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7 Prólogo Siempre he pensado que un cuento es un regalo que el au- tor hace al lector: expone un tema en unas páginas renuncian- do a escribir un tocho de mil. Según ello, la diferencia entre cuento y novela sería cuestión del número de páginas. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla; pensando más, pa- rece que el cuento es el relato de una anécdota en tanto que la novela es el desarrollo de una situación evolutiva en una o más personas. Según este modo de pensar, el cuento no debería necesitar más que unas pocas páginas para quedar completo, redondo. No obstante, cuando se me plantean dudas, acudo al dic- cionario a ver si me las disipa. Y el de la RAE define: Cuento: 1.1 Relato, generalmente indiscreto, de un suceso. 1.2 Relación de palabra o por escrito de un suceso falso o de pura invención. 1.3 Narración breve de ficción. Novela: Obra literaria en prosa en la que se relata una acción fingida, en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descrip- ción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de personas y de costumbres. Me llama la atención lo de «indiscreto» y lo de «intere- santes».

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Prólogo

Siempre he pensado que un cuento es un regalo que el au-tor hace al lector: expone un tema en unas páginas renuncian-do a escribir un tocho de mil.

Según ello, la diferencia entre cuento y novela sería cuestión del número de páginas.

Sin embargo, la cosa no es tan sencilla; pensando más, pa-rece que el cuento es el relato de una anécdota en tanto que la novela es el desarrollo de una situación evolutiva en una o más personas.

Según este modo de pensar, el cuento no debería necesitar más que unas pocas páginas para quedar completo, redondo.

No obstante, cuando se me plantean dudas, acudo al dic-cionario a ver si me las disipa. Y el de la RAE define:

Cuento:1.1 Relato, generalmente indiscreto, de un suceso.1.2 Relación de palabra o por escrito de un suceso falso o de pura

invención.1.3 Narración breve de ficción.

Novela:Obra literaria en prosa en la que se relata una acción fingida, en todo

o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descrip-ción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de personas y de costumbres.

Me llama la atención lo de «indiscreto» y lo de «intere-santes».

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Ante esta «catástrofe definitoria», vayamos a nuestro viejo Sopena:

Cuento:Relato de un suceso real o falso.

Novela:Obra literaria en que se narra una acción generalmente fingida y se

describen lances interesantes, caracteres y costumbres.

Resulta que este diccionario acota el cuento al relato de un suceso y en la novela se refiere a una acción.

Entonces:Un suceso = cuento.Una serie de sucesos = novela.Si nos vamos a la ESO1, vemos que el cuento y la novela per-

tenecen al género épico, no al lírico o el dramático. Aquí añade un matiz a los anteriores; la novela tiene «varios personajes» (que también puede tener el cuento) y el cuento «tiende a dejar una moraleja».

Dios me libre de escribir cuentos con moraleja.Ante esta «definida indefinición» solo parece útil para dife-

renciar el cuento de la novela la longitud de la narración. Tal vez en las palabras «suceso» y «acción» se halle la sutil diferenciación, según la cual la mayoría de los cuentos son «novelas cortas» o «narraciones cortas».

Y para complicar las cosas, Unamuno se inventa la «nivola». Una novela «de personajes planos, dominados por una única pa-sión», una novela que «da prioridad al contenido sobre la forma». Es decir, en un extremo, Pierre Loti o Blasco Ibáñez y, en el otro, Dostoievski y el mismo Unamuno.

Tampoco nos sirve para mejorar la distinción la medición del tiempo interno de la narración. Si lo tomáramos como medida, el Ulises de James Joyce, que discurre en unas horas, sería un cuento, siendo como es un tocho para leer en varios

1.– Educación Secundaria Obligatoria. Esquemas de estudio.

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días, y en cambio, «El gato con botas» de Charles Perrault sería una novela puesto que «el gato con botas estuvo tres meses llevándole regalos al rey de parte del marqués de Carabás».

Un viejo compañero de dominó y de charlas de literatura (y de todo) me señala que el cuento es expresión de «un sentimiento» y la novela es «un relato histórico», pero acaba volviendo a lo mismo al comentar que «cuando el cuento... logra plasmar en unas pocas hojas un relato...», o sea, que se trata de una seudodiferenciación que termina apoyándose en el número de páginas.

Puesto en esta tesitura, yo me atrevería a afirmar que el cuento nace de una vez en el cerebro del escritor, aunque luego le haga modificaciones. La novela se gesta poco a poco, de un modo discursivo y por una interacción entre el autor y sus personajes a lo largo de su invención.

Pero salgamos de este fangal.El Quijote, por ejemplo, es una novela; las vicisitudes de

don Quijote y Sancho, que lleva incrustada una gran cantidad de cuentos; el de la pastora Marcela, la hermosa Dorotea, «La novela del curioso impertinente», la historia de la infanta Micomicona, la «Historia del capitán cautivo»...

¿Qué son las Novelas ejemplares» sino quince (o catorce, si se excluye «La tía fingida», que según muchos críticos no fue escrita por Cervantes), por su extensión, cuentos?

No voy a hacer aquí una relación que sería enormemente lar-ga de las colecciones de cuentos existentes. Y no me refiero a los cuentos de Grimm, Perrault y Andersen que todos leímos de niños, sino a los cuentos para adultos que más me han gustado a mí.

Ante todo, una colección de cuentos denominada Se busca una mujer, de Charles Bukowsky. Aunque sobrenadando en océanos de vino, son para mí lo mejor del género.

Erckmann Chatrian, con El amigo Fritz, Guy de Maupassant y su «Bola de sebo», el gótico H.P. Lovecraft y sus «Mitos de Cthul-hu», Poe...

Y Washington Irving y Bécquer.

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Y en lugar destacado, Antón Chejov, Kafka, Hemingway. Y etc., etc., etc.

Observo que también sería muy larga la relación de los cuen-tos que aprecio, así que no voy a añadir más a la lista.

