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Política científica y tecnológica de Estados Unidos: reseña histórica e implicancias para los países en desarrollo Bavhen Sampat Santiago de Chile, diciembre de 2007

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Política científica y tecnológica de Estados Unidos: reseña histórica e implicancias para los países en desarrollo Bavhen Sampat

Santiago de Chile, diciembre de 200 7

Este documento fue preparado por Bavhen Sampat, Universidad de Columbia. Este documento fue preparado para la conferencia “Políticas de ciencia, tecnología e innovación y desarrollo en América Latina: ideas, historias, desafíos”, Santiago de Chile 6 y 7 de diciembre de 2007. Las opiniones expresadas en este documento, que no ha sido sometido a revisión editorial, son de exclusiva responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las de la Organización La autorización para reproducir total o parcialmente esta obra debe solicitarse al Secretario de la Junta de Publicaciones, Sede de las Naciones Unidas, Nueva York, N. Y. 10017, Estados Unidos. Los Estados miembros y sus instituciones gubernamentales pueden reproducir esta obra sin autorización previa. Sólo se les solicita que mencionen la fuente e informen a las Naciones Unidas de tal reproducción.

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Índice

Introducción ........................................................................................5 I. Ciencia y tecnología en Estados Unidos en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial......................................7 II. Ciencia y tecnología durante la Segunda Guerra Mundial y los debates Bush-Kilgore........................................11 III. Política de ciencia y tecnología en el período de la posguerra: evidencia empírica sobre los patrones de financiación............................................................................17 1. Temas de política científica y tecnología en el período de la posguerra: más allá de los datos .....................21 1.1 Tensiones en el contrato social para la ciencia.............21 1.2 ¿Y qué ocurre con la política tecnológica?...................23 1.3 El caso de la política de patentes..................................24 1.4 Conclusiones e implicantes para la política tecnológica de los países en desarrollo.........................26 Bibliografía ......................................................................................31

Índice de gráficos Gráfico 1 FEDERAL R&D BUDGET BY FISCAL YEAR.......................18 Gráfico 2 FEDERAL R&D FUNDING AGENCY, FISCAL YEAR............18 Gráfico 3 FEDERAL R&D BY PERFORMER, FISCAL YEAR................19 Gráfico 4 FEDERAL R&D FUNDS BY CHARACTER OF WORK,

FISCAL YEAR....................................................................19 Gráfico 5 TOTAL U.S. R&D BY FUNDING SOURCE, FISCAL

YEAR ................................................................................20 Gráfico 6 BASIC RESEARCH, BY FUNDING SOURCE,

FISCAL YEAR....................................................................20 Gráfico 7 BASIC RESEARCH BY PERFORMER, FISCAL YEAR...........21

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Introducción

Con el creciente reconocimiento de que la ciencia y la tecnología son decisivas para el desarrollo social, político y económico de los modernos estados nacionales, existe en el mundo, y también en los países en desarrollo, un creciente interés en las políticas de ciencia, tecnología e innovación. Muchas de estas iniciativas apuntan a emular los “éxitos” de las políticas implementadas en Estados Unidos, a partir de la creencia de que el liderazgo científico y tecnológico estadounidense se sustenta en ellas.

El presente trabajo sostiene que las lecciones que se pueden extraer de la experiencia estadounidense son sutiles y más complejas de lo que se percibe convencionalmente. En la sección 2 se sostiene que en sus primeras fases el avance tecnológico de Estados Unidos se dio en un contexto caracterizado por la ausencia de políticas científicas y tecnológicas formales, tal como se conciben hoy en día. De hecho, al período anterior a la Segunda Guerra Mundial se lo identificaba como el período “en que la ciencia era huérfana” (Greenberg, 1967). Sin embargo, a partir de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos impulsa activamente sus políticas científico-tecnológicas. En la sección 3 se analiza el rol de la Segunda Guerra Mundial en moldear la política científica y tecnológica de Estados Unidos; en particular, se examina el modelo de política tecnológica del período y se resaltan los temas de controversia en los debates entre Vannevar Bush y Harley Kilgore sobre el perfil de la política de posguerra. Se analiza asimismo el Informe Bush —Science The Endless Frontier—que se considera como el documento base de la política científico-tecnológica estadounidense. En las secciones 4 y 5 se presenta evidencia empírica en relación al desempeño científico y

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tecnológico del país y se analiza el discurso sobre la política tecnológica a partir de la posguerra para evaluar en qué ha sido influyente el Informe Bush, y en qué no lo ha sido. Por último, en la sección 6 se presentan las conclusiones poniendo el énfasis en las lecciones que los países en desarrollo deberían (y no debería) extraer hoy de la experiencia estadounidense en materia de política científica y tecnológica.

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I. Ciencia y tecnología en Estados Unidos en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial.

A fines del siglo XVIII, Estados Unidos era una nueva nación, un país joven. Durante la Convención Constituyente, en el país se generó una discusión política en torno a lo que hoy se llamaría “política científica y tecnológica”. En ese debate hubo propuestas de crear una universidad nacional y financiar investigaciones con el fin de promover el desarrollo del conocimiento y descubrimientos útiles (Dupree, 1986). Pero la mayoría de estas propuestas no fueron aceptadas, reflejando la desconfianza que sentían muchos de los constituyentes, en particular los representantes de estados pequeños, hacia un gobierno central activo. Así, la única vez que se menciona la palabra “ciencia” en la Constitución de Estados Unidos es en el Artículo I, Octava Sección, donde se otorga al Congreso la facultad de establecer un sistema de patentes “para promover el progreso de la ciencia y las artes útiles”, lo cual resulta sorprendente si se considera que los dirigentes políticos de la nación eran más conscientes de los avances científicos y tecnológicos contemporáneos y se ocupaban más de ellos que los dirigentes de cualquier otra época posterior de la historia de ese país.

A pesar de la escasa infraestructura formal del gobierno para apoyar la ciencia y la tecnología, surgieron instituciones científicas nacionales. En este sentido, a fines del siglo XVIII y principios del XIX se crearon instituciones científicas como la Sociedad Filosófica de Estados Unidos y la Asociación de Estados Unidos para el Avance de la Ciencia (AAAS por su sigla en inglés). La mayoría de estas

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instituciones tenía un enfoque utilitarista. Como señala Smith (1990), “Al no tener universidades bien equipadas que pudieran promover el alto nivel de actividad científica del modelo europeo, los estadounidenses se centraron en lo experimental y lo utilitario y relacionaron estrechamente a la ciencia y la tecnología” (18).

Dada la condición de país en desarrollo en aquella época no sorprende que gran parte de la generación y adquisición de competencias y capacidades científicas y tecnológicas derivara de la adaptación y de la copia de tecnologías y métodos desarrolladas en los países entonces desarrollados, como Gran Bretaña. En este sentido, Smith (1990) señala:

Puede decirse que la revolución industrial llegó a Estados Unidos en 1790 con Samuel Slater. Mecánico experimentado, Slater había memorizado hasta el último detalle del proceso de producción empleado en las plantas textiles de Manchester, para luego abandonar clandestinamente Inglaterra, eludiendo las leyes de control de exportaciones. Después de vincularse a la acaudalada familia Browne de Providence, Rhode Island, se abocó a lanzar la industria textil en América del Norte (23).

Este y otros ejemplos de cierre de brecha tecnológica mediante la usurpación de tecnologías de los países desarrollados resultan especialmente interesantes, y algo paradoxal si consideramos la imposición que actualmente Estados Unidos y otros países desarrollados aplican en materia de leyes de propiedad intelectual rigurosas a los países en desarrollo. Cabe señalar que la adaptación de tecnologías externas por lo general no se daba libremente, sino que requería de lo que Dahlman y Nelson (1995) denominaron “capacidades de absorción social”. De hecho, un componente importante de las actividades tecnológicas, científicas y de investigación descentralizadas desarrolladas por personas y empresas en Estados Unidos era el seguimiento, la adaptación y la asimilación de tecnologías externas.

