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¿Por qué el populismo destruye el Estado de derecho? – Agustín Laje – Fundación LIBRE

¿Por qué el populismo destruye el

Estado de derecho?

Lic. Agustín Laje

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I- Introducción

El título de nuestro ensayo plantea el sentido de

una disyunción; esto es, la incompatibilidad de

una cosa con la otra; el carácter excluyente de la

opción que se escoja de la díada frente al

término descartado. Y es que la tesis

fundamental de este trabajo puede sintetizarse

en el silogismo que sigue: Estado de derecho ha

sido el nombre que se le ha dado a un complejo

ideal político cultivado al calor de la historia, en

cuyo núcleo se encuentra la intención

generalmente expresa de limitar el poder

político en beneficio de la libertad; el populismo

por su lado, lejos de ser un “sistema de ideas”,

una “receta macroeconómica” o un “vicio

demagógico”, es una lógica política compleja

que tiende a la hipertrofia del poder político; en

consecuencia, y en virtud del regreso del populismo al primer plano de la

política latinoamericana con arreglo al proyecto ideológico del “socialismo del

Siglo XXI”, puede concluirse que aquél aparece hoy como la antítesis del Estado

de derecho.

¿Estado de derecho o populismo? De eso se trata la pregunta

fundamental a responder por nuestras sociedades. De eso se trata el dilema que

vivimos en estos momentos. Y es precisamente el sentido de esta disyuntiva el

que pretendemos clarificar en este ensayo.

Así pues, para cumplir con nuestro objetivo, resultará ineludible, en

primer término, efectuar un veloz repaso en el proceso de ideación del Estado de

derecho. En concreto, nos embarcaremos en un viaje a través de la historia de

las ideas políticas que, desde la antigüedad hasta la contemporaneidad, nos

permitirá advertir los orígenes remotos de la idea de someter el poder político a

la ley, y lo complejo de su configuración. Aunque la expresión “Estado de

derecho” es la traducción de la palabra alemana Rechtsstaat, utilizada por

primera vez por Robert von Mohl en el Siglo XIX, estamos convencidos de que

la concepción del Estado de derecho corresponde a un proceso histórico-político

cuyos orígenes, idas y vueltas, pueden rastrearse por lo menos hasta la

antigüedad.

Dados los límites de extensión que todo ensayo supone, un recorte de

gruesa magnitud será inevitable en nuestro recorrido. Si bien no podremos

abordar la producción intelectual de muchos pensadores de gran relevancia

para la idea del Estado de derecho y, todavía más, es probable que recortemos

considerablemente la producción de los pensadores efectivamente abordados,

Lic. Agustín Laje Fundación LIBRE Centro de Estudios Libertad y Responsabilidad

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nuestro objetivo no es presentar aquí una historia de las ideas políticas de

manera acabada y omnicomprensiva, sino apenas un rápido vistazo que nos

permita entender que la noción de Estado de derecho está atravesada por una

intención bien concreta: limitar el poder político en beneficio de la libertad.

Mostrado esto, el segundo paso que se dará en nuestro ensayo es el

opuesto: analizar al populismo como “lógica política” —en términos de la teoría

de Ernesto Laclau— que conduce a la destrucción de los límites al poder

político que los cultores de la sociedad abierta consideran deseables. Así,

nuestro trabajo pretenderá ser más un ejercicio analítico que un despliegue

fenomenológico. La casuística quedará reducida al mínimo posible y, cuando

sea necesaria, será remitida al pie de página, pues lo que esperamos es que las

ideas aquí vertidas puedan ser aplicables para entender muchos fenómenos, en

muchos contextos, y no uno en particular, históricamente situado.

II - La libertad como fin del Estado de derecho

El Estado de derecho no es tanto fin como medio. En otras palabras: el largo

camino que, desde la antigüedad hasta la modernidad, ha recorrido la idea de

someter el gobierno a la ley, ha tenido tras de sí una intencionalidad tan

concreta como constante, a saber, la de fijar límites al soberano.

Si bien no constituye la intención de este ensayo llevar adelante una fina

genealogía del Estado de derecho, no por ello nos vemos eximidos de efectuar,

por lo menos, una pincelada que ilustre el referido proceso que ha tenido en su

núcleo el fin de limitar el poder y que ha encontrado en la ley un medio, si lo que

pretendemos es mostrar su íntima vinculación con la idea de libertad. Tal

proceso no ha sido unidireccional y, al contrario, ha estado caracterizado por

marchas y contramarchas, avances y retrocesos, idas y vueltas, que aquí no

pretendemos exponer de manera acabada sino apenas aproximada.

Comoquiera que sea, siempre que de pensamiento político occidental se

trata, parece ineludible, en el intento por hallar los gérmenes de nuestras teorías

políticas, arrancar en la Grecia clásica1 y, fundamentalmente, en Platón y

Aristóteles, que enfrentaron muchos problemas que aparecen ante nosotros

ciertamente como intemporales.

Tanto el uno como el otro, en efecto, vivieron en una época de

decadencia para la democracia ateniense, tras haber perdido la guerra del

Peloponeso contra Esparta a finales del siglo V a.C. Si bien en esta instancia se

apaga lo que Sabine denomina “la gran época de la vida pública ateniense”,

1 Esto no es mera casualidad, toda vez que fue precisamente en la Grecia clásica donde empezó a diferenciarse la política de la religión, y la ciencia del mito.

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inicia lo que el mismo autor llama “la gran época de la filosofía política”2

ateniense. Y es en ellos dos donde, por primera vez con semejante ímpetu, el

problema de la sujeción del gobierno al derecho aparece sistematizado.

La República de Platón, como idealización utópica de un Estado perfecto,

no se preocupó tanto por el derecho cuanto por el conocimiento. Los justos

títulos para gobernar del filósofo-rey, después de todo, no derivaban de la

norma sino de la sapiencia, que bien podía entrar en colisión con la primera y

frente a la cual tenía superioridad por aquella idea socrática de que

“conocimiento es virtud”.

Su última obra, más realista que la República, pero sin dudas menos

conocida por el gran público, Las Leyes, como su título lo indica, es el intento de

Platón por regresar al primer plano aquello que estaba en la estima moral de los

atenienses y que aquél había intentado desplazar anteriormente: la ley como

soberana y fuente de libertad.3 En efecto, si en la República se exige “el gobierno

de los instruidos, la sofocracia”4 como dice Karl Popper, en Las Leyes la ley es

suprema, y tanto el gobernante como el gobernado están regidos por ella en

razón de la imposibilidad de hallar una inteligencia humana omnisciente como

para entronar al filósofo-rey. En su Epístola VII, aconsejando a los partidarios

de Dión, Platón afirma: “Que ni Sicilia, ni ninguna otra ciudad, esté sometida —

tal es mi doctrina— a señores humanos, sino a las leyes”. Tal cambio no era una

rectificación del ideal primigenio, sino apenas una visión más realista de la

política.5 La ley reaparecía, paradójicamente, para poner un freno al despotismo

ilustrado tan característico del pensamiento político platónico.

El compromiso de Aristóteles con la idea de someter al soberano a la ley

fue, sin dudas, mucho mayor que el de Platón, para quien tal idea era algo así

como una amarga concesión a las ineludibles condiciones de la realidad

humana. En efecto, la ley en Aristóteles es el eco de la razón, y por tanto “es

imperdonable falta, substituir a la soberanía de la ley la soberanía de un

individuo sujeto siempre a mil pasiones que agitan toda alma humana”.6 En

sentido inverso, agrega el Estagirita, “la verdadera garantía de un buen

gobierno es el cumplimiento de las leyes”.7 El Estado ideal de Aristóteles en la

Política es aquel que está sometido a las normas jurídicas que, en Platón, aparece

segundo en orden de bondad. El avance es evidente.

2 George, Sabine. Historia de la teoría política. México DF, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 44. 3 Eurípides ya decía: “No tiene la polis peor enemigo que el déspota, bajo quien, en primer lugar, no puede haber leyes comunes, sino que uno gobierna teniendo en sus manos la ley”. Por su parte, Protágoras adjudicaba a las leyes una inspiración divina. 4 Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. México DF, Paidós, 2010, p. 146. 5 El cambio de esquema no supone un abandono del ideal de la República. En efecto, Platón presenta su propuesta en las Leyes como un estado segundo en orden de preferencia. 6 Aristóteles. La política. Buenos Aires, Centro Editor de Cultura, 2007, p. 84. 7 Aristóteles. Ob. Cit., p. 214.

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La ley, pues, es un freno al poder desmedido del hombre; a sus

incontenibles pasiones que, libradas de toda sujeción, sólo pueden devenir en

despotismo: “El despotismo político, siga o quebrante las reglas de la justicia, es

el trastorno de toda ley”.8 Y si el poder arbitrario del soberano tenía por

contrapartida el despotismo, el poder de la ley tenía por consecuencia la

libertad.

Es sabido, a partir de Benjamin Cosntant, que la noción de libertad de los

antiguos no es idéntica a la de los modernos.9 No obstante, ya encontramos en

Aristóteles algunos pasajes que empiezan a reconocer que la libertad implica

una esfera de autonomía individual: “[un] carácter de la libertad es el derecho

de vivir cada cual como mejor le parece: el hombre libre, se dice, debe hacer su

voluntad, así como el esclavo debe someterse a la ajena”.10 Y la libertad sólo

podía encontrarse allí donde la ley —y no el hombre— fuese la soberana.

***

La contribución romana por su parte a la idea de un Estado sometido al

derecho vino, primordialmente, de la mano de Cicerón, en el Siglo I a.C.

Apoyado en la noción estoica de la existencia de un derecho natural, aquél

sujetó a todos los hombres a una ley que ninguno podía soslayar: “Existe, pues,

una verdadera ley, la recta razón congruente con la naturaleza, que se extiende

a todos los hombres y es constante y eterna. (…) Ni el senado ni el pueblo

pueden absolvernos del cumplimiento de esta ley”.11 Ante la ley natural, todos

los hombres son iguales, tanto gobernantes como gobernados, y el soberano,

por lo tanto, debe estar también necesariamente regido por ella.

