Sig Love Inti Uno

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Damas y caballeros, sirva la presente para notificarles que, aunque no bailo ni fumo, brinco de contento por estar aquí frente a ustedes hoy, 9 de marzo de 2005, en la ciudad de Mérida. Aparte de encontrarme a gusto entre tantos amigos, mi felicidad se debe a que me pidieron que escribiera unas cuantas líneas sobre lo que le pasa a la literatura venezolana en estos últimos tiempos y, como comprenderán, eso representa una oportunidad estupenda para expresar mi modesta opinión sobre un tema que, supongo, nos interesa a todos. Para empezar debo advertirles que no voy a hablar mal del prójimo, que no voy a despotricar (por los momentos) de los críticos literarios, que no voy a quejarme de su silencio, que no voy a enrostrarles el que sólo se dediquen a escribir cuando les toque hacer sus trabajos de ascenso, que no voy a burlarme porque sólo hablen de autores que los legitimen a ellos, que no voy a fastidiarlos porque no le prestan atención a lo que está pasando en sus narices... No. No voy a hacer nada de eso porque vinimos a hacer amigos... Tampoco vine a hablar de política, aunque no está de más que les diga que es una vergüenza vivir en un país donde tramitar una cédula de identidad es poco menos que una odisea. Y ya entrando en materia, acordemos que nuestra literatura vive un momento muy extraño... Con ella pasa como con la Vinotinto: después de acostumbrarnos a toda una vida de fracasos futbolísticos, el equipo venezolano empieza a obtener victorias y uno, como espectador, no sabe qué cara poner. Decía que con la literatura venezolana nos encontramos en un momento raro pero luminoso en el que las editoriales se han quitado sus pijamas y se han puesto los pantalones para seducir al lector. De ahí que hayan desempolvado la maquinaria que recibe y lee manuscritos, que edita, diseña, imprime, distribuye y vende libros. El porqué de semejante situación que en otros lugares es normal y que aquí supone un prodigio, se torna misteriosa. Quizás

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Damas y caballeros, sirva la presente para notificarles que, aunque no bailo ni fumo, brinco de contento por estar aquí frente a ustedes hoy, 9 de marzo de 2005, en la ciudad de Mérida.

Aparte de encontrarme a gusto entre tantos amigos, mi felicidad se debe a que me pidieron que escribiera unas cuantas líneas sobre lo que le pasa a la literatura venezolana en estos últimos tiempos y, como comprenderán, eso representa una oportunidad estupenda para expresar mi modesta opinión sobre un tema que, supongo, nos interesa a todos.

Para empezar debo advertirles que no voy a hablar mal del prójimo, que no voy a despotricar (por los momentos) de los críticos literarios, que no voy a quejarme de su silencio, que no voy a enrostrarles el que sólo se dediquen a escribir cuando les toque hacer sus trabajos de ascenso, que no voy a burlarme porque sólo hablen de autores que los legitimen a ellos, que no voy a fastidiarlos porque no le prestan atención a lo que está pasando en sus narices... No. No voy a hacer nada de eso porque vinimos a hacer amigos... Tampoco vine a hablar de política, aunque no está de más que les diga que es una vergüenza vivir en un país donde tramitar una cédula de identidad es poco menos que una odisea.

Y ya entrando en materia, acordemos que nuestra literatura vive un momento muy extraño... Con ella pasa como con la Vinotinto: después de acostumbrarnos a toda una vida de fracasos futbolísticos, el equipo venezolano empieza a obtener victorias y uno, como espectador, no sabe qué cara poner.

Decía que con la literatura venezolana nos encontramos en un momento raro pero luminoso en el que las editoriales se han quitado sus pijamas y se han puesto los pantalones para seducir al lector. De ahí que hayan desempolvado la maquinaria que recibe y lee manuscritos, que edita, diseña, imprime, distribuye y vende libros. El porqué de semejante situación que en otros lugares es normal y que aquí supone un prodigio, se torna misteriosa. Quizás el desbordado éxito de los textos que pretenden analizar el desastre político y social que padecemos, haya abierto el boquete para que los editores, por fin, se dieran cuenta de que el mercado editorial venezolano no es esa sarta de lugares comunes que aún se repite como si de un mantra se tratase: “que aquí la gente no lee, que aquí el mercado es muy reducido, que aquí no hay escritores, que la literatura venezolana es aburrida...”. ¡Puras necedades! Tal parece que los editores se dieron cuenta de que las cosas son muy diferentes a lo que reza la comodidad, que sí hay un público ávido de leer las cuartillas que escriben no sólo los grandes autores de cualquier parte del mundo, sino las de los autores venezolanos, y la explicación a este especial fenómeno habría que buscarla en la necesidad de revisarnos a nosotros mismos que ha generado el caos que vivimos.

Hagamos un alto y observemos un momento este punto… Para nadie es un secreto que este país anda mal, muy mal y, curiosamente, la respuesta a esta tragedia ha generado, según mi humilde

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parecer, un afán introspectivo (no crean que a la manera polaca, búlgara, boliviana o checa; nuestro cerebro y nuestro afán rumbero no dan para tanto) que encuentra cierto refugio en la lectura y cierta intuición de que en los libros hay respuestas para calmar el desasosiego imperante, dicho sea de paso, no sólo en nuestro país, sino en el mundo entero. Esa circunstancia hace que los libros adquieran un nuevo interés, que los tomos de ensayo, teatro, crónicas y cuentos, las novelas, los reportajes periodísticos y los poemarios se hayan transformado a los ojos de nuestros lectores en una suerte de oráculo al que se acude en busca de respuestas… Es decir: los venezolanos descubrimos a fuerza de sufrimiento para qué sirven los libros. ¿Y qué? Búrlense todo lo que quieran. Nuestro desastre político, económico y social habla mal de nosotros; dice que somos frívolos, que hemos sido indolentes, que estamos pagando el precio de tanta irresponsabilidad y de tanta rumba, pero ese deseo de buscarnos a nosotros mismos en los libros es un buen síntoma… No sé de qué, pero es un buen síntoma.

En ese contexto, creo yo, se está produciendo literatura en este país. Los escritores, que no podemos escapar a esa dinámica, leemos buscando respuestas y escribimos sabiendo que, hoy más que nunca, tenemos que darlas porque allá afuera, en la calle donde te matan para quitarte los zapatos o te emboscan para secuestrarte y violarte, hay unos lectores que las esperan, así sea para burlarse o para comprobar que las suyas no distan mucho de las que encuentran en cada página.

Aparte de las implicaciones individuales que esta hipótesis un tanto aventurada trae consigo, sería interesante poner también bajo el microscopio las otras caras de este asunto. Si aceptamos que podemos pasar horas especulando sobre el nacimiento o no de una nueva actitud del público venezolano frente a los libros de sus coterráneos, también sería pertinente que nos preguntáramos sobre las consecuencias que en el ámbito editorial, en el de la crítica y en el de los autores supondría tal premisa.

