de tres siglos de desarrollo de la denomina-da «ciencia de la sociedad». En efecto, ésta se inicia con la teoría política en los albores del siglo xvi (Maquiavelo, 1513), continúa con la economía política ha-cia fines del siglo xviii (Smith, 1776) y principios del siglo xix (Ricardo, 1812). Con las profundas transformaciones del orden social, político y económico, generadas por la Primera Revolución Industrial, que se desarrolla en Europa entre 1760 y 1860, y los agudos conflictos sociales derivados de las mismas, surge la sociología, con la pretensión de restablecer el antiguo orden, la ar-monía y el equilibrio social. Emerge de la mano del positivismo y de la frag-mentación de la «ciencia de la sociedad» y su reemplazo por las denominadas «ciencias sociales» y su organización en «disciplinas». Los grandes temas de la nueva «disciplina», la sociología, son la comunidad, la autoridad, la sacra-lidad, el status y la alienación (Nisbet, 1977). La sociología se ocupa de lo que ella misma denomina «sociedades modernas» o «sociedades industriales». Es la disciplina de «la modernidad».

En general, existe un gran consenso en considerar a Karl Marx, Émile Durkheim y Max Weber como los «clásicos» de la sociología, por la enorme in-fluencia que tuvieron sus ideas en el desarrollo de las ciencias sociales en gene-ral y en el pensamiento sociológico en particular. Los dos primeros tienen una visión optimista del desarrollo de la sociedad, aunque con enormes diferencias en las fuerzas que generarían el cambio social, para el primero el proletariado y la lucha de clases y para el segundo la división del trabajo y la expansión del industrialismo. El tercero tiene una visión pesimista del desarrollo de la socie-dad, fundada no sólo en sus ideas sobre la racionalidad y la burocracia, sino porque vivió para ver el horror de la primera guerra mundial y el lado obscuro de la modernidad y el capitalismo.

También existe un gran consenso entre los autores, en la idea de que es-tamos en los inicios de una nueva era de la humanidad, caracterizada fun-damentalmente por la separación del tiempo y el espacio, la fugacidad de los acontecimientos, la virtualización y la instantaneidad. Para Lyotard, la mo-dernidad ha concluido y estamos en la posmodernidad; para Giddens, hay una radicalización de la modernidad, que se traduce en expansión, intensi-ficación y aceleración del cambio y de las instituciones sociales de la moder-nidad; para Bauman, estamos en la modernidad líquida o fluida; para Augé, hay un exceso de modernidad o sobremodernidad; para Beck, la modernidad ha envejecido y estamos en la segunda modernidad o contramodernidad o modernidad reflexiva; finalmente, para Touraine, transitamos por una des-modernización caracterizada por la disociación entre el mundo de la identi-dad de los sujetos y las redes de intercambio como la técnica, los mercados, entre otros.

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Pareciera que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Este contexto tiene enormes implicancias para el Trabajo Social como cam-po transdisciplinar y como conjunto de prácticas profesionales. La crisis de las denominadas «ciencias sociales» podríamos decir que es ontológica, más que fenomenológica, ya que ellas surgen de la fragmentación y ruptura de lo que hasta entonces era considerado como un todo. Este origen fragmentario y traumático se potencia a su vez por la misma complejidad y profundidad de los problemas sociales, de tal manera que estamos a obscuras y a tientas, en un mundo frágil y movedizo, donde cobra vigencia más que nunca aquella célebre frase de Marx cuando señalaba que «todo lo sólido se desvanece en el aire».°

Bibliografía

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El tratamiento legislativo del proyecto que pretendía convertir en ley la Reso-lución 125 transitó uno de los senderos posibles del juego entre el ejecutivo y las dos cámaras del congreso. En una primera instancia, la Cámara de Diputa-dos le dio media sanción con 129 votos favorables; en segunda instancia, en la madrugada del 17 de julio del 2008, en la Cámara de Senadores se produjo un empate: 36 votos favorables al proyecto de ley y 36 votos en contra. Ante esta situación, la constitución prevé que el vicepresidente, y a la sazón presidente del Senado, tenga que dirimir el desempate en la cámara revisora. Lo demás es historia conocida. El voto «no positivo» del vicepresidente Julio Cobos instaló en la agenda de debate (sólo por unos pocos días, lamentablemente) varias características políticas e institucionales del formato bicameral del Congre-so Argentino. Este singular evento político pone de relieve cuán importantes son algunos mecanismos del diseño institucional del Congreso argentino, que tienen un impacto decisivo en el resultado. En este breve ensayo, presento una somera introducción de las diferentes versiones de sistemas bicamerales existentes en América Latina. En segundo lugar, analizo en detalle el proceso de toma de decisión del sistema bicameral argentino y, finalmente, paso a examinar, a partir del caso del tratamiento del proyecto de ley sobre retencio-nes móviles, cómo estos arreglos institucionales afectan el proceso de toma de decisión.

El juego de la toma de decisión en los bicameralismos latinoamericanos

Suele destacarse que una ventaja del bicameralismo, además de la doble re-presentación, reside en la doble revisión de la legislación o redundancia (Uhr, 2006). Una segunda cámara permite una segunda lectura de los proyec-tos de ley y provee una segunda opinión respecto a los contenidos y consecuen-cias potenciales de las iniciativas. De este modo, la doble revisión tiene como objeto mejorar la calidad de la política pública e introducir un mayor control y balance en el proceso de decisión.

Más allá de las reglas de elección y la base de representación, los requisitos para ser elegido y de las atribuciones de cada cámara, el aspecto definitiva-mente central en el proceso de toma de decisión bicameral reside en el juego entre ambas cámaras y el presidente. Si bien en muchos países del mundo (por ejemplo, Gran Bretaña) las cámaras altas han quedado subordinadas a las cámaras bajas, reservándose solamente el poder de reconsideración o de demora, ese mínimo papel altera el funcionamiento del proceso de toma de-cisión mucho más allá de lo que un enfoque centrado en incongruencias y simetrías puede prever (Tsebelis y Money, 1997: 54-69). En este sentido, in-cluso en sistemas con cámaras altas dotadas de menos poderes que las ba-

¿El bicameralismo hace la diferencia? El voto «no positivo» y los arreglos institucionales del bicameralismo argentino*

Diego Reynoso

Datos del autor:Investigador conicet flacso Argentina, Programa Instituciones Políticas y Gobernabilidad Democrática.

* Este artículo está basado en un texto más amplio y detalla-do sobre las diferentes institu-ciones que poseen los sistemas bicamerales latinoamericanos (Reynoso, 2009); y es la base de la conferencia «El bicameralismo en América Latina. A propósito de Cobos», realizada en las «I Jorna-das de Investigación en Ciencia Política», Facultad de Trabajo Social, Universidad Nacional de Entre Ríos, Paraná (Septiembre 26, 2008), publicada en el libro digital del mismo nombre por la fts – uner.

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jas, la existencia de dos cámaras introduce una pausa en la elaboración de la política pública y demora la decisión para permitir que los actores políticos y sociales se expresen, de modo tal que se evalúe y reconsidere una política pública (Patterson, 1999).1

En general, los países latinoamericanos han adoptado diferentes formas en que la legislación «viaja» de una cámara a la otra. Ambas cámaras fungen in-distintamente como cámaras de origen y cámara de revisión, con la excepción de algunas atribuciones de iniciativa específica ya consideradas. Esto significa que en cualquiera de ellas puede iniciarse un proyecto de ley, quedando la otra con el papel de cámara revisora.

Cuando se inicia un proyecto de ley en una cámara y éste es aprobado por las mayorías requeridas, el proyecto con media sanción se envía a la cámara revisora. Ésta puede aprobar (a), modificar (m) o rechazar (r) el proyecto. Los po-deres y atribuciones de la cámara revisora varían, por lo general, en todas las constituciones latinoamericanas, pero se ajustan a estas tres alternativas de acción en el momento de la decisión. La aprobación directa del proyecto por la cámara revisora no plantea mayores especificidades. Ahora bien, los sistemas bicamerales latinoamericanos (y en general de todos los sistemas bicamerales del mundo) presentan procedimientos disímiles para continuar con el proceso legislativo cuando la cámara revisora modifica o rechaza un proyecto aproba-do por la cámara de origen. Es decir, existen variaciones institucionales entre los países para resolver las divergencias de opiniones entre las cámaras y para poder arribar, en efecto, a una decisión legislativa.

Al respecto, algunos estudios sostienen la hipótesis de que la divergencia intercameral de opiniones es una función de la incongruencia (Lijphart, 1999 y Sánchez, 2002). En este sentido, cuando la base de representación no coincida y el método de elección produzca resultados diferentes en cada cámara, mayo-res serán las probabilidades de que las cámaras tengan o expresen preferencias diferentes. Así es como el sistema de partidos legislativos, o la composición de los contingentes legislativos partidarios de cada cámara, tienen una relevan-cia especial en el estudio de la congruencia (Nolte, 2002; Sánchez, 2002). Sin embargo, este atajo conduce a algunas impresiones teóricas, metodológicas y empíricas importantes.

En primer lugar, no puede medirse una variable dependiente por los valo-res de la independiente. En este sentido, no se puede aceptar a la congruen-cia representativa como un indicador de la divergencia en las preferencias. A lo sumo puede conjeturarse que éstas estén correlacionadas, o que la incon-gruencia produzca un impacto en la divergencia de opiniones, lo cual habría que demostrar empíricamente. Pero de ningún modo puede reemplazarse la medición de una variable por otra o subsumirla como un indicador adicional.

En segundo lugar, se asume de este modo que un miembro de un partido tiene exactamente las mismas preferencias que cualquier otro de sus miem-bros; lo cual sólo es correcto en caso de que la cohesión de un partido sea per-

1. En julio de 2008, luego de cua-tro meses de conflicto con el sec-tor agropecuario, la presidenta de Argentina envió al congreso un proyecto de ley sobre retenciones móviles a las exportaciones. A pe-sar de que el oficialismo contaba con mayoría absoluta en ambas cámaras, el proyecto fue aproba-do por diputados pero rechazado en el Senado. Se conjetura que el fracaso del oficialismo se debió en parte a las presiones de la opinión pública. La visibilidad y mediati-zación del conflicto provocó que incluso algunos senadores ofi-cialistas votaran en contra del proyecto.

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fecta. En otras palabras, dadas las preferencias de los miembros de un partido se asume que la varianza, respecto de un punto medio de opinión, es nula (Morgenstern, 2002: 445). De este modo, conviene prestar atención a las insti-tuciones que procesan el disenso entre las cámaras y analizar su rol estratégi-co, antes que proponer una tipología que basa su potencial por el promedio de todas las características.2

Una vez que la divergencia de opiniones entre ambas cámaras ocurre, los sistemas bicamerales están dotados de diferentes instituciones y prácticas para dirimir la diferencia.3 Existen al menos cuatro patrones generales de re-solución dependiendo de quién tiene el poder de agenda, los puntos de vetos y quién tiene la última palabra.

La primera situación se da en caso que la cámara revisora tenga una opi-nión diferente y entonces el proyecto deba regresar a la cámara de origen para expedirse al respecto. Con algunas variaciones este es el juego constitucional de Argentina y Brasil, en donde la cámara de origen tiene la posibilidad, en caso de diferencia, de quedarse con la última palabra. En Argentina si la cá-mara de origen logra insistir en su proyecto original con una mayoría califi-cada de 2/3 prevalece su posición, en caso contrario prevalece la decisión de la cámara revisora. En Brasil, la cámara de origen puede aprobar o rechazar la decisión de la cámara revisora por simple mayoría (1/2 + 1). En ambos casos, la cámara baja o el senado pueden ocupar el rol indistintamente de cámara de origen o de revisión (con excepción de los asuntos donde haya un poder de iniciativa exclusivo). Así en Argentina, para poder dar vuelta una decisión de la cámara revisora se requiere un esfuerzo adicional que consiste en una ma-yoría calificada, que no siempre puede alcanzarse, dotando de este modo a la cámara revisora con una cuota de poder extra comparativamente a la situación que se presenta en Brasil.

La segunda situación, a diferencia de la anterior, se da allí donde el proyec-to es tratado en más de una vez por cada cámara. Aprobado el proyecto por la cámara de origen, se envía a la revisora que puede aprobarlo, rechazarlo o mo-dificarlo. Si se modifica, éste regresa a la cámara de origen; ésta puede apro-barlo con sus modificaciones o bien puede insistir sobre el proyecto original mandando nuevamente el proyecto tal como fue enviado en la primera ronda. Finalmente, la cámara revisora vuelve a considerar la versión que le envía por segunda vez la de origen, teniendo que aprobar o rechazar el proyecto enviado. A diferencia del primer modelo, aquí la ultima decisión, por sí o por no, corres-ponde a la cámara revisora. Con diferentes procedimientos y reglas parciales, esta situación se da en República Dominicana, Haití, México y Paraguay; y se utilizaba en Nicaragua y Perú. En este último caso, la segunda ronda de tratamientos exigía para la insistencia de los proyecto de cada una de las cá-maras el voto de las 2/3 partes de los presentes. En los demás casos, se arriba a las decisiones con la simple mayoría (1/2 + 1), dotando entonces a la cámara revisora de un plus de poder respecto de la de origen. Un sistema bicameral de

2. Valdría la pena decir algo de la disciplina. Puede haber co-hesión pero no disciplina. Las preferencias pueden ser iguales para todos pero no sus opiniones (entiendo por esto las preferen-cias explicitadas)

3. Como se sugirió anteriormen-te, entendemos que la divergen-cia de opiniones entre las cáma-ras ocurre cuando una cámara aprueba el proyecto y la otra de-cide modificarlo o directamente rechazarlo.