Desde principios del siglo XIX, el gobierno comenzó a apoyar activamente ciertas actividades técnicas, la intervención priorizaba la medición de tierras en los territorios nuevos, el establecimiento de normas y la creación de instituciones para el intercambio de información técnica entre organismos oficiales y empresas. Estas actividades se dieron sobre todo durante la Guerra de 1812 y la Guerra de Secesión. En general, la ciencia no avanzó mucho y las mejoras tecnológicas se daban de manera descentralizada con escaso apoyo del gobierno (Smith, 1990).

Aun sin el apoyo del gobierno en materia de ciencia y tecnología, la industria estadounidense floreció durante el siglo XIX. Hacia mediados de la década de 1860, observadores internacionales describían un nuevo “Sistema industrial de Estados Unidos”, que consistía en el empleo de herramientas mecánicas para fabricar grandes cantidades de componentes metálicos con un alto grado de precisión y estandarización. Este sistema llevó a espectaculares aumentos de productividad durante el siglo XIX, el cual se basaba más en técnicas mecánicas que en conocimientos científicos (Mowery y Rosenberg, 1991). El crecimiento tecnológico estadounidense en las industrias de producción masiva también fue facilitado por las grandes dimensiones del mercado nacional —que, entre otras cosas, creó economías de gran escala en la producción— y el acceso a recursos naturales abundantes (Nelson y Wright, 1992). Asimismo, la existencia de redes culturales y lingüísticas facilitó la comunicación entre innovadores y permitió la difusión relativamente rápida de técnicas de procedimientos óptimos (Nelson y Wright, 1992).

La excepción a la ausencia general de apoyo oficial a la ciencia se dio en la agricultura. Allí, tras constatar que los avances en química de suelos de la década de 1850 podrían mejorar la productividad de los agricultores estadounidenses, el gobierno aprobó en 1862 la Ley Morrill de concesión de tierras. La Ley Morrill otorgaba recursos a los Estados para la investigación universitaria en agricultura y para actividades de extensión dirigidas a i) vincular la investigación con problemas prácticos y ii) difundir los resultados de la investigación académica entre

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potenciales usuarios. Esta ley condujo, junto a posteriores iniciativas legislativas, a la formación de un sistema descentralizado de universidades que se dedicaban ocasionalmente a investigación básica, pero que tenían principalmente una orientación aplicada (Rosenberg y Nelson, 1994). Mowery y Rosenberg (1991) observan que el carácter descentralizado de estas universidades surgidas de la ley de concesión de tierras (que posteriormente se dedicarían también a la investigación en ingeniería y técnicas mecánicas) fue un factor determinante en su dinamismo tecnológico y sus aportes a la productividad estadounidense. Estos autores señalan lo siguiente:

“la diversidad misma del sistema de educación terciaria, la relativa facilidad de acceso al mismo y la ausencia de un sistema de financiamiento centralizado en el plano federal contribuyeron en su conjunto a conformar una cultura académica empresarial en la cual los programas de estudio y la investigación estuvieron más estrechamente orientados a las oportunidades comerciales que en muchos sistemas europeos de educación terciaria.” (94)

En la misma época en que se fundaron las universidades, ingresaron a la escena estadounidense otros dos tipos de instituciones. En primer lugar, luego de la Guerra de Secesión, cada vez más empresas estadounidenses comenzaron a realizar investigaciones científicas internas por razones de competitividad. Pero, al menos hasta la Primera Guerra Mundial, estos laboratorios de investigación industrial no se dedicaron como actividad principal la creación de nuevos conocimientos científicos, sino que más bien se concentraron en seguir de cerca las investigaciones científicas existentes y adaptarlas con el fin de contribuir a desarrollar y perfeccionar sus tecnologías (Mowery y Rosenberg, 1991).

Al mismo tiempo, hacían falta empleados capacitados en disciplinas científicas. Ello, entre otros acontecimientos, llevó al surgimiento en Estados Unidos de “universidades de investigación” modeladas conforme a la tradición alemana —es decir, centradas en la investigación básica—, la primera de las cuales fue la Universidad Johns Hopkins, fundada en 1876 (Geiger, 1986). Otras universidades—incluidas instituciones educativas de la época colonial como Harvard, Yale y Columbia—no tardaron en emular a Johns Hopkins, poniendo el hincapié en la investigación y la educación superior. Al mismo tiempo, se fundaban universidades de investigación totalmente nuevas, como las Universidades de Chicago y Stanford. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, las universidades de investigación comenzaban a ser reconocidas como la cuna de la investigación básica de Estados Unidos (Geiger, 1986). Estas universidades recibieron poco apoyo oficial, debiendo depender, para su subsistencia, principalmente del sector privado y de fondos filantrópicos.

La Primera Guerra Mundial ejerció una considerable influencia sobre la iniciativa científico-tecnológica de Estados Unidos. Como también sucedería con la Segunda Guerra Mundial, el gobierno se dio cuenta de que aprovechar el potencial científico y tecnológico incipiente del país significaría un aporte importante al esfuerzo bélico. Ello condujo a la creación, en 1916, del Consejo Nacional de Investigación, cuyo propósito era la coordinación y el seguimiento de las actividades de investigación que realizaban las universidades de investigación, las universidades estatales y los laboratorios de investigación industrial. La guerra mundial dio impulso a la investigación, especialmente por parte de las empresas industriales. Asimismo, los aportes de la ciencia y la tecnología a los esfuerzos bélicos llevaron a los políticos a reflexionar sobre cómo se podía promover la ciencia con fines pacíficos. Pero estas iniciativas —y en especial la financiación gubernamental de la investigación académica— enfrentaron resistencia en la comunidad científica. Más específicamente —y reflejando paradójicamente los debates actuales en torno a la financiación industrial de la investigación académica— destacados científicos de la época temían que los recursos financieros oficiales comprometieran la integridad científica y preferían recibir recursos de fuentes privadas y filantrópicas. Esta resistencia se debilitó un tanto en la década de 1930, luego

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de la Gran Depresión, época en que se redujeron las fuentes privadas de financiamiento (Geiger, 1986). Pero los cambios más considerables en este sector llegarían con la Segunda Guerra Mundial.

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II. Ciencia y tecnología durante la Segunda Guerra Mundial y los debates Bush-Kilgore.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tenía un sistema de universidades dedicadas a la investigación básica, un conjunto de universidades con una orientación más aplicada, y un grupo de empresas dedicadas a diferentes actividades que realizaban investigación científica y tecnológica por sí mismas. Pero no existía una normativa científica y tecnológica formal. Como señala Smith (1990) al referirse a este sistema, “la orquesta se armó, pero todavía no había una partitura en común para los músicos, ni un director”.

Hacia 1940 estaba claro que Estados Unidos entraría en la Segunda Guerra Mundial. También se sabía que sería una guerra tecnológica, donde el bando que tuviese más capacidad tecnológica sería el que tenía mayores posibilidades de ganar (Geiger, 1993). El presidente Roosevelt sabía que durante el período de entreguerras se habían desarrollado núcleos científica y tecnológicamente competentes. A efectos de poder explotar la competencia de los mismos y coordinar el esfuerzo científico y tecnológico en tiempos de guerra, recurrió a Vannevar Bush, ex vicepresidente y decano del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT por su sigla en inglés) y principal vocero de la comunidad científica.

Bush creó el Consejo de Investigación de Defensa Nacional (NDRC por su sigla en inglés) y fue designado al frente del mismo. Este Consejo tendría cuatro características fundamentales (Kevles, 1977). En primer lugar, todas las decisiones fundamentales serían

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adoptadas por una minoría selecta de científicos civiles que dependía directamente del Presidente, tratándose de una reacción directa ante la antipatía que causaba el control del gobierno en los científicos. En segundo lugar, gran parte del esfuerzo en materia de ciencia y tecnología que se realizó durante la Segunda Guerra Mundial se financió a través de investigaciones por contrato a científicos financiados por el gobierno en universidades (y empresas) en lugar de reclutarlos para trabajar en instituciones oficiales en épocas de guerra, lo cual ayudó a evitar que se distorsionara la actividad científica y a explotar la infraestructura existente. En tercer término, había una fuerte relación de dependencia respecto a algunas instituciones de elite, donde la amplia mayoría de los fondos para instituciones académicas iban a parar a un puñado selecto de instituciones y el 40 % de los contratos industriales estaban el mas manos de solo diez empresas (Kevles, 1977). Como cuarto elemento característico, los recursos para investigación y desarrollo bélicos eran esencialmente ilimitados, lo cual ponía de manifiesto la atmósfera de crisis, que se vivía en esos tiempos. En 1941, a solicitud de Bush, se ampliaron las atribuciones del NDRC para que se incorporara la investigación médica y se le cambió de nombre, pasando a denominarse Oficina de Investigación y Desarrollo Científicos (OSRD por su sigla en inglés).

