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REFRACCIÓN Y

QUIMERAS

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REFRACCIÓN

Y QUIMERAS

Reflejarte en el otro puede ser de fantasía

OBRA ANTOLÓGICA

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Escrita por:

Laura Avellaneda

Carolina Idárraga Saa

Valeria Ramírez Fajardo

Engel Ruiz Rivera

Juan Esteban Galarzo Pabon

Cleider Emiro Sanguino

Beiker López

Edilberto López Ramírez

Absalón Cabrera

Jorge Andrés Otero Ossa

Luz Denis Carvajal Sánchez

Alexis Castro

Viviana Geraldin Garay Parra

Yesica Andrea Puentes Amaya

Juliana María Ramos Rodríguez

Francisco Javier Gómez Cadavid

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Luisa Fernanda Moreno Gil

Sofia Cabezas Gómez

Juan Durán

Daniela María Collante Carreño

Juliana Jaramillo Jaramillo

Angélica María Rodríguez Ortiz

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Refracción y quimeras

©Laura Avellaneda, ©Carolina Idárraga Saa, ©Valeria Ramírez Fajardo, ©Engel Ruiz Rivera, ©Juan Esteban Galarzo Pabon, ©Cleider Emiro Sanguino, ©Beiker López, ©Edilberto López Ramírez, ©Absalón Cabrera, ©Jorge Andrés Otero Ossa, ©Luz Denis Carvajal Sánchez, ©Alexis Castro, ©Viviana Geraldin Garay Parra, ©Yesica Andrea Puentes Amaya, ©Juliana María Ramos Rodríguez, ©Francisco Javier Gómez Cadavid, ©Luisa Fernanda Moreno Gil, ©Sofia Cabezas Gómez, ©Juan Durán, ©Daniela María Collante Carreño, ©Juliana Jaramillo Jaramillo y ©Angélica María Rodríguez Ortiz.

www.itaeditorial.com

ISBN: 9798762367073

Sello: Independently published

2021

Publicado en Colombia

Páginas: 347

Diseño de portada: ©ITA Editorial Ilustración de portada: ©Liuzishan Ilustración interna: ©Liuzishan

Aviso legal: Se prohíbe la reproducción total o parcial de la presente obra, restringiendo, además, cualquier compendio, mutilación o transformación de la misma por cualquier medio o procedimiento. Los comentarios descritos en la presente obra, realizados a título personal, no corresponde a pensamientos de la compañía, sino a aseveraciones particulares de los autores. Se permite la reproducción parcial, con el debido crédito a los autores y a la Editorial

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ÍNDICE

PRÓLOGO ............................................................................. 12 LA UNIÓN DE LOS MUNDOS ................................................. 14

Por Laura Avellaneda .................................................................... 14 EL GATO Y LA GUERRERA ..................................................... 19

Por Carolina Idárraga Saa ............................................................. 19 PRECIOSOS CORAZONES ..................................................... 22

Por Valeria Ramírez Fajardo ........................................................ 22 ALMAS GEMELAS SEPARADAS POR UN DESTINO .................. 26

Por Engel Ruiz Rivera ................................................................... 26 DIEJUA. UNA AVENTURA PARA UN COBARDE ..................... 38

Por Juan Esteban Galarzo Pabon................................................ 38 DOCTOR TIEMPO ................................................................ 64

Por Cleider Emiro Sanguino ........................................................ 64 UNA MELODÍA Y DOS ALMAS UNIDAS .................................. 90

Por Beiker López ........................................................................... 90 EN EL RIÑÓN DE LA BRUJA ................................................ 104

Por Edilberto López Ramírez .................................................... 104 CUERPO MUTABLE ............................................................. 115

Por Absalón Cabrera ................................................................... 115 EL COMIENZO DEL FIN DE LA HISTORIA ........................... 118

Por Jorge Andrés Otero Ossa .................................................... 118 LUNA DE PLATA ................................................................. 132

Por Luz Denis Carvajal Sánchez ............................................... 132 UN CRIMEN LLAMADO AMOR ............................................. 138

Por Alexis Castro ......................................................................... 138

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FICHAS DE UN JUEGO ......................................................... 143 Por Viviana Geraldin Garay Parra ............................................. 143

CORAZÓN MESTIZO ........................................................... 171 Por Yesica Andrea Puentes Amaya ........................................... 171

PROMESA DE UN ÁNGEL .................................................... 180 Por Juliana María Ramos Rodríguez ......................................... 180

EL ÁRBOL DEL AMOR Y OTROS CUENTOS INFANTILES ...... 217 Por Francisco Javier Gómez Cadavid ....................................... 217

DE UN RECUERDO, TRES INFIERNOS ................................244 Por Luisa Fernanda Moreno Gil ................................................ 244

BARELIÖN ..........................................................................265 Por Sofia Cabezas Gómez y Juan Durán ................................. 265

LA BENDECIDA DE LOS DIOSES ..........................................297 Por Daniela María Collante Carreño ......................................... 297

SECRETO DE SANGRE .........................................................325 Por Juliana Jaramillo Jaramillo ................................................... 325

EL CAMINO DE LOVEGOOD ...............................................330 Por Angélica María Rodríguez Ortiz ......................................... 330

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Prólogo

Dicen por ahí que vivir en un mundo de fantasía no es lo ideal, sin embargo, a veces, un poco de fantasía es todo lo que necesitas para poder vivir. Y Refracción y Quimeras es el reflejo de esta premisa.

Como resultado de la convocatoria de abril realizada por ITA Editorial, en la que quisimos usar la fantasía como tema central, esta antología reúne relatos únicos salidos de mentes brillantes y muy creativas. Entre dragones, mundos fantásticos y amigos imaginarios, descubrirás escenarios que pondrán a volar tu imaginación.

Gracias al trabajo de autores noveles y otros más experimentados, provenientes de distintas partes del país, logramos construir una obra única, que los transportará a ustedes, los lectores, a mundos mágicos llenos de personajes lejanos pero muy increíbles. Porque como dice el escritor Antonio Skármeta, “fantasía más fantasía no puede sino dar algo más fantástico”.

Bienvenidos a este maravilloso viaje.

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La unión de los mundos

Por Laura Avellaneda

Hace aproximadamente un año, yo vivía en la ciudad de San Petersburgo. Mi vida era tranquila hasta que un gran cambio sucedió. Hace 2 meses, para la celebración de mi cumpleaños número 18, recibí la terrorífica noticia de que mi padre había muerto en un accidente de tránsito cuando venía de su trabajo camino a festejar juntos. Él era la única persona con la que vivía, había quedado completamente sola, pues mi madre nos abandonó cuando tenía 7 años y, desde entonces, había sido él quien me había cuidado día y noche.

Cuando recibí la noticia de su muerte, me desmoroné. Sentí que el alma se salía de mi cuerpo, cada parte de mí estaba paralizada. Después de un tiempo, la empresa conocía nuestra condición y corrió con todos los gastos del funeral y se ofrecieron a proporcionarme ayuda económica mensual para terminar mis estudios y poder subsistir, cosa que acepté sin dudar.

Los días pasaron y las lágrimas eran inagotables. Al recordar lo sucedido, el dolor se intensificaba y sentía que no podía más, veía todo gris en mi vida. Un día, en la universidad, mientras tomaba una clase de historia, se me presentó una visión en la que veía a mi padre y a mi madre juntos diciéndome: «Pronto nos encontraremos. Tú tranquila». Quedé estupefacta, el cuerpo me empezó a sudar y el calor interno que sentía era insoportable.

Tuve que retirarme del salón sin importar las repercusiones, sin embargo, encontré un sitio en la u que me daba paz. Era un bosque con una laguna, que me relajó por completo. En ese momento de soledad, vi a un chico bastante guapo, que me flechó. Mi instinto

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sexual se intensificó como nunca había sentido y, eso mismo, incitó a acercármele. Después de dejar la timidez, le pregunté su nombre. «Luca», me respondió.

Empezamos a hablar y quedamos en vernos al día siguiente en la lagunita. Con el paso de los días, comenzamos a vernos ahí a diario. Cada vez me encantaba más, hasta que llegó el día que estaba esperando: sin ningún tipo de compromiso, nos empezamos a besar. Lentamente, me empezó a quitar la ropa y yo a él. Con sus manos pesadas, tocaba mi cuerpo y eso aumentó mi excitación. A pesar de todo, tenía miedo porque era la primera vez que estaría con un chico, pero tenía presentimiento de que era el indicado.

Me dijo que me cuidaría y así fue. Viví la experiencia más increíble de mi vida. Sentía un profundo amor, lo que no podía ser porque solo éramos amigos. Apenas terminamos el acto, me levanté desnuda a buscar mi ropa y, accidentalmente, me resbalé y caí al lago, pero no fue una caída cualquiera. El agua me trago y empecé un viaje por un túnel negro que parecía no tener final. De repente, aparecí en un lugar color púrpura y ahí estaba mi papá, esperándome. No pude contener las lágrimas. Salí corriendo a abrazarlo, pero me fue imposible porque, en realidad, era su espíritu lo que veía. Aun así, me hacía feliz poder escucharlo.

—Tienes que empezar a vivir y demostrar lo capaz que eres. En ese momento, sabrás toda la verdad—fue lo único que dijo.

Empecé a caminar por la línea que indicaba y, de repente, sale un señor color morado, diciéndome:

—Ámabar, tú eres la escogida.

—Pero ¿para qué?, ¿yo qué tengo que ver? Mi papá ya no está.

—Tú eres la hija de una gran líder, nuestra suprema celestial.

—¿De qué hablas? Mi mamá me abandonó. Esa señora ni me quiso.

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—No vuelvas a hablar de lo que no sabes. Esa es nuestra primera norma. El que lo hace, es decapitado

—¿De qué putas me hablas?

En ese momento, desapareció y, de inmediato, pasé a un sitio, volando, como si me hubieran golpeado. Este lugar era verde y había una carta que decía:

«Cuerpos gloriosos son los magnificados y, ante tu sabiduría, un pueblo está esperando».

Esto me dejó anonadada, estupefacta. Seguí caminando y caminando hasta que encontré un cohete que decía «Súbete». Lo hice y, aunque parece imposible, viajé por la galaxia. Vi todos los países, desde el más grande hasta el más pequeño. Nos aproximábamos a un agujero negro y el miedo me consumió de una manera horrible. Me había dado tan duro, que mi cuerpo empezó a cambiar: mi torso se volvió color morado y mis extremidades de color azul.,

Al verme, me puse aún más nerviosa. Cuando la avioneta llegó al destino, había un letrero con la inscripción: «BIENVENIDOS AL PLANETA BOTHBLUES». En medio del pánico, me bajé y empecé a caminar y caminar y caminar. Me encontré a mucha gente con el mismo color de piel que yo. Cuando iba entrando (¿A dónde?), mucha gente me gritaba: «Mi reina, mi reina». No lo entendía. Un mayordomo se me acercó y me dijo: «Bienvenida, te estamos esperando» y me llevó a un cuarto en el que estaba mi mamá. Apenas la vi, se me salieron las lágrimas y, aunque tenía mucho dolor por lo que me había hecho, salí corriendo a abrazarla, pues la había extrañado mucho.

Apenas nos dimos un gran abrazo, le pregunté:

—¿Qué es todo esto?

Y me empezó a contar la historia: mi madre era descendiente de los Blues, solo que, en un acto de rebeldía, decidió irse a la tierra, aprovechando que los de este planeta tienen la capacidad de imitar

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rasgos físicos de cualquier planeta. Cuando emprendió su viaje, iba hacia el planeta Greenscrren, pero cayó en la Tierra tras ser chocada por una nave. Al llegar a este planeta, se encontró con mi padre, que era nativo de Greenscrren y fue desterrado de su tierra por no participar en la guerra. Ambos cayeron en la misma locación, se enamoraron y vivieron una aventura terrenal, en la que mi madre se embarazó de mí y, por esa razón, tengo ciertas habilidades y nuevas condiciones físicas.

Los blues nacen con un órgano repetido y, en mi caso, tenía dos corazones. Eso me hacía especial para esa raza, porque escrito en sus mandamientos estaba que, el día que naciera el único ser con dos corazones, tomaría el poder, el reino y el mandato del planeta ya que el corazón es el órgano fundamental. No obstante, al tener los dos corazones, tenía también dos sentimientos o emociones predominantes: el deseo sexual y el miedo.

Al mismo tiempo, por ser también descendiente de los Green, tenía sangre fría, sobre todo, para proteger a los suyos y eso era lo que no tenían los Blues; su inmensa nobleza hacía que perdieran las guerras y los colonizaran. Al enterarme de todo esto, quedé conmocionada. Me puse a llorar y le pregunté:

—¿Cómo es esto posible?

—Es por eso por lo que, al inicio, te dijeron la norma principal de nuestro pueblo y, por eso, te llaman reina, porque es momento de que tomes el trono. En la Tierra, tienes 18, pero acá la edad se duplica y, por eso, ya es momento.

Tenía tantos cuestionamientos, tantas preguntas, pero lo más importante era por qué me había abandonado. Su respuesta me impactó. Me dijo que ella no me abandonó por que quiso, sino porque tuvo que hacerlo, pues mi abuela había muerto y tenía que tomar el trono hasta que yo cumpliera 36, ya que era la madre de la elegida. Ante eso, solo pude responder:

—No estoy preparada.

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Ella me abrazó y, en instantes, estaba también en los brazos de mi padre. Las lágrimas no me salían, pero estaba llorando.

—Hija, tú eres la unión de estas 2 tropas. Yo estoy encarcelado, por no prestarme a la guerra. Mi tío, al tomar el trono, dio esa orden para mí. Por eso, morí terrenalmente, pero tú no estás sola. Es una cualidad que tienes: no puedes morir ante los Green. En todas las tierras, menos en la tuya. Tú eres la única que me puede librar tomando el reino. Solo tienes que dominar y vivir al máximo los dos sentimientos de tus dos corazones. Cuando estés lista, el universo te traerá de vuelta, pero no tienes mucho tiempo. Eres la conexión entre tu madre y yo para que se genere la paz y podamos ser felices. Te amo.

Apenas mi papá me soltó, regresé a la Tierra. Salí del lago y ahí estaba Luca, pues solo habían pasado 2 minutos de mi caída al agua. Para él todo estaba normal. No sabía era que mi destino ya estaba escrito. Al verlo desnudo, mi deseo sexual aumentó y, sin pensarlo, me le lancé para satisfacer todas mis ganas y terminara de descubrir mi cuerpo. Pasó el tiempo y no podía dominar mi deseo. Me acosté con uno y con otro. Me encantaba coger.

Un día, mis placeres se calmaron. Sentí un golpe en el pecho en medio del acto con un chico. Era la señal de que mi demonio estaba controlado, de que mi mente sabía manejarlo. Normalmente, al terminar el acto, yo quería más rondas, pero esta vez no, esta vez sentía que era suficiente y que mis fantasías se podían controlar porque había entendido el poder de mi mente para desarrollarse bajo mis pasiones.

Iba camino a casa cuando tuve miedo, vi la oscuridad. En mi casa, había seres horrendos, pero mi mente supo dominar mis dos corazones y aquello que me ataba. Apenas entendí mi valor, un gran viento entró por la ventana de mi cuarto y salí como polvo hasta llegar a mi tierra, donde tenía que reinar todo por la unión de los planetas, pero, al llegar, un giro inesperado sucedió.

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El gato y la guerrera

Por Carolina Idárraga Saa

Muchos creen que la arrogancia es una cualidad indefectible de los gatos...¡Qué equivocados están! Aquello que perciben como una insultante presunción es tan solo la muestra de su desenfrenada inclinación a los placeres de la razón; discurrir sin reservas en las anegadas fuentes del pensamiento es, sin duda, el sentido de su existencia...

Una noche de primavera, de esas en las que los árboles mecen sueños en flor bajo el embrujo monocorde del viento, la joven Guerrera caminaba solitaria, cavilando el murmullo estimulante del vaivén de la arboleda. Un Gato apareció de repente.

—He oído el pregón de tu nombre; no hay boca, manos o pies que se resistan a vitorearlo con orgullo —dijo el Gato con una sorna que se deslizaba decreciente por entre su meloso ronroneo.

—Quizá se deba a la destreza que poseo con mi espada; todo aquel que ha osado enfrentarme ha encontrado la fatalidad proveída por su embestida. La suerte de muchos ha sido puesta a prueba gracias a la justicia impartida por el acierto de mi espada —señaló, con fina altivez, la Guerrera.

—Ciertamente, tus movimientos y el acero de tu espada te han hecho acreedora de un nombre temido por muchos. Sin embargo, ¿hay honor en tu justicia? —masculló con retintín el felino.

—¿Qué dices? Indudablemente lo hay; he sido yo quien ha equilibrado la balanza. Me han tomado por juez y a mi espada por verdugo —increpó la valiente caminante.

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—Eres una Guerrera confiada, eso es bueno; sin embargo, yo sé de un arma más poderosa que la tuya. En las vidas que llevo, de las siete que poseo, conocí a varios hombres y mujeres que ostentaron este artilugio y, su agilidad con él, les permitió destronar monarcas, conquistar imperios y agitar corazones —expresó el Gato, dándole a su bisbiseo la mística de un saber oculto.

La joven Guerrera lanzó de soslayo una mirada desconfiada y el minino advirtió en ella un ligero resquemor. El Gato relamió sus bigotes saboreando la dulzura que le proporcionaban los efectos provocados por su astuta dialéctica.

—Si mis ojos no te vieran, diría que eres una araña; tejes con maestría la seda de tus palabras haciendo con ellas un ardid de tu chirrido. ¿Acaso te han enviado mis enemigos para que sometas mi paz con la red de tu intriga? —La Guerrera hizo una pausa. Miró la arboleda con desolación y, con voz queda, añadió—: Dime cuál es ese arma inexpugnable que solo un dios pudo forjar.

—Razón tienes en decir que un Dios fue su herrero. Desde un tiempo sin memoria, cuando los granos de la arena no contaban los segundos, la Mano Invisible de lo Divino plantó en cada hombre y mujer aquel extraordinario artificio; por él la humanidad ha sido esclavizada y emancipada. Su único propósito es darle sustancia al Alma y, solo por él, se sabe lo que reside en la mente y en el corazón —El Gato contempló, curioso, la mirada inquisitiva de la Guerrera, quien aún buscaba entre el arrullo de los árboles un sonido, una premisa, que la abstrajera de su desconcierto. El Gato prosiguió—: Basta un susurro para desatar su asertivo filo, capaz de cortar tanto el más impenetrable de los diamantes como el más inexpugnable de los egos. Verás, yo también poseo aquella arma, con ella hendí tu confianza y, al hacerlo, he conquistado los dominios de tu soberbia.

La Guerrera enmudeció. No hubo preguntas, porque, en ese momento, tomaba plena consciencia de lo que también le fue dado a ella: su propia lengua. Asió su espada para recordar que sus batallas no habían sido en vano, que blandirla era un noble signo de su linaje;

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sin embargo, no pudo negar que el Gato, incisivo, había ganado aquel asalto con el sibilante sable de su locución. El locuaz heraldo de aquella noche primaveral dejó entrever, en su mirar, el frenesí de su victoria. Había fungido con maestría su cometido: adiestrar la, hasta entonces, indómita vanidad de la joven Guerrera.

Sepan bien que un gato es un rutilante brasero de sostenidos, bemoles y silencios, en el que se fraguan vocales, consonantes y melifluos seseos. No hay en él arrogancia ni bellaquería en su ronroneo, sino la lumbre viva de la palabra que alecciona a quien se cruza en su derrotero.

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Preciosos corazones

Por Valeria Ramírez Fajardo

En Empíreo habitan aquellos bendecidos por los dioses, cuyos corazones al nacer son simples piedras, pero, con el paso del tiempo y a medida que van superando las pruebas a las que deben enfrentarse antes de ascender cada nivel, se convierten en piedras preciosas, las cuales dotan a quien las lleva con habilidades especiales dependiendo de su naturaleza.

El lugar está dividido en tres reinos, que mantienen sus fronteras cerradas con el fin de evitar la guerra, que, hacía medio siglo, había acabado con Diamas, el territorio donde habitaban los que podían presumir tener un corazón de diamante, siendo los más puros, leales y justos de todo Empíreo. Ahora, el lugar solo era un helado territorio, desconocido para las nuevas generaciones.

Por un lado está Rusus, el reino de los de corazón de rubí, conocidos por ser valientes, apasionados y aventureros, con afinidad para las actividades que requieran de fuerza y, de cierta manera, riesgosas; también está Lazurd, el hogar de los que tienen corazón de zafiro, populares por su tranquilidad, inteligencia y pulcritud, lo que los hace aptos para labores que necesiten de cuidado y delicadeza; y, finalmente, Viridis, el reino creado para los de corazón de esmeralda, distinguidos gracias a su alegría, encanto y sensibilidad, por lo que tienen aptitudes afines con las labores agrícolas y los animales.

Annerys, una joven habitante de Lazurd, de melena castaña y ojos de un profundo azul, descansaba en el patio trasero de la casa que compartía con sus padres y su hermano mayor. Era una sencilla

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estructura de dos pisos en la que había pasado la mayor parte del día a lo largo de sus 18 años de vida gracias a su timidez. Disfrutaba de la compañía de su familia y atesoraba los momentos a solas en su habitación, cuando solo estaba ella con sus materiales de arte y el tiempo a su disposición para crear todo aquello que pasase por su mente.

Le gustaba la vida en Lazurd, rodeada de un ambiente tan tranquilo y productivo que, según ella, no tenía nada que envidiar a los habitantes de los otros reinos. Pronto llegarían los resultados de su examen de composición cardiaca, requisito para todos los habitantes de Empíreo al cumplir su mayoría de edad, pues, dependiendo del resultado, pueden permanecer en su reino de origen o ser reubicados. Annerys no quería ser reubicada, estaba a gusto con su vida y esperaba no tener que separarse de lo que, para ella, era conocido y sobre todo, seguro.

—Siguiente en la fila —exclamó la casi inexpresiva secretaria del centro médico al que había sido asignada.

Nada más tenerla en frente, la mujer tomó el papel que la joven le extendió y confirmó el código antes de buscar entre el centenar de sobres que reposaban en una caja a sus pies. Lo encontró sin mucho esfuerzo y, prácticamente, lo tiró al aire antes de dar paso al siguiente paciente.

—La pobre debe estar agotada —comentó Aria, la madre de la que ahora parecía una estatua de lo tensa que estaba por descubrir su resultado.

No pudo esperar más y ahí, en medio de la calle afuera del centro médico y con los desprevenidos transeúntes como espectadores, abrió el sobre. El tiempo se detuvo y parecía que sus pulmones ya no eran capaces de soportar la carga del oxígeno. No lograba comprender lo que estaba leyendo. Era prácticamente imposible, algo debía haber salido mal cuando estaban procesando el resultado o, tal vez, ese no era el suyo y la cansada señora de la recepción se

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había equivocado, pero ella no era la que había etiquetado el resultado... entonces, era culpa de alguno de los que trabajaba en el centro médico, pero, en el departamento de exámenes de laboratorio..., debía encontrarlo...

—Deja que lo revise. Estás tan pálida que casi puedo ver a través de ti.

Nuevamente, la voz de su madre interrumpió sus pensamientos con ese humor tan característico en ella, en especial, cuando estaba excesivamente nerviosa. Annerys le entregó el sobre y casi por un impulso, cerró los puños, dejando caer los brazos al tiempo que, como solía hacerlo, presionaba sus uñas contra las palmas de las manos.

La reacción de Aria, quien leyó el contenido de la carta al menos tres veces en lo que, para ambas, pareció una eternidad, fue inesperada. No dio explicaciones de nada a la menor y, tomándola fuerte del brazo, corrió como no lo había hecho hacía mucho tiempo; necesitaba llegar a casa y resolver ese malentendido antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Me puedes explicar qué acaba de suceder? —exigió Annerys, jadeando del cansancio y cerrando la puerta principal tras ella.

Tenían suerte de que su casa estuviese relativamente cerca del centro médico; nunca se había exaltado tanto y menos con su propia madre, pero, dadas las circunstancias, no podía hacer más que reaccionar de esa manera, además, Aria seguía sin prestarle atención. Los nervios de la castaña iban en aumento y no creía poder soportar más la incertidumbre.

Lo siguiente para las dos fue como estar en una escena de esas películas que tanto les gustaba ver los domingos en familia, reunidos frente a la televisión y disfrutando de los postres y golosinas que Annerys y Jake, su hermano, preparaban exclusivamente para ese momento. Sentadas en la cama de sus padres, con las manos

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entrelazadas y el condenado papel que había desencadenado todo, tirado en el suelo.

Ya superada la agitación por el esfuerzo físico, con sus pensamientos en orden y haciendo uso de su tranquilidad e inteligencia naturales, Aria suspiró antes de explicar a su hija el significado de aquel descomunal resultado.

—Tu corazón es de diamante.

Eso Annerys ya lo sabía, lo había leído, pero seguía sin comprender por qué ella, supuestamente, tenía un tipo de corazón que no había aparecido en todo Empíreo por más de cien años. No tenía sentido, alguien le debía una explicación y una disculpa por haber atentado contra su tranquilidad de esa manera.

—Sé que no es nada lógico —continúo Aria, como si estuviese leyendo los pensamientos de su propia hija —. Y no logro entender nada. No diremos ni una sola palabra de esto a tu padre o a tu hermano, ¿vale? No nos conviene que alguien más se entere de esto hasta que tengamos todas las respuestas.

Con un leve. pero firme asentimiento, Annerys dio el visto bueno a su madre, animándola a seguir hablando. Ella prefería guardar silencio y dejar que la persona en la que más confiaba la ayudase a solucionar su problema:

—De acuerdo, ahora solo podemos hacer una cosa... esconderte.

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Almas gemelas separadas por un destino

Por Engel Ruiz Rivera

¡En tu vida siempre he estado presente, mi amor!

Aunque no me veías, sí me soñabas.

Aunque no me sentías, sí me añorabas

en cada peldaño que escalabas, yo te esperaba

ahí en la cima, un poco inquieto, pero con

esperanza

esperanza que transmitía seguridad

seguridad de que en el futuro nos íbamos amar

nos íbamos a volver a encontrar.

Cada uno por aparte tenía que vivir situaciones

desgarradoras

situaciones del destino.

Teníamos que evolucionar, crecer;

hasta estar preparados para volvernos a ver.

En tu vida, siempre he estado

en la mía siempre has estado

porque antes de llegar al mundo

ya nos pertenecíamos

ya nos conocíamos.

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Recuerdo cuando, desde mi ventana, miraba el

cielo todos los días

veía tu rostro en una nube o

en las noches, mi mirada fija a la nada

a la oscuridad, preguntándome

dónde estabas.

Te sentía y tú también a mí

cuando llorabas por la noche

te escuchaba

Mi alma abrazaba a la tuya

y lloraban juntas.

En tu vida siempre he estado

de todas las formas posibles

pude haber sido el aleteo de una mariposa

o el viento acariciando tu cabello

o el sol tocando tu piel

o el sueño por la noche

o el sueño por el día

o mejor aún

el ángel que cuidaba tu viaje astral

al volvernos a encontrar.

Pero lo mejor, mi vida

es que nos encontramos en este plano terrenal

para amarnos

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para no volver a perder tu luz y tu mirada

para no tenernos que imaginar

para decirte que más allá de las nubes

hay ángeles, en el cielo

estrellas y en el aire nuestros sueños por cumplir

junta todo, mi amor y veras

que para ti, mi mujer bonita

pido todos los días una mágica nochecita.

Capítulo 1

Cuando Violetta era pequeña, tenía recurrentemente sueños muy particulares. Ella soñaba cada noche con una luz muy brillante que salía de su pecho, aquella luz era arrancada de su alma tomando una forma similar, pero diferente a ella. Era como su reflejo. Inmediatamente, se sumergía en sensaciones y sentimientos; pues aquel ser que había salido de su interior, la hacía sentir plenamente feliz, en paz, en armonía y llena de amor, sin razón alguna.

Al despertarse, la invadía un sentimiento de vacío y una impresión de faltarle el aire. Rápidamente, daba un salto fuera de su cama y, sin sandalias en los pies, corría hacia el baño de su habitación para mirarse en el espejo. Observarse, luego de despertar de cada sueño, que ella llamaba revelación, era como tomar consciencia de lo que había acontecido, pues sabía que no estaba confundiendo el sueño con la realidad y la realidad con sueño.

Violetta no solo tenía esos sueños lúcidos, sino que, a medida que iba creciendo, iba desarrollando un don que el cielo le había regalado, como ella solía pensarlo. Era la capacidad de hablar con almas que se encontraban en otras dimensiones. No solo se encontraba en la tercera dimensión, en la que se hallaba consciente de sí misma y del

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mundo en que la rodeaba, partiendo de tres referencias: altura, anchura y profundidad, sino que también tenía la facilidad de viajar hacia otros estados de conciencia, como la cuarta dimensión, en la que todo era posible y, por ese motivo, al soñar, se abría dicha puerta.

Así, pues, constantemente en el día y más aún en la noche, la visitaban distintas almas. La mayoría deseaba contar su historia y pedían ser escuchadas. Una vez hecho eso, se marchaban sin dejar rastro; algunas otras no se conformaban solo con eso, necesitaban que Violetta las liberara al llevar algún recado para sus familiares; otras tantas llegaban con autoridad y enojo sin razón alguna, arrojaban objetos por su paso y se sentía la fuerza no tan positiva de su presencia, lo que hacía que ella se asustara y quedara petrificada.

Algunas otras presencias le dejaba grandes enseñanzas. A menudo, reconocía que eran niños porque llegaban dóciles, sin remarcar su presencia. Solo querían jugar o llevar un mensaje importante que Violetta debía conocer. Era impresionante ver como ella, de un momento a otro, pasaba por distintas emociones; su vida era toda una montaña rusa. Cuando ella comenzaba a sentir tristeza, en definitiva, era porque se encontraba cerca de ella una presencia que le transmitía esa sensación. Así mismo con todas las emociones existentes.

La joven nunca recibió ningún tipo de ayuda o valoración médica, psicológica, psiquiátrica o espiritual. De cualquier forma las apariciones no se iban a detener, ella tuvo que aprender a convivir con su don y entenderlo para no sufrir. Lo que sí era evidente era que le generaba mucho agotamiento físico y mental, sin contar el desgaste de energía por el cual atravesaba.

Violetta nunca reveló esa parte oscura y mágica de su vida, dejándola oculta, secreta en su interior. A veces quería encerrarla en un baúl y no abrirla nunca más, ya que, a menudo, la hacía sentir rara; pero recordaba que realmente su don significaba ser diferente al resto y era algo que deseaba mantener.

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Obra antológica

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El sufrir del alma

Hoy he visto a un alma sufrir

tenía ojos de profunda tristeza

sus lágrimas delataban que su sentir era

verdadera pureza

sus pensamientos le desesperaban y sus agudos

dolores llegaban a herir

hasta el aura de su belleza.

Hoy he visto a un alma sufrir

he presenciado su eterna belleza, que impregnaba

hasta el aire y la naturaleza.

hoy he visto a un alma sufrir y, con su sufrir, he

visto su infinita fortaleza

que, mágicamente, le hacía sentir que en sí

es armonía que calla toda la naturaleza.

Treinta y dos años de vida dedicada al estudio y al trabajo, realmente le iba muy bien y le gustaba lo que hacía. Violetta era una excelente abogada e historiadora, pero eso no era lo único por lo cual se destacaba. Era una mujer bastante inteligente, elegante, sensible, comprensiva, sencilla, honesta, responsable y ni hablar de su belleza porque bastaba solo con mirarla para enamorarse.

Y, como en todo, ella no solo era cosas bonitas, también era un poco desordenada, a veces usaba malas palabras, era muy

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temperamental cuando tenía rabia y podía dejar de hablarte si no le gustaba algo de ti. Lo que más repetía era: «¡Así como llego a tu vida; así mismo me puedo ir!».

Aquella mujer, durante el transcurso de su vida, había tenido dos parejas: el primero, Rafael, con el cual había convivido durante 8 años. Lo que no significaba que realmente lo amara, tampoco significaba que ella era feliz. Lo cierto es que fue obligada por sus padres a vivir con él, por el simple motivo de que era un hombre rudo y podía cuidar de su hija.

Violetta, por no contradecir a sus padres, ya que estos tenían un temperamento firme, y por temor a defraudarlos, sufrió en silencio al mantener una relación con Rafael. Ella le tomó aprecio, pero no sentía amor por él ni atracción física ni admiración. Vivió un verdadero infierno al tener que fingir amor y deseo. Hasta que llegó el día en el cual se revelaría. Necesitaba darle una lección a él y a sus padres para que dejaran esos estereotipos y prejuicios que se crea la sociedad, de cómo supuestamente debía ser un verdadero hombre.

Aquel día, tocó a su puerta una presencia que le salvaría: era el alma de una señora de edad, que podía percibir su sufrir, su angustia y desesperación. De repente, Violetta escuchó un susurro que decía: «Presta mucha atención a lo que te diré: sal de esa relación, vive la vida que realmente te mereces». Inmediatamente, ella hizo caso a las palabras sabias de aquella presencia, pues no se sentía asustada, por el contrario, inexplicablemente, se sentía empoderada y su estado de ánimo cambió. Así las cosas: ella se separó de Rafael, diciendo que un ser de luz le había iluminado. Este creyó que estaba loca y, sin reproche alguno, aceptó, puesto que, aunque no le había revelado la verdad, había sentido todos esos años el rechazo para con él.

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Obra antológica

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Un minuto de silencio

¿A dónde hay que mirar, qué hay que pensar?

¿Acaso qué es lo normal para una sociedad?

¿Seguir el mismo sistema o cambiar?

¿Preguntar e indagar? ¿A dónde quieres llegar?

Si ya nadie quiere pensar

al final solo es una noche más,

¿qué lograste hoy?

Solo sabes que mañana saldrá el sol.

¿quién eres, qué eres, a dónde vas

y por qué lo harás?

imponernos una verdad, eso es lo que hacen ya

me pregunto: ¿qué verdad?

¿acaso alguien sabe a dónde mirar?

la verdad, ¿de qué, de quién, por qué?

¡interpretaciones! Eso es lo que es

no apuren mis pasos lentos

déjeme escuchar al silencio

al crujido de las voces de los árboles al viento

déjeme un minuto a mi tiempo

que la sociedad se calle un momento

tan solo quiero apreciar mi silencio

pensar un momento

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parar el reloj no pretendo

pero sí tratar de escuchar lo que siento.

Pasado dos años de haber cicatrizado sus heridas, Violetta conoció a su segunda pareja en un bar de rock, al que algunas veces frecuentaba. Ella se llamaba Sofía y algo particular le atraía de su físico: los tatuajes en sus brazos y el estilo medio urbano que tenía. Casualmente, Sofía se encontraba en aquel bar de rock, invitada por unos amigos, pues no tenía nada que ver con su gusto musical, pero aun así estaba allí por ellos.

Violetta y Sofía entablaron una relación amorosa, que duró 3 años. En esta, vivieron momentos agradables, pero, lamentablemente, fueron más los momentos desagradables. Pues Sofía, en el tercer año de relación, se volvió muy celosa, poco cariñosa, agresiva y narcisista. Eso hizo que Violetta se sintiera decepcionada porque creyó que todo sería como al inicio de la relación, cuando todo era color de rosa, aroma a jazmín y noche estrellada. Cruda realidad enfrentó.

Aun así, seguía ahí, soportando la indiferencia de Sofía y el maltrato psicológico. La hacía sentir como una basura la mayor parte del tiempo, incluso la engañó un par de veces y hasta la manipulaba y amenazaba con que no la podía dejar, porque ella se quitaría la vida y sería su culpa. De este modo, Violetta no se iba, cegada por el amor que creía tener, un amor basado en el temor que sentía y en la esperanza de que Sofía podía cambiar. Más no fue así.

Una noche fría, Sofía dormía en su habitación, cuando, de un momento a otro, la despertó un ruido de pasos y golpes en las paredes. Ella quiso creer que eran alucinaciones, mas no parecía ser así porque cada vez más se hacían más fuerte los ruidos y era imposible que pasara solo en su mente. Abrió los ojos, asustada, totalmente estupefacta, y, de repente, escuchó una voz gruesa que le decía: «Aléjate de Violetta». Sumado a esto, sintió una presión en el brazo y, después de los minutos que le tomó juntar valentía, giró su

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cabeza para ver su brazo. Vio, sin poder respirar cómodamente, que tenía un gran moretón. Esa noche no logró conciliar el sueño.

En el mismo momento en que Sofía experimentaba aquel horror, Violetta soñaba nuevamente con aquella luz brillante que salía de su pecho y se parecía a ella. La rodeaba un amor pleno que salía de ese ser y la abrazaba. Al despertar, aquel encuentro con ese ser mágico le generó la tranquilidad que por mucho tiempo no había sentido. Aquella noche comprendió que dejar ir cargas es necesario para que todo fluya. Y así fue: la pesadilla hecha realidad que vivía con Sofía había llegado a su final.

Amar hasta que duela

¡Qué difícil es amar hasta que duela!

¡Qué difícil amar con el corazón!

¡Qué difícil es amar con el alma!

Y sin ninguna intención.

¡Qué difícil es amar hasta que duela!

¡Qué difícil es darlo todo sin razón!

¡Qué difícil es amar sin nada a cambio!

Todo cambiaría si fuera así.

¡Qué difícil es amar hasta que duela!

¡Qué difícil es entregarlo todo por amor!

¡Qué difícil es amar sin limitación!

Amamos hasta donde podemos

y podemos porque hay una motivación

motivación que se puede reflejar en recibir amor.

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Amamos sin desgastarnos mucho

tal vez porque no queremos sufrir

tal vez porque no buscamos un amor sin fin

¡Qué difícil es amar hasta que duela!

¡Qué difícil es amar de verdad!

¡Qué difícil es amar con lealtad y, más aún, con sinceridad!

¡Qué difícil es amar hasta dejar la huella!

¡Qué difícil es sostenerse en el amor!

sostener un amor imperfecto

amar hasta que duela es hacerlo perfecto.

Él era un soñador como Violetta, un viajante astral. Un chico mágico que, como ella, soñaba frecuentemente con una luz blanca que se desprendía de su pecho, tomando forma de un ser muy similar a él, era realmente su reflejo. Dylan era un maravilloso artista y un abogado exitoso. E, igual que Violetta, se desplazaba por distintos estados de conciencia. Casi todo el tiempo se encontraba visitando otras dimensiones diferente a su realidad, diferente al estado material de las cosas.

Desde pequeño empezó a despertar su conciencia, lo cual era algo fantástico, pero, a menudo, se sentía solo, vacío, melancólico y algo raro, ya que podía conectarse con el universo y con seres de luz que lo guiaban; ellos eran quien lo incitaban al despertar. Y, al dormir, podía acceder a información sobre sí mismo y del mundo que lo rodeaba, sentía cómo rayos de luz le atravesaban la cabeza, en la que recibía iluminaciones.

Este chico se veía sumergido por un sentimiento de no pertenecer al mundo terrenal, de no encajar en la sociedad, de sentirse tan humano porque era imperfecto y, a la vez, de sentirse un ser de otra

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dimensión por lo sensible que era, por la capacidad que tenía de ver más allá. Realmente, Dylan estaba en una encrucijada de encontrarse a sí mismo y saber quién era y para qué se encontraba en el planeta tierra. Dylan era todo un romeo, demasiado romántico, amaba amar y que lo amaran; siempre estaba en búsqueda del amor verdadero. Se la pasaba imaginando a su chica ideal.

Durante veintitrés años, entabló diferentes relaciones amorosas, cada una diferente a la anterior, pero iguales en que terminaban siendo lo que él no buscaba y, de esta forma, no perduraba en las relaciones. Él sufría de amor por fracasar tantas veces, ya que sentía que no lograba conectar con ninguna de ellas. Tanto fue así, que llegaba a pensar que el del problema era él. Un amigo le dijo que nunca se había enamorado porque buscaba siempre a una mujer perfecta y era algo que nunca iba a encontrar. Pero Dylan, en su interior, pensaba y reflexionaba para sí mismo: «Yo sé que a quien busco no tiene nada que ver con la perfección». Así es, él sabía cómo se sentía lo que estaba buscando, pero no cómo hallarlo.

Sentimiento cósmico

El día se apaga y no lo puedo evitar

siempre quiere llover porque tú no estás.

la noche cae en la ciudad

las estrellas comienzan a brillar.

Aquí lejos, estaré en mi ventana

arriba, el mismo cielo que nos ampara

la misma luna que ambos miramos.

imagino tus ojos brillantes, siento mis ojos en

lágrimas

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un suspiro mata y revive el tiempo,

el frío de la noche me quema el aliento

tu mirada fija a una estrella

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Diejua. Una aventura para un cobarde

Por Juan Esteban Galarzo Pabon

Los humanos llegaron en la madrugada y nos reunieron a todos los habitantes del distrito, jóvenes y viejos, en el cementerio. Nunca había visto a aquellos seres tan de cerca. Siempre los había visto en la televisión o en los libros de mi abuelo; eran tan extraños, tan distintos, tan indiferentes, tan distantes. Nos miraban desde la entrada mientras hablaban entre sí, hasta que uno se nos aproximó y volviéndose hacia la necrópolis, dijo, sonriendo:

—Será un centro comercial. Comience cada uno a sacar sus muertos o vayan a recogerlos al basurero, cuando terminemos...

Fue interrumpido por el más anciano de nuestra raza, quien tosió fuertemente. Era el más antiguo de todos los presentes. Sus ojos eran completamente oscuros, no se podía apreciar nada en ellos, ni siquiera el don de la vista. Su figura parecía desvanecerse con el soplo del viento, su cabello lo había dejado en épocas de antaño y su piel parecía derrumbarse con la lluvia. Dio un paso al frente y, apoyado sobre su bastón, comenzó a gritar:

—Ustedes no son los únicos que combatieron en aquella guerra... no son los únicos que habitan estos mundos y no son las criaturas adecuadas para decidir dónde o no debemos descansar. Nosotros no los necesitamos, sin embargo, ustedes a nosotros sí. Nuestras mujeres tejen su mañana y nuestros hombres construyen sus edificios. Nosotros criamos a los trabajadores de su mañana y reposamos con todos aquellos de nuestra raza que ya no les sirven.

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Antes de que pudiera terminar, un Jotmac lo derrumbó de un solo golpe, todo aire de valentía y rebelión desapareció en aquel momento.

—El cementerio será demolido mañana al amanecer. Tienen hasta entonces —dijo el humano, aproximándose al anciano en el suelo que aún intentaba recobrar el aliento.

Muchos reprocharon y refunfuñaron la orden. Otros decidieron abandonar los cadáveres a su suerte. Yo hubiera hecho lo mismo, pero mi abuelo no pensaba igual. Lo podía ver en la expresión de su rostro y entenderlo en la actitud que tomó de regreso a casa y en el desayuno, pues no pronunciaba palabra y jugaba con la comida. Me arreglé para ir a la escuela, pensando que, al regresar, todo iba a estar normal, como siempre había sido o que, por lo menos, podía olvidar lo que estaba pasando. Qué equivocado estaba. Nada más alejado de la realidad que aquella esperanza inocua.

Las clases comenzaron tarde aquel día, la señorita Anumaela tardó en llegar al salón. Era la única hembra que conocía, era joven, su piel era suave, sus ojos eran grandes y sus labios, un pequeño y hermoso detalle otorgado por los dioses. Era la encargada de educar a todos los niños y jóvenes de la división. La veía todos los miércoles en 4 horas efímeras, en las cuales no podía apartar mi mirada de su rostro y que no bastaban para saciarme de su belleza. Sin embargo, aquel día no estaba para apreciar obras de arte.

Mientras yo trataba de descubrir qué era aquello que tanto le había molestado a mi abuelo, la señorita Anumaela hablaba de masas y terrenos. No hacía ninguna pregunta y vacilaba en los temas. Al parecer, no era el único que había quedado desorientado aquel día, pues, durante la clase, no existió momento alguno para gritos o risas. Era como si, aquel día, hasta el desorden hubiera necesitado acomodar sus ideas, como si todo aquello en lo que había creído hasta aquel día, se hubiera desvanecido.

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Ese día, para mí, no existió un momento de calma. Parecía que estuviera tratando de reconstruir todo en lo que creía, después de las palabras del anciano. Al salir de la escuela, divagué por algunas calles antes de regresar a casa. Al cruzar por la entrada del cementerio, había un bochinche descomunal. El tumulto impedía el transcurso natural de los vehículos. Los Jotmacs descendían de los automotores para empujar y quitar de la vía a los de mi raza, quienes protestaban mientras esperaban poder entrar a la necrópolis sin problemas.

Aquel barullo de razas y vehículos se asemejaba a los espectáculos de humanos que mi abuelo me impedía ver. Las calles estaban atestadas de Jotmacs y de Danvimos, todos tan diferentes en tamaños y colores que, por un momento, ese lugar tan conocido y simple, se me hacía incierto. Sentía que estaba dentro del televisor y que, por primera vez, protagonizaba una de esas tantas historias que me deleitaban en tardes abrasadoras donde el ventilador se esforzaba en mantenerme fresco.

El calor del mediodía, la confusión y la inclemencia de aquel día me llevaban a rastras por las calles de regreso a casa. Llegué sin mucho qué decir. La puerta estaba entreabierta, la empujé bruscamente y entré rápidamente como huyéndole al sol abrasador que traía a mi espalda. Mi abuelo corría de un lado a otro con desesperación, abría todas las puertas, todos los cajones, todo, incluso lo que ya estaba abierto. Nunca lo había visto en ese estado de desesperación y hubiera preferido nunca haberlo hecho.

—¿Qué haces? —pregunté consternado.

—No te preocupes, hijo, cosas de ancianos —respondió.

No le di mucha importancia o, bueno, no la suficiente como para demostrarle que en verdad me inquietaba su estado y la forma en la que lo había turbado toda esta situación del cementerio. Él tenía muchas razones para encontrarse en ese estado, yo aún las desconocía y no tenía la capacidad de comprenderlas. Toda aquella

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situación se me hacía incierta, pues su comportamiento ambiguo y nervioso, me inquietaba.

Decidí ignorarlo, encendí el televisor y me lancé sobre el mueble. Por un momento, todo el trajín de aquel día se disolvió entre el olor a sancocho y las noticias de las doce. Mi abuelo nunca las veía, pues decía que era una de las tantas formas que los humanos tenían de dominarnos. Sin embargo, aquel día se sentó frente al televisor y se esmeró tanto en cada dato, que parecía que su vida dependiera de la información de aquella tarde. No me importó, la verdad creía que aquel suceso era producto de la mezcla de mis sueños y del hoy sin retorno del cual ni en mis sueños podía escapar.

Cuando desperté, el televisor aún seguía encendido, como mi estómago, que parecía haber tomado vida propia bailando de un lado a otro de lo vacío que se encontraba. Me levanté y busqué a mi abuelo por toda la casa: no había rastro alguno de su presencia. Cuando llegué a la cocina, decidí dejar la búsqueda, para solucionar lo de mi apetito voraz. Todas las ollas estaban sobre la mesa, pero en ninguna de ellas había algo para engullir.

En la nevera pude encontrar un par de huevos y, en la alacena, algunas tajadas de pan. La aguapanela estaba fría y mientras la complementaba con limón, se me aguaba la boca. Me disponía a comer y, por fin, un momento de ese tormentoso día parecía brindarme una pausa para volver a gozar de mi ficticia paz, pero, como todo lo bueno, la calma duró poco.

Un sobresalto de las puertas de la alacena me hizo arrojar el plato por los aires y salir de la casa despavorido, atravesando el aire infestado de huevo y aguapanela sin prudencia de manchar el uniforme. La puerta se cerró a mi espalda. El miedo que sentía me impedía volver a entrar a la casa, pues, como buen cobarde, prefería correr antes que luchar. Siempre había sido así y hasta entonces de qué dilemas me había salvado.

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Me senté sobre la acera a esperar que mi abuelo regresara, no sabía qué era lo que estaba intentando salir de la alacena, tampoco qué haría al salir, sin embargo, aquella sorpresa me turbó lo suficiente como para que lo sorprendente fuera que no hubiera manchado mis pantalones. Los niños de la cuadra jugaban con una pelota vieja, desinflada y desteñida que, por un milagro de la esperanza, seguía rodando. Los abuelos parecían vigilarlos desde la sombra del manguero. Todos en sus hamacas, disfrutando del fresco del árbol mientras hacían señas a los niños. Analizaba cada rostro, cada cuerpo, pero ni en las hamacas ni debajo del manguero repleto de ancianos había señal alguna de mi abuelo. Se lo había tragado la tierra.

No sé cuánto tiempo esperé sobre la acera a que mi abuelo regresara, lo que sé es que o me cansé de hacerlo o me olvidé de lo ocurrido en la cocina. Me levanté y empujé la puerta suavemente. Al entrar en casa, mi abuelo se encontraba leyendo en el sofá.

—¿Cómo entraste? —le pregunté asombrado.

—¿Cuándo salí? —respondió.

No cabía en mi asombro o la locura de aquel desbordado día. Me había perturbado o mi cordura no había aguantado la extravagancia de aquel día y había caído en la demencia.

—¿Sabes? No importa, nuestros parientes no se exhumarán solos —dijo, ofreciéndome una pala.

—¿¡Qué!? No haré eso, ¡has enloquecido! —respondí.

—No, hijo, no entiendes —rezongó —. ¡Solo toma la pala y sígueme!

Su orden fue directa, sus ojos claros y agobiados no aceptarían un no por respuesta. La verdad frente a su determinación tampoco hubiera tenido la capacidad para brindárselo.

—Por lo menos espera a que me quite el uniforme —contesté —. Está bien, ¡apúrate! No tenemos toda la noche —replicó.

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Subí rápidamente a mi cuarto, que era un completo desastre, era como si un torbellino hubiera estado encerrado esperando mi llegada. Fue entonces que recordé que no había hecho mis deberes por estar esperando en la acera la llegada de mi abuelo. Me quité la camisa y la arrojé sobre la cama, tomé una vieja y desteñida que se encontraba sobre la mesa de noche y bajé al encuentro de mi mañana.

Mi abuelo estaba parado en la puerta, tomé la pala recostada en el sofá y lo seguí hasta la entrada

—Lamento que tenga que ser así, pero si no es ahora, no será nunca. Hoy comienza tu historia —dijo antes de salir.

No entendí a qué se refería, pero tampoco tuve la capacidad para preguntar. Cerró la puerta y emprendimos camino. Para llegar al cementerio, debíamos recorrer casi toda la división, pues el cementerio estaba en el centro de la división y nosotros vivíamos hacia el norte. Eran más o menos 15 minutos de recorrido o eso me gastaba yo yendo hacia la escuela que se encontraba una cuadra más allá.

Al llegar, el lugar estaba desierto, lo único en lo que se asemejaba al panorama del mediodía era que las puertas estaban abiertas, pero ni un alma se observaba alrededor, ni siquiera la mía que desde la esquina, me había dejado solo. El pánico me había congelado los sentidos, las piernas me temblaban, mi boca estaba salada y tan seca que mi lengua se había fijado a mi paladar, me era imposible pronunciar palabra.

Trataba de no apartarme ni un centímetro de mi abuelo y copiar todos sus movimientos con precisión, trataba de convertirme en parte de su sombra, pero, en aquel momento, estando tan cerca, el viejo me era distante. Él parecía no tener problema en estar a esas horas en aquel lugar donde reposan los vestigios de la mortalidad. Por mi parte, no sabía que trataba de conservar dentro de sí el corazón o la mierda que se me salía hasta por las orejas.

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—Eres muy valiente al venir sin decir nada, ¿sabes? Esta es la casa de todos, aquí siempre habrá un lugar para todos; para mí, para ti... para todos. Es lo único seguro y es el único lugar del cual ninguno puede escapar, sin importar cuanto lo evadas, sin importar el camino que tomes, sin importar la vida que lleves, esté será tu final y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. Aquí no vales nada, sin importar cuánto tengas o como seas, aquí todos somos iguales —dijo mi abuelo, aproximándose a la puerta de la necrópolis.

No sabía que no pronunciaba palabra, no porque no quisiera, sino porque no podía. La cobardía que llevaba a cuestas me impedía regresar a casa. El lugar estaba devastado, el torbellino de parientes, entre ancianos y jóvenes, no había dejado ni un solo espacio sin escarbar. Por todos lados, había tierra, trozos de madera y uno que otro hueso.

—Aquí no encontraremos nada —murmuré.

—Aún no hemos llegado a nuestro destino, no te precipites —respondió mi abuelo sin siquiera mirarme.

Recorrimos gran parte del cementerio y por todos lados el panorama no variaba mucho. Casi todo el cementerio había sido saqueado. Agobiado por la caminata, me dispuse a recobrar el aliento, me senté sobre un tumulto de tierra y dejé reposar la pala sobre un sepulcro. Mi abuelo me miró extrañado.

—¿Puedes continuar? —preguntó.

—Claro, solo espera a que tome un poco de aire —rezongué con desgano.

¿Cómo era que él no estaba cansado?, ¿cómo era que se encontraba tan tranquilo? Analizaba lo que nos rodeaba y no podía creer el estado en el que se encontraba uno de los lugares menos frecuentados de la división. Ese día, por primera vez, todos se habían interesado en sus muertos.

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Mi abuelo revisaba un viejo papel mientras yo escudriñaba cada tramo de aquel desvalijado lugar. En un descuido de mi abuelo, pude vislumbrar algo entre los escombros y la tierra, era pequeño y brillaba. Me acerqué, le quité la tierra que tenía encima y lo tomé. Era un anillo.

—¡Que ni se te ocurra ponértelo! —dijo una voz a mi espalda.

Me volví asustado.

—¡¿Qué?! ¿Quién dijo eso? —grité.

No era mi abuelo, eso lo tenía seguro, pues me miró asombrado.

—¿Qué te pasa? ¿Qué te dijeron? ¿Acaso te has enloquecido? —preguntó.

—No es nada, es solo que escuché una voz —respondí asustado.

—¿Acaso has tocado algo? —preguntó, tomando mi mano, en la cual pudo observar el anillo deteriorado y brillante —. esto no te pertenece, no venimos a condenarnos —afirmó.

Tomó el anillo y lo lanzó hacia los escombros.

—¿Por qué hiciste eso? —pregunté.

—No lo entenderías, aunque te lo explicara mil veces —respondió.

—Por lo menos explícame de quién era esa voz —dije.

—Seguramente del propietario —refunfuño.

Me entregó nuevamente la pala, guardó el papel y comenzó a caminar. Yo estaba petrificado por la confusión de la voz y la actitud de mi abuelo, quien se volvió hacia mí y me dio instrucciones claras.

—Ya estamos cerca, no te apartes de mí y no toques nada más.

Continuamos caminando por el descampado, que ahora nos brindaba un panorama completamente distinto. La tierra virgen nos anunciaba un cementerio diferente, los sepulcros estaban intactos y lo único que se divisaba en la lejanía era un inmenso árbol.

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—Ya puedes avistar la meta —expresó mi abuelo, mirándome de reojo.

Me volví hacia atrás para atisbar el recorrido, pero la espesa neblina cubría el lugar por completo. Una cereza para el pastel. Sabía dónde estaba mi abuelo porque, constantemente, chocaba mi pala con la suya. La luna era la única que nos iluminaba el camino en aquella noche sin estrellas.

—¿Cómo es que este tramo del cementerio no ha sido asaltado? —pregunté.

—No cualquiera puede entrar —respondió.

—¡¿Qué?! —grité.

—No hables tan fuerte, podrían escucharnos —susurró mientras me estrechaba los labios con la mano —. No estamos en casa, este aún no es nuestro lugar y no es adecuado alterar a sus propietarios —afirmó en voz baja, mientras me soltaba —. Intentaré explicarte mientras llegamos, pero, por favor, no vuelvas a gritar y trata de conservar la calma. Debemos apurarnos el tiempo se nos está acabando y no quiero quedar atrapado —rezongó.

Intrigado por sus palabras no pude hacer más que asentir con la cabeza.

—Está bien... Olvida todo lo que conoces —dijo.

—¿Qué? —pregunté.

—¡Que olvides todo lo que conoces! —exclamó enfadado.

—Está bien —repliqué.

—En el inicio, el universo estaba vacío, no había nada de lo que ves. Las fuerzas primordiales combatían entre sí por el poder del universo. Los despojos de sus batallas fueron los cimientos de los mundos y de todo lo que ves... Los dioses fueron forjados como guerreros por los primegars del viento, el fuego, el odio y el amor, quienes se unieron para combatir a las demás fuerzas elementales.

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»La batalla por el universo fue sangrienta. Solo tres guerreros sobrevivieron al final. Con el poder concedido, los guerreros decidieron crear tres mundos: dos terrenales y uno espiritual. Cada uno sería habitado por criaturas diferentes que debían ser devotas a su dios creador, a excepción del mundo espiritual, que sería controlado por las fuerzas elementales del amor y el odio, quienes se encargarían de decidir el destino final de los habitantes de los otros mundos al final de sus días.

»El Idemacel es el espiritual es habitado por demonios, espíritus, ángeles y Adwipar, el dios de la guerra, quien reposa en las sombras, esperando ser liberado para guiar nuevamente su ejército. El Ombucagan era terrenal era habitado por humanos, animales y otra raza ya extinta. Su dios creador fue Jetsgar, dios de la soberbia y la venganza. Por último, el Ohk, habitado por Larguejs, como tú...

—¿Cómo yo? —interrumpí, asombrado —, ¿acaso no eres igual a mí?

Me miró sonriendo.

—¡No me hagas reír! No soy uno de los tuyos —replicó —. Yo soy un Berjolu, uno de los tres tipos de espíritus —dijo mientras seguía sonriendo.

—Abuelo, ya vas a empezar con tus bromas —objeté.

—No estoy bromeando, hijo. Tu único familiar vivo les sirve a los humanos —dijo mientras movía sus manos de forma extraña.

—Entonces, vamos, cambia de...

La sonrisa se me borró del rostro. Ante mí, había una criatura completamente extraña: translúcida, de cuernos gruesos, brazos largos y piernas cortas. En aquel momento no sabía si retirarme o continuar con sus planes, lo que tenía claro era que el alma me había regresado al cuerpo, el corazón se me había acomodado en el pecho y, aunque estaba petrificado ante aquella criatura, no sentí necesidad de correr. Fue la primera vez que la valentía se asentó en mi cuerpo,

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ya había convivido mucho con ese extraño ser, si no me había hecho daño antes por qué lo haría ahora.

—¿Puedes continuar? —preguntó, inquieto, el extraño ser —. Si quieres, me vuelvo a convertir en el viejo —replicó arrogantemente.

—No, no es necesario —contesté con las únicas palabras que pude responder.

—Si quieres, continúo con la historia —dijo preocupado por mi estado.

—Claro, ¿por qué no? Continúa —refunfuñé entre dientes.

De nuevo comenzó a mover las manos y, sonriendo, dijo:

—Después de un tiempo, te acostumbras a todo. Luego, te crees con la capacidad para predecir lo que puede pasar. Cuando algo cambia y te toma con la guardia baja, te decepcionas y buscas culpables, pero nadie se mira al espejo cuando llora. Cuando te involucras con personas, entras en una apuesta, les das un valor a todos los que conoces. Luego, te quejas de ellos por no cumplir tus expectativas. Los demás no tienen la necesidad de satisfacer tus esperanzas, ellos solo se encargan de sí mismos. Las decepciones no se generan en otro lugar que no sea uno mismo, tú te encargas de condenarte pensando que todos pensaran en ti antes de mover el infierno en tu contra.

Cuando volvió a ser el viejo, se sacó un papel del bolsillo.

—No te alejes y recuerda no tocar nada —replicó sonriendo mientras analizaba el arrugado y viejo papel.

Sabía que no tenía relación alguna con aquel ser, pero continuaba a su lado por gratitud, pues la realidad era que le debía todo lo que era hasta entonces, aunque él no fuera lo que yo esperaba.

—¿Cómo continúa la historia? —pregunté.

—¿Dónde me quedé? —contestó. Guardó el papel y me miró —¡Ah, sí! Larguejs, su creadora es Memau, diosa del amor y la

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sabiduría. Los humanos eran extremadamente negligentes, no tenían la capacidad de cuidarse a sí mismos, mucho menos de amparar su hábitat. Su mundo no tardó muchos años en desmoronarse por sus excesos.

»Cuando hasta su existencia pendía de un hilo, se encomendaron a su brillante dios, quien, a escondidas de los primegars, elevó un puente entre el mundo espiritual y el de los humanos...

—¿Estamos en el mundo espiritual? —interrumpí consternado.

—¡Cómo crees! —me miró sonriendo —. Reconocerías el ambiente festivo —replicó.

—¡Oh! Qué alivio —contesté.

—Creo que alguien no conoce la ironía —reprochó con un gesto de burla —. ¿Me dejarás terminar algún día? —refunfuñó. Asentí con la cabeza —. Pues, bien, los humanos lograron instalarse, pero no contaban con que Idemacel estuviera infestado de espíritus vengativos y demonios a los cuales les incomodaba su presencia y se saciaban al verlos sufrir “para nosotros no eran más que un pedazo de carne repleta de vicios y ambiciones”.

»Les causábamos sustos de infarto o jugábamos tanto con sus mentes que no podían dejar de desvariar “era tan satisfactorio escucharlos gritar”. Cuando su dios comenzó a descubrir las bajas, estaba tan ocupado en la reconstrucción de su mundo ideal, que apenas tuvo oportunidad de salvar a su especie con dos o tres especímenes que logró establecer en Ohk, donde también había espíritus, con la única diferencia de que a aquellos no les importaba ni les incomodaba la presencia humana, sin embargo, debido a lo acontecido en Idemacel, Jetsgar decidió no arriesgarse y acabar con los espíritus presentes en Ohk.

»Aquella decisión sería el inicio de una guerra de milenios que aún no termina. Solo un Pivand logró escapar al asalto. Cuando arribó al mundo espiritual, estaba tan herido que hasta él mismo dudaba que fuera capaz de sobrevivir, así que empezó a revelar cada uno de sus

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secretos: la forma en que los Pivands viajaban de un mundo a otro, la capacidad de poseer criaturas u objetos y algunas otras cosas que los demás espíritus aprovechamos para arremeter contra los humanos.

»“La venganza no suma, resta”. Sin importar cuánto creas que ganes “la venganza siempre te quita más de lo que te da” Los elementales condenaron el obrar de Jetsgar, destruyeron su mundo y le arrebataron su puesto. Era tan mortal que no tenía la capacidad de cruzar a través de los mundos, mucho menos, de repeler nuestros ataques. Pero no se rindió. Decidió seguir guiando su creación bajo igualdad de condiciones y, para evitar ataques hacia su especie en Ohk, empezó a mezclar a tu raza con la suya.

»Los resultados fueron tantos y tan variados que cuando los espíritus quisimos acabar con los humanos había tantas variantes que no sabíamos cuál era cuál, pero eso no fue suficiente para el rencor insaciable del dios de la venganza. Nos empezó a culpar a los espíritus de todas las desgracias; de muertes repentinas, de vidas desafortunadas y calamidades inexplicables. Armó a los habitantes de Ohk en nuestra contra... “Al parecer se le olvidó quienes fueron los que le dieron su lugar”.

—¡Espera! ¡Espera! ¿Cómo que cuando mezcló a su raza con la mía los resultados fueron varios? —pregunté consternado.

—Hijo, ¿no se te hace extraño que solo conozcas una hembra de tu raza? —preguntó riendo.

No sabía a dónde quería llegar con aquella pregunta, pero era cierto que Anumaela era la única hembra de la división.

—¿Y eso qué tiene que ver? —le cuestioné.

—Las hembras de tu raza tienen una capacidad increíble: pueden formar una hoja de papel y transformarla en un diamante. Ellas eran las encargadas de proteger a tu pueblo en épocas de antaño. Tu raza había progresado como ninguna otra, por aquel entonces tu raza era

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próspera, pero cuando llegaron los humanos hace cerca de 500 años, las obligaron a dejar sus puestos.

»El dios mortal aprovechó los vestigios de su poder para engañar a las sacerdotisas y evitar cualquier tipo de sublevación o ataque por parte de los Larguejs. Los humanos esclavizaron Ohk inmediatamente “las sacerdotisas no levantaban guerreros sino pensadores y los humanos siempre están dispuestos a pelear”. Muchos de tu raza cuestionaron las acciones humanas y terminaron en este lugar...

—¿Son como tú? —interrumpí instantáneamente.

Me miró con soberbia.

—¡Ya quisieran! Son Pallads espíritus inertes no tienen ningún poder, no cambian de forma y solo se sumergen en la tristeza de una vida no vivida —contestó de manera altiva.

—¿Y en qué te diferencias de ellos?, ¿qué te hace especial? —le cuestioné con intriga.

—Puedo llevar las penas de quien deseé, menos las mías... Ellos ni penas tienen. Su reloj no se alcanzó a llenar.

Una vez más, no entendí nada de lo que decía. Un estruendo estremeció el lugar e interrumpió al anciano. La tierra comenzó a sacudirse con violencia y a rajarse debajo de mis pies.

—¡Ya no queda casi tiempo! —gritó el viejo, antes de que me consumiera el vacío.

—¡Deja de soñar!, ¡no es hora de dormir, hijo! —susurraba la señorita Anumaela, mientras rozaba mi rostro con sus suaves manos. Sus ojos eran hermosos, claros y gigantes.

Mi espíritu se desvanecía en aquel cielo color caramelo de otoño encapsulado en sus ojos. No podía mirar a otro lado, aunque así lo quisiera. Era la primera vez que la tenía tan cerca y podía apreciar cada detalle de su rostro. Casi podía dibujar sus labios en los míos.

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Su aliento era tibio y el olor de su piel era floral. Abstraído por su imagen, ignoraba a mi abuelo, que, desde la lejanía, me gritaba:

—¡Vamos, levántate!, ¡no es hora de dormir! ¡Aún no cumples tu cometido!

Mi corazón latía tan fuerte que estaba derrumbando todo lo que nos rodeaba. Anumaela, espantada, se refugiaba en mis brazos, mientras se aproximaba a mi boca. Al primer roce de sus labios, no fui capaz de mantener mis ojos abiertos. Sentí algo muy fuerte por dentro que me llevaba fuera de mí. Por un momento, todo lo placentero de mi mundo se reunía en un solo punto que superaba todas mis expectativas y me explotaba, dejando una sensación de satisfacción en mi boca, de locura en mi estómago y de tranquilidad en mi corazón. Toda su pasión me robó el aliento, sentía cómo su fervor me quemaba por dentro.

Abrí los ojos, pero todo era difuso. El rostro de Anumaela se había desvanecido. Frente a mí, solo se encontraba el viejo quien me miraba con asombro.

—¿Hasta qué horas besarás esa taza? —dijo riendo.

—¿Y Anumaela? —pregunté consternado.

—¡Ah! ¿Así se llama? La traes muerta, hijo —contestó irónicamente.

No comprendí lo que había pasado. Me levanté del suelo, inquieto, e intenté analizar lo que nos rodeaba. No lograba apreciar mucho, solo un cerro de escombros y tierra, pues en aquel lugar la única luz presente era la de la hermosa y amarillenta luna llena.

—¿Estamos en un hoyo? —le cuestioné, afligido.

—¡No me digas! ¿Cómo lo supiste? —respondió con cinismo.

—¿Qué pasó?, ¿cómo llegamos aquí? —interrogué aturdido.

—Pasa, que están derrumbando el cementerio y no llegamos. Te caíste y yo, pues,... me transformé y volé hasta aquí —respondió

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mientras empezaba nuevamente a mover sus manos de forma extraña.

—¿Qué haces con tus manos? —pregunté.

—¿Tú qué crees? Necesitamos ayuda. Me transformo para ir por ella —refunfuñó.

—¿Por qué no te transformas en algo que sea capaz de sacarme? —le cuestioné intrigado.

—No conozco tantas criaturas —contestó abrumado.

Al instante, su figura se desvaneció y quedó una pequeña criatura con alas gigantes y cuerpo diminuto, que apenas se podía apreciar en las tinieblas de aquel lugar.

—No vayas a ningún lugar. ¡Ah! Y cuidado con la taza, quizás aún tenga algo de amor dentro —gritó, mientras se alejaba en la entrada del hoyo.

Pasé cerca de 20 minutos sentado sobre los escombros. La luna me iluminaba en el agujero. Me cuestionaba: «¿De dónde había sacado el viejo la taza?». Así que la tomé entre mis manos y, en el fondo, pude apreciar un extraño líquido amarillento. Intrigado por el residuo en la taza, decidí probar el contenido. Antes de hacerlo, me lo acerqué a la nariz para cerciorarme de que no se trataba de orín. Tenía un olor dulce, así que me aproximé la taza a la boca. No estaba seguro de lo que era, pero sí de que quería probarlo.

El viscoso líquido tardó en chocar con mi lengua. Era un poco amargo y parecía incinerarme las entrañas mientras me bajaba por la garganta. Solo probé un poco, pues me sentía algo raro y la boca me sabía a remedio. Lo único que quedaba en la taza era apenas lo acumulado en las paredes. No iba a continuar bebiendo eso, así que lancé la taza hacia un lado del agujero en el cual no irrumpía la luz.

Un estruendo estremeció el lugar; era como si la taza hubiera chocado con un objeto metálico. No sabía de qué se trataba ni de lo que había al otro lado de las sombras, así que me bajé del montículo

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de escombros y me aproximé a la oscuridad de lo desconocido atraído por el ruido del metal y sesgado por la curiosidad.

Tropecé en repetidas ocasiones con varios objetos esparcidos en el suelo, que no lograba apreciar debido a la lobreguez del lugar. Cuando me volví hacia atrás para apreciar nuevamente la claridad de la luna, no la pude hallar. Giré en todas las direcciones, pero en ninguna pude encontrar el mínimo destello de luz. Intenté rehacer mis pasos, pero constantemente tropezaba con elementos que interrumpían mi regreso. Agobiado, no sabía cómo continuar.

—¡Chico!, ¡¿dónde estás?! —gritó el viejo en la lejanía.

Respondí rápidamente: «Aquí», pero el viejo, al parecer, no me escuchó. Así que grité nuevamente, mas no hubo respuesta. Todo permaneció en silencio hasta que gritó nuevamente.

—¡Por un demonio! ¡No te escondas, no tenemos tiempo para juegos!

Pretendí seguir su voz, pero tropecé con algo en el suelo que resonó por todo el agujero o eso creo, pues el viejo inmediatamente reaccionó:

—¡¿Qué fue eso?!, ¡¿fuiste tú?! ¡Por un demonio! ¿Por qué nunca me obedeces? Entraste en el maldito palacio del silencio. No puedo escucharte aunque grites con todas tus fuerzas. Sigue percutiendo, creo que estás cerca.

Tomé el objeto y lo recliné sobre mi pecho. Estaba helado y era muy pesado. Lo golpeé dos o tres veces antes de que algo o alguien me halara en la oscuridad, me cargara sobre sus hombros y comenzara a moverse con destreza entre las sombras. Parecía no tropezar con nada, pues solo podía escuchar sus pasos. No tardó ni un segundo en salir de allí. Al instante, pude apreciar el destello de la luna que ahora brillaba con más fuerza.

—Ahora puedes hablar —expresó la espantosa criatura lanzándome a los escombros.

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Un pelo grueso cubría sus piernas y, en vez de pies, tenía pezuñas. Grandes garras sobresalían de sus peludas manos, su cabeza se asemejaba a la de un lobo. Yo estaba petrificado.

—¡¿Qué demonios eres?! —pregunté asombrado.

—Un Bauica —respondió —. Un Bau... ¿qué? ¡Pareces uno de los demonios que hay en tus libros! —exclamé.

—¡¿Qué?! Hijo, tú no reconocerías un demonio ni aunque lo tuvieras en frente. ¿Y de qué libros hablas? —contestó intrigado.

—Los libros que están en casa —murmuré.

—¡Ah! No me pertenecen, nada me pertenece —exclamó sonriendo.

—¿Qué? ¿Todo lo que tenemos es robado? —grité.

—¡Oye! ¡Oye! ¿Qué te dije sobre gritar? Chico, vives en una vida prestada. Nada de lo que usas, te pertenece. Ni tu cama ni tus ropas ni nada de lo que hay dentro de la casa. ¿O crees que cuando te vayas a servir a los humanos, la casa permanecerá desocupada, esperándote, iluso? —replicó.

—¿Entonces, nada nos pertenece? —exclamé decepcionado.

—Sí, te pertenece el tiempo que implementas a tu antojo, tus recuerdos, que vives, gozas, llevas en tu memoria y los revives cuando quieres. Además de ello, dos o tres cosas más, pero nada material, toda esa basura es prestada. Hoy la tienes y mañana no. Hace mucho tiempo tuve algo más, pero mírame ahora: no soy más que una sombra que divaga entre sueños.

En sus ojos de animal agreste, podía apreciar que estaba afligido.

—¿Qué te perteneció? —pregunté.

—Unos ojos..., pero no cualquier tipo de ojos, sino los más hermosos del universo. Me condené a amarlos por encima de todo

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y fui correspondido, pero todo me fue arrebatado —contestó, abatido.

Su forma se desvaneció de inmediato. Ante mí estaba ahora la figura translúcida de un joven humano.

—¿Qué te pasó? ¿Por qué te transformaste en un humano? —pregunté consternado.

—Esta es mi forma original, solo puedo tomarla cuando acepto mi realidad —respondió.

Estaba devastado, lo podía apreciar en sus ojos.

—¿Quién te condenó y por qué? —le cuestioné.