Estimo que, de los cuentos que he reunido en este libro, «El jarrón» es un cuento puro, sin contaminaciones novelescas.

«Emilio el silencioso», «Sin papeles», «Todo bajo control» y «Yo no lo haría» son también cuentos. Refieren con alguna mayor extensión una situación.

«El rapto de Magda», «La muñeca», «La secretaria» y «Las mil viviendas» tienen un núcleo que es una anécdota, aunque desa-rrollada a lo largo del tiempo, es decir, con unos antecedentes y unas consecuencias.

Finalmente, «El códex» y «Un pretendiente indeciso» podrían considerarse novelas cortas, más que cuentos. Los personajes evolucionan, cambian con el tiempo.

Por su extensión, medio centenar de páginas, «Tres días en Lubliana» sería una novela corta, aunque su duración en el tiempo interno es muy inferior a «Un amante indeciso».

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Uno.

El códex

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El códex

A la memoria deJuan Llorente. Librero.

I

El padre Santiago parecía un perrito de las praderas. Este es un animalito propio de los prados de México y

Estados Unidos, pero también de los documentales de TV2, donde acostumbra uno a verlos subidos a un montículo formado por la tierra extraída de sus madrigueras, en posición de firmes, oteando el horizonte por si aparece un depredador.

El padre Santiago tenía unos ojos negros muy separados entre sí, una nariz corta y roma, barbilla hundida, el cabello entrecano cortado a cepillo y orejas pequeñas pegadas al cráneo. Era frecuente encontrarle en los alrededores de la Iglesia de San Miguel, de Piedrasalbas, una maravilla de románico rural porticado, a pie firme, con las manos cogidas a la espalda, contemplando su entorno como lo haría el mismo Cynomys ludovicianus, que es el nombre científico del citado animalito.

El obispado le había encargado, dada la ausencia de voca-ciones sacerdotales, media docena de parroquias segovianas, pese a sus antecedentes depresivos que le habían mantenido apartado del servicio eclesiástico largas temporadas.

Los feligreses que se encontraba en sus paseos le dirigían tímidos saludos. No era un hombre simpático. Además, conocía la vida oculta de cada cual, gracias al secreto de confesión de los que se confesaban y gracias a su ama Romualda, una cuarentona que era su ama de llaves, que era capaz de entablar conversación

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con un risco granítico de la cercana sierra de Malangosto y extraerle información sobre los que no se confesaban.

El padre Santiago rondaba los cincuenta años.Aquella mañana, sin poderse resistir, había acudido después

de la misa de las doce a la plaza del pueblo. Allí permanecía como el Cynomys, tieso, con las manos cogidas a la espalda, vigilando la llegada del autobús de Segovia.

A la llegada del moderno autobús, su mirada escudriñó a cada gorda pueblerina y a cada cateto de cara cuarteada por el sol, hasta que desembarcó la hija única del alcalde, que estudiaba en Madrid, pero que volvía al pueblo a ver a sus padres los fines de semana.

La muchacha era una incitación al pecado. Vestida con un ajustado y escotado niqui rojo, que lo que no enseñaba lo de-lineaba perfectamente, una faldita algo más ancha que un cin-turón y unas sandalias. El pelo castaño claro suelto sobre los hombros y una mochila cuyas correas hacían destacar sus pro-digiosas mamas. Bajó del autobús de un salto y el corazón del cura dio otro. Su mirada, que ante las castas y aburridas pueble-rinas era dura como el acero, se dulcificó paradójicamente ante esta tentación del diablo en forma de estudiante de Medicina.

El pobre padre Santiago estaba enamorado hasta las cachas de las cachas de Margarita.

Pasaba la semana esperando aquel momento, sin sacarse de la mente la cara, las formas, los movimientos de la muchacha. Su imagen se superponía en su mente a cualquier razonamiento que intentase. Aquellos dos o tres minutos de encuentro eran para él el momento más importante de la semana.

Margarita, al pasar junto al cura, colocado estratégicamente, le lanzó una mirada pícara con sus ojos de un verde dorado, movió la rubia cabellera como si límpida emergiera del mismo río Pisón2 y saludó al padre con un:

–Padre Santiago, ¿qué hace tan tieso en medio de la plaza? ¡Parece que se hubiese tragado un palo!

2.– Río del Edén, según el Génesis, que atraviesa la tierra de Ávila, donde abundan el oro, el ónice y el bedelio (una especie de resina).

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Y se alejó dejando en el aire un sutil perfume a lavanda, moviendo las sueltas nalgas al compás del ritmo cardiaco del cura.

Este sintió un leve mareo. Ya había desaparecido la muchacha en la calle en que vivía

su padre, pero Santiago continuaba viendo en su imaginación sus nalgas como un invertido corazón de los naipes franceses, moviendo la corta faldita azul con volantes en el borde.

Su enamoramiento había resucitado en él viejas costumbres de la pubertad, «la espina de la carne» que decía Soren Kier-kegaard, lo que era fuente de infernal tormento que retorcía su espíritu con la misma saña que la fregona contratada por Romualda retorcía la jocifa con la que fregaba, pues por tor-tuosas razones Romualda no dejaba a la rolliza moza utilizar una mopa.

La contemplación de las nalgas, la parte posterior de los muslos y las piernas de la doncella cuando se arrodillaba para fregar el suelo era una causa más de la activación del demonio de la carne en el padre Santiago, con secreto regocijo de Romualda.

Romualda, que había tenido que abortar a los catorce años tras un desliz con un pastor de su pueblo llamado Juan, sentía desde entonces que la Iglesia le debía algo. Su madre hizo que la comadrona (que también atendía a las ovejas enfermas o parturientas de los alrededores) le practicase un aborto para evitar que el antecesor del padre Santiago las declarase réprobas y las expulsara de la Iglesia. Al pastor le aconsejaron que se fuera del pueblo, por si el padre de Romualda, que trabajaba fuera del lugar, de aparcero, se enteraba de su metedura, no de pata.