Un rasgo central de la organización de la política científica bélica fue “mantener el ejercicio de la opción científica en manos de científicos”, quienes (creían) “ser los únicos que estaban en condiciones de juzgar los méritos de cierta línea de investigación” (Dupree, 1986). En esas circunstancias, la comunidad científica gozaba de recursos y de rango, así como de la ausencia general de interferencia política en la tarea de investigación. Al mismo tiempo, los científicos no podían contar con total discreción sobre los problemas de investigación, dadas las necesidades específicas de los militares durante la guerra, aspecto que algunos resentían y que sería un elemento determinante en la polémica sobre la política científica en la posguerra instaurada en ese entonces.

Si bien la bomba atómica es el avance tecnológico más comúnmente asociado con la Segunda Guerra Mundial, hubo otras múltiples invenciones, desde el desarrollo de un proceso para la producción masiva de penicilina hasta la tecnología de radares, que fueron fundamentales para la victoria aliada. Así, en 1944, más de un año antes del lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Vannevar Bush figuraba en la portada de la revista Time como “El general de la física”. Estaba claro que la ciencia y la tecnología habían ganado la guerra y rápidamente se centró la atención en cómo organizar las actividades científicas y tecnológicas de la posguerra. Si bien había mucha controversia sobre los aspectos específicos, existía amplio consenso de que la actitud de laissez-faire previa a la Segunda Guerra Mundial sería abandonada. El gobierno respaldaría la ciencia en épocas de paz.

Si bien se reconocía la importancia de la ciencia y la tecnología en el esfuerzo bélico, había una cantidad de prominentes políticos liberales a quienes no seducían mucho los rasgos elitistas de la política científica y tecnológica de la guerra y deseaban modificarla cuando llegaran tiempos de paz. Más ruidosamente, el senador Harley Kilgore (demócrata de West Virginia) expresó su preocupación acerca de varios rasgos del esfuerzo bélico, como lo describe en detalle Kevles (1977). La primera inquietud que manifestaba Kilgore era que la amplia mayoría de los fondos fueran a dar a una minoría selecta de científicos y grandes empresas, la mayoría de los cuales estaba ubicada en el noreste y en California. Kilgore consideraba que este modelo, que quizás había sido apropiado en tiempos de guerra, provocaría desigualdades geográficas si continuaba en la etapa de posguerra. En segundo lugar, tenía la inquietud de que las patentes que surgieran de las investigaciones de la época bélica fueran asignadas a investigadores en vez de quedar en el dominio público, lo que también podría exacerbar la concentración de poder tecnológico y económico en manos de grandes instituciones de elite. En forma más general, Kilgore despreciaba el control de la política científica y tecnológica por parte de un puñado de científicos de elite, dirigidos por Bush.

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La propuesta de Kilgore para la política científica y tecnológica de posguerra –la ley de movilización científica– exhortaba a crear una sola institución financiadora de la investigación básica y aplicada: la Fundación Nacional de Ciencia. Esta institución financiaría tanto la investigación básica como la aplicada y colocaría en el dominio público las patentes resultantes de la investigación pública, no estaría conducida por una minoría selecta de científicos, sino que por un “consejo y un grupo asesor, ambos cuales tendrían representantes de la industria, la agricultura, los trabajadores y las pequeñas empresas, así como de la ciencia y la tecnología” (Kevles, 1977, 10).

Esta iniciativa generó inquietud en la comunidad científica. La mayoría de los científicos gozaban de la afluencia de fondos para la ciencia del esfuerzo bélico, pero les disgustaba el control burocrático de la investigación que exigía la guerra y no querían que continuara en tiempos de paz. Los científicos –encabezados por Bush– estaban especialmente preocupados debido a que el control radicaría en no científicos, quienes (en opinión de los científicos) carecían de la capacidad de elegir proyectos meritorios.

En respuesta, la comunidad científica se movilizó bajo la conducción de Vannevar Bush. Específicamente, Bush se aseguró de que el Presidente Roosevelt le solicitara la elaboración de un informe sobre la política científica y tecnológica de posguerra (Zachary, 1999). La carta comenzaba así:

Estimado Dr. Bush: La Oficina de Investigación y Desarrollo Científicos, de la cual usted es Director, representa una experiencia extraordinaria de trabajo en equipo y cooperación para coordinar la investigación científica y aplicar el conocimiento científico existente a la solución de los problemas técnicos predominantes en guerra […] Sin embargo, no hay motivo para que las lecciones que se hallen en este experimento no sean empleadas de manera fructífera en tiempos de paz. La información, las técnicas y la experiencia de investigación desarrolladas por la Oficina de Investigación Científica y Desarrollo y los miles de científicos de las universidades y de la industria privada deberían ser empleados en los tiempos de paz que vendrán para mejorar la salud nacional, crear nuevas empresas que generen nuevos empleos y elevar el nivel de vida nacional.

La respuesta de Bush, redactada conjuntamente con un comité de científicos de elite, fue el informe “Science, The Endless Frontier”. El “informe Bush” es con frecuencia considerado el documento de base de la política científico-tecnológica de Estados Unidos.

El informe (Bush, 1945) contiene tres consideraciones fundamentales sobre la investigación básica que determinan las propuestas políticas específicas detalladas en el documento.

1. “La investigación básica conduce a nuevo conocimiento; aporta capital científico; crea el fondo del cual se deben extraer las aplicaciones prácticas del conocimiento. Los nuevos productos y los nuevos procesos no aparecen adultos, sino que se fundan en nuevos principios y nuevas concepciones, que a su vez son desarrolladas laboriosamente con la investigación en el ámbito más puro de la ciencia […] la investigación básica es la que marca el ritmo del progreso tecnológico.”

2. “No podemos esperar que la industria llene el vacío en forma adecuada, la industria se pondrá a la altura del desafío de aplicar el nuevo conocimiento a nuevos productos y para ello se puede recurrir al incentivo comercial, pero la investigación básica es esencialmente de naturaleza no comercial y no recibirá la atención que requiere si se deja en manos de la industria.”

3. “La investigación básica se realiza sin pensar en los fines prácticos, desemboca en conocimiento general y en una comprensión de la naturaleza y sus leyes. Este conocimiento general proporciona los medios para dar respuesta a una gran cantidad de

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importantes problemas prácticos, aunque puede no dar respuesta completa y específica a ninguno de ellos. La función de la investigación aplicada es dar esas respuestas completas. El científico que realice investigación básica puede no estar interesado en absoluto en las aplicaciones prácticas de su trabajo, pero el progreso adicional del desarrollo industrial acabaría por estancarse si se dejara de lado por mucho tiempo la investigación científica básica”.

Las afirmaciones del punto 1 han sido interpretadas, en general, como los pilares del “modelo lineal” de innovación, según el cual la investigación básica es necesaria y suficiente para el progreso técnico de la industria. Este modelo fue posteriormente cuestionado por economistas y analistas de ciencia política como una caracterización inadecuada de la relación entre ciencia, tecnología e innovación (Kline y Rosenberg, 1986).

La segunda afirmación anticipa la teoría de la “falla de mercado” en cuanto al financiamiento de la investigación básica (Nelson, 1959; Arrow, 1962); la investigación básica es fundamental para el desarrollo de capacidades tecnológicas a nivel de empresas, y se precisa del apoyo del gobierno para mantenerla en los niveles socialmente deseables. Por contraste, Bush argumenta que la “investigación aplicada” sería incentivada por el sistema de patentes y, en efecto, estos son los aspectos de “política tecnológica” que contiene el informe Bush, según se analiza a continuación.

