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RANDALL ROQUE

BESTIARIOAmargo animal

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RANDALL ROQUE

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Randall Roque

Nació en Cartago, Costa Rica, en 1977.

Ha publicado los siguientes libros: Cuando las luciérnagas hablan (Cuentos, 1998), Itinerario de los amantes (Poesía, 2003), Amores domésticos (Fotopoemas, 2009), Estrellas de madera (CD: poemas italiano-español, 2007), Las Lunas del Ramadán y otras alegorías (Libro heterogéneo, 2011), Los alegres somos más (selección poética 2003-2012), Alguien llama a tu puerta (Cuento, 2014), Isla Pop (Poesía ilustrada por Carlos Tapia. Ediciones REA, 2015), Contracultura (Summa. Perú, 2017), Desplazados y Adictos (Ediciones Juglar, España, 2020), El diablo vuelve a casa (Ediciones Nueva York Poetry Press, 2020). Primer Lugar en el Premio Internazionale di Poesia Castello di Duino, 2007, reconocido por la UNESCO, la Presidencia de la República de Italia y otorgado por el Príncipe Carlo Alessandro Della Torre e Tasso en el Castillo de Duino. En el 2017, participó en el Festival Internacional Primavera Poética (Perú). En el 2019, participó en el V Encuentro Internacional de Escritores en el Bío-Bío, Chile (Entre Culturas).

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Municipalidad de Lima

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Concepto de portada:Melissa Pérez

Diseño y diagramación:Ambar Lizbeth Sánchez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Festival Internacional Primavera Poética

Harold Alva VialePresidente de la Organización

Comité ConsultivoCarlos Ernesto García (El Salvador)Roberto Arizmendi (México) Omar Aramayo (Perú) Leopoldo Castilla (Argentina) Omar Lara (Chile)

Director CulturalSixto Sarmiento Chipana

Asesor de comunicacionesLuis Miguel Cangalaya

Jr. Buenaventura Aguirre 395.Of.: K. Barranco, Lima.

https:/web.facebook.com/fipperu2019/

Bestiario©Randall Roque

©Festival Internacional Primavera Poética

Esta publicación es un esfuerzo entre la Municipalidad de Lima y Primavera Poética para las ediciones de la colección del programa Lima Lee.

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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BESTIARIO

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Dedicatoria:

Estimado Whitman, para ser franco,

creíste demasiado en la humanidad.

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Mármol de Toscana

Sobre la mesa hay una enorme piedra, de grano homogéneo y cristalino, tan compacta como mármol. Inmóvil, cada visitante la observa con suma curiosidad y desconfianza. Es un trozo de roca inútil, dicen unos. ¿Qué hace esa piedra sobre la mesa?, cuestionan otros. Nadie se ocupa en saber que es un corazón vacío de sangre. Así que la dejo en su sitio. Fría e indolente. Las mujeres pasan directas al cuarto o traen unas cervezas de la nevera, pellizcan el queso, consumen litros de vino. Fuman y te reciben entre sus firmes piernas como venus atrapamoscas con sphagnum fresco. Luego se van; a veces vuelven, otras esperan demasiado y te odiana tenor de sus altas espectativas.

El trozo de mármol sigue en su sitio. Es casi una pieza de museo. Incluso han trancado la puerta del cuarto con esta, en busca de alguna utilidad para las cosas. La desempolvo. Tuvo tiempos mejores. Y le digo: Quedate en tu sitio. Estamos mejor uno sin el otro. ¿No querrás arruinar mis días? Dejo la piedra inmóvil, pesada y ancha como el puño de un boxeador jubilado.

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Otra mujer entra y la mira con atención. Acaricia su deformidad, siente sus cicatrices, el huerto seco de sus llagas extendidas. Bebe vino, se come el queso, fuma, usa el baño para orinar como cualquiera, es fría e indiferente como el mármol de los Alpes Apuanos de la Toscana.

Al irse, noto algo que no es bueno para nadie: Una piedra móvil y tibia en un charco carmesí sobre la mesa.