—Los Primegars... Desde muy chico la avaricia sesgó mi corazón. Me la pasaba consumiendo drogas, robando casas o asaltando personas a la luz de la noche y al amparo de las sombras. Nunca luché por nada, siempre quise todo regalado.

Abandoné todo lo que tenía, a mi madre y mi tiempo, por ir detrás de lo que creí que merecía. Noté que todos los que me rodeaban morían a temprana edad e intenté corregir mi camino y cambiar mi historia, pero fue demasiado tarde. Cuando quise cambiar, el destino me cobró todos mis errores en una sola cuenta. La única persona que amaba me fue arrebatada por otros humanos. La asesinaron en un intento de acabar conmigo... y sí que lo lograron.

»Aquel día mi corazón se atiborró de odio. No valía nada. Mi vida se había esfumado. No tenía ninguna razón para seguir vivo, excepto acabar con los asesinos de mi madre. Lo hice y también con todos los que quería. Pero mi rabia no cesaba, estaba tan lleno de culpa por lo que le ocurrió a mi madre que, cada vez que tenía la oportunidad de acabar con una vida, lo hacía. Así fue por mucho tiempo, hasta que llegó mi turno “morí en mi ley”. Cuando dejé mi cuerpo, aún seguía sufriendo, lleno de rencor y culpa.

»Los Primegars o fuerzas primordiales me condenaron por ser incapaz de aceptar mis errores, por desahogar la rabia que sentía

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conmigo en otros, por culpar a otros por mis errores y por matar inocentes. Me condenaron a sobrellevar esta miserable vida de afrontar penas ajenas hasta que tuviera la capacidad de afrontar las mías, pero hasta ahora, no he sido capaz. No soy capaz de aceptar que mi madre murió por mis errores, no soy capaz de reconocer mis errores y tampoco soy capaz de reconocerme “solo mírame soy una abominación”. Siempre fui un buen cobarde, siempre hui; de mis responsabilidades, de mis errores, de mis oportunidades y de todos los que intentaron corregirme.

»La mayoría de mi condena me la he pasado divagando como una bolsa de basura entre los humanos, atacándolos en sus sueños, aprovechándome de sus vicios y de sus miedos para destruir todo lo que aman frente a sus ojos. Como yo, hay muchos otros condenados que siguen desquitándose con los humanos por el odio que se tienen a sí mismos ...

—Pero lo que dijiste sobre la venganza... —interrumpí.

Me miró sonriendo.

—Es el fiel caso, lo juzgo porque he pasado por lo mismo. Por eso te digo: «La venganza siempre te quita más de lo que te da». Con sus acciones, Jetsgar maldijo su especie y yo... Aún estoy aquí, condenado a llevar una vida como un ser invisible o ser otro para poder ser apreciado.

Hubo un silencio incómodo por un momento, sentí que debía dejarlo recuperar el aliento.

—¿Y la ayuda? —pregunté.

—¡Cierto! Entrégame a tu novia —contestó, extendiendo su mano.

—¿Qué? ¿La taza? —repliqué.

—¡No, el ángel! Claro que la maldita taza. ¿Dónde está? —refunfuñó.

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Nuevamente, empezó a tomar su forma translúcida de cuernos, brazos largos y piernas cortas.

—La perdí —murmuré.

—¡¿Que hiciste qué?! —gritó consternado.

—Lo siento, estaba repleta de un líquido asqueroso, probé un poco y la lancé hacia la oscuridad.

—¡Espera! ¡Espera! ¿La probaste?

—Sí, solo quedó un poco en la taza, pero creo que me sentó un poco mal porque me siento mareado.

Pude ver cómo se emocionaba.

—Excelente, no te preocupes, ya no tardaremos en llegar a nuestro destino...

No pude oír más de lo que decía, pues empecé a perder mis sentidos. Mis ojos se entrecerraron, mi boca no respondía, mis oídos y mis pies dejaron de funcionar. Caí a sus pies, fulminado, agotado por el viaje y calcinado por el contenido de la taza. Todo permaneció en silencio por un largo tiempo. Desperté sobresaltado, me levanté rápidamente y analicé lo que me rodeaba: el cielo estaba despejado, el sol brillaba y las nubes eran claras. Estaba a la sombra de un inmenso árbol sobre el césped. El descampado estaba despejado, no había criptas, no había neblina, no había escombros, tampoco estaba el viejo. Una dulce voz exclamó:

—Levántate, Diejua... Levántate, hijo mío. El ejército de tu padre te necesita.

No sabía de dónde provenía la voz, pues a mi alrededor no había nadie.

—¿Dónde estás? ¿Viejo, en qué te has convertido? ¿Dónde estamos? ¿Por qué cambió tu voz?

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—Estamos en el centro de Idemacel. ¿De qué viejo hablas? Yo soy Memau, tu madre, diosa creadora y protectora de Ohk. Mírame, estoy a tu derecha.

Me giré rápidamente, pero solo pude encontrar a una pequeña ave colorida. Me acerqué y no huyó.

—¿Eres un pájaro? —pregunté.

—¡Oh! Lo siento —replicó.

Frente a mí, la figura del pájaro se desvaneció. Ahora había una hembra de mi especie, alta, de cabello largo, sus ojos eran pequeños y claros, sus labios eran diminutos, casi ni se podían apreciar y, a diferencia de mí, el color de su piel no era verde, sino rojiza. Me tomó entre sus brazos y me reclinó sobre su pecho. Estaba tan desconcertado que ni siquiera puse resistencia alguna.

—¿Y el viejo dónde está? —pregunté.

—¿De qué viejo hablas?

—El que me ha cuidado todos estos años, mientras no estabas.

—Joran pagó su condena, lo ayudaste a librar sus culpas. Y te equivocas: siempre he estado allí, solo que en ningún momento me has podido apreciar. Sé todo de ti, tus gustos, tu edad, tu forma de actuar... todo —afirmó-

—¿Cómo que lo ayude a librar sus culpas? Tú no sabes todo eso —refunfuñé enfadado.

—Cuando él te confió sus penas y su condena, admitió sus culpas y sus errores; lo ayudaste a sobrellevar su carga. Ya era hora, llevaba más de 500 años en ese estado... Tú eres Diejua, tienes 18 años, vives al norte de la tercera división con tu abuelo, te gustan los programas de humanos, eres curioso, pero te asustas con facilidad y estudias todos los miércoles con la sacerdotisa Anumaela, a quien, por cierto, miras de forma muy extraña —dijo sonriendo.

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Tenía razón, era como si conociera cada uno de mis pasos. En aquel momento, comprendí que no estaba mintiendo.

—¿Por qué me dejaste con un Berjolou?

—Joran y yo hicimos un trato: él debía cuidarte día y noche hasta que tu padre fallecería y tuvieras que tomar su lugar. Yo me encargaría de interceder con los Primegars para que lo dejaran ver a su madre. Por cierto, se me hace tarde, ¿quieres verlo una vez más? —Asentí —. Cierra los ojos y piensa en una criatura.

Pasaron algunos segundos, en los cuales no podía dejar de pensar en la pequeña criatura que el anciano usó para salir del agujero.

—Listo, ábrelos.

Abrí los ojos y aún estaba frente a ella, pero ahora yo era gigante. Me tomó las manos y dijo:

—No tardaremos en llegar, sígueme.

Ella se transformó nuevamente en un pájaro colorido. Surcábamos los cielos, alejándonos cada vez más del árbol. El viento nos empujaba con fuerza. Mi madre no se apartaba ni un instante.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—Al recinto de los Primordiales, no te alejes ya estamos cerca —contestó, aleteando con más fuerza.

—¿Por qué dejaste que los humanos y Jetsgar tomaran Ohk?

—No fue tan simple. Los humanos tomaron el poder de Ohk ya que las sacerdotisas decidieron no luchar. Los hijos de nuestra tierra no eran guerreros, combatir hubiera sido la extinción total de la especie. Los humanos venían de acabar con muchas especies, la mía no sería otra para agregar a su lista. Mientras Jetsgar esclavizaba Ohk, yo me presenté a los Primordiales quienes le quitaron su poder y destruyeron su mundo. Ubrakan (Viento) arrasó todo Ombucagan y Acamur (Fuego) lo incineró. Aklamur (Amor) le arrebató su poder y

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selló a su raza para que no volvieran a cruzar a Idemacel y Sakkabur (Odio) forjó un ejército que sería guiado por tu padre Adwipar.

—¿Entonces, por qué los humanos nos gobiernan

—No sabíamos lo de los puentes. Pensábamos que Jetsgar se había teletransportado con los humanos a Ohk. En un descuido, Jetsgar penetró en Idemacel con un ejército, logró acabar con varios espíritus guerreros, también con Ubakran y Acamur. Cuando entró en el palacio, los Bauicas lo acribillaron, pero Jetsgar logró herir a tu padre de muerte. Un ejército no va a ningún lado si nadie lo guía. Tu padre no sería capaz de luchar y nadie sería capaz de guiar su ejército...

No pude evitar interrumpirla:

—¿El palacio del silencio?

Su mirada sorprendida me dijo todo.

—Efectivamente —murmuró.

—Allí no hay nada.

La expresión de asombro se esfumó de su rostro, sonriendo, replicó:

—Nada para el ojo mortal. Llegamos.

Cuando me giré, pude apreciar la desmesurada creación. El vetusto y exorbitante palacio, era brillante por donde quiera que se le mirara. Nunca había visto una edificación de ese tamaño. En el salón principal, los primordiales nos esperaban. Eran circulares como un balón y, en su interior, una sustancia parecía recorrerlos. Uno era de color rojizo y el otro era completamente oscuro. La rojiza se nos aproximó. Mi madre volvió a su forma original de diosa de Ohk y yo de Larguejs.

—¿Esta es tu semilla Memau?

—Sí, él es Diejua.

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Ambas esferas cambiaron de forma, conservaron su color, pero ahora eran una especie de serpiente gigante que flotaba. Solo contaban con extremidades superiores, en las que tenían unas garras gigantescas, sus ojos eran pequeños y su hocico gigante.

—Soy Sakkabur, fuerza primordial del odio —recitó el rojizo.

—¡Ah, sí! ... Y yo soy Aklamur, fuerza primordial del amor, no le hagas caso, le gusta hacerse el gracioso —reprochó Sakabur.

Mi madre soltó una gran carcajada que resonó por todo el lugar. La verdad no entendía lo gracioso de aquel asunto.

—¿Cuándo veremos a Joran?—pregunté.

—¿A quién? —replicó Aklamurl.

—Al último humano condenado —murmuró mi madre.

—¡Mm! En un momento estará aquí —refunfuñó Sakabur.

—Voy por su madre —gritó Aklamurl.

Un destello de luz cubrió el salón, junto a Aklamurl una venerable anciana apareció y, junto a Sakabur, apareció Joran que corrió hacia la anciana, se hincó frente a ella y empezó a llorar.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento, mamá! Yo soy el único culpable de lo que te pasó.

Sus alaridos retumbaban por todo el lugar. Su madre lo levantó del suelo, limpió su rostro, lo rodeó con sus brazos y lo reclinó sobre su pecho.

—No eres culpable de nada. Morí sin dolor sobre mi sofá, esperándote, y mírate, aquí estás. Aquí nada nos va a separar.

Mi madre también lloraba. Después de un largo abrazo, Joran se nos aproximó.

—Gracias, Memau. Fue un placer hacer negocios contigo —dijo extendiéndole la mano a mi madre. Luego, se me aproximó, me tomó entre sus brazos y se acercó de a mi oído —. Gracias, chico,

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por brindarme una familia, por ayudarme a reconocer mis errores, por acompañarme, por todo. Estos 18 años a tu lado fueron los más felices de mis distintas vidas. Un último consejo, hijo: La vida no son más de tres o cuatro momentos. En dos de ellos no podrás hacer mucho por ti. En el primero, estarás muy ocupado creciendo, cayéndote, levantándote, perdiendo, ganando, tomando fuerzas de todo aquello que vives y enfrentándote a todo aquello que no conoces.

»En el segundo, estarás tan cansado que se te hará difícil hacer algo por ti, todo te dolerá sin explicación y cambiarás tanto que, un día, te levantarás y preguntarás: «¿Por qué mi canario ya no canta? ¿Por qué mi cabello se cae? ¿Por qué cada vez que me levanto oigo y veo menos? ¿Y por qué mis recuerdos se desvanecen?». El tercero y el cuarto dependen de cuánto hayas aprendido y de cuán fuerte seas para ese entonces, dependerás de tu destreza, pero, sobre todo, de tu sabiduría para aprovechar aquel momento.

»Los reconocerás porque, casi siempre, se encuentran en el intermedio, donde no estás ni demasiado cansado ni demasiado novato para alcanzar lo que sueñas. Aprovecha tu momento cuando llegue, céntrate en él y dedícale todo. Yo desperdicié tantas oportunidades que no tuve más de dos momentos, en mi tiempo.

Cuando me soltó, las lágrimas caían de mi rostro. El taco que tenía en la garganta me impedía pronunciar palabra. Un «Gracias» brotó entre dientes y lágrimas. Él solo me sonrió y se alejó, tomó la mano de su madre y, en un destello de luz, su imagen se disolvió.

—¿Estás bien? —preguntaron las divinidades. —Sí, seguro —contesté afligido. Ambos dioses comenzaron a rodearme, ambos pronunciaban las

mismas palabras que retumbaban por todo el lugar: —Diejua, producto del amor de Adwipar, dios de la guerra, y de

Memau, diosa de la sabiduría, ¿aceptas el poder de tu padre para acabar con la creación del dios de la venganza?

—Sí, acepto.

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Doctor tiempo

Por Cleider Emiro Sanguino

Existe una antigua leyenda de un bajo espectro que se alimenta del dolor de las personas. Cuando estas se encuentran desesperadas, angustiadas, esperando una oportunidad, un deseo que los saques del abismo que los engulle sin dar tregua. Se cree que en el antiguo Egipto los faraones usaban este poder para sus planes, ambiciones. Ayudándoles en sus más oscuros deseos a cambio de favores que les terminó costando su tranquilidad, cada vez que usaban sus deseos terminaban pagando con algo tan intrínseco que ya no podían recuperar. El tiempo se les escapaba como arena en las manos, desesperados por la ruleta que los envolvía, terminaban cediendo ante los oscuros caminos que el espectro tiempo les mostraba. Los días limitados y un sinsabor de dejar huella en la historia, los periodos de trabajo a los que fueron sometidos los esclavos se convirtieron en una serie de mortandad en serie, ahora la historia se repite y, cuando la susceptibilidad está a flor de piel, el desespero alcanza niveles incontenibles aparece tempo; encantador, amable una máquina de deseos a cambio de lo intangible de la propia existencia.

I

Sus días son poco inusuales, en cierta medida lo más excitante que ha realizado fue la presentación para una charla gerencial. El tema principal: los morosos, evasores de impuesto, los empresarios que hacían cualquier artimaña para no declarar y ahorrarse unos cuantos centavos de sus fortunas. Carlos Fierro, como todos los días, llega primero a la Oficina general de impuestos y recaudo nacional. En las

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mañana alimenta las bases de datos de los códigos de las empresas y personas naturales y jurídicas que deben pagar parte de sus ingresos representados en impuestos al erario de la nación, esos pagos se distribuirán en diversas inversiones sociales y sostenimiento de la rama política. En las tardes ayuda a sus compañeros de oficina, de cierto modo ven en él a la persona indicada para sus trabajos, la carga a la que se somete es enorme, por más que quiera decir que no, no puede, sus compañeros le cuentan chismes, lo invitan de vez en cuando a sus reuniones, se siente parte de ellos, es feliz con ese misero sentido de la amistad.

Las tardes las ocupa pasando informe a sus superiores de los ingresos superiores a los 10.000 dólares, sabe que esas cuentas hay que vigilarlas. El director de la unidad nombrado por el presidente de la República le comentó que el año pasado ingresaron más de 15 millones en divisas por pitufeo, lo cual preocupa no solo por las finanzas del banco central, no se sabe para qué usarán esos dineros producto de nada lícito.

II

Erika Torralba, una chica singularmente guapa, en la medida que la sociedad lo admite, tiene pronunciadas caderas, piel canela y ojos café que le dan un aire atractivo. Su madre con la paupérrima prima que recibió le pagó un curso de belleza, «me dijo que era lo único que en su medida me podía dar, que luchara y que triunfara». Con dedos habilidosos y un gran ojo para resaltar la belleza de los demás, se abrió camino en un importante medio de comunicación, maquillaba tanto actrices como actores, la paga es buena, el horario, aunque extenuante, le da la posibilidad de ver a los actores que le robaban el aliento, con eso bastaba.

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III

A Felipe García, un joven de tan solo 19 años, candidato a otaku, le fascinaba ese mundo, la cultura, el manga, el anime. Una vez al año se celebraba una conferencia de este tipo a la que podía ir vestido de sus personajes favoritos y compartir con otras personas la misma pasión. Desde sus 14 años asistía fielmente al evento, después de tres años seguidos y aun siendo menor de edad, se hizo de un grupo de jóvenes amantes de este género, se reunían una vez al mes para hablar, compartir y decidir sobre sus disfraces mangas nuevos y de cierto sueño frustrado de todos “poder viajar a la cuna, al inicio, al todo, viajar a Japón”. Por esos días se estrenó una adaptación del manga en la pantalla grande. La popular señorita Johnson hizo el papel de su vida, los jóvenes la amaban, los adolescentes con afiches, pancartas, bolsos, cuadernos, la llevaban a todos lados, los adultos la convirtieron en su musa de inspiración y fetiches secretos. Para Felipe, era su todo, la mujer de sus sueños.

IV

Transcurría los días y en su interior sentía que no encajaba en la familia que le tocó, en tardes de soledad pensaba qué probabilidad habría en que el día que su madre dio a luz las enfermeras en un acto de confusión, exceso de trabajo, elevadas por algún romance, las hubiesen cambiado al nacer, suena tonto, sus ojos y la mancha de nacimiento decían lo contrario. Era la única niña, sus hermanos, Andrés, el mayor, orgullo de su padre; Julián, el menor, consentido de su madre, y ella, bueno, Sara Pinzón. Luchaba por el amor propio y tenía un gato gris que la consolaba en su cama heredada de su hermano Andrés, esa misma donde entraba todas sus novias cada fin de semana. Cansada de todo y del cierto rechazo de sus padres, decide que a la hora de encontrar trabajo se marchará para tener una vida mejor.

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I

Viernes por la tarde, en la oficina se alistan para salir, Carlos Fierro con todos los informes enviados se relaja un poco, piensa en qué hacer estos tres días de descanso, es puente y no cuenta con carro ni moto para salir de la cuidad, amigos que tenga en algún pueblo cercano a la gran capital tampoco. Decide que se dedicará a leer un poco, por fin botará ropa vieja que nunca usa, en algún lado escuchó que si no se deshace de eso no habrá espacio para cosas nuevas. Sus compañeras lo arrinconan en su módico escritorio, Verónica, con un pronunciado escote, le comenta que tienen que preparar un informe, que por favor le ayude, después de que acabe puede caerles en la dirección que Fernanda, le escribe en una hoja. De momento se le iluminan los ojos, «ya tengo planes. Hoy voy con toda» pensó para sí mismo. La oficina queda deshabitada. Una luz tenue opaca se ve al final del pasillo. Carlos, a lo que dan sus neuronas, manos y cansancio, termina el informe, lo envía desde la cuenta que le dejó Verónica. Ya listo para salir, ojos adormilados y un deseo incansable de poder recorrer las curvas de Fernanda lo motivan, ya en la calle para un taxi, le indica la dirección, con sonrisa lasciva emprende camino.

II

Deja lista las actrices de la próxima escena, nadie le reconoce la obra de arte que hizo con esas mujeres que, hundidas en la fama, drogas, rumba, sexo, habían desgastado sus peculiares rostros. Eduardo, el actor principal y amor platónico de Erika, de cierta manera y de forma totalmente extraña, le hace conversa.

─Erika, así te llamas. ─Con voz temblorosa le responde con un sí solitario—. Eres muy buena en lo que haces, esas tontas no valoran nada, eres increíble. —Las palabras de su ídolo la desorbitan, siente que sus piernas no soportan su propio peso. Está decidida a entablar una conversación donde le insinúe lo mucho que le estima. Entra

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Carolina sin decir una sola palabra, besa apasionada a Eduardo, mirándola de reojo restregándole su superioridad. Termina su jornada laboral, sale por el portón principal, parada en la hacera esperando el transporte público, pasa Carolina en su carro nuevo, un camaro negro nebuloso último modelo, la ve con desdén zahiriendo su condición de empleada, humillándola por no ser de clase, diva, apoteósica. Siente rabia, ira, humillación de esa flacucha insípida que en otras condiciones nadie la miraría. Ya en su casa, con lágrimas en sus ojos odiando su vida, su pobreza, su falta de seguidores y anhelando una oportunidad que la saque de esa fatídica vida que le tocó y nunca escogió.

III

Llega el gran día. El evento central, la presentación de Amalia el personaje interpretado por la señorita Jonhson. La multitud enloquece con cada minuto que se le resta a la presentación. Felipe madrugó al evento, por lo cual pudo ocupar las primeras filas. Llegó el gran momento, entre luces, fuegos artificiales de pequeña envergadura sale Amalia, con risa esplendorosa saluda a sus fans, todos gritan de júbilo. Felipe, con lágrimas de plenitud en sus ojos miel, la observa, embelesado por la extraordinaria belleza y, ciertamente lo divino que le queda el traje de su personaje. Sigue cada paso de la coreografía que montaron, terminando la presentación, Amalia, en un acto totalmente improvisado, lanza el saco de hombreras color verdeazulado. Felipe, que no había perdido ningún movimiento, se lanza a la caza de la prenda en un salto que solo se ha visto en pocos futbolistas de élite. Atrapa la prenda de vestir, la toca, palpa, huele. Maravillado por tener algo que le recuerde todos los días a la mujer que ha cautivado su corazón. Termina el evento, con su grupo de amigos y levitando por su nueva reliquia, llega a su casa. Saca todo de clóset, busca un lugar perfecto para ello. Da tantas vueltas como puede, al final decide construirle un altar al lado

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izquierdo de la cama, desea fervientemente despertar cada mañana y sentirlo cerca, su olor, su recuerdo.

IV

Después de unos cursos online, pasa varias hojas de vida, pasa el tiempo y nadie llama, recurre a las bolsas de empleo y tampoco, la falta de experiencia, su corta edad y cierto rechazo por ser mujer de baja estatura, ojos chillones, cabellera recogida no genera ningún deseo de los entrevistadores. El puesto al que tenía más oportunidad se lo dieron a una chica de ojos miel, tez blanca, caderas pronunciadas. Llega a su casa desinflada, su madre la recibe con una escoba para que mate el tiempo, Andrés riéndose de su desafortunada vida le da un golpe en la cabeza

—Mamita, usted está destinada a hacer oficio, adoptada. —Las palabras la ofenden aún más. Disparada hacia su cuarto, se tiende en un mar de llanto, detesta la vida que le tocó, desea firmemente cambiar su realidad, no quiere pasar un día más con esos extraños, sin darse cuenta pasan las horas en la misma posición, cerca de la media noche escucha una voz melodiosa que la llama

—Andrés, no me moleste o no respondo. —Sus palabras nadie las escucha, tampoco recibe algún tipo de respuesta, pensando que su hermano ya no la molestaría más, escucha de nuevo la melodiosa voz, esta vez acercándose un poco más. Un hombre de un metro noventa, ojos negros como la noche, un extraño atuendo que no pertenece a esta época.

—Sara, qué me cuentas. —Su voz, aunque suene raro, le da confianza, su apariencia esbelta le resulta llamativa. «Quién es este tipo» piensa ella con gran admiración

—Sara, estoy aquí para ayudarte, dime qué deseas. —Sus palabras la desconciertan, por una parte, le parece una locura y por otro siente que la ayudará.

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—¿Qué quieres a cambio? Acaso quieres mi alma, eres un demonio. —La mira con una media sonrisa.

—¿Por qué crees que quiere tu alma? De qué me serviría, estoy acá para ayudarte, dime qué quieres.

Sara piensa acerca de la propuesta del extraño hombre. Las películas y un programa de radio hablan sobre los deseos que los demonios ofrecen a cambio del alma.

—Si no quieres mi alma, qué pedirás entonces —le responde Sara con ceño fruncido.

—Sarita, dime qué deseas, a cambio sacrifica algo intangible en tu vida, algo que no necesites, que te haga daño. —No logra comprender las palabras del sujeto frente a ella.

—Algo intangible, solo con eso me concederás un deseo. —Piensa un rato sobre qué podría sacrificar, no sin dejar de pensar en qué tipo de deseo, los recuerdos del maltrato que ha padecido durante toda su vida, esos largos periodos de aseo, las temporadas repetidas de lavar, trapear la casa, las humillaciones de parte de toda su familia. Sin pensarlo, le pide que le dé juventud prolongada, longeva, hermosa a cambio de su familia, que no necesita ese amor familiar, que lo único que le ha brindado son penas y dolor. Con un apretón de manos, Sara se pierde en su nebulosa mirada. Los rayos entran por su estrecha ventana, una pesada resaca golpea su cabeza con ruido estrepitoso, «qué sueño tan raro». Entra al baño, ve en el espejo a una chica muy diferente a lo que es ella, se siente unos cinco centímetros más alta, ojos expresivos y una arrolladora confianza que se enamora de la sonrisa que se le dibuja en sus labios perfectamente delineados.

I

Llegan al lugar que indica la dirección, unas calles solitarias, un barrio de clase media baja, el taxista le indica que llegaron, le señala la tarifa que marca el taxímetro. Carlos se siente confundido, «qué

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clase de engaño es este», un ardiente fuego le empieza a subir por la columna hasta llegar a su frente, siente que la cabeza le va a explotar.

—Señor taxista, me lleva al barrio Castilla, disculpa, la dirección está errónea. El motor del Chevrolet ruge al sentir el acelerador a fondo. Paga una tarifa doble, se despide del taxista con una sonrisa fingida. Recostado en su cama se le escapan un par de lágrimas, «es una maldita», cierra los ojos intentando pensar en otras cosas. Siente su cuerpo totalmente pesado, no sabe si es sueño o no, una mano toca su hombre, mira un hombre de ojos claros, alto, labios rosas, cejas pobladas.

—Carlos, tengo la solución a tus problemas, dime qué deseas. —No entiende qué es lo que está pasando, esas melosas palabras lo envuelven, lo excitan—. Dime, Carlos, qué deseas, pídeme lo que quieres, solo sacrifica lo que te hace daño en estos momentos.

Se le dibuja una sonrisa pícara en el rostro, piensa en las compañeras de la oficina, solo le hablan por solucionar los problemas con el trabajo.

—Qué debo darte a cambio. —Se deja llevar por la sensaciones que lo invaden, sabe que con dinero cualquier feo consigue pareja, que lo verán diferente. Claro, que el dinero debe ser de una manera de que no genere sospechas, en el pasado recibió un giro equivocado de 300.000 pesos, en ese momento se sintió un gánster—. Deseo cinco mil millones.

—Te puedo dar todo el dinero que desees, qué estarías dispuesto a sacrificar. —Sin pensar mucho, a grito entero, dice «amistad», quién necesita eso cuando se tiene plata.

Despierta con la misma ropa de trabajo, pasó la noche entre pensamiento de rencor y el misterioso sueño, se ducha, sale a la tienda por algunos artículos que necesita, compra pan, huevos, salchichas, arepas precocidas, algunas frutas para cuidarse. Prepara el desayuno, piensa en qué hacer o decir en la oficina cuando vea a las compañeras que lo utilizaron, las mirará a los ojos, lo engañaron

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vilmente. El celular suena indicándole que llegó un mensaje. Desbloquea el celular mecánicamente, no cree lo que ven sus ojos, un giro por 5.000 millones a su cuenta de banco, grita de emoción, baila, salta. «un momento, de seguro me investigarán, el banco llamará, además, es un monto muy grande».

Los pensamientos lo entretienen gran parte de la mañana. Aprovecha un poco el error, ingresa a su banca digital y realiza los pagos de su tarjeta de crédito, un crédito móvil y uno de libranza. El banco recibe sin problemas los pagos, su cara no puede sostener la sonrisa, «casualidad no lo creo, el sueño era bastante real, no importa, tengo plata».

II

De camino a casa le llegan esas imágenes de Eduardo besándose con Carolina, siente que no lo merece, que solo salen por generar fama, un flacuchenta insípida que se sustenta de sus paupérrimos personajes, aunque reconoce que sus inicios fueron magníficos, sus ojos verdes le abrieron las puertas, sus carisma forjaron una respetada carrera, el peso de la fama la han llevado por caminos que poco a poco destrozaron su cuerpo, su imagen. Hoy en día, la sostienen los escándalos. «Maldita fama, si tan solo». Llega a su pequeño apartamento, su actual trabajo le permite darse ciertos lujos. Ingresa por más de una hora a revisar las redes sociales en ella se encuentra fotos de Carolina, pasadísimas de filtros con miles de me gustas y comentarios «si la vieran sin maquillaje en las mañanas». Con pensamientos llenos de veneno y dejando atrás el celular, se recuesta en su cama, piensa en qué hacer para que Eduardo se fije en ella.

—Hola, Erika, te puedo ayudar, dime qué deseas. —La voz lo toma por sorpresa, de un brinco queda sentada en la cama. Ve un hombre alto de ojos azules, pelo rubio cobrizo, labios rosa. Sentado, la mira fijamente, no siente miedo, le invade una sensación de curiosidad y placer

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—Quién eres, cómo entraste. —Él muestra una sonrisa coqueta—. Llamaré a la policía.

—Estoy para ayudarte, quiero brindarte todo lo que te haga feliz. —Lo mira con asombro, aunque las palabras le causan mella en su interior—. Dime qué deseas.

—A cambio de qué —responde ella.

—Lo que deseas por algo intangible, que te hace daño, que no quieras.

Se siente algo escéptica con las palabras del extraño hombre que no se sabe de dónde salió. Piensa apresuradamente qué podría pedir, qué la haría feliz, el amor de Eduardo, dinero. Se dibuja una gran sonrisa, deseosa, pícara, sin ningún espacio a la duda grita:

—Deseo ser popular en redes sociales, ser influencer, diva, mamacita, a cambio del amor, no necesito amor cuando puedo conseguir lo que quiero siendo figura pública. —Le sonríe amablemente, con un «lo que desees» desaparece.

III

Felipe García sigue con su idilio de amor, sus días empiezan con tal motivación que nada logra opacar su felicidad. Tener un aprenda de Johnson, su olor, su imagen. De cierta manera, después de pasar varias horas en largos sueños donde él representa al caballero dorado quien defiende a la princesa Amalia de las hordas de los orcos, después de luchas y pruebas le recompensan con verla y besarla. No demora mucho en cambiar su semblante, sabe que solo la puede tener en sueños, que jamás la verá de frente, que debe consolarse con la prenda que atrapó como fiera en celo. Ese pensamiento lo frustra, lo entristece.

—Felipe, por qué tienes esa cara. —Lo mira con recelo, suelta un poco el cuerpo al verlo vestido con prendas de los elfos de luz;

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guardianes del castillo donde vive Amalia. Siente que sueña, que imagina lo que desea su mente.

—¿Quién eres? —pregunta Felipe.

—Soy Calet, guardián del castillo, líder de los elfos —responde él con gran entusiasmo.

—Estoy soñando —replica—, me gusta tu vestimenta.

—Mi propósito es verte feliz, dime qué deseas —contesta.

—Pasar una hora con Amalia es mi gran deseo —contesta Felipe.

—Qué estarías dispuesto a sacrificar por ello.

—Solo quiero eso, lo demás no importa, cambiaría mi propia vida de ser necesario, el resto de mis días por pasar una hora con Katherine Johnson.

—Si eso es lo que quieres, te lo daré, si pasas un segundo más con ella harías algo por mí.

—Claro —responde sin pensar—, qué quieres que haga.

—Sencillo, debes enamorar una chica, cuando llegue el momento, te lo haré saber, se llama Sara Pinzón, tiene cierto parecido con Amalia, ¿crees poder enamorarla? —Sin dejar de mirarlo sus ojos lo seducen, no lo dejan pensar claramente.

—Qué gano yo con enamorarla —responde con cierto sigilo.

—Pasarás una hora con tu amor, después podrás conformarte con alguien que se asemeje a ella.

Felipe acepta sin tartamudear, visualiza su futuro, bueno, la hora que compró a cambio de enamorar a una chica que se supone que tiene algún tipo de parecido, claro que es una ofensa, jamás en la vida habrá una chica tan hermosa o que de cierta medida alcanza la esplendorosa finura de su silueta, su encantadores pómulos y sus inigualables ojos.

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IV

Fascinada por su nueva imagen y claro su inmensurable seguridad, sale a devorarse el mundo. No pasa desapercibida, unos cuantos cavernícolas en la calle le dedican piropos obscenos. Después de acudir a una bolsa de empleo y de ser elegida como el nuevo rostro de una de las marcas más poderosas de maquillaje. Lleva dos semanas disfrutando de su nueva realidad, los hombres le llueven como lluvia vespertina, su lujoso apartamento atiborrado de regalos de incontables pretendientes. El pequeño gusano que sufrió una maravillosa metamorfosis, convirtiéndose en la reluciente y empodera mariposa, disfruta de las mieles del éxito. Le llegan pequeños recuerdos de sus familiares, cómo estarán. Intenta tomar el teléfono para llamar, en lo posible ayudar en la manutención ahora que tiene con qué. Por alguna extraña razón que aún no comprende, cada vez que intenta llamar, ubicar a su familia llega una llamada, una entrevista, un pretendiente, una sesión de fotos. Sumergida en ese mundo de flashes, glamour. Sin darse cuenta, al terminar el día y comenzar la noche un vacío inhóspito la invaden, le hacen sentir el peso de la fama, el hueco de no tener a nadie con quien compartir esa miel.

I

Martes por la mañana, después de pagar un par de deudas y comprar cositas por Internet siendo un poco austero. No quiere llamar la atención de los bancos. Luce un traje nuevo hecho a medida. Ingresa a la oficina luciendo unas Ray-Ban de medio millón de pesos. Pasa desapercibido, nadie nota su presencia, es un fantasma. Su jefe lo llama a la oficina, le comunica que necesita unos informes que no le corresponden a su área. La señorita Verónica y Fernanda no están en la oficina, se ganaron unos días de permiso por enviar un informe vital (el mismo informe que él envió el viernes en la noche).

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—Jefe, esa no es mi dependencia, además, tengo muchas cosas que hacer, no me alcanzará el tiempo. —Con gran avidez responde, queda sorprendido el señor Rodrigo, es la primera vez que Carlos le responde de esa manera.

—No es un favor, es una orden, no pierda tiempo —lo intimida con su cargo—, colabore, hoy la entidad lo necesita.

Sale furioso de la oficina, clavado en su computador, comparando datos, alimentando bases, pasando informes. Les pide ayuda a dos de sus compañeros que en un pasado les ha hecho el trabajo sin ninguna excusa ni reparo. Recibe respuestas rebuscadas, estúpidas, por algún motivo no desean sostener conversación, lo ignoran. Sentado en su escritorio atareado de trabajo se pregunta el porqué. Sale de la oficina tipo siete de la noche, cansado del trabajo pide un taxi, se dirige al hotel Deluxe, el más pro de la ciudad, pasar una noche allí cuesta tres mínimos juntos. Pide la habitación presidencial, servicio a la habitación, un masaje rejuvenecedor, champaña, trufas, caviar. «Quién necesita amistad cuando se tiene lo que desees».

Después de postear un par de fotos en redes sociales luciendo sus lujosas adquisiciones, no recibe ningún comentario, a pesar de no importarle, publica en su muro que realizará una fiesta en la noche, invita a un par de personas. Llega la noche. Carlos, con un jean nuevo, zapatos a medida, camisa guayabera. Pasan varios minutos y ninguno de sus invitados llega a la reunión. La comida comenzó su lento enfriamiento, las bebidas su singular calentamiento, Carlos está preocupado por la inasistencia de los supuestos amigos.

Una sinfonía de voces en un total caos de risas y chascarrillos irrumpen en la sala, los ojos del señor Fierro se llenan de alegría al ver que sus amigos llegaron, un ser invisible, un don nadie, así fue tratado por el grupo de personas que se dirigió directamente a la mesa de los bocadillos y sin decir una sola palabra devoraron con gran avidez toda la comida. Solo una palabra retumbaba en su cabeza sin entender lo que estaba pasando. Después del fiasco de la noche y una mañana atiborrada de trabajo, toma la decisión de renunciar a

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su asfixiante trabajo. Se dirige hacia la oficina de su jefe con carta en mano.

—Qué casualidad, señor Carlos —le dirige una mirada arrogante.

—Por qué lo dice, señor Rodrigo.

—Le presento al señor Federico, enviado del banco central y la policía judicial, al parecer en su cuenta hay un dinero que no se sabe por qué lo tiene. —Un frío congela su sangre, con ojos como platos no sabe qué responder.

—Señor Fierro, ¿podemos hablar? —El agente lo dirige hasta una de las oficinas desocupadas, después de mostrarla la transacción proveniente de lavados de activos y, de no ser aclarados los hechos, será vinculado por testaferrato—- Le recomiendo que justifique la procedencia de esos dineros, de lo contrario, pasará un buen periodo tras las rejas.

Carlos Fierro no comprende en qué momento se le complicó todo, tiene entendido que después de ciertos montos el banco central investiga la procedencia de las transferencias, ahora que le mencionan testaferrato por lavado de activos, se complica todo.

—Camilo, te puedo pedir un favor. —Camilo Saldarriaga, jefe informático, rastreador de cuentas por cobrar, evasiones de renta y patrimonio—. Necesito un favor, puedes rastrear los orígenes de una transacción, amigo.

—Perdón, amigo. Yo no hago nada sin money.

—Cuánto quieres.

—Depende del monto, además de revisar los orígenes, puedo desviarlos a una cuenta anónima para evitar investigaciones. —Le hace una mirada caótica, de antemano ya sabía el motivo del enviado del banco—. Hablemos del monto.

—Hay 5.000 millones, bueno, hay que descontar unos 40 millones.

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—Dame 100 millones. —Le pasa un número de cuenta—. Deposítalos aquí y me pondré a trabajar, amigo —dice con total hipocresía.

Carlos Fierro hace el depósito, el celular suena notificándole la llegada del dinero. Le dedica una sonrisa y con apretón de manos cierran el trato.

Después de una mañana agitada y un almuerzo gourmet, se dirige de nuevo a su pequeña oficina, el oficial llega de nuevo, le solicita el origen de los fondos. La sorpresa que se llevó al ver su cuenta en cero, ni un solo peso le quedaba, ni siquiera la quincena por su trabajo. No sabía qué responder. Arruinado fue lo único que pensó.

—Como verá, no tengo un solo peso, por qué me investiga, soy una persona que ha dedicado su vida a verificar los listados de los bandidos que se pasan por la faja los impuestos, esas personas que no declaran renta, a ellos es que deberían investigar —fue lo único valiente y sagaz que pudo decir—, no siendo más, le pido que me deje trabajar.

—Señor, no se haga el chistoso conmigo, estoy aquí para comunicarle, de alguna manera, no sé cómo envió los fondos a una cuenta fantasma, no se preocupe, es cuestión de horas para dar con el paradero y notificarle su pernoctación en la cárcel, allá podrá usar el tiempo para pensar en lo que hizo.

—Si no es más, le pido que me deje trabajar, debo actualizar los listados, así se recaudan recursos para que le paguen a usted. Hasta luego, que tenga buen día. —Levantándose del asiento se dirige hasta el escritorio de Camilo.

—Oye, qué te pasa, me dejaste sin un solo peso. —Amigo, qué pasa, lo hice por seguridad, la cuenta de procedencia

es un lío, mira, toma —le pasa un número de cuenta, una tarjeta y una clave—, allí tienes tu dinero, incluso tu quincenita.

—Gracias. Rapándole la nota de la mano se despide.

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II

Al despertar nota cierto brillo en sus ojos. Sus bendecidas manos hacen un trabajo extraordinario en sus ojos, cejas, pómulos. Postea una foto en sus redes “con trabajo y dedicación se logran grandes cambios, qué tal mi nuevo look”. Los comentarios y gustas no se hicieron esperar, miles de personas se volcaron a seguirla, una de sus redes se bloqueó por la masiva llegada de seguidores. Apoteósica, así se sentía. Camina un par de cuadras, espera el transporte público. Un taxista se ofrece a llevarla, le comenta que jamás de los jamases había visto una mujer tan bella, sintiendo confianza por las palabras del chico se sube al taxi, él con gesto de un caballero de antaño le abre la puerta, le hace conversación amena, entre chiste y chanza le comenta que tiene transporte, donde quiera ir la llevará, que será su carruaje privado. Con una sonrisa le agradece. Los celadores se quedan admirados de ver tan esplendorosa mujer, se pregunta qué actriz será. Se mira en los espejos de los camerinos, ve una mujer segura.

El director del próximo comercial, una nueva bebida energizante, quiere entrar al mercado con fuerza, para ello le solicitan que realice una campaña donde resalte belleza y poder, lo cual representa su eslogan de marca. Con los pelos de punta al ver que Carolina llegó con tufo, ojeras señas de una noche alocada. Le menciona que se arregle, que esta vez lo haga bien de lo contrario le quitara su apoyo. Al rescate llega Sara, la maquilladora con manos mágicas, después de varios intentos fallidos por reconstruir su desdeñada figura, sus ojos perdidos por los alucinógenos, sus pómulos manchados por falta de higiene.

—Lo siento, es imposible, su rostro necesita por lo menos tres horas de relajación, hidratación y una mascarilla. —El director queda maravillado viendo las facciones de Sara, esa mirada salvaje, esas pestañas hechas fuego.

—Quiero que seas la cara de la nueva campaña.

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—Enserio —"esta es mi oportunidad”, piensa—, por supuesto.

El rodaje del nuevo comercial es un éxito, un baile corto de moda, una mirada que transmite fuerza, unos labios seductores rodean los orillos de la lata de la bebida. Las reproducciones rompen toda cifra. Los ejecutivos de la compañía le informan que la desean como emisaria de su marca, le muestran el contrato, en el cual incluye apartamento, carro, gimnasio, alimentación, viajes, honorarios. En fin, su rostro le abrió los caminos que su mente había deseado.

Se encuentra en la cima. Cada fotografía que sube a sus redes estalla de comentarios, me gustas. Los seguidores no paran de crecer, muchas marcas la requieren para ser el rostro que ilumine sus compañías. Le ofrecieron un papel en una telenovela, aunque pequeño no dejaba de hacerla feliz. En ella debía besar a Eduardo. Después de realizar el papel que había soñado y que sus más fervientes seguidores la llenaran de elogios, decide invitar a Eduardo a su apartamento a terminar lo que empezaron. Se llevó una gran sorpresa cuando su amor platónico nunca llegó, su estúpida excusa “me pinché, el móvil se apagó, en fin, no pude llegar”.

En México rodando un comercial conoce a un chico encantador, los comentarios de su nuevo romance no se hicieron esperar. Ella creyendo haber encontrado el amor decide pasar la noche con Rodrigo. La confesión que el chico le hizo la desgarró, le comentó que solo la usó para incrementar su popularidad, que era gay, que lo sentía, que lo perdonara. Sus constantes fracasos en el amor la llevaron a una profunda depresión, no comprendía después de tener todo lo que deseaba no encontraba a quien amar. Después de cinco fracasos en línea, entendió por qué las personas caen en el alcohol y las drogas, «una salida a tantos problemas», era de esperarse los escándalos, los rumores. Todos ellos poco a poco se fueron acumulando, las compañías que veían en ella una gran promesa se fueron alejando, los seguidores empezaron su retirada.

Desolada en un cuarto de hotel, después de varios días sin comer, sin bañarse, ingiriendo alcohol y drogas más potentes hacen mella

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en su vida. Preguntándose si el maldito trato que hizo para conseguir fama es la causante de este desastre, decide poner fin a tanta miseria, sabe que volver a lo que era antes no es opción. Ella, toda una diosa imposible que no logra enamorar a un chico que la haga feliz, con ese pensamiento en mente y, después de darse una ducha, sale de nuevo al mundo, un segundo aire, va por todo, es hora de mostrar tu verdadero poder.

III

Se abre una convocatoria para los más fieles admiradores de la señorita Jonhson, después de responder todas las preguntas y subir un video de por qué debería conocer a la señorita durante una hora, Felipe García gana la convocatoria. La cita era en un par de días, los organizadores le enviaron la citación, el hotel, lo único que no incluyo era el transporte, desesperado por no tener los recursos suficientes y sintiendo que el tiempo se le acaba, toma una decisión que le costó lágrimas de sangre, vender su bien más preciado, su única salida. Dos días antes del viaje, vendió la chaqueta de Amalia, con el dinero obtenido pudo viajar. Cumplió su sueño, conoció a su ídolo, fotos, anécdotas, chistes. La hora con su amor platónico pasó volando, no la sintió. La cita se terminó, la señorita Jonhson se marchó a una rueda de prensa, el pobre Felipe tan solo pedía un segundo más con ella.

Desesperado, un sinsabor le dejó esa visita, después de presumir su fotografía autografiada y un post en sus redes sabía que al llegar a casa la desolación de no tenerla y haber sacrificado su bien más preciado lo llenaban de prejuicio, de inseguridad, deseaba profundamente ver de nuevo a su ídolo, no importaba si fuese un segundo, todo lo que su corazón añoraba era pasar un instante con Amalia.

“Aún tengo un segundo” pensó mientras secaba sus lágrimas, “lo único que debo hacer es enamorar a una chica”.

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IV

Una llamada alerta a la pequeña Sara. Unos oficiales le informaron que su madre había muerto por un cáncer que, de ser detectado a tiempo y con terapia, se hubiese salvado, la falta de recursos impidió dicho tratamiento, su padre perdió la casa por mora en unas cuotas y su hermano mayor fue apuñalado por unos delincuentes, al no encontrarle nada lo mataron. Después de recibir las noticias y de saber que su hermano menor la culpaba por la muerte de su madre, decide cambiar de ciudad para comenzar de nuevo, estar sola en el mundo era difícil, lo único que tenía era su fama, belleza y unos cuantos números en las cuentas de banco.

Con fuerza comenzó nuevos proyectos en la nueva residencia, allí conoció un joven de aspecto esbelto, un empresario que haría de su carrera un gran negocio, no pasó mucho para que contrajeran matrimonio. Después de varios intentos, Sara Pinzón no logró quedar embarazada, su visita al médico confirmó las sospechas de su esposo, no podía engendrar vida, no podía formar una familia, después de la desgarradora noticia y varios meses de constantes peleas, decide separarse. Armando, su esposo, se queda con la mitad de su fortuna. Ese detalle no le importaba, lo único que rondaba en su cabeza era el hecho de estar completamente sola, no contaba con nadie, su vientre no daría fruto y, después de perderlo todo decide mudarse de nuevo, comenzar de cero.

Desapareció por 25 años, su belleza y juventud aún la acompañaban. Pasó por varios cambios, no encajaba en ninguna familia, los hombres al saber su secreto corrían, en un tiempo donde dejar semilla era un todo. Pasaron otros 20 años apartada de toda la fama. Después de varios intentos fallidos, conoció un joven de 19 años, el chico que no le presta importancia al hecho de no convertirlo en padre. Decide darse una nueva oportunidad, ahora siente una conexión fuerte. A pesar de que su identificación

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menciona que supera al joven por casi 50 años, su rostro angelical dice otra cosa.

І

Esperó hasta terminar el día, después de llegar a casa y revisar la nueva cuenta que le proporcionó el supuesto amigo y encontrar que efectivamente estaba en cero, fueron pocas las maldiciones que lanzó al cielo al ver el único dígito en la pantalla. Intentó llamar y no le contestaron. Caminaba de un lado a otro, el desespero al saber que las autoridades le siguen el rastro. «Fue una idea estúpida haber aceptado el trato, duró muy poco».

Llega muy temprano, quiere enfrentarlo antes que la policía se entrometa. Esperó pacientemente toda la mañana. Se dirigió hasta donde su jefe, una visita que no era de su agrado, le comentó que el joven Camilo había renunciado el día de ayer, le salió un empleo en un banco y decidió marcharse. Ante tal confesión regresa al puesto de trabajo. No puede escapar, no posee un solo centavo para dicha hazaña. El oficial Federico le informa que lo acompañe, en su contra hay una detención por testaferrato, lavado de activos.

La sentencia de ocho años de prisión por los delitos cometidos los acepta sin reparo, las primeras semanas eran un completo infierno, los segundos completamente eternos. ¿Por qué le está pasando todo esto?

—Por qué tan triste.

—Eres un maldito, me engañaste, me otorgaste un dinero sucio, ahora mírame, pudriéndome en la cárcel.

—No es mi culpa, te quedaste sin amigos.

—Debes sacarme de aquí.

—Qué deseas.

—Dame un minuto con ese maldito, lo haré trizas.

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—Lo que desees.

Después de cerrar el trato, un amotinamiento en la cárcel le permitió salir. Se dirigió hasta un departamento de clase baja. En ese lugar enfrentaría su destino.

II

Después de una pequeña transformación decide salir de nuevo al mundo. De regreso a su hermosa tierra. La noticia que recibió la desorientó, el matrimonio de Eduardo con Carolina era la noticia de moda, al parecer, la joven Carolina, después de reconocer su adicción a la drogas, decide entrar en rehabilitación, ahora las personas la aman, su valentía en reconocer su problema y tratar de enmendarlo le abrieron muchas puertas.

Poco a poco perdió la chispa, siente que su magia se agota. Sacrificó amor por belleza, por conseguir todo lo que quería, fama, dinero, influencia y, por qué no, el amor de Eduardo. Es estúpido pensar en eso, cambió el amor por todo lo que tiene y siente haberlo perdido todo.

III

Pasan varias semanas sin encontrar una salida, el desespero por ver de nuevo a su amor platónico. El espectro tempo le proporciona una dirección, una fotografía. Le menciona que debe enamorar a una chica, si desea pasar al menos un segundo más con Amalia debe enamorar a la joven Sara.

Después de conocerla y descubrir las peculiares similitudes que tienen Sara con Amalia, se dice a sí mismo que será sencillo el trabajo, no le costará mucho enamorarla. La conversación es amena, las anécdotas e historias de Sara son bastantes entretenidas, su corta edad y juventud demuestran gran sabiduría. No demoran mucho en hacer chispa. Pasan varios meses en plena conquista, en su mente nunca estaba enamorarse, sabía de antemano que su corazón le

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pertenecía a la señorita Jonhson, lo que estaba haciendo era para poder estar junto a ella. La noticia que recibió por parte de Sara le descontroló todos los planes. Sara le confesó que estaba embarazada, que contaba con 15 semanas de gestación, su sueño más grande por fin se había cumplido.

IV

Las ocurrencias del joven la llenan de vitalidad, esa que perdió hace tiempo por los desamores que ha padecido, las locuras, los planes. Todas esas ocurrencias que a los chicos de esa edad se le ocurrían la llenaban, sí, ella contaba con una edad cercana a los 70, pero su rostro demostraba una edad no mayor a los 18. Después de intentarlo todo, cambió todo lo que representaba por ser madre, que deseaba conocer la felicidad así fuese por un instante.

Le llegó la noticia después de padecer los peculiares síntomas de una mujer embarazada. Su llanto no se hizo esperar, la felicidad le inundaban. Le confesó al joven Felipe que tenía 15 semanas de embarazo. El rostro del chico no mostraba señas de felicidad, no esperaba que la aceptara, pues era de esperarse, un chico de tan solo 19 años no se encuentra preparado para ello. Le confesó que, si decidía irse no lo juzgaría, por fin podrá cumplir su gran anhelo, ser madre, formar una familia.

Llegó el día del parto, las ecografías mostraban un embarazo normal, el cuerpo joven de Sara debería responder de la mejor manera. El doctor no entiende lo que está pasando, en su séptimo mes de embarazo todo se complica, después de internar a la joven por problemas cardíacos que suele manifestarse en adultos mayores, Sara confiesa que su edad real es de 68 años.

I

Carlos Fierro llega a la dirección donde se supone encontrará al maldito que lo dejó en la calle. Camilo se encontraba en una

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apartamento con varias trabajadoras sexuales. Al ver en el umbral de la puerta al supuesto presidiario se sorprendió. Carlos lo miraba con ojos fieros, una babaza brotaba de su boca y nariz. Lanzándose en una cacería decide arremeter contra su supuesto amigo. Después de varios golpes sintió que se sentía bien, en ocasiones se había limitado a retirarse como un cobarde, agachar la cabeza por no perder su trabajo, amistades e incluso le hacía consignaciones a una chica que conoció virtualmente, ahora siente placer al desquitarse con quien lo ha dejado arruinado. Un ardiente dolor le invadió la espalda, un líquido viscoso bajaba hasta tocar sus nalgas, sangre, su propia sangre brotaba de su cuerpo por causa de un disparo por parte de la policía, el oficial Federico le informa que a su lista le sumaria el delito de fuga y junto con su cómplice y amigo irán directo a la cárcel.

Dos oficiales toman de los brazos al pobre y ensangrentado Carlos, él grita desesperadamente que fue engañado por un demonio, que su amigo lo engañó. Como pudo se soltó de los dos oficiales, corriendo en dirección hacia la ventana tomando de la cintura a Camilo, se arrojan por el balcón. Un golpe seco sonó contra el piso, dos cuerpos sin vida yacían en la acera, un hombre en su afán de salir del abismo de perdición encontró la muerte.

II

Después de sacrificarlo todo, por influencia, siente que no puede perder al amor de su vida. El día de la boda se mezcló con los invitados, tenía un plan y, así le costara la vida lo llevaría a cabo. En el momento en que el padre preguntó si alguien se oponía a la boda, Erika salió corriendo en dirección del altar, desenfundó un cuchillo que llevaba en un saco y enterrándoselo a la altura del abdomen hirió al joven Eduardo. Mientras observaba el charco de sangre y sus manos sosteniendo, la frágil voz de su amado pidió perdón, «estaremos juntos en la eternidad», fueron las palabras que mencionó antes de levantar la mano que empuñaba el puñal y, decidida a

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terminar con la vida de los dos, siente cómo un objeto contundente asesta contra su cabeza, cae desmayada.

Abre lentamente sus ojos, no entiende muy bien dónde se encuentra, sus manos atadas por una especie de camisa blanca con mangas muy largas, unas paredes aparentemente acolchadas. Hacen el dos sujetos de gran tamaño, la conducen hasta una pequeña habitación y un doctor le hace varias preguntas. Erika se limita a menear la cabeza, el doctor le informa que sufre de trastornos compulsivos, que inventó una vida totalmente falsa, es una amenaza para la sociedad. Pasará un gran periodo en tratamiento en la clínica de reposo para personas con cuadros de esquizofrenia.

Sus días de gloria terminaron, su fama la acompañó hasta el momento donde se involucró con el amor. Deseó tenerlo todo sin darse cuenta de que sin amor no tenía nada, ahora los días son exactamente iguales, no sabe si anochece o amanece, lo único que le queda es su indiscutible mirada que hace que los enfermeros la miren lascivamente.

III

No le causó gracia la noticia de ser padre, sentía que sus planes terminarían y, ciertamente, el sueño de ver a su amor, a su todo se vendrían abajo. Se sentía estúpido pensando en eso, ahora será padre, se cuestionó si valdría la pena cambiar todo lo que poseía y lo que llegaría por un segundo, ahora la nueva personita que viene en camino lo necesita, el mundo no es fácil. Entendía que la señorita Jonhson jamás se fijaría en él, «debí ser más inteligente a la hora de pedir el deseo, en vez de una hora le hubiese pedido una vida entera, soy un estúpido».

Los doctores que atendían el parto de su esposa le informaron que se complicó, los órganos de la señorita Sara estaban muy gastados para soportar el peso del embarazo. Tendría que tomar una decisión difícil, solo uno de los dos sobreviviría. La madre o la hija.

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Después de hablar con Sara, acordaron que la niña se salvaría, cumplió el sueño de ser madre, ahora lo dejaba responsable de la pequeña Amalia, ese fue el nombre que juntos le pondrían a la pequeña.

Felipe, un joven con grandes sueños, no le importaba hacer lo que fuese por lograrlos, ahora dedicaría su vida, su tiempo a la pequeña heroína que llegó a brindarle las mejores experiencias, sin darse cuenta de que su deseo se cumplió, viviría el resto de su vida con Amalia.

IV

Sara entendió que su tiempo en la tierra se había terminado, logró hacer realidad su sueños, consiguió trabajo y se marchó de su hogar, vivió plácidamente durante muchos años, su juventud la acompañó todo el tiempo, a pesar de no encontrar una familia, hoy así sea por un segundo formó una. Tiempo atrás ya habían elegido el nombre de la pequeña, le comentó al joven Felipe que cuidara a la niña, probablemente se marcharía.

El tiempo del parto llegó, los doctores después de hacer un gran esfuerzo lograron sacar a la pequeña con vida. Sara pidió sostener a la pequeña Amalia en sus brazos, mientras observaba a la hermosa pequeña. Sentía ese calor, esas diminutas manos rodeando sus pechos. Con una gran sonrisa y una lágrima abriéndose paso por las mejillas, exhaló su último aliento.

Doctor tempo cumplió su cometido, pudo arrebatar los días que le quedaban a tres personas, después de ofrecerles una salida rápida a sus problemas, sin importarles en sacrificar eso tan simple y sencillo como lo intangible de nuestras vidas. Ahora busca nuevas víctimas, espera el momento en conceder deseos a personas que no ven salidas, personas vulnerables en busca de atajos rápidos y sencillos. La vulnerabilidad lo llama, el desespero lo seduce, la

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impaciencia y ansiedad lo excitan. Vaga por el mundo en busca de nuevas víctimas.

«Dime qué estás dispuesto a sacrificar».

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Una melodía y dos almas unidas

Por Beiker López

Muchas veces las personas nacen con dones que son inexplicables. La mayoría de nosotros no sabemos que internamente almacenamos lo que se podría llamar «magia», que despierta en algún momento, situación fuerte o, como en mi caso, con una experiencia inolvidable. Te quiero contar la historia donde descubrí esa «magia» que dormía dentro de mí. Me ayudó a entender que la vida no es lo que percibimos, pero, más que nada, que amarte como eres es el don más grande que debes descubrir.

Soy Beiker López, vivo en Venezuela, específicamente, en una ciudad llamada Barquisimeto, también apodada «la capital de la música», ya que la mayoría de los que nacemos acá tienen una habilidad musical en cualquier ámbito. En mi caso, no sé tocar ningún instrumento, tampoco sé cantar, pero existe algo con lo que desde pequeño siempre he tenido una conexión y es el piano.

Cada vez que escucho música de piano o a alguien que lo toca, siento algo inmenso dentro de mi ser. Me genera una emoción muy grande, me hace llorar inexplicablemente. Muchas veces siento que la melodía me transmite palabras como si me hablara solamente a mí y he llevado esa sensación siempre conmigo. Intenté muchas veces explicarlo a lo largo de mi vida, pero, por alguna razón, siempre me decían: «Estás loco», aunque yo lo dijera muy en serio. ¿Cómo podía explicar esa sensación que yo solo podía entender o, más que nada, sentir cada vez que un piano era tocado en alguna melodía o en su defecto era tocado por alguien?

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Preferí reservarme ese pequeño detalle de mi ser para no ser tildado de loco, pero mi mente me enviaba señales como haciéndome entender que, en el mundo, yo no podría ser el único que llevara consigo esa sensación tan verdadera. Seguí mi vida como cualquier otra persona. En ese camino de vivir, me he conseguido infinitas situaciones que me llevaron a encontrar la espiritualidad en muchos sentidos.

En Venezuela, existen muchas religiones aceptadas, otras, denigradas, odiadas y juzgadas. Yo siempre fui muy dependiente de mis pensamientos. Un ejemplo de lo que quiero decir es que siempre hice lo que me parecía correcto, sin que nadie me diera orientara hacia eso. Yo solo experimentaba y, si me gustaba, daba mi opinión sin llegar a depender. En casos como el alcohol o el cigarrillo, simplemente, probaba porque era mi decisión. Así mismo con las religiones, cristianismo, catolicismo, judaísmo, santería, espiritismo, entre otras. Mi pensamiento era que cada religión tiene algo que dejar en tu vida positivamente, pero en quien siempre creí sin dudar fue en Dios. Ante todo en mi vida y sobre todas las cosas.

En algún punto, a pesar de estar divagando en la espiritualidad, siempre había algo que me llamaba, mas nunca daba con ese algo. Amigos que eran tarotistas me hacían consultas con las cartas, me hablaban de una vida pasada, pero sin detalles. En el espiritismo, me decían que, en esta vida, estaba destinado a ser feliz. En la santería, que dejara de pensar en los nudos del pasado para no cometer errores en el presente. En lo católico me decían que somos lo que Dios quiso que fuéramos. En el cristianismo, todo tiene un porqué y para qué.

Aun así, yo sentía que esos consejos no eran suficientes para quitarme una gran duda, ya imaginarán cuál: ¿Qué es esa sensación que siento al escuchar música de piano? Nadie era capaz de responderme, ninguna religión me daba alguna pista sobre qué era eso que llevaba conmigo. ¿Cómo descubrirlo? Una duda que, a mis 28 años, aún estaba sin resolver.

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Una noche, llegué a mi casa, luego de compartir con gratas amistades. Me sentía extraño de alguna manera, pensé que eran los dos mojitos sabor a coco que había degustado, pues no soy de bebidas alcohólicas. Me duché para dormir y, al quedarme dormido, experimenté uno de los sueños más espectaculares que he podido tener:

Estaba en un museo, caminando, observando pinturas en las que no podía ver el arte. A medida que caminaba, iba tocando cada una de las pinturas. El museo era totalmente de madera, estaba alumbrado con candelabros muy elegantes, las ventanas eran de un vidrio muy pulcro que daba vista hacia un pequeño lago, en él, había un árbol grande. Me dirigí hacia esa ventana para tener una mejor vista de lo que ya mencioné, toqué la ventana, sintiendo en mis palmas lo fresca que estaba, queriéndome decir que el aire afuera de ella estaría igual de fresco.

Observando el árbol, que movía sus hojas por el aire que soplaba, salió un muchacho vestido con un pantalón marrón, una camisa roja con cuadros azul marino, cabello liso de un negro brillante, zapatos marrones, como de cuero, su piel era blanca, pero no pude detallar su rostro. Me sorprendió puesto que, en el museo, no había nadie más que yo y las pinturas sin arte. El muchacho solo se acercó al lago, metió sus manos en él como si estuviera lavándose. Al finalizar, levantó su cabeza y me observó dándome una de las sonrisas más hermosas que he podido ver en un ser humano, una sonrisa blanca como las nubes del cielo y cálida como el sol de la mañana. Me saludó con su mano derecha y, de inmediato, me desperté.

Desperté con una sensación extraña, con el corazón latiendo fuerte. Miré mi celular, eran las 2 de la madrugada; había dormido tan solo una hora. No podía controlar la agitación de mi corazón. El sueño se sintió muy real, pero seguía siendo un sueño. Muchos soñamos, otros, no tienen sueños, sin embargo, para mí, un minuto que duerma es un minuto que sueño cualquier cosa. Por eso, a pesar

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del realismo que tuvo este, solo me dije: «Qué sueño tan extraño» e intenté seguir durmiendo.

Por la mañana, me puse a analizar, pues nunca había visto a nadie de esa manera en la realidad. En todo lo que llevo de vida, he tenido parejas (soy homosexual), pero, en ese sueño, había visto a un hombre que nunca había visto en ningún otro lugar. Luego de varios días transcurriendo mi vida en la monotonía, ya se me había olvidado aquel sueño, me invitaron a ir a un concierto de la orquesta de la ciudad. Con gusto, acepté, pues no tenía otra actividad para ese día.

En la tarde, comencé a elegir qué ponerme de ropa, lo que uno hace previo a una salida con amigos, más a ese tipo de eventos. A eso de las 7 p.m., salí rumbo al Teatro Juárez. A los quince minutos, llegué y mis amigos me esperaban para ingresar. Estaba muy emocionado porque era mi primer concierto y sabía que esa música me hacía sentir algo extraordinario que solo yo podía entender.

Tras varios minutos, comenzó el concierto. Me sentía como un niño que sabe que le van a dar un carrito de juguete. Me perdía en cada canción, como flotando bocarriba en el mar, balanceándome con las olas. Poco a poco, en mi interior, se encendía el sentimiento más grande e inexplicable. Algo recorría el cuerpo como la sangre recorre mis venas. Cerré los ojos, concentrándome tanto, que era como estar solo en el teatro escuchando las bellas tonadas de los instrumentos, sobre todo, las notas del piano. Cada una de ellas me daba un grato abrazo mezclado con calidez. Sin darme cuenta, las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas, pero no sabría decir si eran de tristeza o alegría, una mezcla de las dos experimentaba dentro de mí.

Al finalizar la canción, que, en ese momento, tocaban, abrí mis ojos para darme cuenta de que ya no me encontraba en el teatro, estaba en otro. Las paredes estaban adornadas con figuras pintadas con oro o, tal vez, hechas de este; las butacas eran más grandes; en los balcones había estatuas de leones y, en la tarima, se encontraba el mismo hombre que había visto en el sueño. Esta vez iba vestido con

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un traje blanco, adornado con piedras brillantes. Seguía sin verle la cara, pero su sonrisa era hermosa. Estaba en posición de tocar el piano y yo observaba todo detalladamente, confundido. Si hace unos pocos minutos me encontraba en el teatro Juárez, por qué ahora estaba en otro. De cierta manera, estaba asustado, sin embargo, algo dentro de mí me calmaba, algo me decía que estaba encontrando respuesta a lo que quería que me respondieran.

El hombre comenzó a tocar el piano y captó toda mi atención. Yo solo lo observaba y él tocaba la canción como si me quisiera decir algo en ella. No lo voy a negar. Me sentía como si estuviese enamorado: lloraba, mi corazón latía, suspiraba de solo vivir ese momento mientras él sonreía como si también fuese feliz tocando para mí.

Unas velas apagadas, que se encontraban en el lugar, se fueron encendiendo junto con un candelabro de más de 50 velas, iluminando el lugar como magia pura. De a poco, en cada uno de los asientos, fueron apareciendo personas de diferentes edades y cada una llevaba una máscara que tapaba su rostro. Las mujeres se vestían como en la época de antaño, con tocados y vestidos; los hombres vestían con traje de época. Yo era el único que vestía tal cual había ido al teatro.

Todos parecían observar al sujeto en el piano. En los balcones no había nadie y, en ese preciso momento, en el clímax de la canción, fueron apareciendo otros músicos en dichos balcones, cada uno con un instrumento diferente, luciendo máscaras, haciendo del lugar un total espectáculo musical.

Yo me encontraba enamorado de todo, más que nada, de aquel muchacho que, estoy seguro, hacía la magia de ese lugar. Ya no me importaba si era extraño lo que pasaba, ya me había entregado al momento, lo estaba disfrutando como nunca había disfrutado algo en la vida. El piano, los violines, chelos, trompetas, flautas, clarinetes, arpas, tambores, en conjunto, hacían una estela de sonidos que seducían cada sentido de mi ser. Cada sonido se dirigía a mis

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oídos para transmitir un compás de sentimientos y un mensaje, que aún no lograba descifrar.

Cuando terminó la melodía y solo el piano sonaba, las personas se levantaron, haciendo una reverencia hacia el chico. Luego, se desvanecieron como bruma brillante, iluminando el lugar. Me asusté porque no sabía si me iba a ocurrir lo mismo. Todo se llenó de esa especie de humo luminoso, no podía ver nada. Sentía la presencia de alguien detrás de mí, posó su mano en mi hombro y fue la primera vez que escuché su voz, gruesa, pero, al mismo tiempo, delicada, diciéndome:

—Te estoy esperando. La melodía nos une, somos dos almas unidas.

Al escuchar eso, no pude evitar llorar, pero, al voltear, no había nadie. Me levanté, asustado, y me puse a buscarlo. Solo escuchaba una voz que me decía «Despierta». Entre más buscaba, más fuerte escuchaba esa voz. Al llegar a una puerta y abrirla, desperté en el Teatro Juárez con mi amiga Maritza, diciéndome que despertara:

—Te quedaste dormido todo el concierto.

Yo le dije que cómo era posible si no me había dado cuenta de que me había quedado dormido. Ella solo se burló de mí, diciendo que era un viejo que se quedaba dormido en todos lados. No quise contarle sobre lo que había «soñado» en todo ese tiempo que me había quedado dormido. No quería que nuevamente me dijeran loco. Yo sabía que no estaba loco, que había escuchado esa voz gruesa y delicada. Esas palabras se quedaron grabadas en mi mente. «Te estoy esperando. La melodía nos une, somos dos almas unidas». Me preguntaba qué quería decirme.

Al llegar a mi casa, sentía demasiada nostalgia. Quizás había encontrado la respuesta que estuve esperando. De cierta manera, me sentía feliz de haber «soñado» ese momento. Todo era tan bello y mágico a la vez, que era imposible que algo así pasara en la vida real.

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Me desvestí para dormir, esperando volver a otro sueño con ese mismo muchacho.

Al día siguiente, al despertar, descubrí que no había soñado nada y recordé las palabras de mi amigo tarotista: «Estás ligado a una vida pasada». Me puse analizar todo, esa conexión con el piano, la sensaciones que tenía al escucharlo, los sueños que había tenido, el muchacho y el entorno en que se presentaba. Todo indicaba que era alguien de mi pasado. Comencé a leer libros de regresiones, como los de Brian Weiss. Me di cuenta de que cada ser humano había pasado por varias vidas hasta la actual.

Intenté hacer una regresión yo mismo, poniendo música relajante e concentrándome para dejar la mente en blanco. Pensé que podría ya que soy psicólogo y sería capaz de controlar esa situación, además de que ya había pasado por varias situaciones así sin necesidad de concentrarme. Pensé que, de esa manera, podría contactar con esa vida que me estaba persiguiendo y quería saber quién era ese muchacho, por qué me hacía sentir tanto con tan solo un sueño, qué conexión tenía con el piano y por qué ahora se me presentaba esa situación.

Puse incienso con aroma a rosas, busqué el lugar de mi casa que más me daba tranquilidad, puse música ambiental y comencé a meditar para concentrarme y llegar a conectarme con la persona que se me había presentado ya en dos ocasiones. Mientras lo hacía, no lograba la concentración. Mi mente no paraba de imaginar la escena del teatro y las palabras de aquel personaje que me daba vueltas en la cabeza.

Decidí parar la meditación, sentía que estaba perdiendo el tiempo haciendo algo que no estaba funcionando. Me decía a mí mismo que parecía loco haciendo esas cosas. Vi que las velas comenzaron a moverse como si la soplaran. Sentí, detrás de mí, a alguien. Mi piel se erizó y tuve miedo de voltear a ver.

—¿Quién eres? —exclamé, dudoso.

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Sabía que alguien estaba detrás de mí, pero no me permitía voltear a ver. Sentí que me empezaba a adormecer y, poco a poco, caí en un sueño profundo. Esta vez me encontraba en una biblioteca y había muchas personas, traspasaban mi cuerpo como si yo fuese un fantasma. Estaba en otro de esos momentos que ya había vivido, la misma voz que había escuchado en el teatro me habló:

—Te guiaré hacia donde todo comenzó.

Volteé rápidamente y no había nadie. Luego una de las personas del lugar me hizo una seña y me señaló una puerta. Sin pensarlo fui hacia ella, entré y allí se encontraba una chica de cabello dorado, ojos azules, piel blanca, nariz perfilada, labios rosados y pequeños. Cargaba un vestido blanco con toques rojos en sus mangas y estaba sentada, escribiendo en un papel. Me miró y, sonriendo, me dijo:

—Al fin te conozco. Eres a quien necesitaba ver. Muy pronto terminaré una historia, llamada «Una vida prohibida». Soy la cuarta de este círculo de vida ancestral y pronto te tocará a ti escribir de la misma manera que yo lo estoy haciendo.

Se levantó de donde se encontraba sentada, se dirigió a mí, tomó mi mano y, en ella, puso la pluma con la que escribía, con una bella sonrisa en su rostro.

—Escribe, esa es la conexión que tenemos todos lo que estamos en este hilo de vidas ancestrales. Nuestras otras tres vidas han dejado esta pluma a su sucesor. Ahora yo te la dejo a ti porque es la única manera de terminar este ciclo que ninguno de nosotros ha cerrado. Tal vez conociste alguno de los otros tres, ellos intentarán conectarte para finalizar todo esto. Solo te puedo decir que cada uno ha vivido en diferentes tiempos, pero con la misma situación: ninguno ha podido estar con la persona que amamos.

Me quedé sorprendido e intenté responder, pero, antes de eso, ella me hizo seña de que no hablara, solo escuchara.

—Tranquilo, no intentes entender toda esta situación. Poco a poco lo vas a entender y se aclararán las dudas que tengas.

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Ella aplaudió y yo desperté. Evidentemente, no tenía nada en mi mano. Me sentía mucho más confundido de lo que había estado, las velas estaban totalmente derretidas, el incienso también se había acabado y no entendía nada, sin embargo, había logrado prácticamente lo que quería con la meditación: contactar con alguien de esa vida pasada y descubrí que no había tenido una, sino cuatro. Yo era la quinta generación de ese hilo ancestral.

