Sobre La Invención de La Historia

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E l o ficio de hist o riar Camín pide desconfianza, la que es “parte de una colección que celebre centenarios o aniversarios de hechos heroicos nacionales”. Otra clientela exigente e impositiva es la de los enemigos sistemáti- cos del gobierno, que muchas veces imponen sus temas y enfoques al investigador a fuerza de terrorismo verbal. Los mismos que pren- demos la vela de la historia de bronce para agradar al mandamás, encendemos la vela de la historia crítica, que no deja poderoso con cabeza, para no malquistamos con las huestes reaccionarias y revo- lucionarias. Rehuimos a como dé lugar los sambenitos de traidor y de vendidos. La clientela revolucionaria ha hecho mentir a los histo- riadores débiles, y la gubernamental, a casi todos. En un caso por paga, y en otro por miedo, se hacen excepciones al compromiso con la verdad. También resulta una clientela peligrosa la de la mayoría de los críticos, pero del ambiente de la crítica y del negocio de la publicidad no me ocupo hoy para no ser criticado por no saber pararme a tiempo. Por lo demás, creo haber respondido a lo que se me preguntó. Con el pretexto de la presentación de un plan para un libro que se llamaría El oficio de historiar, he presentado la nómina de los rompecabezas que normalmente ha de resolver un historiador de estas latitudes, el reper- torio de los peliagudos problemas que suelen llamarse subjetividad del conocimiento histórico, imagen interina del pasado, fuentes del saber histórico, crítica de los testimonios, intelección de las huellas, los días sin huella, lo memorable del pasado, los protagonistas de la historia, la periodización, la multiplicidad de explicaciones, malen- tendidos y cohabitación de la ciencia de lo histórico con las demás ciencias sociales, capitalaje y aparato crítico, maneras de contar his- torias y tipos de auditorios del historiador. He enumerado solamente los asuntos que deben considerarse en unos ejercicios de cinco días centrados en el oficio de historiar. 70 SOBRE LA INVENCIÓN EN HISTORIA* L o s MAESTROS DISPUTANTES Los doce bachilleres aceptados en 1946 como alumnos del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México recibieron su primera lección de una polémica magisterial. Los tres instmctores máximos del CEH aparentaban odiarse cordialmente entre sí. Dizque los traía divididos un asunto muy espinoso. Alguien había lanzado la pregunta: ¿Debe intervenir la creación en los escritos históricos? Uno de los maestros contestó: “No, porque la historia es ciencia de lo real”. Otro repuso: “Sí, porque la historia es género Uterario”. Un tercero dijo: “La historia es ciencia y arte, verdad y ficción”. Al primero se le llamó positivista; al segundo, idealista, y al último, ecléctico. En adelante, uno quiso merecer su apodo; trajo en su auxilio a figuras universales, y embistió a sus adversarios. Fue aquéllo una trifulca de trastienda que no trascendió a los clientes. El catedrático “positivista”, el más joven de los tres y el más fecundo, pues ya llevaba publicados media docena de libros sin contar compilaciones documentales, sostenía serenamente, en su curso de “Introducción al estudio de la historia”, el deber de elevar la tarea del historiador al rango de ciencia mediante el cumplimiento de tres anhelos que nunca satisfizo Leopold von Ranke: “Desearía que enmu- deciese por completo mi voz propia para dejar hablar por sí solos a los Publicado en Diálogos. Artes, Letras y Ciencias Humanas, México, El Colegio de México, ju- lio-agosto de 1973, vol. XI, 4, núm. 52, pp. 28-30. Posteiiormente seria recogido en Álvaro Matute, La teoría de la historia en México. ¡940-1973, México, Secretaria de Educación Públi- ca, 1974, SepSetentas, núm. 176, pp. 189-206. 71

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Trata sobre metodología de la historia

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E l o f i c i o d e h i s t o r i a r

