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Sesión IV Voy a comprimir los puntos 3 y 4 del programa que tendrán Uds. delante si lo han traído, y esto nos obliga a adoptar una perspectiva un tanto más abstracta, por tanto eliminando o sustrayendo ciertos contenidos en los que no podré entrar, pero manteniendo, eso sí, la figura global de lo que quería decir, de tal manera que quede básicamente redondeado lo que quiero decir. Y lo que… aquello de lo que quiero hablar es fundamentalmente de esto, de cómo una vez que Freud ha introducido la concepción de la fantasía originaria desiderativa para entender lo que originalmente era la escena positiva de la seducción se produce lo que propiamente podemos llamar la refundición psicoanalítica de su anterior teoría de la represión y de la neurosis, y empieza a echar a andar, ya definitivamente, y a toda máquina, el psicoanálisis como teoría, sin duda, y como práctica terapéutica muy característica, algo que ya no es propiamente la inicial teoría de la represión y de la neurosis que Freud había desarrollado al principio de la mano de su mentor y colega Breuer y luego por sí solo o por su cuenta, sino una nueva teoría y práctica analítica que va a ir desarrollando a partir de aquel cambio teórico y que es lo que propiamente debe ser llamado “el psicoanálisis”, puesto que es lo que constituye la ortodoxia freudiana, verdad. A la que, una y otra vez buscan atenerse aquellos que quieren ser fieles a Freud. Bien, se trata ya de toda una nueva teoría antropológica general y cuya armadura es lo que el propio Freud llamó… y a lo largo de su obra fue conceptuando o tematizando de manera más o menos expresa o implícita y nunca del todo de manera enteramente precisa, su “metapsicología” como una teoría, en realidad antropológica global, de la singular condición psicológico- moral humana. Pero no olvidemos nunca que ésta no es sólo una teoría puramente teorética, sino una teoría que está inserta y que funciona en el seno de una institución, clínica o práctica, y lo que aquí nos interesa ante todo es hacer un análisis antropológico del funcionamiento histórico-social de esta institución que Freud comienza a poner ya definitivamente en marcha a partir de 1897, una vez que ha conceptuado como digo la escena de la seducción en términos de fantasía desiderativa originaria, concepción ésta que es la piedra 1 1

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Sesión IV

Voy a comprimir los puntos 3 y 4 del programa que tendrán Uds. delante si lo han traído, y esto nos obliga a adoptar una perspectiva un tanto más abstracta, por tanto eliminando o sustrayendo ciertos contenidos en los que no podré entrar, pero manteniendo, eso sí, la figura global de lo que quería decir, de tal manera que quede básicamente redondeado lo que quiero decir. Y lo que… aquello de lo que quiero hablar es fundamentalmente de esto, de cómo una vez que Freud ha introducido la concepción de la fantasía originaria desiderativa para entender lo que originalmente era la escena positiva de la seducción se produce lo que propiamente podemos llamar la refundición psicoanalítica de su anterior teoría de la represión y de la neurosis, y empieza a echar a andar, ya definitivamente, y a toda máquina, el psicoanálisis como teoría, sin duda, y como práctica terapéutica muy característica, algo que ya no es propiamente la inicial teoría de la represión y de la neurosis que Freud había desarrollado al principio de la mano de su mentor y colega Breuer y luego por sí solo o por su cuenta, sino una nueva teoría y práctica analítica que va a ir desarrollando a partir de aquel cambio teórico y que es lo que propiamente debe ser llamado “el psicoanálisis”, puesto que es lo que constituye la ortodoxia freudiana, verdad. A la que, una y otra vez buscan atenerse aquellos que quieren ser fieles a Freud. Bien, se trata ya de toda una nueva teoría antropológica general y cuya armadura es lo que el propio Freud llamó… y a lo largo de su obra fue conceptuando o tematizando de manera más o menos expresa o implícita y nunca del todo de manera enteramente precisa, su “metapsicología” como una teoría, en realidad antropológica global, de la singular condición psicológico-moral humana. Pero no olvidemos nunca que ésta no es sólo una teoría puramente teorética, sino una teoría que está inserta y que funciona en el seno de una institución, clínica o práctica, y lo que aquí nos interesa ante todo es hacer un análisis antropológico del funcionamiento histórico-social de esta institución que Freud comienza a poner ya definitivamente en marcha a partir de 1897, una vez que ha conceptuado como digo la escena de la seducción en términos de fantasía desiderativa originaria, concepción ésta que es la piedra angular a partir de la cual echa a andar toda una nueva concepción, teórica y práctica, que implica, sí, una relación de continuidad con la concepción anterior, pero a la vez una reincorporación y refundición de dicha concepción a una escala nueva, que culmina lo que tentativamente había venido haciendo Freud y que por eso ya es otra cosa, y esta otra cosa es ya propiamente la institución psicoanalítica, la teoría y la práctica del psicoanálisis, como algo que – como intentaremos ver en la clase de hoy – para bien o para mal ya no tiene parangón con ninguna otra teoría psicológica ni terapia psicopatológica. Ya no tiene parangón, es una institución única en su género (ella misma, en efecto, instaura en solitario su propio género), lo que también nos permite entender, como vamos a apuntar en esta clase, que la propia institución de la psicología, la llamada psicología científica institucional, la que ocupa las universidades, las facultades y los colegios oficiales de psicología, en suma, hayan tenido tantas reticencias a la hora de aceptar en su seno este grupo, esta institución, esto que podría ser llamado verdaderamente una secta, un grupo con características enteramente singulares. De momento no voy a decir más, “heterías salvíficas” las llamó Gustavo Bueno hace bastantes años en un artículo importantísimo que les figura a Uds. en la bibliografía del programa. Un grupo o institución, diremos, con unas características tan singulares que lo convierten como digo en único en su género, que no se puede comparar con el resto de escuelas psicoterapéuticas, el resto de los tratamientos psicológicos, sean conductistas, cognitivistas, cognitivo-conductuales, gestaltistas, humanistas, etc. El ámbito de las psicoterapias constituye ciertamente una nebulosa de escuelas y tratamientos diversos sumamente confusa, y al respecto me permito aconsejar la lectura del magnífico manual de

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Marino Pérez, Tratamientos psicológicos, pero dentro de esta nebulosa el psicoanálisis es una institución completamente perfilada y singular, que no resulta asimilable por ninguna otra escuela, sobre todo en la medida en que se atiene a la ortodoxia freudiana, la cual gira precisamente en torno a la idea de fantasía desiderativa originaria. Porque fuera de la idea de fantasía desiderativa originaria, es decir, de la concepción de la escena de la seducción como fantasía desiderativa originaria, puede ciertamente haber pedazos, fragmentos, piezas, componentes o aspectos de la teoría psicoanalítica —por ejemplo, una concepción más motivacional que cognoscitiva de la vida psíquica, una concepción dinámica o funcional del psiquismo, incluso la idea de motivación inconsciente encubierta, etc.— que pueden ser absorbidos mejor o peor desde otras teorías psicológicas u otras psicoterapias. Ahora bien, si consideramos, como hay que hacer, a la institución psicoanalítica como organizándose precisamente en torno a este, al parecer, sorprendente, asombroso descubrimiento que hizo ya el Freud maduro, de 1897, un hombre que ya está cerca de la cincuentena y que, sin embargo, como vimos en la carta a Fliess, lejos de sentirse debilitado por su descubrimiento, se siente enteramente confiado y motivado para empezar una obra nueva, entonces nos damos cuenta de que, en fin, efectivamente, Freud ya tenía a la vista, por así decir, un horizonte, y no sólo teórico, sino también y muy especialmente práctico, muy determinado y enteramente singular, el que se construye a partir de la teoría de la fantasía desiderativa originaria como su núcleo generador o su piedra angular.

Entonces, lo que voy a hacer en la clase de hoy es, de modo sucinto o esquemático, pero espero que también ordenado y sistemático, esbozarles, haciendo abstracción como digo de muchos contenidos, y sobre todo de muchas referencias bibliográficas que podríamos, en fin, tomar, presentarles a Uds. un dibujo global de la figura que va a ir adoptando la obra de Freud en su conjunto a partir de este al parecer sorprendente descubrimiento, y cómo precisamente esta figura implica ya una inevitable autoconciencia teórica de lo especial o singular de la condición psicológico-moral humana según esta teoría y como esta autoconciencia es lo que Freud va a llamar metapsicología. Es decir, la metapsicología viene a ser como la autoconciencia de segundo grado, meta-psicología, que el propio Freud tiene de que su propia teoría psicológica o su doctrina tienen una concepción muy singular de la condición psico-moral humana, incomparable con cualquier otra. Lo que está en juego es toda una teoría antropológica global de la condición psicológico-moral humana, por tanto de la personalidad humana, como ahora veremos, más en particular de la personalidad en cuanto que ésta va a consistir en una singularísima forma de vinculación entre el deseo somático y la cultura. Y la metapsicología viene a ser, a la vez que la autoconciencia de segundo grado acerca de dicha concepción, la armadura teórica básica de la misma. Por tanto, por así decir, la reflexión acerca de la condición singular del hombre que se expone desde esta teoría antropológica global es lo que Freud viene a llamar metapsicología; entonces, lo que quiero hacer es dibujarles las líneas generales y la figura global que va a ir adoptando esta metapsicología, … podríamos seguir el desarrollo más o menos pormenorizado de todos y cada uno de los componentes de esta figura global que voy a dibujarles a Uds. en la clase de hoy a lo largo del propio desarrollo de la obra de Freud. Esto nos llevaría una serie de clases que, sin duda, serían de mucho interés, y no sólo meramente documental o erudito, sobre el despliegue doxográfico en la obra freudiana de su metapsicología, pero es lo que no voy a poder en esta ocasión hacer, sobre todo a la vista de lo que me queda de tiempo. Sobre todo quiero presentar mínimamente redondeada la figura de la antropología freudiana en la clase de hoy, y dejar ahí terminada la primera parte del curso, para precisamente a partir de la próxima sesión y en cuatro sesiones más llevar a cabo la segunda parte del curso que he titulado la reconstrucción crítica de la institución psicoanalítica. Es decir, se tratará de

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someter a una crítica esta institución desde determinadas coordenadas antropológicas que son las que aquí les propondré, y que verán Uds. que son enteramente distintas y diametralmente opuestas a las freudianas, y que implican enteramente una interpretación crítica del alcance y significado, de la realidad de esta institución tan singular que se monta sobre una teoría metapsicológica que, a su vez, pivota toda ella sobre la concepción de la escena de la seducción como fantasía originaria desiderativa. Para hacer esto necesitaré desplegar unas coordenadas antropológicas determinadas, que expondré en las próximas clases, para llegar en la última clase a volver a dirigir la mirada a esta institución cuyo dibujo general habremos hecho en la clase de hoy, como – digamos – continuación y redondeo de las clases anteriores, y para analizar entonces cuál es el encaje que dicha institución tiene en la sociedad del tiempo en que Freud la creó, una sociedad que vamos a definir como la sociedad modernista, cuál es el encaje histórico y social que allí tiene esta institución, es decir, el funcionamiento práctico de esta institución en dicha sociedad ¿en qué consiste? Entonces, claro, la percepción que vamos a tener de en lo que consiste esta institución, funcionando en torno a esta teoría, va a ser muy crítica, y por ello muy crítica de la propia autoconcepción que la institución tiene de sí misma; aquí vamos a entrar, ya lo adelanto, en una suerte de juego de reversiones teoréticas mutuas. Porque nuestra concepción de las cosas va a intentar poner de manifiesto cuál es el efectivo funcionamiento de la propia concepción freudiana, lo cual sólo puede hacerse desde una concepción antropológica enteramente opuesta y crítica de la freudiana. Es por así decir, darle la vuelta enteramente del revés a la antropología de Freud para ver cómo esa antropología funciona como una especie de encubrimiento y a la vez legitimación de lo que en todo caso está haciendo, un encubrimiento y legitimación que en la práctica lo que hace es legitimar ciertas formas de vida reproduciéndolas y consumándolas, a la vez que las justifica o legitima mediante la teoría, que es en lo que consiste según mi tesis el funcionamiento de la institución psicoanalítica, éste es planteamiento generalísimo en que nos estamos moviendo.

Bien. Vamos a comenzar a tomar un poco de tierra, en torno al despliegue de la metapsicología freudiana como teoría antropológica general, en realidad filosófica, aunque él nunca lo quiera ver y expresar así, pero sí lo ve como una teoría de la especial condición de la personalidad o el psiquismo moral humano en cuanto que vinculado, según el modo que según él está vinculado, a la cultura, por tanto es una teoría antropológica global de la condición humana que se elabora a partir de la refundición de la inicial teoría de la represión que tiene lugar cuando la escena de la seducción en vez de concebirse como un acontecimiento real o positivo que se supone que ha ocurrido en la vida de algunas personas, y no de otras, y sólo en aquellos en que ha ocurrido ha generado la neurosis y, por tanto, ha dado lugar a la visita al Doctor Freud para ser tratados, verdad, sin embargo a partir del verano de 1897, como ya testimonia en carta a su íntimo amigo e interlocutor intelectual a la sazón, W. Fliess, Freud ha hecho un asombroso descubrimiento, y este descubrimiento es que no es necesario que haya tenido que ocurrir en realidad la llamada escena de la seducción, como para que todas las personas se encuentren más o menos neuróticas, sino que, antes bien, dicha escena es una fantasía constitutiva de toda persona, de suerte que no es ya un episodio positivo, real, que ha podido ocurrirles a unos sí, y a otros no, sino que es constitutivo de todo ser humano.