En el ámbito editorial, como hemos afirmado, el que haya lectores (sea por las razones que sea) supone dinero… Porque, damas y caballeros, la literatura es un negocio. Está muy bien: hablamos de obras literarias, de creación, de imaginación, de fantasía y de cosas bellas, pero sobre todo hablamos de billetes que la editorial invierte y que desea recuperar y ver convertidos en ganancias. Desde el punto de vista editorial, la preocupación no se centra en la creación de obras magnas; se centra en la construcción de una industria, de un negocio que nos permita ganar dinero para irnos a la playa porque, por si no lo saben, el dinero sí da la felicidad, y si no se habían dado cuenta o no lo creen, sepan que los han engañado.

Aunque no lo digan con la voz de Plácido Domingo, eso está presente en la mente de los directivos y editores de Planeta, Alfaguara, Norma, Alfadil, Criteria, Grijalbo-Mondadori y de la Fundación para la Cultura Urbana. En este particular, las cabezas de Monte Ávila merecen una mención

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especial porque, gracias a Dios, han demostrado que usan el dinero en lo que lo tiene que usar (que son los libros) y no en la compra de ametralladoras…

En el caso de la crítica literaria las cosas se complican por varias razones. Como es tradicional, los críticos literarios encienden sus pipas, se tocan sus quijadas y escriben desde sus cubículos universitarios para que los lean otros especialistas que también encienden sus pipas y se tocan sus quijadas en sus respectivos cubículos universitarios. En otras palabras, lo que ellos hacen, no tiene nada que ver —al menos directamente— con que en la calle haya o no lectores. Por eso su trabajo no sólo carece del peso que debería tener en todo este asunto, sino que se pierde la oportunidad de orientar a los demás en todo lo que se refiere a las obras que salen a la palestra, de leerlas, analizarlas y despertar en otros el interés por disfrutarlas. Por eso buena parte de los libros que ven la luz en el mercado venezolano, pasan sin pena ni gloria. Como nadie habla de ellos, dejan de existir aunque estén registrados, tengan en regla su depósito legal y estén en las librerías.

Por lo mismo de andar fumando pipa y de andar tocándose las quijadas en la comodidad del claustro, la crítica literaria venezolana adolece de una absoluta incomprensión acerca de lo que están haciendo sus paisanos escritores. No sólo no entienden sus preocupaciones ni sus técnicas ni el desarrollo de unas cuantas y posibles estéticas, sino que se empeñan en medirlo todo con los raseros de unos cánones ya vetustos en lugar de inventar unos nuevos… Por ejemplo: si un autor X se empeña en reproducir el tono taimado de una conversación entre dos malandros caraqueños, ya es “costumbrista”, sin pensar que esa categoría llamada costumbrismo fue propuesta para los autores del siglo XIX y que no se amolda a las características de la narrativa actual.

Otro típico rasero de la crítica literaria es medirlo todo con el canon de Bloom, con el de Barthes, con el de Todorov, con el de Steiner, Foucault, Habermas o con el de cualquiera de esos grandes chivos que legitiman a todo el que los nombra. Que midan a todo el mundo con la vara de Borges no sólo es aburrido, sino cómodo y oportunista… Claro: es más fácil escribir sobre un viejo requete-leído, requete-estudiado y requete-consagrado que romperse la cabeza para estudiar la obra nueva de alguien nuevo y, para colmo, nacido en estas tierras.

En el caso de la crítica literaria criolla se cumple una de las reglas de oro del ser venezolano: para que algo tenga peso y autoridad debe ser de otro país.

Los críticos literarios venezolanos no entienden que aquí debemos conjugar esos cánones portentosos de la cultura universal con nuestro propio canon que suena a hip hop, que come perros calientes con aguacate y arepas con pernil; que habla feo y está lleno de los mismos eventos absurdos que pueblan nuestras calles y nuestra historia. Tampoco entienden que su misión no es la de instaurarse en jueces inquisidores ni la de sentenciar si una obra les satisfizo o

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no; su trabajo consiste en leer las obras y ayudar a que otros las lean para que saquen sus propias conclusiones...

En cuanto a los autores, habría que decir que desde hace años no hay en nuestro país una producción tan interesante y tan sostenida como la que se está llevando a cabo en los últimos tiempos. De acuerdo: nadie se ha ganado el Premio Planeta ni el Premio Herralde ni ningún otro de esos galardones semejantes al Oscar de la Academia, pero ¿saben qué? Mejor. Mejor porque los escritores venezolanos debemos madurar; debemos aprender a ser luz en la derrota y prudentes en la victoria, a ser estoicos y humildes, a encerrarnos en nuestro trabajo y buscar por encima de todo la perfección en lo que hacemos... Los premios son sabrosos, pero fuerzan a quienes los ganan a pasar por inteligentes, a producir más y más y a convertir su capacidad de creación en una fábrica de salchichas desabridas… Y conste que eso es aquí y en todas partes… De eso están llenas la literatura española, la colombiana y la mexicana: de novelas peorras, de obras contrahechas lanzadas con bombos y platillos, ¿y para qué? Para nada.

Antes que dejarnos inflar por el mercadeo, por la pompa y el boato, es preferible hacer un ejercicio espiritual que apueste por la sinceridad y no escribir pensando en el reconocimiento. Nada es más feo ni más pernicioso para un escritor que garabatear una oración pensando en el premio tal o en el premio pascual, como les sucede a muchos escritores en esta extraña y corrompida época. Un autor inflado a punta de premios y de reconocimientos no merecidos es como un deportista de músculos agigantados con la ignominiosa ayuda de los esteroides y, como sabemos, lo que les espera a esos débiles de corazón que se dejan llevar por el lado oscuro de la fuerza en el gimnasio, es que el pipí se les ponga pequeño o que se mueran de un infarto.

Yo veo a mi alrededor a muchos amigos escritores trabajando en sus hogares, solos, encerrados y malhumorados, muchas veces llenos de odio porque el país se ha vuelto un gran naufragio y porque suponen que nadie los toma en cuenta. A ellos les propongo que sigan haciendo su trabajo, que no sean ombliguistas, que lean a los clásicos, a los grandes maestros contemporáneos y a los que nos antecedieron, que viajen, que se compren un traje, que se afeiten (o se depilen, según sea el caso), se bañen y que vayan y visiten (eso sí: vestidos) las editoriales, que conversen con la gente, con sus colegas y con sus lectores; que no crean que “alguien” va a ir a sus casas a “descubrir” sus talentos, a ungirlos o a legitimarlos. También les recomendaría que practiquen la humildad, que no crean que los demás no saben de él porque son brutos, que escriban poniendo los seis sentidos en la calamidad histórica que estamos viviendo, en las emociones buenas y malas que eso produce, que escriban pensando en que tienen que ofrecer respuestas.

Los autores venezolanos de las nuevas generaciones (verbigracia: Israel Centeno, los dos Juan Carlos: Méndez Guédez y Chirinos, Federico Vegas, Rubi Guerra, Eloi Yagüe, Oscar Marcano, Sonia Chocrón y otros que no nombro porque estaríamos aquí un largo rato) han abandonado aquel excesivo formalismo cuya máxima expresión era el letrerito en la solapa que rezaba: “en esta obra

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el lenguaje es el protagonista”. Leer esas palabras y no comprar el libro eran una sola acción… Gracias al cielo que nuestros escritores también han abandonado la ojeriza que le tuvieron durante años a las anécdotas y también aquella pretensión psicoanalítica según la cual todos los personajes de sus obras tenían un trauma que los volvía pusilánimes... De Lorenzo Barquero a Teodoro Camacho y de Andrés Barazarte a Fernando Castelmar hay un océano de historias que atrae a más y más lectores.

