Starship troopers cap 03

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TROPAS DEL ESPACIO Robert A. Heinlein

Título original: Starship Troopers

Al sargento Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico,

y a todos los sargentos que han trabajado para hacer hombres de simples muchachos.

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Capitulo 3

Él las regirá con cetro de hierro Apocalipsis, 2-27

Hice la Básica en el Campamento Arthur Currie,

en las praderas del norte, junto con un par de miles de víctimas más. Y al decir «campamento» me refiero al único edificio permanente que había allí para alojar el equipo. Nosotros dormíamos y comíamos en tiendas; vivíamos al aire libre (si a eso se le podía llamar «vivir», cosa que no creía entonces). Yo estaba acostumbrado a un clima más cálido, y me parecía que el Polo Norte estaba a pocos kilómetros del campamento y que se acercaba día a día. Que volvía la Era del Hielo, sin duda alguna.

Pero el ejercicio le mantiene a uno caliente, y ellos se preocupaban de que hiciéramos mucho ejercicio.

En nuestra primera mañana allí nos despertaron antes del amanecer. Yo había tenido problemas para ajustarme al cambio de hora según las zonas y creí que no había hecho más que dormirme. Me era imposible aceptar que cualquiera pensara en serio que yo iba a levantarme a media noche.

¡Vaya si lo pensaban! De un altavoz, situado no sé dónde, salía, atronadora, una marcha militar capaz de despertar a los muertos, y un tío peludo que había bajado corriendo por la calle del campamento y gritando: «¡Todo el mundo fuera! ¡Piernas fuera! ¡A paso ligero!» volvió de nuevo, justo cuando yo me echaba las sábanas sobre la cabeza y me encogía en la litera. Me tiró al suelo, duro y frío. Fue una atención impersonal; ni siquiera esperó a ver si yo me había caído.

Diez minutos más tarde, vestido con pantalones, camiseta y zapatos, formaba con los demás, en filas desordenadas, para hacer ejercicios precisamente cuando el sol asomaba por el este. Frente a nosotros había un hombre de anchos hombros y aspecto astuto, vestido exactamente igual que todos, salvo que mientras yo parecía un cadáver mal embalsamado (y como tal me sentía), su barbilla estaba azulada por un magnífico afeitado, los pantalones tenían una raya perfecta, podían utilizarse los zapatos que llevaba como espejo y se le veía totalmente alerta, con los ojos bien abiertos, relajado y descansado. Uno tenía la impresión de que aquel hombre jamás necesitaba dormir, sólo una revisión cada diez mil kilómetros y quitarle el polvo de vez en cuando. Entonces rugió:

-¡Compañía! ¡Aten... ción! Soy el sargento de nave Zim, oficial al mando de la compañía. Cuando se dirijan a mí deben saludar y decir «señor»; en realidad, saludarán y dirán «señor» a todo el que lleve el bastón de mando de instructor.

Llevaba un bastoncillo de caña en la mano, e hizo un rápido molinete con él para demostrar a qué se refería con lo del bastón de mando del instructor. Yo había observado que algunos lo llevaban cuando llegamos la noche anterior, y me había propuesto hacerme con uno, porque parecían estupendos. Ahora cambié de opinión.

-Ya que no tenemos bastantes oficiales por aquí para que practiquen -prosiguió -, practicarán con nosotros. ¿Quién ha estornudado?

No hubo respuesta. -¿QUIEN HA ESTORNUDADO? -Yo -respondió una voz. -Yo ¿qué? -Yo he estornudado. -Yo he estornudado, ¡SEÑOR! -Yo he estornudado, señor. Tengo frío, señor. -¡Ooooh! -Zim se dirigió al hombre que había

estornudado, le puso la férula del bastón a un par de centímetros de la nariz y exigió -: ¿Nombre?

-Jenkins..., señor. -Jenkins -repitió Zim, como si fuera una palabra

repugnante, vergonzosa incluso -. Supongo que alguna noche que estés de guardia estornudarás sólo porque tienes una nariz muy sensible, ¿no?

