Ponencia La Plata4
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GESTOS DE DESESPERACIÓN: EXPERIENCIA DEL CUERPO AUSENTE EN
AGAMENÓN DE ESQUILO.
Jorge L. Caputo (UBA)
I. Introducción
El presente trabajo querría ofrecer, a partir del tratamiento de un asunto
específico y delimitado, una base desde la cual plantear cuestiones generales en torno al
problema de la tragedia. Dicho asunto específico es, en nuestro estudio, el relato de la
muerte de Ifigenia tal como es presentada en el Agamenón de Esquilo. Aun cuando
resulte siempre peligroso, en este autor, fragmentar la obra poética (habida cuenta de la
obsesionante trabazón de los elementos y figuras que la componen y que la relacionan,
además, con el conjunto de la trilogía), aspiramos a mostrar que es posible reconocer, en
dicho pasaje, ciertos motivos que ponen en tensión la naturaleza misma del
acontecimiento teatral.
Esto es así porque el propio relato parece alentar una crisis en su interior, siendo
como es un verdadero cruce de tiempos, de formas artísticas, de ausencias y presencias.
Buscamos diseñar un análisis que dé cuenta de algunas de las estrategias que nuestro
autor emplea para superar las tensiones entre acto y lenguaje, advirtiendo al mismo
tiempo la dimensión ontológica específica de los cuerpos en el teatro. Se trata de un
asunto que atañe muy específicamente a la tragedia, género que, para decirlo con
palabras de Nicole Loraux “no cesa de intercalar el decir en el ver y el ver en el decir.”
(Nicole Loraux, prólogo a Las redes del enigma, de Ana Iriarte, p. 13).
Nuestro análisis se desplegará en dos instancias. En primer lugar, aspiramos a
destacar la particular naturaleza del relato del coro, identificando allí una primera forma
de la ausencia de Ifigenia como ausencia de lenguaje. En un segundo movimiento, se
harán explícitos los modos a través de los cuales, una vez establecido ese
enmudecimiento, Esquilo puede tratar la escena bajo la forma de un dibujo que, con sus
peculiares características, funciona a manera de presentificación del cuerpo ausente.
II. La voz ausente
Algunas mínimas consideraciones teóricas desde las cuales iniciar nuestro
análisis. Resulta evidente, incluso enojosamente obvio, a estas alturas, resaltar la
1
importancia de la lengua y las palabras en la tragedia griega. Se trata de una presencia
particularmente relevante en nuestros estudios clásicos, habida cuenta del texto como
(casi) la única pervivencia del acontecimiento que investigamos, el teatro. En fin, aquí y
allí, lo que nos sale al encuentro en la tragedia es, una vez más, palabras. Esa situación
ha llevado, en algunas ocasiones, al olvido de la instancia performativa que es inherente
a la tragedia. Ocurre a veces como si, desde el análisis contemporáneo, se estableciera
una dicotomía entre acciones y palabras, entre lo visual y lo verbal, con lo que el crítico
se ve forzado a elegir entre uno u otro de estos caminos. En realidad, dicha dualidad se
ve superada si ambos aspectos se unifican en un concepto más amplio, esto es, la
acción, y la experiencia que ella implica para la sensibilidad del espectador. En efecto,
incluso las palabras, no lo olvidemos nunca, fueron palabras pronunciadas y
transportadas en el aire: palabras habladas y palabras cantadas, en suma, palabras físicas
(en el sentido concreto, material, positivo), pero también “palabras aladas”, como las
quería Homero (inevitable recordar en este punto los estudios de Ong sobre la oralidad).
