SERVET Y LA CIRCULACIÓN DE LA SANGRE

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SERVET Y LA CIRCULACIÓN DE LA SANGRE

El Christianismi Restitutio (1553) contiene en sus páginas la primera descripción en Occidente de la circulación menor de la sangre (el recorrido de la sangre desde el corazón a los pulmones). Quienes se pregunten por qué este descubrimiento científico se contiene en un libro de teología deben buscar la respuesta en el carácter integrador del pensamiento de Servet. Como hijo del Renacimiento, la teología, la medicina, la filosofía y el resto de las ciencias no son compartimientos estancos sino saberes conexos y complementarios que permiten al hombre comprender el universo. Servet descubre la circulación de la sangre porque el conocimiento del mundo sensible le permitía comprender la relación entre Dios y el hombre. Para Servet, el hombre puede aspirar a comunicarse con Dios siguiendo el ejemplo de Cristo. Para que esta comunicación se produzca debe de haber en el hombre una chispa de divinidad, que Servet identifica con el “alma” del hombre.

El alma, según la tradición bíblica, fue inyectada por Dios al hombre a través de la respiración. Dado que la respiración tiene por finalidad purificar la sangre, Servet comprende por qué la tradición hebrea postula que el alma se encuentra en la sangre. Servet pensó que, si el alma está en la sangre, la mejor forma de comprenderla es estudiar la circulación sanguínea:

MIGUEL SERVET. LAUREANO LÓPEZ PIZARRO

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"Por eso se dice que el alma está en la sangre, y que el alma misma es la sangre o espíritu sanguíneo. No se dice que el alma esté principalmente en las paredes de corazón, ni en la masa del cerebro o del hígado, sino en la sangre como enseña Dios mismo en el Génesis. 7, Levítico. 17 y Deuteronomio. 12." (Christianismi Restitutio, p. 170).

En su búsqueda, Servet descubre que, contrariamente a la concepción galenística de la circulación, la transmisión de la sangre del ventrículo derecho del corazón al ventrículo izquierdo no se produce a través de los poros del tabique del corazón, sino a través de un “magno artificio”, por el que la sangre es impulsada desde el ventrículo derecho hacia los pulmones para su oxigenación, pasando luego al ventrículo izquierdo del corazón.

Según Servet: “El espíritu vital se genera en los pulmones de una mezcla de aire inspirado y de sangre sutil elaborada que el ventrículo

derecho del corazón transmite al izquierdo. Sin embargo, esta comunicación no se hace a través de la pared media del corazón, como se cree corrientemente, sino que por medio de un magno artificio la sangre sutil es impulsada hacia delante desde el ventrículo derecho por un largo circuito a través de los pulmones. Por ellos es elaborada, se convierte en roja y clara y es conducida desde la arteria pulmonar hasta la vena pulmonar. Después, en la vena pulmonar, se mezcla con aire inspirado y a través de la expiración se purifica de los vapores fuliginosos... Del mismo modo se envía desde los pulmones al corazón no sólo aire, sino aire mezclado con sangre a través de la vena pulmonar. Por tanto, la mezcla tiene lugar en los pulmones. El color rojo le es dado a la sangre en los pulmones y no en el corazón. En el ventrículo izquierdo del corazón no existe espacio suficiente para tan grande y copiosa mezcla ni para que la elaboración imprima el color rojo. Finalmente, el tabique interventricular, puesto que carece de orificios, no es apto para dicha comunicación y elaboración, aunque algo pueda resudar.”

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SERVET Y LA LIBERTAD RELIGIOSA Extractos del libro de Luís Betes Palomo, “Anotaciones al pensamiento teológico de Miguel Servet, Instituto de Estudios Sijenenses "Miguel Servet", 1975, pp. 23-25.

• "Considero un abuso muy grave el matar a los hombres por creer que están en el error o por algún detalle de interpretación escriturística, cuando sabemos que el más elegido se puede equivocar."

(Carta a Ecolampadio ,Calvini Op. VIII, 862).