-Espero que no, señor. -Y yo también. Pero tienes frío. Hum...,

arreglemos eso. -Señaló con el bastón -. ¿Ves ese arsenal de ahí? -Yo miré y no vi más que la pradera, a excepción de un edificio que parecía estar casi en el horizonte -. Sal de la fila. Corre a su alrededor. ¡Corre! ¡Rápido! ¡Bronski!, Márquele el paso.

-De acuerdo, sargento. Uno de los cinco o seis que llevaban bastón

corrió en pos de Jenkins, le alcanzó con facilidad y le pegó en el trasero con el bastón. Zim se volvió al resto de nosotros, que seguíamos firmes y temblorosos. Se paseó arriba y abajo, nos examinó detenidamente y pareció tristísimo. Al fin dio un paso atrás, se irguió ante todos nosotros, agitó la cabeza y dijo, como si hablara consigo mismo pero con una voz resonante:

-¡Y pensar que esto había de sucederme a mí! -Nos miró -. Unos micos..., no, micos no; ni siquiera llegáis a eso. Una recua repugnante de burros piojosos, con el pecho hundido, la barriga fuera, llorosos porque acabáis de soltaros del delantal de mamá. En mi vida había visto un puñado tan repugnante de hijitos de mamá. Vosotros... ¡eh, tú, mete la barriga, mira al frente! ¡Estoy hablando contigo!

Metí el vientre aunque no estaba seguro de que se hubiera dirigido a mí. Él continuó hablando y hablando, y yo empecé a olvidarme de la carne de gallina al oír su perorata. Ni una sola vez se repitió, ni una sola vez utilizó blasfemias u obscenidades -supe después que las ahorraba para ocasiones muy especiales, y ésta no lo era -, pero describió nuestros fallos físicos, mentales, morales y genéticos con detalles insultantes y perfectos.

Sin embargo, no sé por qué, no me sentí insultado. Me interesaba profundamente estudiar su dominio del lenguaje. Ojalá lo hubiéramos tenido en el equipo de debate. Al fin se detuvo; parecía a punto de llorar.

-No puedo soportarlo -dijo amargamente -. Habré de librarme de algunos como sea. Tenía mejores soldaditos de madera a mis seis años. ¡Vamos a ver! ¿Alguno de vosotros, piojos de la selva, cree que puede pegarme? ¿Hay un hombre entre toda esta gente? ¡Hablad!

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Hubo un breve silencio, al que contribuí. Porque yo no tenía la menor duda de que él sí podía azotarme. Estaba convencido de ello.

Entonces se oyó una voz al extremo de la fila. -Creo que yo sí puedo..., señor. Zim pareció encantado. -¡Estupendo! Ven aquí donde pueda verte. -El

recluta lo hizo y era impresionante; al menos diez centímetros más alto que el sargento Zim, y más ancho de hombros -. ¿Cómo te llamas, soldado?

-Breckinridge, señor, y peso ciento cinco kilos; no tengo nada de barriga.

-¿Te gustaría luchar de algún modo en particular?

-Señor, usted puede elegir su propio modo de morir. No soy tan meticuloso.

-De acuerdo, no hay reglas. Empieza cuando quieras.

Zim echó el bastón a un lado y aquello empezó... y se acabo. El recluta grandote estaba sentado en el suelo, sosteniéndose la muñeca izquierda con la otra mano. No dijo nada. Zim se acercó a él.

-¿Rota? -Creo que sí..., señor. -Lo siento. Hiciste que me apresurara un poco.

¿Sabes dónde está el dispensario? No importa. ¡Jones! Llévate a Breckinridge al dispensario. -Cuando se iban, Zim dio a éste un golpecito en el hombro derecho y le dijo serenamente -: Lo probaremos otra vez dentro de uno o dos meses. Ya te demostraré lo que ha ocurrido.

Creo que se proponía hablarle en privado, pero estaban de pie a unos dos metros delante del punto en que yo me iba convirtiendo poco a poco en un bloque de hielo.