Camín pide desconfianza, la que es “parte de una colección que

celebre centenarios o aniversarios de hechos heroicos nacionales” .Otra clientela exigente e impositiva es la de los enemigos sistemáti­

cos del gobierno, que muchas veces imponen sus temas y enfoques al investigador a fuerza de terrorismo verbal. Los mismos que pren­

demos la vela de la historia de bronce para agradar al mandamás, encendemos la vela de la historia crítica, que no deja poderoso con

cabeza, para no malquistamos con las huestes reaccionarias y revo­lucionarias. Rehuimos a como dé lugar los sambenitos de traidor y de vendidos. La clientela revolucionaria ha hecho mentir a los histo­riadores débiles, y la gubernamental, a casi todos. En un caso por paga, y en otro por miedo, se hacen excepciones al compromiso con la

verdad.También resulta una clientela peligrosa la de la mayoría de los

críticos, pero del ambiente de la crítica y del negocio de la publicidad

no me ocupo hoy para no ser criticado por no saber pararme a tiempo. Por lo demás, creo haber respondido a lo que se me preguntó. Con el

pretexto de la presentación de un plan para un libro que se llamaría E l o fic io d e h is to r ia r , he presentado la nómina de los rompecabezas que normalmente ha de resolver un historiador de estas latitudes, el reper­

torio de los peliagudos problemas que suelen llamarse subjetividad del conocimiento histórico, imagen interina del pasado, fuentes del

saber histórico, crítica de los testimonios, intelección de las huellas, los días sin huella, lo memorable del pasado, los protagonistas de la historia, la periodización, la multiplicidad de explicaciones, malen­tendidos y cohabitación de la ciencia de lo histórico con las demás

ciencias sociales, capitalaje y aparato crítico, maneras de contar his­torias y tipos de auditorios del historiador. He enumerado solamente los asuntos que deben considerarse en unos ejercicios de cinco días

centrados en el oficio de historiar.

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SOBRE LA INVENCIÓN EN HISTORIA*

L o s MAESTROS DISPUTANTES

Los doce bachilleres aceptados en 1946 como alumnos del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México recibieron su primera lección de una polémica magisterial. Los tres instmctores máximos

del CEH aparentaban odiarse cordialmente entre sí. Dizque los traía divididos un asunto muy espinoso. Alguien había lanzado la pregunta: ¿Debe intervenir la creación en los escritos históricos? Uno de los

maestros contestó: “No, porque la historia es ciencia de lo real” . Otro repuso: “Sí, porque la historia es género Uterario” . Un tercero dijo: “La historia es ciencia y arte, verdad y ficción”. Al primero se le llamó

positivista; al segundo, idealista, y al último, ecléctico. En adelante, uno quiso merecer su apodo; trajo en su auxilio a figuras universales, y embistió a sus adversarios. Fue aquéllo una trifulca de trastienda que no trascendió a los clientes.

El catedrático “positivista”, el más joven de los tres y el más fecundo, pues ya llevaba publicados media docena de libros sin contar

compilaciones documentales, sostenía serenamente, en su curso de “Introducción al estudio de la historia”, el deber de elevar la tarea del historiador al rango de ciencia mediante el cumplimiento de tres anhelos que nunca satisfizo Leopold von Ranke: “Desearía que enmu­deciese por completo mi voz propia para dejar hablar por sí solos a los

Publicado en D iá lo g o s . A r te s , L e tr a s y C ie n c ia s H u m a n a s , M éxico, El C olegio de M éxico, ju ­

lio-agosto de 1973, vol. XI, 4, núm. 52, pp. 28-30. Posteiiorm ente seria recogido en Á lvaro

M atute, L a te o r ía d e la h is to r ia e n M é x ic o . ¡ 9 4 0 - 1 9 7 3 , M éxico, Secretaria de Educación Públi­ca, 1974, SepSetentas, núm. 176, pp. 189-206.

