Suicidio a Los Dieciséis

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“Tengo qué hacer un trabajo - dijo, con voz presurosa y agregó - Recién me acuerdo que quedé con, con, con ¿Milagros?”. ¿Quién era Milagros?, su madre de eso o ella nunca había escuchado, pero soportando todo lo que su hijo podía hacerle; pues, según costumbres ancestrales de la madre, a un hijo todo se le acepta, consentía con normalidad. Era una mala madre murmuraban las vecinas. Aurora no tenía la apariencia de aquella mujer guerrera con rasgos bien marcados hasta las piernas, como la mayoría de las vecinas. Vivió en un pueblito de la sierra, acompañada de pequeñas ovejas. Todas las tardes, todos los días, tenía que llevar alimento a su padre, que trabajaba a una distancia similar a diez cuadras, las cuadras para nada eran pequeñas. Preparada en casa, pensaba en cómo sería su vida cuando fuese ya mayor, se dirigía hacia la puerta, abría lentamente la misma y el chirrido de ésta le hacía ver que ya no habría marcha atrás, tenía que dejar el alimento. Siempre lo hacía eficazmente, pero con tristeza, no le gustaba el hecho de dejar a su madre sola. “Y si pasa algo, jamás me lo perdonaría, si algún ladrón llega a la casa, toca la puerta con un gran arma, que por supuesto no se notaría, ya que estaría bajo su chaqueta de color azul, un casquito blanco como de ingeniero y engañara a mamá diciendo: Señora, soy de la compañía de electricidad y vengo a inspeccionar su casa para poder confirmar si usted presenta las condiciones necesarias para la posterior instalación de energía eléctrica a su vivienda, ella lo dejaría pasar porque está muy interesada con esa tema de la luz y es muy ingenua la pobre. Y si la violaran, Diosito que no pase eso, me mataría, aunque sería muy dolorosa la muerte, pero igual lo haría, no creo que el cielo sea feo, al contrario debe ser bonito, cristales por aquí, agua por allá, uno que otro chico guapo, pero que ojalá no haya ovejas, estoy cansada de cuidar las ovejas, son muy molestosas; darles agua, comida, armar las cercas,

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Cuento sobre un adolescente y su romance con una profesora

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“Tengo qué hacer un trabajo - dijo, con voz presurosa y agregó - Recién me acuerdo que quedé con, con, con ¿Milagros?”. ¿Quién era Milagros?, su madre de eso o ella nunca había escuchado, pero soportando todo lo que su hijo podía hacerle; pues, según costumbres ancestrales de la madre, a un hijo todo se le acepta, consentía con normalidad. Era una mala madre murmuraban las vecinas.

Aurora no tenía la apariencia de aquella mujer guerrera con rasgos bien marcados hasta las piernas, como la mayoría de las vecinas. Vivió en un pueblito de la sierra, acompañada de pequeñas ovejas. Todas las tardes, todos los días, tenía que llevar alimento a su padre, que trabajaba a una distancia similar a diez cuadras, las cuadras para nada eran pequeñas. Preparada en casa, pensaba en cómo sería su vida cuando fuese ya mayor, se dirigía hacia la puerta, abría lentamente la misma y el chirrido de ésta le hacía ver que ya no habría marcha atrás, tenía que dejar el alimento. Siempre lo hacía eficazmente, pero con tristeza, no le gustaba el hecho de dejar a su madre sola.

“Y si pasa algo, jamás me lo perdonaría, si algún ladrón llega a la casa, toca la puerta con un gran arma, que por supuesto no se notaría, ya que estaría bajo su chaqueta de color azul, un casquito blanco como de ingeniero y engañara a mamá diciendo: Señora, soy de la compañía de electricidad y vengo a inspeccionar su casa para poder confirmar si usted presenta las condiciones necesarias para la posterior instalación de energía eléctrica a su vivienda, ella lo dejaría pasar porque está muy interesada con esa tema de la luz y es muy ingenua la pobre. Y si la violaran, Diosito que no pase eso, me mataría, aunque sería muy dolorosa la muerte, pero igual lo haría, no creo que el cielo sea feo, al contrario debe ser bonito, cristales por aquí, agua por allá, uno que otro chico guapo, pero que ojalá no haya ovejas, estoy cansada de cuidar las ovejas, son muy molestosas; darles agua, comida, armar las cercas, todo eso ya me tiene harta, ojalá crezca rápido y todo esto acabe ya”. Eso pasó después, mucho después.

Mientras iba pensando esto, que casi siempre se repetía, a excepción del papel que desarrollaría el presunto ladrón, llegaba al lago. El lago era bello, a ella le gustaba llegar a esa posición, una sonrisa se dibujaba entre sus mejillas, notándose los dos vacíos que dejaba a ambos finales de aquella expresión; los ojos se le ponían más saltones y, por alguna razón, cambiaban a un tono más melón, más claro, por el sol seguro, que en esos espacios brillaba más fuertemente, como obligando a quitarse la ropa y tomar un baño en aquel lago. Aurora no tenía tiempo para eso, debía llevar el alimento lo más antes posible; pero si tenía tiempo para darle un vistazo efímero al lago.