Zim se echó atrás y gritó de nuevo: -De acuerdo, tenemos un hombre en esta

compañía, por lo menos. Ahora me siento mejor. ¿Hay otro? ¿Hay otros dos? ¿Acaso dos de vosotros, escuerzos escrofulosos, creéis que podéis vencerme? -Miró nuestras filas de arriba abajo -. Vosotros, pusilánimes con la piel de gallina... ¡Ah!, ¿sí? ¡Salid!

Dos muchachos, que estaban hombro con hombro en las filas, salieron juntos. Supongo que lo habrían concertado en un susurro allí mismo, pero estaban bastante lejos y yo no les había oído. Zim sonrió.

-Nombres, para vuestros parientes más cercanos, por favor.

-Heinrich. -Heinrich ¿qué? -Heinrich, señor. Perdone un momento -habló

con rapidez al otro recluta, y añadió cortésmente -: El no habla mucho inglés estándar todavía, señor.

-Meyer; mein Herr -dijo el segundo. -De acuerdo, hay muchos que no lo hablan al

llegar aquí; tampoco yo lo sabía. Dile a Meyer que no se preocupe, que ya lo aprenderá. Pero ¿entiende lo que vamos a hacer?

-Jawohl -contestó Meyer. -Ciertamente, señor. Entiende el estándar, pero

no lo habla con fluidez. -De acuerdo. ¿Dónde os hicieron esas cicatrices

en la cara? ¿En Heidelberg? -Nein... No, señor. En Königsberg.

-Es lo mismo. -Zim había recogido el bastón después de luchar con Breckinridge. Lo hizo girar y preguntó -: ¿Os gustaría tener uno de éstos?

-No sería justo con usted, señor -contestó Heinrich cuidadosamente -. Con las manos desnudas, si quiere.

-Como gustéis. Aunque podría engañaros. ¿Königsberg, eh? ¿Alguna regla?

-¿Cómo puede haber reglas, señor, siendo tres? -Un punto interesante. Bien, convengamos en

que, si alguien le saca los ojos a otro, tiene que volver a ponérselos en su sitio cuando todo haya terminado. Dile a tu camarada que ya estoy listo. Empezad cuando queráis.

Zim echó su bastón a un lado; alguien lo recogió.

-¿Bromea, señor? No queremos sacarle los ojos. -Entonces nada de sacar los ojos, de acuerdo.

¡Disparad ya! -¿Cómo? -¡Que vengáis y luchéis! ¡O volved a las filas! La verdad es que no estoy seguro de haber visto

lo que ocurrió; tal vez me lo contaron más tarde, en el adiestramiento. Pero he aquí lo que yo creo que sucedió. Los dos se colocaron a ambos lados del oficial de nuestra compañía, hasta tenerle bien flanqueado, mas sin contacto entre ellos. En esa situación, el hombre que actúa solo puede elegir entre cuatro movimientos básicos, movimientos que sacan ventaja de su propia movilidad y de la coordinación superior de un hombre comparado con dos. El sargento Zim dice, y tiene toda la razón, que cualquier grupo es más débil que un hombre solo, a menos que todos estén entrenados para actuar conjuntamente. Por ejemplo, Zim pudo haber iniciado una finta contra uno, atacado después al otro con algún golpe paralizante, por ejemplo en la rodilla, y acabado después tranquilamente con el primero.

En cambio les permitió que le atacaran. Meyer cayó sobre él con rapidez, tratando de aferrarse a su cuerpo y derribarle, supongo que para que Heinrich pudiera acabar con él, tal vez con las botas. Así creo que empezó.

Y esto es lo que creo que vi. Meyer jamás llegó a tocarle. El sargento Zim dio media vuelta y se le enfrentó a la vez que daba una patada a Heinrich en el vientre, y luego Meyer salió volando por el aire, vuelo iniciado por un buen golpe de Zim.