Ese día transcurrió de manera tranquila. Mi pensamiento estaba enfocado en esos momentos. Me pregunté si el primero que apareció en el primer sueño tanto como el segundo era parte de esa generación ancestral o eran la misma persona, no había visto sus rostros, pero eran muy parecidos en el cabello, aunque en su forma de vestir estaban diferentes.

Conversé con mi mamá sobre esa situación, ya que a ella le cuento todo lo que me sucede. Hablamos casi dos horas del tema, de lo que pensábamos era que todos tenemos un destino ya escrito, pero hasta cierta página. Muchos dicen que todo es por casualidad o causalidad, pero yo digo que todo es destino. De este tema podríamos pasar tantísimo tiempo discutiendo y nunca resolverlo. Al final del día, me acosté pensando que, quizás, el destino estaba detrás de mí, por ende, debía buscar más respuestas o encontrarme de frente con él.

Temía del resultado que pudiera tener ese encuentro, pero ¿la verdad? Algo dentro de mí me generaba una curiosidad enorme por descubrir todo lo que allí se encontraba, que pertenecía, de alguna manera, a ese círculo y que debía arreglar lo que mis otras vidas no pudieron. Me quedé dormido, cansado mentalmente. «Mañana será otro día». Fue lo que me dije, entregándome a Morfeo.

Desperté por la mañana, observando mi cuarto y la hora, eran las 8:30 a.m., la misma hora en la cual me despertaba toda las mañanas. Otro día en el que no pasaba nada interesante, no soñé nada referente a la situación del día anterior. Me levanté, quitándome las lagañas de los ojos. Fui al baño a cepillarme y a hacer mi necesidades

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fisiológicas. Al salir del cuarto, bostecé y, al abrir los ojos, ya estaba en otro lugar.

«¿Qué está pasando?». Fue lo único que me pregunté. Al lado de la puerta, de donde se supone que estaba saliendo, estaba el árbol que vi en el primer sueño que tuve. Una voz sonó detrás de él, diciendo estas palabras: «Qué bonita es la inspiración que te da el aire, junto a la paz que genera este paisaje». Miré hacia el árbol, un poco desconcertado. Sabía que había alguien detrás de él, caminé para ver quién era y, efectivamente, era el mismo chico del primer sueño. Esta vez, se encontraba con los pies sumergidos en el lago, me hizo seña con la mano para que fuera hasta él. Evidentemente, quería saber si era uno de mis cuatro ancestros. Al verlo de cerca, se trataba de un hombre de ojos claros como la miel, era blanco, con labios algo carnosos, su nariz no era muy perfilada y vestía igual que en el otro sueño.

—El quinto, el que terminara todo este ciclo. ¿Sabes por qué te encanta la paz y tienes conexión con la naturaleza que no te explicas? ¡Es por mí! Soy el primero en vivir el ciclo ancestral, te quiero explicar por qué estás viviendo esto como si fuesen sueños. Realmente, esto es una realidad. Tienes el don de conectar con nuestros espíritus. No es una regresión, tampoco es una transportación, nosotros lo denominamos «la magia del origen».

Yo estaba muy atento escuchando lo que me decía, me senté a su lado, pues sentía calma junto con una serenidad inmensa. No sabía si era él quien las generaba, pero su voz era muy armónica. Hacía una brisa que me peinaba el cabello, relajándome, y el entorno estaba para acostarse y nunca irse de allí.

—La magia del origen es cuando un ser humano puede conectar con sus vidas pasadas desde el primero hasta el último que vivió. La única condición para que esta magia se active es que haya un círculo ancestral generado por el primero, lo que significa que, a cada una de esas vidas, les tocó vivir una situación igual, pero en diferente contexto. En este caso, el origen soy yo.

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Le pregunté cuál era esa situación que inició ese círculo ancestral. Él se levantó y, observando hacia la misma ventana donde lo vi por primera vez, dijo:

—He allí tu misión: debes descubrir cuál fue la situación que desencadenó este círculo ancestral. Una parte grande de mí va en cada una de las vidas que han vivido el origen. Por cada vida que no rompa el círculo, se sumarán partes de esa vida a la que inicie luego de su muerte y esa persona que nazca no vivirá en plenitud, vivirá el error de los antepasados. Es un karma que perseguirá por siempre hasta que uno tenga el don, como tú lo tienes.

Yo también me levanté y le dije que, aunque había entendido muchas cosas, había otras que me generaban más dudas, sin embargo, sí sentía que, en mi vida, había vivido momentos para los que nunca conseguí respuesta y me afectaban mucho emocionalmente.

—Tú puedes romper este círculo, para que cada una de las vidas que hemos pasado antes de ti, podamos estar en paz con nosotros y que tú también lo estés. De lo contrario, nuestros errores, malas decisiones y emociones se te transmitirán, ocasionando que no podamos ser felices nunca.

»Recuerda, mi querido Beiker: tú tienes el apoyo y la fortaleza de cada uno. Es por ello por lo que nos hemos presentado ante ti. Me llamo Anakel. Posiblemente este nombre, esto que estás presenciando, desaparecerá el día que rompas el ciclo. Disfruta lo que cada uno deja para ti.

Le pregunté qué me dejaban. Se fue caminando mientras una brisa fuerte soplaba y yo caía dormido para despertar en mi cama. Vi la hora y eran las 8:30 a.m. «¿Anakel?». Ese nombre rondaba por mi cabeza, ya había descubierto quién era ese personaje del primer sueño que tuve.

Hice mis cosas tranquilamente todo el día. Ya había conocido a dos de mis vidas pasadas a través de esa especie de sueño mágico. Si

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lo contara, las personas me creerían loco, pero ¿qué tal si lo escribía? Al menos tendría algo palpable donde las personas disfrutaran de ese fenómeno que estaba viviendo. Esa misma noche me senté a escribir con un bolígrafo que se encontraba en la mesa de mi cuarto. No podía concentrarme del todo, pensaba muchísimas cosas que me hacían perder la concentración.

Saqué mis audífonos y los conecté a mi celular. Puse música de piano y comencé a experimentar sensaciones extrañas, desde escalofríos, piel erizada, hasta un hipnotismo en el que comencé a escribir como si alguien me dictara y moviera mi mano para escribir. Esa noche escribí tanto y, al finalizar, no leí nada de lo que había escrito, solo me acosté a dormir; eran casi las cuatro de la madrugada. Amaneció y, luego de desayunar, me senté a leer. Me di cuenta de que un párrafo estaba dirigido a mí:

«Al fin pude encontrarme contigo, tocar el piano para ti. Siempre será mi único deseo, es lo que nos conecta. Así pase miles de vidas a través de él llegaré a ti, a tus sentidos, a tu alma y corazón. Tarde o temprano nos encontraremos de nuevo en algún lugar, en otra situación, soy la melodía que nos une. Recuerda que somos dos almas unidas por el destino. Yo siempre tocaré el piano para llegar a ti de alguna manera, sea en esta vida o sea en otra. ¡Una melodía, dos almas unidas!».

Estaba claro que ese mensaje era del mismo que me habló en el teatro. Era tan claro que mi corazón lo sentía, quería saber quién era, conectar con esa persona, pero entender todo era difícil en el momento. Tenía un cúmulo de sensaciones, ideas y, sobre todo, información que no era fácil procesar.

Luego de leer todo lo que había escrito, me di cuenta de que tenía mucha imaginación, que se me daba fácil escribir. Tomé todo lo que había escrito para crear una historia diferente con rasgos parecidos a lo que ya había escrito. Lo llamé: «Aeon, una vida prohibida. Los 9 fantasmas del piano viejo». De esa manera escribía día tras día, noche tras noche. Una madrugada, me quedé dormido sobre mi laptop y

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soñé con cuatro personas. La primera era Anakel, quien me daba la mano, sonriendo, y me decía:

—Yo te dejé la creatividad e imaginación. Los cuadros que viste esa vez, era lo que más amaba hacer —Y desapareció.

Entonces, estaba ante mí un adolescente.

—Yo soy Rodrigo, el segundo. Te dejo la inocencia de un chico libre, soñador e iluso —Y desapareció.

La tercera persona que apareció fue una mujer elegante con un vestido rojo largo, cabello ondulado y ojos marrones.

—Yo quiero que sepas que, en la vida, la elegancia es primordial para todo. Soy la tercera y quiero dejarte el perfeccionismo. Aunque para muchos la perfección no existe, para mí, existe a la manera en que quieras expresarla. Por eso, sé perfecto a tu manera para ser feliz —Y desapareció.

La última era aquella chica que me entregó la pluma.

—Soy Clarisse y soy la cuarta. Yo te dejé el don de escribir para que, así, la poesía, la escritura, el arte, siempre estén contigo y puedas contar nuestra historia. Y aunque en algún momento te olvides de nosotros, estaremos presentes para que recuerdes tu misión de destruir este ciclo ancestral.

Todos aparecieron delante de mí y, en conjunto, alzaron su voz diciendo:

—Tú debes encontrar el amor de nuestras vidas y ser feliz, lo que no pudimos lograr por nuestros errores. Tu misión es no cometer nuestros mismos errores, ama y déjate amar; encuentra a ese ser humano que nos amó y que te va a amar a ti sobre todas las cosas.

Desperté de golpe, muy agitado. Sentía que ese sueño había sido muy real. Comprendí muchas cosas: la primera es que nunca había tenido una relación amorosa estable; la segunda, la conexión que tengo con el piano; la tercera, la creatividad inexplicable, la inocencia,

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la libertad, la paz que me genera la naturaleza, todo eso viene de vidas pasadas; la cuarta es que venimos con una misión en nuestras vidas que debemos cumplir.

La quinta es que el destino y el karma existen, sea en esta vida o en otra, debemos cancelar esa factura que quizás nuestros antepasados dejaron; por último, que existe un amor destinado a estar contigo y que esas vidas nunca pudieron amar o estar con quien amaron y no pudieron ser felices. Ese amor está buscando su cauce como el río y en esta vida que me tocó vine a ser feliz con ese amor que él y yo andamos buscando, nos buscamos uno al otro.

De esa manera he vivido desde entonces, escribiendo la historia que todavía no sé cómo va, pero que siempre pienso, sueño y vivo, iluso de conocer a esa persona. Me genera una nostalgia grande pensar en él, lo siento cerca. Siento que nos encontraremos en cualquier momento o experiencia. El tiempo de Dios es perfecto y algo tengo muy claro: que esa persona y yo estamos conectados.

Una melodía, dos almas unidas.

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En el riñón de la bruja

Por Edilberto López Ramírez

Sinapsis

Entre paredes de carne cruda, bañada por viscosa materia vinotinto, me encuentro abatido, diminuto y erosionado, como la última lenteja de una sopa en un plato desechable. Veo sangre escurriendo en los muros estrechos de esta caverna sin aire y sin murciélagos. En la mitad de una de las paredes, insípida, difusa, como sumergida en el fondo de una alberca, se levanta una puerta de tendones contraídos como resortes envolviendo huesos. Puerta que no alcanzo y de la que no tengo la llave, menos aún la fuerza para echarla al piso.

Dos ventanas entretejidas con barrotes de venas, arterias, donde diástole y sístole bombean un corazón retumbante en el techo carmesí, son mi cárcel. Allí permanezco desnudo. Hay una tina de agua que es mi espejo y no sé quién soy, pero sí quién fui, porque cada vez que me asomo, ella emerge y el retrato se pierde sin darme cuenta tan siquiera del color de mis ojos. Más adelante hablaremos de «ella».

Permanezco inmerso en el fétido olor a orina que cunde cada célula de un espacio en el que habito y me es ajeno. No sé cuándo llega el alba para despertar ni puedo advertir, al atardecer, el asomo de las estrellas como una carta del universo infinito que jamás contemplo. No hay relojes que marquen un tiempo ni pasos marchando con el peso de los días cuya cuenta no llevo. Aleatoriamente, ese corazón pierde su ritmo.

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«Bum, bum, bum» cambia por un «Tin, ta, tan, bum, bum» y se repite disonante, mostrando la boca contraída lista para regurgitar. Abre sus fauces y escupe objetos devueltos desde la indiferencia; es la chatarra de mi vida sin vivirla. Confirma que alguien, un invasor, ese yo de otra carne, una copia que crece, caga y respira, ocupa mi lugar desde hace una década, tragándose inmisericorde los segundos como los cuadros de un chocolate amargo. Devora mi existencia en un mundo remoto. Soy una montaña verde en medio de un desierto. Soy la Macuira, ese galeón colombiano, así me siento; un bosque que se niega a desaparecer, el principio del mundo o el final si se da la espalda.

Cuando tenía diez años me fui, me llevaron, me apagué. Acá solo llegan postales que no organizo. ¿Cómo encadenar hechos, suspiros, llanto, carcajadas o fotos acuñadas en mi mente por la fuerza? Vivencias efímeras, frívolas, el peso de la vida en simples cortes de comerciales, como llegan se van y así son los ciclos del camino del niño al viejo, enfermizo andar en el que nos aferramos a continuar atentos a una línea cuyo principio es el llanto, ese berreo estridente, y el final es el silencio lánguido con tapa de fresno y clavos de hierro... Se perece.

Me acerco a cada cosa y la transmutación de energía surge. El viaje es un reflejo en el agua. Sabes que es la mentira, una vista de revés y lo que pasa no es cierto, el charco se altera con el viento, se desocupa con el sol y se lleva de nuevo impávida la visión consigo dejando la nada. El cielo y su sol, la gente, los rostros, existencias desfiguradas, ecos como gritos de la verdadera realidad, su lucha por mostrarme lo que el súcubo hace a mi nombre mientras sigo en mi secuestro.

Como un sueño, los objetos llenan las ciénagas de mi memoria. Al tocarlos, logro conocer edad, clima, sabores, música (o, al menos, se la pongo), con quién, cuándo y cómo nacieron estas escenas en la autopista de mi vida. Hoy apareció un casete de Motörhead lleno de neuronas gelatinosas, telarañas que se introducen en mis dedos. Las

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observo claras, diáfanas, son un tubo de ensayo con nuevas cosas por saber de mí y ese otro yo, que trasiega por el mundo de afuera.

Invadido por la ansiedad, me abre el apetito saber qué he hecho siempre con inquietud y júbilo mezclados, un tinto con una de azúcar y media cucharada de sal... No sé si me embargará la tristeza o la alegría en lo que concierne al hoy y si mañana llegará a mis manos el recuerdo de mi muerte y qué pasará después.

Como cuando llegó a esta habitación una taza de porcelana blanca con figuras negras de hombres chinos, unas hojas de té verde al fondo y, bajo estas, una aguja con un hilo negro. Así me enteré de que mi padre murió aquella tarde soleada de un seis de enero en la clínica Fray Bartolomé en Bogotá de un cáncer de estómago que se lo llevó en tres días. Sus últimas palabras, dichas delante de la familia, tomando mi mano, fueron:

—Siga adelante, no se derrumbe y no pierda la esperanza de hallar su identidad... Yo lo acepto como es usted así no sea el mismo...—dijo con su voz ronca y cansada.

La alcantarilla de su aliento podrido espantó a todos en el recinto. A medida que hablaba, la gente desaparecía, al súcubo no lo dejó ir. El dolor de mi padre le quebraba como si un caimán le comiera el intestino. Veía salir a mi madre, inconsolable; mi papá, casi quebrándole las falanges, respiró profundo y siguió apretando al chico de 17 años que no podía más que permanecer paralizado. Cuando quedaron solos el discurso cambió:

—Yo sé que usted...uffff ¡Agrrrrrr! No es mi hijo. No es mi hijo y quiero ir a buscarlo... Por eso muero..., ¡para... ir a buscarlo!

Esa declaración apagó su farol como el último trago de un vodka barato, dejando tras de sí una botella rota en la madrugada. Lloré varios días y traté de salir, pero solo vi una pequeña mancha negra que se extendía en el corazón del techo y supe que esta cárcel también agonizaba.

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Orgasmatron, ese álbum se posó en mis manos delgadas. Vi en su portada, la imponente locomotora con una calavera en el fuselaje, repleta de furiosos dientes y dos cuernos profusos botando candela. Quité el viscoso plasma que deja la química de los recuerdos y llegaron a mí los acordes de guitarra «Tara, ta, ta, tarara, ta ta, tarara, ta, ta, tara», seguido a ello, un vertiginoso golpe con brochas de colores llenaron los espacios faltantes en mi mente: supe que lo compré con mi novia un sábado de quincena y cerveza en Beatles, la tienda de discos de la diecinueve con octava.

No solo me enteré de que me gustaba Motörhead, también tuve novia, soy bogotano y las tiendas de discos eran palacios de mi melomanía, además, que los besos con cerveza son la esperanza para salir de este encierro. Luego, el objeto se desvanece y ella sale del agua con su pelo negro, largo, bañado en vaselina, la piel tersa y marchita, blanquecino cuero que brilla desde el fondo de la tina como la luz de una piscina armoniosa y vacilante.

Al principio, huía... ya no tiene sentido. No es vieja ni joven, cada día yo envejezco y ella rejuvenece. Esa es la única marca de tiempo, que salga el sol y se oculte habla de un día, pero una arruga nos cuenta una década y muchas arrugas exponen una vida. Hoy trae un pastel de cumpleaños consigo. Hay un 20 en dos velas azules con escarcha, dos llamas bailando frente a sus ojos azabaches, que, por momentos, la sacan de ese capullo espectral que lleva encima.

—Sopla —dice con ese eco ronco que viola el retumbante pálpito del corazón, apagándolo.

—¿Hoy son los 20? —Quise hablar fuerte, pero mi voz siempre se ahoga en su presencia.

—Hoy no preguntes cuándo te vas...porque jamás te vas a ir —dijo acercando el pastel a mis labios, arrugando su rostro en una sonrisa pétrea.

Acarició mi pene porque sabía que era lo único que me hacía recuperar la paciencia. Estar secuestrado no significa que deje de ser

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hombre. El cómo perdí mi virginidad con ella, el día que el súcubo perdió la virginidad con la chica de la tienda de discos es otra historia. De mi espalda, la sangre no dejaba de emanar por el hueco donde debía estar el riñón derecho.

—¿Te gusta, chiquillo?... Sé que es así... Mamá te dará lo que quieres y, luego, cómete el pastel...—suspiraba agitada en medio de su humedad.

Solo en el orgasmo apagué la vela. Soplé, dejando la esperma en el suelo. En ese instante, retumbaron los recuerdos de ese día. Dieron tres golpes a la puerta de carne y ella me soltó.

—¡Papá!—grité.

La maldita desaparecía en el agua.

—Nos encontró. ¡Ñeeee, gruuaaaa! ¡El hijo de... nos encontró! —Dio vueltas y se escurrió como una anguila en el fondo de un pantano.

Retumbaban los golpes y sabía que papá había llegado. Ese pastel, mis diez años, las serpentinas, los payasos, los niños cantando: «¡Sami, el heladero, es un chiquillo feliz y gordito!». Las chispitas mariposa, mi papá ebrio regalando plata a los niños, en especial a mí, para comprar dulces. La cara de mamá disgustada, fumando marihuana en el patio con mi madrina, para restarle importancia a la borrachera del viejo... mi madrina... ella... mi madrina... En fin. Recuerdo a los vecinos, la sala, el tocadiscos, los tejados, los gatos, el ático... La sinapsis ¿Cómo se hacen los recuerdos? El último recuerdo verdadero, el aquelarre... el día siguiente.

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Capítulo dos: ¿cómo llenar un balde?

—No te desampareeee, ni de noooo…oooo…hip, gurassss, uffff… ni de noche ni de día. —Mi papá tanteaba el tono de voz que menos delatara su borrachera. La mirada extraviada de perro agonizante y su nariz roja garabateaban el adiós mientras me arropaba; esas notas musicales del ángel de la guarda, olor del aguardiente, su beso en la frente.

—¡Manuel, baje! —gritó mi madre apagando el porro.

—¡Déjelo! Que se quede con la madrina y que mañana la acompañe al hospital —afirmó. Sus ojos hinchados, rojos se perdían en el inminente sopor como una hoja de eucalipto embrujada por la brisa menguante.

—¡Sí, comadre, déjelo acá! Usted y Manuel…jummmmm… la traba y borrachera… Esta noche se van de luna de miel y a lo mejor le sale un hermanito a Ronald… ¡ja, ja, ja! —Mi madrina ronca, fatigada, mirando empinada a mamá. Aunque yo vivía en un mundo de gigantes, a ella yo les llegaba a los hombros, y ella a los hombros de mi mamá, y mi mamá a los hombros de mi papá, que es el ser más colosal que conocí jamás.

Cuando la madrina reía trataba de olvidar su dolor. Procuraba no mostrar los dientes demasiado para no arrugarse; los hilos arremolinados rubios aún brillaban en su cabeza, cuidaba su pelo como el cielo cuida sus nubes así sean grises. Rímel, pestañas postizas y labial rubí adornaban su cara asemejando una máscara de porcelana. La vanidad le perseguía, así estuviera montando bicicleta al filo del ocaso. Sostenía su chalé de lana impidiendo que la brisa levantara su vestido dejando ver las pequeñas bolsas de carne que llevaba pegadas al estómago. Papá azotaba los escalones de madera anunciando que bajaba.

—Mañana lo levanto con un caldo de costilla… para que coja fuerza porque esta noche lo dejo seco —habló mamá dando la espalda mientras veía nuestra casa y pensaba en lo rápido que pasaba

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el tiempo y pronto los diez años serían 20. Las luces se apagaron, cerraron la puerta y fue el último recuerdo de mi carne real. Se fue la incipiente voz de la mujer decaída que me parió.

“¡Riiiiinnnnnn, rinnnnnnnnnn rinnnnnnnnn!”, el teléfono sonó lejos. Jadeante mi madrina atravesó el corredor, cruzó el patio principal, esquivó las cubetas de agua lluvia que reposaban bajo las canaletas del tejado, apretó el paso y se deslizó por la cocina que compartía con las inquilinas.

—¿Seño, le puedo pedir un poco de aceite y sal? —preguntó una joven costeña delgada, crespa, en chanclas y minifalda—. Es para mi metalero que llegó a quedarse la noche y como culea’ ese hijo de puta cuando pone disque Motorhet… o algo así…aja, usted sabe que yo no cambió a Dangón… je, je, je… tranquila que mañana le pago todo.

Atolondrada, vio cómo pasaba de ella atinando un gesto trépido de afirmación. Levantó el auricular.

—Señora pulido, mañana no hace falta que venga. —La voz solemne del médico rodeada de un vago tono uniforme, ético, imparcial.

—Por…, cómo me dice eso… —contestó mi madrina sentándose en el sillón de la entrada del ático sacando todo el aire de los pulmones.

—No tiene caso encender la máquina mañana, señora; muy a mi pesar, le tengo que decir que su cuerpo no aguanta más. Le quedan horas o pocos días de vida, y es mejor que reciba la muerte en su casa. Lo siento… haré los preparativos. —El teléfono se apagó.

“Piiiiiiiiiiiiii” ella aferrada a la bocina con su rostro mudo.

El callejón polvoriento, lleno de indigentes como muñecos de año viejo tirados en cada poste, saludaba la luna fría y pasmada. Las cuadras amorfas con casas de bareque, madera, tejas de barro y zinc en el centro de Bogotá sufragaban un hogar de gente pobre.

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Vendedores de prensa, lustra botas, señoras del aseo, vigilantes y ayudantes de construcción…gente del rebusque con más necesidades que soluciones. Sus mejores compinches, los gatos hambrientos que perseguían ratas en las azoteas. De todas las viviendas sobresalía la pensión de mi madrina; allí se pagaba la noche y las prostitutas daban a la venta amor, mucho amor que le faltaba a los desdichados de por aquí. Mi madrina las acogía, siempre y cuando fueran cumplidas… el patio central rodeado de cuartos de una sola ventana donde nadie se quedaba más de lo debido. Viki, Ursula, la más vieja; Rosa, y Doris, la costeña enamorada del metalero, eran la cuadrilla de las artes amatorias al cuidado de mi madrina. Al fondo de una vecindad de estrato uno, si no hay un niño con retraso mental, hay una vieja desamparada que trata de no morir de hambre a la cual todos ayudan, aunque sea con un pan rollo.

En la pensión no había excepción, metida en el rincón del patio de lavar se escondía Susana en un cuartucho oscuro pegado a la alberca. Apenas se movía y divagaba acompasada entre hierbas: Ruda, ajo, salvia, dientes de león, etc. y muchas piedras: amatista, ámbar, granate, topacios y ojos de tigre. En su cambuche adivinaba la suerte, echaba las cartas y practicaba la quiromancia. Nadie sabe por qué mi madrina la mantenía a su lado, pero jamás dejaba que me le acercara. Todos hablaban de ella, echaban cuentos: que era la hija no reconocida de un expresidente cuando el barrio era de lujo en los años mozos de la Bogotá vieja, o que también la veían parada en la punta de la iglesia del parque rejuvenecida, agitando sus alas esperando por un cuerpo para ser joven de nuevo. Lo único cierto era que me perseguía para que le enhebrara una aguja y así coser su vestido negro que olía a piel roja, y que su puerta siempre estaba llena de gatos a los que daba leche y calados obtenidos a cambio de sus dones.

Yo estaba en el tejado de la pensión: desnudo, acurrucado, sin peso. No sentía frío, todo resultaba leve, parsimonioso como si el suelo fuera un mito y no doliera si me voy de cabeza contra el pavimento. En el ático estaba mi cuerpo respirando, pero yo estaba

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en el tejado, no entendía. La luz de la luna me traspasaba, la brisa no me tocaba y parecía flotar como si fuese un globo. Los mininos me veían, pasaban por mi estómago, me rodeaban batiendo la cola. Notaba el patio y la luna clara calcada en las cubetas de agua lluvia que reposaban sin ninguna perturbación, como si el tiempo se tomara una limonada de domingo y hubiera mandado todo al demonio.

Una mancha negra subió del fondo de uno de los cubos dando forma a una gata de pelo negro brillante, pecho blanco y ojos turquesa. Se paró frente a mí, maullaba inmóvil hipnotizándome, me fui desvaneciendo y la gata conmigo, ya no era leve ni un niño ni carne, nada… grité, pero mi voz tampoco se reveló. Nos convertimos en líquido y llenamos los recipientes de agua lluvia, ahora ya no era más que agua. Susana me cargó del asa de aquel balde y me vio con sus ojos turquesa de la gata que hasta hace un minuto me acompañaba.

Vi a las dos: mi madrina desnuda en la bañera y Susana junto a ella en el baño llevando a cuestas el agua con la que llenaba la tina, yo estaba en esa cubeta y sentí el peso del encierro.

—¿Está segura? Señora, es solo un niño, su ahijado —preguntó la vieja bruja vaciando el agua sobre las bolsas de carne y el cuerpo deshecho de mi madrina.

—Claro que sí. ¿O quién va a cuidar a mis putas? —decidida respondió.

Susana cerró la puerta y fue al ático; pinchó mi cuello con una aguja y sacó un par de gotas de sangre en una taza china, caminó despacio con los ojos cerrados, desnuda se metió a la alberca rodeada por cuatro gatas de colores ronroneando al unísono, bebió la sangre murmurando maleficios y se ahogó.

Mi madrina invadida por la ambición se bañó conmigo. Rodeé su cuerpo, y ella suspiró, metió su boca insaciable conteniendo la respiración, y bebió el agua hinchándose hasta que la bañera quedó

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seca y durmió. Sus nuevos años de vida dieron fin a su diálisis. Abrí los ojos en mi cárcel de carne. Susana abrió los suyos en mi cuerpo rejuvenecido.

—¡Papasote! Tómese el caldo que el niño ya viene a desayunar. —Sentada junto a la cama, mamá despertaba a mi papá con un caldo de papa, huevo y cilantro. La policía estaba en frente de la casa.

—¡Uyyyy! Qué rico… Rocío, ¿dónde está el niño? ¿Qué pasó donde la comadre? ¡Se nos murió! —pasando saliva murmuró papá agachando la cabeza.

—¡Noooo! Cariño, ella parece que se rejuveneció… hasta anda bailando… fue Susana, la bruja se ahogó anoche en la alberca... ummm… parece que tropezó, cayó adentro y no pudo salir. —Poniéndose las chanclas comentó—. Salió de casa, mamá pasó frente la policía y mi madrina le entregó al súcubo, a mi… o más bien a Susana en mi anémico cuerpo.

—Gracias, comadre, si necesita ayuda me cuenta para reunir lo del velorio de la viejita Susana… —exclamó sentida, inmersa en lástima.

—Tranquila que ella está muy bien donde está. —El tono mezquino incomodó a mi madre. Ella me tomó de la mano y casi se quedó helada mirándome a los ojos; el vacío, su instinto maternal le mostraba un niño distinto. Mi papá rompió el silencio.

—¡Venga para la casa, deje de ver la policía que está trabajando! —mandó certero asomado en pantaloneta por la puerta. Me abrazó y sintió un faltante en mi espalda, algo que no le gustó. La mirada ausente del súcubo que conviviría entre ellos.

—Mire, mijo, la señora Susana ayer le dejó este regalo al niño en la fiesta, ¿qué será? —avisó mi mamá mientras el cadáver pasaba en una bolsa negra a la vista de los curiosos. Le pasó una cajita de cartón envuelta en papel periódico donde se alcanzaba a leer la noticia de primera plana en letras negras:

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EL ATENTADO AL BOEING

ERA PARA EL CANDIDATO GAVIRIA.

Mi papá lo destapó saboreando la resaca, no sacaba de su cabeza ese niño que acababa de recibirnos, era el mismo, me daba una palmada incierta, desconfiada e incómoda en la espalda.

—Mire, mi amor, qué raro, unos pocillos blancos con caras chinas… —pronunció mi papá viendo las tazas donde luego tomaría el té.

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Cuerpo mutable

Por Absalón Cabrera

Cayó al suelo junto con el cristal que, en pedazos, se esparció por la habitación. El molde que lo contenía aún conserva los restos de enzima fermentada y húmeda. Su forma extraña, jorobada y arrugada se intenta estirar como desplegando capas amalgamadas de colores tierra. De su costado derecho empezó a salir una espina puntiaguda que, luego, se fue agrandando como chamiza de árbol seco. Las paredes de la habitación la contuvieron mientras se envolvía en círculos alrededor de mi cama. Copó el lugar hasta que encontró rendijas en la trabazón de las paredes y empezó a salir.

Me incliné al borde del lecho y noté que estaba sostenida en el aire por una punta de la chamiza. Grité, cerré los ojos, los presioné con mis dedos como si intentara encontrar un fondo y se hundieron hasta el otro lado, pasando por la crisálida y húmeda córnea y el cartílago del cráneo que desatornillé con mis manos. Me di dos golpes en las mejillas que dejaron restos de mi carne fresca recién cortada, rasgada y arrancada. Vacilé por la habitación durante horas.

El cuadro que rescaté de la basura entre los desechos de la vieja detestable que me insultaba por no ser su hija, quedó lleno de sangre. Supongo que me apoyé en él mientras daba vueltas por el lugar. La pintura de aceite se sentía fresca, resbaló en mi mano. Su color ocre oscuro le daba forma al paisaje: dos hileras de árboles hacia el horizonte profundo y, al fondo, una montaña de la que brotaba una pequeña quebrada con agua fría que quitaba la sed a un par de ciervos.

En un punto, el agua era torrentosa y se ajustaba en las rocas con sobresalto, desesperada, como queriendo escapar del lienzo. Al final,

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un poso refleja un millar de arbustos que se mueven por un viento suave, constante. En el follaje, dos ardillas miran a los ciervos beber el agua y sus ojos permanecen con destellos rojizos, alucinantes ventanas de otro mundo explotando en pedazos de oxígeno carbonizado, árboles flotando hacia el infinito en una cola de cometa.

Veo un pequeño punto blanco en la pared cerca a la puerta, se engrandece cuando muevo la cabeza, parece un copo de nieve con formas irregulares superpuestas. Me doy vuelta e intento buscar otro enfoque y parece que se fraccionan: son varios copos, unos encima de otros, aplastados, deformados por el peso y el tiempo que llevan juntos, inconclusos, incomprendidos, deteriorados. Copos atados por la costumbre y almacenados en visiones diferentes de episodios comunes, anudados en la estepa, en la pared húmeda y salada que parece fundirse con el marco de madera vieja del cuadro colgado en la pared. Se recoge en hileras de moho, se transcriben en huellas de arena y barro que sobresalen y caen al piso cuando soplo despacio.

Sale mi ánima con cautela, cada soplo de humo que se asoma por las esquinas está empujado por las termitas que al liberarse de la carga recitan palabras en quechua, arawak, bora-witoto. Escupo el olor a animal muerto que fue sacrificado y este grito, en la boca, perfora el tímpano, arrancando pedazos de vida que vuelan despacio por la rendija de las llaves.

Presiono con ambas manos la perilla de la puerta mientras los vellos se ponen firmes como alfileres que retienen las gotas de pintura que se escapan del lienzo por la esquina corroída del cuadro. Un grito, una voz, un puñetazo y gotas de sangre ennegrecida por los años; un cuerpo que permanece allí esbozado, se rearma, resiste, se conserva con el frío y el viento que escupo y expelo, mientras la tinta destapa la córnea imperecedera, húmeda, brillante, captada por la retina que aún está fresca en mis uñas.

Abro la puerta lentamente y entra un viento leve, el mismo que carga la humedad y la historia, transporta en sus brazos corpúsculos

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de memoria y tinta que encriptan las voces, escucho llantos y quejidos ancestrales mientras me construyo sobre el saqueo, la avaricia, el despojo y las ruinas. Sin mi consentimiento el viento ya está ahí, dentro del cuarto con el cuadro, el lago y las montañas, abrazando la bahía y alimentando las ardillas. Me acomodo el brasier para que no me presione los senos, ya aplastados por la varilla metálica y oxidada. Al pie de la puerta, un vacío, profundidad infinita que arrastra gotas del óleo, hace descender el alma y el cuerpo, atrapa materialmente la vida y la transforma en desecho.

Sobre mis huesos solo hay residuos de material orgánico que se corroe con el tiempo cubierto de bellas prendas a precio de oro. El interior del cuarto está lleno, el cuerpo despojado y afuera el espacio es intrascendente, vacuo. Cierro la puerta y regreso al cuadro.

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El comienzo del fin de la historia

Por Jorge Andrés Otero Ossa

Ahí estaban, observando el horroroso paisaje que habían dejado los conflictos de las décadas pasadas. Ese horrible panorama muerto, donde el fresco y dulce aroma de la naturaleza habían sido reemplazados por el pestilente olor a barro con petróleo, donde ya no se escuchaba el cantar de las aves, sino las repentinas ráfagas de una que otra arma (y, eso, cuando se tenía la suerte de escuchar algo) o tal vez el espontáneo sonido de un grito de fondo.

Era el otoño del 2081 y este era el panorama que se les pintaban a los dos jóvenes, mientras que, sentados en el resto de la cornisa de un edificio, observaban lo que alguna vez fue una ciudad próspera y tranquila. Ambos, tomados de las manos, se decían todo con solo miradas. En aquella cornisa, las palabras no eran necesarias. Él la entendía a ella con solo ver esos ojos castaños inundados en lágrimas y ella lo entendía con solo ver sus ojos negros, caracterizados por tener una mirada desolada, frustrada y confundida.

El panorama era triste. Estos dos jóvenes estaban en la cornisa de aquel destruido edificio, llena de polvo, con tubos de metal sobresalientes, con algunos recuerdos de los antiguos habitantes a sus espaldas: unos cuantos cuadros, una cama con un colchón desnudo que dejó de ser blanco para adquirir los tonos grisáceos del polvo. Sin un techo, la terraza de aquel penthouse en la zona más fina de la ciudad había sido destruida en uno de los tantos bombardeos. La fachada estaba agujereada. En algunas partes, había pequeños rastros de sangre y, para terminar la bella obra dantesca que había hecho la guerra de aquel edificio, estaba uno que otro cuerpo en descomposición como decoración interior.

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A pesar de todo esto, allí estaban, ella y él, no por el placer de encontrarse en un lugar con tal apariencia, sino porque no tenían dónde más estar, pues esa era de las zonas menos afectadas que había dejado la guerra. Ya estaba cayendo la noche, por eso, se retiraron de la cornisa, buscando un lugar dónde refugiarse de los fríos vientos otoñales, para después poder arroparse con todos los abrigos que llevaban y comer de los pocos enlatados que habían encontrado en el día.

En el instante en que él intentó prender un fuego, fue detenido por ella mientras le decía: «Espera... no se te olviden los gases que quedaron en el aire, no quieras matarnos». Él la miró apenado, pues, no recordaba la situación en la que estaban. Para poder calentarse tuvieron que abrazarse y taparse con la cantidad de ropas que traían encima, además de una que otra cobija que traían en el poco equipaje que llevaban.

Ya avanzada la noche, donde ya ninguno de ellos podía ver más allá de su nariz, ella soltó una pequeña risa. Él intrigado le preguntó: «¿Qué es tan gracioso en esta situación?». A lo que ella respondió: «No me río porque algo de esto en lo que estamos metidos me cause gracia. Lo que me da risa es acordarme cómo era todo antes, cómo podíamos todos convivir sin miedo a que el otro nos mate, sin tener que estar apurados buscando comida, pensando que nuestra vida era un martirio por las obligaciones y “problemas” que teníamos, donde la tecnología era una realidad diaria y se había convertido en parte de nuestra cotidianidad para poder sobrevivir al mundo. Me río de cuando teníamos vida».

A él le intrigaba esa respuesta, porque no era tan fuerte, lo que le provocaban todos esos recuerdos del pasado era una profunda melancolía y, por eso, evitaba pensar en ello. Pero, esta vez, por la falta de sueño y la necesidad de olvidar la realidad, decidió unirse a su concierto de recuerdos y, así, empezaron a recordar un poco de cómo vivían antes de la guerra:

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Los dos habían nacido en el 2050, época en la que los avances tecnológicos se encontraban en su máximo esplendor, de manera que si una persona del siglo pasado tuviese la oportunidad de ir a dicho año, no reconocería el panorama como el planeta tierra. Empresas como Google, Amazon, Microsoft, Apple y Samsung habían logrado desarrollar lo que tanto tiempo se había estado buscando: los autos voladores, en su mayoría tenían la capacidad de recargarse con energía solar.

Para los viajes nocturnos usaban baterías eléctricas que se recargaban con el movimiento de las llantas de los vehículos. El modelo antiguo del auto no había cambiado, solo se le había incorporado un sistema de propulsión con el cual un vehículo que tuviera suficiente espacio podía salir volando. Además, también se había conseguido que los carros fueran autónomos y solo se le tuviera que poner una dirección haciendo que el automóvil llevara a la persona.

El campo de la robótica también estaba avanzado y, para el momento, se estaba empezando a esparcir el uso de robots domésticos en cada hogar, como facilidad, para los quehaceres de la casa. A nivel armamentístico se produjo un tipo de arma que no manejaba munición, sino que funcionaba con la energía solar. Para los enfrentamientos en la oscuridad la herramienta bélica contaba con una batería que solía recargarse durante el día.

También habían desarrollado una bomba que primero esparcía pequeñas cápsulas que contenían un gas corrosivo. Su propósito principal no era matar, pues no era un gas mortal. Su verdadero objetivo era inutilizar las armas enemigas para que el oponente quedara desarmado en pleno campo de combate. Por último, en términos de armas de destrucción masiva, se mantuvo las armas nucleares como el arma por excelencia, debido a que era costo-efectiva (no se había manejado en combates, pero era más económico producir estas a bombas a otro tipo que hiciera más daño).

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En términos sociales y económicos, era una época donde los países suramericanos y africanos eran considerados potencias económicas, en especial Colombia, Nigeria y Kuwait. Esto es porque, en medio de una crisis petrolera que habían sufrido 25 años antes, los países como Estados Unidos, Japón, China, Inglaterra y Alemania, se habían dedicado a comprar crudo a los 3 países tercermundistas. Con los primeros ingresos C.N.K (pequeña organización conformada por Colombia, Nigeria y Kuwait con propósito de controlar la demanda y la oferta en la venta del petróleo por parte de estos países) se había dedicado a invertir en tecnología para poder procesar los combustibles fósiles. Más adelante C.N.K usó los consiguientes ingresos para centrarse en la energía solar y monopolizar la venta de paneles a nivel mundial. Por lo tanto, este C.N.K se había convertido en el nuevo bloque de potencias que manejaba la energía a nivel global.

Colombia por su parte era la más beneficiada del tratado C.N.K debido a que; en una guerra civil venezolana muy marcada, Colombia aprovechó dicha brecha para apoderarse de gran parte del territorio del país vecino, en especial los lugares donde más estaban presentes pozos de petróleo. Por su parte, la población venezolana no opuso una mayor resistencia, por lo que Colombia salió altamente beneficiada de dicho conflicto interno. Con estas posibilidades, lograron ser el mejor vendedor de petróleo a nivel mundial y, así, tomó ventaja para poder manipular más rápido todo lo que fue la energía solar.

En términos políticos, la situación era tensa, los Estados Unidos (que estaban debilitados, pero nadie podía negar su increíble poder militar) comenzaron a tener una presencia muy marcada en el paralelo 38, zona histórica de tensión por ser la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur. El país americano radicalizó su política exterior en el 2020, cuando la tensión casi desencadena una segunda guerra de Corea, por lo que ahora su política dictaminaba que, a la más mínima violación a la soberanía surcoreana o a cualquier otro

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país aliado, no se dudaría de tomar acciones bélicas, invadiendo al agresor sin tomar en cuenta los organismos internacionales.

Para el 2050, había subido un nuevo dictador al poder en Corea del Norte. Este traía ideas radicales, así que después de 10 años de suspenso, decidió invadir Corea del sur. La guerra había estallado. Todos estos detalles históricos, los rememoraba él a razón de que tenía más claridad en los temas políticos, sociales y económicos, en comparación con su nivel de comprensión cuando todo ocurrió. Mientras él se los contaba a su compañera, se marcó una muy pequeña sonrisa en su cara al recordar su infancia en ese mundo donde no había guerra.

Para cuando la guerra estalló, ellos solo tenían 10 años, habían vivido su vida entera en la guerra después de haber tenido una niñez totalmente pacífica. Los primeros años de la guerra ellos dos no tenían miedo al conflicto ni a las repercusiones de este, pero, después de 5 años de guerra, ocurrió lo que era tan temido por todos: estalló la primera bomba nuclear. China y Corea Del Norte lanzaron un ataque nuclear coordinado a las bases norteamericanas y la capital de Corea del Sur.

En ese momento, inició un conflicto global que dejó de ser localizado en la península de Corea y pasó a ser global. Rápidamente, los objetivos pasaron a ser los productores energéticos a nivel global. Siendo así Colombia el foco del conflicto y estos inocentes jóvenes quedaron atrapados en medio de una guerra que no entendían.

La primera acción que se tomó en el país, al darse cuenta de que serían foco de bombardeos, fue transportar a los jóvenes del país a un refugio subterráneo con extensión de miles de kilómetros a lo largo del territorio nacional. Ahí fue donde se conocieron, cada uno de 15 años, desconcertados, temerosos e impotentes. En un inicio, hablaban para poder pasar por alto lo que se vivía afuera, en todo caso, no era algo de lo que estuvieran muy enterados.

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Las únicas noticias que recibían del exterior se presentaban en forma de sacudidas en el techo, de forma relativamente frecuente, así podían dimensionar la potencia de la bomba y la cercanía con la que había caído del refugio. Los otros mensajes solían hacerse visibles cuando de manera repentina las luces se iban. Al principio, solo buscaban un escondite juntos, pero, a medida que esto fue ocurriendo con más frecuencia, aprovechaban los momentos para poder explorar las instalaciones sin fin. Llegó un punto en el que todo se les hizo muy monótono: los pasillos que eran iguales al dar la vuelta en cada esquina, las mismas puertas puestas en el mismo patrón, las mismas señales. Lo único que diferenciaba un pasillo del otro era la marca con la cual se podía determinar en qué ala del refugio/prisión estaban.

Ellos no tenían la costumbre de alejarse por miedo a perderse. Los dos dormían en los camarotes del ala A, en la sección 10. Los conocimientos de la infraestructura del refugio que tenían eran muy básicos. Solo se les había informado a los del ala A, que la salida quedaba atravesando la C, subiendo hasta llegar a la sección 20 y que el comedor de la zona quedaba entrando por la puerta 5. Finalmente, un día en uno de los apagones, se sintieron osados y se alejaron hasta llegar al pabellón D por la sección 2 y, como era de esperarse, se perdieron.

Decidieron dejar de moverse debido a que, en poco tiempo pasaría el apagón, pero, en vista de que las luces no se encendían, empezaron a moverse. Él, para romper el hielo, dijo en voz baja: «Oye, ¿qué habrá pasado?». A pesar de hacerse el valiente, tenía la voz un poco quebrada y apretaba la mano de ella. Ella, todavía más asustada, le respondió: «No sé, solo no me sueltes». A medida que avanzaban en la oscuridad absoluta, se dieron cuenta de una cosa: un silencio atemorizante y expectante reinaba.

De repente, un abrupto ruido rompió con ese silencio. Los dos dieron un salto por reflejo. A él se le salió un grito ahogado y a ella un leve sonido, emitido por haber suspirado tan rápido. Jamás

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habían escuchado el sonido de un disparo, pero podían imaginarse de manera muy acertada cómo era. Cuando escucharon el ruido, se encontraban en la sección 8 y el sonido parecía venir de la sección 15. Él le dijo: «No te preocupes, no te dejaré aquí. Algo está mal y quienes hayan entrado no vienen a decirnos que la guerra terminó. No te abandonaré por ningún motivo». Ella solo lo miró, le sonrió, y lo abrazó.

Los dos decidieron buscar la entrada al pabellón C por la sección 10 del D, pero no sabían lo que podían encontrar en el recorrido. Para cuando llegaron al pabellón C sección 12, los ruidos ya no solo eran disparos, eran también gritos, gritos del sufrimiento más profundo, los dos podían imaginar lo que estaba pasando por lo que decidieron darse prisa. Él la tenía de la mano, como un niño que sostiene un caramelo, él no dejaría que lo único valioso que tenía en ese momento se perdiera, no pensaba soltarla. Ella le dijo: «Yo tampoco dejaré que te vayas, no te pienso soltar... No creas que te dejaré solo».

A medida que se acercaban más a la salida, el panorama se volvía más tétrico. Pasaron de escuchar los gritos a ver los cadáveres, las siluetas de los soldados abusando de las jóvenes, las manchas de sangre en las paredes. Cuando finalmente pensaron que habían llegado al final de ese recorrido infernal, se encontraron con que un grupo de soldados coreanos patrullaba la entrada. Al ver esto, él la metió a la sección 19 del ala C. Solía ser un grupo de dormitorios, por lo que se escondieron debajo de las camas.

Ella veía el temor de su compañero derramándose en forma de sudor. En ese momento, lo miró a los ojos y le dijo entre susurros: «...Tengo miedo de perderte... Te amo, pero solo hay una solución para esto... Yo correré hacia los soldados para distraerlos y aprovecharás para salir». La voz se le cortaba y las lágrimas ya corrían por sus mejillas, pero ella no era la única que estaba llorando. Él, con menos voz que ella, le respondió: «Si crees que te dejaré hacer eso es porque me mentiste cuando me dijiste que compartíamos un mismo

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mundo. No dejaré que, después de estar dos años metidos aquí, te vayas por salvarme. Saldremos de esto juntos».

Cuando él terminó de decir esto, salió una voz de sus espaldas. Era un joven un poco mayor que ellos, estaba cubierto de sangre y tenía la mirada de una persona que ha visto mucho sufrimiento. Solo dijo: «Síganme, yo sé por dónde salir». En todos los cuartos había un conducto para la ropa sucia, los 3 se metieron por uno de esos ductos que daban a un cuarto de lavandería todavía más abajo que los dormitorios.

Una vez en ese cuarto, el tercer chico les dijo: «La puerta con el cartel de salida de emergencia es una escalera que da a una trampilla que los llevará directamente al exterior. Sé, por chismes, que la guerra dejó de ser solo nuclear para ser también química y hay nubes de gases corrosivos que, al más mínimo contacto, queman y si se ingiere, no demorara más de dos minutos en matarte. Para esconderse, según sé, hay que ir a las alturas o cubriendo toda la piel. De todas formas, si consiguen taparse, tendrían que aguantar la respiración hasta encontrar algún lugar alto o sellado dónde refugiarse.

»Por último, no sé qué tanto haya afectado la radiación el clima y las formas de vida salvaje. Tengan mucho cuidado. Ahora, salgan. Nos ha estado siguiendo una tropa de coreanos de más o menos diez de ellos. Yo los detendré y les daré tiempo, pero corran». Antes de que ella pudiera decirle algo al tercer chico, él la haló y se la llevó por ese largo tramo de escalones. Una vez llegados a la trampilla, él le prestó su chaqueta a ella para que se cubriera la piel. Abrió la compuerta con temor, no sabía qué podía haber del otro lado. Después de todo, ya no era la Bogotá que había conocido en el 2060, ya era el 2067, y las guerras hacen estragos.

Lo primero que notó al abrir la trampilla, era que seguía vivo. Corrieron con la suerte de que la nube de gas no estaba pasando por allí. Él le dijo a ella que se destapara y que corrieran. Después de correr un rato, ella le dijo que estaba cansada, que deberían buscar

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un lugar dónde esconderse mientras se recuperaban. Él se detuvo y buscó el edificio más alto a sus alrededores. Después de echar un vistazo, se encontró con un edificio relativamente alto, que parecía estar en mejores condiciones que los otros. El edificio estaba a unas 3 cuadras de donde ellos estaban. En esas 3 cuadras, pudieron ver los efectos de la guerra en todo su esplendor: cuerpos en los bordes de las aceras, algunos colgando por los marcos de las ventanas, los automóviles por los cuales tanto había luchado la raza humana, estaban todos volteados, les faltan partes, pero no porque alguien las hubiera quitado, sino que las bombas habían hecho que estos trozos simplemente desaparecieran de la faz de la tierra.

Él se detuvo en la mitad de la segunda cuadra, decidió mirar hacia arriba y examinar los edificios más allá de los cuerpos en las aceras y los automóviles volteados. Quiso ver cuál era la conclusión de toda la evolución humana. Arriba se encontró con algo que lo impactó todavía más: los edificios estaban destruidos como si hubieran sido cortados por la mitad. Uno de los tantos edificios tenía encima un avión que había quedado reducido a un manojo de metal después del impacto con la imponente estructura. Ella lo haló de la mano, tenían que llegar al edificio como fuese, además, a ella sí le impactaba ver los cadáveres en las aceras.

Una vez que llegaron al edificio, lo primero de lo que se dieron cuenta fue de que, en el vestíbulo, había una masacre. Detrás del mostrador, la secretaria no tenía la mitad de la cabeza y lo que quedaba de ella estaba sobre un teclado digital. Los dos guardias de seguridad tenían las manos atadas y estaban botados debajo de unas sillas de espera. Por otra parte, los desafortunados que estaban en la sala en el momento de la masacre se encontraban desperdigados alrededor de dicho lugar, algunos sobre las sillas, otros en la entrada, uno estaba recostado sobre el mostrador con unas manchas de sangre y agujeros sobre un traje oscuro.

En el instante en que ella vio la tétrica obra de la naturaleza humana, merecedora de ser la imagen de un cuadro de Goya, se

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lanzó a los brazos de él, tapándose la cara con el pecho de su compañero. No quería ver la escena y él, por su parte, atónito, solo pudo alzar su brazo derecho y ponérselo en la espalda de forma que la apretara todavía más contra su pecho, así ella sabría que nunca estaría sola. Cuando salió del trance se percató del estado de ella y solo le dijo que entrarían, que si quería no abriera los ojos, que se quedara con la cara pegada a su pecho.

Él era el que la guiaba por los enredijos de aquel edificio. Nunca la dejó de abrazar, a pesar de que, entre más subían, la escena se iba tornando cada vez más tétrica. En el penúltimo piso de las ruinas de aquel edificio, se detuvo y le dijo: «Acá las cosas no están mejor que en el primer piso... Tengo que hacer algo. Si quieres, siéntate acá y deja los ojos cerrados. Si tienes miedo, háblame, yo te responderé». Tras esto, la soltó y la sentó en el piso. Ella pensaba que la situación era la misma a la del primer piso y que, para que pudiesen quedarse allí, él iba a sacar los cadáveres del piso.

La escena tenía una diferencia que, aunque notoria, mantenía la misma temática a la de los pisos anteriores. En los niveles inferiores, las personas habían muerto a manos de los soldados invasores; en el penúltimo piso, la gente había decidido quitarse la vida. Lo más visible eran las cinco personas colgadas, uno en el centro de la habitación y los otros 4 en las esquinas del piso. Los cubículos de las oficinas estaban repletos de personas que habían decidido suicidarse de diferentes formas.

Los que cargaban un arma se dispararon, dándose una muerte rápida. Los que no contaban con armas habían elegido otras maneras: se provocaron una sobredosis de medicamentos o tomaron el primer objeto cortopunzante que encontraron y se cortaron para morir de desangramiento. Algunos se cortaban las muñecas, otros, el cuello y otros, solo buscaron el corazón, enterrando la cuchilla, esperando morir de inmediato.

Por la tarde, él comenzó a limpiar el piso, para cuando terminó de retirar los cuerpos, era más de medianoche y ella, hacía rato, se había

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dormido. Él, temblando y con sangre en las manos, la alzó y, con propósito de que no pasara frío, la metió a una de las oficinas que se encontraba en mejores condiciones. Allí, la arropó con su chaqueta y la abrazó, todo para intentar dormir. Su delirio por dormir esa noche parecía la fantasía de un niño de tener superpoderes. Estaba estresado, ansioso, triste, asustado e inseguro de todo.

En la madrugada, se levantó, tomó una hoja y un papel para dejarle una nota diciendo: «Estaré en el último piso. Si me necesitas, ve allí». Se la puso al lado y se fue. Estando en el último piso, se sentó en una de las cornisas destrozadas por bombas y se dio el lujo de llorar y derrumbarse. No sabía qué hacer, tenía claro que la protegería, que no la perdería, pero no sabía qué hacer.

Y la seguridad de ella no era lo único que le atormentaba, también le entristecía el punto al había llegado la especie más desarrollada del sistema solar. Dos jóvenes de 20 años escapando de un grupo de soldados coreanos, esperando no encontrarse con un gas mortal que podía estar doblando a la esquina, entrando a un edificio que tenía tantos cuerpos que podía ser comparado con un cementerio, teniendo que mover cuerpos humanos por horas para poder alojarse temporalmente allí, teniendo que dormir con los constantes ruidos de disparos y bombas de fondo.

Cuando él menos se lo esperó, sintió unas manos que se deslizaban por su cadera llegando a su abdomen y que lo quitaron suavemente de la cornisa. Él supo que era ella. Tomando sus manos, se dio la vuelta y la abrazó con todas sus fuerzas, a pesar de que era él quien la necesitaba, y le susurró al oído: «Nunca me dejes solo. No podría soportar esto».

Los siguientes 4 años fueron una constante búsqueda de comida en los supermercados, cuidarse de las probables bandas que se habían forma cuando Colombia cayó en la anarquía, de huir de una espesa nube pestilente de color amarillento con tonos verdes, de buscar todos los días edificios nuevos donde quedarse, de retirar los cuerpos de donde dormirían, de cuidarse de las zonas de conflicto y

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los soldados, de estar pendientes a los sonidos de aviones, pues, probablemente, eran bombarderos, de esconderse de la lluvia (una gota de lluvia era igual de peligrosa que echarse ácido en la piel) y mantenerse alejados del calor del fuego. Durante estos 4 años, crearon una serie de reglas para poder sobrevivir:

1. Al mínimo olor pestilente, subir a los últimos pisos de un edificio a esperar a que los gases pasen.

2. Solo comer enlatados.

3. No prender fuegos.

4. Dejar lo exclusivamente necesario expuesto de piel.

5. Siempre decirle lo que pasaba al otro.

6. Alejarse de cualquier ruido, sea de armas o no.

7. Evitar, en lo posible, heridas o lesiones.

8. No hablar con extraños, a menos de que sean ocasiones de emergencia.

Del 2071 al 2075, deambulaban sin rumbo fijo, cumpliendo las reglas que se habían impuesto para poder sobrevivir, hasta que, un día, en el verano del 2075, escucharon una voz, pero esta voz hablaba como si fuera para un público, como si fuera un reportaje. Parecía un televisor o uno de los transmisores holográficos que tenían la función de mantener a las personas informadas. Yendo tras la voz, se toparon con un hombre, casi calvo, de altura media, acuerpado y con pocas ropas. Siguiendo las reglas, en el instante en que lo vieron, decidieron retirarse, pero, para cuando tomaron la decisión, él ya los había visto y les estaba apuntando con un arma.

El hombre calvo les dijo: «No sé qué busquen, quieran o necesiten, tampoco me importa. Solo váyanse y déjenme en paz». Cuando el hombre terminó estas palabras, él le tomó la mano y empezó a retroceder muy lentamente. Unos instantes antes de llegar a la escalera, ella volteó y le dijo al hombre calvo: «Escuche, señor, solo

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queremos saber qué está pasando. Nos encerraron en una especie de refugio por dos años y, desde que salimos, hemos estado escapando de todo por más o menos ocho años. Estamos cansados y solo queremos saber cuándo acabará esto o, al menos, en qué estamos y para dónde vamos».

El hombre calvo les hizo una señal con el arma de que entraran en el pequeño departamento, les dio algo de comer y beber y les dijo: «He estado escuchando las noticias y lo que noto es que la guerra ya está llegando a su fin, pero no porque las naciones hayan hecho un acuerdo, sino porque ya no hay quien pelee su guerra. Al parecer, los pocos disparos que se escuchan todavía es de gente que se está matando por inercia. No saben por qué lo hacen, solo lo hacen». Él, en un inicio, dudó de la historia del hombre calvo, pero, al ver las cosas de forma objetiva, se dio cuenta de que el ajetreo diario no le permitió percatarse de que el ruido de fondo de disparos y bombas se había reducido ostensiblemente en los últimos años.

Ese verano del 2075, se quedaron en el departamento del hombre calvo. Estando ahí se enteraron de que, hacia el oriente, había una zona que se había salvado en su mayor parte de los espantosos escenarios de la guerra, debido a que, al estar cerca de las zonas petroleras, eran lugares geoestratégicos y territorios muy ricos. Un día al levantarse, se encontraron con el cadáver del hombre calvo, quien, al parecer, se había suicidado de una sobredosis de medicamentos presa de la desesperación del estilo de vida que llevaba hasta el momento.

Después de eso, partieron en su travesía para llegar al oriente del país, la tierra prometida. Ya estaban acostumbrados a los deprimentes panoramas urbanos. Era como si aquella selva de concreto hubiese sido talada por el mismo ser que la plantó. En el camino, tuvieron que pasar por los panoramas rurales que deprimían más que los tristes e impactantes escenarios urbanos. Ver cómo los cultivos de trigo, papa, arroz, café y caña de azúcar estaban todavía

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más muertos que los cuerpos que se habían encontrado tan solo instantes antes en el camino.

Finalmente, llegaron a la tierra prometida en el otoño del 2081. Cuál fue la sorpresa de los dos al darse cuenta de que la única diferencia de ese escenario con el resto era que, en la supuesta zona exenta de los daños del conflicto, al estar cerca de las zonas de extracción petrolera, los derrames de petróleo habían llegado a las zonas residenciales, haciendo que el suelo se volviera altamente inflamable y que el ambiente tuviera un olor marcado a combustibles.

Allí estaban ellos dos, sentados lejos de la cornisa, al interior de un edificio destruido, recordando todo su trayecto en la confidencialidad de la noche y el escenario dantesco. Cuando terminaron de hacer todo este recuento, ambos se quebraron y lloraron mientras se abrazaban. A pesar de estar uno al lado del otro, la oscuridad y los pocos disparos de fondo, impidieron que se percataran de que el otro estaba hecho trizas. Solo decidieron abrazarse y dormir para poder continuar al día siguiente. Total, los dos eran sobrevivientes del comienzo del fin de la historia.

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Luna de plata

Por Luz Denis Carvajal Sánchez

Luna está enamorada, pero no es correspondida a su amor; le falta luz. Luz que ella desborda, tiene cabello de plata y tersa piel de porcelana, ojos azules como el cielo y profundos como el mar, con mirada misteriosa.

¿Quién será aquel que es dueño de sus sueños de plata?

Divaga la mente de aquel que no sabe que despierta tan hermoso sentimiento, de un ser tan mágico y fugaz, que con la luz del primer rayo de sol se desvanece como la aurora en el ocaso. Acaso no sabe aquel caballero que tiene tanta fortuna. Él, un hombre de pobre sentimientos y ser opaco, en cambio ella es fría, serena, misteriosa y muy luminosa.

“¿Cómo más podría ser si es Luna?”.

Bajo luna del infinito, atraído por el deseo fugaz de un ser terrenal, ella tomando la figura femenina desciende con sus pies descalzos patinando sobre el agua mientras se dirige a la tierra y llega hasta la orilla caminando lentamente hasta llegar a su ser amado; aquel mortal que a nadie pertenece, se asoma en la ventana. Él, tendido sobre su cama, apenas moviéndose pesadamente, siente su ser, una presencia iluminada. Abre sus ojos y apenas puede creer lo que observa: un ser mágico de cabellos plateados.

—¿Quién eres? —pregunta asombrado y a la vez maravillado porque jamás habían visto sus ojos tanta belleza —. ¿Acaso eres un sueño o estoy alucinando, tal vez?

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Luna observa aquel mortal frágil, pero corpulento, de piel canela y cabello oscuro que le cae en ondas hasta los hombros, con músculos tonificados, alto, con dientes blancos, manos firmes y fuertes, nariz fileña y pómulos marcados, barbilla semicuadrada, ojos color avellana y mirada penetrante. ¿Quién lo diría? El hombre parece un Adonis.

Luna corre hacia el bosque cuando se da cuenta de que ha sido descubierta por aquel que sus sueños robó. Por el bosque yace un camino empedrado, formado hace miles de años. A un costado del camino, un río fluye. Luna llega hasta él y hace una seña con sus manos y unos hilos de plata la suben de nuevo al cielo, que, en ese momento, se encuentra totalmente a oscuras. El hombre corría hacia ella, pero solo puede observar cómo se pierde entre las nubes.

A la mañana siguiente, en aquel bosque encantado y lleno de vida, los pájaros amanecen cantando. Los animales, seres encantados, y todo el bosque saben que los ha visitado un ser mágico de aquellos que, con su luz, hacen resplandecer todo a su alrededor.

El otoño está iniciando y caen las hojas de los árboles formando un tapete de hermosos colores amarillos, rojos, cafés y anaranjados. Siguiendo el camino empedrado, en la mitad del bosque, hay una cabaña cuya chimenea se había apagado hace rato. En su frente, una puerta de cedro invita a pasar y las ventanas de pino que permiten la entrada al sol, están abiertas y un ruiseñor se posa a cantar sus bellas melodías. Su plumaje brilla al sol; tantos colores y tantas texturas en aquel lugar. Con el trinar de nuestro amigo el cantor, despierta por fin aquel caballero que a la Luna enamoró.

Se sienta sobre su cama hecha de madera que él mismo cortó de un viejo árbol. En ese instante, un hada del bosque pasa, susurrándole al oído: «¡Acuérdate lo que pasó anoche!». Como si fuese una película, comienzan a llegar a su mente imágenes de los sucesos de la noche anterior y exclama en voz alta: «Esto que pasó ¿solo un sueño fue o fue una mágica realidad?».

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Prende el fuego para hacerse un café, el humo sale por la chimenea. Con la taza ya en sus manos, se dirige hacia el porche, se sienta en una silla comprada en una barata. Comienza a recordar lo que vio la noche anterior. ¿Cómo pudo esa hermosa mujer de largos cabellos plateados asomarse a su ventana en medio de la noche? Recuerda que tenía un vestido largo de velo blanco que dejaba ver su frágil figura, daba la ilusión que flotaba. Su vestido ondeaba mientras corría por el camino empedrado, sus largos cabellos flotaban con la brisa al mismo tiempo que producían destellos de luz. ¿Cómo olvidar ese rostro angelical que es casi pecado mirar?

Sacude la cabeza como intentando despertar, como si aquello no pudiera ser más que un sueño. Entra a la cabaña y se cambia de ropa, agarra sus herramientas y se va a trabajar. Es minero, saca gemas y cristales de la montaña. En el camino hacia su trabajo hay una cascada, es muy bella. Un lugar tranquilo, mágico, en la que cualquier persona quisiera estar. Tiene una hermosa vegetación que ondea entre todos los verdes. El agua, al caer de la montaña, hace una espuma blanca que se desvanece más adelante con el correr del agua cristalina.

Un ciervo se asusta al ver llegar un hombre. Claro, ¡este es nuestro caballero! Apenas un kilómetro adelante hay una montaña en cuyas entrañas se encuentra un yacimiento de los más hermosos cristales. En un lugar de la montaña, el hombre encuentra algo que parece ser una gema, la extrae con mucho cuidado y ve que sí es una gema. La guarda con mucho esmero después de haberla limpiado. Es el más bello cristal que haya podido extraer en toda su vida, de un color blanco cuyo interior refleja la luz y emite destellos de colores como si fuera un arcoíris. Sus bellos ojos color avellana se pierden en el interior de aquel maravilloso cristal.

Ha terminado la jornada de trabajo y decide bajar al pueblo a vender el producido de la semana. Se dirige a una tienda donde compra víveres, lo necesario para la despensa, le debe durar hasta la siguiente semana. Ya se le ha hecho tarde a nuestro caballero de piel

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morena y decide bajar al manantial que se encuentra camino a su cabaña. Se despoja de sus ropas, dejando al descubierto su hermoso cuerpo. Da un salto y se sumerge en las aguas cristalinas, nadando como pez.

Mientras nada, Luna, escondida entre nubes, decide salir y, con un hermoso rayo de luz, ilumina el lugar. Sus rayos recorren el cuerpo de nuestro Adonis, reflejando sobre su piel canela destellos de luz. ¿Quién pudiera ver el rostro sonrojado de Luna mientras, escondida, suspira enamorada? Es tanta la luz, que aquel caballero no pudo mirar a esa Luna que en su fase era llena, tan brillante como ninguna que ilumina hasta el alma dando paz y tranquilidad.

Esa mágica luz de Luna le hace la invitación a nuestro caballero a mirar su ser interior y algo cambia dentro de él, haciéndolo más de luz y menos terrenal, y piensa en aquella figura femenina que visualizó hace varias noches. Aún no se olvida de aquel acontecimiento. Se sigue bañando, pensando, con la mirada perdida hacia Luna, en que está muy solo. Ella puede leer sus pensamientos. De pronto, un movimiento entre las ramas que están cerca del manantial lo retrae de sus pensamientos. Decide que es hora de salir del agua, toma sus ropas y se viste.

Otra vez esos movimientos entre las ramas. Él se queda observando un instante, pero no ve nada. Cuando ha terminado de cambiarse, percibe el movimiento, esta vez acompañado por un gruñido. Se acerca con mucho sigilo mientras se pregunta qué puede haber en medio de tanta oscuridad. Se abre paso hacia las ramas y se queda observando con tanta ternura. «Qué precioso eres y qué pequeño. ¿Qué haces solo por aquí?, ¿dónde está tu madre?», le dice a un pequeño cachorro de lobo blanco de ojos azules. Decide que es muy pequeño para dejarlo ahí y lo toma entre sus brazos como quien lleva un bebé y se va.

Llega a la cabaña con el cachorro y se dice que ya no estará solo. «Te llamaré...». Hace un silencio, mientras piensa un nombre, entonces, recuerda que cuando lo sintió por primera vez fue cuando

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miraba aquel rayo de luz que parecía que lo observaba y dijo: «Te llamarás Rayo de luna».

Qué nombre más hermoso y no se equivoca al llamarlo así, pues Luna lo había puesto ahí para que lo acompañara; ella había sentido su soledad. Nuestro hombre llama al cachorro para darle leche tibia. «Has de tener hambre», dice y le coloca leche en un tazón, que el cachorro bebe entera. Improvisa con unas mantas una cama para Rayo de Luna, para que pudiera dormir y no sintiera tanto frío, aunque en esta época todavía no hay tanto frío, pues apenas entra el otoño.

Nuestro apuesto caballero prepara algo ligero para cenar, se sienta en un sillón que hay junto a la chimenea y saca del bolso aquel cristal que tanto lo había cautivado. Cuando había bajado al pueblo, no lo vendió, se quedó con él. Lo coloca arriba de la chimenea donde hay una pequeña repisa. Se dispone a dormir, pero, antes, se asoma por la ventana y mira al cielo despejado, observando la luna.

Pensó: «Hoy la luna está bella, tiene un brillo diferente». Claro que nuestra Luna está bella y resplandeciente, porque está enamorada y había tenido un momento especial en el manantial cuando nuestro apuesto caballero se bañaba. De pronto, de sus labios salen estas palabras: «Hasta mañana, Luna... ¡Oh! ¿Por qué me he despedido de la Luna? Ya tengo mucho sueño y estoy cansado, supongo».

Él no se da cuenta de que su alma sabe lo que está pasando, pero ¿cuándo despertará este bello príncipe de piel canela del sueño aletargado de la humanidad? Cuando el hombre despierte de su sueño la conciencia será su joya más preciada, el mundo será pequeño y la naturaleza su gran aliada, cuando tome baños de Sol y de Luna será uno con la naturaleza, entonces, la magia vendrá por él.

Ella no es de aquí, pertenece al infinito. Habiendo tomado cuerpo humano, sus días pasaron volando, siente que se marchita como una flor en verano. «Como suele pasar si en los seres mágicos la vida no

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acaba», pero no es pesar lo que su ser de luz siente, es que sabe que ha llegado el momento de abandonar a quien tanto amor había brindado «el amor humano sincero y apasionado», pudo mostrar que el amor infinito de un ser iluminado trasciende las barreras de lo imposible y se torna compasivo, agradecido. No teniendo ella apegos de la vanidad humana, decide dar un último regalo a nuestro caballero de piel canela. Un regalo que no se toca con la mano, un regalo que se aprecia con el alma como su ser interior ya iluminado que conoce la dicha de ser infinito. Nuestro hombre acepta con agrado aquel regalo, partiendo con ella hasta el cielo.

Desde entonces, al lado de la Luna hay un lucero, que no es tan grande como la Luna, pero su brillo es lo suficiente para ser observado por la humanidad, maravillada por los astros que iluminan nuestro cielo encantado, pero ¡espere! No nos hemos olvidado del Rayo de Luna. Desde entonces, él está con ellos, iluminando las noches.

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Un crimen llamado amor

Por Alexis Castro

I

«Fueron silencios eternos los que tuve a su lado y alegrías efímeras que solo permanecieron en mi cabeza». Esas fueron las tristes palabras de un hombre bueno que conocí una tarde de sábado mientras yo estaba sentado debajo de un árbol de sauce en un parque. No tuve mucho que decirle ni recomendarle, pero en sus ojos lograba ver ese nudo que ocultaba su garganta en esa lucha entre un corazón que no se resignaba a irse y un cerebro que solo quería huir de ese cuerpo.

En ese momento, bajé la mirada, coloqué mi mano en su hombro derecho —recuerdo que llevaba una chaqueta marrón— y le dije: «Puedo ofrecerte un par de cervezas y darte este consejo borracho, así, tal vez, mañana lo olvides. O podré llevarte con mujeres que te harán olvidar por una noche ese nudo, pero en la madrugada regresará». Ese buen amigo, en un susurro, me dijo: «Dame licor o dame mujeres, pero dame el antídoto para este dolor»

Al momento, callé y me di cuenta de que esto era más serio. Quité mi mano de su hombro y, con una lágrima bajando por mi mejilla mientras me acordaba de un suceso que todavía era un secreto, le dije: «Anhelado otoño, llegas antes de la primavera. Estás en otoño, espera un tiempo y tu primavera llegará». Él con unos ojos aún más tristes, me miró y con voz temblorosa y húmeda me dijo: «Esa fue mi primavera».

Solo pude decirle: «Ahora también es tu otoño, pero no serán los únicos, ya vendrán otoños más fuertes y primaveras más

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abundantes». «¡Maldita sea!», gritó con rabia y lágrimas en sus mejillas, en nombre de una mujer. Su nombre me acordó de alguien, pero calle. No estaba seguro de repente ese buen hombre.

Se levantó y me dijo: «Búscame mañana acá debajo de este sauce a las 2 p.m.». Yo sorprendido, solo medio tiempo de levantar mi mano y despedirme yo seguí ahí sentado; necesitaba paz. En ese momento, sentí una ligera vibración en mi teléfono al tomarlo era un número no registrado, contesté y era él, me sorprendió. Me dijo: «Hola. Gracias por darme paz en mis últimos momentos. La necesitaba, pero esto es más fuerte que yo. Adiós. Sé que nos volveremos a ver». Y colgó.

En ese instante, mi piel se erizó, un frío helado entró en mis huesos y no pude evitar desplomarme. A los minutos, escuché una sirena. Iba camino a recoger a un hombre que se había tirado de un puente. Ahora, recuerden que, en el momento en el que él maldijo en nombre de esa mujer, alguien vino a mi mente, pero callé. Bueno, me dirigí en secreto a un cabaret cerca de un estadio muy oscuro y atenuante. Entre, pedí una cerveza y así me tomé no sé cuántas, ya no lo recuerdo, pero estaba ebrio.