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esta naturaleza prolonga el proceso de toma de decisión, pero abre un mayor número de instancias para arribar a acuerdos al mismo tiempo que introduce un mayor número de puntos de veto.

El tercer modelo posible se da cuando, después de las divergencias, el po-der de agenda no recae en la cámara de origen ni en la cámara revisora, sino una asamblea conjunta compuesta por todos los representantes de ambas cá-maras.4 Bolivia y Uruguay tienen mecanismos de resolución de diferencias de esta naturaleza; Ecuador y Venezuela solían tenerlo. En este caso, la cámara revisora con su decisión tiene la llave para abrir o no la convocatoria a una asamblea conjunta. Si se arriba a la asamblea conjunta, el resultado de la de-cisión se inclina hacia la cámara más numerosa. Por ejemplo, en Bolivia la cámara baja es cuatro veces más grande que el senado y en Uruguay lo es 3,19 veces más grande. En este modelo la decisión final está determinada por el tamaño relativo de las cámaras antes que por su función en el proceso legisla-tivo (cámara de origen y revisora). No obstante, la función en el proceso puede afectar la probabilidad de que se llame a una asamblea legislativa dado que ésta es convocada por la cámara revisora. Por ello es poco probable que se la convoque cuando el Senado ocupa el lugar de cámara revisora en un proceso legislativo determinado.

El cuarto patrón que se observa en América Latina consiste en el llamado a una comisión integrada por representantes de ambas cámaras. Aquí el proceso es una mezcla de los anteriores. Si existe diferencia entre ambas cámaras el proyecto pasa a una comisión de conciliación o comisión bicameral.5 La dife-rencia con el caso anterior es que la comisión está integrada por representan-tes de ambas cámaras en número igual, y no por todos los miembros de las cá-maras. Una vez que la comisión se expide, el proyecto nuevamente pasa a ser tratado por ambas cámaras por separado. En el caso de Colombia, para que el proyecto propuesto por la comisión de conciliación sea aprobado requiere una nueva votación por mayoría tanto en la cámara de origen como en la revisora. Si persiste la divergencia, el resultado es el mantenimiento del status quo. En el caso de Chile el proceso es similar, aunque consta de muchos puntos de veto adicionales, con la inclusión del presidente como actor legislativo que puede pedir volver a considerar un proyecto en medio del proceso de divergencia una nueva propuesta. En estos casos, el peso del voto que la cámara más grande posee en el caso de la sesión conjunta, se diluye y las dos cámaras pasan a tener el mismo peso en la toma de decisión.

Si consideramos los mecanismos de resolución de las divergencias, los sis-temas más equilibrados en cuanto a los pesos relativos de las cámaras en la toma de decisión son Chile y Colombia. Argentina y Brasil inclinan el peso de la decisión hacia la cámara de origen, aunque Argentina es un poco más exigente en las mayorías requeridas para superar las modificaciones de la se-gunda cámara.6 República Dominicana, Haití, México y Paraguay inclinan la decisión a favor de la cámara revisora, con diferente número de rondas, mien-

4. Tsebelis y Money (1997: 54 y 63) denominan a esta solución como sesión conjunta (joint session).

5. A esta situación Tsebelis y Mo-ney (1997) la denominan conferen-ce comité. Antes de la abolición del senado, Nicaragua poseía un sistema de resolución de las divergencias de este tipo.

6. Por esto no diríamos que es más probable que predomine la opinión de la Cámara Revisora (cr). Habría que diferenciar en-tonces entre «la última decisión» de la »opinión prevaleciente».

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tras que Bolivia y Uruguay, debido a la solución por medio de asamblea legisla-tiva, inclinan el fiel de la balanza en favor de la más numerosa que, en ambos casos, es la cámara baja o cámara de diputados.

El juego de la aprobación de un proyecto de ley

En Argentina el proceso formal de toma de decisiones requiere la concurrencia tanto de la Cámara de Diputados y el Senado como del Presidente (artículo 78).7 Para aprobar un proyecto de legislación ordinaria las reglas establecen que se requiere de la aprobación del mismo en cada una de las dos cámaras (Diputa-dos y Senadores), la cuales fungen indistintamente como cámara de origen y cámara revisora.8 Si la cámara de origen (co) no logra aprobar por mayoría el proyecto, éste es descartado y prevalece el Statu Quo (sq) —el proyecto no puede volver a ser tratado en las sesiones de ese año—. Si, en cambio, aprobara (a) la iniciativa al menos con la mayoría de los votos de los legisladores presentes,9 la propuesta de legislación «viaja» a la cámara revisora la cual puede aprobar la propuesta recibida (a), hacerle modificaciones (m) o bien rechazarla (r).

Si la cámara revisora (cr) aprobara la propuesta recibida la misma pasaría al presidente (p), quien tiene 10 días para rechazarla total (vt) o parcialmente (vp) y volver a enviarla a la cámara de origen, de lo contrario la propuesta se considera un proyecto aprobado (artículo 80). El proceso legislativo se compli-ca cuando la cámara revisora decide utilizar sus otras dos opciones: rechazarla o hacerle modificaciones.10 Si la Cámara revisora desecha totalmente el pro-yecto, se mantiene el status quo (sq). De esta forma la Cámara Revisora puede bloquear las propuestas legislativas con las que discrepa.

Si la cámara revisora decide hacer adiciones o modificaciones al proyecto, entonces deberá indicarse el resultado de la votación. El resultado de la vota-ción conduce a dos nodos diferentes: modificaciones realizadas con el voto de la mayoría (m > 1/2) o modificaciones realizadas con más de las dos terceras partes de los votos totales (m > 2/3) (artículo 81). En el primer caso, la cámara de origen podrá por mayoría absoluta de los presentes aprobar el proyecto con las adiciones o correcciones introducidas o bien podrá insistir (i) en el proyecto original (artículo 81). En cambio, si las adiciones o modificaciones realizadas por la cámara revisora fueron introducidas con el voto de las 2/3 partes de los presentes, el proyecto pasará directamente al Poder Ejecutivo con las adicio-nes o modificaciones introducidas por la cámara revisora, salvo que la cámara de origen insista con el proyecto original con los 2/3 de votos de los presentes (artículo 81).

Las reglas de interacción entre ambas cámaras detalladas en la constitución no establecen un tiempo específico para el uso de alguna de las estrategias del conjunto detallado. Es por esta razón que las cámara revisora puede ampliar el

7. La Cámara de Diputados se in-tegra de 257 diputados y el Sena-do se integra en la actualidad por 72 senadores. La Cámara de Dipu-tados se elige por mitades cada 2 años. Los diputados duran en su representación cuatro años y cuentan con la posibilidad de ser re-electos en forma indefinida (artículo 50). El Senado hasta el 2001, se conformó con dos sena-dores por provincia electos por las Cámaras de diputados locales y por la capital por designación del Colegio Electoral. A partir de año 2001 entró en vigencia la reforma constitucional que modificó el criterio de elección de los sena-dores, ahora estableciendo que sean elegidos por voto directo y aumentó el número de represen-tantes por provincia de dos a tres. Los senadores duran seis años en el ejercicio de su mandato, y son reelegibles indefinidamente. El Senado se renovará a razón de una tercera parte de los distritos electorales cada dos años (artí-culo 56).

8. Con excepción de «la iniciativa de las leyes sobre contribuciones y reclutamiento de tropas» (artí-culo 52) y «el derecho de acusar ante el Senado al presidente, vi-cepresidente, al jefe de gabinete de ministros, a los ministros y a los miembros de la Corte Supre-ma» (artículo 53) que le corres-ponde a la Cámara de Diputados. Por otra parte, son atribuciones exclusivas del senado «juzgar en juicio público a los acusados por la Cámara de Diputados» (artícu-lo 59) y «autorizar al presidente de la Nación para que declare en es-tado de sitio, uno o varios puntos de la República en caso de ataque exterior» (artículo 60). Cámara de Diputados también tiene el privi-legio de iniciativa legislativa en el los proyectos de ley provenientes de iniciativa popular (Art. 39) y la consulta popular (Art. 40). El Se-nado tiene iniciativa excluyente en la ley de coparticipación fede-ral (art. 75, inc. 2) y en materia de políticas demográficas y de desa-rrollo igualitario y equilibrado de las provincias (Art. 75, inc. 19).9. El proceso específico consiste en primero reunir el quórum sufi-ciente para sesionar. En el caso de las modificaciones al régimen electoral y los partidos políticos,

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conjunto de estrategias disponibles en su turno {a, r, m > 1/2, m > 2/3} con el sim-ple hecho de no actuar y «cajonear»11 el proyecto (c), manteniendo por inacción el sq. De este modo, son cinco las alternativas reales de la cámara revisora, y no las tres que se detallan en la constitución. Del mismo modo, la cámara de origen puede cajonear el tratamiento de un proyecto modificado por la cámara revisora además de insistir o aprobar. Sólo si la cámara revisora no lo modifica con 2/3, va directo al presidente.

Algunos efectos del sistema bicameral

En comparación con otros sistemas bicamerales, el proceso de toma de decisión introduce diferentes potenciales resultados. A continuación, discuto algunos de estos efectos o consecuencias que los mecanismos institucionales disparan, y cuyo escrutinio profundo puede ayudarnos a entender en qué medida las re-glas institucionales que gobiernan el proceso de decisión tienen consecuencias notables en el mismo resultado de la decisión.

1. El sistema bicameral hace más estable al sq o más difícil el cambio

Un sistema con dos cámaras impide que una simple mayoría institucional pue-da determinar el resultado en una sola votación. Para poder obtener un resul-tado positivo en favor de alguna iniciativa o proyecto se requiere la mayoría en las dos cámaras (a veces incluso, las 2/3 partes de los votos o de los miembros en ambas cámaras). Sin embargo, puede ocurrir que un proyecto sea aprobado por una mayoría en una cámara y empate en la otra y, por consiguiente, que el proyecto no sea sancionado (tal como sucedió en la madrugada en que el sena-do votó el proyecto de la Resolución 125). El sistema exige «dos victorias» para que una iniciativa pueda aprobarse. En contraposición, el sq (el resultado por defecto en caso de que no se adopte una nueva política) se mantiene aunque no supere mayoritariamente a la iniciativa propuesta. Más enfáticamente, el sq no requiere ser preferido por una mayoría frente a un proyecto para prevalecer, sólo alcanza con que el proyecto no logre la mayoría en ambas cámaras. Por ejemplo, los diputados y senadores que votaron en contra de la resolución 125 nunca fueron mayoría en ninguna de las dos cámaras, y sin embargo lograron frenar la sanción de la resolución.

Hagamos un experimento hipotético contra-fáctico. Supongamos que el congreso fuera unicameral y hubiese estado integrado por los mismos miem-bros que actualmente integran ambas cámaras (257 + 72 = 329), y además asu-mamos que todos éstos votan del mismo modo, es decir, que mantienen fijas sus preferencias reveladas. Con estos dos supuestos, manteniendo todos los

se requiere la aprobación de la mayoría de los miembros de la cámara (artículo 77).

10. Ninguna de las cámaras puede desechar totalmente un proyecto que hubiera tenido origen en ella y luego hubiese sido adicionado o enmendado por la cámara reviso-ra (artículo 81).

11. En Argentina se define «cajo-near» como la acción de guardar en algún cajón, de alguna co-misión o despacho, el proyecto para no ser tratado. Esto ocurre porque el artículo 82 prohíbe la sanción tácita: «La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en to-dos los casos, la sanción tácita o ficta».

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demás factores constantes, el proyecto recibiría 165 votos positivos contra 158 votos en contra, de tal forma que no se hubiese requerido ningún voto de des-empate y, la polémica 125, hubiese sido aprobada.

Es importante, entonces entender, que el resultado no dependió sólo de las preferencias de los legisladores sino de la estructura institucional que define el proceso de toma de decisión. En consecuencia, los mismos actores bajo di-ferentes arreglos institucionales hubieran arribado a resultados políticos di-ferentes.

2. El tiempo entre la decisión de una cámara y la otra afecta el cálculo de los actores

La política está afectada por dos variables estructurales esenciales: el espacio y el tiempo. La dimensión espacial o territorial de la política dominó el análisis del conflicto con el campo, como resulta obvio. Provincias del «núcleo sojero», por un lado, y gobierno nacional y sus aliados, por el otro. Pero además de la composición territorial de los intereses, el manejo del tiempo que hicieron cada uno de los actores también influyó sobre el resultado.