Estas dos primeras afirmaciones legitimizan la intervención del estado para la financiación de las actividades de investigación básica, pero no indican quien tomaría las decisiones de financiación. Este punto es recogido en la tercera premisa; al caracterizar la investigación básica como no planificable, Bush debilita el argumento de Kilgore y de otros de que las decisiones sobre asignación deberían ser tomadas por funcionarios o por quienes responden a necesidades prácticas (Nelson, 1997; Stokes, 1994). Para Bush esto es imposible porque los frutos de la ciencia son imprevisibles. Con esta caracterización, Bush sentó las bases para la gobernanza de la ciencia por científicos, con mérito científico, para líneas especiales de investigación (determinadas por revisión de pares) como variables primarias que conduzcan las decisiones de asignación.

Los tres puntos delineados anteriormente constituyeron una plataforma de lanzamiento para el plan institucional específico de Bush en su informe “Science, The Endless Frontie”. Al igual que Kilgore, Bush propone la creación de una sola fundación que financie la investigación, pero esa fundación se centraría en la investigación básica y quedaría políticamente aislada, el Presidente designaría un consejo integrado primariamente por científicos, y el consejo nominaría un director. Por su parte, la financiación estaría orientada a apoyar a las mejores instituciones y personas, con revisión de pares como principal mecanismo de asignación de recursos.

Las diferencias entre las propuestas de Kilgore y de Bush eran manifiestas. Como sugiere Kevles (1977):

Las diferencias entre Bush y Kilgore se reducían a un solo tema: Kilgore quería una fundación que fuera sensible al control de los legos y estuviese dispuesta a respaldar la investigación para el avance del bienestar general, mientras que Bush y sus colegas querían una institución dirigida por científicos orientada principalmente al progreso de la ciencia (16).

El elemento común de las propuestas de Bush y Kilgore era que hubiese solamente una gran institución proveedora de recursos a efectos de evitar la duplicación del financiamiento y de ayudar en la coordinación del esfuerzo de investigación. En testimonio ante el Senado sobre el proyecto Kilgore, 99 de 100 testigos respaldaron esta disposición (Kevles, 1977), pero de manera algo irónica, fue el elemento que no se concretó. La legislación basada en los modelos de Bush y Kilgore fue introducida en el Congreso en 1945, y fue muy polémica en torno al debate del control político en oposición al control científico. Pero mientras que los políticos debatían, el sector comercial del país seguía adelante y alguien tenía que albergar la investigación científica y

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tecnológica que se hallaba en curso. En 1946, se creó el Organismo de Energía Atómica (que luego se convertiría en el Departamento de Energía), institución que absorbió la investigación nuclear y sobre energía en tiempos de guerra. Ese mismo año se fundó la Oficina de Investigación Naval y, en 1949, se crearon los Institutos Nacionales de Salud ,para absorber la investigación médica, y el Departamento de Defensa, que se hizo cargo de otras investigaciones militares.

En 1950, se llegó a un compromiso entre los planteos de Bush y de Kilgore para crear la Fundación Nacional de Ciencia, según se detalla en Kevles (1977). La Fundación tenía como objetivo canalizar la financiación para la investigación básica y la capacitación. Siempre según una posición intermedia entre los planes de Bush y de Kilgore, se estableción que el director fuera de designación política (presidencial), pero también se previó que respondería primariamente ante un grupo de científicos de excelencia reunidos en el Consejo Nacional de Ciencia. Sin embargo, como consecuencia de los atrasos para aprobar el proyecto de compromiso, cuando se instituió la Fundación Nacional de Ciencia, gran parte de la investigación en curso del país ya había sido acogida por otros organismos orientados a objetivos específicos. Como señalan Graham y Diamond (1997):

Hacia 1950, la naturaleza pluralista del sistema federal de investigación estaba bien establecida y la nueva fundación, pese a su marcada orientación a la investigación primaria, estaba en desventaja con su ingreso tardío. Los fondos de investigación de la Fundación ampliarían modestamente la olla de ayuda federal, pero la Fundación no sería reformulada considerablemente ni coordinaría la política científica nacional.

En vez de haber una sola institución que coordinara la investigación, se sentaron las bases de un tema clave en la política científica estadounidense de posguerra: el pluralismo.

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III. Política de ciencia y tecnología en el período de la posguerra: evidencia empírica sobre los patrones de financiación.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1940, el total de fondos federales de Estados Unidos para la investigación y desarrollo amontaban a menos de cien millones de dólares (Mowery y Rosenberg, 1991), lo cuales era principalmente dedicados a la investigación agrícola. Hacia fines de la guerra, los fondos federales aumentaron a una magnitud de 2.000 millones de dólares y, como se exhibe en el gráfico 1, continuaron creciendo considerablemente a lo largo del tiempo:

Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciencia y la tecnología dejaron de ser “huérfanas”: el gobierno federal se convirtió en patrocinador activo. A primera vista, estas cifras pueden ser percibidas como pruebas de éxito del Plan Bush. Sin embargo, como se sugiere anteriormente, el auge de las instituciones con fines específicos hicieron que la organización central que Bush, Kilgore y casi todos los demás artífices de la política científico-tecnológica impulsaban estuviese condenada a constituir una pequeña parte del cuadro. La mayor parte de la financiación de posguerra fue asignada a organismos orientados a objetivos específicos, con solamente una parte del total de fondos de investigación y desarrollo para la Fundación Nacional de Ciencia (véase el gráfico 2):

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1955 1965 1975 1985 1995

05000000

1000000015000000

200000002500000030000000

3500000040000000

4500000050000000

550000006000000065000000

70000000

FEDERAL R&D BUDGET BY FISCAL YEAR

(THOUSANDS OF 1995 DOLLARS)

1 9 5 5 1 9 6 5 1 9 7 5 1 9 8 5 1 9 9 5

05 0 0 0 0 0 0

1 0 0 0 0 0 0 01 5 0 0 0 0 0 02 0 0 0 0 0 0 02 5 0 0 0 0 0 03 0 0 0 0 0 0 03 5 0 0 0 0 0 04 0 0 0 0 0 0 04 5 0 0 0 0 0 05 0 0 0 0 0 0 05 5 0 0 0 0 0 06 0 0 0 0 0 0 06 5 0 0 0 0 0 07 0 0 0 0 0 0 0

FEDERAL R&D BY FUNDING AGENCY, FISCAL YEAR

THOUSANDS OF 1995 DOLLARS

OTHER

DOD

AEC/DOE/ERDA

HEW/HSS

NSF

NASA

Gráfico 1 Federal R&D Budget by fiscal year

(thousands of 1995 dollars)

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Gráfico 2

FEDERAL R&D BY FUNDING AGENCY, FISCAL YEAR (thousands of 1995 dollars)

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

En cambio, el organismo más importante de investigación y desarrollo, entre 1955 y 1995, fue el Departamento de Defensa. La investigación en materia de defensa distó mucho de ser la investigación básica “pura”, que era el objetivo principal del informe Bush. Además, gran parte de la investigación sobre defensa no fue realizada por universidades sino más bien por contratistas industriales. Así, como se muestra en los gráficos 3 y 4, la mayoría del gasto en investigación y desarrollo federal fue realizado por el sector privado y se centraba en la “investigación aplicada” y el “desarrollo” en lugar de en “investigación básica”.

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Gráfico 3

FEDERAL R&D BY PERFORMER, FISCAL YEAR (thousands of 1995 dollars)

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Gráfico 4

FEDERAL R&D FUNDS BY CHARACTER OF WORK, FISCAL YEAR

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Tomados en conjunto, los gráficos pueden cuestionar la visión común del plan Bush como el documento de base de la política de investigación y desarrollo de Estados Unidos (Mowery, 1997; 2007).

Sin embargo, un aspecto del plan Bush que resultó muy influyente fue la noción de que el gobierno federal aportaría la mayor parte de los fondos para la investigación básica. Los gráficos 5 y 6 demuestran que el papel federal en respaldar la investigación es mucho más elevado para la investigación básica que para el total de las actividades de investigación y desarrollo.

