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ESTUDIOS UNIVERSITARIOS SOBRE LA FAMILIA __________________________________________Tomás Melendo Granados_______ Solución: la familia Como complemento de lo expuesto en los documentos precedentes, y con el fin de situar el conjunto de los Estudios en el horizonte adecuado, se aconseja la lectura del siguiente escrito. Este texto es reproducción casi literal de: T. Melendo, Solución: la familia, Palabra, Madrid, 3ª ed. 2002. Los derechos corresponden, pues, a la Editorial. Pero, como en algunos países resulta difícil encontrarlo, me ha permitido ofrecerlo en esta versión a los alumnos de los Estudios. Como contrapartida, estimo de justicia que el escrito sea usado exclusivamente por quienes realizan el Master, el Experto o alguno de los tres Cursos. El librito fue redactado hace ya bastantes años. He conservado, no obstante, su redacción original, aún con el riesgo de que algunas afirmaciones resulten un poco anacrónicas.

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__________________________________________Tomás Melendo Granados_______

Solución: la familia

Como complemento de lo expuesto en los documentos precedentes, y con el fin de situar el

conjunto de los Estudios en el horizonte adecuado, se aconseja la lectura del siguiente escrito.

Este texto es reproducción casi literal de: T. Melendo, Solución: la familia, Palabra, Madrid, 3ª ed. 2002. Los derechos corresponden, pues, a la Editorial. Pero, como en algunos países resulta difícil encontrarlo, me ha

permitido ofrecerlo en esta versión a los alumnos de los Estudios . Como contrapartida, estimo de justicia que el escrito sea usado exclusivamente por quienes realizan el Master, el

Experto o alguno de los tres Cursos. El librito fue redactado hace ya bastantes años. He conservado, no obstante, su redacción original, aún con el riesgo

de que algunas afirmaciones resulten un poco anacrónicas.

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Estimado amigo:

Hace ya bastante tiempo tuve la fortuna de asistir en Roma a la primera reunión mundial de las familias convocada por Juan Pablo II. Resu-miendo un magisterio que había comenzado con su misma elección como Sumo Pontífice, el Papa acuñó esos días una expresión que compendia maravillosamen-te el mensaje que durante años estaba queriendo trasmitirnos: nos dijo que había llegado la hora de la familia.

Animado por las palabras del Pontífice, y con el mismo título, redacté al cabo de unos meses un librito, publicado por EUNSA (Pamplona), que conoció muy pron-to su tercera edición… y que ahora está prácticamente agotado.

El mensaje de Juan Pablo II, con las posteriores iniciativas de Brasil y otras si-milares, no ha hecho sino crecer en actualidad. Y la llegada del tercer milenio ha conseguido que su importancia suba de grado hasta límites en verdad muy altos.

Por eso he estimado conveniente recoger ahora algunas de las ideas de La hora de la familia, con un triple objetivo.

• En primer término, y por si tuviste la oportunidad de leer ese escrito, para que recuerdes lo que en él te comentaba.

• En segundo lugar, si no lo conoces, para animarte a que le des un vistazo.

• Y, en cualquier caso, lo leas o no, para comunicarte todo el ánimo que sea capaz, con el fin de que tomes conciencia de que la gran aventura que estás lla-mado a vivir cada día —la de tu propio matrimonio y tu familia— presenta una im-portancia excepcional para llevar a término la re-cristianización del mundo a la que ya apelaba Pablo VI, en la que tanto insistió Juan Pablo II, y a la que nuestro que-ridísimo Padre Común actual —Benedicto XVI— nos viene instando.

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1. ¡Amablemente agresivos!

La familia, amenazada

Cuando a lo largo de estos años, en cursos, conferencias o conversaciones privadas, he procurado poner a los padres de familia ante la responsabilidad que les compete como agentes de transformación de la sociedad en la que viven, he advertido en muchos de ellos una cierta actitud de desaliento y de defensa.

Y no me ha extrañado: la familia viene siendo, desde hace ya muchos lustros, el centro de ataques organizados de toda una civilización. Para no perdernos en detalles, que podrían incluir desde las afirmaciones expresas de un Nietzsche o de un Lenin hasta las más cercanas de un Gramsci, todas en desdoro de la familia y de la mujer, basta con dar un vistazo a los dos sistemas que durante la última centuria se han disputado la hegemonía política y cultural en Occidente: el comu-nismo y el capitalismo liberal.

Por un comunitarismo exacerbado en el primero y por un individualismo atroz en el segundo, la familia se ha ido viendo reducida a casi nada; y el intento actual de legalizar modelos «alternativos» al del matrimonio —parejas de hecho, homo-sexuales, familias monoparentales, etc.—, así como las dificultades por las que suele atravesar cualquier pareja joven para la obtención de un puesto de trabajo o una vivienda, o las de la mujer para hacer compatibles cuando es preciso las labo-res fuera y dentro del hogar, constituyen elementos suficientes para apoyar la afirmación que acabo de sostener: en el mundo de hoy, con mayor o menor con-ciencia, la familia se ha convertido en diana a la que llegan venablos envenenados desde casi todos los rincones de la sociedad.

Pero no es cosa de ahora. Fíjate en lo que apuntaba Charles Péguy hace más de medio siglo, y que en el momento presente puede aplicarse del mismo modo al varón y a la mujer: «Sólo hay un aventurero en el mundo, como puede verse con diáfana claridad en el mundo moderno: el padre de familia. Los aventureros más desesperados son nada en comparación con él. Todo en el mundo moderno está organizado contra ese loco, ese imprudente, ese visionario osado, ese varón au-daz que hasta se atreve en su increíble osadía a tener mujer y familia. Todo está en contra de ese hombre que se arriesga a fundar una familia. Todo está en co-ntra suya. Salvajemente organizado en contra suya… Él y sólo él está de verdad involucrado en las cosas del mundo. La única aventura que existe es la suya. Los demás están involucrados con sus cabezas, es decir, con nada. El que es padre lo está con todos sus miembros. Los demás sufren por sí mismos. Sólo él sufre a

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través de otros. Los padres sufren en cada situación. Sufren por todas partes. Só-lo ellos han agotado —sólo ellos pueden alardear de haber agotado— el sufri-miento temporal. Los que no han tenido un hijo enfermo, no saben lo que es la enfermedad. Los que no han perdido a un hijo, los que no han visto a su hijo muerto, no saben lo que es el dolor. Y tampoco saben lo que es la muerte».

La familia, clave de la sociedad

La última parte de la cita presenta por ahora un interés secundario para nuestro propósito; pero su verdad y su belleza poco comunes me han animado a transcri-birla. Lo que me importa son las líneas resaltadas, las que señalan las asechan-zas que se ciernen sobre cualquier hombre o mujer decididos a vivir a fondo su vocación de cónyuge y de padre o madre.

¿Encierran un deje de hipérbole esas expresiones? ¿Se ha abandonado el ar-tista a su estro poético? Tal vez. Pero sin duda acierta en un punto: en la impor-tancia excepcional que las que podríamos calificar como «fuerzas vivas» vienen otorgando a la familia en los últimos tiempos. Y esto, obviamente, juega a nuestro favor.

¿En qué sentido? Resulta palmario, por lo que vengo diciendo y ellos nos de-muestran con su interés y sus actuaciones, que el futuro de la familia se halla indi-solublemente unido al de la civilización occidental en su conjunto y, en buena par-te, depende de ella; pero también lo es, y esto es lo realmente importante para nosotros, que el futuro de la sociedad se juega en la familia. Familia y sociedad se encuentran de todo punto trabadas, aspecto por aspecto. Por tanto, si logramos modificar profundamente, desde sus mismas raíces, nuestras familias, cada uno la suya, llegaremos al fin a convulsionar la entera civilización actual.

Lo fundamentaba y exponía con asombrosa plasticidad, hace ahora once años, Mons. Álvaro del Portillo: «La familia es “la célula primera y vital de la sociedad”, y de su salud o enfermedad dependerá la salud o enfermedad del entero cuerpo social. La sociedad será más fraterna, si los hombres aprenden en la familia a sa-crificarse unos por otros. Habrá más tolerancia y respeto en las relaciones huma-nas, en la medida en que se comprendan los padres y los hijos. La lealtad ganará terreno en la vida social, si se valora también la fidelidad entre los cónyuges. Y el materialismo estará en retirada, cuando el norte de la felicidad familiar no sea el creciente consumo». Pienso que, como ejemplificación honda y veraz, el asunto no puede expresarse con mayor finura.

Chesterton a su vez lo recordaba, antes de mediar el siglo, con austera nitidez: «Si queremos preservar a la familia debemos revolucionar la nación». Estimo que hoy, en vez de «nación» habría que escribir otro vocablo como «cultura», «civili-zación», «humanidad», «mundo»: pues resulta bastante obvio que lo que sucede en estos instantes en el otro extremo del globo puede influir en (nosotros y en) nuestros hijos con mayor fuerza que nuestra propia vida de familia o su entorno escolar y social inmediato.

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Pero el contenido del mensaje no por eso es menos claro. Imagina, como su-pongo que haces, que en tu casa se cuidan oportunamente los programas de te-levisión que ven pequeños y mayores. Y piensa, pues te habrá ocurrido más de una vez, que uno de tus hijos —ocho, diez, doce o trece años— te pide pasar el fin de semana con una familia amiga donde, sin tú saberlo, en el dormitorio de cada uno de los chicos existe un televisor, que puede utilizar a destajo. ¿No es cierto que esa visita de escasas cuarenta y ocho horas a unos conocidos, sin du-da buenas personas, puede en algunos casos llegar a poner en peligro tu labor formativa de años? ¿No será más cierto, entonces, que no te basta con establecer unas reglas de juego coherentes dentro de tu hogar, sino que tienes que abrirte en abanico, para transformar desde tu familia y en círculos concéntricos las que te son más cercanas, hasta llegar así, en unión con otros animados por el mismo afán, a dar la vuelta a la sociedad? ¿Y no es todavía más verdadero que, si per-maneces indiferente a quienes te rodean no podrás ni siquiera «preservar» —que es muy poco— a tus propios hijos?

(Suele decir que el bien y la verdad acaban por imponerse. Pero hay que inter-pretar bien estas palabras. Su sentido definitivo, aquella situación para la que son realmente ciertas, es cuando llegue el fin del mundo. Mientras tanto —¡hay tantas ocasiones de comprobarlo!— que el bien y la verdad triunfen depende, en fin de cuentas, de lo que tú y yo hagamos. Y, como también puede verse, basta con «que los buenos no hagan nada» para que, en este mundo y por ahora, triunfen el mal y la mentira).

¡Al ataque!

Por eso la actitud que debemos adoptar las familias de hoy no es ya la de de-fensa, sino la de un claro y consciente ataque. Hay que asumir un talante ama-blemente agresivo, como decía el título de este apartado, para así conseguir ins-taurar esa civilización del amor que tornará más hacedera la consecución de la felicidad por parte de nuestros hijos y nietos y de todos sus contemporáneos. Por-que de algo estoy plenamente seguro: y es que el cambio hacia la civilización del amor en el que tú y yo estamos empeñados o será familiar… o simplemente no será.

Atiende de nuevo a unas palabras de Juan Pablo II: «Cual es la familia, tal es la nación, porque tal es el hombre». Y advierte que los elementos en juego son tres: 1) familia, 2) persona, 3) civilización; y que se disponen en dos parejas aparente-mente simétricas: 1) familia-persona y 2) persona-sociedad. Pero toma nota tam-bién de este hecho: el influjo entre los miembros de esos dos pares corre en sen-tido contrario: es la familia la que consigue hacer florecer en plenitud a la persona de cada uno de los elementos que la componen, y es esa persona, forjada en la familia, la que dará el tono verdaderamente humano, personal, ¡amable!, al con-junto de asociaciones y relaciones de todo tipo en que se encuentre inmersa.