Es decir, que al parecer todo ser humano tiene una estructura constitutiva según la cual en la infancia no puede dejar de fantasear desiderativamente con aquella persona del entorno que ocasionalmente le ha tocado en suerte como figura parental. Lo que se supone, en efecto, es que ahora el niño fantasea desiderativamente, y no ya con cualesquiera cuerpos de su entorno, sino justo con aquellos cuerpos que se “corresponden”, o que ocupan el lugar o la

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posición de las figuras de un mayor de su propia estructura parental. Naturalmente esto llevará a Freud a tener que pensar dicha fantasía desiderativa en términos innatos, como una “disposición hereditaria”, se nos dirá al principio, y luego como una fantasía “originaria” o “primordial”. De este modo, ahora la represión ya no tiene que ocurrir como consecuencia de lo moralmente insoportable que pueda resulta en la adolescencia el recuerdo o la evocación de un supuesto hecho positivo de seducción por parte de algún mayor, sino simplemente como consecuencia de lo insoportable que resulta para el propio desarrollo moral adolescente del individuo el contenido evocado de su propia escena desiderativa fantaseada infantil. Como ya vimos en la clase anterior, aquí lo primero y fundamental es pensar ahora la escena desiderativa como algo constitutivo, necesariamente impreso de modo hereditario, y precisamente en la medida en que seguimos necesitando de la figura moral de los padres, para mantener el efecto traumático del deseo de los mismos y con ello su fuerza generadora de neurosis, y a la vez ya no contamos con su presencia positiva. Ésta es a su vez la razón, según decíamos, por la que ahora hay que retrotraer a la sola fantasía lo que antes era una experiencia de algo positivo o real. Pero lo que a su vez nos permite esta retracción a la fantasía del contenido de la escena es poder entender ahora que su represión moral adolescente sepulte dicho contenido en el inconsciente para siempre, de modo que todas y cada una de sus manifestaciones sustitutivas conscientes no sean sino formas engañosas o disfrazadas de aquel supuesto contenido que, como tal, ya nunca dará conscientemente la cara, o sea que no será conscientemente accesible ni siquiera en el análisis.

Pues bien, lo que quiero en la clase de hoy es esbozar un primer dibujo global de los cambios que dicha nueva concepción introduce en la teoría y en la práctica del análisis, de modo que dicho esbozo nos deje las cosas preparadas para realizar ulteriormente una crítica a fondo de una institución que funciona sobre la base de dicha concepción. Por decirlo así: ¿qué se pueden traer entre manos tanto las personas analizadas como los analistas, esto es, unas personas que se someten, por decirlo así, a la batidora de una interpretación presuntamente experta del sentido de conjunto de su vida según la cual interpretación todas y cada una de las figuras conscientes, culturalmente realizadas y adquiridas, que se corresponden con sucesivos los episodios de su biografía, son vistas y asumidas como una cadena de satisfacciones sustitutivas engañosas de un deseo reprimido que tuvo lugar como un deseo fantaseado hereditario de sus propios padres, razón por la cual dicho deseo tuvo que ser en efecto reprimido para siempre por su desarrollo moral y por tanto sólo manifestado bajo la forma de esa serie de sustituciones suyas forzosamente engañosas en la que al parecer en el fondo consiste y se cifra toda su vida? La cosa es, como se ve, extraordinaria y, sin embargo, según Freud, éste sería su gran descubrimiento definitivo, es lo que precisamente constituye de modo necesario al ser humano, ésta es nuestra necesaria condición constitutiva. Pero la cuestión es que esa cosa que el sentido común ordinario percibe como tan extraordinaria es la que ha tenido sin duda tanta repercusión e influencia, y no ya solamente a través de la institución terapéutica fundada por Freud, que sin duda es lo que aquí centralmente nos interesa, sino también, y más en general, como en la última clase veremos, en el ámbito de toda la cultura de nuestros días, tanto académica como mundana, en la filosofía universitaria, en las artes, en la literatura, en el cine… ¿Qué decir de la sociedad de nuestros días, de la sociedad modernista en adelante,… acaso que por fin ha dado con el gran y extraordinario descubrimiento de que nuestro viejo sentido común moral ordinario no era más que una forma secular, o milenaria, de autoengaño moral constitutivo, ese viejo sentido común ordinario desde el cual a su vez se percibe como algo extraordinario esa cosa que ha llegado a inundar, se diría que del modo más natural o cotidiano o común u ordinario, toda nuestra cultura? ((Valga como ejemplo: en una novela de Agatha Chrystie, en la que un psiquiatra

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expone la teoría freudiana de la represión sustituida del deseo originario del padre aplicada a un paciente, y además como justificación de la conducta del mismo, ante un detective, obtiene por parte de este último como toda respuesta: “esto es asqueroso”)). Pues resulta que se trataría, por ejemplo según las refinadas versiones epistemológicas del estructuralismo francés, del gran descubrimiento científico de Freud, del “descubrimiento científico del continente del inconsciente”, como dicen en su jerga pedante que no dice nada, un descubrimiento según el cual nuestro viejo sentido común moral ordinario sería justamente la mentira o el autoengaño consciente que nos constituye, justo esa mentira al fin descubierta por la verdad científica psicoanalítica del inconsciente. El “descubrimiento científico del continente del inconsciente”, casi nada, ¿verdad?; el descubrimiento que lleva a cabo la única y verdadera ciencia psicológica que, rompiendo los velos del sentido común ideológico, por fin nos ha desvelado o puesto de manifiesto nuestra verdadera condición. Naturalmente, semejante idea se puede ligar, como por ejemplo hizo el señor Althusser, a la teoría de Bachelard del “corte epistemológico” de lo cual resulta que el descubrimiento freudiano, por científico, habría “roto” epistemológicamente los velos de nuestro sentido común ordinario, enteramente ideológico, y nos habría mostrado o desvelado que ese viejo sentido común ordinario era justamente la mentira que nos constituye, ese viejo sentido común ordinario desde el cual, al parecer ingenuamente autoengañados, percibíamos al psicoanálisis como algo extraordinario, ((y como una indecencia y como una amenaza: “algo asqueroso”, según el detective la novela a la que antes me refería). Y no es de extrañar, por cierto, la ligazón establecida por el señor Althusser entre la teoría del “corte epistemológico” de Bacheard y la obra freudiana, pues dicha teoría ya es de suyo una simple tautología, que no dice nada, puesto que pide en vacío el principio, puesto que todo lo que dice es que lo que se desvela es científico porque se desvela y que se desvela porque es científico, tautología que se aviene como el guante a la mano a la tautología freudiana según la cual lo inconsciente es lo reprimido por la consciencia y ésta es lo que reprime a lo inconsciente, de todo lo cual resulta que la teoría que ha levantado el velo del falso sentido común ideológico de la consciencia y develado la verdad del inconsciente es científica por practicar semejante desvelamiento que ha podido practicarse en cuanto que es científico. En fin, ¿habrá que concederle, naturalmente, la razón al nuevo descubrimiento científico que descubre el autoengaño constitutivo del viejo sentido común moral ordinario…, o no, o puede que la razón la siga teniendo desde siempre el viejo sentido común ordinario que percibe al supuesto descubrimiento científico como algo extraordinario, ((e indecentemente extraordinario))?

Nuestro punto de vista quiere atenerse, ya se pueden Uds. imaginar, y fundamentar filosóficamente, el viejo sentido común moral ordinario, mas de modo que desde dicha defensa podamos comprender de qué manera, en todo caso, la institución organizada sobre semejante presunto descubrimiento “extraordinario” funciona, y a toda máquina, justo en la sociedad en la que se ha gestado, y ello precisamente en la medida, como ahora veremos, en que es esta sociedad la que está perdiendo el viejo sentido común ordinario y, lo que es más, la que de algún modo necesita legitimar teórica y prácticamente dicha pérdida. Pues lo que aquí vamos a sostener en efecto es que esa “extraordinaria” imagen del hombre puesta en juego por el presunto descubrimiento funciona en la práctica, sin duda, y funciona a toda máquina en la medida en que en efecto “acusa recibo” o “registra” una forma de vida característica de las sociedad en la que aquella imagen se gesta, una forma de vida que vamos a entender como un proceso de desmoronamiento moral propio de la sociedad modernista, pero que la registra deformándola e invirtiéndola teóricamente, mediante una singular hipóstasis teórica de dicha forma de vida que la ofrece como condición constitutiva humana, y de este modo consigue legitimación práctica de dicha forma de vida, mediante su

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reproducción y consumación en la terapia. Nuestra interpretación, en efecto, lejos de entender que Freud hubiera descubierto, al fin, el oculto secreto la condición humana, sostiene que lo que ha hecho es crear una institución que legitima y reproduce y consuma la desmoralización del hombre de la sociedad modernista en la que la institución se inserta y funciona. Así que ya pueden ir Uds. haciéndose una idea de la opinión que yo puedo tener acerca de la idea, tan querida para la filosofía de tantos profesores de filosofía de nuestros días, de que, por fin, y frente al resto de las demás escuelas psicológicas o psicopatológicas, por fin sólo Freud es el que hubiera introducido la gran revolución teórico científica que nos hubiera descubierto a todos nuestro secreto, o sea la clave inconsciente del autoengaño consciente que nos constituye. Ahora bien, como ya les señalé en la clase anterior, en buena medida muchas de las actuales psicoterapias, no ya sólo la psicoanalítica, funcionan como lo que llamé una “terapia del consentimiento cómplice”. Sin embargo, la cuestión es que lo hacen de modo más o menos fragmentario e inconsistente e inestable, mientras que la terapia freudiana, precisamente al organizarse sobre la idea nuclear de un autoengaño consciente constitutivo (respecto de un presunto deseo inconsciente inaccesible o inefable), culmina o perfecciona dicho tipo de terapia hasta el punto de que la sella o suelda de un modo sistemáticamente envolvente e irreversible. En este sentido se podría decir sin duda que el psicoanálisis se constituye como una suerte de medida per-fecta del resto de las psicoterapias siempre imperfectas, y en este sentido, si se quiere paradójicamente, ya no tiene parangón con ninguna de ellas, instituyéndose como algo “único en su género”.

Pues bien: la piedra angular o el núcleo de toda esta nueva concepción reside, como estamos diciendo, en la idea de la fantasía desiderativa originaria. Como ya vimos en la clase anterior, por la carta a Fliess, aunque Freud no parece que tenga todavía a la vista, a finales el verano del 97, cuando escribe la carta, el desarrollo de la estructura edípica, sí que tiene en todo caso a la vista, y con toda claridad, el núcleo conceptual del que va a derivarse dicha estructura, y asimismo tiene a la vista las principales consecuencias teóricas que de dicho núcleo, y luego de dicha teoría edípica, van a seguirse. Dicho núcleo conceptual era éste: la idea de que el deseo debe seguir siéndolo, e “invariablemente” de los padres, para asegurarnos así su fuerza traumática generadora de represión y por tanto de neurosis, de modo que, una vez que debemos descartar a los padres reales de la escena desiderativa, es preciso entender dicha escena como una fantasía constitutiva —más exactamente: como algo constitutivo, y por tanto como una mera fantasía. Y la principal consecuencia eran ésta: el abismo infranqueable que se nos abre entonces entre dicho deseo inconsciente reprimido y cualquier forma posible suya de manifestación consciente, que ya no dejará de ser una forma encubierta de disfraz o de autoengaño.

Y es dicho abismo el que, como también vimos, parece que llevaba a Freud a mostrarse en la mencionada carta dubitativo y preocupado por el futuro de la terapia, una vez que ésta en efecto ya no podrá resolverse de la manera como había creído hasta el momento que podía resolverse, o sea accediendo al recuerdo de la escena supuestamente positiva, desde el momento en efecto en que dicha escena, en cuanto que sólo fantaseada, ha quedado ya definitivamente sepultada en el inconsciente y sólo puede dar la cara bajo sus formas conscientes sustitutivas de autoengaño. Ahora bien, por mucho que Freud se nos muestre, o se le muestre a su amigo e interlocutor, dubitativo y preocupado en este sentido, lo cierto que, como también señalamos, la terapia freudiana no entró en modo alguno en vía muerta, o en un callejón sin salida, sino que, antes bien, pudo desplegarse, y ya de un modo consumado, y a toda máquina, precisamente a partir de dicha nueva concepción. Así pues, la cuestión es que, tuviera Freud las dudas que todavía pudiera tener a la altura de la redacción de la carta respecto del futuro de la terapia, lo cierto que es que era esa nueva concepción suya, acerca

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de cuyo núcleo conceptual y de cuyas consecuencias teóricas básicas hemos visto que Freud ya tenía una consciencia muy clara, la que justamente iba a abrir la puerta a una nuevas posibilidades terapéuticas que son precisamente aquéllas en las que acabaría consistiendo ni más ni menos que la terapia psicoanalítica freudiana ortodoxa, justo la que aquí nos importa someter a análisis y a crítica. Una nueva terapia, en efecto, que Freud pudo acabar conceptuando, en una fecha tan tardía como la de 1937, dos años antes de su muerte, y por tanto de un modo ya redondeado teniendo a la vista todo su despliegue y el sentido de este despliegue, en los muy singulares términos de una terapia “terminable” y a la vez “interminable” — me refiero, claro está, a su trabajo de 1937 titulado efectivamente “Análisis terminable e interminable”. La terapia en efecto no iba a entrar en vía muerta, sino que, antes bien, iba a acabar desplegándose como una muy singular exégesis del sentido del conjunto de la vida, un sentido que sería preciso cifrar en el despliegue biográfico de ese autoengaño consciente moral constitutivo (respecto del deseo inconsciente inaccesible de los padres) en el que a la postre se cifra toda la vida. La vida entera de cada cual, en efecto, se nos acabará mostrando como una cadena de acontecimientos o episodios biográficos positivos cuyos contenidos ideacionales conscientes se engarzan o encadenan como sucesivas formas de autoengaño moral constitutivo respecto de aquel supuesto deseo infantil inconsciente inaccesible y por ello inefable en el que se supone que consistió la escena fantaseada originaria. Se comprende entonces, claro está, que el análisis, a la vez que pueda darse por terminado en cada momento del presente en que ya se haya alcanzado dicha exégesis respecto de todos los acontecimientos biográficos vividos hasta ese presente, pueda, y por lo mismo, extenderse, o sea extender su radio de acción exegético o interpretativo, hacia todos y cada uno de los nuevos acontecimientos por vivir, se diría que hasta el último suspiro. Pues se supone que hasta el último suspiro, en efecto, los episodios biográficos de cada cual podrán ser engarzados como formando parte de esa cadena, a la postre interminable hasta el término de la vida, que consiste en ése nuestro autoengaño moral consciente constitutivo.