1955 1965 1975 1985 1995

05000000

10000000150000002000000025000000300000003500000040000000450000005000000055000000600000006500000070000000

FEDERAL R&D BY PERFORMER, FISCAL YEAR

THOUSANDS OF 1995 DOLLARS

FOREIGNSTATE/LOCALUNIVERSITY/NONPROFITINDUSTRY

INTRAMURAL

1965 1975 1985 1995

0.00%

10.00%

20.00%

30.00%

40.00%

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Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

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Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Además, en línea con el plan Bush, los actores clave en investigación “básica” en Estados Unidos durante han sido las universidades.

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Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

1. Temas de política científica y tecnológica en el período de la posguerra: más allá de los datos

1.1 Tensiones en el contrato social para la ciencia

Los datos que se presentan en la sección anterior sugieren que el efecto directo del plan Bush en la política de ciencia y tecnología fue más limitado de lo que generalmente se cree. La mayor importancia del informe Bush fue la repercusión ideológica que tuvo en la forma en que debe regirse la ciencia; el informe introdujo el concepto de lo que desde entonces se ha denominado un “contrato social” de la ciencia. En virtud de este contrato no escrito, como lo describen Guston y Keniston (1994), el “gobierno se compromete a financiar las ciencias básicas que otros científicos consideren que vale la pena apoyar, y los científicos se comprometen, por su parte, a realizar sus investigaciones en forma eficiente y digna y a aportar una corriente constante de hallazgos que puedan traducirse en nuevos productos, medicamentos o armas.” En otras palabras, el gobierno financia la ciencia, pero los científicos tienen autonomía en la distribución de los fondos en y la forma en que se regula la ciencia, comprometiéndose a aportar a cambio y resultados amplios, no específicos.

Más allá de los datos, muchos de los debates en torno a la política científica reflejan tensiones en este contrato. A partir de la década de 1960, tanto los políticos como la sociedad civil comenzaron a plantearse si el consenso alcanzado en tiempos de guerra estaba dando los frutos prometidos (Smith, 1990); esto llevó al desarrollo de iniciativas dirigidas a rediseñar el sistema de financiación de las actividades científicas, para desplazarlo de la órbita de la revisión de pares y vincular las decisiones de financiación más explícitamente con la búsqueda de los resultados deseados. Estas preocupaciones resurgieron periódicamente a lo largo del último medio siglo, generalmente en circunstancias de restricción presupuestaria. Como consecuencia, se han producido algunos cambios, pero por lo general el principal criterio determinante es el mérito científico de las propuestas, con cierto hincapié en la planificación.

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Otra de las tensiones que afectó al contrato social fue la presión por trascender una exigencia de responsabilidad “amplia” y medir el efecto de las actividades científicas con financiación pública en términos de resultados. La comunidad científica en general se ha resistido a estas presiones, argumentando que es difícil condicionar la financiación al logro de resultados específicos y que insistir en la obtención de resultados medibles podría “excluir” a la investigación básica (David, Mowery y Steinmueller, 1992; David, 1994).

Un ejemplo de la tensión entre acentuar los objetivos científicos e insistir en la medición o evaluación de los resultados sociales derivados de la ciencia está dado por los Institutos Nacionales de la Salud (NIH por su sigla en inglés). A mediados del decenio de 1990, desde el Congreso y los medios de comunicación se plantearon inquietudes sobre posibles desajustes entre los mecanismos de financiación de esos Institutos y los costos sociales de ciertas enfermedades. Varios integrantes influyentes del Congreso utilizaron estas cifras para criticar a los NIH, acusándolos de estar más preocupados por financiar investigaciones interesantes desde el punto de vista científico que por satisfacer las necesidades y prioridades sanitarias del país (IOM, 1998). La comunidad científica, por su parte, rechazó esta concepción de asignar fondos en función de un “recuento de víctimas”. Harold Varmus, en ese momento Director de los Institutos Nacionales de Salud, declaró ante los legisladores que financiaban su organismo que:

“Debido a que la ciencia procura descubrir lo que se desconoce, es inherentemente impredecible; en este sentido, se diferencia de la mayoría de las actividades, que pueden emplear métodos bien establecidos para generar cantidades planificadas de productos conocidos. La historia ha demostrado reiteradamente los beneficios de permitir que una parte considerable de nuestras actividades de investigación sean guiadas por la imaginación y la productividad de científicos individuales, no por un plan reglamentado dirigido a mitigar enfermedades que seguimos sin comprender cabalmente”.1

Esta tensión entre asignación de recursos en función de los resultados sociales deseados conducida por el Congreso y la asignación de recursos en función de lo que es mejor para la ciencia según decisión de los científicos, evoca los temas que estaban en el centro del debate Bush-Kilgore de hace 50 años.

Otro ejemplo de estas tensiones surge de la respuesta de la comunidad científica a la Ley sobre Desempeño y Resultados en el Gobierno (GPRA por sus iniciales en inglés) de 1993 (Cozzens, 1999). Esta ley –que no se refiere explícitamente a los organismos encargados de financiar las ciencias sino más bien a todo el aparato burocrático– estipula que los organismos federales deben definir sus objetivos específicos, tomar medidas que reflejen esos objetivos y elevar al Congreso en forma periódica informes sobre sus avances. En un principio, los organismos encargados de financiar las ciencias creyeron, equivocadamente, que la GPRA no se aplicaba a ellos. Desde que se promulgó la ley, por lo general ha habido laxitud en el cumplimiento de estas disposiciones, destacando en los informes que presentan en virtud de la GPRA los hallazgos científicos por sobre los resultados sociales (Cozzens, 1999).

Sin embargo, en los últimos tiempos ha habido una mayor insistencia del Poder Ejecutivo en vincular la actividad científica a los resultados y en medir la ciencia. John Marburger, Asesor Científico del Presidente, sostuvo recientemente que debía dedicarse más atención y recursos a la “ciencia social de la política científica” y dijo asimismo que la política científica “es en gran medida una rama de la economía y su puesta en práctica exige el tipo de herramientas cuantitativas de las que disponen las autoridades de la política económica, incluidos los múltiples y variados modelos econométricos, así como una base de investigación académica.”2 Si bien aún está por

1 (Testimonio de Varmus, http://www.hhs.gov/asl/testify/t970501a.html). 2 (http://www.ostp.gov/html/02_4_15.html).

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verse el efecto que tendrá esta iniciativa, sí resulta una importante lección respecto a la política científica de Estados Unidos: actualmente sabemos muy poco acerca de cuándo, por qué y cómo “funciona” e incluso de si efectivamente funciona en el sentido de lograr resultados socialmente deseables.

1.2 ¿Y qué ocurre con la política tecnológica?

Un aspecto interesante de la política de ciencia y tecnología es la poca atención prestada a la tecnología o a las políticas de innovación civil, es decir a las políticas dirigidas a promover la creación de tecnologías o sectores específicos. Más allá de algunas iniciativas (véase, por ejemplo, Branscomb y Keller, 1998), la consideración de políticas tecnológicas y de innovación del ámbito civil ha sido más bien mínima en la posguerra, y las cuestiones de “política tecnológica” han sido una parte reducida en el presupuesto total de investigación y desarrollo o en la atención de los responsables políticos. (En cambio, en el ámbito de defensa no civil, las normativas de promoción de tecnologías militares específicas son bastantes comunes). Esto en parte refleja la existencia de una sensación extendida de que para los gobiernos es difícil “elegir ganadores” y de que aun cuando los gobiernos pudieran hacerlo, lo que hubiesen decidido correría el riesgo de ser manipulado por ciertos grupos de interés.3

La ausencia de una política tecnológica explícita también refleja la ideología representada por el informe Bush. Según el “modelo lineal” de innovación propuesto por Bush, la política tecnológica no es pertinente: es necesario y suficiente dotar de recursos a la investigación básica para impulsar avances tecnológicos en el proceso de transformación. Como señala Smith (1990):

El consenso de la posguerra también supuso un acuerdo sobre la forma en que la tecnología pasa del laboratorio a su aplicación comercial. La idea central era la ausencia de una idea: no parecía haber necesidad de tener una estrategia deliberada de promoción de la innovación [...] había consenso en que era poco necesario contar con políticas explícitas que fomentaran el desarrollo de tecnologías no militares, mientras el gobierno siguiera estimulando incentivos de mercado (58).

