Sociodiversidad Condicion Para El Desarrollo

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LA SOCIODIVERSIDAD CONDICIÓN INELUDIBLE PARA EL DESARROLLO SUSTENTABLE Dr. Esteban E. Mosonyi En honor a la verdad, el autor se siente obligado a dejar en claro que el presente artículo fue presentado como ponencia en un evento anterior, lo cual se percibe obviamente en la fecha de su elaboración (28-11-1997). No obstante, en vista de que este texto no ha sido publicado, además de la coincidencia de referirse muy de cerca a la mayoría de los puntos discutidos aquí ahora, en el marco de este importante PRIMER COLOQUIO AFROINDIANIDAD Y DESARROLLO SUSTENTABLE, decidimos incluir este trabajo dentro de la colección de ensayos emanados de nuestra reunión de San José de Barlovento. Me siento seguro de que los lectores compartirán la misma opinión. Desde hace unos años a esta parte vengo utilizando el término sociodiversidad en forma complementaria con biodiversidad, con miras al próximo milenio y lo que este implica para la supervivencia de la humanidad y del planeta. Es fácil percatamos de que -al menos a nivel teórico- el público, lego y especializado, no encuentra dificultad en asimilar el concepto de biodiversidad, en parte por la proyección y trascendencia de los movimientos ecológicos que marcan las últimas décadas en todos los sentidos. No quisiera que se me malinterprete atribuyéndome la idea de que ha habido grandes progresos en materia ambiental, ya que a todas luces esta problemática se está agravando a pasos agigantados, a pesar de la conjunción de tantas buenas voluntades. Mas no deja de ser cierto que la biodiversidad es un punto clave que se mantiene tenazmente en la agenda de múltiples reuniones internacionales que a su vez ejercen efecto benéfico en las respectivas políticas nacionales, con todas las reservas del caso.

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LA SOCIODIVERSIDAD CONDICIÓN INELUDIBLE PARA EL DESARROLLO SUSTENTABLEDr. Esteban E. Mosonyi

En honor a la verdad, el autor se siente obligado a dejar en claro que el presente artículo fue presentado como ponencia en un evento anterior, lo cual se percibe obviamente en la fecha de su elaboración (28-11-1997). No obstante, en vista de que este texto no ha sido publicado, además de la coincidencia de referirse muy de cerca a la mayoría de los puntos discutidos aquí ahora, en el marco de este importante PRIMER COLOQUIO AFROINDIANIDAD Y DESARROLLO SUSTENTABLE, decidimos incluir este trabajo dentro de la colección de ensayos emanados de nuestra reunión de San José de Barlovento. Me siento seguro de que los lectores compartirán la misma opinión.

Desde hace unos años a esta parte vengo utilizando el término sociodiversidad en forma complementaria con biodiversidad, con miras al próximo milenio y lo que este implica para la supervivencia de la humanidad y del planeta. Es fácil percatamos de que -al menos a nivel teórico- el público, lego y especializado, no encuentra dificultad en asimilar el concepto de biodiversidad, en parte por la proyección y trascendencia de los movimientos ecológicos que marcan las últimas décadas en todos los sentidos. No quisiera que se me malinterprete atribuyéndome la idea de que ha habido grandes progresos en materia ambiental, ya que a todas luces esta problemática se está agravando a pasos agigantados, a pesar de la conjunción de tantas buenas voluntades. Mas no deja de ser cierto que la biodiversidad es un punto clave que se mantiene tenazmente en la agenda de múltiples reuniones internacionales que a su vez ejercen efecto benéfico en las respectivas políticas nacionales, con todas las reservas del caso.

Con la sociodiversidad no ocurre otro tanto. Primero que nada, el término aún no ha adquirido carta de ciudadanía en los círculos académicos y políticos, para no hablar de la opinión pública como tal. Aparecen, eso sí, numerosas referencias a los incontables aspectos de la diversidad humana: política, cultural, étnica, inclusive biológica. Pero se trata casi siempre de planteamientos dispersos y asimétricos, poco propensos a encontrar cobertura bajo un común denominador, que bien podría ser la sociodiversidad, tal como nosotros lo proponemos. Sostenemos con firmeza que la biodiversidad sin la sociodiversidad constituye una formulación netamente insuficiente; y que es nuestra obligación como científicos sociales la armonización de ambos criterios, en beneficio de la habitabilidad del planeta que estamos propiciando mediante la categoría de desarrollo sustentable. En el presente trabajo nos interesa sobremanera dejar sentado del modo más convincente posible que la sociodiversidad, junto a la biodiversidad, es un elemento clave para la orientación de todos los asuntos sujetos al arbitrio

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humano, si de verdad queremos alcanzar las metas a las que aludimos al principio. Sin sociodiversidad no puede haber desarrollo sustentable, por más que se contemple otra serie de condiciones necesarias para su puesta en práctica.

