Primera Aproximación

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Javier Terreros había ido al pueblo a investigar la desaparición de un tal Oscar Pastrana. Poco tiempo tardó en descubrir que había sido asesinado, dejando en la ciudad una nada desdeñable cuenta de banco que heredaría su esposa, junto con la huella indeleble de su infidelidad. Bueno, rectificó Terreros en su pensamiento, tal vez no será indeleble después de que la esposa herede el dinero de su cuenta. Se hallaba sentado en una banca de la plaza de aquel pueblo. Frente a él, la cancha de básquetbol que integraba el conjunto le parecía una parrilla sobre brasas ocultas. Todo el lugar, de hecho, le pareció un infiernillo. De la plaza se derramaban los caminos como delgadas líneas de fuego de donde se levantaban, a los lados, las casas de sillar rojo. Aquellos muros parecían servir de pequeños hornos con sus paredes constituidas de un humo enrojecido y denso que se levantaba del suelo hasta formar un cubo. Esas formas se extendían por decenas en su mente, después de que desaparecían de la vista. Apenas podía mantener los párpados abiertos. Costaba ver hacia cualquier dirección. El sol apuntaba violentamente desde casi cualquier lado; incluso penetraba, quién sabe cómo, la mano sobre la frente a manera de saludo militar. El punto en el que se hallaba la plaza no tenía mayor cubierta que un par de árboles. Tres pequeñas carpas sobre sendos puestos y un par de bancas delante de la presidencia era todo lo que había. Estaba, también, el parque de la iglesia, cruzando la plaza, decorado con una mayor cantidad de árboles que los de aquel brasero. Nunca entendió realmente por qué los hombres no elegían sentarse con mayor frecuencia en ese parque en lugar de en las hornillas de cemento sin sombra. El parque se encontraba por debajo del camino, conectado por unas escaleras que descendían desde la puerta de entrada. Terreros

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Esbozo Boceto Cuento

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Page 1: Primera Aproximación

Javier Terreros había ido al pueblo a investigar la desaparición de un tal Oscar Pastrana.

Poco tiempo tardó en descubrir que había sido asesinado, dejando en la ciudad una nada

desdeñable cuenta de banco que heredaría su esposa, junto con la huella indeleble de su

infidelidad.

Bueno, rectificó Terreros en su pensamiento, tal vez no será indeleble después de que

la esposa herede el dinero de su cuenta.

Se hallaba sentado en una banca de la plaza de aquel pueblo. Frente a él, la cancha

de básquetbol que integraba el conjunto le parecía una parrilla sobre brasas ocultas. Todo el

lugar, de hecho, le pareció un infiernillo. De la plaza se derramaban los caminos como

delgadas líneas de fuego de donde se levantaban, a los lados, las casas de sillar rojo.

Aquellos muros parecían servir de pequeños hornos con sus paredes constituidas de

un humo enrojecido y denso que se levantaba del suelo hasta formar un cubo. Esas formas

se extendían por decenas en su mente, después de que desaparecían de la vista.

Apenas podía mantener los párpados abiertos. Costaba ver hacia cualquier dirección.

El sol apuntaba violentamente desde casi cualquier lado; incluso penetraba, quién sabe

cómo, la mano sobre la frente a manera de saludo militar. El punto en el que se hallaba la

plaza no tenía mayor cubierta que un par de árboles. Tres pequeñas carpas sobre sendos

puestos y un par de bancas delante de la presidencia era todo lo que había.

Estaba, también, el parque de la iglesia, cruzando la plaza, decorado con una mayor

cantidad de árboles que los de aquel brasero.

Nunca entendió realmente por qué los hombres no elegían sentarse con mayor

frecuencia en ese parque en lugar de en las hornillas de cemento sin sombra.

El parque se encontraba por debajo del camino, conectado por unas escaleras que

descendían desde la puerta de entrada. Terreros no se había atrevido a disfrutar la sombra

de aquel lugar y eligió padecer, por última vez, el abrasador ambiente de la plaza. Desde el

parque de la iglesia no podría ver si pasaba el camión que lo llevaría de vuelta; tan errático

como era éste con sus horarios de paso, Terreros no quería arriesgarse a perderlo y tener

que esperar quién sabe cuánto tiempo más.

