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VIVIR OTROS SIN LOS los desaparecidos del Palacio de Justicia Fernando González Santos

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VIVIROTROSSIN LOS

los desaparecidos del Palacio de Justicia

Fernando González Santos

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VIVIR SIN LOS OTROSLos desaparecidos del Palacio de Justicia

Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • MéxicoMontevideo • Santiago de Chile

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1ª edición: Noviembre 2010© Fernando González Santos, 2010© Ediciones B Colombia S.A., 2010Cra 15 Nº 52A - 33 Bogotá D.C. (Colombia)www.edicionesb.com.co

Director editorial: Alfonso Carvajal RuedaDiseño de carátula: Diego Martínez CelisDiagramación: Aura Pachón RodríguezCorrección de estilo: Álvaro Carvajal Rozo

ISBN: 978-958-xxxxDepósito legal: HechoImpreso por: D`vinni

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigu-rosamente prohibida, sin autorización escrita de las titulares del copyright, la reproduc-ción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

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Antes de ingresar a la cafetería me despedí del magistrado Alirio Céspedes. La mañana aún conservaba la humedad de la lluvia que ese día caía desde muy temprano. No sé por qué el tono gris de Bogotá atrae la vibración de un sentido oculto y provoca una vaguedad de pensamientos inútiles que asechan y se van. Aunque los trancones de los autos se multiplicaban, las calles iban despejándose mágicamente. En las esquinas se reunían pe-queños grupos de gente que se guarnecían por momentos bajo los techos salidos de las construcciones coloniales. Con la lluvia, el centro capitalino era invadido por voces de otras épocas que sobrevolaban las nuevas miserias ante la mirada majestuosa de los Cerros Orientales. A esta altura de la historia, nadie tenía muy claro qué significaba ser bogotano, para mí era simplemente el aprendizaje a ciegas de un sueño que se refundía entre ídolos y ausencias.

El mesero pasó cuando me estaba quitando el abrigo. Lo saludé con cierta familiaridad, ya que en otras ocasiones había sido muy atento conmigo. En ese instante una mujer vestida con sastre azul entró sin ocultar su afán y se ubicó en la mesa del rincón. Me llamó la atención porque inmediatamente se dirigió hacia el baño detallando el salón con mucha cautela. Al regresar se acomodó, yo diría que forzadamente, para tener la visibilidad de la puerta. Supuse que estaba esperando a alguien

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y que por una u otra razón no quería verse sorprendida cuan-do su acompañante llegara. Qué distraída estoy, pensé ante la incomodidad que me produjo su mirada. Abrí el bolso, saqué mis bolígrafos de colores, un libro de Cortázar y la libreta de apuntes. Ya eran las once pasadas, comenzaba a sentirme in-quieta con la noticia que debía tener lista en horas de la tarde. Cuando el mesero se acercó a preguntarme si quería tomar algo, levanté la cabeza y con la mano derecha golpeé mi libreta; los dos nos quedamos mirando hacia el suelo, pero él se agachó con rapidez y la puso nuevamente sobre la mesa.

—Mil gracias —le dije—. Hoy estoy más torpe que nun-ca.

—¿Tú eres periodista? —me dijo con un tono costeño que resultaba agradable a esa hora del día.

—¿Cómo lo sabe? —le pregunté en el mismo instante que percibí el olor a menú.

—Es muy sencillo —me respondió como si hubiera pre-parado su respuesta—. Aquí vienen estudiantes con cuaderno de cinco materias, magistrados con agenda y periodistas con libreta de apuntes.

Cuando aún estaba sonriendo, en respuesta a su comentario, miré hacia abajo y vi una fotografía que imaginé se le había caído al recoger la libreta. Como esta vez yo estaba más cerca, por puro instinto bajé el brazo para levantarla. El mesero siguió con su mirada el movimiento.

-¡Mierda! —dijo espontáneamente—. Mi mujer me tritura si boto esa vaina.

Su expresión alborotó mi intriga, así que antes de entre-gársela detallé la fotografía.