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2. Siempre la familia

Sin familia no hay persona… ni sociedad

Permíteme que te repita lo que acabo de apuntar: sin familia no hay persona íntegra, cumplida; y sin persona enteriza, acabada, no existen ni sociedad ni aso-ciaciones verdaderamente humanas, sino mera agregación de individuos, movidos por intereses particulares y a veces rastreros e inconfesables.

De que adviertas esto con hondura depende el resto de lo que quiero comuni-carte. Al término de la lectura de este escrito debería quedarte muy claro lo si-guiente: que sin familia no puede haber persona plena, cabal; y que sin persona, por su parte, desaparecen la sociedad civil y las sociedades intermedias como agrupaciones humanas auténticas: es decir, sin familia no hay sociedad(es) .

Como consecuencia de lo cual cabría establecer un principio de acción eminen-temente práctico, a la par que asequible: si pretendes revitalizar la sociedad, si anhelas devolverle su mordiente ético y humano, debes empeñarte, junto con tan-tos otros, en dar respuesta cumplida a las amables exigencias de Juan Pablo II cuando exclamaba, en el conocido texto de la Familiaris consortio: «¡Familia, sé lo que eres!». No hay mejor camino.

Me explico con más detenimiento. Te decía en primer término que sin familia —o algo que haga realmente sus veces— no hay persona, en el sentido más pleno y exigente de la expresión: persona capaz de actuar como tal, de crecer y des-arrollarse desplegando su vida cara a los demás y a la sociedad, de amar… O, desde el otro punto de vista: que cualquier persona, para desarrollarse y alcanzar la plenitud que le compete por su condición personal, necesita del apoyo de una familia (aunque no sea estrictamente la que instaura la sangre).

Esto es importante, porque una tradición de decenios nos ha enseñado a ad-vertir a la familia casi como un simple refugio para paliar las necesidades huma-nas. Como el hombre es limitado, se nos venía a decir, e incluso mucho más que los animales, al contrario que la mayoría de éstos requiere él de una familia que supla sus deficiencias físicas, orgánicas, psicológicas, espirituales… De este mo-do, aunque de forma muy sutil, la familia no resulta concebida como una institu-ción para todos, sino solo para los más débiles: los niños pequeños, los enfermos, los ancianos.

Sin entrar por ahora en más detalles, analiza las consecuencias a las que lleva-ría esta concepción. Si la familia se establece únicamente como remedio de nues-tra indigencia y debilidad, a medida que nos vayamos desarrollando, que crezca-mos en edad, conocimientos y habilidades… la familia se irá tornando innecesaria para nosotros. Podremos abandonarla. Y no me refiero aquí al proceso natural y positivo por el que el adolescente y el joven, buscando su propia independencia, prescinde un tanto del entorno hogareño para acabar por formar él su propio hogar, estrechando entonces unos lazos más maduros con padres y hermanos.

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Apelo sobre todo a los adultos: a la madre de familia que piensa imprescindible llevar a término un trabajo fuera de casa para verse realizada, o al padre que bus-ca con encono su propio perfeccionamiento en la profesión, en la vida social, en la influencia en el mundo…, abandonando la educación de los hijos en manos de los abuelos, de la chica de servicio… o de la tele.

Hasta el propio Dios es Familia

¡No! Sin familia no hay persona nunca: ni entre los niños, ni entre los adoles-centes, ni entre los adultos más formados y plenos… ni en el seno del propio Dios. Disculpa este salto en el abismo, pero resulta tremendamente revelador. No pre-tendo, como es obvio, ni comprender ni mucho menos demostrar el misterio in-sondable de la Trinidad Santísima. Pero es un hecho relevante que algunos filóso-fos, al margen de la revelación, hayan llegado a sostener que Dios tiene que ser Persona; y mucho más todavía que otros, de manera muy imperfecta pero sufi-ciente, hayan incluso vislumbrando que debe tratarse de una realidad «pluriperso-nal»: que el mismo Dios es más de una Persona.

Nosotros lo sabemos mejor, y con certeza, gracias a la fe: Dios es Trino. Pero también podemos, a su luz, pensar un poco sobre ello. Vamos a intentarlo.

Una tradición ya dilatada, corroborada por el Vaticano II y por el magisterio de los últimos pontífices, nos ha acostumbrado a entender que la persona lo es en la exacta proporción en que se abre al amor, en que se entrega. La persona humana —viene a decir un texto muy citado por Juan Pablo II—, por ser limitada, va en-contrando «su propia plenitud en la entrega sincera de sí misma a los demás». Cada una de las Divinas Personas, por su parte, al ser infinitas, no es que se va-yan perfeccionando, creciendo, a medida que se entregan, sino que tienen que ser ya, desde siempre y para siempre, por decirlo a nuestro modo, Entrega cum-plida, Don o Dádiva perfectos.

Piensa ahora en tu matrimonio y en tus hijos, si eres casado, o en las relacio-nes de fraternidad y de amistad si no lo eres. ¿No sucede algunas veces que tus ansias de entregarte se ven frustradas porque la persona a quien pretendes servir y ayudar rechaza momentáneamente, por los motivos que fuere, ese apoyo? ¿No te ha ocurrido en alguna ocasión que has puesto trabas a la entrega de tu mujer o de tu marido, cerrándote en ti mismo, impidiendo en su mismo surgir el movimien-to de donación que, mediante una reconciliación, él o ella estaban iniciando: que te has resistido a perdonar? ¿No te has sentido a veces rechazado cuando acudí-as con la mejor de tus intenciones en ayuda de alguien?

La conclusión es bastante clara: no cabe auténtica donación a otro, si ese otro no puede o no quiere recibir la ofrenda que le estás haciendo. En este sentido, y aunque ralle con lo absurdo, ¿no te resultan ridículas la «entrega» al perro o al gato que pretenden algunas personas, mientras descuidan el trato con el cónyuge, con los hijos o con los vecinos y compañeros? ¿No es también un poco irreal la donación de tantos «triunfadores» al trabajo-por-el-trabajo, convertido en fin de la

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propia existencia, en un cierto ídolo? Y es que ni el animal irracional ni el fruto de nuestra labor, considerados en sí mismos, tienen categoría o «capacidad» sufi-ciente para recibir el don de una persona: son incapaces de acogerla o aceptarla y, como consecuencia, hacen abortar esa entrega.

Salvando las infinitas distancias, en el seno de la Trinidad sucedería algo aná-logo (similar e inmensamente desemejante). El Padre, para cumplir de forma aca-badísima su condición de Persona, tiene desde siempre y para siempre que estar entregándose, como antes sugería. Pero nada ni nadie, excepto otra Persona di-vina, goza de la capacidad de acoger en sí la infinita riqueza de Ser que el Padre ofrenda. Luego resulta necesario que, también desde siempre y para siempre, exista esa otra Persona, el Hijo, apta para recibir la plétora de perfección que se le otorga. Y viceversa.

¿Y el Espíritu Santo? Tomás de Aquino da una respuesta precisa y entrañable. Apoyado en la fe, sin la que nada podría saberse a este respecto, sostiene que Dios ha de ser por fuerza Trino, porque con sólo dos Personas, incluso divinas, no se «realizarían en plenitud las delicias del amor mutuo»: es decir, no se llevarían a cumplimiento esos deliquios porque el infinito gozo del amor recíproco se cerraría en sí, no se estaría comunicando a un tercero.

Tienes ahí tema para meditar, en lo que se refiere al amor conyugal, que no ob-tiene su plenitud natural sino en la medida en que se abre a los hijos o, en su ca-so, si Dios decidiera amabilísimamente no concedérselos, a los hijos de otras fa-milias y, en general, a sus semejantes; para reflexionar también acerca del amor a Dios —yo-Tú—, que no acaba de ser sincero sino cuando intenta englobar dentro de sí a otras personas —él, ellos— mediante el apostolado; a las relaciones de amistad, difusivas por sí mismas…

Y es que, en cuestiones de amor, no basta con conjugar el tú: hay que apren-der a conjugar también la tercera persona, a ver la vida y el amor mutuo como medio para la felicidad de él, de ellos y ellas, de los otros.

A pesar de lo balbuciente de mis expresiones, tal vez estés de acuerdo conmi-go en lo siguiente: según nos ha acostumbrado a considerar Juan Pablo II, el Dios de los cristianos, en su grandiosa intimidad, no es soledad, sino Familia: ¡tiene que ser Familia! Y esa Familia no surge de indigencia alguna de las Personas que la componen —cosa impensable en el Dios infinito, perfección suma y omnipoten-te—, sino más bien de todo lo contrario, de su exuberancia, a la que va aparejada, como acabo de sugerir, la necesidad de darse, de salir de sí.

La persona es abundancia, efusividad, «tiene que» d arse

Pues bien, algo muy similar sucede con la persona humana. Esta, ciertamente, es finita, limitada… pero no deja de ser persona. Como consecuencia, antes que a recibir, cosa que le compete por su índole de criatura, por su propia condición de persona se encuentra llamada a dar.

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Por tanto, más que como auxilio a su indigencia, el ser humano necesita de su familia para cumplir acabadamente la excedencia de su condición personal y en-contrar su perfecta plenitud: para darse, para entregarse.

Y por eso el hijo, desde el instante mismo en que es concebido, en el que no podría ser más débil y precario, adviene a su familia como un maravilloso y gratui-to don con el que Dios premia la entrega mutua de sus padres; y si no es recibido de esta forma, como una grandiosa dádiva o regalo —aunque lleve aparejados problemas de diverso tipo y envergadura—…, se está mancillando su condición de persona, no se lo está tratando como tal, se lo está prostituyendo. Y lo mismo ocurriría a lo largo de toda su trayectoria vital y, de manera muchísimo más honda y profunda, en el momento de la enfermedad, en la condición de subnormalidad o, sobre todo, a la hora de la muerte.

En conclusión: entre nosotros los hombres, la familia es requerida, sí, para su-plir nuestras deficiencias; pero también, y antes, para que cada uno pueda amar, darse, y así y sólo así, amando, labrar su propia plenitud. Dicho de otra forma: la familia resulta imprescindible a causa de la perfección correspondiente a las per-sonas que la componen, a la excedencia que les es propia… justo por el hecho de ser personas.

Por tanto, ¡y ojalá que se entendiera esta paradoja!, precisamente en la medida en que alguien se va tornando más persona, más perfecto, más cabal, justo en esa proporción… más va necesitando de una familia como el ámbito propio y prio-ritario de su autorrealización.

En contra de lo que parece, no es el bebé ni el niño de pocos años el que más requiere de la familia para crecer y realizarse en cuanto persona; los que más hondamente la precisan son los padres, y más aún en la medida en que su capa-cidad de dar —consecuencia de su desarrollo humano, profesional, sentimen-tal…— se va tornando mayor: porque, justamente entonces, la familia se vuelve de todo punto imprescindible para que dentro de ella, con la serenidad que otorga el acoger y ser acogido sin condiciones, ejercite y aumente su aptitud para amar.

¡No extrañará en este contexto, después de lo que antes explicaba, que el Ser más «necesitado» de Familia, hasta el punto de que no podría subsistir sin ella, es el infinito y perfectísimo Dios personal, tres veces Uno!

3. Los males de nuestra sociedad

Crisis, sí, ¿pero cuál?