En ese momento, esa mujer salía a cantar. Mis ojos se abrieron, se fue el sueño y ya estaba sobrio. Ella era muy blanca, no, amarilla con cabello rojo, alta, tenía las piernas descubiertas y un escote en su espalda. Luego de ese momento ensordecedor, hubo silencio. Caminé por un pasillo oscuro en el cual se evidenciaban los vicios. Al final del pasillo llegué a una mesa, halé una silla para sentarme. Levanté mi cara hacia la barra y vi venir una hermosa mujer que venía con un delantal rojo que combinaba de una manera despampanante con sus labios rojos. Sí, ahora lo recuerdo: me perdí por unos minutos en sus labios. Fue como un viaje en su boca, un sueño, pero, al despertarme, escuché unas palabras muy suaves. «¿Qué desea tomar?».

En ese momento, salí de sus labios y le pedí un coctel. Por dentro, sabía que no podía fijar mis ojos en otra cosa que no fuera esa

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cantante de cabaret; ese era mi objetivo principal. Luego de tomar ese coctel, que, por cierto, estaba un poco pasado de licor, me dieron ganas de ir al baño y en el camino estaba ella, aquella pelirroja despampanante. No había hombre ni mujer que dejara pasar desapercibida tanta hermosura.

Ahí me dije: «Ahora entiendo a mi amigo que se mató por amor». Volviendo del baño, puedo decir que le intenté decir hola, pero mi voz no salió, mis nervios me ganaron, así que decidí pasar como si nada. Pero no fui tan inadvertido para ella como pensé. Mientras pensaba en huir, ella me invitó un trago. Durante unos segundos, mi cerebro terminaba de entender, pero sabía que era la oportunidad perfecta. Tuve que soportar los nudos que iban desde mi estómago, pasando por el esófago hasta mi lengua y mi cerebro, por no saber qué hacer.

Tras varios intentos, logré vocalizar algunos sonidos y le dije: «Tomémonos algo». Hoy lo recuerdo y me doy cuenta de que fue lo peor que pude decir, pero funcionó. Ella pidió media botella y yo solo una botella de agua, pues sabía que no podía caer, que ya tenía suficiente con la lucha interna que provocaba su belleza como para meterle licor. Así platicamos por dos horas hasta que, de la nada, ella dijo que tenía que irse.

Le dije que la quería acompañar, pero me respondió que no era buena idea. Yo insistí y me permitió ir a su lado hasta cierto punto de un callejón. Allí, ella se detuvo e introdujo una llave en una pared y entró por una puerta. Yo me devolví y caminé hasta mi casa. Necesitaba organizar mis ideas y reordenar mi plan para saber qué hizo que mi compañero muriera de esa forma. Claro que la causa era obvia...

II

Tal vez solo faltó un poco de imaginación, solo una gota de suspicacia, para saber quién lo había enloquecido hasta ese punto.

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Una lágrima bajaba por mi mejilla. Levanté la cabeza, miré por una ventana de mi casa y, en ese instante, me di cuenta de que al haber escuchado a aquel extraño me está arrastrando a algo más grande que yo y me quedé dormido. Desperté muy temprano como cualquier día, tomé mi billetera, me coloqué una gorra y salí de mi casa. Pasando por una esquina en la que solía desayunar, me detuve al ver a una chica muy hermosa. Enseguida, noté que era la misma mesera del cabaret. Pensé que era la oportunidad perfecta para acercarme. Del brazo de la mujer, se suspendía, jugando, una niña de algunos 8 años.

Eso me hizo pensarlo un poco, pero aun así lo hice. Me acerqué y le hablé. Ella, muy amable, me correspondió con un saludo sutil. Ahaja, pero ya lo recuerdo. Fui un idiota. Los siguientes minutos fueron en silencio, no tuve más que decirle hasta que ella se despidió. Le pregunté qué hacía, a dónde se dirigía. Me dijo que hacía el trabajo y me ofrecí a acompañarla.

Todo parecía perfecto, ya que, al parecer, no me reconocía de la noche anterior. Para mí era perfecto. Así, caminamos durante 40 minutos hasta su trabajo. Al despedirnos, ella me dijo muy sutilmente que abrían a las 5 p.m. «Ven y te brindo un trago». Acepté sin pensarlo. Hoy pienso que fue un error.

Luego de esa invitación, el resto de mi día fue como mis días normales, aunque no podía dejar de pensar en aquella muchacha del cabaret. Pasando las 6 p.m., decidí corresponder la invitación. Nunca me había cansado tanto ir de un lugar a otro como ese día. Fui lo más rápido posible y me senté en un mueble, solo, a esperar que aquella joven me notara y pasó. Ahí estaba ella viniendo hacia mí con dos cervezas y una mirada tan profunda como el mar.

Ella se sentó y hablamos durante algún tiempo. De repente, se levantó y dijo que iba a traer otra cerveza. Me di cuenta de que no podía tomar más. Entonces, me levanté junto con ella y le dije que yo iba por el trago. Ella fue hacia el baño y yo hacia la barra. Tuve que hablar con el barman y decirle que tenía problemas con el

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alcohol, que me diera una copa de brandy y una de agua cada vez que lo llamara. Luego de volver a esos muebles cómodos con la compañía de esa hermosa joven, tomé la copa de agua y ella el brandy. Tras varias copas, noté que ya estaba muy ebria. Así fue como empecé con mi investigación: ella, en medio de los tragos, me contó acerca de un amor que tuvo, uno que la enloqueció. Supe que aquella niña que jugaba en su brazo esa mañana anterior era su hija y que fue víctima de sus debilidades en su momento.

III

Estuvimos viéndonos durante algunos días. Ella se fue enamorando de mí y yo de ella, aunque siempre supe que tendría que seguir con mi investigación. Así fue como una noche, en medio de copas y risas, ella decidió contarme sobre ese amor que aún le dolía. Me dijo que fue un amor de esos que jamás crees que van a acabar hasta que contradictoriamente acaba. En sus propias palabras: «Mi amor con él acabó en desastre. Terminó en muerte y desgracia». Sentía que estaba cada vez más cerca de la verdad.

Una relación con un matrimonio en vísperas, una tarde de tragos y amigos y una amante. Su novio se había suicidado hace algunos días luego de haberle sido infiel con otra mujer y que ella no lo perdonara. Me lo contó sin saber que yo conocí a ese novio enamorado que se había suicidado. Después de escuchar esa historia, ya no estaba ebrio, estaba perfectamente sobrio y muy confundido. Salí por el pasillo, bajo la mirada de esa chica de ensueño y seguí caminando hasta salir del sitio. Estaba lloviendo fuertemente como ya era costumbre en esas noches y caminé bajo la tormenta hasta entenderlo todo.

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Fichas de un juego

Por Viviana Geraldin Garay Parra

Suele ver todo tipo de personas en el trayecto y siempre hay gente que llama su atención, aunque no se compara con el hombre joven que acaba de subirse y quedó recostado a la puerta trasera, de la que ella tiene vista. Se miran y la mujer gira la cabeza, concentrándose en la música de sus audífonos. Cuando vuelve la mirada al hombre, con disimulo, siente una bonita sensación al percibir su mirada, como si también disimulara.

La gente va desocupando el bus en cada estación. Iana sigue escuchando sus audífonos y descartando cualquier posibilidad de que haya llamado la atención del hombre de cabello café. En la siguiente estación, se baja la muchacha que ocupa la silla de la que ella se estuvo agarrando todo el trayecto. Se sienta en ella, con la sensación de que el hombre está justo detrás. Se da cuenta de que está justo al lado de ella, agarrándose de su silla.

Los puestos del bus se distribuyen en parejas y la mujer que va a su lado izquierdo, en el asiento de la ventana, se levanta y le pide permiso para salir. El hombre, contra todo pronóstico que ella hubiese dado, se sienta allí, a su lado. Por mucho tiempo buscó a alguien: una pareja. Pero se cansó y cayó en la cuenta de que le gusta su soltería. «Nadie me molesta y a nadie molesto» es su frase. Ha observado a sus amigos, las películas, a la gente... No quiere algo así. ¡Todas las relaciones amorosas son cansonas! El uno quiere algo, el otro quiere otra cosa y ninguno sabe qué, pero pretenden que los entiendan y los acepten entre mentiras y silencios. Iana no considera estar para ese tipo de cosas. Prefiere estar tranquila.

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***

—¡Hola, Valentine! —le dice al ángel que le ve llegar muy contento —. ¿Dónde andabas? —El recién llegado no oculta una gran sonrisa de respuesta —. El Ser Superior te ha llamado y tú con tu novia.

Valentine entra al cuarto con fotos por doquier y alfombras de terciopelo flotante. En las fotos, hay seres de todos tamaños y colores, de todos los universos. Es extraño que El Ser Superior lo solicite. Siempre se nota cuando un ángel dedica demasiado tiempo a un humano, pero las reglas no les permiten más que ser una consciencia, ¿será por eso?

Una voz parecida al sonido de la luna y el sol terrestres sale de todas partes, según la percepción del ángel. Nunca han visto a El Ser Superior. No saben si es uno o varios, si se parece a alguna de las especies o es mezcla de varias. Saben que se ha presentado entre sus criaturas de diferentes maneras a través de los tiempos.

—Valentine —Escucha el ángel —. Llevas mucho tiempo trabajando para mí, ¿cierto?

—Sí, señor —responde extrañado —. ¿Por qué?

—Quiero enviarte en una misión importante. Es hora de que sanen corazones.

—¿Sanar corazones?

No puede ocultar su asombro. El Ser Superior ríe.

—Los corazones humanos son débiles, pero, con el pasar de las necesarias decepciones, suelen construir corazas a sus alrededores. Quiero que tú y Cela me ayuden con ello.

***

Se conocieron en el Instituto de Contaduría y fueron haciéndose buenas amigas compartiendo el tiempo libre y haciendo trabajos juntas. Al llegar a la estación, camina dos minutos hasta llegar al bar Lilith y sonríe al encontrar a su amiga en la mesa de siempre. A

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ambas les hace gracia tener su propia mesa, aunque nunca la reservan. Sonríen.

—Llegué a tiempo para comprar el último vestido que había —Iana se pasa la mano por la frente como quitándose el sudor.

—¿En serio?

—En serio. Es que, para qué, pero ese modelo es muy raro y bonito.

—Tú sabes que me gustan así.

—Raros como tú..., pero bonitos.

Llegando a casa, las mujeres notan una mudanza en una de las casas esquineras de la cuadra donde viven.

—Parece que son adinerados —sugiere Helena y queda fascinada con el hombre atractivo que parece vivirá allí. Iana también lo nota.

***

—Supongo que soy un débil —Se pasa la mano por el cuello —. No puedo evitarlo.

—No es que seas débil —le responde la demonio más hermosa y persuasiva de todos —. Eres parte del equilibrio y una de las dos partes te requiere más que la otra. Por eso existo.

—Pero, Lucy...

—Solo cambiarán algunas cosas.

Su Jefa anterior se lo advirtió, pero ir a la Tierra es demasiado. Cela recuerda lo orgullosos, mentirosos y egoístas que son los humanos, aun así, no puede negarse a las órdenes de ningún lado. Lucy y El Ser Superior intercambian ángeles todo el tiempo y ahora, de pasar de Abajo a Arriba, le toca de Arriba a la Tierra. De alas negras a azules... a nada.

¿Sanar corazones? Es absurdo. Los mismos humanos se buscan problemas. Que se las arreglen solos. Cela piensa que odia el

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egoísmo humano porque él también es egoísta. Aunque no sabe por qué, debieron dejarlo abajo. Por más que se queje en su cabeza, ya está en la Tierra, el hogar de los humanos y puede que haya algo bueno. O, al menos, prefiere pensarlo de esa manera cuando escucha a alguien estrellarse con la puerta de la calle. Se asoma desde la ventana del segundo piso de la casa que acaban de comprar, milagrosamente, con «su hermano». Ríe al verlo sobarse la cabeza adolorido.

—¡Oye! —Valentine mira hacia el segundo piso de la casa y sonríe —. Ya no eres un ángel y te toca abrir la puerta a la antigua.

—Se me olvida... —Se tapa la cara por el sol —. ¿Tienes llaves?

—Ya voy —El ángel de cabello café espera —. ¿Dónde andabas? Me tocó recibir la mudanza solo.

—Pues...

Valentine siente miedo por primera vez desde que despertó siendo un ángel. No deben acercarse tanto a los humanos. ¡Pero cuánto le gusta esa mirada! Nunca la había mirado a los ojos. Tiene la cabeza vuelta un ocho y el único con el que puede hablar acaba de burlarse de él por olvidar que debe usar llaves para abrir las puertas: su «hermano» Cela. Lo observa mientras se sienta en un sofá nuevo, su amigo se sienta al frente y lo mira comprensivamente, como si viera su temor y espera.

—¿Siempre has tenido ojos azules?

—No —abre y cierra los ojos coqueto —. Supongo que el cabello azul natural no es tan natural aquí, así que El Jefe me pasó el color a los ojos para no llamar tanto la atención —Se queda pensativo —. Algo así...

—¿Crees que aún tengamos poderes?

—Dijo que solo nos quitaría las alas —ríe mirando a Valentine —. Pero ya no atravesamos paredes...

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—¿Será que todavía podemos encantar a los humanos? —Se ve preocupado.

—No sé... —Levanta los hombros antes de notar la expresión de su amigo —. ¿Qué pasa, Valentine?

***

Se enteró en la mañana de que sus amigos ángeles tienen una misión en la Tierra. ¡Una misión en la Tierra! ¡Qué flojera! Jeimy imagina la cara de felicidad de Valentine y la resignación de Cela. Los conoce. Lógicamente, el ángel café no iba a negarse a hablar con esa humana y, para el antiguo demonio, ha de ser complicado, pero se le mide a todo. Jeimy adora la sencillez e inteligencia de Valentine. De Cela, le encanta su rebeldía. Esa rebeldía que solo tienen los demonios, como Andre, aquel demonio que, una buena noche, le robó un beso.

—¡¿Por qué siempre ganas?! —grita el demonio irritado—. ¿No hay gente que haga cosas malas?

—Sí las hay... —ríe Jeimy.

—Claro... como los políticos corruptos —Hace una expresión de asco —. Pero esa gente es tan sucia que ni a nosotros nos gusta trabajar con esos...—baja la voz y hace silencio por un momento —. Tú eres la que me gusta.

Suspira, recordando los ojos de Andre, fijos en los suyos, sorprendidos por aquellas palabras prohibidas y la cercanía de sus labios. Ella, una ángel de cabellos dorados, no opuso resistencia y, luego de aquello, cada que pueden, bajo las tenues luces de un bar repleto de adolescentes, se besan. A veces, siente culpa e imagina que El Ser Superior ha de estar guardándole un castigo, sin embargo, cuando tiene a Andre enfrente no le importa. La pregunta es ¿por qué no ha sido castigada después de tanto tiempo?

***

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—¡Buenas! —Alguien toca la puerta de su oficina y entra. Es su jefe —. ¿Se puede?

—¡Ay, Paul! —ríe —. Es tu empresa, ¿no?

—Pues... —suspira sin dejar de sonreír —. En poco tiempo, pasará a manos de mis hijos.

¿Hijos? ¿Desde cuándo Paul tiene hijos? Lleva tres años trabajando con el hombre de cabello castaño y crespo y no sabía que tenía hijos. Según lo que le cuenta el mismo Paul, ante la inocultable sorpresa y la pregunta «¿Cuáles hijos?» de Helena, tiene dos hijos como de la edad de ella. ¿Cómo no escuchó de ellos antes? En ese instante, mientras la mujer intenta recordar algún indicio de los hijos de su jefe, aparece un hombre de ojos azules. Parece que ha buscado a Paul por todas partes. Es el mismo hombre que vio con Iana la tarde anterior. El de la mudanza.

Paul le tiene prohibido dejar visibles los tatuajes ya que nunca están exentos de visitas de clientes. Justo le dio ese día por ponerse una chaqueta tan gruesa y un vestido de tiras, ¡qué calor! Asándose, escucha a Paul solicitarle familiarizar a su hijo mayor, Cela, con la empresa y sale al recibir una llamada. Parece que el hombre de ojos azules no la vio la tarde anterior en la mudanza.

Pensamientos repentinos llegan a su cabeza. Los mismos pensamientos de la tarde anterior: «Es muy atractivo», «Cara y cuerpo perfectos», «Tiene un tatuaje en el pecho que sobresale de la camisa...». La cereza que le faltaba al helado. Helena sonríe aliviada por el descubrimiento y, sin pensarlo dos veces, se quita la chaqueta, dejando ver el hermoso vestido negro que lleva y los tatuajes que son la piel de su brazo izquierdo.

—¡Bonitos! —exclama el hombre.

—Si no hubiera visto el que tienes en el pecho, no me quito la chaqueta —Cela la mira extrañado.

—¿Por qué, si están muy chéveres?

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—Por los clientes.

—Claro... Papá es muy exigente con eso —Toma asiento frente al escritorio de Helena —. Casi me deshereda cuando me tatué —ríen.

—Hablando de tu papá...

***

Vuelve la mirada hacia su almuerzo servido en la mesa de la cafetería. Siempre se sienta con vistas a la ventana para observar la calle y el hospital. Por el rabillo del ojo ve algo familiar y contesta el celular que acaba de empezar a vibrar.

—Hola —contesta su celular y observa un hombre de bata blanca, pantalón y zapatos negros entrar al hospital.

—¡Iana! —Helena y su euforia la hacen sonreír —. ¡Me encontré con el hombre de ayer!

—¿Cuál? —Empieza a comer.

—El de la mudanza. ¿Te acuerdas? —Sí lo recuerda y hace un sonido de afirmación —. ¡Es el hijo mayor de mi jefe!

—¿Tu jefe tiene hijos?

Al parecer, nadie sabía acerca de los hijos de Paul según las pesquisas de Helena. Salieron de la nada. Helena le comenta que ha involucrado a Cela en la fiesta sorpresa a Paul el sábado, por su cumpleaños, que aun así tiene demasiado que hacer y necesita que la acompañe a ver agencias organizadoras de eventos y cotizar, a lo que Iana no se niega. Subiendo a su oficina en el séptimo piso, cae en cuenta de lo que llamó su atención del hombre entrando al hospital: es el mismo que vio en el transporte público la tarde anterior. ¿Por qué nunca se lo había topado como ese día?

***

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—¿Cómo? —Se exalta Andre de inmediato —. ¿Por qué?—Jeimy ríe.

Joey no entiende de lo que hablan, pero presta atención a lo que el ángel dice.

—Los mandaron a sanar corazones o curar... Algo así —Levanta los hombros —. Deben ayudar a unas mujeres a encontrar el amor, no sé. Pero debo ir a apoyarlos.

Andre sigue boquiabierto y Jeimy ríe fuerte por aquel gesto. Contextualiza a Joey, un colega y amigo de Andre al que acaba de conocer, contándole acerca de sus amigos ángeles y la misión que les impusieron. A Andre, cuando al fin reacciona en silencio, le da la impresión de que el otro demonio observa demasiado a su... a Jeimy. No son pareja, pero siente celos. Sí, celos. No se lo va a negar. La quiere mucho y se siente obligado a interrumpir la amena conversación que ha empezado y en la que no está siendo incluido. Joey se da cuenta de lo posesivo que se ha tornado su amigo. Sonríe para sí mismo y en un momento que Jeimy se distrae le dice al demonio rubio al oído: «Tranquilo que los ángeles no son mi tipo».

***

El plan para acercarse a Helena ha salido a pedir de boca y no ha tenido más que cargar muebles en una mudanza y fingir ser hijo de Paul, además, de hermano de Valentine. Para Valentine no ha de ser tan fácil. Debe ser horrible tener que buscarle pareja a la humana que quiere, aunque Valentine no lo admita. Contrario a él, ¿podría tener un trabajo más fácil? Helena es espectacular además de hermosa. Cualquiera podría enamorarse de ella. Puede que no sea tan malo estar en la Tierra. Se encuentra con Helena, temprano en su oficina, para elegir agencia entre muchas que, le cuenta la mujer, visitó con Iana la tarde anterior, también, le dice que ha invitado a Iana a la fiesta y quiere que la conozca.

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—Creo que optaré por la quinta propuesta —la mujer le sonríe —. Suena interesante que sea elegante y con semejante montón de aperitivos...

—No tan formal —lo interrumpe.

—Exacto —Fijan sus ojos por un momento —. Te invito a almorzar.

«No deberías hacerlo», le dice Jeimy a su oído derecho. «Es lo que te mandaron a hacer, ¿no?» es lo que escucha en su oído izquierdo, a Andre. Llegaron la noche anterior «para ayudar» y siente que lo volverán loco, aunque los ha ignorado casi todo el día. ¡Que vayan a molestar a Valentine! Se siente raro ser quien recibe consejos. Cada vez, Cela se siente más humano y no le importaría serlo para quedarse, para quedarse con Helena.

***

Su hermano le ofrece uno de los jugos y lleva el otro para el doctor, que, según él, está haciendo milagros. Iana escucha a su hermano en lo que suben las escaleras y este le cuenta de que no recuerda el nombre del doctor, pero que le hizo un masaje en la espalda que lo dejó impactado por la tranquilidad inmediata que sintió. Iana piensa que ya era hora de que les enviaran un doctor efectivo.

Pero no habría imaginado ni en un millón de años, a la persona que ahora posa sus manos en la cabeza de su madre preguntándole dónde le duele. Es él, pero ¿cómo? El extraño es el médico que atiende a sus papás. ¿Cómo no se había fijado antes? Se sienta en la cama de sus padres y el extraño-médico sonríe cuando la ve. Evidentemente, la recuerda.

Nota la mirada de Iana y la siente tranquila. Podría quedarse mirándola para siempre, pero se supone que ahora debe concentrarse en los dolores de sus padres, no en ella. Para eso es doctor con poderes de ángel. Y espera sanar el corazón de Iana. Ha dado indicaciones a Jeimy para que haga que un examor la contacte y la invite a salir.

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—Bueno, me voy —anuncia la mujer, levantándose de la cama para despedirse de sus padres.

«Acompáñala», escucha Valentine en su oído izquierdo. Hace caso.

—Yo también salgo —dice y escribe en un papel y se lo pasa al padre de Iana —. Les dejo mi número para que me llamen si algo ocurre.

—¡Muchas gracias, doctor! —exclama la mamá de Iana tocándose la cabeza —. Hasta se me quitó el dolor de cabeza, milagrosamente.

A Iana le retumba la palabra «milagrosamente». Ahora sabe que el extraño del bus tiene por nombre Valentine y que sí, trabaja en el hospital que se sitúa frente a la empresa donde ella trabaja.

***

Helena se levanta antes que Iana para arreglarse. Compraron unos hermosos vestidos para la ocasión y ella tiene que llegar al salón para ultimar detalles. De lejos, ve a Cela inflando bombas con un cilindro de helio. Lo hermosos que son esos ojos a la luz del sol... Él viste un esmoquin gris con camisa negra y corbata blanca y cuando se percata de la llegada de Helena la mira de pies a cabeza con una gran sonrisa en el rostro. Ella se siente apenada sin sonrojarse y devuelve la mirada de pies a cabeza en tono vengativo.

Jeimy y Andre ven llegar a la mujer con un vestido rojo con negro, tacones negros y poco maquillaje. Tiene más que razones el tal Guillermo para invitarle a salir. La idea es que llame a Iana pronto para llevarla a un parque de diversiones.

—Es bonita, ¿no? —Él ángel lo mira —. No entiendo por qué aún no admite que se enamoró de ella.

—Imagínate ahora que debe buscarle pareja —Junta su ala, con disimulo, con la del demonio. Él se acerca más.

—Yo no puedo negarlo... —La mira inquisitivamente.

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—Ash, Andre —Se aleja.

—Creo que tengo la solución para dejar de besarnos a escondidas.

La idea fue de Joey. Ese demonio es más rebelde que él y lo hizo sentir un tonto por no haberlo pensado antes: cualquier ángel y cualquier demonio que se quite las alas, automáticamente, pasa a la Tierra. Que ninguno es tan estúpido como para hacerlo debido a las comodidades de Arriba y las de Abajo, además de que al morir sufrirán el respectivo castigo, no obstante, ha habido excepciones.

Andre está dispuesto a sufrir el dolor que, según dicen, conllevaría cortarse las alas, solo por Jeimy. Se las cortaría él mismo. Solo queda saber si Jeimy también lo quiere como para tanto. El gesto de Jeimy asusta al demonio de cabellos dorados porque se ve aterrada y con la mirada perdida. Está a punto de retractarse cuando ella le dice «Hagámoslo». Se llena de emoción y la besa.

—¡Ey! —Se separan asustados —. No olviden que yo puedo verlos.

—Cela —dice Andre, agitado —. No molestes. Mejor cuenta en qué te ayudamos con Helena.

—En nada... —Tiene un tono tranquilo y arrogante. Sonríe —. Yo me encargaré de ella personalmente.

—¿Qué vas a hacer, Cela? —pregunta Jeimy con preocupación porque conoce a su ángel amigo de ojos azules.

—¡Shh! —Se pone un dedo en la boca y sirve dos copas de vino —. Ayuden a Valentine.

***

Ve a su amiga tan ilusionada con Cela. «Tiene unos ojos azules...», la recuerda. ¿Desde cuándo a Helena le gustan los hombres con ojos azules? Casi nada tiene sentido desde que se encontró con Valentine en casa de sus padres y en el hospital frente a su trabajo y en el bus. También resulta que vive cerca a su casa...

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Ve a Helena acercársele seguida por dos hombres, a unos tres pasos tras ella. «¿Es él?», piensa en voz alta, su amiga la escucha y acelera el paso para responderle al oído. «Son Cela y el hermano». Iana se reprocha por no haberle contado a Helena los encuentros con el doctor Valentine. Tendrá que hacerlo al volver a casa.

—Invítala a salir tú mismo —Escucha en su hombro derecho.

—¡Sí! —Escucha al otro lado —. Eso es lo que va a hacer Cela —Valentine niega con la cabeza ya sentado en una misma mesa con Iana, Helena y Cela.

—Va contra las reglas —dice en voz baja y lo escucha Iana.

—¿Qué va contra las reglas?

—Emm —No sabe qué decir y Cela no está concentrado para ayudarlo —. Es... Estos aperitivos —Toma el primero y se lo lleva a la boca —. Son muy deliciosos —escucha reír a Jeimy y Andre.

—Ten cuidado, ella te escucha —se burla el demonio.

—Relájate que te salvará la campana.

¿Cómo así que Cela y el hermano? Ella solo veía al doctor Valentine y a un desconocido de ojos azules. Helena presentó a Cela, el famoso Cela. Él, por su parte, hizo lo propio presentando a su hermano que sonríe y comenta «Ya nos conocimos». Iana se pregunta si únicamente se refería a hace dos tardes en casa de sus padres o si también las dos primeras veces... No importa. Suena su celular.

Regresa a la mesa extrañada luego de la llamada y Valentine sabe por qué. Ya Guillermo, con aquella llamada, ha invitado a Iana a salir. Andre y Jeimy se ofrecen para acompañar a la mujer en la cita y velar que todo salga como a ella le gustaría y le advierten a Valentine que debe rogar que funcione en el primer intento porque, lo que son ellos dos, tienen los días contados.

—¿De qué están hablando?

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—Vamos a vivir en la Tierra —La tranquilidad de Andre lo dice todo.

—Se aman mucho, ¿no?

—Al menos, lo suficiente para arriesgarnos —dice la ángel rozando sus alas con las del demonio.

—He oído que duele... —Andre señala su espalda y ríe con nervios.

—No lo haremos solos...

***

—Me gustas mucho, Cela —le suelta mientras bailan. La mujer se estira aún con los tacones y le da un tierno beso en la mejilla.

—Bueno... queda frío y sin palabras por lo que la toma del brazo con delicadeza y se agacha para besarla en la boca.

—¿Qué harás mañana...? —Sacude la cabeza. Son pasadas las doce—. Digo, hoy.

—Podríamos ir a...

No pudo terminar la frase porque escuchó a Valentine llamarlo. Quedó con Helena en llamarla ese domingo para salir a hacer cualquier cosa. No sabía cómo besarla, pero le gustó mucho la sensación. Definitivamente, él mismo será la solución de su trabajo. Era demasiado obediente para ser demonio y... ¿demasiado desobediente para ser ángel? «Va contra las reglas», le advirtió Valentine y tiene razón, entonces, ¿por qué se siente así, como si no le importaran las reglas? Sí le importan, pero cuando no le impiden algo que desea.

Pensó que Valentine lo regañaría o haría algo para impedir lo que él está planeando, no obstante, su «hermano» lo abraza cuando, después de recitarle un par de reglas, le dice que lo apoyará en lo que necesite. Al final de la conversación, se entera que la ángel Jeimy y el demonio Andre, con los que han compartido tanto, van a quitarse las alas.

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***

En el camino hacia casa, Iana le cuenta a Helena las casualidades extrañas de esa semana. En todas, nombró a Valentine, el hermano de Cela. Físicamente no se parecían, sin embargo, hay algo en ese par de hombres guapos que ni ella ni su amiga habían visto en otros hombres. Algo extraño. También le confiesa a su amiga que le gustaría que hubiese sido el «doctor Valentine» quien la invitara a salir, que le da hartera salir con Guillermo y no sabe por qué aceptó. Helena, en cambio, tiene otra oportunidad de ver a Cela.

Va sin muchos ánimos a la dichosa cita. Debe admitir que siempre le han gustado los parques de diversiones y seguramente la pasará bien, si no por la compañía, por los juegos mecánicos. Pero la hora le indica que Guillermo se ha demorado y no va a esperar más. Quizá lo llame al volver a casa, por si le pasó algo malo.

—¡Ey! —saluda, saliendo de su escondite y agitando el brazo izquierdo —. ¡Ey, Iana! —Ella lo mira y sonríe.

—¡Hola, Valentine! —se detiene —. ¿Día de parque?

—Sí, aunque...— Mira hacia todos lados —... al parecer, me tocará entrar solo.

—No es tan malo —ríe Iana —. Al menos, tú puedes entrar. La persona que traería mi boleta no llegó.

—¿Cómo así? —No espera la respuesta y continúa —: Bueno. Ya que no fui el único que dejaron plantado, entremos los dos. Había comprado dos boletas —Mete la mano izquierda al bolsillo de su pantalón y saca los dos pases rojos con acceso a todas las atracciones del parque.

Estúpido y bendito, Guillermo. Si para Guillermo hay algo más importante, no merece el cariño de ella y que se vaya a la mierda. Valentine no se negará a pasar el día con Iana. Las casualidades lo llevaron ahí y va a aprovecharlo al máximo. Sea que Jeimy y Andre

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también corran con suerte ya que, apenas, le avisaron que ésa misma mañana se cortarían las alas.

***

Tratan de ser fuertes pero la espalda les late y arde al ritmo del corazón. En cada latido, sienten que se desangran, pero sentir el calor de la mano que sostienen, los llena de tranquilidad en medio de las alas mutiladas.

—Dentro de poco... —advierte Joey cortando para terminar los puntos de la segunda herida de Jeimy —. No podrán verme —Los nuevos humanos se miran a los ojos y sonríen en medio del dolor.

—Esa será la prueba de que somos libres —Andre mira a Jeimy esperanzado. Ella evade el dolor y contesta:

—Eso espero.

Después de un rato, solo pensando en el porvenir y en lo duro que será, Jeimy y Andre sienten una sensación usual en los humanos a esa hora de la tarde: tienen hambre. A pesar de no ver a Joey, lo escuchan en sus «conciencias» y no le desobedecen cuando les sugiere pedir una pizza a domicilio. Las vendas atraviesan el pecho de ambos, pero nada que no se pueda solucionar con una camisa puesta con mucha delicadeza. Agradecen entre pensamientos y palabras a su amigo demonio. Adoptó un sitio para su recuperación con dinero, agua, una amplia cama y ropa para ambos. Según les dijo el mismo Joey, podrán vivir allí como humanos y tendrán que ir consiguiendo lo demás por ellos mismos cuando se recuperen. Ya lo sabían.

***

Está cometiendo el pecado que lo mandará directamente abajo y no precisamente como demonio. Es tan delicioso el tenerla tan cerca, mirarla a los ojos, sentirla, acariciarla... y todo al tiempo. El Ser Superior ha de saber que esa no era la intención del ángel al llevar a Helena hasta allí. «La luna de los ángeles» es una laguna terrestre a la

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que casi ningún humano accede. Cela aún es ángel y, allí están, sin pensar en que se dejarían ganar tan pronto por lo que sienten. ¿Por qué El Jefe permite que haga lo que está haciendo? Debería condenarlo ahí mismo. Eso piensa Cela en un 0,19 % de su cerebro, en un intento por no sentirse tan culpable. El resto del porcentaje está concentrado en el cuerpo de Helena, tan perfecto para el querer.

Helena todavía duda entrar en aquellas aguas cristalinas, pero con la mano de Cela, sosteniéndola, no le es difícil ignorar el frío. Frío que no existe dentro del agua. ¿Cómo puede ser esa laguna tan tibia? Tiene el clima perfecto: ni frío ni caliente. Seguramente, no es la primera con la que Cela entra a la laguna como para saber con tanta certeza que el agua no estaría fría... Mujeriego.

¿Y qué si no es la primera? Con que sea la única del momento le basta. Helena prefiere vivir el momento. No cree en los «para siempre» pero disfrutar el momento le ha ayudado a superarlo cuando se acaba. Sin embargo, en su mente le pide a la luna, que ha de estar viéndolos bañarse en el lago, que dure y que valga la pena. Cela tiene una energía que no había sentido antes, que no entiende pero que la atrae y la hace sentir segura, como si no tuviera algo que perder.

***

Parece que las heridas curan rápidamente porque al mirarse la espalda con ayuda de un espejo que Joey les ha facilitado, Andre observa que no hay sangre o algún otro tipo de fluidos, además, ya no le arde. No mucho.

—¿Será que podemos salir? —le pregunta Jeimy, expectante de que Joey respondiera, pero parece que están solos —. No sé, dar una vuelta o algo —sonríe.

Andre se levanta de la cama donde está acostado bocabajo.

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—No sé... —Mira a Jeimy y le sonríe. Ella está recostada de lado en la puerta —. No creo que sea tan grave.

—Lo más difícil lo acabamos de hacer, ¿no?

Así es. Jeimy siempre sabe qué decir y esa es una de las cualidades que más aprecia de ella, que más lo enamoran, que no dice sandeces.

—¿No es esa la estación cercana a la casa de Valentine y Cela?

—Se parece... —logra decir Jeimy. Los dos sienten una gran emoción de encontrar excolegas y amigos —... Como por esta calle...

—¡Esa es la casa! —afirma Andre aún con el dolor en la espalda.

El ángel se sorprende y lo saben por la sonrisa confusa del rostro de Valentine. Lo saludan y él los invita a seguir con la frase «No creí volverlos a ver». Sentados en el sofá más grande y de color negro, la pareja escucha a Valentine haciendo todo tipo de preguntas respecto a su experiencia dolorosa pero que vale la pena, de pronto, llega Cela con una sonrisa de oreja a oreja. Ve a sus amigos en el sofá y los saluda hasta que, al parecer, escucha algo que le borra la sonrisa por completo.

***

Cela la invitó a almorzar, de nuevo, y tienen varios proyectos en mente para la empresa. Así que, Helena se levanta de inmediato cuando suena la alarma y corre a bañarse. Sale envuelta en la toalla y busca algunas de sus mejores y cómodas prendas: esqueleto, chaqueta, chaleco, leguis. Ya no teme mostrar sus tatuajes en el trabajo. No cree que Paul le haga un reproche. Después de todo, si no pudo evitar que su ejecutivo hijo mayor se tatuara... Sonríe y sale de la habitación. Iana ya se ha ido y le dejó un sándwich para desayunar. Aún está tibio. Helena lo toma y sirve una taza de aromática.

Al entrar en su oficina no hay rastro de Paul. Siendo sincera con ella misma, se le acelera el corazón al pensar en tener broncas con su jefe. Más le acelera el pulso una canasta del tamaño de un pocillo

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llena de chocolates. El muy buenote sabe lo que le gusta. Hay una nota en un bonito papel transparente con tinta negra. Helena piensa que es una letra perfecta: cada letra en su lugar y buena ortografía, aunque no hay márgenes. ¡Qué sexy! Pero se le borra la sonrisa al leerla. «Helena, creo que no nos volveremos a ver, pero me encargaré de que no sufras más. Te ama, Cela».

***

El demonio suspira y calcula que lo han tenido ahí sentado varias horas. Especula que una noche entera transcurrió y no le falla el dato cuando se ve, de un momento a otro, en el Medio. Las cosas no figuran bien si está en Medio: ni Arriba ni Abajo. ¿Será que quieren dejarlo en Medio? Ahí solo envían a los errores del universo. Los que son nada, los inútiles...

—¡Hola! —exclama el desconocido sonriente percatándose de sus alas de murciélago —. Bonitas alas... Demonio, ¿no es así?

—Sí. Hola —Le pasa la mano —. Soy Joey— Observa que el desconocido no tiene alas —. Tú...

—Mi nombre es Cela —Su sonrisa cambia y responde sin mirarlo —. Creo que aún puedo decir que soy un ángel, aunque creo que no me devolverán mis alas.

—¿Y eso? —Su nuevo amigo da un amargo suspiro.

—Me enamoré.

Todo toma sentido para Joey y siente nostalgia. Él no es un culpable directo, mientras que a Cela seguro que lo condenan. Le parece conocerlo.

—Yo ayudé a dos amigos enamorados a cortarse las alas para vivir libres en la Tierra. Irónico, ¿no?

Cela lo mira extrañado y chasquea los dedos volviendo a sonreír divertido.

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—¡Ya me acordé! —Le pone una mano en el hombro —. ¡Yo también conozco a Jeimy y a Andre!

¡Qué bien encontrar alguien con quien hablar! Recuerda que se alistaba para ir a la empresa de «su padre» a «trabajar» y, de repente, apareció allí, en Medio. El lugar más desechable de los universos. Sabe que lo merece, sin embargo, no muy en el fondo, siente que es injusto. A eso lo mandaron, ¿o no? Su deber era «encontrar pareja para Helena» y se lo dio. Se lo prometió en la nota. Casi y no alcanza a mandarla. Todo fue tan deprisa, pero su último poder fue bien utilizado y no permitirá que ella sufra.

***

«Me dijo que me harán un juicio», es lo que Cela les comentó la noche anterior a Jeimy, Andre y a él. Valentine está llegando al hospital y no puede evitar sentir como si se desvaneciera. Aún conserva sus poderes de ángel en la Tierra, sin embargo, los juicios divinos no se hacen esperar y teme por lo que pueda suceder. El ángel mensajero que habló a Cela también le dijo que lo más probable es que lo dejaran en Medio. A Valentine no le agrada esa idea. No considera a su amigo tan poca cosa como para terminar allí.

—¿Por qué no me han devuelto a Arriba si lo más probable es que con Gustavo saldrán las cosas bien? —preguntó a su par de amigos antes de salir, sin ser capaz de concretar su verdad: «además de que me enamoré de ella...»

—Quizá sea mejor estar cien por ciento seguros de que cumpliste la misión —responde con diplomacia la mujer de cabellos dorados.

—Yo creo que... —Andre duda terminar su intervención, pero prosigue luego de dar una rápida mirada a Jeimy —. No sé... De pronto, no has hecho lo que tienes que hacer.

En la noche, el mismo Valentine se encargó de que otro ex amor de Iana, Gustavo, la contactara. La llevará a un toque de bandas en el bar Lilith que tanto le gusta a ella. Lo que le dijeron sus amigos,

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ahora humanos, lo desconcierta. ¿Qué más se supone que debe hacer?

***

La cita estuvo genial, más bien, el toque. Nada, ni bueno ni malo, fluye entre ella y Gustavo y vuelve a casa exhausta y el trabajo estuvo normal el día siguiente. Saliendo de la estación, ve a Valentine sentado en la escalera. Es tan extraño.

—¿Esperas a alguien? —se anima a preguntar y Valentine se levanta de las escaleras recibiéndola con un beso en la mejilla y una sonrisa.

—Pues... sí.

—¿A la chica del otro día? —No debió preguntar eso, pero ya qué. Él sigue sonriendo.

—¿Me creerás si te digo que sí? —¡Qué mal! Será mejor preguntar rápido, pero el hombre vuelve a hablar —. Te estaba esperando a ti —Se ve sobrio, pero ella no puede evitar reír —. Es en serio. Necesito que hablemos —Iana sin palabras queda, pero no le echa mucha cabeza.

—Bueno..., entonces, vamos.

Está a punto de salir de debajo del techo de la estación cuando Valentine la hala sin lastimarla del brazo. Y le habla con mucha serenidad:

—Espera, va a llover.

Iana va a decirle que el cielo está bien iluminado como para eso y, repentinamente, llueve a cántaros sin rastro del sol que los cubría antes de que Valentine dijera que llovería. Lo mira casi que horrorizada. Él mira hacia el cielo sonriente y con los ojos iluminados.

***

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No es la primera vez que le pasa algo así, aunque algo en ella no la deja pensar mal de Cela. Sus ojos azules no le mintieron ni sus caricias o besos. La carta le da a entender que se fue en contra de su voluntad, sin embargo, ha llorado por momentos y eso solo puede pasar porque ya no siente su energía cerca. Es como si realmente hubiese desaparecido. Eso es lo que le duele. Ni siquiera Paul sabe algo y pasó por su oficina muy preocupado.

Iana notó su estado de inmediato, pero todo se tornó muy extraño cuando ella le dijo que sabía dónde estaba Cela, al menos, que sabía quién podría explicarle todo, que Valentine sabía y que le había contado a ella cosas que si ella le contara no le creería, que debían ir a hablar con Valentine, que salieran ipso facto.

—A mí —Deja el vaso en la mesa pequeña que rodean los sofás —la verdad, me parece muy injusto que los castiguen por enamorarse —Se ve dudando si continuar hablando, pero lo hace evadiendo las miradas —. Creo que eso debieron predecirlo sus jefes.

—Estamos de acuerdo...

Valentine sonríe agradado por Iana y su comentario, sin embargo, es interrumpido:

—¿En serio... —Se levanta Helena alterada, dirigiéndose a Iana—. ¿Tú le crees?

Es lógico que no crea. En lo poco que conoce a Helena, y eso, por la cercanía que tiene a Iana, Valentine no se sorprende de que la mujer que prefiere el negro en la mayoría de sus prendas no crea en algo tan «irreal». Ella es de las personas que deben ver para creer, afortunadamente, de mente abierta. De igual manera y con todas sus creencias y comprensión, la credibilidad de Iana tampoco la obtuvo tan fácil. Basta una mirada del ángel para que Jeimy y Andre empiecen a quitarse las vendas mutuamente y con sumo cuidado. Han estado sentados bebiendo de sus vasos de jugo en silencio desde que Helena y Iana llegaron.

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***

Decidió hablar con Iana y no entiende la razón por la que aún no es llevado junto a Cela después de romper las reglas. Es de suponerse que lo que hizo está prohibido, además de que ya ha pecado por enamorarse de ella. Por eso, también confió, porque es ella, porque la conoce... Y el silencio de la mujer lo confirmó apenas le dijo «Somos ángeles» y ella no rio ni se carcajeó, lo miró a los ojos y le preguntó: «¿Es en serio?». La mujer lo leyó como él la habría leído. No lo podía creer, claro. Es apenas lógico que se quedara callada, sin juzgar y atenta a escuchar lo que él le seguía contando.

Le contó que son ángeles y el asunto de la misión «Sanar corazones», que él y Cela fueron escogidos para buscar el amor de la vida de ella y de Helena, pero, en contra de las reglas, Cela se enamoró de Helena y, seguramente, ha de estarlo pagando en Medio. Le habló también de Arriba y de Abajo, de El Ser Superior y Lucy. «Dios y el diablo», dijo ella con tranquilidad y él sonrió por ello. Le dijo que no será fácil que Cela vuelva y que lo más probable es que él también se vaya.

Y hubo un gesto que lo complica todo. Valentine seguía mirando la fuerte lluvia al comentar que, tarde o temprano, tendrá que irse. Estaban sentados en las escaleras sin que las gotas de agua los alcanzara con personas entrando y saliendo con prisa de la estación con sombrillas abiertas. Iana escuchaba tranquila y algo incrédula hasta ese instante. La conoce para darse cuenta de que no le sentó bien la noticia de que él se iba. ¿Hay algo que no sabe? Ojalá se esté equivocando porque si ya es complicado con él enamorado de Iana... Si ella se enamora...

***

Al despertar, siente un ligero dolor de cabeza que va disminuyendo a medida que se baña y se alista para ir a trabajar. Helena observa la imagen que le devuelve el espejo del baño y tiene una sensación extraña al pasar la mirada por los tatuajes que adornan toda la piel

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de su brazo izquierdo. Como si le recordaran a alguien. Levanta los hombros para no dar importancia a algo que no recuerda... O alguien, tal vez, recuerde más tarde cuando menos lo tenga en cuenta.

Desayuna con la misma sensación de olvidar algo y se devuelve a la habitación para verificar que no se le queda algo. Todo en orden, incluso, en su bolso encuentra todo lo que necesita. «¿Qué será?», piensa mientras cierra la puerta de calle a sus espaldas verificando en la agenda de su celular que no es una fecha importante.

—¿Cómo estás? —contesta la llamada de su amiga cuando ya está en la oficina. La escucha algo preocupada.

—¡Bien! —contesta moviendo un esfero con la mano izquierda sobre su escritorio tratando de recordar por qué Iana suena triste —. ¿Y tú?

—No me puedo quejar... —Suelta el lápiz en la mesa y se concentra en las palabras que escucha.

—¿Por qué dices eso? ¿Le pasó algo a tus padres? —pregunta con creciente preocupación.

Helena siente que es la peor amiga porque olvidó algo importante para Iana, pero debe arriesgarse a preguntar. Su mente no es prodigiosa.

—No, no —dice Iana con risa —. Es por el tema de Cela y Valentine... —¿De qué está hablando? —. No pude dormir muy bien que digamos...

¿Quiénes son Cela y Valentine? No lo recuerda y tampoco tiene tiempo de preguntarle a Iana porque Paul entra a su oficina y, sentándose en la silla frente al escritorio, dice a su amiga que hablarán por la noche y que todo saldrá bien. No puede responderle algo más porque, aunque los nombres le parecen familiares, no logra recordar a quiénes pertenecen. Cuelga con vergüenza porque es obvio que Iana nota su falta de memoria. Paul no parece prestar

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atención a que la mujer está mostrando la mayoría de los tatuajes ni ella a que los está mostrando. Su jefe le dice «Ayer nos apagabas a todos», lo que extraña a Helena porque no recuerda haber estado triste.

***

—¿Sabías que te necesito? —pregunta ella terminando el último bocado de comida.

Valentine sonríe con un raro gesto de pesar. Ha entrado a la cafetería frente al hospital.

—Bueno... —Posa los dedos en una servilleta, inocente, sobre la mesa —. Después de contarles todo y como aún no me sacan de aquí, mi deber es velar por ustedes dos.

No la mira, pero ella sí lo observa detenidamente.

—Llamé a Helena hace un rato —Mira hacia los dedos de Valentine sobre la servilleta y hace una pausa. Él levanta la mirada—. Cuando mencioné a Cela y a ti en la conversación... —Revisa de nuevo el recuerdo para asegurarse de que no se equivoca—... no los recordaba y estaba... —duda—... ¿bien?

Valentine suspira y se recuesta en la silla, dejando la servilleta en la mesa. Habla con seriedad acompañada de ternura:

—¿Recuerdas la carta que él dejó?

—Sí, claro —responde con certeza y Valentine sonríe.

—Me contaste que, al final, escribió que haría lo posible para que ella no sufriera, ¿cierto?

Iana recuerda y se pregunta «¿Eso qué tiene que ver?». El ángel continúa, al ver su expresión:

—Lo cumplió.

—¿Cómo?

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—No sé qué trato haya hecho Cela ni con quién, si fue en el Inframundo, en Medio o Arriba. Te garantizo que él hizo algo para que Helena se olvidara de todo, incluso de mí, para evitarle más sufrimiento.

Por un instante, Iana no entiende, de golpe, vuelve a ver todo muy claro.

—¿Ustedes sí son hijos de Paul? —Valentine niega con la cabeza, sonriente —. Pero, sí son hermanos...—Vuelve a negar —. Entonces, debo pensar que todo es parte del plan —Ahora mueve la cabeza afirmativamente.

—Así es.

Y, atando cabos, Iana recuerda sus últimas citas. Mira a Valentine a los ojos pensando en si preguntar o no. ¡Ya qué más da!

—¿Tienes algo que ver con que Gustavo y Guillermo me invitaran a salir?

Él deja de sonreír, poniéndose nervioso y volviendo a la servilleta.

—Pues...

Iana sonríe.

—¡Yo sabía que tenían que pasar muchas cosas para que dos examores volvieran así a mi vida! ¡Esas cosas no pasan!

—Ese era mi trabajo, ¿recuerdas? Te juro que cuando los investigué para que salieran contigo parecían interesantes y sin intenciones de dejarte plantada... —Rompe la servilleta de tanto tocarla y deja de jugar con ella.

Tiene que irse. Es inevitable y es lo mejor. Nada salió como se supone que debería haber salido y empeoró. Primero, él estaba enamorado de Iana desde antes y no debió aceptar el trabajo; segundo, Cela y Helena se enamoraron; a Valentine le agrada la tercera: Iana se está enamorando de él..., pero eso tampoco es bueno.

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Sigue hablando con la mujer en el restaurante y piensa, por primera vez, que todo fue un plan siniestro.

Escucha a Iana con toda su atención detallando sus gestos sabiendo que, aunque sonríe, muestra resignación, una posición que ella siempre ha tenido que adoptar en su vida amorosa y él lo sabe. Valentine vuelve a odiarse por todo. Debió hacer las cosas de manera que ella nunca lo viera. Pero no, quería saber cómo sería si Iana lo viera. Quería sentirla cerca con la posibilidad de hablarle y que ella le hablara sin estar hablando con su consciencia. Moría porque ella viera que él existe y la embarró...

—Canserbero dice, en una de sus canciones, que cree que somos fichas de un juego entre Dios y el demonio —recita Iana casi cantando aquel rap que Valentine también conoce. Comprende perfectamente y va a hablar, pero la mujer continúa —. Empiezo a creer que los ángeles también son parte de ese juego... —Deja de mirarlo para fijarse en la ventana tras él —. Me parece injusto que ahora deban pagar por hacer lo que ellos sabían que harían.

—¿Será que Ellos planearon que Cela amara a Helena y que yo... —Se interrumpe sorprendido por lo que estaba a punto de decir.

¡No puede decirle que la ama! Ella vuelve su mirada de la ventana, expectante.

—Tu... ¿qué? —piensa rápidamente para cambiar el tema.

—Que no hice bien con Guillermo y Gustavo y debo irme.

***

Jeimy ya no es una ángel, pero sí tiene el sexto sentido con que cuentan las mujeres. Ventajas de ser humana. Pregunta por pura cordialidad porque ya sabe, por la energía que expide Iana, que Valentine se ha ido. Efectivamente, Iana habla acerca de su última conversación con el ángel contando su petición de cuidarlos, a la que, agradecida, no se iba a negar. Ahí, Jeimy y Andre comparten una mirada de tremendo pesar. Ellos están iniciando una nueva vida

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sin saber cuál fue el destino de Joey, el demonio amigo que los ayudó a cortar las alas para ser libres en la Tierra. «¡Qué irónico cuando las alas dejan de ser símbolo de libertad!», piensa Jeimy volviendo a oír las palabras de Iana quien, tratando de adornar con tranquilidad su voz, promete ayudarlos en lo que pueda hasta que le borren la memoria.

—O sea que... —habla Andre cuidando las palabras que dice —... Valentine ya se fue —Ambos, Jeimy y Andre ven a Iana agachar la cabeza con un pesar que no puede ni pretende ocultar. El hombre continúa hablando —: Estás enamorada de él, ¿no es así? —Jeimy lo mira acosadoramente para que no siga con el tema, pero ya empezó y va a terminar. Iana permanece igual —. Él se enamoró de ti desde antes.

La mujer levanta la mirada con sorpresa. Jeimy niega con la cabeza, pero dice:

—Me consta —Iana los mira alternadamente —. Por eso aceptó el trabajo —sonríe —. No te imaginas la cantidad de veces que te ha visitado para cuidarte, aconsejarte...

—Quererte... —interrumpe Andre.

Jeimy sabe que Iana quiere preguntar por qué Valentine no se lo dijo y prefiere contestarle antes.

—No te lo dijo porque no se cree digno de ti. Te ama demasiado y quiso, mejor, encontrar un hombre perfecto para ti. Yo le insistí en que no existía...

***

—¿Para qué crees que los mandé, Valentine? —Esa inconfundible voz que combina los sonidos de la luna y el sol, lo cuestiona.

—Para empeorar las cosas —El ángel no resiste más —. ¿Para qué pregunta? Usted sabía perfectamente lo que iba a pasar. Nosotros solo fuimos las fichas... —Nota desprecio y odio en su propia voz. No lo puede evitar. Ha sentido la presencia de Lucy, la siniestra.

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—Así es como Iana piensa y te transmitió muy bien el mensaje.

Valentine mira hacia arriba con impaciencia rodeado de aquellas alfombras.

—No entiendo qué más quieren. Ya fuimos a hacer el ridículo, ¿no? ¿Qué más quieren? —casi grita, pero puede contenerse. Después de todo, habla con El Ser Superior.

—Sé muy bien las razones por las que Iana piensa de esa manera, Valentine —suspira, conteniéndose aún más —. Creí que deducirías que no existe un hombre para ella.

—Entonces, ¡¿por qué nos hizo ir?! —grita con vergüenza y desesperación.

—Porque quise darle uno de mis mejores ángeles.

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Corazón mestizo

Por Yesica Andrea Puentes Amaya

Dedico este escrito a la memoria de mi más grande maestro, amigo, confidente y quien me entregó el amor más puro, grande e incondicional. Mi padre Carlos

Alberto Puentes Jiménez. Papá, no alcanzaste a leer estas líneas, pero ten la certeza de que fuiste, eres y serás mi más grande amor, así como la mayor

fuente de inspiración. “porque tu sonrisa y tus ojos hacen eco, más allá del cielo y las estrellas”.

Todo comenzó con Darío, propietario de tierras y cultivos que incursionó en los negocios desde muy joven. Heredó el rancho de sus padres, campesinos venidos de Antioquia durante la expansión del café. Se casó con Greta, una bailarina de ballet, muy culta y bastante callada que conoció en un viaje a Europa. Tras una incesante lucha de la pareja por engendrar un hijo, debido a la frágil figura de la esposa, la pareja tuvo al fin una niña a la que llamaron Eloísa.

Eloísa siempre fue muy apegada a su madre, quien le relataba a la pequeña, historias sobre mundos mágicos y encantados cada noche. Los cuentos no eran la única manera en que Greta compartía tiempo con su hija, ya que siempre que podía, llevaba a la pequeña a nadar a un arroyo. Greta era una excelente nadadora, lo hacía con la misma gracia y precisión con la que bailaba y pudo, fácilmente, enseñar a Eloísa a perderle el miedo al agua, diciéndole a la niña que ella era una sirena, por lo que Eloísa también lo era y no había nada que temer. Darío por su parte y, pese a la distancia que generaba su trabajo fuera de la capital, amaba a su esposa y a su hija, por lo que,

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siempre que podía, les enviaba cartas a las dos mientras se encontraba ausente cerrando algún negocio.

Una vez, Darío debía transportar un cargamento de banano, a través de un buque a vapor por el río Magdalena. Aquel día sobrevino un tremendo aguacero, que hizo hundir el buque y la mercancía, las pérdidas fueron altísimas, sin embargo, Darío salió inexplicablemente ileso, asegurando, a pesar de lo confuso de sus recuerdos, ser rescatado del agua por la figura de una mujer. Tras el incidente, la familia tardó en reponerse de la crisis. Darío se sumergió en un dolor y vacío que llenaba con copas de vino y que lo hizo, poco a poco, dejar de tener contacto con su familia, ya que se la pasaba encerrado en la sala de estar. Su esposa le dejaba la comida servida, pero esta se echaba a perder.

Tiempo después, Darío volvió a tomar las riendas de sus finanzas. Su estado de ánimo mejoró, por lo que se recuperó la armonía en el hogar, aunque esta no duraría mucho, puesto que Greta fallecería de una misteriosa neumonía, ocasionada por agua en los pulmones, enfermedad que supo disimular ahogando la tos que la aquejaba para no preocupar más a su atormentado esposo. Tras la muerte de Greta, Darío se confinó en la soledad y no volvió a sonreír, ni siquiera en presencia de su pequeña Eloísa, quien en medio de su dolor se preguntaba una y otra vez cómo era posible que se ahogaran las sirenas.

La pequeña, pese a su reciente pérdida y tras ver el semblante de su padre, triste nuevamente, tomó valor de donde no lo tenía y se prometió a sí misma, durante una visita a la tumba de su madre, que ella sonreiría por los dos. Pasaron los años y Eloísa se convirtió en una mujercita. Creció acompañada de tutores y, en especial, de su nana, Dorotea, proveniente del Chocó y quien había cuidado a Eloísa desde la muerte de Greta. Dorotea enseñó a la muchachita a preparar elaborados platos con los cuales supo deleitar a más de uno y, al igual que Greta lo hacía, le contaba a Eloísa historias repletas de magia, pero estas no eran cuentos de hadas, sino que se trataban de

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mitos y leyendas colombianas que despertaron la curiosidad de Eloísa hacia un mundo más diverso, donde la magia ya no solo existía en mundos lejanos y países extranjeros, como los que ella conoció cuando era niña, sino que había magia en el aire y la tierra que la rodeaba, y que ahora estaba repleta de mixturas y folclor.

La magia no se había ido, pese a la pérdida de su madre, la ausencia de su padre o a la inflexibilidad de sus tutores, para quienes no había cabida a la imaginación, sino al conductismo. Eloísa no estaba sola, tenía a su nana, sus criados y una biblioteca donde escudriñaba todo cuanto pudiese su mente inquieta sobre cultura, tradición y platos típicos de las regiones de su país, los cuales no dudaba en poner en práctica. Fue así como, una mañana, un exquisito aroma perturbó la mente dispersa de Darío mientras este se encontraba en la sala de estar. Fue a echar un vistazo a la cocina y vio una suculenta comida en la mesa.

Preguntándose acerca de quién la había preparado, fue en busca de sus criados, quienes aún dormían. Decidió ir a la biblioteca por una buena lectura para acompañar su ahora inesperado desayuno, encontrando a Eloísa, quien le preguntó cómo había estado la comida. Darío, sorprendido, al ver lo mucho que había crecido su hija, no solo en estatura y belleza, sino en temple, la abrazó y le prometió que nunca más estaría ausente de su vida. A partir de ese día, Darío decidió llevar a Eloísa en cada uno de sus viajes de negocio.

Fue así que, luego de una temporada en el Cocuy, Eloísa conoció a personas de cabello negro y liso, nariz chata, ojos negros y con la piel tostada como los granos de café, conocidos como el pueblo Uwa y que solo había visto en sus libros. Uno de ellos, un muchachito de nombre Quinza (Colibrí, en lengua muisca), fijó sus ojos en Eloísa quien también puso sus ojos en él. Tras su estadía, Quinza contó a Eloísa maravillosas historias sobre Nemqueteba, quien, según el niño, le enseñó al hombre los oficios del trabajo. Quinza también le habló a Eloísa de Bachué quien era la madre de toda la humanidad.

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Llegada la hora de partir del Cocuy, Quinza obsequió a Eloísa un collar hecho con un grano seco de maíz, tallado con forma de cabeza de picaflor y amarrado con los cabellos de la mazorca. Le dijo que era mágico por ser sacado de la Pachamama y que, si Eloísa lo llevaba consigo, ellos siempre se reencontrarían. De regreso a la capital, Eloísa permanecía en su cama, mirando al techo y contemplando el collar. Darío, notando el repentino cambio en el comportamiento de su hija, le informó que la enviaría a estudiar a Europa, para que se juntara con otras señoritas de su edad y se distrajera. Pese a las súplicas de Eloísa para que no la enviara, la muchacha partió en un barco un mes después.

Durante el largo viaje, cada noche justo antes de quedarse dormida, Eloísa veía una avecilla con alas doradas que atravesaba su ventana y se posaba en su frente, sin embargo, no le prestaba mucha atención ya que pensaba que todo era producto de su imaginación y del mareo que le generaba estar en altamar. Ya en el colegio, Eloísa fue educada como una dama, instruida por una fuerte palabra evangelizadora que le hacía, poco a poco, olvidar la magia de su tierra, pero no a su nuevo amigo. Por esto, siempre que llegaban las vacaciones, Eloísa le pedía a su padre viajar al Cocuy donde la esperaba Quinza.

Sobrevinieron tres años en los que Eloísa partía y se reencontraba con su viejo amigo a quien le enseñó a leer y escribir en castellano y con quien tuvo contacto por medio de cartas. Durante una temporada de vacaciones, en una noche en el Cocuy, Quinza y Eloísa decidieron ir a la orilla de una laguna para escuchar el silbido del viento, cuando, de repente, cayó un helaje que hizo a los muchachos tiritar del frío y abrazarse. En ese momento, Quinza notó a Eloísa ya hecha una joven de cintura definida, tobillos bien forjados y un hermoso rostro adornado con una mirada profunda.

Eloísa también vio diferente a Quinza, a quien le habían cambiado las facciones, se le ensanchó la espalda y aumentaron de tamaño sus brazos y piernas. Ambos descubrieron estar enamorados el uno del otro, por lo que se prometieron un futuro juntos. Terminada la

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temporada, Eloísa se despidió de Quinza, asegurándole que esa sería su última vez en el extranjero. Quinza, quien, durante los años transcurridos, se había preparado estudiando las tradiciones de su pueblo, llegó a convertirse en líder joven de su comunidad, por lo que le prometió a Eloísa recibirla con una celebración.

El tiempo corrió. Nuevamente, llegaron las vacaciones y Eloísa volvió con el corazón emocionado por ver a su amado, quien, como lo había prometido, organizó un festejo en su nombre. La emotividad del momento se desvaneció cuando Eloísa se percató de unas ronchas en la piel de Quinza, que dijo tener una alergia.

Pasados unos días, Darío le pidió a Eloísa que lo acompañara a la capital. Ella, pese a que estaba preocupada por la alergia de Quinza, como una buena hija, accedió y dijo al muchacho que procuraría no tardar mucho. El chico besó a Eloísa en la mejilla, haciéndola enrojecer debido a la presencia de su padre, a quien no se le había pasado desapercibido el amor creciente entre los jóvenes. Pasados diez días, Eloísa se encontraba inquieta porque Quinza no le había contestado las cartas, por lo que le pidió a su padre regresar al Cocuy. Al llegar allí, se topó con la noticia de que Quinza había fallecido a causa de una alta fiebre dos días atrás.

Eloísa, al escuchar esto, salió corriendo, tomó rumbo por un estrepitoso sendero que conducía a la laguna donde se enamoró por primera vez. Del afán, la joven rasgó su vestido con unos chamizos. Al llegar al lugar, Eloísa arrancó de su cuello el collar que le había regalado Quinza y que nunca se quitaba, lo enterró y lloró amargamente su pérdida. Pasaron horas, cuando la comunidad y Darío la encontraron inconsciente. Darío regresó con su hija a la capital, no sin antes visitar la tumba de Quinza junto a su hija, quien delante de la sepultura recordó su promesa años atrás de sonreír por ella misma y su padre, promesa que en ese momento le costaba mucho mantener, por lo que, para no romperla, decidió modificarla, prometiéndose que si no era capaz de volver a sonreír, tampoco se permitiría llorar.

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Con esto, Eloísa, sin saberlo, se estaba condenando a no sentir ni expresar sus emociones. Estando en la capital, Dorotea cuidó de Eloísa, quien, desde el primer día, retomó sus viejos hábitos de devorar por interminables horas los libros de la biblioteca; la joven pasaba encerrada todo el tiempo allí. Dorotea y Darío estaban realmente sorprendidos por el avance aparente de Eloísa, sin embargo, con el tiempo, notaron que la joven ocultaba sus sentimientos y mostraba una sonrisa fingida, además de permanecer la mayor parte del tiempo sin hablar.

Un día, Darío tocó la puerta de la habitación de su hija y decidió tener una profunda charla con ella. Le dijo a su hija que las personas no se iban del todo, ya que permanecían vivos a través de las memorias. Darío dijo, además, que Eloísa era el reflejo de su madre y que no tenía por qué ocultar lo que pasaba para evitar preocuparlo. Eloísa le contó a su padre la difícil promesa que se había hecho, por lo que Darío abrazó a su hija y le pidió que le permitiera aliviar su carga de tantos años, diciéndole que, si ella no se permitía llorar, el lloraría por los dos, para que ella tratara nuevamente de sonreír y así Darío comenzó a llorar.

Las lágrimas de Darío recorrían el cabello de Eloísa, quien aseguraba a su padre que todo mejoraría con el tiempo. Esa noche, Eloísa soñó que estaba a la orilla de la laguna donde se había enamorado de Quinza, cuando, de pronto, una bella mujer de delicada figura que se acercaba entre la bruma y cargaba una avecilla en el hombro, apareció. Era su madre Greta. Eloísa quedó impresionada por la inesperada presencia, corrió a abrazar a su madre y le pidió perdón por no ser lo suficientemente fuerte.

Greta le dijo a su hija que no era necesario mostrarse fuerte todo el tiempo, que la vida estaba llena de matices y que ella podía permitirse sentir, sentir felicidad e inclusive tristeza cuando lo necesitara. Eloísa comenzó a llorar en el regazo de su madre, estando en esas, se percató de la avecilla que su madre cargaba en el hombro. Cuando le preguntó a Greta por el ave, ella le dijo que alguien quería

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verla. De pronto, el ave voló sobre la cabeza de Eloísa y se sumergió a la laguna de dónde emergió un joven, era Quinza.

Eloísa se apresuró a abrazar a Quinza, quien le dijo, mientras la guiaba a una plántula de maíz que había brotado sobre un tumulto de tierra, que siempre estaría con ella. Eloísa recordó haber enterrado el collar, así que excavó debajo de la plántula, contando con la suerte de encontrarlo, pero no fue así. Escuchó entonces la voz de su madre decirle mientras desaparecía, que la vida era magia en esencia, que la magia existía, aunque no la pudiera ver y que era por la magia de la vida que brotaban las semillas secas de la tierra.

Quinza tocó la frente a Eloísa y le dijo que ella había cultivado con los años muchos conocimientos y que, pronto, tendría una inesperada sorpresa. De repente, Eloísa despertó. La joven no sabía si se lo había imaginado todo. Respiró profundamente y se prometió permitirse volver a sentir, sonreír y llorar cuando lo necesitara y solo disfrutar de la magia de la vida. Por lo pronto, volvió a dormir.

A la mañana siguiente, Eloísa habló con su padre de su extraño sueño. Le contó, además, su decisión de, poco a poco, volver a ser ella misma, noticia que alegró gratamente a Darío. Eloísa decidió ir a la biblioteca como lo hacía todos los días, estando allí, sintió una corazonada de cómo uno de los libros, de los muchos que tenía, pero que no había leído antes por ser parte de una colección de escritos en diferentes lenguas indígenas, la llamaba. Eloísa abrió el libro y tal fue su sorpresa, pues al comenzar a leer se dio cuenta de que entendía lo que estaba escrito allí. No sabía cómo, pero sabía cómo leerlo.

Eloísa se asombró, ya que ella nunca pudo comunicarse con Quinza en su dialecto, por ello, ella le había enseñado a leer y escribir en castellano. La joven tomó otro libro y, luego, otro y otro más y vio que podía entender lo que estaba escrito en todos ellos, los conocimientos le entraban en un parpadeo a su cabeza, se le pegaban como la miel, era increíble. Eloísa llamó a su padre que llegó

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enseguida. La joven le contó lo que estaba pasando y el padre quedó asombrado.

Eloísa no estaba segura de lo que estaba sucediendo, así que le pidió a su padre que consiguiera un experto en lenguas y dialectos indígenas para que comprobara que Eloísa podía entender lo que decían los escritos. Darío estuvo de acuerdo con su hija y así lo hizo: consiguió no uno, sino diez expertos en lenguas y dialectos diferentes, un experto por lengua o dialecto en el que estaba cada escrito que la joven había podido interpretar. Llegado el día de verificar los nuevos dones de Eloísa, los expertos trajeron diferentes escritos con los que estaban familiarizados, ello con el fin de comprobar que la joven no los hubiera leído nunca y no hiciera trampa.

Uno a uno, los expertos le hacían leer a Eloísa de principio a fin los escritos y, uno a uno, quedaban perplejos de cómo la joven interpretaba todo a la perfección, la tarea fue ardua y agotadora, ya que esta tomó desde muy temprano en la mañana hasta altas horas de la noche. El tiempo pasó y Eloísa continuó leyendo libros, ya no solo de su país, sino que además libros escritos en idiomas extranjeros. Eloísa estaba fascinada, leyendo libros en inglés, alemán, francés y todo, todo, lo entendía.

La noticia se extendió por todo el mundo. Cientos de expertos decidían ir a visitar la casa de Eloísa y comprobar por ellos mismos sus dotes de traductora e intérprete. Eloísa recuperó su sonrisa, se sentía viva nuevamente y estaba encantada por el regalo que había recibido de Quinza. Fue así como, un día, revisando una de las muchas cartas que años atrás Quinza le había enviado, mientras ella se hallaba en Europa y donde él le agradecía por ser su amiga y enseñarle a leer y escribir, que a Eloísa le surgió una idea.

Recordó las palabras de su madre sobre cómo la magia hacía brotar las semillas secas de la tierra y cómo la vida era una magia, por lo que quiso compartir esa magia. Eloísa decidió enseñar a los demás sus conocimientos, emprendió su labor como educadora y dedicó su

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vida entera a viajar por todo el mundo. Enseñó a muchos niños a leer, a escribir y a soñar, mezclando lecciones de ciencias básicas con los saberes ancestrales de su tierra, rompiendo las barreras culturales y de pensamiento de su época, haciéndonos comprender que pertenecemos no solo de donde nacemos y crecemos, sino también del lugar a donde vamos. Tenemos un corazón mestizo, lleno de tristezas y alegrías, de mitos y creencias, que son una verdad para el que crea en ello y que no es necesario ver, hace falta sentir, ya que la magia está disponible para todos.

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Promesa de un ángel

Por Juliana María Ramos Rodríguez

Para un chico en el presente siglo, vivir y desear cosas como estudiar en otro país o disfrutar de su deporte favorito era de lo más común y Taylor Park no era la excepción. Llevar una vida tranquila era lo que más deseaba, que fueran solo él y su madre llevando un rumbo sin sorpresas indeseadas. Su infancia y parte de su adolescencia la vivió en una pequeña ciudad de nombre Maywings, reconocido por ser productor del mejor armamento de hierro del mundo, lo que era fundamental cuando la raza humana no era la única dominante y cuando podías encontrar un Desperfecto entre los tuyos.

Fuera de eso, en Maywings ese tipo de historias se dejaron atrás, pues nadie había visto un Desperfecto o, al menos, no las personas que vivían en la ciudad, desde hace algunos años, pero los forjadores de armas conocían bien la historia que nadie contaba. Una raza con atributos que el hombre no poseía era algo de no creer, algo imposible hasta no verlo, pero esa ciudad rompía cualquier ideal de leyenda que pudiera tenerse.

Taylor vivía feliz en aquel lugar con el peso de dichas historias y sus propias creencias, pues su familia era herrera desde muchas generaciones atrás hasta su abuelo, aunque él había decidido no seguir ese camino solo para lograr ir a una universidad extranjera y no estancarse en su ciudad. Vivía una vida normal como cualquier adolescente de diecisiete años en una ciudad llena de curiosas leyendas, solo que todo el mundo ignoraba la realidad de aquellas leyendas excepto él, quien deseaba olvidarlas y convencerse de que era nada más que una mentira.

—¡Mamá!

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La mencionada prestó atención al llamado y se acercó a la sala de estar para consultarle a su hijo qué sucedía.

—Dime, Tay.

—Mamá, ¿has visto mis zapatillas negras? Saldré con unos amigos a jugar baloncesto, pero no los encuentro.

La habitación de Taylor era todo un desastre. Su ropa en el suelo, su cama desarreglada y una caja con un trozo de pizza sobre su escritorio le daba el toque de una habitación típica de chico adolescente.

—Cariño, este lugar está horrible y desordenado, ¿de verdad esperas encontrarlas aquí?

—¡Las encontré!

Un par de zapatillas colgaban de las manos del chico, quien portaba orgulloso una sonrisa mientras trataba de salir de debajo de su cama.

—No te preocupes, mamá. ¿Sabes que las personas con habitaciones desorganizas son más creativas? Deberías estar feliz de tenerme como hijo.

Taylor se levantó del suelo y se sacudió un poco. Miró a su madre y no duró mucho para que ambos empezaran a reír de su comentario.

—Ojalá pintaras o escribieras libros, pero, en cambio, solo te rascas la panza, sales con tus amigos y compones melodías y canciones fantásticas. ¿Dónde encuentro tu creatividad? Porque no creo poder hallarla en esta pocilga de habitación.

—Es broma, ¿cierto?

Taylor rio, pero trató de demostrar enojo, siendo una tarea imposible, pues su madre tenía el mismo sentido del humor que él así que ¿cómo podía tomar en serio en esa situación?

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—Tienes razón. Te prometo que, al llegar, la organizaré toda. Es una promesa de hombre.

—De acuerdo, de acuerdo. Confío en ti.