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Santa Teresa de Ávila

Este es el secreto de Santa Teresa de Ávila, atravesada por el vivo aliento de los baños donde los borrachos orinan el desamor y ven mujeres tambalearse por olvido. Su amor místico tuvo todo que ver, incluso, con los delirios del guano y hierbas medicinales, menos con esos ángeles con dardos de oro. Aun así, su secreto fue único. El misterio de una vela en los candiles de latón doblado por el humo, no es suficiente, para explicarnos por qué Santa Teresa de Ávila, por un amor más certero que el nuestro, hizo del sufrimiento su piedra mística. Quizá, este mundo dejó caer la cera sobre nuestros párpados de muerto y nos enseñó el amor como la peste. Esto, sin embargo, no cambia la verdad de su único secreto. Santa Teresa de Ávila fue a morirse, por tres noches y cuatro días como Cristo, hasta que su padre Alonso Sánchez Cepeda arrancó la cera helada de sus párpados y revivió con nuevos ojos para el mundo. Ahora que todos nos enseñan a amar por la utilidad que tenemos uno en otro. Amar bajo la peste en caravanas oscuras dentro de camiones militares desde Bergamo. Es necesario morir por un dardo de oro y caminar sin observar el camino.

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El ruido de los gatos

Esos gatos se tiran sobre el zinc, se revuelcan, aruñan, muerden, ruedan por el techo a deshoras como dos plomizas redes que se hunden en el Atlántico. Aún no terminan, dan maullidos que erizan los vellos de la espalda.

Callan.

Enseguida despiertan. Vuelven a rodar por el techo, se revuelcan, aruñan, muerden, maullan, enloquecen, furiosos, libres. Odiás a esos gatos que te hacen goteras, aflojan clavos, rompen láminas de zinc. Esos gatos cínicos y ruidosos. Que cogen a diestra y siniestra. Comen pan delante del pobre y no tienen piedad por la escasez ajena.

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Cristo en Whisky

Salí a la calle en pijamas con el torso desnudo y golpeé y me golpearon dos policías. En la mano un Cristo de bronce desgastado de frotarlo con los dedos.

Un Cristo mudo.Un Cristo sordo.Un Cristo ciego.

¿Qué será de tu rostro cuando borracho sepa que dolés en algún sitio oculto y seás un vacío inmenso dentro del pecho, un puño de agua que retiene el aire?

El Cristo no sabe qué sucede,pero ambos nos desgastamosen las manos equivocadas.

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La herida

La herida más dolorosa, no es el zarpazo de un tigre. Tampoco la más profunda. Ni siquiera la más aferrada a la limpia desmemoria. La peor herida es la que remueve la cicatriz más gruesa, la impenetrable que rompe el sonido del fuego. Esa es la peor; carga la memoria como un fardo oscuro con brasas que deja caer entre la sangre. Va teñida del silencio de campanarios y no sabrás ni podrás nunca explicar su talante. Es la pregunta que no podemos pronunciar; y por eso duele.

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Trae un girasol como una sombrilla

Trae un girasol como una sombrilla y no es que tenga vela en este asunto. Solo me agradaría ver que la perdonara. Abriera el portón y echara puerta afuera a esa otra mujer desnuda. Se nota a leguas que la quiere. Se palpa. Nadie se queda una hora bajo ese torrente llorando por una oportunidad, un perdón sincero.

Sale. Abre la verja y charlan.

Ella se resguarda bajo el alerón. La canoa está rota y la lluvia es un grifo abierto. Revienta en translúcidos botones contra la acera.

La blusa se pega al cuerpo. Sus pechos parecen tocados por el vaho de la intemperie. Están ahí. Hablan. No hay odio y tampoco regreso ni perdón. El orgullo divide naciones, familias; crea olvidos posibles.

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¿Quién recoje la lluvia y la separa del llanto de esa mujer?

Vuelvo a cerrar la persiana con cuidado y discreción.

Las dejo solas.

Sé que le dirá que no.Lo hice alguna vezy equivoqué mis dudas.

Puede que diga un sí.

Quién sabe.

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Parque Morazán

Junto a las enredaderas del botánico, en las bancas del Parque Morazán, dejan sus sombras sin memoria hasta que regresan a buscarlas. Ahí permanecen abrazadas toda la noche, ocultas entre hojas de lotería y helechos. La lluvia, en una delgada capa que humedece las bancas de los enamorados y se evapora a la mañana siguiente. Esas sombras siguen ahí sentadas. Demasiado oscuras para ser vistas; hasta que otros enamorados llegan a conversar de sus cosas y forman de la luz compartida una nueva sombra. Los enamorados se destiñen en las bancas como un quemado aletazo de diésel. Entonces me pregunto: ¿Qué pasará cuando no vengan a este parque? Quizá aquello sea solo una banca de concreto. Se cubra de hierba. Las ruinas del amor. Algo así como un museo de las sombras que no existen, que no son, que no eran.