¿A qué deberá esa aparente renuencia por siquiera considerar este tema en los foros nacionales e internacionales donde correspondería su inclusión? Siendo nuestro deseo superar esta clase de barreras con la mayor prontitud, trataremos de responder en forma ordenada y metódica a las distintas facetas de la pregunta que nos ocupa. Primero, podría esgrimirse que la humanidad posee una vivencia tan profunda de los alcances de la sociodiversidad, que raras veces siente el apremio de explicarla con palabras y argumentos. En cierta forma, todos sabemos y hasta intuimos que hay muchos tipos de sociedades diferentes, cuya existencia se da simplemente por descontada e inevadible. Tanto es así que aun dentro de las formaciones sociales más pequeñas y homogéneas existen las diferencias personales, que de un modo o de otro están en la raíz de la heterogeneidad social y cultural.

Sin embargo, paradójicamente no podemos dejar de referirnos a esta diversidad, por cuanto existen, sobre todo en la actualidad, fuerzas demasiado poderosas que pugnan por un sistema social, económico y político que pasa por encima de esta enorme variedad de manifestaciones y promueven una suerte de "donación" de las sociedades humanas; lamentablemente con la exclusión de la mayoría de sus componentes y la sobreprotección de unos grupúsculos muy favorecidos. Si nos paseamos por el acontecimiento mundial más reciente, encontramos que la versión predominante de la llamada "globalización" va produciendo innumerables uniformidades extensivas al campo financiero, macroeconómico, comunicacional y -por decirlo de alguna manera- macrocultural, lo que se desprende claramente del comportamiento diario de al menos centenas de millones de individuos de las grandes urbes de todos los Continentes.

Es muy importante subrayar la importancia del tipo de globalización actualmente prevalente hasta con las pequeñas identidades societarias de carácter regional y local. Muchos círculos académicos y una parte significativa de la opinión pública parecen un tanto dispuestos a dejarse seducir por la idea de que la globalización solo debilita los llamados Estados Nacionales, dotados aparentemente de soberanía. Incluso hay quienes se regocijan por la decadencia de una entidad -realmente criticable en muchos sentidos- que ha sido denominada el "Estado omnipotente". En principio, no hay por qué quitarles la razón a los que abogan por una mayor apertura de las fronteras, una circulación más libre de las personas, ideas y mercancías, por la proyección mundial o por lo menos continental de la mayor parte de las actividades humanas, muchas de las cuales se quedan atrapadas dentro de los límites de un solo país o, en todo caso, de países aislados.

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Por otro lado, los segmentos poblacionales favorablemente inclinados hacia lo regional y lo local -junto a otras categorías de alcance similarmente reducido como las etnias y distintas agrupaciones provistas de identidad propia- están viendo en la fase actual de la globalización una buena oportunidad para su fortalecimiento y el logro de sus reivindicaciones. Tenemos ejemplos fehacientes muy cerca de nosotros. Quizás lo más renombrado sea la autonomía relativa concedida a las entidades federales del país llamadas Estados, en curiosa homonimia con el Estado Nacional venezolano fuertemente centralizado hasta años muy recientes. De esta suerte, hay quienes hablan hoy de un nuevo federalismo, en vista de la promoción y fortalecimiento de Estados como Zulia, Lara, Miranda, Nueva Esparta y algunos casos menos espectaculares. Lo cierto es que a pesar de la lentitud e insuficiencia manifiesta del proceso descentralizador, ninguna entidad federal se escapa totalmente a la retoma de su propia identidad regional, incluyendo a los Estados recién creados como Amazonas y Delta Amacuro.