El Estado es en Cicerón una comunidad que comparte el mismo derecho,

y de ahí que el pensador romano lo haya designado como res publica, esto es, “la

cosa pública”: “la república es la cosa del pueblo —sentencia Cicerón—; y el

pueblo no es el conjunto de todos los hombres reunidos de cualquier modo,

sino reunidos por un acuerdo común respecto al derecho y asociados por causa

de utilidad”.12

Así, Cicerón nos dirá que el rey que no respeta el derecho es un déspota,

“la criatura más apestosa y más repelente imaginable”.13 No podía ser de otra

manera, pues violar el derecho natural que se encuentra por sobre todos es lo

mismo que negar la naturaleza humana; es faltar a la propia condición de

hombre: “El derecho es entonces la distinción de las cosas justas e injustas,

8 Aristóteles. Ob. Cit., p. 108. 9 Constant, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1988). En Del Águila, Vallespín y otros, La democracia en sus textos. Alianza Editorial, 2003. 10 Aristóteles. Ob. Cit., p. 184. 11 Cicerón. República, Libro III. 12 Cicerón. República, Libro I. 13 Cicerón. República, Libro II.

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expresada con arreglo a la naturaleza, la más antigua y más importante de

todas las cosas”.14

La idea de derecho natural es digna de ser especialmente subrayada,

puesto que da un paso más allá en los límites que se pretenden para el poder: si

el Estado debe estar limitado por la ley, la ley positiva, para ser justa a su vez,

debe estar en concordancia con el derecho natural. La deducción lógica de ello

es que no toda norma es necesariamente justa, noción que enriquecerá en

mucho una visión sustantiva del Estado de derecho. Probablemente aquí

veamos aparecer con fuerza la tensión que, acompañándonos hasta nuestros

días, existe entre el derecho como límite al poder y el derecho como producto del

poder, visión esta última que dominará a Roma algunos siglos después de

Cicerón, de la mano de Justiniano I y su Código que prescribía que “lo que place

al príncipe tiene fuerza de ley”.

Al igual que sus predecesores griegos, Cicerón hizo explícito el hilo

conductor de la libertad que atravesaba la idea de estar regidos por leyes y no

por hombres, cuando contrastó una sociedad sujeta a un rey arbitrario con la

vida conforme a “leyes para pueblos libres”.15 Una sociedad regida por una ley

que estaba en concordancia con el derecho natural, era fuente de libertad para el

pensador romano.

Acaso la originalidad de su teoría política no sea la nota distintiva de

Cicerón tanto como el hecho de que sirvió, con su prosa, para traducir y

difundir hasta la modernidad los principios griegos sobre los que su propio

pensamiento descansaba. Los pensadores medievales se empaparán de sus

obras, reproduciendo los pasajes más importantes de ellas en sus propios

textos.16

***

Siguiendo a Brian Tamanaha, “la tradición del Estado de derecho se estancó en

forma lenta y no planeada a comienzos de la Edad Media, sin ningún origen o

punto de partida”.17 No obstante, tan cierto como ello es que el aporte de la

doctrina cristiana fue al mismo tiempo esencial para constituir una esfera social

fuerte, distinta de la estrictamente estatal. Como dice el propio Sabine, “es

difícil imaginar que la libertad hubiera podido desempeñar el papel que llegó a

tener en el pensamiento político europeo, si no se hubiese concebido que las

instituciones éticas y religiosas eran independientes del estado y de la coacción

14 Cicerón. República, Libro II. 15 Cicerón. República, Libro III. 16 La concepción estatal de San Agustín es deudora del pensamiento ciceroniano. Ver al respecto Rossi, Miguel Angel. “El estado y su condición de posibilidad en el pensamiento agustiniano”. En Borón, Atilio (compilador). Teoría y filosofía política. La tradición clásica y las nuevas fronteras. Buenos Aires, CLACSO, 2001. 17 Tamanaha, Brian. En torno al Estado de derecho. Historia, política y teoría. Bogotá, Universidad Externado de Colombia, Edición E-Book, pos 396 de 5832.

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jurídica, y superiores en importancia a ellos”.18 Heller coincide con esta visión:

“La idea de la libertad igual de todo lo que tiene rostro humano es una idea de

origen específicamente cristiano”.19

La distinción entre una dimensión terrenal y una dimensión celestial fue

pronunciada por el propio Jesús cuando, ante la tramposa pregunta de si era

lícito pagar impuestos al César, respondió: “Dar al César lo que es del César y a

Dios lo que es de Dios”.20 Así, la dualidad política y religiosa se encuentra ya en

el Nuevo Testamento; dualidad que caracterizará varios siglos de controversias

entre los poderes terrenos y espirituales.

El Profesor Jorge Barbará ha apuntado que “la noción de persona del

cristianismo conlleva, de modo concordante, la idea del valor absoluto del alma

individual, precisamente por su vocación de trascendencia eterna y por su

naturaleza divina; supone fijar límites al poder político, al cual no le pertenece

el gobierno de la persona íntima, porque éste es propio de la ligazón del

hombre no con el reino del César, sino con el reino de Dios”.21 Prelot agrega

que, toda vez que la primacía de la persona humana “hace que no pueda

aceptar cualquier acto que le proponga o le imponga el Estado (…) la

determinación de los límites de los derechos del Estado es cosa esencial para el

cristianismo”.22

He aquí el aporte fundamental del cristianismo a la tradición del Estado

de derecho que estamos examinando sucintamente: su noción de persona

conlleva una esfera de autonomía individual en la que el Estado no puede

sumergirse (algo inconcebible para el mundo antiguo donde el todo era antes

que la parte) y con arreglo a la cual aparece como necesario, por nuevas

razones, poner límites al poder político. Entre los antiguos y los modernos, la

libertad del cristianismo era ciertamente más próxima a la concebida por los

segundos que por los primeros.

El pensamiento de la Edad Media, empero, no rompe por completo con

el pensamiento antiguo, sino que en gran parte es deudor de aquél, con especial

impulso a partir del descubrimiento de las perdidas obras de Aristóteles, a

comienzos del Siglo XIII.23 Es ineludible recordar al respecto que la obra

maestra de Benozzo Gozzoli, expuesta en el Louvre, ilustra precisamente a

Santo Tomás de Aquino junto a Aristóteles y Platón.

18 Sabine, George. Ob. Cit., p. 161. 19 Heller, Hermann. Teoría del Estado. México, Fondo de Cultura Económica, 1942, p. 134. 20 Evangelios según San Marcos: 12, 13-17; según San Lucas: 20-25; según San Mateo: 22, 15-21. 21 Barbará, Jorge Edmundo. Estado de derecho y autonomía de la voluntad. Córdoba, Advocatus, 2008, p. 32. 22 Prelot, Marcel. Historia de las ideas políticas. Buenos Aires, La Ley, 1986, p. 95. 23 La traducción directa del griego que hiciera Guillermo de Moerbeke hacia 1260, guarda gran relevancia para el pensamiento político de aquellos tiempos.

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Pero no nos adelantemos abruptamente en el tiempo sin antes mencionar

a San Agustín, el portador de una de las mentes más importantes de la época

que se sitúa en los límites que separan al mundo antiguo del medioevo. Su

maestro, San Ambrosio, ya había marcado el camino que llevaba a la autonomía

de la Iglesia, cuando pronunció, entre otras cosas, que “los palacios pertenecen

al emperador, las iglesias al sacerdote”.24

Lo relevante del pensamiento agustiniano, para el estudio que aquí nos

ocupa, está dado por el hecho de que a partir de éste se apuntaló una

concepción de la iglesia como institución organizada que debía estar

naturalmente diferenciada del poder político. La ciudad de Dios, publicada a

comienzos del Siglo V, es la materialización de este esfuerzo por construir una

filosofía de la historia que nos presenta al hombre como ciudadano de dos

ciudades diferentes: la terrenal y la espiritual, esto es, la regida por la política y

la regida por Dios. El quiebre del poder que propugna su pensamiento es, a

todas luces, evidente. Y tanto es así, que la llamada “doctrina de las dos

espadas” impulsada por el papa Gelasio I, según la cual, en resumidas cuentas,

en asuntos religiosos el emperador debe subordinar su voluntad al clero, tiene

base en la filosofía del Hiponense. “Los emperadores cristianos —decía Gelasio

I en Tractatus— necesitan de los pontífices para la vida eterna y los pontífices

emplean las disposiciones imperiales para ordenar el curso de los asuntos

temporales”.

Basado en la idea ciceroniana según la cual la República es el pueblo

organizado por el derecho tal como vimos, San Agustín va a negar que alguna

vez Roma haya constituido un Estado como República, dado que allí jamás ha

reinado un Derecho basado en la Justicia. Agustín entiende que “Sin Dios no

hay Justicia; sin Justicia no hay Derecho; sin Derecho no hay Pueblo, sin Pueblo

no hay Estado”.25 Siguiendo este razonamiento, “desde que Rómulo asesinó a

su hermano Remo, el Estado romano se fundó en el afán de mando, el poder, y

la injusticia”.26 Tal conclusión no reviste menor importancia que las anteriores.

Y ello así, porque trae a primer plano la idea de que la política de un Estado

debe estar articulada por un derecho basado en la Justicia y no en las exigencias

del poder.

El otro gran pensador más estrictamente medieval que no podríamos

eludir en este rápido vistazo de la evolución de la idea de Estado de derecho, es

Santo Tomás de Aquino. En efecto, un rasgo fundamental de su teoría política

estuvo dado por el hecho de que “la finalidad moral para la que existe el

gobierno político implica que la autoridad debe estar limitada y que debe

24 Citado en Sabine, George. Ob. Cit., p. 163. 25 Citado en Prelot, Marcel. Ob. Cit., p. 111. 26 Rossi, Miguel Angel. “El estado y su condición de posibilidad en el pensamiento agustiniano”. En Borón, Atilio (compilador). Ob. Cit., p. 75.

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ejercerse sólo de acuerdo con la ley”.27 La ley, al igual que para Aristóteles, es

un producto de la razón en la concepción tomista y, por lo tanto, una ley injusta

“no es un derecho”.28 Asimismo, “el que establece una ley para otros debe él

mismo someterse a ella”.29

Santo Tomás estaba especialmente interesado en fijar una relación

estrecha entre la ley divina y la ley de los hombres, en la que ésta representa la

Justicia en tanto y en cuanto se constituye como reflejo de los preceptos de

aquélla. Así, quien violara la ley humana —incluyendo al soberano— no

violaba simplemente las reglas por las cuales los hombres se rigen, sino que

ofende directamente el orden cósmico establecido por Dios. Las consecuencias

ideológicas de tal concepción, en orden a limitar el poder político arbitrario, en

un marco como el medieval, son difíciles de exagerar.