Así pues, las pantorrillas, muslos y nalgas de la fregona eran una forma de venganza del ama de llaves sobre don Santiago.

El párroco no era tonto. La tierra entre los riscos de la sie-rra de Malangosto y las praderas Segovianas, en primavera, re-ventaba en bellas florecillas silvestres, lo cual significaba una excelente miel. Las gallinas picoteaban en los descampados del

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pueblo y en los campos próximos lombrices y pequeños insec-tos, lo que, añadido al pienso que les proporcionaba el cura, significaba ecológicas docenas de huevos. Algún pastor aficio-nado a modelar figuritas de madera le proporcionaba llamati-vas tallas de santos con ojos de libélula que parecían diseñadas por el propio maestro Agüero. Algún pintor de Segovia copia-ba relicarios en las iglesias de las que era párroco. Todos estos productos eran vendidos en el rústico almacén-tienda que ha-bía creado el cura en su casa pastoral, a los turistas que acudían a contemplar la maravillosa iglesia románica.

Era un hombre rico y, sin embargo, tan desgraciado como el más pobre pastor de la sierra, víctima de un amor tan ardiente como imposible.

Había terminado sus días en el pueblo un viejo guardia civil, un hombre fornido, ya encorvado por los años, de gran mostacho blanco amarilleado por el tabaco.

El médico del lugar, que para envidia del párroco frecuen-temente charlaba y reía con Margarita e incluso le daba algún que otro cariñoso cachete en las bien formadas nalgas, le dijo un día:

–Pancracio no creo que dure veinticuatro horas, tal y como tiene los tobillos de hinchados, los labios de morados, el ritmo cardiaco de alterado. Deberías ir a verle, cura.

Aun sabiendo que el guardia civil era ateo, por el qué dirán, Santiago tuvo que acudir por si le daba por confesarse.

El ancho tórax del guardia civil era una olla donde hervía el edema pulmonar. Santiago entró en el oscuro dormitorio. En aquel momento, no había nadie en la casa. El cura se sentó junto al enfermo y contempló el cuarto. Un tricornio de hule colgaba de un clavo en la pared. De otro pendía una oscura fotografía enmarcada donde entre cagadas de mosca se entreveía el rostro de una mujer, la del número, que debía haber muerto muchos años antes. Un viejo calendario de diez años atrás. Desvencijadas sillas bajas de anea destripadas por el tiempo. Un bargueño desconchado. Una mesilla de noche y un orinal bajo la cama.

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No pudo resistir la curiosidad y abrió el cajón de la mesilla de noche. Se llevó un susto; allí reposaba la Star del nueve largo del guardia civil.

Bruscamente, la olla dejó de hervir tras un gorgoteo como el de algún inodoro al vaciarse. Un silencio solo interrum-pido por lejanos gritos de unos niños que jugaban en la plaza del pueblo invadió el dormitorio, como un líquido espeso y pegajoso. Sin saber exactamente por qué, movido por el subconsciente. Santiago cogió la automática, se la metió en el profundo bolsillo de la sotana y salió del dormitorio. Pri-mero, se dirigió a la casa del médico a notificarle la muerte de su paciente y, luego, a la parroquia, a coger el cofrecillo en el que guardaba los artilugios de administrar los santos óleos. Antes de salir, dejó el nueve largo en un cajón de la sacristía, que cerró con llave.

Cuando regresó a la casa del guardia, ya había vuelto la mujer que cuidaba al difunto. También el médico, que, tras auscultar el silencioso tórax, afirmó:

–Ha muerto. Me dijo que tenía un seguro de enterramiento. Llame al secretario del Ayuntamiento, él buscará entre los papeles y llamará a la funeraria.

La mujer, que no se tenía que vestir de luto porque, como es frecuente en los pueblos, lo llevaba perpetuo, lo que quería era que los dos se fuesen para ver si había dinero escondido en alguna parte.

El cura le aplicó los santos óleos al recién muerto.

Don Quintiliano, el alcalde del pueblo y padre de Margarita, era un hombre campechano. A pesar de ser republicano y agnóstico, no se llevaba mal con el cura. A veces, le gastaba bromas sugiriéndole que sus creencias no eran muy distintas a las suyas («pero de algo tienes que vivir») o sobre el negocio que tenía montado sobre los huevos, la miel y el románico.

El párroco se quedó algo sorprendido al verle entrar aquella mañana en su tienda de suvenires y de alimentación ecológica.

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Don Quintiliano se detuvo ante una talla de una virgen po-licromada de unos treinta centímetros de alta que tenía una en-talladura en su cara posterior.

El cura se acercó obsequioso.–Esa es una imagen de arzón. Una imagen que mediante

ese hueco que tiene detrás podía encajarse en la montura de un caballo. Se suponía que protegía al viajero.

–¿Cuánto vale? –preguntó el regidor. –Don Quintiliano, esa imagen es auténtica. Vale una fortuna.–¿Cuánto? –Insistió.–Cuatro mil euros –contestó el sacerdote.El alcalde sacó un talonario de cheques y comenzó a extender

uno mientras decía:–Margarita se casa dentro de quince días. Este va a ser un

regalo de bodas. –Arrancó el talón y lo dio al cura–. Está muy pálido, padre, ¿qué le ocurre?

Santiago se sentó en una banqueta. La noticia de la boda de Margarita cayó sobre él como un rayo de las frecuentes tormentas de Malangosto. Afortunadamente, su obsesión por Margarita no era conocida por nadie del pueblo. Don Quintiliano atribuyó el mareo al efecto de la venta:

–Pues sí que está usted hecho un buen comerciante. Tenía que pedirle una cosa; los novios quieren casarse en su iglesia y que los case el capellán del hospital donde él trabaja y ella estudia. Él es cirujano maxilofacial.