Considera ahora estas palabras de Juan Pablo II, que inciden en uno de los puntos neurálgicos de la humanidad contemporánea: «Quizá una de las más vis-tosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hom-

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bre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre; la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, para-dójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre res-pecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes in-sospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron an-tes».

Y atiende también a estas otras, más completas y que, en contra de lo que pu-diera concluir algún lector apresurado, no tienen nada de pesimistas: «Nuestra civilización […] debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha aleja-do de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas […]. El ser humano no es el presentado por la publici-dad y por los modernos medios de comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica, como unidad de alma y cuerpo, como persona. Es mucho más por su vocación al amor, que lo introduce como varón y mujer en la dimensión del “gran misterio”».

Son tres ideas encadenadas las que nos transmite aquí el Sumo Pontífice:

1) que nuestra civilización está enferma, en lo que no hace sino coincidir con los mejores analistas del mundo actual;

2) que la causa de esa dolencia es que se ha perdido la conciencia de lo que es la persona, y ya no se tiende a tratar como tales al hombre y a la mujer, en lo que se eleva ya muy por encima de todos los estudiosos no anclados en una co-rrecta antropología avalada por la fe; y

3) que una y otro, mujer y varón, dejan de ser concebidos y tratados como personas en cuanto se les desgaja de su nativa vocación al amor, en cuanto em-pieza a olvidarse que su naturaleza más íntima y constitutiva es la de principios y términos de amor: con lo que nos da ya, como después veremos, una respuesta y una indicación «terapéutica» definitivas.

Un mundo «despersonalizado»

Si quieres que te resuma en una sola palabra lo que el Papa se empeña en manifestarnos te diré, a mi manera, que estamos sufriendo una profunda crisis de des-personalización. Lo que equivale a que, desde distintos puntos de vista y con variados mecanismos, la sociedad de hoy no sólo no facilita, sino que incluso tor-na bastante arduo que los que la componen actúen normalmente y sin problemas como personas, que desarrollen y desplieguen su condición personal, que lleguen a ser aquello a lo que están llamados, que amen, en fin de cuentas: pues ser per-sona no consiste, para nosotros, sino en estar destinados a convertirnos, a través del amor a nuestros semejantes, en unos interlocutores del amor divino por toda la eternidad.

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Ni sabiduría ni amor

¿En qué sentido puede hablarse, entonces, de despersonalización? Por lo me-nos en dos, uno de ellos doble, e íntimamente relacionados.

1) Antes que nada, porque algunas de las instituciones y leyes, algunos de los elementos que componen la civilización contemporánea, tienden a dejar casi en barbecho las dimensiones más altas de la persona humana; a suprimir —gracias a Dios, sin completo éxito— las capacidades más nobles del hombre y de la mujer:

a) la inteligencia sapiencial, aquella que hace posible advertir el sentido de las realidades que le rodean, de su mismo ser y, en fin de cuentas, de su aspira-ción a Dios; y

b) la voluntad libre, en cuanto ésta, olvidándose de sí misma, se vuelca en amor y servicio a los otros.

1.a) De la primera de las cuestiones no hace falta ocuparse. Los mejores analistas, de uno y otro signo, delatan constantemente que el crecimiento incon-trolado de la ciencia y la tecnología, con sus innegables ventajas teóricas y prácti-cas, pero unido a una visión excesivamente pragmática e utilitarista, ha arrojado también como saldo un desconocimiento creciente de lo que es la persona huma-na: de sus dimensiones más íntimas, de la respuesta a esas tres inmemoriales preguntas: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde me dirijo, cuál es mi desti-no?

El primer punto, por tanto, parece claro.

1.b) ¿Permites que te ilustre el segundo, el de la atrofia de la capacidad de amar, con una anécdota muy cercana? ¿No has advertido que en bastantes ámbi-tos de la sociedad, como, por ejemplo, el mundo de los negocios, se ha venido extendiendo una suerte de cultura de la «sospecha»? ¿No te ha pasado a veces que cuando tú o algún otro obráis con lealtad, con desinterés, buscando con al-truismo el bien de los otros, siempre hay alguien que malicia una intención perver-sa por detrás de tus acciones?

Te narro lo que nos ocurrió a mi mujer y a mí. Por una carambola burocrática, enviaron a Lourdes a trabajar en una población absolutamente desconocida para nosotros y alejada de nuestro lugar de residencia. Teníamos allí, sin embargo, un matrimonio amigo de unos amigos comunes y, por tanto, desde el mismo instante en que los necesitamos, también amigos nuestros. Llamé al padre de familia y me enteré de que trabajaba en la misma institución en que lo haría mi mujer. ¡Feliz coincidencia, que me llenó de alegría! Se lo comenté, y me advirtió que estaba por completo a nuestra disposición, pero que, de todos modos, mi mujer no dejara ver con demasiada ostensión que era amiga suya.

—«¿Por qué?», pregunté un tanto asombrado.

—«Porque aquí estoy bastante mal visto».

—«¿“Cuánto” de mal visto?».

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—«“Todo” lo que se puede estar en un sitio como este».

No indagué más. Pasaron los días. Dos o tres semanas. A la vuelta de una de sus estancias de trabajo, Lourdes me explicó: Tomás (así se llama también mi amigo) está muy mal considerado porque desde el instante en que se incorporó a su puesto de trabajo, sin que nadie se lo pidiera y por pura bondad suya, no ha hecho otra cosa que preocuparse y atender a los demás, incluso a los desconoci-dos. Y los jefes de la organización —esta es la triste moraleja— han concluido que «eso» no puede ser trigo limpio y que ahí hay gato encerrado; y desde entonces le están haciendo la vida imposible.

Gregarismo y masificación

No hacen falta comentarios.

2) El segundo gran aspecto en que puede hablarse de despersonalización en la cultura contemporánea es más conocido. Prácticamente todas las estructuras en que ha venido a cuajar la civilización de hoy tienden a masificar a sus compo-nentes.

¿Ejemplos?: la economía, que propende a considerar a las personas por igual, como simples productores o consumidores potenciales; la educación, que los en-foca a todos como futuros engranajes del mundo laboral; la política, como meros votos anónimos; el mundo del trabajo, como funciones desindividualizadas; el de la diversión, monótonamente reiterada: mismos lugares, misma gente, mismas barbaridades… todos los fines de semana; el de las posibilidades de pensar… ¡o de no pensar!; el de los sistemas de comunicación de masas…

En la educación…

Consideremos, como simple botón de muestra, la forma en que, de hecho, se concibe hoy la educación, y las instituciones y procedimientos en que esa concep-ción fragua. Y te pido que no te sulfures aunque, como yo mismo, lleves a tus hijos a un centro educativo donde parecen contradecirse las afirmaciones que a continuación aventuro. Hay excepciones, evidentemente, pero no es ése el pano-rama general.

En efecto, con los mecanismos formativos que imperan en el momento, ¿se persigue realmente el desarrollo de la persona como tal, como persona? Al térmi-no del proceso educativo, ¿nos encontramos con un joven más cabal, más cum-plido, que ha desplegado el entero conjunto de virtualidades, formidablemente enriquecedoras, contenidas de forma germinal en lo más íntimo de su ser? ¿Es-tamos ante alguien que sabe efectivamente quién es, de dónde ha surgido y a dónde se encamina? ¿Ante un individuo que conoce con hondura el sentido del universo y el papel fascinante que le corresponde desempeñar entre sus herma-

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nos los hombres? ¿Ante alguien, por consiguiente, capaz de gozar —en el sentido más noble de la expresión— de los pletóricos tesoros que ofrece la realidad, la naturaleza creada, la vida?… ¿O nos topamos, simple y reductivamente, con el técnico (aunque sea en humanidades)?

No sé qué pensarás tú. Por mi parte, temo que en la mayoría de los casos la respuesta afirmativa corresponde a este último interrogante. En lugar de abrir al niño y al joven a la verdad —del mundo, de sí mismo, de Dios—, a la bondad y a la belleza, ¿no nos hemos empeñado durante diez, quince, veinte años, con más o menos lucidez, en agostarlo como persona; en crear, única y exclusivamente, al especialista? ¿A dónde se han dirigido en realidad los esfuerzos de los profeso-res, los de los padres y, casi como consecuencia, los del mismo alumno? ¿A dón-de los han encaminado, de manera prácticamente irresistible, una cada vez más avasalladora presión social?

A la construcción de un mero faber, o de un laborans, sin alma ni peso específi-co: casi, casi, sin humanidad. Lo que se anda buscando —sin una clara concien-cia, repito— es la pieza que encaje con menos fricciones en el interior de un sis-tema laboral y económico, capaz de asegurar al conjunto el máximo posible de comodidades, de un bienestar infrahumano, que se tiene como fin a sí mismo.

… y en el trabajo

Y, en el mundo del trabajo, ¿no se concreta y consolida efectivamente la fun-ción des-personalizadora «perseguida» durante lustros con la educación?

Estamos ya en el engranaje de una maquinaria supeditada, no al crecimiento de la persona a través de la labor profesional, sino —de manera casi absoluta— a la economía. Y a una economía donde el gran ausente es justo la persona.

En efecto, en un sistema de producción donde los valores personales tuvieran prioridad, todo desembocaría en la creación de bienes que efectivamente lo fue-ran: realidades que colmaran una necesidad real o que, en cualquier caso, supu-sieran un incremento efectivo en la categoría personal de sus destinatarios.

¿Cuál es, por el contrario, el fundamento de la economía occidental contempo-ránea? En muy buena medida, la creación de necesidades superfluas, casi siem-pre materiales, que convierten a los individuos en meros consumidores y que obli-gan tantas veces a realizar un trabajo sin sentido, porque no arroja como saldo otro bien que el meramente económico.

Y, así, el círculo se cierra. Porque un trabajo cuya única justificación sea el be-neficio crematístico —y no un bien real y perfeccionador de su destinatario— es, en fin de cuentas, un trabajo sin justificar, bastante incapaz de engrandecer a quien lo lleva a término, precisamente como persona. Una tarea profesional de ese tipo, en lugar de supeditarse a la persona del trabajador y contribuir de mane-ra eficacísima a su desarrollo, subordina a quienes lo realizan a un desmesurado e impersonal imperio del dinero, en el que también quedan absorbidos quienes consumen los productos de semejantes labores. Unos y otros resultan despojados

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de sus dimensiones más altas. De nuevo la persona —cada persona— se ve pre-terida, al sumergirla de manera inquietante en una realidad infrapersonal: en el monstruo anónimo de una economía desquiciada.

Como anticipaba, la situación no sería muy distinta si pasáramos revista a las restantes estructuras del mundo contemporáneo. Si las consideramos desde sus tendencias dominantes —que no excluyen, como es obvio, numerosísimas y enardecedoras excepciones—, todas arrojarían como saldo un alto coeficiente despersonalizador. Ése es el cuadro que se despliega ante cualquier observador dotado de un mínimo de hondura y capacidad de análisis.

El hombre-masa ni ama ni se compromete

Mas volvamos a nuestro diálogo. Puede que, después de lo expuesto, te en-cuentres ante un panorama desolador, que yo no he intentado esconder, sino in-cluso agudizar. El conjunto de relaciones que se establecen en la sociedad de hoy son en gran medida infrapersonales, por homogeneizantes, por masificadoras (no olvides que, de verdad, como todos se cansan de repetir, aunque bastantes no actúen en consecuencia, cada una de las personas existentes es absolutamente única, irreiterable).

Pero llegados aquí, podrías advertirme: «bien, incluso te lo concedo, con algu-nas reservas; es cierto que bastantes de las estructuras que componen nuestro globo tienden a despersonalizar; de acuerdo, ¿y qué?».