• "El camino a la salvación no es el resultado de una fuerza exterior, sino una voluntaria y secreta elección del alma, y no puede suponerse que Dios quiera hacer uso de unos medios que no puedan alcanzar, sino más bien impedir el logro de ese fin."

(John Locke, “Ensayo Sobre la Tolerancia”, Ed. Alianza Editorial, 1999)

• "(...) la tolerancia es la característica principal de la verdadera iglesia. (...) [La Iglesia] no ha sido hecha para lucir una pompa exterior ni para alcanzar el dominio eclesiástico, ni menos aún para hacer fuerza, sino para regular la vida de los hombres de acuerdo con las normas de la virtud y de la piedad."

(John Locke, “Ensayo Sobre la Tolerancia”, Ed. Alianza Editorial, 1999) Una faceta importante y no siempre tenida en cuenta a la hora de evaluar a Miguel Servet es, sin duda, su actitud favorable al pluralismo en cuestiones religiosas y relacionadas con la interpretación de la Sagrada Escritura. Actitud tanto más digna de ser tenida en cuenta cuanto más encarnizada era la intransigencia de católicos y protestantes. En su obra «Sobre la Justicia del Reino de Cristo» escribe:

«Todos me parecen tener parte de verdad y parte de error, y cada cual espía el yerro ajeno, incapaz de ver el propio. Quiera Dios en su misericordia hacernos percibir nuestros errores sin obstinación. Sería fácil juzgar, si a todos se les permitiera hablar en paz en la Iglesia, de modo que todos pudieran rivalizar en el don de profecía y los que antes se sienten inspirados pudieran escuchar en silencio, como dice Pablo, a los que hablan luego cuando algo les es revelado. Pero hoy día todos rivalizan en el ansia de honores.»

La apertura de Servet era el fruto de toda su vida y del contacto con los más celebrados teólogos de su época. Sin embargo su actitud favorable a la libertad de expresión religiosa no obtuvo buena acogida de nadie, pues que se granjeó el odio de católicos y protestantes, hasta el punto de ser quemado en efigie por los primeros, y en carne viva por los segundos.

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Cuando el Concejo municipal de Basilea, prohibió la venta del libro de Servet «De los errores de la Trinidad» y secuestró los ejemplares puestos a la venta, Servet se dirigió a Ecolampadio, al que había consultado el Concejo, en estos términos:

«Si me hallas en error en un solo punto, no debes por eso condenarme en todos, pues según ello no habrá mortal que no debiera ser quemado mil veces, ya que sólo conocemos en parte. Los mayores apóstoles erraron una que otra vez. Y aunque sabes que Lutero yerra egregiamente en ciertos puntos, no por eso le condenas en el resto... Tal es la fragilidad humana que condenamos a los demás como impostores e impíos, pero nunca a nosotros mismos: nadie reconoce sus errores... Me acusas de decir que aunque todos fueran ladrones no toleraría que nadie fuera castigado ni ajusticiado. Pongo a Dios por testigo de que no es ésta mi opinión y de que la detesto. Si algo he dicho en ese terreno es que considero un asunto muy grave el matar a los hombres por creer que están en el error o por algún detalle de interpretación escriturística, cuando sabemos que el más elegido se puede equivocar».

Estas hermosas palabras, que presagiaban la futura suerte de Servet, constituyen el argumento más precioso en favor de la libertad religiosa y de la libertad para las discusiones teológicas. Y es tanto más valioso cuanto más intransigente e intolerante era el talante inquisitorial de unos y otros, que rivalizaban en ejecuciones y torturas tales, que nunca serán suficientemente detestadas.

Así lo entendió Sebastián Castellione, su defensor, quien en un libro que escribió contra otro de Calvino, decía:

«Yo no defiendo la doctrina de Servet; lo que ataco es la mala doctrina de Calvino. Después de haberlo hecho quemar vivo, se ensaña ahora con él, ya muerto. Servet no te combatió con las armas, sino con la pluma. Y tú has contestado a sus escritos con la violencia. Pero matar a un hombre para defender una doctrina no es defender una doctrina: es matar a un hombre.»