Supongo que se habrán dado cuenta de que la literatura venezolana vive un momento muy interesante porque en él han coincidido el interés de los lectores, la desinhibición de los editores y el trabajo continuo de los escritores en sus obras. Quizás haga falta trabajar mucho más, superar el sinfín de complejos que nos agobian y que nos hacen creer que nuestra literatura va de último, detrás del camión de la basura.

Necesitamos inventar algo para que los que estamos interesados en la producción literaria en nuestro país no estemos solos. Necesitamos vernos, discutir, proponernos cosas imposibles… Porque a nuestra literatura, señoras y señores, le hace falta eso: aspiración, aliento, ganas, bolas, deseos de superarse y de que la conozcan en muchos lugares y no sólo en nuestro pequeño y hundido país. Puede que me digan ingenuo por decir estas cosas, pero no me importa. Las grandes acciones comienzan así, como unos raptos de ingenuidad mezclada con algo que no sé definir muy bien, pero que supongo hecho con la misma materia de los sueños.

Ojalá que este momento luminoso de la literatura venezolana sea mejor y más largo que el que tuvo la Vinotinto hace unos meses… porque cuando aprendíamos a poner cara de ganadores, comenzamos a perder otra vez.

Notas sobre la actual narrativa venezolana

Valmore Muñoz Arteaga

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A mi amigo Roberto Echeto

Antes de comenzar a desarrollar lo que indica el título de este texto, quisiera dejar algo en claro, en especial a Roberto. Con enorme seguridad puedo certificar que este texto no está escrito correctamente. A veces la pasión no nos permite la objetividad necesaria para mentir; como consecuencia de ello, hay quienes puedan pensar que es una declaración de enemistad con proyección hacia la militancia. Debo dejar claro que no es ese el espíritu que mueve este escrito. El espíritu que lo mueve es el del agradecimiento. Sí, puede que ese espíritu esté oculto soterradamente entre un marasmo de inexactitudes lingüísticas; pero, como responsable directo de muchas de las palabras que aquí explayo, les garantizo que es —inequívocamente— puro agradecimiento. No sólo a Roberto Echeto a quien aparece dedicado, sino a todos los hombres y

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mujeres que, directa o indirectamente, están involucrados en este momento esplendoroso de nuestra literatura. Porque, y aquí va la primera muestra de apasionamiento irracional, nunca había sentido a la literatura venezolana más mía como en estos tiempos.

No sé cuándo comenzó a ocurrir esto, pero comenzó y es lo que realmente me importa. Lo cierto es que de un tiempo para acá, en los anaqueles de las principales librerías del país, hemos comenzado a ver cómo ha venido creciendo la producción literaria en Venezuela. Hay que acotar que este momento lo está protagonizando el género narrativo. Importantes editoriales nacionales e internacionales han apostado por una nueva camada de autores que, hay que dejar de una vez en claro, su calidad literaria se corresponde con este esfuerzo editorial. Nombres como los de Israel Centeno, Federico Vegas, Oscar Marcano, Alberto Barrera, José Irimia Barroso, Eloi Yagüe, Juan Carlos Méndez Guédez, Gisela Kozak, Fedosy Santaella, Rodrigo Blanco Calderón, Miguel Gomes, Sonia Chocrón, Salvador Fleján, Héctor Torres, María Ángeles Octavio, Karl Krispin, Norberto José Olivar, Roberto Echeto (podría continuar hasta llenar no sé qué tantos folios) comienzan a hacerse conocidos. Sus nombres nos empiezan a resultar familiares, no sólo por los libros que exhiben las librerías, sino porque sus firmas se han vuelto constantes en periódicos, revistas, blogs, páginas web y tantos otros recursos de los cuales se han servido para mostrar que existe una literatura venezolana que presenta atributos necesarios para salir a competir (aunque no escriben para ello) con otras propuestas hispanoamericanas. Eso lo demuestran los premios obtenidos, entre otros, por Alberto Barrera y Boris Izaguirre.

En un ensayo escrito por Roberto Echeto y que lleva por nombre, muy a la sazón por cierto, “La literatura venezolana no va detrás del camión de la basura”, hace un recorrido pormenorizado acerca de las causas que han originado este ¿boom? de nuestra literatura. Roberto puntualiza en los siguientes aspectos, pero antes de entrar en esta parte coloco un compact de Motörhead, Another Perfect Day, para que la dedicatoria sea completa. Ya dicho esto, entro en los puntos que plantea Roberto.

El momento que vive nuestra literatura ha echado por el suelo los viejos mitos que hacían vida en las siguientes ideas: a la gente no le gusta leer, por lo tanto el mercado es reducido; en Venezuela no hay escritores; que la literatura, no sólo venezolana, es aburrida. Si bien es cierto que, en otros países hispanoamericanos como Argentina, Colombia y Chile, se lee más que en Venezuela, no es del todo cierto que aquí no se haga. La proliferación de librerías, talleres y concursos literarios, páginas web y blogs literarios parecen contradecir el mito. De hecho, muchos escritores con los cuales he mantenido algún contacto me han manifestado que algunos de sus libros están agotados. A menos que ellos mismos los hayan comprado y luego desaparecido en una hoguera en el patio de sus casas, debo suponer que fueron vendidos a unos lectores que, en la mayoría de los casos, no tenían conexión alguna con los autores. Porque, salvo Roberto Carlos, nadie tiene ni quiere un millón de amigos.

La situación social, política y económica que vive el país ha hecho que, de alguna manera, los venezolanos abandonen un poco ese afán “rumbero” y lo desvíen hacia la introspección

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apuntando hacia actividades como la lectura y el cine (porque este es otro punto digno de tomar en cuenta).

El ámbito editorial también ha sido un punto de resaltar. Roberto nos recuerda algo de lo que no les gusta hablar a los escritores románticos, o sencillamente, los escritores que saben muy bien que no venden nada, y es que la literatura también es un negocio. Las editoriales invierten un dinero y esperan, nadie puede culparlos, ver las ganancias de lo que han invertido. Esto es tan real como el grito que me acaba de dar mi esposa por el escándalo que tengo armado en el estudio. Procedo entonces a bajar un poco el volumen a Motörhead. Habiendo asegurado el almuerzo y llegar a la noche con vida, continúo con las editoriales. El hecho de que empresas como Alfaguara, Planeta, Norma, Grijalbo-Mondadori, entre otras, muestren interés en los escritores venezolanos sólo puede significar dos cosas: en ellos hay calidad y que, para variar, pueden vender sin repetir los inicuos esquemas de Paulo Coelho.

La crítica literaria. Qué se puede decir de ella. Creo que Roberto ha descrito inmejorablemente la razón de ser de la crítica literaria, así que procedo a robarle la idea: “Los críticos literarios encienden sus pipas, se tocan sus quijadas y escriben desde sus cubículos universitarios para que los lean otros especialistas que también encienden sus pipas y se tocan sus quijadas en sus respectivos cubículos universitarios”. Debo decir acá que el comentario de Roberto no es del todo cierto, nuestros críticos no sólo se limitan a encender pipas y toquetearse las quijadas. No, además de ello, algunos toman vino mientras escriben, otros café, otros whisky, algunos más bohemios se lanzan con una cervecita. No todos fuman pipa, hay quienes fuman cigarrillos, eso sí, nadie les puede negar que sus rostros son severos, circunspectos, hasta da la impresión de que saben lo que están escribiendo. No como yo, por cierto, que le temo obsesivamente a tener la cara seria, dicen que las consecuencias son truculentas, aunque, hay que aceptar, nadie se ha devuelto.

