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Por

Alfredo García Avilés

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México 2016

© Blanco y NegroAlfredo García Avilés

ESTA OBRA ESTÁ PROTEGIDA POR DERECHOS DE AUTOR

Diseño de portada: Jessica VillarrealImagen: StarlineFreepik.comFormación editorial: Jessica Villarreal

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“Cada día, y con ayuda de los dos aspectos de mi inteligencia, el moral y el intelectual, me acercaba más a esa verdad cuyo des-cubrimiento parcial me ha llevado a este terrible naufragio y que consiste en que el hombre no es sólo uno, sino dos”.

El Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Robert Louis Stevenson

“La pobreza es la gran realidad.Por eso la busca el artista”. Anaïs Nin

“Escribir como se hace una oración”. Franz Kafka

“Pensé que si debo servir a la gente con mi escritura, la única cosa a la que tengo derecho y debo hacer, es denunciar a los ricos por su injusticia y revelar a los pobres el engaño en que los mantienen”. León Tolstoi

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Un muchacho camina por calles desiertas y oscuras. Sus pa-sos resuenan en los adoquines. La lluvia cesó y dejó las aceras llenas de reflejos, las paredes de los edificios lustrosas y los vi-drios de los escaparates empañados. Es de noche y el parque está desolado, uno que otro auto pasa lento y silencioso, y de vez en cuando un transeúnte camina presuroso con el cuello levantado. En una banca hacia el final del parque, viendo hacia la calle, el joven mira las calles húmedas, pensativo y con aspecto de aba-timiento, triste y ausente. Una menuda llovizna vuelve a caer y el joven ni siquiera la siente, la mirada perdida en los fondos oscuros de la calle y los escaparates luminosos de los comercios. Y así se queda, inmóvil por mucho tiempo, absorto en sus pensa-mientos. No sabía a dónde ir y acababa de quedarse sin amigos y sin compañera. Como un Orfeo sin su Eurídice, había bajado a los infiernos de la ciudad en su busca y se había encontrado con su verdadero origen, con la traición, el escarnio, y había vuelto… ¿purificado? Ahora, casi cuarenta años después, toma la pluma para contar la historia de sus años de crisis.

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PRIMERA PARTECAPÍTULO UNO

(E-mail 1 a 6)

Cedo a sus deseos, comandante, y capítulo a ca-pítulo, por e-mail, le iré contando la historia de los días inmediatos a nuestro encuentro en aquella ve-cindad, cuando todo para mí terminó en aquellos tiempos dolorosos. Si es para usted un consuelo saber más de mí en sus últimos días, no me pue-do negar. Dicen que recordar es volver a vivir, y aunque el tiempo pasa y adormece el dolor, le con-taré los hechos como si fueran sucesos vividos por terceras personas. Así me será más fácil y me dará menos pena. Si es así, comencemos.

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Veo, en la pantalla de la imaginación, cruzar a David la calle oscura y fría, en la penumbra de la noche, y subir a su departamento ubicado en el cuarto piso de un edificio viejo y ruinoso, que, sin

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embargo, se mantiene milagrosamente en pie. Es-tamos a mediados de los años setenta, en un ba-rrio bajo de la Ciudad de México. Atraviesa la gran puerta de entrada siempre abierta, sin portero, y después de saltar algunas basuras de la escalera, penetra en su piso, un departamento pequeño, de dos cuartos, en desorden, con pocos y maltratados muebles, decorado con pósters de grupos de rock y chicas desnudas del Play Boy, que siempre signifi-caban un momento de turbación para la Doña, los días que pasa a cobrar la renta, y que la obligan a persignarse varias veces. Venía cansado y con una extraña sensación en el cuerpo debida a la soledad del lugar, que lo estremecía siempre al llegar. Por eso, lo primero que hizo, como ya era su costum-bre, fue encender el tocadiscos y poner a todo volu-men “Estrellas en la carretera”, de Deep Purple, su grupo de rock favorito, lo que le daba la ilusión de ahuyentar a los espíritus de la ausencia y sentirse acompañado. “Es extraño, pensó, que estando solo en este pinche mundo, no me pueda acostumbrar a la soledad”. De pronto se sobresaltó al sentir que lo iba a invadir la melancolía y el recuerdo punzante de su madre, por lo que se metió rápidamente a la cocina y sacó una cerveza del refri casi vacío, y se la bebió de un trago. Había muerto hacía tres años y todavía no se podía consolar. Salió a la estancia, ya con el gusanito de su vicio, y para invitar más gen-te a su casa, prendió el televisor, sin volumen, y se

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entretuvo un momento viendo como las escenas de la pantalla adquirían otro carácter con el rock como música incidental. Dejó la cerveza sobre un mueble cubierto de polvo y dándose cuenta de que todo es-taba muy sucio, pensó en pedirle a la Doña que le mandara a alguien para que le hiciera la limpieza, aunque fuera una vez al mes. Entró en su cuarto y del closet sacó un envoltorio de papel periódico en el que guardaba celosamente su marihuana, pura cola de borrego, “golden” de Acapulco, sin sema. Lo extendió sobre la cama deshecha y la miró un rato con cariño y empezó a hurgar en la hierba se-leccionando las mejores “colas”, con ojos y olfato de experto, como si fuera un anticuario revisando una extraña pieza de su colección, en su bodega llena de antigüedades. Tenía también guardado un frasco con semillas de las más diversas especies de “cannabis índica”, que él llamaba “la selección nacional”, pues procedían de diferentes estados de la República. Apartó algunas, y con gran destreza limpió la hierba de varitas y algunos “cocos”, y sa-cando una “sábana” de su buró se forjó un perfecto carrujo de mota. Siguió adorando un momento su tesoro y luego volvió a envolverlo cuidadosamente y lo guardó junto a los tubos, a “los cartones”, que ya tenía preparados para venderlos a los viciosillos del barrio. No es que fuera traficante, pues en reali-dad compraba para su toque personal y para tener siempre su “clavo”, pero siempre vender parte de

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su “cuarto” de kilo, de su “guato”, resultaba be-neficioso, pues así casi amortizaba el costo de su mota y fumaba gratis. No interfería con el negocio de la banda.

Fue a sentarse enfrente del televisor y prendió su toque que empezó a fumar con deleite, envuelto en humo espeso y apestoso, azul alucinante, entre toses y regaños. El disco terminó, le dio la vuelta y continuó fumando, abrió una ventana para venti-lar el hornazo y fue por otra cerveza para quitarse el mal gusto de la hierba y humedecer la boca, que siempre le quedaba seca como un desierto. Esta matita tiene poder, se dijo, parodiando a los Fania All-Stars, porque no llevaba ni medio carrujo y ya estaba hasta la madre. Una laxitud y calma se apo-deraron de sus miembros y su mente cambió de frecuencia a otro nivel de conciencia que le abrió las puertas de la percepción a sensaciones más profundas de las habituales, donde todo era igual que siempre, pero diferente, como si el espacio y el tiempo se corrieran como una cortina y, deslizán-dose de esta dimensión, comenzaran a tener otra sustancia, más espesa, más fina, dentro de una at-mósfera más líquida. Se entiende, ¿no? “No es lo mismo que fumar guarumo”, se dijo, y la música comenzó a mostrar secretos sonidos que en esta-do “normal” no se distinguen, y a tener un sim-bolismo misterioso, como si aquellos músicos en

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realidad fueran los chamanes del rock, que le man-daran desde otro tiempo y otro lugar, mensajes ci-frados de diabólicos o angélicos significados que él tenía que descifrar y donde cada requintazo y cada golpe de tarola y aquel bajo temerario fueran seres vivos que reptaban, saltaban o volaban, formando arabescos a un ritmo endemoniado o lento hasta la parálisis; las imágenes de la televisión, por el con-trario, se le figuró que se vaciaban de sentido y apa-recían en su ridícula, vacua realidad, como pálidos fantasmas de cosas vacías, un mundo absurdo, re-cortado, lleno de bruscas sacudidas y cambios de plano donde las figuras iban y venían sin llegar a ningún lado. Es cierto, pensó, que la mota después de mucho tiempo, ya no ponía como la primera vez, vencida por la costumbre, sustancia a la que el cuerpo se acostumbra y la mente compensa en sus efectos, forzándola a la normalidad. Al prin-cipio todo se altera de forma inaudita: el tiempo deja de existir, los movimientos se ven en cámara lenta, se pierde la sensación de la gravedad, los es-pacios se reducen o agrandan, el mundo es pare-cido a como se vería en la relatividad de Einstein, el cual debió de fumarse también unos enormes puros de mota, alucinado al formular sus ecuacio-nes; los oídos captan los sonidos más insignifican-tes, el organismo se altera y vive por un rato en el mundo de Alicia y el Conejo mágico, de un Carroll también marihuano. Y sin embargo, la mota no era

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tan poderosa como los hongos y el peyote, con los cuales había experimentado un par de veces y que desprendían el alma para meterla en el mundo sa-grado del más allá, que está aquí, y donde en ver-dad se siente la presencia de seres sobrenaturales, ni como la cocaína, que calienta la sangre y te pone activo, como había experimentado allá, con “los amigos del diez”, que la traficaban. La marihuana era más noble, menos agresiva, más leve.

Se incorporó de nuevo del sillón en el que poco a poco se había ido resbalando, y cerrando los ojos se dejó llevar por la imaginación. Aspiró una vez más el humo embriagador y después lo apagó de un sa-livazo. Lo dejó sobre la mesita de centro y empezó a aburrirse. No tenía nada qué hacer y los minutos empezaron a caer lentamente, como gotas de va-cío que caían, reventaban y lo inundaban todo de hastío. De nuevo acabó el disco y de pronto todo quedó en silencio, un silencio casi insoportable de tan estruendoso. Empezó a sentir pánico. Y enton-ces sonaron unos golpes en la puerta, que él sintió como si fueran tres truenos que explotaron dentro de su cráneo hueco, revotando por toda su infini-ta extensión cúbica. Volvieron a sonar y entonces cayó en la cuenta de que tocaban a su puerta, tími-dos y discretos. “Quién carajos será, se preguntó, ojalá no sea la Doña, porque aquí apesta a rayos”. Los golpes sonaron de nuevo y abriendo más ven-

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tanas para ventilar, alcanzó la puerta. Se trataba de dos chavos, greñudos, sucios, de unos trece o quince años, que lo miraban con temor, como si estuvieran frente al Chapo Guzmán, que por esa época tendría más o menos esa edad, o menos. A lo mejor uno de ellos era él. O los Arellano Félix, o Joaquín García Abrego. Quién sabe. Enseguida los reconoció como parte de la palomilla que vivía por ese rumbo, siempre a la caza de lo que pudieran conseguir para ponerse hasta atrás.

---- ¿Qué pasó, pinches chavos?, les dijo molesto por la interrupción, ¿qué quieren?

---- Venimos a ver si nos regalabas un “queso”, estamos erizos, le contestaron con prudencia.

---- No tengo, les replicó rotundo, mientras los otros no dejaban de oler el aroma de sus sueños.

---- ¿Ni una bacha?, insistieron, es nomás para salir de erizos.

David los miró con infinito desprecio, porque para él no había nada más despreciable que un vi-cioso que no tiene para comprar su vicio.

---- Está bien, pásenle, les dijo mientras cerraba la puerta y a los chamacos les brillaban los ojos de

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satisfacción; para regalar no tengo, si quieren ten-go unos “cartones” de cien baros.

Los chavos se miraron desconsolados a los ojos.---- No, pus no la hacemos, sólo traemos quin-

ce pesos.

Se buscaron en los bolsillos y lograron reunir veinte pesos. David se los quedó mirando, tomó las monedas que le ofrecían y se metió a su cuar-to. “Que se chinguen, pensó, para qué son grifos”. Sacó del closet un tubo de los más pequeños, lo cortó con una navaja como si se le quitara un peda-zo a una salchicha, y se lo llevó a los chavos.

---- Órale, ahí está un toque, y se van rayados porque es de la buena, sin guarumo.

Se dio cuenta de que sus ojos golosos estaban clavados en la bacha que dejó en la mesita de cen-tro y la tomó para encenderla y darles las tres, como dijo, un jalón de calidad. El toque roló, los muchachos lo fumaron con fruición hasta quemar-se los dedos todos manchados de nicotina y resis-tol cinco mil. Entonces David dio la entrevista por terminada. Los acompañó hasta la puerta y ahí les dio su regañada.

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---- Pinches chavos culeros, ¿qué no deberían estar en su casa haciendo la tarea? Bola de cabro-nes, que sea la última vez que suben, ya les he dicho que es muy peligroso, hay que estar a las vivas, la tira nomás está licando y me pueden sa-car a balcón. Mejor espérenme en la calle, no me gusta que suban, si no va a ser un pinche trafique de la chingada.

Los chavos se disculparon, contentos de sa-lir con su mercancía, alegaron su erices como excusa y se fueron. David puso un nuevo disco para ahuyentar el pegajoso silencio que invita a pensar, cosa que no quería hacer, pues le traía recuerdos y molestias, regresó a su cuarto, y se forjó un nuevo toque, y mientras se lo fumaba se acostó en la cama y empezó a hojear un Play Boy al tiempo que pensaba en la prepa y en que, mal o bien, ya había cumplido la promesa que le hizo a su madre, había terminado el bachillerato y se prometía solemnemente no volver a pisar nun-ca más un salón de clases. En cuanto al futuro, resultaba que era una de las muchas cosas de la pinche vida que le importaban un carajo, pues, al fin de cuentas, al final sólo estaba la huesuda. Se amodorró en las almohadas, se cubrió con la col-cha y se quedó grifamente dormido. Era la noche de un día difícil.

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Veo a Celia por la mañana, en su cuarto, moles-ta consigo misma, con cara de pocos amigos.

---- ¡Celia!, grita su madre, hace más de una hora que estás arreglando tu recámara. Ven aquí, que hay que cambiar a tu hermana, su ropa está en el patio, colgada. Después quiero que barras la ca-lle, que yo estoy ya cansada de tanto trajinar todos los días como sirvienta sin que ustedes me ayuden más que para hacer tiradero. Qué bueno que ya es-tas de vacaciones porque así ya no tendrás pretex-tos para hacerte la tonta con tus obligaciones, y ni te creas que ahora te vas a andar de vaga con tus amigotas, ¿me oyes?

---- Si mamá, ya voy, le contestó desde su cuar-to, fastidiada y resignándose a su suerte.

Apenas llevaba unos días de haber salido de la escuela y ya empezaba a cansarse de estar encerra-da todo el día, ayudando en las batallas del queha-cer, aguantando el carácter amargo de su madre, sus continuas quejas y lamentos, repartiéndose el trabajo y el cuidado de Pili, su hermanita de dos años. Y todo por Mario. Porque desde que anda-ba con él había dejado, por íntima convicción, de hacer su vida acostumbrada, en la que había más

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emociones y atractivos, en compañía de sus ami-gas, las cuales, al principio sorprendidas de que ya no quisiera salir con ellas de reventón, habían poco a poco dejado de hablarle por teléfono y de invitar-la a fumar marihuana a escondidas, de lo que aho-ra, después de conocer a Mario, sentía vergüenza. Le daban ganas de salir de reventón, como no, pero sus amigas comprendían que andaba clavada con ese chavo fresa de la prepa y que lo quería im-presionar, aunque, ya volvería con ellas cuando se aburriera de tanta manita sudada.

Pero por lo pronto, estaba en su casa tratando de volverse hogareña, hasta que le hablara Mario y pasara por ella para ir a pasear. Todos sus há-bitos los tenía que cambiar si quería conservar a Mario como novio formal, cosa que nunca quiso hacer con ningún otro, prefiriendo su libertad. La diferencia era que de Mario sí se había enamorado, tal vez porque era diferente a los chavos con los que solía salir, con los que sólo se trataba de un faje casual y ya, quizá porque instintivamente sintiera la necesidad de cambiar de vida. El caso es que se aburría mortalmente siendo buena, sola consigo misma, como si no se gustase, atolondrándose con el quehacer, leyendo revistas femeninas, viendo la tele, o pensando continuamente, cosa a la que no estaba acostumbrada. Si pensaba, caía en la cuenta de su mala vida, le daba pena que Mario creyera

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que era una buena muchacha cuando en realidad era lo contrario: desde la secundaria fumaba, sus amigas le habían enseñado a fumar mota, nunca estaba en su casa y había tenido ya infinidad de aventuras con muchachos que le presentaban en todas partes, en las fiestas, en el parque, en la es-cuela. Ya no era virgen y no le espantaba el sexo opuesto. Pero nada de esto sabía Mario, aunque algo tenía que haber oído en la prepa, sobre todo entre los integrantes del grupo de teatro, en el que ella era la primera actriz, la gran diva. Tal vez no le importaba o lo hacía para cambiarla. El caso es que ella sentía que lo engañaba y que se engañaba a sí misma, lo cual era muy incómodo. Esa era la razón de que ahora se estuviera metida en su casa: quería cambiar por él, sin estar muy segura de lograrlo, porque, la verdad, pensaba con cinismo, la virtud es mucho más aburrida que el vicio, al cual no veía tan mal, siendo pura exageración de los adultos, reprimidos y frustrados, que nunca se habían atre-vido a experimentarlos.

Ahora que por otro lado estaba su madre, con la que nunca se pudo llevar bien, pues en realidad, si antes no estaba nunca en su casa, era por huir de su madre, la cual nunca fue feliz con la vida que llevaba, tan alejada de sus sueños de grandeza, forjados en una educación fantasiosa por parte de la abuela, y que la amargaban tontamente, trans-

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mitiendo esa infelicidad a sus hijos y su marido. Lo mismo le pasaba a Enrique, su hermano mayor, que sólo iba a la casa a dormir, pasando todo el día con su banda de amigos, que no sabían otra cosa más que tomar cerveza, fumar mota y jugar futbol en el camellón, además de organizar reven-tones. Enrique la regañaba a veces por sus excesos o cuando andaba con chavos gandallas que sólo se la querían fajar en sus coches, entonces él se en-cargaba de espantárselos a través de una buena madriza, propinada por sus amigos los “Chochos Plus Band”. Aunque no era muy celoso y la dejaba hacer lo que quisiera, no la dejaba pasarse de la raya, además de que era muy guapo y a sus ami-gas las traía revotando en el pavimento.

---- ¡Celia!, gritó de nuevo su madre, interrum-piendo sus divagaciones, se me olvidaba, ve al cuarto de tu hermano y, por Dios, arregla también la ropa de ese muchacho, que van a salir arañas de tanta mugre que tiene. No sé por qué son tan cochinos, si tu padre y yo no los hemos enseñado a ser así. No sé qué crimen cometí para que Dios me castigue de esta forma. ¡Pili! Ay, esta niña ya me regó la basura por la cocina, niña malcriada, no se puede descuidar una ni un segundo porque ya están haciendo diabluras. ¡Celia! Tráeme el recoge-dor y la escoba y haz lo que te pedí.

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---- Sí, ya voy, ya voy, le contestó y se fue a re-coger la basura que su hermanita tiró al volcar el bote, mientras se preguntaba qué estarían hacien-do a esas horas sus amigas. De seguro, se contestó, ya se habían ido a patinar, o al deportivo, o quizá estuvieran en casa de Sonia, fumándose un toque a escondidas de su mamá, oyendo discos. Le gusta-ría ir con ellas, pero Mario le habló para salir, quizá a algún Museo (¡Qué divertido!), o a una librería (¡Más divertido aún!), o quizá al cine. Suspiró, jugó un rato con Pili, a la que adoraba, y continuó con su trabajo. Paciencia. En eso estaba cuando su ma-dre entró en la cocina.

---- Nunca acabo, Dios mío, nunca. Mira nada más la estufa, a ver si más al rato me ayudas a limpiarla.

---- Mamá, ¿Quién es más limpio, el que lava mucho o el que ensucia poco?

---- Cállate.

Le daba pena su madre, ella que se sentía aristó-crata y soñaba en tener una residencia y un ejército de sirvientes, como el abuelo allá en sus tiempos.

---- Mamá, te ayudo con eso y nada más, voy a salir con Mario.

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---- ¿Vas a salir? ¿Ya te dio permiso tu padre? Aunque ustedes no necesitan permiso para hacer lo que se les da la gana. Y su padre que no hace caso, él tiene la culpa de todo. Siempre estas de vaga, espero que no vuelvas a andar de pata de perro todo el día, como siempre, con tus amigotas, que son igual de vagas que tú.

---- No mamá, voy a salir con Mario, no con ellas.

---- ¿Cuál Mario?

---- El que te presenté en la graduación, ¿no te acuerdas?

---- Ah, sí, ya recuerdo. Pues eso espero, porque siquiera ese muchacho tiene cara de gente decente y se ve de buena familia, no como los vagos de por aquí. Pero de todas maneras, no sales si no acabas de hacer lo que te pedí, ¿me oyes?

---- Sí mamá, le contestó con enorme fastidio, ya lo estoy haciendo.

En eso se abrió la puerta de la cocina y entró Enrique.

---- ¿Qué tal, como están? Mamá, ¿no has visto mi balón de fut?

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---- Mira quién llegó. No, cómo lo voy a ver, si en tu cuarto todo está revuelto hasta el techo. Ve a buscarlo y por favor me arreglas esa habitación o no te doy dinero, ¿me oyes?

---- Sí mamá, luego lo arreglo.

---- Nada de luego, ahorita mismo o no sales. De pronto se lo quedó viendo de manera especial. A ver, ven acá, le dijo y lo jaló de la manga hasta acercarlo a su cara, sóplame.

---- ¿Qué pasó jefa?

---- Que me soples. Sí, ya lo decía, estuviste to-mando cerveza. Borracho.

---- Estamos de vacaciones, mamá.

---- ¿Y eso qué?, no es motivo para estarse ahí, tomando, como si fueras albañil, y a tu edad. Toma cuando te mantengas como un hombre. Y mira que ojos traes, todos rojos, de borracho. Dios mío, qué hijos me diste. Sácate de aquí que no te quiero ver.

Pero la que se salió fue ella que, lamentándo-se, siguió haciendo limpieza, amenazando a En-rique con acusarlo con su padre, pero Enrique

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no le tenía miedo a su padre, que no era enérgi-co y se limitaba a hablar con él, muy filosófico el viejo.

---- Cómo eres menso, manito, le dijo Celia una vez que estuvieron solos, ¿cómo vienes así todo pacheco?

---- Se me olvidó, además, no es para tanto, fue sólo un jaloncito.

---- Pero si ya ves cómo se pone mi mamá.

---- Bueno, ya estuvo, o qué, ¿tú también me vas a regañar?

---- No, pero no seas bruto, ayer me encontré en tu closet un cartón abierto, con toda la mota a la vista. Lo bueno es que lo vi primero que mi mamá, si no, la buena que se arma.

---- ¿Y qué hiciste con ella? Dámela que es del Titino.

---- Ni la toqué, ya no quiero fumarla, la guardé en el cajón de arriba, hasta atrás.

---- Hasta atrás me voy a poner ahorita, mien-tras arreglo el cuarto para que no me esté fregan-

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do mi mamá. ¿No vas a ir a la fiesta en casa de las güeras?

---- No, voy a salir con Mario, quién sabe a dónde.

---- Uy, pues qué aburrido. Además, ese chavo se me hace muy mamón, muy fresa, como que na-vega con bandera de pendejo. ¿Sabes cómo le dice la palomilla? En vez de Mario, le dicen Mamario.

---- Quema mucho el sol.

---- Pero quema más la luna. Se me hace que le va-mos a aventar al Trompas para que le dé su repasada.

---- Mira, tú que lo tocas y te las ves conmigo ¿me oyes?

---- Si mujer, si nomás estaba bromeando. Bue-no, nos vemos.

Celia alzó todo en la cocina, fue a cambiar los pañales a Pili, le puso un vestidito limpio, la pei-nó, la besó hasta cansarse, porque era su adora-ción, su muñequita viviente y pensó que cuando se casara le gustaría tener una niña como Pili; ba-rrió la calle y después se encerró en su cuarto para arreglar la ropa que se pondría para salir en la tarde con Mamario, digo, con Mario. Mientras su

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madre, en la cocina, se lamentaba de que aún le faltara hacer la comida.

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Veo a Edgar caminando por la noche, en una calle solitaria y fría, rumbo a su casa, después de haber dejado a Gloria en la puerta de la “Pensión para Señoritas”, arriba de “La Costeña”, restauran-te de mariscos, donde trabaja, además, de mesera.

Han pasado casi cuarenta años y aún lo veo como era, como tal vez siga siendo, flaco, desgarba-do, narizón… Un momento antes, veo como, cuan-do dejó a Gloria en la pensión, con sus amigas, se olvidó de todo lo que sufre en su vida diaria. Con Gloria, desde que la conoció, aquel día en el barrio, cuando fue con la banda a ver el fut en el estadio, se sentía diferente. Todo de pronto se iluminó, como si se llenara de sol, y por primera vez, se sintió lle-no, completo, como si ya no le faltara nada. Desde entonces, si he de contar con veracidad esta ver-dadera e imaginada historia, sólo quería estar con ella, vivir con ella, fundirse con ella, y claro, tam-bién, acostarse con ella. Porque después de dejarla en la pensión, ya cerrado el restaurante, y de vuelta del hotel, ¡que vacío volvía a ser todo! De nuevo el fastidio de estar en su casa, sufriendo la presencia de su madre enferma, sentada en su sillón, viendo

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la televisión, con su copita de brandy en la mano; de nuevo la sensación de ahogo y la necesidad im-periosa de salir huyendo, con los amigos, con la banda, a olvidar, a tomar cerveza y fumar mota, de nuevo el hastío y las ganas de perderse fanfa-rroneando, payaseando con los cuates. La vida no valía entonces la pena.

Con Gloria era diferente, cuando la tenía cerca, cuando palpaba su cuerpo firme y ondulante, mo-reno, le nacían las ganas de dejar ese vagar sin sen-tido y buscar la alegría de vivir y hasta de trabajar.

Si, pensaba mientras caminaba por las calles sucias del arrabal, ya no soportaba más la vida que arrastraba, de soledad y aburrimiento; de por sí era apático, sin iniciativa, como le recordaba a cada momento su hermana, tranquilo y sin intere-ses definidos. Nada le importaba, nada lo impre-sionaba al grado de apasionarse por ello, más bien se aburría de sí mismo, se cansaba. Era un tipo alto, moreno, de mirada inteligente, pero que caminaba viendo el suelo, como falto de impulso, de ener-gía para soñar despierto y desear algo vivamente, como si un gran tapón de sidra estuviera cerrándo-le el paso a su espuma vital.

Desde pequeño su vida fue anormal, su carácter no era estable porque su vida no lo había sido. Su

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madre enferma hizo de su niñez algo extraño, llena de sobresaltos y escenas alucinantes y trágicas. Re-cordaba que de niño, por las noches, cuando ya se perdía en el sueño, solía despertarlo lleno de páni-co un pleito más de sus padres; su madre gritaba y chillaba, rompía cosas y lloraba, insultaba a su ma-rido y, después, arrepentida, imploraba su perdón. Edgar corría al cuarto donde dormía su hermana mayor y su madre lo seguía y los abrazaba a los dos para llorar junto a ellos.

Otras veces, cuando volvía de la escuela, chi-quillo aún, sucedía que veía como su madre se des-esperaba, tiraba los trastes de la cocina, quemaba la comida y salía llorando para encerrarse en su cuarto largo tiempo. En esos días se quedaban sin comer o esperaban que su padre volviera y los lle-vara a comer a la fonda de la esquina. Pero Edgar no podía comer, no podía hacer la tarea y se pasaba toda la tarde viendo a la nada fijamente, sin pen-sar, mientras su madre salía y entraba de su cuarto, restregándose las manos: esperaba al padre.

En otras ocasiones, cuando Marta, que era mu-cho más despierta y traviesa que él, hacía alguna diablura, su madre se volvía una furia y le pegaba; Edgar se ponía a temblar de miedo y lloraba, se abrazaba a su madre para que no le siguiera pe-gando a Marta. Su madre entonces les pegaba a los

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dos hasta que se cansaba, se los quedaba viendo y se iba a sentar por ahí, con la mirada perdida en sí misma, en quien sabe qué rincones de su alma y ya no hacía nada en toda la tarde. Por ese tiempo vi-vían en otro barrio, en un departamento amuebla-do; después, Edgar creció y su hermana le ayudaba a su mamá en las faenas de la casa; su madre estaba esperando otro hijo y volvía a estar nerviosa e in-quieta, después de una larga temporada de calma. Fue la época en que salía todos los días en la maña-na, dejaba a los niños en la escuela y no volvía a la casa hasta la tarde. Nunca nadie supo a donde iba. En ese entonces tenían una sirvienta que la ayu-daba. Edgar estaba confundido porque notaba que su madre no era como las demás, que no platicaba con nadie, se pasaba las horas silenciosa y triste, como ida, o demasiado activa, atareada, cantando con una alegría exagerada. Percibía cómo la gente del barrio la miraba de manera rara y burlona, cu-chicheando entre sí.

Entonces nació su hermano. Su madre al prin-cipio se alegró y no paraba de cantar y atenderlo, su padre estaba más tiempo en casa con ellos y todo parecía normal, aunque de nuevo las peleas con su mujer, que no tardaron en reaparecer, le hacían de nuevo llegar tarde, sólo para dormir. Su madre se trastornó de nuevo y fue cuando la anormalidad de su vida se sintió como nunca. Su

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madre no podía con el niño, todo se le complicaba y la confundía, se ponía nerviosa y no hacía nada bien; Marta la ayudaba con el bebé y con otras tareas, mientras las sirvientas iban y venían sin durar mucho en la casa, espantadas de la señora, diciendo que estaba loca.

Un día en especial, se acuerda Edgar mientras camina por la acera, llegó su papá más temprano que de costumbre, acompañado de una señora, ya grande, de rasgos indígenas, que venía con una maleta, unas cajas y dos trenzas en su cabello enca-necido, morena, con profundas arrugas y dos ojos luminosos y tiernos. “Esta señora es mi nana, les dijo su padre, y viene a quedarse con nosotros para ayudar a su mamá en los quehaceres de la casa. Quiéranla mucho porque es muy buena. Se llama María”. Desde entonces, María estuvo con ellos y su vida cambió por completo. Sin embargo, al principio su madre se opuso, se dio por ofendida, ¿Cómo? Si ella era la señora de la casa y podía ha-cer las cosas. Pero no era cierto. Al poco tiempo de estar María en casa, su mamá se conformó y llegó a quererla de verdad, igual que los niños. Además, sabía mucho de hierbas y de tés maravillosos que mantenían a su madre tranquila y risueña. Se en-cargaba de todo y guisaba muy sabroso todo tipo de platos mexicanos. Los niños estaban felices. Le enseñaba a Marta a cocer y a tejer, a cocinar, estaba

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al pendiente de las tareas y de la ropa sucia, y por las noches, poco antes de irse a dormir, les conta-ba fabulosos cuentos de espantos, qué según decía, habían ocurrido allá en su pueblo, cuando era niña: el del charro sin cabeza; el de la novia ahogada que se aparecía en la iglesia; el del cura fantasma que daba misa a media noche; el del avaro que salía de su tumba todas las noches a contar su dinero escondido; el del caballo negro que se oía trotar por las calles empedradas del pueblo, en las ma-drugadas frías y llenas de neblina… Ahora se daba cuenta Edgar de que aquella época fue la más feliz de su vida. Poco a poco, su madre se fue tranquili-zando y se pasaba todo el día sentada en su sillón, tejiendo, mirando al vacio, como recordando algo, a veces cantando en voz baja, a veces llorando si-lenciosa. Entonces Edgar comprendió que quería a su madre con toda el alma, en vez de odiarla, como creía, y se iba a hacer la tarea en el suelo, junto a ella, con Marta a un lado. María, desde la cocina, los miraba un rato y meneando tristemente la ca-beza, volvía a sus quehaceres.

Una noche, su padre les anunció que tenían casa nueva, que había comprado por ahí cerca, más grande y bonita, casa sola, ya no un departamento, y que se irían a vivir ahí. Al otro día María y los niños se pusieron a empacar y a guardar todas sus pertenencias en cajas y la mudanza cargó con todo.

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Abajo otra sorpresa: su padre se había comprado un auto. Arriba un sobresalto: su madre no se que-ría salir del departamento, tenía terror al cambio, decía que amaba su casa. Con grandes trabajos lo-graron bajarla y llevarla al nuevo hogar. Los veci-nos, admirados, veían desde lejos.

Los primeros años, mientras Marta y Edgar se hacían adolescentes, su vida fue normal ; su madre ayudaba a María en el quehacer de la casa y mos-traba mucho interés por los muchachos y por el más pequeño, se comportaba normalmente y vino entonces el nuevo hijo, el último. Y su madre vol-vió a actuar con extrañeza. No le gustaba la casa, se sentía incómoda y se pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su recámara, mientras María se hacía cargo del recién nacido.

Veo a Edgar que, mientras camina por las calles empedradas del barrio infernal, se siente de pronto invadido por una sensación de asco, una especie de nausea rara, como revoltura de vísceras, como retortijón de tripas; por donde voltea, hacia don-de mira, ve miseria, suciedad y abandono, y sin embargo, todos a su alrededor parecían tan tran-quilos, como si tanta miseria fuera natural, resig-nados, o conformes, vaya usted a saber. No todos tenían un loco en casa, pero sí todos tenían miseria en su casa, en la calle, en aquellos barrios demo-

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niacos. ¿Así tenía que ser? ¿Quién decidía? ¿Dios? ¿El Presidente? Lo veo triste y derrotado, patean-do, mientras camina, latas y basura tirada por las calles del demonio. Sólo lo anima el recuerdo de Gloria, de ella, con sus grandes ojos y sus manos suaves, con sus caderas redondas y anchas, traba-jando allá, con la Doña, en el restaurante. Pero con todo y eso, aunque la amara y en verdad a través de sus ojos la vida fuera más bella, ¿qué le podía ofrecer que no fuera la misma jodida vida que veía a su alrededor?

Siguió andando despacio, pues no tenía nin-guna prisa por llegar a su casa y se anegó de nue-vo en el recuerdo que, aunque doloroso, le servía para tratar de entender su vida, mientras encen-día un cigarro.

Un día, su padre ya no regresó. La noche an-terior a ese día, de pronto, su madre, mientras to-dos dormían, se levantó de la cama, silenciosa, y se deslizó hasta la cocina para tomar un cuchillo. Hizo un poco de ruido y Edgar se despertó. En si-lencio se paró y vio como su mamá volvía de la cocina con el gran cuchillo en la mano y se metía en su recámara. La siguió y vio, alucinado, aturdi-do, como se paraba frente a su padre dormido y decía algo así como: “te voy a matar desgraciado traidor, adúltero”, con un tono de voz tan sombrío

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que a Edgar se le heló la sangre de espanto, y en-tonces gritó: “Mamá, ¿Qué vas a hacer?” y quedó petrificado. Su padre despertó sobresaltado y en-cendió rápido la luz de su lámpara de buró, viendo lo increíble, como si siguiera soñando: Su mujer se fue para atrás, con la mirada fija, los ojos grandes: “¡Tú tienes la culpa, maldito, andas con otra vie-ja!”, gritó y se lanzó contra su marido cuchillo en alto. Su padre la desarmó y Edgar corrió a su cuar-to y cerró la puerta, temblando. Marta se despertó con el grito y salió de su recámara para saber qué sucedía, pero la puerta del cuarto de sus padres es-taba cerrada con llave y al poco rato se apagó la luz que se veía por la rendija de la puerta; entró en la recámara de sus hermanos y exclamó: “¡Mi mamá está loca!”. Su papá no fue a verlos ni les dijo nada. Al otro día, temprano, María los levantó para ir a la escuela, como si nada hubiera ocurrido. Al pasar por el cuarto de sus padres, Edgar vio a su madre acostada, durmiendo. En la cocina, su padre se dis-ponía a salir para el trabajo, llamó a Marta y la sen-tó a su lado: “Cuida a tu mamá y a tus hermanos, le dijo, yo voy a salir de viaje por un tiempo. Todo lo que necesiten pídanselo a María”. Se despidió de ellos y se fue para siempre.

Edgar, caminando, sintió una punzada en el alma. Sólo veía a su padre de vez en cuando, en la oficina de las Mudanzas de que era socio, cuan-

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do iba por dinero o por algún asunto relacionado con sus hermanos. Y ahora se preguntaba: ¿cómo es que los había dejado con su madre en aquel es-tado, con el peligro de que le cortara el pescuezo a alguno de ellos? No lo entendía. Quizá pensó que el mal de su mujer era una fijación contra él, y que ya no estando, mejoraría. ¿Quién sabe? Mientras camina, siente una emoción indefinible, un poco temor, ira, desconsuelo. Tira el cigarro consumido y enciende otro.

En la secundaria ya no volvió a ocuparse de su madre, siempre ahí, en su sillón, frente a la tele-visión, con su copita de brandy para los nervios, indiferente a todos. Cuando la observaba, cuando le prestaba atención como antes, ya no sentía nada, ya no esperaba nada de ella. Aunque sabía que estaba mal de la cabeza, que estaba loca y que no podría ya nunca curarse, no la mandaban a un ma-nicomio, porque algo hondo y oscuro que existía dentro de ellos se los impedía. Marta y él nunca ha-blaban de eso, simplemente la dejaban estarse ahí, quietecita, sin molestar. Sus hermanos menores también se habían acostumbrado a ella. Era como un mueble viejo al que se le tiene mucho cariño y no se le puede tirar.

Recordaba que en la secundaria empezó a tener problemas con los maestros porque era mal alum-

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no y fuera de la escuela, por las tardes, tenía pleitos callejeros y problemas de pandillas y borracheras. Andaba metido con un grupo de amigos vagos y malvivientes. Sin embargo, no hacían nada malo en realidad, o peligroso, estaban chavos y se embo-rrachaban con una cerveza y fumaban a escondi-das de sus padres como si fuera un delito, más por el placer de hacer algo prohibido que por el gusto del tabaco, el cual les producía tos y algunos vó-mitos espectaculares. Edgar se volvía cínico y ma-licioso. Como estaba alto y fuerte, se complacía en exhibir su fuerza en pleitos callejeros; a propósito molestaba a los compañeros y les sacaba la bronca, y sucedía que cuando se peleaba, en el calor de los golpes, se cegaba, y empezaba a pegar con furia, con un odio que no era contra el contrincante sino contra algo que no podía precisar. Al rato se arre-pentía de verdad, se calmaba y se iba a sentar a la banqueta con ganas de llorar por haberle pegado tan fuerte a aquel muchacho, aguantando las lágri-mas que se le saltaban. Se reponía y se iba a tomar cerveza con sus amigos, todos alegres y festejándo-lo por ser buen gallo. Nunca más se peleó de nuevo ni era amigo de pleitos. Por esa época, comandan-te, fue cuando lo conocí.

Ahora, mientras camina y tira la colilla de su cigarro, Edgar añora los tiempos pasados. Recuer-da que en tercero lo cambiaron de salón y ya no

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volvió a salir tan seguido con Mario, su mejor ami-go, volviendo a andar con sus amigos pandilleros, de gandalla, pero antes de conocer a los “Chochos Plus Band”, su actual banda. Cuando terminó la secundaria, volvió a salir con Mario y a andar con él a todos lados, y decidieron meterse juntos a la misma prepa, una escuela de paga donde iban a dar todos los rechazados de otras escuelas. Ahí formaron parte del famoso grupo de teatro “Todos Nosotros”, de grata memoria. Mario era de una clase social superior, pensaba Edgar, tenía mejores ropas y vivía mejor, en una casa antigua, muy gran-de; sin embargo, nunca le molestó eso y apenas se daba cuenta de sus diferencias: mejores modales, buena ropa, gustos finos. Edgar lo consideraba un genio, como uno de esos que hacen libros, que sa-ben mucho, diferente de los demás; por eso lo ad-miraba. En la prepa, al principio, no se separaban para nada, continuaban sus visitas a museos y sus conversaciones filosóficas: el origen del universo, del hombre, de la Tierra, sobre si existía Dios o no, de cómo llegó el hombre a pensar, sobre la verdad, el bien y el mal, y quién sabe cuántas cosas más, de las que Mario tenía llena la cabeza; Edgar creía que su amigo iba para profesor que volaba y que estaba medio loco, porque ¿a quién le importaban tanto esas cosas? A sus amigos de la palomilla eso no les interesaba, es más, les parecía ridículo. Con ellos era el fut, las rucas y como hacerse de un billete, el

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alcohol, y después, la droga, la mota, esas sí eran cosas importantes.

Edgar se aficionó a la marihuana y por eso dejó de andar con Mario, porque secretamente le daba pena, no sabía por qué. Después, en la misma prepa conoció a otro muchacho, muy diferente a Mario, un líder de nacimiento, un jefe. Se llamaba David. Con él se veía de vez en cuando en el barrio, con los “Chochos Plus Band”. David era franco, direc-to, siempre se le veía riendo, tomando cerveza en el camellón, con los meros chidos, era jovial, vaci-lador, aunque con un dejó de seriedad, como de ausencia y dolor, de maldad, y es que la vida le va-lía madres, para él todo era echar desmadre y go-zar, aunque cuando le mentaban la madre se ponía furioso, y si estudiaba era porque tenía un compro-miso, decía, un compromiso con su madre muerta. Pero entonces Edgar abandonó temporalmente la escuela y no volvió a ver a Mario, que andaba en-tusiasmado con el grupo de teatro, formado sólo por alumnos. Él prefería trabajar, ir por las noches con David, a la vecindad de “Los amigos del diez”, como se les conocía también a los Chochos, allá, en el barrio, en el infierno, en el averno.

De pronto, Edgar despertó, se iba acercando a su casa. Sintió una maroma en el pecho y poco a poco cierta angustia se le clavó en el cráneo. Con

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el recuerdo de Mario y el pensamiento volando al-rededor de Gloria, anheló de pronto intensamente dejar de ser un malviviente y formar su propia fa-milia, lejos de su casa, en otro planeta.

En eso, de un coche viejo y destartalado, estacio-nado cerca de donde pasaba, salió una voz pastosa:

---- Ese mi buen, ¿a dónde va tan cabizbajo?

Edgar se sobresaltó y volteó a ver de dónde sa-lía la voz.

---- Aquí estamos, en la ranfla, vente pa’ ca y no la hagas de jamón.

Reconoció la voz de sus amigos de la cuadra, que estaban ahí en el coche, fumando mota y to-mando cerveza.

---- ¿No quieres un trago? Es importado, lo sacó el Pájaro de su casa, le dijo su cuate señalando la botella.

Edgar se acercó a la ventanilla. Olía a mota y alcohol y la revoltura le dio asco.

---- No mi cuate, tengo que llegar a mi casa.

---- No más uno, ¿no quieres las tres?

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---- No, tengo que llegar a mi casa, no quiero llegar todo pacheco.

---- Ándele pues, mi cuate, le dijo su amigo, des-ilusionado, píntese, luego la vemos.

Edgar, sin decir más, le dijo adiós con la mano y siguió andando. Se iba acercando a su casa con miedo, y también con recelo, con certeza: la segu-ridad de encontrar de nuevo a su madre ahí sen-tada, frente a la televisión, su madre-mueble que tanto odiaba y amaba a la vez. Pero no, se dijo, era necesario cambiar de actitud, comprenderla. Ella estaba enferma, no era responsable. Si necesitaba un cambio, ese cambio debía involucrar a todos.

De pronto, precisamente de su casa, allá adelan-te, empezaron a salir unos gritos horribles, agudos, que ponían la piel de gallina; se oían claramente los golpes y los gritos de sus hermanos. Corrió a su casa al tiempo que unas vecinas lo hacían también. ¿Qué pasa? ¿Qué es eso? “Es la señora”, decían, “La loca”.

Adentro, la madre de Edgar había despertado de su letargo para levantarse repentinamente de su sillón y arremeter con furia contra sus hijos peque-ños. “Ellos, gritaba, por su culpa se fue su padre”. María salió de la cocina y trató de controlar a la

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flaca mujer, despeinada y de rostro descompuesto, que con fuerza se zafaba de las manos de la pobre anciana, mientras la madre rompía cosas y araña-ba a los niños que se abrazaban aterrorizados ante aquella mamá furiosa que se habían acostumbra-do a ver sentada tranquilamente frente al televisor, aquella mamá vengativa que los golpeaba y rasgu-ñaba, arrinconados en la pared, aquella mamá de ojos de fuego.

En eso entró Edgar, viendo la escena. La ma-dre volteó y lo miró con fijeza, desde su mundo desquiciado. “Tú, gritó con la voz cortada por el odio, tú me dejaste por otra, maldito”. Y es que lo confundía con el padre. “Te voy a matar”, y se lan-zó contra él. Edgar la esperó, y al llegar junto a él la sujetó con fuerza de las manos y la llevó, con infinita paciencia, hasta su sillón. Su madre se dejó conducir sin resistencia, adquiriendo su rostro una expresión de angustia desolada que le partió el co-razón a los presentes. Débil, vencida, se sentó tran-quilamente para volver a adoptar, de inmediato, su actitud vacía, perdida en otro universo, con la que pasaba días, meses, ausente y tranquila. Edgar la miró un instante y salió a toda prisa de la casa, mientras oía las exclamaciones airadas de los veci-nos: “Deberían llevársela al manicomio”, “Un día va a ocasionar una tragedia”, “Sí, en un hospital estaría mejor”.

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¡Hospital, manicomio! Las palabras se le pega-ban a Edgar a la piel como sanguijuelas viscosas, mientras huía por la calle, veloz, deseoso de olvi-dar, de borrarse de la realidad aplastante que hacía añicos, en segundos, sus ingenuos sueños de una vida nueva. ¡Al diablo! Qué vida nueva ni que la tiznada. Todo era inútil, lo sabía. ¡Al carajo! Corrió sudoroso hasta donde estaban sus amigos con la botella, sediento de pronto, ansioso de fumarse un toque de mota.

Llegó junto al coche, jadeando.

---- ¿Qué pasó? Ya llegué, a ver, déjenme entrar.

---- ¿No que tenías mucha prisa?

---- Ya hice lo que tenía que hacer, dijo, ahora sí, a ver, ese pomo. Y se metió al auto.

---- Ese es mi Edgar, ya decía yo que usted no podía fallarnos. Chúpale. A ver, ¿quién forja?

---- Pero circula, Ganso, aquí parados nos puede apañar la tira, les dijo Edgar, date un rol por la colonia.

Encendieron el auto y arrancaron. Los prime-ros tragos y se sintió mejor, tranquilo, se dio un to-

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que y mejor, se disipó esa angustia que lo envolvía todo, que lo impulsaba a preguntarse una y otra vez, por qué su madre se había vuelto loca, por qué fue todo de esa manera y no de otra, la angustia de saber por qué se habían enchuecado las cosas en su vida y si sería por siempre.

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Veo a Mario como era hace treinta y tantos años, lo veo como alguien distinto al que soy ahora, por-que, en efecto, en aquella época era diferente, al-guien que tuvo un papel importante en esta autén-tica historia y que hoy vuelve para contarla. Lo veo acostado en su cama, arrebujado en sus mantas, desvelado. La luz que entra por su ventana es tan intensa, que lo despierta. Y más que la luz, dorada y clara, los sonidos de la calle en plena actividad: sonidos de pasos, de voces, de autos, la campana del camión de la basura, ruedas que se arrastran, y tenues y casi perdidos, los pájaros en los árboles, que cantan al nuevo día, vibrátil y transparente, cargado de vida.

Abrió los ojos y miró el reloj despertador: las once y media. Nunca se levantaba tan tarde, pero la noche anterior se desveló en la fiesta de gradua-ción que daba fin a la preparatoria, lo que signifi-caba que estaba de vacaciones y no tenía nada con-

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creto qué hacer durante el día, salvo leer y pensar, como siempre.

Siguió acostado, y la perspectiva de los días libres que estaban por venir le hizo estirar los músculos y luego arroparse con fruición en su cama, atento a los signos de la vida que entraban por su ventana.

Aún le zumbaban los oídos por la música que sonó a todo volumen en la celebración, las porras, los gritos de júbilo de sus compañeros graduados, los cuchicheos, las carcajadas, las exclamaciones. Rió mucho, e incluso se emocionó en algunos mo-mentos junto con sus amigos, aunque en el fondo, para él, la noche no había sido muy feliz. En prin-cipio, fue solo, pues su padre, por estar enfermo, no pudo asistir al evento, aunque a decir verdad no era muy afecto a socializar y cada día estaba más decaído y preocupado, y aunque él no era muy romántico, la ausencia de su padre lo desa-nimó un poco y cierta tristeza se apoderó de él al ver a los demás amigos rodeados de sus familia-res, besados por sus madres o abrazados por sus padres de rojos rostros satisfechos. Nada de eso hubo para él. Por otro lado, tampoco pudo estar con Celia, como hubiera querido, pues su fami-lia, a la que conoció formalmente ahí, llenaba la mesa, y en el desorden del principio, al acomo-

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darse todo el gentío, quedó unas mesas más allá, con otro amigo, Edgar, que lo llamó y lo llevó a su mesa. Eso lo desanimó un poco, pues Celia, en su atolondramiento frecuente, no le dio importancia al hecho de que fuera su novio formal y quedaran separados. En su mesa, Edgar estaba con su her-mana y lo bueno fue que también se sentaron ahí algunos compañeros del grupo de teatro. Los de-más se apenaban un poco de que estuviera solo, pero él siempre había estado solo.

Desde que tenía memoria, se recordaba jugan-do solitario en el patio de su casa o en su cuarto, jugando con sus soldaditos de plomo (creo que ahora ya no existen), su mecano, o dibujando ma-más imaginarias, atendido por sirvientas, con vi-sitas más o menos ocasionales de su padre, que siempre estaba trabajando. De su madre no tenía recuerdos, pues murió cuando él era muy peque-ño. Recordaba la sensación de su caserón vacío y silencioso, por la que se desplazaba como un fan-tasma entre los muebles antiguos, acompañado del fantasma de su madre que se le aparecía en fotos y objetos que le habían pertenecido. Cuan-do mucho, jugaba con los hijos de las sirvientas o con algunos vecinos que iban a verlo con cara de extrañeza, como si entraran a un museo o a un castillo encantado, tan rara era su vida en aquella enorme casa silenciosa y oscura.

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Reajustó sus recuerdos y volvió a la fiesta de graduación, en la cual sus amigos se dedicaron a emborracharse a conciencia, olvidándose de que él no bebía, y David, otro solitario con el que te-nía deseos de hablar, estuvo toda la noche con un grupo de amigos que no eran de la escuela, gre-ñudos y medio ñeros. Sólo un momento estuvo con él cuando lo descubrió y fue a su lado para brindar por el feliz término de sus estudios tan cordialmente aborrecidos, y porque era huérfano de madre, como él mismo.

David era, sin lugar a dudas, uno de sus mejo-res amigos, algo cínico y brutal en ocasiones, pero franco y leal en el fondo. David era muy diferente de los demás compañeros de la prepa, algo mayor que todos y con una forma diferente de pensar y sentir, tal vez debido a su vida independiente, pues trabajaba y se mantenía él solo. Su amistad era muy extraña, pues tenían poco en común y no se veían más que en la escuela, pero se llevaban bien y cuando hablaban se sentían en confianza, aunque la verdad es que David siempre andaba un poco pacheco. Brindaron, quedaron de verse más al rato y Mario volvió a quedar solo hasta que Celia fue por él y lo acomodó a su lado en su mesa para que cenaran juntos. Mario la observaba, y ella se mostraba esquiva, nerviosa, más interesada en

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sus amigos y en animar a los indolentes, siendo, como siempre, la alegría de las fiestas.

Mario se revolvió en su cama y con amargura pensó en la extraña Celia. Algo raro pasaba con ella últimamente, le daba la impresión de que le rehuía, de que sin atreverse a decírselo, ya no quería andar con él. Incluso bailó con otros muchachos y tomó más de lo adecuado. De por sí tenía fama de disipada, de más liberal de lo conveniente, pero era muy talento-sa, independiente, libre, y la mejor actriz del grupo de teatro. Él hacía oídos sordos y se hacía el desen-tendido, cuando francamente se reían de él al ente-rarse de que era su novio. Andaba con tantos. Pero él sabía que no era cierto, no totalmente, y que bajo su influencia podía cambiar y volverse una muchacha seria, porque él sí la quería. Tenía que confiar en su intuición. En los ensayos de teatro se mostraba aloca-da, alborotada, pero ponía el corazón en sus escenas. Se parecía a David en el hecho de no pensar mucho en el futuro, tenía una sed, una enorme necesidad de vivir al máximo, de experimentarlo todo, de ser con intensidad, y eso ocasionaba que, a veces, lastimara a los demás, pues no se podía estar quieta un momen-to, y daba la impresión de que no te hacía el menor caso o de que no tenía tiempo que perder contigo. Pero era sólo una apariencia. Cuando uno la conocía más a fondo, se daba cuenta de que se entregaba de lleno y que podía morir por uno, aunque…

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Se revolvió una vez más en la cama y se quedó pensando… ¿Y él? ¡Qué carambas haría en el futu-ro! No tenía muy claro que quería ser. Su padre de-seaba que estudiara algo práctico y comercial, ad-ministración, contaduría, alguna ingeniería, algo que fuera remunerable y a la vez le sirviera para ayudarlo en las labores administrativas de la fábri-ca, donde tendría un futuro seguro, pues necesi-taba gente nueva, sangre joven, ideas modernas, nuevo empuje. Pero a él sólo le interesaban los li-bros, las ideas y los conocimientos sobre el hombre y la naturaleza. Era un filósofo, por lo menos eso creía, o un científico social. Le gustaría dedicarse a la investigación sociológica, o a la psicología, escri-bir ensayos, ser profesor en una universidad, dar conferencias, quién sabe, algo así, y cómo no, aten-der también la fábrica. Aunque para eso tendría que oponerse a su padre, que pensaba que todas esas carreras no servían para nada, que daban mu-chos conocimientos pero poco de comer. Tenía que pensarlo todo muy bien. Por lo pronto, recordó con un chispazo repentino de alegría, eran vacaciones y tenía mucho tiempo libre para leer, salir al cam-po, ir a los museos, y preocuparse directamente de Celia, ya sin la interferencia de la escuela, y tratar de asegurarla, pues sentía que se le escapaba. Y era natural, a ella le gustaban más otro tipo de cosas, otro tipo de gente. Tal vez él le parecía soso, abu-

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rrido, no como los demás muchachos que buscan afanosamente las diversiones, los bailes, los reven-tones. A él todo eso lo dejaba indiferente, él prefe-ría el paseo por un parque, visitar un museo, re-correr la silenciosa y húmeda nave de una iglesia, ver libros, oír música clásica en un concierto, salir al campo, caminar por las calles empedradas de un pueblo… Tenía que enseñarla a gustar de todo eso y alejarla de lo banal, frívolo e insustancial, y sacri-ficarse él de vez en cuando en los reventones con sus amigos. ¡Pero para eso son las vacaciones, y ya están aquí! Pensó.

Se levantó por fin, ya espantado el sueño, y sa-cudiéndose la modorra, abrió la ventana para dejar entrar la luz y el aire suave de la mañana, perfu-mada por las flores cultivadas en el jardín que ha-bía fuera de su cuarto. Quería saludar a su padre y saber cómo seguía, después averiguar si iba a venir el doctor Figueroa y, aprovechando, hablar con él a solas sobre el mal de su padre, pues aquel no quería decirle nada y todo se le iba en evasivas. No tenía mucha edad su padre, no llegaba a los setenta y estaba fuerte. Sin embargo, últimamen-te lo notaba disminuido, cansado siempre, con la mirada apagada, como si cargara pesados secretos, preocupaciones infames. Tal vez la fábrica le pesa-ba demasiado. En ese caso, él le ayudaría con gusto en el trabajo. No lo tenía más que a él.

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Se puso la bata y salió contento y confiado a verlo en su cuarto, pues se enteró por Teresa, la sir-vienta, que no bajó a desayunar. Lo encontró toda-vía acostado y lo sorprendieron sus ojos hundidos y su barba sin rasurar, más notoria por su palidez. Estaba tomando unos medicamentos y se entrete-nía armando una pieza mecánica de una máqui-na de la fábrica que él en especial quería reparar. Eran su pasión las herramientas, las tuercas y los tornillos, armar y desarmar aparatos, era el inge-niero por excelencia que tenía llenó su cuarto de cadenas, poleas, relojes, pinzas, radios, televisores y demás artefactos en estado pre y post operatorio alrededor de su cama y de su vida.

---- Buenos días, jefe, ¿cómo amaneciste hoy?, le preguntó con mirada inquisitiva, mientras hacía a un lado unos desarmadores para poder sentarse a su lado, en la cama.

---- Muy bien, excelente, le contestó el viejo, sin dejar de mirar sus piezas mecánicas, que examinaba atentamente, algo cansado pero ya mejor. Es la bola.

---- ¿La bola?

---- La bola de años, dijo, queriendo ser jocoso.

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---- Te veo pálido, jefe, ¿Qué te ha dicho el doctor?

---- Nada importante, no te preocupes, algún malestar en el hígado, agotamiento, achaques de la edad. Tenía varios años sin tomarme un descanso. Por cierto, ¿cómo te fue ayer?

---- Bien, estuvo muy animada la fiesta… con baile, bebida, mujeres, ¿qué más se puede pedir?, le dijo, buscando hacerlo reír.

---- Puras tonterías, banalidades, contestó el señor. Discúlpame por no asistir, pero ya sabes que a mí no me gustan esas reuniones sociales ni el escándalo.

---- No te preocupes, no es tan importante, lo que importa es tener el certificado, lo demás es pura vanidad, como dices.

---- ¿Ya lo tienes?, le preguntó buscando el papel.

---- En un momento te lo traigo, le contestó y salió pronto a su cuarto regresando con el ansiado documento en las manos.

---- Aquí lo tienes, recién salido del horno.

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El señor tomó el papel y lo miró largamente, cuidando de no mancharlo de grasa, con ojos bri-llosos, visiblemente emocionado.

---- Te felicito, hijo, le dijo, dándole un fuerte abrazo acostado como estaba, recargado en la ca-becera. Tu madre se hubiera sentido también muy orgullosa de ti. Ahora, disfruta de tus vacaciones y piensa, piensa muy bien lo que vas a estudiar, que de eso dependerá tu futuro.

---- En esas ando, jefe, pero aún no me decido. Ya habrá tiempo.

---- Sí, claro, aún hay tiempo, no te precipites, pero tampoco te tardes demasiado, es un asunto que me interesa mucho.

---- No es para tanto, jefe, en unos meses más es-taré en la universidad, y de eso te quería hablar…

---- Recuerda que estudiar no es sólo cuestión de

gusto. Hay que estudiar algo que sea productivo. En mi época muy pocos podían llegar a la universidad y generalmente se estudiaba la carrera del padre, para seguir la tradición. Era una tontería. Ya sé que ahora se habla de vocación, de inclinaciones natura-les, y hay un gran número de carreras nuevas, ¿pero de qué sirven si no te permiten ganarte la vida?

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---- Estoy de acuerdo, le contestó Mario, pero tampoco es muy alentador trabajar en algo que no te gusta. Ya sabes que a mí me gusta escribir, la cien-cia, sobre todo las ciencias sociales, la filosofía…

---- Y qué bueno, yo no digo que no te gusten, puedes cultivarlas toda la vida, pero no vivir de ellas. Puedes estudiar algo práctico, como yo, que soy ingeniero mecánico y además, en tus ratos li-bres, después del trabajo, ser el sabio más grande de todos y componer el mundo, pero después de ganarte el pan…

El señor se agitó de más, se sintió fatigado, y Mario prefirió dejar el tema para otra ocasión.

---- Está bien jefe, ya hablaremos de eso más tar-de. Por ahora desayuna y descansa, mientras yo ha-blo con el doctor Figueroa. Espero que venga hoy.

---- Mira, le dijo de pronto su padre, señalando con su mano la mesa de trabajo, saca del cajón del centro un estuche negro y tráemelo acá.

Mario sacó un estuche alargado, con ribetes me-tálicos, forrado en piel y se lo pasó a su padre, el cual sacó de ahí un hermoso reloj de bolsillo, de los antiguos, con tapa metálica, de oro, y con cadena de

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pestaña para sujetarlo al pantalón y guardarlo en el chaleco. Al levantar la tapa, tenía espacio para una fotografía, y en efecto había una, la de su madre.

---- Perteneció a tu abuelo, le dijo, mientras exa-minaba el reloj con ojos de mecánico, y emociona-do por su valor y su significado, como obra de arte mecánica y sentimental. Me lo regaló con motivo de tu nacimiento, como símbolo de que ya era todo un hombre. Era un viejo romántico. Yo le puse la foto de tu madre cuando murió. Toma, ahora yo te lo regalo a ti como premio por tus estudios ter-minados. Ya no se usan, pero consérvalo de todas maneras, es un reloj caro, pero vale más por su aprecio sentimental, además de que está en perfec-tas condiciones. Yo mismo lo acabo de ajustar.

Mario tomó el reloj con una enorme y extraña emoción, como si se tratara de la consagración de algo, como si aquello tuviera un significado oculto, mayor al de un simple premio por terminar la pre-paratoria, algo así como un obsequio definitivo. Y un escalofrío recorrió su espalda, como un gusano reptante. Le dio las gracias a su padre, le estrechó la mano como un amigo y sin decir más salió del cuarto para dejarlo descansar.

Una vez que Mario salió del cuarto, su padre se desplomó sobre las almohadas, exhausto. La visita

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de su hijo lo cansó de más, así que cerró un momen-to los ojos y trató de descansar un instante antes de seguir con su trabajo. Quería levantarse y trabajar en su mesa con todas sus herramientas y maqui-nas a mano, seguir su vida lo más normal que se pudiera, volver a la fábrica, a su taller, donde los asuntos, sin él, debían estarse embrollando más de la cuenta. Pero no podía, sabía que estaba enfermo, y grave, pero no quería reconocerlo, sobre todo, porque le repugnaba la idea de ser llevado a un hospital. Antes, la gente moría en su cama, rodea-do de sus seres queridos y de sus cosas amadas, ahora la gente moría en un frío hospital, donde na-die le hacía caso y las visitas estaban reguladas, ro-deadas de enfermeras mal encaradas e indiferentes al dolor ajeno. Él quería, en caso de morir, hacerlo en su casa. Sí, estaba enfermo, y la inquietud que le causaba el futuro de su hijo, el cual quedaría com-pletamente solo al morir él, agravaba el estado de su pobre corazón, cansado ya de tantas penas. Con los ojos cerrados evocó su vida pasada, el amor de su vida por Ana, su esposa, el arrebatado amor que lo unió a ella, tan ingrata y fría, tan egoísta, y el desastre de su matrimonio, un matrimonio donde sólo él había aportado amor y cariño. Y después, su muerte en circunstancias extrañas, dejándolo a él y al niño, solos, incrédulo aún de tanta locura. Casi había tirado su vida a la basura de no haber sido por su padre, que nunca lo dejó caer, legándo-

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le su puesto en la fábrica, donde ya trabajaba desde joven, cuando era un orgulloso estudiante del Po-litécnico. Por eso logró sacar su vida a flote, y a su hijo, porque era su hijo a pesar de todo, por el que hoy sentía mucha inquietud. Desde luego que, en caso de suceder lo peor, le dejaría algún dinero y la fábrica, que aunque estaba ya anticuada y nece-sitaba nuevas inversiones, aún podía dar muchas satisfacciones. Sus pensamientos y experiencias, su conocimiento de la vida, muchos o pocos, se los ha-bía dado ya, además, se podía contar siempre con la asesoría de su socio, Carlos, que era como un tío para Mario. “No, viejo, no vas a morir todavía, se dijo, aún vas a tirar algunos años y lograrás dejar a tu hijo bien parado en este mundo”, pues tenía una ilimitada confianza en las potencialidades de Ma-rio, pensando lo cual se le abrió el apetito, desayu-nó y después se puso a trabajar en la pieza mecá-nica que lo tenía ocupado, abriendo sus ventanas y dejando entrar la luz.

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La madre de Edgar estaba sentada frente a la te-levisión, abstraída en sí misma, mientras con manos temblorosas pelaba pepitas que comía lentamente.

En la cocina, entre tanto, se preparaban para merendar Marta y Edgar, servidos por María, que

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de vez en cuando cruzaba miradas de inteligencia con la muchacha, la cual comprendió que era el momento oportuno para hablar con Edgar acerca de su madre. Los niños se habían acostado ya, y su madre se encontraba tan ausente que no temió hablar claramente.

---- Oye hermano, María y yo hemos estado pensando en mamá y los niños, y creo que ya es hora de ver qué hacemos con ella, dijo tanteando el terreno, por si estaba liso o pedregoso, pues cruza-ba por la parte más árida de su alma.

---- ¿Cómo qué?, preguntó Edgar, con una sen-sación repentina y resbaladiza en la espalda, como correr de cucarachas, pero con una anticipación obvia que él ya había considerado.

---- Creo que mi mamá ya no debe vivir con nosotros, es algo que debimos hacer hace mucho tiempo, pero mi papá no se atrevió, a hora nos toca a nosotros; en un sanatorio la atenderían mejor y tratarían de curarla.

Edgar vaciló un instante, como si la sola men-ción de la separación de su madre de la casa fuera dolorosa, y al mismo tiempo, la deseara enorme-mente, mientras su madre, allá en la sala, ponía atención a lo que se hablaba.

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---- En un manicomio, querrás decir. Y sí, ya ha-bía pensado en eso, contestó al fin, mientras María, sin intervenir, no perdía detalle, encariñada como estaba, más allá de toda medida, con aquellos ni-ños y aquella madre loca, a la que le decía: “mi niña”; pero me imagino que esos hospitales han de ser muy caros.

---- Sí, le contestó Marta, ya me informé y salen caros, pero con el seguro social de papá o mío, por mi trabajo, seguramente podremos internarla gra-tis en un hospital del gobierno.

---- No creo que sea lo mejor, esos hospitales del gobierno más bien parecen cárceles, o mazmorras, son gachísimos, contestó Edgar, pensativo, lo sé porque una vez cayó ahí un amigo por drogadic-to. Sus papás lo internaron. Ya lloraba. Creo que mamá estará mejor con nosotros, nadie la va a cui-dar como su familia.

---- Niños, intervino al fin María, no han pen-sando en su padre, hablen con él, seguro que los puede ayudar con esto, tiene dinero, le va bien.

---- No creo que mi papá nos quiera ayudar más, dijo Edgar algo brusco, con un tono de amargura en su voz, resentido aún con su padre por haberlos dejado, desentendiéndose de su madre; ya tiene

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otra familia, y nos pasa algo de dinero a nosotros. No, no creo que quiera dar más. Si la internamos sería por nuestra cuenta.

---- Pero podemos intentarlo, no es mala la idea, señaló Marta, que a pesar de su dolor, sólo pensaba en mejorar las condiciones en que vivían sus hermanos, y ella misma, a la que le dolía y molestaba ver a su madre en aquel estado; ade-más, no se trata de mamá solamente, ya viste el otro día el escándalo que armó, hasta es peligrosa, piensa en los chavos. Por otro lado, hay hospita-les nuevos, que están mejores. No perdemos nada con ir a ver.

Edgar se levantó de la mesa en cuanto terminó su merienda y se paseó un momento por la cocina.

---- Vamos a pensarlo bien, por lo pronto estoy de acuerdo, dijo, ya no es conveniente que siga aquí, aunque duele.

Y en su mente retumbaban las exclamaciones de los vecinos: “Deberían meterla a un manicomio”, “Es un crimen tenerla así”.

---- Sería bueno que hablaras con papá, le dijo Mar-ta; ya sé que es doloroso, pero es lo mejor para todos.

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---- Está bien, mañana paso por su oficina, a ver qué dice. Bueno, después la vemos, voy a ver a Gloria, dijo, y salió de la cocina, dejando tranquili-zadas a las dos mujeres, que habían temido su total rechazo a la idea.

Con la chamarra al hombro, se paró en la puerta de la calle y se quedó viendo a su madre, que ligeramente, volteó a verlo de reojo, con una mirada que no supo descifrar: ¿De reproche? ¿De súplica? ¿De acuerdo? En ese momento, no supo de nuevo si la amaba o la aborrecía, o si simple-mente la compadecía, o todo eso junto, si es que eso fuera posible.

Salió al aire de la calle y, cruzando calles y ave-nidas, rodeando el deportivo y el parque, llegó al barrio donde vive Gloria. El barrio cosmos, el ba-rrio universo, el infierno de los bajos fondos, el la-berinto de callejones y callejuelas, cuya clave solo conocen sus moradores y donde se pierden los in-cautos que se llegan a meter en su red, devorados por los múltiples minotauros y monstruos de todo tipo que abundan en sus recovecos, en sus escon-dites, en sus covachas y agujeros negros. Es como meterse al infierno sin ser uno de sus demonios. Y no hablo de los barrios típicos de Tepito, La La-gunilla o Peralvillo, sino también de los nuevos barrios que se van formando conforme se empo-

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brece la población, o de los pueblos que se traga la ciudad y pierden su aire rural para convertirse en verdaderos avernos suburbanos, o bien el cintu-rón de miseria que poco a poco se va urbanizando, como Netzahualcóyotl. Ahí late un mundo propio, una biosfera particular, una galaxia única, que tie-ne sus leyes, costumbres, ritos y formas de vida, que el extraño no conoce. El barrio de los “Chochos Plus Band”, que es el mismo donde vive Gloria y donde se desarrolla nuestra auténtica historia, no estaba muy alejado del centro, y tenía su antigüe-dad, su “abolengo”, su “aristocracia”, y sus parro-quianos, que si bien no se creían de sangre azul, si se sentían orgullosos de sus calles, callejones, patios, vecindades, parques, fuentes y tugurios de toda laya, por más que estuvieran mal alumbrados y llenos de basura. Para ellos la vida era así y ama-ban hasta a sus perros callejeros, cuanto no más a sus teporochos, borrachines, raterillos, prostitu-tas y demás personajes que ya iremos conociendo conforme nos adentremos por sus entreveradas y chuecas calles. Y era además, el campo de acción, por aquella época, de los chavos banda, cuyas ban-das, de lo más estrambóticas, competían entre sí, siendo la de los “Chochos Plus Band”, la más te-mible, como queda dicho. Por ahí caminaba Edgar rumbo a su destino; Por el barrio galaxia que era el espacio libre, la querida, el cronómetro que mar-ca el ritmo de nacer, de crecer, de hacerse hombre

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con los cuates, mujer en la talacha, de fajarle a las chavas, de darle duro al trabajo, cuando lo había, y también de morir con honor y valor, nada de ra-jarse, nada de sacarle al parche, nada de puterías, ahí había que fajarse como los meros machos; El barrio, el Hades de las sombras, el centro del mun-do, pero también la ratonera, la trampa, el callejón de la muerte, la callejuela sin más salida que morir apuñalado, y ahora sí, irse para el otro barrio…

La caminata, con el viento fresco en su rostro, le despejó la cabeza y su carácter melancólico volvió a manifestarse en oleadas de incertidumbre que eran muy parecidas a una insatisfacción constan-te. Lo invadió de nuevo el sentimiento de vacío y la idea de lograr que cambiara su mundo, aunque mezclado con la impotencia de hacerlo realmente. Se animó con la perspectiva de ver a Gloria, pero, como era aún temprano, decidió ir a darse una vuelta con la banda. Se adentró en el barrio y se encaminó a la vecindad de “los amigos del 10”. Ya en la cuadra se topó con el padre de Gerardo, bo-rracho como siempre, quien le pidió un cigarro y le informó que el hijo de su alma estaba en la casa trabajando “la mercancía”. Edgar no pudo dejar de pensar que aquel viejo imbécil tenía la lengua muy floja y podía algún día traerles un problema serio, pues ya borracho se volvía imprudente y con mu-cha facilidad le daba por presumir que su hijo ven-

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día mota, cómo, cuándo y dónde, creyendo el muy idiota que así contribuía a aumentar las ganancias. Gerardo ya le había puesto varias veces sus “man-drakes”, pero ni así entendía. No vivía con él, pero le ayudaba de vez en cuando a sostenerse con al-gunas monedas. Vivía en un cuchitril con otros al-cohólicos y teporochos.

Entró en la vecindad, sucia, oscura, gris y ma-loliente, regada de basura y porquería por todos lados, apestando a fritangas, y después de dar los golpes convenidos en la puerta de la vivienda nú-mero 10, se introdujo en esta. Adentro estaban Ge-rardo y la Negra, haciendo cartones de marihuana que sacaban de un costal oculto en un rincón, y en-rollaban con papel periódico previamente cortado a la medida. Eran cartones de a cien y cincuenta pe-sos. El tal costal, cada determinado tiempo, lo iban a comprar, a precio de mayoreo, a un campesino de Zitácuaro, oculto en su cabaña rural, pero prote-gido secretamente por el comandante de la policía de aquella entidad, todo bajita la mano, como más que nadie usted sabrá perfectamente, comandante. Aunque aún así, había que estar a las vivas, ir a la de sin susto, porque si te pescaba la policía, nadie te salvaba de dar con tus huesos en los “separos”. Sobre la mesa había coca colas y una botella de ron, además de un churro prendido en plena ebullición. Gerardo se alegró de ver a Edgar.

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---- ¿Qué tal, ese mi Edgar? Hace rato que no te veía, pásale.

Edgar apenas respondió, cohibido a su pesar ante la presencia del jefe de la banda, y se fue a sentar en una silla maltrecha junto a la mesa.

---- ¿No quieres un trago?, le preguntó la Ne-gra, que dejó de trabajar con los cartones y se sir-vió un trago más; este sí es un ron chingón, mi hermano, jamaiquino.

Edgar hubiera querido decir que no, que no quería ya beber ni fumar mota, que estaba hasta la madre de eso, pero no se atrevió y tomó el vaso que le ofrecían.

---- ¡Qué buenas colas trae esta motita!, habló de nuevo la Negra, mientras dejaba a un lado su vaso y se terminaba de fumar el toque encendido. Después, con gran maestría, se puso a forjar uno nuevo de tamaño celebrativo; se trataba de un mo-reno cambujo, con el pelo crespo y los labios an-chos. Ahora vas a ver, hombre, lo que es un toque, y no esos cigarritos que se fuman los mamoncitos que vienen a comprarnos. Es en tu honor.

Dicho lo cual se encendió el carrujo, le dio tres jalones y se lo roló a Gerardo, que a su vez le dio las tres y se lo pasó a Edgar.

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---- Pinche Negra, dijo Gerardo, ahora sí te conse-guiste buena grifa, pero no le pongas tantas colas a los tubos, échales también su guarumo, pa que rinda.

---- No te preocupes, que van bien equilibra-dos, mi buen, los chidos los estoy apartando para los cuates, para los consentidos, además, hay que cuidar la calidad de la mercancía, ¿o qué? ¿A poco quieres vender pinches cartones como los que ven-den los ñeros de la calzada, “los llillos”? Ni ma-dres, nosotros somos los mejores.

---- Bueno, pues hay tú sabes, le contestó, tú eres el jefe de producción.

---- Y de control de calidad, dijo la Negra, dán-dole una gran fumaba al churro.

Soltaron la carcajada y ya entonados con la can-nabis, se pusieron a beber. En ese momento oyeron unos golpes en la puerta y entraron otros integran-tes de la banda, que de inmediato se posesionaron de la botella y fumaron del toque que estaba encen-dido, mientras la Negra forjaba otros cuantos, más reducidos, para repartirlos. Gerardo encendió el aspersor y el humo empezó a salir, hacia la azotea, por un tubo chimenea que habían instalado para tal efecto, así el hornazo se iba a la calle sin que se supiera de donde salía. Pronto la vivienda de los

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amigos del 10, mejor conocidos como los “Chochos Plus Band”, llamados así por su enorme afición a las pastillas de anfetamina, “captagón” y “optali-dón”, que les vendía sin receta Eulalio, el depen-diente de la farmacia de la esquina, estuvo llena de chavos y azul del humo de los cigarros.

---- ¿Qué pasó?, les preguntó Gerardo, ¿por qué vienen tan agitados?

---- Es que por poco nos apaña la tira, le contes-tó el Guicho, aquí el Pastillas y el pinche Martín que se atracan a unas rucas y ya les estaban arran-cando las bolsas cuando se aparece una patrulla y que se van sobres, y pos a correr que patitas pa que las quiero.

---- Es que las rucas, contó el Pastillas, que se ponen al tiro y no se dejaban quitar las bolsas, y los tiras, re aferrados, que nos empiezan a perseguir.

---- ¿No habrán corrido directamente para acá, verdad, pendejos?, preguntó Gerardo.

---- No, pus qué paso, mi buen, nos metimos por el callejón de las cruces y ya no nos siguie-ron, le sacatearon, ya ves que por ahí se han pon-chado a varios.

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---- Pues mucho cuidado con apendejarse, por-que si no se los chinga la tira, me los chingo yo, ¿entendido?

---- ¿Cuándo dijo la Pulga que iba a venir?, pre-guntó la Negra, cambiando de tema.

---- No quedó en un día en especial, pero debe ser entre esta semana y la otra ¿Por qué?

---- ¿De qué se trata?, preguntó Guicho, con discreción.

---- Es un embarque de coca que apañó la tira, y la Pulga nos va a conseguir media “Ola”, no para vender, para nuestro consumo. Pero cuidado y se les va la lengua porque no les doy ni madres.

Todos hicieron votos de discreción y total si-lencio sobre esas cuestiones, como ya era su nor-ma, y el ambiente se relajó de la tensión que se había formado.

---- Bueno, dijo Gerardo, que tocante a la disci-plina era muy estricto, pues ya están listos como cincuenta cartones, cada quien coja los suyos, y ya saben, cuando los hayan vendido nos vemos de nuevo aquí para hacer las cuentas. Nada de apen-dejarse, ni gastarse el dinero. Sus clientes lo más le-

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jos de aquí, y puro cuate seguro. No vendan a des-conocidos a menos que traiga recomendación. Ya saben. Y ahora vámonos que voy a ver a mí chava.

---- Yo voy contigo, le dijo Edgar, mientras se ponía de pie, voy a pasar por Gloria.

Todos se activaron, la Negra distribuyó los car-tones, se acabaron las cubas y apagaron los chu-rros, escondieron la mercancía en un agujero que habían hecho en el suelo, tipo cisterna, bien tapado y camuflado, debajo de la mesa, ventilaron, apaga-ron las luces, y salieron al patio de la vecindad, ya vacía y a oscuras. Edgar y Gerardo se fueron a “La Costeña”. Al llegar, el restaurante ya estaba cerra-do, y entonces se fueron a la otra puerta del edifi-cio, a la “Pensión para Señoritas”, donde vivían las muchachas. Tocaron y al poco tiempo aparecieron Norma, la chava de Gerardo, y Gloria, que saludo a Edgar con un beso. Las dos parejas se separaron y cada una tomó su rumbo. Eran otros tiempos, co-mandante, cuando los hoy famosos cárteles de la droga, no eran más que palomillas de barrio.

---- ¿Qué quieres hacer?, le preguntó Edgar a Gloria.

---- No sé, lo que tú quieras, le contestó la mu-chacha algo distraída, y triste.

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---- ¿Qué te pasa? ¿Por qué estas así?, la inte-rrogó Edgar, levantando con su mano su cara mo-rena, de rasgos gruesos y fuertes, ¿te hicieron algo en el restorán?

---- No, es que mi hermana vino a verme para avisarme que mi papá está enfermo, pero no sé si ir a verlos. Hace mucho que no voy por allá.

---- Pues deberías ir, aunque sea para saber cómo está.

---- Eso es lo que pensaba, pero la mera verdad no me dan ganas de ir. Cuando me salí de allá, juré que nunca iba a volver. ¿Para qué? Cuando vivía allí, ni caso me hacían.

---- Pero de todas maneras, no estaría de más que te dieras una vueltecita.

---- Lo que pasa es que como ya trabajo, y ellos están bien pobrísimos, pos ora si se acuerdan de mí.

---- No hay que ser rencorosos.

---- No es eso, la verdad es que creo que no lo quiero a mi papá, no como una vez lo quise, quiero más a mi hermana, con la que pasamos tantas co-sas juntas…

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---- Fíjate que a mí me pasa algo parecido con mi mamá, claro que ella está re loca y no tiene la culpa, pero la verdad es que no sé si la quiero o la odio. Ya mi hermana la quiere meter a un manicomio…

---- ¿Y tú qué piensas?

---- No sé, tal vez sea lo mejor.

---- Eso es lo que me pone triste, que tenemos unas familias bien raras.

---- ¿Raras? No te creas, en todos lados se cue-cen habas. Fíjate bien, nada más ve a tus amigas de la pensión, todas tienen colas que les pisen, ¿sí o no? ¿Por qué viven ahí?

---- Sí, en eso tienes razón, todas estamos re fregadas.

---- Pero bueno, mi chula, vamos a olvidarnos de tantas desgracias desgraciadas y vamos a darle gusto al cuerpo, ¿Qué hacemos?

---- Lo que quieras.

---- No, mejor tú escoge.

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---- Ya te dije que lo que tú quieras.

---- ¿Segura que lo que yo quiera?

Y la miró con ojos libidinosos.

---- No, eso no, que estoy en mis días. No seas bárbaro, nomás piensas en eso…

---- Uy, pus entonces qué. ¿Vamos al cine?

---- Pus vamos.

Se dieron un beso y, abrazados, se fueron ca-minando lentamente por las calles del barrio, sa-ludando a los conocidos que se encontraban a su paso, entre ellos, a Felicidad, la puta del barrio, muchacha pizpireta y buena gente, que a veces sa-lía a pasear con la palomilla, iba a sus fiestas en la vecindad, y, por qué no, de vez en cuando les daba chance gratis a algunos de los cuates de la banda. También saludaron a uno que otro teporocho que alivianaban de vez en cuando con un toque o un trago, y a uno que otro raterillo al acecho, pero que con los integrantes de la banda no se metían ni de broma. Allá iban caminando, dándole vueltas y más vueltas a su vida, que no salía de los límites de aquel dédalo, del barrio-laberinto que de noche, medio en penumbras por los faroles rotos, seco,

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sórdido, vibrante, los encerraba en su red. Llega-ron al cine y se fueron a comprar los boletos, y al entrar, en la dulcería, se encontraron con Gerardo y Norma que también estaban comprando sus pa-lomitas. Los cuatro se sonrieron.

---- Oye, ¿pues qué no hay otro cine en este ba-rrio?, dijeron, y riéndose, se fueron a sentar a la sala, cada pareja por su lado.

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Por la noche, regresó Mario de un paseo por el Centro de la Ciudad, ahora Centro Histórico, al que tenía afición de ir para estar en contacto con la gen-te, y con su historia; de la gente le gustaba observar sus gestos, sus manera de caminar, su forma de ves-tir, a través de la cual creía adivinar su profesión, su oficio o su manera de vivir, su extracción social y hasta el género de sus penas, por más que la ma-yoría adoptara un gesto adusto y duro, indiferente; de las calles le gustaba mirar la arquitectura, ora co-lonial, ora porfiriana, ora moderna, en un ecléctico conjunto, a través del cual se expresaba la turbulen-ta historia del país. Madero, Cinco de Mayo, Donce-les. Veía los aparadores de los comercios, que ahora más que nunca eran el símbolo de la sociedad de consumo, metalizada y comercializada en que vi-vimos. Pero sobre todo, las librerías de la avenida

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Madero (que en esa época aún existían, sustituidas hoy por tiendas de perfumes), donde compró un nuevo paquete de libros, en los que incluyó algo de Levi-Strauss, de Durkheim y de Marx, que le reco-mendó su maestra de sociología, así como algunas novelas clásicas de Balzac y de Dostoievski, a las que consideraba (y sigue considerando), las nove-las por antonomasia, para él y para su padre, el que leía también de vez en cuando.