Además de pecar de omisión en este sentido, según Nelson (1997), el informe Bush también adolecía de otra carencia importante. En su afán por proteger la autonomía de los científicos al adoptar decisiones de financiación, y en particular para evitar la planificación gubernamental de la investigación básica, Bush se tomó la molestia de definir la investigación básica como una actividad que no se prestaba a la planificación y de hacer hincapié en el importante carácter aleatorio del trayecto desde la investigación científica hasta sus beneficios sociales. Específicamente, aunque Bush era sin duda consciente de lo que Stokes (1994) luego denominaría investigación básica “orientada al uso” (es decir, una investigación que es a la vez fundamental y está dirigida a resolver problemas específicos) hizo todo lo posible para evitar referirse a esta categoría y no abrir las puertas a una microgestión burocrática de la ciencia.

Sin embargo, el grueso de la financiación de la posguerra ha sido destinado a campos de investigación básica orientada a objetivos específicos; y esta política tecnológica de facto ha sido exitosa; según sostiene Nelson (1997):

“Si se considera la evolución de la industria estadounidense en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, es sorprendente cómo las industrias más competitivas en el plano internacional se han nutrido precisamente de las áreas tecnológicas en las cuales ha habido un grado importante de investigación básica dirigida. Así, la industria estadounidense se ha destacado en la electrónica, cuyas bases científicas han recibido amplia financiación del Departamento de Defensa, y en

3 Véanse entre otras las reflexiones de Paul Krugman sobre este tema en : http://www.pkarchive.org/economy/IndustrialPolicyNotBad.html.)

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farmacéutica y dispositivos médicos, donde los Institutos Nacionales de Salud han invertido generosamente en investigación básica universitaria” (44-5).

Nelson sostiene que reconocer más explícitamente que la investigación básica puede estar dirigida a fines determinados es decisivo para lograr una política tecnológica efectivamente civil; si bien reconoce que “elegir ganadores” es una tarea difícil y susceptible de manipulación política.

1.3 El caso de la política de patentes

Un componente de política tecnológica que sí fue considerado por el comité de Bush, si bien no figuró en forma destacada en el informe, fue la política de patentes. Como se analiza en la sección 2, la política de patentes fue una de las pocas áreas de la política científico-tecnológica de Estados Unidos que recibió atención en los albores de esa república. Una de las preocupaciones de Kilgore y otros era que las grandes empresas se estaban aprovechando del sistema vigente de patentes para obtener patentes excesivamente amplias y disuadir a las empresas más pequeñas a fin de excluirlas (Kevles, 1977). Otra preocupación, y una de las principales motivaciones detrás de la propuesta legislativa inicial de Kilgore, era asegurar que las patentes desarrolladas a partir de investigaciones financiadas con recursos públicos pasaran al dominio público en vez de quedar en manos de quienes obtenían las concesiones o los contratos. Kilgore afirmaba que permitir que las patentes surgidas de investigaciones financiadas con fondos federales fueran de los contratistas (en vez del gobierno) favorecía a las grandes empresas en detrimento de las pequeñas. Decía además que esa política perjudicaría a los consumidores, quienes se verían obligados a pagar precios monopólicos por lo que era en definitiva producto de investigaciones financiadas por ellos mismos a través del pago de impuestos. En el otro extremo del debate, los defensores de que las patentes quedaran en manos de los contratistas sostenían que no permitirlo alejaría a empresas competentes de la investigación financiada por el gobierno y, al no haber titularidad, se reducirían los incentivos para invertir en el desarrollo comercial de estas invenciones.

Con respecto al tema general de la calidad de las patentes, Bush apoyaba en alguna medida las quejas de que el sistema de patentes era objeto de posibles abusos, aunque creía que estos lamentos eran exagerados. En este sentido, en su informe “Science, The Endless Frontie” señala:

Incertidumbres relacionadas con la mecánica de las leyes de patentes perjudicaron la aptitud de las pequeñas industrias para traducir nuevas ideas en procesos y productos de valor para la nación. Estas incertidumbres son atribuibles en parte a las dificultades y gastos inherentes al funcionamiento del sistema de patentes tal como hoy existe. También pueden achacarse a la existencia de ciertos abusos surgidos en el uso de las patentes. Es preciso corregir estos abusos, que condujeron a ataques extravagantemente críticos que tienden a desacreditar un sistema fundamentalmente sólido.

Pero en “Science, The Endless Frontie” Bush no se ocupó de posibles soluciones, sino que por el contrario señalaba que otros organismos estaban llevando a cabo investigaciones referidas a la problemática de las patentes y que debían aguardarse los resultados de las mismas para realizar cambios específicos en las políticas. En un análisis posterior del régimen de patentes realizado por el Senado en 1956, Bush concluyó que, al decir de Jaffe y Lerner (2004), el “incremento en el volumen y la complejidad de las actividades científicas estaba ejerciendo fuertes presiones en los examinadores de patentes. Ni la cantidad ni el nivel de pericia de los examinadores eran adecuados [...] y el Congreso debía asignar partidas adicionales” (135).

En el medio siglo transcurrido desde entonces, la problemática de la calidad de las patentes ha vuelto a ocupar el centro de los debates sobre políticas de ciencia y tecnología de Estados Unidos. Actualmente existe una preocupación generalizada de que los examinadores de la Oficina de Marcas y Patentes de Estados Unidos (USPTO por su sigla en inglés) no poseen los recursos

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necesarios para determinar con precisión si una invención es patentable o no, y están más fuertemente incentivados para conceder patentes que para denegarlas (Lemley, Lichtman y Sampat, 2005). Algunos han sostenido que el actual régimen de patentes de Estados Unidos supone costos sociales importantes y podría desalentar la innovación más que incentivarla (por ejemplo, Jaffe y Lerner, 2004). Impulsado por estas preocupaciones, el Congreso está sopesando ciertos cambios al régimen estadounidense de patentes que serían los más significativos de los últimos cincuenta años.

Sobre el tema específico de patentar investigaciones financiadas con recursos públicos, en “Science, The Endless Frontie” Bush adoptaba una posición intermedia entre los que sostenían que todas las patentes debían pasar al dominio público y los que planteaban que para estimular la comercialización era necesario conceder patentes a quienes financiaban investigaciones. Decía específicamente que para los titulares de las concesiones de la Fundación que proponía crear, “ciertamente no debería haber exigencia absoluta alguna de que todos los derechos de dichos descubrimientos se atribuyeran al gobierno, pero el director y la división pertinente deberían tener la facultad de decidir si en casos especiales el interés público exigía que le fueran asignados” (Bush, 1945).

Sin embargo, contrariamente a las propuestas tanto de Bush como de Kilgore, la financiación no estaba concentrada en un solo organismo, sino que se distribuía entre muchos. Luego de la Segunda Guerra Mundial, cada uno de los principales organismos federales encargados de financiar actividades de investigación y desarrollo estableció su propia política de patentes y la resultante mezcla de políticas específicas de cada institución generó ambigüedades e incertidumbres para contratistas y funcionarios.4 A pesar de numerosas audiencias en el Congreso sobre este tema, en el período de 1950 a 1975 no se aprobaron leyes al respecto, debido a la incapacidad de los defensores de cada una de las posiciones en pugna para resolver sus diferencias.

El debate de este período dejó de lado a las universidades. El tema de las políticas universitarias en materia de patentes recién adquirió relevancia a mediados de la década de 1960 a raíz de la inquietud expresada por algunas universidades ante la creciente dificultad para patentar investigaciones financiadas con recursos públicos por numerosas trabas burocráticas. La ley Bayh-Dole, o “Ley de patentes universitarias y de pequeñas empresas”, fue ideada para eliminar estos obstáculos.