Regresó hacia su inicial trayectoria, sabía que su padre la esperaba con entusiasmo, no por la comida, ya que su madre de cocinar poco sabía y mucho menos que eso. ¿Cuánto faltará?- se preguntó el padre, muy lejos de su casa-

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“Espero que llegue pronto. No creo que demore, siempre llega temprano. Qué calor que hace aquí, ojalá me traiga un poco de agua o leche o refresco o lo que sea, no importa, cualquier cosa me serviría en esta calor”. El padre bajó la mirada, agotada por el tiempo, el viento corría de sur a norte y no movía el recio cabello del hombre, es más, su pelo era como una fortaleza impenetrable para cualquier mínimo intruso exterior. Levantó el brazo, que tenia notables marcas, halladas en la parte posterior, la más clara, donde se puede identificar la vena aorta, y lo deslizó de un lado a otro, muy levemente por el relieve perteneciente a su frente. Se secó el sudor. Tenía la frente muy arrugada.

Aurora seguía caminando y una que otra vez cantaba melodías que su madre, con mucha melancolía, pues era demasiado sentimental, le hubo enseñado de pequeña; mientras veía el cielo azul, tan extenso como siempre y, como la mayoría de veces, empapado de nubes con aves que recorrían toda la amplitud de los aires, dando demostraciones de sus capacidades. “Danza aérea”- pensó ella y hecho una diminuta carcajada. Estaba muy relajada en todo el trayecto, no como en otros días, cuando algún animal del corral la hubo golpeado o cuando su madre la había resondrado por cualquier motivo. A ella le disgustaba que a su madre le hubiese llegado la radical menopausia; sabía que su conducta iba a cambia pero no imaginaba tanto, ahora era más gritos, más discusiones, más opiniones que no eran escuchadas, pequeñas peticiones que eran rechazadas desde el momento de la solicitud. Sin embargo, se había acostumbrado con el tiempo. Miraba el cielo periódicamente. ¿Cómo será ser ave?- pregunto en voz alta. No muy alta, lo suficiente como para que solo ella escuchase si alguien estuviese a su lado- ¿Será el cielo más divertido que acá? Porque acá todo es muy aburrido: caminar y caminar. Eso no me gusta, además cansa. Pero, las aves no saben nadar, eso sí que es divertido; pobrecillas, no saben de lo que se pierden, con lo chévere que es meterse en la laguna y mojarse. ¿Quién sabe? De repente sea mejor estar acá; además aquí hay rica comida, ellas solo comen gusanos y peces. No me gusta el pescado. Sí, creo que es mejor estar acá, sí, esto es mejor.

“Allá está – pensó Aurora. Estaba ya muy cerca del trabajo de su padre, pudiendo divisar dicho lugar - Ojalá no esté muy hambriento, no creo haber demorado mucho, además papá es una hombre fuerte; siempre dice que él aguanta de todo, no debería sufrir por un plato de comida ¿no? El cielo sigue azul”. Podía observar más allá de su objetivo como se extendía la no muy abundante vegetación, cada vez más abundante, cada vez más bella, más verde a cada paso y, oculta entre algunas plantas medianamente grandes, una liebre. Era muy blanca. De improviso, recordó la vez en que se desmayó: estaba todo verde, verde oscuro, caminaba tambaleantemente, pero no se daba cuenta, el agua no era ya fuente de reflejo, el aire la asfixiaba cada vez más: entraba sus pulmones y le parecía que tardaba una eternidad en salir o que no salía. No había aves en esa ocasión. Caminó dos pasos de donde se había estacionado y le pareció ver sangre en el suelo, muy verde, después solo

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podía oler el penetrante hedor de la sangre. No respiraba. Un círculo fosforescentemente verde pudo distinguir en las moléculas de aire. Sabía que estaba desvariando. Lamentablemente, para ella, ningún ser estaba cerca, para auxiliarla y si hubiese habido alguien, le hubiese resultado complicado comunicar su agonía ya que le era difícil, en ese momento, articular palabra alguna. Cayó al suelo. Estaba más próxima a la presencia de su padre. “Qué bien se sentía eso” – pensó. Una sonrisa muy liviana se había dibujado en su rostro y su mejilla había elevádose unos cuantos milímetros - Era el paraíso”. Llegó al lado de su padre.