Como para ir al Centro dejaba en su casa su co-che, prefiriendo irse en metro, venía algo cansado y con hambre, deseoso de descansar y ponerse de in-mediato a hojear los libros que había traído, activi-dad que le proporcionaba un enorme placer, pues con sólo leer a grandes líneas los prólogos e intro-ducciones, ya estaba su mente imaginando y su ra-zón haciendo análisis, que apuntaba en un cuader-no, de los cuales ya llevaba varios llenos. Entró en su casa, dejó su paquete en el estudio y sin hacer ruido, pues pensó que su padre estaría dormido, se dirigió a la cocina, en donde se encontró a Teresa, la sirvienta, que estaba lavando trastes.

---- Hola, ya llegué, le dijo a manera de saludo a la mujer, ya de edad, que trajinaba en el fregadero y que les había servido muchos años, desde que él era un niño, por lo que ya era una especie de fami-liar; ¿Cómo sigue mi padre?

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---- Parece que bien, joven. En la tarde le llevé su caldo, que se tomó enterito. Estaba algo cansado pero seguía trabajando en sus aparatos. Creo que después se quedó dormido porque no hace ruido ni me ha llamado.

---- ¿Vino el doctor?

---- Sí, vino por la mañana, después de que us-ted se fue y se estuvo hablando con él un buen rato. También le habló por teléfono don Carlos.

Mario cenó con calma, ahí mismo en la coci-na, pensando en Celia, a la que no veía desde hace unos días, cuando fueron al cine y a cenar la otra tarde, y decidió que le hablaría después de visitar a su padre. Quería ver que harían el fin de semana y de una vez hablar con ella de su relación, pues la otra tarde parecía distraída, ausente, como aburri-da, como si el estar con él fuera un gran sacrificio, o más bien, como si estuviera en cuerpo, pero no en espíritu. Cada vez era más notorio que entre los dos existían más diferencia que puntos en común, aunque a pesar de todo, se querían y deseaba saber su opinión sobre el asunto. También tenía pendien-te una reunión con los ex compañeros del grupo de teatro, entre ellos David, con los que se tenía que decidir si seguían con lo del teatro o lo daban por terminado. Luego, pensó en el ensayo que estaba es-

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cribiendo y que pensaba terminar esa semana, si es que no seguía creciendo interminablemente, según leía más sobre el asunto, que trataba sobre un tema que lo preocupaba: ¿Por qué, si el pueblo mexica-no era mestizo, producto de la mezcla de la sangre indígena y española, se discriminaba al indio y se insultaba al español? Sus fuentes eran Samuel Ra-mos, Octavio Paz, Fernando Benítez, y también Jor-ge Carrión y Lombardo Toledano, entre otros. Se lo quería enseñar a su padre para que valorara sus ap-titudes literarias. Tenía la ilusión de algún día llegar a ser escritor y publicar un libro. Ya se vería.

Terminó su cena, y se fue al estudio con su pa-quete de libros bajo el brazo, se acomodó en el mu-llido sillón y se preparó para leer prólogos, intro-ducciones e índices. Pensó que se estaba volviendo un ratón de biblioteca, y que eso no estaba bien. Era importante leer, claro está, para adquirir los conceptos necesarios para poder pensar el mun-do, pero también era necesario vivir ese mundo en forma directa, tener la experiencia en vivo, como quien dice. Por eso, tal vez, se obligaba a su rela-ción con Celia, con David, con Edgar, aunque tenía que reconocer que le atraía más el ambiente tran-quilo de su biblioteca.

Estuvo leyendo durante una hora. Después sa-lió a la sala, apagó la luz del techo y encendió una

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lámpara de pie, dejando la estancia a media luz, se despidió Teresa de él, se fue a dormir a su cuarto en la azotea y se quedó solo.

Fue entonces cuando se dio cuenta del extraño silencio que envolvía la casa. Por un momento creyó que era su sensibilidad morbosa y hasta sintió frío; pero no, el ambiente había cambiado, el silencio se arrastraba como una tenue neblina. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué era aquello? El silencio era absoluto, penetrante, traspasaba el alma, se oía. Algo diferente a la soledad habitual de la casa, a la que ya estaba acostumbrado. Instintivamente miró hacia arriba, hacia el cuarto de su padre y con un impulso certero, definido, subió lentamente las es-caleras, el corazón saltándole en el pecho. Tocó dis-cretamente la puerta y nada se escucho dentro, sólo el silencio. Abrió la puerta y entró en el cuarto que tenía las cortinas corridas, estaba en penumbra, úni-camente alumbrado por una lámpara de buró. Se acercó a la cama y vio el cuerpo de su padre tendi-do, pálido, como dormido en un dulce sueño, con pequeñas gotitas de sudor en la frente, cubierto hasta el pecho por las cobijas, con una expresión de enorme paz en su rostro. Una oleada de sangre se le agolpó en el cerebro. Retiró un poco las sábanas y tocó el cuerpo: estaba rígido y helado. Dejó escapar una exclamación ronca y se llevó las manos a la gar-ganta. ¡Su padre estaba muerto!

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Por un momento no pensó ni sintió nada, se le nubló la vista y todo giró a su alrededor, se re-cargó en la pared y fue a sentarse en un silloncito que su padre usaba para leer, junto al escritorio. Pasó un largo rato. Ahí estaba la pieza mecánica que estuvo arreglando aquellos días; al parecer, había terminado su trabajo. Estaba completamente anonadado, la sangre le subía y bajaba por todo el cuerpo, y por un momento fue incapaz de mover un solo músculo. La realidad detrás de la vida se había corrido hasta ponerse en primer plano frente a él. Ahí estaba el misterio profundo de la muerte, creador de religiones, como pozo insondable que lo embriagaba, o mejor, una cortina que era necesa-rio solamente abrir, para mirar del otro lado. Veía claramente que la frontera era fácilmente transita-ble, que estaba ahí, al alcance de la mano, y que nos acompañaba todo el tiempo. Su padre ya la había cruzado y se le veía tranquilo, casi feliz. Parecía dormido. Quiso llorar, pero no pudo, quiso sen-tir lástima de sí mismo, pero estaba sereno, tuvo accesos de risa que morían en un débil estertor. Y la idea de la muerte, su sensación, la descarada y cínica realidad de la vida, se le presentó en todo su esplendor. Así era la muerte, y él no lo sabía, viviendo su vida de sueños e ilusiones de niño. Ni la comprensión y el dolor que lo atenazaba por la muerte temprana de su madre, a la que ya no re-

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cordaba, le había arrebatado tan de tajo, tan rotun-damente, aquel nimbo nebuloso de ilusiones, qui-meras y sentimientos dulzones que hasta entonces tenía sobre la vida. La vida no era un sueño, era la muerte vista de espaldas, era el esqueleto bajo la piel. La vida era real, y la muerte, también. Ya nunca volvería a ser el mismo, algo dentro de sí rompió su cáscara y dejó brotar otro ser. Había de-jado de ser un adolescente.

Con la cabeza entre las manos, encorvado, ce-rrado en sí mismo, estuvo algunos instantes o al-gunas horas, no lo sabía, hasta que de pronto, con frialdad y calma desconcertantes, se levantó algo bamboleante, como sí momentos antes fuera una masa gelatinosa que apenas estuviera adquiriendo forma humana, como si fuera un protoplasma en metamorfosis, y fue hacia el teléfono, marcando el teléfono del doctor Figueroa.

---- Bueno, ¿está el doctor?

---- ¿Quién le habla?

---- Le habla Mario, doctor.

---- Ah, sí hijo, qué pasa.

---- Mi padre ha muerto.

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Largo silencio del otro lado de la línea.

---- No me lo esperaba tan pronto, pero en fin, voy para allá.

Colgó el aparato y, con movimientos mecánicos, descorrió la cortina y abrió una ventana, acomodó unos papeles que estaban en desorden sobre el es-critorio, entre tuercas y tornillos, y se volvió para ver a su padre, acostado, sereno. “Murió sin sufrir, quizá ni cuenta se dio”, pensó apenas sin percibir-lo. “Tuvo suerte”. ¡Mi padre! ¡Y se lo cuento a us-ted!, comandante, que extraña es la vida. De pron-to, notó que algo había ocurrido en el tiempo que estuvo divagando, pues Él ya no estaba ahí, aquel cadáver estaba hueco, pareciera como si fuera de cartón, como un maniquí, un muñeco de cera, una reproducción vacía de lo que había sido su padre. Se sentó de nuevo en el silloncito y ya no tuvo ca-pacidad más que para sentir soledad, esa soledad esencial que antes no fuera más que una idea leída en los libros. Esta era la realidad plena de la sole-dad tal cual, simple, desnuda y sin ropajes, el sim-ple Yo descarnado y sin atributos. Venimos y nos vamos solos, y en el intermedio estamos también solos, cada uno con su ser íntimo donde nadie, ni el amor, ni el odio, pueden llegar. Nunca nadie sabrá jamás cómo somos en realidad, ni nos comprende-

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rá plenamente, tendremos sólo nociones de los de-más, y quizá de nosotros mismos, ideas preconce-bidas, prejuicios, puro juego subjetivo. Y también estaba “la otra soledad”, pues no tenía parientes, ni hermanos, ni padres, estaba solo en el mundo, en el universo, quizá amigos, quizá una muchacha que lo quisiera, y nada más. Y a partir de esa soledad tendría que fincar todo, empezando por él mismo.

Pasaron sin sentir los minutos hasta que lo sacó de su abstracción el repiqueteo del timbre de la puerta. “Deben tener un rato tocando”, pensó. Después oyó los pasos de Teresa, que refunfuñan-do, abría la puerta, y la voz del doctor Figueroa, como un susurro, seguido del llanto desgarrado de la pobre mujer, ignorante de todo, que se fue llorando a la cocina, seguramente para hacer algo por instrucciones del doctor, y después los pasos de este al subir las escaleras.

Mario no se movió de su sitio en todo ese tiem-po y así lo encontró el doctor Figueroa, pálido, oje-roso, presa de una rápida transformación de sus rasgos, algo ausente, contestando maquinalmente sus preguntas, como absorto en una idea fija. El doctor, hombre ya entrado en años, grueso, de tra-je, con lentes de carey, sienes canas, alto, de aspec-to imponente, sacó de su maletín una pastilla que ofreció al joven y se fue a inspeccionar el cadáver

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de su querido amigo, al que conoció, hacía ya más de veinte años, por causa de la enfermedad de su esposa, que al final la llevaría a la muerte, como se-guramente usted sabe. Después confirmó el deceso y pasó a certificar legalmente la defunción. En ese momento entró Teresa al cuarto llevando en bra-zos una olla con agua caliente y trapos y toallas limpias, enrojecidos los ojos y dirigiendo miradas lastimosas a Mario. Dejó las cosas sobre una mesita y se acercó al cadáver, santiguándose e hincándose a su lado para rezar. Mario la dejó hacer.

---- Bueno, hijo, habló el doctor acercándose al muchacho; ya todo terminó, así tiene que ser la vida, este es el final de una penosa enferme-dad que siempre quiso ocultarte tu padre, hasta el último momento. Ahora tienes que ser fuerte y afrontar con entereza este cambio en tu vida. Cuentas con nosotros. Pero ya hablaremos des-pués, cuando venga don Carlos, al que ya avisé. Por el momento debes salir para que Teresa y yo arreglemos el cadáver. Te recomiendo que bajes al estudio y te tomes una copa de brandy. Yo te alcanzo en un momento.

Mario escuchó estas palabras sin prestarles ape-nas atención, y sintiendo desde ahora, ya, que to-das las palabras de consuelo y pésame que tendría que oír, habrían de irritarlo hasta un grado extre-

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mo, como si fueran expresiones de una ópera bufa, obligadas líneas de una mala obra. Salió del cuarto sin decir palabra y en efecto bajó al estudio y se sir-vió una copa de licor que se bebió de un golpe. Sólo entonces pensó en Celia y se dio cuenta de que su yo antiguo debería estar empapado en llanto y de-seando con ansiedad la presencia de su novia, para echarse en sus brazos en busca de consuelo; pero no era así, lo que en realidad quería era estar solo y no ver a nadie… ni siquiera a Celia, aunque la quisiera mucho… Sentía que tenía que llegar hasta el fondo de esta nueva experiencia completamente solo, y que las personas, aunque bien intenciona-das, no harían más que estorbar, porque se trataba de una cuestión eminentemente íntima, aunque, desde luego, Mario apenas era consciente de es-tas consideraciones, que actuaban en él como un instinto de defensa, como una forma de retraerse para reestructurar su ser, para hacer brotar todas las fuerzas de su espíritu. Se recostó en el sillón de cuero del estudio, con sus libros aún en la mesita de lectura, y se quedó profundamente dormido, sumiéndose rápidamente en el inconsciente, que siempre está soñando, y soñó en la muerte.

Pasada una hora aproximadamente, sonó de nuevo el timbre y Mario, mucho más repuesto, fue a abrir la puerta para que pasara el ingeniero Car-los Ballesteros, socio minoritario de la fábrica, que

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poseía con su padre desde la juventud. Entró con su aplomo de siempre, delgado, bien parecido, de aspecto juvenil, y con mirada inquisitiva examinó a Mario rápidamente.

---- Muy bien, le dijo en primera intensión, me alegra verte tan entero, te aseguro que estas cosas pasan. Además, ya eres un hombre. Tu padre esta-ría orgulloso de ti.

Iba a continuar hablando pero se contuvo al notar la actitud un tanto huraña de Mario, al que conocía desde chiquillo, y pensando que tal vez se había excedido en la forma de abordar la cuestión. En fin, no era cosa de ponerse melodramáticos. Se quitó el abrigo y permaneció un momento reflexio-nando con la barbilla apoyada en el pecho y las manos en los bolsillos, mientras Mario lo veía con tamaños ojos.

---- Entiendo cómo te sientes, hijo. Además, aquí estoy, yo que te vi nacer, por decirlo así, y que te quiero como si fueras mi propio hijo, ¿me entien-des? Y en fin, cada cosa en su momento. ¿Ya llegó el doctor?

---- Sí, contestó Mario, dejando que su tono de-mostrara que no estaba enfadado, ni molesto y que estaba agradecido con la presencia de los amigos

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de su padre; está arriba con Teresa, con mi padre, más bien, con su cadáver.

---- ¿Qué quieres decir?

---- Que mi padre ya no está ahí.

Don Carlos lo miró extrañado, pero no hizo caso de la expresión.

---- Bien, entonces subo y en un momento bajo.

Y subió rápidamente los escalones. Mario estaba maravillado del carácter franco de don Carlos, que lejos de molestarlo, le parecía mucho más sincero que todos los lamentos y falsas expresiones que ya veía venir de parte de los empleados de la fábrica, proveedores y demás gente, los cuales, como no, lo conocían desde niño.

Fue a la sala con los libros que hacía un siglo trajo del Centro, incluyendo los que ya nunca po-dría leer su padre, y comenzó a hojearlos, con ex-traño gusto, con el placer de saborear su contenido, aplazado por el funesto suceso, casi con el deseo de empezar a leerlos ya de lleno, buscar su libreta y tomar notas, pensar en los problemas de los in-dígenas despreciados y vilipendiados en su propia tierra, como si no hubiera pasado nada. Se sorpren-

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dió. ¿Era eso normal? Pensaba que sí, la muerte no debe detener la vida. ¿Existía Dios? Pensó de pron-to, ¿y su padre estaría ya ahí, con él? ¿Y el Dios de los indígenas? O bien no existía, era sólo una in-vención humana para consolarse de los rigores de la vida y de la muerte, y su padre en ese momento ya no era nada, y los indígenas estaban solos, aban-donados a su suerte. Deseaba que no fuera así, de-seaba que fuera verdad el mito divino y que algún día, al morir él, volviera a estar con su padre, con su madre, con el hermano que le causó la muerte, muriendo él también, todos juntos al fin… pero se daba cuenta de que el mito no era más que eso, un deseo consolatorio, una ilusión que aminora el dolor. La vida era cruel y para vivirla hay que ser fuerte, pero no todos son fuertes y necesitan con-suelo. No, él por su parte no lo necesitaba, acepta-ba la vida como era, con todo y muerte, con todo y la nada al final. Podía existir y se preguntaba, ¿po-dían los indígenas vivir sin sus mitos? Es claro que no, el indígena y su mito son una y la misma cosa. Estaba desvariando, quiso despejar su mente y es-parció la mirada por la vieja casa, a la que comenzó a sentir hostil, tan sola que no dejaría de hacerle sentir a cada instante, las grandes ausencias, y su niñez solitaria, de alocados juegos con seres imagi-narios. Lo invadió la melancolía y tal vez entonces nació en él la idea de dejar aquella casa, para rom-per, para partir claramente su vida en un antes y

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un después. Para acabar de una vez con el ser que hoy había muerto junto con su padre, para siem-pre. Lo vinieron a sacar de sus desvaríos el doctor y don Carlos, que junto con Teresa, bajaban para preparar el velorio.

---- Debemos preparar todo sin retraso, venía diciendo don Carlos, para trasladar el cuerpo al velatorio y enterrarlo mañana, mi secretaria ya se movilizó. Sólo falta saber qué piensa Mario.

---- Estoy de acuerdo, contestó el doctor, voy a encargarme de todo, mientras tanto tú le haces compañía a nuestro joven amigo.

---- Así es, puntualizó don Carlos, me parece bien la idea, y en tanto le hablo a mi esposa para que venga para acá a estar con nosotros, siempre la presencia de una mujer es útil en estos casos.

---- Y tú, Teresa, dijo el doctor volteando hacia la sirvienta, aún llorosa, harías bien en preparar café y atender a Mario.

Teresa miro a Mario con ojos lánguidos, llenos de ternura y hubiera querido abrazarlo como una madre, pero no lo creyó prudente, y sin decir pala-bra, se fue a su cocina.

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Mientras toda esta conversación se desarrollaba, Mario no salía de su asombro, al ver cómo los de-más decidían lo que había de hacerse, siguiendo la tradición, claro, pero sin tomarlo verdaderamente en serio, como si aún fuera un chiquillo. Así que de-cidió concluir con el asunto de una manera tajante.

---- Discúlpenme, doctor, don Carlos, les dijo mientras se levantaba de su asiento y Teresa se asomaba por la puerta de la cocina, pero no quiero que se haga nada de eso… de ninguna manera… ni molestarlos a ustedes. Quiero velar a mi padre yo solo, estar él y yo juntos por última vez, como siempre estuvimos; aquí estará Teresa por si la ne-cesito. Mañana ya pueden venir por el cuerpo para llevarlo a enterrar. Los papeles del cementerio se los doy enseguida. Será enterrado junto a mi ma-dre. Entonces, que venga todo el personal de la fá-brica y quienes ustedes quieran, a mí ya no me va a importar… Pero esta noche es de él y mía, la últi-ma, aunque de alguna manera ese cuerpo que está ahí ya no es él. ¿Me comprenden?

Teresa sonrió con los ojos llenos de luces, y el doctor y don Carlos, aunque extrañados, se mira-ron en silencio, sin saber qué pensar. Aquello era, hasta cierto punto, insólito, pero vieron a Mario tan seguro, presa de una emoción tan intensa, que no se atrevieron a replicar nada.

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---- Muy bien, le contestó don Carlos, se hará como tú dices. Será mejor entonces que nos retire-mos. Hasta mañana. ¿Doctor?

Se despidieron, no sin dejar de mostrar cierta actitud ofendida, le dieron un abrazo a Mario, pro-metieron estar de nuevo ahí el nuevo día a primera hora y por fin se fueron. Mario dejó escapar un sus-piro de alivio y se encargó entonces de Teresa, a la que dio un largo abrazo, sin atinar que decirle. En cierta forma, era como una segunda madre para él.

---- Váyase a dormir, Teresa, fue todo lo que dijo, que mañana va a tener un día muy pesado.

---- Mi niño, joven, le contestó al fin la buena señora, ya sabe usted cuánto los quiero, a usted y a su padre, son como mi familia, tantos años… dé-jeme estar por aquí despierta por si necesita algo, por lo pronto le voy a traer un café bien cargado, tengo muchas cosas que hacer, tengo que ordenar la casa, rezar unos rosarios…

---- Está bien, como quieras. Te lo agradezco.

---- Otra cosa…

---- Sí…

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---- ¿Puedo poner en el cuarto de su padre una imagen y una veladora?, le preguntó la mujer, con una expresión tan apurada, tan preocupada por los asuntos ultra terrenos, que Mario sonrió y la miró al fondo de su alma. Sí, los mitos eran necesarios para la gente, indígena o no.

---- Está bien Teresa, pon tu imagen y reza todo lo que quieras mientras yo me baño y me cambio de ropa por algo más cómodo.

La mujer se lo agradeció y ambos se fueron a cumplir su cometido. Una vez acabado su rezo, Te-resa se fue a sus quehaceres y Mario, con toda la noche por delante, se encerró con su padre.

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CAPÍTULO DOS

(E-mail 7 a 13)

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Amaneció nublado y del cielo caía una fina llo-vizna que lo envolvía todo como si el mundo se hubiese hecho agua, con la humedad flotando en el ambiente y los sonidos amortiguados por una tenue neblina.

El día encontró a Mario postrado en una duer-mevela que borraba los contornos de la realidad y lo hacía todo semejante a un sueño, a uno de esos sueños que tienen una pavorosa similitud con la realidad. De pronto abrió los ojos y se in-corporó: todo era cierto. El cadáver aún seguía ahí, callado. Pero lo peor ya había pasado. No veía delante de sí más que un pedazo de materia inerte del que era necesario deshacerse. ¿Qué era la vida? Pensó. ¿Un soplo? ¿Existía en verdad el alma? ¿Y qué finalidad tenía todo eso? ¿Para qué se vivía? ¿Por qué se moría? No había respuesta,

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cada quien tenía que encontrar la suya, refugiarse en las religiones instituidas o, dado el caso, resig-narse a un crudo escepticismo. Debía prepararse para llevar a su padre al cementerio. Se puso de pie y fue a correr las cortinas que Teresa había cerrado de nuevo la noche anterior al acometer sus oraciones y rezos, y se encontró con los cris-tales empañados y llenos de gotitas que resbala-ban rítmicamente, como en un juego. Abrió una de las ventanas y un chorro de aire frío y húme-do le azotó la cara, llevándose de la habitación, al ventilar, el alma de su padre. “Hoy es el primer día”, se dijo, sin saber por qué y salió de la habi-tación para irse a bañar y vestirse para la ocasión, mientras Teresa trajinaba allá abajo preparando todo para recibir a la gente. El chorro de agua de la regadera lo despertó por completo y lo volvió a la realidad, e incluso lo hizo sentirse un poco alegre. Se rasuró con prisa su precario bigote y sólo se detuvo un momento, perplejo, a la hora de escoger la ropa que habría de ponerse. Tenía que decidir de inmediato si llevaría luto o no. Y decidió que no. La muerte era la consagración de la vida y esta era el valor más elevado para toda moral y filosofía que pretendiera llegar a la ver-dad del hombre. Era triste ver desaparecer a un ser querido, pero era motivo de alegría saber que había cumplido su destino con entereza. El negro de los católicos, adoradores de la muerte, la cruz

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y los clavos, no eran para él. Además, la idea de relacionar el negro con la muerte, no era exacta: la vida era el sol y la claridad del día, lo lumino-so como su símbolo, y la muerte la oscuridad, la desolación, el callejón umbrío. Era una separación absurda. La vida también tiene sus momentos ne-gros y la muerte para muchos es una liberación luminosa y la luz al final de un túnel negro. Y en suma, Mario no estaba seguro de que se debiera sentir horror ante la muerte y tomarla como una tragedia. La muerte era en todo caso un misterio con visos de absoluto, pero que forma parte del proceso de la vida. De hecho, había más vida que muerte, la vida triunfaba por todas partes, desde el microorganismo hasta los animales y plantas, brotaba al menor ambiente propicio, a pesar del hombre que se empeñaba estúpidamente por ex-tinguirla, y si no era en este planeta, sería en otro, pero triunfaría al final de cuentas. Por fin se vistió discretamente, por respeto a los demás, y bajó a la sala. Ahí se encontró a Teresa, ella sí vestida de luto formal, como un gran cuervo, el rostro lloro-so, que acababa de dejar la casa reluciente. Mario entró a la cocina y por todo desayuno tomó un vaso de jugo que fue todo lo que soportó su estó-mago. En ese momento sonó el timbre y entró el doctor Figueroa, que venía acompañado por los hombres de la funeraria, negros buitres que ágiles metieron el ataúd y subieron por el cadáver para

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bajarlo en una bolsa negra y después, ya vestido y alborotado, meterlo en su caja, que acomodaron con cirios y flores, en el centro de la estancia.

---- Buenos días, muchacho, le dijo el doctor con afecto, ¿listo para lo que sigue?

---- Sí, contestó lacónico, listo para acabar de una vez con el trago amargo.

---- Sí, te comprendo, pero aún has de soportar algunas horas ingratas, pues el entierro será has-ta las tres de la tarde. Vendrán algunas personas, ya sabes, personal de la fábrica y algunos amigos de tu padre con sus esposas y también algunos pa-rientes de tu padre. Por cierto, ¿no has avisado a amigos tuyos?

Mario quedó pensativo, pues hacía ya algunos años que no veía a ninguno de sus tías y tíos. Su padre, por alguna razón que él desconocía, y que usted después me informó, confirmando los locos desvaríos de la tía Simón, no se trataba con muchos de ellos y él, desde luego, no pensaba nunca en sus parientes. En cuanto a la familia de su madre, se puede decir que no los conocía, ni a la tía Simón, que conocería después, por lo que pensar en que tal vez ahora los vería, se le hacía improbable.

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Voces y ruidos en la parte alta lo distrajeron y los empleados de la funeraria aparecieron con el cadá-ver a cuestas para bajarlo a la sala. Teresa comen-zó a llorar de nuevo y a santiguarse, mientras los cuervos fúnebres, después de colocar el ataúd sobre una base móvil, llenaron en un instante de flores la estancia y colocaron cuatro grandes cirios en los ex-tremos del féretro. La escena estaba puesta.

---- ¿Quieren los señores que dejemos el cuerpo al descubierto o que lo tapemos de una vez?, pre-guntó de pronto en voz baja una de aquellas aves de cementerio, bajito y rechoncho, como tórtola preñada, todo negro y de una formalidad que es-pantaba. El doctor miró a Mario y este se encogió de hombros.

---- Déjenlo descubierto, ordenó el doctor, y to-mando a Mario de un brazo se lo llevó al estudio.

---- Será mejor que permanezcas aquí, le dijo, como un experto director de escena. Dentro de un momento se llenará la casa de gente y es preferi-ble que te vengan a saludar todos hasta aquí, des-pués de ver a tu padre, a que estés tú recibiendo en la puerta.

Se sentaron en un sillón de cuero y se resigna-ron a esperar. Para Mario aquella larga espera sería

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un suplicio, pues por extraña causa, tenía una prisa casi febril por ver enterrado a su padre, como si mientras estuviera allá afuera, vivo por decirlo así, él permaneciera en el limbo, imposibilitado de co-menzar su nueva vida, que no tenía la menor idea de cómo sería, pero que sería suya totalmente, por primera vez. Mientras su padre estuviera aún en el mundo, las cosas permanecerían inmóviles, el tiempo detenido y la vida en un estado latente en que ni era, ni había dejado de ser. Tenía que morir realmente, desaparecer, para que la vida y el mun-do, su mundo, reiniciaran su marcha.

Al fin comenzaron a llegar los dolientes, todos de caras serias y acordes a las circunstancias, lle-vando a cabo su papel a la perfección. El primero en llegar fue don Carlos y su esposa, una mujer distinguida y guapa, muy elegante en su vestido negro, tal vez más acorde con un concierto noctur-no que con un entierro, de buen ver aún a sus cin-cuenta años, que saludó a Mario con una sonrisa de simpatía y un abrazo, sin decir una sola pala-bra, lo cual era mucho mejor que las consabidas fórmulas de pésame, parlamentos gastados por tanto uso. Don Carlos fue más expresivo, aunque al instante se enfrascó en una charla con el doctor, que a Mario le sonó a plática de negocios, que él se imaginó sería sobre la herencia y el futuro de la fábrica. Después de ellos empezaron a desfilar ante

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el cadáver, maquillado como muñeco de utilería, toda una serie de empleados y amigos de don Ma-rio, que con todo respeto le daban la salutación al joven y de inmediato se ponían a cuchichear por los rincones de la amplia estancia, mientras Tere-sa repartía café, refrescos y bocadillos. Parecía una fiesta seria. Mario vio algunos rostros realmente doloridos, como el de la secretaria de su padre, que pasó un rato llorando y rezando ante el cadáver, y de los empleados más humildes. Es más, mientras más humildes, Mario observó un dolor más since-ro. Todos los demás expresaban curiosidad ante la muerte y regocijo por no ser ellos los muertos, hipócritamente serios, sin auténtico pesar. Incluso algunos ya contaban chistes en la cocina o recor-daban anécdotas jocosas del difunto. Y era natural eso para Mario, pues pensaba que la muerte era, para la mayoría de los hombres, algo sumamente indiferente y lejano, mientras no los rozara de cer-ca o se instalara en sus casas, algo de lo que había que reírse y burlarse de puro miedo que se le tenía.

La estancia se llenó a reventar, invadida de rui-dos y rumores, de pláticas entremezcladas y de risas apagadas, cuando de pronto se hizo el silen-cio. Acababa de entrar el sacerdote. Venía acompa-ñado de sus acólitos, con toda la pompa necesaria para iniciar su actuación. Mario se quedó de una pieza, pues en ningún momento, y sólo en ese ins-

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tante, pensó en la iglesia. El cura había iniciado ya la ceremonia y él se preguntaba quién habría lla-mado ese servicio, que ni a su padre ni a él se les hubiera ocurrido nunca. Su padre era ateo, come curas, aborrecía a la iglesia, sobre todo a la católica, por su apoyo a los poderosos de la tierra y su muy discutible papel en conminar al pueblo a ser “su-miso” y “humilde”, por su hipócrita posición ante la pobreza y ser un instrumento de dominio, ade-más de un sumidero de corrupción. Adivinó que la autora de aquella intromisión de la religión en la casa de un ateo era obra de la esposa de don Car-los, que además de guapa, era una mojigata reco-nocida. ¿Qué hubiera pensado su padre? Recordó que en su infancia solía hablarle del universo, de las galaxias, del origen del mundo, de los átomos y las moléculas, objetos de su curiosidad siempre despierta y precoz, y que solía darle sus explicacio-nes acompañado de un libro con ilustraciones, de la colección “Mis primeros conocimientos”, todo desde una perspectiva científica, donde Dios no fi-guró nunca. Y ahora él mismo se explicaba el mun-do sin necesidad de recurrir a argumentos sobre-naturales. Incluso en la prepa, de vez en cuando, se organizaban tremendas discusiones sobre el tema, discusiones que por lo general degeneraban en plá-ticas sobre los fantasmas, la reencarnación y los ex-traterrestres. Para él eran puras fantasías. Mientras pensaba en todo esto, el cura y los congregados al-

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rededor del cadáver se concentraban en sus oracio-nes y en representar su fe, pidiendo que el alma del difunto se fuera al cielo. La representación estaba en su punto culminante cuando de pronto la voz del sacerdote resonó fuerte y clara:

---- ¿Alguno de los presentes puede dar tes-timonio?

Por un momento reinó la confusión, unos a otros se miraban con incertidumbre a los ojos, hasta que todas las miradas, sin excepción, se cla-varon con fijeza en Mario. Este de momento no comprendió lo que pedía el sacerdote. Entonces, comprendiendo, se sintió dubitativo sobre qué hacer a continuación. Una de dos, o acababa brus-camente con aquella farsa, o se iba por la tangen-te, y decidió lo segundo.

---- No señor, dijo todo acalorado, yo no puedo dar testimonio de nada.

Una ráfaga de rumores y exclamaciones asom-bradas cruzó por la casa. El cura estaba turbado, Mario muy molesto.

---- Yo, señor cura, dijo de pronto Teresa, yo puedo dar testimonio.

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El sacerdote respiró aliviado al oír aquella voz tímida y la conminó a que continuara. Mario estuvo a punto de protestar, pero prefirió callar. Era inútil oponerse a las costumbres y hábitos, la sociedad imponía que los acontecimientos ro-daran por los caminos consagrados por el uso, y esa, al final de cuentas, era una cuestión, para él, sin trascendencia.

---- Sí padre, continuó Teresa toda temblona, hace algunos días en la noche le ofrecí a don Ma-rio rezar en la iglesia por él, por su pronto resta-blecimiento, y él me dijo: “Anda mujer, ve y reza por tu alma y por la mía, de paso, que puede que no esté de más”.

Aquel testimonio causó aún mayor asombro que la respuesta de Mario, y el cura, para evitar mayores contrariedades, dio por buena la decla-ración de la humilde mujer y siguió adelante has-ta terminar su intervención. Les dio su bendición a todos los presentes y se fue como alma que lleva el diablo.

En ese momento sonaron las dos de la tarde en el reloj de péndulo del estudio, con campanadas que hipnotizaron a los congregados, como si se tratara del llamado al Juicio Final, dando remate al “amén” del cura. Pero el encanto no duró mu-

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cho y todo fue de nuevo actividad. Los encargados del ataúd lo cerraron, recogieron flores y cirios y lo llevaron a la carroza fúnebre. Toda la gente em-pezó a desfilar por la puerta rumbo a sus autos y al camión gris de la funeraria que trasportaría a los empleados y obreros de la fábrica que no te-nían automóvil. Los últimos en salir fueron don Carlos, el doctor Figueroa y Mario. Teresa cerró la casa con llave y subió al coche de la secretaria de don Mario, y la caravana emprendió su marcha al cementerio, ante las miradas asombradas y curio-sas de los vecinos.

Por las calles la llovizna que envolvía al día des-de temprano continuaba extendiendo su cortina leve hasta el mismo panteón, en donde, repenti-namente, escampó, se abrió el cielo y apareció ra-diante un sol glorioso. La gente bajó silenciosa de los vehículos y siguió al féretro a través de la tierra húmeda que pisaban entre lápidas, tumbas abiertas y mausoleos familiares, hasta la capilla en que esta-ban enterrados la madre y su hijo muerto al nacer, y en la que, a partir de ahora, reposaría su padre. En ese momento apareció Celia, acompañada de una gran cantidad de muchachos de la prepa con una enorme corona de flores que decía: “Grupo de Tea-tro Todos Nosotros”. Era que Celia, con la que habló por teléfono en la noche que veló solo a su padre, había dado el aviso a todo mundo. Llegó junto a él,

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lo besó y lo abrazó con mucha efusión, y los compa-ñeros de lejos le mandaban señales de apoyo. Todo se desarrolló entonces con mucha rapidez. La gente se acomodó alrededor de la capilla y los enterrado-res, con enorme precisión, colocaron el ataúd en su lugar y luego lo sellaron. Algunos rezaron, otros llo-raron, otros no sabían que cara poner. Sin embargo, los enterradores esperaban algo. El doctor se acercó a ellos, habló un momento y los hombres, sin espe-rar ninguna ceremonia más, pues de pronto todos notaron la ausencia del sacerdote, cerraron la capilla y colocaron la lápida con el nombre del difunto y las fechas que enmarcaban el tiempo que fue su vida.

---- Sí alguien trae flores, preguntó el enterra-dor, pueden pasar a ponerlas ahora.

Y de inmediato la capilla se llenó de flores. Don Carlos, en su calidad de socio de don Mario dijo al-gunas palabras acerca de lo gran hombre que había sido el finado, todos aplaudieron con gran emoción y se dio por terminado el entierro. El sol, esplen-doroso, iluminó con un rayo de luz la capilla aún húmeda. La gente comenzó a dispersarse. Celia y sus compañeros de la escuela lo rodearon. Fue en-tonces cuando un grupo de personas se acercaron a él: eran los parientes de su padre, que se habían mantenido a prudente distancia. Lo abrazaron, lo besaron y uno de ellos dijo algo:

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---- Hijo, espero que lo que un día nos separó de tu padre, no nos aleje también de ti. Somos tu familia y te esperamos para lo que se te ofrezca. No dudes nunca en ir a vernos si estas en un problema o necesitas consejo y ayuda. No estás solo.

En efecto, muchos años después, me reencon-tré con mis parientes, sobre todo con mis primos, y establecí buenas relaciones con ellos, visitándonos frecuentemente hasta el día de hoy. Incluyéndolo a usted, claro está.

Mario les agradeció sinceramente sus palabras, que sin saber por qué sintió verdaderas, pero leja-nas, como venidas de cualquiera de los acompa-ñantes al entierro, se despidió de ellos y por fin se quedó solo junto a Celia frente a la pequeña capi-lla donde estaban sus padres y el hermano que no pudo ser, acurrucado con su madre. Afortunado de él. Una tremenda tristeza se apoderó de su áni-mo y por fin pudo llorar, y sus lágrimas, saladas, se mezclaron con las gotas de agua dulce de la lluvia menuda que había vuelto a caer, como si el cielo se uniera a su pena. Celia le secaba el rostro con un pañuelo, conmovida de su dolor. Los muertos con los muertos y la vida para los que, como él, tenían que vivir. Todo era silencio a su alrededor, todo era quietud. En ese momento una mano se recargó

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en su hombro y una voz conocida le dijo: “¿Qué pasó mi buen? ¿Tú también tienes a quién visitar en estos desolados lugares”?

Era David.

Celia, sin poderlo evitar, quedó impresionada por su fuerte personalidad y su bella apostura.

---- ¿Cómo te enteraste?, fue lo primero que preguntó al ver a su amigo, y miró interrogativo a Celia. Esta negó con la cabeza.

---- ¿De qué?, le preguntó a su vez David, con una sonrisa en los labios.

---- De la muerte de mi padre.

---- No lo sabía, le dijo aquel, mirándolo a los ojos con curiosidad; vine a visitar la tumba de mi madre, a limpiarla, estaba ya muy sucia, tenía mu-cho tiempo sin venir, aunque a veces lo hago, no porque crea que su espíritu está ahí ni nada de eso, en realidad no sé por qué. ¿Y tú? Te has quedado huérfano igual que yo, pues ya somos dos.

---- Yo nunca vine a ver a mi madre, replicó Ma-rio, que también está aquí, ni vendré ya jamás, has-ta que me muera y ocupe mi sitio junto a ellos.

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---- Jesús dijo: “dejad que los muertos cuiden a sus muertos”. Está bien, no volvamos nunca más, entonces, dijo David extrañamente.

Ambos se miraron con simpatía, y Celia no de-jaba de mirarlos a los dos, como a dos seres su-periores. Le extrañaba que, siendo tan diferentes, fueran amigos. A David lo conocía poco, solo de vista, allá en la prepa, en los ensayos del grupo de teatro a los que a veces iba, pero sabía que era de la banda “gruesa”, y Mario no tenía nada que ver con esos tipos.

---- Es una lástima, dijo de pronto David, rom-piendo el silencio, pero hay que seguir viviendo en este ingrato mundo. Fortalécete, ya ves que no es-tás solo, tienes a toda esa gente que se acaba de ir. Y conmigo también cuentas.

---- Gracias, le contestó Mario, pero toda esa gen-

te que estuvo aquí no significa nada para mí, vinie-ron por compromiso solamente. Mañana se habrán olvidado de mí y de mi padre…

---- Sí, en eso tienes razón, la gente es pura mierda.

---- Bueno, ¿y yo qué?, dijo de pronto Celia, ¿es-toy pintada o qué?

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---- Nada de eso, le dijo Mario y la abrazó. Pero en fin, por lo menos a ti te queda aún tu padre, dijo volviéndose a David.

---- Yo, ¿Quién te dijo? Él también murió hace ya tiempo, pero no está aquí. Era gringo, murió hace tiempo, medio loco. Fue soldado, y estuvo en la guerra de Vietnam. Es todo un rollazo.

---- Entonces es cierto que estamos iguales. Es duro, ¿no?

---- Bastante, pero te acostumbras. Lo difícil es vivir solo. ¿Tienes hermanos, parientes?

---- Sí, un hermano menor, pero también está ahí, dijo Mario señalando la capilla.

---- ¡Oye, pues a ti sí que te cargo la mano la huesuda!, y lo miró con más fijeza que antes. ¿Así que estás completamente solo, eh?

---- Pues sí.

David se quedó pensativo mientras caminaban hacia la salida, y luego se reanudó la charla. Atrás quedaba la muerte, adelante, estaba la vida.

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---- Bueno, pues si quieres yo te ayudo a resol-ver algo, después de todo tengo más experiencia que tú en estos rollos. Se me acaba de ocurrir una idea. Yo vivo solo, tú vas a vivir solo, ¿por qué no vivimos juntos? Así nos haríamos compañía y ya no estaríamos solos como perros. Yo tengo un de-partamento que rento, ¿sabes? Y me sobran recá-maras.

---- Y yo quisiera vender mi casa. Se me hace ya muy triste y muy grande.

---- ¿Qué te parece la idea? Piénsalo, hay tiempo.

Mario estuvo de acuerdo en pensarlo, y dirigien-do una última mirada hacia la capilla, donde queda-ba enterrada su vida pasada, se fue platicando con Celia y David bajo un cielo de nuevo soleado.

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Veo, en la noche, la vecindad de “los amigos del diez”, sucia, oscura, húmeda; sus moradores ya están descansando, algunas luces aquí y allá alumbran el doble patio. Algún parroquiano re-trasado llega tarde a su casa; algunos niños, de padres despreocupados, todavía juegan en el sue-lo polvoso. En la vivienda número diez, sin em-bargo, poco a poco se van reuniendo los integran-

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tes de los “Chochos Plus Band”. Dentro hay gran animación, pues además de ser viernes, la Pulga ha cumplido su palabra y va a llevar para la ban-da unos gramos de “nieve”, de “polvo”, “Blanca Nieves” de la buena, de la que se meten los jefes policiacos, ni más ni menos, como usted, coman-dante, repito, sabe muy bien. La Pulga la consi-guió con un jefazo de la tira que tenía un poco de un “apañón” a unos narcos que iban para la frontera y que fueron “chivateados” por una ban-da contraria. Así era la cosa. Y se la vendió a la banda, a precio especial, de ese modo era más fá-cil y menos arriesgado. Todo a la callada, bajita la mano, pues eran cuates. La pulga, en sus malos tiempos, fue policía. Ahora festejaban que se ha-bía hecho un buen trato y era hora de celebrar. Sa-caron botellas y refrescos, se forjaron unos buenos churros, abrieron “la chimenea” ya comentada y se prepararon para hacerse unas buenas “líneas” y darse unos “pericazos”, unos “pases” chingones. Estaban congregados ya Gerardo, la Negra, Ra-món el taxista, siempre llorando porque lo enga-ñaba su vieja, el Guicho, el Pastillas, y se esperaba a Edgar y a David, y algunos que otros que habían sido avisados a última hora. Había comenzado a llover y eso acabó por dejar desierta la vecindad y más cómodo su reventón. Ya sólo faltaba la Pulga. Y eso los tenía algo nervioso.

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---- ¡Puta madre!, decía la Negra. Ojalá no nos deje colgados la Pulga, hace un rato que no me doy un buen pase.

---- No, ni madres, contestó Gerardo, quedó bien chido. Hasta fue a mi chamba, no, la transa es neta. Ya hasta tengo preparado un lugarcito para esconderla, allá abajo, en la “ratonera”. Dijo refi-riéndose a la trampa oculta debajo de la mesa.

---- ¿Y ahora de dónde habrán sacado el “con-somé”?, preguntó Guicho, el más tonto y despis-tado del grupo, mientras se tomaba un trago de cuba, después de darle un jalón al toque para ha-cer un “marinero”.

---- ¿De dónde? Pendejo, le contestó Ramón, que se consolaba de los cuernos que, decía él, le ponía su vieja, tomando como loco, pues de otro apañón de la tira. ¿No ves que lo tienen todo controlado? Dejan pasar los embarques y apañan uno que otro para que salga en los periódicos y se paren el cue-llo de que son muy chingones.

---- Sí, confirmó la Negra, y luego la “nieve” confiscada la “realizan” de volada, entre los mis-mos tiras, pasándoles su feria a los de arriba. Es un negocio redondo.

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---- Pinche Guicho, le gritó riendo Ramón, hasta pareces bien inocente. Toda esa transa está contro-lada por la tira. Hasta dicen que “el preciso” se da sus llegues, anda bien coco el guey.

---- Pues no lo dudes, intervino Gerardo, toda esa bola de cabrones son pura transa. Pero hay que saberla hacer, no hay que confiarse, porque si te agarran, te chingan, así que muy abusados.

Ramón, ancho como un guajolote, veía con ojos encandilados al Guicho, orgulloso de haber habla-do con tanta sabiduría.

---- Nada más se dedican a hacer transas, dijo entonces el Guicho para no quedarse atrás, y el pueblo, que se chingue.

---- Por eso estamos tan jodidos, declaró la Ne-gra. Me cai que México sería un país bien chido si no fuera por tantos pinches corruptos que hay en el gobierno.

---- No nada más en el gobierno, comentó Ge-rardo entre trago y trago, todos somos bien tran-sas, el carnicero, el lechero, el gasolinero, el pana-dero, todos transan, todos le roban a todos, desde “el preciso”, hasta el último pinche barrendero que cobra por llevarse la basura.

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---- No, pues está bien gacha la onda, dijo el Guicho como conclusión, aguantando el humo del toque, transas ellos y transas nosotros…

Ya iban todos a poner al Guicho en su lugar, por sus inoportunas palabras, deshonrosas y por demás pendejas, cuando lo salvaron unos golpes en clave que sonaron en la puerta.

---- A ver, dijo Gerardo, ábrele, se me hace que es la Pulga.

Guicho fue a abrir. Casi empapado, cerrando el paraguas, entró David. De inmediato hubo movi-mientos y manifestaciones de júbilo, y hasta el mis-mo Gerardo se paró y fue a abrazar a David, que era, con mucho, el miembro más distinguido de la banda, al grado de disputarle a veces, y sin querer-lo, la jefatura de la banda. Incluso muchos, inclu-yendo los miembros de bandas rivales, lo tenían a él, sin manifestarlo abiertamente, como el jefazo de los Chochos Plus Band.

Muchos opinaban que David era el auténtico líder, y que Gerardo era el que daba la cara en todo momento. Sin embargo, las relaciones en-tre ambos jefes eran muy amistosas, pues se co-nocían desde niños, cuando David, en compañía

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de su madre, vivía en la misma vecindad. Entre ellos no había duda de quién era el jefe, pues el fundador de la banda, antiguamente una palo-milla (y hoy un cártel de la droga), fue Gerardo, aunque David se destacaba por su inteligencia, por su relación con otras bandas, porque era el único que había estudiado en forma y peleando era invencible, además de que sabía usar pistola, cuchillo y navaja como nadie más en la banda. Incluso en muchas cuestiones relativas a proble-mas con otras bandas y al trafique de la hierba, Gerardo se veía en la necesidad de recurrir a Da-vid para solucionar los conflictos como un há-bil diplomático. Por otro lado, David era mucho más independiente que el resto de los chavos, y la visitaba sólo en las ocasiones importantes. En la estructura de la banda, en la que había “sol-dados”, “oficiales” y “comandantes”, David era, indiscutiblemente, un comandante.

---- ¿Qué pasó chavos, cómo está la onda?, salu-dó David a los presentes y se fue a sentar a una si-lla junto a la mesa, sirviéndose una cuba. ¿Todavía no da señales de vida la Pulga?

---- No, contestó Gerardo, pero ya no debe tar-dar. Pero mejor, así da tiempo a que lleguen los demás. ¿No quieres un toque?

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---- Debe andar por ahí rolando, dijo la Negra, mientras le pasaba el churro a David, para despis-tar a la tira por si lo andan siguiendo. Tú sabes.

---- Algo hay de eso, dijo David, rechazando el carrujo que le pasó la Negra y sacando de su chamarra un toque ya hecho, mientras se sonreía para sus adentros, enigmático. Esperemos a los demás, pues. Ahora fumen de este para que vean lo que es bueno.

Encendió el toque, le dio las tres y lo roló. En ese momento, de un camastro que había en una es-quina del cuarto salió un gruñido, y de entre las cobijas, apareció José, músico y cantante de un ma-riachi de Garibaldi, que estaba ahí dormido desde la madrugada. La noche anterior le pidió caída a Gerardo porque estaba ya muy borracho y no que-ría llegar así a su casa y que lo viera su madre. De todas maneras, al rato se tendría que ir de nuevo a trabajar a la plaza.

---- Puta madre, dijo malhumorado, aquí le es-tán quemando las patas al chamuco, huele a rayos. A ver, pasen “el mañanero”.

---- Oye a este guey, dijo David, tomando un trago de su cuba, son las tantas de la noche y este guey cree que es de mañana.

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---- Es que es mariachi, dijo Ramón, duermen de día y trabajan de noche.

Todos rieron y José lanzó una mentada de ma-dre generalizada, lleno de mal humor, la voz pas-tosa y la garganta reseca por “la cruda”.

---- Ora este guey, dijo de nuevo Ramón, está de mal humor, mejor denle su mamila, dijo refirién-dose a la botella de ron.

Todos soltaron la carcajada de nuevo.

---- ¿Y a ti que chingaos te importa, pinche Ra-món?, dijo José levantándose. Mejor preocúpate de donde está el Denis.

---- Pinche rasca tripas, le contestó Ramón, po-niéndose de pie con una botella vacía en la mano, me vuelves a hablar así y te rompo la madre.

---- ¿Tú y cuántos más?, le contestó José, entre serio y burlón.

---- Yo solito y con una sola mano, pendejo.

---- Bueno, ya estuvo, déjense de mamadas, dijo David, quitándole la botella a Ramón, mejor cál-

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mense y vénganse a tomar un trago como buenos amigos, que les tengo una sorpresa…

---- Pasen el toque pa’ ca, entonces, dijo José, y un trago. No sabía que estabas aquí hermano. Un abrazo.

José y David se abrazaron y todo volvió a la calma.

---- Yo también quiero un trago, dijo Ramón, que no estoy para chistes.

David le roló el toque que había encendido a José, que, ya sonriente, se puso a fumarlo con en-tusiasmo. La historia reciente de Ramón, como ya señalamos, era triste y cómica a la vez. Hacía unos pocos años, por descuido, o por ignorancia, o por ambas cosas a la vez, había embarazado a su novia, una guapa muchacha del barrio, y su suegro, al saberlo, lo obligó a casarse con su hija, para lo cual lo forzó a comprarle un viejo taxi que tenía, y con él mantener a la muchacha y al hijo que venía. Ramón, al principio, viendo que la situación se resolvía fácilmente, se sintió ali-viado y entusiasmado, sobre todo por el hijo que esperaba. Sin embargo, la vida en la casa de sus suegros, la deuda del taxi y las penurias por las que pasaba, lo fueron desengañando, máxime al reconocer que la atracción por la muchacha, pu-

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ramente sexual, no se había transformado en el amor por la esposa. Para colmo de males, de un tiempo a la fecha venía sospechando que su mu-jer lo engañaba con un muchacho, figurín de ba-rrio, llamado Denis, engaño que prometía ven-gar con sangre en caso de confirmarlo. Los celos lo torturaban, sufría cruelmente el dominio de su suegro, de armas tomar, y ni siquiera su hijo, envuelto en faldas de tías, hermanas y abuelas, le daba ninguna satisfacción. Por eso su refugio era la banda, con la que andaba desde soltero, a la que constantemente estaba poniendo en pie de lucha para vengar su honor burlado, lo que no sabían si era producto de su imaginación o verdad. La banda, que en todo momento lo apo-yaba, acabó por no tomarlo en serio, dando lugar a que hasta los miembros insignificantes, como Guicho, le jugaran crueles bromas.

En eso estaban cuando tocaron a la puerta y entraron Edgar y Enrique, el hermano de Celia, el miembro más reciente de la banda y otros más, considerados como miembros de base, pues los “Chochos Plus Band” contaban con decenas de miembros irregulares que sólo se reunían en caso de acciones importantes, como atracos masivos, traslados a festivales de rock, fiestas del barrio, o enormes madrizas contra otras bandas.

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La reunión llegó a su clímax, apiñados todos en el pequeño cuarto, en el que apenas cabían, salu-dándose a gritos, hablando todos al mismo tiempo, sirviéndose cada quien su cuba en vasos desecha-bles, planeando donde ir a disfrutar la noche y la “coca” que no debería tardar en llegar. La Negra repartía toques a diestra y siniestra que eran en-cendidos de inmediato, mientas Gerardo hablaba con Enrique y se lo presentaba a David. El estruen-do de la música apenas permitía que se oyeran los unos a los otros, y el humo de los cigarros y de los toques cargaba pesadamente el ambiente. De pronto, Gerardo apagó el tocacintas y el silencio se extendió poco a poco. Cuando todos se callaron, habló Gerardo.

---- Bueno banda, llegó la hora de hacer la co-peracha, dijo en tono ceremonioso, hagan el favor de ir pasando a esta mesa a entregar su donativo. Les recuerdo que hay un mínimo de aportación y de ahí pa´ arriba, y que el que no aporte lo suyo no tendrá su “nieve”. En orden, bola de cabrones, los iré llamando a cada uno. Hagan el favor de despe-jar la mesa.

Y es que tenían que juntar el dinero que iban a pagar por la cocaína, que esta vez no era para ven-der, sino para su autoconsumo.

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Después de estas palabras se reanudó la algara-bía, y mientras unos limpiaban la mesa, otros me-tían las manos en los bolsillos para contar el dinero que traían. Gerardo tomó una caja y en ella fue me-tiendo los billetes y monedas que le iban entregan-do, anotándolos David en una lista. Los que más aportaron fueron, desde luego David y el propio Gerardo, para poner el ejemplo, pero al llegar a Ed-gar, este, con risita nerviosa, declaró que no iba a cooperar porque ya no quería entrarle a la droga. Le sudaban las manos y su declaración fue objeto de estupefacción completa por parte de la banda, que empezó a abuchearlo y a pedir que fuera ex-pulsado, en forma inmediata, de la banda.

---- ¡Tiene que entrarle!, decían unos.

---- ¡Que no le saque, o todos coludos o todos rabones!, dijeron otros.

---- ¿Qué pasó, mi Edgar, ya se me está chivean-do?, preguntó otro.

---- ¡Que se me hace que la Gloria tiene algo que ver en esto!, dijo Guicho, siempre picoso.

---- Un momento, chavos, intervino David a fa-vor de Edgar, si el compañero no quiere entrarle, pues allá él, no podemos obligarlo…

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---- ¡Entonces unos chochos!, insistió Guicho.

---- ¡Sí, que le entre a los chochos!, dijeron todos a coro.

Y es que, como el nombre de la banda lo indi-caba, el que no le entraba a los chochos no podía ingresar o continuar en la banda, pues era su droga favorita, su escudo de armas, su divisa, lo más so-corrido después de la mota: cuatro “Capatagones” por ocho “Optalidones”, o unos “Pasidrines”, o “Mandrax”, o cualquier otra anfetamina que pu-siera chido; pero irse limpio, no, jamás se había vis-to algo parecido.

---- Está bien, dijo entonces Edgar, para apa-ciguar los ánimos, pero no traigo nada, ni con qué comprarlos.

---- No te preocupes, may, dijo entonces la Ne-gra, sacando de su bolsa del pantalón varias tiras de pastillas que le había vendido Eulalio, el depen-diente de la farmacia, que les vendía los chochos sin necesidad de receta médica, aventándole va-rias, agarre las que quiera y póngase chido.

Todos rieron de puros nervios y continuaron la recolecta. Gerardo contó el dinero y resolvió que la transa era todo un éxito.

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---- A ver banda, se juntó un buen, con esto pa-gamos el encargo y todavía nos queda una feria, ¿qué hacemos con ella?

---- Vamos a seguir chupando, dijo el Guicho, con voz aguardentosa, lo que le valió ser pambea-do por sus ñeros, ñeros, compañeros.

---- Pero no aquí, dijo entonces la Negra, nos alcanza para chelas botellas en un bar. Yo pro-pongo que vayamos a un congal a “raspar” con las “puchachas”.

---- Vamos a Garibaldi con José, gritaron otros.

---- Sale pues, dijo Ramón, yo pongo el trans-porte pa´ los jefes.

---- ¡Nada más que llegue la pinche Pulga, que ya se está tardando!, gritaron varios.

---- Mientras, ¡A chupar!, dijo Enrique, que has-ta entonces había estado calladito.

Declaración que hizo que aquello llegara al colmo del entusiasmo, volviéndose un verdadero pandemónium.

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---- ¡Somos a toda madre!, gritó de pronto Gui-cho, con voz tipluda, recibiendo de inmediato unos coscorrones, entre risotadas y patadas de cariño.

---- ¿Pero por qué hablas como puto?, le pregun-tó alguno imitando su voz tipluda, lo que provocó la carcajada general y un incremento de los ímpe-tus festejantes, seguido de hurras a “los chochos plus band” y a los amigos del 10.

El único que no festejaba era Edgar, que aunque había ingerido los chochos que le pasó la Negra, esta-ba acomodado en un rincón y cuestionándose seria-mente su participación en los asuntos de la banda. No sabía por qué, pero cada vez se sentía más desligado de ellos, ya no le causaba ningún entusiasmo la dro-ga, ni la perspectiva de salir a la calle para divertirse. Más aún, todo aquel ambiente comenzaba a sentirlo pesado y carente de sentido, absurdo y tonto, además de peligroso; y al mismo tiempo, se le hacía difícil des-ligarse de ellos, quedarse solo, sin amigos, no sabía cómo daría ese paso ni qué quedaría en su lugar.

---- Bueno, dijo David, en vista de que la Pulga no llega, yo les tengo una sorpresita.

En ese momento, unos golpes cifrados en la puerta de la vivienda lo interrumpieron y dejaron en silencio el cuarto. Gerardo le bajó a la música.

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---- Abran, dijo, es la Pulga.

Y, efectivamente, cruzó el umbral la Pulga en persona. Se trataba de un hombre ya no tan joven, casi enano, gordo, armado de una enorme pistola que lo parecía más dada la proporción que guarda-ba con su portador, que no hacía nada por ocultarla, que usaba lentes oscuros hasta de noche y tenía una expresión siniestra. Se abrió paso hasta la mesa en que lo aguardaban Gerardo y David y se saludaron.

---- Aquí hay mucha gente, dijo.

---- Es la banda, le contestó Gerardo, mientras los demás estaban pendientes de sus reacciones.

---- No está bien esto, dijo por toda respuesta, para otra vez procura que nada más estemos tú y yo. Venga la marmaja.

---- ¿Y “aquello”?

---- Yo no lo traigo.

Toda la banda enmudeció de asombro al oír esas palabras.

---- Y ¿entonces?, preguntó Gerardo, un tanto amoscado.

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---- La traigo yo, dijo David, esa es la sorpresa de que les hablaba; como la Pulga sintió que lo se-guían, me habló y nos pusimos de acuerdo. En un lugar con mucha gente, y a la luz del día, hicimos como que tropezábamos entre el gentío y discre-tamente me pasó el paquete, después cada quien se fue por su lado y santo remedio. Él limpio y yo como si nada. Así despistamos a los posibles perse-guidores. Aquí está el material.

La banda se quedó con la boca abierta.

---- ¿Y sí te seguían?, le preguntó la Negra a la Pulga.

---- No estoy seguro, pero más vale prevenir. De lo que sí me aseguré es que no me siguieran hasta aquí. Y me voy limpio.

---- Y la coca se queda aquí escondido, conclu-yó David.

---- Muy bien pensado, dijeron todos, mara-villados.

---- Ya ven mis chavos, dijo entonces Gerardo, así se hacen las transas.

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David se sentó entonces en una silla que se le ofreció, junto a la Pulga, y de un pequeño costalito que abrió sacó un poco de polvo blanco y lo puso sobre un espejo, que limpió con empeño, después lo picó finamente con una navaja de un solo filo y formó una línea. Sacó un billete, lo enrolló y lo pasó a Gerardo.

---- Para que la pruebes, dijo.

Gerardo aspiró el polvo, sus ojos dieron vueltas en sus órbitas como canicas y suspiró en grande.

---- ¡Está re buena!, dijo.

---- ¡Claro!, dijo la Pulga riendo, como que es de la que se meten los jefes allá en Tlascuaque.

---- ¿Y cuánto es?, preguntó la Negra, goloso.

---- Es media “Ola”, como quedamos. Ahora, venga la lana.

Gerardo sacó el dinero, lo contó, y se lo pasó a la Pulga, que lo volvió a contar, se lo metió a la bolsa del pantalón, se puso de pie, se despidió de Gerardo y de David y sin decir más salió del cuar-to, desvaneciéndose como fantasma en la oscura y húmeda noche.

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La banda estaba asombrada por la aparición y desaparición del enigmático ser, pero feliz de tener ya en su poder el polvo. Gerardo tomó la droga, separó una parte y guardó con mucho cuidado el resto. Después, sobre la mesa formó varias líneas con la cocaína y sacó de su chamarra un popote delgado, el cual pasó a David. Este se sonrió, metió un extremo del popote en su nariz y aspiró con de-licadeza el polvo de una línea. La misma operación realizó Gerardo y la Negra, y después cada uno de los presentes, excepto Edgar, que no se movió de su rincón, acabándose su cuba. Cuando todos terminaron, sus ojos brillaban y la alegría volvió a surgir con triplicado entusiasmo. Se sirvieron una cuba caminera y seguidos de Gerardo, David y la Negra, todos salieron a la calle. Ramón trajo su taxi, que llenó con el máximo de ocupantes posi-ble y todos partieron hacia el lugar convenido para danzar. El único que se quedó en la calle, friolento, zumbándole la cabeza por los chochos, fue Edgar, que sin pensarlo más, se encaminó a la pensión para ir por Gloria.

En la “Pensión para Señoritas” estaban ilu-minadas todas las ventanas de la planta alta, y llegaban hasta la calle el sonido de música, risas y exclamaciones de las muchachas que sin duda estaban de fiesta, aprovechando la ausencia de la Doña. A Edgar, atontado por el efecto no desea-

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do de los chochos que se había tomado, le cos-tó trabajo hacerse oír, pues el ruido les impedía escuchar el timbre, hasta que por fin una de las muchachas, Gertrudis, se asomó por la ventana de uno de los cuartos y, reconociéndolo, le hizo señas de que se esperara. Una mujer de edad ma-yor, encargada del mantenimiento de la pensión, abrió por fin la puerta y Edgar entró a esperar a Gloria en una especie de recibidor. La pensión estaba instalada en una casona vieja, de grandes cuartos y techos altos, húmedos y un tanto fríos. En la planta baja se encontraban las oficinas de Doña Carmen, dueña de la casa, directora de la pensión y del restaurante “La Costeña”, así como del edificio de departamentos en que, por pura coincidencia, vivía David, todo al mismo tiempo. Era una mujer excepcional, aunque un poco ma-niática, de la que ya hablaremos en su momento. Se encontraba en ese piso también la cocina, el patio de lavado, donde todos los domingos lava-ban las pensionadas su ropa, una bodega en el lugar destinado anteriormente para cochera, y la sala y recibidor en que se encontraba Edgar. Todo el mobiliario, incluidos los cuadros, lámparas y adornos, eran viejos testigos de otras épocas, que se remontaban, según los cálculos de Edgar, a la época de don Porfis. Junto a la puerta de entrada se iniciaba una escalera volada que iba a dar al primer piso donde estaban los cuartos de las pen-

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sionadas, y por las que pronto bajó Gloria, vesti-da de forma sencilla, abrigada por un saquito y con una pequeña maleta en la mano. Se acercó a Edgar, lo saludó con un beso y enseguida inicia-ron la partida.

---- ¿Qué pasó?, le preguntó Edgar ya en la calle, ¿por fin te decidiste?

---- Sí, ¿qué otra cosa puedo hacer? Hoy en la mañana me fue a buscar mi hermana al restorán para pedirme de nuevo que los ayudara con mi papá. Ya todas están casadas y mis hermanos, pa´ qué te digo, ni se aparecen por ahí, y como yo soy la única soltera… mira, le dijo mostrándole la maleti-ta, me traje algo de ropa para quedarme unos días. Además, me da gusto dejar un rato la pensión, ya no aguanto a las muchachas, cada vez están peor. Nada más se va la Doña para su casa y empiezan a hacer de las suyas.

---- ¿Por qué no las acusas con la señora?, le pre-guntó Edgar, tratando de disimular la lengua pas-tosa y la voz que se le resbalaba bajo el efecto de los chochos, que lo traían todo pacheco.

---- No, para qué quieres. Las corren y luego van a andar tras de mí. No, prefiero llevar la fiesta en paz. Además, allá ellas.

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Guardaron silencio un momento mientras lle-gaban a la avenida y ya ahí tomaron el camión que debía trasportarlos quince o veinte cuadras más abajo, al corazón mismo del infierno, al centro del averno, donde se bajaron. El ambiente estaba hú-medo y aunque ya no llovía, en algunas partes se sentía una fina llovizna que refrescaba a Edgar y le permitía recuperarse y dejar de tambalearse, cosa difícil, pues las piernas las sentía de chicle y el res-to del cuerpo como de trapo.

---- Bueno, ¿y a ti qué te pasa?, le preguntó por fin Gloria, mirándolo como bicho raro, andas todo extraño. ¿Ya volviste a drogarte? ¿No me prome-tiste que ya ibas a estar bien?

---- No, lo que pasa es que me topé con la banda y yo no quería, pero me obligaron, dijo arrastran-do pastosamente la lengua, para no quedar en ver-güenza. Unos chochos, chidos.

---- Vergüenza es la que te debería dar, pero conmigo. Lo que necesitas es cenar. Mira, ahí está el café de chinos, vamos a tomarnos un café con leche.

---- Pus órale, porque la neta yo no quería me-terme nada, pero las circunstancias me obligaron,

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se me hace que ya de plano ni voy a ir a verlos. Me voy a cortar. Todo el tiempo nomás se las están tro-nando y chupando y viendo qué se meten, y eso a mí ya me tiene hasta la madre, me cai.

Gloria lo calmó, porque ya se estaba poniendo agresivo, que es uno de los efectos de los chochos, y lo metió al café y pidió los cafés y una canasta de pan. Para cambiar de tema le preguntó por su familia, en lo que esperaban los bísquets.

---- Pues por allá todo está regular, como siem-pre. Ya te dije que estamos pensando en meter a mi mamá al maniquiur, sí, a la casa de la risa. Bueno, aunque eso se oye muy bonito, al manicomio, mejor dicho, porque la neta mi jefa está bien tocada… Mi hermana se está encargando de los trámites, pero son complicados, se la hacen mucho de jamón.

---- Es lo mejor, te lo aseguro, hasta la pueden curar, en cambio en tú casa, pues cuando.

---- No te creas que los curan, nada más les dan sus chochos para tenerlos atarantados y listo. Si están peor que la banda de drogadictos. Hasta los doctores andan siempre hasta la madre.

Trajeron los cafés y el pan y cenaron, haciendo a un lado las cucarachas que andaban por ahí co-

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rreteando, buscando migajas, y después salieron a la calle, doblaron una esquina y llegaron a una ve-cindad de ladrillos rojos, sin ningún tipo de mam-postería y el suelo del patio de tierra, alumbrado por un foco rojo colgando de un alambre. Parecía un rincón del infierno, donde las almas purgan sus más negros pecados, todo sucio, y pobre, y mal oliente. Edgar creía que los chochos le producían alucinaciones espantosas, pero no, era la realidad, la cena ya le había bajado el efecto de las pastillas.

---- Bueno manito, ya llegamos, aquí me quedo, gracias por acompañarme. Mira, aquí nací, en el número 20, aquí pasé toda mi niñez. Que feo y po-bre está ¿Verdad? Creerás que de niña hasta bonito lo veía, lo que es acostumbrarse a la mugre.

---- Sí, la neta no está chido. Si la vecindad de “los amigos del diez”, es el purgatorio, esta es el vestíbulo del infierno.

---- Bueno, mañana vienes, ¿no? Ahora no te in-vito a pasar porque no sé cómo esté la cosa, pero mañana ven y te presento a mis papás. Adiós, y ya no te juntes con esos pandilleros, que nomás andan buscando líos.

Se dieron un beso y ya se iba cuando Gloria lo volvió a llamar.

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---- Te quiero mucho, Edy, hazme caso, y a tu hermana. Piensa en lo que haces, no hagas las co-sas a lo loco. Bueno, mañana hablamos.

La volvió a abrazar y ella se metió a la vecindad, perdiéndose en la oscuridad que lo envolvía todo más allá de cinco metros. Edgar dio media vuelta y emprendió el regreso, todo confundido y apena-do, pues no había cumplido con su palabra, mien-tras que ella a cada momento le demostraba que era mejor que él. Y eso que su vida no había sido muy bonita que digamos, siempre pobres, siempre olvidada por todos, y cuando la llamaban, había que ver, ahí estaba para ayudar, sin rencor, entre-gándose siempre de corazón.

DONDE CONOCEREMOSLA HISTORIA DE GLORIA,

UNA MUCHACHA OLVIDADA POR TODOS.

Yo nací en medio de una familia muy humilde, muy pobre, – me dijo Gloria –, y vine al mundo cuando nadie me esperaba ni me deseaba, casi que por accidente y por la imprudencia de mis padres, grandes ya de edad y que habían tenido antes seis hijos, mis hermanos y hermanas. ¿No sé por qué mientras más pobres son las gentes, más hijos tie-nen? ¿No te has dado cuenta de eso? ¿Por ignoran-cia? Sí, yo creo que sí.

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Mi madre, por el tiempo en que nací, trabajaba en un mercado, atendiendo un local de su propie-dad que le heredó su padre, mi abuelo. Sí, era loca-taria. Pero un local pequeño, donde vendía verdu-ras, no te vayas a creer. Jitomates, papas, cebollas, aguacates, cosas así. Mis hermanos más grandes la ayudaban a comprar la mercancía en la Merced, en grandes costales, y llevarlos al mercado para lim-piarlos y acomodarlos para su exhibición y venta. Y sí, tenía sus marchantas, sus buenas clientas, y algo sacaba para la casa, para los gastos. Cuando yo era muy pequeña, me llevaba al puesto para cuidarme, y ahí me estaba, con mi mamila, mien-tras mi mamá vendía. Ya casi no me acuerdo, pero sí, dejé de ir hasta ya más grandecita. Lo que se me quedó grabado fueron los olores del mercado, agrios, amargos, dulces otros, de la carne, la fruta, la verdura, el pollo, todo muy colorido, eso sí.

Mi papá era carpintero, y todavía lo es, aunque ya está grande y enfermo, como ves. Trabajaba por entonces en una carpintería, era el segundo, el que siempre mandaba el maestro a hacer los trabajos importantes: closets, libreros, roperos, arreglar muebles viejos, barnizar, ya sabes, todo eso. Sólo que la ganancia buena pues era para el dueño, ¿no? Tenían varios chalanes y después metió a algunos de mis hermanos mayores a aprender el oficio. Sa-bía también hacer figuritas, y juguetes de madera,

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y muchos artículos de escritorio y de tocador que hacía en sus ratos libres y que vendía luego por su cuenta, los domingos, en un puesto que ponía en el mismo mercado donde trabajaba mi mamá, ahí, en la banqueta. El patrón de la carpintería no le decía nada, se hacía de la vista gorda, eran amigos de muchos años. No ganaba mucho, con todo, y pues con tantos hijos, apenas entre los dos podían con los gastos de la familia. Además, tenía el de-fecto que a veces se emborrachaba, se iba con unos amigotes a tomar pulques, y llegaba a la casa bien borracho, apestando a rayos. En esas ocasiones a veces le pegaba a mi mamá, mis hermanos se me-tían y se armaba el San Quintín. Pero de ahí en fue-ra era buena gente. Y lo sigue siendo. Nomás que ahora ya trabaja menos, está re malo el pobre. Yo creo que no va a durar mucho.

Vivíamos en una vecindad cerca de aquí, muy fea y muy pobre, ya vieja y casi destartalándose, en dos cuartos a los que mi papá le quitó la pared de en medio para hacerlos más grandes. Con un baño, pero sin regadera, había que bañarse en el patio, en una regadera para todos los inquilinos, o en la casa con jícara en una tina de metal, redonda, grande. Ahí nos bañaban de niños. En el patio una pileta para lavar la ropa y tendederos. El piso de tierra, donde jugábamos todos los niños hechos una mu-gre, y yo comía tierra. En la noche era muy oscura

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y daba miedo, y la portera nos tenía a todos a raya. Sobre todo a los borrachos, que había muchos. Ahí pasé mi infancia y mi adolescencia, y ahí siguen viviendo mis papás, ya solos. Todos mis hermanos y hermanas están casados o se fueron a vivir a otro lado. Edgar dice que la vecindad parece la entrada al infierno, y sí, algo hay de eso, aunque cuando vives ahí te acostumbras y ya lo ves todo como lo más normal. Sólo ahora que yo también vivo en otro lado mejor, ahora que voy a cuidar a mi papá enfermo me digo, caray, qué amolados estamos. Pero bueno, en aquel entonces todos contribuían al sostenimiento de la casa, si no con dinero, sí con trabajo, limpiando, barriendo, arreglando lo que se descomponía, haciendo la comida, y cosas así. Mi papá nos hizo los muebles, claro, y los cuartos es-taban divididos por cortinas, detrás de las cuales estaban las camas. Una cocineta, unos sillones, la mesa del comedor, un aparador y párale de contar.

Cuando tuve edad, mi mamá me colocó de lava-platos y trajinadora en un restorán de una señora que era su clienta en el puesto del mercado, doña Carmen, ya la conoces, que tiene “La Costeña”, res-torán de mariscos, y la pensión donde ahora vivo con las muchachas, muchas de las cuales también trabajan en el restorán como meseras, galopinas, cocineras, mandaderas, y cosas así. Es una señora muy buena, aunque un poco loca, es muy religio-

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sa y todo el tiempo está persignándose y hablando del diablo y quién sabe que tantos santos y demo-nios. Va mucho a la iglesia. Cuando llegó el mo-mento me fui de mi casa a vivir en la pensión, por las circunstancias en que vivía, algo tristes, pues parece que yo a nadie le importaba. Pero bueno, te sigo platicando.

Pues sí, mi familia era de lo más normal; mien-tras mi padre tenía un espíritu fraternal, muy dado a procurar la unión familiar, pues creía que era la única forma de salir adelante, mi madre, que tuvo y tiene que trabajar también para sostener la casa, pronto se vio abrumada por la responsabilidad y problemas de sus muchos hijos y además atender su local, por lo que el cuidado de los hijos más chi-cos fue pasando a los hermanos mayores, así que mientras mi madre se ocupaba del puesto, mi her-mana mayor se ocupaba de las faenas de la casa, que en ocasiones mi madre completaba al llegar del mercado, después de las seis. Mi hermana por lo tanto hacía la limpieza, lavaba la ropa, cuidaba de los menores, hacía la comida y además estudia-ba. Para darse abasto ponía a trajinar a los herma-nos más chicos, haciendo los mandados y cosas así.

Mi pobre madre, mujer abnegada, se quejaba de que aquello tuviera que ser así, pero ¿qué se le iba a hacer? Amaba a sus hijos pero no los podía aten-

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der, por lo que se le fue agriando el carácter, y los hijos crecieron sin el afecto materno; los chicos se educaban solos, con los demás niños de la vecindad, crecían silvestres, jugando canicas o fútbol. En rea-lidad, la vecindad era su escuela, su casa grande. La familia, sin embargo, estaba muy bien organizada. Por la mañana, mientras uno iba por el pan, otro co-rría por la leche y un tercero se quedaba en la casa para ayudar con la mesa y la limpieza. No teníamos refrigerador, sino cubos grandes de hielo que lle-vaba un repartidor, por lo que los víveres se tenían que comprar cada día. Los que tenían que ir a la es-cuela partían y la hermana mayor en turno, que iba al colegio en la tarde, les preparaba el desayuno a su padre y a los hermanos que partían con él a trabajar en la carpintería. Era un orden establecido por mi papá, hombre enérgico, que consideraba que sólo de esa forma se podía vivir en paz, en contraste con otras familias de la vecindad que vivían en el desas-tre, con los hijos descarriados, padres borrachos y mujeres libertinas.

Los problemas empezaron cuando la mayor tuvo que entrar a trabajar, todo el día, y los de-más a la primaria, que ya habían retrasado un año. Entonces todo el mundo tuvo que salir de casa a una hora, ya fuera en la tarde o en la mañana. Las faenas pasarían al hijo siguiente, pero como este era varón, torpe y avergonzado de hacer tareas de

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viejas, sobre todo con los amigos que lo iban a bus-car para ir a jugar al parque, pues no las hacía. El siguiente hijo era niña, pero estaba muy pequeña, por lo que el trabajo se tuvo que repartir de for-ma sensacional, un rato cada quien. Mi madre se daba sus mañanas para dejar un momento su local y correr a trajinar un poco en la casa, incluso llegó a pagar una dependienta, pero esta la robaba, por lo que tuvo que correrla y seguir al frente de su negocio. El más pequeño tendría unos cuatro años cuando, de pronto, nací yo.

Entonces, para cuidarme, tenían que turnar-se todos los hermanos. Algunos de los chicos me cuidaban por la mañana, un rato; después era otro el que asumía la responsabilidad. En la tarde, mi hermana mayor, mientras hacía el quehacer o las tareas de la escuela, se daba maña para cambiar-me los pañales y prepararme los biberones. Al-gunas veces mi madre me llevaba al mercado con ella, pero como el trabajo era pesado, y a veces molestaba a los demás locatarios, y no me podía atender como era debido, pues mejor me dejaba en casa, un poco olvidada en un rincón, tranquila y poco llorona.

Cuando pude andar, todo el día la pasaba en el patio de la vecindad, en la casa de las vecinas o ju-gando con los demás niños, mayores que yo, medio

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desnuda y comiendo tierra. En mi casa nadie me pedía cuentas y apenas notaban cuando salía o en-traba, atraída por el hambre o el sueño, tan ocupa-dos estaban en sus asuntos. Mi padre, que parecía repartía entre todos su cariño, igual que los golpes, solo se preocupaba de los mayores, que estaban es-tudiando ya grados superiores y necesitaban mayor atención. Aunque ninguno terminó una carrera, por diversos motivos. Se casaron, dejaron la carpintería o se fueron a buscar suerte por su cuenta y riesgo. Los pequeños no tenían todavía grandes problemas. Y así era. Sólo yo comencé a vivir en un abandono provocado no por la maldad, sino por la indiferen-cia causada por tantos años y tantos hijos, y porque cada quien veía para sí. De vez en cuando se daban cuenta de que no tenía zapatos o de que mi vestidito estaba todo roto e inservible.

Alguna vez caí enferma, pero como era muy re-servada, y lo sigo siendo, solo contigo se me sol-tó la lengua, me diste confianza, como te veo tan educado y tan atento, y tan amigo de Edgar. En fin, como era tan reservada y hasta cierto punto les tenía miedo, pues me curaba sola, por obra de la naturaleza, sin que nadie se diera cuenta de lo ocurrido. Y aquel abandono, aquella indiferencia hacia todo lo que me ocurriera, pronto se me hizo costumbre, como si todos estuvieran convencidos de que yo sola debía resolver mis problemas. Pero

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se me metió en la sangre, no creas. Por eso me volví tan reservada, tan desconfiada y callada, ensimis-mada, enconchada en mi misma, sin hacer partíci-pe a nadie, salvo en casos extremos, de lo que pen-saba. Llegué a ser algo parecido a una sombra, a una imagen en la que ya nadie repara.

Si entré a la escuela fue porque mi padre, extra-ñado de pronto de verme, me preguntó si iba ya a la escuela. Todos nos miramos a los ojos perplejos y asombrados. Se les había olvidado. Mi padre se enojó, me llamó, me acarició y me prometió que yo también iría al colegio. Platicó conmigo un rato, sentada en sus piernas, abrazándome, como tra-tando de cubrir su olvido de mí, y el de todos, con sus muestras de cariño. Para mí ese fue un día inol-vidable. Desde entonces, quise más a mi papá que a nadie más. De ahí en adelante, ningún otro suce-so alteró mi vida familiar mientras viví con ellos. Todo siguió igual, infinitamente igual.

Mi paso por la escuela fue muy parecido al de mi casa, pero esta vez causado por mí misma. No te-nía amigas, pues todas se reducían a compañeras de clase y de tareas. El caso es que me mantenía aparta-da, callada y me movía por la escuela igual que por mi casa: como ajena, lejana a todo y a todos, como un pálido fantasma. Así crucé por la primaria. Mi entrada a la secundaria cambiaría mí vida.

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En la nueva escuela conocí a una muchacha do-minante, inquieta y autoritaria, pero de un corazón de oro. Vivía fuera de su casa, por gusto, en com-pañía de otras tres amigas que vivían donde ella por diferentes motivos. Al mismo tiempo, cumplí trece años, y ayudada por una amiga de mi mamá, como ya te dije, entré a trabajar en el restaurante. ¡Cual no sería mi sorpresa cuando me encuentro trabajando ahí también a mi amiga de la escuela! Si, a Norma, que trabajaba de jefa de meseras, y además, vivía en la pensión con otras muchachas. Nos pusimos muy contentas, y ya las dos, saliendo de la escuela, nos íbamos corriendo al restaurante que abría desde la una de la tarde hasta la seis o siete de la noche.

Nuestra amistad no tardó en fortalecerse, dado el carácter de Norma, aunque al principio yo me mantenía a la defensiva, mostrándome reservada y callada. Pero la franqueza y entereza sin tapujos de Norma me conquistó, levantándome el velo que cubría mis sentimientos dormidos. Nos hicimos las mejores amigas y nuestra intimidad llegó al grado de contarnos, sin reparos, toda nuestra vida.

Norma al punto comprendió mi caso y sin es-perar más me propuso irme a vivir con ella. Me explicó: ella y sus otras amigas, junto con otras que

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no conocía, vivían en la casona de la Doña, la due-ña del restaurante, que tenía cuartos para alquilar-los como pensión para señoritas que, por diversas causas, vivían fuera de su casa, como le había suce-dido a la misma Doña cuando era joven. Me contó que la señora en otros tiempos fue muy pobre, que había vivido ahí, en el barrio, pero que por un des-liz de juventud se embarazó, y su padre la corrió de su casa., o algo así. Anduvo del tingo al tango, nació muerto su hijo y después de mucho penar, al poco tiempo conoció a un buen hombre que se casó con ella y resultó después que hizo mucho di-nero. Aquel hombre había crecido de la nada hasta hacerse un rico constructor y con mucho esfuerzo y trabajo llegó a tener tres edificios de departamen-tos y aquella casona que compró con la idea de te-ner una numerosa familia, pero no tuvieron hijos, la Doña ya no podía; después, en un estúpido ac-cidente, su marido murió, dejando como heredera a su mujer, la cual nunca volvió a casarse y se la pasaba todo el día metida en la iglesia. Así, la Doña se vio de pronto rica, pero a diferencia de otras, nunca se olvidó de su humilde origen y sus penas de soltera, acondicionaron su casota para restau-rante y pensión, y se fue a vivir a un departamento de uno de sus tres edificios. Sí, vive de sus rentas, pero como es muy trabajadora, no se quedó mano sobre mano, como se dice, y se entretenía mane-jando su restaurante, dura para los negocios, pero

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de gran corazón. Por otra parte, como ya no había tenido hijos, quería a aquellas que trabajaban con ella como si lo fueran y les daba asilo en su pensión a todas las muchachas en desgracia que iban a ver-la, como fue mi propio caso.