Desde los debates Bush-Kilgore, había existido una fuerte oposición en el Congreso a toda política federal uniforme que concediera derechos de propiedad sobre patentes a quienes realizaban o contrataban investigaciones. Pero la ley Bayh-Dole suscitó escasa oposición por diversos motivos. En primer lugar, como su título sugiere, el hecho de que el proyecto de ley se centrara en la obtención de derechos de patentes solamente para universidades y pequeñas empresas debilitaba el argumento de que esas políticas de propiedad de patentes favorecerían a las grandes empresas. Pero lo que es más importante, el proyecto de ley se presentó en medio de la polémica sobre la competitividad económica de Estados Unidos de fines de la década de 1970, momento en que existía una creciente inquietud de que Estados Unidos estuviese dejando de ser la vanguardia tecnológica frente a países —especialmente Japón—que tenían estructuras normativas tecnológicas más elaboradas.

Además de invocar hechos anecdóticos de ciertas universidades, los impulsores del proyecto Bayh-Dole recurrían a una serie de argumentos —que en retrospectiva resultan espurios (Sampat, 2006)— que sugerían que las tasas de comercialización de la investigación con recursos oficiales eran inferiores cuando el gobierno era el titular de las patentes resultantes.

4 Esta sección se basa en el análisis de Sampat, 2006.

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El proyecto de ley Bayh-Dole fue aprobado en 1981. La ley estableció una política federal uniforme de patentes para universidades y pequeñas empresas, dándoles a estas los derechos sobre las patentes resultantes de concesiones o contratos financiados por cualquier organismo federal. Puesto que ya antes de la ley Bayh-Dole las universidades habían empezado a participar más en la obtención de patentes y licencias, y debido a que el crecimiento de las patentes y licencias universitarias hubiera continuado aun sin dicha ley (Mowery y otros, 2001), uno de los efectos más importantes de ella fue de carácter normativo, al respaldar la participación de universidades en la obtención de patentes y licencias, actividades en las que tradicionalmente habían participado con renuencia por temor a que se vieran comprometidas sus atribuciones más amplias de investigación y capacitación.

Sin embargo, hoy día, a un cuarto de siglo de su promulgación, se están reconsiderando los efectos de la ley Bayh-Dole en Estados Unidos. Hay muy pocos elementos para sostener que haya contribuido a intensificar la “transferencia de tecnología” y una creciente preocupación sobre posibles efectos secundarios negativos involuntarios. Se trata, entre otros, del potencial de las patentes académicas de investigaciones en las industrias proveedoras para obstaculizar el avance de la ciencia, inquietudes respecto a que el incentivo comercial pueda distorsionar la investigación, desplazándola de problemas “básicos” a problemas más “aplicados”, y el hecho de que en algunas industrias la agresiva competitividad para obtener patentes universitarias pueda ser un impedimento en la colaboración entre el sector académico y la industria (Sampat, 2006).

No obstante, tanto en otros países desarrollados como en países en desarrollo ha habido una tendencia generalizada a imitar la ley Bayh-Dole, partiendo de la convicción (poco fundada) de que esas políticas contribuirán al desarrollo de industrias locales de base científica (Mowery y Sampat ,2004). La tendencia a imitar la política de patentes de Estados Unidos y su supuesta actitud en materia de política tecnológica se discute más en detalle en la siguiente y última sección.

1.4 Conclusiones e implicancias para la política te cnológica de los países en desarrollo

Actualmente los países en desarrollo de todo el mundo exploran cómo desarrollar políticas de promoción de ciencia, tecnología e innovación. Muchos de estos esfuerzos miran a Estados Unidos como modelo, lo cual no sorprende considerando el liderazgo científico y tecnológico de ese país.

Sin embargo, extraer lecciones de un país a otro en término de política científica y tecnológica, al igual que en la mayoría de los ámbitos, es notoriamente difícil, ya que estas políticas están insertas en contextos institucionales más amplios que evolucionaron según una trayectoria y de manera condicionada a la situación local. Continuando con la discusión histórica precedente, en esta sección se analizan qué lecciones se pueden extraer ( y qué lecciones no deberían extraerse) de la experiencia estadounidense.

Durante el período en el cual Estados Unidos era un país en desarrollo, había poco de política científica o tecnológica formal. La mayor parte de los esfuerzos para llegar a la frontera del conocimiento tecnológico derivaban de esfuerzos para adaptarse y asimilar tecnologías de países que se hallaban en la frontera del conocimiento como Gran Bretaña y Alemania. Estas actividades no fueron sin costo, sino que requirieron que las empresas (y científicos e ingenieros en forma individual) se familiarizaran con los acontecimientos científicos y tecnológicos pertinentes en sus campos. Asimismo, había relativamente pocas exigencias en materia de derechos de propiedad intelectual por parte de los países entonces desarrollados para evitar la asimilación tecnológica. Si bien estas actividades no eran estimuladas por la política, una lección de la experiencia estadounidense inicial es la importancia de haber desarrollado lo que Dahlman y Nelson (1995) denominaron "las capacidades sociales de absorción” o competencia para "adquirir tecnología

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extranjera eficientemente a efectos de reducir la brecha entre el mejor procedimiento local y la práctica internacional" (90).

Además, gran parte del crecimiento de las capacidades estadounidenses comenzó en las industrias de producción masiva y ello, por su parte, fue posibilitado por el gran mercado interno, que facilitó la producción en gran escala y permitió así que en el campo tecnológico se “aprendiera haciendo”. Si bien hoy los países en desarrollo no pueden imitar esta estrategia, producir para el mercado global puede ofrecer oportunidades similares. Además, la orientación a las exportaciones también puede crear fuertes incentivos al aprendizaje, sometiendo a las empresas nacionales a la competencia del mercado global y facilitando el aprendizaje de los compradores internacionales. Nótese que este énfasis en el aprendizaje va más allá de los argumentos tradicionales del “libre comercio” a favor de la orientación exportadora.

Un tercer rasgo de los Estados Unidos en los siglos XVIII y XIX fue la presencia de comunidades tecnológicas endógenas y redes que intercambiaban información y técnicas, las cuales ayudaron a reducir la disparidad entre los procedimientos promedio y los óptimos, desembocando en incrementos generalizados de la productividad. Si bien ello no estuvo estimulado por la política en sí, sí lo estaban las actividades orientadas a la difusión de las universidades surgidas con la ley de concesión de tierras, las cuales surtieron efectos similares. La política orientada a la difusión ha recibido desde entonces relativamente poca atención en Estados Unidos, habiendo sido sustituida, en la etapa de posguerra, por un énfasis en la creación de nuevas disciplinas científicas. Pero la mayoría de los avances en las nuevas tecnologías no ha provenido de su creación sino de su difusión entre empresas y consumidores. En la medida en que los mercados no den incentivos adecuados a la difusión, las políticas oficiales pueden ayudar.

Como ya se ha señalado, diferente ha sido el caso de la agricultura, en el cual las políticas federales y estatales fueron importantes; el país tenía una política de investigación activa ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial. La orientación aplicada de muchas universidades antes de la Segunda Guerra Mundial, especialmente las universidades creadas según la ley de concesión de tierras, es otro aspecto del desarrollo de Estados Unidos que suele no apreciarse. Al depender de los contribuyentes a nivel estatal para su apoyo, estas universidades tenían fuertes incentivos para enfocar su educación e investigación a problemas locales y facilitar la difusión del conocimiento entre los grupos interesados. Si bien gran parte de la atención internacional actual se centra en promover recompensas a la investigación universitaria a través de cambios en los regímenes de patentes y licencias (véase a continuación), es importante recordar que las universidades en Estados Unidos tienen una larga historia de colaboración con la industria local y de aporte al desarrollo tecnológico, a través de canales que se extienden más allá de los determinados por los derechos de propiedad intelectual (Rosenberg y Nelson, 1994). Por último, la accesibilidad generalizada de la educación terciaria, especialmente en universidades estatales, también puede haber ayudado a desarrollar la capacidad de absorción a nivel social antes analizada (Mowery y Rosenberg, 1991; Nelson y Wright, 1992)

La mayoría del cierre de brecha tecnológica de Estados Unidos con los pa’sies que estaban en la frontera ocurrió en ausencia de políticas de ciencia o tecnología tal como se conciben hoy en día. Un gran mercado, una fuerte cultura empresarial, la diversidad y un entorno competitivo fueron quienes crearon los incentivos necesarios para que los actores privados aprendieran sobre las tecnologías existentes y desarrollaran otras nuevas. Las instituciones a las que se pedía que promovieran la mejora tecnológica son más amplias que las típicamente asociadas a la "política científica y tecnológica" en sí. Al mismo tiempo, ello no implica que estos avances hubiesen ocurrido sin política oficial alguna, o que los “mecanismos de mercado” por sí solos hubiesen facilitado el desarrollo de Estados Unidos. Toda una extensa gama de iniciativas políticas más amplias, incluida la política de educación, las políticas que promovían diversas competencias, la

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cultura empresarial y las políticas macroeconómicas, crearon un entorno institucional conducente a la puesta al día en materia científico-tecnológica del país.