Así, Santo Tomás pensó un sistema normativo que contemplaba cuatro

tipos de leyes, a saber: ley eterna, ley natural, ley divina y ley humana. En

extremada síntesis, la primera era casi el equivalente a la razón de Dios; la

segunda era la materialización de la primera en las cosas creadas; la tercera era,

fundamentalmente, la revelación (la Escritura por ejemplo); y la última era la

que debía ser descubierta, con arreglo a la razón, para regir la vida humana

tendiente al “bien común”. El Aquinita definía este último tipo de ley como

sigue: “una ordenación de la razón para el bien común, hecha por quien tiene a

su cargo el cuidado de la comunidad y promulgada solemnemente”.30

Es dable destacar que la idea de “bien común” fue, en esos tiempos,

importante para limitar al poder, toda vez que sujetaba la ley ya no al bien

personal de quien la establecía o de sus aliados, sino al presunto bien de todos

los destinatarios de la norma, que venía dado por las exigencias de la “ley

natural”. La noción de bien común más tarde será utilizada, al revés, para

bendecir o encubrir leyes que benefician a determinados individuos o grupos

de individuos, bajo el maquillaje de una universalidad de intereses y

concepciones de lo bueno que realmente no existe en una sociedad plural.31 No

obstante, en aquel tiempo la idea de “bien común”, aunque ahora nos parezca

contraintuitivo, ponía un freno al poder político arbitrario.

Los efectos de la doctrina tomista trascenderán el marco de la Edad

Media y se desbordarán por los límites que separan a ésta de los tiempos

modernos. Tan así es, que Sabine concluye que “el hecho de que John Locke,

27 Sabine, George. Ob. Cit., p. 206. 28 Summa Theologiae. Citado en Tamanaha, Brian. Ob. Cit., pos 490 de 5832. 29 Summa Theologiae. Citado en Tamanaha, Brian. Ob. Cit., pos 490 de 5832. 30 Sabine, George. Ob. Cit., p. 209. 31 Tal como dijo Joseph Schumpeter, la imposibilidad de un “bien común” unívocamente determinado “no se debe primordialmente al hecho de que algunos puedan querer cosas distintas del bien común, sino al hecho mucho más fundamental de que, para los distintos individuos y grupos, el bien común ha de significar necesariamente cosas diferentes”. Capitalismo, socialismo y democracia. Buenos Aires, Aguilar, 1952, p. 337.

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que escribe cuatro siglos más tarde, no pueda encontrar argumento más

convincente que esta concepción moral del derecho y el gobierno para defender

el derecho fundamental de un pueblo a deponer a un gobernante tiránico, dice

mucho más de lo que podría expresarse en muchos volúmenes acerca de la

persistencia y la penetración que tiene tal doctrina”.32

***

Antes de hacer pie sobre la modernidad, y más precisamente sobre el

pensamiento de John Locke, permítasenos efectuar la siguiente digresión, por si

fuera necesaria.

Que hayamos conducido al lector en un rápido sobrevuelo por el mundo

antiguo y el medioevo en nuestra descripción del proceso de ideación del Estado

de derecho, no debiera interpretarse en el sentido de que en sendas épocas el

hombre hubiese efectivamente institucionalizado tal tipo de arreglo político. El

“viaje” propuesto sólo debe interpretarse en el sentido de que el Estado de

derecho ha venido dado por un proceso más complejo del que suele admitirse,

y que sus raíces pueden ser rastreadas hasta tiempos remotos. Así, Lucas Verdú

entiende, al igual que nosotros, que “la Antigüedad griega mantuvo el ideal del

dominio de la ley frente al capricho despótico”.33 Por su parte, Legaz y

Lacambra asevera respecto de la Edad Media que “la doctrina escolástica sobre

la justicia de la ley y la obligatoriedad en conciencia de las leyes injustas, y

sobre todo la doctrina sobre la vinculación del príncipe por sus propias leyes,

deben considerarse como jalones importantes en la etapa que ha conducido a la

juridización racional del Estado y a la eliminación de la arbitrariedad”.34

Del mismo modo, este breve repaso no debe ser entendido en forma

lineal e ininterrumpida de la historia. Al contrario, el ideal del Estado de

derecho ha tenido, como ya dijimos, marchas y contramarchas (considérese, por

ejemplo, la doctrina del derecho divino de los reyes a gobernar) que no

podemos aquí exponer, no sólo en el contexto de una misma época histórica,

sino inclusive hacia el interior de la producción intelectual de muchos de los

pensadores que aquí hemos citado.

Salvo algunas excepciones —como la Carta Magna del rey Juan II de

Inglaterra de 1215—, el Estado de derecho aparece en estos momentos

históricos más como idea que como realidad; más como deber ser que como ser;

más como horizonte a alcanzar que como institucionalización efectiva. En rigor,

los límites y controles religiosos y filosóficos de estos períodos no cristalizan a

32 Sabine, George. Ob. Cit., p. 210. 33 Verdú, Lucas Pablo. Estado liberal de Derecho y Estado social de Derecho. Salamanca, Acta Salmanticensia, 1955, pp. 8 y 9. 34 Legaz y Lagambra, Luis. “Estado de Derecho e idea de la legalidad”, en Revista de Administración Pública, I.E.P., Madrid, Núm. 6 (septiembre-diciembre 1951). Citado en Díaz, Elías. Estado de Derecho y sociedad democrática. Madrid, Taurus, 1998, pp. 35-36.

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menudo en límites y controles materiales, institucionalizados, sino que, como

dice Elías Díaz, “se trata siempre de limitaciones y controles de carácter más

bien ético-religioso e iusnaturalista que no autorizan en modo alguno a hablar

todavía de Estado de derecho”.35

***

El gran salto hacia el Estado de derecho como realidad se logrará en tiempos

modernos; más precisamente, a partir de las llamadas “revoluciones

burguesas”. El Bill of Rights inglés de 1689, la Declaration of Rights del estado de

Virginia (Estados Unidos) de 1776 y la Déclaration des droits de l’homme ey du

citoyen francés de 1789, constituyen el corolario material de estas revoluciones

que contribuyeron a apuntalar institucionalmente al Estado de derecho como

nunca antes en la historia política del hombre.

John Locke es, probablemente, el pensador más importante del momento

histórico al que nos estamos refiriendo.36 Su tono secular era, sin dudas, toda

una novedad en el pensamiento político de la época. Concretamente, dio a

conocer su teoría política en dos ensayos publicados en 1690, con el objeto

manifiesto de defender la “Revolución Gloriosa”. El reto no era menor: debía

desplazar el absolutismo hobbesiano —hegemónico hasta ese entonces— por el

constitucionalismo que su doctrina postulaba.

No es este el lugar para explorar con la profundidad que merece los

fundamentos de la filosofía de Locke. Pero diremos, al menos, que la

concepción lockeana de un estado de naturaleza de “paz, buena voluntad,

asistencia mutua y conservación”, legitima un Estado muy diferente de aquel al

cual había arribado Hobbes partiendo de una situación inicial de “guerra de

todos contra todos”. Para Locke, en rigor, el estado de naturaleza es un estado

social regido por la ley de la naturaleza, y el inconveniente, acaso, es que “no es

razonable que los hombres sean jueces de su propia causa; que el amor propio

los hará juzgar en favor de sí mismos y de sus amigos, y que, por otra parte, sus

defectos naturales, su pasión y su deseo de venganza los llevarán demasiado

lejos al castigar a otros (…). Concedo sin reservas que el gobierno civil ha de ser

el remedio contra las inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza,

las cuales deben ser, ciertamente, muchas cuando a los hombres se les deja ser

jueces de su propia causa”.37

John Locke es entonces quien propone, con gran vehemencia y

sagacidad, que la sociedad debe estar organizada a partir de principios y

normas claramente consignadas e institucionalizadas. Pero las leyes “sólo

resultan justas cuando se basan en la ley de la naturaleza mediante la cual

35 Díaz, Elías. Ob. Cit., p. 36 36 Carlos Alberto Montaner ha propuesto considerarlo como “el hombre del milenio”. Ver Las columnas de la libertad, Buenos Aires, Edhasa, 2007, pp. 18-20. 37 Locke, John. Segundo tratado sobre el gobierno civil. Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 43.

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deben ser reguladas e interpretadas”.38 Como la vida, la libertad y la propiedad

son leyes naturales, toda ley positiva que atente contra estos derechos es

lógicamente injusta. Para Locke, el gobierno existe para resguardar los derechos

individuales de los ciudadanos y son aquéllos, por tanto, los que constituyen el

límite del gobierno. Naturalmente, un gobierno que viola los derechos

individuales está yendo a contramarcha de su función esencial y, dado que con

ello se niega a sí mismo, existen argumentos para su disolución. He aquí una de

las conclusiones más novedosas del pensamiento lockeano: el derecho a resistir

la tiranía.

Locke entiende —es preciso subrayar— que el gobierno ha de estar al

servicio de la protección de los individuos, y el derecho es el vehículo para

efectivizar tal protección. Pero “el poder legislativo actúa en contra de esa

misión que se le ha encomendado, cuando trata de invadir la propiedad del

súbdito y de hacerse a sí mismo, o a cualquier otro grupo de la comunidad, amo

y señor de las vidas, libertades y fortunas del pueblo”.39 Lo mismo concluye

respecto del poder ejecutivo. Y cuando esto ocurre, los gobernantes “están

poniéndose a sí mismos en un estado de guerra con el pueblo, el cual, por eso

mismo, queda absuelto de prestar obediencia”.40

Un gobierno tiránico es un gobierno que niega la razón de ser de todo

gobierno establecido en virtud de la Justicia. Locke define que “la tiranía es un

poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo

legalmente”.41 En consecuencia, “cualquiera que, en una posición de autoridad,

excede el poder que le ha dado la ley y hace uso de la fuerza que tiene bajo su

mando para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permita cesa en ese

momento de ser un magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede

hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los

derechos de otro”.42

Puede hallarse, también en Locke, un compromiso con la idea de que la

soberanía parte del pueblo y que debe existir una separación de poderes en

orden a su limitación, idea esta última que será desarrollada y apuntalada in

extenso pocos años después por Montesquieu. No es ocioso recordar, acaso, que

la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, deudora del pensamiento y

estos (y otros) hombres, estableció entre otras cosas que: “La finalidad de toda

asociación política es la conservación de los derechos naturales e

imprescriptibles del hombre” (artículo 2); “Lo que no está prohibido por la ley

no puede ser impedido. Nadie puede verse obligado a aquello que la ley no

ordena” (artículo 5); “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está

38 Locke, John. Ob. Cit., p. 43. 39 Locke, John. Ob. Cit., p. 212. 40 Locke, John. Ob. Cit., p. 213. 41 Locke, John. Ob. Cit., p. 196. 42 Locke, John. Ob. Cit., pp. 198-199.