Podía haberse sentado bajo los árboles de la iglesia pero no escucharía tampoco si se

acercaba. En medio del día, el sonido era más diverso y, a la vez, menos discernible. No

habría sido posible escuchar, en ese averno, algún sonido específico. El altavoz solitario que

anunciaba no sabía bien qué en un lenguaje que menos podía entender, se mezclaba con

las escobas que limpiaban el pavimento, las conversaciones difusas de las personas que

vendían bajo sus carpas, un tractor que nunca emprendía la marcha hacia la tierra del único

campesino del pueblo, ése que sí tenía tierra y la trabajaba, no como los que nada más iban

de empleados a cultivarla.

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No podría alcanzar a distinguir el sonido del camión acercándose en medio de las

brasas y el chapopote borboteando. Vino a su mente que había muerto un poco más de lo

que habría muerto en su ciudad. Se le había consumido más de su vida en aquella parrilla

que apenas le dejaba descansar de noche; la noche dejaba el sonido de la respiración

amenazante del animal que habitaba debajo del suelo y volvía a encender las brasas su

lomo al amanecer.

No. El lejano ruido del camión al acercarse no habría sido fácil de encontrar. El día no

permitiría encontrar un sonido como lo permitía el sueño inquieto de ese infiernillo durante la

noche.

Eso era, se le ocurrió: había bajado a un infierno que la noche no podía apaciguar.

Recordó el momento en que llegó al pueblo, justo hace una semana. La noche había

caído pocos minutos antes y él se acababa de enterar que el camión que tomó fue el último

que llegaba ese día. Cuando bajó, el camión arrancó pesadamente y se alejó por el camino

oscuro que por la mañana se le presentaría incandescente.

Bajo sus pies se agitó el cemento de la plaza. La piel, el mar, las brasas apagadas

pero aún calientes del lugar se agitaron. Sólo después pensaría en la tierra debajo como la

espalda de un animal extraño, echado bocabajo y extendido por los cimientos de lo que la

gente había llamado pueblo y que, como castigo o por mera y desafortunada coincidencia,

recibió un fuego incansable que se encendía cada mañana en la espalda de aquel animal.

Eso o tal vez que yo nunca me acostumbré ni creo acostumbrarme a estar aquí, pensó

Terreros.

Miraba la grabadora que había sacado de su bolsillo. Volvía a la ciudad con la

grabación del presidente que confesaba haber asaltado y violado a Pastrana en un paraje

cercano, unas dos semanas antes, quizás un jueves. Lo golpearon y lo dejaron moribundo

sin esperar, en medio de un ligero estado de ebriedad, que tal acto les atraería a alguien

como Terreros para averiguar qué había pasado con aquel asunto.

…Y ahí lo tuvimos amarrado un rato. Le dije al ladrillo… le digo ladrillo a ese cuate

porque está bien rojo de la cara, de tanto sol será, pero rojo, rojo, que parece que se lo

acaban de atorar.

Una risa entre un suspiro y luego una pausa.

Entonces le dije que me aluzara con la lámpara al cabrón éste y pues… que me lo

empino.

Terreros detuvo la grabadora y apartó el aparato de su oído. Comenzó a jugar con él

lanzándolo hacia el aire para atraparlo. Cuando regresara entregaría los archivos al

abogado de la esposa. La voz del presidente le sonó delgada. Después de detener la

grabadora, aquella voz se fue con el vapor que emanaba del piso.

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Llevaba ya un largo rato esperando al camión. No sabía cuánto pero fácil iba para las

dos horas. Pasaba inadvertido frente a la gente que estaba ahí, limpiando, vendiendo,

platicando. Sentado a solas, bajo el sol, poca sospecha podía despertar en las personas

compartiendo con ellas un poco de aquel padecimiento diario.

Al despertar esa mañana, se había despedido de la señora que le rentó el cuarto.

Apenas probó un poco del café que le ofreció y compró una pieza de pan en la tienda a un

lado del parque. La presidencia se encontraba cerrada. Lo último que supo del presidente

fue la imagen con la que lo dejó en su casa hacía dos noches: el vaso vacío entre sus

manos, la botella vacía delante de él y la cabeza gacha y los mocos escurridos sobre el

labio superior.