Por ahora siguen llegando y se sientan. No una ni dos. Son muchas y conversan en las noches, olvidadas en el botánico. No sé de qué hablan bajo los mercurios. Los helechos se mueven. Las buganvilias sueltan su arena púrpura. Hay un alboroto con el viento. Tremenda fiesta se traen, y ya casi amanece.

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Medellín

El día cuelga sobre el tendido eléctrico como un fino pañuelo blanco en el que has llorado toda la tarde. Y los pájaros caen de los tejados en lluvia de jilgueros o teñidos bajo el rojizo ardor del Cardenal. Hay sombrillas en los robles de sabana amarillas que abren sus pétalos a nubes grises y una mujer cede su sombra al madero para resguardarse del húmedo viento. Es prudente cruzar ahora, y cruza rápido hacia la otra acera. Sus zapatos golpean los charcos y una hoja se mueve entre ondas. Solo una mujer tan pálida y delgada, puede colgar como un fino pañuelo. Escribo todo esto, para no olvidar jamás, a Medellín temblando en un charco de lluvia.

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Todo está en las piernas

Cuando recibís el primer golpe solo estás probando lo que viene. Enseguida: «No es tan malo», y das el paso en busca de más.

Uno, dos.

Lo importante es el equilibrio.

Si alguien se la juega en esta vida, es el boxeador callejero. Te enseña a sonreír sin dientes. A escupir sangre como espuma y en eso se parece al desembarco de cientos de jóvenes en Normandía.

Agradecer a quien te golpea y, aún así, te deja vivir para contarlo, eso es de grandes, no de perdedores. Esa es la razón por la que vengo, compro unos tiquetes para el boxeo y miro como otros se parten el alma; así, aunque pierda como un desgraciado, pienso que tuve tiempos mejores. Hay días largos, sin embargo, como estos, en los que el boxeo de la ESPN me recuerda el amor de Malika con su izquierda demoledora. Tomábamos y le gustaba

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fumarse las chingas de cigarro y pintorrearlas con un carmesí barato de la tienda. Esa Malika era tremenda. Te jodía la vida con unos celos loquísimos y cogía con demencia y a deshoras.

Te digo algo:Lo importante del boxeo está en las piernas.

Lo aprendí de Malika.Nunca del box.

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Dejá a los muertos en el ropero

Qué manía esa de colgar antiguos amores como una túnica del gancho roto en un ropero, mirarlo cada cierto tiempo con el termómetro de la fiebre de quienes buscamos alguna vez, las minas de cobre, el oro negro de su carne, las explosiones de géiseres del Tatio. La prensa sacude cada tanto su polvo en busca de algo prístino para las tintas. Uno acude a su esquina con devoto olvido. Y no pasa nada si se queda. Tampoco si se va. Es el espectro de la angustia y las pastillas, el oleoducto del alcohol, la locura que cargás hacia todas las puertas de bares clausurados. Los tenés colgados como antiguos amores descubiertos por conocidos antropólogos y traen el recuerdo de desastrosos deseos. No basta con perderlos, la prensa insiste en resucitarlos como el cadáver oculto bajo las tablas de la estancia, aunque al entrar al ropero lo mire como la bata roja del boxeador retirado atravesada por las duras aspas de polillas. Qué insistencia la de otros por arruinar la fiesta, traer a la memoria los muertos de tu vida, como si este mundo fuera un barco fantasma y uno solo el verde nicho donde duermen.

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Flor de Itabo

Es menos que una simpleza comparar a cualquier mujer con un arbusto de flores. Una majadería imperdonable. Hay cierta pena en no ser capaz de tomar un atributo mejor que cualquier carnicero diría a su tabla de cortes blancos. Sin embargo, una Flor de Itavo no cae mal a esa mujer desnuda. Blanca y suave sobre la cama. Amarga, cuando borracha insiste en no quererme más.

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Penitente de hielo

Hay montañas tan altas en Los Andes que las nubes no se atreven a cruzarlas. Solo Glorioso conduce el autobús 1258 entre curvas y pendientes de mil metros.