El chico se acercó a su madre y la abrazó con mucho cariño.

—Te quiero.

—Yo también, pero solo si llegas temprano. Ya sabes, el amor no es de gratis.

Taylor asintió, contento con la respuesta de la mujer y dispuesto a colocarse sus zapatillas para salir. Pasaron unos minutos y el chico ya salía de su hogar en dirección al parque que había acordado con sus amigos, solo a tres cuadras de su casa.

—¡Pero si es Park!

—Ey, Ana. ¿Empezaron sin mí?

Ella negó con la cabeza de forma frenética y se acercó para abrazarlo brevemente. Él le devolvió el gesto y saludó a su amigo.

—Hola, Steven.

—Taylor, ¿estas listo? Hoy juro que te derroto.

—Bueno, si es como la semana pasada que tardaste treinta minutos en decidir si quitarme la pelota o no, entonces, los resultados están más que claros.

Steven tenía en el rostro una cara de indignación, pero no podía negar lo innegable. Aun así, su dignidad estaba en juego, de nuevo.

—Sabes que eso fue porque... ¡porque estaba analizando la jugada! Y no fueron treinta minutos, fueron solo cinco. Siempre me haces quedar mal.

Ana reía de la situación, lo que le provocó vergüenza a Steven. El chico estaba enamorado de la mejor amiga de Taylor desde hace mucho, pero no había dado el siguiente paso.

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—Steven, ya ríndete —decía Ana entre carcajadas —. Sabes que Tay es difícil de derrotar, pero si quieres ganarle, debo decirte que mis amigos están dispuestos a patear su trasero.

—Oh, ¿de verdad? Quiero probar eso. Nadie ha hecho más cestas de tres puntos, en menos de medio partido, que yo.

Taylor remarcaba con orgullo su logro más preciado, logro que nadie que conociera hubiera logrado anteriormente. Esa ocasión, tampoco sería distinta, sin importar cuántos amigos de su mejor amiga jugaran contra él.

—Bien, entonces, hagamos una apuesta si estás tan seguro de eso.

—¿Apostar? Vaya que esto va en serio.

Taylor empezó a recoger su cabello castaño en un pequeño moño sobre su cabeza, pues le llegaba a la mandíbula y no podría jugar así. Fuera lo que fuera, las apuestas de la chica eran serias, pues era algo que nadie tomaba a la ligera.

—Si tú ganas, nosotros reuniremos el dinero para comprarte un teclado nuevo.

Los ojos del castaño se hicieron más grandes y, de la sorpresa, pasó a la desconfianza. Su teclado estaba desgastado y sonaba extraño, pero le había costado mucho dinero. No eran nada económicos.

—No te creo, mucho menos a Steven que siempre tiene una excusa al perder.

—¡Oye!

Steven le haló una oreja mientras Taylor solo reía, aunque fuera verdad. El chico era casi de su estatura, tenía pecas sobre su nariz y su cabello ondulado. Todo le daba una apariencia que el castaño no podía tomar en serio, solo no podía.

—Te lo puedo prometer, Tay. Ya lo hemos discutido. Un amigo se ofreció a apostar para que sea más justo.

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No confiaba demasiado, pero algo material como eso no era tan peligroso de apostar. Estaba bien mientras no afectara su supervivencia, como decían las reglas.

—Y, en el caso de que, quizá, ganaran... ¿Qué debo hacer yo?

La chica sonrió de una forma casi perversa mientras se cruzaba de brazos. En ese momento, empezaron a llegar los chicos que ella había mencionado, siendo chicos bastante altos y con rostros intimidantes, entre ellos, un rubio que los miraba con intensidad. Taylor empezaba a creer que sería una pésima idea.

—Si ganamos, entonces, tú irás hasta el monte Holin y nos traerás una espada forjada por tu abuelo como trofeo por nuestro logro.

El mundo de Park se desestabilizó de la nada. Steven los veía a ambos con preocupación y Ana no podía de la dicha. La apuesta se había tornado peligrosa, pero era algo que ella deseaba que Taylor hiciera hace mucho.

—Entonces, ¿tenemos un trato? ¡Jay, ven aquí!

El chico rubio de antes se acercó trotando, lanzándoles una suave sonrisa a los presentes.

—Pero Ana...

—Vamos Tay, confía en mí. Sea cual sea el marcador ambos ganaremos.

Y él confiaba en ella, pero no en sus propios temores. Incluso si perdía, podría simplemente no cumplir con la apuesta, pero eso involucraba más de lo que deseaba. En su ciudad, las apuestas y las promesas eran más que solo palabras, podrían poseer una fuerza que tener miedo de romperlas sería lo más racional. Otra de las razones por las que a Taylor no le agradaba la idea. El hecho de que las leyendas no fueran solo leyendas.

—Yo...

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Taylor se sentó sobre el asfalto de forma un poco brusca mientras colocaba una mano sobre sus ojos, sopesando la situación. Todo era tan relativo para ese instante, tanto que tendría que discutirlo con su madre. Trató de infundirse fuerza y antes de que perdiera el coraje respondió.

—Trato hecho.

Se levantó y se acercó al tal Jay, estrechando la mano del chico mientras le miraba a los ojos. La mirada de ambos se conectó y sus manos recibieron una descarga que les hizo sacudirse. El trato estaba hecho.

—Entonces..., ¡comencemos de una buena vez! —dijo el rubio con mucho entusiasmo.

Jay y Taylor se separaron para situarse en el centro del campo de baloncesto, mientras los demás chicos se distribuían para que los equipos estuvieran equilibrados. Cuando todos se organizaron, nadie tuvo que dar la orden, el balón fue lanzado hacia arriba y el mejor partido de la ciudad había comenzado. El castaño era mayor que Ana, pero menor que Steven, siendo un punto medio. Pero, al compararse con los demás chicos, se daba cuenta de que eran mucho mayores que él, llevándolo a creer que tendrían más experiencia, comprobándolo de primera mano.

Lo más extraño de todo el partido fue que, de un momento a otro, el equipo contrario iba ganando por un par de puntos de diferencia. Entonces empezó a sentir la adrenalina correr como no lo había hecho hacía mucho tiempo. Quedaban cinco minutos de juego y su equipo estaba a una cesta de igualar el marcador. Era ese el momento para ejecutar su cesta de tres puntos y salir victorioso, pero en ese instante levantó la mirada y, cruzando el cielo, vio un hombre volando.

Taylor olvidó cómo moverse y se quedó admirando unas enormes alas blancas cruzando el suave azul. ¿Qué era eso? ¿Era real? ¿Era eso un... Desperfecto? Las dudas lo atacaron de repente, así como el

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equipo contrario que no dudó en arrebatarle el balón y realizar una cesta de tres puntos.

—¡Ganamos! ¡No puedo creerlo!

Park reaccionó ante el grito y bajó velozmente su mirada, dándose cuenta de lo que había perdido.

—Un momento... ¿Qué...?

—¡Perdiste amigo!

Steven salió a correr hacia él y le pasó un brazo por el cuello, con una sonrisa enorme en el rostro y la felicidad desbordando por sus poros. Taylor todavía no comprendía muy bien qué había sucedido, si estaba muy cerca de la victoria. El trance en el que se encontraba no lo dejaba ir.

—Ahora... —Empezó Ana mientras jadeaba y trataba de controlar su respiración por tan difícil juego —... has perdido, amiguito, así que debes cumplir con la apuesta. ¡Muchas gracias, chicos!

Los demás alzaron su mano a modo de despedida y se retiraron. Ana había quedado en comunicarse con ellos cuando llegara el trofeo. No necesitaban seguir ahí.

—Ana.

El rubio amigo de Ana se le acercó con tranquilidad y satisfacción. Alto y de buen rostro, le sonrió con dulzura a la chica.

—Fue un excelente partido. Estoy ansioso por jugar de nuevo con ustedes.

—¡Oh! Jay, también fue fantástico. Recuerda que volveré a hablar con ustedes.

Taylor volteó a ver al nombrado, aún algo perdido, pero más consciente de que ese chico lo miraba con desafío. Oh, no, él no dejaría que su dignidad se fuera al suelo.

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—Así que nos vencieron... No se dieron cuenta de que me quedé mirando al cielo, ¿verdad?

Todos negaron y lo miraron extrañado, como si lo que estuviera diciendo no tuviera sentido.

—¡Había algo en el cielo! Y no podía ser un ave. ¿Acaso nadie más lo vio? ¡Era enorme!

—Debes estar algo cansado, amigo —dijo Jay con aire de burla —. Creo que será mejor que descanses y cumplas con nuestra apuesta. Nos han dicho que tu abuelo es un excelente herrero, uno de los más antiguos. Esa espada será fantástica.

El mencionado se estremeció ligeramente y agachó la cabeza, incapaz de levantar la mirada al chico. Ana vio la situación y decidió intervenir de inmediato.

—Eh, Jay. Ve a casa, después te escribo por mensajes.

La chica le sonrió un poco y le dio un suave beso en la mejilla. El chico asintió y solo se retiró en silencio. Steven simplemente tenía la boca abierta, desconcertado.

—¡Tú nunca has besado mi mejilla en despedida! —Fue su única reacción, arrepintiéndose cuando vio como las mejillas de Ana se tornaban rojas.

—B-bueno... Él y yo...

—No digas más, lo entiendo.

Definitivamente, eso era lo único que el chico rizado quería. Ese había sido un día demasiado extraño.

—Me voy. Adiós, chicos.

Taylor no podía quedarse ahí, así que la mejor opción sería regresar a casa y decirle a su madre todo lo que había sucedido. No se lo tomaría bien. Al llegar a casa y ver a su madre con una sonrisa, no pudo guardarlo.

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—Mamá —Ella le prestó atención mientras cocinaba una tarta en el horno —. Hice una apuesta y perdí.

Lauren se detuvo abruptamente, conmocionada por las palabras de su hijo. Se enderezó, se dio la vuelta y lo observó a los ojos con fiera determinación.

—Tus ojos... Déjame ver tu brazo —Él obedeció y le prestó su brazo derecho, encontrando una espada en su muñeca, una muy pequeña con el nombre «JAY» —. Cariño... ¿Qué apostaste?

Él solo cerró sus ojos y suspiró con mucha fuerza.

—Ir al monte Holin y pedirle al abuelo que les haga una espada como trofeo...

{Red & Blue}

—Recuerda que el camino es muy largo. Si te desvías quédate cerca de un gran árbol. Hace años que no hablas con tu abuelo, dile que su hija le manda saludos. No te comas todo en un momento. Dura tres días el viaje así que mantente enfocado. No te detengas a ver pájaros porque...

—Mamá —Taylor interrumpió a su madre, pues ya estaba hablando demás —. Lo entiendo. Todavía recuerdo el camino y sé que hacer si me pierdo...

Ella observó a los ojos miel de su hijo, pero le incomodaba tanto ver esa horrible marca azul en su iris. Lauren estaba preocupada por lo que a su hijo pudiera sucederle, no quería que terminara como ella lo hizo y, aun así, sentía que era una oportunidad para él de superar viejos tormentos. El chico suspiró porque estaba seguro de que su madre estaba mirando su marca azul. Preocupado, tomó la muñeca de su madre y la observó, sintiendo un escalofrío cuando encontró un corazón marcado junto con el nombre «ROBERT» en su muñeca, muy parecido a la marca que él tenía.

—No te preocupes por mí, cariño. Estaré esperándote en casa. Sabes que iría contigo... Pero no puedo... Te amo.

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Él asintió, soltando sus manos y alejándose lentamente mientras se despedía a lo lejos, caminando de espaldas. Cuando la perdió de vista se dio la vuelta y empezó a caminar con sus manos en las correas de su mochila, ligeramente angustiado por lo que le esperaba en aquel monte que no deseaba visitar, mucho menos ver a su abuelo.

Franklin Royers era un viejo de unos sesenta años, padre de su madre y uno de los mejores herreros de Maywings. Conocido en toda la ciudad y más allá por su trabajo pulido y dedicado cuando los Desperfectos atacaban a los suyos. Todos lo conocían como Hombre de Revolución. Era su ídolo, la persona que le había enseñado tantas cosas en su infancia, pero que, al saber la promesa de sus padres de la peor manera, decidió dejarlos y vivir en el monte Holin. Había sido egoísta y malo al dejarlos a su suerte y a él en medio.

Estaba parado y distraído hasta que el claxon de su autobús lo alertó. Se subió y se sentó muy atrás, teniendo la esperanza de que nadie se cruzara con su mirada y se dieran cuenta de la apuesta que llevaba en sus ojos y muñeca. El viaje duraba tres horas, así que solo se quedó divagando en un lugar, en árboles frondosos y en un miedo que jamás lo abandonaría.

El monte Holin era muy reconocido por ser el lugar en donde los sabios se mudan para conseguir una paz profunda. Un lugar en donde, se decía, las promesas y las apuestas podían ser borradas. Aun así, después de un tiempo, la ciudad dejó de creerlo gracias a quienes partían hasta allá con ese fin y regresaban sin algún cambio. Un lugar... en el que Taylor Park casi muere.

Un pequeño chico de seis años iba de la mano con su amado abuelo, discutiendo sobre la manera correcta de forjar una hoja con filo. El niño prestaba atención, aunque no entendiera muchas cosas porque, muy dentro de sí, era consciente de que deseaba ser como su abuelo, un herrero. Era un día soleado junto al río Milly mientras escuchaban las aves y la corriente del agua, eso hasta que un estruendo que los alertó a ambos de un momento a otro.

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—Corre, escóndete junto al Gran Roble.

El niño asintió y corrió lo más rápido que pudo con dirección al árbol junto a la casa de su abuelo, encontrando un hueco cómodo para ver qué era lo que sucedía. Estaba asustado, pero no sabía muy bien por qué, solo sabía que, si su abuelo se lo había pedido con tal seriedad, entonces, era grave.

Fue la primera vez que vio a un Desperfecto.

Su abuelo estaba en frente de un hombre con una enorme cola de cocodrilo pegada a su espalda, la piel escamosa y la cabeza sin un cabello. Junto a él, había otro hombre con un tapabocas y sombrero oscuros, pero nada más extraño. El de cola de cocodrilo discutía con Franklin con voz firme, pero, para el pequeño Taylor, era casi imposible descifrar lo que decían, solo sentía ansiedad y preocupación por su abuelo. Fue entonces cuando el extraño ser ocultó su cola y su piel, portando la apariencia de un hombre común y corriente, lo que impactó al chiquillo. Su abuelo entró a su casa y salió de ella con una fantástica espada con mango en oro para entregársela al hombre extraño, este asintió y le dijo algo más antes de estrechar su mano con una sonrisa y salir del lugar caminando de forma tranquila.

Apenas Taylor se sintió fuera de peligro, salió corriendo hasta donde se encontraba el mayor, abrazando una de sus piernas con mucha fuerza.

—Abuelo...

—Taylor, vete. Regresa con tu madre y tu padre. No vuelvas aquí.

Dicho eso, Franklin se adentró en su hogar, dejando a un niño confundido, a punto de llorar y hambriento. Taylor no entendía, pero obedecería al hombre más importante para él. Recogió sus cosas y tomó el camino para bajar. Llorando, se sentía solo y traicionado, tanto así que perdió el rumbo de su camino. Aquello lo asustó tanto que solo aumentó su llanto, obligándolo a sentarse junto

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a un árbol, cerca de un pequeño arroyo. Lo que él no esperaba era que se quedara dormido y cayera al agua.

Apenas sintió la humedad, despertó, empezando a patalear y gritar por auxilio. Nadie lo oía, nadie acudiría a él, así que si nadie iba a ayudarlo, lo haría él mismo. Empezó a mover sus pies con la corriente, esforzándose por no chocar con las piedras mientras trataba de enfocar una orilla. Cuando la vio, esforzó todo su pequeño cuerpo para moverse y llegar a ella. Salió del agua y solo pudo toser y sentir ardor en su piel.

Después de eso no se detuvo, solo siguió caminando hasta hallar una carretera y caminar, caminar tanto como pudo, todo entre lágrimas y un miedo tan fuerte y doloroso como ningún otro. Llegó hasta una casa y pidió que lo llevaran a la suya. Una pareja de ancianos lo llevó con gusto hasta su madre, quien, al verlo, solo se agachó y lo abrazó con mucha fuerza. Taylor le contó lo que su abuelo le había dicho. Ese día lloró con su madre mientras su padre los abrazaba a ambos. Había nombrado ese día como el peor en toda su vida.

{Blue & Red}

El chico castaño bajó del autobús, justo enfrente del enorme letrero que decía «MONTE HOLIN». Unas enormes escaleras le seguían hacia arriba. Sin pensarlo demasiado y antes de que todo el miedo que tenía retenido lo atacara, colocó un pie en el primer escalón y empezó a subir. Eran muchos escalones, pero no debía recorrerlos todos. Había un pequeño desvío junto al camino que debía tomar y mientras continuaba su recorrido no dejaba de pensar en cuán expuesto se sentía y cuanto miedo lo atacaba cada vez que se acercaba un poco más al bosque, más específicamente al río Milly.

Llevaba caminando ya unas horas, obligándose a detenerse sin mirar a su alrededor para descansar unos minutos. Tomó asiento en el césped junto al árbol más grande que había encontrado, tomando

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agua y mordiendo una manzana, manteniendo sus ojos cerrados todo lo que le fuera posible.

Sentía que temblaba, que sudaba frío y el apetito desaparecía cuando enfocó su mirada y vio una sombra unos árboles más allá. Rápidamente, guardó todas sus pertenencias y se colgó su mochila, tenía que escapar lo más pronto posible de ese deshabitado lugar antes de ver algo que lo hiciera arrepentirse y desistir. Pero, antes de lograr dar un paso, sintió unos pasos sobre las hojas secas a su espalda, obligándolo a detenerse.

Sintió una respiración acelerada y constante en su nuca. Alguien o algo estaba detrás suyo y solo pudo sentir la ansiedad consumir cada una de sus células. Fue cuando observó unas enormes alas blancas a sus costados, tratando de rodearlo, pero trastabillando en cada movimiento, como si estuvieran débiles o sin fuerza.

—¿Q… Qué...?

—Ayúdame... —Fue el último suspiro del ser antes de derrumbarse a su espalda.

El sonido provocó un sobresalto en Taylor que lo dejó helado, pero que no impidió que, con movimientos muy lentos, se diera la vuelta para enfrentar la situación. Un hombre de tez blanca, cabello negro ceniza, largo y atado, con unas enormes alas blancas, se encontraba tendido en el césped con una respiración errática y pequeños temblores en sus extremidades.

—Pero... ¿qué?

No sabía qué hacer. Definitivamente, no era un hombre si cargaba con un par de alas más pesadas que él mismo, pero no quería creer que fuera un Desperfecto el que le había pedido ayuda justo antes de caer. ¿Qué se suponía que debía hacer entonces?

—Huir —dijo respondiendo a su propia pregunta.

No necesitó más motivos para empezar a caminar con la intención de perderlo de vista y jamás encontrarse nuevamente con... eso.

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Pero, justo antes de desaparecer de su campo de visión, Taylor se detuvo sin motivo aparente, solo se dio la vuelta y observó cómo aquel ser seguía respirando con dificultad mientras sus alas se movían lentamente para cubrirlo lo más que pudiera. No le había hecho daño, lo habría podido matar antes de llegar hasta él, pero no podía confiar en una criatura de esas, no cuando fue gracias a uno de ellos que perdió contacto con su abuelo. Aun así... ¿Era eso motivo suficiente para ignorarlo?

Sin pensarlo demasiado, el castaño empezó a retroceder con lentos movimientos, alerta por si el cuerpo casi inerte se lanzaba a él para devorarlo o algo por el estilo. No sabía por qué rayos estaba yendo hasta el ser, pero se sentía muy mal de solo pensar en dejarlo tirado. Cuando se acercó lo suficiente detalló su rostro, su cuerpo de buena musculatura y la suavidad de su piel. No tenía algún otro rasgó extraño que no fueran las alas, así que eso lo tranquilizó otro poco. Se agachó y alzó, de forma temerosa, su mano para tocar una de las plumas a su alcance.

Eran suaves, firmes y tenían un olor peculiar, como la vainilla. Mientras tocaba su cuerpo, el Desperfecto sufrió un escalofrío que hizo a Taylor saltar y apartarse con velocidad, pero volvió a acortar la distancia y ver más de cerca su rostro. Definitivamente, estaba sufriendo y a él solo se le ocurrió tomarlo por los brazos y tirar de él hasta un árbol para sentarlo correctamente, logrando una posición más cómoda.

Sacó una botella con agua y la destapó, tomando con mucha suavidad el rostro del ser para abrir su boca y permitir que el líquido entrara. Este «ángel» sintió lo que Taylor trataba de hacer y tragó el agua a consciencia. El castaño se dio cuenta de que había despertado y se alejó un poco. Observó su mirada y un par de ojos violeta intenso atravesaron su piel, provocándole impresión.

—Ey... Eh...

—Lo... S-Siento —dijo, con dificultad, el Desperfecto.

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Park se sorprendió un poco, pero negó con fuerza. No había necesidad de que se disculpara, no le había hecho nada, pero eso no reprimía el hecho de que pudiera hacerlo en el futuro.

—¿Me quieres matar?

No tuvo miedo de preguntarle. Después de todo, ya había visto a uno de ellos y sentía todo menos timidez frente a su especie. Sabía que leyendas jamás serían, pero lo que menos quería era encontrarse a uno y mucho menos en un estado en el qué podría decir que estaba «enfermo».

—¿Qué? —Sudaba y se sentía desorientado, pero trataba de prestar atención —. No, yo... Yo jamás mataría a un humano... Eso... No... —Le estaba costando mucho hablar, por lo que Taylor solo suspiró y siguió dándole agua para que no tuviera que esforzarse de más.

—¿Por qué estás así? ¿Estás herido?

—No es tu obligación saber eso ni ayudarme en nada, pero... Te devolvería el favor si me llevaras a un lugar... no muy lejos.

Eso, sinceramente, no sonaba como algo seguro. Era una trampa, así que aceptar sería suicida. Podía ser miedoso, pero jamás idiota.

—No.

—Entonces... —El Desperfecto no se había sorprendido con la respuesta, pues era más que claro —... puedes ayudarme con algo, será solo por un momento para que yo... Pueda irme. Prometo no hacerte nada...

Sus alas seguían moviéndose de forma errática y su entrecejo se fruncía al estar tratando de controlar el dolor tan visceral que sentía.

—Solo debes... solo debes otorgarme algo de hierro, lo que sea está bien... prometo devolverlo...

Taylor lo pensó. Eso no sonaba a algo peligroso a menos que fuera una daga, pero él no cargaba con ese tipo de cosas. Rebuscó, aún

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dudoso, en su mochila hasta hallar un anillo en hierro que solía cargar consigo al decir que era de buena suerte. Se lo entregó al ángel en su mano tendida sobre el suelo y este lo apretó con la poca fuerza que poseía. Fue cuando sus ojos violeta empezaron a encenderse, era solo una pequeña llama tambaleante en sus ojos que empezó a tornarse azul de a poco.

Después de unos minutos, los ojos del ser eran una combinación de azul claro con violeta, su respiración se había regulado y había recuperado su fuerza. Taylor veía con mucho asombro toda la transición que había tenido el Desperfecto y jadeó ligeramente.

—Lamento no presentarme —dijo cuando logró incorporarse mejor, apoyado en el árbol —. Mi nombre es Wyath... Lamento aparecer de repente y haber solicitado algo tan impropio. Debiste de asustarte y dudar demasiado.

El castaño se sentó a unos metros de Wyath y lo observó con mucha curiosidad, limitándose a asentir con frenesí. Era casi fantástico observar la magia que poseía la simple mirada de ese ser que lo trataba de forma tan cordial. ¿Acaso siempre interactúan con las personas de esa manera? ¿Suele ser tan entregado a desconocidos? ¿Qué fue todo lo que hizo para estar mejor? ¿Por qué él mismo seguía sentado frente a él cuando debió de haber huido?

—En este momento entregarte tu anillo de hierro me es complicado. Entiendo que acompañarme suena como una propuesta peligrosa. Así que, si deseas —comentaba Wyath al empezar a incorporarse y a ponerse de pie — puedes ir a tu destino y esperar por mi presencia para regresarte tu instrumento.

¿Eso qué significaba? ¿Que se lo quedaría entonces? Había dicho que iba a devolverlo. ¿Debía creerle?

—Si la duda vence, entonces, puedo devolverlo justo ahora. He de aclarar que la fuerza que tengo en este momento es gracias a ese trozo de hierro, por lo que quitarlo de mis manos me dejaría en el estado que me encontraste.

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—¿¡Entonces por qué me dices que puedo llevármelo si lo necesitas?!

Definitivamente, eran demasiadas preguntas a las que Taylor no tenía respuesta y empezaba a desesperarse. Se colocó de pie y observó su mirada sería y neutra hacía él. No lograría intimidarlo.

—Si quieres, puedes llevártelo. No era muy importante. Justo ahora estoy perdiendo tiempo para ir a un lugar así que... finjamos que esto jamás pasó y, por favor, no volvamos a encontrarnos.

—De acuerdo.

Con una inclinación, el Desperfecto lo miró profundamente una vez más y empezó a caminar, pero lo que realmente desconcertó a Taylor fue ver que el ángel iba exactamente en la misma dirección que él debía tomar.

—Espera, Wyath.

El mencionado prestó atención y volvió su pesada mirada. Taylor sentía que podía ver su alma con el púrpura resaltando y aunque sintió un poco de miedo, de nuevo, no se detuvo a pensar.

—¿Puedo preguntar hacia dónde vas?

—Al oeste, a la cabaña de un hombre de nombre Franklin Royers.

Park jadeó con demasiada sorpresa. No estaba seguro de si era por el hecho de que estuviera buscando la casa de su abuelo o por el hecho de que le confesara de forma tan tranquila todo lo que le preguntaba.

—¿Está bien que respondas eso? Podría ir a matarte en cualquier momento.

Wyath sonrió con ternura ante su afirmación, causando un revuelto en su interior, casi sintiéndose ofendido por lo espléndida que era su sonrisa.

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—No lo harás —Sus ojos se cerraron al ensanchar su sonrisa —. No lo supongo, solo lo sé. Adiós, chico.

Y con eso el Desperfecto empezó su camino, pero Taylor no podía simplemente dejarlo ir, mucho menos si iban a llegar al mismo lugar.

—¡No, espera!

El Desperfecto había perdido su sonrisa, pero lo miraba con paciencia, lo que lo descolocó nuevamente.

—Pues... Eh... ¿Cómo sé que no eres malo?

—¿Por qué te lo preguntas si no vamos a volvernos a ver?

—Porque la casa que buscas le pertenece a mi abuelo.

Wyath amplió sus ojos con perplejidad, pero, en pocos segundos, retomó su suave mirada violeta.

—Entonces, ¿tú eres nieto de Franklin? ¿Taylor Park?

Taylor casi se desmaya, cabe mencionar. El Desperfecto no necesitó más afirmación, pues el rostro del chico lo decía todo. Ese era un tema mucho más serio.

—No preguntaré cómo me conoces, solo... quiero creer que no me harás daño si voy contigo.

—Llegaremos al mismo lugar de todas formas, pero aceptaré solo si estás seguro de ello.

Taylor apretó nuevamente su mochila y asintió lentamente, dándole pase libre a Wyath de continuar su camino y esperar que el chico lo siguiera. Realmente, el pelinegro tendría que prestar más atención porque ese viaje se había vuelto peligroso.

—Entonces... —hablaba el chico al empezar a caminar a la par—. Eres un Desperfecto, ¿no es así?

—Así es como nos llaman ustedes, ¿eh? Sí, lo soy.

—¿Y siempre le hablas a cualquier humano que se te cruce?

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—No, solo lo hice contigo.

El castaño parpadeó varias veces en estupefacción. En verdad, no quería seguir indagando en todo eso, no quería saber si era por algún motivo en específico o fue solo al azar, pero su curiosidad lo vencía en momentos como ese. Se encontraban caminando y ese ángel sí que lo hacía con velocidad, pero Taylor no se quedaría atrás.

—Ahora entiendo por qué lograste verme aquel día que jugabas con una pelota —le mencionó el Desperfecto.

—Así que sí eras tú en el cielo, en pleno día soleado y sobre un campo lleno de adolescentes que pudieron verte como yo. ¡Pero cuánto sentido tiene! ¿Sabías que perdí una apuesta por tu culpa?

Taylor sí que estaba molesto para ese punto, pero el hecho de cargar con la apuesta en sus venas llamó la atención del ángel.

—Aquí hay muchas dudas que aclarar —empezó Wyath —. En primer lugar, los humanos no pueden verme, solo tú y puedo comprender el motivo de que lo hicieras. En segundo lugar, no puedo cargar con la culpa de que perdieras tu apuesta. Y, en tercero, te estoy agradecido por el hecho de ayudarme así que, como recompensa, te ayudaré a librarte de tu apuesta, pero solo cuando me encuentre recuperado en su totalidad.

Demasiada información para el chico y, aun así, él quería saber más. Era fascinante todo lo que el Desperfecto le decía, aunque ahora que lo detallaba bien, de Desperfecto no tenía nada. Era bastante atractivo y caballeroso para que fuera uno de esos horribles seres.

—Espera, espera, espera —apresuró Taylor —. Me saturas el cerebro con tanto. ¿Te importaría ir un poco más lento? Y aprovecharé la situación para que me expliques absolutamente todo.

Quizá su petición sonó algo grosera, después de todo le estaba obligando a confesar, pero no era su culpa tomarse con Wyath... Bueno, no tanto.

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—Bien —suspiró ligeramente el pelinegro —. Supongo que empezaré desde el principio.

—No sería mala idea —ironizó Park.

—Los Desperfectos, como nos conocen, somos una especie de humanoides con un propósito en su vida: ayudar y guiar a los humanos —Taylor caminaba con rapidez para no perderse ningún detalle del ser —. Desde un principio, nosotros vigilábamos al hombre promedio, sus acciones y lo que prometían y apostaban. Aunque no lo creas, ustedes no siempre tuvieron pactos que colocaran en riesgo su vida, eran solo palabras que podías ignorar u olvidar con el paso del tiempo, pero, era tal el desperdicio de aquellas situaciones, que llegamos nosotros al mundo.

No podía creerlo. ¡Él lo sabía! Sabía que las promesas y las apuestas no eran algo tan común como todos creían. ¿Cómo hubiera sido un mundo en el que podías prometer y solo dejarlo ir? A decir verdad, sonaba demasiado cruel y despiadado.

—Nuestro objetivo era ayudar a las personas a librarse de sus palabras de una forma tranquila y reflexiva cuando actuaban sin pensar o no tenían salida. Con el paso del tiempo, muchos se percataron de que servir a la raza humana era un desperdicio de su propia existencia, así que decidieron renunciar y apartarse del camino —Wyath mantenía la concentración mientras se movilizaba ágilmente entre los árboles —. Como sabes, cada Desperfecto es único, no hay otro con sus mismas habilidades o apariencia física, sin mencionar los ojos violeta que todos conservamos, pues son la combinación del azul de la promesa y el rojo de la apuesta. Muchos de los desertores utilizaron como beneficio sus rasgos y, gracias al proceso evolutivo de adaptación, lograron transformarse en hombres comunes y desapercibidos, buscando la salida para deshacerse de ustedes.

—¿Tú eres uno de ellos? —preguntó Taylor con muchísima curiosidad.

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Su mente ya empezaba a comprender un poco más de lo que había vivido y de su propio pensar.

—Es complicado —Una mueca apareció en el rostro del Desperfecto —. No soy un desertor, pero mis progenitores sí lo fueron, así que yo jamás aprendí el oficio de ayudar. Me limité a aprender lo que los libros me enseñaron y a practicar, de cuando en vez, para adquirir las habilidades, aunque hoy en día aún me cuesta.

—¿Y cómo ayudaban a las personas?

—Podemos borrar cualquier promesa o apuesta que lleves en tu sangre, pero hay consecuencias. Por ello, debes pagar un precio, así como nosotros también debemos hacerlo.

—Entiendo...

Taylor enfocó su mirada en el suelo con un poco de dolor por pensar en todo el sufrimiento de las personas por sus actos y palabras, obligando la existencia de esos seres que habían nacido para proteger.

—Como pudiste observar, el hierro es el mineral más poderoso para nosotros, pues fuimos forjados con base en eso. Entonces, para aumentar nuestro poder o disminuirlo, la forma en que se nos presente el hierro es fundamental. Si está forjado, como tu anillo o una espada, entonces, nos potencia, pero si está en estado puro puede disminuir nuestro rendimiento. Muchos Desperfectos se asociaron con los humanos al principio para hacerles creer a los demás que este tipo de armas nos mataban, pero estaban más que equivocados.

—No puedo creerlo... —Estaba perplejo y atónito —. Quiere decir que todos los forjadores de esta ciudad...

—No todos traicionaron a la raza humana, como tu abuelo —De nuevo, el escalofrío atravesó al menor al mencionarlo —. Él se dio cuenta de lo que sucedía, así que decidió huir a las montañas para que ningún Desperfecto lo encontrara y lo obligara a forjar armas

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que podrían destruir el mundo. El verdadero problema aquí no es él, sino tú.

—¿Qué? ¿Qué hice?

—Eres el descendiente directo de Franklin —Wyath estaba muy pensativo y serio, quizá demasiado. Además, su impresionante altura y el tamaño de sus alas lo hacían parecer intimidante —. Aunque no lo creas, tu abuelo tiene un rasgo muy peculiar: puede forjar armas en hierro que pueden destruirnos.

»Es una habilidad que adquirió con el paso de su experiencia, pero cuando se enteró de que tú poseías esa habilidad decidió alejarte de él para que no corrieras el riesgo de que te atacaran para usarte. Aun así, entre nosotros, tu nombre es muy escuchado, pero tu rostro jamás fue visto, así que eso era algo que te ayudaba. Esta es una muy buena explicación por qué lograste verme en el cielo aquel día.

Así que su vida siempre estuvo en riesgo y él nunca lo supo. ¿Era ese el verdadero motivo de que su abuelo lo hiciera a un lado, así como a su familia? Un momento...

—¿Cómo es que sabes tanto de mi abuelo?

—Bueno...

El ángel estaba preparado para revelarlo, pero una enorme bola de fuego interrumpió su monólogo. Un fuerte ataque los había impactado, lanzando a ambos en direcciones contrarias con mucha fuerza. Cuando Wyath se recompuso, buscó con la mirada a Taylor, quien estaba aturdido en el césped, tratando de levantarse. El pelinegro volteó su mirada al responsable y vio a un Desperfecto enfrente de él.

—Vengo buscando a Park y estoy seguro de que no eres tú, Wyath.

El Desperfecto de fuego dirigió su mirada al chico, quien lo observó y sintió verdadero terror recorrerlo. Tenía la mirada, la estatura y el cuerpo de un hombre, pero su cabello tenía movimiento, semejante al de llamas ardiendo y su piel se encontraba en tonos

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anaranjados. Cuando el Desperfecto se iba a lanzar contra el chico, Wyath se levantó con la fuerza que sus alas le otorgaban y tomó al otro de sus brazos con mucha fuerza, arrinconándolo contra un árbol.

—¡Corre!

Taylor sintió un indeseado déjà vú, pero solo se guio por sus instintos y corrió hacia el oeste. Sabía que se encontraba aún muy lejos de la casa de su abuelo, pero correr hacia allá era su única opción. Corrió con todas sus fuerzas, sin mirar en ningún momento hacía atrás. El cielo empezaba a oscurecer y la noche caía sin remedio. Taylor había logrado correr kilómetros, quizá alrededor de veinte, lo que lo había dejado descompensado. Se detuvo, por primera vez, viendo sobre su hombro si había alguna señal de los Desperfectos, pero todo era silencioso y tranquilo.

Buscó un gran árbol con su mirada y lo trepó con rapidez, gastando sus últimas energías. Se recostó en una de las ramas y suspiró pesadamente. Wyath se había quedado en el lugar con ese otro y él no había podido hacer mucho más. Se sintió pésimo, pero no podía pensar mucho más cuando el sueño lo venció y cayó dormido.

{Violet}

Se sentía suave, casi arropado y tibio. Había tenido un sueño fenomenal, pero cuando la certeza de lo que estaba pasando lo azotó, despertó de golpe. Jadeó en sorpresa y se movió lo menos posible. Taylor se encontraba envuelto en las alas de Wyath. Tenía el rostro muy cerca al del Desperfecto, quien dormía tranquilamente junto a él, casi sintiendo su respiración, pero las alas le otorgaban calor, casi como un refugio.

Sintió que, si se movía demasiado, probablemente, lo despertaría y no quería eso, se sentía muy bien. La cercanía con el pelinegro le dio el impulso de levantar su mano e inspeccionar las delicadas facciones del ser. Su piel era suave, sus pestañas muy largas y sus labios finos y delicados. El nombre de ángel le quedaba perfectamente.

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—¿Tanto te sorprende mi rostro? No creo ser tan diferente a ustedes...

El chico casi salta en su posición por la sorpresa de que Wyath estuviera despierto. Con velocidad, trató de alejarse sin ser muy brusco, pero se detuvo al ver que seguía en la rama del árbol. Como reflejo, tomó con fuerza al Desperfecto para evitar caer, invadiendo completamente el espacio personal.

—S… sé que estás acostumbrado a las alturas... Pero yo no, así que... Además, ¿por qué estoy entre tú y tus alas?

—Bueno, tú estabas aquí cuando llegué y pensé que jamás dejarías de temblar por el frío, solo quise ayudar.

El Desperfecto había abierto los ojos, conectando su hermosa mirada con el castaño, hipnotizándolo ligeramente. Cuando Taylor se percató sacudió su cabeza mientras su corazón latía desenfrenadamente.

—Bajemos y continuemos.

Wyath ayudó a Taylor a bajar, tomándolo de la cintura para evitar que cayera. Al llegar al suelo, ambos empezaron a caminar nuevamente mientras el pelinegro le comentaba que el Desperfecto del día anterior se había enterado de que Park había emprendido el viaje, por lo que, a partir de ese momento, ambos serían blancos para los de su especie.

—¡Pero no sé forjar ni un cuchillo! No les sirvo de nada.

—Quizá no sea porque forges, sino la cantidad de poder que tienes en tu sangre para manipular un objeto de hierro.

El chico suspiró con pesadez. No conocer sus capacidades o lo que los demás decían que tenía era demasiado frustrante y molesto. ¡Ni siquiera él estaba seguro de tener tal cosa! Era casi absurda toda la situación.

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—Paremos aquí —mencionó Wyath para tomar un poco de agua del río Milly.

Taylor se dio cuenta del mencionado río y sintió una desagradable sensación al reconocer el árbol.

—Mejor paremos más adelante, no me trae buenos recuerdos este lugar.

El Desperfecto solo asintió sin cuestionar nada. Continuaron su recorrido y se detuvieron a comer. Taylor descubrió que ellos comen igual que las personas, pero no dependían de la comida. Aun así le ofreció su comida. Continuaron caminando hasta caer la noche y, con mucha vergüenza de parte del chico, Taylor le pidió a Wyath que le prestara sus alas para arroparse, pues había dormido muy bien. Este no se negó y con una sonrisa lo invitó a recostarse.

—Estas alas son suaves como la seda, pero pueden llegar a ser más fuertes que el acero. Sin ellas... yo no tendría sentido.

—Creo que eres más que tus alas..., aunque... ¿Qué se siente volar? ¿Podrías llevar a alguien más contigo?

Ambos, muy cerca, susurraban con calma sus palabras. Llevaban hablando horas de muchas cosas, algunas sin sentido y otras que parecían demasiado descabelladas, incluidos el hecho de que Taylor le confesara lo sucedido con su abuelo y el monte. Wyath enfocó con sorpresa su mirada y lo miró un poco confundido.

—Te refieres a... ¿si pudiera volar contigo?

Taylor asintió lento, temiendo que simplemente fuera a negarse y lo tratara de loco.

—No lo he intentado, pero podemos ahorrarnos camino... Ojalá tu anillo sea suficiente.

Con esas palabras, el Desperfecto ayudó a Taylor a ponerse en pie y le indicó que se sujetara de su espalda con brazos y piernas.

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—Tienes certeza de que es algo así como... ¿Seguro? ¿No soy más molesto en tu espalda?

—No, estoy seguro.

Wyath le sonrió, provocando vergüenza en el chico, mientras se posicionaba para salir disparado del lugar hacia el cielo estrellado. Taylor no pudo más que cerrar los ojos con fuerza y lanzar un chillido agudo. Cuando sintió que, de alguna manera se estabilizaron, decidió abrir un ojo con temor, encontrándose muy cerca de las nubes y la iluminada noche que los alcanzaba desde las alturas.

—Guau... Es fantástico...

El pelinegro sonrió ante la expresión del castaño, sintiéndose bien de enseñarle algo muy distinto a ese humano, a ese lindo chico. Taylor tomaba a Wyath con muchísima fuerza, pero no podía quitar la vista de la hermosa vegetación de Holin, sintiendo tantas mariposas y emoción en su estómago que no sabía cómo retenerlo, solo era consciente de la agradable sensación que el Desperfecto le había ofrecido.

El chico extendía su mano al cielo para tratar de tocar las nubes mientras observaba cómo el sol estaba dando paso a un precioso amanecer en Maywings. Las tenues luces asentaban las blancas alas de Wyath y el chico no podía con la fascinación. En ese momento, el Desperfecto empezó a desestabilizarse, empezó a perder el equilibrio en el aire, preocupando a Taylor de sobremanera. La energía se le estaba agotando así que no podría permanecer mucho más en el aire.

Sin pensarlo demasiado, Wyath empezó a descender con toda la lentitud que le fuera posible para no ocasionar ningún accidente. Cuando tocaron tierra firme, el Desperfecto se desplomó, provocando que Park lo tomara de un brazo y lo ayudara a caminar, pues estaban solo a unos minutos de la casa de su abuelo.

—Resiste un poco, por favor.

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Con fuerza, Taylor logró llegar a la pequeña cabaña de madera un poco descuidada, donde Franklin Royers fumaba un cigarro en su pórtico. El hombre, al verlos llegar, expandió dramáticamente sus ojos y salió al encuentro de ambos. Todo en completo silencio. Ingresaron a Wyath entre los dos. El mayor lo recostó en una cama, acomodando sus alas y saliendo rápidamente por una espada de porte medio que el anciano había forjado cuando el Desperfecto se la había solicitado meses atrás en caso tal de que llegara a suceder algo como eso.

Al regresar con el arma, se acercó y puso delicadamente el artefacto sobre Wyath. El anciano tomó las manos del pelinegro e hizo que sujetaran la espada, la cual tomó con mucha fuerza, siendo evidente al ver sus músculos tensarse. Sus ojos, entrecerrados, empezaron a brillar intensamente en tonos que bailaban entre violeta, azul y rojo, los tres tonos combinándose en los orbes del Desperfecto.

Franklin suspiró cuando vio la acción, aliviado de que fuera a tiempo. En ese momento, se dio la vuelta, encarando a su nieto, quien lo veía con rasgos de asombro y duda. Sabía que tendría que hablar.

—Vamos a la sala de estar, hijo.

El menor lo siguió en silencio, cerciorándose, antes, de que Wyath estuviera estable. Llegaron al lugar y el chico tomó asiento con un sonoro jadeo de cansancio, tratando de sopesar todo lo que estaba sucediendo para ese instante. El anciano llegó con dos tazas de té de jazmín y tomó asiento en otro sillón un poco más lejano. Dio un sorbo a su taza y miró fijamente a Taylor.

—Esperaba que nos encontrásemos..., pero no en una situación así.

—¿Entonces Wyath es más tu nieto que yo ahora?

Quizá estaba demás el comentario, pero quería y necesitaba respuestas, así la verdad le doliera profundamente.

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—No, pero ha estado a mi lado desde que... no volviste.

El anciano estaba casi ensimismado, recordando hechos, sensaciones y pesares que su nieto desconocía y por ello, probablemente, lo odiaba. Taylor no quería darle más vueltas al asunto, quería ser directo.

—Ya sé que tengo un poder que tú tienes y los Desperfectos me buscan... Lo cual es realmente malo, pero... ¿es por eso por lo que me alejaste de ti? Te adoraba, abuelo, y tú solo...

—Lo siento, Taylor —interrumpió el mayor —. Realmente lamento lo que hice, pero sí. Todo fue por tu bien y porque estuvieras seguro donde nadie pudiera hacerte daño por algo que ni siquiera conoces sobre ti.

—Pero no hiciste a mamá y a papá a un lado por la misma razón.

—No —Ese era un tema delicado, pero no había otra forma de revelarlo —. Fue porque tu padre le prometió a mi hija que jamás pisaría tierra de Desperfectos si él no estaba con ella, incluyendo este monte... Pero lo más molesto fue que... ¡Robert fuera uno de ellos y que muriera tratando de protegerlos, atándola por siempre!

El mayor golpeó con fuerza el brazo del asiento, frustrado y dolido por los impulsos de ese par de jóvenes enamorados y dispuestos a todo por su amor y su pequeño hijo.

—Papá... ¿Papá era uno de ellos? ¿Un Desperfecto?

Taylor jamás pensó algo como eso. Jamás.

—Él... Era un Desperfecto de tierra, por lo que sus rasgos más representativos eran sus orejas puntiagudas, pero nadie jamás le pareció extraño. ¿No recuerdas los ojos violetas de tu padre?

—Y-Yo...

Lo pensaba y llegaba a la conclusión de que siempre trató de ocultarlo. En las fotos familiares siempre salía con sus ojos cerrados

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y cuando lo alzaba a él le sonreía sin verlo directamente. Ahora todo parecía tener sentido, de alguna forma.

—Por eso tú lograste tener el don de Darkcloud, forjar armas que pueden herir a su raza. Tu madre se dejó llevar y ahora su promesa la limita a donde sea que vaya.

—Pero ella quería verte, quería hablar... Solo no la escuchaste...

—Ella también merece una disculpa. Después de todo el tiempo que he pasado solo, la compañía tuya y de tu madre me han hecho mucha falta.

El silencio que siguió fue uno lleno de comprensión, de perdón y de dudas que, al fin, eran resueltas después de tanto tiempo.

—¿Cómo conociste a Wyath? No todos los días se conoce a un Desperfecto que se quede junto a un humano.

—Tu padre conocía a su padre. Habían sido compañeros, pero el padre de Wyath desertó y lo tuvo a él, separándose de Robert. Nunca interactué con sus padres, pero cuando creció vino a mí por sabiduría. Él quería ayudar a los humanos, quería servir para lo que había sido creado y yo no sé lo negué —recordaba con una pequeña sonrisa de añoranza —. Lo hizo a escondidas muchos años, pero cuando su padre lo descubrió y supo que era yo quién lo entrenaba, empezó a exigirle que le revelara mi posición y que dejara lo que estaba haciendo... Wyath se negó y, desde entonces, lo persigue su propio padre, atacándolo y dejándolo en el estado en el que llegó... Ahora debe saber que tú ibas con él, así que, con mayor razón, debe quedar resguardado para no ponerlo en peligro, como acaban de llegar.

Taylor estaba sin palabras. No podía creer que su propio padre casi lo matara por simple información. La nobleza y determinación de aquel Desperfecto lo dejaba anonadado. Hubo silencio hasta que tres toques sobre la madera de la puerta principal los sorprendió a ambos. Taylor miró a su abuelo con rapidez y este negó, haciendo alusión de que no esperaba a nadie. Rápidamente, el mayor se fue a

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una pequeña habitación que almacenaba variedad de armas forjadas para atacar o defenderse, en este caso, de los Desperfectos. Salió y le entregó una pequeña espada a su nieto, guardando mucho silencio.

—¿Quién? —preguntó el hombre canoso, a lo que no recibió respuesta. Se acercó y abrió lentamente la puerta, pero no habría terminado cuando fue vilmente empujado hacia atrás, logrando que chocara con una mesa y soltará su arma.

En ese momento, ingresó un chico alto y con facciones que a Taylor le parecían muy reconocibles hasta que recordó ese rostro.

—¿Jay?

El mencionado lo observó con una sonrisa perversa en su cara, asintiendo con insuficiencia en su dirección.

—Tu amiga Ana es demasiado amable con extraños, pequeño Taylor.

El chico rubio se sacudió un poco y de sus dedos salieron uñas demasiado largas y de un color oscuro, en su frente blanca aparecieron dos cuernos de tamaño medio y en su parte inferior había patas de toro en lugar de piernas y pies.

—¡Es todo un placer vernos como realmente somos, Park! Estaba ansioso por nuestro premio, pero creo que me emocioné demasiado y quise visitarlos.

—¡Entonces, tú le propusiste a Ana lo de la espada! ¡Lo sabías todo!

—Era tan extraño no poder localizar al nieto del poderoso Hombre de Revolución, pero con solo escuchar tu nombre supe que estaba en el lugar indicado.

Franklin trataba de levantarse y de mantener su arma cerca mientras que, por la puerta principal, otro Desperfecto entraba. Piel escamosa, calvo y con una cola de reptil. Era el mismo que Taylor había visto muchos años atrás y sus manos empezaron a temblar.

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—¡Oh! Señor Royers, espero que recuerde a mi querido amigo Frad, mensajero del padre de Wyath.

Taylor no entendía... ¿No era que aquel Desperfecto no conocía la ubicación de su abuelo?

—Sí, bueno... —habló el anciano mientras se incorporaba —... El cargo de mensajero no le queda si traiciona a su jefe para conseguir más poder, ¿no lo crees? Revelar mi posición a Raúl le hubiera dado mucha ventaja.

Jay rio amargamente y le dio la razón en silencio, volviendo a observar al menor que no le quitaba los ojos de encima al lagarto. Sin más preámbulos ni rodeos, Jay sacó una espada que emanaba un aura pesada y se lanzó contra Taylor para atacarlo. El menor reaccionó con velocidad y lo esquivó, recordando los movimientos del Desperfecto cuando jugaron baloncesto. Eso podría ser de ayuda.

Mientras eso sucedía Franklin quiso ayudar, pero el otro Desperfecto fue contra él para que no interviniera, teniendo su propia lucha. Los espadazos sonaban, gruñidos y caídas inundaban la sala de estar del mayor, quien perdía su resistencia con el paso de los minutos. Taylor se percató, por lo que fue a ayudarle, pero se desestabilizó y cayó, soltando su espada. De la misma forma, su abuelo cayó junto a él, agotado y siendo acorralados por los desperfectos que los veían con superioridad.

—Raúl los quería vivos, pero es mejor arrancar la maleza desde la raíz y terminar con esto de una buena vez.

Jay alzó su espada mientras tomaba el cuello de la ropa del menor, preparándose para el zarpazo. En ese momento, el Desperfecto vio como un par de alas blancas golpeaban su muñeca para soltar su arma y hacerlo trastabillar.

—En esta casa no se pronuncia ese nombre —dijo con convicción Wyath, quien protegía a Franklin y Taylor con sus alas mientras enfrentaba cara a cara a los de su especie.

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—¡Wyath! —exclamó Jay —. El mismísimo hijo de Raúl y traidor de nuestra legión... No los resguardes, no serás suficiente para que no exterminarlos. Además —El Desperfecto con cuernos se acercó a su espada y continuó su monólogo —, Taylor Park me debe una apuesta y, al no cumplirla, debo tomar su vida.

El mencionado se estremeció, sintiéndose miserable por haber accedido a esa apuesta que le costaría la vida, la de su abuelo y la de Wyath. Sin embargo, el resultado de tantos problemas, secretos y mentiras era ese instante en el que debían pagar por sus errores. Franklin se sorprendió ante las palabras del enemigo. ¿Su nieto? Hacer una apuesta con un Desperfecto era algo que, realmente, era malo y demasiado. Necesitaban eliminar esa apuesta antes de que Jay tomara posesión de su responsabilidad.

Fue en ese instante de adrenalina que el abuelo se levantó con velocidad y rasgó con fiera determinación la garganta del Desperfecto reptil en un abrir y cerrar de ojos. Taylor lo observó y alcanzó su arma, saliendo de detrás de Wyath y tratando de alcanzar el pecho de Jay, pero este fue más veloz y lo bloqueó con su arma mientras veía el cuerpo de su compañero caer sobre la fina madera.

—¡Taylor! ¡Wyath! —Franklin gritó cuando tuvo el impulso de lanzarse sobre Jay para retenerlo mientras este se resistía, tratando de que la espada no tocara su cuello —. ¡Rompan la apuesta! ¡Ya!

—¡No! —gritó Jay, desesperado por soltarse del agarre que tenía el mayor.

Franklin, al ver que le estaba venciendo, lo tomó por lo hombros y cayeron al suelo. El abuelo cayó sobre el desperfecto y continuó el forcejeo.

—Tú dijiste que era posible, ¿no? —Taylor había salido de su estupor y le preguntó esperanzado al Desperfecto. Este lo miró con duda, vacilando, lo que provocó inseguridad en el menor.

—Sí, lo dije, pero... Pero no es tan fácil...

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Wyath estaba inseguro debido a que lo que conllevaba romper la apuesta era algo mucho más serio. El pelinegro tenía la mirada intermitente entre Taylor y su abuelo luchando contra el otro Desperfecto.

—¡Solo hazlo! —gritó Franklin antes de que perdiera el control de la situación.

—Escucha —Wyath tomó las manos de Taylor para que le prestara mucha atención, apretándolas ligeramente —. No es solo pedir que se rompa y ya, pero lo haremos porque es una situación de la que depende tu vida.

Wyath era tan serio que el castaño solo pudo asentir, apretando de vuelta las manos que le sostenían.

—Cuando rompa la palabra, desaparecerá de tu cuerpo todo rastro y los involucrados, pero... —El suspenso mataba al menor —. Tú y yo empezaremos a tener un lazo inquebrantable.

—¿Q… Qué quieres decir?

—A partir del instante en que se rompa la apuesta, nuestras almas se unirán y formaremos una unión. Quedaré ligado a ti, así como tú quedarás ligado a mí. Este es otro de los motivos por el que los Desperfectos desertaron, odiando la idea de vivir junto a un humano lo que resta de vida.

—No puede ser...

Taylor trataba de procesar todo. ¿Cómo podía el universo obligarlos a vivir junto a alguien más?

—Tus padres se enlazaron, Taylor —dijo el Desperfecto que tomaba sus manos con suavidad —. Y se enamoraron, pero la promesa que los llevó a alejarse fue la que terminó con todo.

—¡Entonces, no lo hagas!

—¿Qué?

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Wyath estaba atónito. Franklin se desconcentró por el grito de su nieto, instante que fue aprovechado por Jay para quitarlo de encima.

—¡Guarda esta oportunidad para mamá! Ella no merece seguir viviendo con una promesa que jamás verá la luz de nuevo —Taylor quitó sus manos bruscamente de las del ángel, molesto consigo mismo y con la situación —. Si alguien merece esta oportunidad, es ella...

Jay soltó una carcajada y empujó a Franklin, provocando que cayera y que el Desperfecto colocara un pie sobre su garganta, asfixiándolo. Al mismo tiempo, la espada de Jay chocó con una de las alas de Wyath, provocando que este se alejara con velocidad, exponiendo al menor.

—Hazlo, Taylor. Dale la oportunidad a tu madre de que sea libre y entrega tu vida a cambio.

El mencionado observó cómo su abuelo era asfixiado, perdiendo fuerza y dejándose llevar; veía como Wyath revisaba el daño en su ala, el cual no era muy grave y fue entonces cuando recordó las palabras de su padre, un Desperfecto: «Tu vida no es solo tuya, hijo. Personas como mamá y yo siempre velaremos porque tú estés bien, así que jamás te arriesgues porque perderte sería la muerte misma».

Su padre murió por él, protegiéndolo y ahora entendía de qué lo protegía. No podía solo entregar su vida cuando su padre, su madre, Wyath y su abuelo habían luchado para que él jamás se dejara vencer. No sería en vano. Taylor dirigió su vista hacia Wyath, el cual le devolvió la mirada, entendiendo con solo eso que debían hacerlo. El menor corrió a su lado, tomando sus manos esta vez y casi sonriendo.

—Hagámoslo.

El Desperfecto asintió y se puso manos a la obra. Jay, desesperado por no haber sido tomado en cuenta, corrió hasta ellos, pero las enormes alas blancas los rodearon a ambos, protegiéndolos todo lo que le fuera posible del ataque.

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—Tú solo enfócate en mí. No pienses en nada más, yo me encargo del resto.

Taylor asintió y sus ojos se enfocaron en la fuerte mirada violeta del Desperfecto, logrando conectar a un nivel más allá de lo terrenal. Sentía cómo su alma era casi abrasada por un calor externo, como su consciencia daba paso a una luz suave que lo reconfortaba y como, solo en su mente, estaba el Desperfecto que había recorrido el arduo camino con él y que estaba dispuesto a dar su libertad por su bien.

Wyath nunca tuvo práctica, jamás intentó romper una promesa o una apuesta, pero estudió por muchos años el arte de hacerlo y daría todo de sí para que se cumpliera. Sus manos apretaban con fuerza las del menor cuando se dio cuenta de que Taylor ya había conectado con su alma.

אליו לחדור כדי אליי אותו ולאחד מנפשו הייסורים את להפריד—

La electricidad corrió por sus cuerpos, sus ojos se volvieron violetas en conjunto y Wyath se acercó a la mejilla de Taylor para besarla con mucha suavidad.

—No puede ser...

Jay estaba frustrado y molesto porque estaban por terminar la conexión y solo le hacía rasguños a las alas del ángel. Su objetivo cambió, centrándose en el hombre que trataba de respirar luego de que fuera liberado inconscientemente de la asfixia. El Desperfecto se acercó a Franklin y lo tomó por el cuello de la camisa, levantándolo con fuerza y pegándolo al muro más cercano.

—Si no puedo tomar su vida..., entonces, tomaré la tuya.

—Bueno —trataba de decir el anciano con esfuerzo —. No me quedaba mucho tiempo, de todas formas. Jamás lograrás tocar a mi nieto, Desperfecto —Y le escupió en todo el rostro.

Jay enfureció y levantó su espada para incrustarla en el pecho del hombre, pero una fuerza desmedida lo lanzó contra el otro lado de

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la habitación. Wyath lo había logrado lanzar en esa dirección cuando tuvo la oportunidad, salvando al abuelo. Taylor se encontraba sentado junto a Franklin para revisar que estuviera bien y fue el momento en el que el hombre logró apreciar los ojos violetas que ahora cargaba su nieto.

—L… lamento obligarte a esto, Tay... —dijo él con mucha dificultad.

El menor negó con dolor en sus facciones, arrepintiéndose bastante por haber pensado de una forma tan dura y poco justificada contra él. Wyath sentía más fuerza, más poder, se sentía capaz de defender a quien le dependía su vida de ahora en adelante. Vio cómo Jay se incorporaba con bastantes heridas en su cuerpo, pero lo que le sorprendió fue el hecho de que este dejara su espada a un lado y saliera lo más rápido que pudo de la pequeña casa, dejando de lado cualquier tipo de combate.

—¡Dile a mi padre que no le temo en absoluto! ¡Que protegeré a estas dos personas así me cueste la vida!

El Desperfecto solo lo miró con desprecio y se perdió entre el bosque que rodeaba el lugar. Cuando se retiró, Wyath se volvió con velocidad para ver el estado del abuelo, cerciorándose de que sus heridas no fueran demasiado graves y tomándolo para recostarlo sobre la cama más cercana. El hombre quedó casi inconsciente, pero respiraba con normalidad, por lo que los dos presentes lo dejaron descansar. Taylor y Wyath salieron al pórtico, observando el cielo anaranjado que adornaba con luces tenues la preciosa vista.

—Y... ellos volverán, ¿no? —preguntó Taylor, lanzando su mirada a la contraria y sintiendo escalofríos cuando casi podía ver su reflejo en los orbes contrarios.

—Sí, pero ahora no les tenemos miedo.

La convicción de sus palabras alentó a Park con una sonrisa, tomando la mano que el Desperfecto le ofrecía como apoyo. La batalla no había concluido. Un problema aún mayor los atacaría sin

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cesar hasta lograr concluirla, pero el paso que habían dado era enorme. Sus almas estaban al unísono y eso enfundaba fuerza en ambos, sintiendo que más que una simple conexión, era el entrelazado de sus almas para compenetrarse y no volverse a separar.

—¿Estás dispuesto a recorrer el camino conmigo, Taylor Park?

El mencionado sonrió, sintiendo como su vida tomaba una forma muy extraña, pero gratificante. Estaba dispuesto a vivirla junto a un ser que le cambió la vida con rapidez y que le prometía, sin necesidad de marcas, que lo que hicieran sería lo correcto.

—El destino nos unió y es hora de escucharlo, ángel —dijo Park casi con ironía, escuchando una carcajada de su compañero, alegre.

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El árbol del amor y otros cuentos infantiles

Por Francisco Javier Gómez Cadavid

I. El árbol del amor

Elisa

Ibagué, Colombia. Navidad del año 2014

El día después de Navidad, como todos los años, los niños del barrio La Macarena salieron al parque a mostrar los regalos navideños que habían recibido. Elisa estaba muy orgullosa de la bella plantita que había encontrado a los pies de su cama, como único regalo de sus padres que eran pobres; pero pronto, su orgullo se transformó en tristeza y su tristeza en llanto, causado por las burlas de sus amiguitos:

—¡Qué planta más horrible! —dijo Julián.

—Solo eso te dieron?

—Mira mi hermosa bicicleta —apuntó Mariela.

—Definitivamente, puro regalo de pobres —comentó, sarcásticamente, Paulina.

Elisa no pudo soportar más y regresó corriendo a su casa. Se encerró en su cuarto y todavía llorando le dijo amorosamente a su plantita:

—No lloro por mí, lloro por ti, porque te ofendieron y porque mis amiguitos no saben que a ti te hizo Dios; en cambio, sus patines, sus bicicletas y sus muñecos, los hicieron los hombres en una fábrica.

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Por eso te amo como lo que eres, un hermoso regalo de Dios. Además, eres única en el mundo.

Habiendo pronunciado estas palabras, de repente, se iluminó su habitación y, poco a poco, se fue materializando la figura de un ser bellísimo y resplandeciente, que la envolvió en una dulce mirada y, con voz tierna, le dijo:

—Elisa, yo soy tu Ángel Guardián y he visto derramar tus lágrimas de amor por tu plantita. A partir de hoy, por cada obra que tú hagas con amor o para que reine el amor en la tierra, la planta crecerá un centímetro. Tu misión, entonces, consistirá en hacer que crezca, hasta convertirse en un inmenso árbol, que será el símbolo del amor.

»Cada vez que caiga una hoja de tu planta, será la señal de que vendré para llevarte a conocer otros rincones de este mundo, para que aprendas lo que debes hacer en bien de la humanidad, que está por destruirse, a menos que las personas y, en particular, los niños como tú, que saben amar con pureza e inocencia, inculquen en la gente el verdadero significado del amor.

»En la noche del año nuevo, cuando estés dormida vendré por ti y viajaremos a través del tiempo y el espacio, porque quiero que conozcas a otros niños que también recibieron una planta similar a la tuya; juntos serán instruidos sobre cómo, cuándo y dónde deberán sembrar la plantita para que crezca y se convierta en un frondoso árbol.

La maravillosa sonrisa que rubricó las palabras del ángel le dio a Elisa la suficiente confianza para preguntarle:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Misha y trabajo por la unión mundial para que reine el amor —contestó enigmáticamente el ángel —. Hasta pronto, Elisa —diciendo esto, se esfumó.

El primer impulso de la niña fue salir corriendo a contarle de la extraña visita a su mamá, pero una vocecita en su interior le

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recomendó callar. No supo por qué, pero decidió seguir el consejo interno. El resto del día lo pasó soñando despierta, imaginando como serían los niños que conocería en otros países y pensando en la hermosa imagen del ángel.

Al caer la tarde, fue hasta el pequeño taller de su padre y se equipó con pintura roja, blanca y pinceles. Regresó a su cuarto, pintó de color blanco la matera de su plantita, mezcló pintura roja y blanca hasta lograr un bello tono rosado y, con este último, escribió sobre la matera, con su mejor letra, las palabras «¡Te amo!». Cuando Elisa terminó de escribir la última letra, notó que la plantita se movía y tuvo la impresión de que había crecido un poquito.

—En efecto, Elisa —Escuchó decir a la voz interior—. Tu planta ha crecido un centímetro, gracias a tu expresión de amor.

La noche de año nuevo era hermosa, Dios había extendido sobre el firmamento su precioso collar de estrellas. Un rayo de luna iluminaba la carita de Elisa, que dormía plácidamente. El ángel se detuvo cubriendo con su amorosa mirada la figura infantil.

—Ven conmigo —le dijo con voz suave, extendió su mano y tomó la de Elisa

La niña, sin ningún sobresalto sintió que se salía del cuerpo y comenzaba a elevarse, tomada de la mano de Misha. Al salir por la ventana, su figura etérea, similar a la del ángel, tenía plena conciencia y podía ver con claridad a su doble durmiendo en la cama. Ibagué, la hermosa ciudad colombiana, donde vivía Elisa, se fue haciendo cada vez más diminuta desde la altura, hasta que desapareció por completo.

—¿Qué son esa luces tan lindas que se ven a abajo? — preguntó Elisa mientras flotaban en el espacio tomados de la mano y con el firmamento estrellado como telón de fondo.

—Esa es Quito, la capital de Ecuador —respondió el ángel sin hablar, comunicándose mentalmente con la niña, quien se percató

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de inmediato de que ella también había hablado mentalmente —. Allí vive Duván, el primer niño que conocerás esta noche.

—Yo pensaba que Quito quedaba muy lejos.

—Para nosotros los ángeles el tiempo y la distancia no existen. En realidad, no viajamos, nos situamos. ¿Comprendes?

—No mucho —dijo la niña —, pero te creo.

Un instante después, las dos figuras se introdujeron a través de las paredes de una hermosa casa, bellamente amoblada y muy acogedora. «Duván debe ser rico», pensó Elisa cuando llegaron a un cuarto medianamente grande en el cual dormía plácidamente un niño de cabello rubio y facciones perfectas. Elisa calculó que tendría unos nueve años, dos más que ella.

El ángel extendió una mano y el espíritu del niño se unió a ellos plenamente consciente y con una amplia sonrisa que daba a su rostro y a su mirada una bella expresión que inundó el corazón de Elisa, en una tierna e indescriptible sensación de amor puro.

—Yo soy Elisa —dijo la niña sonriendo.

—Lo sé —contestó el niño —y yo soy Duván.

—También lo sé, Misha me lo dijo —comentó la niña, tomándole cariñosamente una mano y aproximándose para besarlo con candor en la mejilla.

Repentinamente, Elisa sintió el impulso de levantar la vista y al hacerlo se sorprendió, al ver sobre la repisa una planta idéntica a la suya. Además, también tenía las palabras «Te amo», solo que pintadas en color azul sobre fondo amarillo.

—¿Esa planta te la regalaron tus padres de navidad?

—Sí —contestó Duván —, mis padres, que son ricos, me la regalaron. Yo les había pedido una bicicleta nueva, pero mi papá me dijo que me iba a dar un regalo superior, un ser vivo de la naturaleza:

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esta bella planta. También compró una bicicleta y me pidió que lo acompañara a un orfanato para regalársela a los niños que allí viven.

»La felicidad de los niños con ese regalo me hizo sentir muy bien, y comprendí que uno no debe ser egoísta. Además, si me hubieran regalado la bicicleta, no hubiera conocido a Misha, ni te hubiera conocido a ti.

A la mañana siguiente, Elisa se despertó alegre y trató de recordar el sueño que había tenido la noche anterior: Misha la había llevado en un maravilloso viaje alrededor del mundo para conocer niños y niñas no mayores de diez años, unos pobres, otros ricos, unos blancos, otros negritos y otros muy tiernos con sus miradas de ojitos rasgados. Aparte de su condición infantil, lo único que tenían en común era que, en la noche de navidad, habían recibido como regalo una plantita idéntica a la suya y todos en sus respectivos idiomas habían pintado las palabras: «Te amo».

II. Sebastián el flautista

Ibagué, Colombia. Año 2016

El viejo Sebastián se echó la punta de su poncho sobre el hombro y golpeó con la embocadura de su flauta, suavemente, en la puerta de la modesta casa. Elisa abrió y, con una alegre sonrisa en sus labios, le dijo al curtido anciano:

—Buenos días, mi señor. ¿En qué puedo servirle?

—Gracias, mi chiquita linda, solo quería pedir alguito para comer, porque verá que son las diez de la mañana y no he desayunado.

—Pase adelante y siéntese un ratito, mientras le caliento algo.

Diez minutos después, regresó la jovencita con una taza de chocolate, un apetitoso tamal y una arepa. A Sebastián se le iluminó el rostro y solo atinó a decir:

—Gracias, mi bonita, que Dios la bendiga.

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El viejo, a pesar del hambre, comió despacio degustando cada bocado que pasaba con breves y espaciados tragos de chocolate. Cuando hubo terminado, volteó su mirada limpia, enmarcada por arrugas, hacia la niña y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Elisa —dijo ella sonriente —, ¿y tú?

—Sebastián.

—¿De dónde eres? —preguntó Elisa.

—De Calarcá —contestó el viejo con orgullo y agregó con una sonora carcajada —, pero mi esposa, que murió el año pasado, era del Tolima y, por eso, me fascina el tamal. ¿Lo preparó tu mamá?

—Sí, señor —respondió Elisa —, pero yo le ayudé.

—Qué agradable olor se siente en esta casa —dijo Sebastián satisfecho, después de haberse comido y saboreado el último grano del delicioso tamal.

—Es mi plantita del amor —contestó entusiasmada —, vamos y se la muestro...

Entraron a la reducida habitación de la niña y esta sintió una indescriptible emoción, al ver que, en el suelo, había caído una hoja de la planta, señal de la inminente visita de Misha, su ángel guardián. Cuando se volvió para explicarle al flautista el significado de su planta, reconoció en sus ojos la inconfundible mirada del ángel. Su sorpresa fue mayúscula cuando el anciano habló y le dijo:

—Ciertamente, mi amada niña. Soy Misha y ocupo transitoriamente el cuerpo físico del buen Sebastián porque hoy ha llegado el momento de trasplantar el árbol, que ya alcanzó la altura indicada y debe sembrarse detrás de la casa del viejo que queda en las afueras de la ciudad a orillas de la carretera, que conduce a Armenia y al Eje Cafetero —El ángel hizo una breve pausa y agregó —: Sabrás que he abandonado el cuerpo de Sebastián cuando él

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admire tu planta y se acerque para sentir su fragancia, entonces, obséquiasela y cuéntale que es un árbol que solo puede crecer detrás de su casa y pídele que la cuide con mucho amor

Dos años después, las buenas acciones de Elisa y el amoroso cuidado de Sebastián, habían hecho crecer el árbol hasta una altura de dos metros y medio y sus ramas comenzaban a sobresalir por encima del techo de la humilde vivienda del viejo flautista. Ya se corría el rumor en Ibagué de que el árbol que estaba en la salida para Armenia, detrás de la casa de Sebastián, era mágico.

Se comentaba, además, que Don Eudoro y su esposa habían tenido una agria disputa mientras se dirigían a la carretera y que, al detenerse bajo la sombra de aquel árbol, habían tenido una extraña sensación que hizo desaparecer el motivo de su pleito, impulsándolos a resolver, sin mediar, una situación que los tenía a punto del divorcio. Y que un ladrón, que huía con el producto de su robo, al pasar por la casa, se sentó bajo el árbol y una extraña fuerza lo había hecho recapacitar y regresar a su dueño todo lo hurtado.

Los anteriores y otros episodios que corrían de boca en boca, despertaron curiosidad en la gente, que empezó a visitar el árbol y dar fe de la agradable sensación de paz y tranquilidad que proporcionaba su fragancia. Algunos intentaban dar una limosna a Sebastián, quien permanecía horas enteras frente a su casa con el pie izquierdo, apoyado sobre un banco de madera, interpretando con su flauta hermosas y melancólicas tonadas. Este, invariablemente y en forma amable, contestaba:

—Gracias, mi señor, pero yo no necesito nada. Tengo a Dios y eso me basta, pues Él lo proporciona todo. Regale ese dinero a otros que en verdad lo necesitan. Vaya en paz y que mi Diosito lo bendiga.

III. Campana

Cuando el sol ya mostraba su radiante cara sobre el filo de la montaña y los pájaros saludaban la mañana con su alegre trino dando

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vida al plácido paraje, Campana, asesando y notoriamente excitada, empujó con el hocico la puerta de la cabaña de la abuela Carmen que esperó, sentada en su butaca, para recibir, complacida, las impetuosas manifestaciones de afecto de la enorme pastora alemana y acariciar con ternura su lomo, cubierto por un espeso pelambre negro con visos amarillos, hasta apaciguarla. Con calma, la abuela se levantó y tanteando en la pared, encontró una correa que colgaba de una percha y la enganchó en el collar metálico de la perra. Guiada por el inteligente animal, la anciana ciega emprendió el recorrido de doscientos metros hasta la casa de su compadre Vicente.

Al llegar a la casa del viejo, este acomodó a su comadre en una poltrona y esperó a que la perra se sentara frente a él, estirando el cuello para facilitarle la tarea de quitarle el collar del cual pendían una pequeña campana de bronce y un tubito metálico con tapa de rosca en uno de sus extremos. Con movimientos parsimoniosos de sus arrugadas manos, Vicente desenroscó la tapa, extrajo una hoja de cuaderno, la desenrolló y leyó: «Abuelita, mi papá te manda a decir que el domingo va a recogerte para llevarte a misa. Mi hermano y yo vamos a subir mañana. Mándanos la lista de lo que necesites. Te quiero mucho, Lucerito».