El día anterior escribió el reporte breve de lo que había obtenido, principalmente para

no olvidar detalles importantes y hacer el trabajo más sencillo una vez que llegara a su

hogar, en lugar de volver cada vez a las grabaciones. No salió más que para comprar un

refresco y pan por la noche, y subió un rato a la azotea a fumar un par de cigarros y beber

las cervezas que había comprado.

Desde el techo, el pueblo apenas se distinguía. Dos lámparas señalaban la entrada y

el camino a la ciudad. Detrás de él, un foco se mantenía encendido a pocos metros y lo

demás se adivinaba por los débiles haces de la luna que coronaban el horizonte, más allá

del abismo que formaba la colina en el que las casas se perdían.

El animal respiraba irregularmente. Soltaba exhalaciones profundas, discretos silbidos

y hacía de repente largas pausas que seguramente aprovechaba la gente para dormir. Sólo

esa figura le permitía a Terreros creer que el pueblo seguía vivo en la noche, con el enorme

manto que lo cubría, no era posible figurarse que algo estuviera ahí si no se le caminaba y él

jamás se aventuró a recorrer la otra parte del camino que la pendiente ocultaba; tampoco

tuvo necesidad de ello, pues su investigación había resultado más simple de lo que

esperaba.

En una de esas pausas él también se fue a dormir, temiendo que la ansiedad de no

poder hacerlo lo dominara y le anticipara una noche de insomnio. Afortunadamente, la vigilia

involuntaria para escuchar cuándo volvería a respirar el animal no resultó tan fuerte y

terminó por ceder.

El mediodía había pasado. Las brasas ardían debajo. Terreros volvió la mirada a las

casas humeantes. Vio salir un grupo de perros que caminaban rápido, o normal. Nunca se

había puesto a pensar si los perros caminaban más lento.

Se acercaron a la plaza y la circundaron como si estuviesen reconociendo el terreno.

Eran siete perros. El más fornido de ellos guiaba a los demás. Un perro negro, corpulento.

Daba la impresión de asemejarse a un costal de arena. Las patas le nacían de unos bultos

protuberantes. Su cuerpo era redondo y se sentía su peso con sólo mirarlo. Terreros se

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puso algo nervioso. No era particularmente afecto a los perros y menos aún a uno que veía

más amenazante de lo usual.

Los perros se acercaban intermitentemente hacia los puestos de la plaza sin que la

gente se inmutara después de haberlos notado. Una señora puso la mano sobre un bote con

agua, y cuando los perros se acercaron hizo con su palma la forma de una cuna para

recoger el líquido del recipiente y echarlo rápidamente frente a ellos.

Lo que importa es el gesto, supuso Terreros, pues no entendía cómo aquél acto

inocuo podía ahuyentarlos. Tal vez una cosa de jerarquías, de amenazas.

Las pocas gotas que arrojó la mujer se desvanecieron casi inmediatamente. Los

perros se alejaron, rodeando aquel puesto y probando con otro, para recibir la misma

amenaza de manos distintas.

Los perros caminaron un rato más alrededor de la plaza hasta que se acercaron a una

vagoneta café que estaba estacionada ahí desde el día en que Terreros había llegado. Uno

de los perros se detuvo y olfateó debajo de ella. Comenzó a gruñir y ladrar, acto que

repitieron sus compañeros. Otro de ellos se metió debajo del automóvil mostrando los

dientes y de ahí salió una perra asustada que se resguardaba del sol.

La hembra emprendió una huida muy resignada, sin gran esfuerzo, anticipando que

nada podría hacer frente a los machos que la hallaron.

Sólo avanzó unos metros cuando un perro delgado la alcanzó y trató de montarla. La

hembra se retorció y giró para morderlo. Otro perro intentó hacer lo mismo pero la hembra

se desprendió de él y los encaró por un momento, pero pronto se vio rodeada.