Debe destacarse, sin embargo, que no decimos aquí que la palabra “actúa” en el
sentido en que puede entenderlo, siguiendo a Austin y a Searle, un crítico como Joe
Park Poe: “Las palabras también pueden actuar, y la acción puede ser diálogo. Una
expresión de una figura A puede lograr un cambio de actitud o de conciencia en B, que
se expresará en una palabra o movimiento que provoca una respuesta en A o C”.1 La
palabra actúa no sólo cuando dirige u orienta la acción de otros o cuando ella misma
porta un significado que es en sí mismo acción: la palabra en teatro es siempre
performativa porque todo en teatro lo es.
Pues bien, el problema de la voz, del contar, se instala en la obra desde el mismo
inicio. “El propio palacio, si voz tuviera, podría decirlo con la mayor claridad”, dice el
φύλαχ apenas comenzada la representación. ¿Decir qué? Obviamente, el adulterio de
Clitemnestra con Egisto, acaso también la amenaza del homicidio o la maldición que se
ha instalado sobre la casa. Como sea, se ha instalado un enigma, un límitación.
Se produce entonces el ingreso del coro y también allí resulta problematizada la
posibilidad de decir. En efecto, luego de pedir noticias a Clitemnestra, el coro se
dispone a contar la escena que ocupa el centro de nuestras reflexiones, el asesinato de
Ifigenia a manos de su padre. El relato se inicia con las siguientes, extrañas, palabras:
κύριός εFιμι θροεJιν, es decir, “tengo el poder de contar” o, en la traducción de Fraenkel,
1 Park Poe, Joe, “Word and deed. On ‘stage-directions’ in greek tragedy”, en Mnemosyne 56, 2003; p. 424. Nuestra traducción.
2
“I have power to tell” (v. 104)2. Se trata de tener autoridad, dominio, para hacer oír,
decir, contar; pero también para “gritar, chillar”, y “turbar, asustar”. Por contaminación
semántica, se tiene el poder de gritar: poder que, como veremos, le es negado a Ifigenia.
“Tengo el poder de contar”: ¿por qué? ¿De dónde viene ese poder? Ciertamente,
no puede ser la autoridad o el poder que dimanan, por ejemplo, de un mensajero. El
coro, y esto es claro, no puede haber sido testigo presencial de aquello que narra, y por
lo tanto su relato no es una simple recuperación de aquello que ha acontecido en la
extraescena. Acaso este poder sobre el relato deba oponerse al pedido de noticias que el
coro realiza a Clitemnestra, un poder sobre la narración que proviene del saber. Esto es
cierto, y sin embargo parece haber todavía más. Hay algo, en esas palabras, que parece
orientarlas hacia un particular y problemático estatuto ontológico. Afinemos nuestra
mirada.
Como dijimos, la autoridad del coro no proviene de la percepción visual típica
del mensajero que trae a escena aquello que ha visto por fuera de ella; sin embargo,
ambas funciones mantienen cierta semejanza. El coro introduce, como el mensajero, un
elemento narrativo en el seno de un acontecimiento teatral, y este es el primero de los
rasgos que tienden a complejizar la ontología de la obra. James Barrett, en su libro
dedicado a la presencia central del mensajero en la tragedia griega, nos recuerda que
“elementos de poesía épica, lírica, elegíaca, junto con discursos claramente marcados
como pertenecientes a la esfera de los oráculos, el rezo y el lamento, por ejemplo,
coexisten en el mismo escenario. El resultado, por lo tanto, es no sólo una multitud de
voces individuales, sino también una plétora de tipos de discurso. Quizás más que otras
formas de drama, la tragedia griega explota esos encuentros de diferentes voces como
medios de producir opacidad y ambigüedad en el lenguaje de las obras”3 El mensajero
(y también nuestro coro) se cargaría así con una función eminentemente épica, una voz
narrativa que además le transmitiría una profunda autoridad dada la cercanía de su
discurso con el prestigioso modo épico homérico.