De lo que tengo plena seguridad es de que la pelea empezó, y de que ahora teníamos a dos muchachos alemanes durmiendo pacíficamente, uno casi al lado del otro, uno boca abajo y otro boca arriba, y Zim, de pie sobre ellos, ni siquiera respiraba agitadamente.

-Jones -dijo -. No, Jones ya se fue, ¿verdad? ¡Mahmud! Un cubo de agua y a recomponerlos. ¿Quién tiene mi mondadientes?

Momentos más tarde, los dos estaban conscientes, mojados y de nuevo en las filas. Zim nos miró y preguntó con voz serena:

-¿Alguien más? ¿O empezamos ya con los ejercicios de calistenia?

Yo no esperaba que saliera otro, ni creo que lo esperara Zim. Pero del extremo del flanco izquierdo, donde colocan a los más bajos, salió un muchacho de las filas y se adelantó hasta el centro. Zim le miró de arriba abajo.

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-¿Sólo tú? ¿O quieres elegir un socio? -Sólo yo, señor. -Como quieras. ¿Nombre? -Shujumi, señor. Zim abrió los ojos de par en par. -¿Pariente del coronel Shujumi? -Tengo el honor de ser su hijo, señor. -¡Ah, ya! ¡Bien! ¿Cinturón negro? -No, señor. Todavía no. -Me alegro de que lo hayas dicho. Bien,

Shujumi, ¿vamos a luchar según las reglas, o envío ya por la ambulancia?

-Como quiera, señor. Pero, si se me permite una opinión, creo que las reglas serían lo más prudente.

-No sé exactamente lo que quieres decir con eso, pero de acuerdo.

Zim echó a un lado la insignia de su autoridad y luego, así Dios me ayude, ambos se echaron hacia atrás, se pusieron uno frente a otro y se hicieron una reverencia.

Después comenzaron a hacer círculos sin perderse de vista, semi-inclinados, lanzando algunos pases tentativos y mirándose como un par de gallos de pelea. De pronto se tocaron..., y el bajito estaba en tierra y el sargento Zim volaba por el aire sobre su cabeza. Pero no llegó a aterrizar con aquel ¡bum! que quitaba el aliento, como le ocurriera a Meyer. Cayó girando sobre sí mismo, y estaba en pie casi a la vez que Shujumi y frente a él.

-¡Banzai! -gritó Zim, y sonrió. -Arigato -contestó Shujumi devolviéndole la

sonrisa. Se rozaron de nuevo casi sin pausa y yo creí que

el sargento iba a volar otra vez. Pero no; se lanzó contra el otro, hubo una confusión de brazos y piernas y, cuando fue aclarándose el embrollo, vi que Zim estaba metiéndole a Shujumi su propio pie izquierdo en la oreja derecha, algo que encajaba muy mal.

Shujumi dio en el suelo con la mano libre. Zim le soltó en seguida. Volvieron a hacerse una reverencia.

-¿Otro intento, señor? -Lo siento, tenemos trabajo que hacer. En otra

ocasión. ¿eh? Por la diversión... y el honor. Quizá debí habértelo dicho. Tu honorable padre me adiestró en la lucha.

-Ya me lo había imaginado, señor. Otro día entonces.

Zim le dio un golpe en el hombro. -Vuelve a las filas, soldado. ¡Compañía! Entonces, durante veinte minutos, nos

dedicamos a los ejercicios de calistenia, y quedé tan empapado en sudor como antes estuviera helado. Zim los dirigía personalmente, haciendo lo mismo que nosotros y gritando la cuenta. Por cuanto podía ver, no estaba alterado ni respiraba siquiera con dificultad cuando terminamos. Jamás volvió a dirigir los ejercicios a partir de esa mañana (ya no le vimos de nuevo antes del desayuno; el rango tiene sus privilegios), pero sí lo hizo ese día y, cuando todo hubo acabado y nos sentíamos agotados, él nos dirigió al trote hasta la cantina gritándonos todo el camino:

-¡A paso ligero! ¡A paso ligero! ¡Sin arrastrar los pies!