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hechos [...] Trato simplemente de exponer cómo ocurrieron en rea­lidad las cosas [...] busco la verdad escueta, sin ningún adorno [...] sin

nada de fantasía [...] sin nada de imaginaciones”. Según el maestro “positivista”, el buen historiador no era de ningún país y de ningún tiempo; procedía a su trabajo sin ideas previas ni prejuicios; investiga­ba y no suplía con ficciones las lagunas documentales, y escribía sin el

pronombre yo, de manera impersonal y sobria, dejando a los hechos que hablasen por sí solos. La imaginación hispánica era el diantre que impedía a Hispanoamérica tom ar conciencia de su pretérito.

El historiador “idealista” , un apasionado excombatiente de la

guerra civil española, no daba cuartel a la postura de Ranke y de su discípulo mexicano. Por principio de cuentas, negaba la posibilidad de separar la historia del historiador, pues éste no podía ser una sim­ple máquina registradora aunque lo quisiera. Pensaba como los Gon-

court: “Los historiadores son cuenteros del pasado; los novelistas, narradores del presente” . Decía a voz en cuello: “La historia es un conocimiento eminentemente inexacto”; Juan de M airena lo supo:

“Lo pasado es materia de infinita plasticidad, apta para recibir las más variadas formas”. Sus estribillos eran: “El historiador nace, no se hace. El verdadero historiador no recopila, crea. El historiador digno

de tal nombre tendrá que ser como los artistas, un creador” .El doctrinante “ecléctico” se complacía en decirle pegador de

fichas y hormiga acarreadora de papeles a uno de sus colegas, y araña que todo lo saca de sí misma, al otro. Él aceptaba humildemente para sí el rol de abeja, no por lo ponzoñoso, sólo porque aspiraba a la costumbre apícola de recoger pacientemente los jugos de multitud de flores y transformarlos en miel. A éste, le oían decir sus alumnos. “En el quehacer histórico hay elementos subjetivos y objetivos. El pasado parcialmente se descubre y parcialmente se crea. No basta con reunir noticias acerca de lo acontecido; es necesario interpretar y dar forma a la investigación”. Según él, las virtudes del historiador se resumían en dos palabras: paciencia e imaginación, paciencia para juntar ladri­llos e imaginación para construir palacios. Nadie podía dispensarse de las arduas operaciones heurísticas, críticas y hermenéuticas, ni de la síntesis creadora. Comulgaba con Trevelyan: “El historiador tiene que

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S o b r e l a i n v e n c i ó n e n h i s t o r i a

poseer una serie de conocimientos complicados para reunir y depurar sus materiales, y una habilidad exquisita para presentarlos y hacerlos

llegar al lector” .

Los ALUMNOS PERPLEJOS

En 1946, el Colmex se hospedaba en una casita neocolonial de la calle de Sevilla. Allí había sitio únicamente para la docena de estudiantes. Éstos podían oír a sus maestros en un aula, leer en un salón contiguo a la incipiente biblioteca y hacer sentadillas en un brevísimo jardín. No había lugar para discusiones estudiantiles fuera del aula y dentro del recinto académico. La discusión libre se hizo, sin compañeras,

por la noche, en la calle, o si era día de quincena, en la cantina o en el cabaret. En el Morán y en el Río Rosa, en medio del estrépito de la música, se procuró conciliar las opuestas opiniones de los tres maes­

tros disputantes.Uno de los compañeros creía en las definiciones del diccionario y

combatió el derecho de usar con ligereza la palabra creación. Esta

remitía a una actividad que los filósofos medievales habían reservado para Dios. Él y sólo Él podía sacar cosas de la nada. Pero aun el devoto de le m o t ju s te estuvo de acuerdo en que podía atribuírsele metafóri­