Pero, de nuevo, el origen de su autoridad es más específico. En efecto, podemos
decir que el relato del pasado se lleva a cabo no sólo merced a la ancianidad del coro,
sino también de los dioses: al discutir el pasaje que principia la narración (vv. 104-106)
2 Para el presente estudio hemos utilizado Aeschylus, Agamemnon. Edited with a commentary by Eduard Fraenkel. Oxford, At the Clarendon Press, 1950. En adelante, todas las citas del comentario de esa obra se hacen por la presente edición. También hemos consultado Eschyle. Agamemnon. Les Choéphores. Les Euménides. Paris, Les Belles Lettres, 1997. 3 Barrett, James, Staged narrative. Poetics and the Messenger in greek tragedy; Los Angeles, University of California Press, 2002; p. XVI. Nuestra traducción.
3
Gloria Ferrari sostiene que “la afirmación de que la autoridad que les permite hacer
revelaciones (θροεJιν) sobre eventos pasados viene de un dios o de los dioses es bastante
explícita”4. La misma investigadora resalta que hay afinidades entre el vocabulario del
coro en esta instancia y el que es utilizado para describir el delirio mántico de Casandra,
siendo también θροεJιν el vocablo indicado para los gritos de la profetisa (v. 1141)5.
Apenas tengo espacio para insinuarlo, pero si ambas escenas resultan estructural y
semánticamente especulares, es posible aventurar que comparten cierta naturaleza
común, una presentificación de aquello que narran.
Resulta probado entonces que este relato es de alguna manera diferente a las
típicas intervenciones del elemento narrativo en el hecho teatral. Es en sí mismo grito,
revelación, experiencia (como también es pura experiencia el arrebato profético de
Casandra), y no una mera información de algo escamoteado a la vista de los
espectadores. Ocurre más bien como si la narración no fuera sólo (y simplemente) el
recuento de sucesos pasados, sino un relato que se recuerda y se hace presente porque se
ha vuelto ya mítico.
Aún más: el coro, además de recordar, se apropia y pone en su boca las palabras
de otros. En efecto, los ancianos de Argos no sólo recuerdan el vaticinio de Calcante: en
realidad, repiten sus palabras, vuelven a pronunciarlas, como también vuelven a decir
las de Agamenón. Al hacerlo, el coro es, en cierta forma, Calcante y Agamenón: los
presentifica. Nos encontramos frente a una nueva complicación ontológica.
Pero si el coro tiene, por decirlo así, un exceso de voces, hay un personaje que,
en su relato (y esto tiene, según creemos, una conexión estructural y temática ineludible
con todo lo que estamos revisando) carece, como la casa apostrofada por el vigía, de
voz. Me refiero, por supuesto, a Ifigenia. En el delicado pasaje que relata su muerte hay
un elemento que se destaca y que es, precisamente, su enmudecimiento. La virgen
puede implorar piedad, suscitar recuerdos, pero en el momento culminante de la
narración se encuentra imposibilitada de hablar o, más bien, de gritar. Recordemos la
contaminación de significados que regía todo el relato del coro. Tal vez sea un exceso
del análisis, pero el coro ciertamente evita ocupar la voz de Ifigenia. Recuerda y
reproduce las palabras de Calcante, de Agamenón, pero no del tercer (y central) sujeto
implicado en la historia. Su discurso sólo es referido indirectamente (bajo los siguientes
términos generales, casi abstractos: “Súplicas, gritos de ‘padre’ […] los jefes amantes
4 Ferrari, Gloria, “Figures in the text: metaphors and riddles in the Agamemnon”, en Classical Philology 92 (1997); p. 41. Nuestra traducción.5 Ibíd.; p.41.
4
del combate consideraron como nada” [vv. 228-230], para finalmente enmudecer. Y en
ese preciso momento vuelve la voz de Ifigenia, pero una voz melancólica, del pasado, el
fantasma de la voz que se pierde y muere: “lanzaba a cada uno de los sacrificadores el
lastimero dardo de su mirada, destacándose como en una pintura, queriendo llamarlos
por sus nombres, pues muchas veces había cantado en el salón del padre…” (vv. 240-
244).