Sobrevivir, es unirse al ritmo de las cordilleras,conocer el lenguaje del zorro colorado.

Perú es un campanario que se dobla ante los doscientos ojos de sus volcanes en la dura nieve de las gélidas cornisas. Los altos y solitarios Penitentes oran a las Diucas de alas blancas, tan altos como vástagos traslúcidos en la cruda hoz del témpano de fuego.

Conducir entre sus estrechas laderas es tener la sangre de una Yacumama la altura infinita de la catarata Gocta.

El autobús 1258 se detendrá un día. Y Glorioso con este. Y Perú, con ambos.

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Todos Los Andes sujetan la manodel celador de las llaves del hielo.

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Quiosco de flores

Subí a los quioscos de vendedoras de flores, diagonal al Mercado Central. Son jaulas de hierro con pintura grisácea descascarada. Ahí esperé a que abriera Jeanette el suyo. Eran las diez y algo, tres hombres bebían una bombilla de aguardiente en la acera y dos mujeres cargaban su bolsa con frutas de la verdulería de los Hermanos Barrantes. No muy lejos está la estación de trenes y la barbería con asientos de cuero caoba donde te curten las heridas con mentol. La gente pasa y asoman despeinados apios, chiles marrones, verdes y rojos, una que otra estilizada forma de un chayote o una cebolla. Casi nunca me fijo en estas cosas simples, excepto que Jeanette no llega al quiosco; no como acostumbra a hacerlo cada sábado. De esa jaula compro girasoles amarillos, mientras, y con abuso claro de confianza, la miro como un tallo de pomas en su vestido. Nunca dejo de admirar a los mercados, ese olor a pescado fresco, a cítricos y pálidos ajos colgados en las esquinas contra el mal de ojo y el buen sabor de los arroces adobados con bomba de pimientos y consomes rojizos. En la noche, la línea de tren se cubre

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de espíritus solos, con ojos vidriosos, travestis en las esquinas donde apenas resiste la claridad de algún mercurio. Y una navaja y uno que otro asalto. Esa jaula grisácea parece entonces el cadáver de una perdiz con el alma llena de yerberas, claveles o pomas. Vengo a comprar girasoles muy amarillos, para ver cómo oscurecen y recaen sobre sí. He bebido aguardiente con esos tres hombres sin decirnos nada. Observé a las personas ir y venir con los encargos del mercado. Eso fue hace mucho tiempo, los sábados estaban llenos de gente. Esa perdiz rebosaba de flores. Y Jeanette estaba. Y yo también.

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El gato Arthur

Estuve con tres mujeres que odiaban los gatos. Eran más afines a los perros sin dignidad a los que vestían con ridículas ropas, bañaban los sábados y limpiaban con toallitas húmedas cada vez que regresaban de cagar en el patio.

Arthur, en cambio, se subía a sus costosas cortinas de cenefa y eso las enloquecía. Tiraba libros y vasijas de cerámica por puro y radical vandalismo. Se escapaba hacia otras casas y en todas exigía buena atención.

Dos o tres vecinos creíamos que Arthur era nuestro. Un gato corriente con la cola rota, un ojo chueco, forrado en cicatrices como el rostro de un boxeador con acné.

Los gatos pardos como Arthur, a diferencia de los perros, no se parecen a nadie. Pasean su libertad con arrogancia. Nos recuerdan lo que fuimos alguna vez, antes de inventar la moneda de cambio.

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Arthur & Arthur

Los canales de televisión nacional son como los tirajes de periódicos: Tratan el mismo tema hasta el desgaste. Dejo de pulsar el control para ver cómo da la oferta de nubarrones una mujer que se desnuda cuando llega a los climas cálidos. Necesito pagar el alquiler y comprar atunes para el gato. Me encargaron un breve discurso con encabezados de otros escritores o mentes brillantes. Nada original. Estoy avergonzado de algunos discursos cuando los escucho en boca de políticos. Uno se ducha, se siente realmente sucio y bebe una cerveza bajo el agua tibia. La rusa tiene unas tetas pequeñas y un trasero bastante hermoso. Arthur se para justo frente a la pantalla. Ronronea como un carburador. He terminado el discurso con alguna frase de Schopenhauer: «No hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige». Me agradan un poco más Ciorán y el trasero de la presentadora. «Por un culo así, movería a América de hemisferio». Esa sí sería una buena frase Arthur. Aunque las feministas te odiarían.