También yo me he hecho muchas veces esa interpelación. Y he llegado a una respuesta que me convence. La masificación y la pérdida de la capacidad de amar —por la que la persona va mejorando como persona, no lo olvides— no son dos cosas independientes. Al contrario, se encuentran íntimamente unidas, como las dos caras de una misma moneda. Si tienes más de tres o cuatro hijos, o con que sólo tengas dos, te habrás preguntado más de una vez: ¿por qué Dios los ha creado tan absolutamente únicos, tan distintos unos de otros, tan singulares, tan irrepetibles? Y la contestación que yo te doy es muy neta: para que puedan amar, que es el mismo motivo por el que a ti y a mí y a todos los otros también nos ha hecho irreiterables.

Reflexiona. El amor, en definitiva, desemboca siempre en la entrega: a los ami-gos, a los hijos, a la mujer…, a cada uno según el modo que resulta oportuno. Pe-ro ¿cuál es el requisito imprescindible para darse?, ¿por qué adquiere sentido el que nosotros nos entreguemos a las personas a quienes amamos? Respuesta: porque damos al ser querido algo que ningún otro puede ofrecer por nosotros. Eso que le proporcionamos, por lo menos lo que yo doy, es poca cosa, se encuentra lleno de imperfecciones, de defectos y de remiendos, apenas parece tener valor: ¡pero es lo mío!, lo que yo y sólo yo puedo ofrecer, lo que —por exiguo que sea— ningún otro podría dar a mi mujer en mi lugar.

¿Te has parado a considerar alguna vez que sin irrepetibilidad la entrega resul-ta un sinsentido? Muchos de los problemas del mundo contemporáneo se explican

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por esta pérdida del significado de la propia unicidad, por un afán de diluirse en la masa, en el anonimato, por no saberse poner, como repetía Kierkegaard, cara a cara delante de Dios, que es donde verdaderamente uno se advierte como único.

Por ejemplo, cuando el «amor» entre varón y mujer se entiende en términos de pura e indiscriminada función sexual, genital; pues si todo se resuelve en «eso», si todo es placer anónimo, y lo que yo le doy en nuestra unión se lo pueden ofrecer con igual o mayor eficacia muchos otros, ¿para qué establecer un compromiso personal de por vida?

En los restantes ámbitos —el del trabajo, el de la amistad, el de la dedicación a Dios…—, si lo que yo aporto en esos dominios, por poco que sea, puede introdu-cirlo cualquier otro, pues al cabo todos somos «iguales», ¿para qué entregar la vida, para qué perderla? El compromiso, como te decía, sólo es hacedero en un universo de personas absolutamente intransferibles.

Por eso, la labor que se impone hoy en el intento de conquistar la civilización del amor es, estrictamente, una tarea de personalización singularizadora.

4. Desde la familia

¡Optimistas!

Comentaba antes que la diagnosis del Papa acerca de la crisis actual, aunque muy clara, no debe considerarse pesimista. Ningún diagnóstico lo es: ni pesimista ni optimista. O es certero, y entonces eficaz, o está equivocado y, entonces, ¡que Dios nos ampare!

¿Recuerdas la película El doctor? A la coprotagonista se le diagnostica —con gran «optimismo»— una simple cefalea, y se la trata con aspirinas; pero en reali-dad tiene un tumor cerebral maligno, que la lleva a la tumba al cabo de poco tiem-po. El optimismo, aquí, no nos sirve. La certidumbre ilusionada viene después, a la hora de la terapia. Y depende, entre otras cosas, de las características del suje-to: la misma enfermedad que resulta incurable en una persona de ochenta años puede apenas no plantear problemas en un joven de veinte o treinta.

Pues, a pesar de lo tajante del diagnóstico, mi confianza en las posibilidades de recuperación de la humanidad son prácticamente infinitas. No sólo en virtud de la esperanza sobrenatural, apoyada en la divina omnipotencia, sino también por la pujanza que reserva en su interior todo varón o mujer, con independencia plena de sus circunstanciales individuales, por el hecho de ser persona. No olvides que ésta ha sido definida durante siglos como «lo más perfecto que existe en toda la naturaleza».

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La familia, forja de «personas»

Por tanto, al problema de des-personalización que está sufriendo la sociedad contemporánea hay que oponer una tarea radicalmente personalizadora. Y la en-cargada de llevarla a cabo, en virtud de su específica naturaleza, es la familia, donde la persona surge, florece y se manifiesta como tal: donde es recibida, trata-da y promocionada justo como persona. O, con otras palabras, donde cada miem-bro es querido por su estricta índole personal, por su condición de hijo de Dios, con independencia de su «normalidad», de sus virtudes y defectos, de su laborio-sidad, de su eficiencia, de su porte o elegancia, del éxito de sus compromisos, etc.

Fíjate bien, porque el asunto es un poco delicado. En cualquiera de las institu-ciones existentes en este mundo, en cualquiera de las situaciones en que una persona pudiera encontrarse, tiene derecho a ser tratada como persona. Es decir, reclama que se la ame, no en el sentido emocional y un tanto sensiblero de la ex-presión, sino en el más hondo de que se persiga y busque su bien real, de que no se la utilice como simple instrumento para obtener un beneficio, al margen de lo que a ella pudiera acontecerle.

Pero en las restantes asociaciones —en una empresa, por ejemplo, o en un negocio—, además de tratar siempre a la persona como persona, deben tenerse en cuenta otros factores, propios y diferenciadores de las circunstancias del mo-mento y lugar. Así, por muy persona que sea, es justo que a un individuo se le niegue el acceso al cuerpo docente de una Universidad si su preparación profe-sional es nula o muy escasa, aun cuando sus necesidades familiares aconsejen que se le provea con urgencia de un puesto de trabajo.

Además de su condición y situación como persona, las instituciones educativas, por el bien de quienes tienen a su cargo, han de atender a la valía de los profeso-res que contratan. La familia, no. Por decirlo de manera un tanto rebuscada, la familia, además de tener en cuenta la condición personal de cada uno de los que la componen, y amarlos por tanto de forma incondicionada, ha de calibrar tam-bién, de nuevo… ¡su misma condición de persona! Ser persona es el título propio por el que en la familia es acogido y amado, sin reserva, cada uno de sus miem-bros. En la familia, cada uno de los que la forman es aceptado doblemente, digá-moslo así, como «persona-persona».

Podríamos afirmar, pues, que la respuesta a la crisis en que se debate la civili-zación actual se encuentra en la familia, con tal de que ésta se empeñe en ser lo que efectivamente es: con tal de que en su seno nos esforcemos por forjar autén-ticas personas. A la familia le basta con ser ella misma para conducir a sus com-ponentes hasta la plenitud de su condición personal: hasta su índole de principios y términos de amor, dotados de una caracterización singular, única, irrepetible… y aptos así para mejorar la sociedad.

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La familia ¡puede!

Deja que te recuerde ahora unas palabras de Jean Vanier, que resumen buena parte de lo visto: «Estoy profundamente convencido —sostiene— de que la familia es la portadora de la esperanza hoy en día. Al mismo tiempo estoy asustado por-que veo unas fuerzas destructivas inmensas que atacan a la familia, levantando una barrera entre el hombre y la mujer, barreras de falta de confianza entre los dos y barreras relativas a la fertilidad y a la esperanza familiar, barreras contra la familia, que está llamada a ser un oasis, un lugar de vida y paz para un mundo sufriente y angustiado…

»Estamos ante un mundo donde la guerra y la división son enormes. Pero sa-bemos que la familia puede ser una portadora de paz, un oasis de compasión pa-ra un mundo donde la gente se siente sola, aislada y culpable. Estas comunidades de esperanza nos conducirán a descubrir que nuestro mundo no está condenado a la angustia, a la muerte, ni cada uno de nosotros al aislamiento, sino que esta-mos destinados a la vida, al pacto divino, al amor y a dar esperanza a nuestro mundo».

«De acuerdo —me parece oírte—, en la familia esta la solución. Ella es la lla-mada a sacarnos adelante. Pero, apoyándome en lo que acaba de sugerir el pro-pio Vanier, te pregunto: ¿se lo permitirá la sociedad contemporánea? ¿No veía-mos a ésta obstinada, con un empeño semiconsciente pero titánico, en sofocar desde la misma raíz el carácter personal de sus integrantes? ¿Podrá hacer frente la familia al esfuerzo destructivo de toda una cultura? ¿No se trata de una lucha en exceso desigual? En el enfrentamiento entre un Goliat pertrechado con las ar-mas más devastadoras y un David casi inerme, entre una civilización omnipotente y una familia minúscula y desvalida, ¿no será más bien ésta la llamada a desapa-recer, como consecuencia de los peligros que la acechan?».

Aquí es donde se impone afinar en nuestras consideraciones. Éste es el mo-mento decisivo. Es ahora cuando debemos preguntarnos seriamente y sin temor: ¿cuáles son las asechanzas reales que se ciernen sobre la familia? Para muchos de nuestros conciudadanos, y quizá para algunos de nosotros, esas insidias so-brevienen desde fuera , animadas de una fuerza ciclópea, arrolladora: una legisla-ción matrimonial que cada vez equipara más fácilmente lo natural y lo contra-natura, y por eso cada vez más asfixiante; gravámenes económicos impuestos por el Estado; conspiraciones en el sistema educativo, degradación moral, sofoca-miento de la sensibilidad religiosa, influjo casi invencible de los medios de comu-nicación, corrupciones sin cuento… Un panorama desolador que, como te decía, elimina cualquier vislumbre de esperanza.

Pero, aun siendo muy reales todos esos factores, no es esa la realidad. No es así, por lo menos, como saben verla los mejores. Esto me parece primordial, y de que lleguemos a comprenderlo depende, en un altísimo porcentaje, la eficacia de nuestra tarea como instrumentos de la nueva evangelización.

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El «enemigo» de la familia

Chesterton, por ejemplo, fue ya «consciente de que el enemigo número uno de la familia no había que buscarlo afuera, en estas fuerzas enormes y avasalladoras que derrumban sociedades enteras. Los mismos extremos del capitalismo, del socialismo y de la sociedad de consumo, apenas tienen relevancia en compara-ción con el enemigo interior al ser humano. El enemigo del amor y de la familia es uno mismo.

Según Chesterton, es la falta de desarrollo interior humano, la pobreza de espí-ritu, el aburrimiento y la frivolidad, la asombrosa ausencia de imaginación, la que lleva a hombres y mujeres a desesperar de la familia y del matrimonio, o por lo menos, de su familia y de su matrimonio tal como lo experimentan. Chesterton insiste en que la vida no es algo que viene de fuera, sino de dentro. El hogar no es pequeño, es el alma de algunas personas la que es raquítica. El matrimonio y el hogar resultan demasiado grandes para ellos. Es el “mí mismo” el que en su co-bardía egoísta se muestra incapaz de aceptar el prodigioso escenario del hogar, con su grandeza de composición épica, trágica y cómica, que todo ser humano puede protagonizar».

El aburrimiento

Aquí los comentarios resultarían casi infinitos. Me limito a hacerte uno, el del aburrimiento. Es probablemente éste, «me aburro», el mayor problema con el que se enfrenta nuestra juventud… y también muchos de nuestros adultos. Tu hijo o tu hija adolescentes te habrá argumentado más de una vez, al negociar las horas de llegada por la noche, con su «derecho» a divertirse. Y, en efecto, la vida de bas-tantes de nuestros contemporáneos transcurre entre estos dos nefastos polos: 1) trabajo sin sentido durante los cinco primeros días de la semana —¡tremendo has-tío!— y 2) diversión, también sin significado alguno, en el final de la misma.

