RECUERDOS DE MI JUVENTUD - Descubre Lima

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FRIEDRICH HEBBEL

RECUERDOS DE MI JUVENTUD

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Friedrich Hebbel

Nació en 1813 en Wesselburen, Alemania. Fue un importante poeta y dramaturgo.

Puesto que creció en el seno de un hogar muy humilde, su niñez y adolescencia fueron afectadas por la pobreza y la escasez; sin embargo, gracias a las diligencias de la escritora Amalia Schoppe, quien conocía el talento literario del autor, se trasladó a Hamburgo y, un año después, empezó a cursar estudios de Derecho y Filosofía en Heidelberg y Múnich, aunque no los pudo culminar. Su interés por la literatura era cada vez más creciente y, en 1840, publicó su primera obra titulada Judith, que no tuvo mucha repercusión en la crítica. Sin embargo, sus siguientes tragedias como Genoveva (1843) y María Magdalena (1844), de gran tratamiento psicológico, tuvieron mayor reconocimiento. En 1845 se trasladó a Viena, al ser elegido director del Teatro Dramático, donde cosechó grandes éxitos con algunas piezas como Herodes y Mariamne (1848). Asimismo, su propia versión de Los Nibelungos (1862) lo hizo merecedor del premio Schiller.

Falleció en 1863.

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Recuerdos de mi juventudFriedrich Hebbel

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Yesabeth Kelina Muriel GuerreroCorrección de estilo: Katherine Lourdes Ortega ChuquihuaraDiagramación: Andrea Veruska Ayanz Cuéllar

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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I

Mi padre poseía, cuando yo nací, una pequeña casa, a la que estaba adosado un jardincillo en el que se encontraban algunos árboles frutales, particularmente un peral muy fértil. En la casa había tres viviendas, de las cuales nosotros ocupábamos la más alegre y espaciosa; su ventaja principal consistía en que daba al mediodía. Las otras dos fueron alquiladas; la que estaba enfrente de nosotros fue habitada por el anciano albañil Claus Ohl junto con su pequeña y encorvada esposa, y la tercera, a la que conducía una entrada trasera por el jardín, por una familia de jornaleros. Los inquilinos no cambiaron nunca, y para nosotros, los niños, eran tan de la casa como la madre y el padre, de los que apenas o en nada se diferenciaban en lo que se refería a la cariñosa atención que nos dedicaban. Nuestro jardín estaba rodeado de otros jardines. De un lado, se encontraba el de un carpintero jovial, al que le gustaba gastarme bromas y del que todavía hoy no comprendo cómo, más tarde, se pudo quitar la vida. Una vez, de pequeñito, me asomé por la valla y le dije con cara de resabio: «Vecino, hace mucho frío», y él no se cansaba de repetirme estas palabras, sobre todo en los calurosos días de verano.

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Tocando con el jardín del carpintero se encontraba el del predicador. Estaba cercado por una elevada tabla de madera que nos impedía a los niños mirar por encima de ella, pero no fisgonear a través de las hendiduras y rajas. Esto nos producía un placer infinito en primavera, cuando volvían a crecer las hermosas y extrañas flores de las que rebosaba el jardín; solo temblábamos de pensar que el predicador pudiera vernos. Ante él sentíamos un temor ilimitado que podía deberse tanto a su rostro serio, severo y amarillento y a su mirada fría, como a su cargo y a sus funciones, que tanto nos imponían, por ejemplo, su caminar detrás de los cadáveres, que siempre pasaban por delante de nuestra casa. Cuando miraba hacia nosotros, cosa que hacía de vez en cuando, dejábamos de jugar y nos ocultábamos en la casa.

Al otro lado, un viejo pozo marcaba la frontera entre nuestro jardín y el del vecino. Nunca pude contemplarlo sin sentir un escalofrío, cubierto por las sombras de los árboles y grande, como era, con su techumbre de madera rota y cubierta de musgo verdoso. El cuadrado alargado quedaba cerrado por el jardín de un lechero que, gracias a las vacas que poseía, gozaba de gran prestigio entre la vecindad, y por el patio de un curtidor, el hombre más

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amargado del mundo, del que mi madre siempre decía que tenía el aspecto de haberse comido a alguien y de querer también agarrar a los demás por la cabeza y morderlos. Esta era la atmósfera que yo respiré de niño. No podía ser más reducida y, sin embargo, sus recuerdos se prolongan hasta el día de hoy. Todavía me mira el jocoso carpintero por encima de la valla, y el huraño rostro del predicador por encima de la tabla. Aún veo al rechoncho y bien alimentado lechero, a la puerta de su casa, con las manos metidas en los bolsillos en señal de que no estaban vacíos. También al curtidor, con su rostro bilioso, al que le molestaba un niño ya solamente por sus rosadas mejillas, y que a mí me parecía aún más espantoso cuando reía. Todavía estoy sentado en el pequeño banco bajo el frondoso peral, esperando, mientras me deleito en su sombra, a que su soleada copa deje caer, a causa del mordisco de algún gusano, una fruta tempranamente madura. Todavía el pozo, cuya techumbre había que asegurar con clavos a cada momento, provoca en mí un extraño sentimiento.

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II

Mi padre era en casa de naturaleza seria; fuera era alegre y comunicativo; todos alababan su talento para contar cuentos; sin embargo, pasaron muchos años antes de que nosotros los pudiéramos escuchar con nuestros propios oídos. No podía soportar que nos riéramos e hiciésemos ruido por todas partes. Por el contrario, en las largas tardes de invierno, al caer el sol, cantaba gustosamente corales y también canciones profanas, y le encantaba que le acompañáramos. Mi madre era extraordinariamente bondadosa y algo impetuosa; sus ojos azules translucían la más conmovedora ternura; cuando se sentía fuertemente emocionada, comenzaba a llorar. Yo era su preferido, y mi hermano, dos años menor, era el preferido de mi padre. Ello se debía, sin duda, a que yo parecía asemejarme a mi madre y él a mi padre, lo cual no era verdad en forma alguna, tal y como se demostró más tarde. Mis padres convivían pacíficamente mientras en casa había comida; cuando el trabajo escaseaba, cosa rara en verano, pero más frecuente en invierno, a veces tenían lugar escenas inquietantes. No puedo recordar la época en la que estas eran para mí, aunque

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nunca degeneraron, la cosa más terrible del mundo, y precisamente por eso no puedo ocultarlas silenciándolas.

Recuerdo una escena, de otro tipo, de mi temprana infancia. Es mi primer recuerdo, y puede que sucediera en mi tercer año, si no en el segundo. Me está permitido contarlo sin ofender la santa memoria de mis progenitores, pues si alguien ve en esto algo especial, es que no conoce los estamentos más humildes. Mi padre almorzaba generalmente en la casa de la gente para la que trabajaba. Entonces nosotros comíamos en casa, como cualquier familia, a la hora usual. Pero de cuando en cuando mi padre tenía que comer por su cuenta a cambio de una gratificación en el salario. Entonces se aplazaba la comida, y para evitar el hambre tomábamos a las doce un sencillo bocadillo. Era un arreglo barato en aquellas casas en las que no se podían costear dos comidas principales. Un día de aquellos, mi madre hizo buñuelos, seguramente más para darnos una alegría a nosotros, los niños, que para calmar su propia hambre. Los comimos con gran apetito y prometimos no decirle a nuestro padre nada de esto cuando regresara por la noche. Cuando llegó, ya estábamos en la cama y dormíamos profundamente. Bien porque estuviera acostumbrado a encontrarnos a

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esas horas todavía en pie, o porque al encontrarse con lo contrario cobijase la sospecha de que se había faltado a sus órdenes en casa, no lo sé, el caso es que me despertó, me besó, me cogió en brazos y me preguntó qué había comido.

«Buñuelos», contesté yo medio dormido. Así pues, comenzó a hacer reproches a mi madre, que no tenía nada que replicar y que le sirvió la comida mientras me lanzaba una mirada llena de malos augurios. Cuando al día siguiente estuvimos solos de nuevo, ella me dio, a su manera, una buena lección de silencio con la vara. En otros momentos, me recomendaba encarecidamente el amor más estricto a la verdad. Podría pensarse que las contradicciones pudieran tener malas consecuencias. No fue el caso ni será nunca el caso, pues la vida trae otras distintas y la naturaleza humana está preparada para ellas. De cualquier forma, tuve una experiencia que un niño debería vivir más tarde o nunca, y es que el padre a veces quiera una cosa y la madre otra. No puedo recordar que en mi infancia haya pasado hambre de verdad, como me sucedió más tarde; sin embargo, sí recuerdo que mi madre a menudo se debía conformar con contemplar, y lo

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hacía gustosamente, cómo nosotros comíamos, porque si no hubiera sido así, nunca nos habríamos saciado.