camente al término creación el sentido que le daban el vulgo y los artistas: el fruto del magín, aquello que no es deducible racionalmente de las premisas, lo que nos sacamos inesperadamente de las entrañas. Sin embargo, aquel compañero solicitó sustituir la palabra creación, que podría prestarse a equívocos, por el vocablo invención, opuesto a descubrimiento, equivalente a dar con una cosa nueva, con algo no existente antes de que se inventara, como suelen ser los productos de lo llamado, por los romanos, imaginación, y por los griegos, fantasía. Si el acto de descubrir era achacable al entendimiento, al juicioso entendimiento, el de inventar habría que adjudicárselo a la imagina­

ción, la loca de la casa.Así todo resultaba más claro. En la disputa magisterial, el primer

maestro tomaba la defensa del juicioso; el segundo, el ataque, y el

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tercero, la comprensión. Por lo que mira a la loca, uno pedía su lanzamiento del hogar, el otro quería dejarle la administración del mismo, y el último la miraba como una pariente incómoda con la que había de apechugar. Eso a la hora de la discusión y en el mundo de las

ideas. Los tres, a la hora de la verdad, se servían del juicioso y de la loca. El “positivista” demostraba, con la praxis de sus libros, el uso alternante de la imaginación y el cacumen. El idealista iba y venía

entre los rigores del descubrimiento histórico y la orgía de la inven­ción. En la práctica los tres eran eclécticos. En la obra sus diferencias eran minúsculas y de grado, que no mayores ni esenciales. En el taller, cada uno era tan riguroso como fantástico. Ninguno era pura cámara fotográfica o mero inventor de cuentos y novelas. Combinaban el ejer­cicio de la imaginación con el ejercicio de la observación. De otra

manera no hubiesen sido miembros sobresalientes de la república de la historia, se les habría domiciliado en la república de las letras o en la república de las ciencias. Los científicos los proclamaban humanistas, y éstos, científicos, porque vivían en un mundo que

aunaba lo mejor de los dos restantes. Eran más que nada descubrido­res, pero no podían menos que ser un poco inventores, imaginativos, fantasiosos o inspirados.

L a l o c a s e m i a t a d a

Aquellos maestros hacían historia, y de Heródoto al presente las

figuras máximas de la historiografia han inventado en las tres etapas del quehacer histórico. En la etapa preparatoria, gracias al esfuerzo creador, se hacen preguntas e hipótesis, es decir, se inventan imágenes interinas del pasado. En la etapa de la búsqueda de testimonios y el análisis de ellos se usa del magín para llenar lagunas de información. Con la ayuda de la fantasía, tanto Miguel Ángel como los histo­riadores pueden sustituir, aquél el brazo mutilado de una estatua, y éstos el detalle perdido de un relato. Nadie se puede contener en el límite de la observación o el descubrimiento. Todo descubrimiento se vuelve parcialmente invento. ¡Si el hombre pudiera ver sin soplar al

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S o b r e l a i n v e n c i ó n e n h i s t o r i a

mismo tiempo! (es decir, sin alterar el objeto observado). Inevita­blemente, según el decir de Dilthey, “todo instante pretérito, al ser

fijado por la atención que congela lo fluido, resulta apreciablemente alterado”, inventado. Y las alteraciones no paran aquí. En la etapa de síntesis la inventiva del historiador se suelta el pelo. Entonces se dan las ficciones externas e internas de que habla Alfonso Reyes. “En los historiadores clásicos muy a las claras, con más disimulo en los mo­

dernos, encontramos el recurso constante a las ficciones para repre­sentar lugares y personajes, con descripciones en que hay reflejos imaginados, y con retratos en que parece que presta su pluma el novelista” . No sólo los poetas acuden a la alada inspiración para dar vida camal y espiritual a los huesos de nuestros difuntos. La vitali- zación del pasado, quehacer deseable, no sería posible sin soltar la

ríenda a las virtudes de la imaginación creadora.En ningún momento podemos contener el caudal del río que mana