En general, la población nacional en su conjunto acepta de buena gana y a veces con fuertes expectativas esta tendencia algo federalizante, más hay que reconocer que el proceso cuenta con poderosos enemigos. No faltan referencias al peligro de una desintegración total del Estado venezolano como entidad soberana, ante la emergencia de liderazgos locales e intereses particulares de naturaleza geopolítica muy limitada. Y los que afirman esto no se restringen en sus razonamientos a los flamantes Estados "semiautónomos", sino que extienden sus criticas a las alcaldías y otras entidades antes supeditadas al poder central omnímodo. Hemos escuchado el temor de algunos de que el país se está fragmentando en un sinnúmero de microrregiones muy vinculadas entre sí, y hasta con mayores potencialidades de comunicarse con países extranjeros y empresas transnacionales que con la Capital de la República. Sin embargo, la posibilidad de utilizar inadecuadamente los recursos de la descentralización, en estos comentarios se percibe claramente la exageración procedente de los más fervorosos partidarios del centralismo añorado con un dejo nostálgico.

Entre los movimientos tendientes a la búsqueda de ciertas formas de autonomía, aquellos conformados por las etnias indígenas son vistos con un recelo muy especial, aunque sin razones válidas. Es un hecho que la casi totalidad de los pueblos autónomos viven en las fronteras del país -concretamente en los límites con Colombia, Brasil y Guyana- lo que aparentemente da pie a pensar en un futuro debilitamiento del espacio

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fronterizo ante la creación de posibles enclaves de carácter étnico, con sus especificidades sociales, económicas y culturales. Dado lo delicado de la situación indígena en el país, nos apresuramos a esclarecer que en ningún momento estos pueblos albergan deseos o ideas de separatismo político ni aspiran a restar soberanía al Estado venezolano; no solo por razones de naturaleza demográfica al tratarse de minorías dispersas en vastas regiones sino también por no existir incompatibilidad alguna entre la condición de indígena étnico y de ciudadano venezolano. Para citar un ejemplo cercano, el reconocimiento constitucional de las etnias aborígenes por la actual Constitución colombiana no le ha ocasionado el menor daño territorial al vecino país. Los problemas que confronta Colombia son de otra índole, mucho menos especulativa y completamente desligada de la presencia indígena en su territorio.

La fragmentación religiosa teñida con elementos de mayor o menor agresividad constituye indudablemente un problema de elevada pertinencia y actualidad en numerosos países -especialmente en el Medio Oriente- pero su fuente de procedencia no se origina precisamente en la existencia de diferentes religiones sino en la intolerancia frente a las mismas. Todo este planteamiento se puede expresar mediante la fórmula de que los problemas no emanan de las diversidades como tales sino de la actitud cerrada y contraria a los derechos humanos de no reconocer ni autorizar su existencia sino ejercer una conducta represiva y discriminatoria frente a tales manifestaciones típicas de la heterogeneidad social, de presencia histórica y geográfica universal. Pero antes de tratar este punto nos corresponde volver a plantear otros hechos de índole más general.

Ningún defensor de la globalización -de la naturaleza que fuere- admitiría abiertamente la pretensión de homogeneizar al mundo a expensas de sus características locales o regionales. Más, lamentablemente los sectores dominantes sí están contribuyendo a crear un ambiente de uniformidad en esferas cada vez más numerosas de la vida cotidiana y de la existencia humana en general. La estandarización se está produciendo a pasos agigantados aún en los lugares más inaccesibles, desafiando incluso la resistencia de sus habitantes y el afán de defender su autenticidad. No cabe duda de que este fenómeno se hace mucho más notorio en el medio urbano, ante todo en las grandes metrópolis de los distintos Continentes.

Allí se evidencia la imposición de una creciente uniformización desde los aspectos más superficiales del desenvolvimiento concreto de las personas y cosas, hasta las estructuras profundas de orden socioeconómico y cultural que les insuflan vida y movimiento. Los centros urbanos, concebidos en términos ultramodernos, exhiben una semejanza notoria dondequiera que estén

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ubicados: la mayoría de las grandes ciudades del mundo presentan espacios de magnitud considerable que podría perfectamente intercambiarse de un extremo al otro del planeta. Los hoteles, las infraestructuras turísticas, las zonas comerciales de mayor lujo, los ambientes reservados a las actividades financieras, muestran igualmente una coincidencia asombrosa que se ha hecho especialmente llamativa en los últimos veinte años. No hay por qué insistir en que todo esto refleja de manera fehaciente el avance vigoroso e inexorable del gran poder transnacional que organiza n su modo, y conforme a sus poderosos intereses, la configuración de una red planetaria ce ciudades interconectadas y sometidas a una sola lógica de crecimiento y desarrollo. La misma obedece a las fuerzas que están detrás de este esquema, el cual no parece admitir otras alternativas según sus artífices más connotados.