El grito de Ifigenia es, por lo tanto, un grito ausente, no escuchado. Sobresale (y
el término no es casual, habida cuenta de la importancia que, como veremos enseguida,
tiene el relieve en la construcción de la escena) como vacío entre el conjunto de voces
invocadas por el coro. En el grito mismo que es el relato del coro, la voz de Ifigenia
aparece como ausencia. Pero, como veremos inmediatamente, es a partir de este
enmudecer que Esquilo puede avanzar un paso más en su relato y presentar a la joven
como un puro objeto, una presencia que se impone sin necesidad de voz.
Una última cuestión en torno al grito. Previsiblemente, dada la perfecta
orfebrería de la obra, no podíamos dejar de hallar la contraparte de este grito en la
segunda escena sacrificial de la obra, cuando es encarnada por Casandra. En efecto, ¿no
son los gritos de Casandra al ver y experimentar el sacrificio de Agamenón, una
respuesta, una carnadura al fin de los que Ifigenia no puede pronunciar?
III. El cuerpo desnudo
Ifigenia es, entonces, por estar silenciada, puro gesto de desesperación. Y vuelvo
a convocar aquí un concepto de Loraux: “con frecuencia, las palabras deben asumir la
parte del cuerpo; en donde, empleado por el coro o por los diversos mensajeros,
heraldos o esclavos encargados de anunciar lo que ha ocurrido fuera de la escena, el
verbo semáino indica que se va a ‘mostrar verbalmente’6”. Pero, en nuestro relato, dicho
“mostrar verbalmente” adquiere, y esto ha sido preparado en parte por la particular
naturaleza de la narración, verdadera fuerza de experiencia.
En este punto, un aspecto central del relato es el énfasis puesto en la desnudez de
Ifigenia. Recordemos el episodio: los generales del ejército aqueo atan a Ifigenia, la
amordazan y, en la lucha desesperada que la joven entabla para salvar su vida, sus
vestidos caen al suelo. La discusión en torno a si la expresión κρόκου βαφάς δ’ες πέδον
χέουσα (v. 239) da cuenta de vestiduras que caen o si se trata en cambio de la sangre
6 Loraux, Nicole, “Prólogo” a Iriarte, Ana, Las redes del enigma. Voces femeninas en el pensamiento griego. Madrid, Taurus, 1990; p. 13.
5
que se derrama, es ociosa, y la mayor parte de la crítica se ha inclinado, con razón, por
el primer sentido. Sin embargo, como hemos demostrado en otra oportunidad, hay entre
ambas posibilidades una relación inextricable, de continuidad y casi de igualdad: la
caída de las vestimentas abre el cuerpo a las miradas de los guerreros, anticipando la
apertura generada por la penetración del cuchillo del Atrida. Lo que queda es entonces
un cuerpo desnudo, rodeado de soldados sedientos de sangre que contemplan a la
virgen, en una escena en la que lo sagrado, la violencia y el erotismo se funden. Pero
escuchemos con más detenimiento las palabras del coro:
“Y mientras ella soltaba en el suelo los colores del azafrán, iba lanzando a
cada uno de los sacrificadores el dardo de su mirada, que incitaba a la
compasión. Daba la sensación de una pintura que los quisiera llamar por sus
nombres…”7
Nuestra atención debe fijarse en la comparación que Esquilo realiza entre
Ifigenia a punto de ser sacrificada y una pintura a la que se contempla. La traducción no
hace totalmente justicia a la imagen del original griego: πρέπουσα τnως Fεν γραφαqις (v.