La “maniobra teórica”, y ruego que se repare en esto con toda atención, no ha podido ser más singular desde el punto de vista de su formato teórico, y a la vez y por ello no ha podido ser más sutil desde el punto de vista de su eficacia práctica. Pues dicho formato teórico, como podemos empezar a vislumbrar ya y como vamos a mostrar con todo cuidado a partir de ahora, no consiste más que en una mera petición vacía de principio, que en cuanto tal resulta sin duda irrefutable por cualquier posible contenido biográfico, pero que, y por ello mismo, puede ampliarse o extenderse indefinidamente hasta considerarse confirmada por cualesquiera de estos posibles episodios. Todo lo que dicho formato teórico nos dice, en efecto, es que el supuesto autoengaño moral consciente mismo lo es respecto de un no menos supuesto deseo inconsciente inefable, el cual por su parte a su vez se supone que es inefable respecto de su menos supuesto autoengaño moral consciente sustitutivo. Ni más menos: todo el abismo infranqueable que Freud ha abierto entre el plano del autoengaño moral consciente y el plano del deseo engañado inconsciente inefable es, en efecto, un abismo infranqueable justamente en cuanto que pivota sobre una vacua petición de principio completamente indeterminada. Pero es precisamente dicha vacua petición de principio la que obtendrá el rendimiento práctico de poder extenderse, de un modo irrefutable (como irrefutables son todas las peticiones de principio), a cualesquiera acontecimientos biográficos positivos posibles, como supuestas confirmaciones ocasionales de dicha vacua petición de principio. De este modo, en efecto, se habrá logrado lo que a nuestro juicio constituye el logro práctico último, crítico y decisivo, del nuevo análisis, del análisis ya definitivo, del análisis freudiano ortodoxo, o sea que el individuo se asuma a sí mismo como un autoengaño moral constitutivo,

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y que por tanto pueda asumir que su sentido moral mismo de la responsabilidad es un espejismo constitutivo que le envuelve fatalmente.

La cosa, como de ve, es tan singular como significativa: pues se trata de que lo que constituye una vacua petición de principio teórica (como ahora diremos: lo que tiene el formato teórico de una aporía enteramente indecidible) tenga, sin embargo y precisamente por ello, el efecto práctico de que la persona llegue a asumirse como un fatal espejismo moral constitutivo. Ya puede comprenderse por ello, y lo lamento pero debo decirlo, la repugnancia intelectual y moral que puede producirnos la actitud de aquellos pedantes profesores de filosofía que han visto, al parecer fingiendo una distancia teorética infinita en su contemplación de la obra de Freud, a dicha obra como el “descubrimiento científico” del “continente del inconsciente”, cuando precisamente se trata de una obra cuyo formato teorético nuclear consiste en una vacua petición de principio que implica una aporía enteramente indecidible (una completa impostura teórica, a la postre) que por lo mismo tiene el efecto práctico de extirpar todo genuino sentido de la responsabilidad moral en las personas.

Nos importa, pues, comenzar por analizar en qué sentido como digo dicho formato es el de una muy singular tautología aporética indecidible, para poder entender después los singulares efectos prácticos de tan singular impostura teórica.

Se trata, en efecto, de analizar la estructura teórica del complejo de Edipo, que ya hemos visto que era, como Freud nos ha dicho en su Autobiografía, lo que se encontraba detrás de la idea de fantasía desiderativa originaria, y que a la vez va a constituir el núcleo de el despliegue de la metapsicología freudiana. Como ya hemos visto, si bien a la altura de finales del verano del año 97 Freud no parece tener todavía muy claro la estructura del complejo de Edipo, en todo caso se encuentra ya muy cerca de dicha idea, puesto que lo que sí tiene percibido es el núcleo conceptual del que derivará dicha idea y asimismo las consecuencias teóricas básicas que se derivan tanto de dicho núcleo como de dicha idea. En todo caso, habrá que esperar, en efecto, para encontrarnos con un primer registro escrito del proceso de desarrollo teórico de dicha idea, al epígrafe “f”, titulado “sueño de la muerte de personas queridas”, del capítulo V, titulado “Material y fuentes de los sueños, de su libro de 1900 La interpretación de los sueños, epígrafe éste en el que ya apunta un primer esbozo de la idea de Edipo, idea que, por fin, ya aparece por primera vez conformada en sus dos trabajos titulados Tres ensayos para una teoría sexual y Mis opiniones acerca del rol de la sexualidad en la etiología de las neurosis, de 1905 y 1906 respectivamente, y que a partir de aquí constituirá sin duda el corazón de la armadura de la metapsicológica freudiana. Como ya he dicho, no dispongo en esta ocasión de tiempo para demorarme en los análisis doxográficos, que por lo demás resultarían muy interesantes, porque lo que ante todo quiero es centrarme en poner de manifiesto algo que considero esencial, a saber: Que la estructura o el formato conceptual de la idea de Edipo es exactamente la misma que la estructura gnoseológica del apriorismo trascendental kantiano, sólo que, eso si, con una novedad respecto del contenido de dicho apriorismo trascendental que desde luego no estaba en Kant ni por asomo, y que es la relación negativa entre dicho apriorismo trascendental y los contenidos empíricos respecto de los que se supone que dicho apriorismo juega o cumple dicha función trascendental.

Respecto de lo primero. Repárese en que, según la estructura edípica ya elaborada, el deseo fantaseado infantil de los padres, y precisamente para poder pensarlo como constitutivo —para poder seguir pensando que ha de serlo “invariablemente” de los padres, como hemos visto que ya nos había dicho Freud en su carta a Fliess—, tiene que serlo, no ya de cualesquiera cuerpos vivientes de su entorno, sino precisa y justamente de aquellos cuerpos que se “corresponden” con, o que vienen a “ocupar”, las figuras parentales cuya relación

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estructural parental conlleva precisamente que dicho deseo deba ser necesariamente castigado o reprimido como condición necesaria del mantenimiento de la estructura misma parental que dicho deseo a su vez está violando. El deseo habrá de serlo en efecto del cuerpo de la figura de la madre (o del padre, en su caso), de forma que sea la relación estructural parental misma de la madre con el padre la que forzosamente haya de reprimir dicho deseo que a su vez viola dicha estructura. Pero entonces ello quiere decir, repárese, que la estructura de dicho deseo, y precisamente en cuanto que se la quiere pensar como estructura no ya contingente sino constitutiva, es decir, la estructura parental misma (una de cuyas figuras ha de ser objeto del deseo que la estructura misma debe reprimir), está siendo pensada como una forma pura a priori respecto de cualesquiera cuerpos empíricos posibles objetos del deseo que puedan ocupar las figuras de dicha estructura, de modo que por ello dicha estructura pueda cumplir respecto de dichos cuerpos empíricos funciones trascendentales, es decir, la función de ser justamente condición de posibilidad de dicho deseo de los cuerpos empíricos en cuanto que se corresponden con las figuras de la estructura a priori.

Es muy posible ciertamente que Freud no tuviera cabalmente a la vista, en cuanto que conocimiento académico, técnico, doxográfico, este estricto isomorfismo entre su idea de la estructura y el funcionamiento edípicos y la estructura y el funcionamiento gnoseológicos del apriorismo trascendental kantiano, y ello aun contando con que su lectura de Shopenhauer, por él mismo reconocida, pudiera haber sido una canal de influencia en este sentido. Pero la cuestión es que, en todo caso, o sea al margen de cualquier posible influencia y al margen de cualquier posible autoconciencia doxográfica en el mencionado sentido, lo cierto es que dicho estricto isomorfismo existe, y que resulta por ello de primera importancia detectarlo y reconocerlo, precisamente para poder saber en todo caso a qué atenernos con él. Pues la cuestión es, a mi juicio, precisamente ésta: que, como vamos a ver con más fondo y detalle en la próxima clase, la figura gnoseológica misma del apriorismo trascendental kantiano es ya una figura gnoseológica imposible, en rigor algo ininteligible, habida cuenta de que ella es, en efecto, el resultado de una petición de principio vacía que en modo alguno elucida a aclara el principio mismo que pide. Kant ha querido pensar, en efecto, unas formas puras a priori (de la sensibilidad y del entendimiento, como se sabe) que, en cuanto que formas a priori, o sea anteriores o independientes de la experiencia sensible, y por ello puras, o sea sin contaminación o mezcla alguna con dicha experiencia, puedan a su vez cumplir una función trascendental respecto de dicha experiencia, es decir la función de ser condición de posibilidad de la organización o conformación de los objetos empíricos de la misma; ahora bien, la cuestión es que ha pensado a su vez dicha sensibilidad como siendo de suyo una materia caótica o informe y pasiva (que se imprime pasivamente en los sentidos); y entonces lo que justamente no se entiende —lo repito: no se entiende— es cómo es que una forma de suyo anterior a la experiencia y por ello no mezclada con ella puede ser justamente condición de posibilidad de la organización de una sensibilidad a su vez y de suyo informe y pasiva. Lo que no se ve, en efecto, es de qué modo una materia sensorial de suyo informe y pasiva es susceptible de conformarse desde una forma por su parte anterior y no mezclada con la experiencia, o, dicho a la recíproca, de qué modo semejante forma de suyo anterior y no mezclada con la experiencia tiene capacidad para conformar una materia de suyo informe y pasiva. Se trata, en efecto, de un mero postulado o de una mera petición de principio, que gira sobre su propio vacío de ininteligibilidad, o sea que deja enteramente sin determinar todo posible “rasante intermedio de ajuste” entre los dos planos que pretende coordinar, el de una forma de suyo anterior y no mezclada con la sensibilidad y el de una materia sensorial de suyo informe y pasiva, y ello precisamente debido al modo como han sido pensados, de entrada y “de suyo”, estos dos planos que se pretenden coordinar, esto es, y repárese, como

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dos planos meramente yuxtapuestos, y además yuxtapuestos por su por su mutua exclusión. Kant está siguiendo en esto, claro está, lo peor y menos inteligible del platonismo, es decir, aquella idea de un Demiurgo pensado enteramente ad hoc para que intente conformar una materia de suyo informe desde unas formas de suyo previas a dicha materia. Por ello es absolutamente imprescindible, por cierto, en este punto, como prácticamente en todo en filosofía, volver al sentido común aristotélico, en este caso a su ontología hilemórfica, es decir, y dicho muy rápidamente porque no quiero ahora demorarme en esto, volver a pensar toda materia como internamente conformada de suyo desde el principio (por tanto como materia segunda) y a toda forma como una forma internamente material —de suerte que sólo de este modo se nos haga posible en el límite pensar la idea de “materia prima” como una idea límite negativa, y en todo caso la idea de un “acto puro” como una hipóstasis de unas formas previas a las que se les ha evacuado su materia. Ahora bien, y volviendo Kant, el secreto, y, lo lamento pero debo decirlo, en cierto modo la impostura, de la maniobra gnoseológica kantiana consiste en haber pretendido moverse en un plano que por ser meramente gnoseológico se supone que por ello pude hacer abstracción de toda determinación real posible a la hora de tratar del conocimiento, es decir, de toda determinación respecto de la realidad misma de las realidades conocidas, y de toda determinación respecto de la realidad misma del conocimiento, generando así el espejismo, sólo aparentemente inteligible, de una “idealismo (meramente) trascendental” que no implicaría ningún idealismo real. Pero basta con que re-situemos, como sostengo que es imperioso hacer desde cualquier gnoseología que no quiera “esconder sus cartas” (como ocurre con la kantiana), la idea de conocimiento sobre sus quicios reales, es decir, basta con que nos atengamos a la cuestión de realidad misma del conocimiento y de las realidades conocidas, para que no sólo se nos muestre el idealismo trascendental como una gnoseología que en efecto esconde sus cartas (ontológicas), sino para que también se nos desvelen cuáles son precisamente esas cartas escondidas, que no son otras que las de la tradición del racionalismo moderno “continental” como tradición que gira precisamente en torno a una aporía radical: se trata en efecto de la idea ontológica leibniziana de “armonía preestablecida”, o también del “ocasionalismo” ontológico de Malebranche, todos ellos a la postre deudores de la aporía radical en la que ya sumió Descartes a la ontología y la gnoseología al pensar a la res cogitans y la res extensa no sólo como dos planos de realidad meramente yuxtapuestos, sino además como yuxtapuestos por su mutua exclusión —extenso frente a in-extenso, en efecto—. Dada semejante aporía de partida, sólo la idea de Dios, claro está, podrá sacarnos o resolver, en todas estas variaciones sobre el mismo tema, o sea en todas esta variaciones sobre la misma aporía de raíz, dicha aporía, sólo que se trata de una idea de Dios que no contiene, repárese, a la postre otro contenido más que el pretender resolver, de nuevo por mera petición de principio puramente ad hoc, la aporía de la que partíamos y que pretendíamos resolver. Es “gracias a Dios”, en efecto, como alcanzamos la validez real del conocimiento geométrico en Descartes, o como puede ocurrir la asombrosa armonía preestablecida entre las mónadas leibnizianas, o como puede tener lugar la correspondencia ocasional entre las sustancias en Malebranche; y también tiene que ser “gracias a Dios”, y repárese no puede ser de otro modo, como las formas puras a priori kantianas podrían cumplir su presunta función trascendental respecto de la experiencia sensible informe y pasiva. Sólo que en todos estos casos, como decía, dicha idea de Dios no contiene otro contenido más que el de una pura petición de principio traída a colación ad hoc mediante la que se pretende resolver la aporía de la que partimos (como ya ocurría precisamente con el Demiurgo platónico). Y si el idealismo trascendental kantiano ha podido, como decíamos, “esconder” dicha idea a la postre gratuita de Dios, es en la medida en que ha creído poder plantear el problema gnoseológico como si fuera posible hacer abstracción de

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toda realidad del conocimiento y de las cosas conocidas, como un “idealismo trascendental”, en efecto, y no como un idealismo real. Pero basta con que retiremos este artificio, o sea este modo de esconder las cartas ontológicas, para que inmediatamente éstas se nos desvelen, o sea para que podamos advertir que el apriorismo trascendental kantiano no es en efecto más una variación más sobre la misma aporía de la que está presa la tradición de la filosofía racionalista.