En lo que concierne a los medios rurales y tradicionales, está claro que los fenómenos inscritos en las tendencias globalizadoras no se manifiestan con la misma evidencia y contundencia que en las zonas urbanas, pero no suelen faltar por completo salvo en regiones extremadamente aisladas. Se notan sobre todo en la existencia de medios masivos de comunicación, en la vestimenta de la gente joven, en cierto tipo de música de difusión casi universal, además del ingreso de instituciones y valores propios de una modernidad cosmopolita. Aquí necesitamos aclarar que no nos parece instrínsecamente negativo que la gente oiga música rock o que vea series televisivas que son prácticamente las mismas a través del mundo. Lo que queremos destacar es el hecho de que la penetración de este tipo de manifestaciones tiende a desplazar y apagar toda creación propia y hasta las fuentes de esa creatividad, a menudo de raigambre milenaria.

En este punto estamos llegando al núcleo de nuestro planteamiento en lo que a globalización se refiere. Nosotros observamos con beneplácito la interconexión mundial de las pequeñas y medianas formaciones socioculturales, de las cuales la humanidad posee millares hasta nuestros días, a pesar de las variantes del etnocidio que campean por todos los lugares. Nos parece hasta hermoso que a través de redes de comunicación entren en contacto más estrecho las culturas africanas con las oceánicas o con las indígenas o mestizas de América Latina. Esto llevaría a una gigantesca interculturación universal, conducente a un gran enriquecimiento y fecundación mutua de múltiples sociedades geográficamente alejadas y hasta el presente virtualmente aisladas, sin que tales contactos disminuyan la personalidad creadora de cada conglomerado social. Todo ocurriría de la forma más democrática y, si la palabra resulta apropiada, amistosa que cabe imaginar, porque si bien el

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conocimiento recíproco de los pueblos no garantiza la cesación de conflictos, muestra no obstante una singular eficacia para deshacer prejuicios y derrotar la ignorancia e indiferencia malsanas.

De esta manera veríamos la significación más profunda de la globalización en la interrelación directa, sin la presencia atosigante de tantas y a menudo tan inútiles entidades intermedias e intermediarias, de todos los focos de sociodiversidad con los que tenemos la fortuna de contar en el presente y ojalá permanezcan con nosotros en el futuro. Aquí cabe acotar que de alguna manera las ciencias sociales siempre han estudiado e interpretado la multiplicidad inenarrable del hecho sociocultural humano, pero por regla general sin derivar de allí fines y objetivos precisos para asegurar una convivencia más armónica y fecunda entre el mayor número de formaciones posibles. Una globalización entendida en términos democráticos e interculturales lograría satisfacer este tipo de aspiraciones existentes en el subconsciente colectivo de todos los pueblos y poblaciones desde hace mucho tiempo. El aislamiento atemporal e indefinido de las sociedades entre sí solo permite, en el mejor de los casos, la sobrevivencia por tiempo más o menos indefinido de cada formación, a base de sus características endógenas, sin beneficiarse de los flujos potencialmente enriquecedores que resultan de un contacto más sistemático entre sociedades muy variadas.

Esta perspectiva tan alentadora que podría ofrecer una globalización regida por tales parámetros sinceramente interculturales está muy lejos de acontecer en la realidad. Lo que ocurre en forma mayoritaria es la difusión vertical, unilateral y casi compulsiva de una versión de la cultura occidental más reciente y de carácter masificado en grado hiperbólico. El fenómeno es demasiado evidente para exigir una larga ejemplificación. Mas para ilustrarlo paseémonos por un momento espectacular que ofrece una aldea africana en cuyo medio se instala un aparato televisor que irradia su programación durante largas horas diarias. La mayoría de la gente -en primer término la casi totalidad de la población infantil y juvenil-sacrifica embelesada sus horas libres para nutrirse de un contenido que nada tiene que ver con su cultura propia, su historia étnica y sus problemas específicos. Como en otras partes del mundo, inclusive los barrios urbanos de Caracas, Buenos Aires, Manila o Bombay, las nuevas generaciones se entregan a una actitud meramente contemplativa que adormece sus mentes y las transporta a dimensiones ajenas a toda originalidad o creatividad. La gravedad del problema reside en la posible sustitución de una cultura viva y actuante por un mundillo virtual caracterizado por su vacuidad e

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intrascendencia.