—¿Son su hijas? —le pregunté—. Y seguí observando esa belleza de cuadro sin escuchar lo que él estaba respondiendo. ¡Son hermosas! ¡Y todas seguiditas!

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—¿De verdad? —dijo el mesero—. ¿Quieres que te diga una cosa? La otra vez estaba pensando si había algo en este momento más importante que mis niñas.

—Pero usted se ganó el cielo con esas mujeres —le inte-rrumpí.

—Es que el cielo está en la tierra, mujer —dijo con una risa que alcanzó a contagiarme.

El mesero miró a las otras mesas, pues ya tenía mucho tiempo de estar conmigo y se dirigió a no sé qué otro lado donde lo estaban llamando. Puse la foto sobre la mesa y traté de escoger el disfraz más lindo. Se notaba el esmero de quien los había hecho. Definitivamente el encanto era verlas a las cuatro juntas. Intenté ver mi agenda para revisar la hora del evento programado en presidencia, pero me quedé divagando unos minutos sobre la posible forma como este hombre llevaba su vida. Algún encanto tenía esta escena, que hasta el día de hoy no he podido precisar.

¿Y si escribiera una historia así de sencilla para el perió-dico? Alcancé a pensar. Esto de perseguir noticias sobre los acuerdos de paz y el tratado de extradición y las sesiones de la Corte Suprema, a veces resultaba siendo un delirio sin forma ni fondo. Quizá el mundo sea tan elemental como el de este padre que sirve el café y lleva en el bolsillo la foto de sus hijas. Más que un personaje, me parecía un hombre con una particular sabiduría de la vida cotidiana, en la que hace mucho tiempo yo no pensaba por andar pendiente de las primicias que arrojaba la guerra. Fue entonces cuando miré el reloj y me agarró la prisa. El mesero estaba ocupado, saqué unas monedas, le hice señas y dejé la fotografía encima de la mesa, suponiendo que él la tomaría en algún momento. Salí corriendo hacia el Capitolio, llevaba en mi corazón el bosquejo de aquella historia y en la cabeza el evento que el Presidente tendría en Palacio. Aunque la mañana continuaba un poco fría preferí caminar sin el abrigo puesto, no había

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algo mejor que percibir la tenue libertad provocada por el vientecito penetrante de la ciudad.

Cuando acababa de cruzar la Plaza de Bolívar un estreme-cedor tiroteo se escuchó en la entrada del edifico donde hacía pocos minutos estaba sentada. Inmediatamente recordé la noticia que nosotros los periodistas habíamos sacado a la luz pública pocas semanas antes, en la que el Movimiento Guerrillero M-19 anunciaba un hecho de grandes proporciones en Colombia. Jamás me imaginé que desde ese preciso instante hasta el final del último disparo, fuera a transcurrir veintiocho horas de en-frentamiento armado entre la guerrilla y el Ejército. Una de las personas rescatadas simplemente dijo que allí se habían disparado todas las armas del mundo y el horror a lo largo de los años nos hizo hablar de un holocausto, como si aquellas veintiocho horas hubiese sido el principio y el fin de una leyenda entregada a la perturbación del olvido. Pero el olvido es una especie de alma en pena que ha perdido la voluntad de abandonarnos. Por eso allí no terminaría la tragedia. Algunas vidas estarían muy lejos de cerrar el ciclo de la muerte aquella tarde de 1985 y sus destinos serían inevitablemente arrojados más allá del holocausto. ¿Qué sucedió antes y qué ocurrió después de estas veintiocho horas? Fue el interrogante que durante mucho tiempo anduvo sin respuesta en los vericuetos de dos generaciones enteras.