de nosotros. Varíará el grosor del caudal y el uso que se haga de él. Algunos sólo manamos chisguetes; otros, mares. Unos creen que la

historía debe captar fielmente lo histórico y cierran sus compuertas y obligan a sus aguas a salir por el derramadero. Los historíadores

positivistas se arrancan algo de sí para transmitirlo a los demás cuando ya no les queda otro recurso. Son creadores a pesar suyo. Los idea­listas se abren de par en par a toda hora, para bien y para mal. Los eclécticos viven habitualmente en sus cabales, pero no se resisten a los necesarios momentos de éxtasis, corren las compuertas cuando los

terrones ardientes piden fecundación.No en todas las épocas la fantasía histórica ha sido igualmente

tolerada. Lo fue mucho por los antiguos y los románticos. Entre otras cosas, ponían discursos jamás pronunciados en boca de sus persona­jes. Aunque las palabras atríbuidas a los grandotes debían ser “ade­cuadas a su carácter y a los acontecimientos”, a través de ellas podía

lucir, según Luciano, la elocuencia del historíador. Los modemos disimulan los inventos de la ciencia histórica. Aceptan de mala gana que el pensar histórico, el cual no ha desaparecido aún del seno del pensar científico, tenga que echar mano de ficciones. Los modemos han maniatado a la imaginación mucho más que los antiguos.

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Por último, no todas las escuelas de historia se muestran igualmen­te rudas con la inventiva. En la historia anticuaria, tan cara a los románticos, se hace perdurar al hombre y la cultura del pasado a

fuerza de inyecciones de fantasía. La historia monumental o de bron­ce, auspiciada por el propósito de tomar ejemplo de seres humanos y acciones de otras épocas, embellece o desfigura el pasado con

ficciones literarias. ¿Qué se ha hecho de Hidalgo, Juárez y Carranza y de las movidas de independencia, reforma y revolución? Con todo, la historia conmemorativa permite menos libertades a las locuras de Clío que la historia rememorativa. Más exigente aún es la historia crítica. Esta, a cualquier costo, quiere ser ciencia respetable y no ceja en ocultar y amarrar a la loca de la casa. Pero lo consigue poco cuando se trata de prehistoria e historia antigua. Con la moderna le va mejor.

Hay dificultades en los sectores cultural y político, pero el control de la loca es casi perfecto en el sector económico, el menos humano de los asuntos de la historia.

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EL RIGOR DOCUMENTAL

EN LA HISTORIA DE MÉXICO*

L o s ARCHIVOS DE PAPELES VIEJOS

son la tierra donde se da más rozagante la flor de Clío. A la mayoría de los profesionales de la historia no les fue concedida la visión directa

de su objeto de estudio. Sólo pueden contemplar las acciones humanas del pasado al través de vestigios materiales, tradición oral y documen­tación. Los historiadores de la cultura helénica (Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Tito Livio, Tácito y Suetonio) confeccionaron sus obras principalmente con recuerdos personales y tradición oral. Los histo­

riadores de la época moderna se asoman al pasado, la mayoría de las veces, con el concurso de vestigios materiales o monumentos y de obras escritas o documentos, y si pueden escoger entre unos y otros, prefieren el vehículo de la documentación al residual. El patriarca de

los historiadores de hoy, Leopold von Ranke, dictaminó: “La historia comienza allí donde se nos ofi-ecen datos escritos que inspiren con­fianza”. Algunos de los seguidores de Ranke agregaron: los documen­tos transmitidos en forma manuscrita son testimonios más confiables que los impresos. Se dice que la tierra óptima para el desarrollo y la

producción de historias es la archival, no la de bibliotecas; la de repositorios de escrituras manuscritas, no la de almacenes de escritu­ras de molde.

A rtículo publicado en R e la c io n e s , Zam ora, El C olegio de M ichoacán, vol. IV, núm . 14, prim avera de 1983, pp. 31-45.

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