La cultura africana aludida -o cualquier otra cultura tradicional o semitradicional pero poseedora de un sello de originalidad- difícilmente podrá recrear sus valores, desenvolver sus pautas características o simplemente crear algo por su cuenta ante presiones de esta naturaleza. Y téngase presente que ahora tampoco estamos criticando la televisión o el video per sé, ya que reconocemos perfectamente su enorme significación cultural y tecnológica. Incluso cabría agregar que en una globalización entendida en sentido intercultural y horizontal podrían elaborarse cantidades de programas televisivos y videos con las temáticas propias y con las características más resaltantes de las regiones donde residen los grupos de espectadores. En el mejor de los casos se trataría de una tecnología interactiva con participación total de la población involucrada. Pero esto raras veces sucede, aparte de ciertas programaciones alternativas que no se destacan precisamente por el apoyo y financiamiento dispensado por sus escasos patrocinadores. Por el contrario, las telecomunicaciones constituyen un magnífico ejemplo de globalización cultural esterilizante, transmisora de contenidos banales y mundialmente estandarizados que llegan al extremo de idiotizar, o poco menos, las futuras generaciones.

Estamos haciendo un énfasis muy especial en estos puntos relacionados con el futuro de las formaciones sociales pequeñas y medianas, para desvirtuar un mito relacionado con la globalización al cual hemos aludido más arriba, y que contiene además una verdad a medias capaz de confundirnos al principio. En una forma simplista sería posible afirmar que ahora, gracias a las bondades de la globalización, cualquier sociedad o cultura minúscula tiene acceso a una suerte de conexión planetaria; es decir, está en capacidad de captar un espacio al menos virtual dentro del contexto del acontecer universal. Los ejemplos sobran, pero podríamos referirnos a la situación de los pueblos indígenas del mundo en su conjunto. En cierta manera, la opinión mundial de hoy día está relativamente bien enterada del etnocidio que pesa sobre los yanomami de Suramérica, los bosquimanos de África o los aborígenes de Australia. Este conocimiento genera solidaridades a escala global e incluso los pueblos afectados reciben un impulso financiero y moral, a fin de organizarse y conformar su propia representación para dirigirse a las grandes organizaciones internacionales y otras instancias de altísimo nivel.

En primer lugar, un conocimiento mínimo de la realidad nos obliga a sopesar las ventajas de la presente situación. Nadie duda que ha crecido enormemente el número de seres humanos interesados por el porvenir de los pueblos oprimidos del mundo o igualmente por los temas ambientales que tienen que ver con la supervivencia del planeta. La organización de los pueblos indígenas en función de hacerse representar ante los organismos mundiales es

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un hecho perfectamente conocido, cuya visibilidad es obvia en las reuniones y foros internacionales, donde comparecen y participan activamente sus voceros más autorizados, con frecuencia muy eficientes y altamente calificados. También es verdad, en este mismo orden de ideas, que en virtud de la globalización los emisarios de los pueblos indígenas pueden relacionarse entre sí y encontrarse cantidad de veces en las grandes capitales de mundo, para intercambiar experiencias y trazar estrategias comunes.

Pero para lograr tal objetivo, los dirigentes indígenas tienen que aceptar en cierto modo las reglas del juego y el modus operandi de los mecanismos formales más poderosos de la cultura occidental. El financiamiento de las reuniones emana de fuentes internacionales que ni con la mejor voluntad pueden calificarse como representativas de las comunidades aborígenes. El lugar de encuentro suele ubicarse -por lo menos en la gran mayoría de los casos- en connotados centros urbanos cuyas características son absolutamente diferentes de cualquier realidad indígena o sencillamente no occidental. Los dirigentes étnicos se ven obligados a parlamentar entre ellos mismos y con otras instancias en idiomas internacionales diseminados como el inglés y el español. Y para colmo, todas estas circunstancias imponen el manejo de una burocracia y un papeleo que tienen mucho en común con la Organización de las Naciones Unidas, pero están a una distancia galaxial de los modos de comunicación internos de cada cultura tradicional. Indudablemente podrían suavizarse hasta cierto punto algunas de estas imposiciones aculturativas, pero a nuestro modo de ver es muy poco lo que se está haciendo al respecto. Occidente determina hasta la manera de organizarse los indígenas, las formalidades institucionales que han de manipular para lograr ciertos propósitos y reivindicaciones a veces mínimas; y en buena parte configura las decisiones que habrán de emanar de estas iniciativas, emprendidas precisamente en salvaguarda de los pueblos occidentales.