Pues bien, la cuestión es que también va a ser ni más ni menos que una variación nueva sobre el mismo tema, o sea sobre la misma aporía, la estructura y la función del complejo de Edipo tal y como precisamente lo ha pensado Freud. Pues la estructura parental edípica (una de cuyas figuras ha de ser objeto empírico del deseo infantil que la estructura misma debe reprimir) está pensada en efecto por Freud, como decíamos, en el mismo plano que las formas puras a priori del apriorismo kantiano, y el objeto empírico de dicho deseo está pensado asimismo por Freud en el mismo plano que la experiencia empírica kantiana una vez que ésta se supone ya conformada, de suerte que aquella estructura parental, en cuanto que forma pura a priori del deseo, pueda cumplir la función trascendental de ser condición de posibilidad de la conformación de dicho deseo de aquel cuerpo empírico que precisamente se corresponde con una de las figuras de aquella estructura. Ahora bien, la cuestión es que Freud ha tenido, inevitablemente, siquiera sea por guardar la apariencia de que lo que está haciendo es un saber positivo o empírico, que conferir realidad, y realidad psicofísica, a la estructura o al formato apriorista trascendental kantiano dentro del que se mueve, es decir, ha tenido que “naturalizar” dicho formato, en el mismo sentido en que es un lugar común hablar de la “naturalización de la epistemología” (kantiana o no), de modo que ha tenido que pensar la estructura de dicho deseo como una disposición hereditaria o innata. Pero entonces a Freud le ha ocurrido lo que indefectiblemente ocurre siempre que se intenta conferir realidad (psicofísica) o naturalizar a la estructura del apriorismo trascendental kantiano —esa naturalización, en efecto, a nuestro juicio inevitable, que sin embargo la gnoseología kantiana tenía prevenida o escondida mediante el artificio de un idealismo trascendental supuestamente no real—, a saber, que es entonces cuando se devela inexorablemente la condición de pura y vacua petición de principio en la que el apriorismo trascendental siempre consiste (y en la próxima clase veremos que esto mismo ocurrirá en el caso de Shopenhauer). Pues es ahora, en efecto, cuando no podemos dejar de preguntarnos por esa asombrosa “correspondencia”, o “adecuación ocasional”, o “armonía”, entre los cuerpos empíricos que son objeto efectivo del deseo infantil y la figura de la estructura parental dentro de la cual resulta que encajan dichos cuerpos. Se trata, claro está, en el caso caso de Freud, de una correspondencia o de una armonía que va a ser entendida como innatamente preestablecida, o sea como una “disposición hereditaria”. Pero entonces es justo cuando advertimos que la apelación a esa supuesta disposición innata o hereditaria, para asegurar aquella asombrosa correspondencia, como si se tratase en efecto de una armonía preestablecida innata, no cumple otra función teórica más que la que misma que ya cumplía la idea de Dios en la tradición racionalista, o sea la de postular una mera petición de principio para presuntamente salir de la aporía de la que partíamos. En este caso la petición de principio se formula en términos no ya divinos, apelando a Dios, sino innatos o hereditarios, apelando a la herencia, y así se produce la impresión o la apariencia de una explicación innata o hereditaria de lo que sin embargo sigue siendo una aporía insuperable, a saber, que precisamente el cuerpo empírico que es objeto efectivo de deseo se corresponda justamente con una figura de la estructura parental. La apelación a lo innato todo lo que hace es retrotraer la aporía al ámbito de lo presuntamente hereditario, pero de ningún modo con ello la aclara o la explica, sino que se limita a añadir, por así decirlo, más oscuridad a lo que de suyo ya es oscuro. No se trata

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en efecto más que de (pseudo)explicar lo oscuro por lo más oscuro. Pero va a ser, no lo olvidemos, esta mera y vacua petición de principio la que va a rendir efectos prácticos muy precisos en la práctica del análisis.

Ahora bien, para rendir estos efectos Freud tendrá que añadir ciertamente una segunda nota específica al formato de su apriorismo trascendental, una nota que, como decíamos, no está desde luego presente en el apriorismo trascendental kantiano, pero que tampoco, y por cierto, es incompatible con él, puesto que se trata a la postre de la misma maniobra que también haría, como veremos en la próxima clase, el kantiano Shopenhauer. Se trata en efecto ahora de incorporar la idea misma de represión al formato de dicho apriorismo trascendental y de entenderla por tanto desde dicho formato. La estructura parental, como estructura pura a priori (ahora innata) del deseo es tal que no sólo el deseo ha de serlo de algún cuerpo empírico que se corresponda con una figura de dicha estructura, sino que, y por lo mismo, debido a la fuerza normativa de dicha estructura, dicho deseo ha de quedar reprimido por dicha estructura. Así pues, el deseo infantil no sólo lo es de aquel cuerpo empírico que se corresponde, a priori o innatamente, con una figura de la estructura parental, sino que además se corresponde, no menos innatamente, de un modo estructural o constitutivamente negativo o quebrado. El deseo en efecto lo es (innatamente) de aquella figura de la estructura parental que, a la par que lo constituye (innatamente), lo constituye de modo que no puede sino (asimismo innatamente) reprimirlo, y ello porque, como venimos diciendo, ahora la represión será ya definitiva, siquiera a partir del inexorable desarrollo moral adolescente, y por tanto como una virtualidad asimismo contenida innatamente, de modo que su acceso consciente como tal quedará ya definitivamente vedado. Así pues, como se ve, se sigue manteniendo la estructura y el funcionamiento del apriorismo trascendental, ya naturalizado en términos innatos, es decir, se sigue manteniendo la estructura teórica de una mera petición vacía de principio, sostenida ahora en términos innatos, relativa a la correspondencia entre el objeto empírico del deseo y una figura de la estructura parental, pero se sigue manteniendo de modo que el contenido de dicha correspondencia “de principio” presuntamente innata sea ahora un contenido estructuralmente negativo, el que pide la idea de represión. Y a partir de ahora Freud ya podrá jugar con la distinción y con la relación entre los planos consciente e inconsciente desde el formato de dicho apriorismo trascendental (o innatismo) de factura represora o negativa, de modo que el plano de lo consciente albergue a lo reprimido y el de lo consciente a la instancia represora.

Pero entonces todo lo que Freud está haciendo, repárese, es construir, o más bien meramente postular, una mera co-definición tautológica negativa enteramente indeterminada entre el deseo (inconsciente) y la estructura parental (consciente), según la cual todo lo que se nos dice del deseo (inconsciente) es que es aquello que resulta constitutivamente reprimido por la estructura parental (consciente), de la cual a su vez todo lo que se nos dice es que es la instancia (consciente) que reprime constitutivamente el deseo (inconsciente). Se trata, pues, como se ve, de limitarse a co-definir a ambas instancias, el deseo (inconsciente) y la estructura parental (consciente), de un modo como digo tautológico negativo indeterminado, o sea definiendo a cada instancia como el mero vaciado o el reverso negativo de la otra, sin que en realidad se nos ofrezca la menor determinación positiva de ninguna de ellas, y por tanto ningún criterio o principio de discernimiento para entender en qué sentido cada una de ellas pueden ser en efecto un reverso negativo de la otra: el deseo es lo constitutivamente reprimido por la estructura parental que a su vez es lo que reprime al deseo, y punto. La idea misma de represión, pues, una vez inserta en el formato del apriorismo trascendental, o de su versión innatista naturalizada, y por tanto una vez inserta dentro de la mera petición de principio en la que se cifra dicho apriorismo o dicho innatismo, se convierte en el pivote,

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enteramente vacío e indeterminado, sobre el gira en el vacío la co-definición tautológica negativa entre el deseo y la estructura parental. Y eso es todo. La vacuidad principialista de la estructura del apriorismo trascendental, ya naturalizado en términos supuestamente innatos, ha adquirido ahora como se ve el formato negativo de una mera co-definción tautológica negativa indeterminada.

Ahora bien, para obtener los rendimientos prácticos de esta codefinición tautológica negativa indeterminada mediante la que Freud ha comenzado por pensar la idea de represión, Freud deberá entender asimismo desde dicho formato (tautológico negativo indeterminado) el proceso dinámico que se supone que resulta de dicha represión, esto es, a las manifestaciones conscientes sustitutivas del deseo reprimido. No se trata sólo, claro está, de que el deseo quede constitutiva y definitivamente reprimido por la estructura parental misma que lo constituye, sino también de que el proceso dinámico resultante de dicha represión, o sea la serie de manifestaciones conscientes sustitutivas de dicho deseo reprimido pueda ser vista, y precisamente debido al carácter definitivo y constitutivo de dicha represión, como una cadena fatal de autoengaños conscientes culturales respecto de dicho deseo que como tal permanece inaccesible o inefable. Porque la cuestión es, en efecto, que lo que queda definitivamente reprimido o sepultado es sólo el contenido ideacional del deseo infantil originario, de la escena desiderativa fantaseada primordial, pero no ya su carga afectiva, la cual se supone que no puede dejar de pugnar por seguirse manifestando conscientemente, de modo que ahora estas manifestaciones sustitutivas conscientes, cuyas figuras culturales irán siendo tomadas de los episodios de la biografía del individuo, figuras que irán siendo “catectizadas” o “investidas” de aquella carga afectiva reprimida, seguirán dinámicamente funcionando, claro está, como formas culturales de autoengaño consciente constitutivo respecto de aquel contenido ideacional desiderativo que como tal ya nunca dará conscientemente la cara, sino siempre dinámicamente disfrazado bajo dichas formas de autoengaño. De este modo, como se ve, Freud ha ampliado o extendido indefinidamente el formato tautológico negativo indeterminado con el que de entrada ha entendido la represión originaria desde dicha represión a la dinámica resultante de la misma, de forma que dicha dinámica pueda en efecto ahora seguirse concibiendo como una dinámica interminable de formas sustitutivas conscientes de autoengaño cultural de dicha de dicha represión moral originaria. El formato tautológico negativo indeterminado se mantiene o extiende, en efecto, desde la idea de represión hasta la idea de sus presuntas manifestaciones sustitutivas conscientes, de modo que, repárese, todo lo que, una vez más, se nos dirá de dichas manifestaciones sustitutivas conscientes es que son una forma de autoengaño respecto de un supuesto deseo primordial sustituido del que a su vez todo lo que se nos dice es que es lo sustituido por dichas formas de autoengaño. De este modo, así como, según decíamos, la idea de represión, una vez pensada ya desde el formato tautológico negativo indeterminado, es el pivote vacío o indeterminado sobre el que gira en el vacío la presunta relación de represión entre la instancia represora y la reprimida, ahora de igual modo la idea misma de sustitución engañosa, una vez que ha sido asimismo pensada desde dicho formato, será el pivote igualmente vacío e indeterminado sobre el gira en el vació la presunta relación de sustitución engañadora entre lo sustituyente consiente y lo sustituido inconsciente. En resolución, todo lo que a la postre Freud nos está diciendo es que el deseo inconsciente es lo reprimido y lo engañosamente sustituido por aquellas instancias conscientes de las que a su vez todo lo que se nos dice es que son las instancias conscientes represoras y engañosamente sustituidoras de dicho deseo.

Y esta tautología negativa indeterminada mediante la que se está pensando la idea de “represión sustituida”, de represión edípica culturalmente sustituida, la que será responsable de la insidiosa ambivalencia indecidible mediante la que Freud no podrá ya dejar de pensar la

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relación entre dicha represión sustituida y el desarrollo genético mismo de la cultura. Pues en principio, en efecto, Freud quisiera pensar a la represión como causa generadora de la cultura misma, de entrada de la cultural parental, y asimismo seguir pensando a la dinámica sustitutiva resultante de dicha represión como causa generadora del desarrollo mismo cultural; pero lo cierto es que en ambos caso necesita contar ya circularmente, si quiera de modo implícito, con esa cultura que pretende explicar genéticamente mediante la represión y la sustitución. Pues para explicar genéticamente a la cultura, de entrada a la cultura parental, como consecuencia de la represión, necesita contar ya con esa cultura como agente de dicha presunta represión, y asimismo para explicar genéticamente el desarrollo de la cultura como consecuencia de la sustitución de aquella represión necesita no menos contar ya con las figuras culturales que suministren los contenidos mismos de dicha presunta sustitución. Ya Max Scehler, por cierto, advirtió y denunció con toda lucidez, en su obra clave El puesto del hombre en el cosmos, el carácter circular de esta pseudoexplicación freudiana de la cultura. Pero ello quiere decir que todas las explicaciones presuntamente psicodinámicas, de corte psicoanalítico, de la cultura que Freud fue cada vez más elaborando (y después de él muchos otros ensayistas cegados por él), y que fue elaborando como un contenido no accindetal sino esencial de su obra, en cuanto que derivaban precisamente de la armadura básica de su metapsicología, quedan presas de esta forma ineficaz de pseudoexplicación circular. Resulta en efecto literalmente patético por ridículo intentar explicar psicodinámicamente en términos psicoanalíticos la génesis de cualquier obra o figura cultural (sea un cuadro de Leonardo, una novela de Dostoyesky, y no digamos una religión monoteísta, pero también la formación de un humilde brasero paleolítico, por mencionar algunos tipos de referencias culturales que Freud pretendió someter a lo largo de su obra a semejante tipo de explicación), y ello por la sencilla razón de que incluso para ensayar la pretendida explicación genética psicodinámica de corte psicoanalítico es preciso contar ya, circularmente, con las obras o figuras que se pretenden genéticamente explicar, de suerte que todo lo que acerca del contenido de dichas obras o figuras puede decirnos aquella pseudoexplicación circular no es más que reiterar la vacua y ambivalente petición de principio de que dicha obra supone una represión y/o sustitución del deseo, o sea exactamente nada. Por tomar, y muy rápidamente, el humilde ejemplo de la fabricación de un brasero paleolítico, ejemplo que Freud ya consideró, como se sabrá, primero en El malestar en la cultura, de 1930, y al que luego se permitió de dedicar un breve ensayo monográfico, en 1932, titulado Sobre la conquista del fuego. La idea de Freud es que la “conquista del fuego”, o sea la fabricación de los braseros, puede explicarse genéticamente como el resultado de una renuncia desiderativa, la renuncia en efecto al deseo de la micción. Pero la cuestión es que uno puede pasarse siglos renunciando a la micción y, aunque puede que la micción le acabe saliendo por las orejas, no por eso logrará fabricar un brasero. Es preciso contar, antes bien, ya con el brasero, con su figura y su contenido cultural efectivo, incluso para ensayar la explicación psicodinámica que se pretende, pero es entonces justamente cuando dicha pretendida explicación se nos torna enteramente ineficaz a la hora de explicar lo que pretende. A lo sumo, todo lo que podría conjeturarse son los efectos que sobre el deseo pueda tener la figura del brasero ya constituido, no los presuntos efectos que sobre la figura del brasero tiene el deseo reprimido, pero entonces lo que está por ver, por así decirlo, es que estos efectos tengan que ser los efectos represivos (y/o sustitutivos) que la vacua petición freudiana de principio siempre pide. Por lo demás, me permito apuntar, digamos que entre paréntesis, que esta forma de pseudoexplicación genética circular ha caracterizado no sólo la obra Freud, sino también y en general a la obra de todos los autores contemporáneos que tan pomposamente han sido incluidos bajo la rúbrica de “los filósofos de la sospecha”, o de la “falsa conciencia”, o sea también, por ejemplo, a un Schopenhauer,