El cura comprendió el porqué de la compra.–No hay inconveniente. Pediré permiso al obispo. Yo mismo

haré de auxiliar en esa boda. ¡Muchacha! ¡Marta! –llamó a una feligresa que le hacía de dependienta y cuidadora de su museo–. Envuelve esta imagen en papel de burbujas y luego, en un papel de regalo.

La venta de la imagen no fue suficiente antídoto. Poco a poco, Santiago fue entrando en un brote depresivo semejante a los de pasados tiempos. Le desapareció el apetito, cerró la tienda. No acudió a decir misa el siguiente domingo a los pueblos que tenía

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encomendados, lo cual le supondría una visita y un rapapolvo del obispo.

El domingo siguiente, el de la boda, recibió con desgana al capellán que iba a celebrarla y se excusó de no concelebrarla con él. El capellán le preguntó si estaba enfermo. Esquivó la curiosidad del sacerdote murmurando que algo le había sentado mal y le encomendó al sacristán.

«Antes de hacer lo que tengo que hacer, veré por última vez a Margarita».

El novio, una especie de Gary Cooper bajito, llegó un cuarto de hora antes de la ceremonia. Abrazó al capellán amigo suyo y recibió una fría acogida del párroco, que le hizo preguntarse si aquel hombre tenía algo contra él. Casi todo el pueblo, incluida Romualda, se concentraba ante el maravilloso pórtico rural.

La visión de Margarita, bajando del Mercedes blanco de su padre, fue como una visión celestial para Santiago. Vaporoso velo, entallado traje crema destacando las formas de la criatura. Fue una aparición que arrancó encendidos aplausos de los curiosos y que el párroco no pudo soportar. El pensamiento de que no la vería bajar del autobús todas las semanas, como la diosa Cibeles descendiendo de su carro, le era absoluta, totalmente insoportable.

Se fue a la sacristía, guardó el nueve largo en el bolsillo de la sotana, salió discretamente de la iglesia, se fue a su casa, entró en el dormitorio, cerró la puerta y las ventanas y, colocándose el cañón del arma en la boca, se metió un proyectil de nueve milímetros largo, técnicamente un Bergmann Bayard 9 x 23, en el cerebro. No hubo orificio de salida porque la pólvora era muy antigua.

Una moto que pasaba delante de la casa apagó el ruido del disparo.

Romualda encontró el cadáver horas más tarde, cuando ya habían terminado la ceremonia y el banquete de bodas en el restaurante «El Portón de Casillas» y el matrimonio había

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abandonado el pueblo en el Porsche rojo del marido, que llevaba una ristra de latas atada al parachoques posterior.

Costó algún trabajo enterrar al padre Santiago en «tierra santa», habida cuenta de que todo el pueblo sabía que se había suicidado, aunque había diversas teorías sobre la causa.

El certificado de defunción, que determinaba como causa fundamental de la muerte «depresión aguda», consiguió evitar que fuera enterrado con musulmanes, protestantes, herejes y relapsos en el cementerio civil.

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II

Días más tarde Romualda fue citada en una notaría de Segovia, donde se enteró de que el sacerdote la había nombrado heredera universal y que no tenía otros herederos conocidos.

La envidia y la rijosidad de sus paisanos amargaron la existencia de Romualda, que decidió irse a vivir a Segovia y dedicar al turismo rural el caserón heredado del cura.

Para ello, tenía que librarse de los viejos muebles y de los centenares de libros del padre Santiago. Pensó organizar una hoguera gigante en el ejido del pueblo, pero entonces se acordó de aquel pastor de catorce años con el cual engendró su único y fallido proyecto sucesorio en los alrededores de la Fuente del Mojón.

Cuatro o cinco años atrás, había reaparecido en unas fiestas del pueblo. Estaba casi irreconocible. El escuálido muchacho se había convertido en un fornido individuo, no muy alto, de rasgos regulares que ocultaban un bigote y una barba blancos. Si a ello se añade una melena lacia y también canosa que le llegaba hasta los hombros y una exótica vestimenta compuesta por unos botines, vaqueros, camisa abierta y un floreado chaleco, no es extraño que, cuando se presentó a Romualda, esta tardara un tiempo en reconocerle.

–¿Qué haces? ¿De qué vives? –le preguntó esta cuando le identificó.

–Me dedico a la compraventa de libros. O sea, que soy librero –contestó Juan.

–Cuando yo te conocí, no sabías leer, ¿recuerdas?–Me acuerdo. También me acuerdo de los revolcones que nos

dimos en los pastos, Malangosto arriba, hasta que te quedaste embarazada –dijo Juan, envolviéndola en una chispeante mirada de sus ojos azules–. Aún podríamos hacer algo.

–Difícilmente. Soy el ama de llaves del párroco del pueblo.–Con la Iglesia hemos topado, Sancho –se lamentó Juan.Hacía tiempo que Romualda no reía con tantas ganas.–Y tú, ¿te has casado?

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–No. No podía olvidarte, pero me entiendo con una profesora de instituto.

«La vida es así. Te da una alegría y enseguida te la apaga», se dijo Romualda filosóficamente.

–¿Puedo invitarte a comer? –preguntó Juan, juntando sus grandes manos en ademán de súplica.

–No puedo acompañarte. Tengo que preparar la comida del cura. Tengo que dejarte.

–Lo siento. Toma, ten mi tarjeta. Si un día vas a Madrid, me llamas.

Romualda rebuscó en la carpeta de cartón azul con solapas en la que guardaba sus exiguos papeles; el DNI, su partida de nacimiento, una descolorida foto de la boda de sus padres, otra de un bebé desconocido, el certificado de haber aprobado la educación primaria, la carta de amor de un paisano que luego se casó con una chica del pueblo de al lado. Si, allí estaba la tarjeta:

Juan Aguirre Pérez.Librero.Libros Antiguos y Modernos.

Y las señas y el teléfono.Estuvo dudando si llamarle o no. Finalmente, el recuerdo

de la mirada pícara de sus ojos azules la decidió. La campanuda voz de un contestador automático comenzó a decir:

–Ha llamado al teléfono de Juan Aguirre, libros. –La voz se interrumpió y sonó la del propio juan–: ¿Diga?