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III

El principal encanto de la niñez reside en que todo, incluso los animales domésticos, se muestra con ella cordial y bien intencionado, pues de esto surge un sentimiento de seguridad que desaparece con el primer paso hacia el hostil mundo y no regresa nunca más. Este es el caso especialmente en las clases humildes. El niño nunca juega ante la puerta sin que la sirvienta vecina, que ha sido mandada a comprar o a traer agua, le regale una flor, la frutera le lance una cereza de su cesta o una pera, un ciudadano pudiente le dé incluso una pequeña moneda con la que se pueda comprar un panecillo, el cochero haga resonar su látigo cuando pasa o el músico le robe a su instrumento algunas notas al ir paseando; y el que no hace nada de esto, al menos le pregunta por su nombre y edad, o le sonríe. Naturalmente, esto se recuerda de forma nítida. Esta buena voluntad nos fue mostrada también a mí y a mi hermano en medida suficiente, especialmente por parte de los inquilinos de nuestra casa, que significaban para nosotros tanto casi como la madre y más que el severo padre. En verano tenían su trabajo y apenas podían ocuparse de nosotros, pero en esa época tampoco era necesario, pues jugábamos en el

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jardín desde la mañana a la noche, desde la hora de la oración hasta la hora de ir a la cama, y teníamos suficiente compañía con las mariposas. Pero en invierno, con lluvia y nieve, cuando estábamos obligados a permanecer en la casa, todo lo que nos entretenía y alegraba provenía de ellos. La esposa del jornalero, llamada Meta, una enorme mujer algo inclinada hacia delante con un férreo rostro como del Antiguo Testamento, a la que me recordó vivamente de nuevo, años más tarde, la Sibila cumeica de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, venía a nuestra casa generalmente con un pañuelo rojo atado a la cabeza en las tardes de invierno a la hora del crepúsculo, y permanecía allí hasta que se encendía la luz. Entonces contaba historias de brujas y fantasmas, que en su boca sonaban más penetrantes que en ninguna otra; oíamos hablar del Blocksberg y del sábado infernal; el palo de la escoba, tan despreciado, adquiría su siniestra significación, y la boca sombría de la chimenea, que podía ser tan mal usada en todas las casas, también en la nuestra, por las fuerzas del infierno y sus servidoras, nos inspiraba horror. Todavía me acuerdo perfectamente de la impresión que me causó la narración de la infame molinera que por la noche se transformaba en un gato, y cómo me tranquilizó el hecho de que ella, por esta mala acción, hubiera recibido por

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fin el castigo merecido: al gato le cortaron una pata, cuando salía a su paseo nocturno, los mozos del molino, a los que les parecía sospechoso, y a la mañana siguiente la molinera yacía en su lecho con el brazo derecho ensangrentado y mutilado.

Cuando se encendía la luz, solíamos ir a la casa de nuestro vecino, el señor Ohl, y en su sala nos encontrábamos más a gusto que junto a Meta. El señor Ohl era un hombre al que nunca vi de mal humor, aunque a menudo hubiera tenido motivos para estarlo. Con el estómago vacío y, lo que para él era más importante, con la pipa vacía, cantaba, bailaba y silbaba para nosotros cuando llegábamos, y su rostro cordial e incluso divertido me alumbra todavía hoy como una estrella, a pesar de su enorme nariz enrojecida, la cual, según me contó mi madre, yo quería poseer ardientemente cuando me mecía en sus rodillas y yo miraba hacia arriba, a pesar de esa boina arrugada y terminada en pico que él siempre llevaba. Hubo una época en que era el único albañil de la zona, y tenía de veinte a treinta aprendices, muchos de los cuales, más tarde, llegaron a maestros y le arrebataron el trabajo; por aquel entonces, hubiera podido crearse un futuro sin preocupaciones, como le decían, si no

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hubiese visitado demasiado la bolera y no hubiera amado en demasía los vasitos de vino. Pero a alguien que soportaba de aquella manera los días malos no se le podía reñir por cómo gozaba despreocupadamente de los buenos. No puedo pensar en él sin sentir una gran emoción, ¿cómo podría hacerlo? Consiguió con grandes esfuerzos que el juguetero del mercado anual le diera el bombo y la trompeta que nos regaló a mi hermano y a mí, y años después le llamaron la atención, cuando yo, ya crecido y espabilado, iba a su lado, dado que su pobreza no le había permitido cancelar esta pequeña deuda. Incansablemente buscaba cosas para entretenernos, y dado que para ello no hace falta más que buena voluntad con los niños, nunca fracasó. Era para nosotros una gran alegría cuando tomaba un trozo de tiza en la mano, se sentaba con nosotros a su mesa redonda y comenzaba a dibujar molinos, casas, animales y todo lo que era posible. Entonces tenía las ocurrencias más divertidas, que aún resuenan en mis oídos. Incluso su máximo gozo no era nada para él si no lo compartía con nosotros. Este consistía en que todos los domingos por la mañana, antes de la comida y después del sermón, bebía, como recuerdo de mejores tiempos, un vaso de un coñac llamado Plank y fumaba al mismo tiempo una pipa.

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De ese coñac teníamos que beber cada uno un dedal, pues si no lo hacíamos no le sabía bien a él. La bebida no era, por lo demás, lo más apropiado para nosotros, pero la cantidad era lo suficientemente escasa como para prevenir consecuencias desastrosas; mi padre, sin embargo, prohibió esta celebración dominical cuando se enteró. Esto apenó mucho al buen anciano, pero no le impidió volvernos a dejar beber con él, solo que sucedía en el mayor silencio y con la recomendación vehemente de que evitáramos a nuestro padre, para que no tuviera ocasión de besarnos y, de esta manera, descubriera la infracción de su mandato; un beso dado en los labios de mi hermano había hecho que mi padre descubriera la primera vez el juego. A veces, uno u otro de sus dos hermanos solteros, que por lo general andaban por el país y eran vagabundos, pasaba el invierno con él. Siempre los recibía de buen grado, y permanecían allí hasta que la primavera o el hambre los echaba; él no los espantaba; por muy escaso que fuera su pan, lo compartía con alegría, pero cuando no tenía nada, tampoco podía dar nada.

Cuando venían el tío Hans o Johann, era para nosotros una fiesta, puesto que dejaban caer un nuevo

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trozo de mundo en nuestro nido. Nos contaban cosas de los bosques y de sus aventuras en ellos, de ladrones y asesinos, de los cuales habían podido escapar a duras penas, de los menudillos de gansos guisados que se habían comido en solitarias tabernas del bosque y de los dedos y pies humanos que decían haber encontrado en el fondo de los platos. El ama de casa no miraba con buenos ojos a los cuñados parásitos y fanfarrones, pues ella llevaba el peso de la vida con menos ánimo que su marido, y sabía que no se irían mientras colgara un trozo de tocino en la chimenea, pero se contentaba con rezongar en secreto contándole sus penas a mi madre. A nosotros nos quería, y en verano nos regalaba, todas las veces que podía, grosellas rojas y blancas que ella misma le mendigaba a una amiga avara. Sin embargo, yo temía su proximidad, pues le daba gran importancia al hecho de cortarme las uñas tan a menudo como era necesario, y yo odiaba esto intensamente por la sensación hormigueante que me producía. Leía celosamente la Biblia, y la primera impresión fuerte, incluso temible, de este sombrío libro la tuve, mucho antes de leerlo yo mismo, a través de esta mujer, cuando me leyó una cita tremenda de Jeremías en la que el irritado profeta predice que en la época de la gran miseria las madres matarían a sus propios hijos

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para comérselos. Recuerdo el miedo que me causó este pasaje cuando lo oí, quizás porque no sabía si se refería al pasado o al futuro, a Jerusalén o a Wesselburen, o porque yo mismo era un niño y tenía una madre.