Yo me quedé alelada, la idea de irme de mi casa no se me había ocurrido nunca y al pensarlo como posible y hasta deseable, me dejó asombrada. Pero como, a pesar de todo, era juiciosa, me puse a pen-sar los pros y los contras.

Por un lado estaba mi amiga, la primera y única amiga verdadera que tenía, y que me ha-cía sentirme querida, y también, no sé, un vago deseo, una especie de fuerza que me impulsaba a vivir, a ser libre, independiente y autosuficien-te. Aquel sentimiento, lo sé, no era más que la expresión de mi soledad, del grado en que nece-sitaba cariño y comprensión. Pero esto yo no lo entendía, sólo lo sentía.

Por otro lado estaba mi familia, a la cual que-ría, porque yo podía ser una sombra para los de-más, pero los demás no lo eran para mí. Los quería y sufría con solo pensar en irme y dejarlos. Y sin en cambio, me sabía al margen, olvidada, lo sufría cada noche en que ni me volteaban a ver. Dudaba, una gran lucha, la primera, bullía en mi interior.

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Un día, después de un año, decidí irme a vivir con mi amiga y las otras chicas, las cuales, en los últimos tiempos, habían entrado a trabajar también en el restaurante con diversos quehaceres. Para eso, decidí hablar con mis padres y hermanos para avisarles que me iba, no por tener nada contra ellos ni por haber hecho nada indebido, sino porque así lo quería. En el fondo, lo que quería, o la esperanza que tenía es que no me dejaran ir, que me dijeran que me necesitaban ahí, con ellos. En cambio, lo que sucedió me decidió totalmente a marcharme.

La noche en que iba a hablar con mi familia, llegué de trabajar como todos los días. Al abrir la puerta encontré a toda la familia reunida en la mesa viendo la televisión y encontré también la misma indiferencia de siempre. Nadie volteó siquiera a ver quién entraba, nadie me saludó, nadie me dijo nada. Aquella acogida la resentí, no sé por qué, mucho más que otras veces, y eso que a mí también me era ya indiferente. Pero aquella noche fue dife-rente. Rápidamente, como de costumbre, fui a de-jar mis cosas sobre la cama que me tocaba, en una esquina del cuarto y me preparé para hablarles. No sabía cómo empezar, me sentía turbada, enredada, y algo parecido al temor, a no sé qué, se apode-ró de mí, paralizándome un momento. Cerré los ojos, aspiré profundamente y me resolví. Me paré

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y fui a la mesa, llamé su atención, y cuando todos me miraron interrogantes, se me atoró la lengua y tuve que hacer un esfuerzo para decir: “Quería anunciarles que me voy a ir de la casa”. Aquella frase, pronto lo comprendí, había sido muy torpe, muy directa, lo que de momento provocó que no me entendieran. “¿A estas horas, dijo mi madre, a dónde vas?”. “No, repetí, les aviso que me voy a ir de la casa para siempre, a vivir a otro lado”. La reacción fue inmediata, inesperada. Mi padre, que no iba muy bien en sus negocios, enfadado ya de por sí, se encolerizó de pronto y expulsó todos sus problemas en un arranque de repentina furia: “¿Qué dice, que se va? ¡Condenada muchacha! De seguro que ya tendrá un hombre”. Una regañiza inesperada me llovió de pronto. Yo me sentí aún más conturbada. Al punto comprendí que aquella esperanza que tenía muy escondida, de ser reteni-da, había muerto de pronto, brutalmente. Mi ma-dre dijo: “¿Y qué vamos a hacer sin el dinero que gana?” Esa reflexión encendió la furia de mis her-manos, que me trataron de golfa, de perdida y de traidora. Yo sólo traté de explicar lo que sentía, que no me iba porque tuviera un hombre ni nada de eso, que me iba porque estaba cansada de sentirme olvidada y sola, sin que nadie se fijara en mí ni en lo que sentía, que sólo les interesaba el dinero que ingresaba en la casa, que me iba con mis amigas, que ellas sí me querían y se preocupaban por mí.

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No me dejaban hablar, me vapulearon por todos lados. Yo me asombraba, ¿por qué ese repentino interés, ese calor en la discusión por causa mía? ¿Era sólo por el dinero? ¿En realidad les importa-ba? Inconscientemente había contado con su apa-tía y frialdad natural hacia mí, y ahora resultaba que causaba una tempestad. Pero en fin, ya estaba hecho, sentí que algo que ya estaba quebrado, se acababa de romper de pronto para siempre dentro de mí; comprendí que en mi vida nadie vería por mí más que yo misma.

Con gran dolor, aquel que proporciona el tener consciencia de lo que sucede, me fui a la cama y corrí mi cortina, dejando a los demás discutiendo entre ellos, tanto, que ni cuenta se dieron cuando me retiré, hasta que noté que los ánimos se calma-ban, la discusión decrecía y moría poco a poco, y escuché a mi padre que decía: “Ya estuvo bueno, mañana veremos lo que se hace”. Todos se callaron y ya sólo se escuchaba el sonido de la tele, de la cual estaban todos pendientes…

Acostada en mi camastro, en la oscuridad de mi rincón, no pensaba en nada, estremecida a veces mi piel por alguna emoción venida de mi interior. Además, no quería pensar, abandonándome a mis sensaciones y sólo unas lágrimas corrían por mis mejillas y me hacían suspirar.

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A la mañana siguiente, empaqué mis pocas co-sas, y sin despedirme de nadie, todos aún dormi-dos, me fui de mi casa para siempre.

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Una semana después del entierro de su padre, Mario decidió dejar su vieja casa y aceptar la pro-posición de David de irse a vivir una temporada con él; por lo menos, el tiempo que le llevara repo-nerse del golpe, serenarse y emprender su propio camino. Lo veo en la pantalla de mi memoria. Du-rante aquella semana, paseando pensativo por las habitaciones desoladas, la sensación de ausencia y de soledad que lo asaltó desde el día mismo de la muerte de su padre, se había agudizado. La anti-gua casa fue tornándose cada vez más fría, más in-diferente y hasta inhóspita, hostil, casi extraña, en-vuelta en un silencio opresivo, angustiante, como si cobrara vida propia y quisiera expulsarlo de su seno: las puertas lo machucaban, al abrir las ven-tanas se cortaba con un refilo, las cortinas se atas-caban al querer ser corridas, las escaleras lo hacían tropezar. A pesar de haber vivido toda su vida ahí, parecía como si la casa, añorando a don Mario, no quisiera a nadie más en sus estancias, las cuales, muertas, repetían el eco de sus pasos. Le parecía como si su antiguo hogar pugnara sutilmente por

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expulsarlo, como si deseara que su recinto queda-ra definitivamente vacío, encerrado en sí mismo, como un mausoleo.

Por un momento dudó en abandonarla, pero aunado a las emociones que le ocasionaba seguir viviendo ahí, había razones de carácter práctico. Sí aún en vida de su padre la casa resultaba ya de-masiado grande, ahora que quedaba él solo no te-nía sentido seguir manteniéndola. Lo mejor sería venderla y que otros le infundieran nueva vida y la aprovecharan plenamente. Ahora estaba de moda volver las casas viejas, pero imponentes, en ofici-nas, o de plano derruirlas para construir en su lu-gar edificios de departamentos. Estaba bien, que así fuera. Lo único que le preocupaba eran los mue-bles, demasiado viejos ya, pasados de moda y muy grandes para ser reinstalados en las viviendas mo-dernas, demasiado pequeñas. Tendría que vender-los también y conservar solamente su recámara, los sillones y escritorio del estudio, los cuadros, algu-nos objetos de valor sentimental, y, desde luego, la magnífica biblioteca que entre ambos habían ateso-rado. Tendría que llevarse, por tanto, el librero, y adaptarlo a la casa de David, tal vez dividido en partes. De ahí en fuera todo tendría que ser liqui-dado, incluso el piano. Habló por lo tanto con don Carlos y discutió con él su decisión, con la cual es-tuvo de acuerdo de inmediato. Él se encargaría de

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la venta de la casa y el capital se incrementaría al patrimonio que tenía Mario para vivir, además de su parte en la propiedad de la fábrica, de la cual después hablarían. El siguiente asunto era Teresa, el ama de llaves y actualmente la única servidumbre de la casa, a la cual habría que despedir y liquidar con una buena suma de dinero, además del apego sentimental que se tenían, que haría sumamente di-fícil la separación. Cuando Mario le comunicó su decisión, la vieja sirvienta comenzó a llorar, demos-trando su infinita capacidad para verter lágrimas, pues en todos aquellos días no había dejado ni un momento de lloriquear por los rincones.

---- ¡Ay joven! En qué predicamento me pone usted. Pero no se preocupe, ya me lo tenía pensa-do, ya le he hablado a mi hija que vive allá en el pueblo, en Huamantla, para que venga, y juntas veamos qué se ha de hacer. Yo la verdad quisiera irme con usted para seguir sirviéndolo a donde us-ted se fuera, pero sé que no es posible, y me resig-no. Sólo quiero que sepa que lo quiero como a un hijo, ni más ni menos.

Dijo la mujer, y continuó llorando.

Mario trató de consolarla ofreciéndose a ayu-darla a encontrar una nueva colocación y prome-tiéndole que no la dejaría totalmente desampara-

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da. La mujer se tranquilizó un poco, y sin dejar de llorar, ayudó a Mario a empacar sus cosas, prepa-rándole la mudanza. Habló con David y quedaron en que el siguiente sábado se realizaría el cambio, quedándose a cargo de la casa, mientras se vendía, la misma Teresa.

Por fin llegó el día, la mudanza se presentó, car-garon con los muebles señalados, cuadros, enceres de cocina, y las numerosas cajas de libros que ha-bían de trasladarse y partieron rumbo a la casa de David. Mario sacó su pequeño auto, y junto con Teresa, se fue guiando al conductor del camión.

Unos minutos después estaban frente al edifi-cio de departamentos en que vivía David, el cual, viéndolos llegar desde su ventana, bajó inmediata-mente a ayudarlos.

---- ¿Aquí va a vivir, joven Mario?, le preguntó Teresa con una mueca de disgusto. No me gusta nada. El edificio está más viejo que mi abuela y se ve que es muy frío, está sucio.

---- Teresa, le respondió condescendiente Ma-rio, nuestra casa también es vieja y fría.

---- Pero muy limpia, puntualizó con pundonor la mujer; además, no hay punto de comparación.

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El Joven podría comprarse un condominio nuevo en una colonia mejor con lo que le den por la casa.

---- Pero no se trata de eso, Teresa, se trata de empezar una nueva vida, de ahorrar dinero, y por qué no, de conocer en verdad la vida.

---- Pues vaya forma de empezarla, joven, y per-dóneme, pero mientras la mayoría busca la manera de conocer la vida mejorando su situación, usted actúa al revés, empeorándola.

---- Bueno mujer, no discutamos, que yo sé lo que me hago.

David llegó junto al auto, abrazó a Mario y acto seguido le mostró donde quedaba el lugar para su coche, con el que quedó encantado. Después con-dujo a su nuevo inquilino y a los cargadores hasta su departamento. Mientras los hombres empeza-ron a descargar las cosas en el piso de David, Te-resa no pudo reprimir una mueca de contrariedad que este notó.

---- Está todo un poco revuelto y sucio, dijo Da-vid como disculpa, porque la señora que venía a hacer el quehacer ha estado enferma. Ya le pedí a la dueña que me mande a alguien que me venga a hacer la limpieza, pero no me ha hecho caso.

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---- No se preocupe joven, dijo Teresa, dirigién-dose a los dos, mientras consigue a alguien yo ven-dré a hacerme cargo de la limpieza y de poner en orden las cosas del joven Mario.

Mario y David quedaron conformes y a Teresa le brillaron los ojos de gusto ante la perspectiva de seguir teniendo cerca a su niño querido, y sin pen-sarlo más, comenzó su tarea, inquiriendo cual se-ría la habitación del joven y aprestándose a acomo-darle su ropa y sus cosas, indicando a los hombres de la mudanza donde colocar los muebles, pues conocía de sobra los gustos y hábitos de su señor. Los cargadores terminaron rápido su trabajo y el resto del día lo ocuparon los tres en acomodar el departamento a los nuevos requerimientos de mo-biliario y a hacer una limpieza urgente. David sa-lió por unas tortas y refrescos, mientras Teresa se encargaba de la cocina y Mario a sacar y limpiar sus libros. Le importaban sobre todo sus libretas y carpetas, donde tenía sus apuntes y notas para sus cuentos y sus ensayos sobre los indígenas, los cam-pesinos y los obreros de México, sus estudios sobre las culturas prehispánicas, la conquista, la Colonia, el México independiente y la lucha de los liberales por forjar un Estado, el Porfiriato y la Revolución Mexicana. Sobre todo, el México postrevoluciona-rio, la formación de los sindicatos y el surgimiento

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del Gran Partido, su anquilosamiento, su desvia-ción hacia la derecha y la reacción y el movimiento estudiantil, aún reciente, del 68. Todos los estudios a los que había dedicado sus afanes y a los que se seguiría entregando, todavía con más ahínco, en su nueva vida.

Cuando terminaron, ya entrada la noche, los tres se quedaron sorprendidos de la transforma-ción que se había operado en el departamento. Parecía otro. Todo estaba limpio y en su lugar, los posters habían sido cambiados por cuadros que llevaba Mario, los muebles de su estudio quedaron como sala, se incluyeron algunos enceres de coci-na, incluyendo una lavadora automática, se colocó el librero y se acomodaron los libros, se preparó la habitación de Mario, se le hicieron mejoras al baño y sólo el cuarto de David, que no permitió que to-caran y que permaneció cerrado, quedó como esta-ba antes, desentonando con el resto de la vivienda.

---- ¡Van a pensar que soy un yupi!, exclamó Da-vid, entre broma y desconcierto.

No obstante, todos quedaron satisfechos con el cambio, sobre todo Teresa, que no había descan-sado hasta dejar aquello “decente”. Una vez ter-minado el trabajo, Teresa regresó a la casona, en la que la esperaba también mucho trabajo, y Da-

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vid y Mario pudieron descansar tomándose unas cervezas. El primero no dejaba de ver asombrado para todos lados, sobre todo impresionado por el librero de su amigo.

---- Oye, le dijo, ¿y para qué quieres tantos li-bros? ¿A poco piensas leerlos todos?

---- Desde luego, le contestó Mario, y no son todos, todavía me faltan muchos que tengo que ir comprando.

---- Debes estar loco, comento David, que tenía un terror sagrado a los libros y a todo lo que tuvie-ra que ver con estudiar y escuela. ¿Pues a qué te piensas dedicar en la vida?

---- Quisiera ser escritor, ensayista, o sociólogo. Tal vez me dedique a la enseñanza.

---- ¿Maestro?

---- Profesor.

---- Da igual, no debes estar bien de la chompe-ta, pero ya me encargaré yo de mostrarte lo que es la vida. Por ejemplo, las mujeres, que te aseguro que son más divertidas que los libros.

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Mario rió de buen grado y brindó con su amigo.

---- Más divertidas sí, le dijo, pero quién sabe si más interesantes.

---- Bueno, al menos podré presumir de que vivo con un sabio.

---- Nada de eso, tan sólo soy alguien que ama el conocimiento, un filósofo, un filósofo de barrio.

---- ¡Eres un idealista! Pero así me caes bien.

Rieron y bebieron, en el fondo un poco cohibi-dos, tal vez un poco asustados de cómo le harían para convivir siendo tan diferentes, pero confiados a las energías y a la magia de la juventud, que salta fácilmente sobre ese tipo de escollos. Por fin David, alegando unos asuntos pendientes, salió de la casa y Mario quedó solo, tratando de adaptarse a su nueva situación y preguntándose qué le depararía el futu-ro en este nuevo giro que tomaba su vida. Se enco-gió de hombros y se puso a acomodar sus notas.

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Una noche, cuando ya todos duermen, envuelta en el silencio, se despierta repentinamente la ma-dre de Edgar. La imagino sorprendida. Tiene la

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sensación de que vuelve de un largo viaje, un viaje por países y paisajes desconocidos, en los que ca-minó mucho, y se cansó en demasía; como si regre-sara de un sueño muy largo y profundo, del que apenas y recuerda algo, confuso y sin ilación, loco. Recorre con la mirada el cuarto en penumbras y por un momento no recuerda dónde está, ni quién es, no reconoce los muebles ni la habitación, ni, so-bre todo, la atmósfera que la rodea. Una punzada de angustia se le clava en la garganta y el miedo la paraliza. ¿Dónde está? No sabe si es la casa de su niñez, y sus padres duermen a un lado, o sí es la casa de Morelia, ella una adolescente y su herma-na duerme en la pieza de al lado. No se acuerda bien. ¿Dónde deberían estar las ventanas, donde la puerta? ¿Y los ruidos? No los reconoce. Ya desde niña solía despertarse así, repentinamente y con angustia, enferma de los nervios, decían sus pa-rientes. En Morelia, con su hermana casada, estuvo en tratamiento con un psicólogo. ¿Estaba ahí? No oía el canto de los gallos que vivían en el corral, y que cantan a toda hora, no sólo en la madrugada, como es fama. ¿Qué hora era? Poco a poco sus ojos se van acostumbrando a la luz tenue que entra por la ventana y empieza a volver en sí. Esta es su casa, se da cuenta, pero no aquella en la que pensó que se encontraba, en la que fue feliz, con su marido y sus hijos pequeños, sino en otra, en la casa nueva a la que se mudaron. ¿Cuándo? ¿Ayer? ¿Hace unos

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años? ¿Dónde está su marido? ¿Y sus hijos? Quie-re incorporarse, levantarse, ir a ver, pero está muy cansada. ¿Qué ha pasado? Ha estado enferma, sí, muy enferma, y su marido la dejó por otra. Empie-za a recordarlo todo con imágenes que se suceden rápidamente, una tras otra, sin mucho arte, como una filmación casera, con un dolor casi imposible de soportar. Sus hijos, su esposo, María, todos se le aparecen fielmente en su imaginación. ¿Pero ella? ¿Qué ha hecho ella en todo ese tiempo? No lo puede recordar con precisión. En cuanto intenta pensar en sí misma, todo se vuelve confuso, como si sólo hubiera estado soñando, imaginando, vi-viendo en un mundo de fantasías. Recuerda a sus padres y a sus hermanos como si todavía estuviera viviendo con ellos en la vieja casa de la colonia Del Parque, recuerda el jardín, el comedor, la cocina, su recámara, que compartía con su hermana ma-yor, todo como si fuera hoy. Se retuerce de dolor en su cama, de sufrimiento moral, de pena. Todo ha sido una tragedia, lo sabe, pensaron que ya es-taba curada, así lo dijo el médico, puede hacer su vida normal, dijo, la crisis ha pasado. Pero no era cierto. Y la dejaron casarse. Y ella no ha hecho nada para remediarlo, ha descuidado a sus hijos, ha per-dido a su marido, no se ha preocupado por nada, perdida en sus divagaciones, porque está enferma. Su esposo la dejó por otra también por su culpa. La cabeza empieza a darle vueltas y se esfuerza por

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no pensar más, por acallar su mente, por dejarla en silencio, limpia, blanca, en paz. ¡Ah, cómo desea la paz! La paz eterna. Pone atención en los ruidos de la casa, y en el silencio de la noche, trata de recor-dar el pasado inmediato, qué pasó ayer, qué hizo durante la semana, pero no lo consigue, sólo cua-dros, imágenes aisladas es lo que logra recuperar, mientras el pasado remoto lo recuerda nítidamen-te, como si fuera hoy. Trata de hacer otro esfuer-zo pero se rinde, cada vez menos puede dominar su mente, que la lleva por otros rumbos, al día de su primera comunión, con la iglesia toda blanca, adornada con flores, y las velas encendidas, los ci-rios, el desayuno en su casa, los tamales y el atole que comen todos los parientes, felices. Su madre tan contenta… Poco a poco su mente vuelve a ser un torbellino y ella solo quiere descansar, quiere paz, paz, y se vuelve a perder, la claridad se va es-fumando, pierde el orden de los años, lleno de fan-tasías que se mezclan con los recuerdos, y estos con los sueños, hasta que se queda dormida, vencida por el cansancio.

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Veo a Celia, en su recámara. Está esperando a que llegue Mario por ella para ir a pasear y a cono-cer su nueva casa, el departamento que comparte con David. Una vez más, ha tenido que rechazar

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la proposición de sus amigas para ir a conocer a unos muchachos en una pequeña reunión con dis-cos, cigarrillos y cervezas, lo que le costó una dura reprimenda, pues ya se estaban cansando de sus continuos desaires. Estaban molestas con ella por causa de Mario, al que conocían poco y no era del grupo, al que veían como extraño y el que, además, la estaba cambiando. Y Celia no sabía qué decirles, salvo que lo quería y no podía dejarlo plantado, que era un muchacho diferente, aunque no pudie-ra precisar en qué consistía la diferencia, salvo, tal vez, en que a él no le gustaban las drogas, ni beber, ni los reventones, incluso era enemigo de tales co-sas, a las que consideraba autodestructivas, y hue-cos a aquellos que las practicaban, gente impro-ductiva e inútil. “Oye manita, le decían sus amigas, eso se parece mucho a los sermones de mi papá. ¿Qué es lo que te está pasando?”. Sus amigas se reían de ella, y ella a su vez, sufría, porque se sentía entre la espada y la pared, en un dilema muy raro, pues pensaba que tanto Mario, como sus amigas, cada uno a su modo, tenían razón. ¡El reventón era malo, claro, pero era muy divertido! Quería salir con sus amigas, pero también Mario la atraía. Era muy bueno y noble y la trataba muy bien, sin saber que ella era una de esas personas autodestructivas, huecas e inútiles. Y ahora su padre había muerto de repente, se había quedado completamente solo y era su deber consolarlo y reconfortarlo, máxime

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cuando le había manifestado que ella era lo único que le quedaba.

En ese momento, un claxon la volvió de sus ca-vilaciones y asomándose por la ventana, vio que Mario había llegado. Tomó su bolsa y su suéter, y despidiéndose de su madre rápidamente, salió de su casa. Era una cosa extraña, podía pensar en mil cosas, buscarle mil defectos, aborrecerlo por privarla de sus antiguas costumbres y amistades, pero cuando lo veía, cuando estaba con él, todo se le olvidaba y el corazón le latía con fuerza. ¿Eso era amor? No lo sabía, pero nunca había sentido eso por nadie más. Y al mismo tiempo, se sentía turba-da frente a él, nerviosa, no sabiendo cómo hablar y, sobre todo, de qué. Junto a él se sentía muy tonta e ignorante, pero también muy consentida, tratada como alguien especial, no como un bicho más. En fin, pensó, aquí vamos.

Mario bajó de su auto, le dio un fuerte abrazo y un beso, le abrió la puerta para que entrara y em-prendieron el camino.

---- ¿A dónde quieres ir?, le preguntó Mario una vez en camino.

---- No sé, le contestó ella, a donde tú quieras.

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---- ¿Qué te parece ir al cine?

---- No me dan muchas ganas.

---- Todavía es temprano, pero, ¿tienes hambre?

---- Sí.

---- Entonces ¿qué te parece si vamos a cenar?

---- Me parece bien, dijo, deseando mostrarse menos cohibida.

---- ¿Cómo qué se te antoja?

---- ¿Qué tal un espagueti?

---- Estupendo. Aunque, ¿qué te parece si en lu-gar de un restaurante, cenamos en mi nuevo de-partamento? No soy muy buen cocinero, pero una cena estilo italiana la puedo intentar.

---- ¿En tu departamento?

---- Sí, para que lo conozcas. No te va a pasar nada, es sólo una cena.

---- No es por eso, me da pena con tu amigo.

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---- Ah, por él no te preocupes, llega siempre muy noche, además, ya le avisé.

---- ¡Míralo, qué sinvergüenza!, le dijo hacién-dose la sorprendida, ¿Cómo sabías que iba a acep-tar? Lo tienes todo bien planeado ¿no?

---- Oye, ¿por quién me tomas?, le contestó son-riendo, desde luego que lo pensé, además, ya lo habíamos planeado, ¿no?

---- Si, nada más estaba bromeando.

---- Bueno, entonces ¿qué dices?

---- Vamos pues.

---- Perfecto. Entonces, ¿sabes qué? Vamos pri-mero a un súper a comprar los ingredientes, pan, queso, la pasta, y una botella de vino.

---- ¿Por qué no unas cervezas? ¿O un ron?

---- Mira, qué liberada. Si quieres, pero yo lo de-cía porque con el espagueti viene mejor un vino blanco, que pondremos a enfriar.

---- Bueno, como tú quieras.

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Callaron y Mario se dirigió al supermercado más cercano. Nunca en su vida Celia había cena-do con vino, salvo en Navidad y Año Nuevo, pero nada más, y eso nada más en el brindis. No tenía la más mínima idea de la etiqueta en la mesa, lo que la hizo de nuevo sentirse mal, pero con ganas de aprender, de experimentar algo nuevo. Se acordó de la muerte de su padre.

---- Oye, y a propósito, le preguntó tímidamen-te, no sabiendo cómo abordar el asunto, ¿cómo te has sentido? Me imaginé que te iba a encontrar más abatido.

Mario se sonrió y le acarició la barbilla.

---- Ya estoy bien, los primeros días fueron los difíciles, pero la vida nuestra es así, tienes que ha-cerle frente a lo que venga. No te queda otra que resignarte. Además, hay que seguir viviendo y dejar que los muertos cuiden a sus muertos, como dijo Jesús. Te confieso que he sufrido mucho su muerte, pero es un sufrimiento que se debe llevar en silencio, interiormente. Por otro lado, trato de no pensar mucho en el asunto. Prefiero mirarte y pensar en el futuro.

Celia se quedó pasmada con aquella respuesta tan puntual y, sobre todo, con la salida del final.

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“¿Y ahora qué le digo”?, pensó.

Transcurrieron algunos minutos en silencio y por fin, después de pasar rápidamente por el sú-per, llegaron al edificio donde vivía Mario, oscuro y tétrico.

---- Ya sé lo que me vas a decir, dijo Mario.

---- ¿Qué?

---- Que cómo puedo vivir aquí, que mi vieja casa estaba mucho mejor.

---- Pues la verdad, sí, no es por nada; de entra-da no se ve nada acogedor el lugar.

---- Sí, pero ya adentro está mejor, ya verás.

Bajaron del auto y subieron las escaleras, me-jor iluminadas, y llegaron al piso. Mario abrió y se adentraron en el departamento.

---- Pues sí, dijo Celia, está mucho mejor aquí, pero lo que pasa es que te trajiste la atmósfera de tu casa a este lugar.

---- Dame tu abrigo y siéntate, pásale a la sala, en un momento estoy contigo.

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Mario se fue a la cocina y Celia se sentó en la sala, mirando con curiosidad los muebles y el decorado del departamento. Mario regresó con unos refrescos y puso música en el radio, música en inglés.

---- ¿No te gusta más la música en español?, le preguntó Celia, algo intimidada, pero resuelta a to-mar el control de la situación. No entiendo las le-tras en inglés y me gusta más la música mexicana.

---- ¿Mariachis, rancheras, boleros?

---- No, cómo crees. Eso estaría bien un 15 de septiembre. Algo moderno: Joan Sebastian, Em-manuel, Camilo Sesto.

---- No tengo discos de esa música. Puro rock en inglés, pero déjame buscarte una estación de radio, de AM.

---- Perfecto.

Mario sintonizó Radio Variedades y Celia que-dó muy contenta.

---- Ahora vente, acompáñame a la cocina y ayúdame a preparar la cena.

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Fueron a la cocina y Mario de inmediato se apli-có a la tarea, moviéndose con soltura entre las ca-cerolas y los sartenes, dándole indicaciones a Celia de lo que debía hacer con los ingredientes, el que-so, los vinos, el pan, la ensalada. Celia reía y estaba contenta, aquello parecía una fiesta y se divertía.

---- Óyeme, le dijo, mientras preparamos las co-sas, vamos a tomarnos unas chelas.

---- ¿Unas qué?, contestó Mario, que no oyó bien.

---- Una chelas, unas cervezas.---- Ah, sí, se me olvidaba que eres bien chelera,

le dijo y la abrazó y la besó en la boca.

---- Nada más de vez en cuando.

---- Pues sácalas, las puse en el refri.

Celia sacó las cervezas, las destapó y brindaron por el futuro y por su amor. “Lo que me gustaría ahora, pensó Celia, es darme un toque”, pero re-chazó el pensamiento por inoportuno.

Por fin estuvo lista la cena, pusieron la mesa en el comedor, con lujo de detalles, haciendo uso de la vajilla de Mario, y se dispusieron a cenar.

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---- ¿Con velas o con la luz eléctrica?, preguntó picarón Mario.

---- Mejor con la luz eléctrica, contestó precavi-da Celia, aunque, pensándolo bien, ¿por qué no? Suena divertido. A ver, ponte las velas.

---- Va a ser una cena romántica, dijo Mario, mientras ponía manos a la obra.

---- Órale, ya vas. Pero bájale tantito, dijo Celia, es nada más para hacerla más significativa. Que sea esta cena la inauguración de tu nueva vivienda.

---- Me parece muy bien, pues brindemos por eso, pero no con cerveza, con vino.

Y se sentaron a cenar. Pero antes, Mario se levan-tó a cambiar de música, quitó la estación de radio y puso un disco de música instrumental ligera, más adecuada para la atmósfera que se había creado.

Mario se había comportado todo el tiempo de una forma divertida y bromista, pero en realidad estaba aterrado, y no sabía cómo tratar a Celia. Se daba cuenta de que eran muy diferentes en gustos, costumbres y hábitos, y que pertenecían a mundos distintos, pero aún así la quería tener a su lado. No tenía ninguna experiencia con las muchachas y le

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preocupaba mucho la idea de que lo consideraran un tipo aburrido o ridículo, por lo que se mantenía en un tono alegre y despreocupado sin saber cómo serle interesante a Celia, por lo que dejaba que las cosas siguieran un curso normal y que la plática fuera espontánea. Después, ya se vería.

Por su parte, Celia estaba también confundida. Tanta formalidad la disgustaba, se daba cuenta de que Mario era un gran chico, pero decididamente muy “fresa” y algo atolondrado, muy ingenuo y sin ninguna experiencia con las chavas. Sería fa-cilísimo engatusarlo y hacerlo como ella quisiera, traerlo por la calle de la amargura y prácticamente comiendo de su mano, pero no se atrevía. Su ins-tinto le decía que ahí tenía un diamante en bruto, y que si alguna vez en su vida iba a aparecer un muchacho que valiera la pena querer en serio, es-taba ahí, frente a ella. Por lo que decidió seguirle la corriente y jugar a la cena romántica, sin compro-meterse a nada.

---- Estas muy guapa hoy, le dijo él.

---- Gracias, le contestó ella, que no estaba acos-tumbrada a las galanterías, sus amigos del barrio eran más bien brutales. Te quedó muy bien el de-partamento, aunque se nota que aquí viven perso-nas muy diferentes.

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---- De hecho así es. Y te he de confesar que ten-go algo de pena por venir a meterme aquí con todo y mis cosas, y, como quien dice, apropiarme del lugar, pero él me lo ofreció, y por otro lado, le con-viene, los gastos van a la mitad, lo que no le cae nada mal.

---- Tu amigo es muy raro. Ya ves, allá en la es-cuela no nos hacía ningún caso, y en los ensayos del grupo de teatro me daba un chorro de coraje. Sentía que nada más iba a burlarse de nosotros.

---- Sí, es extraño, pero tiene un gran corazón, y es muy inteligente.

---- ¿A qué se dedica?

---- Trabaja, no sé bien en qué, y anda meti-do en cosas raras. Lo vienen a buscar muchachos muy estrafalarios, vaguitos y viciosillos. Fuma marihuana que da gusto, y creo que se la vende a los chavos del barrio, pero no como trabajo, ya sa-bes, en pequeñas cantidades. A mí no me molesta que fume, pero si me saca un poco de onda que lo vengan a buscar.

---- Ten cuidado, no se vayan a meter en un lío. Si los cacha la policía, hasta tú vas a dar al tambo.

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---- Sí, he pensado en eso, ya hablaré con él de estos asuntos. Pero ahora pensemos más bien en nosotros. ¿No crees?

Se ruborizaron ambos y siguieron un rato co-miendo en silencio, escuchando la música y pensan-do de qué carambas hablar, con el alma en un hilo.

---- ¿Y ahora qué piensas hacer?, preguntó de pronto Celia, encontrando un tema interesante, ¿a qué te vas a dedicar?

---- Por lo pronto a disfrutar de las vacaciones, ¿no?

---- Sí, claro, pero, ¿después?

---- Bueno, pues por lo pronto, como ya sabes, voy a vender mi casa, y eso me va a dar lata un buen rato.

---- Oye, ¿y no te da pena deshacerte de ella? Digo, ahí has vivido toda tu vida.

---- Sí, claro, pero se me hacía más penoso vivir en ella. Se me hizo ya muy grande y muy sola, lle-na de tristeza, y de fantasmas…

---- ¿Y piensas vivir mucho tiempo aquí?

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---- No, no mucho, sólo mientras me decido por una carrera. Tengo muchas ilusiones al respecto. Creo que lo que más me gusta es estudiar y escribir.

---- ¿Escribir?

---- Sí. Tengo planes de escribir algunos libros, pero todavía no sé bien sobre qué. Me interesa la historia, la sociología, la psicología y esas cosas. Y también la literatura, desde luego. Todo lo que trate sobre el ser humano. Quisiera escribir sobre temas sociales, sobre las injusticias, la desigualdad, la pobreza. ¿No ves cómo vive el pueblo? Noso-tros estamos aquí, cenando muy sabroso, pero allá afuera hay gente que no tiene ni para comer.

---- Pero eso no se puede cambiar, dijo ella. Siempre ha sido así.

---- En eso estoy de acuerdo. Yo creo que sí se puede cambiar.

---- ¿Y cómo?

---- He pensado mucho en eso. Creo que el pro-blema radica en la ignorancia de la gente, si pudié-ramos llevar la educación a todos, la luz, ¿sabes? A cada cerebro, luchar contra la oscuridad en que viven. La luz contra la oscuridad. ¿Qué te parece?

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---- Eres muy idealista.

---- Precisamente. Hay que tener ideales, si to-dos nos dejamos llevar por la corriente, sin oponer resistencia, pues nos vamos al hoyo, ¿no crees?

Callaron un momento, mientras comían. Celia, sin saber por qué, sentía un vago malestar, se sen-tía a mil años luz de Mario, sobre todo cuando ha-blaba así. Se daba cuenta de que Mario tenía razón, sólo que a ella esas cuestiones no la inquietaban, ni siquiera le interesaban, más allá de la escuela, y por obligación, y eso la hacía sentirse inferior, sí, esa era la palabra, sentirse menos. Ella no tenía ideales tan bonitos, y los pobres le importaban un pito. Sólo le importaba que la vida fuera disfruta-ble. Era mucho más egoísta que él. No estaba se-gura de poderle seguir la corriente mucho tiempo.

---- ¿Y tú?, le preguntó él, ¿qué quieres estudiar?

---- Lo he pensado largamente, no creas, y estoy segura de no querer estudiar ninguna de esas ca-rreras aburridas: leyes, medicina, administración. A mí lo que me interesa es la actuación. ¿Sabes? Quisiera estudiar teatro, ser actriz, dedicarme a la farándula. Los escenarios me enloquecen.

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---- Ya lo vi en la escuela. Eres muy buena actriz, la mejor. Pues mira, ya tenemos algo en común, el arte. Yo escribo las obras y tú las actúas.

---- Puede ser.

Siguieron cenando y Mario levantó su copa.

---- Brindemos por nuestro futuro.

---- Brindemos, dijo Celia.

Ya se quería ir.

---- Y en tu casa, ¿cómo van las cosas? Casi no me platicas nada de tu familia.

No pudo evitar un gesto de desagrado. Hablar de su situación familiar, o sólo pensar en ella, le causaba un vivo malestar. Pero también sabía que la pregunta era inevitable. Podía hacer una de dos cosas, o mentir descaradamente, fingiendo que todo iba a las mil maravillas, o decir la verdad. Optó por la segunda opción.

---- Van mal, dijo adoptando una actitud de franqueza, sin dolor, sin pena. Mis papás están cada vez más distantes, y mi madre más histérica y amargada, diría yo, o desilusionada, que viene

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a ser lo mismo. Si sigue así pronto van a tronar. Y lo peor es que nos hacen la vida insoportable a mi hermano y a mí. Enrique ya hasta quiere irse de la casa.

---- Qué lástima, comentó Mario, arrepentido de haber tocado el tema, pero ustedes podrían ayudar-los, los hijos pueden ayudar mucho en esos casos.

Celia no quiso adentrarse en una explicación a fondo de cómo eran sus relaciones con su madre, de sus ínfulas de grandeza, de sus sueños despro-porcionados de riqueza y abolengo, y cosas por el estilo. Ni tampoco un juicio sobre su padre, al que consideraba una buena persona, un lindo papá, pero débil de carácter y mediocre, en el fondo, un empleado que nunca iba a salir de perico perro, aunque ganara bien. Ni tampoco hablar de los vi-cios y aficiones, de ella y de Enrique, que contra-riaban tanto a su mamá. Hablar de eso equivalía a romper con él. Que, bien miradas las cosas, sería lo mejor que podía hacer, aunque lo quisiera mucho. Prefirió irse por el lado intrascendente.

---- Lo intentamos, respondió al fin, pero son broncas que viene de hace ya muchos años; el he-cho es que son personas que no tienen nada en co-mún. Yo le ayudo a mi mamá con los quehaceres de la casa y en el cuidado de mi hermanita, de Pili,

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que es un amor, ya la conocerás. Pero ni así está contenta. Ella quiere lujos, autos, joyas, una casa con alberca, rozarse con la crema y nata de la socie-dad, y tonterías de esas. Y mi papá no puede darle eso. Además, yo sospecho que tiene otra señora, y a lo mejor hasta otros hijos.

---- ¿No me digas? ¿Estás segura? Pero bueno, olvídate de todo eso por ahora. No sé por qué to-qué el tema. Mejor saquemos el helado del refri para el postre. ¿Quieres?

Celia dijo que sí y cambiaron de frecuencia, ali-gerando el ambiente, que se había puesto pesado. Se sirvieron helado, bromearon, volvieron a brin-dar varias veces y entonces Mario le propuso pasar al sillón a oír música y tomar café.

Se sentaron en el mullido sillón, cambiaron la música de nuevo, y se sirvieron café, y entre plática y plática, Mario la acercó a sí y comenzó a besarla en la boca, apasionadamente. Celia, al principio, quiso rechazarlo, pero después, poco a poco, fue respondiendo a sus besos, y ya la situación estaba subiendo de tono y de tempera-tura, cuando oyeron unas llaves en la puerta, y esta se abrió para dar paso a David, que regresa-ba a casa. Apenas tuvieron tiempo para recom-ponerse y sentarse adecuadamente en el sillón.

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David se quedó un momento descontrolado al ver la mesa, las velas, y el ambiente a media luz de la estancia.

---- Perdón, dijo, pensé que ya no habría nadie.

---- No tienes de qué, dijo Mario poniéndose de pie y encendiendo la luz de la estancia, acabamos de cenar y estamos tomando café. ¿No quieres ce-nar? Hay bastante comida todavía en la cocina.

---- No, gracias. Ya me eché unos tacos en la ca-lle. Lo que quiero es acostarme, vengo rendido.

Sin saber cómo conducirse se acercó a la sala y saludó a Celia, muy serio y colorado, molesto por tener que adoptar modales muy alejados de su for-ma de ser habitual, mucho más informal y mucho menos educada.

---- ¿Qué tal, Celia? ¿Cómo estás? Espero que te haya atendido bien este monigote.

---- Oh, sí, muy bien, gracias. Es muy buen coci-nero, ¿sabías?

---- Sí, ya he probado alguno de sus menjurges, pero poco, casi no como en casa.

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Celia se quedó también un poco cortada y avergonzada de lo que pudiera pensar David de la situación en la que los encontró, pero sin de-jar de pensar que era muy guapo, no precisamen-te bonito, sino varonil, y vestido de una manera más atractiva para ella que Mario, que vestía de pantalón de casimir y camisa de manga larga muy elegante. David iba de jeans, con una camisa cualquiera y una chamarra también de mezclilla, mucho más parecido a los muchachos a los que estaba acostumbrada.

---- Bueno, pues buenas noches, dijo David diri-giéndose a su cuarto, y sin dejar de notar a su vez que Celia era muy bonita, no precisamente finita, pero si guapa, de grandes ojos y muy femenina. Me voy a dormir.

---- Nosotros también ya nos vamos, dijo Celia. ¿Verdad Mario? Mucho gusto en saludarte.

---- Pues hasta luego, pues, dijo David y se me-tió a su cuarto.

Quiso ayudar a Mario a levantar la mesa pero este se negó alegando que ya lo haría más tarde, se pusieron los sacos y salieron dejando todo a oscu-ras. Celia se quedó ensimismada, pensativa y por tanto silenciosa. Mario le propuso ir todavía a otro

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lugar, a escuchar música en vivo o a bailar, quizá, pero Celia se negó diciendo que estaba muy cansa-da y que prefería irse a dormir.

En el camino de regreso casi no hablaron y Ma-rio, pensativo, intentaba descubrir por qué Celia cambiaba tan rápidamente de humor, pues al prin-cipio había estado sonriente, cálida y cariñosa, y al final, la sentía fría y distante. Llegaron a su casa y Celia le recordó que el sábado siguiente era la fiesta de cumpleaños de una de sus amigas y que esperaba que fuera con ella, para que conociera mejor a sus amigos de la colonia. Se despidieron, y mientras Mario en el camino de regreso pensaba en que la próxima vez que salieran trataría de acla-rar todas sus dudas, Celia subió a su cuarto y ahí la veo, con los ojos de la imaginación, tendida en su cama y llorando desconsoladamente. Pensaba en su vida, en su familia, en sus amigas, en el conflicto en que la había metido su relación con Mario.

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Otra noche, después del trabajo, imagino a Da-vid llegar a su departamento. Abre la puerta y al entrar, vuelve a tener esa sensación de extrañeza que lo asalta a cada momento desde que Mario vive con él. Tiene la sensación de vivir en casa ajena, pues todo tiene ahora el sello de la personalidad

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de su amigo. Todo ordenado, todo limpio, todo en su lugar, muebles finos que hasta da miedo tocar, cuadros famosos que lo escaman muchísimo y una atmósfera a la que no está acostumbrado. Se mete a la cocina y saca una cerveza del refrigerador. Está cansado, pero tiene una cita con la banda y además es viernes, por lo que sería un crimen quedarse en casa. Se mete a su cuarto, después de comprobar que Mario no está en el suyo, y busca en su closet su guato de mota, a la que adora. Separa un poco para llevar con la banda y se hace un toque para fumarlo antes de salir. Prende la televisión y se sienta en la sala para encender su toque, cuando de pronto lo asalta la idea de que Mario puede llegar más tarde con Celia, su novia, que por cierto está muy buena, y que sería muy mala onda dejar todo apestando a grifa. No sabe qué hacer de momen-to, y por fin se decide a meterse al baño y fumarse su toque en el espacio para la regadera, asomado por la ventana, lo que le produce una interior ver-güenza, la sensación de estarse escondiendo. ¡En su propia casa! Mientras se fuma el toque, se pone a pensar en qué fue lo que lo motivó a proponerle a Mario vivir en su casa, si en realidad no tienen nada en común. Había algo raro en todo eso, una especie de fascinación que le producía su amigo, desde que lo conoció en la prepa; como sí, a pe-sar de las diferencias, tuvieran mucho en común, o como sí Mario fuera una especie de otro yo suyo,

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un yo posible, una sublimación de sí mismo. Algo había ocurrido el día que se lo encontró en el pan-teón y se enteró de que acababa de enterrar a su padre, de que se había quedado sólo. Sí, se sintió obligado a ofrecerle su hospitalidad, tal vez por su propia soledad, porque comprendía la soledad de su amigo como él la había sentido cuando mu-rió su madre. ¡Su madre! Terminó el toque, cerró la ventana del baño y salió a la sala, atacado por una intensa emoción. Desde que murió el padre de Mario recordaba a su madre a cada momento, con gran viveza. Al comprender lo que estaría sin-tiendo su amigo, se había avivado su propio sen-timiento, con tanto esfuerzo soterrado, con tantas luchas internas aparentemente olvidado. Los ojos se le humedecieron y sintió rabia, no le gustaba ablandarse, lo creía humillante, propio de hombres débiles, y él no debía ser ni débil ni sentimental, al contrario, él era un poca madre, un desmadre, un sin madre. Ahora veía claro, por ella es por lo que había ofrecido su compañía al nuevo huérfano y había caído en sentimentalismos. Al mismo tiem-po, la mota, que afina el espíritu y la percepción, le hizo caer en la cuenta de que Mario era como su madre hubiera querido que fuera él, por eso había trabajado tanto, por eso se había sacrificado hasta la muerte en la pobreza para darle una educación, y hasta en su muerte le hizo prometer que termi-naría la prepa y sería “un hombre de bien”. Y le

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había fallado, por lo menos en parte, en aquello de ser un niño bonito. ¿Y ahora qué? Apreciaba a Ma-rio, incluso hasta lo admiraba, pero ya empezaba a estorbar su vida, su propia intimidad, su liber-tad, ya no podía hacer lo que se le diera la gana, como ahora, escondiéndose de su amigo como si fuera un delincuente, cuando hasta la policía le daba risa y le pelaba los dientes; escondiéndose, en el fondo, de sí mismo, pues estaba solo. Y lo terrible era que Mario no tenía culpa de nada de todo eso, era inocente, como una blanca paloma. Él era el negativo, el vicioso, un negro cuervo que se revolvía ante alguien como Mario, que lo único que poseía era un espíritu sano. Blanco y Negro. Y se tenía que esconder. ¿Qué seguía? ¿Esconderse siempre? Desde luego que no, tendría que hablar con Mario y dejarle bien claro que en su casa se iba a fumar mota y a chupar alcohol y a meter viejas y todo lo que él quisiera. Aunque, sin confesárselo, sentía temor, le preocupaba lo que pensara Mario de él, de la misma manera que le importaría lo que pensara su madre, si viviera. ¿Era lo que era o no era el que era? Se levantó confuso y rabioso. No le gustaba dudar de sí mismo, se estaba achicando. Su amigo, con su sola manera de ser, lo estaba me-tiendo en problemas. Necesitaba a la banda, a sus iguales. Tomó su chamarra y salió presuroso del departamento.

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Mario atravesó el patio de la fábrica de clavos, tornillos y derivados, como lo hacía desde niño, to-mado de la mano por su padre. Como siempre, el estruendo de las máquinas, las voces de los obre-ros y el movimiento de los empleados, le produ-cían una sensación agradable de trabajo fecundo y creador, de vida verdadera. El olor a aceite quema-do, que las máquinas tragaban como monstruos, para poder digerir las planchas de metal que trans-formaban en secciones más pequeñas, hasta con-vertirlas en cilindros de diferentes tamaños, y des-pués pasarlos a otras máquinas que los convertían en clavos, tachuelas, tornillos, tuercas, rondanas, chinches, pijas y un sinnúmero más de productos ferreteros, lo cual le producía siempre asombro y maravilla. La inventiva humana, la fuerza de tra-bajo, la circulación del capital y la conciencia del proletariado, pensó. Todo aquello era parte de su educación y de su propia convicción: conside-rar el trabajo como la actividad fundamental del hombre, la esencia de su existencia. Aunque, más en el fondo, veía también algún rastro de degra-dación, de rutina monótona, deshumanización y explotación, las dos caras del capitalismo. Pero se callaba la boca, no así su conciencia. Y no obstante, los obreros eran como niños, y los empleados, ya antiguos, parecía que formaban una gran familia.

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Pasó primero por el patio de descarga, donde los camiones entregaban la materia prima, el metal, necesario para la producción, y los insumos para las máquinas. En cuanto lo vieron, fue saludado por los choferes y los cargadores más antiguos, con los que cruzó breves palabras. Aquellos hombreto-nes gruesos y sudorosos lo querían a su manera, a pesar de su físico delgado y su aspecto de maestro de escuela, aunque fuera el hijo del dueño, pues lo conocían desde pequeño, cuando con ojos enormes les hacía miles de preguntas sobre el trabajo, que observaba con gran interés.

---- Serás un buen patrón, le decían. Mira cómo se interesa por la marcha de las cosas, comentaban después entre ellos.

Pero Mario no habría de ocupar el lugar de su padre. Por eso se sintió un tanto confundido y no supo qué contestar cuando los trabajadores le pre-guntaron que si ya venía a trabajar con ellos.

---- Aún no, contestó evasivamente, tengo in-tensión de estudiar todavía algunos años.

---- Pues estúdiele joven, le contestó un chofer enorme, de gruesos brazos y oscuros bigotazos, us-ted que puede, aprovéchelo. Qué más hubiera yo querido para mi hijo. Pero mire, allá está el Felipe

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trabajando con la máquina ocho horas diarias, y en ocasiones hasta horas extras.

---- Le ayuda más a usted trabajando, se aventu-ró a decir Mario.

---- No le queda otra, no crea. Es el mayor, y en la casa somos muchos.

Y el hombre sonrió para alivianar el peso del reproche que llevaban sus palabras. Mario pensó de nuevo en la pobreza, en la explotación, en la ig-norancia del pueblo. Sonrió a su vez y con la mano hizo un gesto de despedida a aquellos hombres y se dirigió hacia la nave de la fábrica.

Se encontró primero con los laminadores y, entre los hombres que trabajaban, grasosos y su-dorosos, se encontró con Felipe, que lo saludó desde lejos, atento a su máquina, que podía cor-tar dedos. Ya había pasado el tiempo, aún no le-jano, en que corría con él por la fábrica haciendo diabluras, cuando no les interesaba ser a uno el hijo del dueño, y al otro el hijo de un chofer. Aho-ra algo intangible los separaba. Se saludaron con gusto, sin embargo, aunque Felipe visiblemente cohibido. Mario siguió su camino a través de las máquinas: cortadoras, flejadoras, perforadoras, empaquetadoras, con las hormigas humanas dan-

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do vueltas a su alrededor, atendiéndolas celosa-mente, como a la hormiga reina, atentos a que ex-cretara sus valiosos huevos de metal puntiagudo y de rosca sinfín. Llegó por fin al final donde el producto se depositaba en enormes contenedores, listo para ser etiquetado y enviado a su punto de venta, de donde saldría para su nueva tarea: ayu-dar a construir un mundo. Un círculo incesante de producción y consumo, trabajar y comprar.

Subió por unas escalerillas y llegó a la zona de oficinas, saludando a los empleados. Don Carlos lo esperaba en su despacho. Antes de llegar a él, pasó por la oficina de su padre y se detuvo un instante, abrió la puerta y confirmó que todo había quedado intacto. Ahí estaría él, saludándolo desde su escri-torio los días en que iba a visitarlo saliendo de la escuela, para comer juntos, con su sonrisa. Ahora estaba sola, con el peso de su ausencia, aguardan-do a ser removida, cambiada, remodelada, trans-formada, o a que la ocupara él, cosa que no suce-dería nunca. Siguió adelante y llegó al despacho de don Carlos, que ya lo esperaba, teniendo que espe-rar, sin embargo, unos instantes para poder entrar, pues estaba atendiendo a varios proveedores.

Mientras tanto, Mario se entretiene observando los cuadros que decoran la recepción, adquiridos por don Carlos en sus viajes, se acerca lentamente

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un viejecillo perfumado, bien vestido, de aspecto anticuado, envuelto en pulcra elegancia de tiem-pos ya idos y llevando bajo el brazo un fino porta-folios de piel. Se presenta como el licenciado Mar-tín Cazares del Campo y Fuentes, abogado de la empresa, hoy a título de abogado de don Mario. De inmediato Mario hijo voltea a verlo y le da un vuelco el corazón. En ese portafolio va el testamen-to de su padre. Sin saber exactamente por qué, se sintió lleno de vergüenza y se alejó discretamen-te, para evitar que la secretaria llegara a presen-tarlos. El testamento significa la herencia y esperar herencia es una vergüenza, pues es lo logrado por un hombre, para dárselo a otro u otros que no han hecho nada para merecerlo, pensó. ¿Cómo ser ver-daderamente un hombre, si no podía valerse por sí mismo? Se avergonzó secretamente ante David, que sabía mantenerse a sí mismo, ante Felipe, que luchaba diariamente con la máquina devoradora, allá abajo, y ante toda la gente fuera de esos mu-ros que se enfrentaba a la vida sin esperar heren-cia alguna. Y él dependía enteramente de lo que su padre había logrado dejarle. Era parte de su educación el aceptar como un hecho natural, re-flexionaba, el mantener su posición privilegiada, precisamente por efecto de esa herencia. El sueño de todo buen burgués, y de todo sinvergüenza y crápula, de todo vividor corrupto. Pero él sabía ín-timamente que aquello no era más que ser cínica

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y egoístamente un parásito, y que sus privilegios tendría él que pagárselos un día al pueblo que los hacía posibles. “¿Por qué no, pensaba, renuncio a la herencia, y que con ese dinero construyan una escuela para que estudien los hijos de los obreros, como Felipe?” “¿Por qué no?” Tenía la boca seca y le sudaban las manos. La respuesta era clara: por-que si lo hacía se moriría de hambre. Era aún muy joven y no estaba capacitado para trabajar. “Pero podías trabajar en un empleo humilde”, le decía su conciencia. Pero él no era humilde, no quería ser obrero, ni barrendero, ni empleado. Quería ser un escritor, un profesor, para retribuirle al pueblo la posición que usurpaba, le decía su ego. ¿Pero re-tribuirle qué? ¿Cultura? ¿Ideas? ¿Conocimientos? ¿Servían para algo los intelectuales? Quería ser escritor, pero no estaba seguro de que el pueblo hiciera caso de ellos o que pudiera hacer caso de ellos. ¡Había aún miles y miles de analfabetos! En-tonces, ¿para quién escribir? ¿Para gente como él? ¿Para otros escritores? La maestra de literatura de la prepa, le había dicho que en México, un proble-ma de la literatura, era que los escritores escribían sólo para ser entendidos y apreciados por otros es-critores, que entre ellos se adulaban y premiaban y que el pueblo lector no les importaba. Empezó a sentir de nuevo la inseguridad y la desesperanza se apoderaba de su alma, cuando el Dr. Figueroa se acercó con sus grandes voces y le presentó al licen-

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ciado perfumado y elegante, salido del armario de otra época. Se saludaron y entraron enseguida al despacho de don Carlos, que los recibió sonriente y disculpándose de haberlos hecho esperar.

Se sentaron todos cómodamente, y el licenciado sacó de su portafolio los documentos del testamen-to. Pero Mario, aunque escuchaba, ya no estaba ahí. Miraba por la ventana las chimeneas humeantes y pensaba en el terrible y duro mundo de allá afuera, tan diferente del seguro y cómodo despacho en el que se protegían sus intereses, y en el que le in-formaban que su padre le dejaba su participación como socio en la fábrica, su casa, dinero en el ban-co, coches y objetos de valor que juntos formaban una enorme suma que lo colocaban fuera del mun-do que veía por la ventana. Desde un punto lejano, se enteró de que su padre le había dejado un sobre que contenía un mensaje que deberían entregarle a su hijo al morir. Don Carlos, emocionado, se lo entregó y Mario sintió curiosidad por saber lo que su padre, desde la muerte, podría decirle. Quizá usted se lo imagine, comandante. Tal vez una espe-cie de confesión de ultratumba. Se guardó el sobre para leer su contenido en otra ocasión, a solas. La lectura del testamento terminó y entonces don Car-los le comunicó, en calidad de socio y actualmente, único director de la empresa, que la fábrica, para poder mantenerse frente a la competencia, se iba

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a fusionar con una firma trasnacional, lo que haría que las acciones de Mario subieran más aún. Esa operación lo colocaba a resguardo de toda even-tualidad y le permitiría a Mario vivir de sus rentas, dedicarse a estudiar, viajar, casarse, o hacer lo que deseara con su vida en un futuro inmediato. En fin, que todo dependía de él. Mario, casi mareado, tra-gó saliva y tomó la palabra:

---- Todo eso está muy bien, queridos amigos, sólo que yo no puedo aceptar tanto dinero. Es una responsabilidad social que no puedo sostener.

---- ¡Pero eso es lo que deseaba tu padre! – le dijeron al unísono el Dr. y don Carlos, un tanto amoscados.

---- Así lo estipuló su padre, dijo el viejillo anticuado.

---- Estoy de acuerdo, dijo Mario, pero es mucho dinero y yo no necesito tanto para vivir, además, he de trabajar algún día. Por lo tanto, dispongo, si me hace favor, licenciado, don Carlos, que las tres cuartas partes de ese dinero vayan a un fondo, por medio del cual se dote con becas de estudio a to-dos los hijos de los obreros de esta fábrica que lo soliciten, en todos los niveles, incluyendo libros y material de estudio, y que si trabajan aquí, como

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es el caso de Felipe, que conozco desde niño, se les permita estudiar y trabajar. Que se establezca un comedor gratuito, y otras cosas que ya pensa-ré. Con la cuarta parte que queda tengo más que suficiente para mí. Cuando termine mi carrera y empiece a trabajar, ya veremos qué se hace con ese dinero. Eso es todo lo que pienso.

Todos se quedaron estupefactos y creyeron por un momento que Mario, o era idiota o estaba loco. Pero después recobraron la calma y comprendie-ron que Mario era así, que era un idealista, y que lo que pedía era muy noble y lo honraba, era opor-tuno y justo, completamente descabellado en el medio capitalista del país, pero generoso. Decidie-ron no decir más por el momento y Mario, atolon-drado, pero interiormente satisfecho y gozoso, no quería otra cosa más que salir de ahí lo más pronto posible para respirar y pensar a sus anchas. Se des-pidió, y en el camino de regreso a la salida, se pre-guntó que le dirían David y Celia al enterarse que había renunciado a la mayor parte de su herencia. Prefería mantener silencio sobre el tema. Pasó de nuevo por la nave, y antes de salir a la calle, salu-dó con la mano a Felipe en señal de despedida sin sentir vergüenza.

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CAPÍTULO TRES

(E-mail 14 a 19)

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Estamos de nuevo en el fondo del infierno, en el corazón del barrio de los “Chochos Plus Band”, un barrio de baja estofa, de bajos fondos, un ba-rrio de clase baja, de tenderetes y vendedores am-bulantes, de mercado apestoso y parque sucio, de iglesia descascarada y pobre, dedicada a San Juan Bautista. El que no conoce una Fabela brasileña, o una Chabola argentina, se puede sentir recom-pensado si conoce un barrio pobre de la ciudad de México, barrios que en el pasado fueron pintores-cos pueblitos folklóricos, de rústico paisaje, pero que se tragó la inmensa ciudad, y de prado rural pasó a ser arrabal urbano de calles sucias, llenas de basura; que cuando llegan las consabidas lluvias, causa inundación, lo que provoca que el sucio pa-rroquiano le endilgue la culpa al gobierno, como es costumbre en México, cuando son los propios habitantes, con sus sucios hábitos, los causantes

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del mal; barrio de casas pobres, despintadas, que crecen cada año de piso, y se quedan en obra ne-gra, mal diseñadas y peor construidas, que deben dar cobijo a una población que se reproduce como cucarachas; barrio de callejones, callejuelas, calles torcidas y escabrosas, de pasadizos peligrosos, de rincones que es mejor evitar para no encontrarse con los malvivientes; barrio de noches alumbradas por los focos de los mil puestos de tacos y fritan-gas, de mil variedades, que se acomodan en cada esquina, dando lugar a aglomeración de niños, va-gos, señoras greñudas en delantal cochambroso, taqueros sudorosos y perros roñosos.

Cuando digo que es el infierno, no es ninguna metáfora literaria, pues literalmente lo es, y en gra-do sumo, para el que no está acostumbrado a esos lugares populares. Nuestro barrio está atravesado por una calzada que lo parte a la mitad y que la gente llama “La Calzada de los Muertos”, aunque aquí no se conviertan en dioses, como en Teotihua-cán, y que lo cruza de norte a sur. En el centro hay un parque que alguna vez fue hermoso, con sus bancas y farolillos, ahora semi destruidos por los vándalos que recorren las calles en las noches calu-rosas; en el parque destaca en un extremo un kios-co miserable, en cuyo interior orinan y defecan los teporochos, borrachines y demás escoria del capi-talismo dependiente latinoamericano, y en el otro

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extremo, la iglesia, un poco más limpia debido al respeto que aún les inspira la casa de Dios, pero de todas maneras abandonada a la buena del señor, de Atrio lleno de basura y Ábside desconchado, un campanario algo chueco y puertas de madera con tremendos hoyos causados por las ratas. Este es el parque, donde los domingos y días festivos, des-pués de la misa, la gente se reúne, los niños juegan y se venden globos, panes consagrados, algodones azucarados y las consabidas fritangas y tacos, in-evitables en la ciudad, que es, sobre todo en la ac-tualidad, una verdadera taquería ambulante. A los lados de la calzada, a Este y Oeste, se desprenden perpendiculares las calles, callejuelas y callejones con nombres tan evocadores como “Callejón del diablo”, “Callejón de la muerte”, “Callejón de las cruces”, “Callejón de las ánimas”, etc., no siempre rectas y bien alineadas, sino más bien curvas, tor-cidas y semi circulares, con rincones oscuros poco recomendables, sobre todo de noche. En la época en que trascurre esta historia, el alumbrado públi-co dejaba mucho que desear, de luz amarillenta y pálida, con postes bajos, muchos de los cuales te-nían sus focos rotos o fundidos. Una panadería, la maderería, una fábrica de chocolates que apesta-ba el aire en las noches, la farmacia “El milagro”, donde atendía Eulalio y le vendía sus chochos a la banda, varios comercios de comida, una clíni-ca mal parida, varias “tienditas de la esquina”, de

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abarrotes mal surtidos y otros negocios de género dudoso, entre ellos la cantina, los pulques finos y tepaches, nidos de malnacidos, delincuentes y asal-tantes a mal y mejor, en busca de un parroquiano desprevenido a quien desplumar. De vez en cuan-do una patrulla vieja y destartalada daba sus ron-dines con los policías ebrios en su interior, y pare usted de contar. Entre las calles y callejones, casas y casuchas, y desde luego, toda una variedad de vecindades de todos tamaños y calidades, desde la más miserables hasta las que tenían sus patios pavimentados y agua corriente. Añadamos el cine de tercera, el hotel de cuarta y tenemos dibujado en la imaginación nuestro barrio a la mitad de los años setenta. El infierno en toda su expresión; una muestra del desarrollo logrado por la industriali-zación mexicana.

Pues bien, en una de esas vecindades, de me-dio pelo, ni muy miserable ni de las mejor dota-das, estaba la vivienda de “Los amigos del 10”, donde estaban reunidos, una vez más, los “Cho-chos Plus Band”.

Pero no todo es tristeza. No. También hay ale-gría, pues los demonios y diablillos que viven en aquel infierno no conocen otra cosa, y para ellos revolcarse en la tierra y el lodo, como hacen los ni-ños en el patio de la vecindad, es lo más normal,

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correteando casi desnudos entre la pileta y las es-caleras, entre la calle y su vivienda, mientras sus madres, después de un día de trabajo doméstico de cocinar, lavar y planchar, muchas veces ajeno, se reúnen en el zaguán para platicar y contarse los chismes del momento; mientras Cholita, la anciana del 24 atiende su puesto de fritangas, a la puerta de la vecindad, alumbrada por un foco que cuelga en la pared, haciendo quesadillas y sopes para los pa-rroquianos que buscan mitigar su tedio cotidiano saliendo un momento de sus casas a ver qué ven. Y lo que ven es a Felicidad, la prostituta del 15 que sale, como todas las noches, muy limpia y bañada, a buscar sus clientes, oliendo a colonia y lista para lo que venga.

En el interior de la vivienda número 10, Gerar-do se forja un toque y esconde en su ropa unos car-tones para vender, un pedido de unos licenciados, mientras Enrique y Ramón platican tomándose una “Caguama” espumosa.

---- Me cai que no te cases nunca, mi buen, le dice Ramón a Enrique, que lo escucha mientras se fuma su carrujo, ya impaciente con la plática de Ramón, que es una verdadera obsesión que ya tiene hasta la madre a la banda. Está re cabrón. Mírame a mí, si nomás se trata de pura chinga. O si te casas vive sólo, en tu casa; ya ves, te lo digo yo que vivo en

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casa de mis suegros. No, así sí está pendejo. Todo mundo cree que te puede mandar. Ya con tu vieja esta del hule, ora agrégale a la suegra que es más cabrona, que Ramón es un huevón, que no gana suficiente, que nomás se la pasa tomando. Mira, le dice a mi ruca, como te tiene vestida, nosotros te te-nemos que ayudar, que es un vago, un vicioso, que anda con puro malora. No saben, claro, las chingas que me paro, y lo chida que es la banda. Y el que manda es mi suegro, ese es el jefe. Llego yo y la quiero hacer de pedo con mi vieja por algo, por lo que sea, por el niño o por algo, para demostrar mi hombría, ¿no?, pero si está mi suegro no le puedo decir nada, pero nadita de nada, y todo el coraje me lo tengo que tragar, o me espero a que no esté y entonces si le pongo sus chingadazos a mi vieja, por cabrona. Aunque es muy linda. Luego el viejo llega pedo y a su vieja si le pone en su madre, nada de que se le pone al brinco. Y a mí ya me trae aso-leado con las letras del taxi. No, si te digo que es una chinga.

---- Órale, pos date un toque, le dice Enrique, para que le cambies a la estación. Ya nos tienes has-ta la madre con tus quejas, pinche Ramón.

---- Está cabrón, me cae, está cabrón, sigue di-ciendo Ramón con el humo contenido del toque. Me cai que si no fuera por mi hijito que está toda-

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vía muy tiernito, ya los hubiera mandado a todos al carajo.

---- Bueno, ya estuvo, ¿no?, dijo Gerardo, nos vale madres tus broncas, cabrón, y nomás no men-ciones de nuevo al pinche Denis porque te pongo en tu madre, y si te vuelves a quejar me cai que te llevamos a Cuemanco y te echamos al canal con una piedra al cuello, re cabrón.

Pero Ramón no oyó, o se hizo el que no oyó y siguió con su letanía. Hay que entender que estos seres, casi infrahumanos, como usted sabe mejor que yo dada su experiencia como policía, coman-dante, tienen pocas ideas, o casi ninguna, y que es fácil que las situaciones de su vida, nada nor-males, se conviertan en obsesión, máxime si son, como Ramón, borrachos, mariguanos y drogadic-tos. Muchos de ellos acaban locos y con una idea fija clavada en el cerebro.

---- No, si me cai que yo era re feliz con mi vie-ja. Me gusta un chorro todavía, pero si no hubiera sido por el chamaco, ni madres que me caso. Pin-che vieja, me cai que ya no la quiero, si hasta se me hace que anda por ahí de putita con el pinche Denis. Nomás que no me consta, no los he podido cachar, siempre que llego a la casa ahí está o salió con su mamá. Y cómo les voy a caer si ando todo el

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mendigo día en el taxi. Pero cuando los descubra, los voy a matar como a perros, me caí.

---- Sí, ya sabemos, dijo Enrique empinándo-se un vaso de cerveza, lo has dicho mil veces. Pero me cai de madres que cuando los veas con tus propios ojos dándole duro, se te van a aflojar los calzones.

---- Bueno, ya estuvo, con un carajo, dijo Gerar-do. Vamos a hablar de otras cosas más importantes.

En eso entró la Negra. Venía sonriendo, feliz como siempre, satisfecho de la vida alegre de la banda.

---- ¿Cómo van, mis chavos? Qué Pachuca por Toluca, dijo entrando y se sentó de inmediato en la silla, frente a la mesa, cansado.

---- Traigo un chorro de sed. A ver, pasa la chela.

Se tomó un largo trago y después sacó un fajo de billetes y se lo dio a Gerardo.

---- Toma jefe, es de la venta de los cartones, los vendí todos. Ahora vengo por otros dos, para unos chavitos fresas. Los voy a ver en el parque, ahí me esperan temblando de espanto en su coche.

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Gerardo sacó dos cartones más de la trampa de-bajo de la mesa y guardo el dinero, los cartones se los dio a la Negra que de inmediato los desapare-ció en el interior de su chamarra.

---- Chido, dijo. Por cierto, mi buen, fíjate que me enteré por el Pastillas que se lo llevaron al bai-le. Sí, me contó que un tal José y Juan, el mecánico del taller de don Pepe, ya lo conoces, vinieron por unos cartones, pero fiados, y es el momento que no se los paga. El que quedó machín fue el José, pero ya lo fueron a ver y se está haciendo el tío lolo. Yo creo que es hora de que intervenga la banda, ¿cómo ves?

---- Pues sí, dijo Gerardo, no debemos dejar que ningún cabrón se pase de vivo. Vamos a platicar con el Pastillas y después lo platicamos con la banda. Y ahora vámonos que tengo que ir a ver a una chava.

Apagaron la luz y salieron de la vecindad.

Gerardo le pidió una dejada rápida a Ramón en su taxi y la Negra se encaminó para el parque, a atender a los chavitos que lo esperaban en su auto, muertos de miedo. Enrique se fue a buscar a Ed-gar a “La Costeña”, pensando que tal vez estuviera con gloria.

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Se encaminó hacia allá cuando se tuvo que de-tener en la esquina por una procesión que pasaba. Más de cien personas que venían salmodiando, con su vela encendida en la mano, todas juntas, cami-nando lentamente y cantando: “Ay María, madre mía; Ay divina, reina mía”. Caras serias, adustas, espirituales, casi con un pie en el cielo. De pronto, cuatro hombres con una litera en andas, y sobre la litera, una imagen dentro de una urna con crista-les: una virgen. Pero Enrique no la reconoció, no era María, ni Guadalupe, quizá, pensó, es la virgen del Carmen, que alguna vez, en la Nueva España, fue más popular que la virgen morena. Más atrás, otra imagen, esta vez de un santo, quizá San Juan Bautista, patrono de la parroquia, y al final, Jesús, con una diadema de oro y su vestido de muselina blanca, al igual que sus compañeros, ataviado, al igual que San Juan, de una peluca despeinada y su-cia. Y ahí iban, vestidos y adornados, paseando por las calles del barrio, en andas, haciendo milagros. Figuras de cera y madera, pintados, vestidos con primor, maquillados, símbolos de la fe de un pue-blo. “Ay María, madre mía; Ay María, reina mía”, seguido de un cuchicheo indescifrable. De pron-to, Enrique se quedó pasmado. Entre la procesión pudo distinguir al Pastillas y al Guicho, muy serios y formales, con su cirio en las manos, cantando las letanías. Los vio, ellos lo vieron, pero se hicieron los desentendidos. “Mira que par de santurrones,

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se dijo riendo, quien los viera, tan fervientes cre-yentes, santos mariguanos”. Y así es como se va formando esa doble moral del criminal. Si la banda estuviera en pie de guerra, en batalla campal con-tra una banda enemiga, no dudarían Guicho y el Pastillas en coser a alguno a puñaladas, y luego el domingo, muy campantes, ir a misa y comulgar. De la misma manera, ahora, treinta y tantos años después, los sicarios de las mafias de narcotrafi-cantes matan, descuartizan, disuelven en ácido y descabezan a sus enemigos sin ningún remordi-miento, y después, tan tranquilos, llevan a sus hi-jos a la feria y se comportan como buenos y tiernos padres. Son monstruos producto de la deshuma-nización del mundo moderno. No terminaba la humanidad de humanizarse después de milenios, cuando en el siglo veinte, y lo que va del veintiu-no, se empezó a deshumanizar a gran velocidad. La disyuntiva entre civilización y barbarie la está ganando, qué duda cabe, la barbarie. La procesión pasó, la gente, después de santiguarse, siguió su camino y Enrique pudo continuar su viaje. “Esto lo va a saber toda la banda”, se dijo, y se encaminó a donde Edgar.

Se adentró por las calles oscuras del barrio y se embebió en sus pensamientos, simples, intrascen-dentes, pero de lo más importantes para él. Por lo pronto, lo preocupaba que la noche estuviera floja,

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sin ningún reventón en perspectiva, no tenía cita con ninguna ruca y sin embargo no quería irse para su casa. Su madre lo desesperaba, no obstan-te que la quería mucho, pero es que vivía sumi-da en un desengaño muy chafa, amargo, que no la dejaba vivir en paz. Tenía ínfulas de grandeza, quería ser de la clase alta y eso estaba bien pelón, aunque su papá se esforzara todo lo que podía. Y la culpa era de la abuela, que le había metido esas ideas, pues a ella, aún siendo humilde, le tocó en suerte casarse con un rico y codearse con la alta sociedad. Aunque el abuelo pronto murió y la ri-queza desapareció. Pero su pobre madre no perdía la esperanza de un día ser como la abuela fue en su día. ¡Y eso los amargaba a todos! No tenía ninguna comunicación con ella desde hacía unos años y eso hacía que cuando estaban juntos todo se volviera recriminación y reproches. Tenía que encerrarse en su cuarto a piedra y lodo. Por eso su vida era la calle, también para Celia, donde encontraban más comprensión y compañía con los cuates. Y todo era más chido. Pero ahora incluso Celia se estaba alejando, saliendo todo el tiempo con aquel niño pópis, el Mamario ese. Ya no era la misma. Decidi-damente, más temprano que tarde se tendría que ir de su casa. Su papá era un cero a la izquierda. Ya buscaría trabajo y cómo seguir viendo a Celia y a su hermanita Pilar. ¡Pero ya se estaba poniendo triste! No, ni madres, ahora se iba a buscar a Edgar

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para pasar el rato y después, pues ni modo, se iría para su casa. Ojalá estuviera Celia ahí para coto-rrear un rato en ella.

Al llegar a la esquina escuchó gruñidos y chi-llidos, y vio un tumulto que se congregaba frente al restaurante “La Costeña”, que estaba cerrando. La gente se arremolinaba alrededor de dos mucha-chas que se peleaban en la banqueta a trancazo lim-pio, jalones de pelo y rasguños, y que llevaban el uniforme de trabajadoras del restaurante, del que salían los últimos clientes. Nadie hacía nada por detener a las peleoneras. Por el contrario, la mayo-ría reía y atizaba el fuego de odio que hacía pelear, con furia, a las involucradas en la reyerta, y las de-más trabajadoras, meseras y personal de la cocina, nada más miraban.

La Doña, dueña del establecimiento y Norma, la jefa de meseras, salieron de la oficina al oír el es-cándalo, todas inquietas. “¿Quiénes son? ¿Qué está pasando?”, preguntaba la Doña, angustiada. “Son Matilde y Gertrudis, señora, que se están pelean-do”, dijo Norma, que rabiosa, indignada, se metió entre las dos y las separó.

---- Bueno, ya estuvo bien, les dijo, sepárense. ¿No les da vergüenza?

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Las muchachas, acaloradas y desgreñadas, ja-deantes, se separaron, pero hacían intentos por volver a trenzarse en la lucha, y Norma forcejeaba con las dos. Mientras tanto, Edgar, que acababa de llegar, detenía a Gloria, que también estaba acalo-rada y quería decir algo, pero se atragantaba.

---- Ya estuvo bueno, dijo entonces con voz au-toritaria doña Carmen, mejor conocida como “la Doña”; miren nada más cómo dejaron los unifor-mes. Y ustedes, dijo dirigiéndose al resto del per-sonal, ¿por qué las dejaron que se pelearan? Pero ahorita me las van a pagar todas. A ver, vámonos para mi oficina. Y los demás, cierren el restaurante y apaguen las luces. En un momento bajo.

El grupo se fue con “la Doña” a la oficina y ahí, todos amontonados, trató de aclarar las cosas.

---- A ver, ¿qué es lo que está pasando? ¿Por qué se pelean? Y enfrente del negocio, de los clientes, qué barbaridad.

---- La culpa la tiene Matilde, señora, le contestó Gertrudis, con la boca sangrante y la cara rasguña-da, todo el tiempo me está molestando y ofendien-do, y cree que como soy tan poca cosa me voy a dejar, pero ya vio que no.

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---- No es cierto, intervino Matilde, también sangrante y arañada, lo que pasa es que me tiene coraje porque su novio la dejó y se vino conmigo, y sólo está buscando la ocasión para vengarse.

Gertrudis empezó a llorar. Era la galopina, y la más desvalida de todas.

---- Mire señora, terció Norma, desde hace días que estas dos se andan peleando a todas horas. Ya las regañé y las amenacé con avisarle a usted, pero ni así dejan sus pleitos.

---- Perdóneme que me inmiscuya, dijo Gloria todavía alterada, pero es que Gertrudis tiene ra-zón. Su novio venía a buscarla todas las tardes, al cerrar, y esta sinvergüenza de Matilde, que es toda una resbalosa, poco a poco se lo fue quitando, y todavía se burlaba de ella.

---- Ah, cómo serás habladora, dijo Matilde, si a mí ni me gusta, es él el que anda tras de mí, si yo ni caso le hago, pero es muy insistente el desgraciado.

---- Eres una miserable, le dijo Gloria y le soltó un bofetón, lo que hizo que la señora se interpusie-ra entre ellas.

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---- A mí no me interesan sus diferencias. Ya aclararemos bien todo, dijo. Parece que llevan el diablo por dentro, si ¡El Diablo! En mi estableci-miento, ni en la pensión, tolero esta clase de plei-tos y actitudes entre mis empleadas, al contrario, lo que deseo es que se lleven bien, como hermanas, como Dios manda y la santa iglesia católica lo ins-truye. ¿Qué va a decir la gente? Van a ahuyentar a la clientela. Si tienen problemas arréglenlos en otro lado o acudan a mí. La próxima vez que las vea peleando, o que sepa que siguen los alborotos, las despido. ¿Entendido? Ahora váyase cada quien a sus obligaciones que ya es tarde. Y mañana quiero hablar con estas dos, dijo, señalando a Matilde y a Gertrudis, que se fue lloriqueando.

En el restaurante las luces se apagaron y se co-rrieron las cortinas metálicas. Edgar y Gloria, co-mentando el suceso, comenzaron a alejarse, abra-zados. El barrio, rezumando su clima, se hacía presente en forma de luces, olores y figuras singu-lares, sombras esperadas, recortes de seres, almas conocidas, miedos espantados. Caminaron al café de chinos en el que de vez en cuando cenaban y fue entonces cuando Enrique se acercó.

---- ¿Qué tranza mi buen? ¿Cómo estás?, saludó Edgar, ¿qué hay de nuevo?

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---- Nada nuevo, todo viejo, contestó Enrique, te traigo un recado de Gerardo: quiere que nos reunamos mañana en la noche para arreglar un asuntito que tenemos con la banda de la calzada, ¿te acuerdas?

---- Sí, cómo no, son los chavos que se pasaron de tueste, ¿no?, los que se fueron de lisos. Órale, por allá les caigo mañana en la noche, contestó, aunque pensando en el fastidio de lidiar nuevamente con la banda y tener que meterse otra vez algún chocho y fumarse alguna “bacha”.

---- De seguro que ya se van a pelear otra vez, dijo Gloria, ¿no les digo? ¿No me dijiste que ya no te ibas a juntar con la banda?

Algo iba a contestar Edgar, preocupado de que oyera eso Enrique, que podía ir con el chivatazo de que ya se estaba rajando, de que quería desertar de la banda, lo cual era muy penado y duramen-te juzgado, además de que se imponían tremendas “condenas”, cuando llegó corriendo Norma para alcanzar a Gloria.

---- Espérenme, voy con ustedes, ¿van a cenar, no?

---- Sí manita, vente con nosotros, vamos al café de chinos.

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---- Oye, le dijo de pronto Norma a Enrique, ¿qué no eres tú el hermano de Celia?

---- Sí…, le contestó Enrique, un poco descon-certado, sin reconocer a Norma.

---- ¿No te acuerdas de mí? Fui compañera de Celia en la secundaria, le dijo sonriente, entusias-mada con el encuentro, ¿Cómo está ella? Hace un chorro que no la veo. Salúdala de mi parte, ¿sí? Dile donde trabajo, para que me venga a ver.

---- Órale, yo le digo al ratito que la vea.

---- Pero de veras, no se te vaya a olvidar.

---- No se me olvida.

---- Le dices que Norma, la de la escuela, ella se va a acordar.

Se despidieron y Enrique tomó el rumbo con-trario, camino a la avenida para tomar el camión que lo llevaría a su casa, contrariado de que Ed-gar anduviera con su novia y no hubiera forma de ningún cotorreo, y pensando: “caray, qué chico es el mundo, una amiga de Celia por estos rumbos, ojalá esté en la casa y no haya salido con el mamón

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de su novio, me gustaría platicar con ella y hasta le voy a invitar un toque”, e instintivamente se palpó la bolsa de la camisa para cerciorarse de que el ci-garrillo todavía estaba ahí. Después, ya sereno, se fue silbando todo el camino.

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Veo una mañana, a aquel Mario que fui, ex-traño hoy para mí, sentado frente a su escritorio, viendo hacia afuera por la ventana el paisaje de casas, azoteas, tinacos, antenas, ropa colgada para secar y algunas palomas revoloteando, con su li-breta lista y su pluma en la mano, presto para es-cribir, y mudo, seco, vacío, literalmente sin saber cómo empezar, de que se trataría lo que había de escribir. La hoja permanecía en blanco, sin ningún trazo negro sobre ella y él desfalleciendo de ver-güenza, ¡menudo escritor!

Tenía ideas, pero estas, a la hora de pasar al pa-pel, se le antojaban insulsas, carentes de base y del necesario peso que da el conocimiento y la expe-riencia. Necesitaba, por tanto, estudiar mucho. Y vivir otro tanto. Todo le interesaba, el mundo para él era un laboratorio experimental que puede pro-porcionar los datos necesarios para explicar el uni-verso al paciente investigador que trabaje en él. El laboratorio de la historia. Pero él no era un buen

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investigador, no estaba preparado y eso lo des-esperaba. Quería comenzar su tarea y escribir un ensayo, o un artículo, no importaba, pero no sabía concretamente sobre qué. Ahí estaba el problema de los indígenas, pero ¡¿qué sabía él de los indíge-nas?! No sabía por dónde empezar, que aspecto del problema abordar primero. Eran sólo deseos de escribir, pero indeterminados, difusos. Todo se le agolpaba en la mente, empachada de lecturas mal digeridas, y la universalidad del mundo lo abru-maba con su diversidad.

Se reclinó en su silla, dejó la pluma sobre el cua-derno de notas semi vacío, paralizante, y miró a través de la ventana la cálida mañana de azoteas y ropa tendida a secar. Los tinacos de su nueva vida. Le gustaba del día, en especial, la mañana, luminosa y fresca, nueva, siempre como un nuevo principio, un recomenzar cotidiano. Un rayo de sol iluminaba su escritorio y el cuarto al que no aca-baba de adaptarse. No podía escribir, los últimos acontecimientos, decisivos, lo dejaron aturdido, desconcentrado y no podía volver completamente a la realidad.