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asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”

(artículo 16).

***

Permítasenos dar un salto hacia tiempos más cercanos a los nuestros, para

terminar con esta pincelada sobre ideas que contribuyeron a dar forma a la

noción de Estado de derecho. Y es que, a estas alturas, la evolución de la

conciencia humana sobre la importancia de sujetar el gobierno a la ley

continuaba resultando insuficiente para cumplir con su objetivo fundamental:

limitar el poder. De otra manera no puede interpretarse el esfuerzo de Friedrich

Hayek por traer —ya en el Siglo XX— nuevamente a la superficie la

importancia de la libertad individual frente a, por un lado, el “Estado socialista”

y, por el otro, el “Estado de bienestar”, que representaban, cada uno a su

manera, precisamente la hipertrofia del poder estatal frente a la debilitada

sociedad civil.43

Hayek advirtió, en concreto, que “el concepto de Estado de Derecho se

confunde a veces con el requisito de la mera legalidad en todos los actos de

gobierno. El imperio de la ley presupone, desde luego, completa legalidad, pero

sin que ello sea suficiente. Si una ley concede al gobierno poder ilimitado para

actuar a su gusto y capricho, todas sus acciones serán legales, pero no encajarán

ciertamente dentro del Estado de Derecho. El Estado de Derecho, por tanto, es

también más que el constitucionalismo y requiere que todas las leyes se

conformen con ciertos principios”.44

El avance de Hayek es significativo: el Estado de derecho ya no tiene que

ver simplemente con el requisito formal del imperio de la ley, sino,

fundamentalmente, con reglas referidas a lo que las leyes deben ser. El Estado

de derecho es reconocido ya no como meta jurídica formal, sino como ideal

político sustantivo. Ciertamente que los gérmenes de esta conclusión ya estaban

en los pensadores que le antecedieron, pero Hayek concentrará su investigación

en descubrir, especialmente, cuáles son esas reglas para exponerlas de una

manera mucho más clara que la establecida por la doctrina del derecho natural.

De manera sintética, es dable decir que la ley para Hayek debe tener

carácter general y abstracto45; debe ser conocida y cierta46; debe estar revestida

43 “Se podría escribir una historia del ocaso de la supremacía de la ley, de la desaparición del Rechtsstaat, siguiendo la introducción progresiva de aquellas vagas fórmulas en la legislación y la jurisprudencia y la creciente arbitrariedad e incertidumbre de las leyes y la judicatura, con su consiguiente degradación, que en estas circunstancias no pueden menos de ser un instrumento de la política”. Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre. Madrid, Alianza Editorial, 2011, p. 140. 44 Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión Editorial, 2008, p. 282. 45 “Las normas generales y abstractas que constituyen las leyes en sentido sustantivo son, esencialmente, como hemos visto, medidas a largo plazo referentes a casos todavía desconocidos y carentes de referencia a personas, lugares u objetos particulares”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Cit., p. 287.

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de igualdad formal47, y debe siempre contemplar “el reconocimiento del

derecho inalienable del individuo, de los derechos inviolables del hombre”48. Y

dado que “sería humanamente imposible separar de modo efectivo la

promulgación de nuevas normas generales y su aplicación a casos particulares,

a menos que dichas funciones fueran realizadas por cuerpos o personas

distintas”49, un esquema de separación de poderes resulta intrínseco al ideal del

Estado de derecho.

Sólo bajo el cumplimiento de estos requisitos, un sistema normativo

puede cumplir con el objetivo central que se halla en el corazón del ideal

político del Estado de derecho: la limitación del poder político con miras a

reforzar la libertad individual. En efecto, allí donde la ley no se piensa como

instrumento para la consecución de objetivos políticos particulares, sino como

norma que define los límites de acción de los individuos (“reglas de juego”) de

manera lo suficientemente abstracta y general como para que resulte imposible

prever las consecuencias particulares de su aplicación; allí donde los individuos

tienen conocimiento no sólo sobre lo que les es permitido y lo que no, sino

también sobre las consecuencias de infligir aquello que no se permite y, en

función de este conocimiento, trazar sus planes privados; allí donde los

individuos son tratados frente a la ley con igualdad, de modo que la lege —tal

su denominación en latín— no devenga en privi-lege — “privilegio” en latín— y

por tanto, la legislación no se constituya en un instrumento para beneficiar a

unos y perjudicar a otros; y allí, finalmente, donde distintos poderes tienen

separadamente la facultad de elaborar la ley, ejecutarla y llevar adelante

procesos de revisión judicial, puede concluirse que allí y sólo allí, el imperio de

la ley está al servicio de poner límites al poder político y no al servicio de

hipertrofiarlo bajo un maquillaje formalmente legalista.

La libertad era, para Hayek, una resultante del Estado de derecho así

comprendido. La vieja disyunción libertad vs. ley no tiene sentido siempre que

esta última responda a los requisitos planteados. Montesquieu había concluido

algo parecido cuando sostuvo, con arreglo a su visión típicamente jurídica, que

“la libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten”.50 Hayek da

un paso más allá al aseverar: “la afirmación de que la ley nos hace libres tan

sólo es cierta si por ley se entiende la norma general abstracta o bien cuando se

habla de la «ley en sentido material», lo que difiere de la ley en el mero sentido

46 “El punto esencial es la posibilidad de predecir las decisiones de los tribunales”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Cit., p. 288. 47 “El Estado de Derecho requiere no solamente que el gobernante haga cumplir la ley a los otros y que tal función constituya auténtico monopolio, sino que actúe de acuerdo con la misma ley y, por lo tanto, esté limitado de la misma manera que una persona privada. El hecho de que las leyes se apliquen igualmente a todos, gobernantes incluidos, es lo que hace improbable la adopción de reglas opresivas”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Cit., p. 290. 48 Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre. Cit., p. 148. 49 Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Cit., p. 291. 50 Montesquieu. El espíritu de las leyes. Libro XI.

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formal por el carácter de las reglas y no por su origen. Una «ley» que contenga

mandatos específicos, una orden denominada «ley» meramente porque emana

de la autoridad legislativa, es el principal instrumento de opresión”.51

***

Hasta aquí este breve recorrido —recortado e incompleto sin lugar a dudas—

por la historia de las ideas políticas que dieron lugar al Estado de derecho como

ideal político. Ahora intentemos, a la luz de lo anterior, sintetizar en qué

consiste el Estado de derecho.

Lo primero a concluir es que no todo Estado puede ser llamado “Estado

de derecho” por el simple hecho de poseer un orden normativo positivo como

pensaba Kelsen. Sabemos desde Cicerón a esta parte que todo Estado (o res

publica) presupone a un pueblo enraizado en el derecho, y hoy sería imposible

encontrar un Estado carente de un orden jurídico dispuesto para articular la

vida social. Es por ello que deducir que todo Estado que gobierna a la sociedad

con arreglo al derecho es, por este simple motivo, un “Estado de derecho”, sólo

puede conducirnos a perder el sentido profundo de tal categoría estatal. Más

razón tendríamos al decir, en cambio, que todo Estado de derecho supone un

ordenamiento jurídico concreto, pero no todo Estado que mantenga un

ordenamiento jurídico concreto deviene en “Estado de derecho” sin más.

En rigor, el Estado de derecho no es tanto un entramado institucional,

cuanto un ideal político alimentado al calor de la historia como hemos visto. El

entramado institucional es, en todo caso, la forma de hacer efectivo el ideal; la

manera de ponerlo en práctica. Pero allí donde un Estado ordenado por el

derecho pierde de vista la idea nuclear del Estado de derecho, sólo puede

degenerar su entramado institucional conduciendo a la hipertrofia del poder

estatal que es, precisamente, lo que el Estado de derecho procura evitar.

Y aquí debemos ser bien claros: el valor último que subyace al ideal del

Estado de derecho es el de la libertad individual que resulta de fijar límites

estrictos al poder político. Si el Estado fuese la fuente de toda la felicidad y el

bien para la humanidad, entonces la idea de limitar al Estado por medio del

derecho no tendría razón de ser. ¿Para qué querrían los hombres limitar, pues,

semejante instrumento concedido a su entero servicio? Es evidente que ni el

Estado es la fuente de toda la felicidad y el bien de la humanidad, ni ha sido

siempre un instrumento puesto al servicio del hombre. Al contrario, si los

hombres han pensado durante tantos siglos sobre la necesidad de poner frenos

al Estado, ello fue así precisamente por la opresión que a menudo éste ejercía

sobre aquéllos. De ahí que sea lógico deducir que, en rigor, es el hecho de poner

límites al Estado en virtud de la libertad el sentido último del Estado de

derecho como, por lo demás, ha quedado registrado en las ideas de los hombres

51 Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Cit., p. 204.

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que desde la antigüedad hasta nuestros días —aun sin saberlo— han pensado el

Estado de derecho, algunas de las cuales hemos mostrado en estas páginas.

En síntesis, podemos aseverar que cuando hablamos de Estado de

derecho estamos hablando más del derecho como límite del poder, que del

derecho como producto del poder. La verdad es que todo Estado, en virtud de su

poder, es capaz de establecer un orden jurídico, pero no todo Estado, en virtud

del respeto a la sociedad civil y su autonomía, es capaz de utilizar el derecho

para autoimponerse límites. En efecto, el poder que concibe a la ley como

producto de sí mismo y no como límite de su autoridad, tiene en sus manos la

posibilidad de formalizar legalmente cualquier atrocidad si así lo necesitara.52

No es lo mismo, pues, “Estado de derecho” que el derecho del Estado.