Por último, los propios escritores. Roberto toca, entre otras cosas, algo que creo fundamental. La humildad, no sólo la humildad en el carácter, sino la humildad en aquello que escribo. La literatura que hoy se edifica en Venezuela es una literatura, se me ocurre ahora sintonizarme con el país, democratizada, es incluyente. Una literatura sin complejos, dispuesta a abrirse espacio en quien la tome. Por ello coloqué hace un rato que por primera vez siento mía a la literatura venezolana.

Sobre este último punto quisiera agregar algo del anecdotario personal. Soy profesor de literatura en la Universidad Católica Cecilio Acosta y en el Colegio Alemán de Maracaibo. Entre los libros que pedí para leer durante el año escolar está la antología realizada por Antonio López Ortega para Alfaguara llamada Las voces secretas. Paralelamente, los muchachos han leído cuentos que he sacado de Ficcionbreve.org y algunos textos dispersos en blogs y páginas web. La semana pasada los chamos leyeron, entre otras cosas, el cuento “La escopeta”, de Roberto Echeto. Luego de leerlo y de escuchar, debo confesar con henchida emoción, las risas cómplices de los chamos, pregunté lo que se pregunta en estos casos: ¿Qué tal? La respuesta casi masiva fue: “¡Valmore, ese coño es como uno!”. No creo que se necesite explicar el significado de esas palabras. Creo, y estoy seguro de no equivocarme, que para un escritor esto tiene que ser más importante que cualquier palabra proveniente de un circunspecto fumador de pipa y toqueteador de quijadas. “Ese coño es como uno”, pero por Dios, en el tiempo que llevo como profesor, nunca había escuchado algo más conmovedor. Y esto, gente que me lee, y en especial, mi amigo Roberto, no es una victoria pírrica, mucho menos de mierda.

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Claro que son como uno, y lo son porque se debaten entre las mismas necesidades que nos debatimos todos en este país, pero en especial porque se arriesgaron a construir un puente, no sé si de manera consciente, con la gente, con todos. Se decidieron a escribirle, no sólo al circunspecto aquel cuya pluma se volcará en elogios o vituperios, según sea el caso o, para ser más honesto, en el tamaño de la amistad o enemistad que se profesen. López Ortega afirma en el estudio introductorio a Las voces secretas: “La nueva narrativa venezolana se debate entre el pasado y el futuro, entre el país real y el país ideal, entre los estertores de la provincia y las omnipresentes realidades urbanas, entre la cotidianidad y la trascendencia, entre la violencia colectiva y las tensiones domésticas, entre la singularidad y la duda, entre valores literarios foráneos —la larga tradición anglosajona que se desemboca en Auster, Carver, Cheever— y valores literarios de la vanguardia iberoamericana —como Bolaño, Vila Matas, Aira o Villoro. Podría igualmente admitirse como línea afirmativa (y hasta cierto punto continuadora de lo que ya esbozaban los narradores de las décadas anteriores) un interés consistente por la historia (por la necesidad de contar) más allá de las tentaciones (o desvaríos) formales. Y como ejes temáticos, la violencia individual y social, las relaciones o reminiscencias familiares, la vida en la ciudad o sus periferias, la marginalidad social, los recuerdos de infancia, las experiencias foráneas o de desarraigo”.

Cómo no van a ser como uno si cuentan en sus historias nuestras historias. Las mujeres ven cómo se desnuda su cotidianidad en los cuentos y novelas de Vivian Jiménez, María Ángeles Octavio, María Celina Núñez o Milagros Socorro. Muchos inquilinos de cualquier edificio acaso no se ven reflejados en historias como las de Luis Medina o Carlos Sandoval. La violencia que vivimos a diario, la tragicómica violencia que nos escupe en la cara no es acaso la que queda al descubierto en las historias de Israel Centeno, Roberto Echeto o Eloi Yagüe. Entonces, cómo no van a ser como uno.

Aquí me detengo. Acaba de terminar el CD de Motörhead y busco a los gloriosos Kiss. Pongo el Alive I. “You want the best and you got it... The hottest band in the land... Kiiiissss!!!”. Suena Deuce y la voz carrasposa de Gene. ¿Puede haber algo mejor que Kiss? No lo creo. Dejo de fondo a los carapintadas y continúo en lo nuestro.

En otra valiosa antología llamada De la urbe para el orbe, hecha por Héctor y Ana Teresa Torres, para cuyo prólogo escribe Luis Barrera Linares, éste último comenta lo siguiente: “Lo que sí hay detrás de todos los textos es una indiscutible ambientación urbana de esta contemporaneidad del siglo XXI que nos ha correspondido compartir”. Una ambientación que se sustenta las más de las veces en la Venezuela que surge a partir del movimiento social ocurrido en 1989 y las fracasadas asonadas golpistas del 92 hasta la actualidad bonita. Otro aspecto que resalta Barrera Linares es que “el delineamiento y conducta de los personajes marca ya una diferencia notable en cuya explicación no puedo extenderme. Lo que sí es común a todos y todas es el desenfado con que asume cada cual la relación de su historia: aquí no hay tapujos, ni pudores, ni posiciones rebuscadas, ni facilismos eruditos ni posturas éticas prefabricadas. Ni tampoco preocupaciones

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telúricas o complejos hacia lo local. Como tampoco aversión hacia lo foráneo. Hay, sí, la manifiesta intención de sintonizar y encantar a los lectores y lectoras a fin de cautivar y mantener su atención”.

En uno de los puntos que rescato del ensayo de Roberto Echeto hago mención de la humildad que él, y yo lo secundo en ello, distingue como característica de los escritores actuales en Venezuela. Esta humildad desnuda una faceta poco frecuente en la historia de nuestra literatura. A diferencia de pasadas generaciones de escritores, en la actualidad se reconoce a una tradición literaria y de la cual ellos son herederos. Ninguno de los que hoy se están abriendo paso desconoce los méritos de los clásicos. El respeto y consideración hacia los que les precedieron es demostrado sin ningún tipo de complejo, lo cual me permite decir que, por fin, nuestros escritores han madurado. Han comprendido que forman parte de una misma línea histórica. Se hastiaron de ese complejo de hiato con el pasado del cual llegó a hacerse gala alguna vez.

Termino este escrito robando el final del ensayo de Roberto porque considero que por ahí deben ir los tiros, hacia allá debemos apuntar para mantener este esplendoroso momento: “Necesitamos inventar algo para que los que estamos interesados en la producción literaria en nuestro país no estemos solos. Necesitamos vernos, discutir, proponernos cosas imposibles... Porque a nuestra literatura, señoras y señores, le hace falta eso: aspiración, aliento, ganas, bolas, deseos de superarse y de que la conozcan en muchos lugares y no sólo en nuestro pequeño y hundido país. Puede que me digan ingenuo por decir estas cosas, pero no me importa. Las grandes acciones comienzan así, como unos raptos de ingenuidad mezclada con algo que no sé definir muy bien, pero que supongo hecho con la misma materia de los sueños.