«Ninguna idea, prosigue A. Alcalá, y ninguna religión justifican la violencia ni las armas. Las ideas se defienden con la razón, la palabra y la pluma. Las religiones no hay por qué defenderlas, y el mero hecho de acogerse a ese pretexto para justificar las viejas y las nuevas cruzadas traiciona algún que otro matiz de hipocresía. Las religiones Sé Creen o no se Creen, pero no necesitan defensa alguna. Jesús pudo defenderse, pero prefirió morir. No hay mayor caridad que dar la vida por sus amigos. Ni mayor heroísmo que dar la vida por sus ideas.

(Prólogo a la. traducción de «Servet, el hereje perseguido», pág. 16).”

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SERVET Y LA TRINIDAD

Servet no fue el primer teólogo

cristiano en cuestionar el misterio de la Trinidad. Desde la proclamación del dogma en los Concilios de Nicea (325) y Éfeso (431), habían sido numerosas las herejías que habían puesto de manifiesto la dificultad de conciliar tres personas o hipóstasis en un único Dios. De hecho, como señalan los biógrafos de Servet, pocos principios habían sido debatidos con tanto acaloramiento en el seno de la iglesia cristiana aunque, tras el Concilio de Nicea, la consubstancialidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; la generación eterna del Hijo por el Padre y la procedencia del Espíritu Santo respecto del Padre y del Hijo eran ya dogmas inamovibles de la Iglesia oficial. Según Martínez Laínez, fueron los

ebionitas quienes primero negaron la divinidad, tanto del Verbo como del Espíritu Santo. Pablo de Samosata, Obispo de Antioquía, negó la Trinidad y el carácter divino de Jesucristo, al que consideraba un simple hombre revestido de sabiduría divina.

Pero quizás, la herejía que más influyó en las

ideas antitrinitarias fue la de Arrio, teólogo y sacerdote alejandrino nacido en el 256 en Libia y contemporáneo de Pablo de Samosata, Arrio negó que Cristo tuviera naturaleza divina y fuese consustancial y coeterno con el Padre.

Sus ideas antitrinitarias influyeron en la parte oriental del Imperio Romano y entre los visigodos. Arrio y sus discípulos fueron excomulgados en el Concilio de Alejandría. Posteriormente, el emperador Constantino, recién convertido al Cristianismo, convocó el Concilio de Nicea que condenó a los arrianos y afirmó la consustancialidad del Hijo con el Padre.

La preocupación de Servet por entender y, lo que es más importante, encajar este misterio en las Sagradas Escrituras, le llevó con apenas veinte años a escudriñar los textos sagrados y los textos patrísticos en busca de una evidencia, siquiera indirecta, acerca del misterio de la Trinidad. Tras este concienzudo examen, Servet advierte que