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o a un Nietzshe, o a un Marx. Así ocurre en efecto cuando se pretende explicar genéticamente las estructuras sociales y culturales no económicas a partir de una presunta dinámica económica, o las figuras “apolíneas” a partir de unas supuestas fuerzas dinámicas “dionisíacas”, o al mundo de la “representación” a partir de la dinámica de la “voluntad”. Se trata siempre de lo mismo —o mejor, de variaciones sobre un mismo tema—: de una pretendida explicación genético-dinámica de figuras o de contenidos culturales o espirituales que hasta el presente habían sido consideradas, se conoce que por el sentido común engañado, como “superiores”, y que ahora serán ya marcadas con la marca devaluadora de “meras superestructuras aparentes”, a partir de fuerzas dinámicas que asimismo hasta el presente eran consideradas como “inferiores” y subordinadas a aquellas, pero que ahora serán ya marcadas positivamente como “verdaderas infraestructuras explicativas”, de modo que podamos, al parecer, darnos esa singular satisfacción tan característica del hombre de nuestro tiempo, que consiste en saberse el sagaz descubridor de que aquello que hasta el presente considerábamos como lo mejor de nosotros mismos no era “en el fondo” más una forma ideológica de autoengaño respecto de aquellas fuerzas que hasta considerábamos como lo inferior y subordinado. Se trata ciertamente, por lo que se ve, de darnos la sagaz satisfacción presuntamente cognoscitiva de sabernos autodevaluados o autodegradados, cosa que como digo parece que complace mucho en nuestros tiempos, y mucho más aún a muchos profesores de filosofía. Y sin embargo lo cierto es que incluso para ensayar semejante presunta explicación genética reductora, o genética devaluadora, es preciso siempre contar ya con las figuras que se pretenden explicativamente reducir o devaluar, y ello de modo que todo lo que a la postre se nos dice respecto del contenido mismo de dichas figuras no es más que la reiteración de la vacua petición de principio que desde el principio pide la teoría de la que se parte, es decir, que se trata de formas de autoengaño ideológico respecto de aquellas fuerzas subyacentes, es decir, y una vez más, exactamente nada. Se comprende, por lo demás, me permito decir haciendo un paréntesis dentro del paréntesis en el que estaba, que haya sido muchas veces el formato del apriorismo trascendental kantiano, y precisamente en cuanto que no consiste más que en una petición vacía de principio, el que se haya avenido a adoptar este giro negativo que a su vez caracteriza a las explicaciones negativas o devaluadoras del hombre, esto es, a todas aquellas explicaciones que pretenden explicar lo que hasta el presente se consideraba como los logros mejores o superiores del hombre como un encubrimiento engañador de fuerzas básicas cuya dinámica actuaría determinantemente por detrás o por debajo de dicho encubrimiento, puesto que dicha presunta explicación no consiste más que en una reiteración de la petición vacía de principio propia del apriorismo kantiano cursada ahora en clave negativa o de “autoengaño encubridor”. Cuando además dicha versión negativa del apriorismo kantiano se alía con una mentalidad positivista o criptopositivista, que todo lo que en realidad hace es limitarse a tildar o a rubricar verbalmente de “científicas” ese presuntas explicaciones aprioristas negativas, estamos ya en presencia de la armadura conceptual básica de esa inmensa impostura teórica que ha sido, en sus diversas modulaciones, el estructuralismo francés y sus diversos retoños. Pues ahora se supone en efecto que serán ciertas estructuras básicas, presupuestas a priori por petición de principio y por tanto de un modo enteramente gratuito, las que supuestamente explicarán reductivamente cualesquiera que puedan ir siendo las figuras culturales o sociales que la historia social humana empírica pueda ir arrojando, como supuestas apariencias encubridoras de aquellas supuestas estructuras básicas. Y en semejante presunta explicación o desvelamiento, como digo enteramente gratuita por apriorista y por tanto por principialista, se supone que se cifra el secreto de lo que estos señores consideran que son las “ciencias humanas”. Unas ciencias humanas que, por lo que se ve, se nos presentan con el dudoso título de honor de ser las

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desveladotas o descubridoras de la condición autodevaluada o autodegrada humana. Y no son ciertamente pocos los profesores de filosofía de nuestros días que obtienen mucha fruición en semejantes malabarismos tautológico-negativos autodevaluadores.

Pero no puedo ahora demorarme más, y lo lamento, en estas consideraciones, puesto que todo lo que quería es señalar que las presuntas explicaciones psicodinámicas freudianas de la cultura, en las que su obra fue abundando cada vez más con el transcurso de los años, y de las que seguramente la muestra más redondeada y sistemática sea su ensayo sobre El malestar en la cultura, de 1930, no constituyen algo accidental o secundario en la obra freudiana, sino un desarrollo natural o interno de su metapsicología, una metapsicología ésta cuya armadura básica, y con esto recupero el hilo de lo que quería decir, está justamente montada sobre el formato de esa codefinición tautológica negativa indeterminada mediante la cual se ha entendido a la represión edípica y a la dinámica de la represión culturalmente sustituida a la que se supone que dicha represión da lugar. El nuevo núcleo conceptual, en efecto, de toda la obra freudiana, una vez que se ha asumido la idea de fantasía desiderativa primordial, es su idea del complejo de Edipo, esto es, su concepción del deseo y de la represión edípicos, concepción ésta que a su vez nos conduce a la idea de una represión culturalmente sustituida como característica constitutiva de toda biografía humana. La armadura básica, pues, de la metapsicología freudiana consiste en esta idea de una represión edípica culturalmente sustituida, en cuanto que dicha idea ha sido pensada en todo momento desde el formato tautológico negativo indeterminado al que ya nos hemos referido. En diversas ocasiones, en efecto, Freud ha caracterizado a su metapsicología como la teoría de la “topografía, dinámica y economía del aparato psíquico”. Al respecto merece la pena que Uds. sepan de la existencia de una serie de ensayos que Freud escribió durante el año de 1915, y que inicialmente tenía previsto reunir, aunque luego no lo hizo, bajo la rúbrica común de Investigaciones metapsicológicas; se trata de los siguientes ensayos: Los instintos y sus destinos, La represión, El inconsciente, Adición metapsicológica a la teoría de los sueños y Duelo y melancolía. En estos ensayos, en cuyo detalle me es imposible ahora entrar, Freud va desglosando, en efecto, los diversos aspectos o facetas de esa teoría metapsicológica de la “estructura, dinámica y economía del aparato psiquico” cuya armadura básica, como digo, y esto es lo que ahora me importa subrayar, consiste en la idea de la “represión edípica culturalmente sustituida” entendida siempre desde el formato de la codefinición tautológica negativa indeterminada entre la instancia consciente moral y/o cultural represora y sustituyente y la instancia desiderativa inconsciente reprimida y sustituida. Si nos atenemos, por ejemplo, en efecto, a la peculiar “economía” conforme a la cual tiene lugar esa dinámica estructural o esa estructura dinámica del “aparato psíquico”, veremos que siempre se trata, como analizaremos con otro detalle en la última clase, de una estrategia preventiva que actúa siempre previniendo por adelantado el malestar afectivo-moral y sustituyéndolo por nuevos contenidos compensatorios menos gravosos o más fácilmente soportables: se trata a la postre de una interminable huída hacia delante que busca siempre compensar sustitutivamente el supuesto trauma afectivo-moral primordial insoportable en que consiste el deseo edípico reprimido.

Se trata por tanto, y en definitiva, de una teoría de la personalidad humana, o del “aparato psíquico” (como de un modo tan burdo se nos dice, buscando sin duda generar, mediante semejante imagen mecánica, la impresión de cientificidad) a la vez que de una teoría de la cultura, o mejor, de una teoría de la relación misma entre la personalidad humana y la cultura, una teoría ésta que debido, como digo, al formato tautológico negativo indeterminado mediante el que ha sido pensada dicha relación, se moverá siempre ambivalentemente entre la idea de la cultura como la instancia represora y sustituyente del

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deseo reprimido y sustituido y la idea de la cultura como la instancia ella misma generada por dicha represión y sustitución.

En cualquier caso, esta ambivalencia no es óbice para que sea precisamente dicho formato tautológico negativo y por ello enteramente aporético (en realidad, esta impostura teórica) el que acabe rindiendo unos beneficios prácticos muy precisos, aquellos que se derivan, como ya decíamos, del hecho de que el individuo se asuma como fatalmente constituido por un espejismo cultural y moral.

Ahora bien, antes de abundar más en los rendimientos prácticos de semejante impostura teórica quiero acabar por determinar el recorrido filogenético que dicha impostura acabó adoptando en la obra de Freud. Me refiero a lo siguiente. Freud ha percibido que era de algún modo preciso justificar filogenéticamente este “episodio edípico” innato o primordial que su teoría ha dibujado como condición innata o primordial del desarrollo ontogenético de cada vida humana individual, de suerte que dicho episodio pueda entenderse, diríamos, como una reedición ontogenética innata de una situación asimismo primordial, pero que esta vez hubiera tenido lugar en el momento mismo de constitución de la humanidad. Y para ello la asombrosa capacidad fabuladora freudiana desde luego no se ha detenido, sino que ha avanzado impertérrita, fabulando ahora, sobre el mito de Edipo, y como complemento filogenético suyo, el mito de Tótem y tabú. Esta nueva leyenda de cosecha propia Freud la dio a conocer al público en su ensayo de 1913 titulado precisamente así: Tótem y Tabú.

Conviene antes de entrar en la consideración de esta leyenda hacer alguna observación preliminar. Porque lo cierto es que si nos atenemos al contenido presuntamente descriptivo que Freud efectivamente nos narra o describe en este ensayo, es preciso desde luego comenzar por señalar que se trata de un contenido absolutamente inventado, que Freud se permite sacarse de la manga sin el menor pudor, y que desde luego no tiene, ni de lejos, la menor apoyatura empírica en los conocimientos etnográficos o prehistoricos de que disponemos. En este sentido, recuerdo ahora una vez, permítanme que les diga, hace ya muchos años, seguramente más de veinte, en que Gustavo Bueno, dando una conferencia en el Ateneo de Madrid mencionó este ensayo de Freud, y recuerdo que a Bueno, desde su perspectiva tan racionalista, literalmente se le llevaban los diablos denunciando la completa impostura que desde el punto de vista empírico etnográfico o prehistórico suponen los contenidos que Freud se ha permitido inventarse en este ensayo. Y sin duda es así. Ahora bien, la cuestión es que cuando consideramos la factura lógica de la leyenda inventada por Freud y el sentido que dicha factura tiene en el conjunto de su obra, entonces es cuando advertimos que Freud está, sin duda, fabulando, y fabulando descaradamente, desde el punto de vista empírico, pero a la vez hilando muy fino, como nunca deja de ocurrir con él, a la hora de montar, o de impostar, dicha leyenda — de modo que, como ahora vamos a ver, no sólo se trata de una impostura empírica, sino también de una fabulosa impostura teórica que, precisamente por serlo, resulta enteramente coherente con la impostura teórica en la que consiste el conjunto de su obra—. Pues Freud va a montar, en efecto, una imagen de la formación de la humanidad según la cual la misma fractura o el mismo abismo que caracteriza constitutivamente a la situación edípica, es decir, la fractura que resulta de que la norma que constituye el deseo lo constituye reprimiéndolo, la podamos ver abriéndose paso en la formación misma de la humanidad. Este es ciertamente el secreto de la leyenda fabulosamente inventada, su fabulosa coherencia con la situación edípica. Pues hubo un tiempo, en efecto, al parecer, según nos cuenta la leyenda freudiana, en el que los machos de la horda primitiva, que en principio se supone que practicaba la cópula promiscua consanguínea, tenían sin embargo vedado el acceso sexual a las hembras de la horda debido a que éstas eran acaparadas por el Mayor del grupo, por el macho de mayor edad. De esta suerte, los machos se vieron llevados a asesinar a ese mayor,