”Ojalá que este momento luminoso de la literatura venezolana sea mejor y más largo que el que tuvo la Vinotinto hace unos meses... porque cuando aprendíamos a poner cara de ganadores, comenzamos a perder otra vez”.

Que así sea.

PRESENTACIÓN

La literatura venezolana del siglo XXI ha venido experimentando un conjunto de transformaciones que la distancian de su par del siglo pasado. Muchas de estas variaciones se relacionan en mayor o menor grado con la crisis en el modelo político predominante en el siglo XX; el advenimiento y masificación de las tecnologías de información y comunicación (en particular Internet), y un amplísimo programa de publicaciones estatales y privadas. En consecuencia, esta literatura venezolana del siglo XXI refleja, casi sin proponérselo, la influencia de lo “virtual” en el mundo del libro, la fuerte presencia del escenario urbano, una visión política más evidente y comprometida, y

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la exploración de diversas temáticas y técnicas de escritura. En otras palabras, se nos presenta como un correlato de la realidad nacional y occidental contemporáneas.

Un examen más detallado revelará que la literatura venezolana del siglo XXI no es un movimiento orgánico, sino la aglomeración de autores con cierta fama en el ámbito nacional (pues han venido publicando desde el siglo pasado) y noveles. De allí la ausencia de grupos o talleres literarios, colectivos de creación o manifiestos literarios que intenten desprenderse o cortar con la estética precedente o predominante para imponer una nueva o distinta. Así las cosas, una marca de esta nueva literatura venezolana es la convivencia (más o menos pacífica) entre autores “consagrados” y emergentes. Otra de las señas de la literatura nacional es su heterogeneidad formal y temática. La crónica, la novela histórica, el relato autoficcional, la introspección sicológica, la novela policial, se mezclan, sin arreglo a estética o paradigma alguno, al humor basado en la ironía, las alusiones políticas, los enfoques antropológicos, los análisis sociológicos, la cotidianidad urbana, los neologismos y la imitación del habla urbana, el “discurso femenino”, la incorporación del universo adolescente en los textos, los personajes intranscendentes y el neocostumbrismo que retrata las nuevas tendencias sociales. Este realce de la figura del escritor/crítico se aleja del autor erudito de finales del siglo XIX, pero contribuye al debate sobre literatura y sus desafíos contemporáneos.

Por último, respecto de la literatura venezolana del siglo XXI, al menos en el tiempo que lleva de existencia la nueva centuria, es necesario acotar la apabullante supremacía de la narrativa sobre la poesía. A pesar de editarse casi igualmente que la narrativa, la poesía no ha concitado ni el ánimo crítico ni la polémica que se concentra en la narrativa. No es por falta de imaginación ni vuelo creativo, sino porque la poesía ha mantenido un lenguaje y amplitud temática que vienen casi inalteradas desde la década de los noventa del siglo pasado. También se aúna a esta circunstancia el hecho de que los narradores superan en número a los poetas.

DESARROLLO DE LA UNIDAD CURRICULAR

Debido al panorama tan extraordinariamente diverso de la literatura nacional más actual, y los cambios notables que ha experimentado la producción literaria venezolana en los últimos años, este programa de Literatura Venezolana del Siglo XXI ha renunciado a presentar una aproximación cronológica del fenómeno literario. Se ha enfatizado, más bien, la presentación de textos que dan cuenta de ciertas particularidades, tanto temáticas como formales, que son hoy parte de la identidad literaria nacional.

Objetivo Formativo:

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La unidad curricular Literatura Venezolana del Siglo XXI pretende acercar al estudiante a la producción literaria nacional más actual y contemporánea, y brindarle la ocasión de percibir que la literatura venezolana, aunque que no ha pasado sino poco más de una década de este nuevo siglo, ha experimentado un vuelco innegable en su manera de acercarse al público, de asumir de forma indiferenciada el legado cultural del pasado y de evitar confrontaciones inútiles y aspiraciones grupales o generacionales.

Unidad 1: La narrativa urbana y la cotidianidad: La mirada literaria a la realidad diaria de la ciudad contemporánea.

Autores y obras seleccionados:

Ulive-Schell, Vicente (2006). Caracas cruzada. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

Echeto, Roberto (2007), “La escopeta”, en: http://www.ficcionbreve.org/w/2007/01/la-escopeta/

Unidad 2: Humor y neocostumbrismo irónico:

El sesgo político, la óptica antropológica, el texto “autorreflexivo”.

Autores y obras seleccionados:

Chávez, Carola (2011). Qué pena con ese señor. Caracas: Correo del Orinoco.

Rodríguez Torres, Tibisay (2006). Un hielo en mi boca. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

Discusiones grupales (debates, foros).

Talleres de lectura y apreciación literaria.

Comentario crítico de textos.

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Conferencias: docente (clase magistral), estudiante (exposición oral).

Lee en su totalidad cada obra seleccionada, o cada uno de los pasajes escogidos por el docente.

Identifica y contextualiza a los autores seleccionados.

Caracteriza el período histórico-literario en que se inscriben las obras.

Distingue y especifica los elementos característicos de cada obra.

Reconoce la importancia y los aportes de cada obra leída en el panorama histórico de la literatura nacional.

Valora estéticamente las obras seleccionadas.

Unidad 3: La ficción pura: Ausencia de la realidad inmediata del escritor en la temática literaria; prevalencia del minicuento.

Autores y obras seleccionados:

Salazar Tovar, César (2006). Mi mayor pecado. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

Silva González, Lázaro (2008). El fumador de memorias: Microficciones. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

Unidad 4: Asunción libre de los géneros literarios: Ficción pseudohistórica; crónica con temas contemporáneos; discurso femenino.

Autores y obras seleccionados:

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Marrero, Marisol (2006). Alonso e Isabel. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

Pérez Mendoza, Rosa E. (2006). Juanita Poulin y otras crónicas. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

Unidad 5: La perspectiva “existencialista”: El drama psicológico, los conflictos de la adolescencia; influencia del habla urbana juvenil contemporánea en la narrativa.

Autores y obras seleccionados:

Martínez Mendoza, Ramón (2007). Retorno al vientre. Caracas: Editorial El Perro y la Rana.

Rebolledo, Alejandro (1998). Pin, pan, pun. Caracas: Libros Urbe. Reedición de Ediciones Puntocero, 2010.

Unidad 6: La literatura autoficcional: Crónicas de la memoria; lo “virtual” en la literatura.

Autores y obras seleccionados:

Barrera Linares, Luis (2009). Sin partida de yacimiento. Caracas: B.I.D. y C.O. Crónicas de la Memoria.

Barrera Linares, Luis (2007). Cuentos enred@dos / Sobre héroes y tombos. Caracas: Editorial El Perro y La Rana.

BIBLIOGRAFÍA SUGERIDA

ARRÁIZ LUCCA, Rafael (2003). El coro de las voces solitarias: Una historia de la poesía venezolana. Caracas: Editorial Eclepsidra.