A medida que el conflicto se prolongaba los actores involucrados experi-mentaban una «pérdida» por no resolverlo: el sector agropecuario, por un lado perdía por demorar la comercialización de bienes primarios, mientras que el costo político del gobierno aumentaba por no encontrar una solución al con-flicto. Encontrar una solución temprana produciría un resultado superior que encontrarla tardíamente o, peor aún, que no encontrarla. Pero ningún actor tenía incentivos para hacerlo porque ceder suponía un costo político adicional, dadas las creencias y los intereses de los actores en conflicto. En consecuencia, a ambos le convenía terminar cuanto antes, pero al mismo tiempo, les conve-nía que el adversario fuera el actor que cediera. Se encontraban en una situa-ción similar a la que está caracterizada en el clásico «juego de la gallina», pero con una diferencia central: nadie cedía y el conflicto se prolongaba.12

El gobierno decidió ser el primero en dar un paso para salir de la situación. El proyecto fue enviado al Congreso, después de un juego reiterativo y prolon-gado de desgaste mutuo. Podemos especular hasta la saciedad acerca de «qué hubiera sido si…» Por ejemplo, si el proyecto hubiera sido enviado al inicio del conflicto ¿cómo habrían votado los legisladores (diputados y senadores)? Es probable que los costos que cada uno hubiese afrontado —digamos la primera semana después del 11 de marzo— fueran diferentes, y que la matriz de pagos de cada uno de los legisladores hubiese inclinado la decisión a favor del gobier-no, dada la mayoría del contingente legislativo del «Frente para la Victoria» y sus aliados en ambas cámaras.

La votación en diputados dio un estrecho margen de victoria al bloque ofi-cialista, pero a medida que el tiempo transcurría eran más y más los diputados que se mostraban indecisos acerca de mantener su posición junto al gobierno.

12. En el conocido «juego de la gallina» el resultado de equili-brio es aquél en el cual uno de los dos cede frente a la persisten-cia del otro. Se puede decir que, finalmente, el gobierno cedió cambiando la estrategia de con-frontación. Aunque la evolución extrainstitucional del conflicto no permite elucidar con claridad en qué cedió el gobierno.

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El tiempo que transcurrió entre el debate realizado en la cámara de origen y el que se produjo en la cámara revisora, abrió nuevamente una oportunidad para ejercer presión y con ello modificar la matriz de pagos de algunos senadores, que vieron como se alteraba la relación entre el costo político de respaldar al gobierno en la iniciativa o apoyar a los actores movilizados en sus distritos.

3. Los diputados y senadores tienen un conflicto acerca de quién es su principal

Los debates que se dieron en las comisiones y en el recinto, así como las expo-siciones de cada uno de los oradores en la cámara de diputado y en la de sena-dores, generaron una enorme expectativa no sólo por el resultado particular de la votación (que vaya si tenía importancia) sino también por la calidad misma del futuro proceso político y del nuevo rol del congreso que todos esperan que se haya abierto. Sin embargo, el debate y las exposiciones de los legisladores sugieren que los incentivos que introduce el sistema electoral sobre el compor-tamiento de los legisladores no apuntan todos hacia la misma dirección y en muchos casos están en contradicción con algunos principios normativos.

Uno de los principios normativos al que todos dan por supuesto reside en la idea que los diputados y los senadores representan a los ciudadanos de los distritos o provincias que los eligen. Se puede considerar, de este modo, a los representantes como los agentes de los ciudadanos, y a éstos (es decir, a noso-tros) como los principales de ellos. Los agentes son elegidos para llevar adelan-te una actividad a favor de los principales que éstos por sí mismos no pueden realizar efectivamente.

El dilema positivo, con consecuencias normativas, que enfrenta un repre-sentante es reconocer quién es su principal. Dado el sistema electoral argenti-no de voto por lista en distritos plurinominales de representación proporcional para elegir diputados, y del voto de lista incompleta para elegir senadores en distritos tri o binominales, el representante tiene un conflicto de lealtad con dos potenciales principales: por un lado, los ciudadanos, o mejor dicho los electores que los votarán en la próxima elección, y, por el otro, el jefe político que los colocó en puestos expectables de elección que permitieron su elección. Si bien normativamente no se pone en duda quién «debería ser» el principal, lo cierto es que positivamente la centralización de la nominación de las candida-turas introduce una presión sobre el legislador a favor de quien efectivamente le permitió ocupar un lugar en la lista partidaria que lo llevó al congreso.

Esta tensión, o dilema, es más profunda que el tratamiento superficial que en estas breves líneas se le da, pero suele ser pasado por alto contradictoria-mente. Por un lado, se necesitan partidos fuertes y disciplinados (y en lo per-sonal, el autor de estas líneas lo comparte con convicción) pero por el otro esos partidos pueden poner en tensión la lealtad respecto de quién es el principal de cada agente. Al respecto las listas plurinominales refuerzan la disciplina

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partidaria y la lealtad al jefe político antes que a los electorados distritales. Mientras que el voto personalizado, que predomina en la elección de senador, somete al senador electo a la presión de considerar al distrito por encima de la disciplina partidaria.

4. Cada senador individualmente tiene más peso en la decisión que cada diputado

La situación a la que se llegó la madrugada del 17 de julio fue inducida por las preferencias de los diputados y senadores, pero también en una cierta propor-ción por la forma de representación bicameral y el dilema del agente principal. En el senado las provincias tienen 3 representantes cada una. Ello tiene dife-rentes impactos en la toma de decisión. En primer lugar, dado que cada cáma-ra tiene el mismo peso en el proceso de toma decisión —un voto por cámara—. El peso de un senador es igual a 1/72 mientras que el peso de un diputado es igual a 1/257; lo que da por resultado que en promedio el peso de cada senador es 3,56 veces mayor que el de cada diputado.

En segundo lugar, la división política que expresó el conflicto fue en gran medida un reflejo de la composición territorial del país y de las divisiones par-tidarias que lo atraviesan. Si comparamos los contingentes legislativos por territorio y provincia tenemos una fotografía del peso que tiene la estructura bicameral del congreso. La provincia de Buenos Aires posee un 27 % de los di-putados (90/257) mientras que, sólo por poner un ejemplo arbitrario, la pro-vincia de Santa Cruz posee un 1,94 % (5/257). Sin embargo, cada una tiene el 4,16 % de los senadores, al igual que todas y cada una de las demás provincias. De este modo, tanto el peso de cada miembro individual como la diferencia representativa entre ambas cámaras, conducen a que un cambio de posición u opinión de un número determinado de senadores tenga un mayor impacto que un cambio en ese mismo número de diputados. Por esa misma razón, tie-ne un mayor impacto hacer presión sobre un senador que sobre un diputado, debido a que manteniendo el resto de los factores constantes, la contribución de cada senador en la decisión es mayor que la contribución de cada diputado singularmente considerados.

5. El vicepresidente desempata según su preferencia en caso de empate

Son extremadamente infrecuentes las ocasiones en que el vicepresidente de la Nación tiene que ejercer su voto de desempate en tanto presidente provisio-nal del senado. No existe ningún indicio reglamentario, ni mucho menos una cláusula o artículo constitucional, que señale que éste deba votar en favor del contingente legislativo del partido de gobierno. De hecho, hasta la reforma constitucional de 1994 los presidentes y vicepresidentes se elegían en forma

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indirecta por medio del colegio electoral, y allí podían surgir presidentes de un color político y vicepresidentes de otro. Después de la reforma constitucional de 1994, los presidentes y vicepresidentes se eligen en forma directa de modo tal que ambos aparecen compartiendo la fórmula en una misma boleta electo-ral. Pero ello no significa que pertenezcan ni al mismo partido, ni que aún per-teneciendo tengan que compartir cada una de las decisiones. Al respecto, hay pruebas sobradas en el comportamiento de los vicepresidentes argentinos.

Si, como se quejaban algunos, el constituyente al darle al vicepresidente la facultad de desempatar le estaría otorgando un plus al ejecutivo en favor de sus proyectos, entonces directamente hubiese propuesto un mecanismo direc-to y más efectivo. Por ejemplo, podría haberse codificado que para impedir que se sancione un proyecto o iniciativa del ejecutivo la oposición debería reunir la mayoría de los votos, dando el empate como una decisión en favor del proyecto del presidente. De haber sido así, el triunfo en diputados y el empate en el se-nado hubiesen dado como resultado la sanción del proyecto de convertir en ley la Resolución 125. Otra vez, las reglas de decisión, no sólo las preferencias de los que deciden, tienen un peso importante en la decisión misma.

Conclusión

El voto «no positivo de Cobos» es un ejemplo particular de un proceso más ge-neral: las instituciones afectan el juego político a modo de mecanismos que introducen incentivos sobre el tipo de interacciones entre los actores políticos. De ninguna manera esto supone que las instituciones determinan el resultado o estructuran totalmente la política. Los enfoques basados en esas simplifi-caciones son fácilmente objeto de críticas implacables. En su lugar, podemos pensar en actores que tienen intereses y delinean sus estrategias consideran-do las restricciones y las oportunidades que enfrentan. Estos «tratan de hacer lo mejor que pueden» para alcanzar sus objetivos, pero dentro de un marco regulado formal e informalmente, recurriendo a «jugadas limpias y a veces sucias» (North, 1993). No obstante, muchas veces se equivocan. Lo que sucedió esa madrugada dispara un interrogante político sustantivo: ¿qué tipo de in-centivos positivos tienen los actores políticos relevantes y en qué medida esos incentivos están alineados con los horizontes normativos que damos por su-puestos? °

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El presente artículo constituye un fragmento del Proyecto de Investigación: «Acción Comunicativa y Virtud. Dos modelos de integración social» dirigido por el profesor Elvio Tell, co-dirigido por el licenciado Carlos Iglesias y la profe-sora María Teresa Trachitte, radicado en la Facultad de Trabajo Social – uner, concluido y aprobado por el Consejo Superior de la uner en el año 2000.

Estamos insertos en una crisis global que se nos ha tornado inmanejable, al menos por ahora, y con las categorías con las que nos sentíamos familia-rizados. Nuevamente el debate de ideas conforma la agenda, se efectúa un cruce de paradigmas, se intenta la comprensión o explicación desde algún punto de vista y todos ellos no terminan de dar cuenta de la complejidad de la situación.

¿Hacia dónde nos inclinamos? Si no existe un fundamento único, abarca-dor que homogeneice la realidad (Nietzsche), quedan al descubierto una plu-ralidad de perspectivas.

¿Es posible abordar el problema económico-financiero desde una mirada exclusivamente política o ética? ¿Es acertado explicar la crisis política y de los políticos desde la unilateralidad de los mercados? ¿Desde dónde nos posiciona-mos para interpretar las mutaciones sociales, la huida de los grandes relatos, la pérdida del sentido fuerte de la historia, la disolución de algunas certezas?

Ríos de tinta corren por estos días, preguntas angustiantes horadan los dis-cursos frente a lo que se presenta como un caos. Sin embargo, ya están apare-ciendo en nuestro horizonte teórico nuevas claves interpretativas, frente a lo cual se ha abierto un abanico de actitudes: la de aquellos que se lamentan por haber perdido la seguridad de un cosmos ordenado, compartido y predecible; la de quienes festejan este estado de cosas; como así también la de aquellos que pretenden un sinceramiento, tratando de reflexionar hermenéutica y crítica-mente sobre sus condiciones de posibilidad, renunciando a una metateoría homogénea.

Esta última opción teórica es la que guía nuestro trabajo. Intentamos ras-trear y formular categorías teóricas con las que abordar la variedad de con-flictos que amenazan la organización social, la disociación de la trama social desde una perspectiva ético-social. Por ello, acudimos al diagnóstico de Max Weber.

Secularización y fragmentación esféricas

Uno de los objetivos de esta investigación se refiere al esfuerzo por realizar un intento de explicitación de las consecuencias sociales e institucionales provo-cadas por los procesos de racionalización secularizante que desde la moderni-dad se objetivaron en los fenómenos de colonización del mundo de la vida, la

La polifonía del mundo tardomoderno

Elvio Tell / María Teresa Trachitte

Datos de los autores:Elvio Tell es doctor en Filosofía. Docente e Investigador de la Fa-cultad de Trabajo Social – uner.

Maria Teresa Trachitte es pro-fesora de Filosofía, docente e investigadora de las facultades de Trabajo Social y Ciencias Eco-nómicas de la uner.

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burocratización del espíritu, la autonomización de las esferas culturales y la privatización y relativización de todos los valores. En tal sentido, reiteramos, se torna una referencia necesaria el pensamiento de Max Weber, quien plan-tea la problemática desde las derivaciones de los presupuestos teórico-dogmá-ticos, las doctrinas ético-religiosas y las prácticas morales que se generan a partir de la Reforma Protestante.1 Nos remitiremos entonces, a la relación que establece entre la religión y el orden mundano.