En la mayoría de las industrias, antes de la Segunda Guerra Mundial, las empresas estadounidenses funcionaban en la frontera del conocimiento o cerca de ella. Como se analizara antes, fue recién después de este período que Estados Unidos desarrolló una política científico-tecnológica seria. Uno de los grandes efectos del consenso de posguerra, y en especial del Informe Bush, fue el hincapié puesto en el financiamiento de la ciencia y la idea –el "contrato social para la ciencia”– de que eras los científicos quienes estaban en mejores condiciones de adoptar decisiones sobre cómo financiar y reglamentar la ciencia. El grueso del debate político en Estados Unidos durante la posguerra refleja tensiones en este contrato social; en especial, los discusiones políticas de posguerra reflejan tensiones entre la noción de que la ciencia contribuye mejor a los objetivos nacionales cuando se la deja libre de restricciones y la noción de que las opciones sobre cómo financiar la ciencia tienen que ser sensibles a las necesidades y prioridades nacionales. Se trata de un debate que está en curso. De modo semejante, en Estados Unidos se vuelve a poner el énfasis en la “evaluación” de los resultados de las políticas científico-tecnológicas y sus aportes a los objetivos nacionales. La amplia incertidumbre en Estados Unidos acerca de qué conjunto de políticas de posguerra funcionó sugiere que la emulación internacional de las políticas científico-tecnológicas de Estados Unidos puede ser prematura.

Pese al compromiso ideológico de financiar la investigación básica sin restricciones, en realidad el grueso de la financiación de posguerra en Estados Unidos ha sido para investigaciones “de orientación específica”. Mientras es difícil demostrar una relación causal, es interesante señalar que la mayoría de las industrias tecnológicamente avanzadas en Estados Unidos durante la posguerra hayan sido precisamente en los campos en los cuales Estados Unidos invertía montos considerables en investigación básica. En la mayoría de los países en desarrollo, la asignación de una parte considerable de los presupuestos de ciencia y tecnología a investigación básica “pura” parecería imprudente; sin embargo, sin la carga ideológica del modelo Bush, los países en desarrollo hoy tienen la oportunidad de pensar cuidadosamente sobre cómo abordar la investigación básica (y aplicada) para satisfacer mejor sus necesidades nacionales.

Otra característica de Estados Unidos ha sido la gran diversidad de financiadores de la investigación básica y aplicada. Además, históricamente, la naturaleza descentralizada del sistema estadounidense ha significado que el desempeño de la investigación y desarrollo haya sido difuso en lugar de concentrado. Si bien continúa sin hacerse una correcta evaluación de los efectos de la diversidad en la financiación y el desempeño de la investigación y el desarrollo, hay por lo menos cierta convicción de que estos rasgos contribuyeron al crecimiento del liderazgo tecnológico de Estados Unidos en la posguerra (Mowery and Rosenberg, 1991).

La ausencia de una política tecnológica apreciable y coherente en Estados Unidos en la posguerra significa que la experiencia estadounidense tiene pocas lecciones que ofrecer en este frente. En forma más general, la imitación internacional de políticas tecnológicas es difícil. En efecto, la política “tecnológica” estadounidense que atrae a la mayoría de los emuladores hoy es la ley Bayh-Dole, pero, como se analizara antes, esta iniciativa fue aprobada en Estados Unidos con muy pocas señales de que fuera necesaria, y en efecto fue en gran parte una reacción ante la noción de que otros países (en especial, Japón) tenían políticas tecnológicas más sólidas que las de Estados Unidos. En tal sentido, hay escasos indicios de que esa ley haya sido importante para estimular la transferencia o colaboración tecnológica entre universidad e industria, además de existir creciente preocupación sobre consecuencias no deseadas y potencialmente negativas. La mayoría de las iniciativas internacionales que imitan la ley Bayh-Dole no lo ven, o no aprecian los aspectos internacionalmente singulares e históricamente condicionados del sistema innovador estadounidense, que fueron por lo menos tan importantes como dicha ley en estimular el

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crecimiento de la relación entre las universidades y la clase empresarial y el crecimiento de la industria científica en Estados Unidos (Mowery y Sampat, 2004)

En forma más general hay dinámicas similares que son evidentes en la política de patentes. Estados Unidos, como la mayoría de los países, se desarrolló en gran parte asimilando tecnologías de países que estaban en la frontera tecnológica; y hoy día, inclusive se está reconsiderando en Estados Unidos y en los países desarrollados si las leyes de patentes vigentes promueven la innovación, en qué medida lo hacen, o si imponen costos sociales. Al mismo tiempo, irónicamente, los países en desarrollo se ven obligados a “armonizar” las leyes de patentes con las de Estados Unidos y de los pa’sies más desarrollados por medio del acuerdo ADPIC en el marco de la

Organización Mundial del Comercio (OMC). En efecto, es interesante notar que las reformas recientes en el campo de política tecnológica, es decir en el sistema de patentes, son instrumentos que han sido diseñados para proteger el liderazgo tecnológico de los países más avanzados, es decir fueron iniciativas "defensivas”.

Sin embargo, cabe señalar de que hay cierta flexibilidad en cómo los países pueden aplicar estas leyes: los países en desarrollo deberían explotar este espacio de maniobra conforme a estas flexibilidades y diseñar leyes más adecuadas a sus intereses nacionales –como lo han hecho históricamente Estados Unidos y otros países desarrollados en lugar de remedar ciegamente a las mismas instituciones de patentes de Estados Unidos cuyos pros y contras están en discusión en el mismo país.

La evolución dependiente de la trayectoria pasada, la compenetración entre resultados de políticas y procesos institucionales y las dificultades para obtener información sobre los resultados de las intervenciones políticas hacen difícil extraer lecciones de un país a otro en materia de políticas científicas y tecnológicas (Mowery y Sampat, 2004). En ese sentido, las lecciones de Estados Unidos para los países en desarrollo son complejas de extraer. Estados Unidos se insertó en la frontera del conocimiento tecnológico y logró el liderazgo tecnológico en una serie de campos antes de la Segunda Guerra Mundial en ausencia de cualquier política científica y tecnológica real. Más bien, parecen haber sido importantes las instituciones que absorbieron tecnologías externas, se adaptaron a ellas y las difundieron ampliamente a toda la economía, como también lo fue la educación de amplia escala. En general, ello ocurrió sin un respaldo político específico, excepto por las instituciones más amplias que promovían al empresariado, la diversidad, las capacidades y la competencia. Nada de esto quiere decir que la "puesta al día" de Estados Unidos no hubiese ocurrido (o no hubiese ocurrido "más rápido" o “mejor") sin una política científica y tecnológica más formal. En la medida en que se puedan acelerar o promover acciones de políticas específicas, el desarrollo de estos aspectos de “capacidad de absorción social” en los países en desarrollo hoy bien podría tener gran rendimiento social, y debería ser explorado. En contraste, los países en desarrollo deberían resistir la tentación de emular otros aspectos “ideológicos” de la iniciativa política estadounidense, incluida la convicción de que la investigación básica “pura” redunda automáticamente en beneficios sociales, de que apuntar a tecnologías y sectores especiales no es factible ipso facto, y que el incremento en la protección de la propiedad intelectual favorece automáticamente la tasa de innovación de un país.

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Bibliografía

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