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ECHETO, Roberto (2008). “La literatura venezolana no va detrás del camión de la basura” (en línea). Disponible en: http://www.ficcionbreve.org/w/2008/03/la-literatura-venezolana-no-va-detras-del-camion-de-la-basura/

GASPAR KÁROSY, Catalina (2005). De saberes y miradas: Metaficción y narrativa venezolana contemporánea (en línea). Disponible en: http://www.letralia.com/128/ensayo01.htm

MUÑOZ ARTEAGA, Valmore (2008). “Notas sobre la actual narrativa venezolana” (en línea). Disponible en: http://www.letralia.com/188/articulo01.htm

PACHECO, Carlos y Luis BARRERA LINARES (1992). Del cuento y sus alrededores: Aproximaciones a una teoría del cuento. Caracas: Monte Ávila Editores.

TORRES, Ana T. y Héctor TORRES (2006). De la urbe para el orbe: Nueva narrativa urbana. Caracas: Alfadil.

Sitios electrónicos:

http://www.ficcionbreve.org (repositorio de cuentos, textos críticos y reseñas de autores de la literatura venezolana).

http://www.panfletonegro.com (revista electrónica venezolana sobre literatura, fotografía y crítica contemporáneas).

http://www.letralia.com (revista electrónica sobre autores de esta década, literatura venezolana e hispanoamericana del siglo XXI)

De saberes y miradas

Metaficción y narrativa venezolana contemporánea

Catalina Gaspar Károsy

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“El libro que se escribe a sí mismo”, Janusz Kapusta

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Escribir un ensayo sobre la narrativa venezolana contemporánea es hoy, en nuestro medio, una empresa no por sugestiva menos ardua. Tal vez porque el ejercicio reflexivo que nos acompaña es inevitable, y la conciencia de lo irresuelto una certeza. No me es posible pensar actualmente en literatura al margen del profundo proceso autorreflexivo que acompaña nuestra cultura, disociarme de la certidumbre de la existencia de un ámbito descalificador que hoy rodea entre nosotros a la literatura frente a lo que se ha denominado lo “extraliterario”, descalificación que se extiende a los estudios literarios, a la crítica, a la lectura misma y, en general, a la creación estética.

Identificada con un ejercicio de poder, con el reino del discurso privilegiado, y situada como una práctica cultural que ha de ser descentralizada y descanonizada, la pérdida de legitimidad de la literatura se produce a menudo en contraposición a otras prácticas culturales que sí se legitiman. Ello involucra, para nosotros, una lectura dicotómica del mundo ejercida desde un principio de autoridad que soslaya las diferencias y se expresa en principios de valorización y desvalorización.

Tampoco pude disociarme de los textos críticos y de las perspectivas desde las cuales leemos entre nosotros la narrativa venezolana contemporánea. Recordé textos memorables: los de Víctor Bravo, Raúl Bueno Chávez, Carlos Pacheco, Douglas Bohórquez, Alberto Carucci, José Napoleón Oropeza, José Balza, Luis Barrera Linares, Armando Navarro, Ángel Rama, Julio Ortega, Judith Gerendas, Alexis Márquez Rodríguez, Rafael Di Prisco, Javier Lasarte, Carmen Bustillo, Antonio López Ortega, Juan Liscano, Juan Carlos Santaella, Luz Marina Rivas, Gabriel Jiménez Emán, Osvaldo Larrazábal, Julio Miranda, son algunos de ellos. Y junto a éstos, otros cuyas ideas permanecían gravitando, retumbando, incomodando: la conjunción de propuestas disímiles en visiones homogeneizadoras que privilegian sólo algunas de ellas y soslayan otras, o que califican dramáticamente a un periodo —siempre arbitraria demarcación— como literatura del “vacío” unas veces; narrativa volcada a la “experimentación formal” otras, o bien como literatura a “espaldas de la historia”. También aquellas caracterizaciones en torno a toda una década narrativa —en particular la del ochenta— como incapaz de formular sentidos y de cumplir con las costumbres, gustos y expectativas del lector, o aquellas que lamentan —y reclaman— nuestra incapacidad de producir una “narrativa edificante”, o las que siempre dicotómicamente establecen una demarcación de carácter valorativo entre lo que llaman una narrativa de contenido social, “de cara a la realidad venezolana”, y una literatura “evasiva”, “incomunicada”, “experimentalista”.

Estas perspectivas —tanto las relativas a la práctica literaria en general, como las caracterizaciones de la literatura venezolana— demandan ser contrastadas con el clima cultural de nuestra contemporaneidad. Estamos aparentemente inmersos en el fecundo debate de nuestra cultura contemporánea, que frente al árbol logocéntrico de la cultura occidental supera el sistema dicotómico que lo ha regido, dispuestos a hacer tabla rasa de los cánones, de los privilegios de poder desde los cuales se enuncian los discursos que asumimos como “verdad”, “realidad”, “historia”, “sujeto”; prestos a abrir espacio a lo que emerge, a lo que es diferente, y a atender el

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latido singular y el impulso plural de las múltiples subjetividades que colman la escena de lo social. Entendemos la identidad como un profundo proceso autorreflexivo y reconocemos la constitución de sujetos alternos, heterogéneos y descentrados; nos sabemos híbridos y problematizados, hemos desnaturalizado nuestra experiencia de lo estético y estamos abiertos a la pluralidad de estéticas y saberes.

Nuestra época se signa por el agotamiento de los tradicionales contenidos de realidad, y por su comprensión del carácter narrativo de la historia y la consciencia de la imposibilidad de hacer coincidir el mapa con el territorio, lo representado y la representación; nos sabemos prisioneros en el tejido del lenguaje y hechos de la esencial narratividad de nuestra cultura; nos hallamos, en fin, en procura de nuevos paradigmas, miradas y saberes. Y, sin embargo, nuestro ejercicio intelectual, cognoscitivo, parecería encontrase aún prisionero de un acercamiento autoritario y dicotómico.

Afortunadamente, a pesar de ello, nuestra literatura profundiza el espacio narrativo como ámbito del despliegue de la intertextualidad, cuya praxis se articula en las diferencias y las disonancias, en la enfatización del ser de la literatura que Luis Miguel Isava (1989:48-49) enunciara como la exploración de su propia contingencia histórica y la reformulación de aquello que la anima: un espacio altamente problemático, cuyo estatuto se refunda constantemente para refutarse. Precisa entonces de una crítica y de unos estudios humanísticos que no la encasillen en lo “literario” versus lo “extraliterario”, cuando su ser es exceder cualquier presunción para tejerse y destejerse, en tanto texto —tejido— con el tejido de la cultura.

No es posible entonces, desde las propuestas que funda la literatura, descentrar lo literario, a menos que incurramos en una de las paradojas de la modernidad, ya que estas formas culturales que solemos llamar literatura soy hoy ellas mismas descentradas y productivamente descentradoras. Nuestra perspectiva es que el cambio de paradigmas crítico-literarios que signa nuestra época no puede ejercerse invocando la pérdida de privilegio de la literatura cuando es ella la que reformula permanentemente su propio canon y desde su textura finisecular se proclama ajena a los cánones, no sólo a los que le achacamos sino, fundamentalmente, a aquéllos con los que la leemos y la constituimos como literatura.