Aunque habían pasado ya algunas semanas, no podía recuperar el impulso y el entusiasmo de antes de que muriera su padre. El encanto se ha-bía roto y la realidad se le presentaba de pronto

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cruda y brutal, muy alejada de toda reconstruc-ción romántica, artística o científica. El mundo del hombre se le figuraba artificial frente a las potencias ciegas del cosmos, y al mismo tiempo, la muerte de su padre le parecía irreal, como un sueño; después, su casa desolada, vieja, como un buque desierto, abandonada a sí misma, muerta también, ausente, lo desarmaba. El entierro de un cuerpo hueco, casi de utilería, en una ceremonia teatral, de tramoya burda, una representación de un mal teatro de tesis, lo hacía sentirse vacío, hue-co de todo contenido real, sustantivo. La vida se le aparecía como un enrome absurdo, ridícula y vanidosa, como vieja borracha.

Ahora, David, el buen compañero que com-parte su orfandad y su casa. En la prepa llegó a interesarse por él y pensó que su amistad podría ser muy provechosa para ambos, como si sus ta-lentos fueran complementarios a fuerza de opues-tos. Además de que David tenía mucha más ex-periencia de la vida que él. Pero ahora, tras algún tiempo viviendo juntos, notaba con tristeza que no se conocían en lo absoluto, que no se atraían y complementaban, que cada uno llevaba un camino muy diferente, que su relación se iba convirtiendo poco a poco, de amistad, en protocolo. Eran unos extraños, y no tenían nada en común, más que el desamparo. Cuando le ofreció ir a vivir a su casa

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se prometieron buenos ratos, conversaciones inte-resantes, esfuerzos compartidos, aventuras, y nada de eso había ocurrido. David no se interesaba por nada de lo que él hacía, ni los libros, ni las ideas, ni la política, nada. Trabajaba, y por las noches se iba de parranda a lugares oscuros a los que nunca lo invitaba y de los que no le hablaba, de los que volvía frecuentemente bebido y drogado, como si le diera vergüenza su género de diversiones. ¿Qué vida llevaría? ¿Con qué clase de personas convivi-ría? ¿En qué ambientes sórdidos se desenvolvería? Lo ignoraba. Le gustaría participar con él en sus aventuras, conocer gente nueva aunque fueran de la peor calaña, y tal vez así tener temas para escri-bir, pero David nunca se lo proponía. Y él estaba solo, así, en un mundo irreal, encadenado fantas-magóricamente a fuerza de realidad.

Se levantó de la silla y con un suspiro se tendió en la cama, presa de emociones envolventes y para-lizantes, de sensaciones atemorizantes. Se dejó lle-var por sus impresiones, sus deseos insatisfechos, sus angustias, y sintió que lo invadía una parálisis espiritual que no lo dejaba hacer nada y que tie-ne, que debe de sacudirse y desprender de sí. Toda su energía la gastaba en percatarse de su circuns-tancia, en esfuerzos de claridad y comprensión, en deshacer la madeja de su ser, y sin embargo, qué nítido lo ve todo. Tiene la necesidad de pensar en

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algo grande, en un proyecto enorme e importante, en tener ideas reveladoras que lo eleven sobre sí mismo y su vulgar realidad de huérfano. Siempre se ha sentido poco cosa, y quiere ser, por el contra-rio, grande, realizar una obra que lo acredite como pensador, como escritor, como hombre pleno. Pero no puede. Algo sucede, en algún lado hay un ta-pón que no lo deja crecer y desbordarse; el grifo de la ideas está tapado, su talento no florece, y se desespera. La hoja de su libreta de apuntes sigue en blanco. Es la realidad que vive y que por ahora lo aplasta y le impide hacer otra cosa que no sea observar como paralítico esa misma realidad, con ojos pasmados; esa realidad que supera por aho-ra (¿o por siempre?), su imaginación y su talento puesto en entre dicho.

Se levanta de su cama, cierra su libreta y toman-do un libro se va a la sala. Por la tarde irá a ver a Celia y mientras tanto vagará por las calles bus-cando el empuje, el destape que le permita escribir, consolándose con la idea de que tal vez su caso sea la forma natural en que se desenvuelve el creador, el científico o el artista: almacenar para después producir, como abeja paciente. Tal vez sin querer, sin saber, inconscientemente, está trabajando.

En eso, unos golpes suenan en la puerta. Se levanta a abrir y aparece doña Carmen, la casera,

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acompañada de un joven de aspecto simpático y desenvuelto.

---- Joven Mario, buenos días, disculpe us-ted la intromisión, dijo de golpe la señora, reco-rriendo rápidamente con la vista el departamen-to; pero vengo rápido a recordarles que la fecha de pago de la renta ya pasó y David no se ha aparecido por mi casa. Debe estar muy ocupado, ¿verdad?

---- Sí señora, no se preocupe, ayer en la noche platicamos del asunto y ya tiene el dinero. Yo creo que en el transcurso de la tarde o en la noche le llevará el pago.

Mario, con la puerta abierta, impremeditada-mente, no los invitaba a pasar.

---- Bueno, pues entonces todo está bien. ¡Qué diferente se ve el departamento! Así hasta da gusto. Permítame decirle que su llegada ha sido una bendición para David. Extraños son los caminos del señor. Antes de que usted viniera, esto era una cueva del demonio, si me permite expresarme así, dijo la buena señora, entornan-do los ojos y parpadeando rápidamente, con su cara ya ajada, pero sonrosada y de aspecto salu-dable, de gran energía. A propósito, permítame

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presentarle a su vecino del piso de arriba, Raúl, un joven excelente y buen inquilino. Es estu-diante de la universidad, sabe, de ciencias po-líticas. Quién sabe que materias del diablo son esas, pero es buena gente, quizá puedan ustedes hacer amistad.

Mario le dio la mano a Raúl y con una leve incli-nación de cabeza le dio los buenos días.

---- Cuando gustes, amigo, le dijo, puedes venir a platicar un rato. A mí me encantan la ciencia y la política, la filosofía, la literatura y todas esas cosas, aunque tan solo acabo de terminar la prepa. Estoy de vacaciones, así que me puedes encontrar a to-das horas.

Raúl asintió con la cabeza, dijo “mucho gusto”, y eso fue todo.

---- Pues me parece que van a hacer buenas mi-gas, dijo la señora, se despidió y se fueron.

Mario cerró la puerta, se sintió contento con la presentación de aquel nuevo amigo, y en vez de ponerse a leer, como era su intención, tomó su saco y salió a la soleada calle, a despejar la cabeza y for-talecer su ánimo maltrecho.

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Era de noche.

Las muchachas de “La Costeña”, protegidas y pensionistas de la Doña, cruzaron la calle y, abri-gándose, pues hacía frío, se dirigieron a la pen-sión. Habían ido al cine y venían escandalizadas y excitadas pues habían visto al ex novio de Ger-trudis y pretendiente de Matilde, caminando con Felicidad, la puta del barrio, entrar a una casa de citas de sobra conocida y señalada por las perso-nas decentes. Estaban escandalizadas y venían riéndose de lo estúpida que es la vida y de que se pelearan entre ellas por un tipejo como aquel. Aparte de Norma, Gloria, Gertrudis y Matilde, tenemos que presentar a otras dos, Susana, una chica recomendada a la Doña por su cocinera, y Juanita, una muchacha pobre que le había enco-mendado encarecidamente el padre Meneses. To-das juntas y alborotadas, entre furibundas y joco-sas tocaron el timbre que, decían, sonaba como las campanas de un convento. Por el mirador de la puerta asomó el rostro inquisitivo de una monja, la madre Paloma, incansable y atenta, mujer que vivía temporalmente en la pensión, ayudada por la Doña en trance difícil, perteneciente a la orden de las Carmelitas.

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---- Somos nosotras madre – contestaron a coro las muchachas a la pregunta de sus ojos – tenga piedad de nosotras…

Rieron de buena gana y después de abrir cerro-jos y retirar pestillos, deslizar cadenas y soltar al-dabas, se abrió la puerta.

---- Al fin, comentó Susana, se abrieron las puer-tas al paraíso. Usted se debería llamar Pedrita, ma-dre, vea nomás que llaverote.

Las demás rieron la ocurrencia.

---- Muchachas, por favor, les dijo amonestán-dolas la madre, mujer aún joven, de bello y sere-no rostro, toquen con la clave que les enseñe, si no pienso que es un extraño.

---- Disculpe madre, le dijo Norma ya seria, es que se nos olvidó, está muy complicada.

---- Tres toques largos, dos cortos y uno largo, o son dos largos y uno corto, o dos cortos y uno largo, dijo sonriendo Juanita.

---- Bueno, bueno, ya está bien, les dijo molesta la madre, váyanse a burlar de su abuela.

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--- Madre, le dijo Susana, si yo supiera quién es mi abuela no iría precisamente a burlarme de ella, sino a mentarle su…

---- No se enoje madre, lo que pasa es que ve-nimos de buen humor, le dijo cariñosa Gloria, ya sabe que la queremos mucho.

---- Está bien, muchachas de porra, les dijo la madre con cara dulcificada, súbanse a dormir que ya es tarde. Y se fue a sus habitaciones, perdiéndo-se en la penumbra de la espaciosa estancia, como entre las sombras de un claustro.

Las muchachas subieron a sus cuartos y después se reunieron en la habitación de Norma, todavía excitadas por su hallazgo, en pijamas unas, otras en camisón, ansiosas de platicar, arreglándose el pelo y quitándose el maquillaje, con intercambio de peines, cepillos, cremas y acetona para las uñas. Aquella salida vespertina había tenido la intensión de reconciliar a Matilde y Gertrudis después de su batalla, aunque lo que verdaderamente las unió de nuevo fue ver al galán, motivo de la pelea, del bra-zo de Felicidad.

---- ¿Cómo vieron a este desgraciado?, dijo Susana, siempre rijosa, y por ese pelafustán se es-taban arañando.

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---- Si mana, esas si son desgrasiadeses, dijo Jua-nita, más dulce pero indignada, mientras se cepi-llaba el pelo. Ustedes matándose y el otro dándole vuelo a la hilacha con la Felicidad. ¿Cómo creen?

---- Por eso, dijo sentenciosa Norma, no hay que pelearse por los hombres, no valen la pena.

---- Si, pero tampoco te vas a dejar de ninguna pendeja que te ande bajando al novio, ¿no?, dijo Susana, como buscándole pelos a la araña.

---- ¿Ya van a comenzar?, les preguntó fastidia-da Gloria, ya dejen en paz ese tema.

---- Sí, no vaya a ser que se prendan de nuevo los ánimos y se empiecen a dar de trancazos estas monas, dijo Juanita.

---- No, por mí ya no hay bronca, dijo Matilde, no quiero saber ya nada de ese resbaloso, cínico e hipócrita. Perdóname manita, le dijo a Gertrudis, mientas le acariciaba la espalda.

---- Pues a mí si me duele mucho todo esto que pasó, dijo Gertrudis, soltándose a llorar. Yo sí lo quería.

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---- ¡Ah! Y ahora hasta lloras, dijo sulfurosa Susana, sólo esto me faltaba. Deberías estar agra-decida de librarte de semejante gandul.

---- Sí, ya sé, dijo llorosa Gertrudis, pero aún así me duele.

---- Tiene el corazón rompido, dijo Juanita, pobrecita.

---- Pues que aprenda a sufrir, así se le endure-cerá el corazón, hará callo y eso le va a servir mu-cho en ésta pinche vida, sentenció Norma.

---- Oigan, ¿y de dónde habrá sacado esas mañas este cabroncíto?, dijo Susana, se le veía re mansito.

---- Así son todos los hombres, dijo Matilde, unos infelices.

---- No, mi Edgar no es así, dijo Gloria.

---- Ni mi Gerardo, dijo Norma.

---- Pues están atrasadas, manas, dijo Susana, fí-jense que yo ya lo sabía, algo me habían dicho de que era re amigo de las putitas.

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---- Ah, cómo serás hocicona, dijo Norma, no empieces a inventar chismes porque aquí mismo te doy tus cachetadas.

---- No, si es verdad, me lo dijo un amigo, dijo como apenada Susana, ya lo han visto varias veces rondando por la casa esa, y hasta lo ha invitado, nomás que sale caro.

---- Di la Casa de Citas, manita, las cosas por su nombre, dijo Norma, y tan decente que se ve la señora esa que vive ahí, es una matrona.

---- Pero me cai que si ese galancete se vuel-ve a aparecer por aquí, dijo Matilde, lo agarro a sartenazos.

Y todas comenzaron a reír de puro bobas, y des-pués a hablar al mismo tiempo. La tensión que ha-bía reinado en la pensión y en el restaurante esos días, había acabado.

Entonces, discretamente, Norma se metió al baño contiguo, en el pasillo, el único de ese piso, un baño completo con regadera y tina, y sacando un paquetito que tenía oculto, lleno de marigua-na, un antiguo vicio que contrajo en la secundaria, se forjó un toque delgadito. Mientras tanto, afue-ra las muchachas se desquitaban de los hombres

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contando anécdotas que demostraban su vileza. Norma abrió la ventana del baño, que daba a un lote baldío, y asomada por ella empezó a fumar su cigarrito. Susana contaba cómo un muchacho que conoció quiso abusar de ella en su coche y de la arañiza que le puso. Otra, de la vez que un tipo, en una fiesta, la encerró en un cuarto y se la sacó, “lo tenía enorme” y de cómo se defendió y todos los de la fiesta la rescataron y sacaron al tipo a patadas. Norma desde la ventana se reía mien-tras fumaba. Otra más comentaba que el amor se debería hacer cuando hubiera eso precisamente, amor, con el consentimiento mutuo y no a la fuer-za. En eso, sin que se diera cuenta, entró Gloria al baño y vio a Norma.

---- Ya estas otra vez fumando esa porquería, le dijo, ¿no te da pena? Ya estas grandecita.

---- Cállate, cierra la puerta, contestó Norma, no quiero que se den cuenta y se apeste todo esto, ade-más, no le hago mal a nadie. Y apagó el toque.

---- No, nada más te haces daño a ti misma.

Norma se encogió de hombros y entrando al cuarto fue a abrir un poco las ventanas, alegando que hacía calor. Pero no era necesario, todas sabían que se daba sus toques.

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---- Bueno, muchachas, dijo, ya es tarde y ma-ñana tenemos que trabajar, espero que las rencillas entre estas dos hayan terminado, si no, se las verán conmigo, que por eso soy la jefa de meseras.

En ese momento, inopinadamente, entró la Doña, mirando severamente a todas las presentes.

---- Qué bueno que las encuentro despiertas y reunidas a todas, dijo, vengo a ver qué pasó con ustedes dos, Matilde y Gertrudis, el pleito del otro día no estuvo nada bonito, lo sabe Dios. ¿Qué pasó? ¿Ya arreglaron sus diferencias?

---- Si señora, dijo Norma en nombre de todas, precisamente por eso hoy nos fuimos todas juntas al cine, para la reconciliación de estas dos.

---- Eso me parece muy bien, como que Dios nos mira y todo lo juzga, y ahora explíquenme bien, ¿por qué fue el pleito?

---- Por un muchacho, dijo Juanita, que era no-vio de Gertrudis pero también quería con Matilde, a la que se le insinuaba.

---- Y esta le dio alas, dijo la Doña, si ya la co-nozco, mosquita muerta, si llevas al demonio por

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dentro, sí, al demonio, no te hagas, pero yo haré que te lo saquen de por dentro. Por lo pronto, des-de mañana vas a ayudar, me oyes Matilde, vas a ayudar a la Madre Paloma en sus quehaceres en el convento, que ya pronto va a volver a él, y vas a rezar y a comulgar y a confesarte con el padre Me-neses, que es un alma de Dios. Y si no te gusta, ya puedes buscarte otro lugar donde vivir y trabajar.

---- Si yo no he dicho nada, dijo Matilde, toda aga-chada y disminuida, está bien, lo que usted mande.

---- Además, fíjese, le dijo Susana, de regreso del cine vimos al muchacho ese en cuestión me-terse a la casa de citas del parque, de la mano de Felicidad. ¿Cómo la ve?

---- ¡Santa María madre de Dios! Si no te digo, este mundo está contaminado por el mal, el diablo anda suelto, Dios bendito…

---- Y pues eso acabó por reconciliarlas, dijo Gloria, cuando se dieron cuenta del tipejo de que se trata.

---- Pues sí, me alegro, pero óiganme, aquí hue-le a mariguana, dijo, y todas voltearon instintiva-mente a ver a Norma.

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---- Sí señora, dijo Norma, asustada, lo que pasa es que en el lote baldío de aquí a lado se me-ten los mariguanos a fumar y el olor se mete por las ventanas.

---- Pues ciérrenlas, criaturas del señor. No les digo, por todas partes muestra el diablo su cola. Voy a hablar con el delegado para que tapien ese terreno y no se metan los vagos y malvivientes. Pero en fin, qué bueno que ya todo se arregló. Es-pero que no se vuelva a suceder un hecho tan ver-gonzoso. Y ahora, a dormir, cada quien para su cuarto que mañana hay que trabajar.

La Doña, después de mirar cariñosamente a cada una de sus protegidas, se despidió y se fue a su casita, situada por ahí cerca, casa que perteneció a sus padres cuando la compró, y que ahora ocu-paba ella.

Por fin, se fueron todas a dormir y Gertrudis pudo descansar dejando oír tremendos suspiros, mientras Matilde renegaba de su suerte al verse bajo la tutela de la madre Paloma en un castigo in-justo. Norma miró al cielo, apagó la luz y se acostó, pensando, bajo los efectos de la mota, en su amiga Celia, a la que no podía olvidar desde que vio a su hermano Enrique el otro día.

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DONDE CONOCEREMOS LA HISTORA DE DOÑA CARMEN, PERSONAJE IMPORTANTE

DE ESTE RELATO.

Tú no fuiste siempre rica, Carmen, – me dijo que le dijo la madre Paloma –, incluso hubo una época en que fuiste muy pobre, y viviste en aque-lla vecindad de la calle de Sol, de las más misera-bles del rumbo, junto con las tías María y Sebe-riana. Pero no eres de baja cuna, no. Naciste en la hacienda de tu padre, acomodado ranchero, allá en Acámbaro, en Guanajuato, y viviste en la opu-lencia rural mientras vivió tu madre, María de los Ángeles. Y tu padre, al quedarse viudo, enloque-ció, se volvió borracho, y pendenciero, y se acabó casando con la sirvienta, sí, con el ama de llaves. Tus hermanos mayores no lo pudieron soportar y abandonaron hacienda y padre y se vinieron a vivir a la ciudad de México, con las tías, donde te dejaron encargada. Pero ellas eran muy pobres, y tú, Carmen, todavía muy pueblerina e inútil, no sabías trabajar, ni habías estudiado mucho, sólo sabías de sacerdotes, de monjas, de misas y res-ponsos, de rezos y confesiones, de padrenuestros y avemarías. Ahí nos conocimos de niñas, en la iglesia de Acámbaro, donde te llevaba tu madre, tan piadosa. ¡Quién iba a pensar que la monja iba a ser yo! Después tu padre empeoró, vendió la ha-

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cienda, o la regaló, ya arruinada, a la familia de su nueva esposa, a sus nuevos hijos que ni quería ni conocía bien, y se vino a México, contigo y las tías. Todos en la miseria en aquel cuartucho de vecindad. Fueron días malos, tristes, terribles. Tu padre, hecho una ruina, acostumbrado a mandar, no sabía trabajar como la gente humilde, pero a pesar de todo le hizo la lucha y de comerciante, en el puesto de la tía Sebe, en el mercado Cuau-htémoc, salió adelante. Y entonces tú pudiste es-tudiar, como era su deseo. Mecanografía, taqui-grafía estudiaste. Pero a ti lo que te gustaba era ir a misa con la tía María y estarte horas mirando los santos, embobada. Terminaste tus estudios y te empezaron a buscar trabajo, pero tú no querías, te daba miedo, te daba vergüenza. Tú sólo querías estar en tu casa, en el piso de Sol, ayudando en los quehaceres a la tía María. Pero una tía de tu ma-dre, todavía encumbrada y con buenas relaciones, allá en Acámbaro, puso a tu padre en relación con un famoso abogado, un gran licenciado, dueño por entonces de una enorme hacienda que ahora es Siláo, hijo de un famoso abogado, secretario de don Porfirio, que luego fue Constituyente en el 17 por su estado, Guanajuato. Aquel licenciado, don Manuel, te puso a prueba y te dio trabajo, como tercera secretaria. Y allá ibas tú, a trabajar, en el mismísimo Zócalo, con tus vestiditos corrientes del mercado y tus suetercitos que apenas te cu-

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brían en los días de frío. Y aquel gran señorón, ya viudo, rico, jugador, socio del Jockey Club, aficio-nado a las apuestas en el Frontón de México y las carreras de caballos, que se codeaba con la alta so-ciedad, la de alcurnia, de abolengo, no los nuevos ricos de la revolución, se fijó en ti, y te quiso para compañera, sí, para esposa. Y tú sudabas la gota gorda, cómo un señor tan elegante se iba a casar con una muchacha tan humilde y venida a menos. Pero es que tú eras muy hermosa, Carmen, muy guapa, y aquel hombre estaba solo. Te cortejó, se apiadó de ti y tu suetercito y te compró un abrigo para los días de frío y tú te ofendiste: quién se creía que eras, tú eras decente, sí Carmen, y muy religiosa y piadosa, y de Guanajuato. Pero él te dijo que no había ofensa y te ofreció matrimonio y tú dijiste que sí, qué bárbara. En la oficina to-dos pusieron el grito en el cielo: mosquita muer-ta, mátalas callando, arribista, te dijeron, pero el licenciado puso alto a las habladurías y a todos los dejó con la boca abierta. Se casó contigo, por el civil y claro, desde luego, por la iglesia, y allá fui yo, ya monja, a tu boda, acompañando a mi jefe y sacerdote que te casó, el padre Javier Escalada, jefe de las misiones cristianas en Japón, nada más imagínate, yo, Altagracia, Paloma para mis ami-gas, secretaria de aquel maravilloso cura. Pero an-tes de la boda fue a pedir tu mano a tu padre y a las tías, un día de Noche Buena. Llegó el señor en

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la tarde a la vecindad, a tu vivienda, tú ya no tra-bajabas, y te morías de vergüenza por lo humilde, por lo pobre de tu casa. No tenían ni en qué caerse muertos, ¿y qué le iban a dar de cenar, Dios san-to? Él fue, miró todo y se fue diciendo que des-pués volvería, en la noche, para pedir tu mano, y cuál no sería tu sorpresa cuando en la noche llega su chofer cargado de viandas, y botellas de vino, y champán, y pavo y una vajilla y hasta ár-bol de navidad con foquitos y toda la cosa. Aquel licenciado sí que sabía hacer las cosas. Pidió tu mano con toda solemnidad y después de la boda se fueron a vivir a su casa, en la calle de Londres, en la colonia Juárez, donde ahora es el Museo de Cera, fíjate nomas, quién lo iba a decir. Pero su fa-milia anterior, los hijos y su hermana, tú cuñada, no te querían, no, para nada Carmen. Entonces él mandó reconstruir lo que habían sido los establos y construyó una linda casa, de dos pisos, donde viviste feliz muchos años. Tenías servidumbre, y cocinera, y chofer para ti sola, te habías converti-do en una gran señora. Iban a cenar al restaurante Ambasador, y te llevaba al frontón y a los caba-llos, a todo lujo. Como sería de rico que en sus te-rrenos de Guanajuato estaba el cerro del Cubilete, que después donó para que ahí construyeran la iglesia y la estatua gigante del Cristo Rey. Fuiste feliz, Carmen, y ahí nació tu hija, que murió, tu segundo gran dolor después de la pérdida de tu

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madre. No volviste a tener hijos. Todo era felici-dad, Carmen, hasta que el licenciado enfermó y murió. Entonces tu vida cambió completamente.

Entonces enviudaste y te quedaste sola, Car-men, y los hijos del señor y su hermana, Guiller-mina, te hicieron la vida imposible. No te querían, no. Cómo sería la cosa que estando el licenciado agonizando, muriendo, confesándose con el pa-dre Escalada, mientras esto ocurría, los hijos sa-caban de tu casita cuadros, jarrones, porcelana, plata, cristal cortado. Sí, llevándose todo lo que podían aquella gente de bien, aquellos aristócra-tas, temerosos de Dios, hipócritas. Entonces en-tré en acción yo, Altagracia, la monja, y llamé una mudanza y sacamos todo lo que quedó, que aún era algo, tus recuerdos, Carmen, fotos, cosas de él, sus bastones, papeles, algunos muebles finos, adornos, muchas cosas, y saliste de ahí para siem-pre. Pero eras rica, sí, nada pudieron hacer con la herencia que te dejó, todo el dinero, propiedades, el coche, no pudieron quitártelo. Hasta el chofer, que ya se había encariñado contigo, siguió a tu servicio. ¿Y a dónde te fuiste a vivir, Carmen? Yo te decía que te compraras una casita en la colo-nia Del Valle, en la Roma, hasta en las Lomas de Chapultepec. Pero no quisiste, volviste al barrio, Carmen, sí, volviste a la calle de Sol, pero ahora a la casita que le habías comprado a tu padre y a tus

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tías, donde ahora vives, y donde murió tu padre y se fueron apagando una y después otra las tías. Pero antes compraste aquel caserón, aquella casa enorme que quería tu padre y le pusiste un res-taurantito a la tía María, que era la que guisaba y el cual era su sueño de toda la vida. Remodelaste la casa, la dejaste preciosa, nuevas herraduras en las ventanas, nuevo portón, la instalación del res-taurante abajo, “La Costeña”, pues tus tías eran de Tampico, sí, Carmen, y sabían mucho de gui-sos con mariscos y pescados. Y tu padre era el ad-ministrador, no sólo del restaurante sino también de los edificios de departamentos que rentas, Car-men. ¡Qué felices eran todos! Pero fueron murien-do tus viejos y tú cada día más sola, haciéndote cargo de todos tus negocios. No te quisiste volver a casar, no. Pasabas el día en la parroquia y te ibas a confesar con el padre Escalada cuando estaba en México, tu guía espiritual. Ahí me visitabas de vez en cuando y fue entonces cuando te di la idea de ayudar a muchachas en problemas, darles ayu-da, cobijo, rescatarlas del camino de la perdición. Tú lo entendiste porque fuiste pobre y sabías lo que era eso, además, recordabas a tu hija muer-ta, que podría ser, si viviera, una muchacha de la edad de aquellas a las que ibas a cobijar. Entonces pusiste la “Pensión para Señoritas”, y yo te ayudé a resolver los casos de las chicas que podían vivir ahí, según nuestra conciencia y la recomendación

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de la parroquia. Muchas fueron las que llegaron, pero pocas las elegidas. Tus hijas, sí, Carmen, tus hijas, que fueron creciendo, fueron madurando y encontrando su camino, unas se casaron, otras se fueron a otras ciudades, otras a estudiar, a tra-bajar. Pero llegaban otras, Carmen, y a todas las querías igual. Las mejores se fueron quedando a trabajar contigo, en el restaurante. Y tus inquilinos Carmen, en los departamentos que rentabas, tam-bién jóvenes recomendados por alguien cercano a la parroquia o al padre Escalada. Así te hiciste de una gran familia, Carmen, y usaste bien tu rique-za, ¡que Dios te bendiga! No fuiste monja como era el deseo de tu madre y el tuyo mismo cuando éramos niñas y adolescentes, allá en Acámbaro, pero como si lo fueras, Carmen, como si lo fueras. Dios te lo ha de pagar.

17

En la noche de un día caluroso, comandante, apenas caído el sol detrás de las azoteas de las de-más casas, que eran todo el horizonte de la urbana humanidad, la madre de Celia y Enrique decidió meter orden en el cuarto de su hijo, del que temía que empezaran a salir arañas, los gusanos y los alacranes, lo que le recordó que estos animalitos alimentan a sus crías recién nacidas con su propio cuerpo, y que le motivó a gritar jubilosa: “¡Alacra-

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nes!, Eso son, unos alacranes que se comen a su propia madre”. Temía que algún ratón anidara en-tre la ropa apestosa de su “niño”.

Celia, que estaba en su cuarto releyendo una re-vista diez veces leída, esperando a que Mario le ha-blara por teléfono, oyó de pronto ruido en el cuarto de su hermano y pensó que este ya había llegado y andaba buscando algo, pero cuando escuchó ruidos desusados y jadear de madre y el grito de ¡Alacranes! Se alarmó de veras. Con cautela entre abrió su puerta y confirmó que, efectivamente, su madre estaba haciendo la limpieza del cuarto de su hermano y pensó lo que tenía que pensar: “Ojalá haya dejado su mota bien guardada”, y esperando lo peor, pero deseando lo mejor, cerró su puerta y quiso como olvidarse de que vivía ahí, imaginando que pertenecía a otra familia y no tenía nada que ver con lo que ahí ocurriera, o mejor, deseando ser un fantasma invisible para los demás, pero capaz de ver todo lo que ocurre a su alrededor, o mejor aún, estar muerta y enterrada. Volvió a su revista donde miraba las fotos de la ropa de moda y leía toda clase de estupideces, pero no podía concen-trarse más en los chismes de los “artistas” de la tele y mejor prefirió agazaparse en la ventana que daba a la calle vigilando si venía Enrique. Persistió en su empeño hasta que tuvo ganas de ir al baño. Cruzó el pasillo discretamente y como sin querer se aso-

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mó a ver a su madre atareada con el sacudidor y la escoba, cepillo y cubeta con jabón y agua. Entró en el baño y entonces se le ocurrió que le diría a su madre que no se molestara, que descansara y que ella arreglaría el cuarto de su hermano. Encantada con su idea se apuró pero entre tanto llegó Enrique que, desapercibido, ignorante y desconocedor de la espada que pendía sobre su cabeza, se metió a la cocina; vio a Pili sola comiendo galletas “Marías” sin freno ni taza, constató que en el patio no esta-ba su madre, se percató del silencio que reinaba en la casa y se le puso la piel chinita: algo estaba por suceder. Salió de la cocina con Pili en los brazos y desde la sala comprendió que su madre estaba en su cuarto haciendo algo endiablado.

Celia estaba a punto de salir del baño y poner en acción su plan, cuando la paralizó el grito des-garrador de su madre, seguido de un lamento tan profundo que por un momento pensó que real-mente le ocurría algo grave. Salió al pasillo y se encontró con su madre deshaciendo un envoltorio de papel periódico del que caía la hierba verde y fragante con todo y semillas. “¿Qué es esto, grita-ba la mujer, qué es esto?”, mientras del envoltorio seguían cayendo ramas verde limón y Enrique se quedaba petrificado en el último escalón sin saber que lo consternaba más, que su madre lo descu-briera o la pérdida de su tesoro.

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“¡Es marihuana, Dios mío, marihuana!” Grita-ba la mujer en un espasmo de teatralidad natural, mientras Celia quería como desaparecer la eviden-cia pensando en qué pensar, en qué decir, en qué inventar, agachándose, entrando en el cuarto de su hermano, el closet abierto con los calcetines como muéganos pero oliendo a queso, diciéndose: “este idiota está perdido, perdido”, salió y ya no hizo nada, se quedó como estatua. Entonces Enrique terminó de subir las escaleras, dejó a Pili en el sue-lo y se fue sobre la hierba, queriéndola meter de nuevo en el envoltorio de periódico. “Es té Chino mamá, me lo trajo un amigo de la escuela que su papá fue a China”, dijo. Su madre se lo quedó vien-do un momento ya sin gritar: “Que té Chino ni que la tiznada, ¿qué crees que soy idiota? Esto es mari-huana y tu eres un marihuano”. Y entonces se puso a llorar sentada en la sillita junto al teléfono. “Está bien, mamá, tienes razón, sí es marihuana, pero no es mía, es de un amigo que me pidió esconderla aquí mientras pensaba qué hacer con ella”, le dijo Enrique inclinándose a su lado. Su madre quiso creerle un momento, quiso aferrarse a esa mentira, pero en el fondo de su corazón no pudo. “Cállate”, le dijo mientras se paraba dándole una sonora bo-fetada. “¿Qué iban a hacer con ella?, desgraciado, pues fumársela”, y en un arranque de furia lo aga-rró por los pelos y lo zarandeo de lo lindo. Tomó

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la marihuana, la envolvió como pudo y se la metió en el delantal. “Ya verás cuando llegue tu padre, mamarracho”, dijo y bajó a la cocina. Celia no qui-so escuchar más y se metió a su cuarto, dejando a su hermano en la desolación, y en el martirio de la erices, pero escuchó a Pili saludar a su padre que acababa de entrar y volvió a salir.

Su papá estaba en la sala mirando hacia arriba, recogiendo a Pili del suelo, después de bajar sola las escaleras, pero la tuvo que bajar enseguida porque su mujer ya se le venía encima con un paquete en la mano y acusando a Enrique de no sé qué. De mo-mento la escena lo desagradó, no le gustaba tener que intervenir en la vida de los muchachos o tener que castigarlos o meterles algún regaño. Venía can-sado de la oficina, harto de problemas y quisiera lle-gar a su casa a encontrar paz y descanso, cenar, ver la tele un rato y después dormir, dormir, dormir, como toda la gente. Pero ahí tenía a su mujer enfrente, con los ojos desquiciados y ese rictus neurasténico que la caracterizaba y que la hacía verse fea y vieja, como un hada desgastada. Por fin comprendió que lo que traía en el paquete que le enseñaba era marihuana y que su hijo era un marihuano de lo peor. Entonces pensó que dadas las circunstancias no le quedaba otra que darle su debida importancia al asunto. Él era de otra época, es cierto, pero no era tan cerra-do como para no comprender a la juventud actual,

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influida por el hipismo y las vanguardias estudian-tiles, etc. En el fondo no creía que fumar marihua-na fuera un delito, pero tampoco era un vicio muy bonito que digamos. Sobre todo, era muy vulgar… Enrique bajó también y se enfrentó a su padre con el mismo cuento del amigo. No le temía a su padre, lo consideraba un poco débil, aunque un buen sujeto, mucho más liberal que su madre, que se sentía de la alta sociedad. En el fondo lo despreciaba porque nunca le hacía caso, desde niño tuvo la sensación de que le estorbaba, de qué él no importaba, de que no valía mucho. Y ahora se le iba a poner al tiro… El padre tomó el paquete con cara de incertidum-bre y encaró a Enrique con energía. ¿Cuál amigo? Su nombre, dirección, nombre de los padres. ¿No se lo podía decir? ¿Era un secreto? Mentiras, no ha-bía tal amigo. ¿Y la escuela? ¿Las calificaciones? Los maestros, el director. ¿Qué podía decir en su defen-sa? Nada. Quería buenas calificaciones, un joven de bien, nada de salir en un mes, nada de prestarle el coche, cero dinero, cero tele. Encerrado en su cuarto. Pedirle perdón a su madre. He dicho. Y contéstame una pregunta: ¿por qué fumas esa porquería?

---- ¿De verdad quieres saber?, le contestó Enri-que, si nunca te ha interesado nada de lo que me pasa. ¿Cuándo has hablado conmigo o platicado sobre mis cosas? ¿Qué sabes de mí? Sí nunca te he importado un carajo, viejo.

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---- ¡No me hables así!

---- Perdóname, pero desde que tengo memoria te he visto metido en tus cosas, arreglando el coche o leyendo el periódico sin importarte qué era de mí o de mi hermana. No sabes lo que nos gusta o no nos gusta, si estamos bien o nos falta algo.

---- ¡Nunca les ha faltado nada!

---- No hablo de cosas materiales, comida o ropa. Hablo de interés, de cariño, de acercamiento. ¿De dónde te sale ahora ese interés por mí? Es pura falsedad, pura pose, porque así se tiene que com-portar un padre, pero en el fondo no te importa… Mamá, ¿no te das cuenta?

---- ¡No le hables así a tu padre! Sea como sea, le debes respeto.

---- ¡Váyanse al carajo los dos! Ya me tienen has-ta la madre con sus convencionalismos, gritó, a mí y a mí hermana…

---- Oye, a mi no me ayudes, compadre…, dijo Celia, que estaba parada en el primer peldaño de la escalera, aterrada y a la vez entusiasmada por la actitud de su hermano.

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--- Siempre peleándose o discutiendo, amarga-dos, hartos uno del otro, fingiendo que somos la fa-milia perfecta. Mamá, tú con tus aires de grandeza, papá, tú con tu debilidad y tu conchudez. Fumo marihuana para olvidarme un rato de ustedes.

---- ¡Ya te dije que no me hables así!

---- ¡Pues no me fastidies!

El padre creyó que lo que se debe hacer en esos casos es sentirse ofendido en su autoridad y reac-cionar con violencia y vigor, aunque en realidad estaba apabullado por los reproches de su hijo, así que se envalentonó y trató de agredir a Enrique con una bofetada, pero este se puso en guardia, dispuesto a defenderse, y con tal decisión brillan-do en sus ojos, que su padre titubeo y se hizo para atrás. Celia de tres brincos se puso a su lado y lo jaló del brazo, evitando que las cosas pasaran a mayores. Enrique la siguió con gusto, aliviado de la tensión y de tener que afrontar a aquel pelmazo, mientras sus padres se quedaban abajo, perplejos, atónitos, discutiendo, echándose la culpa el uno al otro como siempre. Pili, mientras tanto, miraba, olvidada, ora a sus padres, ora a sus hermanos, esperando que alguien se acordara de ella, pero nadie lo hizo.

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Celia lo metió a su cuarto y ahí Enrique dio rien-da suelta al caballo de su ira, a su desilusión, a su hastío, sin evitar que Celia lo regañara por tener el cuarto sucio después de que su mamá le pidió mil veces que lo arreglara. “Además, le dijo, por qué no escondiste bien el cartón. Qué bruto eres” “Pero por otro lado, reconoció, qué bueno que les dijiste todo eso, a ver si les sirve de algo”. “Da lo mismo, dijo Enrique, ya que más da. Pero te juro que en cuanto encuentre trabajo me largo de aquí, y tú de-berías hacer lo mismo”. “Para qué, ¿para morirme de hambre? Para las mujeres es más difícil”. “Sí, ya sé, prefieres casarte con tu Mamario”.

“Oye, ¿Quieres pleito también conmigo?, Mario no es ningún idiota”. “Está bien, perdóname, pero es que estoy hasta la madre, hasta estoy pensando irme de una vez a vivir con mis amigos, en el ba-rrio, con ´los amigos del diez´. “¿Con los chavos banda? En la vecindad. Ya ni la amuelas”. “¿Por qué?, ellos si son chidos, son a toda ley. A propósi-to, la otra noche me encontré a una amiga tuya, de la secundaria, me dijo que se llama Norma, trabaja allá, en el restorán de mariscos”. “¿Norma? ¡Qué buena onda! Me gustaría verla, en la secundaria éramos muy amigas… pero no sé, a Mario no le gustaría nadita”. “Pues si te decides te digo luego cómo llegar a su trabajo, y donde está la vecindad

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de la banda, para que vayas conociendo a mis cua-tes”. “Ni falta que me hace, pero bueno, ahora ya vete para tu cuarto y ponlo en orden, ¿eh? Y ya no te metas con mis papás, déjalos”. “Órale, chido, nos vemos al rato”.

Enrique se metió a su cuarto y Celia se quedó pensando en Norma, en que le gustaría verla, pero también en que era la persona menos indicada para ser su amiga, ahora que andaba con Mario. Ella le enseño a fumar de las dos cosas, tabaco y marihua-na, y con ella iba también a las fiestas, y a “fajar” con los chavitos. No. A Mario no le gustaría nada, y Mario era lo mejor que tenía en la vida. En eso se acordó de Pili y bajó corriendo a buscarla.

18

El sol rojo, gaseoso, relumbraba en la punta de las antenas, que lo herían sin piedad, como negras arañas de acero, que pretendían hacer estallar aquel globo, en sonora carcajada de jaulas para tender la ropa, alambres de alta tensión, manteles lavados, camisas gastadas, fondos orlados, calcetines dese-chos en llanto y el pañuelo del novio de la criada, como bandera del regimiento de lavanderas.

Atardecía.

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Y el globo estalló y se desinfló, y las nubes se rasgaron en colores y se incendiaron, y por fin la bola de gas se apagó y sólo quedaron las chispas que son las estrellas.

Y Mario se asombró, inmovilizado, con el libro en la mano, separadas las páginas con el dedo índi-ce, con las letras brillando en sus ojos, que son otras tantas estrellas brillando en la pupila de la noche.

Comenzó a enfriar y Mario cerró la ventana y las cortinas de su cuarto, dejó el libro sobre su es-critorio y fue a prepararse un café en la cocina. El departamento estaba a oscuras y encendió una lám-para de la sala. David todavía no llegaba, aunque eso para nada lo extrañaba, pues no tenía horario fijo, ni siquiera probable, para llegar a casa. Es más, llevaba una vida de lo más extraño. Por lo general, después de volver del trabajo, si no tenía que salir, o algo qué hacer, se ponía a platicar con él. Ma-rio siempre estaba en la mejor disposición después de tantas horas de estar solo, leyendo y pensando. Hablaban de cosas baladíes, como si David no su-piera de qué hablar con él, o cómo si evitara tratar un asunto importante, que le inquietaba. Otras ve-ces, se ponía a ver la televisión sin decir palabra, se forjaba y fumaba un toque sin más contemplacio-nes, o hacía toda suerte de cosas en su cuarto, que a Mario le hacían sospechar si vendría en sus cinco

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sentidos, porque a veces llegaba borracho o dro-gado, pero siempre animoso y alegre. Después de semanas de vivir con él, comenzaba a preguntarse qué clase de vida llevaría su amigo y con qué seres. Se había empezado a formar la idea de que tenía bruscos cambios de humor y de actitud, de forma de ser, como si se desdoblara y en el día fuera una persona y por la noche se transformara en otro ser que corría extraños y oscuros caminos, como otro Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Era una sensación singular. Nunca le decía donde iba ni de dónde venía, quie-nes eran sus amigos y a qué se dedicaban. Sus sa-lidas nocturnas eran un misterio, no le comentaba de su trabajo, ni siquiera donde quedaba, en qué consistía y que hacía en él, es más, no le decía nada de nada. Era un extraño.

Pero adivinaba que andaba en malos pasos, que hacía cosas indebidas, que se juntaba con gente os-cura y sospechosa, que sólo salía de noche a reco-rrer los sórdidos barrios de alrededor. Era como si llevara dos vidas. Una de día, luminosa, de cara al mundo, de trabajo y responsabilidad, y otra de noche, oscura, misteriosa, prohibida, llena de pla-ceres insólitos, de actividades truculentas que era necesario ocultar, callar. Dos vidas en dos mun-dos, incomunicados, separados, entre los que solo él podía desplazarse sin sufrir daños, ni morales ni físicos. ¿Sería por una mujer todo aquel miste-

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rio? ¿Sería una banda de delincuentes? Sospecha-ba de lo segundo, y sentía curiosidad por conocer aquellos mundos, aquellas gentes, aquellas mora-das subterráneas, aquella sub-vida, donde todos los gatos son pardos. Tenía la idea que de aquellas experiencias obtendría material para sus libros, para su estudio del Hombre, de los marginados y pobres, de los desheredados. Los campesinos e indígenas en el mundo rural, y los chavos banda de los barrios pobres de la ciudad en el mundo ur-bano. El Otro México, el México subdesarrollado, miserable, abandonado, explotado, olvidado. Ahí estaba su obra. Y al instante se le presentó a la ima-ginación un David superior, por cuanto que cono-cía los dos mundos, el luminoso y el oscuro, como otro Demian, en tanto que él solo había vivido y construido su experiencia de la vida con base en uno solo, el mundo claro, regular, protegido, de niño bien de clase media, ajeno a los dolores y su-frimientos sociales de este mundo, de este pobre país que era el suyo.

Le afligía, sin embargo, el hecho de que su ami-go cayera, que se hundiera en los abismos del vicio y la delincuencia, en esa especie de sub-cultura de la pobreza y de la ignorancia, donde se cultiva la violencia y el mal, donde escasea la conciencia y la luz, las expectativas sanas. Sí, una cara al día y otra a la noche, en un juego de bien y mal, de blan-

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co y negro, de infierno y paraíso, ese era el juego que David se traía entre manos, y él no podía ha-cer nada porque no lo invitaba a participar, porque le bloqueaba el camino a ese mundo, tal vez para protegerlo, impidiéndole tener las experiencias de la vida, más allá de los libros, que podría tener para escribir con la verdad en el alma, para ver, para constatar lo que los poderosos le habían hecho al pueblo y después decirlo, expresarlo, mostrarlo a la gente que vivía en el mundo feliz con su Soma, su droga de la felicidad, y hacer conciencia, elevar la conciencia social, la conciencia de clase, la con-ciencia política, la conciencia histórica, la concien-cia nacional, que tanta falta hacía en el país. Esa era su meta. No quería volverse un vicioso, sino un testigo, saber más, vivir más, ser más, y después, expresarlo. Su tema era la conciencia. Llegar a to-dos los rincones donde estuviera el ser humano, para analizar, desmenuzar, conocer la profundi-dad de la naturaleza humana, como otro Diógenes que con su luz va buscando al hombre, va buscan-do amigos, aunque sólo encuentre a puros ojetes deshumanizados, enajenados y sumidos en el jue-go del dinero y el consumo.

El agua hirvió y se preparó el café en el momen-to preciso en que se abrió la puerta y entró David con prisa, pasó a su lado sin apenas saludarlo y se encerró en su recámara donde abrió y cerró varias

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veces las puertas del closet, para después salir con una larga gabardina militar y un envoltorio escon-dido bajo el brazo por dentro del impermeable. Le dijo: “luego nos vemos”, y se marchó.

Mario se quedó un momento parado a mitad de la sala, intrigado, intranquilo, reflexionando, cuando tomó una decisión, y a pesar de sentirse mal por ha-cer algo indebido, se metió al cuarto de David, abrió el closet y se puso a buscar algo que no sabía exacta-mente qué era, pero no tardó mucho en encontrarlo. Un gran costal, al fondo del closet, cubierto de varias capas de ropa sucia, ya medio vacío, conteniendo marihuana en gran cantidad. Sacó una rama, y sen-tado en la cama se la quedó mirando un rato, tratan-do de comprender algo que se le escapaba. ¿Era para él solo? No, desde luego. Aquella cantidad era el re-sultado de otras intenciones: venderla. Claro que sí, ¡David era un traficante de drogas! De marihuana y quién sabe qué más. Por eso tanto misterio, por eso la doble vida, la fachada falsa. ¿Qué pensaría? ¿Por qué lo haría? Dinero no necesitaba, pues lo gana-ba trabajando, aunque tal vez quisiera más, mucho más. ¿Pensaría que vender droga a los jóvenes era bueno, correcto? No, lo más seguro es que eso le va-liera madres y que únicamente le interesara el dine-ro y asegurar su dosis personal. Entonces, David era parte de la podredumbre de la sociedad. ¿Con quién traficaría? ¿En qué mundo vivirían esa sub-vida?

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¿En qué subsuelo? Pensó en hablar claro con él, cues-tionarlo sobre su conducta, pero no, le parecería un niño cursi y ridículo, y decidió lo contrario. Prefería observar y esperar, buscar la ocasión de infiltrarse en su medio, meterse al barrio, de ver con sus propios ojos el mundo del vicio, la degradación y la delin-cuencia. Tener ante sus ojos el oculto mundo de la realidad humana, escondido tras la fachada de la de-cencia y la honradez, oculta en madrigueras, como las ratas. Así era David. No entendía por qué se vive otra vida, por qué la necesidad de desdoblarse que tienen los viciosos, de ser otro, de ser dos.

Y ahí estaba él, queriendo llevar la luz y la con-ciencia al mundo con sus libros. ¡Qué ingenuo! No obstante, era necesario intentarlo, y para eso, tenía que experimentar, que ver, las dos caras de la mo-neda. No había peor lucha que la que no se hace. No se podía cerrar los ojos a los males de la socie-dad y hacerse de cuenta que nada pasaba, hipócri-tamente. O tolerarlo y llegar incluso a pensar que todo esa miseria era natural, normal. Si se hacía eso, ¿Qué objeto tendría estudiar, enseñar, tratar de prosperar? ¿De qué serviría el arte, la ciencia y la cultura? De nada. Y todo sería una gran estafa, una gran burla, una mascarada, una enorme fal-sedad. Por lo menos, no quería eso para su vida. Había que pintar de blanco eso negro, llevar luz a la oscuridad.

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De pronto, en un súbito arranque, tomó un puñado de la hierba, acomodó todo como estaba, cerró el closet, salió del cuarto de David, y como pudo, sobre su escritorio, sin limpiarla, con varas y semillas, en un pedazo de papel, forjó un carrujo todo chueco y mal hecho y lo encendió. ¿Qué cara-jo de maravilloso tiene esto? Pensó y empezó a fu-mar. De inmediato tosió y lo que más lo desagradó fue el apestoso olor y el amargo sabor de la hier-ba quemada, aún más molesto que el del cigarro y que le provocó náusea, pensando con resignación que aquel sería el paso escarpado y peligroso que abría el camino al paraíso. Algo así como un rito iniciático, lleno de dolor y sufrimiento, que permi-te después el goce de la divinidad. El estómago se le durmió y cesó el impulso de volver con violen-cia, pero entonces la cabeza comenzó a dolerle de manera atroz y las sienes a palpitarle y en general a sentir todo el cuerpo vibrátil y desajustado. Dejó el toque en el cenicero del escritorio que tenía más bien de adorno, para depositar monedas, y tamba-leante, se incorporó y asomó a la estancia. Sus per-cepciones visuales y auditivas no eran las mismas. Cerró los ojos y se dio cuenta de que oía más, de que captaba infinitamente más detalles finos, que de lo común no notaba. “Lo que sucede es que se concentra más la atención”, le dijo su intelecto, pero no le dio mucha importancia, como si las explica-

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ciones salieran sobrando. Abrió de nuevo los ojos y en la semi penumbra de la sala, la luz adquirió otra textura, una consistencia casi líquida, con destellos de fosforescencia, algo parecido a mirar una pecera iluminada. “La visión se altera, se dijo, la y el oído se agudiza”, pero estarse explicando a cada paso lo que sentía dejó de interesarle, o se le olvidó… Ya no tenía náuseas ni dolor de cabeza, sentía más bien un bienestar generalizado, cómodo. Se sentó en un sillón y contempló maravillado como las di-mensiones del departamento cambiaban, hacién-dolo un inmenso salón cuyas puertas daban paso a mundos insospechados, y las notas de la melodía que se escuchaba en otra galaxia y que llegaban hasta él, eran como gotas de agua que explotaban en sus oídos. Y al quererse llevar la mano derecha a la cara para restregársela, la vio venir en cámara lenta, marcando distintamente las diferentes fases de su movimiento, y entonces ensayó con su otro brazo y confirmó que sí, se movía en cámara lenta y el tiempo se estaba deteniendo. Una sensación de angustia se agolpó en su pecho y en su gargan-ta, como un monstruo que lo atacara, invisible y malévolo, pero lo soltó cuando recordó que estaba bajo los efectos de aquella hierba extraordinaria. Pero no pensó por mucho tiempo, pues una pin-tura, colgada en la pared de enfrente, que en otra época, en otra era, en otra vida, estuvo en el cuarto de su padre, le llamó, le habló. Era el retrato de

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un viejo de piel curtida, un campesino, sin lugar a dudas, de piel morena y grandes arrugas, con som-brero, cuyos ojos miraban fijamente, aunque con dulce sabiduría, que lo miraba a él con atención, vivo, y una barba aún no blanca del todo en la que Mario se perdió porque se le figuró de inmediato como la entrada a una gran cueva horadada en la roca de una montaña, a la que llegaba en un ocaso, en medio del crepúsculo. Y sintió como se metía en aquella cueva y cómo en su trance las paredes de aquella cueva se iban deslizando hacia atrás, y el camino se volvía cada vez más estrecho. Esta-ba fascinado por aquella caverna en la que poco a poco se introducía, hasta que llegó al fondo y se detuvo ante una gran piedra que parecía un sarcó-fago, de tintes rojizos, con la división perfecta de las dos mitades. Ahí estaba, al centro de la cueva, que extrañamente siempre había estado iluminada, esperando que alguien la abriera, y esperando con enorme ansiedad a que se abriera sola y revelara su secreto, a que apareciera el ser que moraba dentro. ¿Quién sería? Entonces un cambio de percepción motivado por el fin de la melodía que escuchaba lo hizo darse cuenta de que aquella piedra era la boca del anciano del cuadro y que las paredes de la cue-va eran su barba. Comprendió entonces que la ma-rihuana te ayudaba a entrar en otro mundo, en otra realidad, que seguramente estaba dentro de ti, en tu inconsciente, que se elevaba y salía a la superfi-

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cie, y que te podía revelar secretos importantes. No supo cuanto tiempo pasó en aquella alucinación, pero estaba exhausto, aturdido, deseando regresar al mundo ¿normal?, sin quererse explicar nada por ahora, y como pudo, casi recargándose en la pared, cayó en su cama y se quedó dormido con todo un universo de imágenes, formas y colores dándole vueltas en la cabeza, cuestionándose si los vicio-sillos del barrio fumarían la mota para tener viajes espirituales o por la pura diversión de sentir cosas raras. ¿Cuál era la fascinación de la droga?

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Dios nos creó para reírse de nosotros, comandante.

Un día, de pronto, la madre de Edgar despertó de su letargo habitual, con la idea de que su vida era una burla, un chiste sin gracia, un globo sin gas, una noche sin estrellas, una estrella sin luz. Pero en aquella mañana, el sol se levantaba esplendoroso, festejando la vida, y ella tiene qué hacer.

Mira en su buró el reloj despertador que tiene ya años parado, fijo para siempre en las seis horas y se inquieta porque ya es tarde y hay que prepa-rarles el desayuno a los niños para que se vayan a la escuela. Quiere levantarse con la agilidad de su juventud, pero su cuerpo, acostumbrado a la in-

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movilidad, no le responde con presteza. Se extra-ña, piensa que debió dormir torcida. Logra por fin incorporarse y poniéndose su bata, sale del cuarto a la cocina. La casa es diferente, no, es la misma, lo que pasa es que su marido debió mover los mue-bles, aunque ella recordaba vivir en un cuarto piso y no en la planta baja. Ha der ser muy temprano porque nadie se ha levantado aún. Se mete a la sala y se queda mirando un rato los muebles y los ador-nos, las figuritas y los cuadros, algunos los recono-ce, otros no. Una sensación extraña la sobrecoge, es como si las cosas, de varias vidas y de muchos sueños, estuvieran reunidas todas en la misma es-tancia. Hay que hacer el desayuno. Regresa a la cocina y no se acuerda y se mete al baño, donde debería estar la cocina. Otra puerta y sale al patio. No había patio, ¿o sí? Encuentra por fin la cocina y quiere calentar el agua, sacar el café y el azúcar, poner un sartén en la estufa, sacar los huevos, po-ner los platos y los cubiertos. ¿Cuántos? Dos niños, tres niños, cuatro niños… ¿Dónde están las cosas? Aquí están los vasos, no, son los platos; aquí de-ben estar el café y la azúcar, no, están los vasos; los cubiertos están en el cajón de la derecha, no, ahí están los manteles. ¿Quién cambió las cosas de lu-gar? Por fin, aquí está la olla para calentar el agua, ¿y los cerillos para encender la estufa? El refrige-rador también se ha movido de lugar y ya no está junto a la puerta, ahora se ha puesto detrás de ella,

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y la alacena con el cereal y los huevos se ha desli-zado mientras tanto a la derecha y se ha encogido y cambiado de color, el garrafón del agua aprove-chó mientras tanto para rodar hasta quedar junto a la lavadora, que a su vez caminó rápidamente en un descuido hasta quedar junto a la puerta del pa-tio, la misma ventana de la cocina se ha movido a la pared opuesta y cambiado su ropaje de cortinas floreadas en lugar de las frutas de antes. Comenzó a dar vueltas sobre sí misma presa de vértigo y de angustia. ¿Dónde estaba? Salió de nuevo a la es-tancia y los muebles, endemoniados, movidos por una magia sorprendente, también habían cambia-do de lugar. Ya no era la casa de recién casada. La sala brincó y se puso en el lugar del comedor, el co-medor se corrió a donde antes estaba la sala. Ahora era la casa donde nacieron sus hijos chicos, cuando él se fue. Pero la vitrina con las copas y las jarras de cristal cortado se deslizaron hacia la esquina y la mesita del teléfono y el banco para sentarse a hablar corrieron hacia la izquierda, junto a la en-trada de la cocina, ¿o era el patio? Estaba en la casa nueva, muchos años después. El tiempo y las cosas habían enloquecido y ella giraba en un torbellino donde las horas, los años y los días danzaban en un baile embrujado. ¿Cómo podía ser eso? Se tapó la cara con las manos y se sintió desfallecer. Vol-vió a mirar y entonces una viejecita de trenzas y ojos brillantes entró del patio a la estancia y la miró

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sorprendida. Eso la confirmó en su idea de que se había equivocado de casa, allá en el pueblo, y ha-bía dormido en otra casa. Era la época en que iba al psiquiatra y era soltera. Estaba en Morelia. ¿Qué había pasado? Lo más seguro es que estuviera so-ñando una pesadilla… Pero no era tal pesadilla, la anciana indígena la miró otra vez y la quiso tocar:

---- ¡Señora! ¿Qué le pasa? Venga, siéntese, cál-mese, ahorita le preparo su té y le doy su medicina, le dijo.

Ha de haber contestado: “¿Quién es usted?” porque la anciana de cabellos grises y mirada dul-ce le dijo: “Soy María, señora. Venga conmigo”.

María, María… Sí, claro, era María, la niñera, la sirvienta, la nana de su marido. Sí, María, en su casa, en la nueva colonia, sus hijos ya eran grandes, su esposo se fue y se casó con otra. “¡Dios mío!”, se dijo, ¿qué ha sido de mí en todo este tiempo? ¿Dónde he estado?” Y entonces lo recordó todo. Se pegó con angustia a la pared y el terror se apoderó de sus miembros. ¡Estaba loca! Nunca se había cu-rado, al contrario, su mal había aumentado con los años, ¡Qué horror! En eso Marta y Edgar salieron de su cuarto y se unieron a María en su asombro y preocupación por su madre, que había vuelto a otro de sus momentos de lucidez.

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La madre se abrazó de Marta, que por ser la ma-yor era la más cercana a su corazón y a los tiempos en que estaba menos enferma, pero miró también a Edgar y le hizo un cariño en la mejilla, y con ambos se fue a su cuarto, mientras María atendía a los her-manos chicos que una vez más veían extrañados y confusos a esa madre que apenas les hacía caso ni en sus momentos de rara lucidez.

La acostaron, platicaron con ella de todos los sucesos de los últimos tiempos, sacaron el álbum familiar con fotografías de distintas épocas, recor-daron y rieron. Después le dijeron que la iban a lle-var al doctor, que la iban a curar. Ella solo reía y los miraba embobada. Marta y Edgar llegaron tarde a sus respectivas ocupaciones y su madre fue feliz esas horas mirando las fotos, los recuerdos en una servilleta de papel, la cucharilla de las papillas de Edgar, una flor seca de algún galanteo antiguo, un botón, una chambrita. Poco a poco se fue calman-do y se quedó dormida y Marta y Edgar llegaron a la decisión de internarla en un sanatorio para en-fermos mentales lo más pronto posible, mientras Marta le acariciaban la cabeza con ternura y Edgar tenía los ojos como manantiales. Sí, Dios nos hizo para tener de quien reírse, en nuestra alegría, en nuestro dolor, un dios terrible.

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CAPÍTULO CUATRO

(E-mail 20 a 25)

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Cadenas, cuchillos, picahielos, navajas, bóxers, palos, fajillas, piedras, toda clase de armas estaban reunidas en la vivienda de los amigos del diez. ¡Los Chochos Plus Band estaban en pie de guerra! Sus enemigos eran la Banda de la Calzada, que se habían pasado de listos y no pagaron su droga, se fueron de lizos, se pasaron de reatas. Esa ofensa se lavaba con sangre. Pagar o morir. En cuestiones de negocios, y sobre todo de este tipo de negocios, co-mandante, usted lo sabe mejor que nadie por ser un ex policía, no hay perdón ni tribunales. Las deudas de drogas se pagan caras. En aquellos años de mi juventud, las bandas de chavos de barrio se cobra-ban a golpizas, hoy, casi cuarenta años después, los sicarios de los carteles de la droga se cobran con la vida, a balazos, disolviendo a sus enemigos en ácido, o cortándoles la cabeza, acribillándolos en bares, en plazas o donde se hallen, a plena luz

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del día y matando, de pilón, a unos cuantos ino-centes que por mala suerte estaban ahí. La podre-dumbre moral ha convertido a estos mafiosos en monstruos inhumanos. En aquellos años cuyos su-cesos le cuento, aún no se llegaba a tanto, pero ya se estaba en camino de eso, pues la exaltación en la vecindad era enorme. En la vivienda de Gerardo se empezaba a reunir la banda y ya estaban presentes la Negra, Ramón, el Guicho y el Pastillas, y se espe-raba a muchos más. La gente de la vecindad mira-ba el alboroto y se hacía cruces y pasaba de largo. Sólo esperaban la caída de la noche para irse sobre los enemigos defraudadores.

---- Muy bien, mis chavos, les decía Gerardo conforme iban llegando, agarren su arma y escón-danla bien, que la tira no se vaya a dar color. Una vez con su espolón, cada quien se va por su lado y nos reunimos en el parque, del otro lado de la cal-zada. Muy abusados y mucho valor, mis chavos, mucho temple, nada de abrirse, nada de rajarse, porque al que se arrugue, después aquí lo ajusti-ciamos. ¿Entendido?

Los chavos asentían, tomaban su arma y se iban. Llegaron Edgar y Enrique, y hasta José, el mariachi, se pareció, muy desvelado pero listo para la pelea. Solo faltaba David. Mientras tanto, para tomar valor y fuerza, se metieron un toque,

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unos chochos chidos para arriba y unos tragos de ron con coca cola.

---- ¡Hijos de su puta madre!, decían para poner-se a tono, se la buscaron y se la encontraron. ¡Aho-ra, o nos pagan o les rompemos toda la madre!

---- ¡Así se habla! Vamos a romperles su pinche madre a todos esos ojetes culeros, gritaban.

Entonces llegó David, algo retrasado pues sa-lió más tarde del trabajo, y de inmediato tomó sus armas, se fumó un toque, se metió unos chochos, se aventó un trago al coleto y dijo: “Listos”, y se pusieron en marcha. Cerraron bien la trampa del piso, dejaron abierta la chimenea, cerraron con candado la puerta de la vivienda y, avante, salie-ron a la calle para reunirse con la banda en el par-que, más allá de la calzada, fuera de su territorio. Era una noche gloriosa.

En el parque ya estaba reunida el grueso de la banda, todos con sus pantalones ajustados, sus bo-tas con estoperoles, sus cinturones con fajillas an-chas, sus chamarreas negras de cuero y sus palia-cates en la cabeza, al estilo Morelos, o con gorras con la visera hacia atrás, lentes oscuros y churro en la boca. Llegaron los jefes, David, Gerardo, la Negra, detrás Enrique, Edgar, algo nervioso, José

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y Ramón. Se reunieron junto a los columpios y Gerardo gritó como un general arengando a sus tropas antes de la batalla, como un Aníbal, como un Alejandro, como un Napoleón, como un César: ¡Ora es cuando, mis Chochos Plus Band, hoy te-nemos que demostrar, una vez más, que somos la banda más chingona de la ciudad y que nadie se pasa de verga con nosotros! Hasta los panchitos nos tienen miedo. Vamos a ponerles en la madre a los cabrones de la banda de la calzada. ¡Adelante!, gritó David, y la masa de chavos, gritando hurras, se puso en movimiento.

Con cautela, dispersos por las calles oscuras, casi en penumbras por la deficiente luz pública, la banda se fue internando en el barrio enemigo, un grupo por una calle, otros por otras, callados, concentrados. David, Edgar y su estado mayor ca-minaban por las calles que daban directamente a donde estaban los chavos de la otra banda, según indicaciones de sus espías, la cuadra donde solían juntarse a tomar cervezas y oír música a todo vo-lumen, sin que los vecinos, o las patrullas, se ani-maran a callarlos, porque si lo hacían, les iba peor. Mejor dejarlos que echaran relajo hasta que se can-saran y después se fueran. Pero en esta ocasión no había música, los chavos de la Banda de la Calzada estaban recargados en la pared, cheleando, vien-do una cascarita de futbol de los muchachos de

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la cuadra, despreocupados y gritando, silbando y mentándoles la madre a los jugadores que no les agradaban o que cometían algún error.

---- ¡No seas pendejo, Martín, pégale directo a la portería!, gritaba uno.

---- ¡Ah! Cómo eres pendejo, pinche Pañales, quítale la pelota, gritaba otro.

Edgar y David llegaron a la esquina de la calle y observaron el juego y a los chavos de la banda recargados en la pared, eran como quince. Los ju-gadores de futbol no eran problema, no eran de la banda y saldrían despavoridos en cuanto los vie-ran. En cambio, ellos eran más de cuarenta. Mira-ron a las otras calles y cuando vieron posicionados a los demás en sus respectivas esquinas, se acer-caron al grupo de mirones de la cascarita a paso lento, tranquilos.

Los otros, en cuanto los vieron, se pusieron en guardia, pero no se arredraron, tenían cojones. Nada más se fueron poniendo de pie y agrupán-dose. Los chavos que jugaban, al ver a los de la banda de los Chochos Plus Band, que se acerca-ban, recogieron la pelota y salieron pitando de ahí. La gente que miraba desde las ventanas y balcones se metió a su casa y cerró a piedra y

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lodo sus puertas y ventanas. Algunos transeún-tes que venían con sus niños del pan o de la tien-dita, echaron a correr para refugiarse en sus ca-sas. Ninguna patrulla se aparecía por ahí, y si hubiera pasado una por casualidad, se hubiera ido, pues se había dado el caso de que bajaban a los patrulleros y los madreaban, o incluso que sus patrullas acababan incendiadas. Estamos en el centro del barrio, en el meritito infierno, en los bajos fondos, en el averno.

David y Gerardo llegaron frente a los otros cha-vos y se los quedaron viendo fijo, con cara de po-cos amigos, y entonces la Negra se acercó al jefe de aquella banda y le habló:

---- ¿Qué pasó may? ¿Qué transa? Por ahí nos deben una lana, no se hagan pendejos. Se trata de un kilo de mota, guey, no es cualquier cosa. Que-daron de pagar hace un mes y no vemos ni madres de ni madres.

---- No hay billete, pinche Negra. No la hagas de pedo, cabrón, ¿Cuándo te hemos dejado de pagar? Dame más tiempo, hemos estado erizos de lana.

---- No, ni madres, pinche Mapache, ya te di dos prórrogas, cabrón. Venga la lana o va a haber pedo.

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---- ¿Cuál pedo, pendejo? No ves que somos un chingo, ustedes nomas son tres, mejor lléguenle an-tes de que nos encabronemos y les pongamos en su madre. Después les pagamos, no la hagas de pedo.

---- Cual después ni que nada, pinche puto, o me pagas ahora o les rompemos su puta madre.

---- Tú y cuantos más, hijos de la chingada, ora si ya me encabronaste, ora vas a ver lo que es bue-no, dijo, y se lanzó sobre la Negra, que lo esquivó. Los otros que estaban junto a la banqueta también se lanzaron sobre David y Gerardo, con las bote-llas de las cervezas y palos, cuando de las esquinas salieron corriendo a una señal de David, Enrique y Edgar, seguidos de toda la banda, dando gritos aterradores de batalla. Los chavos de la calzada se quedaron por un momento apendejados, pero como tenían cojones, aguantaron a pie el encon-tronazo. Se armó la batalla campal. Con todas sus armas en ristre, los de la banda de los Chochos arremetieron contra los de la Calzada con furia, golpeando, arañando, mordiendo, pateando, a pu-ñetazo limpio, a palo seco, a cadenazos. La batalla era desigual y pronto los Chochos tuvieron contra el suelo a los de la Calzada, ya gritando, ya san-grando, ya queriendo escapar corriendo. Sus cojo-nes se habían desinflado y lo único que querían era salir de ahí y librarse de la santa madriza que les

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estaban parando. La Negra, que ya tenía un pleito anterior con un miembro de la banda enemiga, le metió una madriza rápida pero demoledora al Ma-pache y se fue sobre un tal José*, lo persiguió, y a la mitad de la calle lo alcanzó y le metió un certero navajazo en el abdomen. José pegó un alarido es-tremecedor y cayó convulsionado a la calle. Todos voltearon a ver lo sucedido y los de la banda de la calzada aprovecharon el desconcierto momen-táneo para huir a todo trapo. David se acercó a la Negra y lo jaloneó.

---- Ya le diste en la madre, piche Negra. Ya lo mataste. Quedamos en que no iba a haber muertos, ya ni la chingas. Vámonos pitando.

---- Ya me la debía este cabrón, dijo la Negra todo jadeante y sudoroso, ya se la tenía sentencia-da. Además, así aprenderán a no pasarse de vergas con nosotros.

David lo empujó para alejarlo de ahí y des-pués Edgar lo jaló para salir corriendo. En cues-tión de segundos la calle quedó desierta, los Chochos Plus Band se alejaron, vencedores, rumbo a su territorio. Solo José quedó tirado, ensangrentado, a la mitad de la calle. No se oía un solo ruido.

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En su último e-mail, comandante, me dice que la vida se va como agua de la mano, por más que tratemos de aprisionarla, cerrando el puño; se es-capa y nos quedamos con la mano vacía. Así es la vida, se va como agua. Pero eso no es lo importan-te, comandante, lo importante es qué hicimos con nuestra vida, cómo vivimos, ya sea para el bien o para el mal, y al final, no quedarnos con la mano vacía. Yo observo que la gran mayoría de la gente que conozco y que veo por la calle, no vive como quiere, sino como puede. No trabaja en lo que quie-re sino en lo que buenamente puede, y es infeliz. Se nota en su cara. Espero que usted haya sido feliz, aunque lo dudo, lo digo sobre todo por el tono de sus lamentos ahora que está postrado en su cama, moribundo. La felicidad consiste en trabajar y ga-narse la vida con ese trabajo, como los artistas, so-bre todo, y los deportistas, y algún que otro afor-tunado, que es feliz con lo que hace. La mayoría tiene que ganarse la vida en trabajos miserables, monótonos o estúpidos, como los burócratas, por ejemplo, desperdiciando sus mejores años detrás de un escritorio. Usted, como policía que fue, quizá lo disfrutó, pero lo dudo, envuelto en tanta mierda. También influye, desde luego, el medio ambiente social en que nos desarrollamos, pues no es lo mis-mo que se nos vaya la vida como agua en una ve-

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cindad paupérrima, rodeada de ignorancia y vio-lencia, carente de todas las comodidades, que en el seno de una familia acomodada o culta. Eso es lo que le pasó a mi amigo David de aquellos años, un joven potencialmente capaz y noble, que se echó a perder en los bajos fondos del barrio infernal. So-bre él quiero contarle ahora algo.

Era en la noche. Mario estaba en su cuarto, sen-tado en su escritorio, leyendo un libro, alumbra-do por su lámpara de escritorio. El departamento todo en silencio. Me puedo ver, en la pantalla de la imaginación, como si fuera un filme, y como si fuera ayer, hace ya muchos años. Sí, ya corrió el agua, ya se me escapó entre los dedos. Leer era su pasión, devoraba libros de todos los autores y de todos los países. Ensayos, cuentos, novelas, tratados filosóficos, sociología. Era un intelectual en ciernes. Quería ser escritor. Y no es que se lo propusiera y fuera un acto de voluntad. No, en verdad disfrutaba con la cultura y deseaba de co-razón dedicar su vida por entero a ella. Quería ser profesor, científico, investigador. Tantas cosas. Los libros lo hacían pensar no sólo en lo que leía, sino en muchas otras cosas: en la humanidad, en la sociedad mexicana, tan injusta y desigual, en las mujeres, en la vida, en David. De pronto, mien-tras se abstrae en la lectura y su mente lo lleva por mil temas interesantes, oye que se abre la puerta

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del departamento y entra David, dando traspiés. Se levanta y va a su encuentro.

---- ¿Qué pasó David? ¿Cómo estás?

---- Algo borracho, ¿no ves?, contestó y se di-rigió de inmediato a la cocina, donde comenzó a prepararse algo para cenar.

Mario se quedó algo cortado por el tono brusco con que le habló, pero no dijo nada, solo lo obser-vaba. David fue a su cuarto, y mientras se calenta-ba su cena, se cambió de camisa y de chamarra y se acicaló en el baño. Después, regresó a la cocina.

---- ¿Vas a salir de nuevo?, le dijo Mario.

---- Sí, ¿por qué? ¿Algún problema?, contestó David y comenzó a comer. Sacó una cerveza del refrigerador y se la bebió.

---- No, ninguno, solamente decía. Pues como te veo algo tomado, pensé que ya te ibas a dormir.

---- ¿Algo tomado? Y lo que me falta, mi buen. Hoy me pienso poner hasta la madre. Es viernes, ya trabajé toda la pinche semana, ¿no? Además, tengo que ir con la banda. Tenemos que esconder a la Negra, un bato del barrio que el otro día se car-

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gó a un chavo en una bronca. Creo que lo mató. La policía debe andar ya sobre la pista. Y además, ¿a ti qué chingados te importa? Tú mete las narices en tus libros y no te preocupes por mí.

---- Sí me preocupo, pues eres mi amigo.

---- Amigos mis huevos y no se hablan. No creas, ya estoy hasta la madre de estarme sintiendo mal por tu causa. Escondiéndome para fumar mi mota, tratando de llegar sereno para que mi amiguito no me vea borracho. ¡En mi propia casa!

---- Yo nunca te he dicho nada.

---- Ni me lo tienes que decir. Si con tu pura actitud tengo suficiente. Todo modosito, muy decente, muy estudioso, un estuche de monerías. Todo un hombre de bien. Siempre bien portado, no dice groserías el niño, no toma, no fuma. Un santo. Un santo pendejo.

---- No soy ningún santo. Solo que así soy yo, no me gustan los vicios.

---- Pero a mí sí, me gusta ponerme hasta la ma-dre, ¿y qué? ¿A quién le importa?

---- A tus amigos, a la gente que te quiere.

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---- Mis huevos son tus ojos y mis pelos tus pes-tañas, ¿de qué te extrañas? A mí nadie me quiere, ya se murió la que me quería. Ni a ti tampoco, ya se te murió quien te quería. ¿Tú crees que te quie-re la gente? No, mi amigo, a nadie le importas un carajo. La gente vive su vida y se relaciona contigo por simpatías o antipatías, por intereses. Pero nada más. Todo mundo son unos pinches egoístas que nada más piensan en ellos, en su conveniencia. Y así debe ser uno también.

---- ¿Entonces no existe el amor, la amistad?

---- Eres un ingenuo. El amor surge por el deseo sexual. Como quien dice, te enculas. Pero ve lo que pasa. Se casan, se les pasa la calentura y empiezan los pinches pleitos. Y si falta el dinero, ¿para qué te cuento? El amor se va a la chingada. Y la amistad es una pura conveniencia, una falsa apariencia. Se juntan las personas para no estar solas, para hacer-se fuertes, buscando un apoyo, pero en el fondo no se importan más que ellos mismos. No mi cuate, el mundo es una mierda.

---- ¿Pero no crees que pensando así nunca va a mejorar la humanidad?

---- No seas pendejo. La verdad no sé si eres o te haces. A veces creo que navegas con bandera de

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pendejo para librarte de broncas. Si es así, está bien, es una forma que has encontrado para defenderte en este pinche mundo. Pero si lo dices en serio, es-tás en problemas. La humanidad nunca va a mejo-rar. Al contrario, cada vez va a ir peor, pues no se trata más que de una bola de culeros, ambiciosos y avariciosos que solo buscan su interés, su ganancia personal, y todo lo demás se puede ir a la chingada.

---- ¿Pero y los pobres? Los campesinos, los obreros, los indígenas…

---- Los pobres son unos pendejos desgraciados, agachados y lamehuevos que se merecen su pobre-za. Ahí los ves, trabaje y trabaje como burros para enriquecer a los patrones y estos explotándolos hasta que revientan como sapos y no hacen nada. Aguantando y aguantando, en lugar de levantar-se, unirse y mandar a los explotadores al infierno. ¡Son más, infinitamente más! Pero nada, ahí siguen de pendejos. Odio a los pobres. Pero también odio a los ricos, por abusivos, por explotadores, por oje-tes. Pero siquiera ellos son fuertes. No se dejan jo-der por los demás. Pero también son unos pobres diablos. No mi amigo, la humanidad es una mier-da y a mí me importa un pito.

---- La verdad es que me desconciertas. ¿De dónde te sale tanta amargura?

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---- ¿Cómo que de dónde? Mira, yo vi a mi ma-dre, sola y cargando con un hijo, trabajar como un burro para sacarme adelante y nunca salimos de pobres, ni le importaba a nadie un carajo. Vivíamos en una vecindad miserable, en un cuartucho apes-toso y nadie era para ayudarnos en nada. Todos los vecinos se hacían pendejos. Nada que la solidari-dad del mexicano. De la ayuda entre pobres. Pura madre, puros cuentos. Cada quien viendo por su santo y los demás que se chinguen.

---- Pero la Doña sí los ayudó.

---- La Doña es una buena mujer, pero como to-dos los ricos, cobra por su ayuda, ¿o qué crees que el departamento me lo da gratis? No, me cobra la renta que es, ni un centavo menos, ni un descuen-to de nada. Y el pinche edificio ya se está cayendo y entre los inquilinos tenemos que arreglarlo. No te engañes. Los ricos son ojetes, y hacen misericor-dia para evadir impuestos o porque temen que su alma se vaya al infierno. Ve a mi madre. Era guapa, un pinche militar gabacho la embarazó, le hizo mil promesas y después la abandonó. Y sus patrones andaban tras ella, haciéndole proposiciones inde-corosas o acosándola sexualmente sin tapujos. ¿Y quién se metió? ¿Quién la defendió? Nadie. Yo solo era un pinche escuincle pendejo. Y la pobre hacién-

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dole como podía, trabajando aquí y allá, hasta que reventó. No, mi cuate, no me hables de mamadas.

---- Pero algo se ha de poder hacer. Llevar la cultura, la educación, hacer conciencia entre el pueblo. Cambiar la mota por libros, las cantinas por escuelas.

---- Escuelas, libros. La gente lo que quiere es divertirse, gozarla, pasarla bien, no leer pendeja-das. Chupar, coger, pasear. Si vamos a la escuela es porque nos conviene saber leer y escribir, para el trabajo, pero nada más. En cuanto terminan la es-cuela, los libros a la basura y los maestros a chingar a su madre. Igual que yo, que sólo quiero disfrutar la vida lo más que se pueda y no volverme a pa-rar en una escuela nunca más en mi puta vida. Lo que habría que hacer es destruirlo todo, acabar con todo, negarlo todo y empezar de nuevo. ¿Sabes?, le prometí a mi madre cuando iba a morir, que termi-naría la escuela y sería “un hombre de bien”. Algo parecido a lo que tú eres. Por eso estudie y termi-né la prepa. Pero una carrera ya no, ¿para qué? Y ¿sabes? Fracasé. No pude ser el hombre de bien que mi madre quiso que fuera. Al contrario, me he vuelto un desmadre. Trabajo porque no me queda de otra, pero voy viendo que vender mota y drogas deja más que estar de pendejo jodiéndose ocho ho-ras diarias por un sueldo miserable. Además, me

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da güeva ser como tú. No más de verte todo el día lee y lee me da diarrea. No me lo tomes a mal. Eres un buen chavo, pero somos muy diferentes, somos opuestos. Tú eres una persona noble y buena y yo soy un hijo de la… para qué te digo. Y quiero que lo sepas de una vez. Voy a fumar mota cuando quiera, y a beber cuanto quiera, y voy a traer aquí viejas y a mis amigos de la banda y no me importa si te molesta o no, si te ofende o no, ¿entendido?

Mario estaba de una pieza, asombrado de toda la hiel, rencor y amargura concentrados en su ami-go, al que estimaba y por el que sufría al verlo así. No estaba de acuerdo con su manera de ver el mun-do, tan negro y escuro, tan desesperanzado. Para él era diferente, el mundo era luminoso y claro, solo la ignorancia, la pobreza y la falta de conciencia lo ensombrecía, pero esas lacras podían y debían des-aparecer. No quiso discutir más, decir nada más. Lo dejó terminar su cena y él también se tomó una cerveza. Tenía la boca seca.

David terminó de comer, se metió al baño, se arregló y se dispuso a salir, cogió su chamarra, re-buscó algo en el closet y salió a la sala.

---- No te me vayas a amoscar, mi cuate. No te estoy corriendo. Puede que el que se vaya sea yo. Sólo te digo eso para que sepas como soy y

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si ves aquí desmadres no te asustes. Eso es todo. Hasta la vista.

David salió, y Mario regresó a su cuarto, a se-guir leyendo, a seguir con su trabajo de posible escritor, pero estaba perturbado, trastornado. No sabía cómo enfrentar el lado oscuro de la vida, no sabía cómo empezar, de qué escribir. La tarea se le hacía inmensa y también a él, de alguna manera, lo corroía cierta desesperanza. Dejó el libro sobre el escritorio, y salió a la calle a tomar aire.

DONDE CONOCEREMOS LA HISTORIA DE DAVID Y DE SU MADRE DISDICHADA.

Pues sí mi buen, nos conocimos desde niños – me dijo Gerardo –, desde que él y su mamá, Lu-pita, se vinieron a vivir a esta vecindad. Yo vi-vía en la vivienda número 10 y ellos llegaron a la 24, de las más feas. Para entonces ya estaban bien amolados, y su mamá estaba enferma. Aún así, David iba a la escuela y se la pasaba toda la tarde en su casa, con su mamá, que se dedicaba, por las noches, a planchar ajeno. Hacía la tarea y ayuda-ba a la limpieza de su vivienda. Era muy serio y reconcentrado. No le gustaban las bromas y a la primera alusión a su madre, en la forma en que fuera, lo ponía como loco y le rompía el hocico al hablador. Eso sí, era muy entrón. Lo metieron

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a la misma escuela que yo. Ahí nos hicimos ami-gos, más que en la vecindad. Yo para entonces, con unos diez años, soy mayor que él, ya andaba con la palomilla, haciendo transas y travesuras. Era el embrión de lo que ahora son los Chochos Plus Band. Sí, la neta ya desde entonces empecé a malorear, robando por aquí o allá. Pequeños hur-tos, no creas, nada de importancia, y yéndoles a conectar su mota a los más grandes, todo muy a la callada, muy bajita la mano, a la de sin susto. Has-ta me hice cuate de unos policías, entre ellos de la Pulga, que ahora es ex policía, y nos ayuda con nuestro tráfico. Pero David, no, que va, era muy serio, muy correcto, muy decente. Y su mamá, lo que sea de cada quien, era muy bonita, muy mexi-cana, morena, delgada, de grandes ojos. Y muy trabajadora. Era viuda, o eso decía, y nunca les vimos parientes, ni abuelos, ni tíos, ni hermanos. Nada. Al parecer habían tenido tiempos mejores, pero como la señora era muy bonita, se tenía que salir de sus trabajos porque los patrones querían con ella, tú entiendes ¿no? La molestaban mucho y ella no daba su brazo a torcer. Ni modo. Se la pasaba todo el santo día trajinando, ya fuera la-vando en la pileta o planchando, como ya te dije, todo ajeno. Algunas de las vecinas riquillas le da-ban ropa, y algunas de sus amigas, que trabajaban de sirvientas en casas deveras ricas, le conseguían también qué lavar y planchar. Ganaba menos,

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pero así no tenía que aguantar a ningún patrón aborazado. Aunque no te creas, aún así, aquí mis-mo, en la vecindad, o en el barrio, andaban sobre ella, y Mario se ponía, chiquillo como era, hecho una furia. Hasta a uno ya grande, que lo llamó hijastro, le rompió el hocico. Era, y es, muy bueno para los madrazos.