El problema fundamental que aparece ante nosotros consiste en saber

cómo limitar al Estado con arreglo al derecho, cuando el derecho es, al mismo

tiempo, un producto del Estado. En otras palabras: el Estado de derecho está

resumido en la idea de configurar un orden gobernado por el derecho y no por

los hombres. El problema es que al derecho lo hacen, en puridad, los hombres,

con lo cual se hace necesaria una distinción entre un derecho legítimo de uno

ilegítimo si lo que queremos es, en última instancia, seguir insistiendo en la

posibilidad de gobernarnos por principios que estén más allá del mero

decisionismo de los políticamente poderosos.

El tiempo y la experiencia han mostrado a los hombres que la ley

positiva, por sí misma, no es garantía de libertad y, al contrario, puede

constituirse en un instrumento opresivo más o menos disimulado y legitimado.

Decir que un ciudadano es libre dentro del espacio contemplado por el derecho,

nada nos dice sobre las dimensiones concretas de ese espacio y, por tanto, nada

nos dice sobre la libertad en sí. Benjamín Constant respondía a la visión jurídica

de la libertad que mantenía Montesquieu, esgrimiendo que “no hay duda de

que no existe libertad cuando las personas no pueden hacer todo lo que las

leyes les permiten hacer, pero las leyes pueden prohibir muchas cosas hasta

abolir totalmente la libertad”.53 ¿Cuál fue la función del derecho divino y del

derecho natural, si no la de poner límites a la ley humana? ¿Cuál es en nuestros

tiempos la función del constitucionalismo, si no la de sujetar los poderes

constituidos y las normas jurídicas que de ellos emanan a un conjunto de

principios inalienables? Va de suyo que la mejor forma para defender las

libertades individuales es, en efecto, incluyéndolas en una Constitución de la

cual dependa el resto del ordenamiento jurídico. Y no hay que soslayar, al

respecto, que fue precisamente la Constitución la que sustituyó la función de

52 Ejemplos históricos al respecto sobran, y quizás el más elocuente y conocido por todos sea el del régimen nacional-socialista que, en función de una visión estrictamente positivista, cabría concluir que llevó adelante su genocidio de “forma legal” porque dispuso las leyes para que permitieran sus matanzas. 53 Citado en Tamanaha, Brian. Ob. Cit., pos. 962.

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limitar la ley humana que durante los períodos de la Grecia clásica, la República

romana y la Edad Media, tomaron principalmente las ideas del derecho divino,

el derecho natural y el consuetudinario.

Si el sentido último del Estado de derecho, como hemos visto, estriba en

la libertad frente al poder político, y la ley puede ser ciertamente dañosa para la

libertad, parece lógico concluir que ningún Estado que se base en una

legislación contraria a las libertades fundamentales pueda ser reconocido como

“Estado de derecho”. ¿Cómo protegerse entonces de la posibilidad de caer bajo

el imperio de una ley que atente contra la libertad de los hombres? La respuesta

a esta pregunta debería llevarnos a entrever los elementos necesarios para

contemplar una ley que, sometiendo bajo su imperio a todos los hombres en un

marco social, sea propia de un verdadero Estado de derecho.

Lo primero a destacar es la importancia vital de un sistema

constitucional capaz de conservar las libertades fundamentales y protegerlas de

la actividad legisladora del Estado. Con libertades fundamentales queremos

significar libertades de carácter negativo, esto es, libertades cuya realización no

implica la violación de los derechos de los demás sino que, al contrario, se trata

de aquellas que establecen una dimensión de autonomía individual que protege

al hombre de la coacción externa arbitraria. Nos referimos a las “libertades de

los modernos”, así llamadas por Constant.54 Guillermo Lousteau ha anotado

precisamente que “la idea sustantiva de la supremacía de la Constitución es la

limitación de las facultades del Estado, que representa a mayorías

circunstanciales”.55

La protección de las libertades fundamentales nos conduce rápidamente

al segundo requisito, la noción de “igualdad ante la ley”, pues aquéllas sólo

pueden ser efectivas cuando todos los hombres son tratados como iguales ante

el ordenamiento jurídico estatal, haciendo de la ley una lege y no privi-lege. A

este tipo de igualdad llamada comúnmente igualdad formal, se contrapone otro

tipo de igualdad mucho más atractiva pero peligrosa para el Estado de derecho,

que ha sido característica principalmente de las corrientes marxistas y las

variopintas izquierdas: la igualdad material. Y aquí el razonamiento es otro: los

hombres son iguales en los aspectos más generales que dan lugar a una visión

formal de la igualdad, pero deben ser iguales también en los aspectos más

particulares, conduciendo al igualitarismo material. Tal supuesto transforma la

igualdad ante la ley en una “igualdad a través de la ley”, lo cual constituye un

principio diametralmente opuesto a aquél. En efecto, para hacer iguales a los

distintos hay que tratarlos de manera necesariamente desigual. Y dado que las

necesidades bajo las cuales cabe advertir la desigualdad resultan ilimitadas, el

poder que ha de intentar la igualación ha de ser igualmente ilimitado,

54 Ver Constant, Benjamin. Ob. Cit. 55 Lousteau, Guillermo. Democracia y control de constitucionalidad. Los fundamentos filosóficos de la Judicial Review. Miami, InterAmerican Institute for Democracy, 2009, p. 39.

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destruyendo a la postre el Estado de derecho. El resultado esperable es una

creciente centralización de los asuntos sociales por parte del Estado como

organismo coactivo que buscará dirigir la infinidad de particularidades en

orden a igualarlas, en desmedro de la autonomía de la sociedad civil.

Esto último nos da pie para establecer nuestro tercer requisito,

subrayando que las leyes del ordenamiento jurídico deben ser de carácter

general, abstracto y cierto, haciendo de aquél un simple marco de “reglas de

juego” que de ninguna manera puede pensarse para dirigir objetivos o intereses

particulares sino que, en virtud precisamente de su abstracción y generalidad,

resulte imposible determinar a quién beneficiará concretamente la legislación al

modo, insistimos, de cualquier juego que se precie de imparcial. No nos

explayaremos más al respecto, puesto que ya lo hemos hecho antes al revisar el

pensamiento de Hayek.

Finalmente, un cuarto requisito para la existencia de un Estado de

derecho estriba en la separación de poderes. Ello así no solamente porque la

misma división del poder conlleva una reducción de su magnitud y un límite a

todas luces evidente, sino también porque se hace necesario contar con un

poder que, siendo independiente de aquel que crea la ley y aquel que ejecuta la

administración del gobierno, controle la propia legalidad tanto del uno como

del otro, constituyéndose así en el guardián de la Constitución, es decir, de las

libertades fundamentales que se establecieron para proteger a los individuos

del poder del Estado. En efecto, la revisión constitucional de las acciones del

Estado sería imposible de no estar asegurada una independencia efectiva entre

los poderes.56

Llegados a esta instancia, intentemos un listado de requisitos mínimos: a)

Libertades fundamentales reconocidas por una Constitución que sujete la futura

producción legislativa en lugar de una voluntad legisladora ilimitada; b)

Igualdad ante la ley en lugar de “igualdad a través de la ley”; c) Leyes

abstractas, generales y ciertas, en lugar de mandatos particulares con vistas a

perjudicar o beneficiar a distintas categorías de ciudadanos en desmedro de

otros; d) División de poderes en lugar de una concentración del poder.

Bajo estos cuatro requisitos, el derecho pasa a funcionar como una guía

que colma las expectativas sociales del individuo, haciéndolo capaz de prever

qué podrá hacer no sólo él con respecto de los demás, sino los demás con

respecto de él y, a la postre, facilitar sus planes de vida con el indispensable

56 Debemos aclarar que la revisión de constitucionalidad no es función exclusiva del Poder Judicial. En el “sistema continental” típicamente francés, el control de constitucionalidad se ha estructurado de otra manera. Al respecto, una buena comparación entre Estados Unidos y Francia en esta materia, lo ofrece Guillermo Lousteau en Ob. Cit.

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elemento de la previsión de sus acciones.57 Pero además de este aspecto más o

menos utilitario, es dable remarcar que bajo un ordenamiento jurídico que

contemple tales requisitos, el individuo podrá mantener una considerable esfera

de autonomía y la sociedad civil podrá florecer, frente a un Estado que será

reconocido más como un garante de la libertad que como un instrumento de

opresión: tal Estado será denominado, con toda razón, “Estado de derecho”.

III- El populismo al asalto del Estado de derecho

Si algo ha demostrado la vuelta del populismo a América Latina, eso es que las

tesis optimistas, primero con Daniel Bell y su “fin de las ideologías”58, y luego

con Francis Fukuyama y su “fin de la historia”59, han sido muy poco acertadas

al menos en lo que respecta a la realidad de nuestra región.

En efecto, lo cierto es que tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe

del comunismo a finales del siglo pasado, los enemigos de la libertad en

América Latina, lejos de hundirse junto a este fracaso de dimensiones globales,

lograron reestructurarse en derredor de renovadas concepciones ideológicas y

aggiornados lineamientos estratégicos. A tal maniobra se la bautizó como

“socialismo del Siglo XXI”, que sería, estrictamente hablando, un socialismo de

raigambre populista. El propio Ernesto Laclau, sobre quien en breve nos

referiremos con mayor detenimiento, ha admitido que “el marxismo moderno,

en su giro hacia el ‘joven Marx’, ha pasado a ser populista”.60

Así pues, el populismo se impone en nuestra región como la forma de

construcción política que eligen hoy los totalitarios de ayer. No es mera

casualidad el renovado interés académico en torno al populismo y el frecuente

uso del vocablo en cuestión en el discurso periodístico. El retorno del

populismo —históricamente asociado a gobiernos de mitad del siglo pasado y,

en el caso de Estados Unidos y Rusia, vinculado al Siglo XIX— aunque suene

desconcertante, es un signo del nuevo milenio para América Latina. En esta

parte nos dedicaremos a desentrañar la lógica populista y contrastarla con el

ideal del Estado de derecho explorado en el apartado anterior.

57 “Las leyes sirven o deberían servir para ayudar a los individuos a formar planes de acción cuya ejecución tenga probabilidades de éxito”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Cit., p. 207. 58 “…la ideología, que antes fue el camino de la acción, ha venido a ser un término muerto. (…) la era de las ideologías ha concluido”. Bell, Daniel. El fin de las ideologías. Madrid, Editorial Tecnos, 1964, pp. 542-547. 59 Francis Fukuyama, con su best-seller El fin de la historia y el hombre nuevo, ilustró el sentimiento compartido por los sectores liberales tras la derrota del comunismo: el mundo había arribado al fin de la historia, “la última y definitiva forma de gobierno humano”, en palabras de Fukuyama. Una buena crítica liberal a esta tesis puede encontrarse en Novillo Corvalán, Sofanor. “El liberalismo”. En Juárez Centeno, Carlos Alfredo; Bonetto de Scandogliero, María Susana (compiladores). La ideología contemporánea. Córdoba, Advocatus, 1992. 60 Laclau, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires, FCE, 2013, p. 22.