De todas maneras, este hecho dista mucho de constituir un problema comparable a otros cuya gravedad trataremos de enfocar ahora. Es cierto que el tipo de globalización dominante permite la organización de una parte de los pueblos tradicionales y de sus aliados, muchos de quienes pertenecen al sector académico y a los campeones de los derechos humanos. Pero mientras tanto se organizan en grado infinitamente mayor y con recursos contabilizables en billones de dólares las fuerzas sociales diametralmente opuestas a esta clase de intereses antropológicos y ecológicos. Por ejemplo, mientras en una ciudad están parlamentando los miembros más activos del movimiento indígena, suele ocurrir que en la misma urbe, a pocos kilómetros de distancia, tengan su sesión propia los sectores

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explotadores del oro y otros minerales, o cualquier consorcio transnacional interesado en apoderarse de las regiones habitadas por indígenas con el fin de imponer su propio estilo de globalización económica y financiera, generalmente con la anuencia de los Estados nacionales. Es fácil comprender que el orden mundial establecido favorece ampliamente los designios de un poder económico y político transnacional, aunque le haga unas pequeñas concesiones a sectores no identificados con tal proyecto.

La cultura occidental -comprendidas sus distintas variantes- podría ciertamente exhibir una cantidad astronómica de logros científicos, tecnológicos, espirituales y de otra naturaleza, si todos estuviésemos dispuestos a ignorar y desconocer que las raíces de muchísimas de estas manifestaciones y los recursos minerales y biológicos que las sustentan proceden precisamente de los pueblos no occidentales. Ellos han sido dejados de lado tanto en el momento en que ocurrió la expoliación como durante toda la época en que han tenido lugar los desarrollos ulteriores que configuran el status quo de nuestros días. Ni siquiera en los años más recientes existe una verdadera disposición de reconocer la importancia de las etnociencias y la validez de la propiedad intelectual inherente a sus verdaderos depositarios, los pueblos tradicionales de todos los Continentes. Y la globalización que está ahora en boga pretende continuar con la misma práctica discriminatoria, apropiándose unilateralmente de los recursos y del saber ajeno y a menudo desnaturalizándolos con fines de dominación hegemónica de carácter disfrazado de pacifico y en numerosos casos francamente genocida y bélico.

Habida cuenta de la diversidad humana desde los albores del surgimiento de nuestra especie, sería irracional y suicida dejar la conducción de toda la dinámica mundial en poder de una sola formación social, aunque no desconocemos la hegemonía fáctica que ejerce el pragmatismo y economicismo occidental en la actualidad. Es para la humanidad presente y futura una necesidad imperiosa transferir espacios de poder decisorio al resto de las sociedades, que representan otras alternativas, hoy preteridas y despreciadas. No se trata tan solo de los peligros inherentes a una homogeneización excesiva, por la unilateralidad que tal hecho le confiere al presente proceso histórico. Hay algo más grave aún, consistente en el fenómeno de que Occidente ha sido menos capaz que nadie para crear las condiciones universales para una convivencia armónica entre todos los seres, con miras al establecimiento de una paz y una ética intercultural fundantes de una coexistencia cuando menos aceptable para todos los pueblos. En otros términos, Occidente ha sido y

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sigue siendo opuesto a la noción y a la práctica de cualquier estilo de desarrollo que se pueda denominar sustentable.