¡No existe tal derecho a la diversión!, además de que no sirve para nada a la hora de eliminar el tedio. Lo que tienen tus hijos, y tenemos tú y yo, es el deber de trabajar con sentido, por amor a nuestra familia, a todos nuestros semejantes y, antes que todo eso, a Dios. Y por lo mismo, tenemos el derecho a poner todos los medios oportunos para cumplir esa obligación: y de ahí, y únicamente de ahí, el derecho al conveniente descanso, del que la diversión sólo constituye uno de sus componentes y no el de más valor.

Pero nuestros hijos bostezan, a veces materialmente, y se evaden. Y nosotros también podemos hastiarnos en nuestra familia, con nuestra mujer o nuestro es-poso y con nuestros hijos. ¡Carencia de verdadero amor, derivada de la obsesión por uno mismo! Porque el aburrimiento no es más que el corolario del egocentris-mo.

Cuando uno gira sólo en torno a sí, la realidad —esa realidad maravillosa y densa que Dios nos ha confiado— deja de tener relevancia, no atrae ni resulta

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capaz de gratificarnos. Y entonces buscamos las compensaciones en esas otras mil posibilidades, más o menos bárbaras, capaces de hacer vibrar un tanto a nuestro yo: comida, bebida, coches, casas… tele, sexo, alcohol, orgías, droga…

E incurrimos en la frivolidad, nos falta imaginación, como dice Chesterton, y desesperamos de nuestra familia y de nuestro matrimonio. No de manera radical, clara y neta, mediante el divorcio o la separación, gracias a Dios; sino desenten-diéndonos de la grandiosa tarea que Dios ha confiado a la familia, y que no es otra sino la forja de personas, comenzando por la propia, y, a través de ella, de toda la humanidad.

Porque ahora vendría el interrogante más incisivo de todo este escrito: ¿nos encontramos tú y yo de acuerdo, completamente de acuerdo, sin paliativos, con las palabras de Chesterton que hacen de cada uno de nosotros, para bien y para mal, el responsable de la marcha de nuestra familia?… ¿o aún nos pesan dema-siado las consideraciones realizadas en los párrafos anteriores sobre el influjo im-parable de los medios de comunicación, del ambiente, de la pandilla, etcétera? Porque si la respuesta no se decanta de manera neta hacia el primer miembro de la alternativa, mucho me temo que no servimos, que no podrán contar con noso-tros en esa misión revitalizadora de todas las fibras que componen el tejido neu-rálgico de nuestro universo.

Pero, sobre todo, si no afirmamos sin reparos nuestra capacidad para darle la vuelta al mundo, con nuestra familia y desde nuestra familia, estamos lejos de la verdad, incurrimos en un error, nos equivocamos. ¡No es cierto, no: la civilización actual no «puede ni podrá» nunca con la familia… si ésta no se rinde de antema-no!

«Vencer» a la televisión es fácil

Intentaré esclarecerte el asunto con uno de los extremos que más preocupan a los padres de hoy: el del influjo de la televisión (y, progresivamente, de los demás instrumentos que el desarrollo tecnológico pone a nuestro alcance).

Recuerdo lo que casi gritaba un amigo mío «que no se rendía», padre de fami-lia numerosa, en medio de una conferencia dirigida a otros padres: «en mi casa —decía con brío y sin asomo de pedantería— la televisión influye lo que yo quiero que influya. Nada más». Y justificaba esta afirmación, en apariencia un poco inso-lente, con multitud de anécdotas.

Relataré dos, que me resultaron de lo más significativas. Te adelanto que en casa de mi amigo se dedica poco tiempo, muy poco, a la televisión; padres e hijos; y, por supuesto, nunca se la enciende «para ver qué es lo que ponen».

Cuando sus hijos todavía eran pequeños, nuestro amigo y su mujer les explica-ban la conveniencia de este modo de actuar, más o menos como sigue: «Mirad, vosotros tenéis muchos hermanos. De manera, que cuando no sepáis bien qué hacer, lo mejor es que juguéis y os divirtáis unos con otros. Además, si en lugar de leer, de dibujar, de construir puzzles, de escribir, de entreteneros con ayuda de

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los demás, os acostumbráis a ver en exceso la televisión, os volveréis “un poco tontitos” porque la televisión adormece la inteligencia y la imaginación, mientras que el resto de las actividades que os proponemos las desarrollan».

Y aquí viene la primera anécdota. Una de las hijas de mi amigo tenía alrededor de seis años. Un buen día, en el colegio, la profesora encargada trajo a colación el tema de la tele. Hubo una buena porción de quejas por parte de las niñas, sobre todo porque sus padres veían programas que a ellas no les dejaban ver. Al cabo de un rato, tocó el turno a la hija de mi amigo, de muy pocas palabras. Y, tras la insistencia de la profesora, dijo simplemente: «Pues en mi casa no vemos la tele-visión porque mis padres nos quieren mucho». Cuando la tutora transmitía esta reacción a mis amigos no sólo era ella la asombrada sino también los padres de la chiquilla, que jamás habían utilizado ese tipo de razonamientos con ninguno de sus hijos. Pero ellos captan lo que hay por detrás de nuestras opciones.

Segundo sucedido. Uno de los hijos de este amigo mío llegaba a la pubertad. Su padre, bien atento, intuyó que, entre otras muchas, el chico podía empezar a tener dificultades de pureza. Salieron a merendar y entablaron una larga conver-sación. Transcurrido algún tiempo, hablaron de la castidad y el hijo confirmó que le estaba costando. ¿Qué hacer? Analizaron los factores que podían molestarle más.

En un momento dado, el padre le sugirió: «por otra parte, está la televisión; si quieres, más adelante, podemos ponerle un interruptor-llave, de suerte que el aparato nunca podrá encenderse sin que papá o mamá lo faciliten».

Respuesta inmediata del muchacho, débil y noble a la vez, interrumpiendo a su padre: «No, no, ponlo ya mismo».

Reacción del padre: después de explicar someramente a los demás hermanos la conveniencia de esta medida, obviamente sin poner a nadie en entredicho ¡y sin la más mínima protesta por parte de los hijos!, el día después de la conversación con el adolescente ya estaba instalado el dispositivo. Y, en sus aspectos negati-vos, la televisión sigue sin «influir» en ese hogar.

No lo propongo como un ejemplo que necesariamente haya que seguir. Existen otros modos de lograr los mismos resultados. Lo que me interesa es dejar claro que algo similar sucede con todos los demás factores que amenazan hoy a la fa-milia y a los que ya nos hemos referido: sólo tendrán efecto en la proporción exac-ta en que en el hogar se cree un vacío de cariño, atención e imaginación… que entonces vendrán a llenar esas fuerzas adversas. Si esto no ocurre, te aseguro que la familia podrá dar la vuelta a la sociedad, lo mismo que a un calcetín.

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5. Personalizar

Un arma rompedora: la persona

¿Motivos? Pues que toda familia, también la tuya y te pido que no lo olvides, cuenta con un arma infalible, rompedora, para vencer en esta amabilísima batalla que nos llevará a instaurar la civilización del amor. Y ese arma imprescindible, patrimonio exclusivo de la familia, que no posee ninguna de las otras agrupacio-nes sociales de distinto tipo, es justamente la persona.

Por consiguiente, la herramienta para llevar a cabo esa deslumbrante y hoy im-periosa remodelación de toda la sociedad está muy clara: consiste, como sugería Mons. Álvaro del Portillo, en la instauración de verdaderas relaciones interperso-nales en el interior del propio hogar, para después, ya en la sociedad, establecer también unos nexos en los que las personas en juego se porten con todas sus consecuencias como personas. Lo cual, en fin de cuentas, equivale a que esas relaciones surjan del amor, lo manifiesten y lo engrandezcan.

Carlos Cardona lo resume de forma egregia y sucinta. En un contexto relativa-mente similar al que vengo proponiendo, y después de establecer un diagnóstico de la situación en buena parte coincidente con el que esbocé hace un rato, se pregunta: «Si las cosas fuesen más o menos así, ¿qué hacer?». Y responde: «Se ha dicho muchas veces, y muy autorizadamente [Juan Pablo II], que el pensa-miento y la vida social de hoy, en donde casi todo llegó a ser cristiano […], se han vuelto a hacer paganos. Por eso la tarea que se nos propone es precisamente la re-cristianización, empezando por la propia, por la de cada uno. ¿Cómo hacerlo? Como lo hicieron los Apóstoles, como lo hicieron los primeros cristianos: perso-nalmente. Vivieron en un ambiente lleno de idolatría y de corrupción. No comenza-ron intentando echar abajo instituciones (como la esclavitud, por ejemplo) y escue-las de pensamiento, muchas veces injustas e incluso ignominiosas; pero tampoco asumiéndolas como santas y verdaderas. Empezaron cambiando los corazones, y esos corazones fueron cambiando luego muchas cosas. En el Nuevo Testamento tenemos información suficiente. Tratemos de hacer lo que hicieron ellos. Y no pre-tendamos recetas técnicas para lo que es obra de espíritu, de libertad y de gracia de Dios. Y por lo mismo, no pensemos en conversiones en masa, y renunciemos a la velocidad».

También este texto merecería un sinfín de anotaciones. Sobre todo por lo que respecta a sus últimas líneas, a lo de no buscar recetas técnicas —¡métodos!— para lo que sólo se soluciona mediante la libertad y la gracia, y a lo de olvidarse de la premura, de la aceleración, de las prisas. Sin embargo, quiero que fijemos nuestra atención en otro aspecto, que constituye el secreto de todo el asunto. Y se trata del adverbio personalmente.

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Ponerse «personalmente» en juego

No es difícil de comprender: si nos encontramos frente a una crisis de des-personalización, lo que se impone es una tarea radicalmente personalizadora.

Se ha dicho durante siglos que el diamante se pule sólo con el diamante. Hoy día, con los avances galopantes de la técnica, supongo que esa afirmación resul-tará ya superada. Pero lo que es hoy verdad, lo ha sido en el pasado y lo será siempre es que la e-ducación de la persona, el proceso de acrisolamiento que sa-ca maravillas de su fondo y pule las riquezas depositadas en él, únicamente pue-de llevarse a término desde otra persona y poniendo en juego los resortes más configuradoramente personales de una y otra.

Y esto, ayer, hoy y siempre, por más que evolucione la cultura y el dominio so-bre la naturaleza alcance cotas que en el momento presente, tras las revoluciones progresivamente aceleradas de las últimas décadas, ni siquiera alcancemos a sospechar.

Pero pon atención. Cuando hablo de solicitar a la persona desde la persona no me estoy refiriendo sólo al uno a uno, al boca a boca. También a eso, si me apu-ras, pero a mucho más. De lo que se trata es de comprometer la propia vida —nuestra vida más personal— para requerir lo que en los demás individuos existe también de más estrictamente personal: a saber, su inteligencia y, sobre todo, su voluntad; su capacidad de amar, de querer y construir el bien de los otros en cuanto otros. Así es como Dios reclama una respuesta de cada uno de nosotros: apelando a nuestra individualidad, sin concesiones al anonimato y, por ende, a nuestro entendimiento y a nuestra voluntad, que son las potencias más propia-mente personales.