Según parece, por lo que él me contó y mi mamá, que en paz descanse, supo por boca de la misma Lupita, vivió un tiempo en Estados Unidos. Resul-ta que hace muchos años, allá por los cincuentas, vinieron a filmar a México una película unos grin-gos. El abuelo de David, que se llamaba John Davis Jr., era productor de cine, muy metido en aquello de las películas, y vivía en Hollywood. Era inglés, y según David, vino a Estados Unidos en la misma compañía, Karno, en la que vino Charles Chaplin. Nació en el mismo barrio de Londres, Kennington, en que nació el gran cómico. Incluso trabajó, jun-to con éste, en las películas de Mack Sennett, un director de cine mudo, aunque no actuando, sino en el equipo técnico. Más adelante, mientras Char-lot se convertía en un éxito mundial, John Davis Jr. se convertía en un gran productor de películas, ya sonoras, de fama también en Estados Unidos. Este señor, pues, se casó en Los Ángeles con una actriz de segunda y de ese matrimonio nació John, el padre de David, que cuando vinieron a Méxi-

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co a filmar una película, vino con su papá. Aquí, mientras filmaban algunas escenas, conoció a Gua-dalupe, la mamá de David, y se enamoraron, les entró la calentura, pues. Ella trabajaba entonces en una empresa que le daba de comer a los actores y técnicos, y estaba todo el tiempo cerca de la fil-mación. El padre de John no estuvo de acuerdo, desde un principio, con la relación, pero como su hijo se aferró, pues ni hablar, se casaron aquí mero, en México. Parece ser que el tal John era un buen tipo, muy galán y padrotón, rico, simpático y muy enamorado. De él heredó David su buena pinta, sus ojos verdes, aunque moreno como su mamá, que también era muy guapa, como ya dije y señalé varias veces. Cuando terminó la filmación, Lupita y John se fueron a vivir a su casa de Los Ángeles, con sus suegros, donde empezaron las dificultades. Porque, para esto, los padres de Lupita no vieron con buenos ojos, tampoco, la relación de su hija con un gringo, y por añadidura, de la farándula. Parece ser que eran gente muy tradicionalista, chapados a la antigua, de esos mexicanos que odian a los gaba-chos, y pensaron que su hija era una perdida y que se había dejado deslumbrar por el dinero. Ya sabes cómo son ese tipo de rucos, aferrados y cerrados como mulas de rancho. El caso es que renegaron de la hija, la dieron por muerta y todo ese tipo de ridiculeces que se usaban mucho en el México de los cincuentas, cuando nacimos nosotros. La gente

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por ese entonces se fijaba mucho en el qué dirán y todas esas pendejadas. México era todavía muy provinciano, como hasta la fecha, en que nomás no nos llega la modernidad. Bueno, pues el caso es que la pareja se fue, sacada de onda con todo mun-do, con los padres de él, con los padres de ella y un desmadre, en fin de cuentas. Porque, para acabarla de chingar, la madre de John era racista, sí señor, de esas que consideran inferiores a los pinches ne-gros y a los mexicanos, a los “espaldas mojadas”, como les decían a los indocumentados y demás pe-rrada que se va a trabajar a Estados Unidos. Así que no le pareció para nada que su hijo se casara con una mexicana. Allá las mexicanas eran las sir-vientas, las niñeras, las meseras, la gente baja, pa que me entiendas. Y los señores eran de billete. ¿Te imaginas? Lo que ha de haber sufrido la pobre de Lupita. Pero bueno, pues el caso es que ya estan-do allá, viviendo con sus suegros, que nace David. John tenía la idea, pasado un tiempo, de comprar su propia casa y llevarse ahí a su familia, y dedicar-se a lo suyo, la fotografía. Pero en eso, para mala fortuna, lo enrolan en el ejército y lo mandan a dar-se de chingadazos a Vietnam, a la pinche guerra esa que acabaron perdiendo los pinches gringos. Y Lupita se queda sola en las garras de su suegra, que la trató, ya sin John, como lo que para ella era, una sirvienta, y su nieto, David, como lo que era, el hijo de la sirvienta. No lo quería ni a madres, más que

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era prietito el cabrón, a pesar de sus ojos verdes. La ausencia de John se prolongó y prolongó y, para no hacerte el cuento largo, Lupita no aguantó ya tanto maltrato de la cabrona vieja de su suegra y se re-gresó para México. ¿Pero adónde? Su familia aquí ya no la quería, por pendejos, y ella se tuvo que ir a vivir sola, con su hijo. Por aquellos años eran muy mal vistas las madres solteras, o solas, o divorcia-das. La gente estaba todavía muy pendeja aquí, en México. No es como ahora, que las chavas ya tiene sus hijos como sea, solteras, casadas o arrejuntadas y ni quién diga nada. ¿Cómo la ves? Fue entonces cuando empezó el calvario de la pobre Lupita y su chilpayate, David.

De regreso en México, que la Lupita se pone a chambear, sentida por la fría acogida que le da su familia, pero no le importa. Decide irse por ahí a hacer su vida. No le falta nada, pues tiene a su hijo, en el cual encuentra el valor necesario para vivir, esperanzada de que su marido terminando la gue-rra, venga a buscarla. Busca trabajo y con mucho empeño encontrará un lugar donde vivir y educar a su hijo. Le escribe a John, pero éste no contesta y el dolor que siente al comprenderse olvidada le hace volcarse más sobre su hijo, el cual llega a ser el centro de su vida. Y lo que sucede es que la sue-gra, bien maldita la desgraciada, cuando regresa el hijo, herido de la guerra, le oculta las cartas que le

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escribía Lupita y le dice que se fue con otro, extra-ñado de no encontrarla. Sufre el condenado, sana de su herida y va de retache a la guerra, creyendo que su mujer lo traicionó. La suegra se había sali-do con la suya. Por lo menos es lo que creía Lupi-ta que había pasado, extrañada del abandono de John. ¡Qué cabrona historia! ¿No? El caso es que el marido nunca volvió, tal vez lo tronaron en la guerra, pensaban.

En fin, mi cuate, el caso es que cuando regresa a su hogar, Lupita se encuentra con que ya no la quieren ahí, y entonces se enfrenta con el proble-ma de ganarse la vida, y como apenas tiene la ins-trucción elemental, no le es fácil encontrar trabajo. Nunca fue su vida desahogada, en el aspecto eco-nómico. Sólo mientras vivió con John estuvo chi-do, así que no le asustan las privaciones. Comienza por irse con unas amigas y encuentra trabajo en un salón de belleza. Lo poco que gana es para vestir y alimentar al pequeño David, conformándose ella con lo indispensable, lo que empezó a dañarle la salud. Pero el salón de belleza no está chido y la dueña decide traspasar el local. Todas las mu-chachas se quedan sin trabajo y Lupita continúa su búsqueda por toda la maldita ciudad. Vive en una vecindad cercana a la nuestra, mejorcita, es verdad, pero aún así viven en un cuarto pequeño que ella arregla y adorna hasta dejarlo habitable, y

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donde ella y su hijo pasarán los mejores años. Por fin encuentra trabajo en un restaurante elegante, y ya le va mejor, pero el dueño se fijó en sus carnes y sobre el muerto las coronas, que se va sobres la Lupita, que por más que quiso torear la situación, pues no pudo con tamaño torote y se tiene que sa-lir o entregar el cuerpo, tu sabes. Cayó enferma y se quedó sin trabajo. Fueron días muy duros en los que sus ahorros se acabaron y ella, a fuerza de juventud, se restableció y consiguió, gracias a una señora ricachona de por estos lares, a la que llaman la Doña, le ayudó y le consiguió trabajo en una tin-torería. La tal Doña es la dueña del restaurante “La Costeña”, donde trabaja mi detalle, camarada, y es la dueña del edificio donde vive ahora David, ¿ya viste?, lo conoce desde chico, ayudó a su mamá y después a él. ¿Cómo la ves? Empezaron los años más duros, en los que el poco dinero que ganaba apenas alcanzaba para los gastos de David, que ya estaba más grande. Fue el tiempo en que para ga-nar más, y como ya estaba en el negocio de la tin-torería, comenzó a cocer ropa, en sus ratos libres, con una costurera que trabajaba a destajo para una fábrica de ropa a la cual le hacían piezas de pren-das para caballero: mangas, cuellos, bastillas, todo tipo de labor de costura que le pagaban por pieza trabajando en su casa. La máquina se la facilitó la Doña, y fue cuando se vinieron a vivir a nuestra vecindad, más barata y cuando conocí a David.

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Trabajaba doble, como quien dice, y David empezó a ayudarla, haciendo recados, mandados, peque-ñas labores remuneradas, y fue entonces cuando se empezó a malear, andando en el barrio con la raza, y conmigo, en la banda. Lupita ya no estaba tan joven, y pues tanta joda le empezó a mermar en su salud. Tosía todo el tiempo, usaba lentes y padecía de un frío en los huesos que nunca se le quitaba. Su pelo empezó a ponerse gris antes de tiempo y ya no pudo seguir en la tintorería, dedicándose sola-mente a la costura. Era el principio del fin. Ya para entonces David se daba sus toques y le entraba a vender marihuana para ganarse unos pesos, por más que eso le dolía, pues su madre le decía siem-pre que tenía que ser “un hombre de bien”, que de-bía estudiar una carrera y salir adelante como un gran señor, y sí, estudiaba, pero tenía que ganarse una lana y lo más a la mano, contando con la ban-da, era el trafique de mota. Así fue como empezó y poco a poco se fue destacando entre los Chochos Plus Band, del que fue fundador, junto conmigo, y se hizo jefe. Esa es la neta. Pero no quería que su madre supiera, así que tenía a todo mundo a raya, cuidadito y se les iba la lengua porque les rompía la madre, gacho. Fue entonces cuando a su madre se le declaró la tuberculosis en fase adelantada. Ya había valido madres el asunto. Aún así, Lupi-ta, que perdió también el trabajo de costura, siguió trabajando lavando ropa y planchando, como ya te

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dije, bato. David, que todo lo veía, no dejó de darse cuenta, desde pequeño, que su madre se moría de tanto trabajo y sólo para hacerlo vivir a él; se dio cuenta de lo que era la pobreza y de la dura vida de los miserables como ellos; se dio cuenta de las diferencias entre los que no tenían nada, y los que tenían todo, como su papá que los abandonó. De ahí le viene ese odio cabrón a todo el mundo y lo que lo hizo malo, siendo bueno, porque en verdad tiene un corazonsote. Ya ves. Más tarde supo que su padre regresó de la guerra pero ya tocado, ma-leado, drogadicto y dañado por las matazones en Vietnam. Inútil, despreciado por la sociedad por la que luchó en la guerra. ¡Así es la pinche vida! Esta-dos Unidos perdió la guerra y ya nadie quiso saber de los soldados que pelearon en ella. John vivió a la sombra de su padre rico, entrándole duro a las drogas que le llegan desde México y olvidándose de todo y de todos. Pero bueno, esa ya es otra his-toria. ¿Qué sería de los traficantes de drogas mexi-canos si no fuera por tanto pinche drogadicto en Estados Unidos? Y sabes qué, mi buen, el narcotrá-fico se va a poner en el futuro, en México, que Dios guarde el día, te lo digo yo que me dedico a eso. (¿Qué piensa de esto, comandante, viendo el Méxi-co de nuestros días, casi cuarenta años después?).

Pero en fin, sigamos con la historia que te inte-resa, que ya me piqué.

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Un día, su madre ya no se paró a trabajar, se metió en la cama, presa de fiebre loca y no se levan-tó más. Entonces vivían de la misericordia de los vecinos, que no es mucha, pues están igual de jodi-dos, y de los trafique de David, lo que les impedía morirse de hambre. David terminó por entonces la secundaria, y se quería morir junto a su madre, pero esta le hizo jurar que seguiría estudiando, que sería un gran señor, y un hombre de bien. David lo juró y por eso estudió la prepa, que ya terminó, pero no volverá a estudiar, te lo digo yo. Va en camino de convertirse en un gran capo de la droga. Nada más dale tiempo. Una noche, mi buen, ya tarde, su madre murió. La enterramos cooperándonos entre todos y a partir de ese momento, David cambió. Decidió que iba a salir adelante y que saldría de la miseria. Quién sabe si sería un hombre de bien, pero seguro que sería un gran hombre. Y ya ves, ahora David es un muchacho de mirada astuta, rá-pida y agresiva. Su sonrisa es burla y desafío; pero también es amargura y odio. Sus movimientos son lentos y está continuamente calmado, pero de una calma que parece imponerse. Le espera un gran fu-turo como narco, por vida de Dios.

Esta es la historia de David, mi buen, y su ma-dre desdichada.

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En el restaurante “La Costeña”, la actividad to-caba a su fin. Los últimos clientes se habían ido y era la hora de cerrar. Con bromas y alegría, todas las trabajadoras comenzaron a retirar platos, sal-seras, manteles, y a acomodar sillas y mesas. En la cocina se lavaba la última loza y las cocineras guar-daban en el refrigerador los alimentos para el día siguiente y hacían limpieza. Las muchachas tenían prisa, pues dentro de un rato vendrían por ellas los muchachos para ir a la fiesta que daba Raúl, el hijo del dueño de los ultramarinos, en su departamen-to. Todas estaban contentas y se apuraban para subir a sus cuartos y arreglarse. Menos Matilde, que estaba que echaba chispas y no se aguantaba el coraje. Y es que acababa de regresar, con la ma-dre Paloma, del retiro espiritual a la que la había acompañado, como castigo impuesto por la Doña por su pleito del otro día con Gertrudis. Quince días, se dijo, quince días de ayunos, rezos, oracio-nes, plegarias, silencio, pobreza, misas, cánticos y acciones de contrición. Estaba harta. Nunca en su vida la habían humillado tanto, y aunque la madre Paloma era una santa mujer, muy linda y querida, no podía soportar a las monjas y sus ridículas cos-tumbres. ¿Por qué no vivían la vida como toda mu-jer normal, se casaban, tenían hijos, atendían a sus maridos y hacían la comida y el quehacer de sus

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casas? ¿Para qué tanto rezo y tanta misa y golpes de pecho? Era una idiotez. ¡Y las pláticas del obis-po! Que Dios lo tenga agarrado del pescuezo, qué sarta de estupideces. Esas mujeres no sabían lo que era la vida, y eso que en su convento llevaban una vida bastante ruda y triste. Lo único que la había consolado era que el lugar del retiro era hermoso, un lindo paraje en Michoacán, con hermosos pai-sajes, jardines y bosques. Recordaba con especial gusto las mañanas brumosas, llenas de neblina, los muros de la casa conventual verdes de líquenes, mohosas, brillantes de rocío, el aroma a tierra mo-jada. ¡Pero la comida! ¡Santo Dios! ¿Por qué tanto ayuno y tanta sobriedad, tanta miseria? Todo el tiempo se estuvo muriendo de hambre, solo se le llenaban los ojos de tanto árbol y campo. Mortificar el cuerpo para elevar el espíritu. Qué estupidez, si lo que mejor nos pone espiritualmente contentos es una buena comida y darle gusto al cuerpo. Y luego tantas cruces, tantos santos y vírgenes, y rosarios, y escapularios y hábitos monjeriles y cuadros oscuros y tétricos en la capilla donde rezaban todo el santo día. Y el frío por las noches. Estaba furiosa. Quince días de aburrimiento mortal y soportar sandeces para que, según doña Carmen, se le salga el dia-blo del cuerpo. Más se le había metido el demonio en la sangre ahora, porque estaba que odiaba a la Doña, a la madre Paloma y a la madre que las pa-rió. Si no necesitara tanto el trabajo y la cama que

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le deban ahí, ya se hubiera largado muy lejos. Pero, ¿a dónde? ¿Con quién? No tenía a nadie más en la vida que a esas muchachas y a esas viejas locas de la Doña y la madre Paloma. Estaba que rabiaba por su vida miserable, de huérfana abandonada por la vida. En su corazón se peleaban y se desgarraban dos sentimientos contrarios, el agradecimiento y el rencor. Odiaba a las personas que la habían ayuda-do, precisamente por su desamparo, odiaba tener que estar agradecida de una manera tan humillan-te. Y ahora esto, esos quince días de suplicio en el retiro espiritual, teniendo que aparentar, además, que estaba agradecida por el castigo. Pero ya en-contraría la manera de vengarse de tanta gratitud.

Cerraron las cortinas de acero, apagaron las luces del local, las cocineras se despidieron, y las muchachas subieron rápidas a sus cuartos para bañarse y arreglarse para salir. Matilde estaba con curiosidad, pues Norma le había dicho que le iban a presentar a un muchacho muy guapo, que se lla-maba David.

Dieron las ocho, las muchachas ya estaban arre-gladas, pintadas, empolvadas y vestidas con sus mejores atuendos, listas para ir a la fiesta de Raúl. Sólo esperaban la llegada de los muchachos. Unos minutos después, escucharon las campanadas del timbre de la puerta principal, y cómo la encargada

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iba a abrir y les decía a los jóvenes que esperaran. La madre Paloma ya había volado a su convento y la Doña se había retirado a su casa para descansar, no sin antes pedirles a las muchachas que no llega-ran muy tarde pues al otro día tenían que trabajar.

Esperaron a que la encargada, una mujer vie-ja y de tez amarilla, les avisara que ya estaban ahí los jóvenes, para bajar a todas risas y saltos y bro-meando con su aspecto y sus atuendos. No salían con frecuencia, y estaban acostumbradas a verse con las ropas de trabajo. Mirarse vestidas para salir y todas emperifolladas, les hacía gracia. Los mu-chachos, que esperaban abajo, también venían me-jor vestidos que de lo común, bien peinados, pero con ropa casual, tal vez una chamarra más nueva, y zapatos de vestir en lugar de tenis. Raúl era un muchacho del barrio, pero de mejor clase, que vi-vía independiente de su padre, un español dueño de la vinatería más popular del barrio y que estaba acostumbrado a mejores relaciones. Los había in-vitado porque los conocía desde niños y pensaba que le darían a su reunión un color folklórico que tal vez sus condiscípulos de la universidad, y los profesores que iban a asistir, apreciarían. Estudia-ban ciencias políticas y quería que vieran de cerca a algunos miembros de la clase popular en su pro-pia salsa y no saber de ellos nada más por los libros que leían. Después de todo, eran inofensivos cuan-

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do no estaban en plan de guerra o excesivamente drogados y eran muy divertidos.

Las muchachas los saludaron, se despidieron de la encargada que las miraba con cara avinagra-da y le dijeron que no llegarían muy tarde y estu-viera pendiente para abrirles cuando regresaran. Salieron del caserón y con risas y bromas Norma le presentó David a Matilde.

---- Mira, Matilde, le dijo, este es David, el mu-chacho de que te hablé. David, esta es Matilde, es-pero que se lleven bien y se diviertan. A Gerardo ya lo conoces.

---- Uy sí, desde hace tiempo, contestó Matil-de, algo ruborizada frente a David, al que le dio la mano. Mucho gusto.

David simplemente hizo una inclinación con la cabeza y todo el grupo se puso en marcha. Iban Norma con Gerardo, David con Matilde, Gloria con Edgar, Susana con José, el mariachi, que esa noche no tocaba en Garibaldi, Juanita con Guicho, que se invitó a la fuerza, suplicándole a Gerardo que lo dejara ir con Juanita, por la que andaba so-bres, y en el camino se les pegó El Pastillas, que lloriqueó, babeo y suplicó que lo dejaran ir a la reu-nión, aunque fuera sin pareja. Gerardo lo pensó un

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poco, decidió que Raúl no se molestaría por eso y accedió, sobre todo, viendo que se había bañado y puesto ropas decentes. La Negra, que hubiera po-dido ir, estaba escondido por un tiempo, hasta que el asunto de la pelea y el apuñalamiento de José se enfriara y estuviera seguro de que la policía no lo seguía. Pero usted, comandante, ¿quién lo iba a decir?, ya estaba sobre la pista de esta banda de chavos, y preparándoles la emboscada.

---- Está bueno, cabrón, le dijo Gerardo al Pas-tillas, pero te vas a portar bien, no vayas a salir con alguna mamada porque te rompo la madre, ¿entiendes?, los amigos de Raúl son muy fresas, de la universidad, y se pueden espantar si te po-nes pendejo.

---- Si, may, contestó, si yo también sé tratar a la gente, también tengo mi roce social.

Todos rieron la frase y se fueron al edificio de Raúl, que es el mismo en donde vive David, como ya le expliqué, mi comandante, y como usted lo descubrió más tarde, nada más que aquel vivía en un departamento un piso arriba. Cuando subían las escaleras, David pensó si sería buena idea invi-tar a Mario, que estaría tal vez solo. Pensó que sería apropiada la reunión para él y entró a su departa-mento para invitarlo, pero no estaba, seguramente

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había salido con Celia. Llegaron al departamento de Raúl, en el que ya se oía el barrullo y la música a alto volumen, tocaron, les abrieron y se metieron.

Dentro la reunión ya tenía un rato de haber comenzado y todo estaba arreglado como una tí-pica reunión de clase media: platitos con botanas en la mesa de centro. Sobre la mesa del comedor las botellas de licor y los refrescos, el hielo en su hielera, servilletas de papel en sus servilleteros, los discos acomodados junto al equipo de sonido, que sólo manipulaba Raúl, portavasos para no de-jar huellas en la mesa, las lámpara laterales de la sala encendidas, las ventanas abiertas para que se saliera el humo de los cigarrillos, todo muy limpio e higiénico. Algunos muchachos y muchachas de la universidad estaban sentados en la sala, algu-nos de pie, dos o tres profesores también de pie, todos bien vestidos, peinados, bañados y sonrosa-dos. Algunos ya bebían sus cubas y otros más se las estaban sirviendo. El ambiente era tranquilo y las pláticas eran mesuradas e incluso un poco ten-sas. Eran miembros de la tercera generación de la Universidad Autónoma Metropolitana, de la uni-dad Xochimilco, recién fundada, cuyo eslogan era “Casa abierta al tiempo”, pero como aún no esta-ba terminada de construir y faltaban algunos edi-ficios, el aire frío se colaba por todos lados, y los estudiantes le decían “Casa abierta al viento”. Es-

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taban tan recién iniciados los cursos, que muchas clases se daban en salones improvisados, a los que llamaban “los gallineros”. Era un nuevo proyecto universitario del gobierno que tenía la consigna de liberar los excesos libertarios de los jóvenes, cer-cano aún el 68, y el plan de estudios, trimestral y con un nuevo enfoque didáctico, el plan modular, donde el profesor es un moderador y los alum-nos se sientan alrededor de una mesa y no en las bancas tradicionales, se basaba en Marx, Lenin, y sobre todo, Antonio Gramsci, el filósofo marxista italiano, que estaba de moda. Lo curioso era que los alumnos, que trimestre tras trimestre se empa-paban del materialismo histórico y dialéctico, y ha-cían piruetas teóricas con el bloque histórico, eran de clase acomodada, hijos de papi, con coche pro-pio y expectativas burguesas, lo cual hacía que en-traran rápidamente en contradicción su conciencia social adquirida, con su condición socioeconómica. Cuales más, cuales menos, se preguntaban, ¿para qué nos va a servir ser marxistas si vamos a traba-jar en un país capitalista? ¿O nos tenemos que vol-ver revolucionarios? Los maestros les hablaban de “cambio social” y de “conciencia social necesaria”, e incluso, de “cambiar el sistema desde dentro”. Los estudiantes más aguerridos eran los de Agro-nomía, los más politizados, los de Administración Pública y Ciencias Políticas, y los más aburguesa-dos, los de Ciencias de la Comunicación. Y más o

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menos, sobre estos temas, giraban las conversacio-nes. El motivo de la reunión era el cumpleaños de Raúl y el fin de un trimestre.

---- Oye Raúl, le decía un compañero, tu depa está padre y muy amplio, pero el barrio está cañón.

---- Sí, le contestó Raúl, estoy aquí porque la dueña del edificio, que es amiga de mi papá, me deja la renta más barata, pero en cuanto termine la carrera y empiece a ejercer, me voy a cambiar a una colonia mejor.

---- Bueno, por lo pronto, le dijo otro, lo bueno es que cumples con la declaración de la escuela que nos recuerda que “la realidad está a la vuelta de la esquina”.

---- Espero que no nos abran los coches, dijo otro más, mi estéreo me salió carísimo.

---- ¿Y qué dices de mis llantas?, son Michelin legítimas, salió al quite otro.

---- Uy sí, se siente mucho porque su coche tiene quemacocos, dijo una muchacha bajita y picosita.

---- Mucho estéro, mucho estéro, dijo otro, pero oye a Juan Gabriel. Se me hace que eres gay.

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---- Sí, es un hot dog sin salchicha.

En otro grupo platicaban otros alumnos con su profesor.

---- Entonces qué, maestro, ¿podemos reponer-nos en la “réplica”?, preguntó un joven alto, flaco y narizón.

---- Todo depende de que terminen bien su “in-forme”, su marco teórico conceptual está mal, con-testó sonriente el profesor.

---- Si guey, le dijo otro, nuestra “investigación” es marxista y le escribiste un marco teórico funcio-nalista, ¿Quién te entiende?

---- Lo que quise hacer es una crítica de Robert Merton, al estilo de Roland Barthes.

---- Pues sí, pero lo que te salió fue una apolo-gía, y de lo que se trataba era de refutarlo, menso.

En la sala, sentadas con las piernas muy juntas, pues llevaban falda, las muchachas, verdaderos capullos a punto de reventar, serias y sumamen-te intelectuales, discutían sobre qué maestro está más guapo.

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---- A mí me gustó Francisco, el del primer tri-mestre, dijo una.

---- No, qué bárbara, el mejor, el mejor, es sin duda Julio, dijo otra.

---- Miren, déjense de cuentos, el más guapo de todos es el maestro Rafael Guillén Vicente, dijo una tercera. (Sí, mi comandante, leyó bien, se trata del mismísimo sub comandante Marcos, que por aquellos entonces andaba de maestro).

---- Pues sí, pero es muy serio, dijo la primera.

---- Pues claro, él si se toma en serio la teoría.

---- Pues sí, pero a mí se me figura como si fuera cura, dijo la segunda.

Mientras tanto, Raúl iba de aquí para allá, aten-diendo a sus invitados, y de vez en cuando se de-tenía a cambiar un disco, pura música en inglés, rock de preferencia, aunque las muchachas pidie-ron que les pusiera algo de Emmanuel, y algunos hasta se atrevieron a pedir a Serrat. La mayoría quería música disco para bailar el “bomp”, pero nadie bailaba, demasiado metidos en sus pláticas. Algunos intrépidos ya se estaban dando un toque

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a escondidas en el balcón, a donde invitaron a uno de los profes, que era grifo.

---- Entonces ustedes pertenecen a la generación que descubrió la mota, dijo el profe, con cara de estar haciendo una travesura.

---- No, le dijo un alumno, somos de la genera-ción que sacralizó la mota.

Fue entonces, ya caldeados los ánimos, debili-tadas las inhibiciones, efervescentes las emociones, cuando tocaron a la puerta. Raúl fue a abrir y apa-recieron Gerardo, David y sus invitados. Los miró como si fueran una aparición, ya un tanto tocado por las cubas, y los introdujo a la reunión. Sus con-discípulos los miraron como a bichos raros y so-bre todo, las estudiantes se admiraron de ver en su fiesta a aquellas muchachas trabajadoras, mirándo-se significativamente entre ellas. Norma y sus ami-gas también se desconcertaron un poco al entrar en aquel recinto ocupado por señoritas y jóvenes de sociedad, pero se dijeron que al fin y al cabo to-dos eran jóvenes, mexicanos y chilangos, por aña-didura, y dejaron caer las barreras de clase. Todos estaban, sin embargo, un poco atónitos. Raúl dejó que se presentaran solos y solo dijo: “Bienvenidos, pasen, sírvanse lo que gusten y siéntanse a gusto”, y a sus compañeros de escuela les dijo: “Son unos

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amigos del barrio, para que conozcan la realidad que está a la vuelta de la esquina”.

---- Bienvenida la clase obrera – dijo uno de los jóvenes, ya algo tomado.

---- No somos obreros, dijo David, somos la banda.

El muchacho se calló desconcertado por el tono que empleó David y su mirada verde y se rió enco-giéndose de hombros.

---- Pasen de igual modo, dijo uno de los pro-fesores, aquí no se discrimina a nadie por razones de edad, raza, credo, preferencia sexual o posi-ción social.

Gerardo hizo una seña a David, que relajó el rostro y, ya aflojado el alambre tenso, y desconge-lado el hielo, se metieron entre los demás, se sirvie-ron unas cubas y se pusieron a platicar. El Pastillas dijo al oír la música: “La cumbia es basura, el rock es cultura”. Los estudiantes rieron y Raúl le pre-guntó si quería oír cumbia, dijo que sí y cambió el disco. Las muchachas universitarias rieron la ocu-rrencia, les pareció bien la música por novedosa para ellas y una se dejó sacar a bailar por el Pasti-llas, que iba sin pareja y era buen bailarín. Al verlo bailar, y como era el de aspecto más fiero, todos se

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relajaron y, por no dejar bailar sola a su compañe-ra, todos se pusieron a bailar. Hicieron a un lado la mesa de centro y la pista estuvo lista. David, ya más cómodo con media cuba entre pecho y espal-da, sacó a bailar a Matilde, que era de lo que pedía su limosna, sobre todo después de los quince días de castidad que había sufrido. El ambiente se ani-mó y hasta un profesor, ya algo achispado, se atre-vió a sacar a bailar a su alumna preferida y le dio toda una lección del marco referencial de la danza. Hubo risas, aplausos, y gorjeos de placer.

Bailando, tomando cubas y fumando, se fue pa-sando el tiempo y el alcohol fue haciendo su efecto, derribando barreras, aflojando prejuicios y desin-hibiendo los normales impulsos libidinosos. Los muchachos de la universidad se mezclaron con los chavos de la banda y después de bailar un buen rato se fueron formando grupitos que conversaban animadamente. A Guicho ya le andaba por darse un “pericazo”, pero como Gerardo lo había amena-zado si se portaba mal, se contenía. Y el Pastillas, haciendo honor a su nombre, se metió a la cocina y fingiendo tomar agua, se metió a la boca un par de chochos y se los tragó. “Ahora sí, se dijo, le voy a fajar sabroso a la ruca esta con que estoy bailando que está re buena”. Salió del baño como torito de lidia y se fue sobre la muchacha que ya no sabía cómo quitárselo de encima. David, por su parte, en

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un oscurito estaba dándole una buena repasada a la Matilde, que se dejaba hacer, cansada de tanta santidad y queriendo darle gusto al cuerpo como Dios manda. David, algo achispado, pensó en me-térsela a una recámara, cerrar con llave y de plano tirársela, pero como ya estaba algo bebido, pensó en que necesitaba un “pase” de coca para poner-se a tono y bajarse el efecto de las cubas, pero no sabía cómo hacerle. Como Guicho había visto que algunos estudiantes y un maestro salían a darse un toque en el balcón, pensó que estaba permitido ser-virse con discreción, y sin hacerse notar mucho se acercó a David y le dijo al oído.

---- Mira, mi buen, si nos metemos al baño nos podemos meter unas “líneas” y ni quien diga nada.

---- Sale, le dijo David, tu métete primero y deja sin llave, y yo te alcanzo de volada.

Ni tardo ni perezoso, Guicho se fue para el baño y, disimuladamente, se metió en él, lo siguió rápido David, después de pedirle a Matilde que fuera a traerle una cuba, cerró la puerta con lla-ve y rápidamente sacó un papelito, lo desdobló y apareció la cocaína, blanca y brillante, después, con la esquina de una tarjeta de presentación tomó un poco, se lo acercó a la nariz y aspiró, le dio una dosis a Guicho y repitió la operación. Ya

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satisfechos guardaron el polvo cuidadosamente doblado en su “grapa”, y salieron, primero David y luego Guicho. Afuera del baño esperaba turno una muchacha y se quedó perpleja al ver salir a aquellos dos ñeros del baño, y se las olió, “estos ya están fumando su mota”, se dijo, pero al no oler nada raro en el baño se quedó aún más per-pleja, “¿pues que habrán estado haciendo estos dos aquí?”. Salió y fue de inmediato a contar lo sucedido a sus amigas. Por su parte, Gerardo y Norma, olvidados de todo, bailaban muy junti-tos, chic to chic, en un rincón, muy enamorados. Sin embargo, Edgar, que estaba con Gloria en otro rincón, sobrio y sin meterse ninguna droga, mi-rando a los demás como se divertían, vio perfec-tamente todo el movimiento de David y el Gui-cho y que Raúl también se había dado color. De igual forma, un maestro, que estaba solo en una esquina, bebiendo su décima cuba, y metido con el efecto del alcohol en una especie de frenesí mo-ralista, estaba ojos avizor de qué pasaba con sus alumnas y aquellos pelafustanes, listo para inter-venir. Entonces el Pastillas, que vio también salir a David del baño, se metió resueltamente en él, abrió la ventana y se prendió un toque de tama-ño celebrativo, como los que hacía la Negra. Des-pués de tres buenos jalones, se asomó a la puerta y le hizo gestos al Guicho para que se le uniera, lo que este hizo, pero con el resultado de que todo el

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“hornazo” se esparció por la estancia. Para esto, David ya se había jalado a Matilde a un cuarto y la estaba encuerando en la cama, listos para un buen retozón. Las muchachas de la universidad, al oler la mota, se pusieron nerviosas, el maestro moralista se empujó su cuba de un trago y fue por otra antes de hacerla de emoción; Raúl se fue a hablar con Gerardo, que ya se esperaba algo así. Una de las muchachas, dispuesta a irse, fue por su abrigo al cuarto donde los habían guardado y, al prender la luz, sorprendió a David y a Matilde, medios desnudos, revolcándose en la cama, pegó un grito y salió corriendo. Se le olvidó a David ce-rrar con llave. Se armó el jaleó. Al oír el grito, to-dos corrieron al cuarto y descubrieron a la pareja, sentados en la cama y todos confusos. El maestro moralista puso el grito en el cielo y les ordenó a sus alumnos irse de ahí inmediatamente.

---- ¡Estos cuates se están poniendo muy locos!, dijo, vámonos.

Las muchachas de la universidad salieron en es-tampida, seguidas por los jóvenes, divertidos por los sucesos y ya picados.

--- Vamos a seguirla a mi casa, gritaba uno, síganme.

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Raúl fue a sacar a David del cuarto, Matilde ya vestida y alborotada, Gerardo le puso su buena rega-ñada a Guicho y al Pastillas, Norma y Gloria fueron a ver qué pasaba con Matilde, que se hizo la que había bebido mucho. David, ya repuesto del susto, y muer-to de la risa, fue por otra cuba, y se quedaron. Un maestro, que salió al último, se acercó a Raúl y le dijo.

---- ¿Ya ves lo que pasa por mezclar el agua con el aceite?

---- ¿Y ustedes qué son, al agua o el aceite?, le contestó Raúl, que al fin y al cabo era del barrio y se sintió ofendido de ver menospreciados a sus cuates de la banda.

Adentro, todos, al ver que no había pasado nada malo, salvo la huida de los chavos de la universi-dad, se reían a carcajadas de la cara de los alumnos y de los maestros, y ya repuestos del bochorno, se prendieron otros toques, se sacaron otras grapas y la fiesta se animó deveras. Raúl cerró su puerta y se fue a servir otra cuba.

---- El lunes me van a traer de encargo en la es-cuela, dijo, y se encogió de hombros.

En el departamento de abajo, queriendo dor-mir, Mario se preguntaba, “¿Qué carajo pasa allá

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arriba?”, se tapó la cara con la almohada y se dis-puso a dormir a pesar de todo.

---- Pinche Matilde, fue todo lo que le dijo Nor-ma a su amiga

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Regresó Mario de la casa de Celia con el alma encogida, tan diminuta, que cabría en la mano ce-rrada de un duende, de esos que te roban el alma en los bosques solitarios, o en los pueblos mágicos, como Cuetzalan, donde es leyenda que ha uno de volver después de la primera visita, a recoger su alma perdida a manos de los gnomos. Y es que aca-baba de romper su noviazgo imposible con Celia, o mejor dicho, Celia lo había cortado como a una hierba mala, con todo y aderezo.

Por ese entonces, mi comandante, era yo un mu-chacho tonto e idealista, lleno de ingenuidad, que nunca había amado realmente, y que con Celia, fogueados mis sentimientos que despertaban, me enfrenté por primera vez con la realidad tal cual es: cruda. Ni la muerte de mi padre, ni la renuncia a la mayor parte de mi herencia, ni mi cambio de do-micilio, me cimbraron tanto como aquella noche. Lo peor de todo es que no me resigné a la pérdida y me di a la tarea de buscarla y reconquistarla. De

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ese afán se derivó la historia que le cuento. Eso y mi afán de escritor. Las cosas ocurrieron así:

Era el día de su cumpleaños, y para festejarla, su madre preparó una comida en la que el invita-do principal era yo. Llegué como a eso de las tres de la tarde, un poco nervioso y cortado, sobre todo por el hecho de tener que lidiar con los padres y el hermano de Celia. Llevaba un regalo, un aderezo de diamantes, un collar que perteneció a mi ma-dre y que quería darle como prueba de mi amor y prenda de nuestro noviazgo. Pero se lo quería en-tregar después de la comida, ya solos, sin las mi-radas escrutadoras de la familia. Por lo pronto, le entregué un ramo de rosas rojas. Su padre había pedido la tarde libre en el trabajo, y la señora es-taba vestida con sus mejores ropas. Celia recibió el ramo toda colorada y visiblemente incómoda por la situación, para ella muy cursi. A sus padres ya los había conocido en la fiesta de graduación, donde me los presentó Celia, pero de todas mane-ras los saludos fueron muy formales. Entré y me senté en la sala. Su hermanita Pili jugaba sobre la alfombra, ajena a las pasiones de los adultos. De inmediato capté en el ambiente cierta sensación de formalidad, de tensión nerviosa. Su madre ha-bía puesto una mesa digna de un rey, sacando sus mejores vajillas, de porcelana de Sevres, dijo, sus cubiertos de plata recién abrillantados y sus va-

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sos y copas finas, de cristal cortado, fuente para la sopa y una ensaladera preciosa con motivos flora-les. Todo sobre un mantel de Damasco, también muy fino. Desde luego que aquellos lujos no eran cotidianos y los utilizarían cuando mucho en las navidades y actos solemnes, y se sentían ese día fuera de lugar, donde vendría mejor una comida informal y un pastel con velitas. Pero así era su madre y esa situación era la que tenía avergonza-da a Celia, a la que notaba molesta y seguramente recién saliendo de una discusión con su madre. La nota falsa la dio su hermano Enrique cuando bajó de su cuarto y vio la mesa.

---- ¡Órale! Si parece que va a venir la reina de Saba y toda su corte.

Su madre intervino de inmediato.

---- Así es como se debe poner una mesa, y es como la ponían en mi casa, cuando era soltera, para los eventos especiales y onomásticos.

---- ¿Ono…qué?, dijo Enrique.

---- Cumpleaños, tonto, dijo su madre. Lo que pasa es que tú te has vuelto un safio y un vulgar. Seguramente Mario me entenderá, ¿no es así?

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Celia se puso de nuevo colorada y yo no supe de momento qué decir, pero decidí seguirle la co-rriente a la señora.

---- Sí, claro que sí, dije, mi padre siempre ponía la mesa así en los días especiales.

---- Bueno mamá, ya basta, dijo de pronto Celia, alterada. Ya sabemos que tú eres hija de una gran familia, muy encopetada y de alcurnia, pero hoy es mi cumple, y yo quería algo más sencillo.

---- Pues lo de alcurnia lo dirás de broma, pero es cierto, y por lo otro, ¿Cómo crees que iba a recibir a Mario a comer en una mesa así nomas…?

---- Por mí no se preocupen, dije, todo sacado de onda.

---- Según me ha dicho Celia, dijo la señora, tú vienes de una buena familia, y debes estar acos-tumbrado a vivir bien.

---- Pues sí, algo hay de eso, pero me adapto a todas las circunstancias, dije, buscando la forma de cambiar el tema.

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En eso bajó el señor, y el ambiente cambió, pues tenía un aspecto de lo más campechano y tranqui-lo, sonriendo y preguntando por la comida. Tenía hambre. Me saludó y se fue a preparar un trago, me ofreció uno, se lo acepté, y todos respiramos más a gusto. Celia se abrió una cerveza, le dio una a su hermano y este vino a sentarse junto a mí.

---- ¿Te gusta el futbol?, me preguntó a bocajarro.

---- Pues sí, un poco.

---- Es que como Celia me dijo que eras inte-lectual, pensé que no te gustaba el fucho, ¿y a qué equipo le vas?

---- Pues a las Chivas rayadas de Guadalajara.

---- Ora sí me vas a caer bien, yo también, no sé por qué, pero creí que le ibas al América.

---- No, ¿Qué pasó? No tiro de uñita.

Nos reímos y me dio la mano, pero el que res-pingó fue su padre.

---- Ora, ¿qué se traen con el América?, si es el mejor equipo del mundo.

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---- Uy, ya salió mi papá con su batea, dijo En-rique, ¿qué pasó viejo, ya vas a empezar? El señor sonrió y se empinó su cuba.

---- Qué raro, dije, que el papá y el hijo le vayan a equipos contrarios.

---- No, y deberías ver cuando juegan el clásico, esta casa parece casa de locos, dijo Celia, querién-dose animar.

---- Y a todo esto, le dije, ¿tú a qué equipo le vas?

---- ¿Yo?, al Cruz Azul.

---- No sabía, dije.

---- Hay muchas cosas de mí que no sabes, dijo y me miró maliciosamente. No sabía lo que me esperaba.

Seguimos bromeando y platicando de mil te-mas baladíes, pero lo importante es que se había roto el hielo y le había caído bien a Enrique. Pili reía de todo lo que se decía, y la señora buscaba toda coyuntura en la plática para sacar a relucir el abolengo de su familia y su supuesta sangre azul.

Ya en la mesa me preguntó de pronto:

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---- Y tu madre, ¿también era de buena familia? Sabes, yo tuve una prima que se llamó también Ana, y que se casó con un joven que tenía una fá-brica, pero eso fue después de que tuviera un hijo con otro hombre. Ya murió.

---- Pues qué coincidencia, le dije, sólo que mi ma-dre, que sí era de buena familia, me tuvo a mí y murió después, al nacer mi hermano, que también murió.

---- Hay, lo siento mucho, no quise… disculpa. Pero es que mi prima, a la que veía muy poco, es ver-dad, también murió en el parto, ¿qué chistoso, ¿no?

Ya ve, mi comandante, que chiquito es el mun-do, quién me iba a decir que esa mujer me estaba dando la clave de mi pasado y del suyo, de pasada, y que yo ya iba derecho a mi desgracia.

Celia cambió rápidamente de tema y la comida continuó por caminos más impersonales y frívolos. Por cierto que la buena señora se pulió con la comi-da, preparando toda una serie de platillos especia-les: crema de langosta, ensalada César, canelones y un pescado maravilloso que yo le festejé mucho, todo rociado de buen vino. De los que le quedaron a mi padre, nos dijo.

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---- La receta del pescado me la dio otra prima mía, la Tía Simón, dijo, y los demás rieron. Sí, aun-que les parezca raro, dijo, así se llama, Simona, pero de vacile toda la familia le decía Simón, y así se le quedó.

Fue la primera vez, comandante, que oí ese nombre, que ahora resulta, fue muy importante para mí… y para usted.

---- ¿Qué hay de postre?, preguntó el marido, de poco hablar y mucho comer, barrigón y ya me-dio calvo.

---- Crepas con cajeta, dijo la señora, hecha por mí misma.

Y así la comida terminó en franca alegría y ca-maradería. Solo Celia estaba muy callada y seria. La tormenta vendría después. Se sacó el pastel, se prendieron las velitas, dieciocho de ellas, se can-taron las mañanitas y se cortó el pastel. Y todavía se me dio café y una copita de coñac, ya un poco viejo. Pasamos a la sala y cada quien, poco a poco, se fue yendo a sus cuartos, dejándonos solos, que es lo que yo quería. La madre, más al tanto de las cosas, andaba por la cocina y no dejaba de echar-nos una miradita de vez en cuando.

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---- Al fin solos, le dije en broma, ahora ya pue-do darte tu verdadero regalo de cumpleaños.

Ella volteó a verme muy sorprendida y en su cara se marcó la curiosidad de saber qué sería, pero también la notaba yo muy tensa, como si le pre-ocupara qué podría ser; sentía como si estuviera dándose el valor para decirme algo o esperando la oportunidad adecuada para ello.

---- Ah, sí, dijo, ¿y qué es?

Yo sonreí, metí la mano al saco y saqué un es-tuche de terciopelo negro, algo grande, y se le di. Ella lo tomó, toda sorprendida, lo abrió y se quedó de a seis, sus ojos no podían creer lo que veían. Era un collar de diamantes, de aspecto algo anticuado, pero hermoso, brillando implacable con las luces de la ilusión.

---- No puedo aceptarlo, dijo, regresándomelo.

---- Mira niña, le dije yo, aún viviendo en el colmo de la idiotez y de la ingenuidad, chorreando miel por todos los poros enamorados; este collar pertene-ció a mi madre, y te lo quiero obsequiar en nombre de nuestro noviazgo, para que lo tengas, y llegado el momento, cuando estemos preparados para casar-nos, lo complete con el anillo de compromiso.

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Se me quedó mirando como si viniera de otro planeta y a la vez muy emocionada, queriendo, en el fondo de su alma, que aquello fuera de otra for-ma; pero no era de otra, sino de esta forma y en ella esto no podía ser.

---- No lo puedo aceptar, dijo, y se quedó calla-da, mirando para abajo, a sus manos entrelazadas.

---- ¿Pero por qué no?, le pregunté espantado, viendo como se abría a mis pies una abismo negro y profundo, ¿es que no me quieres?

---- No es eso, dijo.

---- ¿Entonces qué?, casi grité alarmado.

En ese momento bajó su hermano y se nos que-dó viendo raro. Venía preparado para salir, con su chamarra y todo.

---- ¿Qué? ¿No vamos a ir a la fiesta?

---- ¿Cuál fiesta?, pregunté en la baba.

---- ¿Cómo que cuál?, pues la que le van a ha-cer las güeras a mi hermana, en casa de un amigo, ¿qué les pasa?

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---- Pues no sé nada, dije, y entonces, solo enton-ces, me cayó el veinte. No me habías dicho nada, le dije a Celia, que permanecía callada, seguramente se te olvidó, pero vamos, estoy listo.

---- No, dijo de pronto con un rostro tenebroso, no quiero que vayas.

---- ¡Sácatelas babuchas!, exclamó Enrique y se quedó mirando a su hermana sorprendido y diver-tido a la vez.

---- Adelántate tú, le dijo, yo luego te alcanzo.

---- Bueno, como quieras, dijo Enrique, y se fue.

---- ¿Por qué no quieres que vaya contigo?, le pregunté implorante, ya desquiciado.

---- De eso quería hablarte, me dijo sin mirarme, sin voltear siquiera la cara, mirando sus manos. Yo no soy como tú crees, soy mala.

---- ¿Qué dices? ¿Te volviste loca?

---- No, y ya estoy harta de estar fingiendo, dijo. ¿No me digas que no has oído en la escuela lo que dicen de mí?

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Instintivamente busqué con la mirada dónde podría estar su madre, pero no vi a nadie cerca o espiando.

---- Sí, escuché cosas, pero no hice caso, la gente habla por hablar.

---- No, no son habladurías, es la verdad.

---- ¿Qué?, dije atragantado, como si tuviera un pedazo de mugre atorado en el pescuezo.

---- Que es verdad, me oyes, es cierto, fumo ma-rihuana, bebo alcohol con los muchachos en las fies-tas, y ya he pasado por todos los chavos del barrio. Soy famosa por liberal y por desmadroza. Contigo quise ser de otra manera, pero no puedo. Me caíste, bien, te llegué a querer, pero no me gusta ser así, lo odio, y he acabado por odiarte a ti también.

---- Pero, pero, pero, dije, todo atarantado, ¿de qué hablas? Ya sé que eres muy moderna, pero no exageres.

---- No exagero, así soy, y me gusta serlo, lo sa-bes. Me gusta el desmadre, y fumar mota, y embo-rracharme con mis amigos, y fajarme a un chavo de vez en cuando. Me gusta divertirme y salir con

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mis amigas que son igual que yo. Por eso no quiero que vayas a la fiesta que me organizan, ni verte ya más, porque ahí se va a fumar mota, se va a beber sin remilgos y quién sabe qué pase, la casa en que se va a hacer es de un amigo que vive solo, me en-tiendes, no hay papás, ni adultos. Me entiendes. Te vas a infartar, como eres, te vas a escandalizar.

Estaba completamente atónito, sin saber qué pensar ni qué decir, con la boca abierta, pero tenía que reaccionar, y lo intenté.

---- Espera un poco, le dije, recobrando un poco de mi aplomo. Cuando te conocí, ya había oído ha-blar de ti, pero no me importó lo que dijeran. Así, como eras, me gustabas. Después, en el grupo de teatro, en los ensayos, y en la obra que montamos, recuerdas, fuimos los actores principales, me ena-moré de ti. Tal y como eres, y eso que aún no salías conmigo y te iban a buscar unos ñeros bastante ga-chos. Y los demás se reían de mí cuando les decía que te quería, hasta mis amigos me decían que era un tonto, que te agarrara de vacile, pero nada más. Pero yo me negaba. Quería que fueras mi novia y me propuse hacerte cambiar.

---- Ahí está el problema, dijo, esta vez voltean-do a verme directamente a los ojos, que tenía hú-medos. Yo también me enamoré de ti, que más po-

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día pedir, si eres un estuche de monerías, cualquier chava estaría feliz de ser tu novia, y yo también me prometí cambiar, pero no pude.

---- Pero si la hemos pasado muy padre, hemos ido a pasear, al cine, a los museos, a pueblear, a comer, a bailar. ¿Qué más quieres?

---- Sí, fuimos a todos esos lados, pero no lo pa-saba tan bien. Eres muy serio, y, sabes, me moría de aburrimiento. Lo intenté, te lo juro, pero no pue-do más. Odio los museos, y las librerías, y no me gustan los pueblitos lindos llenos de indios guara-chudos y sombrerudos, ni me interesan tus pláti-cas, son muy elevadas, sabes, eres muy intelectual, pero a mí no me interesa. Los pobres, y los cam-pesinos y los obreros y los indígenas me importan un pito. Yo lo que quiero es divertirme. Tú quieres ser escritor, y a mí los libros me dan flojera, ¿qué vamos a hacer juntos?

Yo me quedé de piedra, el pedazo de mugre me lo tragué y me sentí, por primera vez desde que murió mi padre, verdaderamente solo, verdadera-mente huérfano. Fue como si me despertara de un sueño, como si el muñeco adorable se convirtiera de pronto en un monstruo. Las manos se me pusie-ron heladas y ya no supe qué decir.

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---- Perdóname, me dijo con cara compungida, no te mereces esto, te mereces una chava mejor que yo. A la fiesta quiero ir sola, sin ti. Búscate otra, hay miles de chavas que estarían felices de andar contigo, pero yo no, no más. Ya lo pensé, y créeme, me ha dolido en el alma decirte esto. Miré hacia la cocina y vi la cara de su madre que nos miraba por el ojo de buey de la puerta de la cocina, llorando, pálida como un muerto.

Me levanté, completamente confundido, y sólo acerté a decirle: “Nos vemos después, ya hablare-mos cuando estés más tranquila”, y salí a la calle. Ya era de noche. Su madre había escuchado todo. Quién sabe que pasaría en esa casa. Entonces llo-ré, si, mi comandante, lloré de rabia y de despecho con el estuche del collar en mi pecho. Yo sí que la quería. Ahora sí que no tenía a nadie. Pensé en Da-vid y me di cuenta de que a él tampoco lo tenía. ¿Es que no existía el amor, la amistad, en este mundo? ¿Mis ideas eran tan tontas, mis anhelos tan locos, mis preocupaciones sociales tan absurdas, que abu-rrían? Me quedé vació, completamente deshabita-do. Llegué a mi casa, más bien, al departamento de David, y no estaba. En el departamento de Raúl había fiesta y no podía dormir a causa del ruido. Quise leer y no pude. Pero no me di por vencido, mi comandante, tenía fe en mis ideas, que sentía justas y nobles y verdaderas, tenía fe en mí y me

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propuse esperar un tiempo y después buscarla. Te-nía que reconquistarla. Pero por lo pronto, busqué la botella de tequila de David y me emborraché hasta quedarme dormido.

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Veo, en la pantalla de la imaginación, a Elena, la madre de Edgar, que mira triste, al final del pa-sillo, por la ventana con barrotes que da a la calle y a una fracción del jardín del hospital psiquiátri-co San Bernardino. Mira sin saber qué busca, sin saber qué mira, trozos de calle, de casas, de edifi-cios, de gente indiferente, que ni siquiera sabe que existe, caminando por la calle, con su vida también enajenada. Y es que Edgar, Marta y Gloria la han llevado a que la internen en la casa de la risa, en el “maniquiur”, en la casa también del llanto y del es-panto y de la desesperanza, en la prisión, en la cár-cel abominable y despiadadamente solitaria. Ella y su locura, ella y su desvarío, ella y su alma. Ya no sabe ni quién es, ni por qué está aquí, solo recuer-da que unas personas, que se dijeron sus hijos, la metieron en esta casa desconocida, sacándola de la suya. Sí, pues de mañana la bañaron, la vistieron, la peinaron y maquillaron (maquillaje que después las enfermeras le quitaron de malos modos y crue-les burlas: “aquí ya no vas a necesitar la pinturita, madrecita, aquí ya no, ya no”), la sacaron a la calle

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y la metieron en un taxi a recorrer aquella ciudad de espanto que está del otro lado de los barrotes de la ventana. Una ciudad de locos, desconocida, infernal, ruidosa, violenta, sedienta de sangre, de lágrimas, de insultos, de prisas. Una ciudad de en-fermos, si, de enfermos que no están encerrados, como ella, pues ya se sabe, en el manicomio no es-tán todos los que son, ni son todos los que están, pero que deberían estar. Una ciudad de edificios nuevos, descomunales, de miserias viejas, conoci-das, de caras amargas, miradas torvas, de indife-rencia infinita, de suciedad acumulada por siglos, de hambre, de puestos asquerosos vendiendo ca-rroña, una ciudad espantosa. Quizá está mejor aquí adentro, protegida por las enfermeras, vigila-da por los celadores, cuestionada por los médicos, en vez de sufrir esa ciudad maldita, apestosa, que ya no es la suya, que ya no siente dentro de su alma enferma, que ya no recuerda, que ya no ama, que ya quedó sepultada en algún recoveco de su cere-bro disparatado. Salió a la calle y todo lo miró con ojos alucinados. “Por aquí, mamá, fíjate bien, no te vayas a caer”. “Súbete al coche, mamacita, no te asustes, no te va a pasar nada”, solo te vamos a encerrar, te vamos a olvidar, te vamos a apartar de nuestras vidas, te vamos a sepultar en vida. “Va-mos a ver al doctor, a que te curen, mamá, a lo me-jor te tienes que quedar un tiempo ahí, pero des-pués venimos por ti”, en otro siglo, en otra vida, en

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otra dimensión. “No llore, señora, el doctor la va a curar”, la va a encerrar con otros locos, la va a me-ter en un cuarto con otras mujeres como usted, más locas que una cabra. “Ahí hay muy buenas perso-nas, mamá, que te van a cuidar, para que estés bien atendida”, para que te griten y te empujen, para que te pongan una camisa de fuerza cuando te re-veles, que te van a encerrar en un cuarto blanco, tú sola, cuando te portes mal, que te van a dar de co-mer bazofia en platos de peltre, que te van a bañar a manguerazos. “Vas a ver qué bien vas a estar ahí, mamá”, como te vas a divertir oyendo los desva-ríos de los locos, las palabrotas de los celadores, las estupideces de los doctores. “La van a curar, seño-ra”, le van a dar pastillas mañana tarde y noche, la van a traer toda adormilada, atarantada, tranqui-lizada, idiotizada, muy contenta con sus chochos, muy a gusto, no se va a dar cuenta ni dónde está, para qué, usted nomas goce. “Ay mamá, te vamos a venir a visitar”, de vez en cuando, de dos en dos y de seis a siete, un mes sí y tres no, “no te preocu-pes mamá”, nada más llora, nada más angústiate, nada más muérete del miedo, llora por las noches, quedito para que no te grite el enfermero. “No te vamos a olvidar, mamá, no me mires así”, no me odies, ni te extrañes, ni me mires con estupor. “Lo hacemos por tu bien”, ya no te aguantamos en la casa, te pones re loca de vez en cuando, ahí senta-dita, siempre viendo la televisión hasta cuando se

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le va la señal, hasta pareces un mueble más. “Lo hacen para que esté mejor, señora”, entre extra-ños, entre locos, entre desaforados, entre alucina-dos, entre empleados indiferentes, hastiados, locos también, completamente alienados. “Vas a ver qué buenos son los doctores, mamá”, vas a ver que de teorías urden con tu caso, que de artículos escriben en las revistas especializadas con tu dolor y tu des-concierto, vas a ver que de tonterías te dicen, que de desequilibrios muestran, que de morbo, que de sadismo, que de felices están por no ser ellos los encerrados, de verse librados de ser atendidos por sus colegas, más locos que los más locos de los lo-cos que te van a acompañar de hoy en adelante. “Alégrate, mamá, ya llegamos”, ya estamos aquí, en la puerta de este edificio tenebroso, espantoso, horripilante, tan limpio, tan aséptico, tan moderno. “Ahorita nos atienden”, espera ahí sentada horas y más horas, hasta que te llamen, ahora si loca ver-daderamente de tanto esperar. “Vente, ya nos lla-maron, mamá, ahora si te va a ver el doctor”, ese señor de ahí, sentado en su pequeño escritorio, en ese consultorio desnudo, siéntate, ve cómo te mira a través de sus lentes con ojos indiferentes, can-sado de ver locos todo el día. Nombre, dirección, estado civil, edad, sexo, religión, diagnóstico an-terior, documentos, análisis, electroencefalograma, acta de nacimiento, credencial de identidad, qué es lo que no tiene, pobre mujer, Elena, dónde están

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tus padres, dónde está tu hermana, casada, y que ya te olvidó, Elena, dónde está tu marido, y los ni-ños pequeños, dónde está tu vida, Elena, tus maña-nas luminosas de Morelia, el jardín, las mariposas blancas, tus compañeras de escuela. Dónde. Aquí, tras las rejas, delincuente de la mente, inocente y culpable. Loca. “Se va a tener que quedar la seño-ra, para que le hagamos estudios”, para que urgue-mos impunemente en su vida, en su mente, en su alma. “Pero yo creo que es posible que se quede para siempre”, cadena perpetua, igual que al peor de los más malditos y desgraciados de los crimi-nales. ¿Qué otra cosa pueden hacer esas personas que dicen ser tus hijos, tan pequeños que eran, tan lindos e inocentes, tan tiernos? “Adiós, mamá, des-pués venimos a verte”, a imaginarte, a suponerte feliz, bien atendida, alimentada, cuidada, sedada nuestra alma, acallada, amordazada, sufriendo en silencio. El cielo se nubló, la tarde cayó, la calle se oscureció, y una enfermera se acercó para llevar-la a su pabellón. “Venga, madrecita, ya es hora de merendar y a dormir, ¿me oyó, madrecita?”, mejor hágame caso porque si no voy a tener que lastimar-la, que obligarla, que sojuzgarla, que humillarla, que llevarla a la fuerza. Venga. Y se la llevó por el pasillo rumbo al comedor abarrotado de locos que van a cenar, con sus batas blancas, con sus caras ro-mas, con sus risas locas, con sus muecas raras, con sus babas largas. Allá va, y de su vida anterior solo

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queda una furtiva mirada a la ventana con barrotes al final del pasillo y lo que queda del otro lado.

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Es de noche, el cuarto de Mario está a oscuras y él está tendido en la cama, boca abajo, con el ros-tro hundido en la almohada, rumiando su dolor. No comprende nada, no entiende nada. Su mente es un torbellino de ideas y sentimientos encontra-dos, de confusión. ¿En qué está fallando? ¿Dónde está la rajadura por donde se desliza su vida ha-cia la basura? ¿Es él o es el mundo? Se pregunta angustiado, asqueado de ver los resultados que ha tenido su vida desde que murió su padre, aquella tarde que llegó tan contento con sus libros. ¿Qué pasaba con la gente, que cínicamente se envilecía y degradaba? ¿Cuáles eran las causas, en dónde estaba el problema? Le dolía en el alma su rompi-miento con Celia, y por más que le daba vueltas al asunto, no encontraba una razón valedera. ¿Cuál es la finalidad de la vida de esta muchacha, y de tantas y tantas como ella, según veía? Disfrutar, di-vertirse, experimentar, sin freno ni control, ser li-bres sin medida, a costa de su propia salud y de su futuro. Porque, en el fondo, sabía que lo que hacía era nocivo, que le hacía daño, que no era el mejor camino. No era estúpida, y aún así no le importa-ba. El goce es efímero, el sufrimiento permanente.

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Con las drogas no se llega a ninguna parte y sólo destruyes tu organismo, y a los treinta años ya eres una piltrafa. Había algo mágico, maravilloso, sí, en la marihuana, pero no para fumarla diario y a to-das horas. Era padre el relajo con los cuates, pero no todo el tiempo y a costa de todos los demás. Pero sobre todo, lo que más le dolía era la burla ha-cia su persona, “me aburro”, “tus ideas son nobles pero a mí no me interesan”, “Yo lo que quiero es divertirme con mis amigos”, “Los pobres me im-portan un pito”, “Estoy harta de museos y libre-rías”, “Los pueblitos son muy pintorescos pero a mí me pudren”. ¿Pues qué quería, pues? Sí él lo único que había intentado es que se adentrara en la cultura, que viera las obras de arte, que se enterara de la historia, que se diera cuenta de que hay todo un mundo ahí afuera aparte de las fiestas y los re-ventones, la vida del pueblo humilde, la vida en el campo, la maravilla de la naturaleza, los montes, los árboles, el agua, la tierra, el cielo ilimitado en un día soleado. No todo es ciudad y cines, y pistas de baile, y centros comerciales. Hay otras cosas, y son valiosas. “Los pobres me importan un pito”, sí, pues parece que a todos les importan un pito ¿No es la indiferencia de los que algo tienen o tiene mu-cho la conducta habitual? ¿No es la actitud de los mismos pobres que entre ellos mismos se importan un pito? Él lo único que había deseado era crear un poco de conciencia social en su mente llena de

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humo de mota. Pero lo había rechazado. La gente no quiere tener conciencia, la gente lo que quiere es divertirse. Y ahora resulta que el que se preo-cupa, el que tiene conciencia social, el que busca la cultura y la mejora del mundo y la superación de las personas, ese es aburrido, es “fresa”, está fuera de onda. Mejor que se drogue, que se embo-rrache, que fornique con todas las viejas que se le pongan enfrente, que no respete nada, que todo le valga madres. Que quiere escribir para despertar a la gente y crear conciencia en los lectores, ¡está loco, ingenuo, es un soñador ñoño! ¿Qué ridicule-ces son esas? Lo mejor es gozar de la vida y allá los demás, que se los lleve el diablo. Ahora de lo que se trata es de robar, de traficar droga, de matar, de corromperse, no importa qué, pero obtener dinero y después gozar, divertirse, comprar todo lo que se te pone enfrente de las narices, comer, beber hasta caerse de borracho. Lo mismo que David, pensó, están hechos el uno para el otro. Se revolvía en su cama, y quería morderse el alma, despellejarse el espíritu, anonadarse la mente, descuartizarse el in-telecto, ¿para qué servían? Se vivía en estos tiem-pos en el dominio del cuerpo, de los apetitos, de las ambiciones, se revolcaba en la basura, en la mugre, todos eran presa del demonio, como decía doña Carmen, y es que el diablo mató a Dios y se apo-deró del mundo y ahora se hace pasar por él. Los santos en las iglesias son demonios disfrazados,

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los cristos crucificados son ladrones embozados, las vírgenes de mirada dulce son prostitutas, los niños Dios son enanos endemoniados. Quería dar-le la razón a la señora mojigata, el diablo dominaba en el mundo. Se paró de la cama y abrió la ventana. Lloviznaba. Se estaba ahogando. La calle estaba desierta, respiró profundo y trató de calmarse. En qué mundo tendría que vivir. El bien y el mal, la lucha eterna, las contradicciones dentro de la mis-ma persona, “Yo también te quiero, lo intenté, pero no pude”, le dijo. La contradicción en el individuo y en la sociedad. Lo mismo le dijo David. Sí, así era, David y Celia estaban hechos el uno para el otro, y él, marginado, botado a un lado. El mal y el bien, lo negro y lo blanco, otra vez esa idea. Se sentó frente a su escritorio y miró triste sus imple-mentos de escritura, sus libros esperando pacien-tes en el escritorio a ser abiertos para mostrar sus maravillas, negro sobre blanco. Respiró profundo y se recuperó. No se daría por vencido. La busca-ría, la reconquistaría, la haría cambiar a fuerza de amor y de insistencia, la acompañaría a sus reven-tones y le demostraría poco a poco que su mundo era mejor. Él tenía un ideal. Seguiría intentando es-cribir, mostrando al mundo una posibilidad más luminosa, alguien le haría caso, alguien lo leería y se haría consciente de esa verdad: el mundo puede ser mejor y hay que luchar por ello. No importa que lo tildaran de ridículo y de ingenuo. Los gran-

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des hombres no se dejan influir por los pequeños y miserables. Alguien le haría caso. No todos los hombres y mujeres estaban podridos, rezumando pus, sudando podredumbre por todos sus poros. También había personas nobles y honestas, sensa-tas. Para ellas sería su obra. Se sintió mejor y en-cendió la luz. Se pondría a trabajar.

Pero en eso sonó la puerta y entró David, acom-pañado de varias personas. Venían alegres y tal vez borrachos. De momento sintió angustia, pero después se controló. Ahí estaban las cucarachas y tendría que lidiar con ellas. Pues que así fuera. Notó que venían también algunas mujeres con él. En eso se asomó David por su puerta y lo llamó.

---- Vente, Mario, le dijo, hoy tenemos una pe-queña fiesta, únete a nosotros.

---- Ahora voy, le contestó, nada más me peino y lavo la cara.

---- Bueno, no te vas a arrepentir.

Se fue y él se recompuso, se metió al baño y se lavó la cara y se peinó, dispuesto a poner buena cara a los invitados de David. Salió a la sala. Ahí estaban David y Matilde, la Negra y Felicidad, la puta del barrio, lo cual, al parecer, no molestaba en lo más

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mínimo a Matilde, y una amiga de Felicidad, ade-más de Edgar y una muchacha que no era Gloria. Y es que estaba triste porque metió a su madre al ma-nicomio y andaba borracho y con ganas de sacarse la culpa a base de tragos. Mario se acercó y David se los presentó uno por uno. El alegrón que se dio Ed-gar cuando vio a Mario, su amigo de la secundaria y de la prepa, al que no había visto desde la fiesta de graduación. David miraba con atención a Mario, para ver qué cara ponía, con un poco de sorna.

---- Tiene el corazón rompido, dijo, pero para eso le traje con quien olvidarse un rato, y miró a la chica, amiga de Felicidad, que se removía en su asiento de puro gusto de ver a Mario tan guapote y seriesote, tan formal.

---- ¿Quién quiere cervezas?, dijo David y se fue para la cocina, acompañado de los demás, y Mario se quedó con Edgar, que le platicó, a grandes rasgos, lo ocurrido últimamente con su madre. Estaba lleno de dolor por verla quedarse en aquella casa de locos. Pero no había otra, ya no podía vivir con ellos en la casa. Mario le preguntó qué se había hecho desde que dejó la prepa, y Edgar le contó que había intenta-do una carrera comercial y también fracasó, después se puso a trabajar en una taquería y se salió al poco rato. En fin, ahora ni trabajaba ni estudiaba. Era un “nini”, comandante, de hace casi cuarenta años, para

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que vea que los problemas actuales ya existían desde hace mucho, nada más que ahora multiplicados por mil. Le preguntó por Gloria y le dijo que aún andaba con ella, que era su tesoro, que por ella no había caído hasta el fondo, que lo estaba sacando de los vicios y de andar con la banda: “Hoy ando aquí de loco por-que no me aguantaba la pena por lo de mi madre, y me encontré a David y a la Negra, y no quería ver a Gloria, pero ya casi no ando con ellos. Trato de zafar-me y alivianarme”, le dijo, “a partir de mañana me voy a volver fresa”. Mario le contó la muerte de su padre y el plan de David de vivir juntos. Edgar no estuvo de acuerdo. “No puede ser, mi cuate, le dijo, tú y David son como el agua y el aceite. No te con-viene vivir aquí, mejor regrésate a tu casa, es lo que más te conviene”, le advirtió y con eso demostró que en verdad los conocía bien a los dos y preveía pro-blemas. “David ya está manchado, te puede hacer alguna chingadera, porque así es, en cambio tú eres de otra pasta, un chavo limpio, con ideales, aléjate de esta banda”. Le recordó sus pláticas en la secundaria sobre el universo y el origen del mundo, sus visitas a los museos, sus lecturas compartidas. “No mi cua-te, tú no perteneces a este inframundo de la banda”. “Pero si ni los conozco”, se defendió Mario. “Pues ni los conozcas, le dijo, más te vale”.

Mientras tanto, David había puesto música y la Negra, que no hizo mucho caso de Mario, se for-

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jó varios churros conmemorativos y todos estaban tomando y bailando en la sala, quitada la mesa de centro. La muchacha invitada de Felicidad miraba lasciva a Mario, y la compañera de Edgar fue por él para sacarlo a bailar. Mario no sabía qué hacer, pero pensando en su propia pena, en la desgarradura de su alma apesadumbrada, se animó y se dijo: “A la fregada el mundo. Por un día me voy a olvidar de todo”, y se empinó una cerveza y le fumó del toque que la Negra le pasó. Edgar veía eso con ma-los ojos, mientras David se divertía viendo al santo conviviendo con los demonios. Después se arrimó a la muchachilla y se pusieron todos a bailar al son de los Doors. “A coger y a chupar que el mundo se va a acabar”, dijo David, y cambiaron la músi-ca por una más romántica para bailar pegados. Y más chupes y más mota y más baile, y al poco rato aquello era un verdadero pandemónium. A Mario le daba vueltas la cabeza y la muchachilla le metía mano por todos lados. “Me está fajando”, se dijo divertido. Después empezó el fajadero generaliza-do, la música a todo volumen, el humo empañan-do la visión, todos borrachos y alegres, gritando y lanzando exclamaciones salvajes. “Pobres de los vecinos”, se dijo Mario. Abrió las ventanas para ventilar y se llevó a la muchachilla viciosilla a su cuarto. “Allá que se haga bolas David”, se dijo y cerró su cuarto.

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CAPÍTULO CINCO

(E-mail 26 a 34)

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Dice León Tolstói, comandante, que todas las formas de sentirse uno feliz, se parecen entre sí; pero los desdichados ven siempre en su infortunio un caso personalísimo.

Eso mismo le sucedió a la madre de Celia el día en que vio en el periódico, en la sección de sociales, que su marido, muy orondo, entregaba en matri-monio a su hija en la iglesia. A su hija sí, ¡pero de otra familia! De momento se quedó petrificada, sin entender lo que leía y lo que veía. Miró y volvió a mirar la foto de su esposo sin dar crédito a sus ojos. Hasta que un sudor frío le recorrió la espal-da. Fue la gota que derramó el vaso. Se levantó, se fue a su cuarto a hacer su maleta con la ropa indis-pensable de ella y de Pili. Se iría con su hermana ¡Era increíble! Pero lo que más le dolía, lo que le había herido en carne viva, fue que la otra familia,

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que la otra hija, se casara con un joven de buena familia, tan elegante, que incluso la foto de su boda aparecía en los periódicos en la sección de sociales. ¡Y ellos pasando estrecheces y viviendo en aque-lla colonia miserable! Era inconcebible. Ella, que era verdaderamente de buena familia, pasar por esto. Bajó tropezándose por las escaleras y armó el gran escándalo. Salieron de la cocina, espantados, Enrique y Celia. Entró su esposo del jardín y se le abalanzó dándole dos sonoras bofetadas. Enrique trató de controlarla y también a él le pegó. Celia se recargó en la pared y se quedó paralizada. En-tonces la señora les mostró el periódico. Enrique se quedó perplejo: “Que guardadito te lo tenías”, le dijo, y le pareció inconcebible que aquel hom-brecito tan calmado y sumiso, tan sereno y poca cosa, se atreviera a tener otra familia. Celia leyó la noticia y se quedó mirando a su padre a los ojos: “Eres un cochino”, le dijo. El pobre hombre estaba confuso, que idiota, se dijo, no suponer que las fo-tos saldrían en el periódico, pero ¿en cuál?, ¿cómo imaginar que sería el que les llegaba a la casa? Era la fatalidad. La mujer se sentó a llorar en una silla del comedor, y les dijo que se iba con su hermana. “Pero no creas que te vas a salir con la tuya, le dijo al hombre paralizado, esto lo van a saber los otros. Y espera a mi abogado, te voy a dejar pidiendo li-mosna”. Su marido se subió a su cuarto para repo-nerse y adoptar la actitud adecuada. ¿Pero cómo?

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¿De qué manera explicar que su otra familia era la principal y que ella era “la otra”, que eran de mejor condición social y creían que él era agente de ven-tas foráneo y que los veía sólo cuando estaba en la ciudad, antes de volver a salir de nuevo de viaje?

La madre, abajo, repetía constantemente: “Esto se acabó, se acabó”. Se irguió y les dijo a sus hijos: “Me llevo a Pili antes de que la enseñen a fumar marihuana, desgraciados. Estoy completamente desilusionada de ustedes”. Tomó su maleta y a Pili, que lloraba asustada en un rincón, sin comprender nada, y salió de la casa dando un portazo.

“Yo también me largo de aquí, le dijo Enrique a Celia, ya no soporto más. Me voy a ir con mis cuates de la banda, allá en el barrio. Ojalá y me den caída”. Celia estaba anonadada, se sentía destro-zada, como burlada, como si la hubieran estafado. ¿Qué dirían sus amigas, y sus mamás, cuando se enteraran? Y Mario. Enrique se subió a su cuarto y se encerró en él. Celia subió las escaleras lenta-mente, y al pasar por el cuarto de su padre, se que-dó un momento en suspenso, pensando si entrar un momento a hablar con él. Pero se dijo que no. Lo quería muchísimo a su papá pero ya no le te-nía respeto, y esta última jugada de plano le había dado asco. Entró a su cuarto y se puso a llorar, des-cargando de una vez toda su amargura: la situa-

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ción de su familia y su rompimiento con Mario, al que hizo sufrir por su culpa, sin merecerlo. Pensó en él, y estuvo segura de que él le sabría decir algo sensato sobre lo que estaba pasando y la ayudaría a ver las cosas en perspectiva. Pero era imposible, ella solita se había buscado lo que ahora le pasaba. Se acostó boca abajo y lloró, lloró hasta que se le acabaron las lágrimas.

Ya en la tarde, al morir el día, salió de su cuarto con su maleta y se encontró a Enrique en la cocina.

---- Me voy yo también, le dijo, ya no aguanto más. Después veremos qué pasó con mi mamá y con Pili.

---- ¿Y a dónde irás?, le preguntó aquel, pre-ocupado.

---- Me voy a ir con la tía Simón, ¿cómo crees que me reciba?

---- Pues al principio con sorpresa, le dijo, pero después, cuando le platiques todo, te va a ayudar. Es muy buena onda.

---- Pues sí, ¿y tú? ¿Vas a estar bien con aque-lla gente?

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---- Sí, no te preocupes, la banda es chida y me van a dar caída, por lo menos un tiempo. Luego ya veremos.

---- Bueno, pues vámonos.

Se fijaron si llevaban todo lo necesario y si traían dinero. Pensaron en despedirse de su padre pero en su cuarto no se oía nada. Tal vez había salido.

---- De seguro se fue a ver a los otros, para po-nerlos en guardia.

---- No lo dudes, dijo Celia tristemente.

Apagaron las luces y salieron a la calle.

---- Bueno, manito. Nos vemos después.

---- Sí, yo te busco mas adelante con la tía. Des-pués vemos qué pasó con mi mamá.

Se despidieron con un beso y se fue cada uno por su lado. Y las sombras de la noche los envolvieron.

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En una mañana esplendorosa, con el sol radiante brincando en su ventana, Mario estaba en su escri-

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torio, tratando de escribir. Parecía que la parálisis, que lo había atacado días anteriores, desaparecía. Pero ya no iba a escribir sobre los indígenas, que al fin y al cabo no conocía más que por los libros de Fernando Benítez y Jorge Carrión y por aquellos se-res desgraciados y paupérrimos que veía pidiendo limosna en las iglesias, y que confirmaban lo que su padre le indicó acerca de la diferencia entre mén-digo y mendigo, donde mendigo es el que pide y méndigo el que no le da. Ahora iba a escribir sobre la juventud de los barrios que tenía a la vuelta de la esquina, con los que, si bien no se mezclaba, si eran observados de muy cerca, incluso vivía con uno de ellos. Los indígenas, esos seres desgraciados, que se arrastran por las calles de la ciudad, campesinos sin tierra, que son la sangre se su alma, abierta a los valles y campos, montañas y cañadas, despojados de ella primero por el conquistador español, y des-pués por el cacique, y ahora reducidos a vagar por las banquetas, pidiendo limosna o vendidos como peones de albañilería por un sueldo miserable, y que todavía son insultados y discriminados por el mestizo mezclado y menguado que le grita, con el desprecio impreso en su gesto: “pinche indio mu-groso”. A ellos, que los estudiara y defendiera el que los conocía mejor (cómo muchos años después, haría el subcomandante Marcos, mi comandante, en tierra chiapanecas). Para Mario, era mejor dedi-carse a escribir sobre los seres de aquellos barrios,

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pudriéndose en sus calles y callejones, muchachos sin esperanza y sin futuro, sin apenas estudios, pero eso sí, solicitados en cada esquina por los con-sumidores de mota y cocaína. Tal vez así, pensó, llegaría a entender la actitud de seres como David, Celia y su hermano Enrique, y Edgar, miembros de la banda llamada los Chochos Plus Band, a la que poco a poco iba conociendo. Estaba entusiasmado. Creía haber encontrado su tema y las ideas fluían, venidas de quién sabe dónde, para desparramarse sobre el papel. En esas estaba cuando tocaron a la puerta, fue a abrir y apareció la doña, en toda su grandeza, vestida toda de negro, con el pelo reco-gido hacia atrás en un chongo, sus lentes de carey, protegidos por un cordoncillo.

---- Buenos días, Mario, le dijo, ¿puedo hablar con usted?

---- Desde luego, señora, pase, le contestó, ¿en qué puedo servirle?

Y le indicó con un gesto que pasara y se fue a sentar junto a ella en la sala.

---- Vengo a tratar de un asunto muy delicado con usted, aprovechando que no está David. Con usted es más fácil hablar.

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---- Usted dirá.

---- Resulta que en los últimos días, se han he-cho algunas fiestas escandalosas en el edificio y los vecinos se han quejado ante mí. Una de ellas fue en el departamento de Raúl, al que le presenté el otro día.

---- Sí, ya me di cuenta. No me dejaron dormir.

---- Así es. Y la otra fue en este mismo lugar, me imagino que aprovechando su ausencia.

---- Así es, yo no estaba, mintió Mario, pero me percaté de lo sucedido por el estado en que quedó el depa. A Teresa, mi sirvienta, le costó dos días poner todo en orden.

---- Y qué fiestas, joven Mario. Una vergüenza. Yo no sé que le sucede a la juventud actual. Ya no respetan a nadie ni a nada.

---- Bueno, yo creo que lo que pasa es que an-tes la juventud estaba demasiado reprimida por padres exageradamente severos y prohibitivos. Y ahora se han revelado.

---- Pero eran tiempos mejores, joven. Se les en-señaban buenos modales, el respeto a los adultos y

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a las demás personas. El temor a Dios, como man-da nuestra santa madre iglesia católica.

---- Pero ha habido una rebelión juvenil…, apuntó tímido Mario.

---- ¡El diablo!, joven Mario, el diablo en persona es el que anda metido en todo esto. Porque ya no son fiestas, son orgías. Son jóvenes muy violentos.

---- Bueno, pero también debe tomar en cuen-ta, que la ignorancia y la pobreza, mezcladas, pro-vocan violencia. ¿Y quién genera esa ignorancia? Los poderosos, señora. Los grandes políticos y los empresarios coludidos con ellos, a los que les con-viene mantener al pueblo ignorante y con una baja educación para que no adquieran conciencia y no se revelen.

---- Enseñados por el demonio, que los ha toma-do por su cuenta.

---- Puede ser, ya he pensado en eso. Pero tam-bién la pobreza, provocada por la explotación a que es sometido el pueblo por parte de estos mis-mos poderosos.

---- Que no es más que otra artimaña del dia-blo, que los tiene dominados y quiere acabar con

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el mundo, con la humanidad, para así vengarse de Dios, que lo sumió en el infierno.

---- Y ahora está de moda la droga. ¿Y quién cree que se encarga de traficarla, distribuirla y venderla? Pues los mismos poderosos, desde el presidente de la república para abajo, que juntos controlan a los grupos mafiosos que no son más que ellos mismos.

---- ¡El demonio, Mario, es el demonio! Se lo digo yo. Pero en fin, el caso es que quisiera que hablara con David, que también tiene al diablo por dentro, y le pida que cesen sus fiestas, porque de lo contrario me veré en la necesidad de pedirles el departamento. ¿Entendido?

---- No se preocupe, señora, yo hablaré con él, aunque ya lo he hecho y no me hace caso.

---- Pues ya están sobre aviso. Ayúdele usted, Mario, sáquele el demonio del cuerpo. Vayan a misa, recen, hagan penitencia, ayunen. Acérquense a Dios, que es lo único que él está esperando. Ahora todo el mundo es un ateo, sin principios ni moral.

---- Lo intentaremos, señora, lo intentaremos, le dijo Mario, que ya no sabía qué hacer, siguiéndole la corriente a la dama.

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---- Y a propósito, joven Mario. ¿Ya vendió su casa?

---- No, todavía no. Incluso no sé si hacerlo. He pensado en regresar a vivir en ella. Por lo pronto, Teresa vive ahí y la mantiene limpia. ¿Por qué me lo pregunta?

---- Es que mira, veras. Resulta que yo tengo un restaurantito, ¿sabes? Que le puse a mis padres para que se entretuvieran en su vejez. Ellos ya mu-rieron, pero el establecimiento ha tenido mucho éxito. Es de mariscos.

---- ¡Ah!, pues un día he de ir. A mí me encantan los mariscos.

---- Cuando gustes, serás bienvenido. El caso es que en la planta alta, es una casona ya vieja, muy grande, tengo una pensión para señoritas, pobres almas desamparadas, descarriadas, a las que yo protejo, y trato de regenerar, haciéndolas trabajar en el mismo restaurante. Pero está en un barrio muy feo, ya viejo, y andan en malas compañías. El demonio las acecha. Por cierto, el otro día vi a David que andaba revoloteando alrededor de mis niñas, acompañado de varios gañanes. Vigílelo Mario, que creo que anda en muy malos pasos.