Y en tanto discutimos la preeminencia de un discurso sobre otro, homologando desde ciertos raseros a disímiles discursos, a menudo en torno a la ambigua —y peligrosa— noción de “eficacia”, y sin atender a la particularidad de cada práctica discursiva, ya en la década del ochenta textos como los de Luis Britto García, Denzil Romero, Salvador Garmendia, José Napoleón Oropeza, José Balza, Milagros Mata Gil, Antonio López Ortega, Laura Antillano, Ángel Gustavo Infante, Gabriel Jiménez Emán, Wilfredo Machado, Victoria de Stéfano, entrecruzan ficción y ensayo, la propia escritura y la de otros, el ejercicio de vida, el de la lectura y el de la escritura, la memoria personal

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y la memoria histórica, el habla marginal y la poesía, la reflexión teórica y el lirismo; estetizan la experiencia cotidiana, generan alteridades de lo real, hibridan géneros y códigos.

Es, entonces, nuestra mirada la que domestica, canoniza, legitima, excluye, soslaya, para acallar las voces plurales de todo texto, la que homogeneiza las diferencias, la que dirime lo plural en la interpretación hegemónica y autoritaria.

Así, en el cambio de paradigmas teórico-críticos de nuestro fin de siglo, son tal vez, más que la literatura, nuestras nociones canónicas de lo literario las que deben ser desplazadas, porque cualquiera que sea la perspectiva que adoptemos para su estudio, plantear aparentemente desde el anticanon, y desde la antiautoridad el “desplazamiento de lo literario” supone justamente una noción canónica de la literatura, que la concibe como una estructura cerrada sobre sí misma, cuya delimitación, correspondiente al enunciado “lo literario” podría, gracias a un reductor esencialismo, ser posible.

Si algo puede decirse de la literatura venezolana de las últimas décadas es que ella reformula el status de lo literario y también el de la lectura. Por ello su estudio podría invertir el lugar de la mirada, más que plantearnos su “imposibilidad” sustentada en que no complace las expectativas y gustos del lector, podríamos, desde las propuestas metaficcionales que nos brinda nuestra literatura, darle una alta valoración a lo opuesto: ella descentra nuestros cánones de lectura porque más que apelar a un compañero de ruta, a un lector cómplice, exige no sólo su participación sino también su responsabilidad en la generación de la significación, en la activación del complejísimo proceso intertextual que constituye, como sabemos, una de las características fundamentales de nuestra cultura contemporánea.

Y en tanto se afirma el desplazamiento de lo literario por formas culturales no literarias, textos como Abrapalabra, de Luis Britto García, crean un entramado de discursos sociales “extraliterarios”, urden el escenario no sólo de la intertextualidad y la polifonía discursiva sino también de la transdisciplinariedad, afirmando, en términos de Beverly (1993), la literatura como zona de contacto, en un universo que en el umbral de la década del ochenta nos muestra metaficcionalmente nuestro rostro: el de los discursos —los lenguajes, los códigos, los sujetos, los cuerpos sociales— que aspiran a la totalidad y apuestan a todas las utopías: las del amor, la revolución, el poder, la historia; las metafísicas, las existenciales, las estéticas, desde la fragmentación y la hibridez que conforman un universo discursivo de partículas disgregadas que caóticamente se dirigen a la entropía final.

Como Inventando los días, de Carlos Noguera, El único lugar posible, de Salvador Garmendia, El bosque de los elegidos, de José Napoleón Oropeza, Cartas de relación, de Antonio López Ortega, La noche llama a la noche, de Victoria de Stéfano, estos textos son, significativamente, propuestas

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metaficcionales que replantean la mimesis, discuten el espacio de la representación, exploran las alteridades de lo real, y hacen de la memoria un tejido procesal. En ellos, el despliegue del discurso muestra su espesor, su materialidad, su lirismo, su despojamiento, y juega su propia capacidad de crear un entramado que disuelva las fronteras entre literatura y vida.

Nuestra textura finisecular es aquí la expresión de ámbitos íntimos y colectivos que encuentran en texturas discursivas no canonizadas espacios propicios para el relato, que aspiran, desde la ficción, como plantea Memorias de una antigua primavera, de Milagros Mata Gil, a “la supervivencia de la realidad”, sólo posible en la ficción, o enuncian en Cartas de relación, de Antonio López Ortega, “Es hora de nombrar el mundo, me digo”. Pero, “¿por dónde empezar”, porque “jamás podremos hacer nuestro el mundo que pisamos” y por ello “huiré como prófugo que, prefiriendo la palabra a una soga, quedó colgado en la vasta interrogante de la mañana”.

Es entonces la palabra la que hace de la escritura la posibilidad de mirar la propia existencia y la de los otros como relato, y de explorar la difícil intimidad del sujeto, que es ficción, historia, testimonio, en los órdenes en que se juega su relación con lo otro y el otro, en su capacidad de ser carta mayúscula y minúscula del mudo: confiar en la palabra poética como relación, como entramado. Confiar, como Perfume de gardenia, de Laura Antillano, y El bosque de los elegidos, de José Napoleón Oropeza, en el yo del sujeto que se torna otro al convocar el lenguaje.

En estos relatos la escritura no es un esfuerzo de creación “edificante”, es un proceso abierto, exploratorio. Perfume de gardenia trama la subjetividad en la memoria familiar y en la histórica: es escritura amorosa, diario íntimo, slogan, graffiti, canción, documento, metatexto. La construcción del sujeto se aleja del yo que narra su sucesivo acontecer para ser identidades proliferantes instaladas en las grietas del tiempo, que desde la sensorial intimidad instalan lo privado en el espacio de lo que también es público, en el plural texto de la cultura.

Porque más que la apropiación totalizadora de lo real que nos signó, la literatura de estas décadas explora las otras formas, no canónicas, de lo real, las de la subjetividad, la memoria, la cotidianeidad, lo doméstico, lo fantástico, el humor, las situaciones límites, la otra historia, y ello no la torna solidaria de la incomunicación, de la intrascendencia, de la negatividad, de la imposibilidad, del vacío, términos que parecerían siempre prestos a ser endilgados a nuestra literatura.

Pero ella no renuncia al saber, sólo que este saber se sabe deudor de los pliegues, de los intersticios desde los cuales López Ortega escribe ficción que es testimonio, confesión, recuento, poesía y epístola, o Laura Antillano urde los saberes hechos de error y de nostalgia, o José Napoleón Oropeza traza el itinerario del espacio poético de un bosque donde poblar los sentidos, cuyo relato es búsqueda y extravío, un recorrido lírico que narra el trayecto de la imagen, del

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vértigo, de la locura, de la música, del cuerpo: espacios de lo marginal que fotografían la naturaleza incierta y poética del mundo de la que nacen las múltiples pulsiones del deseo.

Los textos narrativos de Ángel Gustavo Infante, César Chirinos, Milagros Mata Gil, Luis Barrera Linares, Orlando Chirinos, Gabriel Jiménez Emán y Juan Calzadilla Arreaza elaboran, algunos de ellos en estructuras de mosaico y de visiones que José Napoleón Oropeza caracterizó como caleidoscópicas (1999), propuestas intertextuales desde lo fragmentario y lo singular. Son textos de memoria, de historia, de testimonio, y también propuestas metaficcionales en torno al poder de la escritura y a la escritura del poder. Deslegitiman las voces autoritarias, y desde los márgenes, desde las voces que hoy algunos llaman del “subalterno”, desde el habla de barrio, de la rumba, del bolero, del bar; con humor, crudeza y poesía, trazan otras cartografías y otras racionalidades en también otros códigos, desde una mirada ajena, es verdad, a la narrativa “edificante”, a los alegatos y alecciones, que crea en otro nivel, no subsidiario.