Con palabras más cercanas. Lo que se nos pide es que nos pongamos perso-nalmente en juego, en peligro, que estemos dispuestos a sufrir… justo para poder amar. ¿Para poder amar? Sí. La cuestión no es sencilla, y requeriría bastante más espacio del que dispone este escrito. Pero son muchas y muy diversas las perso-nas que aseguran en la teoría y en la práctica esta ley fundamental: el sufrimiento, el dolor, es un medio imprescindible para el acrisolamiento del amor.

Tenemos un Ejemplo paradigmático en Jesucristo. Y, por el momento, nos bas-ta añadir a él estas palabras de Juan Pablo II: «En la intención divina los sufri-mientos están destinados a favorecer el crecimiento del amor y, por esto, a enno-blecer y enriquecer la existencia humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de aplastar, ni disminuir a la persona humana o impedir su desarrollo. Tiene siempre la finalidad de elevar la calidad de su vida, estimulándo-la a una generosidad mayor».

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Confiar en los hijos

De ahí que ponerse en juego consista, por ejemplo, en depositar real y efecti-vamente nuestra confianza en cada uno de nuestros hijos, apostando con decisión por su deseo y su capacidad de mejora, y estando dispuestos a perder y dolernos con su derrota. Ya que el amor —es una de las pocas verdades que vio claramen-te Freud— torna vulnerables a quienes aman.

Concreto más. Los dos sabemos bien que sin confianza recíproca cualquier in-tento de formación resulta más que vano. Pero esa confianza ha de ser real, sin fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y justo en los aspectos en que más deja que desear. Ahí, precisamente, es donde hemos de depositar el vigor de nuestra esperanza, sin fingimientos, confiando con toda nuestra alma en que el chico o la chica, dispuesto a luchar con todas sus fuerzas, podrá al término vencer, con la ayuda de Dios y con nuestro pobre auxilio. Y cuando fracase, porque muchas veces fracasará, nosotros, que nos hemos com-prometido personalmente en sus escaramuzas, fracasamos también con él. Y su-frimos con el descalabro, y nos rehacemos, y rehacemos al muchacho… y volve-mos a depositar toda nuestra confianza, real, sin ardides ni triquiñuelas, en el chi-co.

Mejorar a «cada una» de las personas

Y con todo eso, con la actuación en el seno de tu familia y desde tu familia, y con las consecuencias que lleva consigo , basta. ¿Basta? Sí, estoy plenamente convencido.

En este punto, para paliar tu extrañeza, quisiera traer a colación unas palabras del nada sospechoso y siempre un poco desconcertante Unamuno. Como res-puesta a una petición de consejo de un escritor que andaba en los comienzos, don Miguel escribe: «No quieras influir en eso que llaman la marcha de la cultura, ni en el ambiente social, ni en tu pueblo, ni en tu época, ni mucho menos en el progreso de las ideas, que andan solas. No en el progreso de las ideas, no, sino en el crecimiento de las almas, en cada alma, en una sola alma y basta. […] Coge a cada uno, si puedes, por separado y a solas en su camerín, e inquiétalo por de-ntro, porque quien no conoció la inquietud, jamás conocerá el descanso. Sé con-fesor más que predicador. Comunícate con el alma de cada uno y no con la colec-tividad».

La persona, no los sistemas, sigue siendo la clave del proceso de revolu-ción que entre todos pretendemos instaurar. Todas las personas, cada una de todas , como me gusta decir con expresión de Carlos Cardona. O, concretando más todavía: el auténtico protagonista de la mudanza universal que está a punto de llevarse a término en nuestra civilización es uno mismo, cada uno, somos tú y yo. Y el ámbito primordial de esa convulsión pacífica y duradera, es la propia fami-lia, la de cada uno, de nuevo la tuya y la mía.

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¿Y los medios de comunicación de masas, la poderosa Internet, el mundo del espectáculo, la docencia, las Ongs, la omnipresente política, las estructuras en general? También son importantes, quién lo duda. Más aún, imprescindibles. Hay que luchar en ellas y desde ellas y cuanto más, mejor. Te animo, si puedes, con toda mi alma. Pero sin olvidar que son sólo medios complementarios de la labor estrictamente personalizadora, y no a la inversa. Más todavía: la acción cara al exterior únicamente resultará eficaz para el proceso de mejora en que estamos comprometidos en la medida en que tú y yo nos esforcemos, y es posible aunque no fácil, en apelar al corazón y a la inteligencia de cada una de las personas que componen la sociedad, sacándolas del anonimato.

Tienes ejemplos a tu alcance. El más claro y notorio, el de Juan Pablo II: por más que se dirija a muchedumbres, que son millones si lo hace a través de los medios de comunicación, el Papa busca —¡y se advierte!— a cada uno de los que componemos esa multitud, a ti y a mí. No a la aglomeración anónima, sino a la persona.

¿Puedo confiarte con sinceridad que el número y, por ende, las estadísticas, no me interesan? Lo que me apasiona, por el contrario, es cada uno de los miem-bros que componen las muchedumbres. No las encuestas ni los sondeos de opi-nión, sino lo que piensa individualmente cada ser humano que habita en este mundo.

De manera general: la masa sólo puede ser término de referencia para extraer de su fondo indiferenciado a cada una de las personas, concretas, singulares, irrepetibles, capaces de comprender y de amar, que tienden a disolverse en la uniformidad del conjunto. Si no, no habremos adelantado nada. Sólo se puede crecer como persona, perfeccionarse, acercarse al destino definitivo de amor ter-minal en el Absoluto, como personas ante Personas: poniéndose, en expresión de Cardona, delante de Dios y para siempre.

Volviendo a la familia, quizá te haya asombrado el protagonismo que le vengo concediendo: por encima de la actuación pública, en economía, en política, en la modelación de la cultura… No es sólo porque ese es el «tema» del presente escri-to. Sino más bien al contrario: redacto estas páginas porque estoy más que per-suadido de la importancia primordial de la familia.

Y quiero comunicarte esa convicción. Apelaba antes a la autoridad de Unamu-no. Aporto ahora, para que te quedes tranquilo, un testimonio mucho más conclu-yente: el de Juan Pablo II: «El hombre, por encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea, encuentra su desarrollo pleno, su realización integral, su riqueza insustituible en la familia. Aquí, realmente, más que en todo otro campo de su vida, se juega el destino del hombre».

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6. Con la fuerza del amor

Querer el bien para otro

Ojalá, medio disipadas las dudas al respecto, te preguntes ahora, dispuesto pa-ra la lucha: ¿pero qué es lo que hay que hacer en la familia y desde la familia? Responde de nuevo el Romano Pontífice: «En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor».

El amor. He aquí la cuestión capital. No en vano escribió Carlos Cardona, con la hondura y el vigor que lo caracterizan: «Procedemos de un acto divino de amor, y nuestra vida entera tiene que consistir esencialmente en amar. La comprensión del amor es la comprensión del universo entero, y de modo muy especial la com-prensión de la criatura espiritual, de la persona».

Mas el amor es hoy un término y una realidad mal entendidos, incluso prostitui-dos. Hay que devolverle su auténtico significado. Pero de eso he escrito ya dema-siadas veces y no quiero repetirme. Deja, pues, que te recomiende, si quieres re-flexionar sobre el asunto, mis Ocho lecciones sobre el amor humano, editadas por Rialp (Madrid), hoy en su cuarta edición. Y que te comunique, de la mano de Aris-tóteles, la idea clave: amar es querer el bien real, efectivo, de la persona amada. No el nuestro, por tanto, ni tampoco un bien aparente, ilusorio, falaz. Sino su bien más auténtico: lo que lo mejore de manera eficaz, lo que haga de él o de ella una persona más cabal, más cumplida, lo que lo acerque —por ir de una vez al fon-do— a su destino terminal de Amor en Dios.

El amor entre los cónyuges, clave de la educación d e los hijos

Lo que hay que hacer en la familia es, en fin de cuentas, amar. Amar de veras al cónyuge, para hacerlo más perfecto y feliz, y amar con él y desde él a cada uno de nuestros hijos, que no son sino prolongación de nuestro amor mutuo. Y así es como los educamos.

Me tomo la libertad de recomendarte un nuevo libro, muy sencillo, donde reco-jo, en colaboración con mi mujer —o, más bien a la inversa: colaborando con ella—, el aspecto más práctico del amor recíproco en el noviazgo, en la madura-ción del matrimonio y en la educación de los hijos. Ha sido publicado por Rialp (Madrid), y lleva como título Asegurar el amor . Antes y durante todo el matrimo-nio.

Y permíteme también, para descomplicarte, transcribir unas palabras de Carlos Llano, uno de los más hondos y realistas pensadores del mundo contemporáneo.

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Y hablo de descomplicarte porque su fórmula es bastante sencilla: como la edu-cación de los hijos no es sino la más genuina expresión de nuestro amor por ellos, y como el amor hacia la prole no puede ser sino el desarrollo del amor mutuo en-tre los esposos, animado por el amor a Dios —igual que el hijo es la síntesis viva del padre y de la madre, y de Dios, que pone el alma—, amarnos de veras entre nosotros, los cónyuges, constituye el núcleo esencial, y casi el todo, de nuestra misión dentro de la familia.

Carlos escribe: «A su vez, la conditio sine qua non para que la familia se consti-tuya como ámbito formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los pa-dres, con las notas propias que los clásicos le asignaron desde antiguo: el amor familiar ha de ser constante, lleno de confianza y responsable, si quiere poseer valor formativo […]. La inducción del carácter es, diríamos, una emanación del amor conyugal, una extensión —casi un apéndice— suyo: los padres no tendrían otra cosa que hacer más que amarse de manera constante —con todos los atribu-tos que la fidelidad acarrea—, llena de confianza —con las notas que esa apertura lleva consigo— y responsable —con las características que siguen a la responsa-bilidad—. Habría después, sí, recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas positivas para lograr el objetivo» de formar a «los hijos, pero todas las recomendaciones para ello serán apenas una cabeza de alfiler en el pro-fundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen. Al menos, pue-de afirmarse sin equivocación que tales recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas serán bordados en el vacío si no se dan dentro del espacio del amor familiar, la primera e imprescindible condición, y casi la única».

Y añade, reforzando así lo que antes te comenté: «No cabe duda de que el en-torno social tiene incisividad en la formación del carácter de los ciudadanos. Pero lo que quiere aquí subrayarse es que tal incisividad no es fruto tanto del poder de los medios condicionantes, sino del vacío de poder creado con la disolución de la familia y los valores familiares (insistimos: fidelidad, confianza y responsabilidad). Son las familias las responsables de que los otros medios de influencia tengan o no peso en la formación del carácter de los ciudadanos».

«Todo», en la familia, depende del amor de los padr es

Quizá todo esto del amor como motor educativo y personalizador te parezca bastante difuso. Agrego, por eso, dos principios clave y alguna anécdota sencilla, para ayudarte a «ponerle pies» a cuanto acabo de sugerir.

El primero de esos preceptos cabría enunciarlo así: Lo más importante que tie-nen que hacer los esposos con vistas al desarrollo y la felicidad de su familia y la personalización de nuestro globo es quererse el uno al otro , de forma creciente, con un amor que trascienda las discrepancias de carácter, las pequeñas incom-prensiones, las dificultades, las pretendidas afrentas…

Voy a acudir de nuevo al cine. ¿Recuerdas la bastante reciente película de Ro-bert Redford, El hombre que susurraba a los caballos? En una de las escenas

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centrales, cuando le está explicando a la coprotagonista los motivos que desbara-taron contra su voluntad su primer matrimonio, ésta le comenta más o menos: «hoy eso sería bastante fácil de arreglar apelando a la incompatibilidad de carac-teres». A lo que Redford responde: «yo no me casé con ella buscando a una mu-jer “compatible”; me casé porque la amaba».