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como condición para poder llegar a un reparto distributivo de las hembras, y acto seguido a practicar la ceremonia de una comunión caníbal con su cadáver. Así pues, en semejante distribución o reparto social de las hembras, o sea en la formación de las relaciones sociales de parentesco, puede cifrarse la formación primordial de la humanidad, pero dicho reparto no tuvo lugar, como se ve, en vano, sino sobre la base de un asesinato primordial, a saber, el asesinato de aquel mayor cuyo deseo promiscuo, en su caso satisfecho, todos secretamente tenían, pero que han tenido que reprimir al objeto de poder organizarse socialmente de un modo humano, y que por lo mismo han debido esconder para siempre bajo la forma de la comunión caníbal de su cadáver. A partir de aquí, claro, el Tótem de la humanidad será el Padre cuyo respeto es preciso guardar como condición del mantenimiento de la comunidad familiar misma y con ello de la humanidad, a la vez que el Tabú será ese asesinato cuyo recuerdo es preciso esconder para siempre del mismo modo que se escondió o hizo desaparecer su cadáver en la comunión caníbal del mismo. Truculencias aparte —porque ciertamente esto parece un cuento de terror moral (o más bien inmoral) con un guión muy peculiar —, la cuestión es que el formato del guión o del argumento de la leyenda no puede estar mejor elegido y diseñado a la hora de presentar lo que justamente se pretende presentar, esto es, a la formación misma de la humanidad como una formación constitutivamente quebrada de modo fatal e irremediable, es decir, de modo que las relaciones mismas de parentesco que la constituyen a la vez la constituyan reprimiendo el deseo que por su parte viola esas mismas relaciones y por ello la humanidad misma. Es, pues, la repetición misma del formato de Edipo, retrotraído ahora a la formación de la humanidad, de modo que el episodio edípico puede aparecer como una reiteración innata ontogenética de aquel supuesto origen filogenético suyo. Y como ocurre con el formato de Edipo, el formato del nuevo mito filogenético es asimismo el formato de una vacua petición negativa de principio intrínsecamente ambivalente. Para empezar, son absolutamente misteriosas e inexplicables la razones por las que el macho de mayor edad, el biológicamente más viejo, acapara a las hembras y las sustrae a una cópula promiscua consanguínea a la que en que principio están desde luego dispuestos todos los machos de la horda; esto es desde luego absurdo, y aun ridículo, desde el punto de vista biológico adaptativo para cualquier otro grupo zoológico real o posible. Pero la cosa es, claro está, que esa suerte de axioma (como digo biológicamente absurdo) está ya implícitamente pensado ad hoc, o sea desde las consecuencias antropológicas que de él se van a extraer, que no son otras, a su vez, más que las de pretender explicar genéticamente, pero de nuevo de modo circular y ambivalente, la formación de la humanidad: pues Freud quisiera en efecto explicar genéticamente la formación de la humanidad, o sea de las relaciones sociales parentales, como consecuencia de un represión constitutiva, la represión del deseo promiscuo, pero a la vez debe ya contar, circularmente, con dichas relaciones humanas parentales para poder siquiera pensar dicha represión, es decir, para no decir de ellas a la postre otra cosa más que lo que de entrada pide su teoría, o sea que son represivas.

Así pues, una vez más, y siempre, se trata de lo mismo, o sea la misma tautología negativa indeterminada expandiéndose en todas direcciones para querer explicarlo todo –y para no explicar a la postre realmente nada: La tautología negativa indeterminada ya presente en efecto en la idea de fantasía desiderativa originaria (a partir de 1897), desplegada a partir de aquí para dar lugar a la idea de la estructura edípica (a partir de 1905 y 1906), y expandiéndose a su vez a partir de aquí como digo en todas direcciones, para empezar en la dirección recreada mediante el mito de Toten y Tabú (de 1913) para darle cobertura filogenético al mito de Edipo, y luego asimismo desplegada en sus diversos ensayos “culturales” que pretenden explicar en general la condición humana misma por medio de esas

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pretendidas explicaciones genéticas psicodinámicas, la postre circulares e ineficaces, de la totalidad de las obras culturales humanas y de su mismo despliegue (biográfico e histórico) — y cuyas referencias bibliográficas fundamentales podrían ser éstas: Psicología de las masas y análisis del yo, de 1921, El porvenir de una ilusión, de 1927, El malestar en la cultura, de 1930, y Moisés y la religión monoteista, de 1939. Este es todo el secreto, en efecto, de la armadura conceptual básica, y del despliegue de esta armadura en la que consiste la metapsicología freudiana.

Y sin embargo, y en todo caso, como venimos diciendo, esta inmensa impostura teórica, profusamente desplegada a través de su abundante obra escrita, estaba destinada a tener, como de hecho tuvo, unos rendimientos prácticos muy efectivos en el seno del análisis. Pues la cuestión es ésta, como me limito a apuntar ahora, antes de terminar esta clase, y como tendremos que ver a partir de las siguientes clases: que, por así decirlo, Freud ha sabido sin duda dónde elegir a la hora de aplicar el formato tautológico negativo sobre el que hemos visto que pivota toda su obra teórica: pues Freud ha aplicado en efecto dicho formato para entender a las relaciones sociales de parentesco, esto es, a ese rasante social que constituye, como vamos a ver en la próximas clases, ni más ni menos que la piedra angular de lo que vamos a caracterizar como los “elementos del campo antropológico”, y con ello los “elementos antropológicos de toda posible civilización”. De este modo Freud, al aplicar semejante formato para conceptuar la esencia misma de dicha piedra angular, ha podido pensar su estructura esencial como algo en efecto constitutiva y fatalmente quebrado de un modo insuperable, o que sólo puede “superarse” mediante sustituciones deformantes y engañosas, al entender en efecto que aquello que nos constituye estructural y matricialmente, nos constituye a la vez reprimiendo el deseo somático mismo que viola dicha estructura constitutiva. De este modo Freud ha llevado a cabo una operación de demolición teórica de dicha piedra angular, como si de lo que se tratarse es de estallar desde dentro su estructura esencial, y de modo que el decurso de la vida aparezca como una interminable y fatal sustitución engañosa de dicho estallido primordial, y esto lo ha hecho no desde luego en cualquier momento histórico, sino precisamente en aquél en el que, como también habremos de ver en la próximas clases, el desmoronamiento histórico de la vida comunitaria está ya afectando a su piedra angular misma, que es la familia, llevando a ésta asimismo a un proceso de desmoronamiento. Es este desmoronamiento histórico de la vida comunitaria y de su raíz familiar el que sin duda va a quedar registrado, o del que se acusa recibo, en la obra teórica de Freud; pero lo que Freud va a hacer es precisamente deformar e invertir mediante una hipóstasis teórica dicho desmoronamiento, precisamente bajo la forma de la idea de Edipo con todas las consecuencias que de esta idea se desprenden, y ello de tal modo que pueda quedar ya consumado, y consumado de un modo irreversible, el proceso de desmoronamiento comunitario y familiar de aquellos individuos que puedan llegar a asumir vitalmente en el análisis la imagen de sí mismos que les brinda aquella deformante hipóstasis teórica. El efecto último del análisis va a consistir en efecto en llevar a su punto de aniquilación última e irreversible el desmoronamiento comunitario y familiar en que se encuentran quienes se prestan a entrar en su mecanismo aniquilador.

Así pues, al objeto de demostrar lo que acabo ahora meramente de adelantar, en las próximas clases tenemos por delante la tarea de establecer los fundamentos filosófico-antropológicos de las siguientes ideas: en primer lugar debemos en efecto demostrar que, como hemos dicho, las relaciones sociales de parentesco constituyen la piedra angular de los “elementos del campo antropológico”, y con ello de los “elementos antropológicos de la civilización”. Hasta aquí desde luego nuestro punto de vista todavía viene a coincidir, si bien sólo de un modo enteramente abstracto, con el de Freud, en cuanto que éste sin duda ha

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sabido, como decíamos, dónde elegir, pero para demolerla, a la hora de detectar la matriz de la formación de la humanidad. Pero mientras que Freud lo ha hecho, en efecto, es intentar estallar teóricamente desde dentro esta piedra angular, nuestro punto de vista será estrictamente el opuesto, puesto que lo que aquí vamos a sostener, en efecto, y éste será el segundo punto clave de nuestra argumentación, es que las relaciones sociales de parentesco, lejos de constituirse, pero ni por lo más remoto, de modo quebrado, como represoras de un deseo que a su vez las viola, se constituyen por el contrario del modo más positivo, inmediato y fluido posible respecto del deseo mismo. Como vamos a ver, en efecto, el deseo queda refundido, sin solución alguna de continuidad, y menos aún sin solución alguna de continuidad quebrada, a la nueva escala que ya instauran las relaciones de parentesco (y con ellas, como veremos, las relaciones de vecindad y entre los oficios, que junto con las parentales constituyen los “elementos del campo antropológico”), y ello de tal modo que serán estas relaciones comunitarias ya específicamente antropológicas aquéllas que a su vez hacen posible e instauran la relación acompasada o proporcionada entre la virtud y la felicidad. Pues las relaciones comunitarias “elementales”, en efecto, serán, como veremos, a la vez el objeto y el soporte de la virtud, esto es, de la fuerza moral del ánimo que busca mantenerlas o reiterarlas y que a la vez se soporta en ellas, y de modo que sólo esta virtud sea, como también veremos, aquello que proporcione la felicidad específicamente humana. Demostrar la instauración de este tipo de relaciones —entre la comunidad, la virtud y la felicidad— será el objeto de la teoría filosófica de la antropogénesis que aquí vamos a proponer. Pero también nos será preciso, en tercer lugar, aprehender y dibujar el proceso histórico mediante el cual se produce, de entrada, o sea con los orígenes mismos de las sociedades históricas, y luego de un modo recurrente, el proceso de desgarramiento de las relaciones comunitarias, y con ello el desgarramiento entre la virtud y la felicidad —la “gran prueba moral”, como veremos, del hombre histórico, —, y ello de modo que podamos, por así decirlo, perseguir el curso de la historia hasta llegar a la formación de la sociedad modernista occidental, en la que dicho desgarramiento, de las relaciones comunitarias y de las relaciones entre la virtud y la felicidad, lleguen justamente al punto crítico de su proceso de desmoronamiento (ya no meramente de desgarramiento). Entonces es cuando podremos al fin entender de qué modo es este desmoronamiento sobre el que justamente se ceba la hipóstasis deformadora de la imagen freudiana del hombre, y ello hasta el punto de conducir, en la práctica misma del análisis, y para los individuos que en el análisis se presten a asumir vitalmente dicha imagen, a la culminación aniquiladora dicho desmoronamiento.

Así pues, la impostada y siniestra imagen freudiana del hombre no es ni mucho menos ajena al momento histórico en el que se gesta, sino que en encaja, y encaja prácticamente, con él de un modo muy especial. Pero tampoco dicha imagen depende sólo, claro está, de su presente histórico, sino que además entronca, como es comprensible, con un muy determinado linaje histórico de ideas, un linaje éste que a su vez está entretejido, claro está, con el proceso histórico mismo, social y cultural, que ha acabado desembocando en la sociedad modernista en la que dicha imagen al fin cristaliza. También sobre esta cuestión, de primera importancia, será preciso que nos ocupemos en las siguientes clases. Me limito ahora, en lo que queda de ésta, meramente a apuntar de un modo rapidísimo el adelanto de lo que va a ser el contenido de la siguiente clase, en la que intentaré en efecto ofrecerles a Uds. un esbozo, sin duda muy en escorzo pero mínimamente sistemático, de esta historia de las ideas de las que desde luego Freud forma parte.

En particular, la idea o la imagen freudiana negativa (o quebrada) de hombre, así como su formato tautológico, no son desde luego una invención enteramente inédita de Freud, y ello sin prejuicio de la modulación específica que sin duda dicha idea adopta en su obra que

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consiste en el particular rasante familiar de elección al que dicha idea se aplica, sino que entronca con una determinada familia de ideas que vienen gestándose aproximadamente a partir del primer tercio del siglo XIX — a partir de lo que de algún modo podríamos considerar como la “crisis romántica” de la tradición del idealismo kantiano que tiene lugar con las herramientas intelectuales mismas de dicha tradición—, y cuyo punto nodular podemos seguramente cifrar en la filosofía de Shopenhauer, una familia de ideas éstas que a su vez constituye un punto de inflexión crítico muy determinado de toda una más amplia y profunda tradición muy característica de la historia de las ideas de la civilización occidental. La cuestión central sobre la que pivota dicha tradición es de una importancia a mi juicio extraordinaria, pues tiene que ver con lo que puede considerarse como el corazón de las cuestiones antropológico-filosóficas de la historia de la filosofía occidental, esto es, con el problema de las relaciones entre el cuerpo y el espíritu del hombre. Se trata en efecto de aquella tradición cuyo paradigma clásico griego pagano podemos retrotraer al menos hasta la idea platónica de que el cuerpo es la cárcel del alma humana (o la “tumba”, llagará a decirnos Platón), idea que ni siquiera el sentido común y el sentido del equilibrio de Aristóteles pudo frenar por completo, pues sabido es que su concepción de la unidad hilemórfica de funcionamiento entre el cuerpo y el alma de los seres vivos hizo crisis en su pensamiento precisamente a propósito del alma intelectiva humana, que según Aristóteles no puede obrar sino “separada” del cuerpo. Se diría, pues, que en el mundo de la filosofía griega clásica pagana podemos detectar una muy significativa depreciación del cuerpo –sin duda heredera de las cosmovisiones orientales canalizadas a través de las ideas órfico-pitagóricas—, una depreciación cuyo paradigma más redondeado se expresa sin duda en la idea platónica del cuerpo como cárcel o “tumba” del alma. Y esta tradición no cesa, sino que se desarrolla y aun se intensifica con la modernidad. Son jalones fundamentales de este desarrollo moderno, como veremos en la próxima clase, ante todo, y para empezar, la teología protestante, de estirpe luterana, que instaura precisamente la tradición de La Psicología en lugar de, y como sustituto de, la vieja tradición escolástica católica de los tratados “Acerca del alma” de factura y estirpe aristotélicas. Mientras que en la tradición escolástica de estirpe aristotélica el alma es siempre vista desde el punto de vista biológico, orgánico, de la unidad hilemórifica de funcionamiento entre el cuerpo y el alma, y por tanto como el modo de operación de los cuerpos vivientes, la nueva tradición protestante de La psicología empezará a concebir, como veremos, en lugar del Alma corpórea, un Sujeto mentalista encapsulado, susceptible de introspección, cuyo cuerpo comenzará a quedar cada vez más en segundo plano, como eclipsado o ensombrecido. El segundo jalón decisivo de esta historia lo constituye sin duda el representacionismo gnoseológico, asociado al dualismo ontológico de las sustancias, de Descartes, que acarrea ya la aporía insuperable del “espiritualismo mecanicista”, es decir la concepción de unos espíritus incorpóreos yuxtapuestos a unos cuerpos mecánicos desalmados, y además yuxtapuestos por su mutua exclusión: la hendidura ya ha cristalizado. Esta hendidura ya no remontará, sino que continuará presente, como también veremos, tanto en los desarrollos empiristas como en los racionalistas. Las presuntas soluciones racionalistas al problema insalvable de la relación entre las sustancias cartesianas corpórea e incorpórea —la armonía preestablecida, el ocasionalismo— no constituyen, como ya hemos apuntando, más que reiteraciones de la petición de principio ya incoada en aporía irresoluble de la que a la postre no pueden en modo alguno salir. Y en el curso de esta historia el apriorismo trascendental kantiano ocupa un lugar sin duda de importancia primordial. Pues el apriorismo trascendental lleva a límite la hendidura cartesiana entre el sujeto cognoscente incorpóreo y el cuerpo desalmado, entre un sujeto cognoscente, en efecto, que ahora se verá dotado, a la manera racionalista, de una espontaneidad productiva pero desencarnada, y un cuerpo