Luego de besar en la mejilla a Isabela, Ramiro se incor-poró y caminó calculando los pasos para no despertar a sus otras tres hijas. Al apoyarse en la esquina de una de las cunas, los piececitos de Laura hicieron un pequeño movimiento, así que se detuvo reteniendo el aire durante unos segundos. En ese instante se encontró con la mirada de Bety. Esta vez no sonrieron, mejor compartieron un encuentro de dudas que desde tiempo atrás venían danzando en la penumbra de la habitación. Todavía quedaban varias cosas pendientes antes de dormir y ella aguardaba sentada e impaciente en la orilla de la

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cama, pues ya había terminado de plancharle a su marido el pantalón negro y la camisa blanca que completaban su unifor-me. El día anterior había sido lunes festivo, así que la semana parecía tener un aire de pesadez y descontrol que alteraba los asuntos domésticos. Cuando Ramiro dio el siguiente paso observó a Bety revisando el recibo de la matrícula escolar de Isabela. Seguramente pensó lo mismo que ella alcanzó a cavilar en el instante que lo estaba mirando: que las cosas ya no eran como antes, que el tiempo se les estaba viniendo encima, que los gastos iban acumulándose, que al cabo de cuatro embarazos aún vivían en la casa de sus padres.

—Esta mañana revelé las fotos —le dijo Bety con cierta picardía y rompiendo el silencio que ya comenzaba a inter-ponerse entre los dos.

Ramiro aprovechó que su esposa estaba saliendo de ese incómodo lugar donde las preguntas no tienen respuesta y regresó al sentido de la vida cotidiana.

—¡Por favor! sólo déjamelas ver —dijo Ramiro— comen-zando un intercambio de palabras que terminó en un gracioso juramento.

—Ponte la mano en el pecho —le dijo Bety.

Ramiro hizo lo que ella ordenaba, como si estuviera apren-diendo las reglas de un juego nuevo.

—Yo, Ramiro Díaz, juro que si boto esa foto no vuelvo a casa.

Y Bety indicaba lo que debía repetir.

—No vuelvo a la casa pero sigo pasando el dinero para las niñas.

—Sigo pasando el dinero para las niñas —contestó Ramiro soltando una carcajada.

En medio de la risa caminaron hacia las cunas y revisaron entre los dos que las niñas no estuvieran destapadas.

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—¿Al fin paso mañana por ti? —preguntó Bety mientras se metía entre las cobijas. Con esta pregunta ella se refería al itinerario acostumbrado que hacían los primeros días de cada mes, al recorrido por el centro de la ciudad, a la búsqueda de los útiles escolares para las niñas, a la comida en PPC y a la compra de una pizza gigante con que llegaban a casa.

—Es mejor que no vayas —respondió Ramiro con una inquietud que dejó rápidamente de lado, pues la hora no daba para comenzar reflexiones tan densas—.Como encontraron esos planos del Palacio, hay días en que se pone muy harta la restricción de la entrada.

Ya el tema lo habían tocado días antes, cuando hablaron de los sufragios que los magistrados estaban recibiendo por parte de los narcotraficantes. La preocupación de Ramiro era que la guardia especial pedía identificación en la puerta, las personas externas al Palacio de Justicia no podían entrar, las ventas de la cafetería estaban bajando y las propinas no eran las mismas. Pero ese lunes festivo terminó disipando toda preocupación rutinaria. Además, el viernes anterior había sido treinta y uno de octubre y por supuesto estuvieron dedicados a los disfraces de las niñas.

Las cuatro se convirtieron en hermosos animalitos y nadie podía ser indiferente a este cuadro enternecedor. July, la mayor, tenía cinco años. Era un conejo blanco de orejas grandes y una cola que arrastraba por el piso; Bety siempre asumió que era su alma gemela, nunca se cansaba de hablar de su cabecita calva, de las treinta y cinco horas que duró el esfuerzo del parto, del momento en el que la sintió entre las piernas y de cómo percibió que su cuerpo se levantó y se fundió con la humanidad de su primera hija. Sus ojos azul claros le darían la acogida a Bety en la casa de sus suegros, pues cuando la mamá de Ramiro la tuvo entre sus brazos y dio gracias a Dios, él aprovecho para sentenciar el vínculo, diciendo: “Si reciben a esta belleza también reciben a su madre”.