¡Qué gran verdad!: cuando el amor es profundo y verdadero, pasa de tal mane-ra a primer plano, que todos los aparentes problemas desaparecen (casi) sin difi-cultad, como por ensalmo.

Primera idea, por tanto, que me gustaría dejar clara: la marcha de la entera fa-milia, en cada uno de sus componentes, viene casi enteramente determinada por el amor mutuo que se tengan los esposos. Amor conyugal, amor familiar, podría-mos decir: esto es, la calidad del amor familiar —del paterno-filial y del fraterno, antes que nada— se encuentra determinada por las características del cariño mu-tuo de los cónyuges.

Los «efectos» del amor conyugal

Para entenderlo, basta caer en la cuenta de que el matrimonio es el origen y fundamento de la familia, y que el amor entre los futuros cónyuges constituye el principio y raíz del matrimonio… y de todos los amores que de él deriven. Con otras palabras: cada uno de vuestros hijos es —¡debería ser!— fruto del afecto recíproco que os profesáis; por consiguiente, el amor con que los queréis como padres debería ser una prolongación del cariño mutuo entre vosotros.

En este sentido, querer a cada nuevo hijo es amar doble, triple, cuádruplemen-te… al otro cónyuge; por el mismo motivo, querer al marido o la mujer es estar amando a cada uno de los hijos… y así podríamos seguir.

Pero prefiero apelar a la experiencia de tantísimos matrimonios que se aman de veras y a los que Dios ha concedido el don impagable de una dilatada fecundidad. El hecho comprobado por la gran mayoría de ellos es que la llegada de cada nue-va criatura incrementa de forma prácticamente automática —y casi casi tangible— el amor recíproco de los cónyuges, puesto que éste es el mismo con el que quie-ren al hijo, síntesis viva y resultado de ese querer conyugal.

Son muchos los padres que podrían refrendar hasta qué punto cada nuevo na-cimiento supone un aquilatarse y un tornarse más intenso del amor matrimonial. Se trata de un acontecimiento que reviste el mutuo cariño con armónicos siempre inéditos, y que —¡siempre también!— supera las expectativas. Siempre. Incluso cuando la multiplicación de los hijos lleva a prever que el próximo alumbramiento aventajará con creces al aumento del aprecio, la cordialidad, el atractivo… que una experiencia reiterada permite lógicamente esperar.

A su vez, el incremento del cariño entre los esposos alimenta de forma casi au-tomática el afecto que dirigen a cada uno de sus hijos, y así hasta el infinito, en una especie de círculo «virtuosos» con un inicio o motor ineludible: el amor recí-proco de los padres.

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Repito, pues, como conclusión: el temple y el vigor del cariño que reina en una familia deriva, por vía directa, de la calidad y el brío del respectivo amor conyugal. O bien: lo más importante, lo absolutamente imprescindible que tienen que hacer los padres para educar a sus hijos es quererse fiel, leal y progresivamente más entre ellos dos .

La cuestión podría ilustrarse con una anécdota acaecida en un colegio público hace todavía muy poco tiempo. Me la comentaba el profesor protagonista del su-ceso. El chico iba mal. Se le veía descentrado, rebelde, inquieto. Llamaron a sus padres, divorciados, que acudieron sin embargo juntos a la cita. Comenzaron a darle vueltas al asunto. Se trataba de definir lo que el hijo necesitaba para mejo-rar. Los padres y el profesor hacían sugerencias. El muchacho callaba, retraído. Al cabo de un buen rato sin avanzar apenas, el chico estalló y, entre gritando y llo-rando, les espetó: «¡Lo único que necesito es que os queráis de verdad!».

Educar es enseñar a amar

La anécdota se comenta por sí sola, por lo que paso al segundo de los princi-pios: El requisito imprescindible y casi suficiente para que los padres vayan haciendo de sus hijos personas más cabales, es el amor, entendido en su esencia más íntima como búsqueda del bien real del hijo; y el bien radical del hijo, el que resume los restantes bienes y lo torna persona más cumplida, es que el chico aprenda a su vez a amar, a querer. Por tanto, la raíz de toda personalización en la familia es que los padres, por medio de su amor, enseñen a sus hijos a amar .

Y esto cabe hacerlo siempre.

Tras el nacimiento

Tal vez algunos penséis que la prioridad del amor no puede cumplirse en los primeros días o meses de vida del chiquillo, sino que entonces lo verdaderamente eficaz es atender a los requerimientos físicos del bebé o del muchachito.

Te copio, como contraprueba, unas palabras de un excelente libro de Mercedes Arzú de Wilson: «El niño indefenso, al menos en las primeras etapas de su desa-rrollo, parece ser sólo un conjunto de necesidades. Pero el niño es más que eso; es un ser espiritual. Lo que al cabo se revela como decisivo es si el niño resulta amado [o no] y si la satisfacción de sus necesidades va acompañada [o no] de amor. De hecho, es más importante que el niño sea amado a que un determinado número de sus necesidades objetivas dejen de ser satisfechas.

»En el núcleo de esta consideración está el poder real, aunque misterioso, del amor de tocar y alimentar a otra persona. Si el niño, aunque le cuiden, no es ama-

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do, o si siente el egocentrismo de sus padres, se volverá retraído. El egocentrismo puede establecerse como modelo en el niño desde los primeros años».

Como sabes, existen hoy día multitud de trabajos experimentales en los que se prueba, por ejemplo, que un conjunto de niños cuyo cuidado y atención se asigna a sus madres encarceladas, a lo largo de los años obtienen resultados mucho me-jores en lo que a salud, cociente intelectual, personalidad, etc., se refiere, que un grupo gemelo de recién nacidos encomendados a enfermeras profesionales en las mejores clínicas infantiles de las naciones más avanzadas, pero privados del con-tacto con sus madres.

Durante la infancia

Este hecho y su fundamento pueden «traducirse» a momentos sucesivos de la vida del niño o del adolescente. Lo que sucede es que en estos casos amor no equivale ni sólo ni primordialmente a cariño, contacto físico, atenciones, cuidados, etc., sino, en el sentido más cabal de la expresión a búsqueda efectiva del bien real del niño, aunque ni a él ni a la madre o al padre la obtención de semejante bien resulte agradable o exenta de esfuerzos. El amor sigue siendo ahora querer el bien para otro, aun cuando tal bien no se revele por medio de caricias, caranto-ñas o efluvios sentimentales, tan frecuentes e importantes en los primeros meses de la vida.

Te pongo un ejemplo muy de andar por casa, que solo pretende guiar la re-flexión de los progenitores respecto a realidades semejantes a la que ahora ex-pongo. Me refiero a todo lo relativo a la alimentación de los críos. No es improba-ble que, al hablar de estos temas, de la conveniencia de que los niños vayan co-miendo de todo, de que no desprecien o califiquen de «asqueroso» ningún alimen-to, de que no avancen con la vista mucho más allá de lo que alcanzan con el es-tómago, de que terminen todo lo que se han servido…, la madre o el padre afir-men: «pero es que todo ese esfuerzo —horas, a veces— no me compensa».

¿No te compensa… para qué? ¿Para que el hijo esté alimentado? Evidente-mente, no. Es muy difícil que en nuestro Occidente super-desarrollado ningún mu-chacho normal de clase media padezca problemas por desnutrición. Pero es que cuando se la humaniza, ni entre niños ni entre adultos la comida tiene primordial-mente una función fisiológica, sino, en el caso concreto de los chicos, un papel educativo. A través de ella se trata, siempre, de desarrollar la persona del peque-ño. En concreto, de hacerle caer en la cuenta de que él no es el centro del mundo, de que sus apetencias, sus caprichos, sus gustos… no son la única medida de todo, lo que reforzaría su egocentrismo; sino que, alrededor de él, existe una rea-lidad a la que tiene que atender y amoldar su conducta… preparándole así para entablar relaciones con otras personas en las que lo que predomine es el servicio a los otros y no los condicionamientos del propio yo.

Aunque parezca exagerado, podemos decir que, al crear los hábitos alimenti-cios correctos, junto con muchos otros, estamos preparando al chico para salir de

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sí, para querer, para amar. Si no, no valdría la pena prestar atención a tales cues-tiones.

En la adolescencia

Vamos con el tercer asunto, en parte prolongación de estos dos. Te decía antes que el fin de toda educación, de toda labor formativa en la familia, consiste en en-señar a querer a la persona que se forma: hacer de ella alguien más ocupado por el bien de los demás que por el suyo propio. Por eso, en cada circunstancia edu-cativa o de orientación, a la hora de tomar o insinuar una decisión más o menos complicada, la pregunta que debes hacerte será siempre: «esto que sugiero o prohíbo a mi hijo, el modo como lo hago, el grado de libertad que le concedo para oponerse a mi opinión…, ¿propiciará que el muchacho quiera más y mejor a los otros, o, por el contrario, lo incitará a encerrarse en sí mismo, en su bien puntifor-me y egoísta?». La respuesta a estos interrogantes indicará, en la práctica totali-dad de los circunstancias, cuál ha de ser el tenor de tu intervención.

Unos padres, pongo por caso, pueden estar en duda ante la conveniencia de enviar o no a la hija adolescente a Inglaterra o a Estados Unidos para que perfec-cione sus conocimientos de inglés. Los anima, por un lado, la imperiosa necesi-dad, hoy día, de conocer este idioma. Pero temen los peligros de soledad, de desadaptación… que una estancia fuera de casa podría provocar, y más a esas edades. La cuestión, sin embargo, es otra. Por un lado, deben tener muy claro que casi cualquier idioma extranjero puede hoy aprenderse en el propio país, sin necesidad de trasladarse a alguno de los que hablan esa lengua; y que el hecho de visitar el país nativo no asegura en absoluto ese aprendizaje. Por otro y más esencial, deben formularse el interrogante clave: en la situación anímica y de ma-durez en que se encuentra mi hijo o mi hija, la estancia por un cierto tiempo en el extranjero ¿los ayudará a sazonar, a crecer en su capacidad de amar, o, por el contrario, puede introducir en su desarrollo una contrahechura que retrase en mu-chos años su adelantamiento como persona? Es esa la pregunta del millón, y la que los padres deben tratar de resolver antes de tomar una decisión al respecto.

Y con esto creo haberte ilustrado, aunque muy sucintamente, la manera en que la labor personalizadora de la familia encuentra su cauce definitivo a través del genuino amor. Para concluir, debemos preguntarnos: ¿cuál es la vía maestra para trasladar esa plenitud a la gran familia de la humanidad?

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7. Y con el instrumento del trabajo

La otra «herramienta»: el trabajo

Repasemos. La misión revolucionaria en que queremos empeñarnos, con el fin de conquistar para todos la civilización del amor, tiene un camino y una se-cuencia muy claros: uno mismo —no se olvide—, el propio cónyuge, los hijos, las familias del entorno, las que le siguen a más distancia… el conjunto de la socie-dad, el mundo. Y todo ello, como hemos visto, mediante el vehículo indispensable para «personalizar» a los seres humanos, que no es sino el amor.

Pero la pregunta, entonces, surge bastante neta: ¿cómo enseñar a querer con alcance universal? Y la respuesta también es muy clara: a través del trabajo.

Estoy seguro de que todo esto te suena a conocido. Perdona, por tanto, que te lo repita. El trabajo se configura quizá como el medio concreto y más relevante —no el único, pero sí el más fundamental— para aprender, dentro de la familia, a fortalecer la voluntad como capacidad de querer, e instaurar así, en la sociedad, la civilización del amor.