---- Haré lo posible.

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---- Bien, el caso es que he pensado en sacar a mis angelitos de ese medio y llevarlas a vivir a otra colonia mejor, donde el ambiente que las rodee sea más sano. Y he pensado en su casa. Así que si la vende, piense primero en mí, ¿de acuerdo?

---- Sí, señora. Si me decido a venderla, usted será la primera que se entere y a la que haré la pri-mera oferta.

---- Bueno, pues eso era todo. Ahora me voy, dijo y levantándose, le dio la mano a Mario y salió a toda prisa.

Mario se quedó un momento parado, un poco mareado, viendo diablos y demonios por todos la-dos. Le hizo gracia aquello de que David tenía el demonio en el cuerpo y que él había de sacárse-lo. Después, ya más seriamente, pensó si Celia no estaría también posesa. En fin, se dijo, tendré que advertir a David de la amenaza de lanzamiento y pensar bien lo de mi casa. Pero por el momento, re-gresó a su escritorio y se dispuso de nuevo a escri-bir, incluyendo en su texto aquel restaurante-pen-sión para jóvenes descarriadas de que le hablara la Doña. En su imaginación, se estaba fraguando toda una novela. En eso volvieron a tocar a la puerta y fue a abrir. Era Raúl, su vecino del departamento

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de arriba y estudiante de licenciatura, joven pispi-reto y alegre, muy inteligente.

---- Hola, le dijo, espero no molestarte. Me acor-dé de ti y me dije, voy a platicar un rato con mi joven amigo, escritor en ciernes. Y aquí me tienes.

---- Pásale, no me molestas. Estaba haciendo al-gunos apuntes y pensando un poco en mi futuro in-mediato. Pásale a mi cuarto, acomódate en el sillón y platiquemos un rato, que a mí también me hace falta hablar con alguien. Paso mucho tiempo solo.

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En una mañana lluviosa y nublada, obscureci-da por nubarrones negros y amenazadores, llegó Celia, caminando con su maleta por las calles hú-medas, a la casa de la tía Simón.

La casa a la que llegó era antigua, de los años cua-renta, en la colonia Del Valle, de fachada angosta, di-rectamente a la calle, empotrada entre dos casonas de la misma época. Estaba pintada de verde y tenía dos ventanas con herrería en la parte alta y dos ven-tanas, igualmente protegidas con herrería, en la plan-ta baja. Una pequeña puerta vidriada como entrada y la puerta del garaje a un lado. Pero lo que tenía de pequeña por fuera lo tenía de grande por dentro, en

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profundidad. Tenía en la planta alta dos recámaras que daban a la calle y otras dos que daban al patio trasero, lleno de macetas con plantas y flores, un baño completo en medio y la escalera que bajaba a la estancia, el comedor, la sala, un estudio, la cocina, otro baño y pare usted de contar, además del garaje para dos autos en fila. Era oscura, toda alfombrada y tenía un olor peculiar a muebles viejos, aunque muy finos, y ambiente cerrado. Grandes cortinones cu-brían las ventanas y solo de la cocina entraba una luz alegre. Vivían ahí, tres personas, cuatro, si contamos a la sirvienta que dormía en la azotea: La tía Simón, su esposo, un viejo doctor sesentón, y una única hija tardía de doce años, de nombre Ana.

Salió a abrir la puerta la misma tía Simón, que se quedó de una pieza cuando vio a su sobrina parada frente a ella, con su maleta colgando de una mano y cara de acontecimiento. Quién sabe qué ideas pa-saron por su mente, raudas como rayo, para luego quedarse en ascuas. Era una mujer de unos cincuen-ta años, blanca, de pelo recogido hacia atrás que re-mataba en un chongo, con cara bondadosa, de fi-nas facciones y lentes de carey de forma pasada de moda, que cubrían unos bellos ojos castaños claro.

---- Celia, pero qué milagro, le dijo, ¿qué haces aquí? ¿Qué pasó? Pero pasa, entra, hija, y dime que te sucede.

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Celia pasó al interior, toda cohibida, y como liberada de un enorme peso, pues de pronto se imaginó, quién sabe porqué, que su tía la iba a re-chazar y a cerrarle la puerta en las narices. Entró, dejó su maleta en el recibidor, donde, colgadas de la pared, había gran cantidad de fotografías de la familia, actuales y antiguas, todas enmarcadas y debidamente colocadas, y se fueron a sentar a la sala, mientras la criada, una muchacha joven y pis-pireta, trajinaba por ahí.

---- A ver, dime, ¿qué es lo que te pasó?

---- Ay, tía, pues lo que sucede es que en mi casa todo terminó.

---- ¿Cómo que terminó?, ¿pues qué sucedió?

---- Lo que pasa es que mi mamá descubrió, al leer el periódico, que mi papá tenía otra familia.

---- ¡Otra familia! A ver, barájamelo más despa-cio, ¿cómo estuvo eso?

---- Pues sí, así estuvo. Resulta que en el perió-dico, en la página de sociales, aparece una foto de mi papá con una señorita que se está casando y ahí dice que es su hija.

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---- ¿Qué es su hija? Y cuando sucedió eso.

---- Pues el otro sábado, y la foto apareció en el periódico del domingo. Se trató de una gran boda, de gente muy elegante y de la alta sociedad. Ima-gínate que hasta en el periódico hicieron la reseña de la boda. Es más, aquí lo traigo para que lo veas.

Celia sacó de su bolso unas páginas de periódi-co dobladas y se las dio a su tía. Esta las tomó con ansiedad y se puso a leer con curiosidad manifiesta.

---- ¡Qué barbaridad! ¿Y tu mamá qué hizo?, dijo después de leer varias veces el reportaje y mi-rar atentamente las fotografías.

---- Puso el grito en el cielo. Se peleó con mi papá, lo amenazó con demandarlo y quitarle hasta la camisa, agarró a Pili y se fue de la casa, con su hermana de Puebla, la tía Paulina.

---- ¿Y tu papá que dijo?

---- No abrió la boca. Solo se nos quedó mirando a todos, se puso colorado y después se metió a su cuarto y no salió ya. Hasta ahora que salí no me atreví a tocar en su puerta. Yo supongo que se fue, con la otra familia, desde luego.

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---- ¿Y ustedes qué hicieron?

---- ¿Y qué íbamos a hacer? Mi hermano Enrique no aguantó más y se fue a vivir con unos amigos que tiene por allá en un barrio cerca del centro. Y yo, pues me vine para acá, contigo, pues no se más a dónde ir.

---- ¡Qué barbaridad! Pues te habrías podido ir tras tu madre, a Puebla.

---- No tía, lo que sucede es que yo no puedo soportar más a mi mamá. Está insoportable, muy amargada la pobrecita.

---- Sí, me lo imagino. Pero y tú, ¿qué piensas hacer?

La pobre mujer estaba espantada de todo lo ocu-rrido, pero aún más de las consecuencias que ten-dría para ella, para su familia. Es verdad que era su sobrina, y la estimaba, pero también sabía que era una fichita y no le tenía la más mínima confianza. Además, estaba su hija, Ana, muy influenciable y de apenas doce años. ¿Qué haría?

---- Pues por el momento tía, si tú me lo permi-tes, quedarme unos días en tu casa. Solo unos días,

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Alfredo García Avilés

mientras vemos qué pasa con mis papás y yo pien-so qué hacer con mi vida.

---- En mi casa, pero eso es imposible, quiero de-cir, claro, pero, ¿no sería mejor que hablara con tu mamá y ver que nos dice ella?

---- Pues sí, si tu quieres, pero no creo que esté muy razonable por ahora. Además, cómo le vamos a llegar todos de sopetón a mi tía Paulina.

---- Si, tienes razón, parece que de momento no hay otro remedio, quiero decir, que sí, claro, te puedes quedar unos días en mi casa, hasta que todo se aclare. Te puedes quedar en el cuarto de junto a Ana. De milagro que está libre, porque lo rentamos, sabes, a señoritas o mujeres solas. Pero la última inquilina se acaba de ir la semana pasada y no ha llegado nadie nuevo.

---- Me parece bien tía.

---- Pero eso sí, te lo tengo que advertir, aquí so-mos muy estrictos y tenemos los horarios muy or-denados. Nada de salir y llegar tarde, ni de andar en la calle todo el día.

---- Sí tía, claro.

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---- Además, como creo que estas de vacaciones, no quiero que te estés todo el día encerrada en tu cuarto holgazaneando. Tendrás que ayudar en las labores de la casa de algún modo. Tenemos una muchacha, Lorenza, pero ya veremos en que me puedes ayudar.

Celia tragó saliva amarga, pero no replicó nada y a todo le dijo que sí a su tía, que era muy buena y limpia y ordenada y todo, pero muy cerrada y estricta. Sintió por primera vez en su vida lo que es estar arrimada, aunque sea con gente de la fa-milia, que nos quiere mucho, y comprendió que no hay nada en el mundo como nuestra propia casa, por humilde que sea, y que eso precisamente, es lo que acababa de perder. Y hasta ese momento se dio cuenta de la tragedia que ocurriera en su casa.

---- Bueno, pues trae tu maleta y vamos al que será tu cuarto, espero que por poco días, quiero de-cir, espero que la situación de tus padres se arregle pronto y puedas volver a tu casa.

---- No creo que se arregle tía, ya sin esta nueva noticia, las cosas en mi casa iban muy mal. No creo que se vuelva a unir la familia. Pero no te preocu-pes. Yo ya estoy pensando en independizarme y en estos días, aprovechando las vacaciones, veré que he de hacer con mi vida. Tengo algunas ideas.

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---- Bueno, pues ya hablaremos de eso después. Por lo pronto vamos a instalarte.

En eso se abrió la puerta de la calle y entró Ana, su primita de doce años, que al verla que estaba ahí, dejó su mochila en el recibidor y corrió a abra-zar a Celia.

---- Prima, qué bueno que te veo, ¿pero qué ha-ces aquí? Como me da gusto verte.

Y la abrazó y la besó hasta que se cansó. Celia también la abrazó con cariño, pues quería mucho a su prima, que era un encanto de niña.

---- Viene a estarse unos días con nosotros hija, pues tus tíos tienen algo que hacer fuera de Méxi-co, dijo la tía Simón, recogiendo rápidamente el pe-riódico del sillón de la sala y ocultándolo, mirando con malos ojos el cariño de las dos primas, temero-sa de cómo podría influir Celia a su hija estando en su casa. No, de plano no las tenía todas consigo. Ya pensaría en algo.

---- Ven, vamos a llevar a Celia a su nuevo cuar-to, acompáñanos. Ya en la noche le daremos la sor-presa a tu papá.

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Y se fueron las primas, muy contentas, plática y plática, siguiendo a la señora, mientras subían las escaleras rumbo al cuarto.

29

En una tarde soleada, entre varios días con llu-vias, llegaron Edgar y Gloria al hospital psiquiá-trico a visitar a la señora. Entraron, y después de esperar un buen rato, y cubrir los requisitos buro-cráticos de rigor, pudieron subir por el elevador al segundo piso, de ahí al pabellón central y después de pasar un filtro entrar a la sala donde están los enfermos mentales. Un celador los introdujo y de inmediato se les acercaron los locos.

---- ¡Carmelita, Carmelita!, le dijo un loco de casi dos metros a Gloria, todo emocionado y lloriqueando.

Gloria, aterrada, le decía que ella no era Carme-lita y le pedía auxilio con los ojos a Edgar, pero el gigantón se aferró a que era Carmelita y la quería abrazar y acariciar, hasta que el celador lo alejó. Mientras tanto, a Edgar se le había acercado una muchacha muy joven y bonita, pero que tenía los ojos sin brillo, oscuros y como apagados, y que se había enamorado inmediatamente de él. Edgar, por más que se resistía, no podía alejar a la mucha-cha locamente enamorada, hasta que esta le dio un

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beso en la boca. El celador se dio cuenta y regañan-do a la muchacha, la alejó de ahí.

---- Ya te besó la locura, le dijo Gloria, y a Edgar se le puso la carne de gallina.

---- ¿Cómo se llama tu mamá?, le preguntó el celador a Edgar.

---- Elena, le dijo, y el celador de inmediato em-pezó a vocear a Elena.

Esta, distraída, estaba hasta el final del pasillo, junto a la ventana con barrotes desde la que se veía el jardín del hospital, al que de vez en cuan-do la bajaban a pasear, y la calle, en la que no de-jaba de buscarse. Allá, en algún lugar, quedó ella, perdida. Escuchó su nombre y volteó, y se percató de que la llamaban con un ademán. Conforme se fue acercando a la pareja, más perpleja se queda-ba, no dando crédito a sus ojos. “Es mi marido, se decía, que viene a visitarme con su amante”. Sí, desde luego, aquel joven que estaba ahí era su marido, confundida con el parecido de Edgar con su padre.

---- Mamá, le dijo este cuando la tuvo enfrente, abrazándola, soy yo, tu hijo, Edgar.

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“¿Mi hijo?, pensó Elena, pero si mi hijo debe de tener dos años a lo mucho”; después, en un relám-pago, se percató del paso del tiempo, como si este hubiera transcurrido en un abrir y cerrar los ojos y lo reconoció. Sí, es Edgar, mi niño, y lo abrazó, pero no dijo una sola palabra.

Entonces el celador se fue y ellos se fueron a sentar a una mesa en una zona del pabellón donde estaban otras personas platicando con sus locos, de visita.

---- Mamá, ¿cómo has estado?, le preguntó Ed-gar afligido, con un dolor extraño en el pecho, de ver a su madre ahí, así.

---- Bien, contestó su madre, por decir algo, pues en realidad no sabía cómo estaba.

---- Mira mamá, ella es Gloria, ¿te acuerdas de ella, vino con nosotros el día que te trajimos.

Elena miró a Gloria, esta le sonrió, pero ella no hizo un solo gesto, no expresó nada, no dijo nada.

Edgar y Gloria se miraron confundidos, sin saber cómo llevar una conversación con alguien que parecía estar en otro mundo, en otra época, en otra dimensión.

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---- Mira mamá, ella y yo nos vamos a casar, ¿cómo la ves? Sí, nos queremos mucho, y nos va-mos a ir a vivir en una vivienda cerca del padre de ella, que está enfermo y necesita de sus cuidados. Yo ya entré a trabajar con mi papá.

Elena lo miró indiferente, como diciendo: “Y yo qué sé, a mí qué me importa, no entiendo nada”.

---- Marta se va a quedar en la casa, con Ma-ría, cuidando a los más chicos. Y yo me voy a ir a otro lado, a una vecindad bien bonita. “En reali-dad, un agujero del infierno”, pensó Edgar. Pero aún así te vamos a venir a visitar seguido, Gloria y yo. Y quién sabe, a lo mejor pronto te traigo a tu nieto.

Elena seguía con el alma ausente, queriendo re-cordar nítidamente a Marta y a María y a sus otros hijos, sin lograrlo.

---- Yo ya me porto bien, mamá, ya no ando con mis amigos los vagos, ya no tomo, ya no fumo, ya no me junto con la banda.

---- Es un buen chico, dijo Gloria.

Elena los miró y sonrió, pero como por fórmula, por mera forma, sin contenido real. No sabía nada

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de que fumara y tomara, de que anduviera de vago con una banda, y menos, de que dejara de hacerlo.

Edgar ya no sabía qué decir.

---- Y ¿cómo la tratan aquí?, preguntó Gloria.

---- Bien, contestó Elena.

---- ¿Les dan bien de comer?, ¿duermes bien, mamá?

---- Sí, muy bien, dijo Elena y se quedó mirando la ventana del pabellón, con sus barrotes.

---- Bueno, dijo de pronto Edgar, pues ya nos vamos, mamá. Marta va a venir la próxima vez, con María y los muchachos. Ahorita voy a hablar con el médico, para que me diga cómo sigues, a ver si pronto te sacamos de aquí. Dijo y al punto se arrepintió, pues bien sabía que nunca saldría de aquí. Nadie sale vivo de aquí.

Elena pestañeó unos segundos y se lo quedó mirando, después, indiferente, volvió a mirar la ventana y los barrotes.

---- Hasta luego, señora, dijo Gloria, que siga bien.

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Y se pusieron de pie. Llamaron al celador, abra-zaron a la mujer y Edgar no pudo evitar que le bro-tara una lágrima de rabia, y después salieron, a la entrevista con el médico psiquiatra. Elena, al verse libre, se fue caminando lentamente hasta el fondo del pasillo, a pararse junto a la ventana embarrota-da, mirando hacia afuera, buscándose.

30

En otra mañana luminosa, fresca por la lluvia de la noche anterior, nos encontramos de nuevo con Mario, comandante, con mi alter ego de otra época, tan lozano y tierno, tan ingenuo y puro que hasta da vergüenza. Está sentado frente a su escri-torio, con la pluma en la mano y su libreta de apun-tes abierta frente a él, escribiendo. Está motivado por su reciente conversación con Raúl, que le abrió horizontes insospechados. Este le dijo: “Con que quieres escribir, ¿no?”. “Sí, desde luego”, le con-testó Mario. Y luego le habló de Octavio Paz: “Sa-bes, últimamente estoy leyendo a Octavio Paz, que aunque en la escuela no lo quieren, pues dicen que es elitista y reaccionario, yo no lo creo. Él dice que el escritor tiene que ser crítico, cuestionar la reali-dad, cualquiera que esta sea, sobre todo las ideolo-gías, cuestionar el liberalismo burgués, capitalista, pero también cuestionar el supuesto marxismo de la Unión Soviética. Habla de las fallas del capitalis-

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mo, pero también de los horrores del supuesto co-munismo ruso. Así que lo primero que tienes que hacer es ser crítico”. Y luego le preguntó: “¿Sobre qué quieres escribir?” Escribo sobre lo que he vivi-do últimamente, sobre los jóvenes que me rodean, y que he observado con tamaños ojos y sorpresa”, le dijo Mario. “Entonces, le dijo Raúl, si escribes sobre la realidad mexicana, tienes que ser crítico de esa realidad y cuestionarla, sobre todo, cuestionar la ideología del estado mexicano, del PRI y la su-puesta Revolución Mexicana, buscar las causas de la realidad miserable y dolorosa que ves y de la que escribes”. Mario se quedó pensando, lleno de ex-pectación y asombro, él, que siempre había vivido tan cobijado en la casa paterna. Y piensa que escri-be sobre la sociedad en que vive, que no le permite a las mayorías tener mejores expectativas que las del lucro personal y el éxito económico a como dé lugar, sin importar los medios, de donde se sigue la corrupción y la violencia que padecemos. Escribe sobre los pobres que ve a diario en el barrio, de su ruda vida diaria en busca del sustento que les per-mita llegar al día siguiente, de los indios con sus guacales, y sus huaraches rotos, algunos descalzos, discriminados por los ricos y por los mismos po-bres pero mestizos. Anota el título que tenía pen-sado para su ensayo sobre el mundo indígena: “El otro México”, que ahora ya ha abandonado, y pien-sa en su nuevo proyecto, un libro sobre los jóvenes

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del barrio, los chavos banda, y no sabe si novela o ensayo, que titularía “Infierno y paraíso”, o “Luz y sombra”, o “Blanco y Negro”, en fin, un título que exprese contradicción, oposición, enfrentamiento de dos mundos distintos, polares. No sólo en la sociedad, dividida en clases, en pobres y ricos, en poderosos y desposeídos, en cultos e ignorantes, sino también en el interior del propio individuo, el bien y el mal, la honestidad y la corrupción, la verdad y la mentira, el amor y el odio, la lealtad y la traición. Algo así estaba tramando escribir, algo así surgía como embrión en su mente, de su espí-ritu creativo, no sabía cómo. ¿Qué hacer para que las cosas fueran diferentes, para lograr un cambio social e individual? He ahí la cuestión. Ya se han intentado cosas, ha habido revoluciones sociales. Lo que se necesita, escribe, es que todos los hom-bres, por educación (todo se reduce a educación), en su fuero interno, tomen conciencia de que debe haber un cambio. Una conciencia social, de clase, conciencia histórica, política. Piensa en cómo lo-grar que el burgués deje de explotar al obrero, que el terrateniente deje de sangrar al campesino, que el comerciante deje de robar, que el político deje de mentir, que el burócrata sea honesto. Cómo evi-tar la corrupción, la violencia, la delincuencia or-ganizada, la drogadicción provocada por una vida enajenada y sin ideales que vayan más allá de la mera prosperidad personal, el consumismo como

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única meta de la vida. Una montaña de problemas, un océano de vicios y degeneración, de degrada-ción humana. El capitalismo, el falso comunismo. Y no sabe cómo. “¿Por qué se droga la gente?, le preguntó a Raúl”, y este le contestó: “Porque viven enajenados, esclavos asalariados, no son dueños de su trabajo ni del producto de su trabajo, ni de su tiempo libre, que lo gastan mirando la tele o yendo al cine, metiéndose de cabeza en la ideología que los explota. Lo único que quieren, para salir de esa situación, es evadirse, y la droga les da esa posibi-lidad”, le contestó. Y claro, esa necesidad de eva-dirse, de drogarse, se vuelve un negocio redondo para los poderosos, que se vuelcan al narcotráfico: los explotamos en su trabajo y les vendemos dro-gas en su tiempo libre. La luz del conocimiento es la clave, se dice, la educación popular y de calidad para todos, la cultura barata, los libros accesibles, al alcance de todos, cada uno en su casa, en su yo interno, uno por uno, los pobres como pobres y los ricos como ricos. Y claro, escribe, la tarea de lle-var la luz y la conciencia a todos los espíritus es la tarea del escritor, alumbrar la oscuridad, poner orden en el caos, para que los demás se iluminen. Si no, ¿para qué? ¿Para ser un entretenedor?, ¿un simple medio de esparcimiento?, ¿un fatuo payaso de las letras?, ¿un vehículo de evasión mercanti-lizado? No, de ninguna manera. Octavio Paz de-cía, le dijo Raúl, que el escritor, el poeta, el filósofo,

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el periodista, tiene que ser crítico, un crítico de su cultura, de su sistema político, de su sociedad, de la historia, del presente, del futuro. Y si hay que ser crítico y se es escritor, entonces hay que hacer libros críticos, de crítica social, política, poética. La gran novela de crítica social, histórica, y no simples historias para ser la mejor venta, ligeras y de lectu-ra fácil. El gran ensayo crítico, y no apologías del orden establecido. Ese era el espíritu de Paz, y de Raúl, pensó. Y claro, es que Raúl ya está en la uni-versidad, en un escalón superior. Le gustaba esa amistad porque le abría los ojos, en vez de entur-biárselos. Y así, entusiasmado, siguió escribiendo, planeando su nuevo gran libro. Tenía una misión, se dijo, y eso le gustó, le daba sentido a su vida tan solitaria en este mundo tan caótico.

Dejó la pluma y entonces pensó en Celia, en la enorme tragedia de su discurso de rompimiento con él. No era posible que tan cínicamente se decla-rara viciosa y degradada y estuviera tan campante. Algo estaba pasando ahí. Y él, no sólo como escri-tor, sino también como ser humano que ama, esta-ba en la obligación de insistir con ella para hacerla regresar al buen camino. No importaba, ya en úl-timo análisis, si lo quería o no, que volviera con él o no. Lo importante estaba en que entendiera que si seguía su vida por el rumbo que llevaba, sólo lograría tirar su juventud a la basura. Irá a verla,

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la buscará y la hará suya, logrando que olvide sus remordimientos, porque sabe que lo ama pero se siente perdida y precisamente lo que tiene que ex-plotar es el amor, el amor de todos por todos. Pues como dijo Dostoievski, todos somos culpables de todo, ante todos y por todo. No hay nadie que viva aislado, todos están en todos aunque estemos so-los. Miles de seres habitan en mi ser. Y siguió escri-biendo. Eran los 70s, comandante. Y dígame, ¿qué ha pasado ahora, casi cuarenta años después, con la cultura en México?, ¿dónde están los escritores “comprometidos”, dónde está la “crítica” que pe-día Octavio Paz?

31

Celia ha pasado ya varios días en la casa de su tía Simón y cada vez está más convencida de que debe irse. Pasa malas noches, atormentada por los remordimientos, y cada vez que su prima Ana, después de regresar de su curso de verano, se pone a platicar con ella en su cuarto, su madre se pone al acecho, tratando de escuchar su conversación, pues no le tiene confianza. Además, se ha conver-tido en otra sirvienta de la casa, descargando de trabajo a Lorenza, que no se muestra, pese a eso, nada simpática con ella. Su tío, por otra parte, aun-que es una persona muy amable y considerada, en realidad se lava las manos y casi no habla con ella,

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sin intervenir para nada, aún cuando ve que algu-nas actitudes de su mujer para con su sobrina, son injustas y poco amables.

En esta mañana soleada, clara, de un intenso cielo azul limpiado por las recientes lluvias, no se siente nada bien, atormentada por las dudas y el remordimiento. Ama a Mario y le ha roto el cora-zón y todo por su culpa, porque es una persona mala, por no ser una chica decente como él se me-recería. “¿Y por qué, Dios mío, soy como soy?” An-tes, hasta el vicio era algo maravilloso, lleno de no-vedad y de misterio, pero ahora lo veía como algo sucio y denigrante, haciéndole perder la alegría de vivir. Y es que algo de la manera de ver las cosas de Mario se le había contagiado. La había logrado hacer consciente, pero resulta que la conciencia es un estorbo que nos impide ser felices. El ignorante, el que no se da cuenta de las cosas, actúa natural, espontáneamente, y es feliz; el que es consciente de cada actitud, de cada deseo o pensamiento, pierde frescura, naturalidad, y se condena. A cada mo-mento se pregunta, “¿está bien esto, o es malo?”. Algo así le pasaba ahora a ella, y el resultado es que no podía estar tranquila y ser feliz como an-tes. Ahora es cruelmente consciente de las miradas equívocas que le dirigen su tía, su tío y hasta la sir-vienta, que algo habrá oído. Sólo su prima Anita, aún dulce e inocente, la trata con verdadero cariño

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y naturalidad, acercándose a ella para platicarle de los muchachos que le gustan, toda colorada y ner-viosa, y preguntándole si está mal que le gusten un poquito. Ella trata de aconsejarla de la mejor ma-nera, como si fuera su madre, recta y pulcramente, diciéndole que no, que no tiene nada de malo, pero que debe fijarse en las intenciones con que la bus-can los muchachos. “¿Cómo intenciones?”, pre-gunta la niña adolescente, “No entiendo”. “Sí; le contesta ella, debes fijarte si quieren hablar contigo porque les caes bien y te estiman, o si solo quieren besarte o tocar tu cuerpo”. La muchacha se pone de color violeta y se ríe. “Cómo crees,” le dice. Pero Celia no le puede hablar con más claridad porque sabe que su madre anda espiando por ahí y que es muy mojigata y considera todo lo referente al sexo como algo prohibido y malo, pecaminoso. “¿Cómo es que pueden tener hijos gente así?”, pensó, “¿Qué pensarán cuando se abren de piernas ante el mari-do?”, sonríe para sí, “¿acaso se persignarán y pedi-rán perdón antes de hacer el amor?” “¿O irán co-rriendo al otro día a confesarse?”. “Sea como sea, bien que les gusta a las condenadas”, pensaba y se reía. Era terrible tanta hipocresía, pero lo más terri-ble, era la sarta de estupideces y prejuicios que les metían en la cabeza a sus hijos, varones y mujeres, volviéndolos al fin de cuentas en unos redomados hipócritas y a ellas en unas “mosquitas muertas” y “mátalas callando”. Por eso, cuando se cerciora-

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ba que su tía no andaba por ahí, fisgoneando, le hablaba bien claro a su primita y le daba consejos prácticos, verdaderos y reales, y le despejaba la ca-beza de idioteces. Y ella se lo agradecía, con todo su corazón, pues, le decía, “no puedo hablar con mi madre de esas cosas”. Hágame usted el favor.

Pero en fin, pensaba, “lo que debo hacer es irme de aquí, ir a buscarlo a él, pedirle perdón y prome-terle que voy a cambiar, o alejarme para siempre y no volverlo a ver, incluso esconderme”, pues in-tuía que, de seguro, ya andaría buscándola. Ade-más, con el escándalo en su casa, ¡qué vergüenza, Dios mío! ¿Qué hacer? Y el caso es que quería ver-lo, sí, por amor de Dios, verlo. Pero la pena de su estúpido discurso del día de su cumpleaños se lo impedía, y el caso es, que estaba metida en un lío.

En el desayuno, su tía la notó ojerosa y distraída, pero lo atribuyó a su pena por los acontecimientos de su casa, y trató de darle ánimos. Había hablado con su madre por teléfono, y aunque le pidió tener-la en su casa unos días más, mientras veía qué iba a hacer, le daba ánimos para el futuro. Celia nada más la mira y trata de llegar, como con rayos x, al fondo de esa alma candorosa. Su tía le pide que vaya al mercado por las tortillas, como es su cos-tumbre, amén de barrer por aquí, lavar por allá, y sacudir por acullá, y ella de muy buena gana toma

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la servilleta en que envuelven las imprescindibles tortillas en toda mesa mexicana y sale, contenta de pasear un rato al aire libre, ver gente, movimiento, y sentirse un ser humano más.

Sale, y efectivamente, va pensando en su futu-ro, en conseguir un trabajo, en dónde vivir, pues no piensa volver con su madre, y desde luego, piensa en Mario, en todo lo que viene pasándole a su amor por él, un amor imposible, de hecho ya sacrificado, todo por evitarle la pena de una novia tan cochina. Decide hablarle por teléfono, y en una esquina, junto a una caseta telefónica, mientras busca un veinte en su delantal, se topa con Norma, su vieja amiga de la secundaria. Las dos se quedan de una pieza, y después de la primera emoción, se abrazan con alegría. Norma decide acompañarla al mercado por las tortillas y en el camino se van pla-ticando, todas risas y júbilo. Norma le pregunta de todo, cómo está, dónde vive, qué hace ahí, a qué se dedica, y casi no espera su contestación, de tan emocionada que está. Le comenta que el otro día vio a Enrique, su hermano y que la mando saludar, ¿no le dijo?, “No, le contesta Celia, no me dijo, se le ha de haber olvidado, y es que en mi casa las cosas se pusieron re feas, mana, qué crees, pues resulta que mi papá nos resultó con otra familia”. “No me digas, le contesta Norma, y qué más, cuéntame”, y se siguen platicando mientras hacen la cola en la

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tortillería. Celia, al encontrarse así de pronto con Norma, siente algo muy extraño, una sensación de ausencia, como de mirar las cosas detrás de un cristal, de cosa muy nuestra que se ha perdido. Se dio cuenta de pronto, de lo grande que había sido su transformación desde los días de la secundaria. Era otra. Sobre todo, asunto que le parecía más im-portante que cualquier otra cosa, por el hecho de haber conocido a Mario, por la gran variedad de emociones, sensaciones y estados de ánimo que le había hecho experimentar, por sus ideas, por la consciencia que había despertado en ella. Sí, era otra, pero también Norma había cambiado, estaba más madura, más guapa. ¡Qué alegría ver de nue-vo a su amiga! Alguien al fin con quien platicar. Qué cumulo de emociones recordar aquellos años. Qué alegría y qué angustia evocar el tiempo en que todo era nuevo y maravilloso, hasta el vicio. Ahora había amargura y algo impreciso que la hacía sen-tirse mal. No era feliz porque no estaba bien consi-go misma. Pero eso no lo entendía, lo sentía. Por un momento su rostro expresó dolor, pero al ver a su amiga alegre y oírla hablar feliz por el encuentro, con afecto, la hizo sonreír de nuevo y una chispa de alegría se encendió en su corazón. “Y tú, le dijo, ¿qué te has hecho?” Por el camino de regreso a la casa de su tía, Norma le fue platicando de su vida, de su trabajo en la casa de la Doña, del restauran-te la Costeña, y de las muchachas que trabajaban

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y vivían con ella. Al llegar frente a la casa, Celia le explicó que vivía con su tía, pero que no estaba contenta, que la señora era muy buena, pero que le tenía desconfianza, etc. Entonces a Norma se le prendió el foco. “Oye, pues se me ocurre una idea, fíjate que en la pensión en que vivo, te digo que está en la misma casona que el restaurante, una de las chicas, Gloria, se acaba de ir, se mudó a otro lado, cerca de su padre, y queda un lugar vacan-te. Le puedo decir a la Doña, que es la dueña, que te dé alojamiento. Ya veremos después de conse-guirte un trabajo, porque en el restaurante, donde soy la jefa de meseras, no hay por ahora lugar para ti. Pero ya veremos, ¿qué dices?” Celia se queda como embobada, no dando crédito a lo que oye. Se le abrió el cielo. ¿Cómo son las cosas? Cuando uno menos se lo espera, algo sucede que le ofrece una salida. No lo pensó dos veces. “Órale, manita, acepto. Pero, ¿tú crees que me acepte la Doña esa que dices?” “Sí, claro, si es re buena, medio san-turrona, pero un alma de Dios. Yo me encargo”. “Pues juega, ¿cuándo la vamos a ver?” “Pues aho-ra mismo, pídele permiso a tu tía y vamos a plati-car con ella”. Sí, pero no quiero decirle nada a mi tía. No quiero que sepa a dónde me voy” “Como tú quieras”. “Pues espérame ahorita salgo”. Entró, dejó las tortillas en la cocina y le dijo a si tía que iba a dar un paseo un rato, para aclarar la mente. La tía sonrió y la dejó ir, pensando que la muchacha

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necesitaba aire. Celia salió y se fue muy contenta con Norma, platicando hasta por los codos. Y así es como Celia fue a dar al barrio de los Chochos Plus Band.

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Mario ha dejado la pluma, comandante, y los libros cerrados por un momento. Ahora tiene otra idea en mente. Mira por la ventana hacia la calle y toma el teléfono. Llama a la casa de Celia. Nadie contesta. Y ya van varios días así. Extrañado, toma su saco y sale a la calle, límpida y luminosa. Deja su auto y decide irse a pie. Lo calman y refrescan las distracciones de la calle, el movimiento, el cons-tante paso de peatones. Va mirando las casas, los rostros, los incidentes del camino y no piensa en nada. Intenta tener la mente en blanco, algo que le es absolutamente imposible, siempre pensan-do y pensando, como una máquina enloquecida. Pero hace el esfuerzo. Va en busca de Celia, a su casa, ya que por teléfono no hay respuesta. Tiene la boca seca, pero una gran alegría en su alma, pues ha tomado la resolución de reconquistar a Celia, de no dejarla ir esta vez, de volverla loca de amor. La hará cambiar y él mismo cambiará también un poco. Irá a sus fiestas, se tomará uno que otro tra-go, bailará, hará todo lo que vea hacer a los demás muchachos para ser uno igual a ellos, hasta cierto

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punto, aunque le cueste eso un gran esfuerzo. To-mará parte en las pláticas, se aprenderá las bromas de moda y hasta la forma de vestir copiará. Todo con el propósito de no dejarla ir, de gustarle, de estar “en onda”. Sube al metro y llega a su colonia, no muy lejana. Entra a su cuadra y llega a su casa. Toca y toca y nadie sale, nadie le abre. Se desespe-ra. Trata de mirar hacia adentro, observa las venta-nas de cortinas corridas. Nada. Vuelve a tocar. Al fin, una vecina, compadecida de verlo ahí, parado frente a la casa, sale y le habla.

---- No están, joven. No hay nadie.

---- ¿No sabe como a qué horas regresarán o lle-gará alguien?

---- Nadie va a venir, hace ya días que todos se fueron.

---- ¿A dónde?

---- Solo Dios sabrá.

---- Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió?

---- Uy, joven, si supiera. Hubo un gran pleito. Los señores se pelearon y la señora se fue de la casa con su maleta y la niña. Después siguieron los mu-

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chachos, y por último, también el señor salió, cerró muy bien todo y se fue.

---- Pero, ¿por qué? ¿Qué pasó?

---- No sabemos bien, pero parece que el señor resultó que engañaba a la señora y esta se fue a vi-vir con unos parientes, y los muchachos, pues cada uno agarró su rumbo.

---- ¿Y Celia? ¿No sabe a dónde se fue Celia?

---- No, joven, no sabemos nada, y ahora discul-pe, que tengo mucho que hacer.

La mujer se metió a su casa y Mario se quedó parado en la banqueta sin saber qué hacer o qué pensar, ahora sí verdaderamente en blanco y su-mamente perplejo. No encontró que más hacer ahí y caminó de regreso, cuando de una tiendita que había en la esquina, salió un muchacho, de quince años apenas, y se le acercó.

---- ¿Buscabas a Enrique?, le preguntó.

---- No, le contestó Mario, observándolo, a Celia.

---- Pues de Celia no sé nada, pero si sé a dónde se fue Enrique a vivir.

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---- ¿Qué pasó en su casa?, ¿no sabes?

---- Sí, algo me platicó Enrique. Parece que su papá andaba con otra vieja y su mamá lo descu-brió y se armó el gran desmadre, todos se fueron, no quedó nadie. Pero Enrique me dijo que si al-guno de sus cuates venía a buscarlo que les dijera dónde estaba.

---- ¿Y a dónde se fue?

---- Ah, pues se fue a vivir con un amigo suyo, llamado Gerardo, de una banda que llaman los Chochos Plus Band, en el barrio de por allá, por la calzada, ¿sabes dónde?

---- Sí, creo que sí, le dijo Mario distraído, pen-sando en sus adentros que loca era la vida y que chiquito era el mundo. Ya sé dónde es, yo vivo con uno de los integrantes de esa banda.

---- Te cai, pues es una banda bien famosa, muy gandallas y aguerridos, venden mota y esas cosas. Pero son de temer, ten cuidado.

---- Sí, ya lo tendré, no te preocupes. Y gracias por la información.

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Ya más calmado, sereno, Mario se dirigió de nuevo a su departamento. En la noche se iría a me-ter a la cueva del lobo, a la vecindad de los Cho-chos Plus Band buscando a Enrique. Por él sabría dónde está Celia.

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En la vecindad de “los amigos del 10”, había fiesta. La hija de una de las vecinas cumplía 15 años y toda la vecindad había colaborado para su festejo. Se barrió y trapeó el patio y se ocultaron bultos, trebejos y fierros viejos y oxidados que de común estaban esparcidos por los rincones. Se des-colgó la ropa puesta a secar en los tendederos que cruzaban el patio, uno de los dos, pues la vecindad tenía salida también por la calle de atrás. Se coloca-ron sillas rodeando el perímetro del patio adorna-do de flores, y de los barandales del piso de arriba se colgaron farolillos y listones de colores verde, amarillo y rojo. Se encendieron todas las luces, se colocó una mesa con el pastel, las bebidas y la co-mida en un extremo y se instaló un sistema de so-nido para que la muchachada bailara en el centro. La quinceañera salió vestida de largo, esponjosa y anacrónica, parecida a un gran pastel ambulante y bailó un vals de Johann Strauss, hijo, desde luego, remedando a los bailes a todo lujo que se realiza-ban en los grandes salones porfiristas en los últi-

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mos años del siglo XIX, costumbre de la clase alta mexicana, y que ahora venía a morir como costum-bre de la clase más baja, en los patios de una ve-cindad. Pero el vals “Emperador”, el vestido largo y el pastel de tres pisos, que les había salido en un ojo de la cara, eran imprescindibles; sin ellos, no había quince años auténticos. Absurdos de la idio-sincrasia popular. Los chambelanes ya estaban me-dio borrachos, se cortó el pastel, habló el padrino un discurso entrecortado por los hipos del alcohol, y en general el baile y “las mañanitas” estuvieron muy animados. Se bebió y se comió como nunca y las chismosas de siempre se dieron gusto critican-do a los vecinos, vestidos con sus mejores galas, un tanto pringosas y deslucidas por el uso, que no eran mejores ni peores que las que ellas mismas traían. Después del baile oficial y de los discursos, se tocó música moderna y la fiesta comenzó a de-generar lentamente en reventón y pachanga desen-frenada. Varios teporochos se acercaron para ver qué comían y bebían gratis, una vez al año no hace daño, y los integrantes de los Chochos Plus Band, desde luego, estuvieron en primera fila. Como la vivienda número 10 estaba enfrente mismo del centro del patio, Gerardo y sus huestes, incluyen-do a David y Matilde, tuvieron todo el tiempo vi-sión panorámica y lugar privilegiado. Dentro de su vivienda, incluso había una fiesta particular, con la puerta abierta para ver el baile, y las cubas y los

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toques rolaban que daba gusto. El olor fétido de la marihuana llegaba hasta los invitados del patio, pero como ya estaban acostumbrados a mil espec-táculos gruesos, se hicieron los desentendidos y no dijeron nada, salvo tal vez, una comadre a otra que le dijo: “Ahí le están quemando los pies al chamu-co, comadre, no respire muy hondo porque si no se va usted a poner hasta la madre”, “No se preocu-pe, comadrita, que a ese olor ya me tiene acostum-brada mi Rafaelito”. En fin, que la fiesta estaba en su mero apogeo cuando, de la mesa de los licores, se oyó el lamento de que ya se había acabado el combustible. Gerardo, ni tardo ni perezoso, le dijo al padre de la quinceañera que no se preocupara, recabó dinero y formó una comisión que fuera a la vinatería, de ventanita, pues ya era tarde, por más botellas. Se fueron por ellas Ramón, ya chispo, En-rique, Edgar, que dejó a Gloria platicando con una vecina, el Guicho y ya se iban cuando se les unió el Pastillas, bien flameado. Ya compacta y unida la comisión, se fueron rápido para la vinatería, pero primero le tocaron a Eulalio, el de la farmacia, que les abrió por una puertecita y les surtió, cómo no, sus tiras de chochos para ponerse hasta la madre.

---- Chido mi Eulalio, hay mañana le pasamos una lana, y ya sabe, si puede váyase un ratito a la vecindad, hay fiesta, tragos, comida. No sea guey, le dijo Guicho y siguieron su camino. Eulalio, que

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lo que quería era no tener líos con la banda, le dijo que sí, pero ni por asomo pensó ir a la fiesta y si les vendía los chochos sin receta era por puro miedo.

Edgar no quiso tomar los chochos, pues estaba jurado, dijo, y tampoco bebía. Enrique, más voraz, si se comió su dosis, y ni qué hablar del Guicho y el Pastillas, que hizo honor a su apodo. Ramón ya iba tan borracho que ni caso hizo de los chochos, él con su tequila tenía más que suficiente.

Se fueron caminando por la sombrita, como quien dice, y todo estaba oscuro y mal iluminado. Iban contentos y cantando, diciendo peladeces y bailando. De pronto, en un zaguán, vieron a una parejita que estaba bien acaramelada y comenza-ron a cabulearla. El muchacho se enojó y salió a hacerles frente. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando identificaron a Denis, y la chava no era otra que la mujer de Ramón!

---- ¡Hijos de la chingada!, dijo Ramón, con los pelos de punta y tan encabronado, que hasta la bo-rrachera se le bajó, ¡Así los quería agarrar! Pero lo que es de esta, no los salva ni Dios padre.

Se sacó de entre sus ropas un pico y se fue sobre el Denis, al que le metió varios rasguños. Se le cayó la navaja y lo agarró a golpes, entre chillidos de su mu-

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jer que trataba de contenerlo. Los demás estaban sor-prendidos y no sabían si reírse, detenerlo o ayudarlo. En una de esas se zafó Denis y salió pitando como si lo siguiera el diablo con ganas de chamuscarlo.

---- Ya te agarraré, pinche Denis, le gritó Ramón, demasiado tomado como para seguirlo, y esta vez si te vas a morir, hijo de tu puta madre.

Se quedó parado a media banqueta y entonces se acordó de su vieja y se volteó hacia ella.

---- ¡Y tú, pinche vieja puta, ahora si te llegó tu hora! Y me vale madres tu padre, tu madre y toda tu puta familia, le dijo, y se fue sobre ella a golpes y patadas. La mujer se arrinconó en el zaguán y gri-tando maldiciones y chillidos, sólo sentía los golpes que le llegaban por todos lados. Entonces Edgar y Enrique lo detuvieron, que si no la mata, mientras el Pastillas y el Guicho gritaban ¡Mátala, mátala a la cabrona! Ahora resultaba que la fijación, que la obsesión de Ramón era cierta, se dijeron Enrique y Edgar, pero tampoco es cosa de que la mate. Ra-món no se dejó contener tan fácilmente y ya había encontrado la navaja tirada.

---- ¡Órale, cabrones!, les dijo Edgar a Guicho y el Pastillas, ayúdennos, que si no, este guey nos va a cortar.

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Entonces entre los cuatro lo contuvieron y lo dejaron tirado en el suelo, inmovilizado.

---- ¡Órele, cabrona!, le dijo el Guicho a la vieja, pélese antes de que este la mate. La mujer salió co-rriendo a todo lo que daban sus piernas.

---- No te me vas a pelar, cabrona, le grito Ra-món así tirado como estaba, pinche vieja puta, allí donde te encuentre te voy a matar, aunque tenga que dejar a mijo huérfano.

Por fin lo calmaron un poco y lo soltaron, le qui-taron la navaja y lo sacudieron del polvo de la calle.

---- Ya estuvo, cálmese, guey, le decían, que te-nemos que ir por los pomos. Ya después te arreglas con tu vieja.

---- La voy a matar, la voy a matar, se fue diciendo Ramón, que mientras tanto, había vuelto a agarrar la borrachera, junto ahora con un coraje que le nublaba la vista. No les decía, ese pinche Denis y mi vieja me estaban haciendo de chivo los tamales, decía.

---- No, pus ahora si ya vimos que tenías razón, le dijeron. Y se fueron caminando rumbo a la vina-tería, Ramón tambaleándose.

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En eso, por la acera de enfrente ven venir a un sujeto, bien vestido, con todas las trazas de de no ser de por ahí. Un extraño. Un chavo de otro rum-bo. Sin saber por qué, a Ramón se le antojó que es-taba bueno para asaltarlo y ponerle en toda su puta madre, nomas de coraje. Alguien con quien des-quitarse, y se fue sobres de él. Los demás nomás se lo quedaron viendo.

---- Ya le va a poner en la madre a ese chavo, dijeron los otros y se fueron tras él.

Ramón se acercó al sujeto y sin mediar pala-bra lo amagó, lo sacudió y le dijo que si no le daba todo su dinero hasta ahí llegaba. El otro jo-ven trató de quitárselo de encima, pero Ramón no lo dejó y empezó a golpearlo. Rodaron por el suelo y se liaron a golpes, pero como Ramón estaba bastante borracho, pronto el otro joven lo dejó fuera de combate. Entonces el Guicho y el Pastillas se fueron sobre él para rematarlo. Lo arrinconaron contra la pared y ya le estaban tu-piendo cuando Edgar y Enrique lo reconocieron al mismo tiempo.

---- ¡Mario!, gritaron y se fueron a quitarle a Guicho y al Pastillas de encima.

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---- ¡Déjenlo!, les decían, que es cuate. Nosotros lo conocemos.

Guicho y el Pastillas se hicieron para atrás y Mario, todo confundido y con los huevos en la garganta, comandante, como no podía menos que estar, se quedó mirando a Edgar y a Enrique todo alucinado.

---- ¡Qué oportunos, les dijo, si no me ayudan aquí me chingan!

---- ¿Qué haces aquí?, le preguntaron a coro En-rique y Edgar.

---- Te ando buscando a ti, le dijo Mario a Enri-que. Ando buscando a Celia, tu hermana.

Ya repuestos de la sorpresa y calmados Ra-món, el Guicho y el Pastillas, se llevaron muy contentos a Mario por los pomos a la vinatería, y después a la fiesta de quince años, a la vecindad de los Chochos Plus Band. Mario iba contento de haber salvado el pellejo y por haber encontrado a sus amigos, aunque algo zarandeado y sucio, despeinado y algo descompuesto. Así conoció a la banda que pensaba tomar de tema para su no-vela, o lo que fuera.

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Veo a Celia caminando por las calles del barrio, al anochecer, con su maleta del brazo. Viene de la casa de su tía Simón, de la que se salió casi a es-condidas, aprovechando la ausencia de la familia, que había ido al cine sin invitarla. Se quedó sola. Lorenza estaba arriba, en el cuarto de servicio. Sin pensarlo dos veces, tomó su maleta y acomodó su poca ropa, incluso se llevó el libro que su tío le prestara, “Madame Bovary”, de Flaubert, una no-vela que trataba de una mujer como ella, ni más ni menos. Por lo menos eso le parecía a ella. Le daba pena irse de esa manera, a escondidas y sin avisar, pero no deseaba que supieran dónde iba a vivir. Qué sus padres no la encontraran, que sufrieran un rato y, sobre todo, que Mario no la pudiera ha-llar nunca. En una hoja le escribió una nota a su tía dándole las gracias por todo y comentándole que después, ya instalada en la casa de una amiga, le mandaría su dirección, pues no la sabía, sólo sabía llegar. A su tío, tan ausente e indolente, le daba las gracias por la novela y le prometía traérsela cuan-do la terminara de leer. Dejó la nota en la mesa del comedor, donde todos pudieran verla. A su prima Ana le dejó una cartita en su cuarto, donde le ex-plicaba por qué se iba y que pronto sabría de ella, que fuera feliz y que supiera que siempre, siempre, podía contar con ella. De todos se disculpaba por

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irse de esa manera. Después tomó su maleta y salió a la calle. De Lorenza ni se acordó.

Cuando llegó frente a la casona donde estaba el restaurante “La Costeña”, y la Pensión para Seño-ritas, iba alegre por su recobrada libertad y al mis-mo tiempo con el corazón encogido por verse en la necesidad de acudir a tal sitio. Comprendía que era una muchacha más, caída en desgracia, de las que solía recoger la Doña, a la que había conoci-do el otro día, acompañada de Norma, y a la que le había contado, con lujo de detalles, la ruptura de su familia y su necesidad de salir a buscar su propia vida. La doña no estuvo al principio muy convencida, pues los padres existían, y era nece-sario dar con ellos y notificarles dónde estaba su hija. Consintió en tenerla en su pensión un tiempo, a ruego de Norma, pero sólo temporalmente, mien-tras se arreglaban los asuntos de sus padres. Pero después, irremisiblemente, tendría que volver a su lado. Mientras tanto, como no tenía trabajo en su restaurante para ella, tendría que buscarse qué ha-cer y en atención a ello, mientras no encontrara una colocación, no le cobraría el hospedaje ni la comida. Tal vez podría ayudarla a conseguir un empleo con alguno de sus amigos comerciantes. Ya se vería. Por lo pronto, era bienvenida. Celia le dijo que se apli-caría en encontrar trabajo, que no quería volver con su mal alada familia y que se pensaba independizar

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del todo. Aceptaba su hospitalidad por el momen-to, pero su idea era más adelante rentar un departa-mento e irse a vivir en él con su hermano Enrique, del que no dijo nada más. Quedaron de acuerdo en que volvería en unos días y aquí estaba. Lo único que le hacía más llevadero aquel paso, era Norma, a la que buscó con la mirada por el restaurante ya por cerrar, sin encontrarla. Solo veía el trajín, el ir y venir de las meseras y los mozos que limpiaban, movían las mesas y recogían el servicio. Aquellas serían, de ahora en adelante, sus compañeras. Así que las observó con curiosidad y atención. Como no vio a Norma, se fue a la puerta principal y tocó. Al poco rato se asomó un ojo por la mirilla, le pre-guntó qué quería y al darle la respuesta se abrieron los múltiples cerrojos y apareció la madre Paloma, que estaba de nuevo de visita en la casa. La saludó y la hizo pasar a la oficina de la Doña, siempre ves-tida de negro y con el pelo recogido hacia atrás, y sus lentes de carey. La Doña la saludó muy cariño-sa y se la presentó a la madre Paloma.

---- Mire, madre, ella es Celia, una amiga de Norma, de la secundaría. Va a vivir un tiempo con nosotros. Se la encargo mucho, es una muchacha muy linda.

---- Sí, y muy guapa, dijo la madre; pues bienve-nida, hija, estás en tu casa.

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---- Gracias, madre, fue todo lo que pudo de-cir, pues tenía la garganta atenazada por una mano invisible.

---- Voy a llamar a Norma, le dijo la Doña, mien-tras tanto, puedes sentarte.

La Doña salió un momento a llamar a su jefa de meseras y capitana de los dormitorios y volvió, se sentó ante su escritorio y se dirigió a Celia.

---- Es importante que antes de instalarte sepas las reglas de la casa, para que no tengamos proble-mas más adelante, aunque se ve que eres una chica muy bien educada, no está de más dejar todo claro.

---- Desde luego, señora, dejo Celia, acordándo-se de su tía Simón.

---- Lo primero es que aquí no se puede fumar, ni tomar. No se pueden meter hombres ni hacer fiestas ni reuniones de ningún tipo sin mi expreso consentimiento. En según lugar, cada chica es res-ponsable de su ropa de cama, la cual deben hacer cada mañana y lavar por turnos en la lavadora que hay en el patio de lavado. Al igual que su propia ropa. También las mismas chicas son las responsa-bles de barrer y trapear sus cuartos y de tenerlos,

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en general, muy limpios. Se deben respetar las co-sas de las demás para evitar líos de robos o abusos de confianza, por lo que cada cual debe tener sus peines, cepillos, espejos y demás artículos, rotula-dos con su nombre. ¿Entendido? No se permiten pleitos ni reclamos entre las pensionistas. Todas las desavenencias entre las muchachas deben ser-me consultadas a mí o a la madre Paloma, cuan-do esté con nosotras. En la casa no viven hombres, salvo el velador, y los únicos que hay, que trabajan en el restaurante, son de entrada por salida, por lo que el trato con ellos se debe limitar al trabajo. Tú, como no vas a trabajar aquí, no tienes por qué cruzar palabras con ellos, ¿de acuerdo? Además, es de desear ir a misa los domingos, todas en grupo, confesarse y comulgar. ¿Eres católica? Porque no queremos muchachas protestantes ni pertenecien-tes a las sectas de los falsos cristianos.

Celia dijo que sí a todo y pensó en el carácter es-tricto y sobradamente mojigato de aquella mujer, muy similar a la forma de ser y pensar de su tía, ¿sería pura coincidencia o una característica de su generación? ¿No se daban cuenta que tal rigidez de costumbres ya estaba pasando de moda? ¿No ha-bían oído hablar de la rebelión juvenil? ¿O precisa-mente por la tal rebelión era por lo que redoblaban su rigidez? Claro, pensó, eran las guardianas de la moral pública y de las buenas costumbres. Miró a

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la madre Paloma y le sonrió, contestando a la son-risa de aquella. La Doña también sonrió y todo fue felicidad. ¿A dónde me vine a meter? Se dijo Celia.

En ese momento llegó Norma y la liberó de aquellas palomas, llevándosela arriba, a las habi-taciones, toda emocionada y contenta de que al fin hubiera llegado. Le mostró su cuarto y su cama, su ropero y su buró, para guardar sus cosas.

---- Aquí también duermo yo y Gertrudis, ya te las presentaré cuando suban. Las demás duermen en los otros cuartos. Pero generalmente es aquí donde nos reunimos a platicar después del trabajo, le dijo.

Le enseñó el baño, muy amplio y antiguo y una pequeña salita que había entre cuartos.

---- El lió es para bañarse, en las mañana, por lo que hemos reglamentado un horario estricto para cada una, unas en la mañana y otras en la noche. Ya verás, vas a estar muy a gusto.

Celia tenía ganas de llorar. Vació su maleta y acomodó su ropa en el ropero y sus cosas persona-les en el buro, encima del cual había una lamparita. No sabía por qué aquella parte de la casa le parecía un hospital, sería por el color verde de las paredes.

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Poco a poco fueron llegando las muchachas, cansadas después de un arduo día de trabajo, con ganas de echarse en las camas, platicando los acon-tecimientos del día. Como fueron llegando se las fue presentando.

---- Mira, esta es Juanita, y esta es Susana, y esta Gertrudis, esta otra es Matilde. Muchachas, ella es Celia, la amiga de que les platiqué, va estar en el lugar de Gloria.

Las muchachas la miraron primero con reserva, hasta con cierta hostilidad, pero cuando notaron que era una muchacha sencilla y sin pretensiones, muy bonita y simpática, con la mirada clara y di-recta, cambiaron su actitud y la aceptaron sin reser-vas, poniéndose todas a hablar al mismo tiempo, haciéndole miles de preguntas a las que contestaba con paciencia y buen humor.

“Bueno, ya estoy aquí”, se dijo cuando las de-más se fueron a sus cuartos y al baño, a prepararse para dormir. No sabía qué sería de su vida a par-tir de ahora, qué sorpresas le depararía el destino. Tenía el corazón en un puño y el alma en un hilo, como suele decirse, pero con determinación en su voluntad y arrojo en su pecho. Tenía que hacer de tripas corazón y enfrentar lo que viniera. ¿Acaso no era eso la vida? Sin embargo, siente en su inte-

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rior que ha caído y que su vida se desliza por una pendiente que no sabe a dónde va a llegar. Desde luego, se dice, eso es algo que se merece alguien como yo. Piensa en Emma Bovary y se siente la más desdichada de las criaturas.

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SEGUNDA PARTECAPÍTULO SEIS

(E-mail 35 a 39)

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Me alegro, comandante, de que en todo este tiempo que he dejado de escribirle, usted haya salido bien librado de la última operación que le practicaron. Por lo que parece, el peligro de muer-te inminente se ha alejado y usted vivirá todavía algún tiempo más, aunque desgraciadamente no pueda dejar el hospital. Sea fuerte y quizá dentro de pronto pueda regresar a su casa, aunque sea para bien morir entre los suyos, que es más de lo que puede uno pedir en estos tiempos. Me alegro también de su recuperación, pues así podré termi-nar de contarle la historia que usted tanto quiere conocer y que de otra manera quedaría inconclusa. Además de que le sirve de entretenimiento, en sus ratos de soledad en el hospital, cuando no tiene vi-sita. Por mi parte, continúo con mi vida sencilla de

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profesor, ya algo viejo, y me conmociono ante los hechos lamentables que ocurren en el país a causa de la tremenda corrupción que priva en el Estado fallido, en el narco Estado que es México, en esta república simulada con su aún mayor simulada democracia. El reguero de sangre inocente a causa de la supuesta guerra contra el narcotráfico es ya escandalosa, y los actos nefastos del gobierno co-rrupto de panistas, priistas y perredistas amalga-mados es ya intolerable. Pero ya hablaremos de los acontecimientos recientes cuando venga a cuento y, por lo pronto, volvamos la vista y la imagina-ción a los hechos ocurridos hace casi cuarenta años y continuemos con nuestra verdadera historia ahí donde la dejamos la última vez.

Veo que, sentado en su silla, ante el escritorio, Mario escribe. En la ventana brilla la mañana ale-gre y saltarina. David acaba de irse hace un rato al trabajo y en el edificio reina un hondo silencio. Se puede trabajar, y pensar, pues Mario, para escri-bir, necesita del silencio como el sediento del agua. Cualquier ruido lo distrae, lo inquieta. También su cuarto debe estar en orden, y, de ser posible, su alma debe estar en quietud, aunque no le estorban las emociones revueltas en su pecho. Recuerda lo que dijo Dostoievski alguna vez:

“si tengo una mancha en el pantalón, no pue-do escribir, pues sólo puedo pensar en la mancha”.

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Y ahora, en ese momento, su mancha es Celia. Le preocupan, por otro lado, las nuevas experiencias que ha tenido al lado de “los amigos del 10”, des-de la noche aquella en que fue a buscar a Enrique en el corazón mismo del territorio de los Chochos Plus Band, cuando uno de aquellos engendros del demonio y de la pobreza lo quiso asaltar. Afortu-nadamente, Enrique y Edgar iban entre aquellos vándalos y lo salvaron de una segura golpiza. Des-pués lo llevaron a su vecindad y pudo disfrutar de una fiesta de quince años popular, con todos los ingredientes del folklore de la ciudad de los pala-cios, o mejor dicho, de las vecindades. A partir de ese momento, ha vuelto en repetidas ocasiones a visitarlos y ha podido, al fin, convivir con David en su medio ambiente natural y conocer a los miem-bros de la famosa banda y ha quedado profunda-mente impresionado por su forma de vida, por su ignorancia absoluta, su inconsciencia pasmosa y sus vicios asombrosos y aterradores. Son alegres, y simpáticos, sin embargo, y ha pasado agradables tardes jugando con ellos dominó o cartas. ¡Qué for-ma de beber, de fumar marihuana y de drogarse con toda clase de pastillas, “chochos”, como ellos les dicen, a todas horas y con el menor pretexto! Ha podido constatar también la forma de vida de los demás habitantes de la vecindad: seres mal vesti-dos y ennegrecidos, deformes y contrahechos, con rostros angustiados, ojos saltones de la desespera-

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ción, o abotagados por el alcohol. Pálidos y ojero-sos unos, hostiles y cínicos otros. Viviendo en pa-tios sucios, piletas de agua parda donde se reúnen la mujeres desgreñadas a lavar la ropa, niños casi desnudos, llenos de jiotes en sus caras, enseñando las costillas, jugando en la tierra del suelo mal ba-rrido, la suciedad y la mugre por todas partes, la ropa tendida a secar en balcones y ventanas, desco-lorida y remendada, el bullicio de sus actividades, llevadas a cabo en viviendas miserables donde se debate y sufre el pueblo pobre de México. Algo a lo que ha llamado la sub-vida, una vida subterránea, infrahumana, oculta y secreta, que no se ve desde la calle, pero que nos espanta nada más cruzar el zaguán roído y apolillado, hacia sus oscuras pro-fundidades, hacia ese inframundo que es como en-trar a una cueva, a un averno espantoso, donde, a pesar de todo, aquella gente ríe, trabaja, juega y es feliz, a su manera. Ha entrado por fin a la vivienda misma de Gerardo, cuartel general de la banda y ha visto los catres donde duermen algunos miembros de la banda, las paredes descascaradas y el hoyo disimulado debajo de la mesa, dónde guardan su mercancía, la droga que trafican y venden con el beneplácito de la policía, que se lleva su tajada, que va pasando de mano en mano hasta llegar a la au-toridades más elevadas del país, que son los verda-deros capos de esa mafia, comandante. Y así viven, alejados de toda justicia social, de toda igualdad de

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derechos, de toda oportunidad de educación dig-na, abandonados a su suerte por una clase privi-legiada que se dedica a saquear el país y a darnos migajas, como sucede hasta la fecha, comandante, en un país en que hay cuarenta millones de pobres extremos, otros tantos millones de pobres diablos, unos cuantos millones de clase media en el filo de la navaja y unos cuantos privilegiados que lo tie-nen todo, con riquezas escandalosas, que ofenden los valores más básicos del ser humano. Así es. La sub-vida, el inframundo, el infierno. Y ahí es don-de Mario cree descubrir algo acerca del ser huma-no en general y de los miserables en particular: la insensibilidad, la inhumanidad, la indiferencia de todos por todos, la adaptación monstruosa de la gente a las formas de vida más sucias e inhumanas y la costumbre de creer que tal estado de cosas es lo normal. ¿Qué le vamos a hacer?, ¡Así es la vida! Ni modo, se dicen todos. ¿Qué se puede hacer?, piensa Mario, sentado frente a su limpio escrito-rio, esbozando su novela sobre los Chochos Plus Band. ¿Cómo sacar a todo un pueblo de la apatía, la inconsciencia y la falta de voluntad política? Con educación, se contesta, con cultura, con instruc-ción, con oportunidades de trabajo, con desarrollo, con vivienda digna. ¡Pero cómo lograr todo eso con una clase dominante, civil y política, dedicada solo a saquear el país y explotar a los trabajadores de la ciudad y del campo! Una clase política entregada

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al capital extranjero, a la que las condiciones en que vive y se debate el pueblo les importa poco, dando sólo lo necesario para tener la mano de obra que necesitan sus empresas, nacionales y extranjeras. ¿Cómo salir del atolladero? La revolución violenta ya no es el camino, lo ha demostrado la historia, ¿y entonces? Organización, piensa Mario, democra-cia, presión popular, manifestaciones de repudio, movilización social. Claro, pero para eso se necesita capacitación, educación, cultura. Concientización, y eso es, precisamente, lo que impiden los podero-sos haciendo de la educación pública un desastre y metiéndoles la televisión literalmente entre ceja y ceja. Un círculo vicioso. Había que romperlo a como diera lugar y para eso precisamente eran los libros y las escuelas. A eso se dedicaría él con todas sus fuerzas, sería escritor y profesor, ya que no po-día ser guerrillero o revolucionario armado. Algo de todo eso había barruntado en sus pláticas con Raúl y ahora, en sus andanzas con los chavos ban-da, lo constataba. Organizar, concientizar, educar, buscar la verdadera democracia. Se inclinó sobre su cuaderno y escribió de un tirón una parrafada para su novela y notas que debían servir para un li-bro mas “serio”, un ensayo, un tratado sociológico. Las novelas eran buenas por populares y fáciles de leer, pero un estudio científico, sociológico, políti-co, era más de desear, ameno y al alcance intelec-tual de cualquiera. Divulgación.

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(Eran los setentas, comandante, seamos indul-gentes con Mario, pero, ¡Qué razón tenía! Y cuántos no se dedicaron a esa labor. Mi pregunta es, ¿se ha logrado en verdad, tantos años después, despertar al pueblo, organizarlo? Yo creo que sí, en gran me-dida, y precisamente en nuestros días vemos que la sociedad civil, que la gente de a pie, se empie-za a movilizar, harta ya de la falta de seguridad, de justicia y de un verdadero Estado de derecho. Harta de tanta muerte inocente, desaparecidos, es-tudiantes, mujeres, hijos de campesinos pobres, de obreros, a manos del mismo Estado que debe pro-tegerlos, entregados a los criminales, comandante, para ser asesinados, pues autoridades y criminales son lo mismo.)

Sí, ese era el camino, pensó, o él era un iluso y un ingenuo. Se levantó y dio un corto paseo por el departamento, constatando que todo estuviera en su lugar, limpio y ordenado. Después de visitar a sus amigos de la vecindad, volvía con más deseos de tener su departamento limpio y luminoso. No quería caer, no quería volverse como ellos, pues si eso pasara, no podría llevar a cabo su misión es-clarecedora. Se sentó en el sillón de la sala y pensó intrigado, ¿por qué ese sentimiento hacia los de-más, por qué su interés por la suerte de los demás, cuando seguramente a los demás él les importaba

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muy poco? ¿Por qué no interesarse sólo en su pro-pia suerte, como le decía don Carlos, amasar una fortuna y dedicarse a vivir como un dandy? Todos hacen eso, o por lo menos a eso aspiran, pasando, para lograrlo, por encima de todos los valores y to-das las consideraciones, sin escrúpulos. ¿Por qué él no? Lo ignoraba, pero así era. Se levantó, fue a la cocina por una cerveza y entonces se puso a pen-sar en Celia. Tenía que buscarla. Enrique, su her-mano, que ahora vivía con la banda, en el cuarto de Gerardo, le había dicho que se había ido a vivir con una tal tía Simón, y que ahí debería estar, si es que no había vuelto con su madre. Iría a buscarla ahí. Estaba apenado por lo que había pasado con su familia, el engaño del padre, la desilusión de la madre, el rompimiento. Piensa en el trastorno que le habrá causado todo eso a Celia, orillándola a ac-tuar desesperadamente, a lo loco, llevada por una determinación ciega que la podría perder aún más, alejándose cada vez más de ella misma, de su ser interno. Había esperado que se arrepintiera y le ha-blara o lo buscara de alguna manera. Pero no había ocurrido. Al contrario, la imaginaba tratando de olvidarlo, de alejarse de él lo más posible. Por eso, pasado un tiempo prudente, tendría que irla a bus-car él mismo, y para eso necesitaba a Enrique, que no quería darle la dirección de la tía, seguramente por instrucciones de ella misma, y para conseguir-lo tendría que seguir visitando a los Chochos Plus

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Band y andar con David, aunque fueran diferentes, antagónicos, y poco a poco fuera naciendo en ellos la determinación de separarse y vivir cada quien su vida. Vuelve a sentarse a su escritorio. Un mundo de pasiones, de ideas y de realidades se abre ante él y debe estar preparado para sacar de todo eso lo necesario para su personal comprensión de la vida, sobre todo, de la vida interior, de la conciencia y fuero interno de aquellos chavos viciosos y delin-cuentes y poder escribir verdaderamente. Decide que debe estudiar en el área de ciencias sociales. Tocan a la puerta, va a abrir y aparece Raúl que va a platicar otro rato con él.

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El domingo en la mañana, prometiéndole a la Doña que iban a ir a misa, Norma y Celia salieron a la calle para ir al mercado a comprar alguna ropa que les hacía falta y otras mercaderías propias de su sexo. Después irían a misa, aunque fuera a re-coger algún folleto de la parroquia, referente a la fiesta de algún santo, para que doña Carmen viera que sí habían ido a la iglesia.

La mañana era deslumbrante y por el barrio iba la gente a la iglesia muy alegre, vestida de domin-go, bañada y peinada, los niños hechos un primor, todos en fila como esponjosos borreguitos, que ya

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sonaban las límpidas campanadas. En el merca-do, que estaba cerca de la plaza de la iglesia, tam-bién había mucha animación, sobre todo por los puestos de comida que esperaban a los “crudos” y trasnochadores: pozole, barbacoa con consomé de borrego, mixiotes de carnero y puerco, caldos de gallina, carnitas, tepache y, en la esquina más apar-tada, pulque. Era un vaivén de personas que tran-sitaban calmosos o apresurados por los pasillos del mercado, con sus frutas de colores, las verduras en pirámide, los quesos y demás productos de consu-mo diario. Y los olores, dulces, acres, ácidos, ras-posos. Por ahí caminaban Norma y Celia, rumbo a la sección de ropa y zapatos. Norma llevaba algún dinero y Celia nada más miraba, pues aún no te-nía trabajo y vivía, se podía decir, de la caridad de doña Carmen.

---- Si necesitas algo, me dices, le dijo Norma, yo te presto y después me lo pagas. ¿Qué te parece si en la tarde vamos al cine?

Cuando ya iban a llegar a su destino, Celia vio a Enrique, su hermano, comiendo en uno de los puestos de barbacoa. Iba con José, el mariachi, y con Ramón, el taxista, que ya eran de nuevo ami-gos, sobre todo después de que Ramón le puso su buena golpiza a Denis y a su ruca. También iba Da-vid, que no había estado en el reventón, pero que

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salió temprano de su casa para ir a desayunar con la banda. Estaban crudos, pues la noche anterior hubo guateque con los amigos del 10 y ahora ne-cesitaban con urgencia un consomé y unos buenos tacos de espaldilla.

---- ¡Hermanito!, casi gritó Celia al verlo y se fue corriendo a saludarlo.

Enrique se sobresaltó, pero al momento le dio gusto verla, algo amoscado por las miradas que aquellos trogloditas le echaban a su hermana. La saludó, se abrazaron y se fueron a hablar un poco más allá, en privado.

---- Presenta a tu hermana, cuñado, le dijeron riendo José y Ramón, pero los calló David, que sa-bía quién era, lo que no sabía es que fuera hermana de Enrique. Norma, que se acercó a saludarlos, les dijo: “Que les presente a su abuela, de esas pulgas no brincan en su petate”.

---- No, pus si está re buena, dijo José como con-clusión, y David entornó los ojos con malicia, como una rata de alcantarilla cuando ve a un gatito re-cién nacido lejos de la gata.

Celia y Enrique se fueron platicando más allá:

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---- ¿Cómo estás, manita?, le decía Enrique, ¿cómo has estado?

---- Bien manito, ¿y tú? ¿Dónde vives, que hiciste?

---- Estoy bien, no te preocupes, estoy viviendo con un amigo por aquí cerca, en su vivienda, en una vecindad. Me da caída. ¿Y tú?

---- Yo sigo con la Tía Simón, le mintió Celia, pero vine a ver a Norma, ¿te acuerdas?, la que te encontraste el otro día y te mandó saludarme. Es ella, una amiga de la secundaría.

---- Si, ya la vi. Es muy bonita, ¿verdad? ¿Y cómo te va con la tía?

---- Pues regular. Es muy especial, muy estricta, muy rígida, yo creo que es frígida, mano. Muy mo-ral y decente. Lo siento por mi primita, que es un amor. Y tú, ¿de qué vives? ¿Ya conseguiste trabajo?

---- No, por ahora estoy con la banda, en unos bisnes, vendemos cosas, artesanías, y me dan un porcentaje, mintió Enrique. Pero pienso ir a ver a mi papá, ¿sabes? Ya conseguí su dirección, la de su otra familia, y me le voy a aparecer para que me ayude. El sustote que se va a llevar. Y tú, ¿Qué piensas hacer?

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---- Por el momento, nada. Más adelante, cuan-do encuentre trabajo, pienso irme a vivir sola, o con una amiga, a un depa. ¿Qué sabes de mamá, y de Pili? Es a la que más extraño.

---- Nada. Siguen con mi tía, en Puebla. Yo pensé que la que sabías algo eras tú, con la tía Simón.

---- Sí, habló con ella por teléfono y le dijo que estaba bien, pensando qué hacer en el futuro. Mi mamá le pidió hablar conmigo pero yo no quise. Le pidió que me tuviera un tiempo ahí y que luego ella iría a buscarme. Pero yo no quiero ya vivir con mi mamá, ni con mi papá.

---- Yo tampoco. Oye, por cierto. El otro día me topé con Mario, te anda buscando, y ahora anda merodeando a la banda, ha ido varias veces a la vecindad, a jugar dominó y a cotorrear. Es amigo de David, vive con él en su depa. David es ese que está ahí, de chamarra de mezclilla.

---- Sí, ya lo conozco, iba en la prepa, dijo Celia, ruborizada por la emoción. Por favor, no le digas que me viste, ni le digas dónde vivo. Pero cuídalo, no le vayan a hacer algo estos malditos.

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---- No te preocupes, que el día que lo encon-tramos por poco y se lo madrean, pero veníamos Edgar y yo y lo reconocimos. Edgar fue con él en la secundaria y estuvo unos semestres en la prepa.

---- Si, ya lo conozco, yo fui a la misma prepa, no te acuerdas. También ahí fue David, aunque yo no me llevaba con ellos. Bueno manito, nos vemos. Luego yo te busco.

Se acercaron a la mesa donde comían y Norma se fue con ella. Los muchachos la saludaron muy formales, y David y ella se saludaron de lejos, con los ojos. David ya tenía su idea.

Norma se fue muy contenta con ella diciéndole: “Que calladito te lo tenías, tu hermano está muy guapo, ¿y viste a ese muchacho, el de la chamarra de mezclilla? Qué guapo también”.

---- A ti todos te parecen guapos. Ya lo conozco, zonza, es amigo de Mario, vive con él. Se llama David.

---- Pues preséntamelo.

---- No me llevo con él.

Y se fueron a sus cosas, mirando ropa y zapatos, adornos y cadenillas y después a la iglesia, por los

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folletos. Era el día libre de Norma y uno más de Celia. La mañana continuaba esplendorosa.

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En el medio día, Mario estacionó su pequeño auto en el estacionamiento de la fábrica, pues te-nía una cita con don Carlos, el doctor Figueroa y el licenciado antiguo. Desde que llegó notó que los empleados de la fábrica lo miraban con buenos ojos, sonrientes, contentos, afables. Mientras cami-naba por el patio, rumbo a las oficinas, los camio-neros, mecánicos y chalanes que trajinaban en los talleres y las bodegas, lo saludaron con sonrisas y con apretones de manos.

---- Bienvenido, joven Mario, que milagro que nos visita, pase usted, le decían los rudos choferes de los tráileres, musculosos y sudorosos, y los me-cánicos, llenos de grasa, le sonreían con gracia.

Ya dentro de la nave, donde se elevaba el in-fernal ruido de las máquinas en plena produc-ción, los obreros lo saludaban de lejos con las manos, le quitaban estorbos de su paso e incluso Felipe, limpiándose las manos de grasa con una estopa, se acercó y lo abrazó, así lleno de grasa como estaba.

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---- Gracias, Mario, le dijo, ya me enteré de que con tu dinero creaste un fideicomiso o algo así, para que podamos estudiar los que queramos, y que nos van a dar facilidades de horario. Y un fondo para comida y vivienda. No cualquiera hace algo así.

---- No es ningún mérito, le contestó Mario, el dinero no es mío. Te aseguró que yo no apreté ni una sola tuerca para obtener ese dinero.

---- Pero tu padre sí, Mario, que lo ganó para ti. Cuanto junior en tu caso no se hubiera quedado con todo el dinero para él sólo y todavía hubiera pedido más. No, no te creas, tiene su mérito. Gracias.

Mario se sonrojó y no sabía qué cara poner. Fe-lipe volvió a su puesto junto a su máquina y él si-guió su camino hacia las oficinas.

En ellas, todas las secretarias y los empleados, lo saludaron, igualmente, con una sonrisa y chis-pas en sus ojos. Y ahí estaba, en la sala de espera, el licenciado antiguo, con su gran portafolio de piel de cocodrilo, con sus lentes de carey, todo él salido de los años cuarenta. Al verlo se puso de pie y lo saludó:

---- Buenos días, joven Mario, gusto en saludarlo.

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---- Igualmente, licenciado, contestó Mario y se sentó a esperar que los llamaran.

No los hicieron esperar mucho y pronto salió don Carlos de su oficina y fue hacia ellos. Los sa-ludó y los condujo al interior. Dentro, ya esperaba el doctor Figueroa, que se puso de pie, les dio la mano y todos se sentaron alrededor de la mesa del consejo.

---- Te he mandado llamar, Mario, para que fir-mes unos documentos y enterarte de la situación de tu herencia.

El licenciado sacó de su portafolio unos do-cumentos y Mario los firmó sin leerlos, confiado completamente en la honorabilidad de aquellos señores, amigos todos, de muchísimos años, de su padre.

---- Muy bien, dijo don Carlos una vez que vio que Mario había firmado todo. Te entero de que la fusión de la fábrica con el consorcio internacio-nal, ya se llevó a cabo. Nuestra autonomía ya no es completa. Sin embargo, tenemos aún un gran margen de maniobra y decisiones. Tú ya no perte-neces a la fábrica, como fue tu deseo. En cuanto a la casa, ya tenemos todas las hipotecas pagadas y está lista para ser vendida o rentada. Incluso tene-

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mos posibles clientes que la quieren convertir en oficinas. Sólo esperamos que nos des luz verde y que nos digas qué quieres hacer: venderla o ren-tarla. Nosotros te recomendamos que la rentes y así no te deshagas de ella. En cuanto al dinero en efectivo, después de deducirle el costo del fideico-miso que creaste a nombre de tu padre, está ya de-positado en una cuenta bancaria a tu nombre, de la cual puedes disponer a tu gusto. Eso te permitirá vivir desahogado por muchos años. Todo eso son los papeles que acabas de firmar. Los detalles te los explicará en seguida el licenciado Pastrana.

---- Gracias don Carlos, gracias licenciado, doc-tor. Les agradezco mucho las molestias que se han tomado por mí, dijo Mario.

---- Era lo menos que podíamos hacer, dijo el doctor Figueroa, y no es molestia. Lo hacemos en nombre de tu padre y porque te queremos como a un hijo, ya te lo hemos dicho en varias ocasiones. Y hablando de querer como un hijo. Nos preocupa-mos también, en nuestro nombre y el de tu padre, en tu futuro. ¿Ya pensaste qué es lo quieres hacer de tu vida?

Mario titubeó y se quedo un momento callado, como pensando.

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---- Nosotros te recomendamos que ingreses a estudiar una carrera lucrativa, práctica, como eran también los deseos de tu padre. Con el dinero que tienes no te debes preocupar por tu sostenimiento mientras realices tus estudios. Te recomendamos que rentes la casa, pues más adelante quizá la quie-ras habitar, y que te vayas a vivir, con ese dinero, a un lugar mejor que el que tienes ahora, con los recursos que posees no tienes por qué vivir en ese lugar tan feo en que vives. Podrías escoger una co-lonia más bonita y un departamento más nuevo, moderno. En fin, tienes todo para vivir como hu-biera querido tu padre.

Mario carraspeó y se dio cuenta de que tenía que decirles a aquellos señores tan amables sus in-tenciones, sus ideas. Su credo, en pocas palabras. Volteó a verlos y tomó la palabra, un poco nervio-so y tenso.

---- Querido doctor, licenciado, don Carlos, gracias por sus ofrecimientos y consejos. Son muy valiosos para mí, pero resulta que yo tengo que hacer mi vida y creo que esta no será muy con-vencional. Haré lo que tenga que hacer y no preci-samente lo que soñó mi papá para mí. Una carrera lucrativa, práctica, doctor, me daría tal vez dinero, pero no mi realización. Mi intención es convertir-me en escritor, en investigador, tal vez en científi-

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co. Soy un idealista, lo sé. ¿Cambiar de ambiente? ¿A cuál? Donde vivo estoy en contacto con la vida real, la vida del pueblo humilde, pobre, que su-fre las privaciones y los bajos salarios. Como los obreros de esta fábrica. Ahí veo su lucha, su for-ma de vida, sus problemas, sus alegrías y penas. Eso alimenta a un escritor, a un científico social. Si viviera en una colonia para ricos, lo único que vería sería niños bien, hijos de papi, que sólo se preocupan por el quemacocos de su auto o por lo ancho de sus llantas, y si sus rines son cromados o no. Jóvenes que no tiene la menor idea de lo que es la realidad, que viven en una burbuja de ilusio-nes y falsedad. No, gracias. Si ustedes, y lo digo sin ofender, lucharon por el ideal de vivir como burgueses, allá ustedes. Yo no quiero ser un escri-tor burgués, un intelectual, como hay muchos en México, completamente desligados del pueblo y acomodados en el poder y lamiéndole los zapatos a los poderosos. Yo buscó otra cosa.

Sin querer, se había acalorado y ya no se po-día detener.

(Y aquí, comandante, es necesario hacer una ob-servación, pues como sé que usted está imprimien-do las notas que le mando, quizá alguien que las lea no entenderá el contexto en que habla Mario. En los años setenta, la mayoría de los intelectuales

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y escritores jóvenes de México se consideraban de izquierda, tal vez socialistas y hasta comunistas, y para ellos ser burgués, hijo de papi, o elitista, era una vergüenza. Luchaban contra el poder, no in-crustados en él, aunque había, desde luego, cama-leones que desde el gobierno, con puestos burocrá-ticos, querían hacer la revolución. En la actualidad esto ha cambiado. Ya a ningún intelectual o escritor le da vergüenza ser considerado burgués, o hijo de papi o elitista. Es más, se regodean en eso. Ya no se lucha por el socialismo y la izquierda está completa-mente desprestigiada por anacrónica y obsoleta. La burguesía venció en todos los frentes. Ahora todos son burgueses o aspiran a serlo: ganar buen dinero (no importa cómo), vivir confortable, tener un auto del año, una cuenta bancaria, poder acceder al con-sumo masivo. Sus ideales son otros, si es que los tie-nen, y son, cuando mucho, demócratas. Hecha esa observación, comandante, continuemos).