Durante la modernidad comienza a disolverse el gran cosmos inteligible y coherente que habitaba el hombre premoderno, de la mano de un proceso de racionalización y secularización de las imágenes religiosas del mundo. Es decir, se produce una ruptura con la convicción de un orden del mundo plaga-do de imágenes religiosas, orientado teleológicamente y sin fisuras; y con la consecución de fines y valores que le confieren significatividad y sentido, otor-gándole identidad social, unificación comunitaria. Al quebrarse este orden, se opera un tránsito hacia una concepción de un mundo que no puede ofrecer garantía ni fundamento divino a los valores, los cuales quedarán desde ahora confinados en el recinto sagrado de las convicciones íntimas de cada uno y convertidos, por tanto, en subjetivos. Weber relaciona esta consecuencia con los impulsos prácticos para la acción en el contexto psicológico y pragmático de la religión puritana, cuyo significado de la «salvación» y de la sustancia de las enseñanzas proféticas se tradujeron en una ética religiosa que privilegia una visión racional del mundo.

Es así que para esta doctrina religiosa de la salvación el significado de la redención expresa una «imagen del mundo» sistemática y racionalizada, y re-presenta una actitud frente al mundo. Subyace la idea de que el mundo real se experimenta como un «sin sentido». Entonces surge la exigencia de otorgar al mundo un orden para que sea un «cosmos» significativo. De esta manera el resultado de racionalizar teórica y prácticamente aquella concepción del mundo y del modo de vida, desvió la religión hacia el dominio de lo «irracio-nal» (Weber, 1985: 26). El mundo queda así escindido en cognición racional y dominio de la naturaleza por un lado, y experiencias místicas, por otro.

Esta escisión plantea la necesidad de asegurar la convivencia mediante una regulación ética y racional de la vida, que viene requerida desde la misma re-ligión en nombre de la concepción de un Dios de acción. Esto se traduce en un modelo de vida con fuertes exigencias ascético-activas.

Siguiendo este imperativo, los devotos tienen por misión modelar el mun-do, considerándose a sí mismos como meros «instrumentos» que actúan si-guiendo los designios inescrutables de la voluntad divina bajo el supuesto de la oposición entre dios supramundano y mundo finito, de lo cual derivan en el pensamiento weberiano, tanto el «desencantamiento» del mundo, como el impedimento de la huida del mismo como vía de salvación. En la medida en que se efectúa la opción por el orden terrenal, inmanente, se erige al trabajo como el medio más eficaz y fecundo para someter y extirpar todo lo que de ani-

1. Riera de Lucena, E.: «Visión weberiana de la modernidad: los procesos de racionalización y secu-larización», Cuadernos de Ética, Nº 11 y 12, junio/diciembre, 1991. Asocia-ción Argentina de Investigaciones Éticas.

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mal y perverso contiene el universo. Sabemos que esto ha sido el gran impulsor del proceso económico capitalista.

El ascetismo emergente no huye del mundo, sino que se esfuerza por racio-nalizarlo éticamente de acuerdo con los mandamientos divinos. Se produce de este modo e inevitablemente, un efecto no intencionado: la secularización de los órdenes de valores del mundo en una tensión inevitable y creciente entre la religión y las distintas esferas en que se fragmenta la unidad del cosmos pre-moderno. Estas esferas se convierten en autónomas y diferenciadas entre sí, asumiendo reglas y normas propias e internas. Esta «polifonía» se expresa en lógicas inmanentes, fomentando en su interior modos y tiempos de moraliza-ción y socialización desiguales, provocando conflictos y contradicciones tanto al interior de cada esfera, como exteriormente entre ellas.

Acompaña este proceso cierto menosprecio por lo creado. En este contex-to, todo adquiere sentido a partir de estar al servicio de Dios. El hombre y la naturaleza se devalúan, consecuentemente se allana el camino para ejercer todo tipo de actividad y dominio ejercidos sobre ambos, que se manifiesta en relación al hombre en un proceso de disciplinamiento; y en relación a la natu-raleza, en una actitud imperialista. Weber afirma que la religión de fraterni-dad entra en contradicciones con los valores y órdenes del mundo, haciéndose más profunda a medida que aumenta la racionalización y sublimación de los valores del mundo, en términos de sus propias leyes.

Sintetiza nuestro autor lo expresado hasta este punto, afirmando que la tensión es mayor cuanto más racional son los principios que orientan la ética y cuanto mayor es su inclinación hacia valores sagrados internos como medio de salvación. «[…] cuanto más ha progresado la racionalización y sublimación de la posesión externa e interna de “cosas mundanas”[…] tanto más aguda se ha hecho la tensión por parte de la religión. En efecto, en ese caso, la raciona-lización y la sublimación consciente de las relaciones del hombre con las diver-sas esferas de valores, externos e internos así como religiosos y seculares, han ejercido presión en el sentido de hacer consciente la autonomía interna y legítima de las esferas individuales; y con ello les ha permitido caer en esas tensiones que permanecen ocultas en la ingenua relación original con el mundo exte-rior. Con gran frecuencia, ello es consecuencia de la evolución de valores intra y ultraterrenales hacia la racionalidad, hacia una actividad consciente y hacia la sublimación a través del conocimiento» (Weber, 1985: 89).

Pasaremos a considerar esta cuestión hacia dentro de las esferas de valores.

1. El ámbito económico

La economía racional es una organización funcional para fijar precios mone-tarios que tienen su origen en las luchas de intereses protagonizadas por los hombres en el mercado, atravesado por el cálculo —expresión de la racionalidad

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funcional-estratégica— y mediatizado por el dinero como manifestación de lo más «abstracto e impersonal» de la vida humana.

La economía capitalista se rige por leyes inmanentes y racionales, lo que torna impersonal toda relación mercantil e inaccesible la ética religiosa a este ámbito.

La tendencia de la religión ha sido la de «despersonalizar y objetivizar» el amor, sin embargo, desconfía de la impersonalidad de las fuerzas económi-cas. Nos encontramos ante «la paradoja de todo ascetismo racional, [que] […]consiste en que el propio ascetismo racional ha creado la misma riqueza que rechazaba» (Weber, 1985: 94).

Una de las vías coherentes de eludir esta tensión mediante una fundamen-tación interna a esta esfera, alude a la «paradoja de la ética puritana como vocación». Esta religión de virtuosos transforma en metódico y rutinario el trabajo en este mundo, asumiéndolo como una manifestación de la voluntad divina y un signo de su gracia, ante la inescrutabilidad de sus designios. Sin embargo, este orden económico resulta despreciado como algo animal y per-verso. Es por ello, que la separación y autonomía se irá progresivamente pro-fundizando.

2. El ámbito político

También en este orden el ascetismo intramundano culmina con una desperso-nalización racional de las relaciones, situación que es ajena a la ética religiosa de la fraternidad.

Afirma Weber que tanto el ascetismo intramundano como el misticismo «condenan al mundo social a una absoluta carencia de sentido». Los órdenes del mundo y toda acción racional dentro de él se mueven por leyes propias ligadas a condiciones humanas, las que sirven como medios o fines para la acción. Por lo tanto, toda acción racional expresa una tensión con la ética de la fraterni-dad. Y en este sentido, no hay modo de resolver cuáles serán los criterios para determinar el valor ético de un acto individual. Uno se podría preguntar, como lo hace nuestro sociólogo, si el interrogante a resolver se planteará en térmi-nos de «éxito» o de algún «valor intrínseco del acto per se?»

El problema consiste en saber si: se privilegia una ética de la responsabili-dad, es decir, si se «santifican» los medios en aras del resultado; o, si se pri-vilegia una ética de la convicción, en donde el valor de la intención del autor queda desde sí justificado, en el supuesto de que deben atribuirse las conse-cuencias del acto a Dios o a la «perversidad y estupidez del mundo permitidas por Dios».

La sublimación absolutista de la ética religiosa opta por esta segunda al-ternativa, que expresa que la conducta personal se ve «condenada como irra-cional en sus efectos», y que rechaza toda acción en términos de relación

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medios-fines, por entender que quedan ligadas a cosas mundanas y, en este sentido, apartadas de Dios.

Se profundiza de esta manera, la escisión entre moral de la responsabili-dad y de la convicción, exponiéndose una nueva paradoja: al ascetismo in-tramundano le es inherente producir las condiciones para el establecimiento de la impersonalidad en la resolución de conflictos y en las relaciones propias del ámbito político y social. También es propicio para el surgimiento del prag-matismo de la razón de Estado. Estas dos cuestiones van unidas a la falta de sentido; a la transformación del accionar humano en irracional en sus efectos, —cuestión que se ahonda al aceptar la carencia de criterios para valorar— y la condena del mundo por «perverso y estúpido», todo ello en conflicto con las exigencias de la religión de fraternidad. Se concluye que el carácter del mundo es «esencialmente no racional o básicamente antirracional» en relación a los valores, fines últimos e intenciones, pero racional en cuanto a la elección de los medios, rutinas y hábitos exigidos por la ética de salvación.

En esto consiste el politeísmo weberiano, donde cada individuo debe optar irremediablemente entre los distintos dioses, e incluso entre Dios y el Diablo, de manera entonces, que los conflictos sociales originados en la disputa sobre valores, nunca podrán ser racionalmente saldados.

3. El ámbito estético

Con la evolución del intelectualismo y la racionalización de la vida, como re-sultado de la conducta ascético-activa, el arte se conforma como una esfera de valores independientes, que se representan de manera cada vez más conscien-te y con derecho propio a existir. En este sentido adopta la función de salvación de este mundo. En consecuencia, aquí también surge una tensión, una opo-sición entre toda ética religiosa racional y esta forma de redención mundana e irracional.

También el ámbito artístico es extraño a todo criterio o juicio estético. Sos-tiene Weber (1985: 107) que «de hecho, la negación del hombre moderno a asu-mir la responsabilidad de sus juicios morales, tiende a convertir los juicios de contenido moral en “juicios de gusto”»; con lo cual se opera la transición desde la valoración moral a la valoración estética propia de los intelectuales por necesidades subjetivistas, de la libertad creadora y para no quedar «atado» a la tradición.

Para la religión de salvación, recurrir a valoraciones estéticas y no a juicios racionales y éticos, implica un insoportable nivel de antifraternidad. A lo largo de la historia, el arte se ha hermanado con la religión, con los ritos mágicos. Para la religión de virtuosos puritanos, en cambio, esta relación es impensable por ser íntimamente contradictorios la religión y el arte, según las orientacio-nes adoptadas por ambos. El arte se rechaza, tanto si la religión acepta la «su-

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pramundanidad» de Dios o la «ultramundanidad» de la salvación, con lo cual, estamos ante otra paradoja: la de generar desde la actividad ascético-activa valores que reflejan la opción por este mundo, pero que no son aceptados desde la perspectiva ético-religiosa.

4. El ámbito erótico

«La ética fraternal de la religión de salvación se halla en profunda tensión con la mayor fuerza irracional de la vida: el amor sexual. La tensión entre sexo y religión es tanto más aguda cuanto más sublimada se halla la sexualidad y cuanto más fundamentada e intransigente es la ética fraternal de salvación» (Weber, 1985: 109).

Se renueva entonces la tensión, el conflicto entre la esfera sexual, prepa-rada para una «sensación erótica muy preciada» que reinterpreta y glorifica la animalidad pura, frente a la ascética religión de salvación, que considera sólo el amor, la fraternidad, el amor comunal y la exigencia de que la relación marital se encuentre regulada por férreas normas, opuestas «antagonística-mente» a lo sexual.

El eroticismo se opone a la ética de la fraternidad en razón de los aspectos que reivindica para sí: su esencia interna lo convierte en una experiencia ex-clusiva; asume el grado más intenso de subjetividad y es absolutamente inco-municable. En ello radica su caracterización como la mayor fuerza irracional de la vida.

En esta esfera también se renueva la paradoja: el ascetismo intramunda-no y racional al optar por este mundo, debe hacer triunfar al espíritu sobre el cuerpo, porque la sexualidad adquiere el carácter de «única e inextirpable conexión con la animalidad». Es por ello que sólo acepta el matrimonio si se halla regulado racionalmente, y si se lo considera una ordenación divina, ante la irremediable condena del hombre en virtud de su «concupiscencia». Aquí se asienta la gran fuente de conflictividad.

5. El ámbito intelectual

En este ámbito la tensión entre religión y conocimiento intelectual se hace «ostentosa», debido a que la lógica del conocimiento empírico conduce al «des-encantamiento» del mundo y a su transformación en una máquina regida por un mecanismo causal.

El desarrollo científico apunta a dejar sin sustento la idea de un cosmos con sentido y éticamente orientado por Dios. El proyecto moderno de la ciencia, caracterizado por la experimentación y la matematización, elimina del hori-

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zonte intelectual todo intento de instituir significatividad a los hechos intra-mundanos, haciendo que la religión se repliegue en el ámbito de lo irracional o antirracional, sólo ahora convertida en el poder suprahumano.

«La religiosidad ética ha recurrido al conocimiento racional, el cual ha se-guido sus propias leyes autónomas e intramundanas. Ha elaborado un cosmos de verdades que ya nada tiene que ver con los postulados sistemáticos de una ética religiosa racional […]. El cosmos de la causalidad natural y el cosmos pos-tulado de una causalidad ética, compensatoria, se han enfrentado de modo irreconciliable» (Weber, 1985: 124-25).

