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LUNES

TARDE

El tiempo de verdad toma cuerpo cuando a -no chece y estamos a solas. No son los cinco minutos en-tre clase y clase ni los treinta escasos de un recreo. Esosólo son intervalos de tiempo. El tiempo con mayúscu-las, el que pone límites a la vida, y a la vez comienza conella, adquiere forma y consistencia rotunda cuando laoscuridad y la soledad se unen mezclándose y reaccio-nando de manera peligrosa para el cuerpo y la mente,dualidad aparente que en ese instante y para siempredeja de ser. No se puede olvidar la densidad fría que loenvuelve; seremos capaces de reconocerlo siempre y sinningún género de dudas dentro de nosotros.

El tiempo es interior; exteriores son las horas quepasan por el reloj convirtiéndose cada veinticuatro endías, y cada siete de éstos en semanas. El tiempo atado ysupeditado al propio ser y a la propia existencia cae ha-cia adentro, se desborda a chorros por los huecos in-sondables que nuestro cerebro excava en el cuerpo flu -yendo continuo y cíclico. A veces parece congelarse; deci -mos que el tiempo se detiene. Mentira, farsa bien asimi-lada, deglutida y aceptada por los sentidos. Nunca lohace. Lo que realmente se para es nuestra limitada ca-pacidad humana para seguir su ritmo frenético que ace -lera y decelera creando para sí mismo una relatividadfascinante.

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Al estar solos sin desearlo podemos contemplarsu evolución: a las cuatro de la mañana el tiempo ya esmayor de edad y tiene el vigor propio de sus años; los bal-buceos y los pasos inseguros, vacilantes que ha dado amedianoche quedaron muy atrás. Ahora arrasa con todo.La primera víctima de su fuerza incontrolablemente sutiles el sueño. Su aniquilación es condición necesaria para lacontemplación de su metamorfosis nocturna.

Cuando el sueño muere el tiempo resucita. Porqueel tiempo no vive nunca. Vivir es ir muriendo poco apoco, y él es eterno en su abstracción. Nuestro tiempo símuere porque nos pertenece, nacemos con él y le vamosagotando sin darnos cuenta, arrastrándolo cuando espasado, empujándolo cuando es futuro y construyéndoloen el presente imperfecto, guardándolo como avaros enfotografías, y proyectándolo en todas las cosas venideras.Lo controlamos encerrándolo en círculos con dos agujas,y nos controla a su vez dando vueltas sin parar; tensarelación que nadie quiere romper por muy mal que lo es-temos pasando.

A esa hora, en ese estado de ánimo, Sierra dis-tribuye su presencia de carne por toda la casa recorriendocada habitación una y otra vez sin encontrar nada ni anadie, tampoco buscando. Sabe de sobra que está solo,tanto como se puede estar en un piso compartido por dos.La cama intacta, no hace falta entrar en la alcoba paracomprobarlo, hecha desde primera hora de la mañana enun intento por mantener un orden externo que procuraseun mínimo de tranquilidad a ambos, y que Sierra no haquerido deshacer en toda la noche, consciente de que só-lo habría dado vueltas en ella haciendo un recorrido limi -tado por sus dimensiones de izquierda a derecha y dederecha a izquierda, paseando su cara sin afeitar por lasdos almohadas, invadiendo una región a la que siemprepenetra con consentimiento, deslizándose furtivo y suaveen incursiones pactadas con un gesto o una respiración

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elocuente de animal acorralado. En una silla reposan unjersey y un pantalón, abandonados en una rigidez algo-donosa, huecos, sorprendidos por la desaparición delcuerpo que les da realmente forma. Las prendas soli-darias se unen a él en la espera de quien pueda llenarlosa todos, desde luego no esta noche ni quizás la siguiente.Simplemente esperan ocupando todos sus instantes enesta labor, ejecutando los minutos a sangre fría mediantela realización de actividades sin objeto. Antes de salir yapagar la luz, echa un último vistazo al dormitorio dupli-cado de tamaño por la ausencia. Sierra sabe que aún que-da mucha noche, y volverá a entrar encontrando de nue-vo lo mismo, cada cosa reclamando su lugar con obsti-nación, imponiendo su tiranía material sin nadie que pue-da hacerla frente con un simple cambio de disposición.