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El populismo es una categoría política que no ha sido fácil de conceptualizar ni

antes ni ahora. Los esfuerzos por determinar su sentido, a partir de estudios

históricos y empíricos, han sido tan numerosos como tan poco satisfactorias sus

conclusiones.61 La avalancha de excepciones, particularidades y contrasentidos

que surgen del análisis de los casos de populismo que, iniciando generalmente

con las experiencias de Estados Unidos y Rusia de la segunda mitad del Siglo

XIX, pasando por los casos de populismo latinoamericano de mediados del

Siglo XX, hasta llegar a los actuales populismos de principios del Siglo XXI,

ponen de manifiesto que los intentos por establecer aquello que resulta

definitorio del populismo no es lo que, a menudo, de manera reduccionista,

pretendemos presentar como lo esencial del populismo. Iniciemos nuestro

análisis preguntándonos, pues, qué no es el populismo para luego dar un paso

hacia lo que es el populismo.

El populismo no constituye, como a menudo el periodismo político

confunde, un sistema de ideas como lo son el marxismo, el liberalismo, el

socialismo o el anarquismo. En los primeros estudios sobre el fenómeno ya

puede advertirse una conciencia sobre la falta de sistematicidad y coherencia

que afecta a los populismos. “Su ideología es imprecisa, y toda tentativa por

definirla suscita escarnio y hostilidad”62 advertía Wiles en los años ’60. En

Bobbio y Matteucci encontramos una noción similar, con el mismo grado de

vaguedad: “El populismo no es una doctrina precisa sino un ‘síndrome’. En

efecto, al populismo no corresponde una elaboración teórica orgánica y

sistemática”.63 Más preciso sería decir que el populismo constituye una

categoría ontológica y no óntica: una manera de articular contenidos políticos al

margen de la naturaleza de ellos mismos.

Otra gran confusión respecto del populismo deviene de una

caracterización economicista que promueve su interpretación en términos de un

programa económico específico, signado por una intromisión exacerbada del

Estado en el mercado, como algunos autores han entendido.64 Pero describir al

populismo en estos términos no nos permite diferenciarlo, por ejemplo, del

61 En la década de 1960, Andrzej Walicki, experto en el populismo ruso, confesaba: “No me siento competente para afirmar si es posible o no elaborar una definición del populismo que abarque todas las ideologías y movimientos, de distintos lugares del mundo, que por algún motivo han sido designados con ese nombre”. “Rusia”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Populismo. Sus significados y características nacionales. Buenos Aires, Amorrortu, 1970, p. 120. 62 Wiles, Peter. “Un síndrome, no una doctrina: algunas tesis elementales sobre el populismo”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Ob. Cit., p. 204. 63 Bobbio, Norberto. Matteucci, Nicola. Diccionario de política. L-Z. México DF, Siglo XXI, 1986, p. 1281. 64 Puede verse un ejemplo en Szewach, Enrique. La trampa populista. Riesgos de una economía a corto plazo. Buenos Aires, Ediciones B, 2011. Véase también Dornusch, Radiger; Edwards, Sebastián. Macroeconomía del populismo en América Latina. Buenos Aires, FCE, 1992.

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llamado “Estado de Bienestar”, que no necesariamente es populista. El hecho de

que en general los populismos hayan sido dirigistas, no parece suficiente como

para configurar por sí solo una definición de populismo lo acabadamente sólida

como para resultar diferente de otras categorías políticas.

Y en tercer término, el populismo tampoco es un fenómeno político

anclado históricamente en una determinada época —la del paso de la sociedad

preindustrial a la industrial— como lo entendieron, entre otros, Gino Germani y

Torcuato Di Tella, y la mejor prueba de ello es que nos sirve —y de hecho la

utilizamos— como categoría útil para describir fenómenos políticos actuales en

tiempos que algunos han bautizado como los de la era postindustrial. Ello así,

vale aclarar, no sólo en el marco Latinoamericano, sino en los más variados

rincones del mundo.65

Si el populismo no es un sistema de ideas, ni un plan económico ni un

momento histórico, ¿entonces qué es? La mejor respuesta ha provenido de la

“teoría del discurso” y, más concretamente, del pensamiento de Ernesto Laclau,

un postmarxista encantado con el populismo, quien ha desechado todos los

intentos por hallar el “contenido” populista para explorar, en cambio, la “lógica

populista”66: “Podríamos decir que un movimiento no es populista porque en

su política o ideología presenta contenidos reales identificables como

populistas, sino porque muestra una determinada lógica de articulación de esos

contenidos —cualesquiera sean estos últimos—”.67 Así pues, concluye Laclau

que “el populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”.68

El punto de partida de la teoría laclauniana, esto es, su unidad de análisis

fundamental, es la noción de demanda. En efecto, las demandas pueden ser

subsumidas institucionalmente por la administración gubernamental o no: en el

primer caso, tendremos una satisfacción puntual de la demanda que supone

una lógica de la diferencia, pues las demandas son tratadas aisladamente las unas

respecto de las otras; en el segundo caso, cuando tenemos un conjunto de

demandas que no pueden ser absorbidas por el Estado, ellas pueden comenzar

a reagruparse sobre una base negativa, es decir, sobre su denominador común

que no está dado por una coincidencia de contenidos sino por una coincidencia

65 Chantal Mouffe ha investigado recientemente sobre el “populismo de derecha” europeo; Glenn Bowman lo ha hecho respecto de Palestina y la “ex Yugoslavia”; David Laycock ha aplicado la categoría al caso de Canadá; David Howart ha realizado lo propio con Sudáfrica, etcétera. 66 Angus Stewart ya había avanzado bastante en esta dirección cuando anotó que “La unidad del populismo no reside en la unidad de contenido de los «programas» de los diversos movimientos que llevan ese nombre (…). La unidad que el populismo es se encuentra (…) no en los pormenores de una serie de situaciones específicas, sino en la pauta recurrente de un tipo ideal de relación social”. “Las raíces sociales”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Ob. Cit., p. 221. 67 Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. En Panizza, Francisco (compilador). El populismo como espejo de la democracia. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 52. 68 Laclau, Ernesto. La razón populista. Cit., p. 11.

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de situación: la insatisfacción institucional. En esta instancia opera una lógica de

la equivalencia, toda vez que las demandas particulares comienzan a identificarse

entre sí a partir de lo que les falta.

El populismo comienza a gestarse, por lo tanto, cuando grupos con

demandas de hecho diferentes e insatisfechas empiezan a articularse de modo

tal que configuran entre sí una dimensión equivalente que les otorga una

subjetividad social más amplia. En palabras de Laclau: “Tenemos dos formas de

construcción de lo social: o bien mediante la afirmación de la particularidad

(…), cuyos únicos lazos con otras particularidades son de una naturaleza

diferencial, o bien mediante una claudicación parcial de la particularidad,

destacando lo que todas las particularidades tienen, equivalentemente, en

común. La segunda manera de construcción de lo social implica el trazado de

una frontera antagónica; la primera, no”.69 Arribamos así a un punto clave: la

articulación populista supone una lógica dicotomizante: la constitución del

sujeto “pueblo” como depositario de todas las virtudes cívicas sólo es posible a

partir de la constitución del “antipueblo”, trazando con ello la frontera

antagónica que postula Laclau como precondición del populismo.

Un denominador común que aparece, por lo general, en los primeros

estudios sobre el populismo basados en casos históricos, es precisamente el de

la formación de la propia identidad como negación de un otro. A Hofstadter,

estudioso del caso norteamericano, le llamaba la atención por ejemplo “la

división de la sociedad en dos partes: por un lado «el pueblo» que trabajaba

para vivir, por el otro los intereses creados, que no lo hacían”.70 Minogue, sobre

el populismo ruso, destacaba que éste hizo “gran hincapié sobre el «pueblo»

como el conjunto de oprimidos agentes de los futuros cambios”.71 Hennessy,

sobre el caso latinoamericano, aseveraba que el populismo “postula un

«pueblo» unificado (…) contra los imperialistas de afuera y los lacayos de

adentro —los «vendepatrias»— “.72 La pregunta ineludible es: ¿a qué llama

“pueblo” entonces el populismo?

Digamos que hay, al menos, dos maneras de conceptualizar al pueblo: el

pueblo como “los de abajo” (plebs) y el pueblo como el conjunto de la

ciudadanía (populus). Mientras esta última acepción procura ser inclusiva,

aquélla se caracteriza por ser exclusiva. Los procesos de democratización, que

supusieron un traslado de la soberanía al “pueblo”, configuraron una

concepción amplia de “pueblo” que daba un nuevo sentido a la pregunta sobre

el origen del poder que nos rige. El pueblo no era algo distinto de la sociedad

civil y política de un país: el pueblo bajo la democracia somos todos.

69 Laclau, Ernesto. La razón populista. Cit., pp. 103-104. 70 Hofstadter, Richard. “Estados Unidos”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Ob. Cit., p. 26. 71 Minogue, Kenneth. “El populismo como movimiento político”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Ob. Cit., p. 241. 72 Hennessy, Alistair. “América Latina”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Ob. Cit., p. 42.