Aún más, la ciencia se ha adjudicado la «pretensión de representar la única forma posible de visión razonada del mundo». Es así que, esta posibilidad le ha provocado una sensación de «insaciabilidad» frente a la vida, frente a la posibilidad infinita de creación de valores culturales; es más, la cultura ya no puede ser absorbida en su conjunto o en algún sentido esencial, puesto que ya no hay criterio para valorar esto último. Por este motivo, todo progreso de los valores culturales se encuentra condenado a carecer de sentido y a transfor-marse en un «insensato ajetreo de objetos inútiles».

Desde el punto de vista ético y desde el postulado religioso que confiere un significado divino a la existencia, el mundo queda fragmentado y devaluado. Esta depreciación resulta del conflicto existente entre la pretensión racional y la realidad, entre la ética racional y los valores, racionales e irracionales. Esta tensión se profundiza a medida que se delinean valorativamente las esferas del mundo. Entonces la búsqueda de salvación se torna ultramundana, sepa-rándose cada vez más de las formas de vida y limitándose a su esencia religiosa específica. Esta cuestión se potencia cuanto más se racionaliza el mundo. Este proceso no es el efecto sólo del pensamiento teórico y su correlativo desencan-tamiento del mundo, sino que vino exigido por la propia ética religiosa que intentó racionalizar práctica y éticamente el mundo. Esta es otra paradoja: todos los intentos de salvación terminan «sucumbiendo al imperio mundial de la no fraternidad».

Concluimos este análisis con palabras de Weber: «La reconocida incapaci-dad del hombre para descubrir los designios de Dios significa la renuncia […] a la accesibilidad del hombre a algún significado del mundo»(Weber, 1985: 129).

Hemos visto hasta aquí que el progreso de la racionalización secularizante constituye un avance y dominio de las distintas esferas y ámbitos de acción, de la racionalidad instrumental, teleológica, mesológica; la que tiene por objeto evaluar los medios necesarios para alcanzar los fines, como así también, las consecuencias derivadas de tales acciones, sin tener en cuenta la valoración de los fines últimos. Estos quedan confinados a la convicción, a la subjetividad, por lo tanto, a la carencia de argumentaciones ante las decisiones, en un mun-do éticamente irracional. Por este motivo, ante este «politeísmo axiológico», la opción resulta ser una ética de la responsabilidad, abierta a una posible ar-gumentación sobre la dupla medios-fines.

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Ante este panorama Habermas se preguntará si esto alcanza para lograr acuerdos intersubjetivos. Adela Cortina propondrá si no es el momento de transformar el politeísmo por el «pluralismo». Queda de este modo, abierta la cuestión. Es por esto que abordaremos la perspectiva de Agnes Heller, pues posee una riqueza y profundidad, a partir de la cual es posible bucear una al-ternativa válida para enfrentarnos a un mundo funcional y fragmentado y no morir en el intento.

El pensamiento de Agnes Heller: una mirada posible

En la Introducción afirmamos que cuando se quiebran los contextos originales de identificación sociocultural se desdibujan los sentidos valorativos proceden-tes de una tradición. Y no ocurrió otra cosa que esto con el quiebre del orden premoderno tal como lo diagnosticó Weber, mediante su aporte acerca de los procesos de racionalización y secularización con su consecuente separación en esferas de valores culturales autonomizadas. Esta perspectiva influyó en Ha-bermas expresada en su «discurso de la modernidad» y también en Luhmann en su teoría de los sistemas tejidos en una red en la cual es imposible observar una posición central y dominante, —cuestión que ya abordaremos.

Dentro de estas particulares trayectorias encontramos el pensamiento de Agnes Heller, quien afirma que «[…] con la llegada de la era de la modernidad […] no se distingue un solo centro determinante de la vida social, sino, más bien, un lenguaje en el que se reconocen por sus propios y distintos derechos la dinámica particular de la economía, la división funcional del trabajo, las ten-dencias culturales y las formas de organización de la libertad política» (Heller y Fehér, 1994: 81-2).

El discurso se puebla de términos tales como esferas, instituciones, lógicas que responden cada una de ellas a una dinámica propia, a normas, reglas y costumbres particulares (sittlichkeit).

En qué se distingue entonces el orden premoderno —al que designará tam-bién como «sociedad estratificada» siguiendo a Luhmann, o sociedades tradi-cionales—, del orden moderno o sociedades post-tradicionales.

En principio diremos que en las primeras se habitan espacios «naturales», fijos y preestablecidos, ya que existen dos a priori de la existencia: el genético y el social. Se nace en un estrato social por accidente, pero esto se transforma en destino, porque se establecen desde el momento del nacimiento funciones asignadas al lugar de pertenencia. La posición social que acompaña la llegada al mundo determina la(s) función(es) que se ha(n) de cumplir en la vida.

Se evidencia un poder omnipresente y determinante puesto en acto en la asignación de oportunidades, actividades, normas, costumbres, juegos lin-güísticos y hasta en la religión relativa a cada estrato, ordenadas de manera

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jerárquica. También la sujeción ciega a las normas y reglas de la Sittlichkeit con-lleva a la aceptación incondicional de la estratificación moral, al punto que puede darse el caso de que cada estrato se caracterice por determinadas virtu-des. Cuando las normas de virtud son las primordiales en las orientaciones cul-turales, nos encontramos ante una división moral del trabajo omniabarcante.

En síntesis, el mundo premoderno se encuentra orientado teleológicamen-te, configurado además de forma estable y jerárquica.

De este modo, nuestra filósofa dirá que el mayor avance de la historia se encuentra en el tránsito hacia el orden social moderno, donde se quiebra aquel cosmos seguro y duradero, quedando al fin dividido, teleológicamente quebra-do y fragmentado. Como en el reverso de las sociedades tradicionales, será(n) la(s) función(es) la(s) que señale(n) el lugar y jerarquía que se ocupará(n).

La modernidad queda marcada por el gesto de «elegirnos a nosotros mis-mos» como un acto de liberación que resitúa y construye nuevos tipos de virtu-des. En este punto volvemos a su postura frente a los dos a priori mencionados anteriormente, en el sentido que tanto la unicidad genética como las regula-ciones sociales anteceden al ser humano, pero deben ser ajustados para que nazca la experiencia humana. «El ser humano es el que ha saltado al otro lado del abismo, […] o ha triunfado en la tarea de unir el hiato». En el ser humano se manifiesta esa tensión en el ajuste entre ambos a priori. «Así, las personas humanas son sistemas creados y autocreantes. No son parte de la naturaleza ni tampoco parte de la sociedad, porque surgen del ajuste a priori de lo social y lo genético. La co-temporalidad y co-espacialidad de estos dos a priori es por com-pleto un accidente» (Heller, 1991: 64). Creemos que la modernidad no conside-ró estas cuestiones que aquí se exponen como ineliminables, aún cuando tam-poco como destino por cuanto son accidentales, sólo desde estos presupuestos se erigirá la libertad y las personas se autoeligirán y autocrearán. Por ello, el credo moderno «todos los hombres y todas las mujeres nacen libres», será la manifestación y la afirmación de la «contingencia» humana. De ahora en más «libertad, contingencia» a lo que le sumará la «autonomía», se autoimplica-rán como resultado del proceso de secularización operado.

Breve digresión acerca de la contingencia

Nos parece interesante apartarnos un poco del desarrollo central de nuestra exposición, porque creemos que este concepto es muy rico e interesante para reflexionar sobre nuestra condición humana histórica, sobre el fin de las gran-des narrativas, poniéndonos a resguardo de los grandes peligros que acechan al hombre moderno y, fundamentalmente, porque se transforma en un con-cepto clave al momento de establecer la salida que nos propone Heller, tesis central para afrontar nuestra actual preocupación investigativa.

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La autora sostiene que la «contingencia inicial» es la condición de la exis-tencia humana,2 que durante la premodernidad se realizaron muchos esfuer-zos para alejarse y derrotar la conciencia de la contingencia. Es así que estuvo acompañada de la conciencia de «hado», fusionándose de tal manera que la circunstancia del nacimiento predeterminaba las posibilidades de vida.

Sin embargo, desde la modernidad la contingencia inicial ya no es un tipo de «hado». Esto nos pone frente a nuestras posibilidades y también ante los límites de nuestras posibilidades y el hado se transforma en «contexto» con lo cual estamos ante lo que nombra como «contingencia secundaria». Esta es re-lativa a nuestra indeterminación, a la ausencia de destino y a la posibilidad de cambiar la posición inicial, de tal manera que es contingente la circunstancia del nacimiento como asimismo la «relación del individuo» con dicho contexto. Todo se torna posible, hasta la hechura de uno mismo. Se disuelve el hado y el destino se transforma en búsqueda. La libertad es el faro de la acción levanta-da como bandera por los pensadores de la Revolución Francesa.

Paradójicamente, el hado se coló por «por la puerta trasera» nos dirá Heller, porque el siglo pasado expresa los intentos de los hombres de apresar la contin-gencia bajo la idea del destino necesario de la historia.

En nuestro siglo la cuestión del hado ha sido desechada, pero al hombre le resulta muy pesada la carga de la contingencia, porque deja al desnudo la «condena a ser libre» (Sartre), entonces entra en una frenética indagación de sucedáneos de destinos seguros tales como los «totalitarismos», las adicciones al trabajo, el logro de riquezas, poder, lo queda sintetizado y escenificado con el éxito.

La asunción y conquista de la libertad —«la condena»— es de tal drama-tismo (podríamos arriesgar a decir), porque nos enfrenta con la pérdida de sentido y de fines comunes que nos aseguraban certezas, que no nos queda otra vía que la «autonomía» —para lo cual se hacen tan importantes nuestras opciones morales—, y nos coloca ante lo que magistralmente Heidegger des-cribiera como el «ser-para-la-muerte», por lo que la muerte se ha convertido en una ««idea fija»» que nos interpela constantemente. Tan es así que este único «proyecto auténtico» tanto puede signar nuestra vida en un sentido positivo o negativo. Positivo en cuanto nos decidimos a ser personas honradas, a desa-rrollar nuestras dotes en talentos, a establecer profundos vínculos humanos, —claves interpretativas de la vida buena a la que se refiere Heller—; o negati-vo porque al ser consciente de la irremediable finitud y de la no eternidad de nuestros destinos, no vale la pena el sacrificarnos y el hacernos responsables frente al mal , por lo que da lo mismo cometerlo que no cometerlo, tesis que tan bien sugiriera Kundera en La insoportable levedad del ser.

Por ello le asigna a la persona una responsabilidad central en esto de la li-bertad del ser contingente, la de «transformar su contingencia en destino».

«La cuestión existencial de la vida moderna puede resumirse como sigue: ¿cómo podemos transformar nuestra contingencia en nuestro destino sin re-nunciar a la libertad, sin sujetarnos a la barandilla de la necesidad o el hado?

2. Heller, A. y F. Fehér (1989): Políticas de la Posmodernidad, Península, Barcelona, p. 164 en adelante.

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¿Cómo podemos traducir el contexto social a nuestro propio contexto sin volver a caer en experimentos que han resultado inútiles o fatales, en experimentos de ingeniería social o de políticas redentoras?» (Heller y Ferhér, 1989: 168).

¿Qué vías de interpretación nos abrirán un mejor camino para pensar en las patologías o conflictos que amenazan con la disociación social?

El juego de las esferas

Con la modernidad el «Occidente» se caracterizó porque la sociedad dejó de estar dividida por parámetros de estratificación y devino dividida en esferas.

Ante este fenómeno emergen dos grandes posturas: una fuerte que inter-preta que las esferas están vaciadas de contenido moral, lo que nos coloca fren-te al nihilismo (Nietzsche); y la otra más débil para la que la división esférica da lugar a tipos específicos de moral al interior de cada esfera, los que no pue-den ser observados en todas y cada una de ellas.

Heller admite la posibilidad de poner en juego diferentes abordajes teóricos para tratar el tema de la división esférica ocurrida en la modernidad, para ello puede tomar elementos provenientes de la teoría sistémica (Luhmann), o de las instituciones (Goffman), cada una con una Sittlichkeit particular. Luhmann admite que los sistemas o las instituciones regulan y controlan la conducta, debido a su carácter funcional, pero no pueden hacerlo con las motivaciones. Sin embargo Heller cree que ninguno de esos enfoques manifiesta la riqueza interpretativa que posee la teoría de las esferas. Asimismo se pueden poner en juego valores de otra esfera cambiando de actitud. Por ejemplo, frente a la creación de una obra de arte, se puede respetar los valores y normas de la esfera estética o los que caracterizan al mercado.

Quien asume la división esférica, expresa o asume valores, normas, con-ductas diferentes, es decir, que se evidencia el cambio de actitud de los ac-tores, cuando se cambia de esferas, realizando diferentes papeles cuando se realizan funciones distintas. Por ello, la división esférica no excluye que se actúe hacia dentro de una esfera determinada de manera diferente al poner en juego normas de esferas diferentes. Para ello podemos tomar el ejemplo ante-rior del caso de la esfera estética: al «hacer algo estéticamente», al «hacer algo científicamente» y al «hacer algo religiosamente» uno sigue u observa normas que son de un tipo completamente diferente. Los saberes y discursos que las constituyen pueden tener entre sí, y de hecho así ocurre, como lo manifiesta Foucault, una relación asimétrica en cuanto a la hegemonía de alguno(s) sobre otros, tal como se da con el científico, al punto que damos cuenta de muchos conflictos o aspectos centrales de la vida, como puede serlo el sexo, a partir del discurso de expertos o especializado.