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En cambio Isabela era la adoración de su papá, precisamente dos décadas más tarde, cuando los medios de comunicación anunciaron el juicio que las cinco habían estado esperando toda la vida, ella sería la única que recordaba con exactitud el rostro de Ramiro, los juegos en la sala, la arrastrada en el tapete y hasta el tierno beso que aquel cinco de noviembre le dio su padre en la mejilla antes de dormir. Desde muy pequeña preguntaba si ya era el día de ir a la escuela y se colgaba la maleta cuando veía que su hermana mayor levantaba su lonchera.

Por su parte, la noche del Halloween, Violeta trataba de gri-tar con los otros chicos y aligerar sus pasos, pero a sus dos años resbalaba constantemente sobre el piso húmedo que todos los treinta y uno de octubre soportaba un tremendo aguacero. La hermana de Bety se había esmerado en pintar los bigotes de la ratona en su carita angelical y que se enrollaban cuando las puertas se abrían para entregar dulces a los niños. Mientras que a Laura aún tocaba cargarla, su tía y sus padres se la turnaban a medida que avanzaba el recorrido por el barrio, celebrando las poses que inventaba con el disfraz de gata traviesa confeccionado por su abuela. También había sacado los ojos de su mamá. “Los más lindos de la comarca”, le dijo Ramiro a Bety en su tono costeño el día que la conoció.

Llámame mañana a las once y vemos si todavía está la guardia en la entrada —le dijo Ramiro, dando por terminada la jornada. Esta vez se miraron con cierta resignación, como si una realidad mayúscula amenazara con arrebatar la suerte que esa noche los mantenía juntos. Bety puso la foto encima de la mesa de noche y dirigió su mano hacia el interruptor de la pantalla.

A las seis y cinco Ramiro echó un vistazo al cuarto, cer-ciorándose de que no había dejado nada importante para emprender sus labores del día.

—Dame la foto —le dijo Ramiro a Bety con la dureza que provoca el afán de la mañana, pero con la ilusión de llevar con-sigo un nuevo símbolo que ratificaba su orgullo patriarcal.

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—Ya sabes, no me las vas a botar o no vuelves —le res-pondió Bety, en el instante en que él se echaba la foto dentro del bolsillo de la camisa, erguía su quijada y encima se ponía el saco que su esposa le había regalado unas semanas antes.

Las tres niñas mayores, aún con el sueño a cuesta, comen-zaban a moverse entre la cuna, quizá espantando el primer llamado de su madre y el ruido que provocaba al preparar la lonchera de Juliana e Isabela. Sólo Laura estaba despierta, Bety la cargaba en los brazos y la cuchicheaba mientras Ramiro cun-día de besos su frente antes de abrir la puerta del apartamento. Ya muy apurado, se llevó el dedo índice hacia el pómulo y miró a Bety. Con ese movimiento le estaba recomendando que lo vigilara hasta la salida del edificio. Durante las declaraciones rendidas muchos años después en las diferentes dependencias judiciales, Bety recordaría con cierto humor esta última escena, especialmente cuando se le preguntaba por las circunstancias en las que había visto salir a su esposo de la casa. La madre de Ramiro vivía en la torre contigua y desde hacía tres meses le debían doscientos pesos, así que prácticamente montó cacería por la ventana de la sala que daba a la entrada peatonal. Esta semana Ramiro había decidido salir por la puerta del parquea-dero. Una vez abajo, le hizo señas con la mano derecha a Bety y ella le indicó la dirección en la que estaba el celador, quien ya venía a quitar el pasador de la puerta metálica para que sa-lieran dos carros. Ramiro salió detrás de los vehículos, imaginó que su madre se había quedado en la ventana del otro lado esperándolo con el reclamo de la deuda, atravesó la Autopista Sur y paró un bus que decía “Carrera Décima, Centro”.