También en el baño de baldosas blancas y negraslos objetos han interrumpido su secreta partida de ajedrezjugada sin ganas desde primeras horas de la mañana, yreina un presagio gris de tablas no acordadas, sino im-puestas por las circunstancias interminables y aceptadasen silencio por unos jugadores cansados de perder. El or-den que impera en él es un orden desquiciado de mani-comio: el tubo de pasta dentífrica cerrado y tieso en el va-so acompañado por dos cepillos que hoy aparecen a lavista un poco divergentes, la taza del retrete bajada ocul-tando una blancura húmeda y resbaladiza, la ducharecogida por completo y ningún pelo en el lavabo, ni losfilamentos que forman signos de interrogación al contac-to con el agua que en vano trata de ahogarlos para evitarpreguntas, ni las minúsculas esquirlas que Sierra des -prende a tajos mutilando su cara bajo la mirada escruta-dora de ella, siempre cerca y observando cuando él se en-trega a esta operación minúscula de cirugía higiénica queconsidera tan masculina, inconsciente de que él tambiénla observa cuando ella se depila en ese mismo bañocreyéndose sola y tarareando mientras recorre sus pier-

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nas con su pequeña maquinilla, devolviendo a su cuerpouna suavidad delicada. Sierra ha entrado sin ganas de ori-nar pero lo hace, se fuerza a hacerlo creyendo a mediasque invertirá horas en este proceso que completa en se-gundos pálidamente amarillos.

Ante este error de cálculo decide premeditar todassus acciones para el resto de la madrugada, ayudado porlas cifras, en ese intento de cuadrar el círculo de la noche.Sale del baño y regresa al salón, donde ha pasado lo peorde la noche, el tiempo que va desde las doce hasta ahora.Todo sigue igual. Lo contrario hubiese sido extraño.

El reloj marca las cuatro, una ele bastante relajaday floja. El televisor está apagado y no lo volverá a encen-der, cansado de ver programas vergonzantes, ni siquieraabsurdos. El negro de la pantalla le refleja parado enmedio del cuarto de estar aún vestido con la ropa de lacalle pero con sus zapatillas de estar por casa idénticas alas de ella, pero un par de números más grandes. Lascompraron juntos para usarlas juntos, como otras tantascosas. Ahora solamente él se desplaza en ellas producien-do un leve sonido al andar que retumba en sus oídos de-bido al vacío del piso. Algo dentro de Sierra nota la dife -rencia entre el silencio que reina en la casa cuando no haynadie y el silencio que producen ambos al estar juntos. Nose oye sólo con el oído; aunque en este momento no haynada que oír. El teléfono permanece mudo sin enfado yofrece sus números obsceno, invitando a posar los dedosen él y sucumbir a lo que se desea. Nadie descuelga elteléfono, ni a este lado de la línea ni al otro; dondequieraque la geografía de los días sitúe ese otro lado.

El primer paso siempre es el más difícil de dar,ande uno descalzo o en unas cómodas babuchas. Es másfácil andar sin dirigirse a ningún sitio en concreto, comoa la estantería donde están alineados los discos, coger unode ellos y ponerlo en el aparato. O mejor aún, elegir dos otres de ellos y disponerlos para que suenen sin interrup-

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ción a lo largo de toda la larga noche, de sus restos sin lla-ma, humeantes, hasta que llegue la mañana y con ella lahora de volver al trabajo, a la rutina sin soledad, a las ta -reas bien aprendidas que permiten ocupar todo el ser enalgo que no sea él mismo en el tiempo; abandonarse a lamonotonía higiénica de las clases repitiendo fórmulasmágicas con palabras de prestidigitador, engañando nosola mente al público, sino también a uno mismo conunos trucos tan vulgares que la vergüenza de hacerlos nopermite pensar en otra cosa. La baraja siempre ha tenidocinco ases, el conejo vive en el sombrero y la chica ya estápartida por la mitad por culpa de un descuido del malartista que lanzó sin control sus palabras de acero, pala -bras que nacen sonrosadas y redondas, llenas de una vi-da que comienza sin azotes; pero poco a poco se van afi-lando, intuyendo su necesidad de proporcionar la menorresistencia a la superficie de contacto y clavarse hasta elfondo, toda la frase formando un sable que termina en laempuñadura de un punto y final.

El primer disco ya ha empezado a sonar; no lo haescogido al azar: es uno de los favoritos de ella. Por vezprimera en mucho tiempo se concentra para oírlo, dete-niendo su mirada en las fotografías de personajes planosque pueblan la estancia revelando en este momento susignificado oculto, el instante en que nacieron de un fo -gonazo, de una luz, y así quedaron para siempre en unnegativo. En un par de ellas aparecen ellos dos, un pocomás jóvenes, sonriente ella, sonriendo él, sus caras faltasde la tercera dimensión que proporciona el tacto. A Sierranunca le han gustado las fotos, una manía como otracualquiera. No siente ese miedo ancestral de tributemerosa por el robo de las almas que emigran del cuer-po a la imagen. Su miedo es occidental, paranoico, ligadomás al psicoanálisis que a la antropología.