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IV

Al cumplir cuatro años me llevaron a una escuela de primeras letras. Una señorita mayor, llamada Susana, alta y de planta viril, con cordiales ojos azules que resaltaban como luces en su cara grisácea, la regentaba. Nos colocaban en una sala espaciosa que hacía las veces de aula y que era bastante oscura, pegados a las paredes, los niños a un lado y las niñas a otro. La mesa de Susana, cubierta de libros, estaba en el medio, y ella se sentaba con un silbato blanco de arcilla en la boca y una taza de té ante ella, en una mecedora patriarcal que infundía respeto. Ante ella tenía una larga regla que no se utilizaba para trazar líneas, sino para nuestro castigo cuando no nos podía mantener en orden con un frunce de frente o con toses; al lado, estaba situada una bolsa llena de pasas destinada a la recompensa de virtudes extraordinarias. Las palmetadas eran mucho más frecuentes que las pasas; sin embargo, la bolsa, a pesar de lo ahorrativa que era Susana, a veces estaba totalmente vacía; por eso aprendimos a conocer a tiempo el imperativo categórico de Kant. Llamaba a la mesa, de cuando en cuando, a pequeños y a mayores, los alumnos más adelantados para la clase de caligrafía, el resto para

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decir su lección en voz alta y, según fuera necesario, para recibir golpes en los dedos con la regla o para coger pasas. Una antipática doncella, que de vez en cuando se permitía alguna intromisión en los castigos, se paseaba de un lado a otro, y el grupo más joven la obligaba a mantener, a veces de forma muy desagradable, una gran atención sobre ellos, pues ella vigilaba atentamente que no cogieran muchas de las golosinas que allí se habían llevado. Detrás de la casa había un pequeño patio con el que lindaba el huertecillo de Susana. En el patio tenían lugar nuestros juegos en los recreos. El huertecillo nos estaba vedado. Estaba lleno de flores, cuyas formas fantásticas veo aún moverse con la brisa bochornosa del verano. Susana nos cortaba algunas de estas flores cuando estaba de buen humor, pero solo cuando estaban a punto de marchitarse. Antes no arrebataba ninguno de sus adornos a los arriates bien mantenidos y cuidadosamente escardados, entre los que se alargaban unas veredas que apenas eran lo suficientemente anchas para los pájaros. Susana repartía sus regalos, por lo demás, con parcialidad. Los hijos de padres acomodados recibían los mejores y podían expresar en voz alta sus deseos, a menudo nada humildes, sin ser rechazados; los más pobres tenían que contentarse con lo que sobraba, y

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no recibían nada si no esperaban en silencio su acto de gracia. Esto se hacía más patente en navidades. Entonces tenía lugar un gran reparto de pasteles y nueces, pero siguiendo de la forma más fiel las palabras del Evangelio: «Al que tenga se le dará». A las hijas del escribano de la parroquia, una persona muy respetable, y a los hijos del médico, se les cargaba con media docena de pasteles y con pañuelos llenos de nueces: los pobres diablos, por el contrario, cuyas esperanzas para la Nochebuena, en contraposición a aquellos, estaban depositadas en la mano generosa de Susana, tenían que conformarse con poco. La razón era que Susana contaba con regalos en retribución, y probablemente tenía que contar con ellos, y de la gente que solamente podía aportar con esfuerzo el dinero de pago de la escuela no podía esperar ninguno. A mí no se me relegaba totalmente, pues Susana recibía en otoño regularmente el tributo de nuestro peral, y yo gozaba, gracias a mi «buena cabeza», de una especie de preferencia; pero notaba, no obstante, la diferencia, y tuve que sufrir mucho especialmente a causa de la doncella, que me culpaba de las cosas más inocentes de forma aborrecible: el sacar una vez un pañuelo, por ejemplo, en señal de que yo también quería tenerlo lleno, lo que hizo que se me subiera el más intenso rubor a las

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mejillas y que las lágrimas rodaran por ellas. Tan pronto como tomé conciencia de la parcialidad de Susana y de la injusticia de su doncella, había atravesado ya el círculo mágico de la infancia. Sucedió muy pronto.

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V

Todavía hoy recuerdo vivamente dos momentos de esta aula escolar. Recuerdo, en primer lugar, que allí recibí la primera impresión terrible de la naturaleza y de las fuerzas invisibles que el hombre sospecha tras de ella. El niño tiene un periodo, y dura bastante tiempo, en el que cree que el mundo entero depende de sus padres, al menos del padre que, algo misteriosamente, permanece en segundo plano, y al que puede pedir tanto que haga buen tiempo como un juguete. Este periodo tiene naturalmente un final cuando el niño, para su asombro, vive la experiencia de que suceden cosas que a su padre le son tan desagradables como a él mismo los azotes, y con esta experiencia desaparece una gran parte del encanto místico que rodea la cabeza del progenitor, e incluso comienza, cuando ya ha pasado, la verdadera autonomía humana. A mí me abrió los ojos sobre ese punto una terrible tormenta unida a una lluvia torrencial y una granizada.

Era una bochornosa tarde de verano, una de esas que abrasan la tierra y asan a todas las criaturas. Nosotros, los niños, estábamos sentados perezosamente y desanimados

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en los bancos con nuestros catecismos y catones. La propia Susana cabeceaba medio dormida y nos pasaba por alto las bromas y guasas con las que intentábamos permanecer despiertos. Ni siquiera zumbaban las moscas, exceptuando las más pequeñas, que siempre están despiertas, cuando de repente sonó el primer trueno y las vigas carcomidas de la vieja casa, deshabitada, resonaron retumbantes, como si se fueran a quebrar. En una confusión desesperada, como la que solamente tiene lugar en las tormentas del norte, siguió una tromba de granizo que en menos de un minuto destrozó, en la parte azotada por el viento, todos los cristales, y después llegó una tromba de agua que parecía querer anunciar un nuevo diluvio. Nosotros, saltando asustados, corrimos gritando y haciendo ruido de un lado a otro; la propia Susana perdió la cabeza y su doncella consiguió cerrar las contraventanas cuando ya no había nada que salvar, sino que la inundación que entraba ocasionaba una intensificación del espanto general y el crecimiento de la confusión desatada, que solamente era comparable a las tinieblas egipcias. En las pausas entre uno y otro trueno se recuperó Susana, obligada por la necesidad, y buscó a sus protegidos, los cuales, según su edad, se habían colgado de su delantal o estaban acurrucados, con los ojos

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cerrados, en las esquinas, para protegerlos según fuera necesario y tranquilizarlos; pero repentinamente cruzó de nuevo el espacio un rayo encendido de color azulado a través de las rendijas de las contraventanas, y se quedó sin habla, mientras la doncella, casi tan angustiada como el niño más pequeño, gritaba sollozando: «¡El buen Dios está enfadado!». Y cuando se hizo de nuevo la oscuridad en la sala, añadió pedagógica y avinagradamente: «¡No sirven para nada!». Esa frase, aunque proviniera de una boca tan repugnante, me causó una profunda impresión, y me obligó a mirarme a mí mismo y todo lo que me rodeaba, y prendió en mí la chispa religiosa. De vuelta a la casa paterna, encontré allí también el horror de la desolación; el peral no solamente había perdido sus jóvenes frutos, sino también todo su follaje y se alzaba totalmente pelado como en invierno; además, un ciruelo muy fértil, que no solamente solía cuidarnos a nosotros, sino también a media vecindad y al menos a nuestra amplia parentela, había perdido hasta sus ramas más ricas, y semejaba, en su mutilación, un hombre con un brazo roto. Para nuestra madre apenas fue un consuelo penoso que nuestro cerdo se viera provisto de alimento tan fino durante ocho días; apenas significaron un consuelo para mí los añicos de cristal que abundaban en los alrededores

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y con los que se podían hacer los más maravillosos espejos de la forma más sencilla, pegándolos con tierra húmeda; pero ofrecían una sustitución a las alegrías irrecuperables del otoño. De pronto comprendí por qué mi padre iba a misa todos los domingos y por qué yo no me podía poner una camisa limpia sin decir al mismo tiempo: «¡Quiéralo, Dios!»; había conocido al Señor de todos los Señores. Sus airados servidores, el trueno, el rayo, el granizo y el temporal le habían abierto las puertas de mi corazón y había entrado allí en toda su majestad. Poco después se hizo patente lo que había sucedido en mi interior, pues cuando el viento, una tarde, soplaba otra vez poderoso por la chimenea y la lluvia golpeaba con fuerza el tejado, al ser llevado a la cama, la palabrería aprendida por mis labios se transformó de pronto en una oración verdadera y temerosa, y con ello se rompió el cordón umbilical espiritual que hasta entonces me había unido exclusivamente a mis progenitores. Incluso llegó tan lejos el asunto que empecé a quejarme ante Dios de mi padre y de mi madre cuando creía que me habían hecho una injusticia.

Además, a esta aula de la escuela está unido mi primer y quizás más amargo martirio. Para clarificar lo

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que quiero decir, debo empezar de muy lejos. Ya en la escuela primaria se encuentran todos los elementos que el hombre maduro encontrará más tarde, potenciados, en el mundo. La brutalidad, la astucia, la perspicacia vulgar, la hipocresía, todo está representado, y siempre hay un espíritu puro ahí, como Adán y Eva, representado en el cuadro entre los animales. Lo que hay que atribuir a la naturaleza, a la primera educación o más bien al desamparo desde la cuna, queda sin decidir: el hecho no tiene duda. Esto pasaba también en Wesselburen. Desde el muchacho bruto que desplumaba a los pájaros vivos y que arrancaba las patas a las moscas, hasta el chiquillo de dedos ligeros que robaba a sus compañeros las multicolores señales de marcar del libro de estudio, coexistían ahí todas las especies, y el destino que los compañeros mejor capacitados (y por tanto condenados al sufrimiento) profetizaban a los jóvenes pecadores a veces con ira, al ser precisamente objeto de sus burlas y malicia cumplió en más de uno literalmente. La escoria tiene tanto instinto que sabe a quién alcanza en primer lugar y más dolorosamente su aguijón, y por eso yo estuve durante largo tiempo expuesto a los más malignos picotazos.