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desalmado que ahora será entendido, a la manera empirista, como suministrador de sensaciones pasivas e informes. La hendidura se ha convertido ya en un abismo gnoseológico, y por eso el postulado de las funciones trascendentales que quiere atribuirse a las formas puras y a priori de dicho sujeto con respecto de las impresiones pasivas e informes de la sensibilidad, según la cual función trascendental aquellas formas serían la condición de posibilidad de la conformación u organización de los objetos empíricos de la experiencia, no pasa de ser, como decíamos, una mera petición de principio que gira sobre el abismo de su propia ininteligibilidad, ininteligibilidad ésta que queda de alguna manera escondida o encubierta mediante el expediente de pretender pensar al idealismo apriorista como si fuera meramente trascendental y no real —de suerte que lo que a la postre sigue sin entenderse es qué significa esa trascendentalidad indiferente a todo compromiso real. Y es, obsérvese, ésta petición vacía de principio, ya abismal, contenida en el apriorismo trascendental la que precisamente va a constituir el umbral para que pueda tener lugar ahora esa inflexión en la historia de las ideas que va a caracterizar a esa nueva familia de ideas de las que, según decíamos, ya Freud va a formar parte, es decir, a esa familia de ideas mediante las cuales ahora, por así decirlo, va a empezarse a poder pensar, en vez de al cuerpo como cárcel del alma espiritual humana, más bien al alma espiritual humana como cárcel del cuerpo, o sea como lo que justamente niega o reprime al cuerpo. Pero se trata, repárese, de una mera reversión de las relaciones mutuas de posición entre dos términos, el alma y el cuerpo, que en todo caso se mantiene, por así decirlo, dentro del mismo carril, o sea del mismo curso histórico de ideas encarrilado por una concepción en todo caso y siempre mutuamente desquiciada de las relaciones entre el cuerpo y el alma, una relación, en efecto, que, por mutuamente desquiciada, permite tanto pensar al cuerpo como cárcel del alma como, revirtiendo la relación mutua entre los términos pero manteniéndonos dentro del mismo carril, permite pensar al alma como cárcel del cuerpo. Y justamente el umbral, como decíamos, de dicha reversión lo constituye el abismo gnoseológico abierto por la petición vacía de principio del apriorismo trascendental kantiano (el abismo abierto entre el sujeto formal y apriorista trascendental cognoscente y su propia sensibilidad corpórea), puesto que, dado dicho abismo, ya nada impide revertir las relaciones entre ambas instancias abismadas; nada lo impide, en efecto, puesto que entre ambas instancias sólo media el abismo de una mera petición vacía de principio. Así pues, la petición de principio vacía contenida en el apriorismo trascendental kantiano se presta o se aviene perfectamente, sin la menor dificultad, a dicha reversión suya negativa, o sea a asumir un contenido negativo, precisamente por ser sólo eso, una mera petición vacía de principio. Naturalmente que dicha reversión negativa será una operación teórica tan gratuita como aquella posición de la que parte y a la que revierte, es decir, seguirá siendo una mera petición vacía de principio, pero una petición vacía de principio que la petición vacía de principio a la que revierte, o frente a la que se rebela, precisamente tampoco podrá impedir. Y justo esta operación fue la que llevaría técnicamente a cabo, en estricta coherencia con el pensamiento kantiano del que se sentía, y del que en efecto era, deudor, Arturo Schopenhauer, reversión ésta en cuya estela se mueve objetivamente, tuviera de ello conciencia académica o no, toda la obra de Freud.

Por lo demás este curso o carril histórico de ideas, es decir, esta concepción del alma espiritual humana, o del “sujeto”, como se preferirá decir a partir de la modernidad en la tradición de la nueva Psicología, cada vez más desencarnada o desarraigada de su raigambre somática, así como la reversión negativa de dicha concepción que en su momento tendrá lugar, en modo alguno flotan, claro está, en el éter puro de las ideas —un éter que desde luego no existe—, sino que cursan enteramente intercaladas en la historia social y cultural misma de la civilización en donde dichas ideas van gestándose, y en donde van gestándose, sin duda,

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desde luego como signos, señales o síntomas de los tiempos, pero también como marcos ideológicos de acción humana social y cultural. Y nuestra tesis, como expondremos ya en la próxima clase y seguiremos desarrollando en las siguientes, es que esta progresiva operación teórica de desarraigar cada vez más al espíritu y la razón humanos de su cuerpo se acompasa precisamente con el desarrollo histórico de lo que vamos a conceptuar como la sociedad cada vez más abstractamente económico-técnica, esto es, como veremos, con el proceso histórico por el cual las relaciones económico-técnicas, siempre de suyo abstractas pero en principio subordinadas a las elaciones sociales no económicas, empiezan a abstraerse o desprenderse de dichas relaciones no económicas a la vez que a succionarlas y metabolizarlas en relaciones meramente económicas. Pero resulta que estas relaciones en principio de suyo no económicas —que son las que van quedando succionadas y metabolizadas en meras relaciones económicas abstractas— son precisamente, como veremos, y ante todo, las relaciones sociales comunitarias, o sea ni más ni menos que los “elementos antropológicos” de toda posible civilización, y son estas relaciones comunitarias, como también veremos, aquéllas que se encuentran indisociablemente acompasadas o proporcionadas con los cuerpos humanos espirituales singulares, los cuales sólo encuentran su asidero de acción “elemental”, y por ello insustituible, en dichas relaciones, sin las cuales estos cuerpos comienzan quedar como flotantes, literalmente a la deriva de unas relaciones que en cuanto que meramente económico-técnicas acarrean el vaciado de todo posible sentido vital. Así pues, el proceso de desarrollo de la filosofía moderna, en cuanto que filosofía cada vez más abstractamente evacuadora de los cuerpos humanos, se acompasa enteramente con el desarrollo de una civilización cada vez más abstractamente económico-técnica y por ello cada vez más efectivamente vaciadora de las relaciones comunitarias en las que los cuerpos humanos encuentran su asidero elemental e insustituible y por ello su sentido vital. Se comprende entonces que allí donde comiencen históricamente a desmoronarse las relaciones comunitarias que constituyen los asideros elementales insustituibles de toda posible acción humana comiencen a aparecer aquellas filosofías que operan la mencionada reversión negativa que, siempre de algún modo, supone ciertamente una forma de rebelión de la corporalidad misma contra dicho vaciado de sus asideros elementales e insustituibles; aunque precisamente se trate, como también veremos, en cuanto que mera reversión negativa no menos tautológica que la tautología de la que parte y contra la que se rebela, o sea en cuanto que mero vaciado negativo de una razón o de un espíritu a su vez vaciados de corporalidad, de una rebelión ella misma vacía, de una rebelión, por así decirlo, de “rebeldes sin causa”, de una vacía rebelión de una sinzarón corpórea vacía que se rebela contra una razón no menos vaciada. Un cuerpo abstracto negativo puesto frente a una razón no menos abstracto positiva, como dos espejos que se reflejaran mutuamente sin ningún cuerpo interpuesto cuya figura reflejar: es la co-definición tautológica negativa de la que aquí ya hemos hablado. Éste es en efecto todo el secreto de las filosofías de la vida de corte irracionalista. La sociedad modernista, en efecto, empezará a llenarse de una peculiar nueva especie de señoritos malcriados rebeldes sin causa —los artistas modernistas, sin ir más lejos, además de los nuevos filósofos “negativos”. Y también precisamente se comprende — y hablando por cierto de señoritos malcriados— que allí donde el desmoronamiento de la vida comunitaria, debido al crecimiento devastador de la sociedad abstractamente económica, llegue a afectar por fin a la piedra angular o matricial misma de toda vida comunitaria posible, al estrato último de los elementos antropológicos, o sea a la vida familiar misma, se comprende entonces, decíamos, que allí pueda surgir una teoría y una institución como la freudiana, que precisamente no elige gratuitamente el rasante social al que aplicar su imagen tautológico negativa del hombre, sino que lo elige con todo cuidado para cebarse con él. De ahí la muy notable importancia que sin duda hay que

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reconocer a la teoría y a la institución psicoanalíticas, tanto desde el punto de vista de la historia de las ideas como desde el de la historia social y cultural misma de Occidente, pues se trata de una institución cuya imagen negativa tautológica del hombre, que ha ido gestándose históricamente, ha elegido a su vez como rasante de aplicación a la raíz misma del surco de toda posible civilización, esa raíz que precisamente ha comenzado ya su proceso de desmoronamiento, para poder culminar, en la práctica, bajo la forma de su aniquilación, dicho desmoronamiento. No es poca cosa, como veremos con algún cuidado en las próximas clases.

Ahora bien, el carril histórico de ideas al que me acabo de referir, este carril reversible que se monta sobre una concepción siempre mutuamente desquiciada de la relación entre el espíritu y el cuerpo humanos, no es ni mucho menos el único carril que ha conocido la tradición occidental. Ha habido también otro, y, permítanme que les diga, ya el hecho de que puede que alguno de Uds. esté pensando en cuál puede ser ese otro carril, demuestra hasta qué punto ha quedado olvidada nuestra propia historia, sepultada por todas las capas de descomposición ideológica que el progreso de la sociedad crecientemente económica abstracta y la filosofía moderna han ido arrojando como una inmensa montaña de detritus. Se trata precisamente de esa tradición que, en vez de proseguir la concepción pagana clásica desquiciada de las relaciones entre el cuerpo y el espíritu, nunca se consintió perder el equilibrio en punto tan decisivo, de modo que, asida firmemente a la concepción hilemorfica aristotélica de la unidad de funcionamiento entre el cuerpo y el alma de los seres vivos, pujó por restaurar dicha concepción hilemórfica precisamente allí donde el propio Aristóteles no lo había conseguido, esto es, a propósito del alma intelectiva, o más en general, el alma espiritual humana. Se trata naturalmente de la tradición de la teología cristiana vieja, esto es, católica, y muy especialmente a partir de las posiciones que supo sentar ante todo la tradición de la escolástica tomista. Y si esto puedo ser así fue precisamente a su vez en la medida en que está filosofía se alimentó, no ya sólo de Aristóteles, sino también y ante todo del dogma teológico crucial de la Encarnación del Verbo divino y de la idea trinitaria íntimamente asociada a él, tal y como dicho dogma quedó sentado en el concilio de Nicea en el año 325. No es éste el momento de demorarme en lo que voy a explicar en la próxima clase, por lo que me limito ahora simplemente a destacar que ha habido una, y sólo una, tradición teológica en toda la historia universal, que precisamente ha sentado las bases para un enfoque filosófico equilibrado, y no desquiciado, del problema antropológico filosófico fundamental de la relación entre el cuerpo y el espíritu humanos, y que esta tradición ha sido la de la teología católica escolástica de factura y estirpe tomista, en cuanto que ha operado con aquella imagen teomórfica del hombre basada en el dogma de la Encarnación y la Trinidad que fue capaz a su vez de reinstaurar la concepción hilemórfica aristotélica de la vida en el punto crítico, el antropológico, donde el propio Aristóteles no lo había conseguido. No es gratuito, por lo demás, que dicha imagen del hombre pudiera prevalecer en el seno de la sociedad y el tiempo histórico en los que de hecho prevaleció, que fue precisamente aquella sociedad histórica que, como también veremos, constituyó una verdadera revolución respecto del mundo pagano clásico al incorporar éste a su tradición pero a la vez rectificando su imagen desquiciada del hombre, y que constituyó a su vez el tronco o la raíz matricial de nuestra civilización occidental, incluso y también el tronco de su propia degeneración histórica moderna, la cual ni siquiera seria posible sin dicha raíz, es decir, al margen de aquella raíz histórica de la que la modernidad constituye su propia degeneración. Y no es gratuito, decía, porque la sociedad histórica que pudo gestar aquella imagen no desquiciada del hombre fue precisamente aquélla en la que las relaciones económico-técnicas permanecían todavía básicamente contenidas y subordinadas a las relaciones comunitarias, y por tanto no había comenzado todavía el proceso de abstracción metabolizadora de dichas

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relaciones comunitarias en relaciones cada más sólo económicas, con lo que también, como veremos, la acción política todavía no había empezado a convertirse, como ocurrirá con la modernidad, cada vez más en una mera función de las relaciones económicas, sino que aún mantenía vivas su fuentes metapolíticas de alimentación en la comunidad. Es por tanto de una importancia vital, a la hora de considerar los diversos cursos o carriles, históricos e ideológicos, en donde su ha jugado, en la teoría y en la práctica, con la imagen del hombre, y muy en particular con la cuestión esencial de la relación entre su espíritu y su cuerpo, no olvidar a la sociedad histórica y al marco suyo de ideas que fue capaz de promover y albergar, en la teoría y en la vida misma —en la vida social, cultural y política—, una concepción equilibrada, en vez de desquiciada, del hombre. Si olvidamos esta referencia perdemos por completo toda orientación filosófica e histórica, tanto en general como por lo que respecta a la cuestión antropológica nuclear que aquí nos ocupa — aunque justamente en dicho olvido consista en muy buena medida en desarrollo de la sociedad moderna— , pues perderemos de vista, primero, ni más ni menos que el hecho de que lo que llamamos civilización occidental cristaliza allí donde precisamente el cristianismo católico introduce la revolución que es capaz de refundir al mundo pagano clásico e incorporarlo a su tradición, pero a la vez frenando su concepción desquiciada del hombre y propiciando una imagen equilibrada del mismo, y perderemos de vista, así mismo, que lo que llamamos modernidad no es sino el proceso histórico de degeneración de dicha civilización occidental, que es su propia matriz civilizatoria, una degeneración ésta que vuelve a retomar cada vez con mayor intensidad la senda de una imagen desquiciada del hombre en el sentido indicado.