Después de copiar, con su angulosa caligrafía, la respuesta de la abuela al respaldo de la hoja de cuaderno, Vicente la introdujo en el tubito, ató el collar al pescuezo de Campana, le dio una cariñosa palmada en el lomo y el animal emprendió veloz carrera cuesta abajo, haciendo tintinear su campana, como si estuviese consciente de su importante función como mensajera.

Cuando la abuela quedó ciega tres años antes, se negó a trasladarse al pueblo como le había sugerido su hijo y estableció, a través de Campana, un sistema de comunicación, que había funcionado sin problemas, incluso en emergencias. Para el efecto, tanto la vieja como su compadre, mantenían, cada uno en su casa, una campana de bronce con mango de madera que hacían sonar cuando necesitaban que la perra acudiese. En una ocasión en que la anciana

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se enfermó, su compadre hizo sonar la campana y la perra, movida por el instinto o, tal vez, por su entrenado oído, se presentó de inmediato.

Ese sábado en la tarde, en medio de una violenta tormenta, un alud de rocas se precipitó sobre la cabaña de Vicente, en donde los dos viejos solían pasar las tardes conversando, dejándola casi sepultada. La abuela quedó inconsciente, atrapada por una viga del techo y su compadre, herido en una pierna, intentó buscar la campana, pero esta había quedado aplastada por una roca. En ese preciso instante, abajo en el pueblo, a una legua de distancia, Campana irguió las orejas, olfateó en dirección a la montaña y emprendió veloz carrera cuesta arriba.

Al llegar a la cabaña de Vicente y encontrar a los viejos tendidos, heridos y sin sentido, regresó a la casita de la abuela, agarró con los dientes la empuñadura de la campana y descendió velozmente la cuesta hasta llegar a la casa. El oportuno aviso de la perra permitió que los ancianos fuesen rescatados con vida. Desde entonces, Campana es la heroína de Tabio.

La princesa Colomba y el capitán Faltriquera

En un pequeño reino del centro de Europa, llamado Murevia, nació una hermosa princesa, a quien su madre, de origen italiano, bautizó Colomba, que en su lengua significa Paloma. A los pocos días de nacida la princesita, su madre murió de una extraña enfermedad y su padre, el rey Rolando, no tomó nueva esposa, pero encomendó el cuidado de su hija a una leal sierva nacida en los Montes Urales, que se convirtió en su tutora, amiga y consejera. Olenka era su nombre.

Al cumplir la niña siete años, los magos del reino la agasajaron con hermosos presentes y, en conjunto, hicieron sus vaticinios: en el día 363 de sus catorce años, la princesa sería mordida por una serpiente venenosa y moriría, a menos que el caballero más valiente del reino

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encontrase un ánfora enterrada por ellos en inmediaciones del palacio y que contenía instrucciones precisas para salvar la vida de Colomba, las siguiera al pie de la letra y lograra con esto conjurar el maleficio que amenazaba su vida.

El reino de Murevia vivía en paz bajo el sabio y justo gobierno de su soberano y veía crecer con orgullo a su futura reina, la princesa Colomba, cuya gracia, sencillez y donaire tenían cautivados a nobles y vasallos. Pero, un día, las huestes del rey Ergonio, del vecino país de Ornelia, atacaron el pacífico reino y llegaron con su caballería a cuatro leguas de las puertas del palacio.

Rápidamente, el rey Rolando armó un ejército inferior en número y en armas al de su adversario y lo envió al encuentro de las tropas ornelianas. En el primer combate, la caballería del rey Rolando fue diezmada, murieron novecientos soldados, entre estos, tres generales. Al caer la tarde, solo quedaban sobre su cabalgadura el capitán Francesco Gamío —primo lejano de la difunta reina —y cien jinetes armados con sables de guerra y protegidos con escudos de hierro, pintados de múltiples colores.

Francesco reagrupó a sus hombres y les dio una orden, que a todos pareció extraña: «Raspad vuestros escudos para que amanezcan brillantes y bruñidos como el níquel». Obedientes, los soldados siguieron la instrucción de su capitán y, al despuntar el alba, comprendieron la sabiduría de su estrategia: el enemigo alineaba de espaldas al sol naciente, es decir, frente al resplandor de sus pulidos escudos, que los cegaba y los dejaba a merced de su empuje y su coraje. Solo necesitaron la orden de su capitán para lanzarse en violenta y arrolladora carga, que acabó en menos de tres horas con el ejército enemigo, dejando mil muertos, quinientos heridos y mil quinientos prisioneros.

La noche anterior al combate, Colomba estuvo encerrada en la torre del palacio bordando sobre fina y delicada badana una faltriquera, orlada de perlas, zafiros, esmeraldas y rubíes, prometiéndose a sí misma que el merecedor de tal artesanía, habría

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de ser el héroe que salvase a su reino de la derrota y, soñando que si tal caballero fuese de su agrado, le ofrecería su mano, aún sin el consentimiento de su padre el rey. Faltaban quince días para su decimoquinto aniversario y trece para que se cumpliese el vaticinio de los magos.

Francesco, sudoroso y cansado, pero orgulloso del deber cumplido, llegó a las puertas del palacio a dar el parte de victoria a su señor. El pueblo emocionado lo vitoreaba: «¡Viva Francesco nuestro héroe!», «¡Viva Francesco el astuto vencedor!», «¡Dios salve a nuestro capitán!». En el portalón del palacio, apareció el rey Rolando acompañado de su hija, la princesa Colomba, y, despojándose del sable real, lo tendió por la empuñadura a Francesco, diciéndole:

—Os entrego mi sable asegurándoos que la empuñadura pertenece a Murevia, pero el filo os pertenece, gran capitán, paladín de nuestros ejércitos.

A continuación, la princesa Colomba, levantó su delicada mano para imponer silencio a la multitud y, con voz suave, pero firme, dijo:

—Gran capitán, he bordado con amor a mi país esta faltriquera para entregarla al campeón que derrotase al adversario. Vos lo habéis sido. Pedid, además, cualquier deseo que esté en mano de mi padre concederos... Pedidlo capitán.

Francesco, lentamente, desmontó, hincó una rodilla en tierra y, con voz grave y sonora, dijo:

—Pido, humildemente, al señor, mi rey, la mano de su hermosa hija, la princesa Colomba.

Su Majestad sonrió. Con un gesto, le ordenó levantarse y, sencillamente, dijo:

—¡Sea! Que Dios bendiga vuestra unión y que se inicien los preparativos para la boda que habrá de realizase el día que mi hija cumpla quince años.

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Ante las palabras del monarca, el pueblo estalló en vítores, gritando: «¡Viva la pareja real!», «¡Viva la princesa Colomba!», «¡Viva Murevia!», «¡Viva el gran capitán Faltriquera!». Desde entonces, Francesco fue conocido por todos como el capitán Faltriquera; y él, orgulloso, llevaba al cinto su preciosa faltriquera de badana y pedrería que había bordado para el mejor soldado, con amor, la princesa Colomba.

Los preparativos de la boda se venían realizando según las instrucciones del rey y la supervisión de Olenka, pero, dos días antes, mientras la princesa recibía instrucciones de su nana en el jardín del palacio, una diminuta, pero traicionera serpiente mordió a Colomba en un dedo. La princesa palideció de inmediato y perdió el sentido, entrando en grave estado.

Esta tragedia trajo al punto, a la memoria de todos, el vaticinio de los magos. El rey mandó llamar a su presencia al capitán Faltriquera, urgiéndole a buscar y encontrar el ánfora enterrada con las instrucciones para salvar a Colomba. Nuestro héroe llamó a sus cien valientes y, dividiendo el jardín en cien pedazos iguales, le ordenó a cada uno, cavar en un sector diferente. Al cabo de una hora, encontraron el recipiente con un mensaje que decía:

«Si sois valiente, debéis seguir estas instrucciones y completarlas antes de que transcurran cuarenta y cuatro horas: partiréis al galope, sin armadura, sin yelmo, sin sable, sin lanza y sin escudo, rumbo al monte del oso blanco, llevando por únicas armas un puñal de siete pulgadas y un crucifijo. Encontraréis al oso blanco y lo enfrentaréis hasta derrotarlo, con la fuerza de vuestra astucia y vuestras propias manos, arrancándole el corazón, que habréis de guardar en vuestra faltriquera, habiendo de regresar a tiempo para colocarlo sobre el corazón de la princesa Colomba, antes de que en la catedral se dé la séptima campanada anunciando su décimo quinto aniversario.

»Si lográis vuestro cometido, la princesa vivirá por treinta años más, será vuestra amante, esposa, os dará una hermosa hija y os hará feliz hasta el día de su muerte en que viajará por el astral convertida

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en luminosa estrella que será visible eternamente, muy cerca de la luna en las noches de plenilunio». Al día siguiente, poco antes de sonar la séptima campanada, el héroe caía desfallecido, uniendo el corazón sangrante del oso al adormecido corazón de su amada, salvando así su vida por treinta años que fueron plenos de amor, de dicha y de ternura.

La boda se cumplió en medio de la felicidad de todo el reino que amaba a su soberano. Faltriquera y Colomba, según el designio, tuvieron una hija a la que llamaron Colombina y cuenta la leyenda que al morir la princesa, fue al cielo en forma de estrella luminosa y que, en las noches de luna llena, el capitán Faltriquera salía al jardín a cantar dulces canciones y poemas de amor a la estrella de su amada. Hasta que, ya viejo y cansado, a la edad de cien años, abandonó este mundo y se fue galopando al encuentro de su princesa.

La ovejita de rosita

Cuando el sol comenzó a despedir la tarde, iluminando con preciosos arreboles, la imponente silueta del picacho y los pajaritos retornaron, amorosos al calor de sus nidos, Rosita, la hermosa pastorcita, empezó a llamar, una por una, las ovejas de su rebaño. Ayudándose con su callado, como todas las tardes, las fue agrupando mientras canturreaba una dulce tonada que apaciguaba el ánimo de sus inquietas amiguitas. «Veintinueve, treinta, treinta y una... ¡Falta una!», se dijo mentalmente y comenzó pacientemente el recuento: «Una, dos, tres... veintinueve, treinta, treinta y una».

—Definitivamente, me falta una —dijo en voz alta, enroscando en un dedo la cola de su trenza derecha como hacía cada vez que estaba preocupada.

El sol ya no se veía y el claroscuro de la vecina noche invernal hacía cada vez más difícil otear la campiña y aumentaba la preocupación de la niña que, con un nudo en la garganta, siguió cantando con voz entrecortada mientras conducía su rebaño incompleto al corral.

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Llegó a la cabaña que compartía con su abuelo justo antes de que se desgajara un torrencial aguacero que, en minutos, cubrió con una gruesa capa de granizo la comarca entera.

El abuelo sirvió un tazón repleto de sopa y una hogaza de pan a su compungida nieta que apenas probó bocado. Al rato, la niña se sentó al calor de la chimenea de cara al Cristo de madera que se destacaba entre los aperos y los tiestos que colgaban de la pared y con todas sus fuerzas y, con toda su fe y con toda su esperanza, pidió al Señor que le devolviera su ovejita descarriada.

Entre tanto, el viejo, de espaldas a la niña, desbarató su vieja bufanda de lana, hizo un ovillo y con sus hábiles manos de artesano fabricó una ovejita de lana. Cuando la hubo terminado, se acercó a su nieta, la besó con ternura y se la entregó, amorosamente, en las manos. El rostro de Rosita se iluminó con una sonrisa, abrazó la ovejita, se recostó en un cojín y, al poco rato, se quedó dormida.

Alrededor de la medianoche, tres golpes en la puerta despertaron con sobresalto a la niña y a su abuelo.

—¿Quién es? —preguntó el anciano.

—Santiago —contestó con voz firme el leñador y agregó —: traigo buenas nuevas para ustedes. Encontré esta oveja descarriada de su rebaño, atorada en una mata de zarzamora a una legua del potrero. Está desgreñada, bastante arañada y empapada, pero viva.

Desde entonces Rosita la pastorcita ya no cuida treinta y dos ovejas, cuida treinta y tres, con su ovejita de lana.

La doncella y el unicornio

A primera hora de una mañana primaveral y fresca, mientras el rocío acariciaba la vegetación del bosque, Hilda salió de su casa con intención de recoger unas flores silvestres para su madre que ese día celebraba su cumpleaños. Entonando una dulce melodía, se fue adentrando en la espesura con el corazón rebosante de alegría y el

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extraño presentimiento de que iba al encuentro de algo para ella desconocido. Después de recorrer un largo trecho sin rumbo definido, se encontró de repente en un claro del bosque que nunca, en sus frecuentes paseos matinales, había visto. Una extraña luminosidad daba un brillo inusitado al paraje y una paz interior inundó el espíritu de la doncella que se detuvo para sentarse a la sombra de un frondoso árbol, a contemplar extasiada la belleza del paisaje.

El roce de unas hojas, que sintió a sus espaldas, le llevó a experimentar la sensación de que no estaba sola. Lentamente, se giró, apoyándose en la mano y su mirada quedó prendida en la profunda expresión que se reflejaba en los ojos de un hermoso y grácil unicornio. Emocionada, comprendió que este era un encuentro inesperado y reservado solo para las almas buenas. La niña se incorporó para aproximarse a la criatura, que en un lenguaje sin palabras, que entendió desde el principio, le daba la bienvenida a la dimensión que habitan los unicornios, las hadas, los duendes y los gnomos.

Desde entonces, Hilda comenzó a visitar todos los días a su nuevo amigo en el claro del bosque y a nutrir su espíritu con las enseñanzas que, en el lenguaje mudo del amor y la ternura, le transmitía el unicornio. Aprendió los secretos de la magia y los misterios de la alquimia.

Un día, después de varios encuentros con el unicornio, Hilda llegó al claro del bosque y le pareció sombrío, mustio y desprovisto de la luminosidad que alegraba su espíritu. Su primer presentimiento se confirmó después de un rato: el unicornio no acudió a la acostumbrada cita y la niña tuvo la impresión de que la ausencia de su amigo presagiaba algo terrible. En efecto, una horda de bárbaros guerreros había invadido el pequeño reino y, en su avance, había sembrado desolación y muerte.

Desconsolada por la ausencia de su amigo, regresó a su casa y encontró a su madre y a sus dos hermanas mayores, tristes y abatidas,

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pues los reclutadores del rey se habían llevado a su único hermano para que formara parte de un ejército improvisado, con el cual pretendían oponer resistencia a los invasores. En los días siguientes, Hilda regresó cada mañana con la esperanza de volver a encontrar al unicornio, pero siempre regresaba frustrada.

Un día, se sorprendió, pues, en el mismo sitio de su primer encuentro, en vez de su amada criatura, encontró a un monje de aspecto sereno y apacible, que se presentó a sí mismo como miembro de una comunidad que tenía bajo su cuidado la preservación del cuerno de un unicornio y los escritos del Abate Gambino, fundador de su orden religiosa y hombre de gran sabiduría y bondad que había tenido el privilegio, doscientos años antes, de mantener contacto directo con un unicornio.

Entre muchas otras enseñanzas sobre la convivencia de los unicornios con los hombres en una época dorada de la humanidad que se había perdido tres mil años antes, por la ambición desmedida y el mal uso de las energías vitales, el Abate había profetizado la invasión del pequeño reino por parte de una horda de bárbaros extranjeros y había escrito que la única forma de vencer a este enemigo, era mediante el poder de los unicornios.

Para el efecto, era menester que una doncella de grandes virtudes y que mantuviera contacto directo con uno de ellos, que se ausentaría ante la invasión, pues estas criaturas no conviven con la violencia, buscase comunicación mental con el unicornio, sosteniendo en sus manos el auténtico cuerno que preservaban los monjes y, de esta forma, recibiría de un conjuro para salvar el reino. Finalmente, el monje le contó que, en sueños, el Abate se le había manifestado para darle las indicaciones de cómo encontrarla.

Sin dudarlo un instante, Hilda decidió acompañar al monje hasta su convento, y allí, al sostener en sus manos el hermoso cuerno engastado en plata, y sentir la potencia de su energía, entró en trance y tuvo la visión de su amigo, el unicornio, que le dio indicaciones precisas para hacer el conjuro.

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Al día siguiente, situada en lo alto del torreón del castillo real, a cuyos pies, dispuesta a enfrentar la carga de los jinetes que avanzaban al galope por el valle circundante, se alineaba la exigua tropa de infantería que habían logrado organizar. Hilda pronunció las palabras del conjuro e, inmediatamente, cayó sobre el enemigo una densa nube y los jinetes tuvieron la aterrorizante visión de una formación de unicornios, de la casta Karkadam —los más grandes y poderosos, con cuerpo de corcel, que trocaban con facilidad su semblante apacible por una centelleante mirada cuando se enfrentaban al mal en cualquier forma —, que avanzaban velozmente, con las cabezas bajas y los cuernos en ristre en dirección al agresor, que entró en pánico y, sin esperar ninguna orden de su jefe, volvió grupas y emprendió una desaforada huida hasta cruzar la frontera.

La paz y la calma volvieron al reino y su majestad quiso premiar a la doncella, ofreciéndole tierras y un título nobiliario, pero la joven declinó amablemente el ofrecimiento y prefirió regresar al bosque en donde tenía la certeza de volver a encontrar a su amado unicornio.

La lección del abuelo Jeremías

La tormenta invernal azotó la cordillera y el poblado montañero durante toda la noche y solo amainó cuando el gallo cantó por primera vez, dos horas antes de que la luna diera paso al sol invernal que tardaría un buen tiempo en derretir la gruesa capa de granizo y tornaría en lodazal el camino hasta al pequeño poblado de colonos asentado al pie de la escarpada montaña.

Con las primeras luces del alba, el viejo Jeremías y Baltazar, su nieto de doce años, se calzaron las botas de invierno, se cubrieron con gruesos chaquetones de piel, gorros, bufandas y guantes de lana tejidos por las amorosas manos de la abuela Rosa y así, bien protegidos contra el frío y la ventisca, recibieron la bendición de la anciana, cruzaron el umbral de la acogedora cabaña y emprendieron a paso lento las tres leguas de camino que los separaban de la aldea.

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Desde la pequeña ventana de la rústica vivienda, la vieja Rosa siguió con la mirada las dos figuras, cuyas sombras se proyectaban sobre la espesa capa blanca y se veían cada vez más y más pequeñas hasta que se diluyeron en la distancia.

En un recodo del camino, guarneciéndose del viento helado, los caminantes encontraron a una pobre mujer harapienta, que abrazaba contra su pecho dos pequeñas criaturas, tiritando con la intensidad del frío y llorando de hambre. Sin pensarlo dos veces, el abuelo se despojó de su chaqueta de piel, de su bufanda de lana y los tendió a la mujer, al tiempo que depositaba en sus manos la bolsa con las monedas de plata que tenía destinadas para sus compras en la aldea. El anciano y el niño continuaron su lenta marcha y, al llegar al poblado, el mozalbete dijo:

—No entiendo, abuelo.

—¿Qué es lo que no entiendes hijo?

—¿Por qué le entregaste todo nuestro dinero a esa mujer, si sabes que lo necesitamos para las compras?

—Por dos razones —respondió el anciano, convencido, mientras en su curtido rostro se dibujaba una sonrisa y le daba a su nieto una lección que jamás olvidaría—: la primera, esa mujer y sus hijos necesitan el dinero más que nosotros; y la segunda, el dinero no puede amarte, la gente sí.

La princesa muisca y el encomendero

Terminaba el primer día de la novena de aguinaldos que la familia celebraba en torno al pesebre que todos los años se armaba en la acogedora sala de la casona en que vivían los abuelos en las faldas de la peña de Juaica. En esa ocasión, se trataba de la última navidad del siglo XX.

La luz de la luna parpadeaba, de tanto en tanto, por entre las nubes que, plácidamente, se movían al soplo del vientecillo veranero y se

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filtraba por el ventanal, iluminando el viejo rostro sereno de hermosos rasgos, que las arrugas y la nívea cabellera destacaban, dándole un aire majestuoso e imponente, pero dulce y tierno a Mamá María, que se balanceaba apaciblemente en su antigua mecedora de mimbre. A sus pies, se agrupaban doce de sus nietos y María Valentina, su bisnieta, hija menor de la hija menor de sus nietas. Los chiquillos esperaban ansiosos e inquietos que la abuela bebiera su tazón de chocolate e iniciara otra de sus fascinantes historias.

—Hace más de cuatro siglos —comenzó diciendo la Mamá María, con un tono de voz evocador, que transportaba la mentes de los niños al lugar siempre maravilloso de sus relatos —, por allá en el año de mil seiscientos y pico, vivía una hermosa princesa muisca en tierras de lo que hoy es el valle que separa los municipios de Tabio y Tenjo, que, para esa época, se había convertido en encomienda del nuevo reino de Granada. Las encomiendas —explicó la abuela, anticipando la pregunta de los niños — , eran unos territorios que el rey de España entregaba a los conquistadores como premio por sus hazañas, con la encomienda de convertir al cristianismo a los indígenas que desde siempre habían vivido en esos hermosos parajes.

La anciana tomó un respiro, sonrió complacida por el brillo de emoción e interés que veía en los ojos infantiles y prosiguió:

—Nuestra princesita, que fue bautizada María de los Ángeles a la edad de diez y siete años, era tan bella, tan vivaz, tan dulce, tan inteligente y se volvió tan piadosa que todos en la encomienda, indígenas y españoles, la querían y la respetaban.

El mismo día que la conoció, don Pedro José Arias y Fernández, el encomendero, quedó prendado de su hermosura y la amó intensamente. María de los Ángeles no fue esquiva a los requiebros de su hidalgo pretendiente y, al poco tiempo, se casaron por el rito de la iglesia, tuvieron muchos hijos y una sola hija, María de Lourdes, que les dio una nieta que fue la abuela de la tatarabuela de la tatarabuela de mi bisnieta.

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La Mamá María hizo una pausa, se volvió hacía la primorosa mesita, en cuyo centro como en un altar, sobre una base de madera y alumbrada por una vela de color rosa, había una efigie con el rostro de la Virgen María enmarcado por un manto. La tomó con devoción en sus manos y continuó el relato:

—Años después, la muerte de don Pedro José y de cuatro de sus hijos, como consecuencia de una peste que casi acaba con todos los habitantes de la encomienda, sumió a María de los Ángeles en un profundo dolor y, después de enterrar al último de sus hijos, se encerró en su habitación a pedirle a la Virgen que le aliviara su terrible pena.

La Mamá María se detuvo en la narración y, mirando a María Valentina con infinita ternura, le dijo:

—Esta Virgen te pertenece, pues la heredarás de tu madre y, algún día, deberás heredarla a la menor de tus hijas. Por eso, quiero que pongas mucha atención a esta parte de la historia para que puedas seguir la tradición familiar.

María Valentina se recostó en el regazo de la Mamá María y puso toda su atención en el relato de la anciana:

—Cuentan los abuelos que, durante su encierro, la Virgen se apareció en sueños a María de los Ángeles y le transmitió un misterioso mensaje y que, al despertar, la viuda se sintió reconfortada y la alegría volvió a su vida. Cuentan también, que escribió en un pergamino el mensaje del sueño, lo enrolló sin mostrárselo a nadie y lo guardó en una urna de arcilla que sirvió, desde ese entonces, como base de la imagen de la Virgen que María de los Ángeles moldeó con sus hábiles manos y, en la misa del domingo siguiente, la hizo bendecir por Fray Benito, que, en nombre de Dios, la llamó protectora de todas las madres.

»Esta bella artesanía se traspasó de madres a hijas y permaneció intacta, hasta que, a principios del siglo pasado, después de un terremoto que destruyó la casa en que vivía mi bisabuela, que, en el

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desastre, perdió todos sus bienes, encontraron, entre los escombros, a la Virgen de arcilla en perfecto estado, pero con la base rota y el rollo en el que se podía leer con claridad:

«¡Esto también pasará! No temais, la madre de Dios velará siempre por vos que también sois madre. Tened fe, venced el dolor, animaos, llenaos de amor y simplemente... ¡volved a empezar!».

El Cristo con ruana

En un remoto paraje de la cordillera, rodeado por la agreste flora paramuna y cubierto por un tenue velo de neblina, se yergue con altiva sencillez una rústica capilla de madera y techo de paja, primorosamente engalanada con flores frescas de múltiples colores que los aldeanos ofrendan con fe y con amor a su patrono: el Cristo con Ruana.

Cuentan los vecinos que el Cristo llegó desnudo a la casa de doña Filomena en brazos de Martín, su sobrino de siete años, sobreviviente de la avalancha que arrasó el pueblo calentano en que vivía con sus padres y sus hermanos, que perecieron sepultados por un mar de lodo que lo cubrió todo. El niño se salvó porque su padre, Agustín, el artesano, que había tallado el Cristo por encargo de las monjitas del convento, lo tendió a su hijo como tabla de salvación, para rescatarlo del torrente que lo arrastraba.

La historia del milagroso salvamento de Martín y su Cristo de madera llegó a oídos del párroco del pueblo que decidió emprender, a lomo de mula, las cuatro leguas de escarpado camino hasta la vereda, con el ánimo de conocer a Martín y bendecir la imagen. La visita del cura fue motivo para que se reuniera una veintena de familias campesinas, entonces, alguien propuso que se construyera un cobertizo con un altar, en donde colocarían el Cristo para que protegiera la Comarca. El cura acogió con entusiasmo la idea y se comprometió a oficiar una misa el día en que la obra estuviera concluida.

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La víspera de la inauguración, los aldeanos se llevaron el Cristo para colocarlo en el altar. Martín se sintió muy solo, pues, desde la catástrofe, no se había separado ni un minuto de la bella imagen que lo confortaba y a la cual le pedía todas las noches que se lo llevara al cielo para reunirse con los suyos. Esa noche, un torrencial aguacero cubrió la montaña con un manto de granizo y la temperatura descendió en forma impresionante.

Martín se despertó mucho antes del amanecer, tiritando de frío. Se levantó, se puso la ruana de lana que le servía de cobija y, furtivamente, salió de la casa rumbo a la capilla. Aseguran que, cuando el sol remontó el picacho más alto y llegaron los primeros parroquianos, del interior del recinto, iluminado por un extraño resplandor, salían notas de una bellísima melodía que inundaba el ambiente. Al pie del Cristo, que lucía la ruana, encontraron postrado y sin vida el cuerpo del niño con una expresión angelical en el rostro que evidenciaba la felicidad del anhelado encuentro.

Expedición boreal

En tiempos muy lejanos, tan lejanos que su recuerdo se perdió en la memoria de los pueblos, había un reino casi blanco con sus montañas cubiertas de nieve y sus praderas tapizadas de hielo. Sus habitantes eran animales blancos, de todas las especies, que vivían en completa armonía al servicio de su soberana, la reina Yulda, elegante mamut de piel afelpada, finísimos colmillos de marfil, serenos ojos azules, noble corazón y gran sabiduría.

Desde que el esposo de la reina, Lugo, el explorador, había partido a otras tierras en busca de aventuras, la reina Yulda vivía en el iglú real con sus dos hijos: Nivor, el mayor, inteligente, aventurero como su padre, juguetón, bromista y muy travieso; y Albor, el pequeño, que secundaba con entusiasmo cuanta pilatuna o travesura su hermano emprendía.

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Las picardías de los principitos eran un verdadero dolor de cabeza para la marquesa Yaya, tierna y complaciente osa polar, encargada de educar a los dos pilluelos, cuyas trastadas procuraba ocultar a los ojos de la reina para no distraerla de sus importantes funciones de gobierno. Los hijos de Yayita, como todos llamaban cariñosamente a la marquesa, eran los mejores amiguitos de los reales pilluelos y la pobre osa sufría cuando sus pequeños mellizos, Otiz y Gotiz, se involucraban en las travesuras promovidas por los inquietos trompuditos.

Las principales funciones de la corte estaban asignadas a los miembros más distinguidos de la nobleza y los cargos se heredaban de padres a hijos. Así, por ejemplo, la canciller y consejera real era la duquesa Yira, pecosa y esbelta jirafa, de gran habilidad diplomática y notable sensatez. Yira, en virtud de su elevado rango y su amistad con la reina, había sido escogida, seis años antes, como madrina del príncipe Nivor. A su vez, la reina Yulda acababa de aceptar la petición de ser la madrina del primogénito de Yira, de manera que este ocuparía el cargo de la duquesa cuando Nivor fuese coronado como rey.

En este apacible y níveo país, era tradición bautizar a todos los bebés del reino, nacidos durante el año, en una solemne ceremonia seguida por una semana completa de alegres y variados festejos. El comienzo se hacía coincidir con la última aurora boreal del invierno que con su policromía de efectos luminosos realzaba la celebración con un toque de mágica hermosura.

La fecha y la hora exacta eran determinadas con base en complicados cálculos que efectuaba, en un ábaco de cristal, Mara, la lechuza, astróloga real y mensajera de la corte. Para ella, esta ocasión era muy especial: bautizaba a sus mellizos y no cabía en sí de orgullo, pues Gardiel, el maestro de los magos blancos, se haría presente para apadrinar a sus criaturas. Como es bien sabido, los mejores aliados de los magos blancos son los animales blancos y, entre ellos, las

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lechuzas son sus discípulas predilectas en cuestiones de astrología y numerología.

Todos en la corte trabajaron febrilmente en los preparativos del esperado evento: Mara voló de un extremo a otro del reino repartiendo invitaciones, con muy breves visitas al nido para atender a sus pequeños; Lera, la leona, sus seis cachorros y todos los felinos de la Guardia de Honor, se encargaron de armar las tribunas, tallar las graderías en bloques de hielo, organizar las mesas y acomodar las sillas para el banquete; y Dago, el perro lobo, jefe de cocheros, tuvo a su cargo el alistamiento de los trineos para transportar, hasta el lugar de la ceremonia, a los bebés que aún no caminaban.

La víspera del día señalado, la reina Yulda y el conde Rigo, parsimonioso pingüino de edad madura que ocupaba los cargos de chambelán y jefe de protocolo, se encaminaron a la Plaza de los Ritos, con el propósito de inspeccionar el área de festejos y ultimar detalles. El lugar era un pequeño valle rectangular, enmarcado por tres colinas acolchadas en nieve y una enorme pirámide de mármol, esculpida sobre una meseta de hielo, a los pies de la cual, a ras del suelo, había una cueva cuyo interior nadie conocía, pues su acceso estaba prohibido.

La tribuna se había levantado de espaldas a la colina oriental, dando frente a la pirámide y a la cueva. En verdad, la Plaza estaba impecable. Su majestad felicitó a Rigo por su eficiente labor y destacó la activa participación de todos los pingüinos de su equipo: Roel, mayordomo del iglú real, Rita, ama de llaves, y los ocho pingüinos del grupo de pajes y camareros. Todo estaba a punto.

El firmamento se iluminó con los danzantes rayos de la aurora boreal. Las trompetas de los heraldos anunciaron la llegada de la reina Yulda que avanzaba, con pisadas majestuosas, hacia la tribuna principal, seguida por los dignatarios de la corte, para recibir la aclamación de su pueblo. Con un gracioso movimiento de trompa, la soberana impuso silencio a la multitud. De pronto, un resplandor de tonos violáceos brilló en la entrada de la cueva por donde emergió

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la imponente figura del mago Gardiel, caminando con paso firme hacia el centro de la tribuna. En presencia de la reina, el mago hizo una venia y pasó a ocupar su puesto como invitado de honor.

Hacia el final del último día, poco antes de la clausura, los pequeños retozaban alegremente en la plaza; los mayores, reunidos en pequeños grupos, charlaban amigablemente; el mago Gardiel enseñaba algunos trucos a Mara mientras paseaban sin afanes sobre el blanco tapiz de nieve; la reina Yulda recibía el reporte de Rigo, su fiel chambelán, y tomaba notas para el discurso de cierre; Yayita, agotada por el ajetreo, despuntaba una siesta y Nivor, aprovechando que su nana dormía, propuso a los dos oseznos y a su hermano un plan que Otiz y Gotiz, a diferencia de Albor, no se atrevieron a secundar. Minutos después, los dos principitos se escabulleron por detrás de las graderías.

El torpe disimulo de los dos picarones avanzando hacia la pirámide, fue suficiente para alertar a Lali, joven leona de la guardia real, que, intuyendo el peligro, tomó a su propio bebé entre los colmillos y se fue tras los príncipes, no sin antes hacer una seña a Toti, tigresa y escolta de la reina, que se apresuró a seguirla, acompañada por sus cuatro cachorros. Todo sucedió en un instante ante la mirada estupefacta de los felinos que no alcanzaron a llegar a tiempo y rugieron impotentes, desde el umbral de la cueva, al ver cómo el resplandor violáceo absorbió a los dos pequeños intrusos y se apagó, dejando la misteriosa gruta sumida en una insondable oscuridad.

Tras un momento de vacilación, los aterrados felinos optaron por correr en busca de la reina para informarle lo sucedido; sin embargo, a mitad de camino se toparon con el mago Gardiel y la lechuza, a quienes contaron lo ocurrido a los inquietos pilluelos. El mago las escuchó con el ceño fruncido hasta que terminaron el atropellado relato, entonces, sin modular palabra, extrajo un brillante cuarzo del bolsillo interior de su capa, lo observó al trasluz por unos instantes, susurró unas palabras al oído de Mara, tranquilizó a los felinos con

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un ademán, esbozó una sonrisa, dio media vuelta y se encaminó hacia la carpa de la reina, para explicarle la situación y proponerle el plan que había urdido.

Por su parte, Mara, siguiendo instrucciones de su maestro, regresó al nido para recoger a los mellizos y, juntos, emprendieron vuelo hacia la cueva, se adentraron en ella y desaparecieron por entre el resplandor violeta. La serena intervención de Gardiel y la sencillez de su plan, apaciguaron el impacto de la noticia en el ánimo de la reina quien, sobreponiéndose al dolor, puso de inmediato en movimiento a toda su corte para organizar una expedición hacia el futuro con el propósito de encontrar a los pequeños y traerlos de vuelta al reino. Según las explicaciones del mago, la insensatez de Nivor y su hermano los había transportado 20.000 años en el tiempo desde el umbral de la cueva hasta Bogotá, una ciudad situada en una zona en la que nunca caía la nieve.

Los expedicionarios se transportarían al futuro ingresando por la cueva. Al llegar a Bogotá, Mara estaría esperándolos para conducirlos al Centro Comercial Andino, el lugar que el mago había considerado apropiado para el encuentro con Nivor y su hermano, toda vez que el edificio con sus cuatro niveles ofrecía un espacio similar al del iglú real. La razón por la cual deberían viajar todos los animales de la corte en la singular travesía era simple: entre todos tendrían que apresurarse para construir, en el interior del centro comercial, un iglú del cual debería salir un tobogán que los transportaría de vuelta al reino y a su época, pues en este lugar y en esa época los portales dimensionales como la cueva prohibida, no existían.

Lo primero que hizo Mara al llegar a su destino fue volar al polo norte para entrevistarse con Papá Noel quien, según le había indicado Gardiel, le colaboraría para dar el mejor recibimiento posible a la reina y a su comitiva. Para esas fechas, Papá Noel se encontraba muy atareado con los preparativos navideños, una festividad que, según le explicó a la lechuza, era similar en

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importancia a la que los animales del reino blanco celebraban en la última aurora boreal del invierno.

En consecuencia, extendería una invitación a la reina y a su comitiva para que se uniesen al festejo. Además, ofreció reunir una orquesta de animales blancos para que diesen la bienvenida al cortejo y amenizaran su estadía en el Centro Comercial Andino; coordinó con los encargados del clima para que al menos, durante esos días, cayesen nieve y granizo en Bogotá; y por último, para estar a tono con sus invitados, ordenó para sí mismo la confección de un traje blanco.

Blanco, blancuzco, blanquecino. Con estas palabras, la historia terminó.

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De un recuerdo, tres infiernos

Por Luisa Fernanda Moreno Gil

Salí de casa en afanes, con la ropa rasgada, descalza y golpeada, huyendo de la muerte que me seguía. Un hombre ocultó su naturaleza para mí, lo escuchaba ir tras mis pasos, temía por cada golpe de sus zapatos e ignoraba el dolor de las piedras que se iban incrustando en mis pies. Conocí, en cada salto, la desesperanza. La noche no permitía claridad en mi camino ——seguramente, tampoco en el de él —, pero sentía su respiración aproximándose, presa de la desesperación solo pensaba en vivir y la adrenalina de haber escapado de las garras de la bestia se apoderaba de mí con un pensamiento de ruina, musa del temor.

Finalmente, la luz de un semáforo, cambiando, me devolvía a la realidad de la que escapaba por segundos. En términos de confusión y agotamiento, me regresó a la angustia el dolor de mi cuerpo, de mis piernas, que, por momentos, parecieran desvanecerse en la nada, llevándose todo el peso de mi cuerpo, pero aún lo podía sentir yendo tras de mí sin perder la calma, sereno y seguro de que me tendría en sus brazos, castigarme con sus manos y sus retorcidos deseos para, luego, hacerme desaparecer y convertir mi imagen en un recuerdo. Todo esto podía pensar mientras escapaba, todos esos pensamientos me llenaban de coraje para seguir luchando por mi alma.

«Si paro, me alcanzará, me arrastrará y nadie me escuchará, me destrozará y me matará. Quedará tranquilo cuando oculte mi cuerpo. Nadie me buscará, los medios me acusarán, degradarán mi imagen después de muerta y a nadie le importará. Será un hombre libre y su vida continuará», se repetía constantemente en mi cabeza, como una

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corta secuencia con impotencia. Todo dependía de mí y de mis ganas de vivir, estaba sola, definitivamente, sola.

Salté la acera de la calle vacía y escuché, prolongadamente, el sonido del viento brusco. Abrí los ojos y vi al cielo, rogué por mi alma, escuché una voz alejarse y me desvanecí con el viento. Líquido suave corre bajo mi cabeza, se desliza por mi oídos y cae por mi boca. No escuchaba, no veía, parecía que no sentía, pero si lo hacía, pude abrir los ojos sin mucho esfuerzo, estaba más liviana que una pluma. Ya no había angustia ni miedo, solo calma en mi cuerpo, claridad en mi mente y la vista del cielo.

Abrió sus alas y las lució ante mí, enorme ave de plumas blancas, pico largo y fino como un pincel. Voló a mi vista con delicadeza y las majestuosas alas gruesas brillaban como perlas. Le agradecí su hermosa presencia, cerré los ojos en un parpadeo y desaparecí. Lo vi y lo he visto de nuevo levantando su mano ante mí. Vi sus puños llenos de sangre, vi su rostro en perfecta imagen.

Lo oí, escuché sus gritos y palabras desafiantes, sus insultos y vulgares insinuaciones y... lo sentí, sentí sus manos tocándome, sentí sus nudillos que intentaban rasgar la piel con repetidos golpes. Sentí las manos, halándome y el calor de su aliento en mis orejas. Sentí cómo golpeaba mi cuerpo, cómo se marcaba en mi piel, cómo corría tras de mí. Sentí las lágrimas cayendo, y volvió a mí el dolor real, apoderado y palpitante por todo mi ser y en un dramático momento, desperté; fue como volver a nacer.

Al abrir los ojos, vi una luz blanca que parecía apuntarme, poco a poco, se acoplaron todos mis sentidos y reaccioné. El dolor era poco más que insoportable. Con el esfuerzo que obligué a hacer a mis extremidades, levanté la cabeza para reconocer mi entorno: era un cuarto con un gran ventanal al lado derecho. De las blancas paredes, colgaban tres cuadros de paisajes. Había un gran sillón gris frente de donde me encontraba postrada. A mi lado, más cerca, la gran luz blanca, que no me apuntaba, era una lámpara muy alta desde el piso con una fuerte iluminación. A mi otro lado, había tantas máquinas

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que nunca supe qué eran, pero, cuando las vi, descubrí que me encontraba en el cuarto de un hospital.

¿Dónde está mi cazador?

«Le gané», pensé. «¡Le gané a la muerte!».

Me dije a mí misma y me dispuse a ponerme de pie. Tenía puesto un camisón azul, no vi zapatos por ningún costado de la cama, así que permanecí descalza. Cuando me puse de pie, caminé hacia la ventana con una curiosidad tremenda de ubicar el lugar en el que me encontraba. Me dolía cada parte de mi frágil cuerpo y, al dar unos pasos, me obligó a arrojarme sobre el gran sillón de la habitación. Me dediqué a fijar el origen de cada dolor que me atormentaba, revisando todo golpe y cicatriz que tenía. Eran muchas, esparcidas a lo largo de cada brazo, grandes y aparentemente profundas cortaduras ya cosidas confusas entre los enormes moretones que tenía, cada espacio en la piel tenía un corte distinto, rasguños profundos y leves, moretones como tatuajes, cada extremidad representaba un dolor inminente.

Me fijé en un detalle en especial, cuando recobradas mis fuerzas me dispuse a ponerme de pie y retomar mi camino, apoyando los pies de nuevo contra el suelo me percaté de que se encontraban en perfecto estado ni una sola evidencia de todo lo que tuvieron que pasar durante esa noche ni un rasguño, cortadura, cicatrices, objetos enterrados, nada. ¡Ni siquiera dolor había! Claro, el hecho era extraño, pero, sinceramente, no me importó mucho y tampoco traté de darle una explicación lógica, solo me alegré y me puse de pie, reanudando la presurosa marcha hacia la ventana.

Cuando logré mi meta, se abrió a mi vista un gran paisaje: el día era claro y fresco. El sol se colaba por el medio de las copas del mar de árboles que se extendían a lo largo de la vista. Eran árboles gigantes, caían hojas y algunas flores de distintas tonalidades. En medio de sus gruesos troncos y las frondosas copas de los más pequeños, se alcanzaba a divisar, no muy lejos, una parte de una

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carretera que se extendía horizontalmente. Solo era una pequeña fracción de esa carretera de concreto que parecía abandonada y que aparentemente se extendía más allá de lo que la imaginación podría, misteriosa y fascinante carretera, abandonada en medio de un bosque magnífico, sacado de cuento de hadas. Podía escuchar cantos de pájaros a lo lejos y muy cerca, podía ver algunos posarse en las copas y salir de entre ellas. Por ese momento, logré extraviar el dolor y sentí conmoción, todo era pleno y exacto, perfecta imagen merecía ser plasmada en lienzos; recordé al ave.

—¿Pertenece a este lugar? —me pregunté en voz alta.

—De fantasía, ¿no? —respondió una voz aguda.

Al momento de escucharla caí al presente en un brinco y volteé inmediatamente.

—¿En dónde estamos? —le pregunté

—Necesitas reposo, te encuentras bastante lastimada... Ven, ven aquí.

Me recosté sobre la camilla y ella tomó una silla de afuera de la habitación y se sentó a mi lado. Empezó a mirar las máquinas y a manipularlas. No le puse atención a lo que hacía ni sabía, solo observé el blanco techo y traté de mirarla de reojo. Ella tenía un traje de enfermera antiguo, usaba bata blanca y larga hasta la rodilla con cuello de picos y la típica cofia que las distinguía, también tenía una pequeña tarjeta con su nombre al lado derecho de su pecho, pero no alcanzaba a entender lo que decía.

—Entonces, no tienes a nadie que te acompañe ni identificación ni nombre ni quien se preocupe por ti. Tienes suerte de que la pareja que te levantó por los aires se apiadó de ti o estarías saliendo en los noticieros...

—¿Qué? —pregunté.

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—Sabemos que alguien te hizo daño, pues llegaste con signos tremendos de maltrato, además del golpe del coche, descalza y con ropa destrozada. Suponemos que huías de alguien o algo...

Me mantuve en silencio.

—Los jóvenes que te trajeron han dicho que saliste de la nada y saltaste a la calle de repente. No tuvieron oportunidad de parar y que, cuando se bajaron, escucharon hojas crujir y vieron una sombra que desapareció presurosa del lugar por donde saliste.

—Realmente, solo recuerdo el impacto, el sonido del viento, y la imagen del cielo oscuro.

En ese momento de charla, ella volteó hacia mí y me miró. Me fijé en su nombre y, luego, alcé la mirada a su rostro. Era una mujer hermosa, de cabello castaño, ojos azules oscuros, una sonrisa perfecta y expresiva, parecía no portar ni una gota de maquillaje en todo su rostro, era joven y su nombre era Dativa.

—Es de suponer que no recuerdas nada desde ese momento hasta este que has despertado.

—Sí, eso creo —respondí.

—Te recuerdo que no preguntaremos por lo que has pasado ni te insistiremos con que nos des razón de quién eres —Miró hacia la ventana y sonrió levemente —, pues anhelamos tu recuperación y sabemos que no sería lo mejor para ti y tu estado anímico.

—Ok... gracias —respondí extrañada.

Sin nada más que decir, me sonrió y salió de la habitación, llevándose consigo la silla.

—Vuelvo en un rato.

Quedé confusa y anonadada por lo que acababa de suceder. No sabía cómo describir la extraña situación, sin embargo, el dolor se agudizó nuevamente y pasé por alto lo sucedido. Me quedé ahí, tumbada, concentrada en el dolor.

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Pasaron tres días, cada noche soñaba con ese hombre y repetía cada escena. Era un nudo en mi pecho, un recuerdo del que jamás podría escapar. Temía que tuviese que vivir nuevamente tan angustiosas horas o que quisiera buscarme para terminar lo que había empezado. No tenía a dónde ir ni a quién pedir auxilio. No tenía dinero ni papeles. Me había convertido en una sin nombre, sin historia, sin nada real en el mundo. No sabía por cuánto tiempo me podía quedar. No sabía en cuánto iría la cuenta de mi estadía y mis cuidados.

Cada día, tomaba distintos tarros de medicamento a los cuales no les prestaba atención. Cada día, venía Dativa a ayudarme con el proceso y se sentaba unos minutos a charlar conmigo. Siempre se lucían con la comida, más que platos simples de hospital parecían exquisitas preparaciones de un chef. No disponía de periódicos ni televisión, tampoco de radios ni relojes ni ningún medio que me permitiera información. Disponía de libros de distintos intereses, me los traía Dativa y los dejaba siempre sobre los asientos del sillón. Aun así, mis angustias y pensamientos no me pesaban tanto, solo me concentraba en mi recuperación y en pensar en qué sería de mí luego.

Así fue pasando de cinco a siete días, de siete a diez y mi recuperación parecía estar estancada. Miraba mis piernas y los moretones no tenían cambio alguno, los rasguños lucían recientes, las cortaduras no cerraban —la sangre aún brotaba por en medio de los puntos—, pero, a pesar de todos esos grandes detalles, el dolor había cesado gradualmente al punto de acabarse por completo. Era algo a lo cual no le podía dar una explicación, pero sentía tanto alivio que una vez más lo ignoraba.

Me sentía sola y el aburrimiento crecía dentro de la ya pequeña habitación, hasta el día en que decidí empezar a salir de ella. Como ya no me quejaba por el dolor, Dativa y el resto de personal de enfermería dejaron de visitarme con frecuencia, venían a revisar mis heridas, hacer los ejercicios de movilidad que requería, traer mis alimentos, cambiar los libros y las sábanas. Muy pocas veces se

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sentaban a charlar conmigo sobre sus vidas, generalmente, me contaban de amores, de su familia o su niñez o de recuerdos de su pasado. Algunos comentaban sus sueños y sus metas y yo solo los escuchaba, para distraer mis pensamientos.

Salía de la habitación en las tardes, daba pequeños recorridos por el piso en el que se encontraba ubicada mi habitación. Luego, me tomé la libertad de bajar un par de pisos. Todos eran de idéntica estructura, permanecían solos y perfectamente iluminados por luz solar que provenía de las dos ventanas que se ubicaban en cada extremo del largo pasillo de puertas cerradas, que, como gran particularidad, no poseían número. Nunca veía a nadie, ni a las enfermeras ni a los pacientes. A veces, podía escuchar voces, pero sin descifrar qué decían.

«Tal vez, leen», pensé. Sin embargo, tenía especial interés —podría decirse que lo acosaba —en un personaje que había visto y escuchado varias veces entrando en su habitación, pero nunca lo encontraba o nunca estaba en el momento exacto para poder observarle de frente o poder cruzar algunas palabras con él. Lo había visto en repetidas ocasiones, pero siempre de espaldas y en el momento en que cerraba la puerta de su habitación. Era un hombre alto y delgado, su cabello era oscuro y parecía perfectamente arreglado, tenía como atuendo de los mismos camisones que yo usaba y andaba igualmente sin zapatos.

Solo era un piso abajo del que yo me encontraba instalada, aun así nunca llegaba a tiempo para lograr encontrarlo, así que puedo decir que me obsesioné con él. Pasaron días en los que lo veía y algunos en que no había pistas de él. Pasaba por el frente de su puerta y me acercaba con la esperanza de escucharlo al menos. Era la única persona que había visto, además de los enfermeros, lo que me generaba especial curiosidad.

Poco a poco, me fui rindiendo y el furor de esa curiosidad fue cesando, pues, por más de cuatro días, no lo había vuelto a ver en ningún momento del día. Me paseaba únicamente por ese pasillo de

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extremo a extremo y poniéndole especial atención a su puerta, a los ruidos, a los movimientos incluso de la perilla, pero nada. Iba de lado a lado, mirando las ventanas y su paisaje, luz y muchos árboles. Al momento de voltear para ir hacia el otro extremo del pasillo, lo vi: estaba parado en mitad del pasillo observándome con una leve sonrisa en su rostro.

—Veo que... me esperas hoy también.

—¿Y quién es usted? —respondí de inmediato asombrada.

Volvió a sonreír y, con total serenidad, caminó hacia mí. Mientras se aproximaba pude analizar cada rasgo de su rostro, era un hombre joven. Tenía una mirada firme, de ojos cafés y cejas pobladas, nariz fina y larga y una sonrisa abierta y expresiva —me recordaba especialmente a la sonrisa de mi enfermera, Dativa—. No le quité la mirada ni un segundo mientras se acercaba y tocó el marco de la ventana.

—La vista es increíble, ¿no lo crees?

—Sí... lo es y también cómplice de extraviar pensamientos.

—A juzgar por las marcas en tu piel, me atrevo a decir que algo muy fuerte te atormenta.

Me miró fijamente. Al escuchar sus palabras, quité de inmediato la mirada del paisaje y, de igual manera, lo miré, con cierto odio.

—No estoy dispuesta a hablar abiertamente del tema, sí lo ha pretendido con su mención —le dije de forma cortante.

—Le pido me disculpe por las imprudencias que salen de mi boca y le suplico que no se vaya por favor. Quédese, admire el panorama conmigo.

Sostuve mi silencio y él giró su cabeza de nuevo hacia la ventana.

—Usted, ¿hace cuánto se encuentra aquí?

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—Un poco más que usted —me respondió y siguió mirando fijamente por el ventanal —. Me alegra poder conversar con alguien distinto a Dativa, a pesar de ser una mujer amable, está limitada y no es muy abierta a una conversación duradera —Me miró de nuevo.

—Pues no pienso igual... Bueno, francamente yo no soy la persona más expresiva, así que tampoco trato de crear una conversación consistente.

—Tienes mucho en qué pensar, acabas de llegar y, al parecer, aún no sanas tus heridas. Todo es un proceso, pero lograrás darle respuesta a todas tus preguntas.

—¿De qué hablas? —le pregunté bastante confusa por sus palabras.

—Deformamos y creamos la realidad —Me miró fijamente—. Laia... hay mucho en qué pensar.

Quedé helada y un fuerte corrientazo estremeció todo mi cuerpo. «¿Cómo es que sabe mi nombre?», fue lo primero que me pregunté y, en un intento desesperado por encontrar una explicación, pensé en la enfermera, Dativa.

—Sí... hay mucho, así que, con todo respeto me iré y mañana podremos conversar otro rato —le contesté aparentando total calma.

—Está bien, le esperaré aquí, aquí mismo —Y sonrió ligeramente

Fui a la habitación y me senté en el sillón gris. Estaba bloqueada, en un estado mental de nada, blanco infinito como el color de las cuatro paredes que me encerraban. Miré los cuadros. ¿Acaso eran una distorsión? Sin embargo, no me levanté del sillón. ¿Deformamos y creamos la realidad? ¿Qué realidad? Y, así, empezaron a llegar las preguntas para llenar todo espacio en mi mente, miles de preguntas sin respuesta, trataban de entender, se agolpaban en mi cabeza y cayó un detonante.

—¿Qué clase de lugar es este?

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Un «hospital» en medio de la nada, la vista por cualquier ventana solo era un océano de árboles, el cielo y los árboles, el canto de las aves, día soleado y noche fría. Sin diagnósticos, doctores, largos pasillos y puertas cerradas, libros, cada día ni una persona ni un sonido, medicina... ¡Dativa! Ella no sabía mi nombre, ¿o sí?

La piel se me erizaba y las preguntas sin respuesta parecían apuntar en una sola dirección, el lugar donde me encontraba —me negaba a aceptar la idea—. «¿Es un hospital psiquiátrico?», me pregunté una y otra vez. Me sentía bien, pero había cosas que no encajaban con razones lógicas. Respiré y miré la ventana a mi lado. Pasó frente a mí abriendo entre el límite del cielo y la copa de los árboles, la hermosa ave de plumas blancas, tan majestuosa como aquella noche. Abrió completamente sus alas y se perdió entre las nubes.

Me puse de pie y corrí hacia la ventana, el corazón se me aceleró y la busqué desesperadamente, pero no la encontré. ¡Era real! Fue en un respiro y la perdí, pero su imagen quedó nuevamente plasmada en mi memoria. Sentí calma, sentía que ella tenía un mensaje para mí y las preguntas desesperadas y las ideas y negaciones se dispersaron. Volví a pensar con claridad.

Al día siguiente, bajé a cumplir la cita con el hombre con el que había charlado el día anterior y ahí estaba, parado de espaldas mirando el ventanal. Me acerqué a él sin prisa y lo saludé.

—¿Cómo se encuentra el día de hoy?

—¡Hola! Me encuentro perfectamente, esperándola, como le prometí.

—Claro... Estoy llena de dudas —le dije

—Creo que no soy la persona correcta para responder a esas preguntas.

—¿Cómo lo sabe?

—Usted misma encontrará todas esas respuestas —Me miró sonriendo—. ¡Vamos! Te invito a dar una vuelta.

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—¿En este lugar? —le dije en tono burlón.

—¡Claro! Puede llegar a ser interesante.

—Está bien.

Recorrimos en silencio el pasillo hasta llegar al otro extremo y bajamos otro piso. Era un silencio incómodo, tal vez para mí, estaba llena de dudas que se agolpaban en mi cabeza a punto de estallar. Cuando bajamos, vimos a unas personas apoyadas en el marco de una puerta. La tercera puerta de cinco que se extendían a lo largo del pasillo. Cuando las vi, sentí cierta alegría y la curiosidad invadió mi ser. Los dos personajes eran una mujer y un hombre, se encontraban mirando hacia dentro de la habitación, pero podía ver a la mujer de perfil. Era rubia de cabello lacio y largo, tenía puesta una camisa de mangas cortas rosa, un pantalón ancho azul y unas zapatillas blancas; la mujer se veía demacrada, en su rostro se podía notar angustia y tristeza.

Sin pronunciar palabra, tomé a mi compañero de la mano y pasamos disimuladamente por el frente de la habitación, mi único objetivo era mirar hacia adentro de esta sin levantar sospecha. Ellos parecían no notar nuestra presencia o solo la ignoraban. Pasamos y caminamos hasta el otro lado del pasillo, nos apoyamos en la ventana sin regresar la mirada, disimulando la intención.

—¿Qué crees que esté ocurriendo? —le pregunté a mi compañero, que notó mi actitud inquieta.

—No sabría decirte, parecen estar melancólicos.

—¿Eso crees?, ¿por qué?

—Haces muchas preguntas —Y rio disimuladamente —. Yo tengo una respuesta: ¡no lo sé!

—Pero ¿los has visto? Estuve pensando en lo último que me dijiste, es esto un hospital psiquiátrico, ¿verdad?

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—¿Acaso te parece un hospital psiquiátrico? —sonrió mientras me miraba.

—Te burlas de mí, ok... Mira, ¿tú los ves?

—Claro que los veo, no estás alucinando, Laia —contestó de forma burlona.

De nuevo pronunció mi nombre sin dudar, lo miré fijamente y no pensé en preguntar dónde lo había escuchado, simplemente le sonreí y, de inmediato, le contesté:

—Tu nombre no me lo has dicho.

—Discúlpame, me llamo Iván, es un gusto —Extendió su mano hacia mí.

—El gusto es mío, ¡Iván! —Estreché su mano y me acerqué a su oído —. Entonces, ¿dónde estamos?

—En cualquier lugar, menos donde crees —respondió a mi oído igualmente y rio a carcajadas.

Las carcajadas de Iván fueron inevitables para mí y me reí con él. Recordé a las personas que se encontraban en el mismo lugar que nosotros y dejé de reír para no incomodarlas. Lucían cansadas y seguían apoyadas en el marco de la puerta, mirando la habitación. Parecían no haberse perturbado con nuestro escándalo, sin embargo, miré a Iván y apreté su mano, indicándole que debía callarse de inmediato. Él lo hizo y miramos juntos a la pareja, que, para sorpresa nuestra, estaba rodeada de enfermeros. Alcancé a contar cuatro, dos mujeres y dos hombres, ubicados tras ellos. La mujer ya no se encontraba en la puerta, solo estaba el hombre y pude ver cómo caían lágrimas de su rostro.

En ese preciso momento, se escuchó un grito desgarrador que me provocó un estremecimiento. Dos de los enfermeros entraron a la habitación presurosos y el hombre en la puerta cayó de rodillas, llevando sus manos a la cara. Todo se puso tenso en menos de un segundo. La mujer salió casi que arrastrándose de la habitación,

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gritando y llorando. Se arrojó al suelo y comenzó a golpearlo con la palma de sus manos. La escena era espantosa, en medio de la confusión no podíamos descifrar lo que estaba ocurriendo. Yo sostenía la mano de Iván, estaba helada. Estaba en shock, sin posibilidad de moverme ni siquiera para parpadear.

—¡Se ha ido! Finalmente, se fue —gritó la mujer con aparente alegría; seguía llorando.

El hombre, que aún permanecía de rodillas, quitó las manos de su rostro y se puso de pie. La ira lo cegó completamente, en su rostro se marcaba el odio, dejó de llorar casi de inmediato, mientras la mujer sollozaba en el suelo se acercó a ella y la agarró por el cabello, la levantó bruscamente y la acercó para mirar su rostro. Tomándole el cuello con la otra mano, lo apretó.

—¿Qué celebras, mujer? —le gritó.

—La muerte de un bastardo —contestó, sonriente, la mujer.

El hombre enfureció y, con el cabello enredado en sus dedos, tomó su pequeña cabeza, estrellándola brutalmente contra la pared. La estrelló violentamente repetidas veces. La mujer reía a carcajadas de forma horrorosa. El hombre, lleno de cólera, no pensaba en consecuencia alguna, su intención era acabar con ella.

—¡Buen viaje, mujer! —le gritaba el hombre.

—Conmigo te llevaré —respondió la mujer.

Me encontraba petrificada ante el suceso. El terror reinaba en cada parte del pasillo, la escena no era menos horrible. Los enfermeros se encontraban a un lado, viendo todo, estáticos. Parecía que hubiera pasado un montón de tiempo entre cada golpe que le daba la cabeza a la pared. Apreté con fuerza la mano de Iván. Los gritos y topetazos me tenían los pelos de punta, eran golpes secos y certeros. La sangre comenzó a brotar por montones de la piel de la mujer, haciendo un recorrido que la bañó completamente en el líquido.

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De repente, la mirada de una enfermera se clavó en mis ojos. Me miró como si juzgara mi presencia en ese momento, como si me culpase a mí por el hecho o como si adivinara todo lo que estaba sintiendo. Rompí la helada mirada de esa enfermera y corrí escaleras arriba sin soltar la mano de Iván. Él no pronunciaba palabra alguna, solo se dejó llevar. Lo dejé frente a su puerta y, sin siquiera mirarlo, lo solté bruscamente y seguí corriendo hasta llegar a mi habitación.

Cerré la puerta, temblorosa, y me senté en el sillón. Traté de calmarme, tomé un libro, pero no tenía concentración, lo cerré y lo dejé a un lado. Cerré los ojos para descansar y respirar profundamente hasta llegar a la serenidad. Una nueva pregunta llegó a mi cabeza: ¿Por qué nadie parecía notar nuestra presencia y solo la enfermera la notó? «Hago muchas preguntas, supongo. Son detalles insignificantes», pensé. De todo lo sucedido, tenía espacio para pensar en esa pequeñez.

¿Quién se hubiera interesado por dos sujetos mirando la ventana mientras presenciaba esa terrible situación? La enfermera solo actuó para que nos fuéramos pronto de ahí. «¡Iván!». Lo había abandonado de forma muy grosera, ¿estaría bien? ¿Y si algo le hubiese pasado a él también? Sin embargo, en esa tarde no quise salir más de la habitación.

Al otro día, bajé corriendo para encontrarlo, pero no estaba ahí, no estaba en la ventana. Me sentí preocupada, apenada por la actitud que había tenido con él el día anterior, así que golpeé su puerta y él abrió.

—¡Hola! ¿Cómo te sientes hoy?

—Bien, Iván. ¿Cómo estás tú?

—Estoy muy bien —Sonrió amablemente—. Claro que te ves mejor, cada día menos marcas...

Salió de la habitación y se dirigió a la ventana, lo miré con cierta extrañeza. ¿Menos marcas? ¿A qué se refería? Miré mis brazos y mis

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piernas y no había rastro alguno de cicatrices, manchas, ¡nada! Corrí tras Iván a la ventana.

—¿Aún sigues pensando en lo que sucedió?

—Claro, da vueltas en mi cabeza —le respondí.

—En la mía también, pero creo tener la explicación de ese acontecimiento, las enfermeras hablan mucho.

—¡Cuéntame!, ¿qué escuchaste?

—El hijo del hombre se encontraba muy mal y la mujer que lo acompañaba era su esposa —me contestó.

—¿Qué dices? Significa que esa mujer fingía el sufrimiento.

—Esa mujer no quería perder su matrimonio, pero nunca aceptó al «bastardo».

—¡Ella sufría realmente! —le dije exaltada.

Iván me miró fijamente, bajó la miraba y la volvió a subir, poniéndola toda en el paisaje. Algo le incomodaba, pude percibirlo por su comportamiento. No dijo palabra alguna.

—¿Estás seguro de lo que escuchaste?

—Laia... las personas compran placeres, compran felicidades ajenas, compran vidas usando las apariencias; las emociones son sencillas de manipular. No podrás asegurar nunca frente a quién estás, tú fingirías para ganar.

Sus palabras me mudaron por completo, fueron frías y concretas, se clavaron como puntillas en mi conciencia, describieron mi vida hasta el punto donde estaba y, de forma aún más cruel, trajeron el recuerdo del escape de mi muerte. La ingenuidad me castigó, pero me brindó otra oportunidad para renacer por completo. Le agradecí al nuevo día que estoy viviendo.

—Iván... ¿por qué estás aquí?

—Casualidad, tal vez, destino.

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—Pero ¿qué fue lo que te ocurrió?

—Haces...

—Muchas preguntas, supongo.

—Sí..., es algo complicado.

Iván sonrió amablemente como de costumbre y sin decir más palabras se alejó y entró en su cuarto. Su actitud era muy inusual, pero no fui capaz de llamarlo o detenerlo, pues la situación se había tornado embarazosa, además, pensé que estaba molesto y sus palabras aún pesaban dentro de mí. Llegué a la habitación sintiendo un vacío inexplicable, pensé durante lo que restaba de la tarde y replanteé mi vida por completo. Estaba decidida a irme ya de ese lugar, pues no tenía nada que hacer ahí. Estaba perfectamente y nada más que un horrible recuerdo me ataba, ni siquiera tenía noción del tiempo. Sentía que había perdido demasiados días en ese lugar.

Tenía que planear un escape, eso llevaría tiempo, pues tampoco sabía a qué clase de lugar me enfrentaba y mis ideas oscilaban entre un hospital común y uno psiquiátrico. Si era la segunda opción, no me sentía una amenaza para la sociedad —francamente, no pensé si para mí lo era. Las palabras de Iván aún me hacían dudar del lugar en el que estaba, así lo hubiese negado, todos las situaciones y anomalías que había vivido durante mi estadía, me provocaron una gran duda sobre mi salud mental e, ignorando esa enorme posibilidad, consideré la idea de que podría ser un hospital, como, lógicamente, hubiese sido dada la situación por la que había llegado.

Yo era una persona sin nombre, sin nada real en el mundo, tenía que escapar para evadir la cuenta de todos los días que había estado y todas las cosas que había consumido del lugar. Además, no me quería arriesgar a dar datos, quería quedar en las sombras para todo el personal y toda persona que me haya visto; solo tenía que desaparecer. La decisión quedó tomada para la noche. El plan empezaría a dar curso en la mañana siguiente, me llevaría más días, puesto que, a pesar de tener la libertad de andar por toda la

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edificación, ir de arriba a abajo, nunca había visto puertas de salidas o alguna ruta de evacuación, lo cual implicaba una rigurosa investigación.

Estaba segura de lo que haría. Para averiguar lo que necesitaba tendría que usar a Iván discretamente, sin infundirle sospechas o comentar una mínima intención. El tiempo pasó y, en cuanto me fijé en el entorno, tomé conciencia de que la noche había caído y, por primera vez en ese sitio, oí gotas de lluvia chocar con el vidrio del ventanal. Era increíble escuchar la lluvia hasta ese momento, pues, desde que desperté en esa cama de hospital, el día había sido radiante y la noche brillante.

Me levanté y corrí a ver el espectáculo: las copas de los árboles empezaron a humedecer y las gotas que caigan, poco a poco, por las hojas se convirtieron en chorros de agua, como una pequeña cascada. De nuevo, majestuosa e inconfundible, se posó de espaldas, en la copa de un árbol, un gran ave de plumas blancas. Apenas la vi, mi corazón dio un brinco. Estaba ahí, descansando. Por sus plumas, caía el rocío. Parecía no incomodarse. Aún creía que era portadora de un mensaje o muchas aves de una misma especie, lo lógico. Rápidamente, desplegó sus alas y alzó vuelo, desapareciendo en las nubes negras que chocaban entre sí. Recuperé la paz y sentí equilibrio total, fui a dormir en calma y disfrutando del sonido de las gotas de lluvia. Abrí los ojos y vi a Iván a mi lado.

—¿¡Qué haces aquí!? —le dije espantada.

—Laia es hora —Me sonrió tiernamente.

—¡Vete ahora mismo!

—Vámonos de este lugar.

Iván puso su mano sobre la mía y, bajo el pulso de mi acelerado corazón, sentí que entraba a otro mundo, todo mi cuerpo se alivianó y mi mente se despejó por completo.

—Ya no hay que pensar...

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—¿Por qué hablas de esa forma? ¿A dónde tenemos que ir? —Estaba confusa.

—Nos iremos a descansar, despréndete de este lugar ahora y ven conmigo.

—¿De qué hablas? —Comencé a sentir temor de sus palabras.

En ese momento, entró Dativa abriendo la puerta de par en par, nos miró a los dos y sonrió. Salió de la habitación sin pronunciar palabra y se fue, dejando la puerta abierta.

—Laia aún no lo has entendido. ¿Qué te puede aferrar tanto? Ya nos vamos, camina en este momento.

Iván tomó un tono agresivo, lo noté fastidiado. En ese momento, la persona que yo había creído de Iván cambiaba.

—¿¡De qué hablas!?

—Es hora...

—¡Responde! —le grité.

—La vida que creas y estás planeando no es tuya. Tú no has vencido, tampoco te puedes culpar por no haber corrido lo suficiente. A causa de eso, estás aquí, tratando de convencerte de que realmente eres alguien que respira, que tus pasos se escuchan, que te perciben, salir victoriosa a decir que sobreviviste la brutalidad del ser, no es tu papel, eres víctima, de ti se han burlado hasta las ganas de vivir. Pero es destino, ¿no?

Me destrozó con sus palabras. Iván siempre había sido aquel que hablaba con franqueza, con seguridad, aquel que me hacía pensar realmente. Yo aprendí de él, aunque llegara a pensar que estaba loco, encontraba razón en algunas de sus reflexiones. Había pasado por momentos incómodos, la mayoría extraños al lado de él, sin embargo, lo que me estaba diciendo, lejos de comprender, me redujo por completo. Él no bromeaba ni trataba de ser comprensivo.

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Rompió con la ilusión cruelmente y fue inevitable que las pequeñas lágrimas empezaran a derramarse por mis mejillas.

—¿Por qué? —Trataba de comprender lo que estaba pasando.

Los hechos empezaron a modelar en secuencia por mi mente, imágenes pasaron fugaces, todo lo pude comprender, cada detalle tuvo sentido, hasta lo más mínimo era lógico para lo que había vivido. El lugar permaneció abandonado dos años luego de mi muerte, fui noticia mundial, expuesta como campaña en contra del maltrato, otra mujer que se desvaneció, luchó y no lo logró. Un inocente acabó con el sufrimiento de su desdichada vida. ¿Me salvó de complacer al diablo? De todas formas, me hubiera alcanzado, preferí ver el cielo antes que morder tierra. Aquellas personas se culpan, creyendo que acabaron conmigo, los juzgaran, a mí igual, pero me salvaron; ellos sí me ayudaron.

Básicamente, cree una realidad para mí, convencida. Pobre alma que se perdió en el camino y anduvo por esos pasillos oscuros viviendo una historia que le complacía, unos cuantos días, solo días, fueron años, tuve que curar heridas, tenía sentido la soledad, el silencio, el lugar, la poca gente, los sonidos y los susurros de los que permanecían ahí, esperando su recuperación para irse y hacer una «vida». El deseo nos ató a los espejos, caminar entre vivos y muertos, los muertos se señalan entre sí, los vivos sienten frío.

Dativa, violada y mutilada, está oculta hasta su último zapato cerca del lugar donde alguna vez trabajó. Se convenció de salvar vidas y cuidaba de sus seres fríos y perdidos. Ella que sí los veía llegar y los veía marcharse o quedarse para siempre, durante muchísimos años. No es una mujer mencionada, nadie supo nunca dónde hallarla. Su nombre desapareció en el fondo de la tierra.

Iván, ¿acaso por pura casualidad? Víctima de guerra interminable, sumado a una lista infinita, donde su nombre y los nombres de muchas más personas, desaparecen. Su cuerpo se usó para investigación. Como estas, muchas más historias de hospital. Tras

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las marcas de un cuerpo y cada cicatriz, hay violencia o destino o casualidades. Quien no vivió realmente, se queda; quien está agotado, se va a descansar.

Me puse de pie, tenía que digerir todo rápidamente y marcharme. La tristeza e ira eran completas. Salí, todo como siempre, desolado, tenía que encontrar la salida. No deseaba permanecer ahí, después de todo no es la obligación, pues ya solo importaba encontrar mi descanso. Empecé a descender por las escaleras, cada piso, sin cruzar sus pasillos —ni siquiera asomarme a ellos. Así bajé hasta siete en lo que pude contar, pero las escaleras parecían interminables.

Desesperada, salí al pasillo, esperando ver algo distinto, pero era igual a lo que yo conocía. En cada extremo, una ventana, incluso un detalle que me hizo perder la calma: la vista parecía no cambiar y ser exactamente igual a la de siete pisos arriba. Perdí la cordura, desencajé totalmente mis sentidos y pensamientos, crucé el pasillo corriendo. Miré de lado a lado, «¿Iván?», pensé. Simplemente, desapareció y no me había fijado hasta el momento. Repasando mentalmente lo sucedido, me dejé cegar por el asombro y salí sin fijarme de que, incluso desde el momento en que salí, Iván ya no se encontraba conmigo. Sentí la enorme necesidad de encontrarlo, subí presurosamente un piso y cuando miré al otro extremo del pasillo me paralicé.

Había una pequeña puerta abierta por donde se podía divisar el camino que pude apreciar desde mi ventana —también de forma horizontal. Inexplicablemente, me sentí conmovida, fui y me lancé. Pronto, me encontré rodeada por un magnífico bosque silvestre. El camino era bastante angosto, tanto como para que solo pudiese transitar un vehículo. Estaba completamente solo. Parecía infinito de sus dos lados y comencé a caminar por en medio de él, en busca de un final.

Me olvidé de todo, liberé mi alma de tristeza, furia y opresión. Creí encontrar el camino a un descanso real. Luego de caminar un buen rato sin prisa, volvió a crecer ante mí el gran edificio del hospital

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lleno de hierba y totalmente dejado. Me asusté y empecé a correr pasando rápido por el frente y, siguiendo el camino, apresurada, todo sentimiento volvió a mí y ahí estaba, de nuevo, el mismo viejo y solo edificio y corrí con desesperación. Perdí la fe, corrí hacia el bosque sin pensar y, entre los troncos y hojas, volví a verlo, un edificio gigante.

«Seguramente, adentro está la respuesta», pensé alentando mi única esperanza y a punto de estallar en llanto. Me acerqué a una puertecita muy particular porque era la única pequeña puerta en el gran paredón trasero del edificio —eso sí muchas ventanas. Cerré los ojos con nervios de lo que podía ver ahí dentro, cuando los abrí, me encontraba de pie en la habitación. Tuve miedo, empecé a llorar de impotencia, pero me enfurecí y salí a los pasillos a encontrar una respuesta.