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Pronto uno hacía como si leyera atentamente el catecismo, que mantenía apretado contra la cara, pero me estaba susurrando por encima de la hoja todo tipo de perversiones y me preguntaba si yo todavía era tan tonto que creía que los niños venían de París y que los traía la cigüeña. Otras veces, otro muchacho me gritaba: «Si quieres una manzana, cógela de mi bolsillo. He traído una para ti». Y cuando yo lo hacía, entonces gritaba: «¡Susana, me están robando!», y negaba lo que había dicho. Un tercero escupía en su libro, y entonces comenzaba a sollozar y afirmaba, con toda frescura, que había sido yo. Me encontraba solo ante tantas vejaciones, en parte porque era el más sensible a ellas y, en parte, porque debido a mi enorme candidez tenían un gran éxito conmigo. También había otras bromas que tenían que aguantar todos sin excepción. Entre ellas estaban preferentemente las fanfarronadas de algunos de clase elevada que, además, nos sacaban bastantes años y que, sin embargo, todavía estaban en los bancos donde se aprendía el abecedario y que de vez en cuando hacían novillos. No tenían en sí más que un aburrimiento doble y triple; pues no podían volver a casa y tampoco encontraban compañeros de juegos. No les quedaba más que acurrucarse detrás de una valla o acechar en una

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cuneta reseca hasta que tocaba la hora de la liberación, y entonces, como si hubieran estado donde debían estar, se mezclaban con nosotros en el camino a casa. Pero sabían resarcirse y prepararse la diversión más tarde, cuando volvían a la escuela y nos contaban sus aventuras. Unas veces, su padre había pasado rozando la valla, con la caña de Indias con la que solía batanear, y no los había visto. Otras veces era su madre, acompañada por el lulú, la que había llegado a la zanja; el perro los había olfateado, la madre los había descubierto y entonces la mentira de que Susana los había enviado allí a coger margaritas los había salvado. Cuando hablaban de esto, se vanagloriaban como viejos soldados que contaban a los asombrados reclutas sus hazañas, y la conclusión era siempre la misma: nosotros nos arriesgamos al látigo y al bastón, ustedes lo máximo a la vara y, a pesar de todo, no se atreven a nada. Esto era enojoso, tanto más cuanto que la verdad no se podía poner en tela de juicio. Cuando poco después el hijo de un zapatero remendón llegó una vez a la escuela con la espalda amoratada y nos comunicó que su padre lo había pescado y le había dado una buena con el tirapié, pero que él lo iba a hacer todavía con más frecuencia, pues no era ningún gallina, me decidí yo también a probar mi valor ese mismo día. Me dirigí,

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cuando mi madre me despidió a la hora de costumbre, pertrechado con dos jugosas peras, no a casa de Susana, sino que me arrastré, con el corazón palpitante y mirando temerosamente hacia atrás, al cobertizo de madera de nuestro vecino, el carpintero, animado y ayudado por su hijo, que era mucho mayor que yo y que trabajaba en el taller. Hacía mucho calor, y mi escondrijo estaba tan oscuro como mal ventilado; las peras no duraron mucho tiempo. Me las comí no sin remordimientos de conciencia, y una vieja gata que estaba acurrucada en el fondo con sus crías y que al menor movimiento refunfuñaba con rabia, no contribuía de la manera más agradable a mi distracción. El pecado llevaba consigo la penitencia, pues contaba todos los cuartos y medias del reloj, cuyas campanadas me llegaban atronadoras y, como a mí me parecía, amenazantes desde la alta torre. Me angustiaba pensar si podría salir del cobertizo sin ser notado, y solo de vez en cuando y de forma pasajera pensaba en el triunfo que podría festejar al día siguiente. Ya era bastante tarde cuando mi madre entró en el jardín y se dirigió, mirando alegremente a su alrededor, hacia el pozo para sacar agua; casi pasó a mi lado y me quedé sin aliento; pero cómo me quedé cuando el depositario de mi secreto le preguntó si ella sabía dónde estaba Christian, y

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a su vacilante respuesta: «En casa de Susana» respondió, medio burlón medio malicioso:

«No, no, con la gata», y le mostró mi escondite guiñando el ojo y parpadeando. Salté airado de mi escondrijo y propiné al sonriente traidor una patada; pero mi madre, con la cara inflamada, dejó su cubo a un lado y me cogió por los brazos y los pelos para llevarme a la escuela. Me solté de sus brazos, me tiré al suelo, lloré y grité, pero todo fue en vano; me arrastró con violencia, demasiado indignada como para escucharme, al haber descubierto que su favorito, alabado por todos, era un malvado; y mi continua oposición no tuvo otra consecuencia, que la de que todas las ventanas que daban a la calle se abrieran violentamente y todas las cabezas asomaran por ellas. Cuando llegué, era precisamente el momento en que salían todos mis camaradas, y se arremolinaron en torno a mí y me colmaron de improperios y burlas, mientras Susana, que se daba cuenta de que la lección que me propinaban era muy severa, intentaba tranquilizarme.

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VI

Debería haber citado más arriba un tercer momento, pero este, de cualquier forma, que se considere, cuando se recuerda, es en la vida del hombre tan único e incomparable que no puede ser combinado con ningún otro. En la lóbrega sala de Susana también conocí el amor, y precisamente en la misma hora en la que puse el pie allí, es decir, a los cuatro años. ¡El primer amor! Quién no sonríe al leer esto, quién no recuerda vagamente a alguna Anita o Margarita que parecía llevar una corona azul de estrellas y estar vestida de azul celeste y dorado y que ahora quizás…

¡Sería ultrajante pintar ahora un cuadro totalmente opuesto! Sin embargo, ¡quién no se dice también que entonces, como en un vuelo, pasó junto a cada cáliz de miel que hay en el jardín de la tierra, demasiado rápido, sin duda, para extasiarse, pero con la suficiente lentitud como para aspirar el temprano aroma sagrado! Por eso, a la sonrisa se une ahora la emoción, cuando recuerdo la hermosa mañana del mes de mayo en la que tuvo realmente lugar el hecho decidido desde hacía tiempo,

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aplazado y finalmente fijado de forma definitiva para un día determinado, es decir, mi salida de la casa paterna a la escuela.

«¡Llorará!», decía Meta la tarde anterior y meneaba la cabeza sibilinamente, como si lo supiera todo. «¡No llorará, pero se levantará demasiado tarde!», respondía la señora Ohl. «Se comportará valientemente y saltará puntualmente de la cama», decía el bondadoso anciano. Luego añadió: «Tengo algo para él y se lo daré si mañana está ante mi puerta a las siete, lavado y peinado». Me presenté a las siete en casa del vecino, y recibí como premio un pequeño reloj de cuco, hecho de madera. Hasta las siete y media estuve animoso y jugué con nuestro pequeño dogo, a las ocho menos cuarto me sentí decaído, hacia las ocho me sentí de nuevo todo un hombre, porque Meta entró con cara maliciosa, y me puse decidido en camino, con el nuevo libro del gallo ponedor de huevos de Johann Ballhorn debajo del brazo. Mi madre me acompañó para presentarme ceremoniosamente; el dogo nos seguía, yo aún no estaba totalmente abandonado y me encontré ante Susana antes de que pudiera darme cuenta. Susana me dio unos golpecitos en las mejillas, como suelen hacer los maestros, y me alisó los cabellos. Mi madre me

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aconsejó, en ese tono severo que tanto trabajo le costaba, que fuera aplicado y obediente, y se alejó rápidamente para no ablandarse de nuevo. El perrillo se quedó durante algún tiempo indeciso y, finalmente, se unió a ella. Recibí de regalo un santo de papel dorado, luego me mostraron mi sitio y me incorporé a la pequeña colmena de niños zumbones y susurrantes. Pasó algún tiempo antes de que me decidiera a alzar la mirada, puesto que notaba que me estaban observando, y esto me hacía sentir apuro. Finalmente lo hice, y mi primera mirada fue a posarse en una niña delgada y pálida que estaba sentada precisamente enfrente de mí. Se llamaba Emilia y era la hija del escribano de la parroquia. Un temblor pasional se apoderó de mí, la sangre afluyó a mi corazón, pero también una sensación de vergüenza se mezcló, al mismo tiempo, con mi primer sentimiento, así que bajé rápidamente la vista hacia el suelo, como si hubiera cometido un acto deplorable. Desde ese momento, Emilia no se me iba de la cabeza, y la hasta entonces tan temida escuela se convirtió en mi lugar preferido, porque solamente allí la podía ver. Los domingos y días festivos que me separaban de ella me eran tan odiosos como deseados me habían sido antes; me sentía verdaderamente desgraciado cuando ella faltaba a clase