–Soy Romualda, la de Piedrasalbas.–Hola, preciosa dama de mis sueños. ¿Estás en Madrid?–No. He heredado una casa llena de viejos libros y quiero

librarme de ellos. ¿Te interesan? –Ofreció Romualda.–O sea, que palmó el cura, ¿eh? –afirmó Juan–. Pues sí,

me interesan. Mañana estaré en tu casa con una furgoneta y te libraré de ellos.

Conduciendo una decrépita furgoneta, que usaba a medias con un amigo del rastro, llegó Juan a la mañana siguiente. Los

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cuatro años pasados desde la anterior vez que se habían visto habían acentuado el aspecto bohemio de Juan. La melena le llegaba hasta los hombros y las arrugas que surcaban su rostro eran más profundas. El pelo había abandonado su coronilla.

–¿Sigues con tu profesora de instituto? –preguntó Romualda.

–No. Otro profesor, veinte años más joven que yo, la descubrió. Ni se despidió de mí, después de medio convivir ocho años. Aunque la culpa en parte es mía. Con los años, me voy volviendo más áspero. Comprendo que se hartara de mí.

Con ayuda de la antigua dependienta trasladaron las docenas de libros que en parte ayudaron al cura a pergeñar sus sermones. Había algunos libros de Vallejo Nájera que trataban de la depresión y algún sobado libro con fotos «artísticas» de desnudos femeninos. Una colección de devocionarios, alguno de ellos con cintas de colores terminadas en pequeñas medallitas.

–Puede que alguno de estos devocionarios valga algo –dijo Juan.

–Este libro –afirmó Romualda– tiene que valer mucho dinero, ¿no?

Era un libro encuadernado en pergamino, con hojas de grueso papel mal cortadas.

Juan lo tomó en la mano y leyó el título:–Gemidos de Nuestra Señora la Virgen María. Pues no. A pesar

de ser posiblemente del siglo XVII, no vale mucho. Los libros religiosos no se cotizan. Se cotizan los de Historia, los de viajes, las primeras ediciones de libros de autores conocidos del 98, los que tienen estampas, los libros de cocina. –Y cambiando de tema, preguntó–: ¿Por qué no te cambias el nombre, Romualda? Podrías llamarte Romy, como la actriz alemana. Ahora que eres una persona adinerada, deberías cambiar de look. ¿Puedo invitarte a comer como manifestación de agradecimiento por estos libros? Vente conmigo en la furgoneta a Madrid, te invito a comer en Botín y te pongo en el autobús que vuelve a Segovia.

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–No tengo ropa –se quejó la mujer–. Aunque tal vez..., tengo una falda y una rebeca grises y una blusa blanca con chorreras. Puedo pedirle a Rosa, la peluquera, que me peine y me preste unas medias claras. También tengo un collar y unos pendientes de azabache.

–¿Ves cómo puedes? Todo es querer. Venga, date prisa. Te espero en la Taberna del Arcipreste.

Cuando apareció Romualda en el bar, tanto Juan como el tabernero la miraron sorprendidos. La mujer mantenía un buen tipo. Una cintura estrecha, unas bonitas piernas, desconocidas hasta entonces para sus paisanos, siempre enfundadas en unas gruesas medias negras, unas proporcionadas mamas. La peluquera, además de hacerla un moño que descubría la nuca, la había pintado los ojos y los labios de un modo discreto, pero que hacía resaltar sus facciones regulares.

–¡Coño, Romualda! ¡Qué guapa estás! –exclamó el tabernero al verla.

A la mente de Juan acudió la imagen de los lejanos tiempos en que dejó embarazada a una muchacha de catorce años. Sin saber por qué, le molestó la frase valorativa del tabernero. Además, el recuerdo le produjo una sensación vagamente dolorosa. ¿Por qué no volvió por ella cuando pudo? ¿Por qué la dejó pudrirse en aquel pueblo, junto a un cura rijoso y depresivo?

Puso cinco euros sobre el mostrador y dijo imperiosamente: –Vámonos, Romy.–No hay como heredar pasta. Te cambia hasta el nombre

–dijo con sorna el tabernero–. Además, adquieres nuevos amigos.

Juan se volvió, con ganas de pegarle un puñetazo:–Cuando tú no habías nacido, yo era monaguillo en esta

iglesia. Y esta tasca era de Prudencio «el Orejas», que por las que tienes, me figuro que será tu padre. –Y salió aguantándose las ganas.

Llegados a Madrid, Juan dejó la furgoneta en un garaje próximo a su casa en la calle Desengaño, junto a la Gran Vía.

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–Tenemos que acercarnos a mi casa a que me cambie de ropa.Cuando casi habían llegado a su casa, Romualda preguntó,

como sin darle importancia:–¿Cuál es tu portal?–Ese de enfrente.–Bien. Yo te esperaré en esta cafetería.Juan, contrariado, sintió que una brusca ola de ira se apode-

raba de él.–¿Qué te pasa? ¿Me tienes miedo?–No es miedo –dijo Romualda riendo–. Es precaución. A las

praderas de Malangosto hay que volver paso a paso.Entraron en la cafetería. Un enorme loro verde, sujeto a su

percha con una cadena, recibió con un potente chirrido, mientras emprendía un hierático baile indio sioux sobre el palo. Dominando su irritación, Juan dijo al camarero:

–Cuida a mi novia, mientras me visto. ¿Qué quieres tomar en tanto?

–Un vino blanco Rueda estará bien.–No pareces la pueblerina ama de un cura de aldea –le espetó

Juan.–Me he leído buena parte de esos libros que te he rega-

lado. Alguno no muy propio de un cura, por ejemplo, Justine, de Sade, y Las aventuras amorosas de Moll Flanders –contestó Ro-mualda, en cuyos ojos brillaba una irónica risa–. Además, existe la televisión. Las «pueblerinas amas de cura» ya no existen, no seas ingenuo.