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En este sentido aclara nuestra autora que la estratificación producida como efecto de la división funcional otorga diferentes grados de poder, riqueza y prestigio. Lo que resulta estratificado será el «sujeto especializado» y no la «persona humana total» (tema sobre el que volveremos más adelante). Así, la especialización es engendrada por el juego de las diferentes lógicas propias de la modernidad.

Cuando se trata el tema de la autonomía de las esferas, sistemas o institu-ciones, hay un cierto supuesto en no considerarla en forma absoluta, aunque algunas teorías (como la marxista, por ejemplo) haya defendido la completa autonomía de una esfera particular, en este caso la económica.

Asimismo se debe plantear el tema de la autonomía en la relación indivi-dual con la división esférica. Ella no puede alcanzarse dentro del esquema de la teoría de los sistemas, porque en este sentido, es el sistema el que puede alcanzar tal autonomía, más no el individuo.

Es diferente en cambio la situación si se la considera desde la teoría de las esferas, dirá Heller, ya que se puede plantear cierta autonomía o heteronomía de las esferas particulares, y también cierta autonomía o heteronomía de los actores involucrados. Es decir, que el elemento de justificación de la división esférica radica en la «autonomía», concepto riquísimo por sus posibilidades, ya que puede permitir efectuar la crítica de cada esfera desde la perspectiva política o científica o filosófica. En última instancia, ¿«quién extiende» de manera ilegítima las normas de una esfera a otra?; ¿«quién aísla» cada esfera particular? Responderá los «actores humanos». Llegamos así al aspecto más relevante de la perspectiva de la autora, que contiene en sí mismo el reaseguro de no quedar atrapado por el sistema o institución. Presenta el lugar desde donde cabe esperar un cambio de las normas y reglas si estas son consideradas incorrectas o asfixiantes para sostener los valores de la vida y la libertad, —em-blemáticos de la modernidad—. La autonomía entendida desde el papel de los actores abre la posibilidad de hacer una petición de cambio de determinadas reglas y normas intraesféricas.

Su teoría refiere a tres esferas: dos de ellas indispensables para la vida hu-mana: la fundamental, esto es, la de la «objetivación en sí misma»; la que le aporta el sentido como su «constituyente necesario ontológico», es decir, la de la «objetivación por sí misma»; y la tercera que es el resultado de la diferencia-ción de las otras dos, la de la «objetivación por y en sí misma».3

Veamos. La esfera de la «objetivación en sí misma» constituye la primera del universo social y nadie puede entrar en otra sin antes haberla recorrido. Se caracteriza por que las normas y reglas propias regulan los modelos de acción, de habla y los modelos de comportamiento. Aquí se cimientan las posibilida-des comunicativas, cognitivas, creativas y emotivas de la persona. Por esto, tiene un carácter de «prerreflexiva» por lo de «autoevidente» y por lo que se da por sentado. Esta esfera proporciona significados en plural, por lo que es «he-terogénea», además, por las actividades que se realizan al interior de la mis-ma. Esta es la esfera de la vida cotidiana, aunque esta no sea coextensiva con

3. Heller, A. (1991): «¿Puede es-tar en peligro la vida cotidiana?», Op. cit., p. 65 en adelante.

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aquella. No constituye un sistema. El sujeto de la vida cotidiana es «la persona humana como totalidad» (Lukács).

El significado en singular estará dado por la esfera de la «objetivación por sí misma», que comprende narrativas, mitos, representaciones. «El rasgo co-mún de estos constituyentes es que proporciona vida con significado». Es «ho-mogénea» y cumple un papel fundamental en la reproducción social porque legitiman el orden existente. Puede interpretarse como la esfera religiosa en sentido amplio. Constituye la esfera superior.

La esfera de la «objetivación por y en sí misma» es la de las instituciones so-ciales, políticas y económicas. El sistema institucional posee normas y reglas propias, aunque es «siempre parasitario» de las otras dos esferas. La esfera fundamental es la de la condición humana. La superior es la que legitima las otras. Esta en cambio, como «esfera intermedia» no es indispensable para que la raza humana siga existiendo. Sostenemos, sin embargo, que esta esfera es la que le confiere la marca a la modernidad en la medida en que en ella se constituye el sistema de expertos. «El sujeto de la esfera de la institución es el sujeto especializado. Uno puede entrar en una institución (aparte de la fa-miliar) sólo mediante la especialización. El ser humano como totalidad puede especializarse en más de un tipo de acción o trabajo […] Así, cada una de las tres esferas requiere una actitud diferente. La esfera fundamental requiere la persona humana como totalidad, la esfera institucional requiere la persona humana especializada y la esfera de la “objetivación por sí misma” requiere “totalidad humana”, para utilizar el término de Lukács» (Heller, 1991: 70-71).

Heller se posiciona frente al peso de las esferas en cuanto a la integración social y de los sistemas, apartándose de la postura de Habermas quien, según ella, sustenta una tesis pesimista en cuanto a que la esfera fundamental, esto es la de la «objetivación en sí misma», está en el mundo moderno a la defensiva del poder arrollador de la esfera institucional. Afirma que si se sigue hasta el final del modelo conflictivo, se llegará a la autodestrucción de la modernidad.

Para escapar de esta trampa, diferencia entre la integración de los siste-mas como la integración de la persona humana especializada, de la integra-ción social que incluye a todos los recién nacidos en una «red de comunica-ción transistémica en la cual participan como humanos totales». Reconoce el peso dado hoy al mundo de las instituciones sobre la esfera fundamental, pero si entendemos que hay un «mosaico» de instituciones, los modelos de estratificación serán entonces elásticos, frente a los cuales, la esfera de la «ob-jetivación en sí misma» pueda asumir un papel ofensivo mediante la crítica normativa, pudiéndose cambiar en ciertas circunstancias los modelos institu-cionales. Es decir, el cambio, la modificación de ciertas reglas intraesféricas, no está clausurado.

Si las instituciones son relativamente independientes y los hombres pue-den entrar y salir en más de una institución, «no están encadenados aunque están limitados en sus libertades»; a la inversa, si una institución y conse-

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cuentemente una función domina y devora a las demás, los hombres estarán irremediablemente encadenados. De esta manera las instituciones, las esfe-ras son garantía de libertad, por ello concuerda con Habermas en que cuando una de ellas está por sobre otras, esto significa pérdida de libertad porque los imperativos sistémicos colonizan el mundo de la vida o, porque el empobreci-miento de este mundo genera patologías sociales.

Por otra parte, y esto nos parece un aporte fundamental a nuestra inves-tigación, «la persona especializada en-y-por una u otra institución o tipo de institución, necesita no salir de la institución para recuperar su humanidad total. Puede adoptar la actitud especializada y la actitud “normal” de la per-sona humana total en cualquier parte» (Heller, 1991: 76). Insistimos en la im-portancia de este planteo de rescate de la persona en todas y cada una de las esferas e instituciones. Tema que abordaremos desde una perspectiva ética.

Moral y esferas4

En las sociedades tradicionales todas las esferas implicaban un ethos común, denso en donde la moral atravesaba todas esas esferas. Las normas y reglas implicaban un fuerte aspecto moral. Las prácticas humanas en todas las es-feras estaban por tanto sujetas al juicio ético. En este sentido, Heller resalta que en Aristóteles se dibuja ya una división entre techné y energeia y ésta entre theoría y praxis.

Esto cambia con Maquiavelo quien es señalado como el padre de las cien-cias modernas al plantear el supuesto que luego aparecerá en Galileo de la se-paración de la política (y de la ciencia) de toda preferencia moral, aun cuando no de valores. Esta separación supone el rechazo del ethos trans-esférico. A partir de aquí la ciencia se plantea como una esfera independiente lo cual fue el motor impulsor para las restantes divisiones esféricas. Para Maquiavelo las normas y reglas de la política son particulares, históricas. La esfera política se rige por las virtudes políticas que pueden estar de acuerdo con las normas morales pero pueden diferir. Igual esquema teórico siguió Mandeville para la economía, esfera para la cual se debe aceptar su alejamiento de preferencias morales. Es decir, se establece como esfera independiente con virtudes esfé-ricas específicas. En este sentido Kant vio el peligro de tomar exclusivamente la división esférica, por lo tanto, para preservar esta división argumentó en favor de la división de las facultades humanas con la primacía de la razón práctica (moralidad).

Retomamos las tres esferas que propone: la de la «objetivación en sí» en la que siempre estamos, frente a la cual no hay elección; la de la «objetivación para sí» o sea la productora de los significados para la vida y por último, la de la «objetivación en sí y para sí» que comprende la economía, la política y la

4. Heller, A. (1995): Ética General, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

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esfera legal, para poner de resalto que la moral no es una esfera. En este senti-do, se puede plantear que es la división moral sobre las líneas de demarcación esférica, pero no la evolución de la esfera moral, la que produce la división en esferas «culturales».

En la premodernidad o sociedad estratificada, hay un ethos común o cos-movisión dominante que permea el entramado y da significado a la vida, in-cluida la vida cotidiana, donde valores, normas y virtudes son compartidos y respetados en todas las esferas.

Este ethos común estuvo atravesado férreamente por lo religioso. Es en la modernidad cuando este tejido se aflojó para dar lugar a la diferenciación y especificación de normas y reglas de conducta correcta hacia dentro de las es-feras. La ética religiosa perdió su papel aglutinante y dominante y se convirtió en una esfera más. La ciencia emergió entonces como la esfera dominante des-de el proyecto de la Razón, que configuró la mitología moderna. Con la secula-rización la religión habrá desaparecido para reaparecer en la ciencia, el nuevo Dios no pudo, sin embargo, otorgar significado a la vida y se «quedó corto» en la posibilidad de constituir un ethos común. Se fue imponiendo el «sentimien-to» y la «experiencia vital» de que no hay ethos común absoluto, de que ya no se mora en un mundo cerrado, encolumnado con determinado grado de cohesión detrás de la religión. Ahora ese mundo estalla en facetas que nos obligan a po-sicionarnos y a jugar diversas y específicas normas y reglas. Heller caracteriza a este proceso de división como un movimiento de «emancipación».

Ante este estado de la cuestión surge la pregunta: ¿se puede hablar ya de un ethos común? Responde que sí, pero bajo la forma de un «ethos mínimo», que se expresa en la siguiente norma: las normas esféricas intrínsecas han de mantenerse separadas, ninguna esfera debe ser sujeta a las normas y reglas de otra esfera. Este ethos es transfuncional, débil, vago, anclado desde ya, en valores universales de la modernidad, entre ellos, la libertad.

La mirada que efectúa la autora nos plantea entonces la existencia de un ethos vago, la división en esferas, y la consecuente aceptación de la pluralidad de formas de vida morales que emergen en la vida democrática.

Cada esfera obliga a trabajar respetando sus normas y valores, a respetar las reglas de juego propias.

Para evitar la total fragmentación e incomunicación de los lenguajes, ad-vierte que hay un elemento que unifica la división esférica, y son las virtudes principales y las normas morales (abstractas) que la persona qua persona apoya.

La persona qua persona es la que controla las reglas y las normas internas de cada esfera con los mismos patrones y principios morales, dándose de este modo, la sujeción a un «ethos vago». De esta forma se invierte en alguna me-dida, la idea habermasiana de la colonización del mundo de la vida, o la idea sistémica, porque desde la persona se genera un movimiento de unión que consiste en enfrentarse y respetar las lógicas vigentes y valores esféricos con los mismos patrones y principios morales.

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Esta perspectiva significa una comprensión diferente a la weberiana, en la medida en que admitía que la elección de una esfera implicaba una elección existencial, un elegirse dentro de una esfera en especial y la renuncia a morar en otra u otras. Por ello nos habla de la política o de la ciencia como vocación. La identidad personal se constituye a partir de esta elección. Ya veremos que nuestra autora no acuerda con esta mirada.

Tampoco acuerda con Lucáks porque afirma que sólo hay elección de una esfera superior, y que una vez efectuada esta elección, ya no hay posibilidad de establecer un cable a tierra, y, por el contrario, hay que mantenerse impoluto.

Un intento de escapar de estos callejones sin salida, del monocentrismo del yo por la estructuración a partir de una sola esfera, es plantear que el yo posee un núcleo o centro (identidad) pero que esto no es coextensivo con ninguna esfera, porque se puede entrar en varias de ellas, sin pretender con esto per-seguir la perfección absoluta en ninguna de ellas, aunque debemos procurar transformas nuestras dotes en talento.

Al entrar en una esfera, elegimos un compromiso que puede resultar de una elección existencial, de consideraciones meramente pragmáticas, de gus-to, de talento, de suerte.