Para nosotros, la narrativa venezolana contemporánea desafía saberes y prácticas, trastoca el lugar de la enunciación y de la lectura de los relatos que nos conforman, urde imaginarios otros. Sin estridencias, y trascendiendo la trampa de las dicotomías representación/antirepresentación, comunicación/incomunicación, social/existencial, teje el universo finisecular y en él, sin embargo, es primaria, original, como si nombrara, desde una profunda decantación, por primera vez, o como si, en palabras de Noguera, inventara los días, sin renunciar, en aras de la postmodernidad, a la validación del esplendor de su práctica cultural.

Y tal vez entonces el problema consista en la mirada, en leer de otro modo, en renunciar, por fin, a hacer de la literatura un objeto al que demandamos todas las confirmaciones a nuestras disímiles certidumbres —o incertidumbres—, o al que desde una mirada canónica, en aras de lo anticanónico, desplazamos para ignorarlo. Quizás la respuesta resida en el ejercicio múltiple que esta literatura propone al lector en el cuerpo de su hibridez, en la apelación a la intimidad, a la memoria, a la urdimbre de otra historia, desde la primera materialidad del lenguaje sólo reconocible en un espesor que contradice saberes y miradas.

Porque nuestra narrativa parece proponernos, metaficcionalmente, el desplazamiento de la mirada. Así, también la llamada ficción “histórica” resemantiza aconteceres y personajes, y subvierte anticanónicamente, no sólo los modelos, documentos y hechos históricos sino, fundamentalmente, la mirada que los construye. Esta mirada es en extremo sugestiva en La tragedia del Generalísimo de Denzil Romero que, aparentemente regodeada en la detallista reconstrucción fiel de cada una de las etapas de la vida del personaje, deconstruye la fidelidad histórica al instalar en ella la corrosiva mirada postmoderna.

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En La tragedia del Generalísimo, la parodia, la carnavalización, la intertextualidad, urden una imaginería que postula no sólo una contrahistoria sino también una poética de ficción, realidad e historia. Así, el referente para la supuesta reconstrucción histórica del personaje de Miranda es otra ficción: el lienzo de Miranda en La Carraca. Cada una de las partes del cuerpo del prócer es exhaustivamente descrita sólo para tejer el cuerpo otro, el del relato: dibujar un lienzo que dialoga, intercepta, recubre, desdibuja, el de Michelena. El relato deconstruye su propia representación y su fidelidad referencial, realidad y ficción se muestran por igual como tramado de ficciones con el que la voz narrativa descentra nuestros imaginarios y urde, una vez más, una imaginería para la historia: para la ficción.

Y no por obra y gracia del desdeñado afán experimentalista que también se achacó en bloque a nuestra narrativa del ochenta —y también a la del setenta—, como si fuese posible disociar la experimentación de la producción de significación, como si se tratara de un fútil juego estructural y lingüístico que nos colocara a espaldas de la certera significación, de la inefable historia, de la posibilidad de representar, de lo que canónicamente entendemos como el deber ser de la literatura. “Experimentación” que curiosamente apreciamos en otras literaturas una vez que ellas han sido legitimadas, pero despreciamos en la nuestra, como si una extraña culpa nos persiguiese.

Y se trata es justamente de que aquello que transgrede, lo que irrumpe y abre otros horizontes de sentidos en nuestro universo, es lo que rebasa nuestro horizonte de expectativas. Sólo una mirada domesticada, canónica, previsible, nos pide que atendamos a lo que esperamos, se pregunta siempre por el gran logro, por la gran novela, por la inefable unidad que nos nuclee a todos en un mismo proyecto que nos catapulte en la posibilidad de ofrecernos contundentemente —homogeneizadamente— en el universo literario, institucional, académico.

Pero nuestra literatura se ha ido escribiendo desde otras orillas: no quiere colmar las expectativas del lector, de la institución, de la academia, de los medios, no aspira a brindarse como práctica discursiva que satisfaga un acto de lectura previsible. Paradójicamente, desde los mismos espacios que desplazan la literatura en aras de otras producciones culturales, desde la misma mirada que se concibe capaz de señalar “lo nuevo” y lo que “vale”, se elaboran discursos canónicos, discursos de poder, que no resisten los desplazamientos, que se mueven en el recorte nítido entre lo que es literatura y lo que no lo es, que parecerían ajenos a la producción literaria que ha desplazado —siempre— nuestra cultura. Asumimos como propias, con total naturalidad, afirmaciones que deslindan lo literario de lo extraliterario, al tiempo que le pedimos a la literatura respuestas a las preguntas —tantas veces homogeneizadoras y canónicas— que lejos de ella formulamos al estilo de quiénes somos, qué decimos, cómo nos reconocemos.

Mientras tanto, la literatura se piensa a sí misma ajena a la literariedad, reformula incesantemente sus propios cánones, todo lo extraliterario le pertenece, explora otros códigos lingüísticos, otros modos discursivos, otras construcciones narrativas, y justamente por no ser legitimadora y

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canónica, renuncia a privilegiar el nivel del significado y cuestiona también al lenguaje mismo. Busca desde lo privado lo público, las voces plurales, divergentes, los registros múltiples del habla, de la mirada, de los espacios en que el sujeto se construye, que desplazan también la voz autoritaria, la fragmentan y dispersan para acoger la voz descentrada de ficción y realidad.

Trato, en fin, de decir, que más que legitimar nuestras preguntas y otorgarnos respuestas, más que dibujarnos para esclarecer y dotar de significación nuestros referentes, la narrativa contemporánea explora otros niveles de sentido y con ello nos ofrece un acto difícil, que irrumpe —afortunadamente— en nuestro horizonte de expectativas y en esa relación con la alteridad que es el lector, hace de la realidad, literatura, y de la literatura, formas de realidad. Ella nos pide que no convirtamos nuestro acercamiento a la literatura en una actividad autoritaria y canonizadora, que proclama la descentralización de lo literario sin reconocer que ella se encuentra, justamente, en los márgenes, en la periferia, y tal vez por eso la desconocemos, porque nos dibuja otros rostros, sujetos y racionalidades que nos figuran como alteridades, que no responden a lo que creemos ser y conocer sino que sugieren otros saberes, otros despliegues de la significación.

Y ello es, en definitiva, lo que nos urge: tramar, cada día, la siempre cambiante constelación de sentidos que nos constituye.

Bibliografía citada

Beverly, John (1993). Against Literature. Minneapolis. University of Minnesota Press.

Isava, Luis Miguel (1998). “La herejía de las refutaciones: reflexiones en torno a la noción de crítica como articulación de los discursos filosófico y literario” Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales (Caracas). Año 6, Nº 11; pp. 35-50.

Oropeza, José Napoleón (1999). “Los ojos de un pez: tendencias y nombres en la novela venezolana de finales de siglo” (inédito).