En la ventana de mi lado izquierdo, se encontraba un hombre parado de espaldas. Vestía exactamente igual que yo, no pude fijarme en sus detalles, pues, tan pronto lo vi, cayó por la ventana, extendiendo su brazos. Le grité por la impresión y corrí a mirar lo que había pasado. Para mis sorpresa, me estrellé con el vidrio del ventanal y no se veía nada más que los árboles. Hui, corrí, bajé y subí, enloquecí, me arrastré por los pasillos, presa de la ira, no paraba de llorar y de lamentarme. Sentada bajo la ventana a un lado del pasillo gritaba, pues realmente sentía mucho dolor. Extrañé a Iván, una vez más ya no estaba, solo lo conocía a él y sentía que lo necesitaba, sin embargo, no estaba, no creo volverlo a ver.

Aquí no existe fe ni esperanza, ya no hay luz ni brilla el alba. Prefiero luz en las llamas del infierno, no sé dónde me encuentro. Solo se pierde el camino, aquí no hay destino.

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Bareliön

Por Sofia Cabezas Gómez y Juan Durán

1- Cruda decisión

Vanthal, suroeste de Sororia. Año 1580 del calendario humano.

La fría llovizna empapaba a Azdral, quien, arrodillado en la tierra, agarraba con fuerza su lanza mientras sollozaba frente a la tumba de su esposa Amira.

—No otra vez... ¿Por qué mi Amira? —Cerró los ojos con fuerza—. ¡Wuyara! No sé si lo estoy haciendo de la forma correcta, pero, por favor, ¡guíala al paraíso y bríndale la paz que se merece!

Colocó, sobre la tumba, la flor azul de la vida: Sororia y, de esta, surgió un pequeño orbe de luz, que desapareció a los pocos segundos. El cuerpo de Azdral tembló. Él solo deseaba ser feliz, pero, en vez de eso, estaba destrozado, vacío. Aquella humana lo amó tanto, aun siendo él un elfo oscuro mestizo, símbolo de muerte y destrucción.

Sus compañeros guardaron silencio en señal de respeto: Orzan, el centauro; Parcoz, el hemican; Lanthia, la bella urzupia hechicera, y Sinna, la humana guerrera de las montañas. Luego de esperar un tiempo, Orzan no lo soportó más. Avanzó hacia él y se atrevió a intervenir:

—Lamento que llegáramos tarde. Nosotros... seguiremos lo que ordenes, mi señor.

Azdral se levantó, motivado por el rencor, y se volteó hacia sus compañeros. Sacó la punta de la lanza del suelo y, con el otro extremo, golpeó la tierra, tiñendo el arma de un aura negruzca.

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—Acabaré lo que debí hace siglos —masculló—. Esta vez no se lo perdonaré.

Los compañeros hicieron una reverencia. Estaban listos para acompañarlo al territorio prohibido. Los ojos grises de Azdral eran tan filosos como aquella lanza que sostenía.

2- Acto de traición

Bareliön, sur de Sororia. Año 880 del calendario humano.

El pequeño Azdral caminaba por el frío y solitario corredor del palacio real. Buscó a su madre, abriendo puerta por puerta. Al notar una habitación iluminada al final del pasillo, se emocionó y corrió. Azdral pasó por alto a su hermano mayor, Tallwirn, quien se alejaba en sentido opuesto con un gesto de satisfacción y sin decirle ni una palabra. El niño llegó ansioso hasta la puerta, aunque se abstuvo de entrar al escuchar un familiar cuchicheo:

—Reina Lëlia, no podemos esperar a que se decida. Hay que proceder con el plan. No se tolerará más los actos del rey oscuro Dörvok Thonathörn, la Unión le pondrá en su lugar.

—Comprendo la urgencia, pero tengo que poner fuera de peligro a Azdral —explicó—. Si se rompiera el acuerdo de paz, mi matrimonio con Thonathörn... Podrían asesinar a mi pequeño.

—Déjenoslo a nosotros. Iremos por ustedes apenas diga. Escaparemos juntos como acordamos y viviremos una nueva vida como una verdadera familia. Mi reina. Lo prometo.

—Röndul, no sabes cómo he sufrido. Si no fuera por mi hijo...

—¿Madre? —interrumpió inseguro entrando a la habitación.

Lëlia hablaba con alguien por medio de un espejo, el reflejo de este regresó a la normalidad en cuanto notó la presencia de su hijo.

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—Azdral, cariño. ¿Cómo?, ¿qué haces aquí? —dijo tratando de ocultar sus nervios.

—Quería que me contaras la historia de Baltis, el guerrero blanco antes de irme a dormir. Por favor, madre —le dijo.

Sacó de la riñonera en su cinturón una pequeña lira y sonrió con ligereza. Lëlia se relajó, parecía que su hijo no había escuchado nada. Lo invitó a acercarse, se agachó y le colocó las manos en los hombros antes de contemplarlo. Su hijo siempre le pareció muy peculiar, con su piel de un gris claro muy distintivo y su cabello negro con un mechón rubio cenizo.

—Nunca dejes de ser ese niño de buen corazón que tanto amo. —Le besó en la frente y lo abrazó antes de recomponerse—. Vamos a tu cuarto, esta parte te va a encantar —dijo animada.

—¡Sí! Ya quiero oírla —exclamó y alzó la lira a modo de victoria. Su madre asintió con cariño, y agarrados de la mano salieron del lugar.

***

Azdral desayunaba a solas en el comedor cuando Aldana, la mesera, se acercó a servirle algo de tomar. Su mano estaba temblando al dejar el vaso sobre la mesa. Ella dio una silenciosa reverencia y, al retirarse, fue interceptada de forma agresiva por un soldado. Azdral se extrañó y quiso decir algo, sin embargo, Tallwirn llegó y se le acercó con la misma expresión satisfecha de anoche. El menor se encogió sumiso y su hermano sonrió con altivez por ello:

—Qué buen día. ¿No crees, mestizo? —le dijo antes de que un estruendo resonara en el palacio.

Azdral, con una corazonada, corrió sin parar hasta llegar al jardín. Estando allí, vio, aterrado, a su madre, quien había sido encadenada. Tenía golpes por todas partes y una pierna carbonizada. A Lëlia se le salieron las lágrimas cuando descubrió la presencia de Azdral. Los

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otros tres hermanos del niño estaban presentes, Dariel, Ryldania y Huriom. Se encontraban más que entusiasmados por el espectáculo.

—¡Malnacida zorra traicionera! —vociferó Dörvok —. ¿Creíste que no me iba a enterar? ¡Confié en ti! Y, encima, concibes un bastardo con uno de ellos —Se le acercó con repugnancia—. Claro, ahora entiendo tus insistentes salidas a Gntalia por cuestiones de «diplomacia».

Lëlia se forzó a alzar el rostro y le escupió en la cara. Dörvok se limpió y, sin dudar, le abofeteó.

——¡Madre!

Azdral trató de correr hacia ella, pero fue detenido por un guardia.

—¡¡Guardias, terminen con ella!! —ordenó Dörvok.

—¡No, no lo hagan! —gritó el chico, buscando zafarse entre sollozos.

Los guardas apuntaron sus manos a ella y profesaron un conjuro.

—¡Los altos elfos querrán no haber existido! —exclamó Dorvök y dio la orden de ejecución.

Ella forcejeó, pero solo lastimó sus muñecas. Incesantes orbes llameantes fueron disparados hacia ella. Los atormentadores gritos de Lëlia imploraban por ayuda.

—¡¡Madre!! ¡No! ¡¡Madre!! —Lloraba estirando sus brazos.

Azdral luchó con todas sus fuerzas hasta que consiguió soltarse. Hizo lo que pudo, pero solo consiguió quemaduras en su antebrazo derecho. Los guardas lo sujetaron de nuevo para alejarlo y evitar que las llamas se propagaran en el pequeño. Dörvok apretó los dientes al ver la situación y empuñó con fuerza las manos. A pesar del odio hacia su esposa, no podía matar a Azdral. Después de todo, era su hijo. Percibía potencial en él.

—¡Llévenselo! —exclamó extendiendo su mano con rabia.

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Lëlia intentó contener el extremo dolor, con sus fuerzas restantes se despidió de Azdral con una leve sonrisa. Este sería el último recuerdo que tendría de su madre.

3- Milicia

Por órdenes de su padre, fue llevado a los cuarteles de la milicia para vivir y entrenar bajo el mando directo del gran general Dorrian. El chico no tuvo tiempo de asimilar lo ocurrido. Aquel atardecer rojizo sería el último que vería durante los próximos seis largos meses. Fue llevado a empujones hasta el bastión.

—Este año tenemos nuevos reclutas, los que llevan más tiempo aquí sabrán que en este lugar no damos tratos especiales —dijo Dorrian, parando justo frente a Azdral.

Azdral tragó saliva y se encogió, intimidado. Al conocer su actitud, el general se alejó dando un resoplido, negó con la cabeza y continuó con su explicación del entrenamiento.

—Terminarán con una lucha cuerpo a cuerpo. Sin más: ¡a mover esos putos culos! ¡Rápido!

Todos empezaron a correr en el acto, Azdral inició con torpeza, inseguro de qué era lo primero que debía hacer. ¿Qué había dicho? Le sonaba imposible. Lo tumbaron y perdió tiempo valioso.

—¡Azdral! Maldito insecto, ¿qué estás haciendo? ¡Muévete ahora, porquería inservible, o yo mismo haré que no te quieras volver a levantar de allí! —gritó Dorrian.

El niño se levantó, asustado, sudando de la preocupación. Al llegar por su caja de madera recubierta de cuero y rellena de piedras, tragó saliva. Aspiró aire para ganar fuerza y echarse a los hombros las correas del pesado cargamento. Azdral empezó a correr como pudo y, con los ojos cerrados, rogó a la diosa Wuyara para que le ayudara a aguantar este día.

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Al final de la jornada fue reprendido y castigado severamente: le dieron latigazos en los brazos, cinco por cada fallo. Al acabar, le aplicaron un ungüento curativo y lo vendaron. Él yacía solo en un cuarto frío y húmedo, con un catre a un lado y una vajilla como bacín en la esquina. El chico se subió al catre sin energía y allí se miró los brazos. Apretó los dientes y dejó que el llanto saliera en un lamento de frustración, ira y dolor. Odiaba todo esto, a su padre, lo que pasó con su madre, que él arruinase su vida y este lugar donde solo recibía el peor de los tratos. Alzó la mirada con una rabia que nunca había sentido y su cuerpo tembló entre sollozos.

—Me haré el más fuerte de todos... y, cuando salga de este lugar..., te mataré.

4- Mensaje

Bareliön, sur de Sororia. Año 912 del calendario humano.

Exhaustivos, así fueron los años venideros para Azdral. Su entrenamiento le llevó incontables veces al límite. Poco a poco, fue ganando fuerza, resistencia y agilidad. Aprendió a dominar la lanza y otras armas. Consiguió manejar su energía Ruwa y ahora era capaz de hacer magia y encantamientos útiles para el combate. Durante su formación, se le infundió la visión del rey Dorvök: la aversión. Con esto, sus ideales entraron en conflicto: su madre fue buena persona, pero traicionó a su padre, quien dejó muchas cosas de lado por ella, al grado de enamorarse. ¿Quién era el malo al final? Con el tiempo, su objetivo de matarlo perdió fuerza.

***

En la región sur de Thalnyriëll, un joven encapuchado cruzó por la entrada principal de Gntalia, la capital del reino unificado de Nordrall, territorio de los altos elfos del sur. Grandes estatuas se erigían alrededor de la muralla, conocidas como Golem guardianes, altamente hostiles contra aquellos de Ruwa impuro. El joven pareció soportar la protección repelente gracias a su sangre mestiza. Al llegar

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a la entrada, fue detenido por varios guardias. Él había venido como mensajero, así que les entregó un pergamino, pero, al ver el origen del sello, se alarmaron. En ese instante, aquel muchacho sonrió con amargura y, sin oponer resistencia, se dejó capturar.

Detrás de las rejas, el joven se dedicó a esperar. Observó la gran cicatriz sobre su antebrazo y apretó el puño con fuerza. «Madre...». Escuchó las pisadas de un grupo grande acercarse a su celda, eran soldados con la cresta real de Gntalia. El primero en llegar, golpeó la reja con su bota para capturar su atención.

—Deberíamos plantarte en la plaza y quemarte de cabeza, pero no somos como los tuyos —le dijo con severidad antes de abrir la entrada de la celda con fuerza—. Tenemos una respuesta para la basura de Thonathörn.

Azdral se levantó con seguridad, pero, al acercarse con la intención de recoger el nuevo pergamino, recibió un puño en el rostro que lo hizo caer sentado en desconcierto.

—Siéntanse libres de intentarlo —agregó el soldado, abriéndole paso finalmente.

5- Tensiones

Bareliön, sur de Sororia. Quince días después.

Azdral regresó al palacio real, aguardaba mientras su padre leía el pergamino. Los allí presentes no dejaban de ver al chico. El general Dorrian y otros soldados mostraron respeto, había superado todas sus expectativas. En cambio, sus hermanos manifestaron gran decepción al verlo en una pieza. La bella Lanthia le miró con una sonrisa pícara, paseaba entre sus dedos una ficha de la mesa militar usando magia. Dörvok, pareció más que satisfecho al terminar.

—Entonces, esos putos fanfarrones no van a ceder por las buenas a pesar de nuestras advertencias —dijo y chasqueó su lengua—. Es una pena —fingió lamentarse.

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Se escucharon algunas risas, pero Azdral no veía la gracia en jugar con la vida de civiles inocentes. Dörvok se tocó la frente y, de forma irónica, negó con la cabeza.

—Ese orgullo no durará, porque al fin encontramos el artefacto Kevärlden —dijo de buen humor y miró de reojo a Lanthia—. En cuanto a nuestros aliados, ¿qué noticias traes?

—Logré entregar todos los rollos —contestó Azdral—. Los primeros invitados, la tribu de Hemicanes del oeste y el clan de Centauros del suroeste, declinaron. Temen represalias por parte de los Altos Elfos. Y el clan de los Oni del Oriente... Ellos no quieren saber nada de nosotros.

Dörvok arrugó sus cejas y tensó la quijada. Los demás estaban tensos, salvo por Lanthia.

—Malditos cobardes —masculló Dorvök—. ¿Y los que aceptaron?

El muchacho agachó el rostro y miró las nuevas cicatrices de su pecho y brazos, obtenidas al haber pasado por los territorios más peligrosos. Sonrió con amargura y volvió a ver a Dörvok.

—El clan de los Drow del norte, los Cíclopes gigantes de las llanuras Dalthas, los domadores de Quimeras de las montañas Kallponia y el clan de las Arpías de los riscos de Kirkaz, se mostraron deseosos de estrechar lazos con nosotros. Ellos aceptaron.

—Perfecto. Ya puedes retirarte, muchacho —le dijo Dörvok, que, sin más, reanudó su conversación con los demás invitados. Motivados, continuaron con la planeación.

Azdral tragó saliva y tensó su mandíbula sintiéndose asqueado. ¿Eso era todo? ¿Años de arduo entrenamiento y arriesgar su vida como mensajero para acabar como un títere sin aceptación? Apretó los puños. Con el cuerpo rígido, hizo una leve reverencia y se dispuso a salir del sitio. Justo en ese momento, Lanthia, la pelinegra, con su caminado sensual se le arrimó.

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—Parece que sabes hacer más de lo que te reconocen, ¿eh, cariño? —admitió jocosa y el chico se detuvo en seco—. No te sientas mal. Yo sí creo que hiciste un excelente trabajo sobreviviendo allá afuera —le halagó. Los ojos ámbar de ella irradiaban sinceridad.

Azdral la miró con el rabillo del ojo, se quedó un instante pensando en lo que dijo y entrecerró la mirada con aflicción; no era suficiente. Apresuró el paso y salió de ese tortuoso lugar.

6- Crepúsculo

Thalnyriëll, sur de Sororia. Un mes después.

El tiempo pasó. Con los aliados reunidos, armaron campamentos en la frontera del reino unificado de Nordrall, planeaban sitiar Eastgate, una de sus ciudades más importantes. En el campamento principal, Dorrian rodó un barril a patadas y lo llevó a la tienda del rey.

—Es hora de hablar —Golpeó el barril con el extremo romo de su lanza y este se despedazó.

Un alto elfo sin extremidades comenzó a toser, escupiendo un líquido verde claro y forzó la vista para reconocer el entorno. Lanthia se puso de cuclillas frente a él e infundió esencia corrosiva en su mano antes de tomarlo por la barbilla. Con su toque, la piel del sujeto se abrasó lentamente.

—Dejamos tu cabeza y sanamos tus heridas. Deberías agradecérnoslo —le dijo con picardía.

El rey Thonathörn observaba en silencio desde su asiento con una pierna cruzada. De pie, junto a él, aguardaba Tallwirn, conteniendo la burla.

—Mátenme —balbuceó el alto elfo.

—¿Perdona? No te escucho —Dorrian empapó el filo de su lanza con los restos de la poción sanadora que aún había en el suelo y,

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luego, punzó el costado del prisionero—. Tu nombre era... ¿Halbrim? —Al retirar la lanza, vio como este comenzó a retorcerse—. Seguimos esperando.

—No, ah... Zemja...

Tras decir el nombre de la diosa, sus labios continuaron moviéndose sin dejar salir palabra alguna. Lanthia ladeó sus labios, decepcionada, y le soltó para alejarse. Dorrian pateó a Halbrim en el estómago.

—Ni lo pienses.

Luego, llevó su mirada a Dörvok, quien suspiró e hizo un gesto con la mano. El general asintió y se hizo a un lado. Tallwirn sonrió con emoción y envolvió en llamas al prisionero tras extender las manos. En ese momento, regresó Azdral con noticias. Al sentir el olor de carne chamuscándose frenó en seco, «¿Halbrim...?», pensó. Disimuló como pudo su incomodidad y saludó a los allí presentes con una reverencia. «No puede ser... Lo siento. Llegué demasiado tarde», se lamentó.

—Maldición, ¿por qué las formalidades? ¡Ve directo al grano! —lo regañó su padre.

Él se enderezó y anunció:

—Conseguimos localizar a todas las casas seguras del gremio de mercaderes y alquimistas. También marcamos los silos y templos en el mapa —Luego, miró con respeto a Dorrian—. Sus tropas esperan donde indicó. Todo está listo.

—Excelente —Dörvok sonrió satisfecho—. Pronto, muy pronto, disfrutarán de este maravilloso escenario. No puedo aguardar más.

***

El cielo estaba despejado y enrojecido. Las unidades permanecieron formadas, los Drow, Cíclopes y las Urzupias hechiceras. Junto a ellos, las Arpías aleteaban ansiosas. También

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había jinetes de hidra y domadores de quimera, acompañados por guardabosques. Los ojos de aquellas fieras habían perdido su característica dignidad hace mucho tiempo.

Azdral vistió su armadura de hierro y se armó. Recibió su caballo y paseó por el lugar hasta encontrar su puesto entre las filas de caballería. Lanthia se hizo a su lado y sonrió complacida, al arroparse con la capucha. Tallwirn se hizo cerca de ellos y les observó en secreto. Al llegar sus hermanos, estos evitaron a Azdral mientras su padre estaba inmerso en el discurso.

—¡Hemos sido bendecidos por Charyah! —su voz se escuchaba con claridad, llegaba a todos por medio del enlace que compartían gracias a su poderosa habilidad de Gobierno-magia que le permitía comunicarse con sus súbditos y comandarlos—. La noche es nuestra, tenemos el poder de tomar lo que nos pertenece por derecho.

»Los altos elfos han intentado ocupar nuestras tierras y expulsarnos. ¡¿Quién demonios se creen?! ¿Les damos algo de espacio y así nos pagan? ¿Intentando manipularnos como si no estuviésemos separados por medio mundo? —Dörvok rio —. Absurdo.

»Lo intentamos, forjamos un pacto y ellos lo rompieron. Les dimos suficiente tiempo para salir con las orejas agachadas, pero aquí están. Apoderándose de nuestros recursos, despreciando nuestras costumbres.

El cielo oscureció y las luces de Eastgate comenzaron a encenderse.

»Pienso que ya fue suficiente. ¡Demuestren quién manda en estas tierras! ¡Por Bareliön!

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7- Guerra

Las Hidras dispersaron a las tropas enemigas de vanguardia con mucha facilidad, su poder de fuego era temible. Varias hechiceras, respaldadas por las Hidras, iniciaron un conjuro que corrompió a los Golem de la muralla. Aquellos despertaron, haciendo que la protección que ofrecían desapareciera y bombardearan el terreno con intensas cargas arcanas, tal como ellos esperaban. La letal armada de Eastgate apoyó a los guardianes con flechas y proyectiles mágicos. Las hidras acumularon gran daño, aunque sanaban sus heridas a un ritmo alarmante.

Un grupo de Arpías sobrevoló la muralla, soltando sobre los soldados enemigos frascos con sustancias tóxicas. Una de las Hidras arremetió a un Golem contra la puerta frontal y escupió fuego hasta fundirlos por completo abriendo un hueco, su jinete murió sofocado.

Un numeroso escuadrón cabalgó hasta el corazón de Eastgate para aprovechar al máximo aquella oportunidad. Su tarea, bajo el mando de Dorrian, era la de interrumpir el orden detrás de las filas enemigas y hacer lo posible por despertar al colosal oscuro Greynirr. Ellos, al encontrarse cerca del templo de Luminia, la diosa ausente, se vieron superados en número.

—¡Deténganlos! —gritaron los guardas con furia.

Dorrian saltó de su caballo y con un feroz movimiento de su lanza, quebró las cadenas que cerraban la entrada al jardín del templo, dejando entrar a un pequeño grupo antes que él.

—¡No se queden ahí! ¡¡Vamos!!

Esperó hasta que sus hombres se reunieran y, al levantar los escudos, comenzaron a marchar hacia atrás sin perder de vista a los incontables soldados enemigos. Azdral y Tallwirn estaban allí. Tras abandonar a los caballos, los vieron ser masacrados antes de resguardarse al interior del edificio.

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—Tendremos que detenerlos aquí. ¡¿Dónde está Azdral?! —gritó Dorrian.

Al escuchar su llamado, Azdral removió su casco y se acercó manteniéndose firme.

—¡Señor!

Dorrian sonrió debajo del casco antes de continuar:

—¡¿Lanthia, sigues con vida?!

Ella se levantó con disgusto al escuchar su tono.

—¿Por quién me estás tomando? Aquí estoy.

—Ya saben lo que tienen que hacer. Les daremos el tiempo que necesiten.

Tallwirn se hizo al lado de Dorrian y disimuló ver a Azdral y a Lanthia. Antes de irse, Lanthia conjuró una barrera de reflexión mágica sobre la entrada.

—Suerte.

8- Mal antiguo

Con ayuda de Lanthia, el mecanismo central del templo entró en acción. El suelo comenzó a moverse y aparecieron unas extensas escaleras. Descendieron por ellas sin dudarlo. Azdral sintió que Lanthia se le acercó y lo tomó del brazo.

—¿Y bien? —le dijo.

La tierra se agitaba con el furor del combate en la superficie.

—¿De verdad tenemos que hacerlo? Podría ser muy peligroso —contestó inseguro.

—Cariño, le quitas lo divertido a esto —le guiñó el ojo y comenzó a preparar un largo conjuro.

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Avanzaron precavidos hasta llegar a una bóveda gigante. Cuando Lanthia liberó el hechizo, diversos cristales en la habitación se iluminaron. El techo era una cúpula donde se podía apreciar a las diosas Charyah y Lumin, tinieblas y luz. Incrustaciones de oro embellecían el arte sagrado.

—Vaya... Y pensar que estos bastardos tendrían tan buen gusto, ¿eh? Nuestra diosa sí que es hermosa —Admiró Lanthia, que recorría el lugar con la mirada—. Por aquí debería estar.

Azdral le dio espacio para que se moviera con libertad. Al hallar el sitio, Lanthia sacó de su escarcela un artefacto esférico luminiscente, con extraños símbolos: Kevärlden. Ella lo encajó en un mecanismo y, tras girarlo una vez, escuchó un clic.

—¡¿Qué fue eso?! —preguntó Azdral apresurado al sentir un ruido sordo.

—Calma.

Comenzó a sudar debajo de su armadura, sabía lo peligroso que esto sería. Mientras ella conjuraba su siguiente hechizo, el eco de unos gritos se escucharon acercarse con rapidez, antes de causar un estrepitoso ruido metálico: el choque de una maza contra el escudo de Azdral. El impacto lo hizo retroceder con violencia y caer al suelo.

—¡Maten a la hechicera! —exclamó el líder a sus hombres mientras señalaba a Lanthia.

Azdral se reincorporó de vuelta al combate. Había más de cinco, no tenía tiempo para preocuparse. Su escudo no resistiría demasiado contra aquellas armas encantadas. Retrocedió, esquivando un tajo y luego otro. Cuando sus pies tocaban el suelo, un nuevo soldado aparecía para atacar. Orbes de fuego y hielo también volaban en su contra.

Acorralado, levantó su escudo y se alistó. Con un movimiento limpio, extendió su lanza y la punta de esta dejó salir una llamarada. Al extinguirse, dejó una pantalla de humo que aprovechó para acabar

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con tres de ellos. Observarlos sangrar le conmocionó, por algún motivo, recordó a su madre en ellos. ¿Hacía lo correcto? A duras penas, cubrió con su escudo el corte de una espada larga cubierta en llamas. El impacto lo hizo retroceder y caer de nuevo.

—¡Lanthia! —gritó desesperado. Rogaba que pudiera terminar rápido.

—¡Ya casi! —respondió sin verlo. Una gota de sudor resbaló por su sien.

Azdral estaba preocupado, ellos comenzaban a ganar terreno. Pronto podrían ignorarlo sin problemas para ir por ella. Apretó los dientes y, en un esfuerzo por mantenerlos a raya, comenzó a dibujar movimientos más amplios con su lanza. La bóveda entera se sacudió y los cristales de luz comenzaron a titilar.

—¡Ignórenlo! ¡Hay que detenerla a toda costa!

Un par de soldados pasaron corriendo. ¿Cómo los detendría? La situación estaba fuera de su control. Alguien llegó con sigilo y, con el filo de su espada, atravesó a un soldado y luego degolló al otro: era su hermano Tallwirn. Azdral quedó atónito, dejando caer el escudo.

—¿Tallwirn? ¿Y dónde está Dorrian?

—De nada, mestizo —Sonrió con ironía y se acercó a él —. Dorrian sigue bloqueando el paso. En cuanto a lo otro, ¿qué crees? Los seguí por órdenes de padre —dijo y envainó su espada.

Azdral no supo qué decir. Todavía no se hacía a la idea de que su hermano le había ayudado.

—¿Por qué tanta demora? —Tallwirn se quejó y miró irritado a Lanthia.

Justo cuando habló, se escuchó un chasquido y la joven le vio victoriosa. La pared de la bóveda empezó a abrirse mientras que un sello luminoso desapareció en miles de fragmentos, dejando relucir

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una larga recámara. Al fondo, dormitaba la esencia de aquella criatura ancestral: lucía como un embrión flotante suspendido sobre un abismo, apresado en un haz de partículas luminosas. Lanthia, Tallwirn y Azdral quedaron asombrados.

—Creo que no deberíamos...

—Yo me encargo —dijo Tallwirn.

Sin dejar de apreciar a la criatura, empezó a caminar. Lanthia se quedó afuera vigilando, pero Azdral, inseguro, decidió seguir a su hermano. En eso, Greynirr abrió los ojos y la bóveda empezó a temblar con intensidad.

—¡Tallwirn, espera! —Tiró su lanza al piso y se apresuró en detener a su hermano por el brazo.

—¡Suéltame, asquerosa basura! —dijo y se zafó con violencia—. ¡Yo seré el que hará sentir orgulloso a padre! ¡Me encargaré de ganar esta guerra! —Lo apartó y siguió caminando.

Azdral se volteó a ver a Lanthia, quien estaba preocupada.

—¡Salgan de ahí! —advirtió ella esquivando pequeños escombros.

Azdral apretó los dientes y echó a correr deteniendo a su hermano a escasos pasos de tocar el velo luminoso. La bestia emitía urgidos sonidos. Tallwirn forcejeó, tratando de estirar su mano.

—¡Déjame, inútil!

Al notar los grandes escombros que estaban por caer, Azdral usó todas sus fuerzas para arrojar hacia la seguridad a Tallwirn. Él, por su parte, perdió el equilibrio, traspasó el velo y quedó atrapado con la criatura: ambos cayeron en aquel profundo agujero.

—¡¡Azdral!! —gritó Lanthia horrorizada.

Tallwirn, impactado, trató, con torpeza, de levantarse. Pronto, una oscura silueta surgió del pozo y destruyó el techo.

***

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En el exterior, las Hidras escudaban a los gigantes cíclopes. Varios de estos murieron del shock al perder su ojo ante poderosas explosiones. Los hipogrifos capturaban a las arpías, las hacían trizas con sus picos y garras mientras que los jinetes mataban a las demás de un solo flechazo.

La situación era cada vez más intensa: el choque de armas acompañaba a los gritos de guerra y sufrimiento. Centauros y hemicanes se habían unido al ejército de los altos elfos, acompañados por los onis y minotauros. Aquel que se descuidara, moriría de una forma inimaginable.

Todos se paralizaron al sentir la tierra estremecerse. En eso, se alzó la silueta de una inmensa criatura en forma de dragón negro; los ojos le brillaban como la luna llena. Dio un monstruoso rugido que ensordeció a todos en el campo de batalla, iluminando el cielo con una llamarada. Los altos elfos reaccionaron ante la criatura maligna disparando proyectiles mágicos que paralizaban y explotaban. Fue inútil. Molesta, la bestia usó su cola y, con un simple movimiento, redujo a escombros media Eastgate.

El silencio reinó por un minuto entero antes de que la criatura se esfumara. Todos estaban conmocionados. Lanthia logró escapar del templo con Tallwirn. Con ayuda de Dorrian y varios compañeros que lograron reunir, encontraron a Azdral gravemente herido entre una pila de escombros, incapaz de moverse. Ahora, él tenía unos símbolos marcados en el cuello.

Ese día, Bareliön marcó el principio de la gran guerra.

9- Emisario

Thalnyriëll, sur de Sororia. Año 1102 del calendario humano.

Tras la terrible caída de Eastgate, las fuerzas del reino unificado de Nordrall tomaron en serio las amenazas de Thonathörn. Bajo medidas extremas, se mantuvieron en el campo de batalla. Al

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momento en que las imbatibles fuerzas de Bareliön lograron acercarse lo suficiente a Gntalia, ya nada podía detenerlos. Azdral, como arma de primera línea, a estas alturas ya se había bañado con la sangre de cientos de miles de inocentes. Incontables vidas perecieron.

Un encapuchado cruzó desapercibido por la entrada principal de Gntalia en medio de una multitud de refugiados. Bajo la luz de las antorchas todos fueron guiados a la gran plaza central, sin embargo, aquel individuo marchó por su cuenta hacia el palacio.

—¡Alto! ¡¿Quién eres?! ¡Muestra tu rostro! —exclamó un guardia, alertando a los demás.

—Vengo... a dejar un mensaje —respondió con frialdad mientras bajaba la capucha.

Al detallarlo, el guardia notó que los ojos del chico se tornaron dorados, las marcas negras de su cuello se extendieron por los costados hasta remarcar su frente y alrededor de su mirada. En un parpadeo, el guardia cayó de rodillas, ahogándose con su propia sangre y los demás empezaron a contraatacar. Azdral los evadió sin esfuerzo. Con sus dagas, apuñaló el ojo de uno y degolló al otro.

Sin ningún ápice de duda, siguió su camino. Nadie pudo contenerlo. Llegó sin problemas al gran salón. El rey Thëlohir, se encontraba en la parte alta de las escaleras del segundo piso. Decenas de guardias reales y arqueros se encontraban formados y mantenían sus posiciones. Azdral los detalló y se ubicó a simple vista. Sacó un pergamino y lo desenrolló, alarmando a todos. A pesar de esto, mantuvo la calma.

—¡Como muestra de cortesía, la ciudad costera de Norhall permanecerá intacta...! —Al leer por encima las burlas que seguían a continuación, Azdral cerró el rollo y se dirigió directamente a Thëlohir—. ¡Aún están a tiempo, escojan sabiamente!

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Los arqueros tensaron sus arcos y apuntaron en su contra. Al tomar eso como una respuesta, Azdral dio media vuelta y salió del lugar. Nadie se interpuso, desapareció sin dejar rastro.

10- Cambio

Praderas de Kruztha, suroeste de Sororia. Año 1547 del calendario humano.

Azdral sacó su lanza del cuerpo de un minotauro y divisó la sangre en esta. Ejercía una misión como mercenario y recaudador de impuestos, junto al joven centauro de pelaje negro.

—Orzan.

—¿Sí, mi señor?

—¿Hace cuánto fue que te ofreciste como esclavo? —preguntó y le miró a los ojos.

Orzan se sorprendió, hizo memoria de aquellos días y, luego, posó su mirada sobre su hacha de guerra, sucia con la sangre de decenas de minotauros abatidos alrededor de ellos.

—Fue exactamente hace diez años, señor —respondió.

Las orejas se le echaron hacia atrás al tiempo que agachó su rostro. Azdral asintió y apreció el horizonte, con una expresión pesarosa y anodina.

—Llevo gran parte de mi vida haciendo esto. Solo sé matar y matar. Estoy cansado —admitió y exhaló profundo—. Mi madre debe odiar en lo que me he convertido.

—Señor Azdral, si le sirve de consuelo: si usted fuera tan malo como piensa que es, no hubiera perdonado a mi hermano ni a mi pueblo. Me trató como a un hermano y no como un esclavo. Debo añadir que no es el único que tiene las manos manchadas con sangre de inocentes.

Orzan se acercó a Azdral y le hizo una reverencia.

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—Déjeme compartir esta culpa con usted.

—Sí, tienes razón —Le vio de reojo y sonrió—. No podremos salir de esta vida, pero, por lo menos, logremos darnos algo de respiro. Quiero recorrer este mundo y admirarlo desde una perspectiva diferente. Además..., necesito saber quién soy y encontrar mi lugar —concluyó.

—Cuente conmigo, le seguiré a donde quiera que vaya —Se llevó un puño al pecho en forma de lealtad.

Azdral sonrió agradecido. Una chispa de emoción se encendió en su frío corazón.

***

Ciudad de Drinalld, noreste de Sororia. Año 1561 del calendario humano.

A lo largo de estos años, Azdral se dedicó a viajar. Conoció culturas nuevas, personas que creía conocer y no eran ni la sombra de lo que creía. Se involucró de lleno en misiones de búsqueda y resolución de problemas. Él, solo cuando no tenía opción o quería ayudar a alguna comunidad, se encargaba de asesinar a criaturas de comportamiento atroz. Gracias a esto, fue admirado por unos, pero su reputación nunca lo dejó de lado. Tenía que aprender a vivir con ello.

Azdral vestía una capa con capucha, estaba en una plaza de mercado muy concurrida. Sus tres compañeros, Orzan, Parcoz y Sinna, se encontraban al otro lado de la calle. A la morena y al hemican de pelaje cobrizo los conoció en sus últimas travesías. Parcoz analizaba un puesto con carne, emocionado al no saber cuál comprar para todos. Una baba se le escapó mientras jadeaba.

—Ugh, ¿al menos podrías cerrar el hocico? Babearás nuestra comida —se quejó Sinna.

—¡¿Qué no ves?! ¡Es carne de primera! En mi aldea nunca pudimos conseguir carne de esta calidad —Señaló los trozos con fanatismo y, después, entornó la mirada hacia su compañera.

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—Y te uniste a Azdral para darte estos lujos y alimentar a tus hermanitos, ¿no? —se burló ella.

—Sí, sí, como digas. Tú también le debes a él tu vida y la de tu pueblo. Se iban a volver salvajes por un pozo encantado —gruñó y, luego, la vio con ironía—. Aunque... yo te sigo viendo salvaje.

—¡Cállate, saco de pulgas!

—¡Oblígame, sal...!

—¿Oigan, saben dónde se metió el señor Azdral? —interrumpió Orzan, apartándolos.

—¿Eh? —dijo Parcoz—. Mmm, yo lo había visto.... —Miró por encima de la gente y lo encontró recostado en un poste con los brazos cruzados—... ¡allá! Justo ahí —Señaló.

Ellos se le quedaron viendo, el joven no apartaba la mirada de algo. Al instante, se percataron que observaba a una chica de piel bronceada, ella organizaba su puesto de flores. Sinna suspiró, negando con la cabeza y, luego, sonrió con pillería antes de avanzar hacia él.

—¿Por qué no le confiesas tus sentimientos? Llevas un mes entero viniendo, todos los días y a la misma hora, solo para ver a esa castaña —comentó Sinna haciéndose a su lado y él se sobresaltó apartando la vista.

Los demás pronto se unieron a ellos. Azdral lo pensó y vio a la florista, para luego ver a su compañera, quien, alzando las cejas, le animaba a que fuera. Azdral exhaló hondo, ella no iba a ceder. Así que empezó a marchar.

—¡Oh! Esto se pone interesante. El jefe le regará las plantas a la humana —murmuró Parcoz de forma sensual y divertida.

Sinna rio y le dio un puño en el brazo, dándole la razón. Mientras que Orzan se sentía aliviado por su líder, no pudo evitar sonreír aprobando ese cambio de él.

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11- Pérdida

Fidallis, nororiente de Sororia. Año 1580 del calendario humano.

Azdral se encontraba sentado sobre una colina. Afligido, apreciaba el horizonte al mismo tiempo que tocaba una triste melodía con la lira. Él, después contempló la argolla que le colgaba sobre el pecho: el recuerdo perpetuo de su primer amor.

—Oye, también me vas a deprimir con esa canción —se burló Lanthia al acercarse y sentarse a su lado—. Te he buscado por todas partes. Dorvök no deja de requerir tu presencia.

Él no dijo nada. Lanthia se extrañó, miró el anillo en la cadena de él y comprendió.

—Recuerdo esa noche que llegaste a mi casa. Vaya, estabas tan desconsolado por la muerte de Lilian, que no tuve más remedio que... ayudarte —Confesó—. Usé tus recuerdos para recrear su apariencia en mí, estabas tan feliz de volver a verla que me besaste. No dejabas de susurrar que la amabas mientras estuvimos juntos —dijo con nostalgia, posando su vista al frente.

Azdral detuvo la melodía y la volteó a ver pasmado, no recordaba aquello.

—Solo fue una noche... Además, creo que estaba muy borracho —Avergonzado, desvió la mirada.

—Lo sé, cariño. Y no nos volvimos a ver, hasta recién. A pesar de lo bien que lo pasamos —se lamentó.

Él no dijo nada. Se agarró la frente manteniendo su atención en el suelo y dejó a un lado la lira.

—Mírate, enamorándote de humanas frágiles. Mientras que yo seduzco hombres jóvenes para robarles su energía —dijo ella y chasqueó la lengua con pesar—. Qué se le hace, lo necesito para vivir y mantener mi magia —Al cruzar miradas, pareció resignarse—. Por eso sé que nunca me verás con otros ojos, pero no importa. Estaré

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eternamente para ti, así que podré salvar tu lindo trasero las veces que necesites —Se echó a reír.

—Gracias por eso —admitió con sinceridad, mirándola de reojo.

—Descuida. Igual, ya tienes a alguien especial que te espera en casa —le dijo animada y señaló esa argolla que él llevaba puesta en su dedo—. Amira tiene mucha suerte. Cuídala.

Él jugó con la argolla mientras pensaba en su esposa y sonrió con aprecio.

—Lo haré.

12- Renuncia al trono

Bareliön —Sur de Sororia. Año 1580 del calendario humano.

Según lo planeado, Azdral y Lanthia se separaron del resto antes de dirigirse al palacio. Frente a la sala del trono fueron reconocidos por los guardias, quienes los recibieron en silencio tras intercambiar una mirada y abrir las puertas.

Sus hermanos estaban presentes, como siempre, lo repudiaban con la mirada. Al parecer, ahora era el favorito de su padre, sin embargo, Tallwirn solo le observó con melancolía. Dejó de ser el mismo desde la guerra, ahora con un parche en el ojo y una prótesis de hierro por brazo, se volvió un inservible a los ojos de su padre. Si no hubiese sido por Azdral, no estaría aquí.

—¡Cuánto tiempo sin verlos! —anunció Dörvok fingiendo alegría mientras levantaba una copa de vino—. Había escuchado que volverían, pero no imaginé que fuera tan pronto.

Lanthia sonrió con picardía y asintió, dejando tomar la palabra a Azdral primero.

—Solo vine porque hay algo que tengo que decir.

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Se acercó hacia Dörvok, pasando entre los guardas reales alineados a lado y lado. Al encontrarse a pocos pasos de su padre, se detuvo y lo miró a los ojos, ignorando a sus hermanos allí presentes.

—Sé lo que has hecho, miserable...

El rey frunció el ceño. En ese momento, Azdral arrojó algo al suelo cerca de sus pies, al reconocer aquella medalla se volvió serio.

—No seré más tu maldito títere, se acabó esta farsa. No volveré a pisar este lugar ni pienso bañarme en la sangre de mis hermanos para portar esa maldita corona.

Sus hermanos sonrieron a gusto, salvo Tallwirn, sorprendido por lo que escuchó. La copa de Dörvok estalló y la bebida se evaporó del calor.

—Me temo que no escuché bien, ¿podrías repetir? —dijo, levantándose del trono.

La tensión en el ambiente incrementó. Los guardias alistaron sus armas y Lanthia respiró hondo. Imaginó que esto ocurriría.

—Lo que oíste —Le vio desafiante—. Me largo. ¡Robaste mi felicidad y me metiste en esta vida de mierda! —exclamó agarrándose el pecho—. Pero, ahora, las cosas serán a mi manera.

—Siento no haber dejado las cosas claras antes, ¡pero tu vida me pertenece! —La mirada de Thonathörn se llenó de una ira que jamás había presenciado—. «¡Linaje!».

La magia del gobierno de Dörvok tenía un poder increíble. Azdral, sin poder librarse de aquella misteriosa fuerza, se arrodilló lleno de frustración.

—¡Es inútil, Azdral! Pequeño bastardo engreído. ¡¿Acaso piensas que puedes hacer lo que se te dé la gana?! ¡Tus necios deseos egoístas no son nada! Nuestros ancestros pactaron un contrato directo con Charyah, ¡no hay opción!

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Azdral apretó los dientes y agachó el rostro con impotencia. Lanthia levantó su bastón con rapidez y lanzó un encantamiento de purificación sobre Azdral.

—A la mierda el contrato, la corona y esta puta vida —masculló. Se levantó con furia y sujetó al rey por el cuello—. ¡Nunca te lo perdonaré! ¡¿Oíste?! ¡Pagarás con tu vida!

Las marcas negras del cuello de Azdral se extendieron y el color de sus ojos cambió. Su agarre comenzó a desprender calor. Dörvok sintió cómo su cuello comenzó a arder y se atemorizó. Tallwirn apartó la mirada con desolación y se alejó del lugar, sin embargo, el acto de Azdral encolerizó a los guardias y sus demás hermanos.

—¡Deténganlos! —ordenó Dariel, su hermano más joven.

Azdral, al ver el horror en los ojos de su padre, recordó el pasado que estaba intentando dejar. ¿Sería capaz de romper su promesa con Amira por esto? «¿Valdría la pena vengarse?», dudó.

Varios guardas avanzaron. Con sus escudos en alto rodearon a Azdral, al tiempo que otros usaban látigos encantados que ataron a su cuello y extremidades para paralizarlo. De forma directa, el shock hizo que aflojara su agarre y soltar a Thonathörn.

En medio de la confusión, escuchó el llamado de Lanthia y, luego, todo se oscureció.

***

Comenzó a toser y a escupir agua al despertar. Estaba de cabeza, pero, con un pequeño vistazo, logró reconocer el calabozo del palacio. Resplandecientes inscripciones rúnicas contorneaban las paredes e impedían el uso de Ruwa a los marcados como prisioneros.

—Ya sabes cómo funciona esto, ¿no, Azdral? —dijo Ryldania, con una sonrisa falsa mientras preparaba varias herramientas sobre una mesa—. Es una lástima saber que Lanthia tendrá el mismo destino que tú. Me agradaba —confesó con pesar.

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Antes que Azdral pudiera decir una palabra, fue amordazado. Se sacudió lleno de rabia, intentando despertar a Greynirr.

—Es inútil, no va a funcionar. Y aunque lo hiciera... Apuesto a que no te atreverías a dañar a nadie liberando a la bestia, ¿verdad? Por eso no lo hiciste aun cuando tuviste la oportunidad de matar a nuestro padre.

Azdral se quedó quieto, pasmado por lo que dijo. Pensó en la promesa que le hizo a Amira y también razonó que Lanthia podría morir por su culpa; eso no se lo perdonaría. Su mirada se volvió melancólica y no volvió a resistirse. Aquella reacción fue del agrado de Ryldania.

—¿Sabes? Tú y yo nunca pudimos hacer nada juntos —Dejó salir una corta risa—. Qué irónico. Serás ejecutado, pero padre te quiere entero. Qué lástima, no podré ser demasiado ruda contigo.

Los iris de Ryldania se colorearon de un tono azul luminoso. Hizo jirones la ropa de Azdral y, después, le revisó con detalle el cuerpo.

—Flagrum. Veamos..., recibirás setecientos quince azotes antes del mediodía. Luego, serás escoltado a la plaza, donde nuestro hermano, Huriom, se ocupará del resto.

Ryldania humedeció el flagelo en un barril lleno hasta el tope con una poderosa poción sanadora y, luego, encantó su herramienta: cada cinco golpes esta aumentaría el dolor infligido por este.

13- Acto de rebeldía

Bareliön, sur de Sororia. 6 horas después.

Pasado el mediodía, una multitud se reunió en la gran plaza norte para presenciar el evento tras recibir el llamado de su rey; el ambiente parecía festivo. Guardias reales formaron un perímetro alrededor de la plataforma de ejecución y soldados patrullaban las calles.

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Con la espalda en carne viva, Azdral apenas y pudo llegar a la picota, sus manos eran inmovilizadas por unos grilletes encantados. Incapaz de usar sus poderes, se acercaba impotente a su muerte. Lanthia le siguió igual, llevaba ropas desgastadas. Tenía las mejillas marcadas, un labio partido y los brazos lacerados. Al cruzar miradas, Azdral se sintió culpable por su estado, mientras que ella negó con la cabeza y esbozó una reconfortante sonrisa.

Fueron abucheados y maldecidos por la plebe. La crema innata de los aristócratas hizo acto de presencia desde los palcos, anhelaron que un día así llegara. El mejor lugar lo conservó Dorvök, junto a él estaban Ryldania y Dariel, sin embargo, no había señales de Tallwirn por ningún lado.

Con un gesto, Thonathörn silenció a la multitud y dio la señal a Huriom para que dictara las acusaciones. Este se presentó ante los ciudadanos vistiendo prendas oscuras y finas. Con la frente en alto, recorrió al público con la mirada y dio inicio al discurso.

***

Sinna y Parcoz lograron pasar desapercibidos como esclavos entre la multitud. No podían creer la terrible situación, a pesar de todo, las predicciones de Lanthia no estuvieron muy alejadas de la realidad. Desarmados, se acercaron a la plataforma lo más posible. Solo contaban con una oportunidad, fallar significaría el final para todos.

—Y, a pesar de sus injurias contra la corona, nuestro rey ha decidido darles una muerte rápida —Huriom recibió su mandoble por manos de su hijo menor, Moira. Al desenvainar la espada, el metal rojizo resplandeció bajo el sol—. Pero..., ¡¿merecen tal misericordia?!

Tajó un tronco exhibido sobre un bloque de hierro. ¿Acaso el rey se había ablandado por que Azdral era su hijo? El público estalló, inconforme, tal ejecución los dejaría insatisfechos. Cubriendo su sonrisa con la mano, Thonathörn fingió lamentarse y se puso en pie.

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Los guardas alzaron sus armas y todos guardaron su compostura una vez más.

—Es posible que mi lado fraterno haya nublado mi juicio. Debería disculparme con todos, es cierto: ¡traición! Un acto tan terrible no tiene perdón alguno, pero debí imaginarlo —Tras una leve pausa, prosiguió—: ¡Pensé que mi hijo podría sortear su terrible herencia como mestizo! Sin embargo, ¡clavó sus colmillos en los altos elfos y ahora también piensa mordernos a nosotros! Esta impura bestia no debería continuar existiendo.

Luego señaló a Lanthia:

—Y pensar que una distinguida maga de la corte encontraría su muerte de esta forma —Luego, se dirigió a ambos—: ¡¿Acaso lucharon en la guerra para acabar así?! Qué desgracia.

Al terminar, hizo una señal a Huriom y este chasqueó los dedos al tomar la palabra.

—Tenemos el castigo perfecto para ellos.

Sin perder tiempo, Moira llamó a los esclavos y les advirtió ir con cuidado. Cargaron con precaución dos amplios barriles sellados y los dejaron frente a cada cepo. Mientras que los ciudadanos murmuraban en confusión, los aristócratas mostraron gran excitación.

Huriom envainó su espada y se acercó a Azdral. Abrió con facilidad el barril y sacó una extraña máscara y, tras mirarle a los ojos, se la colocó, mantendría al condenado con la boca abierta sin importar qué. Usó una llave y abrió el seguro de una segunda tapa en el interior del mismo barril. Al terminar, se retiró unos pasos y se dirigió a repetir lo mismo con Lanthia.

—¿Parásitos de hidra? —preguntó ella, con la garganta seca. Huriom respondió con una sonrisa.

Un translúcido y aplanado gusano se asomó del primer barril y se encaminó hacia la boca de Azdral como si conociera su tarea a la

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perfección, sin embargo, algo lo chocó. El parásito se retorció y cayó muerto.

Al principio, hubo confusión, luego estalló el revuelo: la multitud se dispersó con rapidez, ninguno quería estar cerca de quien fuera el culpable. Thonathörn se levantó furioso. Cuando Huriom quiso reaccionar, una piedra golpeó su cabeza tan fuerte que se desmayó antes de enmascarar a Lanthia.

—En tus sueños —dijo ella tras escupir sobre él y devolverle la misma sonrisa.

Cuando descubrieron a Sinna, se escucharon estruendos. Un centauro, cubierto por una armadura de plata, devastó un muro y cabalgó sin temor entre la multitud. Atropelló a civiles y aplastó soldados, arrojó una espada corta hacia Sinna mientras pasaba y, tras saltar encima de los guardias de la plataforma, usó su hacha de guerra y partió el cepo de Azdral, que removió su máscara y le hizo una señal a Orzan. Estaba feliz de verlo allí.

Sinna se cubría con los civiles mientras luchaba contra los soldados, intentando divertir su atención. Parcoz se escabulló hacia la plataforma aprovechando la distracción y allí comenzó a conjurar la invocación de un elemental de llamas. Al escuchar los gritos de Moira, Huriom abrió los ojos y se levantó con rapidez, desenvainando su espada, algo desconcertado. Orzan lo embistió, sacándolo de la plataforma antes de liberar a Lanthia y ayudarla a ponerse sobre su lomo.

—¡¿Qué esperan esos malditos arqueros?! —regañó Thonathörn, advirtiendo a sus hombres.

Azdral estaba agotado. Con las fuerzas que le quedaban, disparó una bola de fuego a la cadena de los grilletes a sus pies y, al liberarse, observó el caos a su alrededor: «Todo esto pudo evitarse», pensó. Tras hallar a su padre, se despidió con frialdad y no volvió a ver en su dirección.

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Cuando los guardas invadieron la plataforma, esta se prendió en llamas. Una humarada pronto nubló la vista y un feroz grito de guerra estremeció a los allí presentes. Orzan pisoteó la plataforma y con esto mandó un mensaje a Parcoz; «Ya los tengo». El Hemican se transformó en un gigante sabueso y se arropó con la energía del elemental, su cuerpo absorbió el fuego y su pelaje se oscureció. Con esto, un fogonazo surgió.

Quienes no alcanzaron a cubrirse resultaron con quemaduras serias. Orzan aprovechó para cargar contra la multitud y dirigirse fuera de ese lugar. Separó a los dispersos guardias con facilidad y, detrás de él, marchó Parcoz, dejando a su paso una gran cortina de humo negro. Orzan extendió la mano a Sinna y esta se montó en su lomo. Avistó la espalda de Azdral y las heridas de Lanthia.

—Demonios, sí que están hechos un desastre —comentó Sinna mientras extendía su mano sobre la espalda de Azdral, quien parecía más grave. Al analizar su estado, tragó saliva conmocionada. Cerró los ojos y respiró hondo—. Espero que esto sirva... —profesó un encantamiento y runas verdes se expandieron como un vendaje alrededor de las heridas, reduciendo el dolor.

Aun en medio de aquellas terribles condiciones, logró hacer lo mismo con Lanthia.

—¡Vamos! —gruñó Parcoz, esquivando varios proyectiles mágicos—. ¡Nos alcanzan los jinetes!

Los guardias estaban cada vez más organizados, creaban barricadas improvisadas. A pesar de todo, continuaron abriéndose paso. Con el apoyo de Parcoz y su pantalla de humo, Orzan embestía y cercenaba. Azdral carbonizaba a cualquiera que entrara a su alcance y las chicas usaron sus habilidades para matar a los soldados de la forma más dolorosa. Combatieron con ferocidad, pero, pronto, se vieron acorralados.

—¡Mi señor! ¿Qué hacemos? —gritó Orzan.

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Azdral revisó los alrededores con estrés, sin importar qué hicieran seguirían siendo superados en número. ¿Qué haría? Él no tenía la energía o la voluntad para convertirse en bestia. Además, ya había lastimado a muchos inocentes. Recordó en ese instante el ruego de Amira al confesar lo que hizo siglos atrás: «Prométeme que nunca más te dejarás llevar por esa cosa. ¡Por favor! Cariño, tú ya no eres un monstruo». Apretó los puños. No podía defraudarle.

De repente, las llamas de Parcoz se salieron de control y atacaron a todos sus enemigos con una precisión impropia de él. Lanthia encontró al responsable y advirtió a Azdral. Tallwirn les llamó agitado:

—¡Por acá! —indicó desde un callejón.

Los guió hacia el acueducto. Allí, Tallwirn se detuvo y les indicó que subieran a una barcaza. Parcoz dejó su forma de sabueso antes de entrar. Cuando el grupo estuvo dentro, Tallwirn usó el pie para empujarlos hacia la corriente y les dio la espalda. Azdral le cuestionó alarmado:

—¿Tallwirn? ¡¿Qué haces?! ¡Ellos ya vienen! —Detrás suyo observaban Orzan y los demás.

—Con esto pago mi deuda —Volteó a verle con una sonrisa orgullosa—. Vive feliz y con la frente en alto, hermano —Desenvainó su espada, para después mirar al frente.

Azdral abrió los ojos como platos y agachó el rostro con resignación. Aceptó con dolor la decisión de Tallwirn. Orzan y Parcoz al entender la situación, empezaron a remar. Al alejarse, lograron escuchar parte del fiero combate, este culminó con una gran explosión que incendió varias casas. Él jadeó con ojos desorbitados. Nunca imaginó que Tallwirn le guardaría una pizca de aprecio. Lanthia abrazó a Azdral por detrás con delicadeza. Al huir de las murallas, se detuvieron en lo alto de una colina distante. Desde ahí, podían apreciar la ciudad entera, humeaba desde varios sectores.

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Azdral inhaló, alzando la barbilla con orgullo. No olvidaría el sacrificio de Tallwirn.

Cumpliría su promesa. Sin importar el costo. Desde hoy, él iba a ser un hombre libre.

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La bendecida de los dioses

Por Daniela María Collante Carreño

Annieth había sido bendecida y protegida por los espíritus del bosque. Criaturas mágicas que tenían como su hogar el bosque de Ballenhout. Ellos mismos la criaron, aunque quizás esa no era la mejor palabra para describir lo que sucedió.

Existían historias que contaban que si un niño era abandonado en lo más profundo del bosque y los espíritus se sentían misericordiosos, estos lo tomarían como suyo y se encargarían de mantenerlo vivo y a salvo de las criaturas que también habitaban su hogar, aunque, ciertamente, las criaturas eran lo suficientemente inteligentes para saber que si se atrevían a cazar a un bendecido de los espíritus estos le darían igualmente caza.

Estos seres eran considerados dioses que se habían quedado habitando la tierra, en vez de subir a los altos cielos y reinar desde allí. También se decía que los espíritus del bosque eran dioses que estaban condenados a quedarse en la tierra y proteger a cualquiera que consideraran digno, como los bendecidos. Estos serían guerreros místicos que poseían tales cualidades que los harían dignos de ser líderes. Annieth era una de ellos. Cuando la dejaron abandonada en medio del oscuro bosque, los espíritus se conmovieron con su gracia natural, así que la acogieron y cuidaron.

Cuando los espíritus del bosque consideraban que sus bendecidos estaban listos, los empujaban al pueblo de Ecleas para que ahí siguieran su camino y hallarán la gloria. Para Annieth, esa edad había sido a los 16 años. Al principio de los tiempos, los bendecidos fueron considerados los primeros guerreros de la alta línea de los dioses, los reyes y reinas que gobernaban desde el mar de Antuvias hasta el valle

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de Antámo. Pero, con el pasar del tiempo, estos guerreros perdieron su valentía, nobleza y gracia, siendo corrompidos por grandes fuerzas del mal. Se decía que esta era la razón por la cual ahora los espíritus se encontraban más renuentes en acoger a los abandonados, dejándolos a su suerte. Annieth sería ahora una de las últimas bendecidas que todavía residía en la misma Ecleas la capital de Kallias.

Pero la magia del reino de Kallias había desaparecido cuando el rey y la reina habían sido asesinados por la mujer que ahora portaba la corona como suya. Desde entonces, los espíritus del bosque se habían convertido en piedra. Annieth nunca se había sentido más huérfana hasta ese momento, no sabía si podía considerar a los espíritus su familia, ya que, aunque había pasado toda su vida entre ellos, los espíritus se habían encargado de hacer que perdiera la mayoría de sus recuerdos con ellos, lo que hacía que, cada vez que tratara de buscar en su memoria la imagen o la forma de estos, le diera un gran dolor de cabeza.

Recordaba cosas, como salir a atrapar luciérnagas del bosque y sentirse totalmente acompañada y protegida, a pesar de estar en un bosque oscuro donde también habitaban otras bestias hambrientas. Aun cuando ya residía en Ecleas, podía encontrar algunos regalos que los espíritus le dejaban: comida, sobre todo, cuando había sido un mal mes y no tenía ni una moneda para comprar una hogaza de pan. La avergonzaba un poco que ellos siguieran cuidando de ella y más cuando se suponía que ella debería estar alcanzando la gloria, pero solo se había envuelto en peleas callejeras y trabajos sucios. Aun así, ellos se encargaban de que no le faltara nada, aunque su última ayuda había sido hace años, antes de que la magia se hubiera ido.

Annieth se encontraba caminando bajo el fulgor que provenía de la gran estrella ardiente que se encontraba ahora en el mayor punto del cielo. Las calles de Ecleas se hallaban llenas de mercaderes, domésticos y gente de la alta clase, que seguramente, se aventuraban a ir al centro de la localidad para conseguir bienes ilícitos. Annieth

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se acomodó la capucha de su capa para protegerse un poco más del ardiente calor que hacía. Pudo advertir el pequeño edificio de madera y piedra donde se hallaban sus pocas pertenencias a una cuadra.

Venía de cobrarle un favor a uno de sus más frecuentes clientes, sin embargo, cuando le habían entregado su pago hacían falta varias monedas de plata, de hecho, hacía falta más de la mitad de lo acordado. Cuando Annieth protestó, el frecuentador le dijo que era un descuento por el reiterado uso de sus servicios. Ella casi le había borrado su sonrisa de un golpe, pero los guardias, que medían el doble de su tamaño, la sacaron de la estancia. Ciertamente, había peleado con ellos, pero, cuando lograron por fin sujetarla, un puño impactó en distintas partes de su cuerpo, devolviéndole lo que ella les había hecho a ellos. Ahora se hallaba un poco coja mientras subía los escalones restantes para llegar a su refugio.

Era una estancia pequeña en un edificio que casi se caía a pedazos. Un solo salón que contaba con una cocineta al lado de la puerta, una cama al frente de esta en la pared del fondo al lado de una ventana, además de una mesilla y un mueble viejo dónde había un par de cacharrería viejas. Lo que dividía la estancia de un rincón apartado con una bañera oxidada era un biombo de madera que había conseguido a cambio de una moneda de bronce.

Exhausta por el día que había tenido, adolorida, pero demasiado cansada para curarse las heridas decidió recostarse, pero algo la detuvo por un segundo. No estaba sola, no, sus años trabajando en lo más bajo de las calles le enseñaron a darse cuenta cuando alguien la seguía. No dejó que su pausa se notara y, simplemente, se dio la vuelta para pasar el pasador oxidado que tenía la puerta. Soltó un pequeño quejido que tenía algo de verdad y sacó uno de los cuchillos que traía amarrado al muslo en su arnés, como si fuera a limpiarlo únicamente.

Saltó hacia la sombra que se encontraba escondida al lado de la ventana en la esquina de la estancia, pero, en vez de impactar contra un cuerpo, se estrelló contra un cristal, una barrera invisible que la

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separaba de quien fuera que estuviera del otro lado. Cuando se separó y miró, se encontró de cara con una anciana cubierta por una manta que hacía de capa. Una bruja.

—Muy pocos logran darse cuenta cuando comparto el mismo espacio que ellos —Una voz antigua y nasal retumbó por toda la habitación

—¿Qué quieres? —dijo Annieth sin cambiar su posición a la defensiva

—He escuchado que eres muy buena para tu corta edad. Requiero de tus servicios de cazarrecompensas

—¿De cuánto es la paga?

—¿No quieres conocer primero que te voy a pedir?

Antes, quizás, hubiera preguntado eso primero, cuando era más joven y sin experiencia, pero los años en ese sucio negocio, le enseñaron a preguntar primero cuánto sería la paga, para medir cuál podría ser el grado del riesgo. Si la cifra no la cautivaba, tampoco le interesaba saber qué era lo que le pedirían que hiciera. También había aprendido que, si sabes cosas que a otras personas no le conviene, te dibujan una diana en la espalda. Lo sabía porque ella misma había vendido a un par de personas a cambio de dinero. Aunque siempre existía la posibilidad de no recibir lo acordado, como, por ejemplo, ese día.

—Cien monedas de oro.

Si no hubiera sido porque todos sus instintos se encontraban alerta por la persona que tenía al frente, Annieth se hubiera desplomado y echado a reír

—No, gracias.

—¿Cien monedas de oro no son suficientes para pagar por tus servicios?

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—Cien monedas de oro me darían para vivir el resto de mi vida, pero. Seguramente. estaría muerta después de hacer lo que sea que me vayas a pedir, o peor, perseguida por quién sabe qué clase de personas. Así que no, gracias, fue un gusto conocerte bruja. Si me permites, tengo asuntos que resolver.

Annieth sabía que era osado darle la espalda a ese ser que seguía observándola detenidamente, pero, aunque dentro de ella su curiosidad se estaba removiendo por saber qué sería lo que la bruja necesitaba como para ofrecer cien monedas de oro, además de cómo era que tenía esa cantidad. Sabía que el precio no sería equivalente al costo de lo que tendría que hacer, así que le dio la espalda y se dirigió a su cocineta por un vaso de agua. Cuando empezó a buscar si tenía algo de comer dentro de los armarios vacíos que estaban en la pared e ignorando la presencia que se hallaba a su espalda renuente a irse, la bruja volvió a hablar:

—Creía que los bendecidos buscaban los desafíos que les traerían gloria a ellos y a sus maestros

Seguramente, la bruja no vio venir el cuchillo que Annieth le lanzó. No hasta que este chocó con la barrera invisible que seguía alzada frente a ella. Era una lástima.

—Los benditos ya no existen, al igual que los espíritus del bosque se convirtieron en piedra, luz y grava cuando la magia se marchó —Fue todo lo que respondió sobre su hombro.

—Bueno, qué fortuna para ti que lo que te quiero pedir que hagas es para traer a la magia de regreso y qué fortuna para mí que todavía quede una bendita sobre esta tierra maldita.

Lentamente, Annieth se dio la vuelta para observar a la bruja: su piel estaba arrugada, su nariz un poco desviada y sus ojos parecían un pozo sin fondo, tan oscuros como la noche, pero sin el brillo de las estrellas, no había nada ahí adentro, sus dientes eran torcidos y amarillentos, su cuerpo tan delgado que si no estuviera esa barrera invisible estaba segura de que solo con tomarla de la muñeca se la

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quebraría, sin embargo, esa bruja acababa de hablar sobre recuperar la magia. Seguramente, habría un riesgo muy alto que pagar, no solo lo sabía por lo que se le ofreció a cambio de sus servicios, sino porque nadie sabía qué exactamente había pasado con la magia.

—¿Y cómo se supone que traeré a la magia de regreso?

—Trayendo al príncipe de regreso claro —dijo de manera condescendiente. Annieth resopló antes de contestar

—Ya veo... El príncipe está muerto, la que posee el trono ahora lo asesinó junto con sus padres.

—Nunca encontraron su cadáver, el del rey y la reina sí, tomados de la mano, protegiendo lo poco que quedaba por salvar, pero nunca encontraron al príncipe.

—¿Y qué con eso? —La bruja enarcó una ceja como devolviéndole la pregunta —. Tú crees que está vivo.

—Yo sé que el príncipe está vivo. Cuando el príncipe desapareció, la magia se fue con él, negándose a servir a cualquiera que no tuviera sangre real, la sangre de los mismos dioses. Debes buscarlo y, cuando el príncipe vuelva y reclame su trono, los valles despertaran con él.

—¿Si el príncipe está vivo, por qué no ha hecho nada por su pueblo? ¿Por qué no ha recuperado su trono?

—Se dice que el príncipe ya no es el mismo, ya no recuerda quién fue alguna vez, sumergido en su desesperación, se ha convertido en alguien más. O en algo más, se dice que deambula en lo profundo del bosque, tratando de volver a ser el hombre que alguna vez fue. Solo alguien, con un corazón puro y con la valentía suficiente, podrá traerlo de vuelta, alguien que ha sido bendecida y protegida por los mismos dioses.

Ahí estaba aquello que le había pesado toda su vida. Annieth tomó asiento frente a la bruja en una pequeña silla que crujió al soportar su peso, guardó silencio durante un minuto mientras meditaba toda la información que la bruja le había arrojado. Ciertamente, sería algo

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difícil, empezando con encontrar al príncipe ahora convertido en bestia que estaría quién sabe en qué parte del bosque de Ballenhout, a donde nadie se acercaba por las diferentes historias sobre criaturas que habitan allí adentro. Esa era una de las razones por las que los espíritus del bosque reclamaban a los abandonados.

Lo otro era que, después de encontrar al príncipe, ¿qué haría? Era demasiado arriesgado, pero traer la magia de regreso... traer al príncipe de regreso... tal vez, ese sería el pago a sus dioses, a los espíritus del bosque, por cuidarla, una forma de devolverles algo por decepcionarlos continuamente en estos años y, después, con las 100 monedas de oro, se compraría una nueva vida, se iría de ese lugar y empezaría de cero. Annieth se encontró con los ojos vacíos que la escudriñaban como si pudiera leer cada uno de sus pensamientos, un escalofrío le recorrió la espalda. Annieth se apartó un poco y dijo mientras enarcaba una ceja:

—¿Y tú qué ganas con que la magia vuelva?

—No sabía que acostumbradas a interrogar a tus clientes.

—Simple curiosidad —dijo Annieth mientras levantaba los hombros para restarle importancia a su pregunta.

—Que la magia vuelva, claro.

Las respuestas condescendientes estaban empezando a enfadar a Annieth. Como si fuera una respuesta a su ceño fruncido, la barrera soltó un leve brillo, como si reflejara la luz de la gran estrella ardiente.

—Pensé que las brujas no necesitaban de magia para hacer sus trucos

—Oh, no, no. La magia es la que mueve al mundo, siempre se necesitará, hasta para hacer estos trucos de los que hablas... —dijo señalando la barrera que seguía brillando, pero con menos intensidad, solo un eco de un reflejo —... se necesita.

Annieth prosiguió a soltar un leve «Mmm» en forma de asentimiento. Realmente, algo le decía que ese no era el único interés

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de la bruja, pero que sería todo lo que le diría sobre sus intereses. La bruja prosiguió:

—Cuando encuentres al príncipe, solo deberás ponerle esto en el cuello —A través de una pequeña ventana que se había abierto en la barrera le dio una cadena plateada, que terminaba en una piedra plana de color rojo apagado, lisa y suave al tacto, bordeada por un marco de plata, no era más grande que un medallón —. Este collar le recordará al príncipe quién es y romperá el hechizo que lo contiene.

Annieth alzó sus cejas hacia la bruja, mientras examinaba el collar que ahora tenía en su posesión. Podría haber jurado que, en cuanto lo tocó, una pequeña vibración, proveniente del collar, pulsó contra su mano. Guardó el objeto en uno de sus bolsillos y le preguntó a la bruja:

—¿Solo le pongo el collar y ya está?

—Sí, llámame cinco veces y yo te encontraré donde sea que estés. ¿Aceptarás mi oferta?

Annieth rozó con sus dedos el collar que guardaba en su bolsillo, todo lo que representaba, el peligro, el sacrificio, pero también la ganancia. No titubeó cuando le dijo que sí a la bruja.

Había caminado casi durante tres días y Annieth no había logrado dormir siquiera cinco minutos. Caminar por el bosque la mantenía constantemente en alerta. Para pasar las noches, se trepaba en lo más alto de los árboles, huyendo de las criaturas que rondaban en el suelo buscando una presa de la cual alimentarse. Las había escuchado, así como había escuchado a sus víctimas, en parte, eso era algo que no la dejaba conciliar el sueño, además del constante temor de relajarse demasiado y caerse de su escondite. Aunque esa misma vigilia que la estaba haciendo sobrevivir le estaba empezando a pesar, Annieth estaba segura de que ahora una sombra morada se encontraba debajo de sus ojos y que sus hombros también estaban un poco caídos.

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En ese momento, en plena noche y con la luz de las estrellas iluminando un poco el bosque se encontraba sentada en la rama de un árbol, recostada en el tronco de este, la rama era lo suficientemente grande para que se sintiera por lo menos cómoda. Constantemente, Annieth repetía en su cabeza la conversación que había tenido con la bruja. El nombre de la bruja era algo que no se atrevía siquiera a repetir en su cabeza. No había ensayado pronunciarlo, sentía que era algo casi prohibido, así que ese pedazo de información lo guardaba en una parte muy profunda de su cerebro hasta que lo necesitara.

Después de aceptar el trato, la bruja se había escabullido en la oscuridad, desapareciendo, dejando a Annieth sola para empacar lo poco que se llevaría en su excursión hacia el bosque. Parte del adelanto que la bruja le dio por sus servicios lo había gastado en comida para el viaje. Eso había sido hace cuatro noches. No tenía ningún rastro del príncipe al cual estaba buscando. Annieth levantó su rostro y vio las estrellas que siempre la habían guiado, no había ninguna pista ahí tampoco.

Un pequeño golpeteo se escuchó dos ramas más a su derecha. Volteó a ver mientras su mano se dirigía al pequeño cuchillo de caza que colgaba de su cinturón. Un pájaro negro con la cabeza roja y el pecho blanco, la observaba cuidadosamente. Lo había visto, siguiéndola desde el segundo día. Siempre guardaba las distancias. A veces se elevaba tanto en el cielo que se volvía un pequeño punto entre las hojas de los árboles. No le molestaba su compañía, aunque le causaba algo de curiosidad que se mantuviera con ella. Solo detestaba cuando empezaba a cantar una melodía que hacía que le doliera la cabeza.

Ese mismo día, le había ordenado casi en un gruñido que se callara, Annieth ni siquiera entendía cómo era posible que pudiera cantar, ciertamente, podía trinar, pero cantaba la misma melodía una y otra vez. La noche se fue y el día llegó y Annieth repitió la misma rutina que había desarrollado después de la primera noche: descendía un

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poco del árbol en donde hubiera pasado la noche, para vigilar que todo en el suelo estuviera bien y no hubiera ninguna criatura. Luego, empezaba a rastrear o, más bien, a caminar internándose más en el Ballenhout.

Su fiel compañero, que se había ganado el nombre de Pájaro, la seguía desde las ramas de arriba de su cabeza. Caminaba por horas, atenta a las huellas que se podía encontrar, descartándolas si identificaba que se trataban de alguna criatura distinta a la que buscaba, la cosa era que no sabía con exactitud qué buscar. ¿El príncipe se había convertido en una bestia común de estos bosques? Si era así, será casi imposible encontrarlo.

Annieth iba meditando la idea en su cabeza, mientras seguía su camino. A unos metros al frente en la dirección en que venía caminando pudo observar una planicie en medio del bosque, también se podía escuchar el murmullo de un río. Bien, inspeccionaría la zona y se acercaría a llenar su odre que se había terminado de vaciar el día anterior. Antes de llegar se escondió entre unos arbustos para observar un poco. Todo parecía normal, el ruido de algunos pájaros, el correr del agua. Annieth aprendió, en sus días en el bosque, que a las bestias no les gustaba mucho la luz del día y, menos, la de la mañana, después de cazar durante toda la noche, dormían parte del día, era en la tarde cuando empezaban su caza.