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Ochomogo

En la cuesta ferroviaria de Ochomogo, un pesado girasol de hierro se inclina para alcanzar la siguiente ladera. Es lento, como un hipopótamo desterrado del asedio. Sin comida ni agua, rodeado de leones africanos. Puedo mirarlo desde la carretera, casi como un cazador que ajusta la mirilla de su rifle Remington. Lleva en su costado amarillo, tatuado, el peso y la velocidad: «160 kilogramos. 25 km/h». Además, un claro aviso: «No se le meta al tren».

Ochomogo sobrevivió a la Batalla Civil de 1823 en el cerro de las heladas aguas. Ahora lo observo en la tundra, descender con vapores de bufido hacia el descanso de los rieles y obedezco la sentencia.

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El aliento del esturión

Escribo sobre los aeropuertos internacionales. De ese póstumo aliento de los aviones que sacuden su fiebre sobre los rígidos muelles. En este lugar, todos somos islas, pero nunca como ahora: extranjeros. Aún duermen sobre los asientos y alfombras. Se rascan la barba, comen frituras y cerveza. Bostezan como lagartos aperezados en la húmeda garganta del río Tárcoles. Nunca como ahora, el miedo se pasea dócil y tembloroso sobre el lomo satinado del esturión en el filo del gran cuchillo del carnicero. El virus de Wuhan se extiende. Los ancianos mueren, los más débiles. Sobreviven los recién nacidos y jóvenes. Es una estrategia perversa contra la sobrepoblación. En Quanzhou se derrumba un hospital y mueren todos los enfermos. Se paralizaron las fábricas industriales y el cielo inexistente se observa bajo. La gran guerra económica no fue suficiente. Las farmacéuticas industrializan todo: venden mascarillas, toallas y alcohol. Los aeropuertos son desérticas habitaciones. La hoja limpia del cuchillo se desliza entre el último aliento del esturión.

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Desplazados

Hay casos en los que un trabajador promedio se ajusta la corbata como quien ajusta un grillete. Aunque, ya sabés, ahora que hay desplazados, gente cobrando por vez primera su seguro por desempleo, desahuciados por hipotecas y suicidios a la orden del día; no es buena ni decente la queja.

Así que ajusto la corbata,invento una sonrisay saludo a todos al entrar.

Buenos días, les digo.Buenos días, responden.

Cosas como esas.

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Mantis Religiosa (no de Watanabe)

Una mantis puede devorar al macho, incluso antes de aparearse y aún decapitado, se sitúa sobre cuerpo, la fecunda tanto como puede. ¿Es propio —medito— que muerda a tirones su carne y tome esta cabeza para dejarme ir como a un animal vacío? En la naturaleza sucede. Otros logran huir, beben vodka, permanecen menos tiempo sobre su cuerpo, dejan uno o dos billetes sobre la mesa; en cambio, un delirante se aferra a la biología: Su fría manera de amar, ese deseo inmóvil de huir. Watanabe escribió unos versos enciclopédicos acerca de esa última palabra después de la cópula del macho. Una palabra de agradecimiento por lamerle las entrañas con la lengua y dejarlo como un cascarón seco, quebradizo al áspero tacto del deseo. Watanabe siempre tuvo el vicio de las palabras, no de la realidad que significa, andar decapitado por las cornisas del mundo, sabiendo que tu cabeza está en el trastero de esa mujer, que ahora se desnuda con otro, porque vuelve a tener hambre.

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Parque de Nara

La primavera de marzo e inicio de abril, en el Parque de Nara, está llena de cerezos, ciervos de heno que, en su loca ingravidez, se arrodillan aún sobre pétalos rosados. Esa tarde cruza como delgada hoja de katana desde la boca media del pez hasta su cola, y, el bermejo se extiende como una planicie. A través de esa puerta, de polvo y olvido, que es la inclinación de árboles de Sakura, puedo ver su mano sacudirse con el viento igual que las primeras plumas de palomas, arrastradas, sin querer, hacia las cornisas. Solo esta tarde, ninguna otra, puede abrirse el corazón amarillo de su sombra como un gajo de espumosa mandarina, entonces, la ausencia es un cítrico aroma que recordarás por siempre, como un elefante a su enemigo. Supongo que un hombre solo, en el rosado Parque de Nara, es igual a una bestia con yugos y arados, ambos con idéntica suerte o desventura, sin importar dónde se encuentren.