242), donde el uso de πρέπω sugiere que Ifigenia sobresale de un grupo pictórico que
compone junto a otros personajes. El comentario de Fraenkel en torno a este pasaje es
inevitable:
“En este momento el gran y complejo grupo de hombres, jefes y ministros del
sacrificio, está al frente; afuera y detrás de ellos el grueso del ejército; todos
aparecen como un mero fondo contra el cual se recorta (stands out, mismo verbo
con que Frankel traduce πρέπω) la figura central de Ifigenia. Sus movimientos
apasionados hacen que su forma se destaque y sea nítidamente contorneada” (p.
139, nuestra traducción).
Esta comparación puede ser entendida en términos de objetivación de Ifigenia en
tanto obra de arte, la virgen como bien suntuario que Agamenón desperdicia en el
sacrificio y que se corresponderá, más avanzada la obra, con el mal uso que el Atrida
hace de otro objeto suntuario, la alfombra que pisa con sus pies (así entiende, por
ejemplo, Ruth Scodel8). Sin embargo, creo que esta escena puede entenderse también en
otro sentido. En efecto, todo en ella funciona como si Esquilo quisiera detener el curso
del relato y presentificar aquello de lo que se habla, abandonar el transcurrir de la
acción y ofrecer a los espectadores una imagen de lo que no puede ser mostrado en la
escena. Esquilo parece ser consciente de las limitaciones y especificidades de cada arte,
7 Esquilo, Tragedias. Madrid, Editorial Gredos, 1986. Vv. 239-242.8 Scodel, Ruth, “Δόμον άγαλμα: virgen sacrifice and aesthetic object”, en TAPA 126: 111-128.
6
porque es sólo desde el momento en que Ifigenia está incapacitada para emitir palabra
que puede, en rigor, ser comparada con una pintura muda. En este punto podría resultar
útil dirigir nuestra atención a las consideraciones sobre el desnudo que hace un
historiador el arte, Georges Didi-Huberman, en la senda de Georges Bataille. Debemos
señalar que dichas observaciones, contenidas en su ensayo Venus rajada9, son hechas a
propósito de El nacimiento de Venus, de Botticelli; sin embargo, creemos que,
sorteando las dificultades del anacronismo, muchas de sus ideas resultan reveladoras al
momento de entender esta escena, manifiestamente pictórica, del drama esquileo10. El
objetivo de Huberman es desandar el sendero de una crítica que tradicionalmente ha
idealizado el desnudo renacentista y escamoteado lo que él llama la “desnudez” impura,
táctil. El camino cuestionado por Huberman es de signo inverso al que estamos
presenciando en esta escena de la tragedia: en efecto, la crítica tradicional ha querido
ver, incluso apoyada en testimonios del propio Botticelli, a la Venus como una
transposición pictórica de ideas y discursos literarios, eliminando de ella toda
carnalidad, mientras que para nosotros se trata de entender, en el relato de los ancianos
de Argos, un intento por trasponer en palabras toda la carnalidad de una imagen, de un
desnudo que no puede ser visualizado en la escena.