Ramiro llegó a la puerta del Palacio y vio con extrañe-za que únicamente los vigilantes del edificio custodiaban la entrada. Él esperaba que esa mañana un grupo del Ejército o la Policía estuviera brindando la seguridad que se había montado la semana anterior, debido a las amenazas recibidas por los magistrados. Alcanzó a entusiasmarse con el hecho de

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que el personal externo, como decían los de seguridad, podía entrar sin problemas, lo que representaba para él obtener más propinas. Además, el acuerdo con Bety era que no habrían más disculpas para la matrícula de Isabela. Cuando entró a la cafetería saludó a Mary Luz, quien estaba preparando la loza para el desayuno.

—¿Cómo sigue tu mamá? —le preguntó Ramiro, con ese tono de alegría que lo caracterizaba—. ¿Entonces hoy la vas a reemplazar de nuevo?

Salió del baño, saludó al administrador y recibió las indica-ciones del día. Hacía cinco meses era su nuevo jefe y Ramiro siempre proclamaba que gracias a él la cafetería se había con-vertido en un gran restaurante, que atendía los almuerzos de la Alcaldía, el Congreso y la Presidencia.

Cuando Ramiro se dispuso a organizar los manteles miró el bolsillo de la camisa y revisó la foto; desde la semana anterior había pensado mostrársela a una congresista y a otros magis-trados porque suponía que podrían ayudarle de alguna manera, hasta con un subsidio para la casa, como le dijo alguna vez a su esposa con tragos en la cabeza. El mesero salió a la puerta frotándose las manos con el uniforme puesto, dándose ánimo para comenzar la jornada. Poco a poco fueron llegando los demás trabajadores, ocuparon sus lugares y la mañana se abrió camino entre algunos desayunos. Las cortinas de paño que decoraban las paredes le daban un ambiente de recogimiento a cada mesa y la extensión del recinto ofrecía la independen-cia de los visitantes. A las once el doctor Jaramillo y su colega Otoniel Caballero entraron al restaurante, sin mayor parsimonia le pidieron dos cafés a Ramiro y salieron rápidamente.

Luego de servirle un jugo a la mujer de sastre azul que estaba sentada al otro lado del salón, Ramiro vio que la perio-dista con la que había cruzado palabras se paró afanada de su silla y le señaló con el dedo índice la mesa en la que dejaba la foto de sus hijas. El mesero se acercó inmediatamente, recogió

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la loza y la llevó hasta la cocina. De regreso miró a las niñas con un afecto especial, como si la conversación con aquella reportera hubiera exaltado su vocación de padre. Trajo un café más que le estaban pidiendo desde hacía rato y cayó en cuenta que era el momento de llamar a Bety, así que levantó la cabeza tratando de adivinar dónde estaba su compañero de trabajo para avisarle que se dirigía al teléfono del sótano. Antes de salir, un joven, acompañado de una chica y quien dijo ser estudiante de la Universidad Externado, se le acercó y le preguntó por la oficina de un magistrado que estaba ubicada en el primer piso. Justo cuando Ramiro le fue a dar las indicaciones, una ráfaga de disparos se escuchó desde el sótano y en contados instantes la voz de la mujer vestida con sastre azul reventó detrás de sus espaldas.

—¡Todos contra la pared que esto es una toma! —gritó levantando su revólver.

Sin dejar reaccionar a las quince personas que se encon-traban en el salón, expresó con voz de mando:

—Somos el Comando Iván Marino Ospina del M-19 y a ustedes no les va a pasar nada.

Inmediatamente, Ramiro y las demás personas que se ha-llaban en la cafetería levantaron sus brazos.

—¡Presente y combatiendo! —oía Ramiro desde muchos puntos en medio del tiroteo.

El estudiante salió repentinamente del recinto en busca de su amiga pese a que la mujer de sastre disparara ante cualquier movimiento y por un buen rato no dejó de hacerlo porque los vigilantes venían de la entrada del Palacio en dirección a los ascensores del fondo. La plazoleta central del edificio ayudaba a que las descargas hicieran eco y que se intensificara el sonido estruendoso de las estructuras. Varios subversivos comenzaron a transitar con sus morrales por el pasillo. Otros dos vigilantes ingenuamente disparaban sus armas, pero en pocos instantes