Siempre íbamos trotando a todas partes en el Campamento Arthur Currie. Nunca averigüé quién

era Currie, pero debió de haber sido un gran corredor.

Breckinridge estaba ya en la cantina, con la mano enyesada. Más bien la muñeca, pues se le veían los dedos. Le oí decir:

-Nada, una fractura idiota, por haber jugado con el jefe. Pero, esperad, ya le arreglaré.

Yo tenía mis dudas. Quizá lo hiciera Shujumi, pero no aquel gorila. Sencillamente, era incapaz de comprender que estaba derrotado. Me disgustó Zim desde el momento en que le puse los ojos encima. Pero tenía estilo.

El desayuno estaba bien; todas las comidas en realidad. Allí no regía esa estupidez de algunos internados consistente en fastidiarles la vida a los chicos en la mesa. Si uno quería agarrar lo que fuera y comérselo con las manos, nadie se metía con él, lo cual era estupendo, ya que las comidas eran prácticamente el único momento del día en que no se daban órdenes. Claro que el desayuno no era nada en comparación con lo que yo tomaba en casa, y los civiles que nos servían nos lanzaban la comida de un modo que hubiera hecho que mi madre perdiera el color y se largara a su habitación, pero estaba caliente y era abundante, y la cocina era buena aunque sencilla. Yo devoraba como cuatro veces más de lo que comía normalmente, y lo hacía pasar con una taza tras otra de café con crema y mucho azúcar. Me habría comido un tiburón sin pararme a pelarlo.

Jenkins apareció con el cabo Bronski tras él cuando yo me llenaba el plato de nuevo. Ambos se detuvieron por un instante ante la mesa donde Zim comía solo, y luego Jenkins se dejó caer en un taburete vacío junto a mí. Estaba hecho una lástima: pálido, exhausto, respiraba roncamente. Yo le dije:

-Voy a servirte café. Agitó la cabeza. -Es mejor que comas -insistí -. Unos huevos

revueltos...¡eso es fácil de tragar! -No puedo comer. Ese asqueroso hijo de tal y

cual... -Y se puso a maldecir a Zim en un tono monótono, casi inexpresivo. Todo lo que le pedí fue que me dejara saltarme el desayuno para echarme un rato. Bronski no me dejó; dijo que tenía que ver al oficial al mando de la compañía. Así que fui y le dije que estaba enfermo; se lo dije. Se limitó a tocarme la frente y a tomarme el pulso, y me contestó que la visita de los enfermos era a las nueve. No quiso dejarme volver a la tienda. ¡Oh, esa rata! Le cogeré en una noche oscura, sí señor.

Le serví unos huevos de todos modos, y café. De pronto empezó a comer. El sargento Zim se levantó para salir mientras la mayoría de nosotros seguíamos comiendo y se detuvo junto a nuestra mesa.

-Jenkins. -¿Qué? Sí, señor. -A las nueve en punto acuda a la enfermería y

que le vea el doctor. Jenkins apretó bruscamente las mandíbulas y

contestó con voz lenta: -No necesito píldoras..., señor. Ya me las

arreglaré para salir adelante. -A las nueve en punto. Es una orden -dijo, y se

fue.

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Jenkins inició de nuevo su monótona cantinela. Al fin se calmó, empezó a comer los huevos y dijo en voz un poco más alta:

-No puedo por menos de preguntarme qué clase de madre trajo eso al mundo. Me gustaría echarle una mirada, nada más ¿O es que no tuvo madre?

Era una pregunta retórica pero obtuvo respuesta. Al extremo de la mesa, varios taburetes más allá, estaba uno de los cabos instructores. Había terminado de comer y estaba fumando y

hurgándose los dientes con el palillo simultáneamente. Era indudable que nos había oído.

-Jenkins... -¿Señor? -¿No sabe nada de los sargentos? -Bien..., estoy aprendiendo. -No tienen madre. Puede preguntárselo a

cualquier recluta después del adiestramiento. -Lanzó el humo hacia nosotros -Se reproducen por fisión..., como las bacterias.