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alguna vez. La veía ante mí, allá donde fuera, y no me cansaba de pronunciar en voz baja su nombre cuando estaba solo. Siempre tenía especialmente presentes sus cejas morenas y sus labios rojos, y no recuerdo que su voz me impresionara, aunque más tarde fue precisamente la voz lo que más llamó mi atención. Se entiende, por lo tanto, que yo pronto recibiera la loa al alumno mejor y más aplicado. No me sentía muy a gusto con esto, pues sabía que no era el libro lo que me llevaba a la escuela de Susana, y que no deletreaba con tanta fruición únicamente para aprender a leer con rapidez. Solo que nadie debía sospechar lo que me sucedía, y Emilia menos que nadie; huía de ella de la forma más temerosa, para no traicionarme a mí mismo. Le mostraba más aversión que cordialidad cuando los juegos comunes nos hacían coincidir; le tiraba del pelo por detrás para poderla tocar, y le hacía daño para no despertar ninguna sospecha.

Una única vez la naturaleza mostró su rumbo poderosamente, pues fue sometida a una dura prueba. Fue precisamente una tarde a la hora del recreo que precedía a las clases, porque los niños llegaban tarde y a Susana también le gustaba echar una cabezadita. Entré en el aula y se me ofreció una imagen tremendamente

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perturbadora: Emilia era maltratada por un chico, y este era uno de mis mejores compañeros. Le tiraba del pelo y le propinaba fuertes codazos, y eso todavía lo pude soportar no sin grandes esfuerzos y con una amargura silenciosa que iba creciendo por momentos. Finalmente, la arrastró a una esquina y cuando la soltó de nuevo, le sangraba la boca, seguramente porque él la había arañado. Ya no pude contenerme más, pues la visión de la sangre me encolerizó. Me lancé encima de él, lo tiré al suelo y le devolví sus tortas y bofetadas en número doble y triple. Pero Emilia, muy lejos de estarme agradecida, llamó pidiendo ayuda y socorro para su enemigo al ver que yo no paraba, y de esta manera reveló involuntariamente que le tenía más aprecio que al vengador. Susana, que fue despertada del sueño por el griterío, llegó apresuradamente y exigió de mal humor y de malas formas, como le era natural, que diera cuenta del porqué de mi repentino ataque de cólera. Lo que pronuncié tartamudeando y balbuceando era incomprensible y sin sentido, y como recompensa a mi primer servicio caballeresco recibí un castigo severo. Esta inclinación duró hasta que cumplí los dieciocho años, y atravesó diversas fases; más tarde volveré a hablar de ello.

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VII

Ya desde las épocas más tempranas, la fantasía estaba enormemente desarrollada en mí. Cuando me llevaban por las noches al lecho, todas las vigas comenzaban a deslizarse por encima de mi cabeza, desde todas las esquinas y rincones de mi cuarto me contemplaban grotescos rostros, y las cosas más familiares, un bastón sobre el que solía cabalgar, la pata de la mesa e incluso la propia colcha con sus flores y figuras, se volvían extraños para mí y me hacían sentir miedo. Creo que aquí hay que distinguir bien entre el temor indeterminado y general que es común a todos los niños, sin excepción, y un temor intensificado que encarna sus imágenes en formas incisivas y vigorosas y que las hace aparecer como reales al alma joven. El primero lo compartí con mi hermano, que dormía a mi lado, pero a él se le cerraban siempre muy pronto los ojos, y dormía plácidamente hasta el amanecer; el segundo me atormentaba únicamente a mí, y no solo me alejaba el sueño, sino que me lo arrebataba a menudo cuando ya había llegado, y me hacía gritar pidiendo ayuda en medio de la noche. Tan

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intensamente se apoderaron de mí estos desvaríos que se vuelven a hacer presentes con toda su fuerza cada vez que estoy gravemente enfermo; tan pronto como la sangre febril y bullente me penetra en el cerebro y ahoga la conciencia, aparecen de nuevo los antiguos demonios, expulsando a los nacidos más tarde y desarmándolos, para martirizarme, y esto demuestra indudablemente de la mejor manera hasta qué punto me tuvieron que martirizar en el pasado.

Pero también durante el día mi fantasía era portentosa y quizás enfermiza. Hombres feos, por ejemplo, de los que mi hermano se reía y a los que imitaba, me llenaban de horror. Un sastrecillo jorobado, de cuya cara triangular y macilenta colgaban unas orejas largas y, sin lugar a duda, desproporcionadas, que para colmo eran intensamente rojas y transparentes, no podía pasar a mi lado sin que yo, gritando, me dirigiera corriendo a casa; y casi hubiera preferido morir cuando él, tremendamente irritado, me siguió una vez, me llamó tonto y regañó a mi madre, porque creía que ella, en la educación que nos daba en casa, lo utilizaba como al siervo Ruprecht1.

1 Criado de San Nicolás (Santa Claus), que aparece con regalos o con una vara el 6 de diciembre para pegar a los niños malos.

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No podía ver hueso alguno y enterraba el más pequeño que pudiera encontrar en nuestro jardincillo; incluso borré con las uñas la palabra esqueleto de mi catecismo en la escuela de Susana, porque hacía que ante mis ojos se representara vivamente el repugnante objeto al que designaba, como una repugnante figura putrefacta.

Por el contrario, un pétalo de rosa que el viento hiciera volar hacia mí por encima de la valla significaba tanto o más para mí que para otros las mismas rosas, y palabras como tulipán y lila, como cereza y albaricoque, como manzana y pera me trasladaban inmediatamente a la primavera, el verano y el otoño, de tal manera que deletreaba gustosamente en voz alta los fragmentos del libro en los que aparecían, y me enfadaba cuando no me tocaba hacerlo. Solo que en el mundo se necesita, desgraciadamente, con mucha más frecuencia, el cristal de disminución que el de aumento; de esto tampoco se ve libre en casos excepcionales la bella época de la juventud. Pues de la misma manera que se dice del caballo que respeta a los hombres porque, según la estructura de sus ojos, los ve como gigantes, así el niño dotado de fantasía se queda parado ante un granito de arena, porque se le aparece como un monte inaccesible. Las cosas no

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pueden dar aquí la medida de sí mismas, sino que hay que preguntar por las sombras que proyectan, y así, a menudo, el padre puede reírse mientras que el niño experimenta sufrimientos infernales, porque las medidas con que ambos ponderan son radicalmente distintas.

Un caso en sí gracioso debe ser citado aquí, porque precisamente arroja la mejor luz sobre este punto tremendamente interesante para la educación. Una vez tuve que recoger a mediodía un panecillo, y la panadera me lo alcanzó y al mismo tiempo me dio para el camino, con ánimo generoso, un viejo cascanueces que había encontrado en algún lugar al hacer limpieza. En mi vida había visto un cascanueces, ni conocía ninguna de sus cualidades secretas, así que lo tomé como si de una muñeca se tratara, con sus mejillas rojas y sus ojos saltones. Contento, emprendí el viaje de vuelta, apretándolo como un nuevo ser querido contra mi pecho; de pronto me di cuenta de que abría la garganta y que, para darme las gracias por la caricia, me mostraba sus feroces dientes blancos. ¡Pueden imaginarse el susto que me llevé! Lancé un grito, corrí por la calle como alma que lleva el diablo, pero no tuve el suficiente sentido común o el valor para echar de mi lado al monstruo, y como él,

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según mis propios movimientos durante la carrera, tan pronto cerraba como abría la boca, no pude menos de pensar que estaba vivo, y llegué medio muerto a casa. Allí se rieron de mí y me aclararon todo. Finalmente recibí una reprimenda. De nada me sirvió, pues me era imposible reconciliarme de nuevo con el monstruo, aunque reconocía su inocencia, y no descansé hasta que me dieron permiso para regalárselo a otro muchacho. Cuando mi padre se enteró del asunto, pensó que no habría un segundo muchacho al que le pudiera pasar algo así; esto era muy posible, pues quizás no había nadie al que los parientes del cascanueces le hubieran hecho guiños desde el suelo y las paredes antes de la puesta de sol. Por la noche culminó esta actividad de mi agitada fantasía en un sueño que era tan monstruoso y que dejó tal impresión en mí que se repitió siete veces más, una tras otra. Soñaba que el buen Dios, del que yo ya había oído algunas cosas, había tendido una cuerda entre el cielo y la tierra, me había sentado en ella y se había colocado a mi lado para columpiarme. Así pues, volaba yo sin descanso ni pausa a una velocidad vertiginosa hacia arriba y hacia abajo; tan pronto estaba en las nubes, con los cabellos flotando al viento, sujetándome convulsivamente y cerrando los ojos, como me encontraba tan próximo al suelo que