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la Biblia no contiene ninguna referencia a la Trinidad, por lo que llega a la conclusión de que dicho dogma resulta incomprensible e incompatible con el monoteísmo cristiano. La mayoría de los biógrafos de Servet advierten que sus dudas estaban fundadas en esta ausencia de referencia a la Trinidad en las Escrituras. Siendo ello cierto, debería destacarse que la actitud de Servet habría sido también el fruto del análisis al que éste somete la propia historia del cristianismo antes de convertirse en la religión oficial del imperio romano y, en particular, los intentos de monopolizar toda manifestación religiosa desde el culto cristiano. Debido a la pugna por el dominio de las masas urbanas, apegadas a cultos mucho más antiguos y ricos, las primeras comunidades cristianas (gentiles) comenzaron a mimetizar formas culturales y cosmogónicas propias de sus cultos rivales. El hecho de que los primeros y principales escenarios del florecimiento de las comunidades cristianas sean las provincias orientales del Imperio, las religiosamente más turbulentas y variadas, provocará tal confusión teológica que deformará el primitivo Cristianismo. La figura de Jesús, que hasta finales del s. I, era considerada como mesías y profeta por y para la comunidad judeocristiana de Jerusalén, empezó a ser difundida a los gentiles en estrecha semejanza a la del Dios Solar. La identificación de Jesús-Cristo con Apolo, Mitra y Adonis creaba una imagen mental entre los conversos paganos radicalmente distinta de la original. Sin embargo, se abrían jugosas posibilidades proselitistas entre los que, a partir de Pablo, juzgaban necesaria la evangelización de los no judíos. A estos efectos, el círculo de Pablo, Bernabé y posteriormente Pedro se valió de la imaginería pagana de una docena larga de religiones anteriores para "transformar" el concepto, judío y exclusivista, de Mesías, en una especie de copia del típico Dios Solar pagano. El siguiente paso para facilitar la asimilación del cristianismo por las comunidades paganas pasaba por fusionar la relación jerárquica entre Jesús y Dios a través del modelo religioso trinitario. Como sabemos a Jesús se le llama en los Evangelios “Hijo de Dios”. Debe destacarse en este sentido que en las más diversas confesiones aparece repetida la división Dios Padre, Diosa Madre y Dios Hijo, siendo la más destacada la de los egipcios, algo que, en principio, no parece muy compatible con el Antiguo Testamento. La mención a un Espíritu Santo, que aparece en algunos momentos de la narración evangélica, dio pie a que se transformara en la “pieza” femenina de la Trinidad. Consentida o no por los primeros obispos, lo cierto es que esta doble reinterpretación de la naturaleza divina de Jesús y Dios, aunque abrió la doctrina cristiana a unas enormes y populosísimas masas de gentiles, colocó un “Caballo de Troya” en la fortaleza teológica del cristianismo susceptible de hundirlo en cualquier momento. Como se ha destacado supra, la sombra del antitrinitarismo amenazó a la Iglesia desde Arrio, pero no obligó a la jerarquía eclesiástica a reformar el dogma de la Trinidad, por lo que este apetitoso punto débil fue aprovechado por la mayoría de los reformadores radicales del s XVI, con Servet como figura señera.

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El pensamiento trinitario de Servet se contiene básicamente en tres de sus obras. La primera, bajo el título “Sobre los errores de la Trinidad” (De Trinitatis Erroribus) fue impresa en Estrasburgo en 1531. Un año después aparece un nuevo tratado sobre el mismo tema “Dos Diálogos sobre la Trinidad” (Dialogorum de Trinitate, libri duo). Finalmente, en la obra que constituye el compendio de su sistema teológico, “La Restitución del Cristianismo” (Christianismi Restitutio- 1553), Servet le dedicará al tema de la Trinidad siete libros. En las tres obras citadas Servet criticará y refutará la formulación nicena del misterio de la Trinidad y su elaboración posterior por la doctrina escolástica. Como ha destacado Luis Betés, el misterio de la Trinidad se formula como sigue: Dios es una sola sustancia o una sola esencia. La unidad esencial de la naturaleza divina es compartida indistintamente por tres divinas personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre no es engendrado ni procede de nadie. El Hijo es engendrado (no creado) eternamente por el Padre y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Son distintos en cuanto personas, pero todos participan por igual de los atributos divinos, porque los tres son Dios, aunque no puede hablarse de tres dioses. (Luis Betés “Anotaciones al pensamiento teológico de Miguel Servet”, Instituto de Estudios Sijenenses “Miguel Servet”, 1975, p. 5). Frente a la doctrina oficial de la Iglesia, también compartida en este caso por luteranos y calvinistas, Servet propone una interpretación “modalista” de la Trinidad, que juzga más acorde con las Sagradas Escrituras. No acepta que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo sean «personas» en el sentido de cosas distintas -cosas metafísicas- aunque acepta que pueda hablarse de persona en el sentido de apariencia, manifestación o modo de presentarse. Así, Servet no entiende cómo, si son personas, es decir, cosas metafísicamente distintas, puede evitarse el triteísmo. Para salvar este escollo, Servet se inclina por el modalismo que le parece suficiente para explicar la diversidad de la Trinidad -diverso modo de manifestación- y mantener la unidad divina. Hay un solo Dios y una sola divinidad; pero la divinidad de Dios se manifiesta por la Palabra y se comunica por el Espíritu: "Del mismo modo que la Palabra es la esencia de Dios en cuanto que se manifiesta al mundo, así también el Espíritu es la esencia de Dios en cuanto se comunica al mundo. El Espíritu brotaba con la Palabra, Dios alentaba al hablar. El Espíritu y la Palabra tenían la misma sustancia, pero diferente modo” (C. R., p. 103). (Luis Betés, “El pensamiento teológico de Miguel Servet”, Turia, pp. 258-259). Este texto demuestra que Servet no era antitrinitario, sino que defendía una interpretación alternativa al dogma de la Trinidad. De hecho, como destaca Luis Betés, “la versión servetiana coincide, en parte, con la más sana ortodoxia, toda vez que la Iglesia católica acepta que la segunda persona, el Verbo Divino, es la manifestación de Dios, la Palabra de Dios, y que el Espíritu Santo es la comunicación de Dios, o Dios hecho Don para los hombres. Pero mientras Servet se queda ahí en lo que podríamos llamar la personalidad funcional (que es la más clara en la Escritura), la Iglesia precisa la personalidad metafísica para cada una de las tres divinas Personas.” (Luis Betés, “Anotaciones al pensamiento teológico de Miguel Servet”, Instituto de Estudios Sijenenses “Miguel Servet”, 1975, p. 16).