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Al populismo no le corresponde una visión democrática del pueblo; lo

que construye es, al revés, un “pueblo” excluyente e ilusoriamente homogéneo,

respondiendo a una pulsión tribal de sociedades cerradas en sí mismas. En

efecto, es condición del populismo siguiendo la teoría laclauniana, el hecho de

“la dicotomización del espacio social mediante la creación de una frontera

interna” que sólo puede lograrse mediante la identificación de aquello que se

encuentra por fuera de los márgenes del pueblo: “no hay populismo sin una

construcción discursiva del enemigo”73 concluye Laclau, apoyándose en la

concepción de la política como una dicotomía amigo/enemigo teorizada por el

jurista nacional-socialista Carl Schmitt.74

Así, el populismo niega la pluralidad que caracteriza a las sociedades

modernas, y la disidencia y oposición que presupone la democracia liberal. En

palabras de Juan José Sebreli: “El populismo no es políticamente neutro ni flota

en el aire, rechaza a la democracia como una idea extranjerizante y cosmopolita

ajena a la idiosincrasia nacional, y también al liberalismo pluralista porque

disgregaría la unidad de la nación y del pueblo”.75 Laclau admite que el

“pueblo” del populismo “es algo menos que la totalidad de los miembros de la

comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser concebido

como la única totalidad legítima”.76 El pueblo, que pretende ser algo compacto

y homogéneo, precisa para erigir su identidad de una enemistad con una

fracción que permanezca fuera de la presunta unidad77, condenada a la

ilegitimidad y el ostracismo.78 De ahí que la igualdad ante la ley, constitutiva

todo Estado de derecho como hemos visto, resulte siempre amenazada bajo

experimentos populistas. Pues lo cierto es que, para resguardar la libertad, tal el

fin del Estado de derecho, no ha de reconocerse la unidad, sino la pluralidad; no

ha de promoverse la enemistad, sino la tolerancia; no ha de pregonarse una

imposible homogeneidad absoluta, sino que ha de admitirse la heterogeneidad

que caracteriza a las sociedades abiertas.

73 Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. Ob. Cit., p. 52. 74 “La específica distinción política a la cual es posible referir las acciones y los motivos políticos es la distinción de amigo [Freund] y enemigo [Freind]”. Schmitt, Carl. El concepto de lo “político”. México DF, Folio Ediciones, 1985, p. 23. La izquierda populista ha encontrado en Schmitt un enemigo de la democracia liberal, del sistema republicano y del parlamentarismo. Schmitt fue, además, el gran teórico del decisionismo, concepción completamente opuesta al ideal del Estado de derecho. 75 Sebreli, Juan José. El malestar de la política. Buenos Aires, Sudamericana, 2011, pp. 360-361. 76 Laclau, Ernesto. La razón populista. Cit., pp. 107-108. 77 Como enseña Hans Kelsen: “Sólo puede considerársele como unidad en sentido normativo, pues la unidad del pueblo como coincidencia de los pensamientos, sentimientos y voluntades y como solidaridad de intereses, es un postulado ético-político afirmado por la ideología nacional o estatal mediante una ficción (…) la unidad del pueblo es sólo una realidad jurídica”. Esencia y valor de la democracia. México DF, Ediciones Coyoacán, 2005, p. 30 78 Agrega Laclau: “…es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión”. La razón populista, Cit., p. 94.

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El populismo construye al pueblo sobre la base de premisas organicistas

que subordinan al individuo a aquella entidad mítica superior. El pueblo sería,

como en las concepciones románticas e irracionalistas79, comparable a un

organismo corporal y psíquico concreto del cual los individuos —no todos, sino

simplemente algunos— serían sus partes; quienes se encuentran por fuera de

los márgenes populares aparecen, al contrario, como una infección que impide

la plenitud del cuerpo populista. De tal suerte que la interpelación al “pueblo”

como un todo sin discontinuidades (la infección es externa a él) sea un rasgo

característico del discurso populista. Pero, como dice Sebreli, la verdad es que el

pueblo “no tiene las características de una persona, carece de órganos de los

sentidos, de mente; no puede, por lo tanto, emitir sentimientos, pensamientos,

ni voliciones; éstas son propiedades del individuo”.80 En consecuencia, la

reificación del pueblo pone en jaque la libertad del individuo, tanto del que se

encuentra dentro como fuera del pueblo, pues desvanece su autonomía en favor

de un inexistente “organismo colectivo” que pasa a identificarse, más pronto

que tarde, con su “espíritu”: el Estado.

El populismo va borrando, así, con distintos grados de velocidad, los

contornos de la sociedad civil que ha sido, como ya hemos visto, rasgo

distintivo del ideal del Estado de derecho como configuración política que

despolitiza un conjunto sustantivo de relaciones sociales. No es ocioso recordar

que para Bobbio “se entiende por ‘sociedad civil’ la esfera de las relaciones

sociales que no está regulada por el Estado”81, y que para Barbará el precepto

de la autonomía de la voluntad sobre el cual se ha edificado el Estado de

derecho constituye “el fundamento de la diferenciación entre el Estado y la

sociedad”.82

***

La otra cara del culto al pueblo es el culto al líder que lo encarna e

interpreta.83 Aleardo Laría sostiene que “esta visión del pueblo como un cuerpo

unido puede explicar el apoyo a un liderazgo fuerte en una persona carismática

que esté disponible para personificar los intereses de la nación”.84 Es paradójico

que, negando la centralidad de los individuos, el populismo acabe identificando

al pueblo con una única individualidad: el líder. En efecto, no hay populismo

79 Herder, uno de los precursores del romanticismo alemán, hablaba de Volkgeist (espíritu del pueblo) y entendía en clave organicista que el volk (pueblo) es una “planta de la Naturaleza”. 80 Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1995, p. 170. 81 Bobbio, Norberto. Estado, gobierno y sociedad. México DF, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 39. 82 Barbará, Jorge. Ob. Cit., p. 148. 83 Perón sentenciaba: “Para conducir un pueblo la primera condición es que uno haya salido del pueblo, que sienta y piense como el pueblo”. Hugo Chávez aseveraba: “Soy un poco de todos ustedes”. 84 Laría, Aleardo. La religión populista. Una crítica al populismo posmarxista. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 2011, p. 394.

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sin aquello que Max Weber denominó mistagogos: personas a las que se les

atribuyen poderes mágicos; en este caso, el poder de interpretar y conducir al

pueblo. Lo curioso es que en la sociedad postindustrial, de increíbles avances

tecnológicos y comunicacionales, de una laicización creciente de la vida, los

artilugios mágicos retornan en el discurso político del populismo en boca de

líderes mesiánicos —cuyo estilo retórico se asemeja al de los predicadores

religiosos85— que apelan a hacer de la política una maniquea cruzada entre el

bien y el mal, encarnados por el “pueblo” y el “antipueblo” respectivamente. El

populismo, después de todo, parece ser una forma de religiosidad profana que

contradice el “desencantamiento del mundo” weberiano.

Del mismo modo como los primeros estudios sobre populismo

identificaron como rasgo estable la formación discursiva de un pueblo

excluyente, también llamaron la atención sobre el papel ineludible del liderazgo

carismático bajo todo fenómeno populista. “El populismo tiende a arrojar a los

grandes líderes a un contacto místico con las masas”86 determinaba Wiles a

mediados del siglo pasado. Más acá en el tiempo, Panizza ha anotado que “es

principalmente la relación entre el líder y sus seguidores lo que otorga a la

política populista su modo distintivo de identificación”.87 Pero la pregunta

inevitable es: ¿Por qué? Volvamos rápidamente a Laclau para proponer una

respuesta.

Como ya vimos, el populismo depende de un proceso de constitución

discursiva de una cadena equivalencial que va anidando demandas particulares

que, en el marco de este proceso, pasan a representar algo más que ellas

mismas. Dicha cadena es consolidada a partir de un elemento que le otorga

coherencia y la significa como totalidad; tal elemento es denominado por Laclau

como “significante vacío” que, para ponerlo en forma por demás resumida,

consiste en un significante que condensa la identidad popular, representando

en él la totalidad de la cadena equivalencial. El discurso populista no implica,

pues, la expresión de un pueblo sino su construcción.88 Y la construcción del

pueblo populista, es decir, la fijación de la cadena equivalencial edificada a

partir de una enemistad y condensada a través de significantes que representan

la cadena como totalidad, no puede darse como un proceso espontáneo, sino a

cargo de alguien bien concreto: el líder populista. Laclau admite que “este

85 Eva Perón, en su libro La razón de mi vida, anotó: “Muchos hombres reunidos, en vez de ser millares de almas separadas, son más bien una sola alma. Para que esa alma se manifieste es necesario que el conductor tenga la sensibilidad suficiente como para poder oír las voces del alma gigantesca de la multitud. Es necesario para eso poseer un alma extraordinaria para ser conductor”. Se refería, claro, a su esposo. 86 Wiles, Peter. Ob. Cit., p. 204. 87 Panizza, Francisco. Ob. Cit., p. 33. 88 Minogue se extrañaba respecto del populismo norteamericano del Siglo XIX diciendo que éste “no poseía ideología en ninguno de los sentidos válidos del término, sino una retórica”. Ob. Cit., p. 255.

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proceso llega a un punto en que la función homogeneizante es llevada a cabo

por un nombre propio: el nombre del líder”.89

En consecuencia, el líder populista instituye un marco simbólico que

representa la unidad de demandas y consolida la nueva subjetividad bajo su

propia figura. Y es que su misión se supone por demás “trascendental”: consiste

en hacer del plebs un populus o, lo que es lo mismo, consiste en totalizar como

pueblo a lo que, realmente, constituye una parcialidad dentro de un espacio

comunal “infectado” por el “antipueblo”. Esta presunta trascendencia hace de

las instituciones un incómodo límite a remover, y es así que el líder populista se

adjudica una libertad de acción en su cargo que colisiona con la necesidad de

limitar el poder, propia de todo Estado de derecho. En efecto, bajo el dominio

del populismo, es la soberanía del líder90 y no la del derecho la que se va

imponiendo, con arreglo a un Poder Legislativo que se torna sumiso y hace las

veces de una insulsa escribanía del Poder Ejecutivo. Y tanto es así, que cuando

el Poder Legislativo no responde como el líder quisiera, éste termina legislando

a través de Decretos de Necesidad y Urgencia.91 Los checks and balances propios

del sistema republicano que robustecen al Estado de derecho quedan, por

cierto, desmantelados en el camino.

Al identificarse radicalmente con el pueblo, el líder populista se dispone

a conducirlo a través de un Estado en constante expansión que va borrando,

como en el totalitarismo, aunque no necesariamente en el mismo grado, las

fronteras que lo separan de la sociedad civil, invadiendo permanentemente

esferas privadas. Es por ello que el populismo necesariamente es estatista,

aunque no todo estatismo es necesariamente populista. Si en la época del

absolutismo Luis XIV podía aseverar “El Estado soy yo”, el líder populista hoy

podría proclamar “El pueblo soy yo y el Estado es mío”, noción que

ubicaríamos sin mucho esfuerzo en las antípodas del ideal del Estado de

derecho.