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podía reconocer claramente la arena amarilla, así como las pequeñas piedrecitas rojas y blancas que incluso podía rozar con la punta del pie. En ese momento quería bajar, pero para esto era necesario tomar una decisión, y antes de que lo lograra, me encontraba de nuevo en las alturas y no me quedaba más remedio que agarrarme a la cuerda para no caer y estrellarme contra el suelo. La semana en que tuvo lugar este sueño fue quizás la más terrible de toda mi infancia, pues su recuerdo no me abandonaba en todo el día, y como yo, cuando me acostaban a pesar de mi resistencia, llevaba conmigo a la cama el miedo a su regreso no era de extrañar que se reprodujera una y otra vez, hasta que terminó debilitándose.

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VIII

Permanecí en la escuela de Susana hasta que cumplí los seis años y aprendí bien a leer. Todavía no me estaba permitido escribir por mi corta edad, según se decía. Era lo último que Susana tenía que enseñar, y por eso tenía extremado cuidado en hacerlo. Pero me enseñaron los primeros ejercicios memorísticos, pues de la misma manera que el chiquillo había pasado del vestido neutro hasta el pantalón y del catón al catecismo, así debía aprender de memoria los diez mandamientos de la ley de Dios y los fragmentos principales de la fe cristiana, tal y como los había formulado el doctor Martín Lutero, el gran reformador, hacía trescientos años como principios de la Iglesia protestante. No se profundizaba más, y los grandes dogmas que pasaban sin explicación ni aclaración al cerebro aún poco desarrollado del niño, se transformaban en imágenes fantásticas y en parte grotescas que, sin embargo, no perjudicaban en modo alguno al joven espíritu, sino que lo estimulaban saludablemente y provocaban una fermentación llena de presentimientos. Pues qué importa si el niño, cuando oye hablar del pecado original o de la muerte y del diablo, relaciona estos símbolos profundos

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con un concepto o una fantasía aventurera; investigarlos en profundidad es tarea de toda la vida, pero al hombre que se está formando se le advierte ya desde el principio de la existencia de un ser superior que domina el mundo, y dudo si la misma meta se puede alcanzar mediante una introducción prematura en los misterios de la regla de tres o en la sabiduría de las fábulas de Esopo. Curioso era, en cualquier caso, que Lutero apareciera en mi imaginación casi inmediatamente junto a Moisés y a Jesucristo; sin embargo, esto tenía su explicación en el hecho de que su retumbante «¿qué es esto?» sonaba siempre momentáneamente tras los laconismos mayestáticos de Jehová, y de que, además, su vigoroso rostro, desde el que habla el espíritu de forma tan penetrante porque, evidentemente, debía luchar contra la gruesa y rebelde carne para alcanzar la victoria, estaba impreso en el catecismo con una negrura intensa. Pero esto también tenía para mí, por lo que sé, tan pocas consecuencias desventajosas como mi creencia en los cuernos y garras reales del diablo o la guadaña de la muerte, y aprendí, tan pronto como fue necesario, a distinguir entre el Salvador y el Reformador. Por lo demás, la humilde adquisición de conocimientos que obtuve con Susana fue suficiente para ganar en casa una cierta consideración. Al maestro

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Ohl le imponía mucho que yo supiera mejor que él lo que cree el verdadero cristiano, y mi madre casi sollozó cuando por primera vez, sin tartamudear o titubear, le leí a la luz de la lámpara la bendición vespertina; incluso se sintió tan edificada que me cedió para siempre el cargo de lector, cargo que desempeñé durante largo tiempo con gran celo y no sin gran dignidad.

Hacia el final de mi sexto, año, tuvo lugar un gran cambio, incluso una transformación completa en las instituciones educativas de Holstein, y también en las de mi pequeña patria. Hasta entonces el Estado no había tenido ninguna influencia en la primera enseñanza, y en la segunda poca; los padres podían enviar a sus hijos donde quisieran, y las escuelas de primeras letras y de párvulos eran instituciones puramente privadas, de las que ni siquiera se preocupaba el párroco, y que a menudo surgían de la manera más extraña. Así, por ejemplo, Susana había llegado con sus zuecos de madera una tormentosa tarde otoñal a Wesselburen, sin una moneda en el bolsillo y totalmente desconocida, y había encontrado alojamiento, gracias a Dios, en la casa de la compasiva viuda de un pastor; esta descubre que la peregrina sabe leer y escribir, y que tampoco conoce mal

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las Escrituras, y le hace en seguida, de golpe y porrazo, la proposición de quedarse en ese lugar, en su casa, y de dar clases. La juventud, o al menos la parte que gateaba, se había quedado recientemente huérfana, pues el maestro anterior, alabado durante largo tiempo por su severa disciplina, había castigado a una muchachita entrometida por una impertinencia sentándola desnuda sobre una estufa caliente, quizás para recibir mayores alabanzas, y esto había sido demasiado incluso para los más incondicionales admiradores de la vara.

Susana estaba totalmente sola en el mundo, y no sabía a dónde ir o qué hacer; así pues, cambió el habitual trabajo manual, aunque no sin miedo, según su propia expresión, por el difícil trabajo intelectual, y la especulación tuvo en poco tiempo un éxito total. A los muchachos y muchachas mayores se les abrían, severos y oscuros, el rectorado y el correctorado, que estaban bajo una especie de control y que en caso necesario reclutaban gente laica cuando el personal de renuevo no surgía de entre ellos mismos. Pero aquí apenas se impartían, a pesar de los pomposos y arrogantes nombres, que hasta ahora siguen siendo misteriosos para mí, las suficientes asignaturas prácticas; y un hermano de mi madre, generalmente admirado por

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sus dotes, al que el rector, en ningún modo humilde, dejó marchar con la explicación solemne de que no le podía enseñar más, pues sabía tanto como él mismo, era además un magnífico calígrafo, y adornaba sus tarjetas de Año Nuevo con tinta china y arabescos, como Fust y Schöffer sus incunables, y sin embargo no era capaz de emitir ni una sola frase gramaticalmente correcta. Había que poner fin de una vez a estas circunstancias, sin lugar a duda, tremendamente deficientes y necesitadas de una mejora; el pueblo debía ser educado desde la cuna y había que cortar hasta la última raíz de la superstición. Si verdaderamente se sopesó lo que principalmente había que sopesar, queda en tela de juicio, pues el concepto de la educación es extremadamente relativo, y de la misma manera que la borrachera más repugnante se origina a base de beber traguitos de todas las botellas, de esa manera el simple saber enciclopédico, que por lo demás se puede ensanchar indefinidamente, provoca esa arrogancia odiosa que no se doblega ante ninguna autoridad y que no penetra en la profundidad en la que las contradicciones y oposiciones dialécticas surgidas exuberantemente se resuelven por sí mismas. En cualquier caso, acertaron con el medio preciso cuando, por una parte, se fundaron seminarios y, por otra, se

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construyeron escuelas elementales, de tal manera que las doctrinas que en aquellos se cocían y se metían con embudo, como racionalismo, en las hueras cabezas de los maestros de escuela, podían ser derramadas desde estas por todo el país. El resultado era que a una generación algo supersticiosa le siguió una superinteligente, pues es asombroso ver cómo se siente el nieto cuando sabe que un meteoro nocturno de fuego consta simplemente de emanaciones ardientes, mientras que el abuelo ve en ello al diablo, que quiere entrar en alguna chimenea con sus relucientes sacos de dinero. Bien, sea como sea a lo que haya que atenerse en este punto en general, repito mi convencimiento de que es extraordinariamente difícil encontrar un término medio; para mí la reforma supuso una gran suerte. También Wesselburen consiguió su escuela elemental, y fue elegido profesor un hombre cuyo nombre no puedo escribir sin un sentimiento del más profundo agradecimiento, pues, a pesar de su modesta actitud, ejerció una inconmensurable influencia en mi desarrollo. Se llamaba Franz Christian Dethlefen, y llegó a nuestra ciudad desde la vecina Eiderstedt, donde ya había prestado un pequeño servicio.