Al referirse a dicho cuadro, Huberman destaca que Venus se encuentra en él
como si estuviera dotada de profundidad, separada de su fondo, como en un
bajorrelieve. La correspondencia entre estas palabras y la explicación del pasaje citado
dada por Fraenkel puede resultar caprichosa; sin embargo se desprende de ella una idea
reveladora: mediante la comparación pictórica, Esquilo sugiere a su auditorio la
posibilidad de tocar, siquiera mentalmente, como deseo, la profundidad de ese cuerpo
que no puede mostrar: como dice Huberman, el cuerpo desnudo en medio del mundo
social comparece ante dicho mundo, surge y se destaca adquiriendo relieve11. Si, como
hemos señalado anteriormente, desnudez y sacrificio se igualan, entonces la imagen que
estamos analizando se encuentra (como todo desnudo, según Huberman) atravesada por
una doble instancia de prohibición y placer, de forma tal que se reproduce, con la
9 Didi-Huberman, Georges, Venus rajada. Madrid, Losada, 2005.10 “Nunca se insistirá lo suficiente sobre hasta qué punto el miedo al anacronismo es bloqueante (…). Importa menos sentirse a sí mismo culpable que tener la audacia de ser historiador, lo que quizás corresponda a asumir el riesgo del anacronismo (o, al menos, de cierta dosis de anacronismo) bajo la condición de que sea con conocimiento de causa y eligiendo las modalidades de la operación” (Loraux, Éloge de l’anachronisme en histoire”, Le genre humain, n° 27, p. 23; citado en Didi-Huberman, Georges, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008.11 Didi-Huberman, Georges, Op. Cit.; p. 103
7
utilización de apenas unas pocas palabras, el esquema de ambigüedad, de fascinación y
horror que Walter Burkert designaba como lo propiamente trágico12. Resumiendo, caída
de los vestidos y apertura del cuerpo virginal a través del cuchillo se comunican, el
deseo de los participantes del sacrificio (deseo de la guerra –φιλόμαχοι- y deseo del
cuerpo) se continúa en el deseo de los espectadores que escuchan el relato de los
ancianos. Georges Bataille, al pensar la desnudez, escribía:
“La propia desnudez, una de cuyas convenciones es que emociona en la medida
en que es bella, es también una de las formas suavizadas que anuncia sin
desvelarlos los contenidos viscosos que nos horrorizan y nos seducen13. (…) la
desnudez (…) linda con el foco repelente del erotismo.”14
De nuevo, como hemos afirmado, la caída de las ropas implica el
desgarramiento y la apertura del cuerpo; el cuerpo desnudo que se ofrece a las miradas
es un cuerpo que se abre. De esta forma, Esquilo ha puesto en escena, mediante un
relato verbal, toda la dimensión ontológica que subyace en la imagen de un cuerpo sin
ropas.
Hemos dicho “presentificación”. Esquilo dirige nuestra mirada hacia esa pintura,
hacia ese bajorrelieve; es un foco de atención, un momento de detención del relato.
Como objeto artístico genera una fascinación que es comparable con aquella despertada
por el otro gran objeto suntuario de la pieza, la tela púrpura sobre la que camina
Agamenón. Taplin percibió con gran claridad esta atracción generada por el objeto:
“¿Cuál es el sentido del tejido mismo, la fina artesanía que se extiende con tanta
fascinación desde el carro hasta la puerta, y que atrae irresistiblemente al ojo?”15. En
efecto, se trata de una atracción irresistible, la misma que obliga al “ojo de la mente” a
posarse sobre la figura de Ifigenia, y que es otro de los varios elementos que vinculan
ambos momentos. Y aún más: hay una relación insoslayable entre la imagen del cuerpo
de Ifigenia, el tejido de púrpura y el propio cuerpo de Agamenón tal como nos es
mostrado, ya muerto, en la tina. Porque, ciertamente, todo en la obra se ha dirigido hacia
12 Burkert, Walter, Origini selvagge. Sacrificio e mito nella Grecia arcaica. Roma-Bari, Editori Laterza, 1998.13 Destaquemos la proximidad entre estas palabras de Bataille y la presencia constante de líquidos y fluidos en la trilogía, en especial la sangre (aunque es fácil encontrar referencias a los fluidos del ayuntamiento), hacia la cual se dirige un doble movimiento de deseo y repulsión, atracción y rechazo.14 Citado en Didi-Huberman, Georges, Op. Cit.; p. 114; nuestras cursivas.15 Taplin, Oliver, Greek tragedy in action. London and New York, Routledge, 2003; p. 58. Nuestra traducción.
8
ese momento culminante en que las puertas abiertas del palacio (verdadero dispositivo
que desata la anfibología y explicita los enigmas) muestran el cadáver de Agamenón,
clímax de esa misma fascinación de la que habla Taplin. Hacia el final, la casa ha
cumplido con el deseo del φύλαχ, y ha hablado: sólo que (de nuevo lidiamos con una
voz muda) lo hace sin palabras. El dibujo, la tela, el cadáver: en suma, objetos, cuerpos
en el centro del hecho teatral.