El populismo hace de la política, como vimos, una cruzada del bien que

representa el pueblo contra el mal que representan aquellos que quedan

excluidos de la frontera popular. No debe extrañar, pues, que el populismo

termine afectando entonces las libertades políticas. Sebreli ha anotado al

respecto que “la relación amigo-enemigo es antidemocrática y aun apolítica

porque impide los consensos, las alianzas o las coaliciones, esenciales a toda

política; no existen adversarios con lo que se debe debatir y aun negociar, sino

89 Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. Ob. Cit., p. 60. 90 Puede pensarse como ejemplo contemporáneo al líder populista Hugo Chávez expropiando indiscriminada y sistemáticamente ante las cámaras de televisión. 91 Un ejemplo ilustrativo lo brindó Néstor Kirchner, inequívocamente populista, que firmó durante su presidencia (2003-2007) un total de 270 decretos de presunta urgencia, es decir, un promedio de cinco por mes. Recordemos al respecto lo que decía Aristóteles: “La demagogia, en que todo se decide por decretos, no es una verdadera democracia, porque el decreto no puede estatuir sino en los casos particulares”. Ob. Cit., p. 160.

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enemigos a los que hay que derrotar y, si es necesario, aniquilar”.92 La célebre

frase “Al enemigo, ni justicia” de Perón es ilustrativa de ello. El enemigo,

ubicado dentro del mismo espacio comunal que el pueblo, impidiendo así la

plenitud popular93 (al mismo tiempo que, paradójicamente, otorgándole

sentido), no es merecedor de nada; ni siquiera de un igual trato frente a la ley

respecto de aquellos que se encuentran dentro del campo popular. Más aún: la

ley debe convertirse en un dispositivo a favor del “pueblo” y contrario al

“antipueblo” que, en consecuencia, deje de ser general y abstracta, tal los

requisitos de la normativa inherente al Estado de derecho que ya hemos visto.

Bajo el populismo, opera una lógica que identifica al pueblo con el líder y

al líder con el Estado. Este último se va transformando así en posesión del líder

populista y los recursos públicos devienen en recursos personales. De tal suerte

que el clientelismo sea una derivación del populismo pero no, como se ha

confundido en análisis reduccionistas, su esencia misma. Hay clientelismo

cuando la asistencia estatal es presentada como el fruto de una decisión

personal del líder populista: es éste el que gentilmente ofrece sus bienes a los

necesitados, a cambio de apoyo político, por supuesto.94 Y dado que el líder

populista está llamado a llevar adelante una misión de proporciones

monumentales que requieren de plazos indefinidos (pues la misma misión es

indefinible en términos concretos), los populismos suelen promover la

perpetuación del líder en el poder evitando la alternancia republicana. De ahí

que las relaciones clientelares constituyan un rasgo tan resaltable del populismo

y que las caprichosas reformas constitucionales en orden a posibilitar

reelecciones indefinidas hayan sido características en los gobiernos populistas

regionales contemporáneos. El resultado es bien claro: la Constitución como

instrumento elemental de un Estado de derecho que procure consagrar

principios fundamentales que limiten la legislación ordinaria, termina

deviniendo en un material desechable y reconfigurable en virtud de los

intereses de la persona del líder y su perpetuación en el poder.

Finalmente, dado que nadie debe rendir cuentas a lo que es de su

pertenencia, el líder populista se pone al margen de los controles que dan

eficacia al Estado de derecho. La exacerbación de la corrupción que suele darse

en gobiernos populistas obedece precisamente al debilitamiento de las

instituciones del Estado de derecho: el líder populista no sólo está por encima

de la ley, sino que pretender ser la ley. Sucede que, para el populismo, las

instituciones sólo estropean la relación pretendidamente directa que es capaz de

92 Sebreli, Juan José. El malestar de la política. Cit., p. 219 93 “Aprista por siempre adelante, aprista debemos luchar. La oligarquía finalmente será derrotada, y habrá felicidad en nuestra patria”, reza una canción popular del APRA de Perú. 94 Un ejemplo arquetípico de esto lo constituyó la Fundación de Ayuda Social María Eva Duarte de Perón cuyo origen privado se contradecía con el origen de sus fondos. Los formularios de petición de ayuda social consistían en cartas personales dirigidas a la propia Eva Perón, como si los recursos salieran de sus propios bolsillos.

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establecer el líder con el pueblo.95 Pero dado que el pueblo no es nunca una

entidad homogénea como pretende el populismo sino profundamente

compleja, discontinua y altamente volátil, un hombre (incluso un conjunto de

hombres) jamás podría establecer una relación directa con el pueblo ni, mucho

menos, conocerlo como el líder carismático pretende que conoce. Y como

pretende que conoce, pretende que es capaz de pergeñar un orden deliberado,

más o menos centralizado, al modo de la ingeniería social que caracterizó al

racionalismo francés, aunque no basada en la entronización de la razón humana

como éste sino, más bien, en un componente afectivo que habitaría en el líder y

lo haría capaz de conducir, casi instintivamente, al pueblo en la senda de un

“bien común” nunca definido ni definible.

IV- Conclusión

Este ensayo ha pretendido mostrar, en primer término, que la búsqueda de

libertad ha estado en el núcleo del proceso histórico bajo el cual se fue

configurando el ideal del Estado de derecho. Es por ello, precisamente, que

hemos afirmado que la libertad es el fin privilegiado del Estado de derecho.

Dicha conclusión nos llevó a comprender que el Estado de derecho

precisa de una serie de requisitos mínimos para ponerse a disposición efectiva

del fin al cual sirve. Tales requisitos son: a) Libertades fundamentales

reconocidas por una Constitución que sujete la futura producción legislativa en

lugar de una voluntad legisladora ilimitada; b) Igualdad ante la ley en lugar de

“igualdad a través de la ley”; c) Leyes abstractas, generales y ciertas, en lugar de

mandatos particulares con vistas a beneficiar o perjudicar a distintas categorías

de ciudadanos en desmedro de otros; d) División de poderes en lugar de una

concentración del poder.

En un segundo momento, nuestros esfuerzos se concentraron en

desentrañar aquello que caracteriza a la “lógica populista”, explorando los

avances que ha hecho sobre el populismo la llamada “teoría del discurso” y,

fundamentalmente, el filósofo postmarxista Ernesto Laclau, líder de una

sustantiva corriente académica defensora del populismo. Es así como, con

arreglo a la propia teoría laclauniana, hemos podido concluir que el populismo

constituye hoy el más feroz peligro para el Estado de derecho, dado que barre

con todos sus requisitos fundamentales, ordenadamente, de la siguiente

manera:

A) En el populismo, las instituciones sólo pueden constituir un estorbo

en la lucha por lograr la “plenitud popular”. La Constitución deja de operar,

pues, como un límite a la legislación ordinaria en virtud de principios

95 En este sentido, y como lo han reconocido varios académicos, el nacional-socialismo y el fascismo tenían elementos populistas claros.

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fundamentales de libertad y resguardo del individuo, sino que pasa a hacer las

veces de un instrumento intercambiable y modificable al antojo del líder

populista. Una misión tan “trascendente” como indeterminable, tal la que se ha

adjudicado el líder, requiere de instrumentos y plazos igualmente

indeterminados.

B) La igualdad ante la ley no puede operar en un espacio comunal

radicalmente dividido por un “pueblo” en contradicción con un “antipueblo”.

Al contrario, el populismo maquina una “igualdad a través de la ley” en

beneficio de aquellos que están incluidos por la dimensión popular cuya

contracara es la desigualdad ante la ley bajo la cual se pone a los excluidos del

sujeto popular: los “enemigos” que, paradójicamente, al mismo tiempo que

impiden la plenitud del “pueblo”, sirven a su constitución discursiva.

C) El concepto de ley abstracta, general y cierta es desconocido para la

lógica populista. La lege en el populismo deviene en privi-lege. Y es que el

populismo no establece el imperio del derecho, sino el imperio del líder; la

soberanía no se halla en la ley, sino en la voluntad carismática. Las leyes bajo

esta lógica, pues, no pueden ser sino específicas en lugar de abstractas,

particulares en lugar de generales, y orientadas, a la postre, a objetivos políticos

bien precisos, en beneficio de unos y en perjuicio de otros. Vale recordar las

palabras de Aristóteles: “los demagogos no se muestran sino allí donde la ley

ha perdido su soberanía”.96

D) La división de poderes, cuyo sentido es aportar a la limitación del

poder en favor de la autonomía individual y habilitar los controles de legalidad,

supone una traba que el líder populista debe desmantelar con rapidez. El

populismo es una senda que lleva al Estado total, entendido precisamente como

total en cuanto a que no deja margen a la esfera específicamente privada.

Supone, en otras palabras, un constante avance de la sociedad política por sobre

la sociedad civil, conjunto de relaciones estas últimas que el Estado de derecho

busca proteger. Así, el pluralismo que está en el núcleo del Estado de derecho

se ve amenazado cuando el Estado empieza a borrar los límites que lo separan

de la sociedad civil, siendo ésta, precisamente, el marco donde la pluralidad

aparece como posibilidad.

La disyuntiva a la que nuestras sociedades se enfrentan es clara, y una

respuesta contundente se hace más necesaria que nunca: ¿Estado de derecho o

populismo?

BIBLIOGRAFÍA

96 Aristóteles. Ob. Cit., p. 59.

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¿Por qué el populismo destruye el Estado de derecho? – Agustín Laje – Fundación LIBRE

20. Lousteau, Guillermo. Democracia y control de constitucionalidad. Los

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21. Montaner, Carlos Alberto. Las columnas de la libertad, Buenos Aires,

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22. Panizza, Francisco (compilador). El populismo como espejo de la democracia.

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23. Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. México DF, Paidós, 2010.

24. Prelot, Marcel. Historia de las ideas políticas. Buenos Aires, La Ley, 1986.

25. Schmitt, Carl. El concepto de lo “político”. México DF, Folio Ediciones,

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26. Schumpeter, Joseph. Capitalismo, socialismo y democracia. Buenos Aires,

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27. Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad. Buenos Aires, Editorial

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28. Sebreli, Juan José. El malestar de la política. Buenos Aires, Sudamericana,

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29. Szewach, Enrique. La trampa populista. Riesgos de una economía a corto

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30. Tamanaha, Brian. En torno al Estado de derecho. Historia, política y teoría.

Bogotá, Universidad Externado de Colombia, Edición E-Book.

31. Verdú, Lucas Pablo. Estado liberal de Derecho y Estado social de Derecho.

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