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IX

Ninguna casa es tan pequeña como para que al niño que ha nacido en ella no le parezca un mundo cuyas maravillas y misterios va descubriendo paulatinamente. Incluso la choza más pobre tiene al menos su desván, al que conduce una escalera de madera, y ¡con qué sentimiento se sube por ella por primera vez! Con certeza, arriba se encuentra algún aparato viejo, que, inútil y olvidado, recuerda tiempos pasados y hace referencia a personas que ya se han podrido hasta el último hueso. Detrás de la chimenea descansa seguramente un arca carcomida que despierta la curiosidad; una enorme capa de polvo la cubre, pero no hay necesidad de buscar la llave, pues se puede meter la mano en ella por donde se quiera, y cuando el niño lo hace con temblores y titubeos, saca una bota desgarrada o la rueca rota de un torno de hilar que ya había sido desechada hacía medio siglo. Temeroso, arroja el doble hallazgo lejos de sí, puesto que, involuntariamente, se pregunta dónde está la pierna que movía aquella y dónde la mano que ponía en movimiento esta; sin embargo, la madre guarda de nuevo, cuidadosamente, la una o la otra, porque necesita precisamente una correa que todavía se puede cortar de

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la bota del abuelo, o porque cree que con la rueca de la tía abuela todavía puede encender fuego. Pero aunque el arca hubiera ido a parar, con todo su contenido, a la estufa de azulejos durante el último duro invierno, que hizo que la gente incluso quemara boñigas secas, todavía queda en el desván una hoz oxidada que antaño iba al campo brillante y feliz, y segaba en un santiamén miles de tallitos dorados y verdes; y encima de ella cuelga la guadaña siniestra, con la que hace tiempo se rebanó un mozo la nariz, porque el instrumento se había deslizado hasta el tragaluz y el muchacho subió la escalera con demasiada rapidez. Al lado chillan en las esquinas los ratones, y hasta unos cuantos salen de sus agujeros para, después de una breve danza, refugiarse de nuevo en ellos; incluso una pequeña comadreja de un blanco reluciente se deja ver por unos instantes, levantando su aguda cabeza junto con las patas delanteras, espiando y resoplando hacia las alturas, y el único rayo de sol que penetra por alguna hendidura escondida semeja de tal manera un hilo de oro que uno quisiera enrollarlo en seguida en un dedo. De una bodega no sabe nada la choza, pero sí la casa burguesa, aunque no por el vino, sino a causa de las patatas y los nabos que el más pobre esconde al aire libre bajo un montón de tierra que cava en

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otoño y que cubre prudentemente con paja o abono en el invierno, cuando llegan las heladas. Llegar al sótano es todavía más emocionante que llegar al desván; ¡pero qué iba a ser del niño que no supiera dar gusto a este deseo de una forma u otra! Puede ir a casa del vecino y colgarse mimosamente al mandil de la doncella cuando ella tiene que subir algo; puede incluso esperar el momento en que la puerta quede abierta por descuido y atreverse a bajar solo. Esto es naturalmente peligroso, pues la puerta se puede cerrar de pronto, y las arañas de dieciséis patas que se arrastran con repugnante figura por las paredes, así como el agua verdosa que se filtra y se acumula en los hoyos dejados aquí y allá intencionadamente, no invitan a una larga estancia. Pero no pasa nada, para eso tiene uno la garganta, ¡y al que grita a pulmón abierto termina por oírsele!

Si la casa le hace, bajo todas estas circunstancias, tal impresión al niño, qué no le hará el lugar donde vive. Cuando la madre o el padre lo sacan por primera vez, anda por el ovillo de calles no sin asombro, y cuando regresa, está al menos mareado. Sin duda trae a casa imágenes de muchos objetos que quizás permanezcan eternamente en su cabeza y que a lo largo de la vida se

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extienden y amplían, insensiblemente, hasta el infinito, y nunca desaparecen, pues las impresiones primitivas de las cosas son indestructibles y se afirman frente a otras más tardías, aun cuando estas puedan superarlas. Así pues, también fue para mí un momento inolvidable que vive hasta el día de hoy en mi memoria, aquel en que mi madre me dejó compartir con ella por primera vez el paseo vespertino que solía permitirse los domingos y días festivos del hermoso verano. ¡Dios mío! ¡Qué grande era Wesselburen! Mis piernas de cinco años estaban casi agotadas antes de que regresáramos. ¡Y todo lo que uno encontraba por ahí! ¡Ya solo los nombres de las calles y de las plazas sonaban misteriosos y aventureros! «¡Ahora estamos en el Lollfuss! ¡Aquí está Blankenau! ¡Por aquí se sube al Klingelberg! ¡Allí está el Eichennest!». ¡Cuanto menos nos decía el nombre, tantos más misterios debían ocultar los lugares! ¡Incluso las mismas cosas! La iglesia, cuya voz metálica ya había escuchado antes a menudo; el cementerio con sus árboles sombríos y sus cruces y losas; una casa antiquísima en la que había vivido uno, del cuarenta y ocho, y en cuyo sótano, debía encontrarse un tesoro vigilado por el diablo; un gran estanque de peces. Todas esas menudencias fluían en mí conjuntamente, como si ellas, al igual que los miembros

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de un gran animal, se relacionaran orgánicamente las unas con las otras, formando una tremenda imagen total que la luna otoñal bañaba con su luz azulada. Desde entonces he visto la Basílica de San Pedro y todas las catedrales alemanas, he visitado el Père Lachaise y la pirámide de Cestio, pero cuando pienso en general en las iglesias, cementerios, etc., se me aparecen todavía flotando ante mí en la forma en que yo los vi aquella tarde.

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X

Aproximadamente en la misma época en la que yo cambié la sala oscura de Susana por la nueva, clara y cordial escuela elemental, recién construida, mi padre tuvo que abandonar su pequeña casa y ocupar una de alquiler. Fue para mí un contraste notable. La escuela se había ampliado, miraba a través de ventanas relucientes con anchos marcos de pino, en vez de poner la mirada en cristales de botella con sucios marcos de plomo, y el día, que con Susana comenzaba siempre más tarde y terminaba antes de lo que debía, recuperaba aquí sus derechos; me sentaba en una mesa cómoda con pupitre y tintero, y el fresco olor a madera y a pintura, que aún tenía un encanto para mí, me transportaba a una especie de alegre éxtasis; y cuando, debido a mi forma de leer, el padre que examinaba me indicó que cambiara el tercer banco, que yo había elegido humildemente, por el primero e incluso que ocupara en este el primer lugar, no me faltó mucho para alcanzar la felicidad completa.

La casa, por el contrario, se había encogido y era más oscura; ahora ya no había un jardín en el que podía, en el buen tiempo, retozar con mis camaradas, ningún zaguán

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que nos acogiera hospitalariamente cuando llovía o hacía viento; yo estaba confinado en un estrecho cuarto en el que apenas me podía mover y al que tampoco podía traer a ningún compañero de juegos, y nadie se paraba ante mi puerta, ya que daba directamente a la calle. El motivo de este cambio tan radical y de serias consecuencias era de por sí peculiar.

Mi padre se había cargado con deudas ajenas al casarse, mediante la aceptación de una garantía, y hubiera sido expulsado, sin duda, mucho antes, si su acreedor, felizmente, no hubiera tenido que pagar con una larga condena un incendio provocado. Era este uno de esos hombres que cometen el mal por el mal, y que prefieren el camino torcido al recto cuando aquel conduce mucho más rápidamente a la meta; tenía una mirada infernal, acechante y malévola que nadie soportaba, y que en épocas infantiles bien pudo encender todavía la creencia en brujas y hechiceros, porque la alegría sobre la desgracia ajena encontraba en ella una expresión que parecía multiplicar de por sí la desgracia. Mesonero y abacero más que pudiente para su condición, hubiera podido llevarla existencia más pacífica y alegre; pero tenía que vivir en completa enemistad con Dios y el mundo, y soltar

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las riendas de un humor verdaderamente endiablado, del cual no he visto un segundo ejemplo, ni siquiera en las historias de crímenes. Así, una vez le permitió con gran amabilidad a su mujer que fuera a confesarse un sábado; sin embargo, le prohibió el domingo, según los usos protestantes, tomar la comunión, porque no se lo había rogado. Cuando alguno de sus vecinos criaba un caballo joven y hermoso, iba a su casa y le ofrecía el precio más ridículo por él. Si el vecino lo rechazaba, él decía: «Yo me lo pensaría y tomaría en consideración la antigua norma según la cual debe entregarse todo aquello sobre lo que ya se ha negociado una vez; ¡quién sabe lo que puede pasar!». Y con seguridad, el amo encontraba al caballo, a pesar de toda la vigilancia, más tarde o más temprano en la pradera o en el establo con el tendón de la pata cortado, y había que sacrificarlo, de tal manera que este sujeto finalmente podía comprar todo lo que se le antojara. Ayudó a su yerno, con la mayor complacencia, a llevar a cabo una bancarrota defraudatoria, a la que él mismo le había inducido. Cuando el yerno, después de un juramento falso, le reclamó las cosas requisadas, se rio de él y le animó a que le denunciara. En el incendio, sin embargo, fue sorprendido por su propia sirvienta, y a despecho de su astucia y a pesar de su gran suerte fue