Con esto se evita esquizofrenizar la vida al superar la disyuntiva de tener que elegirse existencialmente sólo en el ámbito de una esfera. Acepta la di-visión moral del trabajo y afirma que la única «elección existencial posible es la de la bondad, elegirnos como personas buenas» (aspecto que más adelan-te trataremos con mayor profundidad). Es así que elegimos la personalidad moral que puede resolver la relación individual con todas las normas y reglas inmanentes a las esferas.

Las normas de la moralidad que nos guían al controlar, aceptar y modi-ficar las reglas esférico específicas (de la Sittlichkeit), deben ser de naturaleza universal y general, ya que de lo contrario, se impondría ilegítimamente una perspectiva moral de las esferas.

Resumimos lo antedicho expresando que el «ethos vago» está enraizado en valores universales de la libertad y la vida, lo cual no revoca la división de las normas y reglas de conducta correcta, y reconociendo que se dan formas de vida, cada una con sus sistemas de Sittlichkeit únicos y concretos. Por lo que insistimos una vez más, que la división esférica es garantía de libertad. Los peligros que acechan a esta división pueden ser evitados si consideramos a la persona como el principio unificador, «homogeneizador», como quien se elige moralmente poniendo en juego en cada esfera normas morales y virtudes.

Sólo con la noción de virtud se puede hacer frente a la división o diferencia-ción relativa de las esferas. ¿Cómo es posible plantear hoy esta cuestión sin caer en anacronismos y desconocer las lógicas propias de la modernidad? En este sentido, la perspectiva de Heller es una vía de reflexión muy sugerente para profundizar el análisis sobre las formas de integración social, y entender aún más porqué es la persona humana total la que hará frente a este mundo funcio-nal sin quedar atrapada bajo su red y su visión experta y empobrecedora.

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¿La virtud más allá de la justicia?

En el mundo en que vivimos y tal como lo hemos delineado, esto es, dividido funcionalmente ¿hay lugar para la virtud? En todo caso, ¿de qué virtud habla-mos? ¿Sólo es dable hablar de justicia, o se hace necesario ir «más allá de la jus-ticia»? Para que la sociedad marche bien, ¿es suficiente con exigir a los hombres ser «buenos ciudadanos»? ¿Este concepto agota la idea de ser buena persona?

Ante esta andanada de preguntas, ¿qué es lo que nos dice Heller?Nos dice que es posible y hasta necesario «ir más allá de la justicia». Plantea

un concepto «ético-político incompleto de justicia». El «buen ciudadano» que practica las virtudes del ciudadano es el sujeto ético y se puede ser un buen ciudadano sin ser una persona buena. El punto es que si bien no es exigencia universal el de ser buena persona para que la sociedad marche bien, es necesa-rio que al menos «algunas» personas lo sean.

¿Cómo delinea el concepto de «buena persona» o de vida buena? La justicia nos dirá, es el esqueleto; sus componentes: la «rectitud»; el «desarrollo de las dotes en talentos»; y la «profundidad emocional en las vinculaciones persona-les». De todos sus elementos el supremo es ««la rectitud»»; y estos tres caracte-res están «más allá de la justicia».5

Las marcas de la modernidad, los valores universales de la vida y la libertad son necesarios pero no suficientes para la vida buena. El concepto central es la «persona recta» Este concepto se trabaja desechando la apelación a las utopías y efectuando un planteo filosófico moral.

Se es moral a partir de un proceso de interiorización de vínculos humanos, o sea que toda forma de integración social va de la mano de la moral. Retoma-mos lo que ya expusimos relacionado con la diferencia entre la integración sistémica y la integración social, en cuanto a que la primera reclama el ser humano especializado y la segunda a la persona humana total, frente a lo cual nos hacemos varios cuestionamientos: cuando alguien se asume como per-sona buena o recta que entra en diferentes instituciones, lo hace desde esta esfera, es decir, desde la que concebíamos como fundamental; o es la forma de hegemoneizar lo especializado desde otra esfera? ¿Es pensable la hegemonía de una esfera sobre otra? Si la moral está implícita en todos estos procesos, ella no es una esfera. «Por el contrario toda esfera social es moral» (Heller, 1990: 345) ya que las prácticas sociales tienen un componente moral.

En efecto, la moral no es una esfera, ella atraviesa todas las esferas y, a su vez, deja a las esferas en libertad, aún cuando la fundamental sea la que con-sidera al ser humano total, porque si esto no fuera así, sólo seríamos morales en esta esfera, dejando a las otras sumidas en la amoralidad, o la moral sería una esfera que intentaría «colonizar» en sentido inverso al habermasiano, a las otras. Esto supone asumir la libertad e independencia de las esferas e insti-tuciones y la posibilidad de lograr una forma personal de integración y homo-geneización en la forma de un ethos débil.

5. Heller, A. (1990). Más allá de la justicia. Bracelona: Crítica, p. 343 en adelante.

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Para contrarrestar la idea de un modelo de institucionalización completa que se identifica con un orden manipulativo completo, con el caos, —porque la manipulación es el caos—, debemos pensar que el caos no se identifica con un estado sin reglas. Al contrario, debemos pensar que el «caos es el estado sin normas y reglas que constituyan la condición humana, estas normas y reglas que pueden ajustar los a priori genético y social e introducir una nueva perso-na humana total en compañía de otras personas humanas totales» (Heller, 1991: 76-77) debe ser el objetivo.

La tendencia dada en la modernidad es la expansión de las esferas y su di-ferenciación debilitándose su componente moral. No es que la moral se haya transformado en una esfera. La elección es de las esferas en las que se desea entrar, más no hay elección entre una esfera moral y otras que no lo son. Así lo expresó Weber para quien la elección «trágica» entre esferas —por ejemplo, la política o la religiosa— es una elección entre morales propias, (lo que no implica de ninguna manera abonar la idea de que propuso la existencia de una esfera moral). Al respecto tampoco Luhmann acepta esta idea dentro de su teoría de los sistemas.

Heller entiende que la teoría de una «esfera moral ha sido inventada con-tra la marginalización de la moral», si bien, esta idea tiende a fortalecer la moral, la teoría es falsa porque se basa en un razonamiento equivocado el que concluye con que toda «objetivación ideal reclama una esfera», que surge de considerar que toda virtud o norma abstracta por ser objetivaciones ideales, necesariamente constituyen una esfera. Se puede tomar una objetivación por ejemplo la política o la filosofía y decir «hacemos política» o «hacemos filoso-fía», pero no estamos en lo cierto si afirmamos que «hacemos moral» cuando cumplimos con normas o virtudes, pues lo que en realidad ocurre es que cuan-do participamos en la política, la filosofía o el trabajo, entre otras; podemos poner en juego si es nuestra elección normas y virtudes, y además, entrar en diferentes esferas siguiendo las mismas pautas, o también siguiendo las nor-mas o reglas esféricas. Creemos que este es el gran aporte a la investigación, es decir, entender que hay esferas, que la moral no es una de ellas, sino que puede conducir nuestra entrada en todas ellas, si nos elegimos como seres mo-rales, como ya veremos más adelante.

En este sentido discute con Habermas pues estaría planteando la esfera mo-ral como discurso práctico, en donde «hacer discurso práctico» sería equivalen-te a «hacer moral». Sin embargo «el discurso práctico realizado para estable-cer consensualmente las normas y reglas sociopolíticas no puede considerarse como «hacer moral» (Heller, 1991: 347), porque este discurso se refiere a una actividad: la política y social, aunque ésta tenga un aspecto moral que consis-te en que debe «interiorizarse como costumbre moral el hecho de observar las “reglas del discurso”» propias de cada esfera autonomizada.

De la misma manera en que se afirma que la moral no es una esfera, se debe plantear la imposibilidad de establecer un «medio moral homogéneo», puesto

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que el fenómeno moral es múltiple y complejo. Sin embargo, frente a la hete-rogeneidad puede hallarse alguna forma de «significación» analizando la cate-goría «forma de vida». De hecho que nos encontraremos con muchas de ellas, siendo posible evidenciar que algunas personas alcanzan un nivel de «ejem-plaridad» por haber dado el máximo de significación a sus vidas, asumiendo lo heterogéneo desde la perspectiva de la vida buena. La homogeneidad de los principios heterogéneos «se verifica en la forma de vida de la persona buena».

El problema que se suscita es que no se puede considerar como punto de partida del concepto de vida buena que circulaba en las sociedades tradiciona-les para aplicarlo a las sociedades complejas de la modernidad, fragmentada en diferentes órdenes y de cuyo horizonte teórico y existencial ha desaparecido la cuestión del fundamento de la realidad. Por ello, para plantear el princi-pio de la vida buena, no deben darse propiedades concretas en el marco del concepto ético-político incompleto de justicia. El problema entonces radica en hallar una definición lo suficientemente abstracta de la vida buena, que de un concepto formal y no sustantivo de ella.

¿Por qué no Platón?, parafraseando la obra de Feyerabend. Heller retoma al filósofo griego para decir que en él se encuentra la clave acerca de lo que entiende por «persona recta» en tanto condición moral de la vida buena y prin-cipio de su filosofía moral. Esta persona es la «que prefiere sufrir la injusticia (ser objeto de una mala acción) a cometer injusticia (hacer el mal), donde “co-meter el mal” significa infringir las normas morales en relación directa a los demás». No se trata de una definición «maximalista», —lo cual sería de una total des-ubicación—, «la exigencia no es la de que deberías hacer el bien a todo el mundo, sino que no deberías hacer el mal a nadie» (Heller, 1991: 350-51). Se trata de sufrir el mal si el único camino es cometer el mal.

Insistimos, ¿por qué Platón? Porque dada esta definición no es necesario de-terminar concretamente las pautas de la vida buena, empresa absolutamente imposible en el mundo moderno. «El concepto de rectitud es suficientemente abstracto para dejar indeterminado tanto el contenido como la densidad de las nor-mas morales» (Heller, 1991: 353).

Intentamos responder a nuestra preocupación investigativa —cómo inter-pretar y desde qué perspectiva la división funcional moderna— acordando con la propuesta de Heller en el sentido de que frente al hecho de la división esfé-rica es posible una cierta «homogeneización» al considerar el «carácter recto» como el sustrato en el que se asientan las diversas acciones, las múltiples face-tas de la vida moral, de tal manera que la persona es libre de entrar y salir de cualquier institución o esfera rigiéndose por sus reglas específicas.

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Autonomía moral

A la par de esta definición, existe otra categoría importantísima —a la cual ya nos hemos referido—, que es la de autonomía. ¿La persona recta es absoluta-mente autónoma? Esta es una cuestión de gran relevancia, porque nos pone frente al hecho de la «contingencia». Autonomía y contingencia identifican a la modernidad como efecto de la secularización operada; además se requieren mutuamente pues suponen la finitud y la libertad.

Si la moral consiste en la interiorización de los vínculos humanos, ¿es posi-ble negar nuestra contingencia social y genética, en su analogía con la noción de lotería? ¿Es posible un «proyecto humano» que niegue estos vínculos? El proyecto de negación absoluta de los vínculos humanos, de las normas y va-lores de la sociedad, como si de ello nos pudiéramos despojar es una «utopía negativa» —responde Heller—. Porque considerar la autonomía moral como la autonomía del sujeto de todos sus lazos es ilegítimo. La autonomía moral está relacionada con la forma de vida de la persona recta. «La bondad de la persona significa la no sumisión a la “constricción social”», esta es la expresión de su autonomía. La persona es consciente y autoconsciente con las normas y valo-res de su sociedad, cuestión que la aleja de una actitud acrítica o temerosa.

Esta es una conclusión fundamental, pues es una mirada que nos resitúa en la valoración del sujeto dentro de órdenes con legalidades propias frente a los cuales ni cabe la actitud de sometimiento, ni la de la absoluta negación. Abre un espacio de juego y libertad, tal vez intersticial (Foucault), y del que nadie puede dar cuenta de sus consecuencias de un modo anticipado.

Llegados a este punto, Heller nos asombra con la siguiente afirmación: «Hay un inequívoco elemento de “buena suerte” en hacer buena nuestra propia rectitud a lo largo de toda la vida» (Heller, 1991: 357). No se trata de defender lo que en la tradición judeocristiana adquiere la posición de privilegio, esto es el valor del sufrimiento o del martirio para ser recto, pues nadie debería sufrir el mal o ser desgraciado, de lo que se deduce el elemento de «buena fortuna» y la importancia de trabajar por un mejor contexto socio-político.

La persona recta es la que, ante la imposibilidad de no tener otro camino que sufrir el mal, lo prefiere a tener que cometerlo, aspecto que se invierte si pensamos en las personas que no lo son y que, de este modo, cometen la injus-ticia ante el temor de sufrir el mal.

El mejor mundo sociopolítico posible y el mejor mundo moral posible

Esta distinción remite a la diferencia entre sociedades tradicionales y moder-nas. En las tradicionales o estratificadas era posible establecer una «interrela-ción compartida» entre normas, valores y virtudes morales bajo el cielo de la

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polis o de Dios. En ellas las normas se estratifican, el universo moral se expre-sa mediante normas grupales.