El trabajo, medio indispensable de perfección perso nal

Por una parte, el trabajo representa uno de los principales medios de personali-zación de uno mismo. Prescindiendo de otras citas mucho más conocidas y auto-rizadas, querría transcribirte aquí un par de textos de Kierkegaard, que vienen muy al caso: «Trabajar — empieza diciendo— es la perfección del hombre. Por el trabajo el hombre se asemeja a Dios […]. Y cuando un hombre trabaja por el ali-mento, no podemos decir malamente que se alimenta a sí mismo; más bien dire-mos, precisamente para evocar qué glorioso es ser hombre, que trabaja con Dios para lograr el alimento. Trabaja con Dios, es decir, es colaborador de Dios. Mira, el pájaro no es esto, el pájaro consigue alimento bastante, pero no es colaborador de Dios. El pájaro consigue su alimento de la misma manera que allá en el campo el nómada logra su sustento, pero al criado que trabaja por el alimento el amo lo llama su colaborador».

A lo que añade: «La perfección consiste en trabajar. No es como suele expo-nerse de la manera más mezquina, que es una dura necesidad eso de tener que trabajar para vivir; de ninguna manera, es precisamente una perfección eso de no ser toda la vida un niño, siempre a la zaga de los padres que tienen cuidado de uno, tanto mientras viven como después de muertos. La dura necesidad —que, sin embargo, cabalmente refrenda lo perfecto en el hombre— se hace precisa sólo para obligar, a quien no quiere reconocerlo por las buenas, a que comprenda que el trabajo es una perfección y no sea recalcitrante en no ir alegre al trabajo. Por

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eso, aunque no se diese la así llamada dura necesidad, sería con todo una imper-fección el que un hombre dejase de trabajar».

Y todavía: «Se ha dicho de las condecoraciones que un monarca suele repartir, que algunos las llevan para su honor, y que otros las honran llevándolas. Aquí queremos traer a la consideración un gran modelo, del cual se puede afirmar con toda propiedad que ha honrado el trabajo: el apóstol Pablo. Si hay alguien, por otra parte, que hubiese deseado que el día tuviera doble duración, ése de seguro es Pablo; si alguno hubiera sido capaz de hacer que cada hora encerrase un gran significado para muchos, ése de seguro es Pablo; si alguien pudo fácilmente haberse dejado sustentar por las comunidades, ése es seguramente Pablo. Y no obstante ¡prefirió trabajar con sus propias manos! De la misma manera que humil-demente ha dado gracias a Dios de habérsele deparado el honor de ser azotado, perseguido, escarnecido; como humilde delante de Dios dice de sus cadenas que son una cuestión de honor, así también consideró que era un honor trabajar con las propias manos; tal honor, que con el bello pudor de una mujer, pero con el sa-grado pudor de un apóstol, podría decir con relación al Evangelio: yo no he gana-do ni siquiera un céntimo con la predicación evangélica, no me he casado con el dinero por el hecho de haber llegado a ser un apóstol; tal honor, que en relación con el hombre más insignificante podría decir: yo no he sido liberado de ninguna de las molestias de la vida, ni por favor he quedado excluido de ninguna de sus ventajas, ¡porque yo también he tenido el honor de trabajar con mis propias ma-nos!».

Estas ideas, y otras muchas por el estilo, deben aprenderse en familia, desde que los niños inician sus primeros pasos con el estudio, para que también más tarde, ya adultos, la profesión se convierta en esa fuente de perfección personal y de satisfacciones que está llamada a ser.

Enseñar, en la familia, el sentido del trabajo

¿Y cómo trasladar todo esto al conjunto de la sociedad? Considerando con de-tenimiento que existe una estrechísima conexión entre amor y trabajo. Amar —lo sabes tan bien como yo— es querer el bien para otro. Pero para que el amor sea pleno, ese querer ha de resultar eficaz, esto es, ha de otorgar efectivamente a la persona que se ama lo que constituye el bien para ella. No bastan las buenas in-tenciones, ni siquiera una más o menos determinada determinación de la volun-tad… que no culmina en obras. ¡Hay que lograr ese bien!

Mas la gran mayoría de los bienes que podemos ofrecer a nuestros conciuda-danos —bienes reales, objetivos y, a menudo, indispensables— se obtienen gra-cias al trabajo profesional, entendiendo estas dos palabras en su sentido más am-plio. Por eso, como se nos sugería, de quien pudiendo hacerlo no trabaja, no cabe decir que de veras ame o, al menos, que su amor sea pleno, cabal; y por eso, porque efectivamente conquista el bien para la persona querida, suelo añadir que trabajar por amor es amar en plenitud, amar dos veces.

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Pues bien, la tarea de la familia, en este ámbito, es indispensable. Y no consis-te sólo en «fortalecer» la voluntad creando auténticos hábitos de trabajo. Estriba sobre todo en robustecerla eficazmente enseñando a vivir la propia tarea y la for-mación que prepara para ella no como medio de afirmación personal ni de adqui-sición egoísta de beneficios, sino como instrumento indispensable para servir a los demás, como búsqueda eficaz del bien para otro en cuanto otro, como vehícu-lo —el más cualificado— del amor.

¿Que cómo puede hacerse esto? De muchas y variadas maneras, que giran todas en torno al verdadero amor y al sentido de servicio que vosotros, los padres de familia, otorguéis a vuestra tarea profesional.

Es evidente, por un lado, que si en casa los comentarios referentes a la labor cotidiana son de tipo negativo —«hoy vengo muerto y, en definitiva, ¿para qué?, si ni siquiera te lo agradecen», «estoy deseando que llegue el fin de semana para poder dejar de soportar a ese jefe inaguantable», etc.—, el mensaje que trasmitís a vuestros hijos acerca de su futura tarea no puede ser más descorazonador.

Hay, por tanto, que darle la vuelta a la situación, intentando ver y poner de ma-nifiesto cuanto de grandioso encierra el ejercicio de una labor profesional honrada. Y aquí se puede andar mucho, ir cada vez más lejos.

Recuerdo a otro amigo mío que tenía que ausentarse con frecuencia del hogar para impartir cursos y conferencias. Durante mucho tiempo, cuando llegaba el momento de marcharse, reunía a todos los de la casa, rezaban una oración juntos por lo que iba a hacer y les pedía que siguieran encomendando ese viaje. Hasta que un día se dio cuenta de que eso era poco, y cambió de táctica: les dejó muy claro que se trataba de pedir no porque él hiciera bien lo que tenía que hacer, que la conferencia, por ejemplo, fuera un éxito, sino que con su trabajo, brillante o rui-noso, hiciera bien a la gente que le iba a escuchar.

Después de varios años obrando de este modo, hubo de realizar un desplaza-miento largo a América, de suerte que su santo tuvo lugar en los días en que es-taba fuera. Con sorpresa, en esa fecha recibió un fax de su mujer y de todos sus hijos; y la que hacía el tercer lugar comenzando por los más pequeños le decía: «muchas felicidades; te echamos mucho de menos, pero nos sentimos muy con-tentos porque mamá nos recuerda que estás intentando ayudar a los demás».

Es sólo uno de los modos, tremendamente eficaz, de transmitir el sentido del trabajo dentro de la familia.

El trabajo enamorado, revulsivo de la civilización actual

Por otro lado, ya en la dinámica de la vida social adulta, el trabajo se constituye como herramienta privilegiada para instaurar la civilización del amor. ¿Cómo y por qué? Antes que nada, porque las relaciones de trabajo gozan de una relevancia primordial en el mundo contemporáneo, hasta el punto de que conforman la trama más definitiva de la civilización presente. De ahí que modificar las relaciones de trabajo equivalga, en definitiva, a transformar la sociedad.

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¿Te parece exagerado afirmar que estas relaciones se configuran hoy, en una buena porción de los casos, como relaciones egoístas, en las que predomina el do ut des, primando de manera casi absoluta el deseo de beneficio? No me contes-tes, que tampoco importa demasiado. Lo que sí quiero dejar claro es que, por sí mismas, las relaciones laborales pueden convertirse en vehículo privilegiado, úni-co, de la donación cuasi universal de uno mismo. ¿Bajo qué condiciones?

Como insinuaba, el requisito imprescindible es que dicho trabajo se encuentre realizado por amor. Por amor a Dios y por amor a los hombres.

� A Dios: me viene ahora a la memoria una anotación de Kierkegaard en su Diario, a propósito de una campesina alemana: «Yo hago mi trabajo por un marco al día; pero que lo haga con tanto amor, es sólo porque Dios me mira. Palabras dignas de una reina».

� A los hombres: es decir, que, sin excluir la justa y debida remuneración, se busque fundamental y sinceramente, a través de la propia tarea, el bien para los destinatarios de nuestro esfuerzo.

El «incógnito» del amor

Recordemos juntos los motivos. En condiciones normales, el fruto de nuestro quehacer intelectual o manual constituye una privilegiada encarnación de la propia persona. Cuando el hombre termina bien su tarea, cumplidamente y hasta el fon-do, poniéndose personalmente en juego, hace reposar su más recóndito ser en el resultado de su labor profesional, se expresa íntimamente a través de ella. El tra-bajo es, entonces, una magnífica encarnación de nuestro yo: en él dejamos lo me-jor de nosotros mismos.

Pero, entonces, ese trabajo representa la más clara posibilidad de donación «universal» de nuestro ser, el modo como podemos entregarnos a los demás, a muchísimas personas que ni siquiera conocemos: el «incógnito del amor», como le gusta decir a mi querido amigo Nicolás Grimaldi.

En consecuencia, gracias a esa faena podemos alcanzar la plenitud de la voca-ción a la entrega que nos corresponde como personas.

Reiterando estas últimas ideas, podría decirte: cuando el trabajo y sus frutos proceden de un auténtico amor, que procura el bien real de los otros; y cuando, además, se encuentra realizado con toda la perfección técnica de que somos ca-paces…, arroja como saldo una realidad —materia transformada, idea, servicio— profundamente expresiva de nuestra concreta y peculiar condición e idiosincrasia personales: «algo» que manifiesta y «transporta» nuestra substancia más íntima. Nos damos a través de nuestra profesión.

Por otra parte, al recibirlos con agradecimiento, sus destinatarios, en los pro-ductos de nuestro esfuerzo nos acogen a nosotros mismos… al tiempo que se instaura esa comunión de bienes en la que consiste terminalmente el amor y la amistad más genuinos. Y esto, hoy, con dimensiones universales.

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¡Gracias al trabajo enamorado se hace realidad, pues, en la medida en que re-sulta posible, una auténtica civilización del amor!

* * *

Por eso, y como resumen de todo el escrito, habría que afirmar que el camino de la revitalización de este Occidente despersonalizador, cansino y desamorado, que amamos con toda el alma, tiene su inicio en la familia, ámbito primordial don-de la persona es tratada siempre como persona, como principio y término de amor.

A lo que habría que añadir que la herramienta más adecuada para llevar a tér-mino esa maravillosa convulsión es, justamente, la amorosa donación de sí a tra-vés del trabajo.

Familia y trabajo, por tanto: he aquí los dos instrumentos primordiales, en el ámbito natural, del necesario y ya inmediato —¡si nos empeñamos!— resurgimien-to de Occidente. Pero un trabajo, la puntualización es definitiva, cuyo sentido más hondo se aprende, más y antes que en cualquier otra institución, en la familia, pa-ra dimanar desde ella, confiriéndole su auténtico vigor humanizador, a toda la so-ciedad.

Confiando en no haberte aburrido demasiado, se despide con auténtico afecto,

Tomás Melendo Granados