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La cuestión de fondo que recorre este debate teológico varias veces centenario es tan trascendente como oculta. La divinidad y/o humanidad de Jesús, ya que no se puede dudar sobre este aspecto en el caso del Padre y del Espíritu Santo, gira en torno a su posicionamiento respecto de la Historia y del Plan Divino. Si se acepta el carácter eminentemente humano del nazareno, se puede correr el riesgo de valorar su figura histórica como la de un profeta, esto es, como la de un simple hombre que recibe un mensaje de la divinidad con un contenido religioso. Dicho de otra forma, las herejías, que implícitamente sostienen que Jesús fue un hombre con una especial relación con Dios, no un ente semidivino, equiparan directamente o indirectamente su figura con la de un profeta. Estos postulados son extremadamente peligrosos desde la perspectiva de aquellas confesiones que se atribuyen la interpretación única y definitiva del mensaje profético. Según la lógica veterotestamentaria, Dios habla a su pueblo por medio de profetas, encargados de revelar los designios divinos para corregir o dar esperanzas a los fieles y, necesariamente, intervenir en el curso de la Historia. Todos los profetas del Antiguo Testamento tienen una misión, bien sea reformar el culto, advertir de los vicios, profetizar desgracias o venturas futuras o justificar la adhesión a un bando político, y de su éxito o fracaso depende la suerte de su pueblo. Además, se insiste en la presencia de falsos profetas, gente que, con el mismo derecho que los verdaderos, instruye, arenga, culpabiliza, ayuda o manipula a los que creen. Por todo ello, la confianza debida a la prédica del profeta sólo es justificable como un acto de fe, mediante la cual el creyente sabrá distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso. Insistir en la humanidad de Jesús es equipararlo a un profeta, lo cual comporta su asimilación a figuras como Isaías, Ezequiel o Daniel. Trae un mensaje revelado por Dios y de obligado cumplimiento, pero circunscrito a un momento histórico en que los intereses divinos se centran, no en la cautividad babilónica o la ruina de Judá, sino en la reforma del culto (farisaico) y la reconstrucción moral de la comunidad hebrea de Palestina al margen de un Templo sumido en la obsolescencia y la corrupción. Si estos designios son cumplidos se habrá hecho la voluntad de Dios, y si no, se habrá castigado en consecuencia. Pero todo ello es doctrinalmente peligroso. Los profetas son hombres de su tiempo y sus mensajes son, a veces, confusos, cuando no incoherentes. Sus prédicas no pueden distinguirse de la de los falsos profetas, o por lo menos, no hasta que ocurran sus profecías. A esto se suma que Dios puede intervenir en el mundo en el futuro a través de nuevos profetas portadores de nuevas buenas nuevas. Si no se blinda teológicamente la posición de Jesús afirmando su eternidad y su naturaleza divina, como Hijo Único de Dios, tal como hacen las ortodoxias, puede caerse en un relativismo religioso de imprevisibles consecuencias. Es necesario que el mensaje del nazareno tenga una diferencia de grado máximo con la de un vulgar profeta, tal como corresponde a la doctrina de una naturaleza divina. Si no se afirma la divinidad eterna de Cristo, en contra de lo que han sostenido numerosas herejías, cabe la posibilidad de que aparezca en el decurso de los siglos un nuevo maestro, rabí, profeta o mesías, intitulado Hijo de Dios, que actualice el conocimiento de la voluntad divina para los hombres, con la misma autoridad que Jesús,