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El sueño nunca fue un lugar seguro

Hemos perdido algo más que la esperanza, algo aun más grande que las libertades, el mundo, en general, perdió la Utopía, y, aunque aún no lo sabe, o lo sabe y poco importa, las carreteras son oscuras y extensas como la garganta de ballenas jorobadas, los faros cortan la niebla para náufragos, las alarmas guardan su aullido en las riberas; sucede todo y van por ahí como si nada. Con los ojos como rieles macizos, profundos como acantilados bajo glaciares. No basta una mujer con vestido de flores que cruza la acera de catedrales e incendia de polen amarillo el Parque de La Merced. Hemos perdido la Utopía. El riesgo del vuelo en tierra firme, la fe del náufrago en su brújula de escape. Hemos adoptado el miedo como último peldaño y los cardenales se lanzan de precipicios bocabajo con sus alas presas del pánico. El sueño nunca fue un lugar seguro como la historia. Asumimos la existencia del siguiente día. La mano temblorosa de Burroughs para el disparo y alejamos la manzana de nuestras cabezas.

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Pez Ángel

He visto un pez ángel morir. Nadar toda la noche sin descanso, emerger para respirar hasta agotarse y quedar tendido sobre el agua como un bálsamo de aceite, con los ojos fijos hacia la luz de las bombillas de la pecera. Su cresta roja como una antorcha entre el agua. Arrastré un banco, fijé mi asiento junto al vidrio para ayudarlo en la angustia de tener la espesa agua en contra suya; toda la madrugada, al saberle cansado, intenté impulsarlo con mi mano para que se elevara hacia el aire; empezó a hundirse, como el fierro de un ancla de un barco cubierto de herrumbre. Ese pez articula redondas vocales. Llamé a la Compañía Eléctrica tantas veces, hasta el hartazgo; no ha importado que un animal y un hombre sean como iguales. No importó el pago inmediato del recibo, la dependencia del oxígeno de los peces. «Es solo un pez, señor»; los otros peces se acercan al vidrio, del mismo modo cuando piden comida. Todos lo golpean, suavemente con la nariz, para escaparse hacia una muerte más pronta. Con un oído más delicado se escucharían estruendosos golpes contra armazones de hierro; rastrillo de dientes en cristales. Sé lo que dicen.

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Reconocen mi rostro cada mañana, las ondas de las palabras que leo en su oscuridad. Las esféricas amapolas como alimento que decaen de una mano. Las leyes que no sirven a todos, hombre o bestia, planta o piedra, son goznes para la esclavitud de otro semejante. Hemos de destruir la columna de los Estados, liberar la servidumbre de las mentes. Tomé el teléfono y llamé de nuevo; ninguna explicación bastó. No son capaces de imaginar qué significa perder el aire, nadar con esfuerzo una vez tras otra sin descanso y luego, sentirse viejo, agotado, sin ganas de elevarse hacia la cumbre de la jaula y dejarse caer, ni siquiera tener párpados para cerrar los ojos. Este pez Ángel que murió, no era cualquier pez. Desde que observó cómo tomé a otro pez muerto con la red verde para llevarlo lejos del agua, dejó se acercarse al vidrio, se ocultaba entre las plásticas algas y las piedras. Traté de ganarme su confianza, aunque para ese pez era Caronte, asumiendo la vida de otros peces. Jamás un hombre podrá entender la simpleza de los animales que no se arrodillan uno frente al otro, a no ser que compartan el mismo pasto, no se aquejan de dioses o de culpas, no se juzgan por las equivocaciones y se sienten complacidos en el amor, no eligen reyes ni les dan vestuarios, no van a guerras por territorios o metales, se alimentan entre sí y

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lo comprenden, sin llegar a la gula o al hartazgo, respetan la tierra y no anhelan un cielo para destruir. Hasta que un hombre no mire a un animal como su igual, no será digno de respeto. Menos que una mota de polvo, el aceite sucio de un carro, el ruido de las fábricas donde trabaja.

27/05/2020

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La herida más dolorosa, no es el zarpazo de un tigre. Tampoco la más profunda. Ni siquiera la más aferrada a la limpia desmemoria. La peor herida es la que remueve la cicatriz más gruesa, la impenetrable que rompe el sonido del fuego.

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