Juan, luego de dirigir una última mirada a los apetitosos muslos y al escote del ama, dijo:

–Vale. Vuelvo enseguida.

Juan, como un enorme tejón en su cado, entró en su piso, que semejaba la complicada tumba de un faraón egipcio cuyos pasillos y estancias estuvieran labrados en una masa de libros, apilados como ladrillos. Se desnudó y se duchó, temiendo que el deseo le hiciera oler a macho cabrío. La ducha consiguió disminuir la irritación que sentía por el fallo del plan que se había forjado en

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la furgoneta, que consistía en cepillarse a la cuarentona en su casa nada más llegar a Madrid, como aperitivo.

Bajó hecho un pincel; chaqueta de terciopelo morado, camisa blanca, pantalones negros de loneta, cordón al cuello con escudo de Madrid. Se había recogido el pelo en una coleta y olía a Varón Dandy.

Pagó y dijo:–Si te parece, vamos andando. Así ves Madrid.–No pareces el mismo que subió –comentó Romualda,

sorprendida–. Si te afeitaras, cortaras el pelo y vistieras más convencional, tendrías mucho éxito con las mujeres.

–Ya lo tengo –contestó Juan, aunque se arrepintió inmedia-tamente.

En Botín, el maître, viejo conocido de Juan, les proporcionó una recogida mesita pese a que no tenían reserva. La comida discurrió agradablemente, en buena parte porque Juan, que no había conseguido revolcarse con Romualda «en las praderas de Malangosto» de aperitivo, no dudaba que lo haría de sobremesa y procuraba hacerla reír contándole anécdotas de su azarosa vida.

Preguntó con manifiesta mala intención:–Tantos años conviviendo sola con un hombre ¿Nunca te

acosó?–Jamás. No solo no me acosó, sino que su ministerio me libró

del acoso de mis paisanos. Le debo mucho. No solo la herencia.–Pero al cura le gustaban las mujeres. Solo había que ver cómo

desnudaba a las jóvenes con la mirada –insistió Juan.–A las jóvenes. Solo le gustaban las muchachas de veinte

años, con un margen de más, menos tres años. En eso era muy selectivo. Hasta que un verano volvió de Madrid, en las vacaciones, Margarita, la hija del alcalde, en plena explosión de su juventud y belleza. Cayó sobre él como un rayo, medio fundiéndole la sesera.

–¿Y ella sabía su efecto sobre el cura?–Claro que lo sabía. Las mujeres siempre nos damos cuenta de

esas cosas –afirmó, lanzando a Juan una mirada muy significativa, indicándole que intuía sus planes respecto a ella–. Se dedicó a coquetear con el pobre cura, adoptar posturitas cuando le tenía

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a tiro, a dejarse mirar. No me extrañó nada que el pobre hombre terminara como terminó. No fue un suicidio, fue un asesinato.

Como la comida consistió principalmente en pescado, lubina, habían seguido con el vino blanco. La copa de Romualda estaba siempre llena. La de Juan, vacía.

–No bebes –se quejó Juan.–«Bebiendo un perro en el Nilo / al mismo tiempo corría

/ –Bebe quieto–, le decía / un taimado cocodrilo»... contestó Romualda –Y mirando el reloj de oro que se había comprado nada más salir de la notaría y conocer su herencia, dijo–:

»Son las seis. Tengo que coger el autobús a Segovia, taimado cocodrilo.

Todos los lascivos planes de Juan se derrumbaron brusca-mente. Dominó el acceso de ira que intentaba apoderarse de él y se lamentó:

–¿Ni siquiera vas a subir a mi casa?–No tengo tiempo. Tengo que ver en Segovia un piso que

estoy a punto de comprarme. No puedo vivir en Piedrasalbas. Como le pasa a las viudas, todo el mundo piensa que son alegres y les hacen proposiciones deshonestas en cuanto las pillan solas. Es un agobio.

–¿Y dónde vas a vivir? –preguntó Juan.–En un piso que tengo en tratos en la plaza de Santa Eulalia,

frente a la parroquia. En un barrio absolutamente tranquilo, sin turismo. Un sitio en el que parece que el tiempo se ha detenido en siglos pasados.

Juan no tuvo otro remedio que acompañar a Romualda a la estación de autobuses de Méndez Álvaro y ver cómo la mujer se alejaba de él luego de agradecerle la invitación con un casto beso en la mejilla.

Al cabo de dos o tres días, Juan trasladó en una carretilla ad hoc el montón de libros del cura Santiago de la furgoneta a su piso, un tercero sin ascensor. Tuvo que hacer cuatro viajes. Luego, se dedicó a clasificarlos.

Iba colocándolos en montones según el tema o lanzando a una gran caja de cartón los que no tenían utilidad crematística

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alguna. Se sintió unos momentos como el licenciado cura Pedro Pérez, el docto censor de los libros en el Quijote.

Rodeado de murallas de libros de hojas amarillentas que ocupaban paredes completas de las habitaciones y de los pasi-llos, de librerías de estantes de metal ensambladas con tornillos, de repisas en las paredes rebosantes de gruesos tochos, Juan, con una bata roja con dibujos moaré sujeta a la cintura con un cordón rojo y unas desastradas zapatillas también rojas, parecía un bestión, un trasgo, un duende doméstico de cabeza gorda, orejas despegadas y grandes manos.

Sin preocuparse de que vivía en un polvorín, abrió una delgada y roja caja de lata, sacó un Craven A y lo encendió con un chisquero cuya amarilla mecha llegaba al suelo, sen-tado como estaba en una sillita baja.

Al llegar a lo que pensaba que eran solo libros de misa, el corazón le dio un vuelco.

Aquel ladrillo, encuadernado en cuero oscuro, con irre-gulares hojas... «Es un códex», concluyó, exhalando una nube de humo.