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porque la confirmación de su doctrina será un acto de fe personal. Ya ocurrió con Mahoma, y vuelve a ocurrir con los más iluminados gurús contemporáneos. En cuanto a Jesucristo, Servet coincide con la iglesia romana, luteranos y calvinistas, cuando afirma que Jesucristo es Dios hecho hombre, el Verbo hecho carne. Sin embargo, frente a la concepción de la iglesia romana (compartida por Lutero y Calvino) de que Jesucristo es eterno, como también lo es el Padre, Servet defenderá que, puesto que Cristo es creado por Dios, no puede ser Hijo eterno, a pesar de que en la persona de Cristo se juntan dos personalidades, la humana y la divina. Esta concepción de Cristo, sin embargo, no merma en absoluto la acendrada fe de Servet en Jesucristo como nexo elemental y necesario entre los hombres y Dios, algo que sus acusadores no supieron o no quisieron ponderar y valorar en su favor, probablemente por las razones que se apuntan en el siguiente párrafo. Excepto para un puñado de reformistas radicales, la negación de la eternidad de Jesucristo, en cuanto que podía ser interpretado como un alejamiento de Cristo de la esencia divina, suponía para los católicos, luteranos y calvinistas (confesiones vinculadas al poder civil) una degradación de la persona de Cristo, lo que, en definitiva, podía enervar la efectividad de la utilización de su mensaje ante los fieles y ello, a su vez, representar un obstáculo a la utilización de la religión como mecanismo de control social. Para evitar este efecto pernicioso, el Código de Justiniano, norma vigente en la mayoría de la jurisdicciones eclesiásticas de occidente, tipificaba la negación de la Trinidad como un delito de herejía castigado con la pena de muerte, cuando se cometía en concurso con otro delito de herejía (esto es, el rechazo del bautismo de los párvulos). Estos fueron precisamente los cargos que llevaron a Servet a la hoguera en Ginebra (1553), y con anterioridad, a ser quemado en efigie por orden de la Inquisición francesa en Viena del Delfinado. Por su particular concepción del Misterio de la Trinidad, Miguel Servet es considerado por algunas corrientes del Movimiento Unitario Universalista como una referencia ineludible para entender los orígenes de la religión unitaria, gozando paulatinamente de un mayor reconocimiento entre los seguidores de este movimiento.

Sergio Baches Opi y Andrés Galindo Blecua.

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SERVET Y LA IGLESIA

"El hombre no obedece ciegamente sino a una fe adecuada a su naturaleza racional" De Trinitatis Erroribus (1531, 109b).

“Luego, si se observa que no hay nada superior a la razón y que ésta se encuentra tanto en el hombre como en Dios, resulta que la razón es el vínculo de la primera sociedad que se establece entre el hombre y Dios” Marco Tulio Cicerón, “Las Leyes”, S. I a de.C.