IV. Conclusión
A lo largo de este trabajo hemos intentado dar cuenta de la forma en que
Esquilo, en el relato estudiado, logra eludir las trampas de la mera “representación”
verbal. Con los elementos a su alcance, el poeta ha logrado dotar a sus palabras de una
fuerza teatral real, volviéndolas elementos de “presentación”, con una dimensión
ontológica propia que escapa a la idea de una simple comunicación.
Experiencia del cuerpo ausente: si hay una relación inextricable entre los
vestidos que se derraman de Ifigenia y el tapiz que Agamenón mancilla con sus pies, si
uno resulta la continuación del otro, entonces podríamos sugerir que Ifigenia está,
efectivamente, presente: como cuerpo vaciado. He allí la maestría poética y teatral de
Esquilo. Si la esencia del acontecimiento teatral puede definirse, de manera básica,
como la presencia de un cuerpo que acciona, nos enfrentamos a la paradoja de
identificar, en Agamenón, la presencia de un cuerpo ausente. Y el deber de explicarla.
Tal vez sea un buen camino estudiar este problema partiendo desde otro, muy
importante en Esquilo pero que apenas puedo dejar apuntado aquí: la vestimenta.
Porque, amén de la skené y la skenographia más o menos desarrollada, amén de los
metros de los versos trágicos, ¿no está acaso el acontecimiento teatral determinado por
un elemento más básico, más ingenuo, a saber, el hecho de que las personas que en ella
participan están vestidas con ropas extrañas, disfrazadas? Dejo a un lado, insisto, los
problemas relativos a la escenografía (que, por otra parte, no parece haber gozado nunca
de excesivo desarrollo entre los griegos). Adopto el buen consejo de San Pablo, “me
hago como tonto”, y vuelvo a preguntar: ¿no es el ropaje el elemento que determina al
teatro? Esquilo parece haber tenido una sensibilidad estética especial en lo que respecta
a este tema. Recordemos, sin ir más lejos, Los persas: allí, el problema de las
vestimentas, su descripción, se vuelve esencial. Apenas tengo tiempo de comentarlo
aquí, pero creo que este énfasis excede a una intencionalidad política o moral:
9
ciertamente, el ropaje está allí para portar significado, pero también para constituir
experiencia.
Una última especulación. Acaso ese disfraz que cubre casi todo el cuerpo del
actor termine siendo, finalmente, el cuerpo mismo. Pensemos, por ejemplo, en la
máscara, verdadero vehículo de transformación, de mutación del cuerpo. En ocasiones
nos asalta el temor de que, si mirásemos por debajo de ella, no encontraríamos nada.
10
Bibliografía primaria
Aeschylus. Agamemnon edited with a commentary by E. Fraenkel, Oxford, 1950.
Eschyle. Agamemnon. Les Choéphores. Les Euménides. Paris, Les Belles
Lettres, 1997.
Esquilo, Tragedias. Madrid, Editorial Gredos, 1986.
Bibliografía secundaria
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Los Angeles, University of California Press, 2002.
Burkert, Walter, Origini selvagge. Sacrificio e mito nella Grecia arcaica. Roma-
Bari, Editori Laterza, 1998.
Didi-Huberman, Georges, Venus rajada. Madrid, Losada, 2005.
Didi-Huberman, Georges, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las
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Madrid, Taurus, 1990.
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l’utilisation dramaturgique des libations et des sacrifices”, en Pallas 38, 1992.
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Mnemosyne 56, 2003.
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Oxford, Oxford University Press, 1992.
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Scodel, Ruth (ed.), Theater and society in the classical world. Michigan, The
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Librarie Philosophique J. Vrin, 1987.
11
Taplin, Oliver, Greek tragedy in action. London and New York, Routledge,
2003.
12