Los perros caminaron alrededor de la plaza, intentando copular con la hembra flaca

que los evitaba como podía. El perro negro se había mantenido detrás, viendo como los

otros trataban de montarla pero no lograban asirla.

La perra lideraba al grupo sin atreverse a salir de la plaza. Las personas que ahí había

ignoraron este episodio. No es nada inusual, pensó Terreros, son sólo perros callejeros,

pasa todo el tiempo.

Pero no podía apartar sus ojos de la escena. En en esa parrilla era lo único que se

movía, lo único distinto para pasar el tiempo después de haber estado ahí, inmóvil, dándole

play a la grabadora, pausándola, asándose, sintiendo el fuego que calentaba el piso bajo

sus pies.

La perra corría un par de metros y se rendía poco después, dejando que la alcanzaran

pero aún girándose, reprochando el intento de cópula. Los perros se detuvieron un momento

y el perro negro avanzó pesadamente hacia el frente de nuevo. La hembra avanzó unos

cuantos pasos pero fue disminuyendo, agachando las orejas, asustada, indecisa sobre

seguir huyendo. El perro negro se levantó sobre sus patas traseras y dejó caer su peso

sobre la hembra, a la que se le vencieron las patas ante la carga de aquel otro cuerpo.

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Al tocar el piso trató de zafarse pero el perro negro mordió su oreja y la mantuvo

prensada entre las mandíbulas durante un instante. La hembra chilló pero las patas del

perro no la soltaron.

La perra se levantó como pudo, cargando el peso del macho. El perro desplazaba su

cuerpo penetrando a la hembra. Los músculos de sus patas se endurecieron, su corpulencia

la cubría de tal forma que ya nada era la hembra debajo de él. Después de unos cuantos

movimientos se apartó de ella y se quedó ahí de pie, como si observase complacido su

logro.

Terreros hizo una pequeña mueca, agachando el ojo izquierdo y levantando la

comisura de su labio. Sentía algo entre asco, lástima y extrañeza.

La perra se alejó derrotada. Caminó casi por inercia, esperando a que los demás

perros la montaran. Los perros corrieron tras ella dejando atrás a su líder pero la hembra se

había aproximado bastante a un puesto y vio la oportunidad de evadirlos. Una de las

señoras hizo aquel mismo movimiento de arrojar agua a los perros y ahuyentarlos. La perra

supo responder al gesto dirigiéndose en la dirección contraria a la que los perros habían

optado.

Cruzó el camino hacia el parque de la iglesia pero no se atrevió a ir más lejos, sólo

caminó por el perímetro.

Los perros comenzaron a circundar los puestos tratando de retomar el paso para

alcanzarla. Pasaron detrás de Terreros, quien se inclinó hacia adelante con nervios. Tuvo un

ligero escalofrío que lo refrescó por un segundo y observó cómo los perros lo pasaban de

largo.

La perra seguía el camino con rumbo a la ciudad y los perros vacilaron un momento en

cruzarlo y darle alcance. Se escuchó, de pronto, el ruido cansado de un motor que

arrastraba una carrocería oxidada. El camión pasaba lentamente por el camino entre la

plaza y la iglesia. Terreros volvió rápidamente la mirada y se levantó de la banca. Corrió tras

el autobús más por el hartazgo de la espera que por temor a perderlo. Con aquella velocidad

podía alcanzarlo fácilmente.

Los perros abandonaron la persecución con la llegada de aquella masa amarillenta

cubierta de polvo.

Sólo Terreros subió. Había unos cuantos pasajeros que no llegarían hasta la ciudad y

la verían únicamente desde donde terminaba la milpa que anunciaba el principio del pueblo

o, para Terreros, el final del mismo.

El camión bufó antes de arrancar y descendió por el camino de fuego. Terreros miró

por la ventana y alcanzó a ver a la perra echada, en la exigua sombra que proyectaba una

barda, soltando chillidos débiles mientras la oreja le sangraba. El macho le había quitado la

mitad.

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Desapareció de la vista tras la pared trasera del camión. Ésa sería la última imagen de

ese pequeño infierno que se llevaría Terreros; esa imagen y el olor a llanta quemada que lo

acompañaría todo el camino hasta dejar el lomo encendido del animal de abajo.