El sol llegó a su apogeo y, aunque ella lo trataba de evitarlo, su rostro se notaba fatigado: una gota que corría por su ceja y descendía hasta la mejilla, para allí desfallecer. La caminata fue un poco alargada para la muchacha. “No está enojado – pensó Aurora - ¿porqué debería estar enojado?, una que le trae su almuerzo y se va a enojar, ¡va!” El hombre parado con autoridad en el mismo lugar, examinaba minuciosamente, por unos segundos, el contexto, la apariencia de su hija, la intensidad con que brillaba el sol, la estela terrestre que había dejado la niña, el tiempo que transcurría mientras pensaba en esto. Un aire de lo más ajeno al lugar rondó por el ambiente, pronunciando un leve pero alargado zumbido, dando un matiz sureño al lugar e interrumpiendo la sobriedad de la situación; parecía un gran trueno. Pero no era así, el lugar descampado de otros seres permitía oír con claridad cualquier mínimo fenómeno. Se escuchó el grito audaz de un águila que volaba a la altura de las nubes, permaneciendo imperceptible. Ambos estaban inmóviles y era casi inminente que alguna palabra de la mujer rompería el esquema gélido, hasta entonces.

“Estará cansada – pensó – Puede ser, es mujercita, las mujeres siempre se cansan, son débiles, es que son mujeres. Pero, parece que está alegre también ¿Porqué estará alegre? Supongo que el verme le produce tranquilidad, pero eso no pasa muchas ves; ¿Qué estará pensando? O, conoció a alguien, no lo creo, ella es muy reservada. ¡Qué calor hace acá! Debería preguntarle cómo está. Y si está enojada. Eso sería malo”

Hola, ¿Cómo estás? – preguntó la niña, como si eso fuese algo muy común en ella – Te traje tu almuerzo.

Tiempo después viajaron a la Costa. A la metrópolis, como Darío, después, la denominaba. Su familia, no muy acorde con la idea, hubo de aceptar por compromiso con Aurora. En uno de sus cumpleaños, le habían dado la potestad de hacer realidad alguno de sus deseos, y así lo hicieron.

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Ricardo está tirado, sin gloria, en la cama y nadie a su alrededor puede ver su posición de dormir: el cuerpo encogido de feto, la cabeza estirada y la sábana cubriéndole medio cuerpo. La luz no afecta siquiera un poco del sueño esculpido desde hace doce horas; entra por un diminuto agujero hallado en la pared de cartón naranja sin decorar y mancha su piel de un tono amarillo clarísimo, reflejando que el día ya empezó y han comenzado la vacaciones después de once años de estudio, esas vacaciones tan añoradas por Ricardo, que significaban el fin de toda una vida y el comienzo de otra. Afuera, extrañamente, no se escuchan los cantos de los perros pero sí, la corneta, que daba un toque militar, del heladero.

Despierta con dificultad; parpadea, bosteza y las legañas bañan las partes más hundidas de sus ojeras. Levanta el brazo y, juntamente con la mano, lo dirige al ojo, desliza de un lado al otro, tratando de descifrar los jeroglíficos en sus ojos, marcados por las tardes eternas de play station, y, al fin, logra retirar las legañas. Está dormido pero se ha sentado en toda la cama y observa: armario con cajones, velador, zapatillas esparcidas por el piso de cemento, una sombra.

Ricardo Fuentes está el revólver en mano y el índice preparado para deslazarlo con presión por el gatillo. El arma se muestra a la altura de su cabeza, paralela a su mirada, al lado de su sien derecha.

El conocimiento somero de la vida que su madre, con esmero, quiso imponerle no le es suficiente como para evitar aquella decisión tomada después de las catastróficas visiones, no va a esquivar el destino que él mismo, sin intención, ha forjado. Aquella vida simple, normal, de decisiones rápidas, aquella vida que nunca pudo beber, aquella vida que su comportamiento contradice y que él mismo repudia.

El reloj marcaba las cuatro, cuatro en punto. Era el tiempo en que Ricardo se dedicaba a pensar. Pensaba en su infancia: los dilemas entre sus amigos y él por determinar si aquel menudo cigarro barato que podía emanar luces, emitir grandes estruendos o las dos acciones a la vez llevaba por nombre “cuete” o “cohete”. Los nombres de aquellos tipos de objetos nunca tuvieron verdadera solución ya que eran muy dudosos unos de otros. No aceptaban el hecho de que un amigo de su edad pudiese saber algo que alguno de ellos no y, por ello, contradecíanse. Asi que, como casi nunca hubieron decisiones formales, decisiones que pudieron ser unánimes, sometíanse todos, sin excepción, a democracia. Francisco se ocupaba de la participación de todos, ya sea con

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amenazas o simplemente con golpes. Aquellos niños de ropas maltrechas, caras sucias, zapatos deportivos de todo color y gorros, si había sol, practicaban una democracia autónoma, distinta, una democracia que solía siempre imperar la opinión del más fuerte, el niño más grande, bizarro, agresivo y que, obviamente, no era Ricardo. Este tenía el cuerpo como gastado, no era muy alto ni bajo y el menos visible. Casi siempre era un misterio su estancia en las reuniones de poco carácter formal que, efímeramente, organizaban sus amigos. Ricardo aceptaba las decisiones sin preocupación y con un “nosé”.