En cambio, en las sociedades modernas se plantea el pluralismo de las nor-mas morales. Esto se debe a la falta de interrelación compartida entre nor-mas, valores y virtudes y no a la falta de normas compartidas; no surge de la coexistencia de diferentes grupos de normas concretas, sino que los diferentes grupos de normas concretas «no son ya grupales». Si bien es cierto que hemos sido arrojados a un medio social por accidente, nuestra tarea es transformar nuestra contingencia en destino, por ello, elegimos normas, aún a aquellas que hemos recibido.

¿Ocurre entonces que en un mundo moral pluralista se puede ser más racio-nal que en el mundo homogéneo premoderno? De hecho que no hay moralidad totalmente racional, pero dentro de estos márgenes o posibilidades se puede al-canzar una «racionalidad óptima» «si nos “elegimos a nosotros mismos” como personas honradas en un universo moral pluralista» (Heller, 1991: 362). En el marco de la investigación, esto es lo que se revela como un hallazgo teórico extraído del pensamiento de Heller, es decir, la elección existencial (Kierkegaard). Esta se relaciona con la posibilidad de hacer buena aquella elección en un mundo pluralista y, a la vez, —como nuestra autora cita a Luhmann—, en un «universo social funcional», cuyas instituciones racionalizadas se rigen por un conjunto de reglas que no elegimos, y que, por tanto, cuando entramos en ellas nuestras acciones se vuelven moralmente indiferentes, porque queda-mos sujetos a esas reglas. Reiteramos, nuestras acciones no son moralmente racionales, sino indiferentes.

Así, disminuye la racionalidad moral frente al crecimiento de un «vacío moral» en el sentido de que hacemos opciones por determinadas normas dan-do razones no morales, es decir, científicas, acorde con el discurso hegemóni-co circulante en nuestra sociedad. Las razones científicas suplen a las razones morales.

La elección de valores es sustituida por la elección de metas. Si la meta es un valor, la acción es normativa, si la meta no es un valor, estamos ante la acción instrumental. Este tipo de orientación de las acciones está colonizando el mundo de la vida (Habermas).

Por ello, el camino que se puede transitar en este universo funcional si que-remos dar razones morales de nuestras acciones, consiste en un acto de «elec-ción existencial», de elegirnos moralmente como personas honradas, rectas, guiadas por la razón práctica, lo que se sintetiza en el acto de elegirnos a no-sotros mismos como personas que optamos por sufrir el mal antes que come-terlo. En esto radica la «posibilidad de racionalidad moral óptima», y también establece las condiciones de posibilidad de un «ethos vago o débil». Entonces se puede afirmar que el mejor mundo sociopolítico posible es la condición de la vida buena y la honradez y rectitud, los elementos fundamentales del mejor mundo moral posible.

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En la elección existencial se va más allá de la razón teórica hacia la razón práctica, porque es un acto de libertad. Antes de elegir se debe determinar la bondad o no de las normas o acciones. Se deben formular juicios, y como estos son actos de la razón teórica, aquí puede sobrevenir la equivocación. Por este motivo se hace necesario obrar según la guía de máximas morales para dismi-nuir la probabilidad de errores.

La elección existencial de la honradez no excluye acciones que se guían por reglas instrumentales, pragmáticas o estéticas —indiferentes moralmente—, lo cual permite entrar en diversas esferas, instituciones u órdenes, dando cuenta de la normativa y especificidad de cada uno de ellos, es decir, que se hace posible entrar en diversos órdenes y seguir sus reglas de juego propias, pero evitando un riesgo serio: el de perderse en múltiples fragmentos cerra-dos, al estar comunicados por aquella decisión personal moral (de elegirnos como personas honradas, rectas).

Queda aún otra posibilidad en relación a las esferas y las acciones huma-nas. Se puede ejercer la crítica a una de ellas desde otra apelando a su anda-miaje teórico argumentativo a fin de llevar a cabo ciertos cambios que se con-sideren relevantes. Por lo tanto, se hace posible ejercer la crítica y cierta(s) modificación(es) de las reglas intraesféricas.

Resumiendo esta cuestión la autora dice con claridad que sólo las acciones que estén relacionadas con hacer o sufrir el mal están sujetas a valoraciones morales, dejando libres a las esferas a su autorregulación normativa.

¿Relativismo moral ilimitado?

Es evidente la existencia de un pluralismo moral expresado en diferentes gru-pos de normas y en la libre elección de los actores. Sin embargo, es imposi-ble plantear la inexistencia de límites, porque debe haber alguna norma en común, no una «norma concreta», sino «máximas morales» concretadas en diferentes grupos de normas. ¿De qué manera? Mediante la convalidación por todos de dichas máximas, lo que las torna «fácticamente universales», en su apelación a una legitimidad universal. Obviamente que su observancia se efectúa a través de normas concretas que cada persona elige y, en este sentido, no pueden atribuirse universalidad. No es lo mismo la «validez» que la «valida-ción» porque hay un reconocimiento de la validez de todas las normas en tanto no contradigan las máximas morales, pero sólo se validan aquellas normas por las que cada persona ha hecho una opción.

¿El acto de validación de las normas morales debe entenderse como el que emana del discurso práctico entendido como normas sociopolíticas de justicia? Nuestra autora responde que el mejor procedimiento para hacer racionales las normas morales es el discurso racional que provee de cierta «homogeneiza-

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ción» a valores heterogéneos. Este discurso intima a un «consenso» que puede referirse a la verdad de determinados valores o a un grupo de normas sociopo-líticas. Ahora ocurre que el consenso en las normas sociopolíticas no conlleva un consenso en las normas morales.

La única elección moral racional es autoelegirse como persona honrada, la que ante el bien y el mal opta por el bien. ¿Existe un patrón universal para medir la bondad o la maldad? Sí, en la forma de máximas morales, fundamen-talmente las que se deducen de los valores universales de la vida y la libertad. Así arribamos a una «cualificación sustantiva en la noción de rectitud: sólo son rectas aquellas personas que realizan la elección existencial y que subordi-nan todas las elecciones subsiguientes a máximas morales» (Heller, 1991: 371). Esto no significa la generalización de las acciones y decisiones concretas, sino la generalización de la máxima que guía las acciones.

Heller usa el término resistencia (apela a la virtud) para hacer frente al mal, a las tentaciones y fundamentalmente en un mundo en el que cada vez se ex-tiende más la «racionalidad estratégica» (Habermas), no considerar ni usar a la otra persona como medio por principio.

En este sentido estamos ante la valoración del sujeto que se constituye au-tónomamente en el trabajo, el sufrimiento y en la libertad, «desarrollando las dotes en talento». Tarea alejada de la postura de la deconstrucción del yo, pues sin límites o normas la persona se convierte en esclava de estímulos externos y también objetivo de los totalitarismos.

Lo importante es que estas personas deben actuar persiguiendo el objetivo de establecer el mejor mundo moral posible y esta es la condición del mejor mundo sociopolítico posible. «Esta es la razón por la que, independientemente del conjunto de normas que elijamos, en la actualidad las personas honradas deberían elegir además de todas las demás virtudes que practican, el discur-so valorativo como procedimiento de justicia, y desarrollar las virtudes del ciudadano»(Heller, 1991: 376-77)

Así como se torna un objetivo de la vida buena el tratar de construir el mejor mundo sociopolítico posible, es una condición óptima para la elección exis-tencial la «buena suerte» de haber nacido en un mundo de este tipo, claro que, condición óptima no debe confundirse con la causa de la elección. El mundo nos es dado y en él hacemos nuestras opciones.

El proceso de la «construcción del yo» autónomo es relativo a la vida bue-na, o sea, a la bondad, la honradez, la rectitud, el desarrollo de las dotes en talentos. La elección existencial es la «elección de mí mismo», es decir que, al desarrollar mis dotes morales en talentos estoy «construyendo» mi yo, en cambio, en el desarrollo de las otras dotes, me estoy erigiendo como un «yo-en-elección, pero no elijo mi yo».

El tema que se plantea en la obra está en relación a lo que se expresara más arriba en el sentido de que la persona buena es el elemento «homogeneizador» de las múltiples funciones y roles concernientes a la vida moderna. Entonces

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el yo es el elemento unitivo de las actividades heterogéneas. Con esto se evita el elitismo y se invierte el proceso que llevó a Weber a pensar que homogenei-zamos nuestra personalidad en un solo sentido: o por la política, la religión, la ciencia o el arte.

Hay un agregado más. En torno de las grandes esferas de objetivación (ciencia, arte, filosofía, religión) han surgido varias interpretaciones. Una de ellas es asumir que son instancias de «dominación, constricción y poder», por lo cual se vuelve difícil la homogeneización del yo. Heller ve que se abre una disyuntiva: o deconstruimos el yo (para ella materia prima de totalitarismos), o resignificamos la tradición clasicista o romántica. Afirma que «No son las esferas de objetivaciones lo que “encarnan” el poder o dominación, sino la for-ma en que las personas se apropian de ellas. El discurso no es el discurso de dominación si la actitud de los participantes supone la resolución de “no co-meter nunca el mal”. No puede subrayarse en exceso que la moralidad no es una esfera… La razón práctica no proporciona normas y reglas para estas esferas, al menos no en la modernidad. Su primado es inherente a nuestra actitud hacia las esferas y en estas esferas» (Heller, 1991: 388-89).

Algunas conclusiones

La modernidad se conforma en esferas o sistemas autorregulados con normas y reglas propias (sittlikheit), como el resultado del proceso de secularización y fragmentación del sentido fuerte instituyente de la premodernidad. Las es-feras, en sí mismas, no constituyen una constricción a la autonomía o la libertad, porque no es posible imponer un mismo criterio o bien moral que gobierne a todas ellas. La asunción moral es la del individuo en relación con determinado ethos que pone en juego frente a las mismas.

En última instancia las esferas permiten una ganancia de libertad, en cuanto es la persona quien elige y desarrolla sus dotes peculiares, o decide abandonar una forma de vida por otra pues no hay asignación de un lugar fijo. Heller va más adelante en sus afirmaciones, pues dice que no existe ninguna dote cuyo desarrollo no esté permitido, la persona honrada tiene el camino abierto a cualquier talento. Estamos ante un «universo cultural pluralista» que reclama, eso sí, relaciones simétricas. De donde concluimos en la impor-tancia de construir el mejor mundo sociopolítico posible, regido por normas y reglas (leyes) establecidas por el procedimiento justo llevado a cabo mediante el discurso valorativo.

Esta es la condición de la vida buena, «pero la bondad está más allá de la justicia». En esto la autora va más allá de la propuesta habermasiana, en la medida en que en el proceso de establecimiento de los acuerdos normativos la decisión personal subjetiva de las virtudes no se tiene en cuenta. En cambio

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para Heller es fundamental el escogimiento personal de la virtud, pues con ella se puede hacer frente a la diferenciación e independencia relativa de las esferas, virtud que guía la decisión de entrar en diálogo, porque tiene que ver con una primera opción: la «elección existencial de elegirnos a nosotros mis-mos como personas buenas» lo que permite la libertad en el mundo esférico y funcional, y favorece a su vez, ejercer la crítica y la modificación de aquello que conspire contra un orden sociopolítico justo. Aquella elección es básica porque es el reaseguro de la libertad, de la existencia de un universo cultural pluralista al facilitar el desarrollo de cualquier talento y el establecimiento de profundas vinculaciones humanas.

Este proceso requiere una gran valentía para hacer frente a las tentaciones, porque como alguna vez expresara nuestra autora, debido al hecho de consti-tuirse la persona como un «ser-para-la-muerte» (Heidegger) sabe que se le va la vida de donde resulta que prefiere cometer el mal antes que resistirlo. Al no ser inmortales, no vale la pena sacrificarse.

Finalizamos con las palabras de Heller: «La honradez (bondad, rectitud) va más allá de la justicia. Pero “más allá” tiene la connotación de “superior” y no sólo de “ser diferente”. El desarrollo de nuestras dotes en talentos, y el carácter de nuestras vinculaciones personales, no tienen nada que ver con la justicia. “Nada que ver” tiene la connotación de “ser diferente”, y no la de “superior”». De los tres elementos de la vida buena «[…] es la honradez el elemento supremo. En con-junto, la vida buena, como todo lo no dividido e indivisible, está más allá de la justicia… Quizás está desfasado romper una lanza a favor de la persona honrada. Pero al menos no se comete mal alguno con ello» (Heller, 1991: 406-07).°

Bibliografía

Heller, A. (1990). Más allá de la justicia, Barcelona: Crítica.— (1991). Historia y futuro, Barcelona: Península.— (1995). Ética General, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.Heller, A. y Fehér, F. (1989). Políticas de la Posmodernidad, Barcelona:

Península.— (1994). El péndulo de la modernidad, Barcelona: Península. Riera de Lucena, E.: «Visión weberiana de la modernidad: los proce-

sos de racionalización y secularización», Cuadernos de Ética, Nº 11 y 12 , junio/diciembre 1991, Asociación Argentina de Investigaciones Éticas.

Weber, Max (1985). Ensayos de Sociología Contemporánea II, Barcelona: Planeta-Agostini.

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