Mario se miró las manos y prosiguió:

---- Yo busco la plenitud espiritual e intelectual, y serle útil a mi pueblo. Algo diferente hay en mí, algo que nunca me dejaría llevar la vida que ustedes me proponen. Mi vocación me lleva a conocer la rea-lidad del mexicano, de este ser humano marginal, su forma de vida, sus sentimientos, sus ilusiones, su vida diaria, tanto de la ciudad como del campo,

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para luego darle al mundo una obra, un libro ver-dadero, que hable del bien y del mal, de lo bajo y lo noble, el vicio y la virtud, las profundidades de las motivaciones humanas, que explique las causas de la miseria del pueblo y el camino para su liberación. Necesito llegar a todos los sitios donde se encuentre ese mexicano, donde habite, donde trabaje, coma, ame, sueñe y muera, donde sufre y tiene esperan-za, donde fracasa o triunfa, donde vive. Una vida aburguesada no me puede dar eso. ¿De qué escribi-ría? ¿De las estupideces y banalidades de los niñitos bien? ¿De sus coches, fiestas, novias y vacaciones en Acapulco, Cuernavaca o Valle de Bravo? Paso. Yo voy a escribir sobre los Chochos Plus Band. Voy a hacer la sociología de los desheredados, no de los herederos. ¿Me entienden?

Los tres señores estaban estupefactos, comple-tamente despiertos de un sueño loco. Mario no era como creían. ¿En dónde, este hijo de su jefe, había incubado esas ideas? Era un intelectual, no un em-presario, un escritor, no un contador o un ingenie-ro, un idealista, no un capitalista.

---- Sí, hijo, dijo el doctor Figueroa, te entendemos.

---- Voy a ingresar a la UNAM, a la facultad de ciencias políticas. Y no venda ni rente mi casa, don Carlos, tal vez regrese a ella después de la investi-

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gación que estoy realizando. Las vacaciones ya van a terminar y debo ingresar a la universidad.

Don Carlos y el doctor Figueroa no tenían nada más que decir. Cuando estuvieran terminados los trámites de su herencia, se lo harían saber. El licen-ciado antiguo reía por lo bajo. Mario se despidió de todos muy alegre, sonriendo, con una extraña sensación de liberación, y salió de ahí.

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El “Studio 54” relucía con su marquesina ilu-minada en la noche de Tlatelolco, frente a la esta-ción de Buenavista. Los autos paraban delante, y el “valet parking” abría las portezuelas y la gente bajaba, sonriente, dispuesta a divertirse. Otros, a pie, esperaban a que los guaruras de la entrada los revisaran (los esculcaran), en busca de armas o sustancias prohibidas. Entre ellos, la élite de los Chochos Plus Band, que esa noche llevaban a Mario a bailar y chupar, para que viera lo que era bueno. Iban, bien vestidos y bañados, perfu-mados y rasurados, Gerardo, David, la Negra, que ya había salido de su escondite, Enrique, un Mario sonriente pero nervioso, y los inseparables Guicho y el Pastillas. Iban felices porque los ne-gocios prosperaban y porque, que caray, hay que disfrutar de la vida. Invitaron a Edgar, pero este

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se negó, declarando que tenía mucho qué hacer. La verdad era que se estaba alejando cada vez más de la banda. Mario, que seguía con su inves-tigación, visitaba cada vez más seguido a la banda en su guarida y, a veces, como ahora, los acompa-ñaba en sus excursiones nocturnas, sacando no-tas mentales de todo lo que veía y experimentaba. David iba fastidiado, secretamente, no le gustaba que Mario visitara tanto a la banda, se sentía incó-modo, como cohibido, casi podríamos decir que avergonzado. Pero no decía nada.

Los guaruras los dejaron pasar y un mesero los llevó a una mesa, cerca de la pista. Las demás me-sas poco a poco se iban llenando. Aunque iban al-gunas parejas, y grupos con mujeres, la mayoría de los clientes eran grupos de hombres solos, pues en el establecimiento había damas que bailaban por un módico precio y que “fichaban” en tu mesa, bebiéndose tu dinero. Todavía no era la época de los “Table Dance”, comandante, pero ya la depra-vación y los bajos instintos estaban públicamen-te aceptados, aunque reducidos a ciertos lugares, como en todas la épocas. El México nocturno, el lado oscuro del mexicano católico, que va a misa los domingos, festeja a su madre el 10 de mayo y le reza a la virgen de Guadalupe, como diría Octavio Paz, pero que al mismo tiempo es corrupto, va a prostíbulos y engaña a su esposa. A Mario, de en-

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trada, le chocaron varias cosas: lo sórdido del am-biente, lo chillón y vulgar de las decoraciones, oro sobre rojo en las paredes, y lo abusivo de los precios en la carta, pero no dijo nada y se dejó conducir a la mesa donde de inmediato ordenaron una botella y sus respectivos hielos y refrescos, sacaron los ciga-rrillos, y empezaron a fumar como locos. La músi-ca sonó a todo volumen y algunas parejas se levan-taron a bailar. Se sirvieron las cubas y festejantes y sonrientes, dijeron salud y se empinaron sus bebi-das. Mario casi no tomaba, por lo que se prometió estar a las vivas para no emborracharse. No pasó mucho tiempo cuando un par de muchachas, de falda corta y caras pintadas, se acercaron a la mesa y les dijeron: “¿No quieren bailar, muchachos?, les cuesta diez pesos la pieza”, y otra dijo a David: “Y tú, papacito, ¿no nos invitas un trago?”. David las miró fastidiado, con cara de pocos amigos y no dijo nada, pero Gerardo y la Negra, siempre galantes y animosos les dijeron: “Pero cómo no, mamaci-tas, miren nomás, si no hay desperdicio, pásenle, siéntense, ¿Qué se toman?”. Y las muchachas tra-jeron unas sillas y se acomodaron, empezando de inmediato a hacerles arrumacos, como gatas. Una miró a Mario y le dijo: “¿No me sirves una copa, nene?”, y Mario, todo solícito y atolondrado, le sir-vió una cuba. “Qué, ¿te comió la lengua el ratón?”, dijo, y Mario se puso colorado como los decorados, pero sin el oro de sus ribetes. Bebieron, hablaron

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a gritos para poder oírse y Gerardo y la Negra se pararon a bailar. Guicho y el Pastillas, muy excita-dos, se fueron de volada a una mesa donde estaban unas gachís y las sacaron a bailar. Mario y David se quedaron solos en la mesa, cada uno en un ex-tremo, sin hablarse. David se empujó otra cuba y Mario observaba todo a su alrededor: las mesas, la gente, los meseros que iban y venían, las pare-jas bailando, música de cumbia y boleros, aunque en el techo había una bola con espejos que gira-ba y proyectaba luces a la hora en que empezaba la música disco, y cantaba Gloria Gaynor, “la rei-na de la discoteque”. Todo el mundo reía y bebía. Regresaron los muchachos y las chicas y se sirvie-ron nuevas cubas. Uno a uno, fueron desfilando al baño a darse un “cocazo” y regresaban a la pista a bailar como trompos. Todos menos Mario, que no tomaba drogas. En un momento dado, una chica se acercó a Mario y lo invitó a bailar. Mario se ani-mó y se levantó. “A cómo sale el baile”, dijo todo nervioso. “Diez pesos la canción, precioso, aunque a ti me gustaría dártelo gratis”. Mario tragó saliva. Bailaron, y la muchacha se le pegó como si quisiera fundirse con él, y desde la mesa los demás le ha-cían señas de cómo debía agarrarla y le gritaban: “de a cartón de cervezas, de a raspado de limón”. Y Mario no sabía a qué se referían hasta que la mu-chacha se lo demostró gráficamente, empezando a restregarse contra él. Mario estaba sorprendido,

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pero agradablemente, hasta eso. Sin saber qué ha-cer le preguntó a la chica:

---- ¿Y cómo es que bailas aquí?

---- La necesidad, papasote, hay que ayudar a mantener la casa. Fíjate, le dijo de pronto, estoy ca-sada, y mi esposo sabe que trabajo aquí y no dice nada. ¿Qué cobarde, no?

---- Pues sí, le dijo Mario, pero también tú po-días trabajar en otro lugar, más decente.

La muchacha se desconcertó un momento, como que se enfrió y sintió pena, pero después se recuperó y le dijo: “No sé hacer nada, y bailar es fácil”, pero cuando terminó la pieza se despidió de Mario y se fue a sentar a otro lado.

Mientras tanto, David seguía de mal humor. Desde que llegaron se sintió sacado de onda. Siem-pre era el primero en bailar y reír y ponerle am-biente a la cosa. Ahora, todo le parecía vulgar, bajo y rastrero: los decorados, la música, las viejas pintarrajeadas, los guaruras de la entrada, la gen-te sucia que iba a divertirse en semejantes lugares. ¡Pero si era lo que a él le gustaba! Se sentía raro y los demás lo notaron. “¿Qué te pasa, mi buen?”, le dijeron, pero él siguió en sus trece, malhumorado.

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Resulta que no podía soportar a la gente, toda le parecía vil, degradada, corrupta, miserable, igno-rante, mediocre, una basura de gente. Este mun-do era una porquería. Ricos y pobres, poderosos y desvalidos, burgueses y proletarios, todos, eran una mierda. Ninguno valía ni un miserable peso, ni el aire que respiraban. Al contrario, contamina-ban. Y sobre todo, estas viejas cochinas. Se empujó otra cuba entre pecho y espalda. “Y ni siquiera me emborracho, se dijo, y cómo no, si ya se me sale la coca hasta por las orejas”. En eso, en la mesa, había una discusión por ponerse de acuerdo sobre cuánto les iban a cobrar las gachís por pasar toda la noche con ellos. Era un estira y afloja, un regateo alegre, festivo, hasta que una de ellas dijo:

---- No puedo cobrar menos, primores, tengo que mantener a mis hijos.

Entonces David saltó como si le hubieran pin-chado y gritó lleno de cólera:

---- “¿Andas de puta por tus hijos?, no chingues. Si de verdad los quisieras, no andarías en estos an-tros y de vil puta. Podías trabajar en algo decente.

La mujer se encrespó y lo quiso abofetear, pero David se le adelantó y le puso una sonora cachetada. La otra también se enfureció y el Guicho tuvo que

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calmarla. Se insultaron y gritaron, y los guaruras tu-vieron que llegar a poner orden. O se calmaban o los sacaban. Gerardo puso la calma, pero se quedaron sin las chicas. Siguieron bebiendo y riendo, pero ya estaban todos un poco fuera de onda. No compren-dían a David, pero Mario sí. Era por su madre, pensó, y Gerardo también se olía algo por el estilo. Resulta que en ese mes cumplía años de muerta.

Y en efecto, David pensaba en su madre, en su lucha por la vida y por mantenerlo, y en que nunca anduvo de puta, al contrario, tenía que andarse qui-tando de encima a los viejos asquerosos que al verla sola, querían abusar de ella. Siguió cavilando y por asociación de ideas pensó en Mario, que ahí estaba, el muy cochino, bebiendo y bailando. Se acordó del día en que le contó su vida. También ese día estaba tomado y drogado, pero recordaba lo que Mario le había dicho. En un momento pensó si Mario tendría razón: el lado oscuro, el lado luminoso. Aunque él sentía otra cosa en el pecho. Sentía odio. Y se daba cuenta de que estaba perdido, confuso, extraviado en un abismo gris, oscuro, tenebroso, que su vida estaba llena de rencor y odio hacia todos, pero prin-cipalmente hacia sí mismo. Sabe que aunque Mario está ahí, con ellos, no es igual a ellos, no se mezcla, no se rebaja. Y también sabe que en el fondo, él tam-bién es como Mario. Puede que en Mario también hubiera un lado oscuro, pero lo reprimía, hacía un

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esfuerzo por mostrar lo mejor de sí. Lo contrario de él, que hacía lo posible por mostrar su lado malo. ¡Qué lejos estaba de ser como su madre hubiera que-rido! Y la había perdido. Ahora tenía a Mario, pero le pesaba vivir con él, era como un reproche vivien-te, un ejemplo que no podía igualar. No lo odiaba, no lo aborrecía, era él el que se odiaba y aborrecía, pero tenía que poner fin a aquello. En ese momento decidió que se iba a salir de su departamento. Le pediría a Gerardo que le diera caída unos días mien-tras buscaba otro lugar donde vivir. Pero con calma, sin prisas. Eso era. Liberarse. Y sin saber por qué, de pronto se sintió contento, feliz, soltó una carcajada y echó un grito salvaje y se sintió alegre, se bebió su cuba de un golpe y se fue a pedirle disculpas a la mujer aquella y la sacó a bailar y los demás, como por encanto, se pusieron felices también y bebieron y salieron a bailar y el ambiente se aclaró. Sólo Ma-rio se quedó cavilando un rato, se terminó su cuba y sin despedirse, se fue para su casa, huyendo de ahí como Ulises de la cueva de Polifemo.

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En el jardín del hospital psiquiátrico, revolotea-ban las mariposas de grandes alas amarillas con ri-betes negros, de largas antenas, que iban de flor en flor libando su néctar. Elena, la madre de Edgar, las miraba arrobada, embobada, queriendo ser ella

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misma una mariposa, y más, cuando las veía saltar al otro lado de la barda, a volar a otros jardines, a libar otras flores. Y ella, tan pesada, se quedaba de este lado de la barda, embobada con otra mariposa.

Una vez a la semana, como por compasión, ba-jaban las enfermeras a los pacientes a tomar el sol en el jardín. Unos sonreían, otros bailaban y brin-caban, otros más se quedaban como estatuas mi-rando los árboles. Elena miraba las mariposas, so-ñando con otros tiempos, con otros mundos, con otros seres. Recordaba su jardín de Morelia donde, al igual que aquí, revoloteaban grandes mariposas de colores y pequeñas mariposillas blancas, casi siempre en parejas, y otros insectos. El caballito del diablo, y los caracoles de lento andar, las arañas pa-tonas y las hormigas. Pero ahí no había rejas en las ventanas, y las únicas que había daban a la calle y permitían entrar y salir. En ese jardín había jugado y reído, había sido feliz en su infancia azul. No era como aquí. En eso, del fondo del jardín, vio venir a su madre. Sí, era el jardín de Morelia, y ahí estaba su madre, con una sonrisa y un vestido floreado, que venía rodeada de sus amigas, todas cariñosas.

Llegaron junto a ella y la enfermera que las guia-ba, saludando, regresó al pabellón. Las mujeres la miraban, le sonreían y le decían cosas amables. Se sentaron junto a ella.

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---- Mamá, le dijo a la mujer del vestido florea-do. El doctor dijo que yo estaba bien, que la crisis había pasado, que podía hacer mi vida normal. Ya no quiero ir al doctor más, mamá.

La mujer se la quedó viendo con ternura, son-riendo.

---- No soy tu madre, Elena, soy tu hermana Alejandra. Mamá murió hace muchos años, ¿no te acuerdas?

En el cerebro de Elena había un vacío y muchas mariposas. Dijo que no con la cabeza.

---- Mira, esta es Marta, tu hija.

---- Mamá, ¿cómo estás? Qué gusto me da verte, le dijo la muchacha, sin poder evitar las lágrimas, ¿Cómo te tratan?

Elena la miró como a una extraña. No la recor-daba. Ella recordaba a una niña pequeña, de tren-zas largas y sedosas, no aquella muchacha regor-deta y de cara triste.

---- Te mandan saludos María, y Manuel y Fer-nando, tus hijos chicos.

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---- ¿Mis hijos?, dijo. Mamá, se volteo de pron-to a ver a su hermana. No dejes que me case, aunque el doctor haya dicho que estoy bien, no dejes que me case. ¿Sabes? Yo creo que estoy loca, mira.

Entonces les enseño un frasco pequeño pero lleno de pastillas de todos colores y tamaños, que había ido juntando de aquí y de allá, que simula-ba tragar y luego escupía, o que les quitaba a los otros enfermos. Era su pasatiempo. Pero, nada ton-ta, lo escondía muy bien, y las enfermeras no se lo descubrían. La hermana vio el frasco y pensó que era una más de sus manías. Marta tampoco pensó nada malo. La dejaron hacer.

---- ¡Qué bonito! ¿Son dulces?

---- Sí, dijo Elena, de colores, como las maripo-sas, y se guardó de nuevo el frasco.

Se quedaron un momento en silencio, un largo momento, cada una con su dolor, con su confusión, con su malestar. No sabían qué decir.

---- Mira, le dijo su hermana, te vino a visitar Laura, ¿la recuerdas? Tú amiga de Morelia, tu gran amiga.

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Elena miró a Laura y después desvió la mirada para mirar las mariposas. No la recordaba. En su cerebro había un vacío, y ninguna Laura.

Su amiga la miró con tristeza y volteo hacia otro lado. Nuevo silencio prolongado.

---- Edgar se va a casar, mamá, le dijo de pronto Marta, y trabaja con papá. Se casará con Gloria, con la que vino a verte el otro día. Te mandan saludos y decir que pronto van a venir a verte, para ense-ñarte las fotos de la boda, que aunque será muy sencilla, de seguro estará muy bonita.

---- Edgar, dijo Elena, se fue con otra mujer, me engañó. Mamá, dijo mirando a su hermana, no de-jes que me case.

La enfermera regresó a avisarles que la visita ya había terminado, las mujeres le dieron un beso a Elena y se marcharon llorando, viéndola desde lejos como se quedaba quieta, lejana, ausente, mi-rando las mariposas, que volaban libres.

Elena, todavía un rato más en el jardín, miraba las flores, las nubes y escondía bien, entre sus ro-pas, su frasco de pastillas.

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CAPÍTULO SIETE

(E-mail 40 a 45)

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Veo todo, todo lo veo bien en el fondo del pozo de los años, como en un espejo. Estamos en la Pen-sión para Señoritas, en el cuarto de Norma y Celia, donde se congregan todas las muchachas, peinán-dose y maquillándose, embelleciéndose para salir más tarde a la fiesta de la boda de Gloria y Edgar, alborotando y riendo, muy felices de tener una no-che de diversión por delante, después de tantos días fastidiosos trabajando como mulas. Norma y Celia están en el baño, acodadas en la ventana que da al terreno baldío fumando mota. Celia sale del baño y se recuesta en su cama, le duele la cabeza y no se ha bañado ni se está arreglando. Dice que se siente cansada y prefiere quedarse a dormir. No irá a la fiesta. En realidad, está pasando por una etapa de depresión. Las demás le insisten, casi le ruegan que vaya con ellas, que se vaya a divertir y conocer gente. A lo mejor conoce algún muchacho guapo y

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agradable. La fiesta va a ser en la vecindad de “los amigos del 10”, con la banda de Edgar, que es re jaladora y divertida.

---- Son bien bailadores y divertidos, le dice Susana, y entre ellos hay algunos muy guapos, como David, al que ya le echó el guante Matilde. Pero hay otros, son muchos.

Celia, al oír el nombre de David, volteó a ver significativamente a Susana, pero al instante vol-vió a recostarse y a poner cara triste. Y es que al principio de irse a vivir con ellas se sintió bien y feliz de su libertad. Sin embargo, poco a poco se fue filtrando en su ser una nueva sensación de disgusto que no conocía, y se sentía rara, como le ocurrió cuando estuvo con su tía Simón, nada más que ahora más agudo, y diferente: ya no veía su antigua forma de vida, sus vicios, las conversacio-nes con las amigas, las experiencias sexuales, como fuente de interés y placer, como algo divertido y que valía la pena. Ya no podía mezclarse con eso y sentirse bien. Ahora tenía la conciencia de que todo eso era bajo y ruin, y de que había una vida mejor. Y extrañaba a Mario. Su mal era un mal de amores. Por primera vez sentía que su vida pasada y actual era sucia y al recordar lo que una vez le di-jera Mario sobre el vicio y el vacío de los hombres (y que entonces había escuchado sin comprender

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y con una sonrisa de condescendencia), era cierto: los hombres y las mujeres se evadían por medio de los vicios, de una vida insatisfactoria y vacía, de sus frustraciones por no poder alcanzar la forma de vida que la sociedad les imponía: dinero, lujo, comodidades, viajes, aventuras maravillosas. Por el contrario, lo que tenían era penas, deudas, una vida gris y aburrida, obligaciones y el maldito tra-bajo enajenante y rutinario. Detrás de todo vicio, había dicho, hay una ausencia y carencia de algo. ¿De qué? De una verdadera vida plena y satisfac-toria, espiritual e intelectual. Vidas materiales hue-cas. Ahora incluso confundía lo recordado con lo pensado y creía que era ella misma la que pensaba así. Mario la había cambiado, al final de cuentas. Y el caso es que seguía llevando la misma vida de an-tes, ahora con sus nuevas amigas, sin sentir satis-facción ni placer alguno, al contrario, experimen-tando una vergüenza y remordimientos difusos e imprecisos, pero atormentadores, desgastantes. Ahora por ejemplo, le parecía una vileza que Nor-ma engañara a la Doña fumando marihuana en su casa, haciéndose pasar por una muchacha muy co-rrecta, y que las demás también le ocultaran sus relaciones y maquinaciones, fingiendo ante ella ser inocentes e ingenuas. Pura hipocresía y bajeza, pues veía claro que el vicio y los bajos deseos eran algo para ocultar, para mentir. Algo que no estaba bien. Lo mejor era ser como se era de cara al mun-

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do y abiertamente, pero entonces, si se era vicioso, lo mejor era ser completamente independiente y no convivir con gente no viciosa. Ser honesto uno consigo mismo y sus bajas pasiones.

Definitivamente se sentía mal y como si cargara un enorme peso en sus espaldas. Y lo malo es que no sabía qué hacer. Cómo darle un giro a su vida. Cómo ser. Simplemente estaba confundida y mo-lesta. Ya no sabía quién era ella misma.

Las demás acabaron de arreglarse, todas albo-rotadas y sonrientes y trataron de convencerla de ir una vez más.

---- Vamos, mujer, le dijo Gertrudis, anímate. No te vas a arrepentir.

---- No, muchachas, gracias, deveras me siento mal, les contestó, prefiero quedarme a descansar.

---- Ya déjenla, les dijo Norma, lo que pasa es que está “depre” porque no consigue trabajo y ex-traña a su novio. Ya se le pasará, vámonos.

---- Sí, dijo Matilde, esta tiene mal de amores. Pero es precisamente entonces cuando una debe buscarse otro amor que la distraiga del anterior.

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---- No empieces, ya déjala, le dijo Juanita. Si no quiere ir que no vaya. Ya saldrá otra vez. Tiene toda la vida por delante.

---- Bueno, pues allá tú, le dijeron a coro y baja-ron muy animadas y contentas para salir a la calle, después de avisarle a la madre Paloma, que vol-vía a estar unos días en la casa, y caminar rumbo a la vecindad de los amigos del 10, donde ya estaba todo listo para recibir a los recién casados.

Cuando cerraron la puerta tras de sí, Celia empezó a llorar con amargura, con la cabeza bajo la almohada.

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Ya de noche, cuando todos los gatos son par-dos, salieron de su edificio Mario y David. Iban caminando, silenciosos, inmerso cada uno en su mundo interior, rumbo a la vecindad de los Cho-chos Plus Band, donde se había organizado un gran fiestón para celebrar el casorio de Edgar con Gloria, a la vez que se lamentaba su salida de la banda. Iban callados, cada uno metido en sus pro-pios pensamientos, algo sombríos, cavilando. La alegría había desaparecido de su amistad, la cual estaba bastante quebrantada, no por malas accio-nes de cualquiera de los dos, pues hasta eso se llevaban bien, sino por su pura forma de ser, por

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su conformación moral, mental y espiritual, por así decir, si es que eso dice algo. Se caían bien, se estimaban, incluso se admiraba uno del otro, y sin embargo, un abismo los separaba. Había suspica-cias, resquemores, sospechas, inquietudes, des-confianzas, asechanzas y equívocos, provocados todos por su forma de vida, uno despreocupado, indiferente, frío, egoísta, vicioso, pero noble; otro, cálido, apasionado, filantrópico, intelectual, so-brio y de corazón íntegro. Ambos honestos y de-rechos, pero uno avocado al bien y el otro al mal, uno resentido con la vida y el otro agradecido con ella, uno atormentado y el otro preocupado, uno desinteresado del mundo y de la gente, el otro buscando apasionadamente la forma de ayudar a que el mundo fuera mejor. No podían ser más opuestos, y sin embargo, se complementaban, sólo que aún no habían aprendido a aceptarse mutuamente cómo eran.

David, sobre todo, se sentía molesto consigo mismo, pues desde el día en que fueron al congal, había entrado en discusión con él mismo, como des-doblándose, como si otro yo dentro de él hubiera despertado y le estuviera diciendo a cada momen-to que era un infame y un canalla, un patán asque-roso, y él se riera e insultara a ese otro yo, que sin embargo, lo traía friqueado. A Mario, por su parte, le dolía ver a su amigo tan alejado de sus preocu-

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paciones e incluso burlón y escéptico en cuanto a sus ilusiones y su forma idealista de pensar y de ser, siempre encerrado, filosofando, metido entre libros, meditabundo, como apenado de divertir-se y vigilando no tomar, no fumar, no hacer nada malo, como un niñito consentido y pusilánime al que le asusta ser regañado por su mamá, sin vicios, sin mujeres, sin parrandas, como un monje. Siente que lo desprecia, a la vez que él mira la vida de Da-vid como algo desviado, equivocado, nefasto.

En eso, atravesándose en su camino, pasa un hombre maduro, bien vestido, de traje y corbata, algo desaliñado, que va tambaleándose de borra-cho, con la vista perdida, una expresión dolida en el rostro, y a la vez, una mirada salvaje. Al pasar frente a ellos el hombre quiere adoptar una pos-tura erguida y digna, pero pierde el paso y cae al suelo cuan largo es. Mario lo ayuda a levantarse, el hombre casi se indigna, como si no necesitara ayuda, le dice algo incomprensible, casi ofendido por la ayuda solicita del joven, y sigue su camino, recargándose en las paredes.

---- Pinche viejo, dice David, encolerizado, para qué lo ayudas, casi te mienta la madre. ¿No ves que es una basura? En lugar de ayudarlo deberíamos haberlo pateado y escupido.

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---- Va borracho, no se hubiera podido levantar. Pobre hombre. Va bien vestido.

---- ¿Y eso qué importa?, igual es un mediocre y un miserable.

---- Por algo ha de beber así, dice Mario, tenía una expresión de pena.

---- ¡Y cómo no! Imagínate, tiene un trabajo mo-nótono y miserable en la oficina, los compañeros le hacen la grilla todo el tiempo, el jefe se lo trae jo-dido. No gana lo suficiente y está lleno de deudas. En su casa lo espera una vieja fea y amargada que todas las noches le echa bronca, pidiéndole más di-nero, los hijos solo lo quieren para pedirle cosas, pues les importa un pito sus esfuerzos. Yo no nada más bebería, sino que ya hubiera matado a todos los cerdos que me hacen la vida miserable y des-pués me hubiera suicidado.

---- No es para tanto, contestó Mario. Yo creo que la causa es más profunda que eso.

---- Ya vas a empezar con tus teorías monjiles.

--- No es eso, pero piensa, ¿cómo es que un hom-bre así, hecho y derecho, que no le va mal en la vida, bien vestido, incluso con estudios, cae de esa manera?

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---- No moralices como vieja quedada. Está har-to de su pinche vida y quiere darle alegría al cuer-po. Ya se le pasará y a seguir trabajando como bu-rro para sacar adelante a su pinche familia que ni lo pela.

---- Pero se ve que ya lleva varios días así.

---- Mejor que mejor, una pequeña satisfacción por tantos malos ratos. Mañana se quita la cruda y a seguir sufriendo.

---- Podría ser mejor, eso solo empeora su si-tuación.

---- Y a ti qué chingaos te importa, re cabrón, dime, ¿Qué carajos puedes hacer tu para cambiar su vida, o al mundo que produce borrachos y des-graciados? ¡Nada!

---- Todo es causa de la ignorancia, de la estu-pidez, del vacío interior. Lo primero sería que el hombre, que el individuo, cambiara por dentro, que deseara ser mejor, evitar la degradación.

---- Estás equivocado, el hombre no quiere ser mejor, ya te lo he dicho, el hombre sólo quiere di-vertirse y tener un chingo de dinero para darse sus

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gustos y pasársela a toda madre. Y si no puede, pues se frustra y se emborracha, cuando menos, una vez a la semana, ¡y hace bien, qué carajos!

---- ¿Pero no te das cuenta de que es una cues-tión social? Quiere tener mucho dinero porque es lo que le inculca el capitalismo. Es desgraciado en su trabajo porque está enajenado y no tiene que ver con sus aspiraciones verdaderas, es infeliz porque es explotado y por más que trabaja no sale de peri-co perro, su familia no lo quiere porque la sociedad actual está acabando con los valores familiares.

---- ¿Y qué quieres que yo haga? Quieres hacer la revolución, ¿para qué? ¿Para que los que ganen se encaramen en el poder y sean ahora ellos los que exploten a los demás? No gracias.

---- Yo creo que es una cuestión de consciencia, de cultura, de organización y democracia verda-dera. Si los ciudadanos tuvieran cultura y con-ciencia no dejarían que los gobiernos pusieran el mal ejemplo, robando y corrompiendo a todo el mundo. Si tuvieran conciencia política, se orga-nizarían y protestarían, en mítines, manifestacio-nes, organizando un verdadero partido democrá-tico. Les falta la práctica social, están encerrados en su vida particular.

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Blanco y Negro

---- Estás soñando, qué cultura ni qué concien-cia, ni qué la chingada. La pobre gente no tiene tiempo más que para chingarse, de lunes a sába-do, toda su vida, para vivir como esclavos y diver-tirse lo que pueden en sus días libres. ¿Y cómo? Pues chupando, cogiendo, bailando, drogándose, qué se yo. ¿A qué hora quieres que se cultiven y adquieran conciencia? Estás loco. Además, ¿para qué quieres que hagan manifestaciones? ¿Para que los repriman? ¿Crear un partido verdadera-mente democrático? ¿Quiénes? No los dejarían, además, los que hicieran un nuevo partido sería para tener un cacho del hueso, no para luchar por la gente. No todos tienen la vida resuelta como tú y todos los intelectuales de mierda que los man-tiene su familia o el mismo gobierno. Tú tienes tiempo de sobra para leer y adquirir conciencia y cultura porque no te tienes que chingar en una oficina o en una fábrica, ocho horas diarias, una hora para comer y dos horas para el transporte, toda tu pinche vida. El tiempo libre que te queda, lo último que quieres ver es un puto libro. Lo que quieres es empedarte.

--- Porque esos son los hábitos que te inculca la misma sociedad, el sistema. Puedes usar tu tiempo libre en educarte. Un libro cuesta lo mismo o hasta menos que una borrachera.

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---- Sí mi amigo, estoy de acuerdo, esos son de-seos muy bonitos, muy morales, muy didácticos, pero irreales. El mundo es duro, los hombres son todos unos canallas, o unos jodidos mediocres. El más listo o el más fuerte triunfan. La gente co-mún y corriente es mediocre hasta el tuétano de sus huesos y no quiere cultivarse, ni educarse, ni adquirir conciencia, ya tienen bastante concien-cia de la chinga que se paran. Lo que quieren es vivir bien, divertirse como enanos, sacarle prove-cho a las situaciones, transar, robar si es necesario, corromperse, qué chingaos, pero tener suficiente dinero para gozar de los placeres de la vida y no para luchar por un mundo mejor. Yo vivo mejor, los demás que se jodan por pendejos. Vives en un mundo podrido, ya te lo he dicho, y tú eres dema-siado ingenuo y bueno. Te va a cargar la chingada.

---- Pues a pesar de eso yo sostengo que pode-mos vivir mejor, ser mejores, ser, en vez de tener. Privilegiar lo espiritual sobre lo material, pensar en la comunidad y no sólo en mi yo egoísta. Poli-tizarse. El mexicano es muy apolítico, indiferente.

---- Pues estás en contra de lo que inculca este pinche mundo capitalista. Completamente al re-vés. Todos, entiéndelo, ricos y pobres, explotados y explotadores, cultos e ignorantes, honestos y corruptos, conscientes e inconscientes, todos, son

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unos hijos de la chingada despreciables, incluyén-dote tú con tus sueños guajiros. Y yo, desde luego. Por eso lo más justo, lo más inteligente, es mandar al mundo a la chingada, despreocuparte de los de-más pendejos y gozar la vida lo más que puedas y después reventar, como todos hemos de reventar un día. Por eso son apolíticos.

---- No, David, no. ¿No ves que pensando así sólo puede empeorar la situación tuya y de los de-más, de la sociedad, del mundo?

---- Me vale madres el mundo, pendejo, mien-tras yo la pase lo mejor que pueda mientras viva, el mundo me importa un pito y se puede ir a chingar a su madre.

Callaron. Se van acercando al barrio de los Cho-chos Plus Band, al mismísimo corazón del infier-no, que es un paraíso para personas como David, piensa Mario, que tristemente cavila que si todos pensaran como su amigo, sería imposible cambiar el mundo, el orden de las cosas. Aunque quizá ten-ga razón. Está consciente de que es el mismo siste-ma social el que provoca seres pensando así, y que cada día son más, y desespera de que la humani-dad algún día logre una sociedad justa, igualitaria, sin explotación ni corrupción. Incluso duda de que la humanidad sobreviva como tal mucho tiempo.

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Piensa en Raúl y sus análisis de la realidad actual, en los que postula la creación de un partido que lu-che por una verdadera democracia, es más, no sola-mente un partido, sino candidatos independientes, sin partido. Raúl le dijo: “Ciudadanos honestos, probados, que aglutinen a las masas despolitiza-das. Ya no la lucha por el socialismo, desacreditado y bastardeado por los rusos y cubanos. Tampoco el capitalismo neoliberal, deshumanizante y destruc-tor del hombre y la naturaleza. ¿Qué, entonces? Sólo verdadera democracia, popular, participati-va. Algo así como un pluralismo democrático. Una tercera vía, y la lucha ecológica, que será la última lucha, pues si esta se pierde, te llamabas”. ¿Sueños guajiros, como dice David, o una necesidad im-periosa? Por algo se tenía que luchar, no se podía vivir con los brazos cruzados entrándole solamen-te al consumismo mercantilizante, comandante, y fíjese que hace casi cuarenta años estos temas no estaban de moda ni abiertamente sobre la mesa. Mario se siente agobiado por la realidad. Pero en fin, se sobrepone y recobra su optimismo juvenil y ya su pensamiento corre hacia Enrique, al que por la fuerza le sacará más datos sobre el paradero de Celia, a la cual, más que nunca, necesita ver. Irá a la fiesta y verá cómo se divierte la gente “miserable y canalla” como dice David, cómo en una noche tratarán de compensar toda una vida de infortunio y trabajo de mulas, cómo todas las fuerzas comba-

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tivas se disipan en una borrachera. Y averiguará de una vez quién es y dónde vive la tal tía Simón.

David, por su parte, va mascullando maldicio-nes, enojado con su amigo, al que quiere por noble y bueno, por ingenuo e idealista, pero al que des-precia por pendejo e irreal, por cándido. Compren-de que Mario tiene razón, y que él es un canalla redomado, amargado, pero también comprende que pensar como Mario sólo puede acarrear des-gracias y que la gente abuse de él, o en el mejor de los casos, que se le rían en las narices. Y se reafirma en su decisión de separarse, de cambiarse de casa. No puede ver más que otro ser querido sea des-truido por bueno, por noble, por ingenuo, como le pasó a su madre. No, para nada, que chingue su madre el mundo. Él no puede ser como Mario y como su madre. Ni madres. ¿Y por culpa de quién? Pues por culpa de ese mismo mundo al que Mario quiere mejorar, y al que él odia, sin darse cuenta de que ese odio es un reflejo de su odio a sí mismo. Ya se escucha la música de cumbia saliendo de la vecindad, ya se oye el alboroto.

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La vecindad se ha vestido de fiesta nuevamen-te. Otra vez los farolillos amarillos y naranjas cuel-gan de cordeles estirados de pared a pared. Los

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adornos de quinceañera han sido sustituidos por adornos de boda: azahares blancos y coronas con flores. Listones de colores cuelgan de las ventanas del piso superior y de los barandales. En el patio, la mesa de honor está de nuevo al fondo y el pastel de bodas luce cremoso a un lado. Sillas plegadizas de metal se alinean contra las paredes rodeando el patio. La música de cumbia sale de la vivienda de los amigos del 10. En otra mesa lateral, las bebidas y los refrescos, así como los “pomos” y los hielos, están dispuestos para que los invitados a la boda se sirvan lo que quieran. Y así lo hacen, ni tardos ni perezosos. Algunas parejas bailan en el centro del patio, que ha sido barrido y trapeado. Todo por obra y gracia de los Chochos Plus Band. Hasta la cena, que servirán unos meseros cochambrosos en las rodillas de los asistentes, está lista en una de las viviendas. Hay gran animación y sólo se espe-ra a los novios, que están cambiándose dentro de la vivienda de Gerardo, después de haber asistido al Registro Civil para recibir la amonestación de Melchor Ocampo y firmar en el libro de registros. Marta y María acompañaron a Edgar, y la madre de Gloria, acompañada de una de sus hermanas mayores, fueron testigos de parte de la novia. Su padre no pudo venir, pues seguía enfermo. Llega-ron los mariachis, se les dio la señal de tocar y las dianas estallaron cuando la pareja enamorada sa-lió al patio, al tiempo que Mario y David entraban

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en la vecindad. Tronaron los aplausos y al grito de “vivan los novios”, volaron los confetis y las ser-pentinas. Y la gente se agolpó, unos para abrazar a los novios y otro en la mesa de las bebidas, para preparar los brindis.

Y hubo brindis, desde luego. Gerardo tomó la palabra en nombre de los recién casados y pidió por su futura felicidad y mejor vida, comprensión, cari-ño, respeto y quien sabe cuántas cosas más, en un discurso un poco farragoso y deshilvanado. “Brin-do por los novios, dijo, y salud”. Y todo mundo se enfrascó en un brindis que duró toda la noche.

David, después de felicitar a los novios, con un abrazo, se metió a la vivienda de Gerardo para darse un toque como Dios manda. Hizo funcionar la chimenea, y cerró la puerta. La música ya había sido sacada al patio. No es que se escondiera, pero como en la fiesta había señoras que habían conoci-do a su madre, no quiso causar murmuraciones. Se forjó un toque celebrativo, del tamaño de un puro y empezó a fumar. Pero no pasó mucho tiempo cuando el Pastillas y Guicho, adivinando lo que sucedía, se metieron también a la vivienda y parti-ciparon de la celebración ritual.

Mario, que quería acercarse a Edgar para feli-citarlo, pero que no podía, por la gran cantidad de

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gente que se acercó para abrazarlos, se sentó en una silla junto al pastel y ahí se quedó observan-do aquel ambiente extraño para él y haciendo sus notas mentales. ¡Por fin, ahí estaba, en el corazón del pueblo, en el centro de la realidad real! Se daba cuenta de que aquella realidad le daba muchos materiales para su futura obra y no perdía detalle. De pronto, en uno de sus giros, Edgar lo vio, ahí sentadito como niño bueno y sintió gran alegría, le dijo a Gloria que iba a saludar a un amigo y se fue con Mario.

Este, al verlo venir, se puso de pie y se abra-zaron con mucho gusto. Ambos recordaban sus tiempos de la secundaria y la prepa, añoraban el tiempo perdido, pasado, verdaderamente vivido y recobrado al fin (no sé a qué obra me recuerda esto, comandante), y festejaron el gusto de verse con un brindis celebrante. Desde que se encontraron la otra noche, cuando Ramón lo iba a golpear, no ha-bían tenido tiempo de platicar ampliamente, como quisieran, y prometieron hacerlo uno de estos días.

---- ¿Cómo te sientes, le preguntó Mario, son-riente, feliz?

---- Más bien asustado, compadre. No sé exacta-mente en qué lío me he metido.

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---- ¿Pero contento?

---- Pues sí, aunque algo empaña mi alegría, ¿sa-bes?, y es mi madre, que no me la puedo quitar del pensamiento, encerrada allá, en el maniquiur, en la casa de la risa. No sabes cómo me duele.

---- Me lo imagino, le contestó Mario, pero piensa que ahí está mejor que en su casa. La atienden los médicos, las enfermeras. Incluso tal vez la curen.

---- ¿Tú crees?

Gloria llegó para llevarse a Edgar y este le pre-sentó a Mario. “Un amigo del alma, de otros tiem-pos. Él no es de la banda, ni del barrio. Es de bue-na familia”, dijo. Gloria lo saludó: “mucho gusto”, observándolo rápidamente, y se llevó a su marido a saludar a sus amigas de la pensión, que ya le ha-bían echado el ojo a Mario y comentaban de él en-tre ellas, muy animadas y pizpiretas.

Mario se quedó solo nuevamente y buscó con la mirada a David, pero se había esfumado. Debía es-tar en algún rincón, pensó, dándose un toque. Los amigos del 10 rondaban por todos lados, bailaban, tomaban, reían, volvían a tomar, cantaban y de vez en cuando se metían a la vivienda de Gerardo para

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salir más alborotados que como entraron. Ahí de-bía estar David, pensó Mario. En eso, divisó a En-rique, su cuñado, o ex cuñado, quién sabe, que se estaba preparando una cuba y fue con él.

---- ¿Qué tal Enrique, cómo estás?, le dijo a este, que de momento se sobresaltó.

---- ¡Ah!, eres tú. ¿Cómo te va?

---- Yo bien, ¿y tú? ¿Disfrutando de la fiesta?

---- Pues se hace lo que se puede.

---- No he podido dar con tu hermana, le dijo a bocajarro, ¿ya sabes algo de ella?

Enrique se quedó pensativo un momento, y aunque su hermana le había pedido no decirle nada a Mario, concluyó que el chavo era buena onda y le convenía a su hermana, que ahora es-taba más sola que nunca, en peligro; era mejor que se encontraran y que Mario, que la quería, la ayudara.

---- Sí, mi buen, ya la vi y sé donde está. Como te dije, está en casa de una tía, la tía Simón. ¿Tienes una pluma y papel? Te voy a apuntar su dirección.

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---- Eso era todo mi cuate, le dijo Mario, al que le había brillado de nuevo el alma, encendiéndose de nuevo su corazón palpitante.

Las amigas de Gloria, que también habían bai-lado de lo lindo, reído y tomado bastante, incluso Norma se había deslizado al cuarto de Gerardo, con David y Matilde, que ya estaba colgada de su brazo, para darse un toque, se llevaron aparte a Gloria y la interrogaron a fondo acerca de aquel muchacho que saludó Edgar.

---- Está guapísimo, dijo Susana.

---- Y muy distinguido, dijo Gertrudis.

---- ¿Cómo se llama?, preguntó Juanita.

---- No sé nada, les dijo Gloria. Sólo sé que se llama Mario y que fue compañero de Edgar en la secundaría y la prepa, que es de muy buena fami-lia y creo que hasta es rico, o algo así. Es dueño de miles de empresas y de fábricas. Se quieren mu-cho, él y Edgar.

---- ¿Y tiene novia?

---- Creo que sí, algo me platicó Edgar, pero es-tán peleados y él la anda buscando.

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---- ¡Qué romántico!, dijo Gertrudis, ¿por qué no me toca uno así a mí?

---- Si tú, chucha, le dijeron todas a coro.

David salió al patio, la vivienda número 10 se quedó vacía y toda la banda de los Chochos Plus Band en pleno se puso en plan de fiesta, motivados por los chochos, la coca, la mota y el alcohol, feste-jando al bueno de Edgar que se casaba y que, mal-dito sea, había abandonado la banda, motivo por el cual ya le habían dado su despedida honoraria, a base de zapes, pamba, tunda y patadas, y, en una palabra, sacudiéndole la badana. Ahora estaban contentos y había que festejar. David bailaba muy amartelado con Matilde, Guicho con Juanita, el Pastillas, empastillado, con Gertrudis, Susana con la Negra, que había salido de su escondite después del pleito callejero de marras en que mató a José, pandillero de otra banda, y Norma con Gerardo. Mario, sólo, miraba todo fascinado y bailó con una vecinita que no se aguantó más y lo sacó a bailar. Incluso Enrique, serio de por sí, rencoroso y recon-centrado, se animó y sacó a bailar a otra vecinita que estaba como para chuparse los dedos.

Pasó el tiempo y la cena estuvo lista. Los me-seros cochambrosos pero muy dignos salieron al

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patio cargados con las viandas, la gente se sentó en sus sillas plegadizas, con sus platos en las rodi-llas y los meseros fueron pasando sirviéndoles la comida, todo en un mismo plato, para ahorrarse tiempos y movimientos, al fin y al cabo que, co-mandante, todo se va a revolver en el estómago. Le bajaron a la música y todo mundo se puso a cenar. Mario pasó sin ver.

Después de la cena, muy animada y comentada por lo sabroso, las familias se fueron retirando, las señoras despidiendo, los señores, que se querían quedar con la muchachada fueron desalojados por sus mujeres con más o menos buenos modos, y sólo quedó en la pista, digo en el patio ahora lleno de confeti, basura y platos desechables bajo las si-llas, los muchachos de la vecindad y los miembros borrachos y pachecos de los Plus Band. Entonces se volvió a poner la música a todo volumen y la fiesta fue sustituida por el reventón. Se despidió a los novios, que se iban a Acapulco de luna de miel, cortesía del papá de Edgar, que no fue a la fiesta pero sí aflojó el billete, y todo el mundo empezó a tomar en serio. Mario se dispuso a marchar, pero David le dijo que se esperara un rato y se iba con él. Las muchachas de la Costeña se jalaron un rato a Mario a sus dominios y bailaron con él cada una hasta que al pobre le empezaron a bailar los ojos. Todos estaban muy felices.

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Pero, y no podía faltar el pero, comandante, se recordará que la vecindad de los Chochos Plus Band era de doble patio, y por lo tanto, tenía una salida por atrás, que daba a una calle aledaña, de manera que mucha gente pasaba por ahí, evitan-do dar toda la vuelta a la manzana. El caso es que unos chavos de otra banda, atraídos por la fiesta, y viendo que ya nada más quedaba la pura chaviza, se metió por esa entrada y quiso participar de la bebida y la botana, gratis y sin ser invitados. De momento, su presencia pasó desapercibida, pero al poco rato Guicho empezó a ver caras descono-cidas, o mejor dicho, muy conocidas, pero de otra banda, y dio la voz de alarma. Al instante los Cho-chos Plus Band, a pesar de estar hasta las manitas, se pusieron en pie de guerra y, comandados por la Negra, se apresuraron a correr a patadas a los ex-tranjeros. Estos reaccionaron con valor y entereza y se armó la madriza generalizada. Las muchachas corrieron y chillaron despavoridas, los muchachos de la vecindad, ajenos a bandas y pleitos, corrie-ron a esconderse a sus viviendas. Volaron mesas y sillas. Pedazos del pastel cruzaron los aires. Da-vid escondió a las chicas en la vivienda de Gerardo y estas se quedaron fascinadas por lo que vieron adentro, drogas y marihuana por doquier, la chi-menea funcionando, y lo que es peor, la trampa de-bajo de la mesa abierta: armas, cuchillos, pistolas.

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Afuera la pelea arreció, pero los invasores fueron por fin repelidos y echados a las calle. Entonces uno de ellos se acercó a la Negra y le dijo:

---- Pinche Negra, chinga tu madre. Ora si vas a ver, puto. El José, al que apuñalaste el otro día, ya murió, y la tira anda sobres de ti.

Mejor dicho, usted, comandante, ya andaba de-trás de la Negra y de toda la banda, y ya hasta tenía su plan. ¿Quién lo iba a decir?

La banda extranjera salió huyendo y la banda regresó a la fiesta desecha y revuelta para sacar a las muchachas de la vivienda número 10 y llevar-las a su casa. La fiesta había terminado y Mario lo observaba todo como un investigador implacable. Acompañó a David y la banda a dejar a las mucha-chas a la pensión. Sin saberlo, estuvo a unos metros de Celia, que dormía en su cama, y se fueron para su casa. En el camino de regreso, fueron comentan-do los incidentes de la fiesta y Mario lo interrogaba sobre detalles concretos destinados a su libro.

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Unos días después de la fiesta por la boda de Edgar y Gloria, una mañana soleada y muy her-mosa, limpia y cristalina, Celia fue a buscar a su

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hermano Enrique a la vecindad de los amigos del 10, pues Norma le había dicho que ahí vivía su hermano. Además, estaba inquieta y aún alarma-da, pues las muchachas, sin saber quién era y qué lazos tenía con ella, le hablaron con mucha emo-ción de un tal Mario, joven guapo y distinguido, que habían visto en la fiesta, incluso habían bai-lado con él. Era amigo de David, el de Matilde. Celia no podía dudar de que se trataba de Mario, de su Mario. Y ahora quería saber, entre otras co-sas, si habló con Enrique y de qué. Porque, ¿qué podría estar haciendo Mario ahí, cuando pertene-cía a otro mundo? Sabía que era amigo de Edgar, de la secundaria y que vivía con David, pero no se podía imaginar que le gustaran esas fiestas y esos ambientes tan bajos y miserables.

Encontró a Enrique en la vivienda número 10, en la que ya estaba viviendo, además de Edgar, Ra-món, que se había ido por fin de su casa, peleado con la familia de su esposa después de la paliza que le puso a ella y a Denis. Estaba mucho más contento. Le había votado en la cara el taxi a su suegro y mandado a todos mucho a chiflar a su flauta. Ahora manejaba uno de los nuevos “pese-ros”, taxis normales en los que metía a toda la gen-te que cabía y les cobraba un peso. La ruta era fija y el pasaje seguro.

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Celia llegó, tocó y Gerardo, que aún no se ba-ñaba ni arreglaba, llamó a Enrique. “Aquí te busca una señorita muy bonita, le grito, que dice que es tu hermana”. Enrique salió apresurado y con ale-gría saludó extrañado a Celia, con la que se fue a platicar unos metros más allá, cerca de la pileta, entre tendederos, ropa a secar, y mujeres greñudas lavando ropa.

---- ¿Qué bueno que te encuentro manito, le dijo Celia, fíjate que Norma me contó que se enteró que aquí vivías, la otra noche, en la boda. Qué bueno, porque así vamos a vivir muy cerca.

---- A ver a ver, barájamela más despacio.

---- Si hombre, ¿no te acuerdas que el otro día, en el mercado, te dije que vivía en una pensión para señoritas? Pues es la misma en la que vive Norma y todas las muchachas que son las meseras de “La Costeña”, el restorán de mariscos. Estuvieron aquí en la boda.

---- Uy, pues ya se me había olvidado, no me cayó el veinte. Yo me quedé con la idea de que to-davía estabas con la tía Simón. Sí, ese restorán to-dos lo conocen y a las chavas de ahí, las meseras, ya los chavos de la banda les andan fajando

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---- Ay manito, que atarantado estas. Norma es mi amiga de la secundaria y vivo provisionalmen-te con ella. La dueña del restorán, que es la misma que de la pensión, a petición de Norma, decidió ayudarme un tiempo viviendo ahí sin cobrarme nada. No me pudo dar trabajo en el restorán por-que no tiene vacantes, pero me dio facilidades para que busque trabajo en otro lado y entonces sí le pa-gue por el hospedaje. ¿Ya entendiste?

---- Ah, pus sí, ahora sí. Pero oye. Te noto muy páli-da, muy delgada. Estas toda fregada, ¿te sientes bien? ¿Comes bien? Ya no fumes tanta hierba. Cuídate.

Celia sonrió y bajo la cabeza, como avergonzada.

---- Estoy bien, pero últimamente me he sentido algo triste, como cansada, sin ganas de nada. Lloro sin motivo, ¿sabes? A veces me aburre y me fastidia la vida. Tal vez sea por lo que pasó en la casa con mi mamá y mi papá. Y también extraño a Mario.

Enderezó la cabeza y los ojos le brillaron de emoción.

---- ¿Lo has visto, verdad? La otra noche, en la boda. Las muchachas me dijeron que vieron a un muchacho nuevo, que venía con David. Tiene que ser él.

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---- Sí, lo vi, aquí estuvo. Vino con David a la fiesta. Últimamente viene más seguido por aquí. Te anda buscando: si hubieras venido con Norma, te lo habrías encontrado.

Celia se queda asombrada de las casualidades de la vida caótica.

----Fíjate, no vine porque me sentí mal, estaba deprimida. Y vaya que si las muchachas me insis-tieron mucho. Estuve a punto de animarme. Pero mejor así. No quiero verlo, manito, estoy muy ape-nada con él y me moriría de vergüenza de verlo. ¿Qué te dijo?

Enrique se la quedó viendo un rato fijamente, como queriendo ver dentro de su alma.

---- Ya te dije, te anda buscando. Supone que yo sé dónde estás y sí, le dije que estabas con la tía Simón y le di la dirección. Pero mira cómo son las cosas. Ahora no te va a encontrar. Y la tía simón, ¿sabe dónde vives?

---- No. ¿No te dije el otro día que me salí sin avisarles nada, sólo les dejé una nota y me robé el libro de Madame Bovary?

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---- Ah, sí, ya recuerdo…

---- Oye, el que debe de fumar menos mota eres tú. Todo se te olvida.

---- Es que yo también estoy sacado de onda por lo de la casa. Pero ya se me pasará. El caso es que no te va a encontrar. Y otra vez va a venir aquí a preguntarme.

Celia se quedó un momento pensativa, como imaginando quién sabe qué cosas hipotéticas.

---- No le hace, mejor. Te digo que no quiero verlo. Al contrario, quiero olvidarlo. Buscarme in-cluso otro novio. Me porté muy mal con él y no se lo merecía. No tendría ya cara para verlo frente a frente. Fíjate, hasta me pidió que me casara con él. Y yo lo estuve engañando gacho todo el tiempo. No le dije que fumaba mota, ni que a veces salía con otros chavos, y que me aburría de lo lindo en sus museos. Hasta que se lo solté todo de sopetón. Pobre, estaba pálido como un muerto.

---- Pues yo ya cambié de opinión. Me parece un buen chavo para ti. Te convendría volver con él. Es de buena clase, tiene dinero y futuro, educa-ción. ¿Qué esperas encontrar por aquí?, puro ma-

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lora. Pero ni modo, ahora ya no te va encontrar con la tía. ¿Y si vuelve? ¿Qué le digo? Porque dime la verdad, tú lo quieres, ¿no?

---- Sí, con toda mi alma. Pero no puede ser. Si vuelve dile que no me has visto y listo. Ya se me olvidará. Aunque me duela en el alma.

---- Bueno, si eso es lo que quieres…

Celia se secó una lágrima furtiva que se le había escapado y sonrió de nuevo.

---- Bueno manito, ya me voy. Tengo que ir a buscar trabajo. No puedo estar de arrimada y sin un centavo. Ya sabes donde vivo.

Se despidieron, Celia se fue a buscar trabajo y Enrique volvió a la vivienda de Edgar, todo sacado de onda. Los demás empezaron a decirle cuñado por aquí, cuñado por acá, hasta que se le quedó así, “El cuñado”.

Esta es más o menos, comandante, la historia de mi amor perdido y a punto de ser reencontrado, y de qué manera.

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Una mañana, días después de que Enrique le diera la dirección de la tía Simón, Mario fue a su casa, con la seguridad de ver a Celia y poder, al fin, hablar con ella. Iba con la ilusión de su amor reno-vado y ya se imaginaba toda una escena de recon-ciliación y de un futuro amplio y limpio como un paisaje despejado, con las montañas azules a lo le-jos y el cielo luminoso salpicado de nubes blancas y algodonosas. Todo iba a ser felicidad. La mañana era encantadora, las personas que caminaban a su lado eran hermosas, y hasta el humo de los autos y la basura de la calle eran agradables. Su pecho se henchía de amor.

Claro, primero tenía que tranquilizarla, ha-ciéndole comprender que la perdonaba, que no le guardaba rencor por las confesiones funestas que le hizo el día de su cumpleaños. Quería ex-plicarle que esos arranques son errores de la ju-ventud, si es que se pueden llamar errores y no exabruptos debidos a las presiones y la inexpe-riencia de la vida. Salir con otros muchachos no tenía nada de malo, entre ellos no había ninguna relación formal que se tuviera que respetar, y el anillo de compromiso aún esperaba en el cajón de su escritorio para cuando se lo quisiera po-ner. Y en cuanto a sus vicios, era cosa de la épo-

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ca, de la moda. Se vivía en estos años una furia de liberación juvenil, que se desataba con fuerza de una educación tradicional férrea y absurda, en la que todo era pecaminoso y malo, ejercida por padres obsoletos y caducos. La liberación sexual. Con voluntad y cariño él la ayudaría a dejar todo eso.

Lo que le interesa saber, lo esencial del asun-to, era si ella lo quería o no, pues si no era así, no había nada que hacer y él se retiraría silencioso y prudente, aunque se le hicieran garras el corazón y todas las tripas de paso. Pero algo en su interior le decía que ella lo quería y que volvería con él y entraría por el buen camino.

Con el alma en un hilo, con el corazón en la cuer-da floja, llegó a la puerta de aquella casa y tocó. Sa-lió a abrir una muchacha, la sirvienta, según todas las apariencias y le preguntó qué quería. Él le dijo que buscaba a Celia, que era su novio y quería ver-la. Lorenza lo miró de pies a cabeza, recorriéndolo con la mirada, como tasándolo y clasificándolo en un avalúo, sonrió ligeramente y le abrió la puerta para dejarlo pasar. Le iba a decir algo, tal vez que la señorita ya no vivía ahí, pero se contuvo y sólo le dijo que lo esperara ahí, en el recibidor y se fue a llamar a la señora.

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En el recibidor, mientras espera, se pone a ver las múltiples fotos que hay ahí, primorosamente enmarcadas y colocadas en la pared, que repre-sentan, sin lugar a dudas, familiares de diferentes épocas, unas a color y otras en blanco y negro, muy antiguas unas y bastante recientes otras, al pare-cer. Una variedad de abuelas, tías, muchachas y muchachos, señores y señoritos, diferentes modas, peinados, unas en el lugar de la acción y otras de estudio, mucho más viejas, con atuendos de prin-cipios del siglo. Miraba sus caras sonrientes, sus rostros adustos, sus caracteres. Había algunas mu-chachas muy bonitas y algunos lechuguinos dis-tinguidos, y uno que otro lagartijo pomadoso. En eso estaba cuando llegó a saludarlo la señora y él fijaba la vista rápidamente en una foto en la que le pareció, cosa absurda, ver a su padre, muy joven, acompañado de una muchacha a la que no pudo distinguir. Hubiera querido detenerse más tiempo en la foto, pero la tía Simón en persona ya estaba ahí, saludándolo y pidiéndole que pasara a la sala. No, no podía ser, seguramente era alguien pareci-do. Olvidó ese dato y siguió, saludando, a la seño-ra a la sala.

La estancia estaba arreglada con gusto, muy clase Narvarte, aunque modesta, decorada con va-rios cuadros de todos tamaños, entre los que había algunas reproducciones de pinturas famosas, entre

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ellas, algunas de Van Gogh, en Arles, que estaban de moda y se veían por todas partes. Se sentaron y empezó la plática.

---- Me dice la sirvienta que tú eres el novio de Celia y que vienes a buscarla.

---- Así es, señora, mi nombre es Mario Bra-camontes, y vengo a ver a Celia. Como ya debe saber, desde que hubo un pleito familiar en su casa, ambos hermanos se fueron a vivir a otro lado. Yo le perdí la pista, pero me enteré por En-rique que Celia estaba aquí, refugiada, por así decir, con usted.

---- Estaba, joven, estaba. Porque mi sobrina, que efectivamente se vino a refugiar en mi casa, como usted dice, después del suceso funesto que comenta, un buen día y sin previo aviso, nos dejó, se fue y sólo dejó una nota diciendo que se iba a vivir con una amiga, que no quería dar más mo-lestias. Y el caso es que no dejó ninguna dirección. Seguramente para resguardar su independencia.

Mario sintió, ante aquellas noticas, que el alma se le iba al cielo, y luego al suelo.

---- ¿Qué me dice usted?

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---- Lo que le digo. Y es una pena. Porque se ve de inmediato que es usted una persona decente y de valía. Celia, sabe usted, es una muchacha muy difícil, muy…complicada, para decirlo suavemente.

---- Sí, lo sé, señora, pero es una buena persona.

---- Sí, joven, lo es, pero tiene, desgraciadamen-te, malas costumbres y malas compañías, deficien-cias de educación, debidas, tal vez, y me está mal decirlo, a los problemas conyugales de mi prima, la mamá de Celia. En efecto, continuó la señora, que miraba fijamente a Mario y alternativamente se po-nía roja y luego pálida, con sus grandes anteojos de carey, su pelo peinado hacia atrás, rematado en un chongo, a lo monja. A Mario le recordó, de mo-mento, a doña Carmen, su casera. Es cierto, como dice, en el matrimonio de mi prima hubo siempre altibajos y al fin llegó el rompimiento. Como us-ted de seguro ya sabe, resultó que su marido tenía otra familia. Mi prima no soportó aquello y huyó de su casa. Ahora está en Puebla, con su madre y otra hermana, soltera, que vive con ella; y el padre, pues de seguro viviendo con su segunda familia, o primera, vaya usted a saber.

Se detuvo, como apenada, y bajó la cabeza, pero luego continuó:

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---- Desde luego, los muchachos deben estar afectados. Enrique debe haberse ido a vivir con unos amigos y Celia creyó encontrar seguridad conmigo. Pero aquí las normas de conducta son muy estrictas, joven, y ella está acostumbrada a hacer, y perdóneme, lo que se le da la gana. Segu-ramente extrañó su libertad y prefirió irse a vivir con una amiga mientras las aguas en su casa bajan y su madre recupera la ecuanimidad. ¿No lo cree?

---- Sí, seguramente fue eso, dijo Mario, que ya había recobrado la calma, puesto su alma en su lu-gar, y ahora pensaba en dónde carambas estaría. Y usted, me dice, no tiene ni idea de a dónde se habrá ido a vivir.

---- No señor, y eso, además, tiene muy afectada a mi prima, que está con el corazón en la boca. Si la encuentra, por favor, avíseme.

En ese momento bajó una muchachita muy bonita y alegre, muy sonriente y extrovertida que de inmediato fue a sentarse junto a Mario y le dijo a bocajarro:

---- ¿Usted es el novio de mi prima Celia?

---- Eso creo, le contestó Mario, es decir, sí, yo soy.

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---- Ah, pues ella lo quiere mucho.

A Mario le dio un brinco el corazón.

---- Ah, sí, ¿Y cómo sabes?

---- Pues porque ella me lo dijo.

Mario casi llora de alegría y hubiera interroga-do más a fondo a la niña si no es porque su madre la interrumpió.

---- Ella es Ana, mi hija, le dijo, perdónale por su imprudencia. Y niña, se saluda antes y no se pone uno a hablar así, de buenas a primeras con los des-conocidos. Vete a tu habitación.

---- Pero mamá…

---- Nada, te he dicho que te vayas, y antes des-pídete como la gente decente.

La niña se despidió de Mario y le dijo antes de irse que si veía a Celia le dijera que la viniera a vi-sitar, que la extrañaba mucho, y se fue.

Mario, por un momento, tuvo de nuevo una alu-cinación y podría jurar que aquella niña se parecía

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mucho a su propia madre, que también se llamaba Ana. Sacudió la cabeza y no supo qué pensar.

---- Pues bien, joven, así están las cosas, le dijo la señora, que unas veces le hablaba de usted y otra de tú. ¿Qué piensa hacer?

---- Seguirla buscando, dijo Mario resignado.

---- Pero qué, ¿ella no le ha hablado? Qué raro.

---- Es que, ¿sabe? Poco antes de que ocurriera el pleito en su casa, tuvimos un pleito nosotros tam-bién y rompimos, pero nada serio, desavenencias de novios.

---- Bueno, pues ya sabe. Si da con ella, dígame-lo para que tranquilicemos a mi prima, que ya de por sí está como loca pensando cómo va a recons-truir su vida.

---- Así lo haré, señora, esté segura. Con per-miso.

Se levantaron y la señora acompañó a Mario a la puerta. Este, antes de salir, dirigió una rápida mirada a la foto en cuestión y pudo jurar que los que estaban en ella eran, no sólo su padre, sino también su madre, seguramente en la época de su

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noviazgo, muy jóvenes aún. Quiso decir algo, pero la señora ya cerraba la puerta.

Mario tomó su camino y se fue pensativo, muy extrañado de que en esa casa hubiera una foto de sus padres, o por lo menos eso creía. Y además, aquella niña, podía decirse que era familiar de su madre, una hija o una sobrina. Se sintió muy raro, un escalofrió recorrió su espalda y se alejó de ahí muy escamado. Ya no le parecían tan primorosas la mañana, la gente y la basura.

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En una noche oscura y por añadidura nubla-da, comandante, una sección de los Chochos Plus Band, dirigida por la Negra, salió a entregar una mercancía prohibida a unos licenciados que tenían su despacho en el centro, a un costado del Zócalo capitalino. Llevaban el envoltorio muy bien escon-dido y simulado. La Negra, junto con Guicho, su-bió por elevador hasta la oficina de los tales licen-ciados, en un edificio antiguo, de aquellos viejos de los años cuarenta. La Negra entró a parlamentar con los tales, y estos, muy contentos de tener en sus manos el estimulante que necesitaban ansiosamen-te para estar en condiciones óptimas de esquilmar a sus clientes, le entregaron un dinero en un sobre y le confirmaron el siguiente pedido para dentro

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de un mes. La Negra bajó junto con el Guicho muy contento, los negocios de la banda iban sobre rue-das, y sobre elevadores, y sobre escaleras y sobre pasillos, a toda vela. Ya abajo, pensaron en pasar rápidamente a la cantina “El nivel”, que estaba cerca, y tomarse unos tragos para celebrar que la transacción había ido “a la de sin susto”. Pero no fue así, pues en el momento de atravesar la calle para recorrer todo el frente del Palacio Nacional, les metieron un sustote. Varios “dipos”, policías federales, de rostro siniestro, traje arrugado y olor a lavanda mezclada con alcohol y tabaco, los detu-vieron y les dieron el gran apañón. Pero mi coman-dante Villalobos, como usted sabe perfectamente, no iban por la banda sino por la Negra únicamente. Este, al verse cogido en las redes de la ley, discreta-mente y aparentando forcejear, le pasó el sobre con el dinero al Guicho, que de inmediato lo escondió.

---- No te resistas, pinche cabrón, le dijeron ama-blemente los policías, o te damos en la madre, en tu puta madre.

---- ¿De qué se trata?, preguntó ingenuo la Ne-gra, queriendo ganar puntos a su favor.

---- De un crimen, hijo de la chingada, mataste a un chavo y hay una denuncia contra ti, hecha por un tal Juan, mecánico. Ya te cargó la verga.

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---- ¿Entonces mis amigos se pueden ir?

---- Sí, que se vayan a la chingada, que ya les llegará su hora, bola de cabrones.

Ni tardos ni perezosos, Guicho y los demás di-jeron “patitas pa que las quiero”, y salieron a todo correr atravesando la plancha del Zócalo rumbo a su barrio querido, a dar el aviso a Gerardo.

Mientras tanto, a la Negra la llevaron a puro madrazo al interior de un auto oscuro, sin placas, “chocolate”, y de ahí a “los separos”, en la delega-ción, donde fue encerrado y puesto en espera de la consabida madriza de ley que no tardaría en llegar. O sea, el interrogatorio.

Por su parte, Guicho y los demás chavos llega-ron a la vecindad y sin más ni más aporrearon la puerta de la vivienda y entraron a decirle a Gerar-do y a David, que esa noche se quedaba a dormir ahí, como ya era su costumbre, lo sucedido. Esta-ban espeluznados, asustados y con los ojos salto-nes. Gerardo los calmó.

---- A ver, mis chavos, calma. No se me alboro-ten. ¿Se hizo la transa?

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---- Si, contestó todavía jadeante Guicho.

---- ¿Y la lana, la marmaja, la pachocha?

---- Aquí está, dijo Guicho sacando el sobre que traía escondido.

---- Viene.

Gerardo lo tomó, lo abrió, contó el dinero y enton-ces sí, les pidió que le contaran con calma lo sucedido.

---- Que apañaron a la Negra por el crimen de José, el chavo aquel de la banda de la Calzada. Un amigo suyo, Juan, el mecánico, lo denunció y ahora está preso.

---- Me lo temía, dijo Gerardo, pero no se preo-cupen. Para eso tenemos nuestros contactos con la policía. No podríamos operar, ni hacer ninguno de los “bisnes” que hacemos, si no fuera con la protec-ción policiaca.

---- Que para eso se lleva su tajada, dijo David.

---- Exacto, dijo Gerardo. Aunque aquí hay algo que me huele mal. Si el golpe viniera de nuestros cuates, ya nos habrían avisado. Me sospecho que andan sobre nosotros otros jefazos.

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---- Sí, dijo Guicho, a nosotros nos dijeron que nos podíamos ir, pero que ya llegaría nuestra hora.

---- ¿Lo ven? Alguien más, quizá otro coman-dante, nos quiere dar en la madre. Pero veremos. Por lo pronto, vete tú David, con Enrique, que casi no es conocido como miembro de la banda, y averi-güen qué pasó y cómo podemos liberar a la Negra.

David no dijo nada más, llamó a Enrique, que oía todo desde su catre y salió con él a buscar a sus contactos policiacos en la delegación para investi-gar como estaba la transa.

---- Seguramente tendremos que untarle la mano a algún nuevo polizonte, le dijo David a Enrique.

Mientras todo esto pasaba en la vecindad de la banda, la Negra pasó a ser “interrogado”. Es decir, lo metieron “al tambo”. Lo que significa que des-nudo, sólo con los calzones puestos, y amarrado de las manos, atrás en la espalda, fue golpeado hasta quedar sin aliento y después sumergida su cabeza en un tambo de petróleo, de los grandes, lleno de agua, hasta casi ahogarse, así una y otra vez.

La Negra, sabiéndose perdido, sabía que lo me-jor era confesar todo y después buscar la manera

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de que pudiera salir, gracias a los contactos de la banda, o lograr una sentencia reducida, alegando defensa propia o algo así. De tal manera que lo confesó todo. Pero aún así, los policías, sádicos de por sí, y tristes con su vida, ansiosos de diversión y esparcimiento, lo siguieron torturando.

Después de meterlo al tambo, todo mojado, lo sentaron en una silla y lo golpearon un rato para “calentarlo”; después, ya calientito, le metieron unos chiles por la nariz hasta casi ahogarlo con el ardor y el picor. Luego, para limpiarle la nariz, untada de chile, le dieron su “tehuacanazo”, o sea, un refresco Tehuacán, de gas, agitado y después dejado explo-tar en sus narices, con el consiguiente ahogo. Luego, más golpes, y al final, ya sin calzones, trajeron una cachiporra eléctrica y le dieron toques en los hue-vos, alias testículos, hasta que bramó como un toro. Los interrogadores estaban exhaustos y decidieron dejarlo en paz por el momento, ya se habían diverti-do y relajado bastante. Pero ya picados, decidieron, después de descansar, ir a buscar a otro preso para darle su sesión de interrogatorio. Arriba, los jefes se hacían de la vista gorda.

Mientras la Negra se divertía, comandante, Da-vid y Enrique contactaron a su amigo policía y este les explico que el comandante Villalobos, de otra sección, gran jefazo, estaba detrás de todo esto, y

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que había jurado acabar de una vez con los Cho-chos Plus Band. Se trataba de un policía honesto, incorruptible, que no aceptaba soborno alguno. David se preocupó deveras, un policía honesto es lo peor que les podía pasar, y era un caso verdade-ramente extraño y raro. Simplemente así no eran las cosas y el mundo no podía marchar como de-bía. Sin embargo, el comandante amigo les dijo que juntaran una buena lana, tal vez unos veinticinco mil pesos, y él vería qué podía hacer para liberar a su amigo, aunque fuera en libertad condicionada.

David y Enrique regresaron a la vecindad y se llamó a reunión de emergencia: Algo había que ha-cer para reunir ese dinero. Pero lo que preocupaba más a Gerardo y a David era que torturarían a la Negra no sólo por el asesinato en un pleito calleje-ro, sino que lo harían “cantar” acerca de todas las actividades de la banda, hasta tener los elementos necesarios para apañarlos a todos de una vez. Es-peraban y confiaban en que la Negra aguantaría.

Así es como usted, comandante Villalobos, les tendía el lazo a los amigos del 10.

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CAPÍTULO OCHO

(E-mail 46 a 51)

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Felicidad, la puta del barrio, era una santa, co-mandante. Desde muy joven resultó salerosa y muy jacarandosa, alegre, platicadora y coqueta. No era muy bonita, pero tenía personalidad. Era huérfana de padre y desde que murió el viejo, ella solita mantuvo a su madre, una mujer ya vieja, algo enferma, que no servía para nada y que se la pasaba todo el santo día en su vivienda, arreglan-do los vestidos de su hija que se iban poniendo viejos. Felicidad, como su nombre lo indica, era feliz a pesar de todo. No terminó más que la pri-maria, pues al ingresar a la secundaria se enamo-ró del maestro de literatura y los corrieron de la escuela a los dos. Le gustaban los hombres y así, poco a poco, cobrando en especie, un vestido un día, una comida otro, fruta para su casa, medici-nas para su madre, se fue haciendo del oficio, ale-gremente. Pronto se dio cuenta de que cobrar en

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dinero contante y sonante de una vez y en directo, era mejor y más sencillo, viviendo de eso. Confor-me creció, su clientela fue mejorando, trabajando en un cabaretucho del centro que le servía de pan-talla. Anduvo con licenciados y médicos, políticos y toreros y toda clase de fauna. Llegó a vivir muy bien, vistiendo muy galante, hermosa y grandota, fresca y rozagante, muy querida por todo el ba-rrio, pues no escurría el bulto para ayudar a los demás. A quien más, quien menos, a todos ayudó y sacó de algún lío. Era más santa que Santa, la de Gamboa, y no era ni ojerosa ni pintada.

Por la época en que ocurren los hechos que se relatan aquí, en esta imposible novela de la vida real, - imaginaria, pues ¿no es la realidad, en gran parte, imaginación? -, su estrella estaba decayendo. Llegó a trabajar en la calle, parada en una esquina oscura y después, convencida por la matrona de la casa de citas del barrio bajo, se fue a trabajar ahí. En ese lugar fue donde conoció al galán que estaba persiguiendo a Gertrudis, y que Matilde le “bajó” a la mala. Este tipo, al que llama-remos Rodrigo, para que no se quede sin nombre, no era un mal sujeto. Se interesó sinceramente por Gertrudis, pero Matilde, más experimentada y descarada, le picó la curiosidad. Lo cual, como ya vimos, ocasionó el pleito aquel en que tuvo que intervenir la Doña. Después Rodrigo conoció a Fe-

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licidad, la cual, a veces, andaba con los Chochos Plus Band y les daba servicio gratis, nada más por vacilar, y se prendió de ella como un perro de su hueso, dejando plantada a Matilde, que entonces se aferró de David, al cual, es bueno decirlo desde ahora, ya tenía harto. Pero Felicidad no es hueso de ningún perro y mandó a paseo a Rodrigo, que empezó a andar tras ella como su sombra, cayó bajo, se entregó de corazón a la bebida y se vol-vió, en una palabra, rufianesco. Ahora quería ser su padrote, le espantaba a los clientes y Felicidad, desesperada, tuvo que acudir con Gerardo para que los Chochos Plus Band se encargaran de Ro-drigo. Fue así como se enteró Matilde de las cosas y fue, malintencionada, con el chisme a Gertrudis, que era toda inocencia y simpleza, para hacerla sufrir y vengarse del regaño de la Doña. Estaban en la cocina, mientras Gertrudis lavaba la loza. (Digamos de una vez, para abreviar esta ya larga historia, comandante, que los Chochos Plus Band, al mando esta vez de Ramón, le dieron una santa madriza a Rodrigo y no volvió más a molestar a Felicidad, la cual les pagó el favor en especie).

Estaban, pues, en la cocina, cuando Matilde em-pezó a molestar a Gertrudis.

---- Tu novio es el padrote de Felicidad, la puta. ¿No sabías?

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---- No es mi novio y no es cierto.

---- No es tu novio pero ya quisieras.

---- Fíjate que no.

---- Claro que sí, pero ya ni modo, ahora le saca el dinero a Felicidad. Los dos tan contentos y tú de babosa.

---- Ya déjame de molestar. A ti qué te importa.

---- A esta le arde porque a la que plantó fue a ella, salió al quite Susana, así que no le hagas caso manita.

---- Y a ti, ¿quién te mete?, dijo amenazante Matilde.

---- Yo me meto sola, para defender a mi amiga, que sí es buena amiga, no como tú, que eres una desgraciada y más puta que Felicidad. Al menos ella cobra y da la cara, pero tú, mosquita muerta.

---- ¡Ah, sí!, dijo Matilde, pues ya verás lo que les pasa a las habladoras. Y se fue sobre Susana, que ya estaba en guardia, y empezaron las cachetadas y los manazos, los jalones de pelo y los rasguños.

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Gertrudis empezó a chillar y la mayora, queriéndo-las separar, acabó cacheteando a las dos. Se oyeron platos rotos y cacerolas estrellándose contra el piso y un jaleo que hizo que la madre Paloma dejara de rezar en su cuarto, sobrio como una celda de con-vento y la Doña dejara sus cuentas en su despacho y bajaran a toda prisa al restaurante para ver qué pasaba ahora. Los clientes estaban felices de que la comida fuera con espectáculo incluido y aplaudían y silbaban. Norma, Juanita y hasta Celia, que esta-ba buscando empleos en el periódico, arriba, en su cuarto, se juntaron en la cocina, y la batalla se hizo campal, volando por los aires, mojarras, camarones y tostadas de pescado. Por fin la Doña, la madre Paloma y Norma lograron separar a las peleoneras y se puso en claro que una vez más, Matilde había metido la cizaña.

---- No aguanto más, gritó la Doña, Matilde, te me largas ahora mismo.

Matilde, viéndose perdida, se puso como loca, hecha un escorpión y empezó a insultar a todo el mundo.

---- ¡Las odio!, gritaba, pero sobre todo a usted, señora, por santurrona, le dijo a doña Carmela, y a usted, madre Paloma, por sus malditos retiros es-pirituales. ¡Pero me las van a pagar todas juntas!

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¡Desgraciadas! Por fin la Doña, a base de bofetadas, y Norma, torciéndole el brazo, la sacaron de ahí y la llevaron al despacho, donde se desplomó en un sillón y no paró de llorar hasta que le liquidaron su dinero, y Norma y Celia le hicieron su maleta y la pusieron de patitas en la calle.

---- No crean que las cosas se van a quedar así, hijas de la chingada, les grito ya en la calle a las muchachas y las señoras que la veían desde la puerta, me voy a vengar. Por esta, se los juro. Y se fue mentando madres.

La Doña y las demás volvieron a sus puestos, todas acaloradas y molestas, les pidieron disculpas a los comensales y se reanudaron las labores. Pero faltaba una mesera. Entonces Norma habló un mo-mento con doña Carmen y esta, viendo a Celia, le preguntó: “¿Quieres tomar el puesto de Matilde?”, Celia dijo que sí de inmediato. “Pues que te den un uniforme y que Norma te diga lo que tienes que hacer” y se metió a su despacho y cerró la puerta.

Así es, comandante, como se van tejiendo y destejiendo nuestras vidas, por el puro azar y el accidente. Pues estos hechos habrían de tener las consecuencias que usted ya sabe y que lo metieron de lleno en esta historia.

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En la vivienda número 10 está reunida parte de la banda. Están deliberando cómo hacerle para conseguir el dinero necesario para sacar a la Negra de la cárcel, pero mientras piensan, Gerardo se for-ja un toque y lo rola. Ahí está Edgar, que ha pasado por un cartón que le prometieron y después se va rumbo a las mudanzas de su papá, donde trabaja. Ahora vive en la vecindad de Gloria, con el papá de ella y su mamá, los cuatro. Les comenta que ya va a ser padre. Gloria está embarazada.

---- Uy, mi cuate, pues qué, le dice Guicho, ¿se comieron la torta antes del recreo? Se acaban de casar.

---- Pues sí, dice Edgar, algo hay de eso.

---- Pues ya te chingaste, mi hermano, le dice Ramón, con voz aguardentosa y apestosa a mota, esposa e hijo, son una chinga. Si lo sabré yo.

---- Pues yo estoy feliz. Imagínense, un chavito.

---- O chavita, dice Gerardo, aguantando el humo del toque.

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---- No importa, dice Edgar, lo que sea es bueno.

---- Pues chavito o chavita, es una chinga, insis-te obsesivo Ramón.

---- Lo que pasa es que a ti te fue de la chingada, le dice el Pastillas, tu vieja te puso los cuernos, te quitaron el taxi, y hasta sin hijo te quedaste.

---- Sí, dice triste Ramón, mi pinche vieja me puso en la madre. Y mi suegro hasta me quiso meter un plomazo. Ahora vivo de nuevo con mi mamá, todo dado a la madre, y sin chamba. Pero qué buenos chingadazos le puse a mi vieja, y al pinche Denis, que todavía ando buscando para matarlo como a un perro, al desgraciado.

---- Mejor ni le busques, le dice Gerardo, no quiero a otro pendejo tras las rejas.

---- Las rejas no matan, dice cantando Ramón, pero si tu maldito querer…

Rolan el toque hasta que se acaba y entonces llega David con más de sus cosas, pues ya se está cambiando a vivir con Gerardo, para dejar sólo a Mario, en el departamento. Un viaje más, y se des-pide para siempre de su amigo intelectual.

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Blanco y Negro

---- ¿Qué pasó, banda? ¿Qué onda?

---- Pues aquí, pensando, le dice Gerardo. A ver cómo le hacemos para sacar a la Negra.

---- ¿Cuánto dinero juntamos?, pregunta.

---- Sólo diez mil, y con mucho pinche trabajo, y dejando la caja vacía.

---- Nos faltan quince mil, dice David.

En eso tocan a la puerta y el Guicho va a abrir. Habla con alguien y regresa.

---- Es la Matilde, le dice a David, que te busca.

---- Pinche vieja, dice David, ya me tiene hasta la madre. La voy a mandar a la chingada. A ver, que pase.

Entra Matilde, con cara sumisa, avergonzada, y a la vez con una chispa de malicia en la mirada.

---- ¿Qué pasó? ¿Qué te traes?, le pregunta Da-vid, brusco, con cara de fastidio.

---- Nada. Es que me corrieron de la pensión. La pinche vieja.

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Alfredo García Avilés

---- ¿Y yo qué chingados tengo que ver con eso? ¿Y por qué?, dice brutal David, hasta los cojones de la pinche vieja.

---- Por culpa de una mosquita muerta. Ahora vivo con una amiga, que es puta, amiga de Felicidad.

---- Ah, pues qué chinga. ¿Y qué quieres?

---- Nada, es que quisiera que me ayudaran a vengarme de la pinche vieja.

---- No cuentes con nosotros, que tenemos otros problemas más importantes, le dijo David, mien-tras los demás se hacían los desentendidos, forján-dose otro toque. Tenemos que sacar a la Negra de la cárcel y nos faltan quince mil pesos. Así que no nos estés chingando y vete a la tiznada.

Matilde, a la que la banda le importaba un pito, lo mismo que le importaba poco David, no se inmutó. Lo que quería era venganza, pues de por sí era una mujer de mala leche. Se quedó pensando y el rostro se le iluminó con una sonrisa celestial y diabólica.

---- Yo tengo la solución, dijo, y toda la banda se volvió a verla. Hasta se les olvidó prender el toque recién forjado.

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Blanco y Negro

---- ¿De qué hablas?, le dijo David.

---- De que son ustedes bien pendejos. Les vine a pedir ayuda y la que se las va a dar soy yo a us-tedes, culeros.

---- Habla claro.