Lo cogió e inmediatamente lo abrió. Como esperaba, es-taba escrito a mano, con tinta de color pardo.

Leyó un párrafo; era un códice de tema histórico, no una biblia (cuyo valor sería muchas veces menor). Los cuader-nillos aparecían sólidamente cosidos, haciendo las costuras salientes cordones en el lomo. Las guardas eran de color azul. El pergamino no presentaba arrugas, manchas o cortes.

Sintió que le invadía una sensación de ansiedad. «Tengo entre las manos el Codex Petrasalbinus», se dijo, bautizándolo. Las manos le temblaban. Envolvió el códice en una gamuza amarilla, encendió otro aplastado Craven y se asomó al bal-cón.

Caía la tarde. Por la calle Desengaño las putas comen-zaban sus paseíllos. Ahora se llevaban pantalones vaqueros con las perneras cortadas tan al ras de las ingles que por las bocas asomaba el forro de los bolsillos. Botas de media caña y una blusa cerrada con un nudo sobre el ombligo.

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Una de ellas levantó la cabeza y, al verle, le saludó con la mano. Juan le devolvió el saludo. La puta se llevó dos dedos a la boca. Juan le lanzó un Craven.

Tranquilizado, recogió el envoltorio que contenía el códice y se dispuso a estudiarlo. Se sentó en un sillón de caoba, procedente de algún anticuario, ante una torneada mesa de despacho cuyo tablero, también de caoba, estaba centrado por una superficie de cuero verde. Abrió el códice y permaneció unas horas leyendo, no sin dificultad, el texto. Era una relación de juicios sucedidos en tiempos de los Reyes Católicos, terminados generalmente en pena de muerte. Unos conocidos y otros no. El juicio de Alvar Nuño, dueño de una gran fortuna en Medina, que ofreció una elevadísima cantidad de dinero para la guerra de Granada, lo que no le impidió ser ajusticiado por su asesinato. La prisión de don Fadrique, primo de Fernando el Católico. El castigo capital de Juan de Córdoba, regidor de Toledo y de sus familiares, culpables de asesinato...

Estuvo leyendo, luchando con la caligrafía y el castellano antiguo, hasta la madrugada.

¿Cuánto podía pedir por aquel manuscrito? Era de la se-gunda mitad del siglo XV, estaba perfectamente conservado y el tema era histórico, anterior a la creación de la cancillería en las Cortes de Castilla de 1480. No podía pedir menos de cien mil euros, concluyó.

Tendría que ofrecerlo a coleccionistas muy ricos y selectos.Durmió mal, con el códice bajo la almohada. En cuanto se

despertó, sobre las diez de la mañana, para Juan un madrugón increíble, concertó una entrevista con uno de los coleccionistas más ricos que tenía en su cartera de clientes, el doctor Ortega.

Este era un famoso oftalmólogo que se había hecho multi-millonario viendo cómo una máquina colocaba diminutas len-tes a enfermos con cataratas. Se citaron a primera hora de la tarde en la consulta del médico, en la calle Serrano.

Podemos preguntarnos por qué tanta prisa. La explicación parecerá extraña; Juan era un vendedor nato, pero la tentación de quedarse con el libro era demasiado fuerte. Como negociante,

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en el fondo, la pasión de los coleccionistas le parecía absurda. No podía caer en el mismo vicio que le parecía estúpido.

Pero no era insensible al encanto que trascendía aquel objeto, impregnado por el paso del tiempo de una sombra de eternidad.

Se comió un sándwich mixto con una cerveza en el bar de enfrente, donde el loro, al verle entrar, le saludó con un chirriante:

–¡Gilipollas! ¡Gilipollas! –Seguido de un cariñoso–: ¡Dame la patita!

El doctor Ortega, un hombre de piel muy blanca, rojiza, escasa cabellera y ojos verdes que detectaban su origen celta, embutido en su bata blanca, le condujo a su despacho. Se sentaron uno enfrente de otro en sillones de cuero, entre ambos una mesita taraceada en estilo toledano, junto a un bargueño labrado que debía valer una fortuna. Las cortinas tamizaban una suave luz.

–¿Qué me traes, Aguirre? –Preguntó con una voz algo atiplada el médico.

Sin decir palabra, Juan dejó el envoltorio de gamuza amarilla que contenía el libro sobre la mesita. Cuando el médico desenvolvió el paquete, sus ojos brillaron como los ventanales de un edificio al ponerse el sol enfrente.

Durante largo rato, lo estuvo acariciando sin decir nada.Juan preguntó:–Doctor, ¿puedo fumar?–Si no le echas el humo al códex, sí.Juan encendió un Craven en silencio, solo interrumpido por

el tac, tac, de un reloj de pie, de péndulo. Entró una enfermera que comenzó a decir:

–Don Agustín, ha venido un enfermo que...Don Agustín le cortó la palabra con un seco:–Luego. No me molesten hasta que lo diga.El reloj dio unas solemnes campanadas: las seis.Don Agustín, saliendo de su estado extático, preguntó:–¿Le has ofrecido esto a alguien más?

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–No. No hay mucha gente que pueda pagar lo que voy a pedir por él.

–¿De dónde procede?–Me han regalado la biblioteca del párroco de Piedrasalbas,

que ha muerto. Querían dejar la vivienda vacía para dedicarla a casa rural. Toda la biblioteca me ha costado solo una comida en Botín.

Finalmente, el médico, con voz algo temblorosa, preguntó:–¿Y cuánto quieres por esta joya, Aguirre?–Una cifra redonda –dijo Juan–, cien mil euros.El médico dio un imperceptible respingo.Juan se rio interiormente. Su cliente no había soltado el

libro desde que lo cogió. Tenía el anzuelo clavado en el paladar.–Y ese precio «es especial para mí», que debo ser uno de tus

mejores clientes –dijo sarcásticamente el doctor Ortega.–No. No es especial para usted. Es especial para un códice

especial.Luego de un largo silencio, bruscamente el médico se le-

vantó del sillón, fue a la mesa de despacho, sacó un talonario de cheques del cajón, rellenó uno y lo entregó a Juan, diciendo:

–Ahora vete y déjame disfrutar estos momentos. Gracias por haber pensado en mí.