No por nada la Cumbre de Río, del año 1992, enfatizó en tal grado el gran papel de los pueblos indígenas y tradicionales en el manejo y mantenimiento de los ecosistemas más frágiles del mundo. Es de lamentar que dicha Cumbre no haya tenido un seguimiento adecuado, por lo cual sus recomendaciones se han quedado mayormente en el papel, y la situación general del planeta se ha venido agravando, sobre todo en relación con el tópico de la biodiversidad mas también de la sociodiversidad. Afortunadamente existen todavía los sectores críticos que no bajarán la guardia ante la tremenda crisis que atravesamos y otras más graves que se avecinan. Hoy como nunca se impone un diálogo entre sociedades y culturas en el marco de una verdadera sociodiversidad, que no se quede en meros enunciados ni se desvirtúe a través de los cánones de la tecnoburocracia occidental.

Además, no se trata solamente de problemas ecológicos y culturales, al retomar la bandera de la sociodiversidad como fuerza actuante y protagonista de primera magnitud. Aun bajo la hipótesis insensata de que el modo de vida occidental -cerrado sobre sí mismo-constituya el mejor de los mundos posibles, subsiste el problema fundamental de la exclusión creciente de una mayoría considerable de los habitantes del planeta, principalmente en los países del Sur, pero en forma bastante notoria también en los países dominantes. La presente globalización basada en un fundamentalismo economicista y la hegemonía del mercado omnipotente se devorará a sí misma, de no introducirse urgentemente cambios radicales. Tendrá que aumentar forzosamente el número de actores colectivos con identidad y personalidad propia. Si bien hemos insistido, para mayor claridad expositiva, en la confrontación de cierta modernidad occidental especialmente reductiva con las formaciones.

sociales tradicionales y semitradicionales, el problema de la sociodiversidad no puede limitarse a un esquematismo tan manifiesto. El propio Occidental es variado, múltiple y alberga en su seno una cantidad inmensa de organizaciones y movimientos sociales, políticos, culturales, ambientales y de cualquier otra naturaleza, más allá de las meras formaciones geopolíticas grandes, medianas o pequeñas.

En la compleja sociodiversidad que hoy conocemos las identidades locales están entreveradas con otras basadas en el género, la edad, la

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ocupación, las infinitas afiliaciones adscritas o adquiridas que el ser humano es capaz de manifestar. Todo ello conduce a que los actores colectivos -con mayor o menor influencia y capacidad de decisión- deban asumir un conjunto de tareas vitales para el éxito de cualquier variante del desarrollo sustentable, imposible de imponer a partir de élites hegemónicas como las que adelantan la actual globalización economicista y reductiva. Pero en este punto es imprescindible introducir una distinción de importancia radical para nuestro planteamiento. En ningún caso entendemos la sociodiversidad como la perpetuación de carencias sufridas por los excluidos y marginados, a raíz de la implantación unilateral de una economía de mercado dogmáticamente concebida. La diversidad es la consecuencia de creaciones originales emanadas de distintos colectivos, potenciadas por los recursos a los que tengan acceso.

La pobreza, la opresión y la discriminación son fenómenos perversos, que no generan una diversidad legitima sino una desigualdad de clases y sectores sociales asimétricamente situados respecto de los factores de poder. En tal sentido, una etnia indígena, una comunidad campesina o urbana, son acreedoras de la misma cantidad de recursos, medios de subsistencia y beneficios de un proceso de desarrollo verdaderamente sustentable, que las élites minúsculas de vocación transnacional que hoy por hoy pretenden acapararlo todo, aun a costa de la vida de los demás seres, humanos o pertenecientes a otras especies. La sustentabilidad tiene que ser el resultado del esfuerzo mancomunado de todos los actores colectivos creadores de sociodiversidad, sin discriminaciones ni cortapisas, con el objeto de rescatar al planeta del dominio hegemónico practicado por una alianza genocida entre representantes del poder económico, político y militar; quienes se autoatribuyen con carácter exclusivo el derecho de globalizar y homogeneizar el espacio terrestre y quién sabe si algún día también el extraterrestre.

No negamos que la sociodiversidad puede ser, y es en muchos casos, una fuente de conflictos y destrucción mutua como ocurre en el continente africano, en buena parte a consecuencia del colonialismo y neocolonialismo de origen occidental. Pero la falta de sociodiversidad es la peor amenaza que se cierne sobre el universo existente, ya que elimina de raíz los sujetos colectivos e indirectamente los individuos, a través de un proceso perverso de exclusión y homogeneización de lo residual subsistente. Si esto sucediese, el concepto mismo de desarrollo sustentable carecería de sentido, por cuanto no tendría protagonistas ni destinatarios en el desenvolvimiento de su dinámica.

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