Quinto beatle

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Por Mariana Valle, de mi próximo libro “Variaciones sobre el Flautista de Hamelín” EL QUINTO BEATLE A Carlos, ante todo, a Sofía y su sabiduría de luna, a Estrella y su resplandor de niña, a Lautaro Ortiz y su inspiración para el nombre de este cuento. Y con la memoria eterna: a Juan Cabandié. Charly era el peor de la clase. Cada nuevo día en la escuela era una tortura. Sus compañeros se burlaban de él a escondidas. Sus padres estaban demasiado ocupados en sus cosas como para escuchar sus penas. El cuarto donde vivía se había transformado en el escenario ideal para refugiarse de sus pesadillas. Allí, había concebido un universo mágico y onírico del cual era el único y exclusivo “amo y señor”. Los trastos viejos que amontonaba en la pieza –que jamás ordenaba- se habían convertido, para su imaginación ferviente y voraz, en la barca de ilusiones que navegaba hacía países lejanos de abundancia y felicidad. Fabulosos reinos de Oriente e intrépidas princesas de mejillas rozagantes –extraídas de un viejo cuento preciosista- poblaban sus ideas.

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Por Mariana Valle, de mi próximo libro “Variaciones sobre el Flautista de Hamelín”

EL QUINTO BEATLE

A Carlos, ante todo, a Sofía y su sabiduría de luna, a Estrella y su resplandor de niña, a Lautaro Ortiz y su inspiración para el nombre de este cuento. Y con la memoria eterna: a Juan Cabandié.

Charly era el peor de la clase.

Cada nuevo día en la escuela era una tortura.

Sus compañeros se burlaban de él a escondidas.

Sus padres estaban demasiado ocupados en sus cosas como para escuchar sus penas.

El cuarto donde vivía se había transformado en el escenario ideal para refugiarse de sus pesadillas.

Allí, había concebido un universo mágico y onírico del cual era el único y exclusivo “amo y señor”.

Los trastos viejos que amontonaba en la pieza –que jamás ordenaba- se habían convertido, para su imaginación ferviente y voraz, en la barca de ilusiones que navegaba hacía países lejanos de abundancia y felicidad.

Fabulosos reinos de Oriente e intrépidas princesas de mejillas rozagantes –extraídas de un viejo cuento preciosista- poblaban sus ideas.

Su madre, del otro lado de la puerta, exigía inútilmente su pronta respuesta.

En la protectora guarida elaborada pacientemente sobre su añoso jacarandá, se repetía a sí mismo: ¡Nunca más!

Nunca más dolor, nunca más infamia, nunca más traición.

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Un día de tétrica ausencia, azorado golpeó con su batuta inclementemente el cuerpo de la olla vieja. Y se asustó de aquél máximo sonido perpetuado en su eco infinitamente hacia otras vasijas.

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Del otro lado de su casa vivía el malvado Betho, quien solía quien solía burlarse del inminentemente divorcio de los padres de Charly.

La familia de Betho era –para él- severa…y gris.

Admiraba la armonía de la música clásica que escuchaba, a todo volumen, en su lustroso winco replateado.

El padre de Betho –el temido señor Betho- enseñaba Historia en el colegio de Charly.

Odiaba a los extraños de pelo largo, con sus barcas libertarias y sus osos sin jaula.

Y en su doctrina no admitía crítica ni rebeldía alguna.

Su disciplina era castrense. Su lógica, la de los cuarteles y los silencios.

La mamá de Betho, no entendía el amor de su marido por las insignias y los galones que poblaban sus paredes.

En soledad ella solía burlarse despectivamente de semejante afán de “guardar chatarra”.

Ella era, en cambio, “colorida y melodiosa”, como un “jilguero, pensaba su hijo.

Cada vez más ella se preocupaba de sus ausencias y de su rostro cabizbajo e insomne. Y por las preguntas que sólo recibían silencios insondables hiriendo la noche pálida y quejumbrosa de aquél verano de 1976.

A diferencia de su madre, Betho –el hijo- descubrió un día el hermoso tintinear de aquellas monedas e insignias paternas al pegarse entre sí con furia, “provocando una pequeña y hermosa explosión”…pensó.

Un día Betho, aburrido, escuchó con gran emoción los tambores reprofundos y cautivantes de Charly. Del otro lado del impoluto portón de su habitación gris.

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Subiendo, casi movido por una fuerza interior, a la casita del árbol, él suspiró.

Se admiró del estruendo de ollas y otras vasijas a su alrededor, que le dibujaban cientos de colores en el cuarto fragante y primaveral.

Sonaba, de fondo, una canción de los Beatles. Música profana para su padre, enamorado de viejas marchas militares.

Entonces, tomó un saxofón –del padre de Charly- y al tocarlo una leve y furtiva lágrima por sus mejillas tersas de niño resbaló y acarició su corazón pálido.

-¡Betho! (dijo Charly, rompiendo tal introspección)- Hace mucho que estoy solo en este cuarto, ¿querrías acompañarme para tocar juntos esta canción?

Charly había leído en revistas de su padre –músico amateur- que los Beatles soñaban con incorporar a su banda a un quinto integrante.

Un saxofonista, fanático del Blues. Un admirador que reproducía Yellow Submarine con graves y lacónicas notas.

Desde ese día, Betho se llamó secretamente así –el quinto Beatle- y, pese a los terribles descubrimientos que surcaron su existencia, para siempre quedó afianzada esa, su verdadera identidad de músico y de mago.

El recuerdo eterno de aquella súbita y feliz inspiración y, cual salieri, la fidelidad eterna a su gran amigo: Charly.