Por lo demás, y en relación con esta historia, es preciso asimismo no olvidar una familia de ideas que surge aproximadamente a partir del último tercio del sigo XIX, y que surge precisamente como crítica tanto de la tradición del idealismo alemán como del positivismo, y que podemos caracterizar, de un modo no del todo impreciso, como “filosofías de la vida”; pero no ya aquellas filosofías de la vida irracionalistas que toman la deriva negativa, o sea las que siguen presas, como hemos visto, del marco apriorista y vacío del kantismo, al que se limitan a revertir negativamente —desde, pongamos, un Shopenhauer a un Nietzsche, que son dos adversarios de Kant que están ya previamente engullidos por Kant—, sino precisamente aquéllas que son capaces de liberarse desde la raíz del corsé de dicho apriorismo vacío, o sea a la familia de ideas que, con expresión y concepto orteguianos, podríamos caracterizar como “filosofías de la razón vital” —esa familia de ideas, en efecto, cuyo arco podríamos trazar desde la obra decisiva de Dilthey hasta la de Ortega, por tomar dos referencias ya indiscutiblemente clásicas. Se trata en efecto de aquellas filosofías que se oponen tanto a la concepción idealista desencarnada, aunque activa, del espíritu humano, como a la concepción positivista meramente pasiva, aunque corpórea, del mismo, y que por tanto buscan moverse en la línea de una concepción carnal y activa del espíritu y de la razón humana, una concepción según la cual, por tanto, la razón no pude dejar de consistir en operaciones corpóreas, somáticas, tanto como dichas operaciones somáticas no son ya desde luego cualquier cosa, sino precisamente operaciones humanas racionales. Y no cabe en modo alguno desestimar la importancia histórica, social y cultural, de dicha familia filosófica de ideas, puesto que, desde el momento mismo en que buscan recuperar el cuerpo a la hora de pensar al hombre, y de recuperarlo no del modo abstracto negativo de las filosofías negativas modernistas, sino como el cauce positivo mismo y efectivo de la actividad del espíritu humano racional, desde ese momento son siempre filosofías siquiera virtualmente solidarias de la recuperación de la idea de comunidad, o sea de esas relaciones sociales que constituyen el asidero elemental e insustituible de toda posible acción humana, que son las que a su vez está siendo barridas del mundo por el desarrollo de la sociedad crecientemente

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económico-técnica moderna — más aún, de la sociedad crecientemente económico-tecnológica industrial de nuestros días, pues dichas filosofías se rebelan ya, y también, frente a la filosofía idealizadora y legitimadora por antonomasia de dicha sociedad, que es el positivismo. Se trata, por tanto, de genuinas filosofías de resistencia, de resistencia frente a la devastación de los asideros elementales de la acción humana, y por tanto frente a la devastación del mundo mismo del hombre y por ello del mundo (a secas), y por tanto se trata también de filosofías que pueden a su modo colaborar a la restauración misma de ese mundo que está siendo devastado. Y ello hasta el punto, nos parece, de que la verdadera tarea filosófica que se encuentra “a la altura de nuestro tiempo”, por decirlo con la expresión orteguiana, la única que puede valer como filosofía de resistencia y de restauración en los sentidos que acabo de apuntar, sería aquella filosofía capaz de desarrollarse cabalmente como una genuina filosofía de la razón vital —como esa filosofía, en efecto, cuyo proyecto está ya esbozado en nuestro Ortega, pero cuyas “cuentas” Ortega no fue ciertamente capaz nunca de ajustar. Pues a Ortega, en efecto, sin perjuicio de la importancia cardinal de su proyecto filosófico, nunca le acabaron de cuadrar bien las cuentas de su desarrollo, esas cuentas, digamos, fundamentalmente ontopraxiológicas e históricas que es preciso ajustar. Y para ello nos parece que es preciso incorporar, cosa que a Ortega le quedó siempre por desgracia como a trasmano, al proyecto de una filosofía de la razón vital la mayor cantidad posible de los contenidos de la teología y la filosofía escolásticas tomistas, pues estos contenidos siguen constituyendo, y nunca lo dejarán de hacer, los quicios sobre los que montar la brújula del proyecto contemporáneo de una filosofía de la razón vital.

Así pues, y en definitiva, éstas son las tareas que aún nos quedan en este curso por hacer. En la próxima clase voy a intentar esbozar la historia de estos dos carriles que acabo ahora de mencionar, el que ha pensado siempre de un modo desquiciado y reversible las relaciones entre el espíritu y el cuerpo humanos, y el que por el contrario pujó por mantener siempre el equilibrio. Ya puede comprenderse que, dadas la amplitud y la complejidad del problema, nuestro esbozo, realizado en una sola clase, deberá ser por fuerza sumamente esquemático y escorzado; pero procuraré que sea lo suficientemente bien seleccionado y sistemático como para poder llevar el argumento hasta el punto en el que en este curso me interesa justamente llevarlo, a saber: al momento en el que, de la mano de Freud y la institución por él creada, la concepción negativa tautológica del hombre puede comenzar a cebarse sobre las relaciones familiares que precisamente están comenzando a desmoronarse en la sociedad de su entorno, y asimismo a apuntar a las condiciones filosóficas, deudoras naturalmente del carril del equilibrio, capaces de someter a una crítica a fondo dicha operación freudiana, una crítica que desde luego quiere ser al menos tan demoledora del pensamiento y de la obra freudianos, como juzgamos que éstos lo han sido de los elementos humanos que están desmoronándose en el mundo que nos ha tocado vivir.

Por ello, en las siguientes clases intentaré dibujar los fundamentos antropológico-filosóficos capaces de llevar a cabo dicha crítica. Se trata, como ya he apuntado antes, de comenzar por construir una teoría de la antropogénesis capaz de hacernos ver de qué modo las relaciones sociales de parentesco —inextricablemente entretejidas, como veremos, con las relaciones sociales de vecindad y entre los oficios— constituyen las relaciones comunitarias elementales del campo antropológico, y con ello los elementos antropológicos mismos de toda posible civilización, unas relaciones éstas a cuya escala quedan refundidas y asidas las operaciones corpóreas de los cuerpos humanos individuales de un modo inmediatamente positivo, y por tanto si la menor fractura o solución quebrada de continuidad, razón por la cual, como también veremos, estas relaciones instauran la relación específicamente antropológica elemental entre la virtud y la felicidad. Como también veremos, dichas

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relaciones sociales comunitarias, conjugadas con la fábrica de los objetos producidos por el hombre que hacen posible dichas relaciones y que a su vez se realimentan de ellas, constituyen la primera y elemental forma de esa “apertura al mundo” que constituye sin duda la condición singular del “lugar del hombre en el mundo”. Pero dicha condición de apertura al mundo, como también veremos, comienza a tornarse efectivamente universal, o sea universal de un modo virtualmente ilimitado, con el proceso mismo de desarrollo de las sociedades históricas, y por ello, como también se verá, al precio dramático de verse sometida dicha condición humana al problema del desgarramiento de las relaciones comunitarias y con ello al desgarramiento de las relaciones entre la virtud y la felicidad, desgarramiento éste que será el eje sobre el que pivotará lo que vamos a llamar el “drama” o el “argumento” o “la batalla de la historia”, una batalla que consistirá siempre, como también veremos, en la pugna por restaurar una y otra vez en lo posible, ya mediante medios inexorablemente políticos, las relaciones comunitarias que por otra parte nunca dejarán ya de seguir recurrentemente desgarrándose. Desde semejante panorama llegaremos a abordar por fin a la sociedad modernista como aquella en la que relaciones comunitarias, y con ellas las relaciones entre la virtud y la felicidad, comienzan, y ello debido al desarrollo alcanzado por la sociedad crecientemente económico-tecnológica, no ya a desgarrase, sino precisamente a desmoronarse, un desmoronamiento que llegará afectar a la matriz misma de toda posible relación comunitaria, que es la matriz familiar. Y en el seno de semejante situación de desmoronamiento podremos por fin cabalmente comprender cuál va a ser la “aportación” de la obra freudiana a la “batalla de la historia”: colaborar a la consumación aniquiladora de dicho desmoronamiento, y con ello colaborar a cercenar las raíces últimas del sentido mismo de la vida humana en el mundo, que no es sino el sentido mismo del mundo.

Ni que decir tiene, las propuestas y los desarrollos de filosofía antropológica que aquí vamos a ensayar son desde luego deudores del carril histórico de ideas que ha buscado siempre mantener el equilibrio en la concepción de la relación entre el cuerpo y el espíritu humanos. Así pues, y valga lo que valiere, nuestra construcción pretende comenzar siquiera a poner a punto esa filosofía de la razón vital a la que comiencen por fin a salirle las cuentas, mediante la mayor y más sistemática posible incorporación de los contenidos perennes de la filosofía escolástica católica. Lo veremos en las próximas clases.

((Simplemente añadir que la anterior expresión: “pretende comenzar siquiera a poner a punto” debe entenderse en el sentido de que reconocemos el carácter todavía más bien embrionario de nuestra filosofía antropológica, no en el sentido de que no haya habido filosofías anteriores a la nuestra, sin duda más elaboradas y maduras, que ya “hayan puesto a punto” a su modo este proyecto orteguiano, y que, precisa y curiosamente, son filosofías españolas. Sin ir más lejos: La obra de Zubiri está sistemáticamente penetrada por la escolástica y a la vez realizada desde el horizonte de la razón vital orteguiana. Y algo bastante semejante nos parece que se puede decir de la obra de Gustavo Bueno. Su concepción misma de la filosofía como un “saber de segundo grado”, dotado de una trascendentalidad posteriorista y no apriorista, y a su vez in-fecta y nunca per-fecta, implica que dicha trascendentalidad posterior e infecta sólo puede tener sentido como posterioridad, en efecto, respecto a los cuerpos y a sus obras, lo que resulta enteramente coherente con su concepción corpórea operatoria de la razón y su concepción racional de la acción operatoria del cuerpo, todo lo cual entronca a la filosofía de Bueno a mi juicio con el proyecto de la razón vital, que a su vez es sin duda recorrido en su caso desde una riqueza inmensa de contenidos escolásticos (entre otros muchos). Así pues, nuestro proyecto filosófico se sabe y se quiere deudor, entre otras, de las filosofías de Zubiri y de Bueno, y de una manera sin duda muy especial de la de

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este último. Nuestro proyecto puede sin duda considerarse en muy buena medida como un ramal de la filosofía de Bueno, un ramal hecho posible muy especialmente por dicha filosofía; si bien, me permito decirlo, se trata de un ramal que quiere depurar y desactivar ciertos componentes más o menos (cripto)neokantianos (y/o también (cripto)hegelianos) y (cripo)positivistas que creemos advertir todavía en la obra de Bueno —justamente las dos tradiciones frente a las que se rebeló la filosofía de Dilthey a la que asimismo nos queremos atener: la positivista y la del idealismo alemán,— y ello precisamente al objeto de acendrar el proyecto de una filosofía de la razón vital que sea insoslayable e inexcusablemente vital, y que por tanto no pierda nunca de vista la escala de la figura del cuerpo humano, y del cuerpo humano existencialmente individual, en ninguno de los momentos o facetas o aspectos de la construcción filosófica. La preservación en efecto de la figura insoslayable del cuerpo humano individual, y con ello de la conjugación inexorable entre la persona humana corpórea singular y sus asideros comunitarios, es en efecto decisiva a la hora de realizar una crítica y de ofrecer una resistencia que sean consistentes y a fondo al proyecto de la modernidad, y muy en especial a su concepción (y a su realización) de la acción política y del Estado. Pues yace en efecto en el corazón mismo de la idea moderna de la política y del Estado (desde Maquiavelo a la Revolución francesa, y no digamos en el caso de las revoluciones comunistas), como su pecado original, una concepción siempre (siquiera virtualmente) totalitaria del Estado —y por eso revolucionaria: la revolución y el totalitarismo son las dos caras de la misma moneda—. Pues el Estado, como ocurre con el Estado moderno, sólo puede comenzar a cernirse sobre la vida civil con pretensiones de englobarla o de totalizarla en su seno sin residuo y con pretensiones definitivas allí, y solamente allí, donde haya comenzado a desvanecerse el asidero comunitario de los cuerpos humanos singulares y éstos hayan comenzado por tanto a quedar a la deriva de relaciones cada vez más puramente económicas, y, a la recíproca, allí donde se mantengan todavía las relaciones comunitarias y su correlato inseparable que es el de la persona humana corpórea singular, el proyecto moderno político totalitario no acabará por prevalecer. No llego a decir por tanto que la filosofía de Gustavo Bueno contenga una filosofía política totalitaria, aunque sólo sea porque su idea ontológica de una materia ontológico-general como idea límite negativa bloquea ciertamente cualquier totalización definitiva del mundo, y por ello, cualquier totalización política definitiva, o sea cualquier totalitarismo, pero lo que sí señalo es que me parece que en su obra no están explícitas precisamente las que considero que son las razones específicas de este límite ontológico negativo inmanente a cualquier pretendida totalización definitiva o perfecta, que son justamente los cuerpos humanos singulares y sus indisociables correlatos comunitarios. En definitiva: Oponerse y resistir, a fondo y en forma, a la modernidad es preservar, en la teoría y en la vida, los cuerpos humanos singulares y sus asideros elementales e insustituibles comunitarios.))

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