---- Quiero venganza, ¿no? Y ustedes dinero, ¿no? Pues yo sé dónde conseguirlo y a la vez vengarme.

---- Dónde.

---- En el restorán La Costeña. Yo sé donde guar-da el dinero la vieja antes de depositarlo en el ban-co. Lo junta todo y los viernes tienen llena la caja. Hasta el lunes lo lleva al banco.

---- Un momento, dice Edgar, ahí trabaja mi vie-ja, no la vayan a joder.

---- Espérate, le dice David y después se encara con Matilde. A ver, barájamela más despacio.

---- Si, hombre. Yo los puedo guiar hasta donde guarda el dinero, es muy fácil. Y la casa sólo la cui-da un viejo imbécil. Las muchachas duermen en el

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piso de arriba, y también la pinche madre Paloma. Si no hacemos ruido, ni quién se entere.

---- ¿Y cómo abrimos la caja fuerte?

---- No hay caja fuerte. Guarda el dinero en un cajón de su escritorio, con llave. Es fácil romper la cerradura.

No sé comandante, si usted se enteró de todos estos detalles, pero así estuvo la cosa, creo. Es lo más seguro. El caso es que David miró a Gerardo y este se interesó por el plan.

---- ¿Y cómo entramos en la casa?

---- Yo sé cómo. Al lado de la casa hay un lote baldío. Sólo hay que saltar la barda.

---- ¿Y qué hay de Norma?, preguntó Edgar, preocupado.

---- Las muchachas están arriba. Parecerá un robo normal. Ellas no tienen nada que ver. No tie-nen por qué sospechar de ellas. De la que quizá van a sospechar es de mí. Pero no saben dónde vivo ni me van a encontrar nunca, dijo Matilde.

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---- Lo que podemos hacer es que las mucha-chas vayan de paseo o a una fiesta, o algo así, dijo Gerardo, para que no estén, y mientras tanto. No-sotros damos el golpe.

---- O parte de nosotros. Mientras los demás las entretienen, dijo David.

---- Tendríamos que hacerlo el viernes en la me-dia noche.

---- Está bueno, dijo David. Mañana nos pone-mos bien de acuerdo. Ahora, dijo mirando a Edgar, ¿tú vas por Gloria, no?

---- Sí, dijo Edgar, ahorita voy a pasar a recogerla.

---- Pues vamos contigo, platicamos un rato con las chavas y le damos un vistazo a la casona. Va-mos nada más Gerardo y yo. Los demás se quedan, ¿entendido? Y tú, le dijo a Matilde, te la sacaste, te debo una, pero por ahora que nadie te vea ni la sombra. Mañana en la mañana nos vemos aquí. ¿De acuerdo?

---- De acuerdo, dijo Matilde. Los miró a todos uno por uno y se fue.

---- Bueno, pues vámonos, dijo Gerardo.

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Cerraron todo con cuidado, Ramón, Guicho y el Pastillas se fueron por su lado y Gerardo, David y Edgar se encaminaron al restaurante La Costeña.

Cuando llegaron, las muchachas estaban levan-tando las mesas, disponiéndose a cerrar. Gloria vio a Edgar e hizo un gesto de desagrado al ver a Gerardo y a David. No quería que Edgar siguiera viendo a esos maleantes. Pero salió muy contenta a saludarlo. Mientras tanto, Gerardo llamó a Norma, a la que había quedado en llevarle un toque, y Da-vid, observando con mirada rápida el local pidió ir al baño, aprovechando para ver el patio, la barda, las entradas y salidas, todo, simulando no encon-trar la puerta del baño. Al salir, se topó de frente con Celia, vestida con el uniforme de mesera. Los dos se quedaron sorprendidos, confusos, sin saber qué decir. Pero David se recuperó pronto de la sor-presa y la abordó.

---- Hola, qué tal. Qué extraño verte aquí. ¿Cómo estás?

---- Bien, le contestó aturdida Celia, que pensó de inmediato en Mario.

---- ¿Qué haces aquí? Nunca me imaginé…, dijo David, que también de inmediato pensó en Mario

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---- Aquí trabajo, con Norma, mi amiga. Y aquí vivo también, en la pensión.

---- ¿Te saliste de tu casa?

---- Es una historia muy larga.

---- ¿Y Mario?

Celia temía esta pregunta. Pero se repuso y pen-só rápido.

---- No sé. Ya no lo veo. Rompimos.

---- ¿Todavía? Aquel te anda buscando desde hace rato.

---- Ya no somos novios, ni nada. Y por favor. No le digas que me viste. Ya no quiero volver a verlo.

---- ¿Te hizo algo?

---- No se trata de eso. Pero esa relación ya que-dó en el pasado.

---- Pues si que está jodido. Yo también lo voy a dejar. Me voy a salir del depto y me voy a ir a vivir con otro amigo.

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---- ¿Y por qué?

---- No congeniamos. Es demasiado bueno, sabes.

---- Si, dijo pensativa Celia, es demasiado bueno.

---- Y un poco ingenuo. No está hecho para este mundo.

Celia sintió que un escalofrió le recorría la es-palda, como una rata por una cañería.

---- Pero bueno, hablemos de otra cosa, dijo, ¿y tú?, ¿qué haces aquí?

---- Vine a acompañar a Gerardo y a Edgar. Ed-gar viene por su esposa, Gloria, ya la conoces (Celia asintió), y Gerardo viene a ver a Norma, para traer-le un encargo.

---- Sí, ya me imagino qué.

---- Oye, tú en la prepa no eras ninguna niñita fresa, le dijo David, ya sabes de qué va la cosa.

---- Sí, y no me importa. También mi hermano anda con ustedes, ¿no? Enrique. Ustedes son los Chochos Plus Band.

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---- Así es. Oye, y por qué no vamos a algún lado, a platicar.

---- ¿Ahorita?

---- Sí, por qué no. Conozco un lugar padre, con música en vivo y toda la cosa.

Celia pensó rápido. Sí, estaba cansada de sufrir. Ha decidido olvidar a Mario y seguir sus verdade-ros impulsos, su auténtica forma de ser. Empezar una nueva vida. Y David es más como ella.

---- Sí, está bien, pero deja primero que me cambie.

---- Pues vamos a decirle a Gerardo y Norma. Gloria no creo que quiera ir, no nos quiere. Ade-más, Edgar ya no es de la banda.

---- Oye, y Edgar no le dirá nada a Mario, ¿que me vio aquí?

---- No te preocupes, creo que no sabe que fuis-te su novia, y de todas maneras, ya le diré que no lo haga.

---- Está bien.

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Salieron y les participaron a los demás la idea de salir a dar la vuelta. David ya había observado bien las instalaciones de la casa. Edgar y Gloria ya se habían ido. Gerardo estuvo de acuerdo y Norma se sintió feliz de ver a Celia tan animada, con las mejillas encendidas y luz en su mirada. Los cuatro se fueron a pasear, siguiendo el plan de Gerardo.

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En el pabellón de los locos, la madre de Edgar mira por la ventana que da al jardín, buscando ma-riposas. Cómo ellas, también quisiera volar. Y vue-la. Con su mente recorre los infinitos paisajes de la mente, los mil caminos de la ausencia, los parajes indistintos de la angustia, la luz arrebatadora de la realidad más cruel: la lucidez. Los tratamientos que le han dado los médicos psiquiatras en el hos-pital, algo han logrado. Se da cuenta de su estado. Se ha hecho consciente de que está loca, se ha dado cuenta de que no está bien, pero no sabe aún distin-guir los sucesos en el orden inexorable de los años. Confunde las épocas, se le arremolinan los rostros, confunde a las personas. Y ha olvidado a muchas. Pero ya no sufre, ya no llora, sólo desea volar, huir, olvidar, volver a la paz de los seres inorgánicos y concluir toda esta locura que se llama vida, o esta vida que se llama locura. Da lo mismo.

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De pronto, detrás de ella alguien la llama. Es el enfermero que le dice que alguien la busca, que alguien la viene a visitar y que la esperan en la sala común. Con trabajo se desprende de sus maripo-sas, de la luz de la ventana, de la mañana prodi-giosa de la huida, de los viajes intermentales. Vol-ver al aquí es siempre terrible, se requiere de un gran esfuerzo que la agota, el ahora no existe en su plenitud, más bien hay muchos ahoras. El tiempo para ella es elástico, como una liga de goma, con la que quisiera hacer, más bien, un atado de los años y los hechos.

Se encamina a la sala donde los visitantes tratan de platicar con sus locos, y donde estos se resisten a vivir en el mundo de los supuestamente cuerdos, alegres, dispersos, alocados, irreductibles. En la sala están esperándola unas personas. Sí, ahí están, son ellos, viene a verla, pero ¿quiénes son concre-tamente? Han crecido, han cambiado, son otros, irreconocibles, distintos. Se acerca y una muchacha gruesa, de facciones marcadas le dice que es su hija Marta, y la abraza. Luego le señala a unos joven-citos adolescentes, muy monos, y le dice que son sus hijos menores, los más chicos. Los muchachos se acercan a ella con desconfianza y la abrazan, rí-gidos, algo cortados, temerosos, con la vista baja. Después se acerca su hijo mayor, Edgar. A este si lo reconoce, ha ido a verla varias veces, y va acompa-

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ñado de aquella muchacha que le dice es su espo-sa, y que va a tener un hijo, sí, va a ser abuela. ¡Qué Dios los ayude! Los abraza y los bendice. Después se acerca una viejecita, una mujer indígena de ca-bellos blancos, y a ella si la reconoce. No ha cam-biado, es la misma, eternamente igual a sí misma: “¡María!”, le dice, la abraza y juntas lloran un largo rato. Los demás miran con un nudo en el alma y se revuelven incómodos. De pronto, se da cuenta de todo lo que ha pasado. Lo sabe, lo entiende:

---- ¡Perdónenme, les dice, perdónenme todos por lo que les he hecho!

Los demás lloran, se juntan todos alrededor de ella y le dicen: ¡Mamá! ¡Mamá! Y se apretujan, desconcertados, conmovidos, temblorosos. Traen pasteles y golosinas. Se sientan a la mesa y comen, ríen, están alegres. Se han reconciliado. Y ella no siente dolor, no siente angustia, no siente miedo, no siente soledad. Está lista. Piensa mucho en las mariposas. Está contenta de que hayan venido.

El celador viene y les dice que el tiempo ha pa-sado. Es hora de irse. Se despiden, la alientan, le di-cen que pronto volverán. Sus hijos, su familia. Qué bueno. Que Dios los bendiga. Salen por la puerta de seguridad. Desaparecen, y ella vuelve a su sitio junto a la ventana con barrotes, a la cárcel del cuer-

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po, a ver las mariposas, a soñar, a volar, a la liber-tad del espíritu, a la libertad de su alma infinita.

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Veo de nuevo a Mario, en la pantalla de la ima-ginación, una mañana nublada, frente a su escri-torio, meditando. Las lluvias se han instalado ya definitivamente, y la ventana, a pasar del aire frío, permanece abierta. La luz plomiza, sin embargo, ilumina bastante, por lo que no necesita encender la lámpara de escritorio. Juguetea con su pluma, ante la libreta abierta. Y piensa, piensa con dolor.

Las vacaciones llegan a su fin y es hora de em-pezar los trámites en la universidad para el exa-men de admisión. La facultad de Ciencias Políticas y Sociales, al igual que Raúl, piensa. Sobre el escri-torio, en la libreta, están las notas sobre los Cho-chos Plus Band, para la posible novela. Ha dejado de lado, por el momento, sus intenciones de escri-bir ensayos sobre los indígenas o sobre los obre-ros o sobre la democracia, o sobre quién sabe qué. Pero la novela se atasca. No tiene una trama, un hilo argumental, sólo anécdotas y datos aislados. No sabe cómo abordar el asunto, ni cuál debe ser el tono, ni el estilo. No sabe nada. No quiere escri-bir otros Hijos de Sánchez. Algunas descripciones de la vecindad, algunos retratos de los personajes,

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algunas observaciones sobre el ambiente y la at-mósfera, algunos diálogos dispersos y nada más. Pero ¿cómo entrelazar todo esto, en una historia y darle unidad? ¿Cuál es la historia? No había, co-mandante, en ese entonces, todavía, historia, po-bre Mario, pues esta apenas se estaba desarrollan-do, aunque estuviera a punto de terminar. Pero, ¿cómo iba a saberlo? ¿Qué sabemos, en nuestras tristes vidas, lo que está ocurriendo a nuestro lado, las circunstancias reales que nos rodean, los suce-sos que, aunque lejanos, nos afectan y determinan? ¿Qué sabemos? Caminamos a ciegas, tropezando, creyendo, sin embargo, ufanos, que lo sabemos y controlamos todo. Qué necios somos. Sin embargo, no desespera, continuará visitando a la banda y se esforzará por descubrir una historia que le dé ila-ción a su libro. Por lo pronto, sigue leyendo mucho y ahora se ha acercado a la obra de Octavio Paz, que tan insistentemente le presenta Raúl.

Pero antes que nada, piensa, debe ir a visitar de nuevo a la tía Simón y aclarar el misterio de la foto de sus padres en su casa. ¿Por qué no hacer-lo de inmediato? Se decide. Irá de una vez. David no está ya casi en la casa. Se ha ido llevando poco a poco sus cosas, con toda la intención de mu-darse. No hará nada por detenerlo, quizá así sea mejor. Además, es posible que él deje también pronto aquel departamento y vuelva a su casa, o

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se vaya a otro país a estudiar, o se case con Celia y forme una familia. ¿Quién sabe? Tiene la vida por delante. Se queda un momento pensando en Raúl y sus conversaciones, a las que ya llama, “las conversaciones contundentes”. Ahí tiene toda una veta que explotar. El tema de la demo-cracia en México, de su inexistencia, el curso de la historia del país que llega a un momento de estancamiento. Las luchas sociales. El fracaso del socialismo en la URSS. El movimiento estudian-til del 68. La corrupción y los peligros de degra-dación y descomposición social en nuestro país. Los peligros del narcotráfico y el pandillerismo, que él mismo puede observar con los Chochos Plus Band, que no son más que un comienzo in-cipiente. ¿Qué pasará si esas pandillas se vuel-ven organizaciones criminales poderosas? ¿Si se convierten en una plaga que tenga a la sociedad en jaque? Puede suceder si no se hace algo al res-pecto ahora. ¿Pero se hará? ¿No será que la co-rrupción del estado y los gobiernos se alíe con las mafias y los narcotraficantes y todo se vuelva podredumbre y acabose? Puede ser. Platicará de eso con Raúl la próxima vez que lo vea.

Un poco titubeante todavía, se alista para ir a la casa de la tía Simón cuando unos golpes llaman a la puerta. Pregunta quién es y le responde Raúl. ¡Vaya! Parece que tendrá que dejar la visita a la tía

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para otro día. Va a abrir y entra Raúl sonriente y algo agitado.

---- ¿Qué tal mi cuate, cómo estás? Vengo de la universidad y pensé pasar un rato a platicar contigo.

---- Adelante, pásale. ¿Quieres una cerveza?

---- Estaría chido. Oye. Traigo unas notas que te quisiera leer, para terminar con los temas que hemos estado discutiendo.

---- Pues dale mi cuate, soy todo oído.

Y Raúl comenzó, como era su costumbre, a ha-blar hasta por los codos, lleno de concentración en la lectura, pero siempre con su simpatía y entusias-mo contagioso. Te voy a leer algo que escribí, le dice, y comienza:

---- Con esto te voy a explicar cómo está la si-tuación mundial y nacional, según yo la veo. El problema es que la Unión Soviética cayó en dos errores que la llevarán, más tarde o más tempra-no, al hundimiento. Y esos errores empiezan por el propio Marx y luego por el mismísimo Lenin. Hay dos proposiciones que considero que la his-toria ya demostró que son falsos: la primera, de Marx, al proponer que el proletariado es la clase

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revolucionaria per se, o que es la clase más revo-lucionaria de las clases explotadas. Lo cual resul-tó falso. Incluso la clase campesina o las masas populares han sido más revolucionarias que el proletariado en diferentes momentos históricos. El obrero, si consigue mejores salarios, mejores condiciones de trabajo y se puede comprar su casita o su coche, como de hecho ha pasado en Estados Unidos y Europa, deja de ser revolucio-nario y se aburguesa. Más bien, el proletariado es reformista. Es falso pues, que sea en esencia revo-lucionario por su posición en la producción y por el hecho de ser explotado por el capital. Lo puede ser en determinadas circunstancias, pero no como un hecho establecido como dogma.

---- Pues esa idea no le va a gustar a muchos izquierdosos.

---- Ni tampoco la de que el socialismo llegará forzosamente, de forma ineludible, como una ley de la historia. Ni tampoco la idea de que la histo-ria va por un camino rígidamente trazado, hacia el progreso y la edad de oro comunista. Nada de eso es cierto. El futuro hay que construirlo, hacerlo, y el azar, el accidente, existen, y nadie sabe para dónde va a tomar la historia. Incluso puede darse un retroceso, una vuelta a la barbarie. Pero déjame seguir leyéndote mi rollo.

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---- Pues a darle que es mole de olla, le dijo Ma-rio, repantigado en su silla.

---- Como te decía: el segundo error es de Lenin, al proponer como dogma inamovible que sólo el partido comunista, supuesta vanguardia del prole-tariado, es el que puede guiar y llevar a las masas a la revolución y al triunfo. Según él, sólo y única-mente los revolucionarios profesionales, dirigentes del partido, intelectuales marxistas, saben lo que se debe hacer y dirigir correctamente al supuesto proletariado revolucionario. Por ese lado lo único que logró fue abrir la puerta a la burocratización del partido y del estado socialista, y a la dictadura personal, a la divinización del líder infalible, como le sucedió al mismo Lenin y después a Stalin. Con esos dos errores la Unión Soviética se convirtió, de una revolución socialista, en una dictadura totali-taria, y al hacerlo, le dio el triunfo al enemigo ca-pitalista y de paso desprestigió el marxismo y al socialismo en todo el mundo. O sea, que la Unión Soviética se convirtió en la gran traidora del movi-miento socialista mundial y del marxismo en par-ticular, de un marxismo falso, es necesario decirlo, que es el que propugnan.

---- ¿Y qué conclusión sacas de todo eso?, pre-guntó interesado Mario.

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---- Pues que si se hunde la Unión Soviética, se hunde con todo el movimiento mundial por el so-cialismo y será entonces su propio enterrador. Y de paso le dará el triunfo total al capitalismo, que siendo mundial, global, daría el paso franco al do-minio del fascismo en todo el mundo.

---- Oye, pues eso parece terrible, ojalá y nun-ca ocurra.

---- Pues puede ocurrir si los rusos no hacen un cambio hacia la democracia, y de paso lo cubanos también, y los chinos.

---- Lo que se ve difícil.

---- Pues sí, pero el caso es que por el momen-to, la lucha por el socialismo está desacreditada. Volverá a surgir, pero para eso pasará muchísimo tiempo, y si se quiere seguir basando en el mar-xismo, tendrá que limpiar a este de los errores ideológicos que contiene, que la historia misma ha desmentido, y quedarse con su núcleo verdadero, científico, y democratizar a los partidos comunis-tas que todavía existen en el mundo.

(La verdad, comandante, es que Raúl era un tipo fantástico, muy talentoso y casi adivinó el fu-

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turo, pues tal como él lo predijo, la URSS se hundió y con ella la lucha por el socialismo, dando paso al capitalismo salvaje y a la globalización comercial y mercantil que hoy padecemos, así como a las nue-vas doctrinas fascistas que se imponen en todas las universidades importantes del mundo, incluyen-do Alemania, comandante, donde ahora se ense-ñan las viejas ideas sociales de Pareto y compañía, fascistas reconocidos, así como el giro mundial por la educación empresarial en lugar de la humanista que llegó también a México. No sé qué habrá sido de Raúl, comandante, pero seguramente destacó en lo que se haya propuesto hacer en su vida. Nun-ca volví a saber de él).

---- Pero bueno, le dijo Mario, ¿qué podemos hacer nosotros aquí, en México?

---- La vía armada de la revolución está cancela-da, dijo Raúl, se ha demostrado, también histórica-mente, aunque no hay que descartarla totalmente. La lucha, entonces, tendrá que ser pacífica, y si es pacífica querrá decir que será democrática.

---- ¿O sea?

---- Bueno, pues lo primero que hay que hacer, la consigna prioritaria actual, es construir una ver-dadera, una auténtica democracia. Garantizar que

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no se harán más fraudes electorales. Vencer al PRI en las urnas. Después, convencer al electorado de un nuevo proyecto de nación, opuesto al de la bur-guesía nacional, privatizadora y entreguista, y ga-nar las elecciones.

---- ¿Ganarla quién?

---- El pueblo, la sociedad civil organizada en un partido independiente del estado, incluso un movimiento sin partido. No sé, la misma sociedad tiene que generar el cambio.

Así habló Raúl, y aún dijo muchas cosas más, pero ahora remojada la garganta por una cerveza fría que Mario fue a traer del refrigerador.

50

Llegó el viernes, la noche del robo. Gerardo, Edgar, Ramón y José, el mariachi, se llevaron a las muchachas de “La Costeña” a bailar a Garibaldi. David, Enrique, Guicho y el Pastillas, junto con Matilde, quedaron de alcanzarlos más tarde. Bien entonados con unos lamparazos de tequila, para darse valor, y unos pericazos de coca para activar-se, esperaron a que dieran las doce de la noche y entonces se pusieron en camino hacia la casona cede del restaurante y de la pensión para señoritas.

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No sabían si había alguien más aparte del velador, al que era necesario dejar fuera de combate cuanto antes. La doña se iba a su casa y las muchachas no estaban. Todo era perfecto. Sólo quedaba una per-sona que podía estar en la casa, pero Matilde no dijo nada.

Llegaron sigilosos, rodearon la casa por el lado del terreno baldío y Guicho se subió a la barda y desde ahí dejó caer una escala de cuerdas por la que subieron los demás y por la que bajaron por el otro lado, en el patio, junto al lavadero. Todo en silencio. Notaron que el velador estaba en su cuarto al fondo del patio. Estaba despierto, por lo cual tendrían que inmovilizarlo. Se acercaron a su puerta, llamaron y esperaron a que saliera, y cuando lo hizo, David le dio un tremendo golpe y el hombre cayó cuan corto era. Sin embargo, se defendió con valor, aferró a David de su saco y le arrancó un botón con todo y un pedazo de tela, de lo cual no se dio cuenta David, el hombre se sacudió, se resistió como pudo hasta que Guicho le metió otro golpazo que lo dejó medio incons-ciente. Lo amordazaron, lo ataron de pies y ma-nos y lo encerraron en su cuarto y le apagaron la luz. Sólo una amenaza: “Si intentas algo te mato, cabrón, ¿entiendes?”, le dijo David, y el hombre asintió con la cabeza y se quedó quietecito.

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Ya libres de esa preocupación, se acercaron a la casa y David se aprestaba a forzar las cerraduras cuando Matilde sacó un llavero y se lo dio.

---- Lo tengo desde hace tiempo, le dijo, des-de que decidí que me iba a vengar de esta vieja desgraciada.

David sonrió y pensó en la Doña, que también era la dueña del edificio de departamentos donde vivía, y del cual se iría esa misma semana. “Que se chingue, pinche vieja”, decidió David y abrió la puerta de la cocina del restaurante. En el refrigera-dor vieron cantidad de mariscos y cosas ricas.

---- Al rato nos preparas unos cocteles, le dijo David a Matilde.

Subieron por la escalera especial al segundo piso, donde estaba la oficina de la Doña y otros cuartos y sacaron la barra de hierro con la que for-zarían la cerradura del cajón, donde decía Matilde que guardaba el dinero. Entraron en la oficina, una habitación espaciosa y bien arreglada, muy orde-nada y limpia y sin esperar más se fueron al escri-torio y David abrió el cajón rompiendo la cerradura con la barra de hierro, que dejó sobre el escritorio. Abrió el cajón y se encontraron con miles y miles de pesos en billetes de todas las denominaciones.

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---- Aquí hay un dineral, dijo David.

---- Son las ventas de toda la semana y algún otro dinero que guarda la vieja.

--- Aquí hay más de quince mil pesos, dijo Guicho.

---- Si hombre, hay como cincuenta mil pesos, dijo David y empezó a guardar el dinero en una bolsa que traía para ese propósito.

No habían encendido la luz, para no llamar la atención y se iluminaban con una linterna. En eso, que se abre la puerta y aparece la madre Paloma. Todos se quedaron estupefactos.

---- ¡Matilde!

Alcanzó a gritar la mujer, sorprendida y asus-tada al máximo, cuando Matilde, que había toma-do la barra de hierro del escritorio, se le acercó de un brinco y le asestó un gran golpe en la cabeza. En el acto la mujer se desvaneció soltando un cho-rro de sangre.

---- Qué bruta eres, le dijo David a Matilde, ya la mataste.

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---- Se lo merecía, pinche vieja. Además, yo creí que ya se había regresado a su convento.

---- Pues ya ni modo, dijo David, y con sus pro-pias manos la movió de lugar para que no estorba-ra la salida. Fue ahí donde se manchó las manos de sangre y dejó huellas, comandante, de sus dedos, lo que lo inculparía después, como autor del cri-men, al igual que el botón que le arrancó el velador y que después la Doña reconoció como suyo, de su saco, por habérselo visto puesto muchas veces.

Terminaron de guardarse el dinero y bajaron a toda prisa a la cocina del restaurante. Las habi-taciones del tercer piso, donde dormían las mu-chachas, estaban apagadas y en silencio. No esta-ba ninguna. Gerardo había hecho bien su trabajo. Matilde abrió el refrigerador y rápidamente les preparó unos cocteles de camarón, con galletitas y unas cervezas. Se sentaron a una mesa y comieron con toda tranquilidad. El Pastillas sacó un toque de mota y lo encendió, fumó y lo roló. Las cervezas les cayeron como una bendición a su alma maldita y hasta pidieron más. Una vez terminada su comida salieron al patio, apagaron todas las luces y salta-ron la barda.

Una vez en la calle se felicitaron regocijantes por el éxito de la empresa, solo empañada por

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la inoportuna entrada de la monja, que ya esta-ba en el cielo, que más quería, y todos festejantes se fueron a esconder el dinero en la guarida de “los amigos del diez”, y después, ya entonados con nuevos tequilazos y más cocaína, se fueron para Garibaldi a encontrarse con las muchachas y el resto de la banda de los Chochos Plus Band. Matilde se fue por su lado y nunca más la volvie-ron a ver, y eso que usted, comandante Villalo-bos, la buscó por cielo, mar y tierra, en hospita-les, panteones, lupanares, prostíbulos, cárceles y manicomios. Había cumplido su venganza y, con un crimen en su conciencia, se escondió en lo más profundo del infierno, o del barrio, que es lo mis-mo, segura de que nunca darían con ella y des-apareció para siempre. Celia estaba feliz de que hubiera llegado David, su nuevo novio.

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Se había cometido un robo y un atentado cri-minal, porque, en efecto, la madre Paloma no murió. Fue internada en un hospital con una fractura de cráneo. Y fue entonces cuando us-ted, comandante, decidió que la banda se había pasado de la raya, pues no le cabía duda de que habían sido ellos, y decidió echarles el guante. Sólo esperó a preparar bien el golpe y el momen-to adecuado. Pero antes, aún tenían que ocurrir

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algunos acontecimientos importantes que le voy a narrar.

La mañana siguiente al robo, un sábado, Mario esperó a que dieran las once de la mañana para ir a la casa de la tía Simón y aclarar el misterio de la foto. Constató que David no había llegado a dor-mir, como era ya muy frecuente, y salió a la calle.

Por el camino, como siempre, iba feliz de vivir la mañana fresca, luminosa, radiante, con las ca-sas rodeadas de una atmósfera de cosa recién crea-da. Todo parecía nuevo, incluyendo la poca gente que se encontró por el camino. Pensó en su carrera de escritor y en la última conversación con Raúl. Estaba claro. En México lo que hacía falta no era una revolución violenta, pues la historia había de-mostrado que las revoluciones violentas sólo en-gendraban dictaduras totalitarias, ni siquiera el socialismo, que ya se veía, estaba adulterado, fal-sificado y traicionado por la Unión Soviética y ya no era viable. En México lo que se necesitaba era luchar, pacíficamente, por instaurar una demo-cracia auténtica, no importaba que por el momen-to fuera una democracia burguesa y no popular. Una democracia verdadera en la que se respetara el voto y las elecciones estuvieran en manos ajenas al Estado. Una democracia en la que se pidiera la opinión del pueblo, educado para ello, a través de

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la consulta popular, el plebiscito y el referéndum. Una democracia en la que se pudiera revocar el mandato otorgado por elección popular, desde los presidentes municipales hasta el presidente de la república, incluyendo a los diputados y senadores. Una democracia en la que el gobierno diera cuen-tas claras de su gestión y en qué gastaba el dinero del pueblo. Esa era una ardua labor, pero necesa-ria, sobre todo, para acabar con la corrupción que amenazaba con hundir al país en la oscuridad, el crimen y la violencia. Si no se hacía ahora, ¿qué pasaría dentro de cuarenta años? Tenía que escri-bir sobre eso con espíritu crítico, como enseñaba Octavio Paz.

También pensó en Celia, preguntándose dónde viviría ahora y cómo estaría. Tal vez, piensa, sea mejor ya no buscarla más y dejar que fuera ella, si quería, la que lo buscara a él. Hablaría con su her-mano Enrique y le mandaría decir, de su parte, que no le guardaba rencor, que la seguía queriendo y que la esperaba para continuar juntos y realizar los planes que tenían para el futuro. Sí no aparecía, si no volvía, tendría que olvidarla aunque para eso tuviera que morderse el corazón.

Pero también pensó en él, en su búsqueda de sí mismo. Tenía que meterse a estudiar una ca-rrera afín a sus intereses y a su vocación. Quería

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escribir, entrar en el magisterio y también inte-grarse a la lucha revolucionaria por la democra-cia. Quería ser ensayista y novelista y profesor y un luchador social. Tal vez lo conseguiría, tal vez no, pero en todo caso, lo intentaría con toda su alma.

Unos pasos más adelante y se encontró frente a la puerta de la tía Simón, respiró profundo y tocó el timbre.

Salió a abrirle Lorenza, la sirvienta, la cual, al reconocerlo le preguntó qué deseaba.

---- ¿Está la señora?

---- Sí, está arriba, terminando de vestirse.

---- Necesito hablar con ella, ¿no le puede avisar que estoy aquí?

---- Sí, claro, pásele, le dijo, y abriendo la puer-ta lo dejó pasar al recibidor, donde quedó parado junto a la pared llena de fotografías.

---- Pásele a la sala, le voy a avisar a la señora.

---- Gracias.

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Mario tomó la foto de la pared, la descolgó de su clavo y se la llevó con él al sillón, donde esperó que bajara la señora.

Esta no tardó mucho en bajar, pero sí se extrañó mucho de ver al joven nuevamente ahí.

---- ¿Qué tal Mario, cómo está? ¿A qué debo su visita? ¿Ya encontró a Celia?

---- No señora, no la he encontrado, pero no se trata de eso. Por favor, siéntese.

La señora lo miró intrigada y se sentó frente a él.

---- Mi esposo y mi hija no están, fueron a correr al parque, como todos los sábados. Pero dígame, ¿en qué puedo servirlo?

---- ¿Ve esta foto?

---- Sí, es una de las fotos de mi pared, ¿Qué pasa?

---- Lo que pasa es que en esta foto están retratados mis padres, don Mario, mi padre, y Ana, mi madre. ¿Quiero saber qué hace una foto de ellos en su casa?

La tía Simón se quedó literalmente con la boca abierta, completamente anonadada y sorprendida.

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---- ¿Son tus padres?

---- Sí, Mario Bracamontes y Ana Ledesma. Mis padres.

---- No puede ser…

---- ¿Qué es lo que no puede ser…?

---- Entonces, ¿tú eres el hijo de Ana…?

---- Y de don Mario…

---- Es que… no sé si estés al tanto de la historia de tus padres…

---- Sí señora, sé que mi madre murió en el par-to de su segundo hijo, que también murió, y que desde entonces mi padre y yo vivimos solos en nuestra casa, casi sin comunicación con las fami-lias de ambos.

---- ¿Y eso es todo lo que sabes?

---- Sí.

---- Pues entonces no sabes nada. ¡Dios mío! ¿Y ahora qué hago?

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---- ¿A qué se refiere, señora? ¿Qué es lo que no sé?

---- Vaya, por lo que veo, dijo recorriendo la mi-rada por la estancia, con cara de aflicción, me ha to-cado a mí contarte la historia de tus padres. La ver-dadera historia. Está bien, hijo, ya eres un hombre y tiene derecho a saber cómo ocurrieron las cosas.

Y entonces, comandante, me contó la siguien-te historia:

---- Ana y yo fuimos primas, o más bien lo so-mos, pues el parentesco no termina aunque la gen-te desaparezca. Era mayor que yo, casi como Celia lo es de Anita, mi hija. E igual que Celia, Ana era muy liberal para su época. Era como un hombre. Fumaba, usaba vestidos ajustados y cortos, se ma-quillaba y era muy coqueta, salía hasta tarde y fre-cuentaba bares y salones de baile. Era muy solici-tada por los jóvenes. Era muy alegre y jacarandosa, por decir algo. Y en esa época, joven, los padres eran muy estrictos y severos, los jóvenes estaban muy reprimidos, y tanta libertad era mal vista. To-davía no llegaba la liberación sexual y juvenil y to-das esas cosas que han puesto al mundo de cabeza. Pero ella se adelantó a su época. En ese sentido, Celia y su tía Ana son iguales.

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Se detuvo, tomó aliento, pasó saliva y después de respirar hondo, continuó:

---- Por otro lado, mi tía Ana María, su madre, era una mujer formidable, llena de energía, domi-nante, altanera y de pocas pulgas. Muy simpática y alegre, pero inflexible. En su casa se hacía lo que ella decía y mi pobre tío Jorge, más débil, se dejaba dominar. Así las cosas, era seguro que ella y su hija Ana, chocarían. Y así fue. Sólo que mi tía era de ar-mas tomar. Al ver que Ana iba por el mal camino, decidió casarla, esto en combinación con una seño-ra, igual de dominante que ella, que quería casar a su hijo menor, un joven uniformado, no recuerdo si militar o policía. El caso es que, ante la oposición pasiva de Ana, los casaron. Ana se fue a vivir a la casa de su suegra, con su marido y ahí comenzaron las peleas y los escándalos. De todas maneras, ella se embarazó y al debido tiempo tuvo a un niño. Ese niño eres tú.

Mario pestañeó y se puso pálido, pero no dijo nada. Sólo abrió más los ojos y sintió cómo su cora-zón enloquecía. La señora continuó:

---- Para esto, su embarazo fue de alto riesgo y entonces la señora y mi tía, decidieron que pasa-ra el embarazo en una clínica dirigida por monjas. La pobre Ana pasó seis meses en esa clínica, cui-

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dada por las monjas, sin que apenas la visitaran su esposo o su madre. Hasta que su padre la fue a rescatar y se la llevó a casa de unos parientes, pues su madre, Ana María, no quería saber nada de ella. Esta familia vivía en Morelia, y ahí naciste. Parece ser que ahí, en Morelia, conoció a un joven ingeniero que en esa época trabajaba ahí instalan-do unas máquinas en una fábrica, o algo así. Ese ingeniero era don Mario, el que está en esa foto, que fue tomada en Morelia, en el jardín de aquella casa. Se enamoraron, como era de esperar, y cuan-do el niño estuvo más crecido, volvieron a México. Ana se divorció de aquel militar o policía, que un día quiso quitarle al niño, pero que ella defendió como una leona, hiriéndolo con unas tijeras, y nun-ca más se volvió a saber de él. Ana se casó con el ingeniero, Mario Bracamontes, y un año después se embarazó por segunda vez. Desgraciadamente, sus embarazos eran delicados y al dar a luz, murió ella y el bebé. El resto de la historia ya la conoces.

La tía Simón calló, y Mario se quedó tieso, con la mirada fija en quién sabe dónde.

---- Entonces, dijo, ¿Mi padre, que acaba de mo-rir, no era mi verdadero padre?

---- Sí lo fue, puesto que él te educó y crió, sólo, y siempre te quiso como a su verdadero hijo.

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---- ¿Y mi padre biológico?

---- Nunca volvimos a saber de él nada, ni de su madre. Desaparecieron de nuestras vidas.

---- ¿Y entonces Celia…?

---- Sí, Celia vendría a ser una prima segunda tuya, pues es hija de otra prima nuestra, que tu ya conociste y que acaba de romper su vida familiar.

---- Es increíble las vueltas que da la vida.

---- Y qué chiquito es el mundo. Quién iba a decir que Celia te iba a conocer precisamente a ti y que se harían novios. Yo misma estoy impresionada.

---- No sé qué pensar, dijo Mario, profundamen-te confundido.

---- Por ahora no pienses nada. Asimila el golpe y sigue con tu vida. Ya ni Ana, tu madre, ni don Mario, tu padre adoptivo, viven. Tu verdadero pa-dre, el biológico, es también como si hubiera muer-to. Eres un huérfano por partida triple. Lo siento mucho, hijo.

---- ¿Y Celia?

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---- Ya no la busques. Si te quiere, ella vendrá a ti. Se parece mucho a tu madre en su forma de ser. Déjala que ella también asimile el golpe de su ho-gar destruido y que madure sus emociones.

---- ¿Me puedo quedar con la foto?, dijo al fin Mario, después de un silencio prolongado.

---- Desde luego.

Se despidieron amablemente, la tía Simón le pi-dió que la tuviera al tanto de lo que hacía y no se desapareciera y Mario salió de la casa con la foto en las manos, completamente aturdido y confundi-do. Al llegar a un parque que había por ahí, se tiró en el pasto y se quedó acostado, mirando las nu-bes blancas que navegaban por el cielo azul, como grandes buques celestiales.

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La noche del domingo siguiente, Mario estaba en su cuarto, tirado en la cama, viendo pasar el tiempo y tratando de comprender la historia que le había contado la tía Simón. ¿Qué pasaba con la gente? ¿Qué pasaba con Celia, y con sus padres? ¿Qué pasaba con David y su amargura? ¿Qué le sucedió a su madre? ¿Por qué eran así? Al parecer,

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la única persona coherente y sensata en todo este lío había sido su padre, ¡que ahora resultaba que no era su verdadero padre!

Pero sobre todo, comandante, ¿Qué sucedió con mi padre biológico? ¿Qué clase de persona era ese militar o policía? Dígamelo usted… En fin, que se atormentaba el pobre Mario, sintiendo por momentos que perdía la razón y que el ánimo y el entusiasmo que pudiera tener por la vida se iba por un caño. ¿Para qué luchar, se decía, para qué prepararse y trabajar para un mundo que estaba desquiciado y loco? ¿Qué caso tenía querer con-cientizar a una humanidad que simplemente no quería tener conciencia real de las cosas, los seres y los acontecimientos? Una humanidad que actuaba más impulsada por las emociones que por la razón. ¿Por qué se decía que el hombre era un ser racional, cuando todo demostraba que era más bien un ser eminentemente emocional? Como decía Woody Allen, en la ciudad, los únicos inteligentes son los semáforos. Se rió de su ocurrencia y entonces escu-chó que David llegaba a casa y se metía a su cuarto. Se incorporó en la cama y pensó en una cerveza: no sabía por qué, pero cada vez que se encontraba con David, se le antojaba una cerveza. Se levantó y se metió a la cocina, sacó una cerveza y la destapó, y le dio un gran trago, un trago con el que quisie-ra digerir todo lo que tenía atorado en el alma. Al

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poco rato salió David y se lo encontró en la cocina. Él también sacó una cerveza y la abrió. Le dijo sa-lud a Mario y se la empujó de un solo tirón.

---- Qué bueno que te veo, mi cuate, le dijo. Aprovecho la ocasión para decirte que me voy a vivir a otro lado. Te dejo el departamento para ti solito. Al fin y al cabo que ya lo mantienes tú sólo, de hecho.

---- No tienes por qué irte tú, le contestó. En todo caso, el que se tiene que ir soy yo, que llegué de arrimado. Además, tengo mi casa.

---- Cómo quieras, pero el caso es que yo ya no puedo, ni quiero vivir aquí. Ya viste que no pode-mos vivir juntos. Simplemente somos diferentes, completamente opuestos.

---- Pero somos amigos…

---- Sí, claro, amigos somos, y te admiro, since-ramente. Aunque estés equivocado con respecto al mundo y la pinche gente, te admiro. En verdad, ad-miro tu buen corazón y tu amor por la humanidad, tu deseo de ayudar a que sean felices los infelices. Yo, ya ves, a mi la humanidad me importa un cara-jo, se la puede llevar la chingada en cualquier mo-mento y yo tan tranquilo, incluso estaría feliz si eso

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pasara. Yo tengo el corazón negro y tú tienes el alma blanca, mi cuate. Jugamos en equipos contrarios.

---- No es tan así, le contesta Mario, tú te quieres hacer el malo, pero en el fondo eres bueno, de un corazonsote así de grande, pero te empeñas en ser diferente. Odias al mundo, a la gente, por lo que le pasó a tu madre. Sí, les echas la culpa a todos los demás por tu desgracia. Pero no es así, simplemen-te algunas personas sucumben y otras salen ade-lante. Tienes el corazón luminoso pero te esfuerzas en oscurecerlo.

---- Sí, soy blanco y negro, si quieres, como tú mismo. Tú también odias al mundo como es, por eso quieres cambiarlo, mejorarlo, pues reconoces que está de la chingada. Pero para cambiarlo, para realmente transformarlo, tendrás que destruir a miles de personas malditas que ahora tienen el po-der. Odias al mundo y le quieres hacer el bien, pero para lograrlo tendrás que hacer el mal.

---- No necesariamente, le dice Mario, se puede lograr el cambio por medios pacíficos, por medios democráticos…

---- Ja, ja, ja. ¿Quién te dijo eso? ¿Raúl? Pues es-tán bien pendejos. ¿No te digo? Eres más iluso de lo que creí. Por medios pacíficos no les vas a hacer

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ni cosquillas a los poderosos. Para que realmente haya cambios en la sociedad tienes primero que quitarle el poder a la mierda que ahora lo tiene, y para eso tienes que usar la fuerza y destruir las co-sas como son ahora. Tienes que quitarles el poder a chingadazos, a madrazos, a mordidas, con las uñas, con garras y con dientes. Si te estás pensan-do que con votaciones limpias y democráticas los vas a sacar del poder, permíteme decirte que estás bien pendejo.

---- La vía violenta ya se demostró histórica-mente que no funciona, sólo crea dictaduras.

---- Pues no hay otra manera, y si no, mejor deja las cosas como están. Pacíficamente los cambios llegaran tan lentamente, que antes se apagará el sol y todo se irá a la chingada, que será lo mejor. No, mi cuate, tu también estás en blanco y negro, odias y amas, quieres el bien pero tienes que hacer el mal. Todo es una mierda.

David sacó otra cerveza, la destapó y se la pasó a Mario, que ya se había acabado la suya. Sacó otra y se la empezó a tomar.

---- Además, le dijo, me busca la policía, cometí un robo y creo que hubo un asesinato. Entiéndelo. Ya viste a la banda, los Chochos Plus Band. Somos

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unos viciosos, traficamos con drogas, somos una pandilla maldita en un mundo maldito. Y esto es el principio tan solo, mi cuate. Las bandas van a pro-liferar, van a progresar ayudados por la corrup-ción gubernamental y de la misma policía y van a triunfar. Se harán poderosas y formarán grandes organizaciones criminales. Es el futuro del pinche mundo capitalista. Nada las podrá detener. Pero por ahora, si me encuentra la policía aquí, te voy a perjudicar, por eso mejor me voy. Ya ves, es mi parte buena la que actúa así, porque soy tu amigo. Ya me llevé casi todo lo que tenía aquí, sólo queda esto. Si dejo algo, luego me lo puedes llevar a la vi-vienda de Gerardo. Por cierto, vamos a liberar a la Negra, que ya está hasta la madre de tanta madriza que le dan allá dentro, y haremos una fiesta en la vecindad, estás invitado.

Se terminó la cerveza de un trago y tomando un envoltorio, se dirigió a la puerta.

---- ¿Dónde vivirás?, le dijo Mario algo ansioso y triste.

---- No sé, para qué te digo, es mejor que lo igno-res. Me iré por ahí, a hacer la revolución, le contesta y ríe. Sale por la puerta y la cierra cuidadosamente. Mario se quedó, nuevamente solo, pensando que el mundo se ha vuelto irremediablemente loco.

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CAPÍTULO NUEVE

(E-mail 53 a 59)

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Nuestra historia se acerca a su final, comandan-te, como ha de tener su final todo en esta vida, aun-que a veces nos parezca que vivimos para siempre. Y la juventud, que no es más que un soplo, nos deja su carga de alegrías, penas y experiencias. Es ver-dad que nuestras circunstancias nos determinan, como decía Ortega y Gasset, pero también es ver-dad que el carácter individual condiciona nuestra actitud ante esas circunstancias, por más adversas y terribles que sean. Con base en ese carácter, unos triunfan y otros fracasan, unos sobreviven y otros sucumben. Esa es, comandante Villalobos, una de tantas conclusiones, que podemos ir extrayendo, de esta verdadera e imaginada historia. Pero con-tinuemos con ella, para, en sus días también fina-les, tenga usted un revulsivo moral y un entreteni-miento emocional. ¿No es acaso para eso que existe la literatura?

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Unas noches después de los acontecimientos narrados hasta aquí, se realizó una importante reu-nión en la vivienda de Gerardo, a la que acudieron los principales cabecillas de la banda de los Cho-chos Plus Band. Caía la noche y todo estaba listo para ir por la Negra y, a su regreso, recibirlo con tamaño reventón.

Ya se había hablado con el comandante, al que llamaremos “el amigo”, y se tenía listo el dine-ro del rescate que entregarían personalmente al dicho comandante para esperar después, tan sólo unos minutos, la liberación de la Negra. Ya estaban sobre aviso jueces, ministerios públicos, celadores y guardianes y el documento que san-cionaba la libertad por pago de fianza (documen-to apócrifo, pues el monto de la fianza iba a ir a parar a los bolsillos de los implicados) ya esta-ba redactado y firmado. En México la eficiencia burocrática es enorme cuando va a haber de por medio un “soborno”. Cuando no lo hay, el engra-naje oficinesco se atasca y salen a cuentagotas los documentos solicitados por la ciudadanía, y eso después de veinte vueltas.

En el interior de la vivienda estaban David, Ge-rardo, Enrique, Guicho, Edgar y el inevitable Pas-tillas. Los demás llegarían más tarde, directamente

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a la fiesta de bienvenida que se había organizado. Mientras el momento de ir a pagar la fianza (o el rescate, como usted guste) llegaba, se forjaron unos toques, echaron a andar la chimenea y se prepara-ron unas líneas de coca que inhalaron regodeándo-se de lo lindo. Y ni hablar, se requerían unos tra-gos, y algunos se “metieron” unos Capatagones, los chochos favoritos de la banda. Gerardo abrió la trampa de debajo de la mesa y sacó el fajo de bille-tes que volvieron a contar.

---- De poca madre, pinche David, dijo Gerardo, el robo fue todo un éxito, lástima de la pinche vieja que se chingaron. Aquí hay más lana de la que ne-cesitamos para liberar a la Negra. Con el excedente pagaremos la fiesta y todavía nos sobra.

---- ¿Y qué se ha sabido del robo? La tira no ha dicho nada. Parece que están confundidos y des-orientados, dijo Guicho.

---- Sí, comentó el Pastillas, no tienen ninguna pista, no saben quién cometió el hurto. Seguramen-te el velador, paniquiado, no dijo nada. Tampoco se sabe qué pasó con la monjita, si se peló o la libró.

---- Ni lo van a saber, dijo David, el robo fue casi perfecto. Lo único malo fue el reguero de sangre. Por el velador no hay que preocuparse,

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no nos vio bien, estaba muy oscuro. No pasará de que le den una calentadita, pero aún así no sabe quiénes somos.

Alegremente se pusieron a drogarse, hasta que-dar hasta la madre de dopados, pero como ya te-nían costumbre, si los veía parecía que estaban más sobrios que un sacristán en cuaresma.

---- No se les olvide ir por las chavas de “La Costeña”, dijo Gerardo. Yo ando muy encandilado con la Norma.

---- Y yo con Juanita, dijo el Pastillas, es re chida.

---- Y que me dices de la Gertrudis, dijo Guicho, parece tontita, pero es re buena gente

---- Todas son chidas, dijo David, y jaladoras. Pero bueno, pues ya estamos. Gerardo, Enrique y el Guicho se van con la lana a ver al comandante amigo. Yo, Edgar, y el Pastillas, vamos por las cha-vas al restorán. Después regresamos y preparamos todo para recibir a la Negra. ¿De acuerdo?

Todos asintieron, acabaron de fumar su toque, aspirar su coca, beber su cuba, tragar su chocho, menos Edgar, que ya no le hacía a eso y cerraron la trampa debajo de la mesa, dejaron abierta la

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chimenea para que se fuera el humo y el hornazo y salieron al patio de la vecindad. Afuera, extra-ñamente, la vecindad estaba en completa calma, y un silencio espeso flotaba en el ambiente y se pe-gaba a las paredes. No se veía un alma por ningún lado y ningún ruido alteraba la paz. Se desearon buena suerte y cada grupo se fue por su lado, feliz y festejante, sólo observados de lejos por Felici-dad, que lujuriosa, también había sido invitada a la fiesta y estaba ya vestida para la ocasión, de tal manera ataviada, que paraba el tránsito y el cora-zón de los transeúntes.

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En la noche, acostada en su cama, con las luces apagadas, parece dormir Elena, la madre de Edgar. Allá afuera, en el jardín, sólo se oye el monótono chirriar de los grillos. Una extraña lucidez invade su mente, llenándola de reflejos y de luces. Imá-genes de diversas épocas de su vida pasan raudas por su imaginación, y cada una de ellas es como un puñal que se clava en su corazón. Una lucidez dolorosa. Hace un recuento de su existencia y se da perfecta cuenta de que ha sido un desastre, de que se ha perdido, extraviada en los vericuetos de su alma divagante. Pero lo más grave, se dice, es que con su mal ha hecho sufrir a los demás, a sus seres queridos a los que ya no reconoce, a los que ya no

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siente. ¿Dónde quedaron sus niños, aquellos chi-quitines bellos y rosados? Los adultos que venían en ocasiones a verla ya no eran aquellos. Eran unos extraños. Y ese dolor, esa conciencia, era insopor-table. Era como si hubiera realizado un viaje muy largo, en la que estuvo dormida todo el tiempo, y del que volvía extraña, alienada, desconocida, ex-trañada de los seres alterados que miraba, como de seguro sentiría un astronauta que volviera de otro planeta y encontrara que en la tierra había pasado más tiempo del que él midió en su nave. Era un des-conocido, un extraño, un extranjero. Así ella, sola, ajena a este mundo y a este tiempo. ¿Dónde estaba su jardín de Morelia? ¿Dónde su casa blanca de te-jas rojas? Dónde. Ya no quería sufrir más ni hacer sufrir a los demás. De alguna forma, sus hijos han salido adelante por sí solos. Nadie la necesita, siem-pre ha sido una carga y hoy lo es más que nunca. Sí esto es así, se dice y se dice y se dice, ¿qué caso tiene seguir viviendo? ¿Para qué seguir cargando durante años su miserable existencia, encerrada en-tre estos barrotes y estas paredes blancas? En silen-cio, en la noche oscura y silenciosa, con los grillos cantando en el jardín, decide poner fin a su tormen-to, con una decisión profunda y verdadera, y cosa rara, una vez tomada la decisión, siente un alivio y un descanso enorme, una calma infinita y por fin, como nunca, puede dormir tranquilamente.

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En la noche del rescate de la Negra y de la con-siguiente fiesta en la vecindad de los Chochos Plus Band, comandante Villalobos, Mario estaba en su cuarto, acomodando sus cosas en cajas y su ropa en maletas: Teresa, su inseparable sirvienta, que no lo había dejado en aquellos dos meses de vacaciones, meses de desarraigo, que había estado a cargo del cuidado de la casa solitaria, llena de fantasmas y de sombras, de silencios y de paz, estaba en la estancia guardando también en cajas los objetos pequeños, listos para su mudanza a la casa, contentísima de que su joven patrón por fin entrara en razón. Por-que, en efecto, Mario regresaba a su casa. No tenía caso ya permanecer en aquel departamento, sólo, cuando el motivo que lo llevó ahí fue la compañía de David, ahora ausente. Aquellas semanas de va-caciones las veía ahora como una pura locura en la que, sin embargo, había aprendido mucho de la vida. Más, tal vez, que en todos los años anteriores pasados al cobijo de su padre, de su padre adop-tivo, de su padrastro, por más que no se acostum-brara, ni se acostumbraría nunca, a llamarlo así.

Guardó sus utencilios de escritorio, entre ellos sus libretas cargadas de notas sobre la banda y sus personajes, de ideas y bocetos, de descripciones y

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reflexiones, y pensó en Raúl, al que había visto el día de ayer y el que se había entristecido por su marcha definitiva. “No importa, le había dicho Mario, podrás visitarme en mi casa y ahí podremos platicar horas enteras en la biblioteca”. Raúl le ha-bía dicho que estaba pensando en su tesis, la cual quería dedicar al tema de los partidos políticos, o más bien, a la camisa de fuerza legal que hacía que los candidatos a puestos de elección popular tuvie-ran que salir necesariamente de los partidos polí-ticos, aquellos que permitía el Estado, además. Era la hora de las candidaturas, a todos los niveles, de candidatos independientes. “Nos quejamos de que en la URSS hay un solo partido dictatorial, totali-tario, prohibidos todos los demás, le había dicho, pero en México estamos igual, sólo manda el PRI y el único partido de oposición es el PAN, débil y desorientado, sin ideas propias. Los demás son satélites del partido oficial. El PCM está proscrito, aunque parece que la nueva ley electoral le per-mitirá ser legal por primera vez. Mira en Estados Unidos, la misma historia, sólo hay dos partidos oficiales, no se permite el partido comunista, ni un partido de negros, ni de latinos. ¡Y a eso le llaman democracia! Ahora resulta, en último análisis, que los partidos políticos no son más que un control político que el Estado ejerce sobre la sociedad, a su gusto y antojo. No, es hora de pensar que no nece-sariamente se requiere de un partido para acceder

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a un puesto de elección popular. ¡Por las candida-turas independientes!”

Es un hecho, comandante, que Raúl estaba adelantado a su época, pues apenas ahora, casi cuarenta años después, se empieza a pensar en serio en esa cuestión. Y es verdad, hay que acabar con la época, ya caduca, ya anticuada, de los par-tidos políticos, que sólo han generado corrupción y totalitarismos.

Mario pensó que la idea era buena y que había que escribir sobre el tema en blanco y negro, es de-cir, en tinta sobre papel.

Por otro lado, nada lo ataba a aquel depar-tamento. Ni la doña, a la que apenas veía, ni los vecinos, a los que apenas conocía de vista. Tenía razón Teresa, estaría mejor en la casa de toda su vida, de su feliz infancia, aunque solitaria, y de su maravillosa adolescencia, que comprendía, ahora terminaba. ¿Qué había ganado? Experiencia y con-ciencia, sobre todo, conciencia.

Vio que el trabajo de la mudanza estaba ya casi terminado, sólo faltaba embalar los muebles, cosa que harían los del camión de la mudanza y le dijo a Teresa que era hora de irse a la casa. Mañana conti-nuarían. En su viejo cochecito la llevaría y después

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él visitaría por última vez a la banda de los Chochos Plus Band, se despediría de ellos, de David, de En-rique, mandaría un mensaje a Celia: que la vería, si quería ella, en su antigua casa. Después entraría a la universidad y se haría escritor, científico social y político. Eso era lo que tenía que hacer y ya nada lo movería de esa decisión. Cerró la ventana de su cuarto, tomó su chamarra, ayudó a Teresa con una caja que se quería llevar ahora, cerró su departa-mento y salió a encontrarse con su destino.

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Veo, en el fondo oscuro de mi mente, esa misma noche, a las muchachas de “La Costeña” terminan-do de arreglarse para ir con los muchachos de la banda de los “Chochos” a la fiesta que hará en la vecindad para recibir a la Negra, que Gerardo ya fue a liberar, sobornando hasta al que limpia los pisos de la delegación.

Norma y Celia son las más entusiastas. Las de-más, incluidas Gertrudis y Juanita, están un tanto escépticas, tomando en cuenta que les han tocado de compañeros los dos más feos miembros de la banda: Guicho y el Pastillas.

---- No se bañan muy seguido, dice Juanita, y siempre andan fachosos.

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---- Además, me parece que siempre andan toma-dos o algo, porque actúan muy raro, dice Gertrudis.

---- Mírenlo por el lado amable, dice Susana, son divertidos y bailan como trompos, ¿qué más quieren?

---- En fin, si no hay más…, dicen a coro las chicas.

Mientras tanto, Norma y Celia, ya arregladas, asomadas a la ventana del baño, se dan un toque maravilloso. Celia, sobre todo, lo goza, pues últi-mamente ya alejó de sí los remordimientos y su antigua forma de ser ha reaparecido con redoblada fuerza. Le gusta David, es muy divertido y realista, muy fuerte y además, es el líder de la banda. Quie-re gozar la vida, ser feliz y no pensar en reglas, nor-mas, ni convencionalismos mojigatos. Ha olvidado casi por completo a Mario y ahora cree que la vida es algo abierto y maravilloso que debemos forjar con nuestros actos, aunque estos no les gusten al común de la gente “bien”. Gente “bien” eran sus padres y ya ves, se decía, que amarga y falsa era su vida. No, a ella eso no le iba a pasar y, para em-pezar, nunca se iba a casar, por lo menos no con un hombre “decente”, mediocre, fracasado y frus-trado. Prefería el riesgo, el peligro, la audacia. Por eso le gustaba David. Aspiró su carrujo y se lo roló a Norma, que a su vez, pensaba en Gerardo. Qué

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chido era ese cuate. Galante, atrevido, líder de la banda, junto con David, inteligente. Ese llegaría pronto a ser algo grande, rico, poderoso, teniendo a los políticos y a la policía en la bolsa. Eso pensaba la amiga de Celia.

Por fin llegó la hora de partir, seguramente los muchachos ya estarían esperándolas afuera.

Bajaron y la doña las esperaba abajo. Estaba tris-te y había adelgazado un poco desde que robaron en el restaurante y golpearon a la madre Paloma, que estaba en el hospital, todavía grave.

---- Muchachas, por favor, les dijo, no lleguen tarde, que mañana tenemos que ir a ver a la madre Paloma al hospital, y el comandante Villalobos, que está a cargo de la investigación del atentado, quiere interrogarlas aquí mañana, para evitar el in-terrogatorio en la delegación, y eso a petición mía.

---- Sí, señora, desde luego, le dijo Norma, nada más iremos un rato y nos regresamos.

---- Bueno, confío en ustedes. Cuiden a Gertru-dis que es muy despistada.

Le dieron todas las garantías posibles de segu-ridad y salieron a la calle, donde ya estaban, espe-

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rándolas, recargados en un coche, David, el Pasti-llas y Edgar, que venía con Gloria. Las muchachas se besaron y Celia se fue de inmediato con David, al que abrazó y besó. Gloria, por su parte, le dijo a Norma que no le gustaba nadita esa fiesta, ni las fiestas de los “Chochos” en general. “Siempre ter-minan en borracheras y golpes”, le dijo. Norma se encogió de hombros y le dijo que el secreto estaba en retirarse a tiempo. David cruzó una mirada de inteligencia con Celia, que iba deslumbrante, y la besó. Cuando todos estuvieron listos se alejaron caminando rumbo a la vecindad, al encuentro de su destino.

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Veo, en el fondo del pozo negro del tiempo, co-mandante, el fin de los Chochos Plus Band. Mien-tras en la vecindad la fiesta de bienvenida a la Negra ya estaba en pleno apogeo, con parejas bai-lando, los consabidos farolillos brillando, las “cu-bas” pasando de mano en mano, las cumbias so-nando, David y Celia amartelados en una esquina, ajenos al alboroto, el Pastillas bailando con Gertru-dis, Edgar con Gloria, las demás muchachas de “La Costeña” platicando y esperando que las saquen a bailar miembros del resto de la banda que esperan a su jefe.

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Gerardo, y la comitiva que fue a liberar a la Ne-gra, esperan en una esquina cercana a la delega-ción a que llegue el comandante “amigo” para ha-cer la “transa” y liberar a su compañero detenido. Pero tarda. El dinero lo lleva Gerardo en la bolsa del pantalón, Enrique fuma y mira nervioso por la calle, el Guicho se rasca la nariz.

---- Pus qué transa, dice Guicho, ya se está tar-dando el comandante.

---- No hay que comer ansias, dice Gerardo, ya llegará. Hay que estar tranquilos.

---- ¿Sabes en que estaba pensando?, le dice En-rique a Gerardo, primero le damos la mitad de la lana y la otra mitad ya con la Negra fuera.

---- Desde luego, pendejo, pues qué te creías. A las vivas, ahí viene un coche.

Y, efectivamente, por la calle semi oscura, con las luces apagadas, venía un coche sin placas, bien “chocolate”, clásico vehículo de los “Dipos”.

---- Aguas, les dijo Gerardo, ahí viene el co-mandante.

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El auto se acercó lentamente y lleno de misterio, se detuvo junto a ellos. Era un auto grande, viejo, un Buick de los cincuenta. Una puerta se abrió a su lado y una voz cavernosa dijo: “Entren”.

Los muchachos, sintiendo calambres en el oc-cipucio, subieron al auto. Dentro, el chofer y un hombre grande y grueso ocupaban los asientos delanteros, detrás, dos agentes, uno en cada puer-ta, dejaron a los chavos banda en medio. El co-che se puso en marcha. Nadie hablaba, hasta que Gerardo rompió el silencio. Con los huevos en la garganta dijo:

---- Usted no es el comandante “amigo”.

---- No, hijos de la chingada, dijo el hombre grueso de adelante, yo soy el comandante Villalo-bos, y ya se los llevó la chingada.

Con un movimiento instintivo, los muchachos quisieron huir, pero los agentes de los lados les metieron sendas pistolas en las costillas, que hasta el Guicho, que iba en medio de todos, sintió frío. Les habían tendido una trampa.

---- A ver, dijo el comandante Villalobos, venga la lana, y sin pendejadas. ¿De dónde la sacaron?

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---- La juntamos entre todos, dijo Gerardo.

El comandante le dio una bofetada que era una chulada y que lo dejó viendo manchas.

---- No te hagas pendejo conmigo, le dijo el co-mandante, los vengo vigilando desde hace tiem-po, bola de cabrones. Ustedes son contrabandistas, narcos en menudeo, roban, matan, venden mota y coca. Pero ya se les acabó el jueguito, ahora si se van a ir a la grande.

---- Mire, jefe, le dijo Gerardo, tiene usted razón, somos todo eso que dice, pero lo hacemos con el beneplácito de la policía, con la que nos vamos a medias. El comandante “amigo” es nuestro vale-dor. Usted sabe.

El comandante Villalobos le dio otro cacheta-dón que le volteó la cabeza como al exorcista, pelí-cula que por aquellos años hacía furor.

---- Al comandante amigo ya lo destituimos y está atorado. Yo soy el nuevo comandante de la zona y conmigo no va a haber transas. Tengo una encomienda del Ciudadano Jefe de la Policía, Ge-neral Durango, de limpiar la zona y es lo que voy a hacer. Dame la lana.

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Gerardo le dio el dinero mientras los otros dos volteaban para todos lados buscando una posible ruta de escape.

---- Mire jefe, yo y usted sabemos cómo son las cosas. La mota, una la vamos a buscar a Michoacán, donde nos la da un comandante de allá, y la coca nos la pasa un ex agente, la Pulga, que usted debe conocer. Sí ya se atoraron al comandante amigo, ni hablar, así son las cosas. Ahora nos vamos a enten-der con usted, está bien. Va a haber nuevas cuotas, de acuerdo, nuevas normas, no hay problema.

Una nueva bofetada atravesó la cara de Gerardo.

---- No me has entendido, le dijo el comandante Villalobos, no hay nuevo trato. Vengo sobre uste-des, los voy a atorar y meter a la cárcel. Este dinero lo robaron de un restorán que se llama “La Cos-teña”, donde dejaron medio muerta a una mujer, una monja, inocente. Fue un tal David. La Negra mató de una puñalada, en una riña callejera a un muchacho llamado José, y ustedes son narcos, con-trabandistas. Se las voy a dejar caer hasta la gar-ganta. ¿Ya entendiste?

Y sí, ya habían entendido y sólo sentían frío en su corazón y piedad en su alma, porque ahora sí, se les había aparecido el diablo, el diablo de aquel infierno

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que era su barrio, su mundo. Una vez adentro, en “la grande”, todo estaría perdido y la iban a pasar muy mal. Había que escapar a como diera lugar.

---- Ahorita mismo los voy a detener en los se-paros y más tarde vamos a ir por el resto de la ban-da a la vecindad. Mientras tanto, les van a ir dando una calentadita, una ablandadita, para que vayan cooperando.

El auto paró junto a la delegación, pero no en la puerta principal, sino frente a una puerta lateral, en una calle oscura y tétrica. Bajaron del auto el chofer y el comandante Villalobos y por atrás, bien custodiados por los dos agentes, los muchachos. En el acto comprendieron que era el momento de huir y a golpes, trataron de zafarse de sus capto-res, pero estos los sujetaron bien y los golpearon con fuerza. Sólo Enrique, de pronto, pudo zafarse y se distanció, pero un agente le tiró un balazo que le dio en un brazo. Cayó en el suelo, entre dos co-ches, y como vio que podía moverse, aunque con un gran dolor ardoroso, se levantó y salió corrien-do a dar el pitazo al resto de la banda que estaría muy quitada de la pena en la fiesta de la vecindad.

Los agentes quisieron correr tras él pero el co-mandante Villalobos los detuvo.

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---- Déjenlo ir, dijo, al rato vamos por toda la banda a la vecindad. La redada ya está en marcha.

A los demás, a empujones y puñetazos, los me-tieron a la delegación.

Mientras todo esto ocurría, Mario iba caminan-do, lleno de esperanzas e ideas de nueva vida, a despedirse de la banda. Y así, comandante, entró usted de nuevo en mi vida.

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Veo, con los ojos del alma, a Elena, la madre de Edgar, sentada en su cama, en la noche oscura, buscando bajo su almohada los frascos de pastillas que ha ido recolectando a través de todo el tiempo que ha estado recluida en el hospital psiquiátrico. Los ha cuidado celosamente para que celadores y enfermeras no se los encuentren. Contienen doce-nas de pastillas de todo tipo con que los doctores atiborran todo el día a sus pacientes: analgésicos, antidepresivos, somníferos, antipsicóticos, calman-tes, eufóricos, etc, etc., que ella ha ido recolectando poco a poco, quitándoselos a los demás enfermos.

Y ahora piensa usarlos, comerlos todos, uno a uno, para por fin dormir el sueño eterno y volar como una mariposa amarilla por los espacios in-

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finitos del universo estelar, entre galaxias, cúmu-los estelares y nubes de gases y polvo sideral. Está cansada de vivir, está cansada de estar loca, de estar extraviada, perdida, confusa, olvidada de sí misma, llena de recuerdos enmarañados, de senti-mientos encontrados, de sensaciones inmotivadas, de ensoñaciones descomunales, de añoranzas in-útiles, de ansias de libertad insólitas. La mariposa volando entre los árboles, revoloteando entre las plantas, detenida en la rama de un espino, batien-do lentamente sus alas negras con ribetes dorados, que, de pronto, impulsada por un vuelo vigoroso, se aleja feliz más allá de las bardas, más allá de la rejas, más allá.

En el silencio de la noche, sin hacer apenas rui-do, abre el frasco y empieza a tragar las pastillas, una roja, otra azul, otra amarilla, como pequeñas mariposas en capullo, como pequeños insectos a punto de brotarles las alas. Las traga, las come como los dulces que le daban cuando era niña, como lunetas de chocolate, como pastillitas de menta, como caramelos de leche. Uno tras otro, muchos, con las mismas ansias de la niñez, con el mismo frenesí de los niños golosos. Tantas pasti-llas, tantos dulces. El estómago se reciente por fin y se siente atiborrada. Ha sido una niña mala y ha comido demasiado. Se sume en un sopor casi inconsciente. El sueño la vence por fin, lentamen-

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te se va quedando dormida y comienza a ver en-tre sueños un túnel de luz que la lleva al jardín donde vuelan muchas mariposas, mariposas ma-ravillosas de todos colores: amarillas, blancas, ro-jas, verdes, azules, negras. Se arremolinan junto a ella, la llevan en alas, la elevan, la suspenden en el espacio azul, soleado, del jardín lleno de flo-res también de múltiples colores. ¡Qué jardín tan lindo! Y no tiene bardas, no hay rejas, es más, no tiene fin, el jardín continúa verde por siempre.

Las pastillas hacen su efecto y en la noche, en silencio, se queda dormida, su corazón late cada vez más lentamente, más lentamente, hasta el punto de casi detenerse, pero de pronto, del es-tómago surge una erupción enorme y vuelve el estómago, se retuerce, vomita, cae de la cama y sigue vomitando, con arcadas tremendas. Se en-cienden las luces, llegan las enfermeras, se des-piertan los celadores, descubren los frascos. Los enfermos, despiertos de sus sueños locos, gritan. Elena, en el suelo, sigue vomitando y contorsio-nándose. La llevan a la enfermería, llegan los doc-tores, la colocan en una cama, le lavan el estóma-go. Un suicidio no, un suicidio no les conviene a los doctores, al director del manicomio. No. Pero ya es demasiado tarde, la enorme mariposa negra con ribetes dorados a emitido su grito inconteni-ble, ha tomado con sus largas patas a Elena y se

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la ha llevado con ella, hacia arriba, en un vuelo inmenso, por el azul, por el espacio infinito, hacia la paz inconmensurable.

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En la vecindad de “los amigos del 10” la fies-ta está en su apogeo. No sólo participa la banda entera de los Chochos Plus Band, que baila, bebe, grita, aúlla, brinca, y está eufóricamente divertida, sino también los vecinos habituales de la vecindad, menos la “momisa”, y la gente seria que se que-dó en su vivienda renegando de esos muchachos descarriados. La música está a todo volumen y el ambiente es magnífico. Esperan con impaciencia la llegada de un momento a otro de Gerardo con la Negra. David baila con Celia y beben, Norma y las demás muchachas de “La Costeña” platican, bai-lan y se sientan, toman cervezas y comparten amis-tosamente con los muchachos de la banda, que las sacan a bailar por turno. También se fuma mota y los más viciosos ya pasaron a la vivienda 10 a darse sus “pericazos”. Todo está listo para el gran recibimiento. David, que ya sabe que Celia terminó con Mario y no sabe nada de él desde hace días, tie-ne la intensión de meterla a la vivienda de la banda y llevársela a la cama. “Total, piensa, ya no es nada de Mario y a ese sólo le gustan los libros”. Celia, relajada por el alcohol, piensa en lo bella que es la

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vida y en lo mucho que se puede gozar de ella sin remordimientos ni penas absurdas.

Norma, desde lejos, está contenta de que Celia por fin viva la vida y deje aquella cara pálida y con-trita, que se divierta, qué caray, que para eso es la vida. Felicidad, la puta admirada, les da lecciones a las muchachas del restorán sobre cosmetología. El Pastillas está que se derrite por Gertrudis, que ya no lo ve tan pelangocho. David, aprovechando un cambio de disco, le dice a Celia que le quiere enseñar algo y la mete a la vivienda número 10, ha-ciéndole una seña significativa al Pastillas para que no lo interrumpan. Dentro, este le enseña a Celia la chimenea, la trampa bajo la mesa, camuflageada y las diferentes artimañas de la banda. Celia está fascinada, como si estuviera viviendo una novela romántica. Poco a poco llegan a la cama de David, “mira, le dice, ahora vivo y duermo aquí”, y se tienden en ella revolcándose.

Afuera la fiesta continúa reventando la vecin-dad, cuando Mario llega a ella y desde la calle se queda sorprendido de tanto alboroto. Entonces re-cuerda que David le había dicho que harían una fiesta para recibir a la Negra, que iban a sacar de la cárcel. Debía ser esa noche. Entra a la vecindad y se queda un rato mirando a la gente como se di-vierte, bebe y baila. Algunos de los muchachos de

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la banda, que ya lo conocen, lo saludan y le invi-tan un trago, pero él reúsa. “¿No han visto a En-rique, pregunta, o a David?”. “Enrique fue con la comitiva que va a liberar a la Negra, le contestan, pero David si está, se metió con una chava en la vivienda de Gerardo. Por el momento, no hay que molestarlo”, le dicen y le giñan un ojo en señal de connivencia, “Ya saldrá”.

Las muchachas de “La Costeña” lo miran y le dan un codazo a Norma, que espera impaciente a Gerardo. Norma, que sabe quién es, piensa en po-ner en sobre aviso a Celia, sabe que está con David en el cuarto por lo que le dice a Susana que esté atenta a cuando salga Celia para que le avise que ahí está Mario, su ex novio, que aunque ya no es nada de ella, puede provocar un escándalo. Susa-na, con su pareja, disimuladamente se acercan a la puerta de la vivienda y se quedan ahí platicando, a las vivas.

Pero no hay tiempo para más, comandante, como usted muy bien sabe. De pronto, entra a la vecindad Enrique, bañado en sangre, cayéndose, casi desmayándose y grita: “¡Aguas, nos traicio-naron, apañaron a Gerardo y al Guicho, era una trampa, la policía viene para acá para hacer una redada!” Un incendio no hubiera causado más pá-nico, comandante. De inmediato los chavos de la

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banda empezaron a querer huir por el segundo pa-tio, las muchachas comenzaron a gritar, la gente de la vecindad quería meterse rápidamente a su vi-vienda y sólo lograban, entre todos, estorbarse. Las sirenas de las patrullas sonaron por todas partes y de pronto se dieron cuenta todos de que estaban perdidos. Mario, sin vacilar, entró corriendo a la vivienda de Gerardo y encendió la luz para alertar a David. Se quedó como una estatua, creyendo que estaba soñando una pesadilla, cuando vio a David con Celia, medio desnudos. David comenzó a po-nerse rápido los pantalones. Celia miraba a Mario como si se le hubiera aparecido un fantasma, y el alma se le fue del cuerpo. Sintió que a partir de ese momento, aunque siguiera viva, ya estaba muerta.

---- La policía traicionó a Gerardo, dijo Mario con una sorprendente calma, viene para acá para atrapar a toda la banda. Corran, huyan, no hay tiempo que perder.

En eso, Enrique entra a la vivienda y ve la esce-na, mirando a cada uno un momento y comprende todo el drama que se está viviendo ahí.

---- Llévate a tu hermana, es todo lo que dice Mario, y Enrique de inmediato la cubre con una colcha y todos salen corriendo. En el patio la co-rredera y el apañadero están a todo lo que dan. La

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policía ha cortado las dos entradas de la vecindad y muy pocos miembros de la banda pudieron esca-par. Detuvieron inclusive a las muchachas de “La Costeña” y a varios vecinos inocentes de la vecin-dad, incluyendo a la portera, que fue sacada a ras-tras y pegando de alaridos.

Mario, más muerto que vivo, medio muerto, o medio vivo, con una calma infinita, como quien nada teme o es completamente ajeno a las penas y locuras de este mundo, tomó una silla y se sentó a esperar qué pasaría. No tardó mucho en entrar un grupo de policías y a empujones y malos modos lo llevaron al auto del comandante Villalobos, que esperaba afuera.

---- Este es uno de los cabecillas, le dijo el sar-gento, lo agarramos en la mera guarida.

El comandante me vio, se quedó impávido, no movió ni un músculo y sólo le dijo al sargento.

---- Métalo al auto y déjenos solos. A los demás se los lleva a la delegación. En un momento voy para allá.

El sargento me metió de un empujón en la parte trasera del auto y se fue a seguir capturando mal-hechores. Las “Julias”, que se formaban fuera de la

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vecindad, ya estaban llenas de gente y poco a poco, con la sirena encendida, comenzaron a ponerse en movimiento rumbo a la delegación, donde aque-llos jóvenes serían metido tras las rejas mientras se hacían las averiguaciones

---- ¿Tú eres Mario, no es así?, le preguntó el co-mandante Villalobos.

---- Si señor, Mario Bracamontes. ¿Pero cómo sabe mi nombre?

---- Los he estado investigando desde hace tiempo, me dijo, tú no eres de la banda, ¿qué ha-cías aquí?

---- Venía a despedirme de los muchachos. No pienso volver a frecuentarlos.

---- ¿Y precisamente esta noche?

---- No sabía que había fiesta.

---- Está bien. Te voy a dejar ir. Tú no tienes nada que ver en este operativo. Es más, me dijo lentamente, como pensando lo que iba a decir. Yo conocí a tus padres, a don Mario y a Ana, que en paz descanse.

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---- ¿A mi padre?

---- Sí.

---- ¿No sabe que ya murió? Hace dos meses.

---- No lo sabía, dijo sorprendido usted, coman-dante, aunque de hecho yo era más bien amigo de tu madre, de Ana.

Y hubo una forma tan especial de decir “Ana”, que de pronto adiviné todo, una corriente eléctrica me corrió por la espalda y los pelos se me pusieron de punta.

---- Entonces usted es el militar o policía…

---- ¿Cómo?

---- Usted se casó en primeras nupcias con mi madre… De hecho… usted es mi padre biológico.

---- ¿Cómo sabes todo eso?

---- Me lo reveló la tía Simón.

El comandante se pasó las manos por la cara y miró de forma extraña a Mario.

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---- Así es, me dijo, tú eres mi hijo, pero en aquella época éramos muy jóvenes y me tuve que separar de tu madre. Tiempo después, se casó con don Mario.

---- Mi padre adoptivo. “Ahora sé lo que dice la carta que me entregaron cuando se leyó el testa-mento”, pensé.

---- Así es. Ahora vete, vuelve a tu casa, trabaja en la fábrica de tu padre, entra en la universidad. Aléjate de estos vagos y malvivientes.

---- Entraré a la universidad, pero no trabajaré en la fábrica. Y en cuanto a estos malvivientes, dije, tragando saliva y mirando a través de la ventanilla del auto como se llevaban presos a la banda, no, no volveré a verlos.

---- Anda pues, vete, dijo el comandante. Sar-gento, este joven está libre, no es de ellos.

Mario bajó del auto, este partió, la calle fue quedando en silencio y, completamente confun-dido y dolido, se fue caminando lentamente en medio de la noche, bajo una fina llovizna que en ese momento comenzó a caer. Las patrullas ha-cían destellar sus torretas en luces azul y rojo y hacían sonar sus sirenas. Sus pasos fueron reso-

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nando en el pavimento conforme se alejaba de la vecindad, conmocionada por el operativo. Toda la banda había sido capturada, las “Julias” co-rrían por las avenidas, llenas de jóvenes arresta-dos. Conforme se alejaba, la oscuridad y el silen-cio lo fueron envolviendo.

E-mail final60

Esta es la historia, comandante, que tanto quería que le contara. Y ahora, ¿qué conclusión obtenemos de estos acontecimientos que le he relatado?; ¿qué enseñanza podemos obtener de nuestra vida, ahora que la suya se acaba y la mía lleva más de su mitad recorrida?; ¿qué moraleja dejar a los que nos siguen?. No se me ocurre más que una reflexión: que las cosas no pasan por algo, o para algo, con un designio oculto, divino o humano, simplemente pasan; que la vida, en sí misma, no tiene ningún sentido, y que nosotros, míseros humanos, tenemos que darle un signi-ficado y un sentido al tiempo que tenemos para vivir. De nosotros depende vivir bien o mal, en el mundo luminoso o en el oscuro, o en una ti-bia grisura. Y que no hay mayor felicidad, que vivir haciendo lo que nos gusta y ganarnos la vida con eso. Y no obstante todo el mal que se ha

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acumulado en el mundo, tengo la convicción de que hay más bien que mal y más amor que odio.

Es la historia de mis andanzas de juventud, cuando usted me conoció, allá, en aquella vecin-dad lejana en el tiempo y que hoy ya no existe. ¿Qué habrá sido de toda aquella muchedumbre, aquellos muchachos y muchachas, mujeres y hombres, con los que me vi involucrado en aque-llos días? Según me cuenta usted en su último correo, a la Negra lo condenaron por asesinato, a Gerardo, Edgar, Enrique y Ramón, los encar-celaron por narcotráfico, a Guicho y el Pastillas los juzgaron y condenaron por narcomenudeo, a David lo encerraron por los delitos cometidos en el restaurante “La Costeña”; a las muchachas de la Pensión para Señoritas las dejaron en liber-tad por falta de pruebas. Gloria se quedó sola, cuidando a su padre enfermo. La Doña cerró su pensión, dispersándose sus protegidas por el si-niestro barrio, y a Celia, mi amor imposible de adolescencia, sus padres fueron a recogerla a la delegación y no se le hicieron cargos, viviendo de nuevo con su madre, aunque la familia nunca se volvió a unir. Los Chochos Plus Band dejaron de existir, como en general los chavos banda, convirtiéndose en las actuales “tribus urbanas”, y en los cárteles de la droga, la extorción y el secuestro. Los dispersó la vida y sus circunstan-

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cias; y, al final de cuentas, tuvieron el destino que se labraron. Como el suyo, que ahora llega a su final.

Lo curioso es que esta historia, que debería haber sido mi primera novela, nunca la pude es-cribir, quizá por estar demasiado involucrado emocionalmente en los acontecimientos. México ahora es muy diferente, ha cambiado, desgra-ciadamente, para peor, se ha modernizado, se ha puesto al día en tecnología, pero también se ha degradado moralmente; se ha logrado mayor democracia, pero aún domina la corrupción, el fraude electoral, y sobre todo, se ha generali-zado la violencia y la delincuencia organizada campea por sus fueros, fortalecida por la pobre-za, que empuja a muchos jóvenes a sus filas. En ese sentido, México sigue estancado. Y yo tam-bién soy muy diferente, más viejo, más desilu-sionado, pero también más sabio y aún con es-peranzas. Me convertí en profesor en ciencias, literatura y filosofía, y fui un escritor pasable y estoy satisfecho. Me casé y enviudé, tuve mis hi-jos que ya volaron a sus propios destinos.

Curiosamente, sin querer, la novela que quise escribir en aquellos años la vengo a escribir para usted, por entregas, en mis años de viejo. Como aparte de usted, muy poca gente la leerá, que

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quede como está. Adiós, comandante, no se ator-mente más con aquellas viejas historias, olvide y perdone, y descanse en paz. Por cierto, aunque es usted mi verdadero padre, y me salvó de un destino incierto en aquella época, no se ofenda si le digo que, para mí, mi único y verdadero padre fue aquel que murió siendo yo adolescente.

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El muchacho que está sentado en la banca del parque, ya de noche, lloviznando, de pronto sale de su letargo, se mesa los ca-bellos y se pasa las manos por la cara. Han sido estas unas se-manas accidentadas, de locura, pero instructivas. Ha aprendido mucho sobre el ser humano y sobre el mexicano en particular. Es hora, aunque duela el corazón y se atormente el alma, de pasar la página y hacer borrón y cuenta nueva. Ha salido del infierno de los bajos fondo de la gran ciudad, aunque no ha podido sal-var a la princesa. Es un héroe derrotado. Debe volver a su casa y continuar su camino por la vida, superar su desilusión y triunfar.

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