“Es necesario comenzar por aquí, por perfilar la situación y la actitud de Servet para con la Iglesia, si queremos de verdad acercamos con comprensión a sus escritos. Pues lo primero que sorprende, cuando se adentra uno en su obra «La Restitución del Cristianismo», es la sarta de denuestos con que ataca a la Iglesia, para la que no ahorra ningún tipo de adjetivo hostil. Sorprende y duele este aspecto de su obra. Pero hoy quizá estemos en condiciones óptimas para poder entenderlo mejor que nunca. (...)

(...) Miguel Servet, laico, médico insigne, versado en letras y artes, era también un creyente de verdad, un cristiano comprometido que sentía la necesidad de hacer algo por salvar la Iglesia de Cristo. El mismo confesará en el prólogo a «La Restitución del Cristianismo» que se sentía impulsado por una fuerza superior a salir en defensa de la causa de Cristo, que es la causa común de todos los cristianos.

En aquel entonces, en tiempos de Servet, la Iglesia arrastraba todavía las consecuencias del Destierro de Avignon y del Cisma de Occidente. La decadencia de las ciencias eclesiásticas, erosionadas por el nominalismo, venía a coincidir con la degradación de los clérigos, el endurecimiento y la intransigencia de las fuerzas inquisitoriales, la depravación de las costumbres y el absentismo religioso. La piedad cedía terreno a la superstición y las excentricidades socavaban la devoción. Incluso el culto era objeto de sórdidos negocios. Y para colmo de males el boato, la magnificencia, el lujo y la suntuosidad desprestigiaban a la curia pontificia ante los ojos de no pocos creyentes. Uno de los que habían sido sorprendidos desfavorablemente fue Erasmo. El otro fue Miguel Servet al constatar que el Vicario de Cristo, que no tuvo donde reposar la cabeza, era tratado como un señor feudal a quien se rinde vasallaje y pleitesía. En esta situación no es de extrañar que de todas partes empezasen a brotar voces pidiendo reforma. Muchas órdenes religiosas las venían haciendo ya en sus propios monasterios, a veces con tales dificultades que una misma familia religiosa se desdoblaba en dos (la primitiva y la reformada). Lutero, Calvino, Zwinglio, Ecolampadio, Melanchton, etc., trataban cada cual a su aire de llevar a cabo la ansiada reforma. El Concilio de Trento vendría a dar la respuesta a esta necesidad sentida, ya demasiado tarde, cuando pueblos enteros se habían separado de la adhesión al Papa.

En este contexto Servet, más audaz que ninguno no se conforma ni siquiera con una restauración. Como los anabaptistas su actitud se radicaliza hasta expresar el deseo de una verdadera revolución religiosa, en el sentido de vuelta al pasado, a la Iglesia

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primitiva, a la comunidad del evangelio. Más aún, Servet exigirá la restitución del Cristianismo, tal es el título de su obra máxima, ya que considera que el Cristianismo ha sido robado por la Iglesia. Coincidiendo con una opinión bastante extendida, nuestro paisano piensa que la Iglesia se ha desviado del camino de Jesús desde el siglo IV, a raíz de los favores de Constantino y del poder temporal que luego fue adquiriendo.

Sin duda alguna, esta animosidad contra la Iglesia usurpadora del Cristianismo le indujo a prescindir del testimonio de los escritores eclesiásticos posteriores a ese siglo. Lo cierto es que Servet acudirá, aparte de la Sagrada Escritura, al testimonio de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos: Padres Apostólicos y Apologistas y Polemistas. En cambio, no tendrá en cuenta a los Santos Padres, sino para combatirlos, y menos aún a los escolásticos, a los que acusa de haber traicionado la lengua santa y haber incorporado ideologías bárbaras y sofistas.” (Extractos del libro de Luís Betes Palomo, “Anotaciones al pensamiento teológico de Miguel Servet, Instituto de Estudios Sijenenses "Miguel Servet", 1975, pp. 9-11).