Se aproximó al pequeño río que cruzaba la planicie. Al otro lado, se podía ver una extensión de árboles y, un poco más allá, a unos cuantos kilómetros, una gran montaña de tierra gris se alzaba, seguramente detrás de ella se encontraba el valle de Antamo. Annieth se agachó y, de su alforja, sacó el odre. El pájaro que medía casi lo mismo que su antebrazo se posó al otro lado del río y bebió un poco de este.

Al ver su reflejo, Annieth leyó el temor que se hallaba en sus ojos. El recurrente pensamiento que se obligaba a evadir, que esta fuera una misión fallida, pudo ver cómo el color llegó a sus mejillas y cómo

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sus ojos se empezaron a delinear con una línea plateada. Un pequeño trinado hizo que viera a su acompañante.

—¿Qué me dices amigo? ¿Crees que esa bruja me haya engañado?

Pájaro solo tronó su pico una vez a modo de respuesta

—Sí... no tendría sentido. Quizás solo se equivocó.

Miró el agua que fluía lentamente por el cauce. Quizás no había forma de revertir lo que ya estaba hecho. La bruja se había equivocado. Ella había recorrido ese bosque durante tres días, yendo a lo más profundo y lo único que logró fue evitar que los monstruos se la comieran.

El pájaro empezó a cantar esa odiosa melodía que la estaba volviendo loca. Todavía no recordaba dónde la había escuchado, pero algo en el fondo le decía que la conocía, y una voz un poco más allá le pedía que la escuchará con más atención, pero por más que el pájaro la cantaba todo el tiempo desde que se le sumó, no lograba recordar nada. La detestaba, aunque, la primera vez que la escuchó, se sintió complacida. Annieth frunció el ceño y le dijo, entre dientes, a Pájaro mientras terminaba de llenar su odre:

—Ya basta de esa estúpida canción.

Se frotó la sien por el terrible dolor de cabeza que le estaba empezando a dar. Tres días y al final sería un fracaso, como siempre lo había sido. Guardó el odre en la alforja y, al cerrarla, se percató de que el pájaro ya no cantaba, incluso parecía que todo el bosque se hubiera detenido. Levantó la mirada a donde Pájaro había estado un segundo atrás. No había nada.

Annieth se paró y observó a su alrededor: el bosque estaba quieto, silencioso. No creía que hubiera herido los sentimientos del pájaro al decirle que no cantara más. Alzó su mirada al cielo, que seguía completamente despejado, no había ni un vistazo de ese rojo con negro.

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Lo sintió un segundo después, cuando ya había caído al suelo. La bestia, que la veía con ojos atentos después de derribarla, era del tamaño de un oso, con unas garras largas y afiladas que podrían desgarrar cualquier cosa a su paso. Sus patas traseras en las que recargaba casi todo su peso, eran grandes y fuertes. Su boca era un conjunto de filosos dientes y sus ojos no tenían iris o si lo tenían, había sido devorada por su pupila negra del mismo color que su pelaje.

Evaluó rápidamente cada una de sus opciones. Seguramente, ese monstruo sería rápido gracias a sus extremidades, correría en cuatro patas, eso era seguro. Y era mucho más grande que ella, por más ágil que fuera, ese animal tenía la fuerza bruta de su lado. A juzgar por la gran cantidad de saliva espesa que chorreaba de su boca, podía decir que estaba ansioso por tajarla a la mitad y probarla, pero solo la observaba evaluándola, saboreando su olor. También quería jugar, no sería una muerte rápida por más que la ansiara, se divertiría primero con ella.

Bien, trataría de darle toda la diversión posible. Dejó que olfateara todo su miedo, que se deleitara con él, incluso dejó caer un par de lágrimas. Habría jurado que la bestia sonrió al verla, pero no le importaba porque, mientras estaba distraído con eso ella, le lanzó dos cuchillos. Uno, que iba dirigido a su corazón, lo esquivo fácilmente con sus garras, pero ella ya sabía que lo haría. Lo que esperaba era que no se fijara en el segundo cuchillo que iba dirigido a su ojo izquierdo y que dio en el blanco.

La bestia se paró en dos patas y rugió tan fuerte, que las pocas aves que seguían cerca salieron volando. Nunca había escuchado algo así, pero Annieth no se detuvo y salió corriendo, dejando sus cosas atrás, solo contando con sus cuchillos sujetos a su arnés de cuero y la espada que seguía enfundada en su espalda.

No era más rápida, pero con un poco de ventaja quizás tendría oportunidad. Corrió como nunca en su vida. No se detuvo a mirar hacia atrás, siguió corriendo lo mejor que pudo por las zonas más

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cerradas de los árboles, ramas y piedras, eso lo retrasaría un poco más. Sus pulmones empezaron a arderle y su corazón latía desenfrenado. Tendría que pensar en un plan, no podía seguir corriendo por más tiempo.

Mientras se planteaba cuál sería su siguiente movimiento, vio, a lo lejos, un campo abierto. Había algo más que no lograba distinguir, era como si el bosque se acabara de un momento a otro. Una zona completamente iluminada por la luz de la gran estrella ardiente. Ahí, ahí, se detendría y atacaría, no le daría tiempo al monstruo para reaccionar.

Como si fuera una muestra de asentimiento de parte de los dioses, su manga se atascó en una rama, robándole el equilibrio haciéndola caer. Antes de sentir el impacto contra el suelo, sacó su espada y giró, evitando caer de bruces. El dolor en su espalda fue casi mortal al recibir todo el impacto, apretó sus dientes en respuesta. El suelo era increíblemente duro, seguramente se había golpeado directamente con una piedra. La bestia se plantó a poco menos de un metro, cobijado todavía por los árboles que ya no la cubrían a ella. Casi pudo sentir el aliento proveniente de esas fauces que se abrían ante ella.

Sostuvo con más fuerza su espada. El golpe en su espalda enviaba latigazos de dolor por todo su cuerpo. La bestia dio un paso y retrocedió. Ella no sé atrevió a bajar su espada mientras observaba como esa criatura la miraba con el único ojo que ahora le quedaba. Como si se diera por vencido, la bestia se giró y le dedicó un último vistazo por encima de su lomo. En menos de un parpadeo se había convertido en un borrón que corría por el bosque.

Annieth se levantó del suelo y, al hacerlo, se percató de que estaba parada encima de piso, piso de mármol blanco con betas grises, justo había caído dónde comenzaba, donde algunas baldosas estaban rotas y agrietadas. Se volteó y encontró ruinas.

Había columnas destruidas, la más alta no superaba los cuatro metros, pedazos de cristales de colores rotos que crujieron cuando

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pasó encima de ellos. Al fondo de la estructura en ruinas, había una pared de piedra blanca o, por lo menos, lo que quedaba de ella y, a la altura de sus ojos, finalizaba un vitral que estaba prácticamente intacto, a excepción del polvo que había acumulado. Se acercó y se sorprendió al ver las figuras que encontró. Imágenes de los antiguos dioses, rodeados de su pueblo, de la gente de Ecleas, la gente de Kallias. En otra imagen, los dioses estaban observando a su pueblo desde el cielo y las personas abajo reían, bailaban y... ¿brillaban? Unas luces blancas se encontraban junto a algunas personas.

Debía haber sido un templo, un templo antiguo que albergaba las historias, pero ¿qué hacía un templo en medio del bosque? ¿Y por qué esa criatura no la había asesinado? Annieth retrocedió un paso. Esta vez sí pudo sentir su presencia antes, miró a la criatura que se hallaba a sus espaldas. Un lobo gris del tamaño de un caballo la observaba con el hocico arrugado por el gruñido que salía de él. Sus ojos se encontraron y...

En esos ojos salvajes amarillentos había algo de humanidad. El príncipe.

No le dio tiempo de pensar antes de recibir el primer ataque. El lobo se lanzó hacia ella sin ningún cuidado. Annieth esquivó ese primer ataque y golpeó al lobo en el costado con el puño de su espada mientras repetía el nombre que había guardado por todos esos días: «Enara».

El lobo ni siquiera se quejó por el golpe y volvió a atacar, esta vez robándole el equilibrio, haciéndola caer al piso del mármol. Annieth le dio una patada en el hocico haciendo que chillara del dolor. «Enara».

La criatura con la que peleaba solo retrocedió un paso sacudiéndose la cabeza y arremetió contra ella nuevamente, pero antes de que pudiera siquiera acercarse, un pequeño manchón negro cayó del cielo, directo al lomo del lobo. Pájaro clavó sus garras puntiagudas en la carne y soltó lo que podía haber sido un grito de

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batalla. Annieth se levantó del suelo gracias al tiempo que Pájaro le había conseguido mientras el lobo trataba de quitárselo de encima. «Enara». El nombre casi era súplica en su cabeza.

Sacó el collar de piedra roja de su bolsillo y este otra vez le envió una vibración por todo el cuerpo. El lobo ya se encontraba observándola mientras le gruñía. Unas pequeñas gotas de sangre le manchaban el pelaje y no había una pista de dónde se encontraba ahora Pájaro. «Enara». Annieth avanzó esta vez empuñando su cuchillo de caza en una mano y sosteniendo el collar en la otra. Su intención no era lastimarlo, pero debía acercarse lo suficiente para ponerle el collar, así que lo hizo, mientras le daba pequeñas cortadas al lobo que solo en respuesta atacaba más ferozmente. Era imposible, era más pequeña que él, no alcanzaba siquiera a estar a la altura de su coronilla.

Una idea cruzó por su mente, una idea loca y arriesgada, pero no tenía más opción. Retrocedió un poco y apretó más la empuñadura de su cuchillo haciendo que sus nudillos se volvieran blancos, dio un paso al frente, dirigiendo su ataque hacia arriba, a la cabeza del lobo gris, este, en respuesta, esquivó la maniobra y atacó sus pies, pero Annieth ya se lo esperaba, así que saltó hacia un lado.

Se dio cuenta de que no fue lo suficientemente rápida cuando un dolor cegador le recorrió toda la pierna mientras sentía como esos colmillos que median la mitad de su pulgar se cerraban. Soltó un grito de agonía mientras caía. Sintió como esos dientes se desencajaban y se cernían sobre ella, hacia su cara. Annieth levantó los brazos, no para cubrirse, sino hacia la cabeza del animal que iba directo hacia ella y con su último aliento pronunció el nombre. «Enara».

El tiempo pareció ralentizarse mientras ella esperaba el golpe mortal. Sus ojos dolían de lo fuerte que los cerraba, pero todo permaneció en calma. No sintió la perforación de los dientes en su piel. Una luz que a través de sus párpados la alumbraba, hizo que Annieth abriera los ojos. Los entrecerró por el brillo blanco que casi

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la cegaba y cuando esa luz se empezó a apagar una figura masculina salió de ella.

Nunca había visto a un hombre tan atractivo, con un cabello negro como el ónix que terminaba en unos rizos suaves que casi le caían en sus ojos. El hombre no se fijó en ella, mientras veía con detenimiento su cuerpo humano, moviendo los dedos de sus manos cuidadosamente. Ella también recorrió su cuerpo con la mirada, quizás si se paraba a su lado le llegaría al hombro. A pesar de que había pasado mucho tiempo convertido en bestia, conservaba sus músculos fuertes que se asomaban por debajo de una ropa oscura que casi se caía a pedazos. Unos ojos grises del mismo color del pelaje del animal que hacía unos segundos eran, con un borde negro que delineaba su iris la miro fijamente reconociendo su presencia.

—¿Quién? —su voz salió extremadamente ronca por la falta de uso. Se aclaró la garganta y prosiguió —. ¿Quién eres?

—M-me llamo Annieth. Me enviaron a buscarte, Prí-príncipe.

Detestaba tartamudear. Revelar la sorpresa que la abarcaba, pero que él la recorriera completamente con la mirada la hizo fijarse exactamente de cómo estaba su aspecto físico. Habían pasado días desde su último baño, su ropa ahora estaba sucia y ensangrentada por la pelea, también sabía perfectamente que se había cortado la mejilla al caer y no ser lo suficientemente rápida para protegerse del impacto. Cuando terminó de reparar en ella, preguntó:

—¿Quién exactamente te envió a buscarme? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Y qué es esto que me pusiste en el cuello? —dijo levantando el collar que se encontraba reposando en su pecho. La piedra roja brillaba sutilmente bajo la luz de la gran estrella ardiente.

—La piedra fue la que te ayudó a recordar quien eras, sin ella seguirías siendo un animal salvaje y en cuanto a quien me envió, no estoy muy segura, creo que fue alguien que sirvió a tu familia.

—¿Sirvió? Mis padres... ¿Qué pasó con ellos?

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Al parecer, convertirse en un animal, también lo había limitado a enterarse de los horrores que ahora azotaban a su pueblo. Se preguntó dónde estaría la bruja exactamente en esos momentos, ella la había llamado tal como le explicó. Annieth miró al cielo para ver si podría encontrar algún vestigio de la bruja, pero nada apareció. El príncipe se aclaró la garganta para recordarle de su presencia y de la pregunta que no había respondido.

—Yo... ha pasado mucho tiempo príncipe, mucho tiempo desde que el reinado de la línea de los dioses cayó, el reinado de tus padres. Te hechizaron, te convirtieron en una bestia y cuando esto pasó, la magia se esfumó

—¿Cuánto tiempo?

Annieth pudo percibir que esos ojos grises se hallaban meditabundos sobre la información que ella le estaba ofreciendo, pero, en esa calma fría, también pudo ver un destello de pánico por lo que esa misma información significaba, no solo para él sino para todo el mundo.

—Cinco años —El príncipe bufó en respuesta y se llevó las manos a la cabeza para pasar sus dedos en su cabello sedoso.

Ella se quedó en silencio dejando que él procesara el impacto de lo que le había dicho. Se dio cuenta de que en todo este tiempo había permanecido en el suelo, así que se levantó, su pierna dolió en protesta por el movimiento, pero, a pesar del dolor que sentía, Annieth permaneció de pie y se sacudió la tierra de la ropa.

—¿Hablaste de un hechizo?

—El hechizo que te convirtió en esa bestia —El príncipe entrecerró los ojos mostrando su confusión

—Nadie me convirtió en nada. Yo usé mi piel animal para huir, pero no sé qué fue lo que pasó...

—¿De qué estás hablando? —le interrumpió Annieth.

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Sabía que se estaba dirigiendo de una manera bastante descarada tratándose del último descendiente de la línea de los dioses, pero no comprendía qué era lo que él estaba diciendo. El prosiguió a explicarse:

—Cuando nos atacaron mis padres me ordenaron huir, así que lo hice, pero cuando traté de volver a mi forma humana no pude. Pensé que era porque estaba agotado, pero, después de días, el resultado seguía siendo el mismo.

No tenía sentido, si él había escogido esa forma que había pasado entonces, porque no había podido volver a su pie humana, algo no encajaba en todo esto, y ¿esa maldita bruja dónde estaba? Quería reclamar su parte del trato e irse, dejar ese lugar, largarse, darse un baño y gastar su dinero en ropa limpia y algo de comer. Estaba exhausta.

—¿Si tú escogiste esa forma, por qué, cuando te encontré, me atacaste?

—Porque ya no recordaba quién era —Por lo menos, había algo de razón en todo eso, el collar sí le había recordado quién era —. Por una razón, es peligroso permanecer mucho tiempo en tu piel animal, porque al final el animal que hay dentro de cada uno de nosotros se empieza a volver más fuerte y termina apoderándose del control.

Guardaron silencio durante un momento, Annieth se detuvo a mirar a sus alrededores, todo estaba demasiado callado. Se suponía que, cuando liberara al príncipe del hechizo, la magia volvería, pero todo parecía igual que siempre, incluso, parecía que, desde que el animal se había transformado en hombre, los pocos seres que estaban a su alrededor se habían alejado, como si supieran que, si permanecían ahí, no iban a vivir por mucho más tiempo. Ella también empezaba a tener esa sensación. Algo en todo eso no le gustaba y sus instintos le gritaban que se fuera de ahí.

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Lo estaba considerando cuando se percató de que el príncipe se había acercado un poco más a ella. Ahora, con una distancia de un metro que los separaba, sí era tan alto como lo suponía. La volvió a recorrer con la mirada, como si analizara qué tan amenazante era.

—No respondiste a mi pregunta: ¿Quién te envió?

—Ya te dije que no-lo-sé

Se giró completamente hacia él y se puso en posición para esquivar cualquier golpe. Si él estaba empezando a desconfiar de ella, perfecto, ella tampoco confiaba en él. Algo no encajaba en lo que le había dicho y sí representaba una amenaza. Había logrado ponerle el collar a pesar de que él tenía más fuerza y era mucho más alto que ella en su piel animal, sin contar el hecho de que había sido completamente salvaje. Al parecer, él también evaluó todo eso porque retrocedió un paso y le mostró las palmas de la mano en señal de que no haría nada. Aun así, ella no bajó la guardia.

—No voy a hacerte daño, es solo que tengo la sensación de que hay algo más en todo esto. He pasado casi cinco años dormido con solo un vestigio de conciencia en una mente que no era mía. Lamento si te lastimé, pero debes confiar en mí y decirme exactamente qué es lo que sabes.

—Ya te dije qué es lo que sé: una bruja me contrató para buscarte y me dijo que, cuando te pusiera ese collar —señaló con el dedo índice al collar que seguía brillando muy tenuemente —, te liberaría del hechizo y la magia volvería

—Bueno, pues, una de esas dos cosas es cierta, me liberó. Pero la magia sigue sin volver. No la siento conmigo.

Se observaron por lo que pudo haber sido un minuto. No sabía qué cruzaba exactamente por la mente del príncipe. Pero una voz que era apenas un susurro le decía a Annieth que corriera. Y esa misma voz se alejó cuando otra se escuchó retumbar, una voz antigua, pero viva.

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—Y, ciertamente, no va a volver, príncipe. No cuando te asesine.

Ambos giraron hacia el lugar de donde provenía aquella voz. Cubierta por las sombras de las destruidas columnas de mármol, apareció una mujer. Su cabello lacio hasta su cintura era del mismo negro de sus ojos, que hacía que resaltara más el pálido de su piel, sus labios que ahora enseñaban una sonrisa maliciosa se abrieron para dejar a la vista unos dientes blancos y perfectos. Observó a Annieth con total complacencia y luego al príncipe. Una sombra cruzó por sus ojos por un instante para después desvanecerse.

—Qué placer verte de nuevo, príncipe —Una serie de pensamientos cruzó por la mente de Annieth, casi amenazando con doblarle las rodillas. Esa mujer perfecta y altiva no solamente era la actual reina de Kallias, sino que era la bruja que la había contratado sus servicios. La bruja fijó su atención en ella —Mmm. Creo que ya vas comprendiendo, bendecida.

Sabía que la última palabra la había pronunciado más como un insulto que como un reconocimiento. El príncipe le dirigió una mirada interrogante a Annieth. Al parecer, él seguía sin comprender qué estaba pasando. Todo era un engaño. La reina, o la bruja, que, tal vez, ni siquiera era una, volvió a hablar, dirigiéndose al príncipe.

—Veo que no me recuerdas. Pero déjame presentarme: soy Enara, reina de Kallias, conquistadora del reino que alguna vez fue tuyo —Annieth pudo sentir cómo la respiración del príncipe se detenía, sus ojos se encontraban muy abiertos al escuchar aquellas palabras. La bruja señaló a Annieth —. Yo la contraté para que te buscara y me llamara una vez abandonaras tu piel de animal.

—¿Por qué? —Fue lo único que logró preguntar Annieth.

—Ya lo dije, para asesinar al príncipe —Una sonrisa casi felina se extendió en su rostro —. Hace unos años no pude terminar lo que empecé y eso me ha traído grandes consecuencias. Cuando acabe contigo, principito, la magia por fin se esfumará de este reino.

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—Pensé que querías recuperar la magia —dijo Annieth mientras observaba a la bruja con cuidado.

Un collar idéntico al que ella le había puesto al príncipe estaba en el pecho de la bruja. Annieth miró hacia donde se encontraba el príncipe, el color de su rostro se había drenado por completo. La miró y Annieth comprendió esa mirada llena de significado. Apartó sus ojos de ella y los dirigió hacia la bruja nuevamente.

—Claro que no, lo que quiero es desterrarla. Acabarla. Cuando creces en un mundo donde todos te pisan por no tener habilidades extraordinarias y donde te dicen que algo está mal contigo, empiezas a creerlo. Hasta que te das cuenta de que los que están mal son los demás y que tú no tienes la culpa.

—Así que tu solución es acabar con la magia —La bruja le devolvió una sonrisa cargada de motivo a Annieth —. No... tu solución es quedarte con la magia, para ti.

—Chica lista. Exactamente, eso fue lo que traté de hacer hace años, cuando conquisté Kallias. Pero el querido rey y la reina se dieron cuenta de lo que pretendía. Seguían peleando aun cuando ya habíamos entrado a su preciado castillo —Annieth dejó que la bruja hablara, que contara su historia. Mientras su dedo se deslizaba suavemente por su cinturón, un pequeño movimiento que nadie notaría —. Entendí qué era lo que realmente estaban haciendo. Estaban dejando que su magia se consumiera. Solo pude extraer lo suficiente de esos incompetentes para realizar el hechizo que desterraría a la magia de estos valles y guardar un poco para crear y conservar en estos hermosos collares —Su mano cubría la piedra roja, atesorándola —Una pequeña reserva por si en algún futuro la necesitara. Y tenía razón.

El príncipe, que tenía toda su atención concentrada en la bruja, dijo:

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—¿Por qué buscarme, entonces? Ya habías conseguido la corona, la magia. Yo ni siquiera era yo mismo. Atrapado en el cuerpo de un animal.

—Porque mientras cualquiera que tenga sangre real siga respirando, mi reinado no prosperará. Siempre se verá amenazado por la magia que vive en su sangre, pensé que la había desterrado, pero creo que solo la silencié, una bestia dormida, pero que seguía estando presente. La sentía cada vez que un viento soplaba, moviendo las hojas de los árboles, susurrando el nombre del príncipe perdido. Un recordatorio de mi error. Pero cuando te robe toda tu magia y acabe contigo, no solo seré la persona más poderosa de este reino, sino que podré acabar de una vez por todas con esa molestia —La bruja les dedicó una mirada a ambos —. ¿Es algo gracioso, no? Cómo odias una cosa, pero también te quieres apoderar de ella.

Annieth no le dio más tiempo a la bruja para que siguiera hablando y lanzó hacia ella uno de los pequeños cuchillos que cargaba en su arnés. Con movimiento de su mano, la bruja lo descartó, el cuchillo cayó al piso de mármol, haciendo un sonido hueco. El príncipe, que tomó eso como señal, se lanzó hacia la bruja, no en su piel de animal, sino en la de hombre.

En su mirada había podido leer todas las palabras que no podía pronunciar. Una distracción era lo que el príncipe quería. Ella corrió a pesar del dolor que se extendía por toda su pierna amenazándola con hacerla caer, hacia el lugar en el templo destruido donde había abandonado su espada momentos antes de la confrontación con el lobo.

A sus espaldas, Annieth podía escuchar la pelea que la bruja y el príncipe estaban teniendo. Una pelea que se reducía a golpes y rasguños, ya que estaba segura de que la bruja no iba a confrontar al príncipe con la poca magia que guardaba, al menos, no hasta que fuera momento de dar su golpe final. Annieth levantó su espada del piso, por su pantalón se podía observar una mancha de sangre que corría por toda su pierna.

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El príncipe soltó un grito de dolor cuando la bruja utilizó el mismo cuchillo que Annieth le había lanzado para hacer una cortada profunda en su costado. Con un poco de su magia, obligó al príncipe a arrodillarse. «Magia», pensó Annieth. La magia que la bruja guardaba en ese collar. Avanzó hacia la bruja que se percató de su presencia.

—¿Qué vas a hacer con esa espada, bendecida? ¿No ves que ya no te queda nada? ¿Sabes por qué te busqué a ti? No fue solo por lo apta que eras para el trabajo, sino porque sabía que aceptarías complacida si existía alguna esperanza de traer de vuelta a los espíritus de los bosques —Annieth podía sentir cómo su sangre hervía de furia, la bruja la había manipulado, sabia con que moverla y lo había utilizado para convencerla. El rugido de su ira era un sonido constante en su cabeza que casi no la dejaba pensar. El príncipe que seguía de rodillas luchando por pararse gruñía en protesta. La bruja continúo —: Ya no tienes nada por lo cual luchar, pero si te unes a mí, todo podría ser diferente, crearemos un mundo nuevo, sin dioses a los cuales rezar. Tú serás dueña de tu propio destino, no tendrás que sentir el peso de una obligación.

Agarró con fuerza su espada.

—Te equivocas —le dijo a la bruja —. Todavía tengo mucho por lo cual luchar.

Annieth blandió su espada con fiereza. Podría haber jurado que su espada brillaba en sus manos mientras obligaba a la bruja a retroceder. Por los dioses. Por los espíritus del bosque. Por ella. Porque era una bendecida. Y cuando estuvo lo suficientemente cerca, con un movimiento de su espada cortó la cadena del collar. Una ola de poder fue liberada y Annieth la sintió vibrar por todo su cuerpo. La bruja soltó un gruñido al darse cuenta de lo que pasó y se lanzó hacia Annieth, pero el impacto nunca llegó.

El príncipe que había logrado levantarse la cubrió con su cuerpo y levantó sus manos hacia la bruja, un segundo después una luz blanca

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se ampliaba delante de ellos, estaba segura de que esa luz blanca llegaría a todos los rincones de su reino, despejando cualquier vestigio de oscuridad. Así como de rápido había llegado la luz, así se había desvanecido. Y donde estuvo la reina momentos antes ahora solo se hallaban cenizas.

El príncipe volteó a verla. Annieth le levantó su cabeza para encontrarse con su mirada. Una gran pesadez y desolación se encontraban en sus ojos, pero también algo de paz. Annieth dijo en voz baja:

—Luz blanca —Apartó su mirada y señaló el vitral que se encontraba a unos metros —, como el poder de los dioses.

El príncipe solo levantó sus hombros.

—Parte de mi linaje es el de ellos. Así que sí tengo algo de su poder. Un poco de su esencia.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Recuperaré mi reino. ¿Y tú? Tal vez ya sea hora de que los bendecidos vuelvan a ser los grandes guerreros que fueron para la línea de los dioses. Empezando por la bendecida que acaba de salvar a todo el reino de Kallias.

La propuesta del príncipe flotó en el aire. Annieth contemplaba todas las posibilidades. Supo qué era lo que tenía que hacer.

—Gracias, Majestad. Estoy segura de que los nuevos bendecidos recibirán su ofrecimiento con total gratitud. Pero yo debo seguir otro camino. Hay algunos amigos que me gustaría visitar.

El príncipe, ahora rey, la observó, se agachó para recuperar la espada que no sabía en qué momento había soltado y le dedicó una sonrisa mientras se la entregaba.

—Bien, pues, así será. De todas formas, quiero que sepas que mi propuesta seguirá en pie. Y quién sabe. Tal vez descubras que también posees el poder de los dioses en tu sangre. Estoy seguro de

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que una espada solo brillaría así si se encuentra en las manos de una bendecida o bendecido.

Annieth recibió la espada y parpadeó lentamente.

—Los bendecidos solo reciben ese nombre por ser criados por los espíritus del bosque, por nada más.

El rey, que se encontraba frente a ella, se giró y se dirigió hacia el bosque, de regreso a su reino, su hogar. Pero antes de pisar el pasto, le devolvió una pequeña sonrisa sobre su hombro y enarcó una ceja.

—¿Qué los espíritus del bosque no son dioses?

Annieth volvió a Ecleas sobre el lomo del gran lobo gris. Cuando llegaron al final del bosque ella lo desmontó y caminó a su lado por las calles de su ciudad. La gente se maravilló al verlos y, poco después, que avanzaron unas cuantas calles ya se podían escuchar los susurros de las personas.

El príncipe ha vuelto y ha traído a la magia con él en compañía de una bendecida. Las personas lloraban, se arrodillaban y hacían reverencias a su paso. El lobo gris se transformó en hombre al pisar los primeros escalones que lo llevarían dentro de su castillo donde ya lo esperaban algunos líderes que sobrevivieron a la masacre de algunos años atrás y que se escondieron hasta entonces, esperando su retorno.

Ella se despidió de él y se dirigió a su pequeña estancia en un edificio de madera y roca, en donde empezó toda su aventura. Al día siguiente, antes del amanecer. Annieth se colocó su arnés de cuero con cuchillos y salió a las calles solitarias de Ecleas, no se lo puso porque a donde se dirigía lo fuera a necesitar sino porque era casi parte de ella.

Llegó al comienzo del bosque de Ballenhout y camino hacia su interior. Cuando llegó al lugar que tenía pensado, Annieth cerró sus ojos y espero. Una brisa le soltó algunos cabellos de su trenza, una

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caricia, un gesto de amor. Annieth abrió sus ojos y se encontró con la luz blanca. Tres seres de luz blanca.

Los espíritus del bosque se hallaban ante ella. Su respiración se agitó un poco y ella se esforzó por controlarla, no sabía si ellos podían escuchar lo desenfrenado de su corazón. Annieth les sonrío y podría jurar que hubo un asentimiento de parte de ellos. Una aprobación de la pregunta que ella quería hacerles.

—¿Por qué quitarme mis recuerdos?

No estaba muy segura si las palabras habían salido de su boca o si solo las pronunció en su mente, pero la respuesta llegó. Se escuchó una voz cálida como la luz.

—Recuerdas las cosas importantes. Sentirte a salvo, protegida y cuidada. Recordarnos a nosotros no cambiaría nada, ni las cosas que has hecho ni la persona en la que te has convertido.

Un espíritu que daba la sensación de una brisa de verano continuó:

—Lo que verdaderamente importa, bendecida, es que sepas que, aunque no sepas quiénes o cómo somos, siempre te hemos acompañado en las buenas y malas decisiones y siempre lo haremos.

Una lágrima se deslizó por su mejilla, esa duda que siempre la había atormentado se despejó en el momento que escuchó su respuesta. Ellos nunca la juzgaron por los errores que cometió, no la juzgarían jamás. El espíritu que era completamente fuego, tranquilo y abrasador, fue el siguiente en hablar:

—Nunca esperamos que los bendecidos alcancen la gloria porque tengan una obligación con nosotros. Nuestra misión es protegerlos. Y su misión es vivir.

Los bendecidos escogen luchar porque hay algo especial en ellos que los mueve, una fuerza indomable, pero siempre deberán pelear por ellos y por las cosas que consideren que vale la pena luchar. Gracias por salvarnos bendecida Annieth

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Annieth les hizo una reverencia y cuando levantó la vista, muchas luces blancas a lo largo del bosque aparecieron, todas destellaron al mismo tiempo y se desvanecieron. Una brisa cálida le rozó la sien y junto con ella trajo todos sus recuerdos. Cada uno de ellos. Desde el primer atisbo de su memoria.

Su primer recuerdo. Sabía que este no era de ella, sino de ellos.

Una bebé, en una canasta cubierta por una pequeña manta. No lloraba, solo estaba quieta, atenta al bosque que la rodeaba. Sin miedo. Ella no había tenido miedo en ese bosque. Unos seres que brillaban como la luna se acercaron y ella tampoco les había temido, solo les sonrió y ellos se transformaron en una mujer y un hombre. La acogieron, la cargaron en sus brazos y siguieron caminando.

En esos nuevos recuerdos, no había seres de luz, sino mujeres y hombres de carne y hueso que la acompañaban en cada paso, esfumándose y transportándose.

Annieth volteo para emprender su recorrido de vuelta a su hogar. Porque Ecleas sí era su hogar. Un pequeño trinado en el árbol más cercano le llamó la atención, Pájaro se hallaba posado en una de las ramas, empezó a cantar esa melodía que la atormentó durante días, pero esta vez, no llegó ningún dolor de cabeza, solo un momento fugaz paso por su mente.

Annieth corría por una pradera buscando mariposas, un pájaro negro con la cabeza roja y el pecho blanco se encontraba a su lado cantando una canción que ella tarareaba también. La compresión fue tal que Annieth solo pudo reír, mientras algunas lágrimas bajaban por sus mejillas. Pudo escuchar lo que esas palabras susurradas por los espíritus que sabía que se hallaban con ella, aunque ya no pudiera verlos, le dijeron:

«Encuentra tu gloria Annieth y comparte este regalo con todos los bendecidos».

«Ve, bendecida, y sé feliz».

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Y por primera vez, ese título no pesó más en los hombros de Annieth cuando avanzó por el bosque a la vida que la estaba esperando.

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Secreto de sangre

Por Juliana Jaramillo Jaramillo

Esta es una vieja historia encontrada en el diario de mi abuelo, Sir. Thomas Baxter, el último noble de esta familia maldita. Los hechos que aquí son narrados se extienden de forma burda y rozan lo vulgar y hereje, sin embargo, no puedo deciros a ciencia cierta si ocurrieron o eran delirios de un borracho cualquiera.

Gotas. Un golpe seco que podía llegar a enloquecer si llevabas el tiempo suficiente en una mazmorra. Eso era lo que se escuchaba en los calabozos de los caballeros guardianes de la santa cruz. ¿Quiénes habían cometido crímenes atroces para merecer tal condena? Brujas, curanderos, yerbateros y algunos pobres campesinos, a los cuales habían encerrado por no tener dinero o cosecha suficientes para cubrir la inaudita cuota de protección pedida por los mismos caballeros.

¿Cómo sé todo esto?

Porque estoy aquí.

Pero no soy un preso cualquiera, soy George Lewis, caballero guardián de alto rango. O, bueno, ex caballero.

Se estarán preguntando por qué estoy aquí, la respuesta es muy sencilla: fui salvado por su majestad el rey Víctor III de ser asesinado luego de que mis padres corrieran con la misma suerte que muchos en este lugar, campesinos incapaces de sostener a 8 hijos y a la corona a la vez, sin poder cumplir con lo que mandaba el rey dieron fin a sus vidas como era de costumbre. Aún no entiendo qué vio el rey en mí, después de todo, soy un pobre huérfano condenado por pecados inducidos.

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Comencé a ser entrenado como guerrero, convirtiéndome en el mejor de mi clase y la envidia de algunos guerreros de otros reinos, de ahí se formó la gran justa del solsticio de verano, donde los más famosos y fuertes guerreros venían a nuestras tierras para enfrentarse al guerrero más fuerte de nosotros.

Luego de ganar varias justas, fui reclutado en las filas de los caballeros para proteger la sagrada corona y los misterios que ella guarda, son más de los que podría contaros y más de los que quisieran saber. He presenciado discusiones, riñas y guerras, pero nada se le compara a los secretos que aguardan detrás de las puertas del castillo real, verdaderos escándalos, como la forma en que su majestad, la reina Ana, envenena la copa de vino del rey cada cena para que muera poco a poco y deje su corona a favor de su hermano William, el eterno enamorado de la reina y rival eterno de Víctor.

Como la ama de llaves más antigua del castillo real no es más que una bruja que se disfraza de andrajos y arrugas para robar fortunas y transferir información a grupos rebeldes, aunque sean desaparecidos tan rápido como emergen; como las cocineras están enamoradas y ambas cocinan con potentes plantas somníferas a sus respectivos esposos para poder huir cada noche hacia el claro de jazmín y allí declarar su amor hasta altas horas de la madrugada.

Soy un búho sin alas, conozco muchos secretos y esa es la razón por la cual he sido traído aquí, saber demasiado... Tener el poder. Quería que los campesinos fueran libres de sus cadenas, que el recaudo terminara y todos pudieran volver a cultivar sus tierras sin problema alguno, pero para que eso sucediera necesitaba aliados, sabía que si asesinaba al jefe de los caballeros podría hablar con el rey para dar fin a tan absurdo impuesto. Para lástima de todos, nuestro monarca es un bruto guiado por la sed de sangre, y para que me escuchara necesitaba un ejército, grande y poderoso.

¿Dónde diablos conseguiría uno?

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Comencé a pensar detenidamente mirando cada uno de los rostros de los calabozos. ¿Por qué no? Todos estábamos condenados a la muerte, era mejor morir peleando que como ratas de alcantarilla. Cuando uno de los guardias se acercó a mi celda, tomé su cabeza con mis manos y con un movimiento ágil le partí el cuello, tomé las llaves del candado y abrí rápidamente.

—Escúchenme bien —comencé a decir mientras todos me miraban un poco aturdidos y con ojos desorbitados—. Tenemos una oportunidad de salir de aquí y comenzar a reunir personas para formar una disidencia, sé que es arriesgado, pero también sé que vale la pena.

—... moriremos de una forma u otra —comentó una joven de cabello rojizo y ojos azules, recostada en su celda—. ¿Por qué no morir tranquilamente en una hoguera en vez de correr más riesgos y darle vueltas a lo inevitable?

—Siempre es mejor morir por una causa justa. Quiero que los campesinos dejen de pagar el recaudo a los caballeros, ni siquiera es para la corona... Puedo hablar con el rey y llegar a un acuerdo.

Una risa ronca salió de una celda.

—¿Quién eres tú para aspirar a un honor como hablar con su majestad, si eres amigo del rey por qué estás aquí abajo? —preguntó un hombre de mediana edad con ropas campesinas.

—Soy... su protegido, pero por rumores que han llegado a sus oídos ha ordenado lanzarme aquí para que no atente contra su vida. Por favor, solo estando juntos vamos a lograr que nuestra voz se escuche hasta las montañas del occidente.

—Mm... —De repente miré hacia abajo y una anciana tocaba mis brazos con los ojos entrecerrados—... Tienes potencial de guerrero, y un corazón noble... No hay intención para mentir... Está bien. Le creo al muchacho, aún tengo mucha magia por dar —La anciana sonrió y con una magia que se observaba antigua, convirtió su aspecto en el de una mujer más joven.

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La joven de cabello fuego, que tenía mis ojos hechizados suspiró profundamente,

—Bien, hagámoslo.

Formó una esfera de fuego con sus manos y la lanzó con brusquedad contra la celda.

—Tenía las llaves —dije mirando a todos lados, el ruido atraería refuerzos pronto.

—Así es más divertido —Me dio una sonrisa de boca cerrada y ambos ayudamos a salir uno a uno a los prisioneros.

—La única forma de escapar es pasando por todos los guardias —dijo el hombre.

Observé con atención las paredes, todo estaba conectado, y había aprendido muchas cosas viendo a las cocineras escabullirse en las noches.

—No es así.

Caminé con paso firme hasta la esquina del calabozo donde un montón de paja y barriles se hallaban reposando, luego de retirarlos comencé a quitar las piedras que bloqueaban el acceso a un pasadizo secreto, cuyo sendero llevaba hasta el bosque negro. Nos adentramos con antorchas por el túnel, asegurándonos de que nuestras huellas fueran cubiertas por magia. Luego de mucho tiempo a paso rápido nos encontramos con la luna acompañada de las incontables estrellas del cielo. No sabía cuántos días habían transcurrido, tampoco teníamos la certeza de que íbamos a vencer, pero los había escogido porque en los ojos de cada uno noté un brillo particular que no había visto nunca: la voluntad de vivir, a pesar del caos.

Temía por mi alma, estaba apoyando a dos brujas que según lo que nos enseñaba la santa iglesia, vendían y profanaban sus cuerpos a Satanás a cambio de sus magníficos poderes..., pero no me parecía que ninguna de las mujeres que nos acompañaban tuvieran una

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presencia malvada. La anciana había echado carrera hacia un árbol y lo abrazó como si de ello dependiera el mundo. La joven subió su falda sin vergüenza alguna y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, cerró los ojos y de ella comenzó a emanar un extraño calor, muy acogedor a la vista.

A su alrededor, un círculo de flores rosas se formó a la perfección y permaneció allí durante varias horas, sin mover un solo dedo. Si eso era magia, debía aceptar que era realmente hermosa. Aquella noche fue la más intranquila de toda mi vida. No pude dormir, e incluso decidí recitar algunas oraciones que mi madre me había enseñado poco antes de morir, en caso de que estuviera pecando.

A pesar de eso, mi decisión estaba tomada, y la llevaría hasta las últimas consecuencias de ser necesario, personas como mis padres merecían una vida tranquila sin sufrir como esclavos. Siempre fui escéptico, pero al ver todo lo que las personas podían hacer, comenzaba a creer que el destino es una compleja jugarreta que se esconde de ti, pero termina encontrando a su presa hasta en el rincón más infinito del mundo.

Con el sol llegó nuevamente la voluntad que había visto en ese montón de desconocidos, y emprendimos camino hacia una muerte segura... Una muerte que estaría llena de honor entre los suyos, y eso era lo único que necesitábamos para continuar.

En su trono, Víctor III se regocijaba por haberse librado de su vasallo más fiel... hasta que una noticia ensordecedora le produjo tal cólera, que su copa voló por los aires y salpicó a su familia del líquido color sangre. Un error, una coincidencia o una profecía... Todo eso estaría por verse, en el país de los vientos de Oriente.

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El camino de Lovegood

Por Angélica María Rodríguez Ortiz

Capítulo 1. No hay nadie más

Era una noche oscura, acompañada con la mágica luz del cielo estrellado y dos lunas que se unían formando una intersección. El sendero estrecho estaba ligeramente iluminado y detrás se dibujaba un paisaje de árboles después del otoño; la tierra arenosa se escondía bajo un tapete de hojas secas que emitía colores cálidos, casi acercándose a la incandescencia del fuego, viajando desde un verde envejecido, hasta un naranja incandescente.

La silenciosa calma fue interrumpida por el crujir de unas pequeñas botas que daban pasos lentos y tímidos entre los árboles majestuosos. Los cortos pasos de Lovegood daban la sensación de que había algo que lo preocupaba, sentía que su pequeño corazón daba saltos dentro de su pecho, pues, al final del estrecho camino, divisaba el fuego que era tapado por sombras inquietas que se movían haciendo formas aristadas y temerosas y fue cuando llegó al final del sendero, que escuchó los gritos ahogados entre gruñidos que provenían de unos grandes y corpulentos monstruos azules. Se sintió paralizada; su piel blanca con pecas, usualmente ruborizada, parecía haber sido pintada con oleos color crema, sintiendo al mismo tiempo que su pequeño cuerpo había sido introducido dentro de un cubo de hielo que no le permitía moverse.

Los monstruos se alejaron por un camino de piedra que daba al otro extremo del planeta de los Frizzy On, lo que le permitió a Lovegood avanzar hacia la pequeña aldea donde las construcciones en madera se consumían por el fuego. Dio una vuelta sin encontrar

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respuesta de nadie y sintió cómo un torbellino de viento helado avanzaba desde sus pies hasta el pecho, donde sentía cómo este le atravesaba y cavaba un agujero incomprensible, mientras su rostro se helaba: la soledad se apoderó de ella, las figuras de sus padres se desdibujan, como los recuerdos que pasan en un video haciendo que estos se desvanezcan.

Por las mejillas, sintió la cálida caída de pequeñas lágrimas, esa explosiva sensación que surge hacia el exterior, que parecían abrazar su alma desconsolada. Era muy tarde en la oscura noche, las lunas se deshacían de su intersección, haciendo que el planeta girara hacia el sol, pero los interrogantes envolvían la cabeza de Lovegood. «¿Y ahora?, ¿qué debo hacer? No hay nadie aquí. Mi familia y amigos, todos se han ido, han desaparecido. En las historias de la abuela Abedul; siempre nos contaba que éramos los únicos que vivíamos en este planeta», pensaba, confundida.

Pero esos monstruos azules, ¿quiénes eran?, ¿a dónde se fueron?, ¿qué hicieron con los Frizzy On? Tras tantas preguntas, se recostó bajo un árbol enano al que se le habían caído algunas ramas, recogió un pequeño brote con forma ligeramente humana, lo guardó en el bolsillo de su impermeable beige y se quedó dormida.

Capítulo 2.

¿Y para comer?

El frío natural de la madrugada sopló sobre los pequeños brazos de Lovegood, las hojas de los árboles se deslizaban sobre ella al pasar la brisa, y aunque su pequeño cuerpo temblaba de frío, también sentía un terror profundo causado por un sueño extraño o, mejor llamado, terror nocturno. Durante el tiempo que permaneció dormida, daba golpes al aire con mucho temor, quejándose por aquello que podría estar observándola, posiblemente el recuerdo de los monstruos que vio al caer la noche; recuerdo que en su mente reproducía muchas imágenes que reflejaban el gran miedo que sintió cuando observo esas sombras en el fuego, los grandes monstruos

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azules, que ahora en su cabeza devoraban a su familia. En ese instante, un rayo de sol le iluminó la cara, despertándole del aterrador sueño.

Su vientre crujía, y recordó cuando su padre le explicó la forma en que habían cultivado unas ricas albóndigas que crecían cerca de la aldea. Corrió hacia el plantío, pero al llegar se llevó una gran sorpresa: grandes pisadas habían dejado su marca sobre los arbustos que no hace mucho tiempo rebosaban de albóndigas redondas y brillantes. Sintió cómo su rostro se calentaba como si el sol solo cayera en él, causando vibraciones en su cuerpo, mientras su respiración se aceleraba, además de que no podía doblar ninguna de sus extremidades, expresiones usuales en momentos de ira, y solo podía preguntarse por qué los monstruos azules hicieron todo eso.

«¡Que malvadas criaturas!», se dijo, viendo lo que habían destruido a su paso antes de partir. «Y ahora yo sola en este mundo ¿qué puedo hacer? Y ¿para comer?».

Mientras todas estas ideas daban vueltas en su mente, su respiración comenzó a ser más lenta. Se dio cuenta de que esas sensaciones no la controlan del todo, cuando respiraba con más tranquilidad y esto le permitía organizar sus ideas para hacer un plan y saber qué hacer. Por ahora no puedo hacer más, se dijo. Caminó por el borde del sendero y en una canasta recogió los trozos de carne que no se vieran estropeados, para así comer y tener energía para definir su camino, como la última Frizzy On.

Capítulo 3.

El niño misterioso

La tarde se abría camino y las lunas se unían en su maravillosa intersección que destellaba luces color ocre intenso, casi dibujado por un pincel. Caminando sobre el tapete de hojas secas, Lovegood miraba hacia el cielo pensando que, hasta el momento, no había visto la inmensidad de la naturaleza que la rodeaba, observando lo altas

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que podrían llegar a ser las copas de los árboles, sintiendo que con cada paso se hacía más diminuta. Previo a esto, incluso a perder a su familia, los Frizzy On se caracterizaban por crecer según conocían sus emociones y rasgos propios de su personalidad, y la ropa especial de franjas, usualmente, verdes o beiges que vestía se estiraba al mismo tiempo.

Siguió caminando sin rumbo y el bosque rojizo ya se hacía oscuro, por lo que era necesario buscar un refugio, comida, o un Frizzy On que mantuviera la esperanza de no estar sola en este mundo, y así sentirse bien, eliminando la ira, tristeza y soledad que la acompañaban por estos últimos días.

Estando en la búsqueda de donde descansar, Lovegood encontró una cueva peculiarmente decorada con dibujos y muñecos hechos con ramas de árbol como el que había guardado en su bolsillo. Desde la entrada, mientras ingresaba a la oscuridad de la piedra cincelada, sentía una fuerza en el pecho que la empujaran hacia atrás, reacción propia del temor, pero sus pensamientos le decían que podría encontrar algo bueno, pues alguien que se esforzara en organizar un espacio es porque tenía un bonito corazón.

«Sí, puede ser arriesgado, pero si no entro, no sabré qué sucede allí», se decía.

Al entrar, encontró una hoguera encendida y unos pequeños troncos que hacían como comedor. Sobre lo que parecía era la mesa, había una fotografía, en ella una familia con un papá, una mamá y un niño, pero estos personajes eran muy diferentes a ella, lo más llamativo eran sus orejas de trompeta, eran de un color morado, tenían pelo solo en la parte superior de la cabeza y su ropa era de un degradé que partía desde el color de su piel.

Lovegood escuchó pasos que entraban hacia la cueva, se escondió detrás de uno de los troncos y vio cómo un niño más pequeño, del tamaño que ella tenía hace dos días y muy parecido al de la fotografía, pero con colores muy diferentes, se aproximaba; era pálido de piel

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ligeramente plateada; vestía una camisa verde con franjas naranjas y en su pantalón verde claro se posaba un parche redondo con un tono naranja oscuro.

La niña intentó no hacer ruido, pero el chico, al sentarse en el tronco, se sentó también sobre el cabello de Lovegood, acción que terminó en un grito adolorido luego de haber halado su cabello. El niño quedó de pie inmediatamente, gritando al ver a la chica con gran melena color fuego. Frente a él, Lovegood no pudo evitar observar al niño de pies a cabeza, y se percató del pequeño hueco que reposaba en el pecho del recién llegado, por lo que volvió su mirada allí, omitiendo que no tenía el mismo color que en su fotografía. Sin titubear, preguntó:

—¿Qué te han quitado de allí?

El niño observó y dijo con voz temblorosa ante la presencia de la niña con fuego en la cabeza.

—Es el vacío que siento desde que no veo a mi familia.

Al notar su timidez, Lovegood trató de ser más cortés, y le dijo:

—Hola, soy Lovegood, soy una Frizzy On y este planeta lleva el nombre de mi gente, porque somos los únicos habitantes aquí, pero ¿tú siempre has vivido en este lugar?

—No —dijo el niño —. Yo soy Sam de los Carry On y llegué hace unos días a este planeta. Estoy solo, mis padres me subieron a la nave y me enviaron acá. Escogieron este planeta por su clima y la facilidad para encontrar alimento, pues en el universo es conocido que los Frizzy On, saben cultivar y cuidar su naturaleza.

—¿Cómo así? ¿Y tus padres por qué hicieron eso? —preguntó Lovegood.

—Soy el hijo del rey Carry On, por lo que él pudo ver lo que se acercaba hacia nuestro planeta: monstruos confundidos que no conocen ninguna emoción. Están tan vacíos que creen que deben llevarse a todos para sentirse mejor.

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Sam se dirigió hacia otro tronquito que hacía de mesa en el fondo, tomó unas moras azucaradas que ofreció a Lovegood, con un gesto de amabilidad. Mientras comía las moras, para comer, le dijo a Sam:

—Tengo mucho sueño, ¿puedo descansar en tu refugio? —Y recostó su cabeza en uno de los troncos, mientras el niño hacía un gesto con la cabeza permitiendo que su nuevo huésped se quedara en su hogar —. Una última pregunta: ¿qué es una nave?

Y, antes de escuchar alguna respuesta, los dos se quedaron dormidos.

Capítulo 4.

El vacío lo llena el amor

Era una mañana muy soleada, Sam ya había dado una vuelta por el rededor de la cueva, trepó algunos árboles bajos y pudo traer unas grandes naranjas que ya estaban a punto de caer, cuando regresó a la cueva Lovegood aun dormía, intento no hacer ruido mientras arrastraba las naranjas en una tabla gruesa, en la que improviso una carreta, le atravesó dos palos más cortos y la hacía rodar con ellos.

Ya pasaban las 8, cuando Lovegood saltó sorpresivamente y quedó sentada. Cuando despertó se sintió tan confundida al observar su entorno, no había logrado dormir bien las últimas noches, que durmió tan profundamente, creyendo que era un sueño lo que había vivido. Mientras se estiraba, refregaba sus ojos y observaba con atención, Sam dio un salto y se paró enfrente de ella saludándola, muy sonriente, pues él sentía una sensación de calma desde que la conoció, que ver que despertaba le emocionó, sus ojos saltones la miraban exaltados y sus orejas se movían como antenas en orientación a ella. Lovegood lo miró con ternura y le dijo:

—Hola, Sam, por un momento pensé que todo había sido un sueño, pero me alegra verte —Miró la carreta del niño y dijo —: ¿traes naranjas, ahí? Eres bien recursivo.

Sam sonrió y asintió.

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—Bueno, vamos a pelarlas y comer —dijo Lovegood levantándose —. Como soy la mayor y la anfitriona en esta soledad del planeta, me encargaré de mostrarte dónde hay los mejores alimentos y cómo podemos mejorar donde vamos a dormir.

Mientras Lovegood terminaba de hablar, el hueco del pecho de Sam, se hacía un poco más pequeño, entonces, Lovegood recordó que el niño le había dicho que esa abertura apareció cuando perdió a sus padres y su pueblo, por lo que entendió, la responsabilidad que tenía. Ahora no podría defraudar a Sam, dado a que su presencia había comenzado a rellenar ese vacío de las personas importantes para Sam, por lo que comprendió que el amor era eso que te unía a los demás y aunque a ella no se le abriera un hueco en el pecho, esa sensación de vacío la tuvo ese día que perdió a los que quería.

Capítulo 5.

Sigue adelante

Se abrieron camino por el sendero de piedra, pensando en buscar unos lindos brócolis naranjas, que crecían en el borde del camino, daban un aspecto de flores que lo enmarcan, como dando la guía para el final de este, hacia el sur de Frizzy On podrían encontrar de nuevo las albóndigas que era de lo más exquisito que crecía en el planeta, Lovegood le explico a Sam que habían sido estropeadas por los monstruos azules.

—Sadalone —dijo Sam. Apenas se escuchó el murmullo.

—¿Qué dijiste? —preguntó Lovegood, interesada en lo que pronunció Sam, cuando habló de los monstruos azules.

—Así se llaman esos monstruos azules: «los Monstruos Sadalone». Son muy pocos y entre ellos no se llevan bien, por lo que son solos, tristes, vacíos y confundidos, eso me decían mis padres —respondió Sam

—Y ¿sabes qué hacen con los que se llevan? ¿Sam? —preguntó Lovegood preocupada, pues temía que los devoraran.

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—No sé, Lovegood. Yo tampoco sé qué sucedió —dijo Sam tapando su hueco del pecho con sus pequeñas manos.

Lovegood permaneció en silencio por un rato, miraba hacia las piedras del suelo, pensando ¿cuál era el propósito de su nuevo camino?, sin saber ¿por qué estaba ahora en esta situación?, por qué ella fue la única que quiso mirar una estrella fugaz, por lo que se alejó de la aldea, y así poderla ver lejos del fuego, la noche que perdió a los Frizzy On. Y ahora, ¿por qué había llegado Sam a su vida?, ¿compañía?, ¿guía? Le sorprendía lo sensato que podía llegar a ser este pequeño niño, pero además sentía que lo debía proteger. En ese momento sintió como su estómago y pecho se abrían respirando muy profundamente, enderezó su espalda, levantó cabeza, miró a Sam y luego al horizonte, sonriendo, es como un propósito, se dijo, lo que le hizo sentirse orgullosa de sí.

—Bueno, Sam, ¿qué crees que deberíamos hacer?, ¿agrupamos alimento y lo llevamos a la cueva?

—Sí —dijo Sam —, y mañana miramos cómo podemos recuperar las albóndigas.

—Sí, claro —respondió Lovegood, haciendo un gesto de que le parecía muy buena idea —. Además, tenemos que pensar cómo vamos a mejorar nuestras camas.

El niño movió sus antenas en señal de motivación y Lovegood preguntó:

—Sam ¿tú reflejas tus emociones y sentimientos en tu exterior? Además, tu aspecto es muy similar al lugar en el que te encuentras, es como si te camuflaras. Me parece tan bello eso, pues yo puedo entenderte sin tener que preguntar y podemos ser honestos solo con vernos, pues yo utilizo mi lenguaje y lo expreso.

Sam sonrió y su hueco se hizo más pequeño

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—Me agrada que pienses eso, cuando mis padres me hablaban de otras especies, pensé que esto, que se ve en mi aspecto físico, iba a ser muy raro y molesto.

Lovegood, lo miró con ternura, sintió como una sensación de tranquilidad, le daba energía para continuar, para seguir adelante, a pesar de los daños y las pérdidas. En ese momento le pareció ver unos árboles conocidos, por lo que giró hacia ellos, diciendo a Sam, que podrían cortar el camino para regresar a la cueva por ese sendero pequeño.

Capítulo 6. Cuando el camino te cambia

El sol se ocultaba, tras la gran intersección de lunas. Lovegood comenzó a observar el bosque espeso que llegaba hacia unas rocas color arena, pensó en la novedad del paisaje que se alzaba ante sus ojos, por lo que miro a Sam y le dijo;

—Sam, yo nunca había visto este lugar, ni nadie me habló de él, siempre pensé que todo el planeta eran árboles y frutos.

—Bueno, Love, podríamos regresar por donde veníamos —dijo el niño —. Así regresamos al camino de piedra y podemos continuar.

Lovegood caminó como devolviéndose, pero no logró comprender hacia dónde ir, en ese momento volvió a sentir esa sensación de vibración en su cuerpo, comenzó a apretar los puños y su rostro comenzaba a enrojecerse. Pensaba que ahora no era solo ella, sino dos por los que debía velar, al ver la reacción de Lovegood, Sam corrió hacia ella, se puso a su lado y le tocó la mano.

Lovegood, al sentir la mano del niño, recordó lo que había vivenciado cuando no encontró qué comer, era esa misma sensación. Así que se sentó en una roca que se encontraba en el camino, puso sus codos en las rodillas y las manos sosteniendo su cabeza y comenzó a contar sus respiraciones que iban muy rápido, lo comenzó a hacer en voz alta: «1, 2, 3, 4, 5, 6...». Cuando se hizo consciente del conteo, la respiración se hizo más lenta, por lo que

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pensó: «¡Ah, depende de mí cómo reacciono a lo que me sucede!». Las coderas verdes de su impermeable parecían estirarse.

Aunque Lovegood no tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer, se recostó en el prado dorado y miró hacia el cielo: las aureolas que destellaban la luz de las lunas eran muy bellas, pero más hermosas le parecían, las estrellas que comenzaban a verse a una distancia prudente de la luz, el cielo ya se veía muy oscuro y las estrellas brillaban como quien abre el telón en el inicio de una obra, siendo las estrellas esos actores que salían a iluminar con su brillo. Le hizo una seña a Sam, quien entendió que se podría hacer a su lado. Lovegood dijo:

—Sam, nunca me dijiste qué es una nave.

Sam se sonrió y dijo:

—Es como una caja en la que te puedes transportar, yo lo hice desde mi planeta.

—Y ¿por qué rayos no me dijiste antes?, ¿es como una casita? Allí nos podríamos acomodar.

—No, Love —Las orejas de Sam se inclinaron hacia su pecho —. Es como una cajita y solo hay espacio para uno —respondió el niño.

El clima era cálido, así que, acostados en la almohada de prado dorado, siguieron mirando las estrellas hasta que se quedaron dormidos. El bosque de Frizzy On era muy tranquilo, no se hallaban más especies en el planeta, si había alguien nuevo, es que se encontraba de visita, como Sam. Algunas veces se presentaban vientos fuertes, como la noche en que Lovegood perdió a los Frizzy On, pero el paisaje otoñal se daba por la cercanía al sol, lo que hacía al planeta cálido, pero cuando los fuertes vientos aparecían, se debía a que sus lunas refrescaban el ambiente, la lluvia aparecía por temporadas muy cortas, para que los cultivos y frutos pudieran crecer, pero aún no llegaba esa temporada, en la que las fuertes lluvias obligaban a los Frizzy On a resguardarse en cuevas, pues sus casas en madera, a veces no soportaban las tormentas. Por lo que

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Lovegood se dejó llevar en un hermoso sueño, donde su familia regresaba, venían cargados de grandes regalos para Love, había muchas sonrisas y abrazos, que reconfortaron a la niña, a pesar de que solo fuera un sueño.

Capítulo 7.

Tranquilidad

El despertar estaba llevado por la ligereza de un viento cálido, que Lovegood no reconoció, se despertó y se le hacía extraño sentir un viento exagerado, sin sentir frío alguno, lo que le emocionó, despertó a Sam, diciendo:

—¿Puedes creer esto?, ¿de dónde viene?

Sam abrió sus grandes ojos oscuros, los arqueó y sus orejas se movían en dirección hacia la roca y escuchaba un sonido muy fuerte de agua golpeándose, pero no era molesto, era un sonido abrasador. Comenzaron a trepar hacia la roca que no era tan empinada como parecía desde abajo, porque además se seguía un camino que simulaba una escalera que rodeaba la misma. Al llegar a la cima vieron como si el cielo se reflejaba en el suelo, pero esto era agua en un tamaño que Lovegood jamás había visto, solamente las pequeñas quebradas que rodeaban la aldea de los Frizzy On. La brisa le rozaba el rostro y veía como el agua golpeaba en la orilla, que se veía tan hermosa, pues la arena totalmente dorada y sumamente delgada, parecía resplandecer.

—¿Qué es? —dijo a Sam —Quiero ir. Mira Sam hay un camino hacia la izquierda, ¿vamos?

Sam con sus antenas hacia arriba y sus ojos negros bien abiertos, le respondió:

—Son los mares, Love, los he visto en mapas, pero nunca de verdad. ¡Qué bello es!

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—¿Los mares? —repitió Lovegood, mientras sentía que esa brisa cálida le generaba una sensación de quietud alegre, que no aceleraba el corazón, era como cuando duermes, los pensamientos se desvanecen y solo sientes que el cuerpo deja la tensión.

Esta sensación los impulsó a correr, sin medir la posibilidad de caer y rodar hacia la playa, los dos niños se dejaron llevar por el torbellino alegre, que les hacía calmar las sensaciones de soledad que habían vivido los últimos días. Lovegood tuvo el gran impulso de quitarse sus botas y medias pantalón de colores, para caminar por la hermosa arena y dejarse mojar los pies. Cuando miró hacia atrás, donde venía Sam se dio cuenta de que sus huellas eran un poco más grandes que hace unos días y al acercarse Sam ya lo estaba observando, teniendo que inclinar la cabeza, ella había crecido mucho y no se había percatado, que tanto.

La alegría fue tal que el pelo de Sam comenzó a levantarse como sus orejas, en señal de exaltación y Lovegood sentía como se coloreaban sus mejillas y no podía evitar una hermosa sonrisa que expresaba como su pecho se sentía en un lugar agradable, en donde no había espacio para las dudas y dolores de sus ausencias. Comenzaron a jugar, chapoteando con el agua que llegaba a sus pies.

Capítulo 8.

Esperanza en lo profundo

Estaban tan ocupados, en este que parecía un mundo nuevo para ellos, que no se percataron de la presencia de unas rocas en forma de medialuna, como si fueran unos pequeños banquitos que se encontraban organizados hacia el mar o «los mares», como Lovegood y Sam lo llamaban. Entonces, Sam se sintió un poco cansado y se quiso sentar en el del medio y este se hundió, Sam saltó asustado, pues esta roca se oprimió como si fuera un botón. Por lo que comenzó a moverse la arena y los mares parecían abrirse, en realidad algo iba apareciendo desde la profundidad.

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Lovegood observó cómo Sam se levantaba del suelo y, de pronto, cayó. Love se apresuró, agarró sus botas y sus medias, para subir sobre las rocas, y poder trepar, logró agarrarse de una gran tarima de metal, al subirse descubrió un fondo profundo, pero al estar inclinada ella podía rodar, aunque sentía que su corazón latía fuertemente con un miedo no que paralizaba, sino que la impulsaba a actuar, pues no quería perder a Sam, como pudo se puso las botas y se puso las medias de bufanda, entonces se dejó rodar.

Fue una caída larga, como bajando por el rodadero en un parque muy grande, pero Lovegood no sabía cuál era el final, fue alrededor de tres minutos, con una sensación de intranquilidad donde hay una presión a nivel del pecho que indica peligro, a medida que avanzaba, observó que se acercaba a Sam, logró verlo con mucha dificultad pues, su color había cambiado era totalmente gris con las franjas más oscuras en su saco y su cabello, trato de inclinarse hacia él, y con su pie logró frenar un poco la velocidad, agarrando a Sam por la espalda, entonces al caer en la lámina gruesa, lograron evitar el fuerte sonido de la caída. Era una especie de cueva gigante, pero era de un material gris, material que Lovegood nunca había visto, se ocultaron tras una especie de puerta. Sam miró a Lovegood y le dijo:

—Esto se ve como mi nave, solo que millones de veces más en tamaño y llena de vegetación de los mares.

Love le agarró la mano a Sam y dijo:

—Vamos a ver.

Se sumergieron por los grandes pasadizos en lo profundo del mar, pero a bordo de una nave misteriosa, Love sentía que era como hundirse en lo desconocido, sentía un vacío en su pecho, con una campana en el medio que vibraba, anunciando que venía una respuesta, esa mezcla entre el miedo y la expectativa.

De pronto, hallaron una puerta en la que se encontraba una gran rueda, intentaron abrirla, rodándola hacia la derecha, luego a la izquierda, con todas sus fuerzas, las manos de Sam eran muy

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pequeñas para agarrar con más fuerza, hasta que cedió, y la rueda comenzó a dar vueltas sola, la puerta se abrió lentamente y pudieron ver una plataforma, con barandas en la que se observaba un espacio en negro y grande, se asomaron con cautela a las barandas y encontraron grupos de jaulas, dividas por especies de seres vivos, eran como diez y en las últimas jaulas pudieron ver a los Frizzy on y Carry on, los dos niños sintieron como si regresara un viento fuerte hacia ellos cargado con la esperanza, de volver a ver a sus padres, el orificio del pecho de Sam se hizo aún más pequeño. Pero se entristecieron cuando observaron mejor a su gente.

Los Carry On estaban completamente grises y con un hoyo en el pecho muy grande y los Frizzy on; eran un grupo entre niños y adolescentes, todas las jaulas se encontraban cubiertas por una nube gris. Lovegood se dijo: «No podemos simplemente entrar, tenemos que observar que sucede, para poder actuar...». Así se sintiera de nuevo en ese bloque de hielo que no la dejaba mover, se llenó de energía para salvar a quienes quería.

Capítulo 9.

El reencuentro

Buscaron donde ocultarse y esperaron a ver qué sucedía, se acercó uno de los monstruos azules, era extraño su aspecto tierno a pesar de ser vacíos y con falto de emociones, este traía unas tazas con jugo de mora, pues se veía como este, esto lo repartió entre las jaulas; parecía la comida del día.

Unos minutos después se acercó un monstruo de un tamaño mayor, rugía mostrándose poderoso ante su compañero, además porque al abrir la boca se observaban sus pronunciados colmillos. Este pasaba por cada una de las jaulas y se observaba como con su pata delantera, que también funcionaba como mano, tocaba a cualquiera de los personajes que hacían parte de las jaulas y su pelaje se iba tornando de un color azul más brillante, desde el inicio de su

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mano, hasta que todo su cuerpo se tornaba brillante. Lovegood recordó la frase de Sam:

«Así se llaman esos monstruos azules “los Monstruos Sadalone”, son muy pocos y entre ellos no se llevan bien, por lo que son; solos, tristes, vacíos y confundidos, eso me decían mis padres».

Eso explicaba lo que estaba sucediendo, estos monstruos se llevaban a todas las especies para absorber su equilibrio personal, el resultado de la construcción de las emociones, que son movidas por las experiencias y lo que se estaba viendo allí era a su gente perdiendo su amor propio, esa construcción que habían logrado a lo largo de su vida.

Love tenía toda la razón esto había sucedido, sumado a que eligieron el planeta de los Frizzy on, porque como ya nos había contado Sam, era el planeta más rico en vegetación y el alimento abundaba. Además, el clima era abrasador y tranquilo. Mientras Love comprendió todo lo que sucedía Sam se escondió tras unas tuberías y logró desplazarse hasta el final de la especie de bodega, cuando Love lo observó y él le hizo una seña mostrando un tubo grande en el que se veía una puerta de acceso. Pasaron unas horas mientras los diez monstruos que hacían parte de los SadAlone absorbían las emociones de sus cautivos.

Cuando estos se fueron, Love se levantó y miró a Sam, es como si el niño le hubiera escuchado su plan, ella bajó y comenzó a abrir las puertas de las jaulas desde la primera y Sam desde las últimas por lo que se detuvo un poco en la jaula de los Carry On.

—¿Sam eres tú? —dijo mamá Anayra, con una sonrisa dibujada en su rostro que levantó sus orejas y comenzó a dar cierre a su orificio en el pecho.

Sam sonrió muy feliz, sus ojos se arquearon y saltó a los brazos de sus padres. Les dijo:

—Los amo tanto. Vamos con mi amiga Lovegood de los Frizzy On, los vamos a sacar de aquí.

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Los padres de Lovegood salían de la Jaula, Love los observó desde lejos, viendo que se veían prácticamente como ella, ya no parecían adultos. Ella corrió con todas sus fuerzas y los abrazo, el amor por sus padres era tan grande que un brillo salió de todo su cuerpo levantando su cabello como se observó en los monstruos azules, pero este era como si el color cobre de su cabello se encendiera, dándoles a su mamá Goodnes y su papá Gentile; emociones de alegría, amor, tranquilidad y esperanza, lo que hizo que sus padres volvieran a tener la apariencia de adultos. Gentile le dijo a su hija, que los Sadalone después de cargarse con las emociones se retiraban y no regresaban hasta el siguiente día. Pues parece que salían por comida.

—Bueno, vamos a seguir a Sam, él va a subir por ese tubo y vamos saliendo por allí —dijo Lovegood, dando la instrucción, no quería arriesgarse a salir por la puerta al corredor sin saber qué era lo que hacían los monstruos exactamente.

Por lo que todos siguieron a Sam por el agujero, de lo que parecía un tubo de ventilación, el niño avanzaba en cuatro por los tubos y se asomaba tratando de entender por cuál parte de la nave se movilizaba...

Capítulo 10.

Una gran fuerza

Sam, como siempre, pensaba más allá de lo que sucedía, sus orejas expresaban exaltación, anticipándose a lo que ocurría y al ver despejado el lugar, se arriesgó a salir por una de las salidas de ventilación, le avisó a sus padres, que se encontraban detrás de él, que lo esperaran, Anayra y Kanda, esperaron con expectación sintiendo orgullo del comportamiento de su hijo.

Lograron salir todos al espacio que parecía un pasadizo, este conducía al gran rodadero de entrada y como lo hacen los niños en el parque comenzaron a trepar con gran impulso, logrando salir a la

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playa. Lovegood fue la última en Salir, la felicidad fue absoluta, centenares de personas corriendo y saltando de felicidad en la playa, cada tribu comenzaba a retomar sus características particulares que los hacían especiales, lo que hemos venido explicando, cómo se expresan las emociones, pero nuestros pueblos más conocidos, se transformaban notoriamente, los Carry On volvían a tomar los colores encendidos del paisaje y su abertura en el pecho se cerraba, la de Sam ya estaba completamente cerrada y los Frizzy on volvían a verse adolescentes y adultos con claridad.

Pero, de pronto, una nube gris se acercaba con los monstruos Sadalone debajo, se asomaron a la gran roca de césped dorado y sus gruñidos demostraban la gran molestia que sintieron, era la única entrada y salida de la playa. La gente corría de un lado a otro sin saber que hacer, de pronto Lovegood sintió de nuevo esa sensación de confianza que le daba el impulso para levantar la cabeza y abrir el pecho para actuar. Trató de reunir a los que más pudo y les habló subiendo a las rocas en semicírculo de la playa.

—Bueno, creo que en este momento debemos tomar acción sobre lo que sucede.

La gente murmuraba, algunos hablaban más duro para ser escuchados:

—Nos van a tomar otra vez —decían.

Entonces Love levantó su voz para ser escuchada, los Frizzy on y Carry on se callaron e invitaron a las otras tribus a escuchar, la adolescente trató de mostrar más seguridad y comenzó a hablar:

—Yo sé que, si luchamos juntos, podemos vencerlos —aumentaba su voz —. Somos muchos más que ellos y tenemos la fuerza del amor, la unión y la cooperación, eso nos hace ¡una gran fuerza, podemos hacerlo!

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Refracción y Quimeras

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Capítulo 11. ¿Y qué logran las emociones?

Love se puso a la cabeza, le tomo la mano a Sam y a sus padres en su mano izquierda, así se fue formando una red de personas, de diferentes tribus y fue como una gran energía los envolviera, mientras se acercaban los monstruos azules, Love sentía una gran fortaleza, estando frente a frente se dio cuenta de su gran poder. Las emociones que había aprendido a controlar y la unión con su familia, su pueblo y las demás tribus, los volvían uno solo.

Lovegood comenzaba a levantarse del suelo impulsada por la energía emanada por la red de personas, su cuerpo brillaba con los colores fuego propios de los Frizzy on y de su pecho comenzó a salir una luz naranja muy brillante como los rayos del sol, esta luz caía como una lluvia de estrellas sobre los corpulentos monstruos, fue muy especial verlos sonreír, sus narices pálidas comenzaron a verse más rojas y la nube gris que los seguía desapareció.

Cuando comenzó a descender se fue acercando al que creyó era el líder, ese que mostraba los colmillos a su compañero en la bodega en que se encontraban las jaulas. Le miró y sonrió gentilmente, Power miró a Love, asintió y agacho su cabeza, fue como si ofreciera disculpas, la joven Love disfruto dándole una emotiva caricia en su rostro, lo que hizo que la ternura del físico de los monstruos Sadalone se viera real, Power miró a sus compañeros y les hizo una seña para que se hicieran a su lado. Lovegood los miró con aceptación.

—Ya no debería ser Sadalone, sino Happiness —les dijo—. Este también será su hogar, hay espacio y alimento suficiente.

Miró a los Frizzy On buscando su aprobación y estos asintieron. Los Happiness sonrieron y festejaron con el gesto de Love, quien se convirtió en Líder de los Frizzy On, los monstruos comenzaron a sacar las naves de la gran plataforma debajo del mar, para que las demás tribus regresaran a sus hogares y comenzar a reorganizar este

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universo, que, gracias a esta situación llena de peleas, pérdidas y ausencias, conocieron la magnitud de tribus, planetas y vidas en el espacio exterior, aunado a cómo podemos contribuir para crecer juntos y no sobre otros.