Juan sin decir palabra, guardó el cheque, se levantó y se fue.

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III

Juan era ácrata y ateo, tenía un mal genio infernal. Era un tanto rijoso, pero... Era, como diría Bruto de César, «un hombre honrado». Pensó que, de los cien mil euros que acababa de ganar, cincuenta mil correspondían a Romualda, por lo que la llamó al móvil que le había proporcionado en su último encuentro, antes de tomar el autobús a Segovia.

–¿Que me quieres, Juan? –preguntó con su cálida voz. –Romy. Por uno de los libros que me regalaste me han

pagado cien mil euros. Pienso que cincuenta mil son tuyos. Podrías darme el número de tu cuenta corriente y hacerte una transferencia, pero me apetece más dártelos en mano. Dime cuándo y dónde podemos vernos.

Luego de unos minutos de silencio, en que Romualda asimiló lo que le comunicaba Juan, dijo:

–Ya estoy viviendo en Segovia. ¿Te parece que quedemos para comer mañana, en Cándido, a las dos?

–Me parece bien. ¿Qué has hecho con la casa de Piedrasalbas?–La he convertido en casa rural. Ahora tengo dos parejas de

excursionistas alojados. Marta, la muchacha que tenía el cura en la tienda, me los atiende.

Juan se admiró de cómo la muerte del cura había permitido a Romualda desarrollar todo su potencial vital. Frecuentemente, ocurre eso a muchas mujeres cuando se quedan viudas.

–Bien. A las dos estaré en el asador.Juan llegó con tiempo y se sentó en una mesa bajo el soportal

de Cándido. Pidió una copa de vino tinto y que le reservasen una mesa.

Contemplaba distraídamente la variopinta gente que dis-curría por la plaza del Azoguejo. Alguna jovencita de largas piernas, escuetos pantaloncitos y rubia cabellera llamó pasa-jeramente su atención. Saltó a una mamá de turgentes mamas que empujaba un cochecito. Con la misma atención dispersa, contempló a una turista de mediana edad que se acercaba des-de el otro extremo de la plaza. Vestía con gusto, pensó. Lleva-

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ba un jersey de lana metalizada en plata, de cuello vuelto, cuyo escote intentaba dejar escapar un hombro, unos pantalones negros y unos zapatos de tacón. Balanceaba un bolso a juego con displicencia. La madura belleza se acercó y se detuvo jun-to a él.

Juan dio un respingo. Era Romualda, cuyo otro salto cuali-tativo hacia la modernización le había despistado. El maquillaje hacía destacar sus ojos y sus labios rojos.

–No me has reconocido, ¿verdad? Pues no voy disfrazada. Simplemente he dejado de ser una oscura ama de llaves de Piedrasalbas para convertirme en una mujer segoviana de edad madura.

–Vamos adentro. Tengo una mesa reservada. ¿Qué dicen los de Piedrasalbas cuando ven lo que has cambiado? –preguntó Juan, maravillado.

–Los más moderados me llaman puta. Algunos me han hecho ofertas económicas, pretendiendo acostarse conmigo. El alcalde y el médico, en cambio, me animan, aprueban mi modernización.

Se sentaron frente a frente. Acudió el camarero.–Cordero asado y una ensalada –pidió Romualda.Juan sacó un sobre alargado del bolsillo y se lo dio a la mujer.–Juan, eres único. Creo que nadie habría hecho lo de darme

la mitad de lo que has ganado con el libro del cura. –E introdujo el sobre en el bolso de Dior.

–Siempre hago lo que considero que es justo. Por cierto, esa cota de mallas que te has puesto ¿es por si te ataco?

–¿Este jersey de lana gruesa? ¿No te gusta? –preguntó Romualda con coquetería.

–Me pone enfermo. Me recuerdas a una actriz que me gustaba a rabiar, interpretando Juana de Arco.

–Ingrid Bergman. Vi la película en la tele –dijo Romualda. Y añadió–: El padre Santiago dijo que me parecía.

Las fintas dialécticas duraron todo el cordero. Al llegar a la tarta de Santiago, la idea que llevaba hirviendo en la olla a presión del cráneo de Juan estalló.

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–¿Por qué no nos casamos, Romy? Es una oferta repentina, pero he pensado que yo dirijo mi negocio por correo y por teléfono. Podría alquilar un local cerca de la plaza de Santa Eulalia y traer a él todo mi depósito de libros. No me importaría dejar Madrid y vivir en Segovia contigo.

Romualda se retrepó en el asiento y le contempló con una mirada seria, perforante de sus ojos oscuros. Permaneció unos segundos en silencio. Retiró una mano que tenía sobre la mesa y que Juan intentaba cogerle.

–Porque no. Ya he cuidado un hombre mayor durante años. He soportado su genio inestable, sus meados salpicando fuera del váter, sus calzoncillos sucios tirados por encima de los sillones o en la ropa blanca, su olor espeso cuando no se duchaba unos días, su soberbia, que le hacía creerse un ser superior, su ignorancia absoluta del funcionamiento de la mente femenina... Ahora soy libre ¡Libre!

Ante aquel chaparrón, Juan se quedó aturdido. Contempló melancólicamente los pechos que destacaban bajo el plateado jersey e hizo el comentario reglamentario en estas circunstancias:

–Pero por lo menos podemos ser amigos...Romualda pagó: –Vámonos. Tienes que coger la Sepulve-

dana a Madrid.Le acompañó al otro lado del acueducto.Cuando el autobús partía, llevándose a un deprimido Juan,

la mujer dijo:–Ya te llamaré, Juan.Jamás le llamó.

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Dos.

Lorenzo Mascagni