Sin embargo, ahora mismo, esas imágenes sirvende sucedáneo, amargo como él solo. Imposible camuflar

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el sabor de una sustancia fluida tan compacta como la queforma la vida compartida, un sabor que va mutando solo,sin ayuda ni solución de continuidad. Lo que hoy sabeazul mañana sabe gris. No hay nada que hacer; los sa-bores no se mezclan. Siguiendo el hilo de sus pensamien-tos, en una asociación de ideas propiciada por ese noc-tambulismo compulsivo impuesto por la soledad, entraen la cocina a preparar una cafetera. Hay café hecho deesta mañana, pero quiere malgastar todos los segundosque pueda, esas imperceptibles revoluciones de cesio quenunca cesan. Siempre le ha gustado preparar la cafetera:llenarla de agua, poner el café marrón en el cilindrometálico y alisar su superficie aromática; y luego esperar,esperar a que el calor de la vitrocerámica comunique sumensaje hirviente al agua y éste al café.

Un juego de adultos, una contradicción. De pe-queño lo veía así. Su padre preparaba el café y encendíael fuego de la cocina a gas con una cerilla cabezona que seconsumía dejando un evocador olor a madera. La mezclade ese olor y el del café recién hecho eran señales delmundo de los mayores, un mundo que él ha alcanzadohace años y que ahora no resulta tan atractivo como cabíaesperar, afeado por la falta de perspectiva, por una cer-canía deformante y provocadora de los típicos esperpen-tos de las cucharas. La muerte de su padre hace que lacocina se haya quedado sin gas, el botón de la llama en elcero. Igual que como se encendió. No conserva en casaninguna foto de él. En un juicio a sí mismo Sierra se au-toabsuelve, no se lo reprocha. Es incapaz de recordar si al-guna vez le dijo algo agradable, con sentimiento. Tienebuena memoria y sabe que si no recuerda, es porque nohay nada que recordar. Y eso no aguantaría un juicio, nide él ni de nadie. Por eso no habla mucho de él ni le gus-ta que le hablen de él. Si lo hace es sin concretar, vaga-mente, insinuando, rozando la superficie barnizada deltrato áspero que hubo entre ambos, siempre correcto y

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formal, más burocrático que familiar. Tan sólo queda elcafé y un cierto parecido físico, castigo que impone lagenética por si nos atrevemos a olvidar. Lo segundo lo vecada mañana en el espejo del baño, en ese mundo parale-lo que confunde izquierda y derecha. Lo primero lo huelede vez en cuando; como ahora mismo.

Ya ha subido. Apaga la vitro y retira la cafeteradel calor, decide llevarla a la mesa del salón con un sal-vamanteles y allí ir tomando poco a poco tazas cargadasmientras escucha la música y corrige los ejercicios queempezó a revisar esa misma tarde y que siguen ocupan-do parte de la mesa: folios ensuciados por garabatos sinsentido práctico, pura teoría muerta dispuesta a serdisec cionada por un bolígrafo sangriento y negativo,vengativo. Lo mejor será tenerlos corregidos cuantoantes para así mantener el interés de los alumnos, faltosde una intensidad de concentración como ancianos conalzheimer. Los alumnos siempre le preguntan si los ten-drá corregidos para el día siguiente. Siempre lo hace.Pero no le ofende la duda. Dudar es la misión oculta detodos ellos, jóvenes aún. Cuando ya no se duda ni sepuede dudar sólo resta aguantar, resistir. Destino deadultos. La operación que ejecuta Sierra es invariable:des plegar el folio, comprobar, tachar y corregir en rojo;desplegar otro folio, comprobar, tachar y corregir denue vo en rojo. Lo único que cambian son los fallos que secomenten. A veces se cuela el descaro de la perfección. Aveces nada más. Este ritual lleva su tiempo, hay querepetir las fórmulas por igual y no saltarse ningún pasopara establecer una comunión totalmente inútil. Ya sue-na otro disco, el segundo que ha puesto. Echando los cál-culos eso significa que ya ha pasado al menos una hora,una hora sin pensar en ella; ella, a la que dedica cincominutos de su pensamiento antes de volver a su trabajo,al blanco y rojo de las correcciones, a los tachones indig-nados que el saber sin objeciones descarga sobre errores

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im perdonables para el correcto funcionamiento. ¿Dequé? De la nada. Cuando termina son casi las seis de lamañana. Todo un éxito de la rutina.

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