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cogido con las manos en la masa, y a esta circunstancia debía agradecer mi padre, a quien él, mediante toda clase de astucias, había metido en el aval, los pocos años de posesión tranquila de los que pudo disfrutar durante su breve vida. Tan pronto como la prisión devolvió a la comunidad a su tutelado, tuvimos que abandonar nosotros los lugares en los que nuestros abuelos habían compartido durante más de medio siglo penas y alegrías; mi hermano y yo experimentamos el fin del mundo en el momento en el que los viejos muebles, que habían sido escasamente movidos de su lugar cuando se blanqueaban las paredes, de repente salieron a la calle; cuando el honorable reloj de péndulo holandés que nunca marcaba las horas con exactitud, sembrando siempre confusión, se vio de pronto iluminado por un rayo del sol del mes de mayo y colgando de una rama del peral; y la mesa redonda y carcomida, que cuando estaba poco llena despertaba en nosotros tan a menudo el deseo de pedir todo lo que ya había sido comido, se encontraba ahí abajo cojeando. Sin embargo, y como es natural, todo esto era un espectáculo para nosotros. Al desalojar, incluso encontré en una ratonera la cazoleta de la pipa usada y perdida hacía ya mucho tiempo, y cuando, en las casas de las familias que se mudaban con nosotros, aparecía

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esto y aquello al limpiar las esquinas, objetos que no parecían valer la pena, nosotros, que queríamos recoger hasta la última pieza, creímos vivir aquel día como una jornada festiva, y nos despedimos, no sin emoción, pero sí con dolor, de las estancias en las que habíamos nacido.

El significado de todo esto no lo llegué a captar hasta más tarde, pero sí lo suficientemente pronto; hasta entonces, yo era, sin saberlo, un pequeño aristócrata, y ahora había dejado de serlo. Todo estaba relacionado. El colono mira por encima del hombro al aparcero, y el campesino y el burgués, a su vez, lo hacen con aquél, y al mismo tiempo lo respetan de alguna manera. Está tan seguro del primer saludo como si tuviera en las manos una letra de cambio que pudiera cobrar mediante juicio; sin embargo, si no puede afirmarse a su altura, le sucede como a todo grande que cae en desgracia: los del estamento inferior se vengan de que antes estuviera por encima de ellos. Los niños se orientan en todas estas cosas según los padres, y así tuve que compartir con mi padre el honor de la superioridad, pero también la deshonra de la caída. Cuando éramos todavía propietarios, mi prestigio como hijo de colono se veía considerablemente fortalecido por el peral y el ciruelo de nuestro jardín.

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Incluso en invierno, la gente no olvidaba que yo, en verano, tenía algo que regalar, y alguna bola de nieve endurecida, que me estaba destinada originalmente a mí, pasaba junto a mis orejas, porque se temía que yo, en algún momento, quisiera tomarme la revancha. A medida que se aproximaba la primavera, algunos comenzaban, con toda una serie de pequeños regalos, a tratar de ganarse mi protección; tan pronto recibía una estampita como más tarde una señal de colores para mi libro o una concha, y yo, lleno de benevolencia, prometía a cambio lo que me pedían. Apenas aparecían las primeras floraciones, cerraba con Wilhelm, el hijo del carpintero, negocios formales. A crédito me prestaba un pequeño coche, luego una caja de muñecos, luego un armario y otros juguetes que él era capaz de tallar con suficiente habilidad, utilizando los restos de madera de su padre, y yo a cambio le adjudicaba una cesta o media de peras y ciruelas. Cuando los árboles ostentaban su abundancia, la cosecha normalmente ya estaba vendida, pero con gran discreción, puesto que mi madre era poco inclinada a cumplir los contratos por mí cerrados, y Wilhelm se presentaba siempre ante ella como un dador generoso y altruista. Si los frutos estaban ya maduros, algo en lo que la opinión de los niños y de los adultos se

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diferencia de forma considerable, entonces mi acreedor tiraba desde su jardín ramitas y piedras contra el árbol, mientras que yo vigilaba si venía alguien y recogía los frutos caídos, temerosa y rápidamente, para entregárselos a él. Generalmente elegíamos la hora del mediodía para hacer esto, y a menudo conseguí pagar totalmente mis deudas antes de que tuviera lugar la recolección. A menudo esta nos sorprendía o éramos descubiertos, y en esos casos Wilhelm recogía en un momento propicio sus cosas, sin piedad alguna y sin preocuparse de que ya había conseguido la mayor parte del precio estipulado, saltando la valla y arrebatándomelas. Lo mismo habría hecho, seguramente, en los años no fértiles, pero yo no me acuerdo de ninguno. Todo esto tuvo un final, y las consecuencias fueron verdaderamente amargas al principio. En primer lugar, adornaron a mis padres festivamente con el título de «muertos de hambre», pues es característico entre las gentes de la clase baja que, si bien han inventado el refrán que dice «ser pobre no es una deshonra», sin embargo, no actúan según él. A esto no contribuyó en menor cuantía el hecho de que mi madre fuera de naturaleza reservada y que incluso ahora no dejaba de seguir el principio que tan frecuentemente citaba:

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«Envilecerme lo puedo hacer siempre, para eso no hay ninguna prisa». Entonces comenzaron a molestarnos a nosotros, los niños. Los antiguos compañeros de juegos se retiraban o al menos nos hacían notar la diferencia que ahora nos separaba, pues el muchacho que tiene en el estómago un pastel de huevo mira por encima del hombro a aquel que tiene que llenárselo con patatas. Los nuevos nos tomaban el pelo y se mostraban antipáticos en cuanto podían; incluso los «muchachos del asilo» se arremolinaban a nuestro alrededor. Estos pobres huérfanos, que tenían que ser mantenidos con el dinero público en un lugar intermedio entre institución de caridad y hospital, formaban precisamente la clase más baja; llevaban una bata gris y en la escuela tenían su propio banco, como los condes de Gotinga, solamente que por otros motivos, y eran evitados por todos, de tal manera que ellos mismos se consideraban medio leprosos y solo se acercaban a aquel que creían poder escarnecer. Sin embargo, todo esto tuvo, al final, muy buenas consecuencias para mí. Hasta entonces había sido un soñador que por el día se ocultaba gustosamente tras la valla o el pozo, y que por la tarde se ovillaba en el regazo de la madre o de las vecinas y pedía que le contaran cuentos e historias de fantasmas. Ahora había

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sido lanzado a la vida activa, había que salvar el pellejo, y cuando me enzarcé en la primera pelea, no sin un largo titubeo y con muchos intentos de salvación en absoluto valerosos, resultó de tal manera que ya no tuve miedo de la segunda, y a la tercera o cuarta les tomé ya gusto. Nuestras declaraciones de guerra eran aún más lacónicas que las de los romanos y espartanos. El incitador miraba seriamente a su contrincante durante la clase, cuando el profesor volvía por un minuto la espalda; mostraba el puño derecho y se lo colocaba en la boca o, mejor dicho, en el morro. El contrincante repetía la señal simbólica en los próximos minutos, sin forzar ni siquiera con la mirada un manifiesto más preciso, y a mediodía se hacía el negocio en el patio de una iglesia cercana a un antiguo cementerio, ante el cual se hallaba una superficie de verde hierba; la lucha se llevaba a cabo con las armas naturales de pegar, en casos extremos con las de morder y arañar, ante toda la escuela.

Nunca alcancé el rango de un verdadero triario que cifrara su honor en andar todo el año con el ojo morado o la nariz hinchada, pero pronto perdí la alabanza materna de ser un buen niño, la cual hasta entonces me había hecho tanto bien, y a cambio crecí en prestigio a los ojos de mi

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padre, que se comportaba con sus hijos como Federico el Grande con sus oficiales, que los castigaba cuando se pegaban, y se burlaba de ellos cuando se dejaban pegar.

Una vez, mi contrincante me mordió el dedo hasta llegar con sus dientes al hueso cuando yo estaba encima de él propinándole una buena paliza, de tal manera que durante semanas no pude usar la mano para escribir; esta fue también la herida más peligrosa de la que me puedo acordar, y condujo, como suele pasar más tarde en la vida, a una íntima amistad.

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